«Araya» de Margot Benacerraf: el documental como obra de arte
Por: Leonardo Mora
Foto: Araya
Araya es un filme clásico de 1959 dirigido por Margot Benacerraf, realizadora venezolana, el cual se desajusta de los esquemas más predecibles del documental para inscribirse en una línea de honda impronta poética. Leonardo Mora efectúa una aproximación al filme para revalorar su actualidad y pertinencia.
“…Sobre Araya el sol, el calor, el sopor, el silencio…”
Araya (1959) es un bello filme dirigido por la directora venezolana Margot Benacerraf. Si bien se encuentra un tanto olvidado en nuestros días, representa una joya en la historia del cine latinoamericano y mundial por sus múltiples aciertos, entre ellos el difícil cometido de llevar la desgastada armazón formal del documental a un nivel de belleza conceptual digno del mejor cine poético. Este trabajo, que obtuvo en el año de su aparición el Premio Internacional de la Crítica en Cannes, nos lleva a una gran travesía por el noreste venezolano, a la histórica zona de Araya, situada en la península del mismo nombre, perteneciente al estado de Sucre, que representó un enclave estratégico para la explotación de sal por parte de los colonizadores españoles en el siglo XVII. A la altura del año 1605, Holanda y España libraron sucesivas pugnas para hacerse de la estratégica zona, hasta que la corona española decretó en 1622 construir la Real Fortaleza Santiago de Arroyo de Araya o castillo de Araya, culminado en 1630. Finalmente en 1648 se firmó la paz entre ambas naciones. Desde 1960 las ruinas del castillo fueron declaradas monumento histórico nacional.
Araya nos proporciona un hermoso recorrido de imágenes desde una concepción casi épica en la que una naturaleza agreste de mar, playas extensas y sal, se sincretiza con los despojos del castillo mencionado, y se transforma por el duro trabajo de las y los pobladores de la zona en labores de extracción salina y pesca y en la intimidad cansada de sus hogares. La directora hila su trasegar de manera elegante y diseñada, con una cámara que sabe moverse y situarse perfectamente, como un testigo inteligente, para darnos cuenta de la vida en Araya a través de las dinámicas de sus protagonistas y acercarse humanamente a su difícil y austero contexto: los diálogos y las interpelaciones se anulan para dar paso a la primacía de los avatares físicos de las mujeres y los hombres concentrados en sus labores esencialmente manuales y su manera de insertarse en el proceso más primitivo del mercado; es decir, la extracción de materia prima en un ámbito estrictamente natural, sólo intervenido por algunos vehículos de carga pesada, los barcos para su transporte y los artefactos purificadores de la sal.
Si bien el filme es intervenido por una dramática voz en off, su carácter acierta en la medida en que se solidariza con los protagonistas, acentúa su proeza de cuerpos forjados por el sol y maltratados por el trabajo, aporta a la magnificación y a la crítica de la vida en Araya y su larga tradición histórica, y a su vez ofrece al espectador valiosas líneas de sentido e interpretación del encuentro entre la naturaleza y la condición humana; inclusive nos informa también con especial interés de vidas específicas de algunas y algunos trabajadores y sus familias, para quienes el día y la noche están destinados centralmente a ganar el sustento de forma muy dura, en un trágico medio de honda desolación, silencio y esterilidad.
Como señalábamos, Araya proporciona una mirada que manifiesta la realidad de forma poética, aunque el mismo filme, al final, manifieste con modestia que se interesa esencialmente por el primer aspecto; pero categorizarlo como un simple documental sería desconocer su concepción artística (muy evidente en la fotografía y en la dirección), en su innegable inclinación por ofrecer una alta estética, y por acercarse sutil y sensiblemente a las y los habitantes de la zona. Este último aspecto también representa otra ventaja del filme, en la medida en que supera todo afán de fácil denuncia, de proselitismo o de superficialidad informativa, y en contraposición expone bajo una óptica más profunda la difícil situación de una población sin mayores opciones distintas a la reproducción por generaciones del mismo modelo de vida y de sobrevivencia. Ni siquiera los infantes están exentos de hacer parte de las dinámicas del lacerante trabajo, en donde las cargas, los pesos, las cantidades, deben siempre contar con las cifras estipuladas y requeridas, para mantener en atroz y perfecto equilibrio el nivel productivo del trabajo.
Por breves instantes, la directora desplaza la mirada desde las zonas de pesca y extracción junto al mar hacia los pequeños poblados a varios kilómetros de distancia, en medio de tierras áridas y secas, en donde toda sobrevivencia se debe fundamentalmente al alimento que proporciona el mar. Vemos también el abandono y la pobreza de las calles destapadas y hogares humildes los cuales carecen de todo recurso básico. Pero a pesar de ello, nada se muestra con falta de tacto o impregnado de amarillismo: la consigna de abordaje fotográfico continúa siendo una mirada camuflada discretamente pero que se dirige con hondura hacia las personas y sus austeras dinámicas de vida y costumbres, una suerte de etnografía respetuosa y personal para que los significados sean proporcionados por la misma imagen, y a menudo alineado por las sonoridades del entorno, tanto voces y conversaciones lejanas o cantos tradicionales, como por la música incidental compuesta para la película.
Sobre la figura de Margot Benacerraf, caraqueña de origen sefardí, cabe señalar que es la única cineasta de Venezuela que figura en los representativos textos Dictionaire des Cineastes y Dictionaire des Films del historiador cinematográfico Georges Sadoul. Además fue fundadora de la Cinemateca Nacional de Venezuela, en 1966, y ejerció como su directora por tres años consecutivos. También fue parte de la Junta Directiva del Ateneo de Caracas, y en 1991, con el apoyo de Gabriel García Márquez, creó Fundavisual Latina, fundación encargada de promover las artes audiovisuales latinoamericanas en Venezuela. Tanto Araya, como el filme anterior de esta directora, Reverón (1952), figuran en la lista de los mejores documentales del mundo en el Diccionaire du Cinéma escrito por otro importante historiador de cine: Jean Mitry.
Araya es definitivamente una gran muestra de talento para tener en cuenta en los tiempos actuales, en los cuales es absolutamente necesario replantear las formas tradicionales del arte cinematográfico, esencialmente el documental, y de esta manera abrir caminos hacia nuevos y más interesantes niveles de expresión. Esto rige mucho más para el caso latinoamericano, tan necesitado de una nueva filmografía capaz de cargarse con el contenido histórico de su tiempo y combinarlo con calidad estética. El exceso de consumos foráneos muchas veces nos impide apreciar lo mejor del cine de nuestras latitudes, cine que en películas como Araya logra un acercamiento sincero e inteligente a nuestra idiosincrasia y nuestras trágicas circunstancias sociales y culturales.