Cómo escribir desde el dolor: entrevista a Cristina Rivera Garza
Por: estudiantes de la Maestría en Periodismo Narrativo de la UNSAM*
Ilustración: Juan Almonacid
Cristina Rivera Garza conversó sobre Dolerse. Textos de un país herido (Sur+, 2011) con estudiantes de la Maestría en Periodismo Narrativo de la Universidad Nacional de San Martín, dirigida por Cristian Alarcón y Alejandra Laera. Durante el encuentro, la escritora habló acerca de cómo preguntar sobre lo que duele, del lugar que ocupan les pensadores indígenas en su escritura y cuán necesario es construir lazos afectivos mediante el lenguaje. Revista Transas presenta una versión condensada de ese diálogo, que demuestra la contemporaneidad de Dolerse.
“Quiero pensar con el dolor, y con el dolor abrazarlo muy dentro, regresarlo al corazón palpitante con el que todavía tiembla este país”, escribió la autora mexicana Cristina Rivera Garza en su libro Dolerse. Textos de un país herido (Sur+, 2011). Dolerse es una respuesta al horror, en principio enmudecedor y paralizante, provocado por la mal llamada “guerra contra el narco» en México. Es un texto anfibio, una urdimbre de múltiples formatos que invita a reflexionar sobre el papel del Estado, la agencia de las víctimas y cómo abordar el compromiso con les otres desde aquello que nos duele.
Dolerse desborda géneros y explora este tema tan importante que es el dolor. ¿Fue escrito pensando en las nuevas generaciones? ¿Para algún público en especial?
El libro mantiene un diálogo contemporáneo: hay una argumentación de fondo que todavía me parece válida, una crítica a lo que se llama “guerra contra el narco” y una apuesta al lenguaje del dolor, desde donde nos aproximamos de una manera más concreta a la realidad del cuerpo. Es desde ese lenguaje, que implica prácticas de empatía y de formación de comunidades emocionales que trascienden fronteras, que podemos encontrar líneas de fuga y el sentido deuna futuridad distinta. Cuando empecé a escribir estos ensayos, textos, poemas y crónicas trataba de explicar un mundo que se me había vuelto radicalmente oscuro.Y rechazaba las explicaciones hegemónicas que se dieron en su momento, por ejemplo, la explicación racista e imprecisa de la crueldad azteca, de la cuestión oscura indígena en el pasado mexicano que ahora explota en esta violencia sin control. Y otras súper maniqueas que establecen lugares muy específicos para los buenos y para los malos: los buenos, participantes del Estado; los malos, los narcotraficantes. O la costumbre en estos lugares de culpar a la víctima: “¿Por qué se meten en esas cosas si ya saben qué les va a tocar?”, etcétera. Eran explicaciones que rodeaban al hecho incontrovertible de que había una violencia cada vez más punzante y espectacular, cada vez más llena de saña. Y yo trataba de explicarme eso, de ligarlo con las herramientas de la historiadora y socióloga, pero también trataba de entender el aspecto más pragmáticamente humano: ¿qué historia estamos escribiendo con esto?
¿Qué se necesita para contar ese tipo de historias?
Aunque sean historias fuertes, terribles, hace falta saber cómo las contamos para que no se conviertan en una acumulación de desasosiego o fatalismo. Es necesario ver qué de nuestras herramientas narrativas podemos utilizar para que lo que resulte de eso sea una conmoción, esta posibilidad de pensamiento y práctica crítica.
¿Cómo se pregunta ante el dolor? ¿De qué manera se pregunta para no lastimar?
Lo que sabemos del trauma es que tiene capacidad para encriptarse y viajar de generación en generación. Si a una experiencia le corresponde este estatus de sufrimiento social, si ha habido un cruce con el horrorismo, llegar a ese punto no puede seguir el trazo directo de causa y efecto. Cuando estamos escribiendo, estamos menos preocupados por contar una historia y más preocupados por compartir una experiencia. Y creo que cuando hablamos de esas dos cosas, nuestro modo de escritura cambia radicalmente. Se puede compartir una experiencia de la que se saben los contornos, de la que se tiene una cierta idea, pero cuyo fondo palpitante puede todavía permanecer en cierta opacidad. Y esa opacidad muchas veces es el respeto, lo que nunca vamos a llegar a conocer o el cuidado. No me parece que la opacidad sea algo contra lo que tengamos que luchar, sino algo con lo que tenemos que trabajar, si nuestro proceso escritural incluye esta noción de cuidado y esta noción de pensamiento y práctica crítica.
Yo tengo un modo académico por el que inmediatamente trato de encontrar explicaciones. Pero lo que veía en mi entorno es que las personas no estaban tan interesadas en ellas, querían a veces contar historias que eran muy difíciles de contar, y que esa tarea se les facilitaba cuando usaban el lenguaje del dolor. El lenguaje del dolor pertenece y florece en distintos campos: puede ser el dolor religioso, puede ser el del desastre natural, puede ser el dolor enunciado por la medicina, está el psicoanálisis. Hay un montón de traducciones que nos ayudan a tener esta conexión indirecta con experiencias límites. Lo que estaba ahí era una voz que exigía una búsqueda constante y colectiva por ir enunciando esas palabras doloridas y lo que a mí me resulta más interesante es que, además de expresar condiciones límites, hablar sobre el dolor usualmente nos lleva a preguntarnos sobre sus causas. Y eso implícitamente es una práctica crítica. Lo que me parece importante en esta labor es construir este contexto en el cual estas voces pueden intercalarse y participar de una conversación más amplia, sin que esto sea explícito y sin que el doliente sienta que le tiene que dar una explicación a quien no entiende de su situación. Esto requiere cuidado y nuestras herramientas: cómo construir esa opacidad, cómo construir esa tensión, cómo separar el hablar con honestidad de escenas truculentas que más que alertar a la conciencia crítica nos llevan a un fatalismo terrible o a una pornoviolencia innecesaria. La respuesta a lo que me preguntas depende del contexto.
En Dolerse citás a Judith Butler, Sara Ahmed, Adriana Cavarero, entre otres. ¿Cuál es el papel de la teoría en tu obra?
Leo teoría con mucho gusto, pero leo teoría como leo poesía. Sigo una lectura sólida y rigurosa, pero la hago menos para saber qué piensan X o Y, y más para —se va a oír horrible la palabra pero es algo así— inspirarme. Si veo el mundo solo con lo que traigo hasta ese momento, a lo mejor llegaría a conclusiones parecidas a las primeras que describía aquí: es el espíritu de los aztecas que regresa con su venganza y violencia. Pero la teoría reta las formas automáticas de explicarme la realidad y me ayuda a ver cosas en las que antes no ponía atención… Adriana Cavarero, con sus aportaciones sobre el horrorismo, me permitió articular la idea de la parálisis y la falta de lenguaje en los momentos de trauma y esa diferencia entre horror y terror, y cómo la escritura y el lenguaje del dolor podían ayudarnos a dar un salto crítico… En el centro de la efectividad de un cuerpo teórico está eso: poder ser parte de una conversación que nos importa porque nos afecta.
Uno de los ejes del libro es la militancia contra el sentimentalismo. ¿A qué te referís con eso?
Usualmente, cuando decimos “esto es sentimental”, lo que queremos decir es “esto lo escribió una mujer”, o “esta es una vocación emotiva que no es masculinista ni objetiva”. Y yo me he cuestionado muchas veces que ante experiencias límite me ha parecido menos efectivo el sentimentalismo exacerbado que un lenguaje que guarda su distancia. Y aquí empiezo mi trabajo autocrítico: el melodrama, en sus orígenes, era absolutamente crítico. Permitía un trabajo con la subjetividad y, por hacerlo, fue feminizado. Hoy me tomaría esos comentarios con más calma por cómo pueden ser lanzados para descalificar autorías minorizadas o que vienen de otras experiencias emotivas. Tendría más cuidado al respecto.
Lo que me preocupa es el descuido con el lenguaje, la posibilidad de que en lugar de contribuir a lo que me importa, que es generar una comunidad crítica de todo esto, utilicemos el lenguaje para confirmar el estado de las cosas y no para cuestionarlo. Y a veces la efectividad del lenguaje del melodrama o el sentimentalismo, tan explotado en las telenovelas, no produce un nuevo tipo de relación con nuestro entorno. La negligencia con el lenguaje es una negligencia con las emociones. Y a veces es irse por lo más aparatoso y lo más accesible cuando un trabajo más delicado nos llevaría a una examinación distinta de nuestro propio mapa emotivo.
En tu libro retomás el análisis de la historia mexicana que hizo Andrés Molina Enríquez, ¿coincidís en su idea de que el origen de la desigualdad social que desemboca en violencia se relaciona con la concentración de la propiedad de la tierra?
La pregunta sobre la acumulación originaria es una pregunta fundamental sin la cual yo no me sentiría capacitada para escribir nada: incluso la poesía más lírica siempre tiene que ver con ella. Y sí, porque la acumulación originaria va acompañada de procesos de cercamiento, apropiación y extracción, pues la propiedad de la tierra y las formas de trabajar la tierra son fundamentales. No por estar en sociedades urbanas, la propiedad de la tierra deja de importar. Ser expulsados por estas formas migratorias que vemos en la actualidad, nos indica que la expropiación y exterminio de la tierra, este terricidio del que somos testigos hoy es fundamental.
En tu obra citás y dialogás con autores indígenas. ¿Qué aprendiste de personas indígenas sobre el dolor y procesos de documentación y escritura?
Muchísimo. Hay un capítulo en Los muertos indóciles (2013) en el que recurro de manera detallada al libro Escrito: comunalidad, energía viva del pensamiento mixe del antropólogo mixe Floriberto Díaz, quien construyó el concepto de comunalidad. Floriberto piensa en cómo las comunidades indígenas resisten, producen y distribuyen riqueza social, y cómo el lenguaje escrito y la tradición oral compiten y participan de este tipo de procesos. Yo traía esta preocupación en mi cabeza, y siempre hablaba con mis estudiantes de que escribir era un trabajo, no en el sentido de empleo, sino como parte de procesos materiales de producción y reproducción social. Hay mucha teoría marxista al respecto, pero cuando leí a Floriberto hablando de su relación con su comunidad basada en formas de trabajo que se reparten a manera de trueque y que son obligatorias y gratuitas, me facilitó el seguir argumentando sobre estas formas de escritura en las que yo quería pensar… Floriberto dice que su relación con su comunidad no es de identificación, ni de gusto, ni identitaria, sino de producción en un sentido del trabajo mucho más amplio… Esta idea, que va desde la construcción de la comunidad a la de comunalidad y de los procesos de trabajo que incluyen la relación con la tierra, no como una relación de propiedad sino de mutua posesión, me hizo pensar de manera muy distinta en mi práctica y medios de trabajo. Ahí hay una extrapolación que es muy fundamental para toda la discusión de Los muertos indóciles y que no habría podido pensar de una manera tan directa sin haber leído a Floriberto Díaz. Y en la actualidad hay otra serie de discusiones que Yásnaya Aguilar y Mardonio Carballo tienen relacionadas con una crítica muy certera al discurso del mestizaje en nuestros países. Con ellos dos estoy aprendiendo sobre eso y tiene mucho que ver con mi escritura, es decir, un personaje cuando lo estamos creando tiene sexo, género, raza, color de piel, relaciones específicas con otros, entonces entrelazar esa discusión, ha sido, es y va a seguir siendo fundamental.
Manejás la cuestión de la víctima en un doble sentido: víctimas inermes, víctimas espectadoras, pero también hablás de otra víctima más tartamuda que sería protagonista del dolor. ¿Cómo trabajás el fracaso cuando se espera algo de una víctima pero la víctima no puede hacer eso que se espera?
Pensé en eso por mucho tiempo cuando estaba escribiendo mi disertación como historiadora porque fue sobre definiciones de la locura en un manicomio mexicano, famoso e infame a la vez, La Castañeda. Estaba en esa época leyendo cuestiones sobre la New Social History (Nueva historia social) que hacían énfasis en la agencia humana y la insistencia constante en que nuestras historias tienen que ser historias heroicas. Estábamos tan cansados de la derrota, que había mucho énfasis en lo contrario, muy en el discurso de James Scott y Las armas de los débiles: a lo mejor no hay una revolución, pero al menos hay una revuelta; a lo mejor no consiguen el aumento de salario, pero al menos no los despiden. Siempre esta justa recalibración del activismo, de la participación social. El problema con esas visiones, y eso lo encontré en los expedientes de los internos de este manicomio, era que muchos de ellos eran personajes fracasados, completamente quebrados por el sistema, que si salían del manicomio tampoco iban a ser héroes que habían logrado derrotar a la psiquiatría de su época para lanzarse a la construcción de un mundo nuevo. Y a mí me parecía que sus vidas y sus experiencias tenían que ser contadas.
Hubo tanto énfasis en esta agencia heroica que se nos olvidamos de lo que llamé en el librola agencia trágica. Pensar en esta noción de agencia trágica fue lo que me ayudó a explorar estas vidas que no llegaron a otra cosa. No son nuestros héroes revolucionarios, no dirigieron movimiento alguno, no transformaron su vida cotidiana y sin embargo, hay ahí una riqueza que a mí me parecía importantísima no dejar pasar. La tragedia nos habla de otro momento, y ahí estaba la famosa frase de Borges: “La derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”. Entonces, esta noción de la agencia trágica, ligada a definiciones populares de la dignidad, me ayudaron a expandir mi foco y no concentrarme nada más en la activista fuerte y decidida, en el que logró organizar la huelga, en el que consiguió esto y consiguió lo otro, porque el llamado fracaso para mí es la verdadera historia de la modernidad: esa es la verdadera historia de la acumulación originaria que rompe vidas, que quiebra y que nos quiebra. No contar eso sería no hacerse la pregunta sobre la acumulación.
Llamás Estado sin entrañas a aquel que se rinde ante “la lógica, literalmente letal, de la ganancia. A ese Estado que rescinde su relación con el cuidado del cuerpo de sus constituyentes”. ¿Cómo se podría traducir el concepto de Estado sin entrañas al contexto actual?
Es una pregunta que he discutido mucho con Yásnaya Aguilar, quien es totalmente antiestatal y anarquista y viene de la comunalidad, ya que el concepto de Estado sin entrañas está todavía enraizado en la posibilidad misma del Estado: es decir, hay un Estado neoliberal o del neoliberalismo tardío que ha dejado de considerar como responsabilidad propia el cuidado de los ciudadanos. La crítica ahí es “como si eso le hubiera interesado alguna vez al Estado”, “como si el Estado como tal no fuera en sí mismo la definición material de procesos de acumulación y de extracción”.
El llamado del libro es decir que necesitamos un Estado con entrañas, pero tal vez el llamado más radical sería que no necesitamos un Estado, necesitamos una relación entrañable que prescinda de ese Estado. En el tiempo al que yo me refería en el libro, me parece básico que si va a existir un Estado, si no lo vamos a derrocar mañana, que apoye la educación y la cultura públicas, por ejemplo. Quisiera pensar en las dos cosas a la vez: que puedo tener la visión a largo plazo de formar relaciones entrañables que evadan la noción o la práctica del Estado, pero mientras eso ocurre podemos exigirle al Estado que existe que haga lo que su contrato (constituciones) dice que va a hacer. Poner esas dos cosas en perspectiva me ayuda a acrecentar la complejidad de la discusión, pero esencialmente todavía estoy de acuerdo con lo que publiqué. Esta cuestión de lo entrañable, en el sentido de que son tus entrañas y es tu cuerpo y en el sentido de lo que significa la palabra entrañable en español, es fundamental para producir otro tipo de sociabilidad y otro tipo de comunalidad.
Tomás al dolor como una herramienta crítica al sistema neoliberal, al narcoestado, una herramienta potencialmente transformadora de la realidad. ¿Dolerse podría leerse como un manifiesto?
Me encantaría que el libro fuera leído en ese registro. Mi deseo es que funcione a nivel de manifiesto, a un nivel muy práctico, a un nivel de decir ya, esto me está pasando a mí, esto me invita a pensar en mi entorno de otra manera. Si empezamos con eso, ya no podemos actuar igual. Y son estos pequeños cambios, en estas relaciones cotidianas, los que la historia demuestra son tan fundamentales para cambios mayores. Entonces es un granito de arena frente a montones de arena, con la que está trabajando muchas otras personas, ustedes incluidos. Si nos acercamos, si estamos conscientes de que estamos haciendo este trabajo en conjunto, habrá una mayor posibilidad de ser efectivos.
*Mariana Recamier, Cindy Burgos, Nicolás Turdera, Victoria Barco, Facundo Iglesia.
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