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«NO HABÍA COMETIDO UN CRIMEN, SINO UN ACTO JUSTICIERO»

Por: Karina Boiola

Imagen: ilustración original para Caras y Caretas

Como parte del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Karina Boiola analiza “Un proceso” (1938), una breve crónica que la escritora argentina Emma de la Barra publicó en Caras y Caretas para intervenir en el debate que se daba en la época sobre la aplicación de los juicios orales en nuestro país. Boiola propone que “Un proceso” ilumina los modos en que la ficción abre un espacio de visibilidad para subjetividades que hasta el momento era invisibles en el marco de la ley: las mujeres trabajadoras, las mujeres pobres, las mujeres del pueblo. Y, al hacerlo, permite reflexionar sobre el carácter performativo del Derecho y sobre la compleja relación entre la legalidad, la justicia y la moral.


Emma de la Barra (1861-1947) es conocida por haber escrito el primer best-seller de la literatura argentina, ya que Stella (1905), su primera novela, fue una de las obras más leídas, reeditadas y vendidas de la primera mitad del siglo XX. Primero publicada en forma anónima y luego con el seudónimo César Duayén ‒que la escritora mantuvo a lo largo de toda su trayectoria‒, Stella consagró a su autora como una promesa de la novelística nacional. Las crónicas del momento relatan, incluso, que el público se agolpaba en las librerías y agobiaba a Moen, su editor, para saber cuándo se repondrían los ejemplares de la afortunada novela, que no paraban de agotarse.

Pero Emma de la Barra no solo escribió una obra que se convirtió en el primer éxito de ventas de nuestra literatura. También fue amiga íntima de dos ex primeras damas, Clara y Elisa Funes, de Delfina Mitre y Vedia ‒la hija de Bartolomé Mitre, con quien organizó una exposición de joyas en 1892‒ y de la médica y feminista Cecilia Grierson, se casó dos veces (la primera con su tío, Juan de la Barra; la segunda con el periodista, político y folletinista Julio Llanos), viajó por Europa y residió en Italia durante cinco años, entre 1906 y 1911. Allí, según relata en “El diario de mis viajes”, una breve columna aparecida en La Nación entre enero y marzo de 1908, De la Barra viajó en automóvil por los Alpes italianos, cuando ese medio de transporte era todavía una novedad, fue a numerosas recepciones en el consulado argentino y frecuentó a diversas personalidades ilustres de la época, como los escritores Máximo Gorki y Edmundo D’Amicis, y los criminólogos César Lombroso y Enrique Ferri, con quienes cenaba asiduamente en la casa de ese último.

Específicamente en Roma, De la Barra vivió una experiencia que jamás imaginó que podría sucederle: fue testigo de un asesinato. Y, aún más importante, también presenció el proceso que se llevó a cabo para juzgar a quien lo había cometido. Ese hecho, que De la Barra recuperaría recién tres décadas más tarde, cuando ya residía en la Argentina, se narra en “Un proceso”, un breve texto publicado en Caras y Caretas en junio de 1938, que la escritora firmó como Cesar Duayén. Desde mi perspectiva, “Un proceso” ilumina los modos en que la ficción abre un espacio de visibilidad para subjetividades que hasta el momento era invisibles en el marco de la ley: las mujeres trabajadoras, las mujeres pobres, las mujeres del pueblo. Y, al hacerlo, permite reflexionar sobre el carácter performativo del Derecho y sobre la compleja relación entre la legalidad, la justicia y la moral.

Como explica la autora, “Un proceso” se inscribe en el debate que se daba, en la época, sobre las ventajas y desventajas de la aplicación del juicio oral en la Argentina[i]. El texto tiene, por ello, una intención argumental, que De la Barra respalda con la evocación de un recuerdo: el de haber presenciado un juicio oral en Roma a principios de siglo XX. “Un proceso” cuenta, entonces, que De la Barra fue testigo del asesinato de Francisco Girolami a manos de Maria, su esposa, y narra, además, los pormenores del juicio, en el que ocupa un lugar fundamental el relato que el abogado defensor hace de la trágica vida de esa mujer. Se ubica, por ello, entre la crónica, la memoria autobiográfica y el testimonio: es la narración un recuerdo que tiene a la autora como protagonista y que, también, la presenta como una testigo privilegiada. Porque De la Barra fue la única que presenció tanto el asesinato como el juicio; la única, por lo tanto, que podía dar cuenta del caso para que, treinta años después de sucedido el hecho, los lectores accedieran, como si de un jurado se tratara, a toda la evidencia disponible para juzgar a la acusada y, además, posicionarse sobre el debate en cuestión.

Como sostiene Beatriz Sarlo en Tiempo Pasado (2005), “no hay testimonio sin experiencia, pero tampoco hay experiencia sin narración”. Es decir, la narración de la experiencia de quien testimonia es, desde esa perspectiva, tan importante como la experiencia misma, ya que la convierte en algo comunicable. Por eso, habría que detenerse en el modo en que De la Barra organiza la narración de su experiencia como “doble testigo”, especialmente porque el relato de una experiencia la inscribe, según Sarlo, en una temporalidad que no es la propia, sino la del recuerdo. ¿Cómo reconstruye la escritora, entonces, ese recuerdo con el que intenta sostener un punto de vista? “Un proceso” se divide en dos momentos muy precisos. En el primero, como si estuviera testimoniando en el juicio, De la Barra describe con minuciosidad las circunstancias que la llevaron a presenciar el crimen: su recorrido por las calles de Roma, el tiempo que pasó en cada comercio en el que se detuvo, las características físicas y la personalidad del empleado del bazar ‒de quien dice, con el ojo entrenado de quien conoce la verdadera distinción, que era el “tipo acabado del romano vulgar adinerado de los medios cursis”‒ y la discusión de los amantes. Pero la escritora no dio su testimonio en el proceso (de hecho, se escondió en un zaguán para que la policía no la viera al llegar a la escena del crimen); por el contrario, ese testimonio, acaso el que hubiera sido de más utilidad, porque permitía recuperar los momentos previos al asesinato, quedó en suspenso hasta que De la Barra lo escribió treinta años después. O, mejor aún: De la Barra testimonió sobre esa experiencia treinta años después, a través de la escritura.

En un segundo momento, usando un indirecto libre que solapa la voz de la narradora con la del personaje del abogado, la autora reconstruye los argumentos de la defensa, para terminar el texto con la sentencia del jurado. Si antes De la Barra había ocupado el lugar de la testigo, ahora la enunciación se desarrolla como si la propia autora fuera una abogada que defiende a María y les expone a los lectores las terribles experiencias de vida que la llevaron a cometer un crimen. El público lector se entera, así, que la madre de María fue abandonada por su padre, que la joven fue criada en la pobreza y que quedó huérfana a los quince años. En esa situación de desamparo conoció a Girolami, de veintisiete años, quien, para lograr que la joven de dieciséis tuviera relaciones sexuales con él, se casó con ella por Iglesia. Ya en Roma, tuvieron dos hijos, uno de los cuales murió por la desidia de Girolami, quien había abandonado a María en la pobreza cuando se cansó de ella. Al enterarse, por casualidad, que su marido iba a casarse con otra mujer, la joven lo citó y lo interrogó al respecto. Girolami le dijo, con sorna, que el matrimonio por Iglesia en Italia no tenía ninguna validez legal, que ambos eran libres y que era cierto que iba a casarse con otra. Desesperada y fuera de sí, en un instante fatal, María le atravesó el corazón con un puñal, y Girolami se desplomó de boca contra el pavimento.

“Era, por lo tanto, un criminal también él, de un crimen sin atenuantes y con premeditación”, dice De la Barra. A través del alegato del abogado, la escritora postula que engañar a una mujer y abandonarla con sus hijos en la pobreza es un crimen incluso peor que el homicidio cometido por María. Porque Girolami había ideado una estrategia para conseguir lo que quería y, luego de hacerlo, se desentendió de sus responsabilidades hacia su familia. Ese giro argumental hace de María una víctima, la transforma, en palabras de De la Barra, en una “víctima-victimaria”. Es decir, María fue victimaria porque primero fue una víctima del abandono y el engaño masculinos. En este sentido, el abogado ‒y De la Barra‒ insertan el caso de María en una cadena más amplia, histórica, de violencias hacia las mujeres.

Al comenzar su narración, De la Barra destaca además que “numerosísimas mujeres del pueblo, con sus trajes de trabajo” se habían reunido en las afueras del Palacio de Justicia para manifestar su apoyo a la acusada. Incluso, cuenta De la Barra, se habían organizado para cuidar a su hija pequeña mientras durara el proceso y, asimismo, habían realizado una colecta para contratar al mejor abogado defensor de Italia para que representara a María. Esas mujeres conforman una comunidad afectiva (Butler, 2003), cuyo sentido de pertenencia se articula a partir de la resistencia a esas violencias a las que son sometidas las mujeres pobres y trabajadoras. Ellas defienden a María porque saben por lo que ha pasado, porque pueden reflejarse en ella, porque María es una de ellas. Y De la Barra focaliza en estas mujeres[ii], rescata su agencia e incluso incluye en su narración la descripción de los peligros a los que se enfrentaban en las calles de Roma. La defensa sostiene, cuando el fiscal argumenta que el homicidio había sido premeditado, porque la acusada llevaba consigo un puñal: “Es uno de esos puñales pequeños, inseparables de nuestras mujeres del pueblo por precaución, cuando después del trabajo deben retirarse a la noche atravesando callejuelas obscuras, a veces peligrosas, a sus pobres casas de los arrabales de Roma”.

Esas mujeres trabajadoras, según destaca De la Barra, afirmaban que la joven “no había cometido un crimen, sino un acto justiciero”. La frase revela la compleja relación que existe entre la ley ‒y lo que esta determina que puede o no hacerse‒, y la justicia. Como explica Daniela Dorfman (2019), los legos, la gente no formada en derecho, percibe la justicia en términos sustantivos, es decir, de acuerdo con el resultado del proceso judicial, a partir del cual miden su legitimidad. Para esas mujeres, el homicidio, aunque ilegal, representa la reparación de una injusticia atroz: que un hombre abandone a su mujer y a sus hijos a su suerte. Una falta que, desde su perspectiva, no tendría correlato legal y por eso la acción de María se convierte en un acto de justicia: si la ley no lo castiga, entonces fue castigado por las consecuencias de sus propias acciones.

Sin embargo, el juez termina absolviendo a María, un fallo que hace entrar en tensión las reglas generales en las que se sustenta el ideal del imperio de la ley [rule of law] y las circunstancias de los casos particulares en que se aplica la ley (Luque, 2020). Si la ley dice que matar es un delito y que quien mata es un criminal, en este caso la historia de vida de la acusada y el engaño y maltrato a los que fue sometida por aquel a quien asesinó reorientan el veredicto. Esa aparente contradicción puede abordarse desde la perspectiva que sugiere ‒según reconstruye Dorfman a propósito de los análisis de Hardt y Hoadley al respecto‒ que el momento de aplicación de la ley es también el de su creación, por lo que la ley sería, en definitiva, lo que la corte dice que es. Por eso su realización ‒es decir, su instancia performativa‒ reside en la decisión del juez, ya que esa decisión, como acto oficial que declara culpable o inocente a una persona y que, al hacerlo, la convierte en culpable o inocente, es el momento en que la ley se hace real.

En consonancia, Paul Kahn (1999, 2006) sostiene que toda la caracterización del Derecho está basada en la performance, dado que el autor concibe a la ley como una ficción, como un ejercicio de la imaginación cuyo objetivo es, a través de su instancia performativa, sostener la creencia en el imperio de la ley. Desde esa perspectiva, que De la Barra apele a la metáfora del teatro para describir el funcionamiento del proceso en que se juzga a María evoca precisamente ese carácter performativo-ficcional del Derecho. La escritora anota que el Palacio de Justicia era “el teatro donde se desarrollaba el final de un proceso de interés singular”, que María era la “protagonista del drama que se representaba” allí, que el alegato de la fiscalía era el “primer acto de ese drama terriblemente real” y, al terminar su argumentación, la concurrencia, como si fuera el público de una obra, aplaudió estrepitosamente al abogado.

Se trata, como sugiere Diane Taylor (2003) sobre el aspecto teatral de la performance, de un mecanismo guionado cuyos participantes, como si fueran personajes de un drama, desempeñan un papel prefijado de antemano, cuyo resultado es esperable, aunque puede variar. A su vez, esos modos en que la ley se realiza se elaboran, en el cuento, desde ciertas imágenes icónicas que la ficción ‒el cine, en particular‒ ya había fijado en el imaginario colectivo sobre los procesos judiciales. El juez, “grueso y solemne”, vestido de toga, no para de pedir orden en la sala, el fiscal es incisivo y busca la pena máxima para la acusada, el abogado defensor, de brillante oratoria, deslumbra a la concurrencia con sus palabras y sus gestos. De hecho, en 1931 se había estrenado la adaptación cinematográfica de The Trial of Mary Dougan, obra de teatro del dramaturgo estadounidense Bayard Veillerd, dirigida por Marcel De Sano y Gregoria Martínez Sierra, que ponía en escena el juicio de otra mujer, Mary, quien había sido injustamente acusada de asesinar a su esposo.

Al respecto, en 1935, una nota de Caras y Caretas sobre las ventajas e inconvenientes del juicio oral afirmaba:

Los lectores ya conocen la escena, porque el cine, desde los días en que estuvo en auge el famoso Proceso de Mary Duggan, no han cesado en su ejemplarizador recurso de mostrarnos todo género de juicios públicos […]. Por lo general, el presidente de estos tribunales ‒un actor de edad, de aspecto iracundo cuando no somnoliento‒ actúa para dar tremendos martillazos y exclamar: Order in the court! “Silencio o de lo contrario, desalojaré la sala”.

«Sobre las ventajas y desventajas del juicio oral» (1935), Caras y Caretas.

Por su parte, si el cine incide en los imaginarios del público sobre el sistema legal y, por ende, en lo que este piensa sobre la ley, configurando así lo que Lawrence Friedman (1989) denomina la cultura legal, para el periodista de Caras y Caretas esas representaciones pueden impactar negativamente en los procesos judiciales. Por eso, sostiene que los juicios orales y públicos, donde se ponen en juego la retórica y los gestos para persuadir al jurado, podrían convertir “a los dramas privados en verdaderos espectáculos públicos, en los cuales la teatralidad y recursos impresionantes de defensores o acusadores pueden influir sobre los jurados y torcer el fallo decisivo”. La práctica judicial, desde esa perspectiva, estaría amenazada por los recursos argumentales y retóricos difundidos por el cine y por el teatro.

En “Un proceso”, De la Barra también advierte sobre ese riesgo, dado que menciona que, al ver entrar al abogado defensor al recinto, la expresión fría de su cara “extrañó, desilusionó más bien, a la mayoría de un público acostumbrado a las actitudes teatrales de otros oradores profesionales o políticos”. Por el contrario, la escritora nos dice que la parte sentimental de su alegato era de una “sensibilidad viril”, es decir, prescindía de sensiblerías ‒femeninas, podría agregarse‒ y, por eso mismo, fue capaz de conmover al público y de lograr su apoyo “de corazón y de conciencia”. Además, su performática ‒el aspecto no discursivo de la performance, según Taylor‒ era despojada y austera: se limitaba a una sonrisa tranquila al responder los contraargumentos del fiscal y al uso estratégico de las pausas y los silencios, que aumentaban la solemnidad de su alegato. Pero si la argumentación del abogado, de la cual De la Barra hace una “flaca y descolorida síntesis” que la reproduce de principio a fin, estaba, supuestamente, exenta de sensiblería, no puede dejar de advertirse que la biografía de María se construye desde las coordenadas del melodrama, un género históricamente feminizado, que apela a la corporalidad y a su desborde (Williams, 1991).

En “El amor verdadero. Apuntes sobre el melodrama” (2003), Daniel Link afirma que ese género, fusión de las tradiciones del teatro y del relato populares, presenta una lógica de pruebas ‒el embrollo narrativo‒ y una lógica de arquetipos, usualmente maniqueos. Además, para Link, el melodrama mantiene el registro teatral de sus personajes, que se comportan de acuerdo con estereotipos primarios, como el Deseo, la Traición, la Obediencia y el Deber. Es imposible no reconocer esa matriz melodramática en la narración de la vida de la acusada. María, una mujer desventurada, que lleva el nombre de la Virgen y que ni siquiera tiene apellido ‒bien podría ser cualquier mujer pobre, de pueblo, trabajadora‒ sufre abnegadamente frente al engaño y el abandono de su esposo. Francisco Girolami, por su parte, encarna el arquetipo del Deseo, dado que es un hombre “cuyo aliento huele a traición y falsedad”, es decir, que es capaz de hacer cualquier cosa ‒engañar a una joven huérfana, profanar la institución del matrimonio, abandonar a sus hijos a su suerte‒ con tal de satisfacer sus ambiciones egoístas. El giro fatal de la historia de la joven se produce, además, con una revelación fortuita, que saca a la luz la verdad oculta que precipita la reacción de María, una puñalada al corazón de quien la había traicionado. Por su parte, el final de “Un proceso” es compensatorio, dado que María es absuelta y la ley, expresada en el veredicto del juez, repara de algún modo la cadena de desigualdades y violencias hacia las mujeres que el texto pone en escena. Ese es el mayor argumento que De la Barra da para la aplicación del juicio oral: la oratoria del abogado y su capacidad para representar la vida de María como parte de una desigualdad estructural permiten activar la “cuerda sensible” del jurado, absolver a la acusada y descubrir al verdadero criminal.

Además, la absolución de María inaugura, para De la Barra, una “moral nueva, distinta de la aceptada desde tiempo inmemorial, moral esta sin fuerza, sin justicia, sin verdad”. Es decir, en un giro que hace que la ley, la justicia y la moral queden alineadas, la escritora sugiere que el Derecho tiene la capacidad de modificar los valores de una comunidad. Por eso, aquí la ficción ‒la literatura y también lo que hay de ficcional en la narración de una vida que se expone para ser juzgada ante la ley‒ permite ampliar las coordenadas de lo visible y lo representable, tal como sugiere Jacques Rancière en El espectador emancipado (2008). En ese sentido, “Un proceso” propone un régimen de visibilidad (Rancière, 2000) en el que la violencia hacia las mujeres ya no se ve relegada a la naturalización y el olvido.


Bibliografía

Butler, Judith (2003). “Afterword: After Loss, what then”. Loss. Eng, David y Zazanjian, David. (Eds.). University of California Press: Berkeley.

Casares, Martín (2008). “El juicio oral y público en la República Argentina. Análisis de la etapa de debate a quince años de su introducción en el sistema federal argentino”. Revista de Derecho de la Asociación Peruana de Ciencias Jurídicas y Conciliación. En línea.

Dorfman, Daniela (2019). “Fictions Of law: criminality and justice in the juridical and literary imaginaries of nineteenth-century Argentina”. Journal of Latin American Cultural Studies. En línea.

Friedman, Lawrence (1989). “Law, Lawyers, and Popular Culture”. The Yale Law Journal 98 (8): 1579-1606. En línea.

Kahn, Paul (1999). The Cultural Study of Law: Reconstructing Legal Scholarship. Chicago: University of Chicago Press.

————– (2006). “Legal Performance and the Imagination of Sovereignty”. E-misférica. En línea.

Link, Daniel (2003). “El amor verdadero. Apuntes sobre el melodrama”. Cómo se lee y otras intervenciones críticas. Buenos Aires: Norma.

Luque, Pau (2020). “Rule of law y casos recalcitrantes”. Anuario de Filosofía y Teoría del Derecho, 14: 217-246.

Rancière, Jacques (2010 [2008]). El espectador emancipado. Buenos Aires: Manantial.

———————– (2000). La división de lo sensible. Estética y política.

Sarlo, Beatriz (2005). Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo veintiuno editores.

“Sobre las ventajas e inconvenientes del juicio oral” (1935). Caras y Caretas. En línea.

Taylor, Diana (2003). The Archive and the Repertoire: Performing Cultural Memory in the Americas. Durham: Duke University Press.

Williams, Linda (1991). «Film Bodies: Gender, Genre and Excess». Film Quarterly (44)4: 2-13.


[i] La provincia de Córdoba fue donde se legisló por primera vez un sistema de juzgamiento con debate oral, público, contradictorio y continuo, a través de la Ley nro. 3831, sancionada en 1939. Luego, ese sistema se expandió hacia otras provincias: Santiago del Estero en 1941, San Luis en 1947, La Rioja y Mendoza en 1950, Catamarca en 1959, Salta en 1961, La Pampa en 1964, Entre Ríos en 1969 y Corrientes y Chaco en 1971. En 1983, Neuquén, Río Negro y Chubut sancionaron nuevos códigos procesales penales y en 1991 el Congreso de la Nación aprobó la Ley nro. 23.984, la cual reemplazó al antiguo Código de Procedimiento Penal (Casares, 2008).

[ii] No es casual que De la Barra haya reparado en estos aspectos del proceso, ya que el abandono masculino de la mujer y de los hijos era un tema que ya había mencionado en Stella, en la que se incluye una escena en que su protagonista, Alex, ayuda a una madre soltera que se encontraba en la pobreza. Además, esa situación vuelve a reelaborarse en “En retardo” (1935), cuento publicado en Caras y Caretas, en el que un joven ambicioso abandona a una mujer que embarazó para ir a probar suerte a Estados Unidos. En Eleonora, folletín publicado en 1933 en El Hogar, la escritora también tematiza los peligros a los que pueden enfrentarse las mujeres que se insertan en el mundo del trabajo, ya que su protagonista, de la cual la obra toma su nombre, fue acosada sexualmente por su empleador.

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