Além do humano
Por: Martin De Mauro Rucovsky
Imagen: Sea Horse, Candido Portinari, 1942
Martin De Mauro Rucovsky se pregunta acerca de las articulaciones y tensiones que, en la actualidad, establecen los discursos sobre lo animal y lo cuir, dado que reflexionar acerca de la animalidad –dentro y fuera del marco de las causas ambientalistas– permite repensar los modos en que se concibe lo humano.
¿Qué es aquello que comparten las iniciativas en favor de derechos y protecciones legales para caballos, mascotas domésticas y animales con la cruzada moral contra el matrimonio igualitario que apelaba al «casamiento con perros» o los tornillos que desencajan con tornillos del cardenal Alberto Suárez o los pollos con hormonas femeninas de Evo Morales? Sumemos más preguntas: ¿cuál es esa zona común que comparten los ambientalistas defensores de una sensibilidad animal que defenestran a carreros con las iniciativas por bicisendas y aquellos activistas gays y lesbianas preocupados por la inclusión de su comunidad en los circuitos del consumo rosa y el sector empresarial? Ese gradiente de amplio espectro que va desde los activismos animalistas en contra de la tracción a sangre hasta los activismos gays y lesbianos más liberales y asimilacionistas se sostiene bajo un mismo paraguas: no se trata de un mismo espíritu eco-friendly, sino de la lógica neoliberal como forma de construcción de lo humano.
El ser del humano se predica a partir del consumo –o el consumo como forma de lo humano–, el ser propietario, la forma individualista que profetiza un tipo de autonomía, voluntad moral y autosuficiencia egoísta. Esa subjetivación es la misma que subyace en gran parte de la buena conciencia ecológica que rechaza el maltrato y la matanza animal, pero que traslada muy fácilmente su ética al consumo personal de ciertos alimentos, mercancías y productos. Así como la buena voluntad individual o los comportamientos de cada ciudadano, multiplicada exponencialmente en miles de voluntades, podrían salvar –metonímicamente– al mundo de su ecocidio inmanente o su destino más apocalíptico. Discursos eco-chetos que evocan las más variadas fantasías higiénicas o de un imaginario de limpieza de raza donde el animal, así como gays y lesbianas, se proyectan como imágenes diáfanas de una vida pulcra, una vida marcada por la limpieza y la blancura. Sumado a esta microética individualista y sus fantasías de albura, debemos apuntar los emprendimientos inmobiliarios autosustentables o aldeas ecológicas: la Eco Aldea “Velatropa” del barrio de Nuñez, certificado por el Inta, la comarca biodinámica “La matilde” en San Javier –Traslasierra de Córdoba–, ubicada a 4 kilómetros del cerro Uritorco –también en Córdoba–, la ecoaldea “Wallala” o la “Ecovilla Gaia” en Navarro –provincia de Buenos Aires–.
Pero volvamos a los ejemplos: los carreros son acusados de maltrato sádico e inhumano con los caballos. Así, los proteccionistas que procuran prohibir el uso de caballos por los cartoneros ponderan la dignidad, la capacidad sensitiva y la belleza del caballo, sus cualidades cuasi humanas que despiertan admiración y compasión. Al mismo tiempo, en un juego de espejos invertidos y distorsionados, estos mismos grupos expresan que las injusticias sufridas son obra de quienes no tienen sentimientos, carecen de valores morales o educación y por ello están más próximos a lo bestial y lo salvaje, naturaleza bárbara e incivilizada que nunca logran trascender. Algo similar ocurre con los sectores non sanctos que habitan las costas hipercontaminadas del Riachuelo, en las disputas por su relocalización y en nombre del bienestar ecoambiental de la zona: son leídos como obstrucciones, fisicalidad de los desclasados –son pura necesidad y reproducción biológica– y, en efecto, no son más que cuerpos indeseables que invaden el futuro espacio público. De otro modo, la visión humanizadora y empática hacia animales o el ecosistema de la cuenca hídrica del Riachuelo son compatibles con una mirada biologizante y estigmatizadora de los sectores relegados –y aquí la lista se hace extensiva: así como cartoneros aplican a este caso, lo mismo vale para refugiados e inmigrantes, trabajadoras sexuales, cuirs y maricas para el establishment blanco-burgués Lgtbiq, como bien representa Alice Weidel en Alemania o Florian Philippot en Francia o Peter Robledo, voluntario del pro, hoy devenido funcionario–. En efecto, lo que sucede es que en nombre de una cierta jerarquía de lo humano se termina estigmatizando, de modos explícitos y a veces solapadamente, las desigualdades de sectores populares y subalternos. Y aquí podemos notar un modus operandi: toda valoración del humano es inteligible en virtud de una supuesta existencia de la subhumanidad o de un doble estándar de humanidad (sin mayores paradojas, total nadie muere de contradicciones). Sin embargo, el gran teatro de lo humano supone también una operación ulterior de exclusión, donde la vida animal -y sus atributos, el salvaje, el bárbaro, la bestia- se configura como revés sistemático o como otro radical que es arrojado por fuera de la especie.
Postal llena de contrastes, entre ecologistas y cartoneros u oficiales de la justicia y sectores populares de la cuenca del Riachuelo o bien entre ciudadanos gays y parias sexuales. Sumemos otras preguntas, nos llenemos de preguntas ¿de qué modo funciona la lógica neoliberal subyacente en la construcción de fronteras entre lo humano y lo animal, lo ambiental y lo social? ¿Cuáles son aquellos atributos de lo humano que se predican para su reconocimiento y cuales se privilegian para su exclusión? Apuntemos también hacia otra dirección ¿qué sucede cuando trans, gays y lesbianas son imaginados como ensamblajes imposibles de tornillos, perros, pollos hormonados, mujeres panteras (como en El beso de la mujer araña de Puig), manadas de lobas salvajes o aquelarres de brujas?
Sobre la raza y la sexualidad, digamos, ese terrero móvil y difuso de la gradación racial y la jerarquía sexual, es donde se producen y se vuelve a trazar la diferencia entre humano y animal, entre humanos y menos que humanos. Sexualidad, raza y animales, triunvirato maldito de una imaginación nacional que aún en tiempos neoliberales (donde la forma estado se cae a pedazos), se legitima como espíritu civilizatorio y justifica la racionalidad de sus violencias como lección pedagógica. Resuenan las injurias callejeras y los insultos más explícitos “por negra y por trava, por carrero y por negro, por puta y por pobre”.
No obstante, una pregunta se mantiene, ¿qué otro imaginario se conjuga cuando las fronteras de lo humano se vuelven porosas e inestables, cuando el animal ya no es el otro degradado del hombre, sino aquello que demarca los confines de lo social, cuando el animal asedia un orden político, epistemológico, económico y social o cuando la vida salvaje pone en guerra la vida de la especie, como Susy Shock profetiza en Hojarascas: “No queremos ser más esta humanidad”? ¿Se trata acaso de ampliar el orden de lo humano para recuperar una dignidad perdida o también es posible perder la forma humana? ¿No es esta zona opaca donde putxs, trans, intersexs, gays, lesbianas, diverso funcionales y tullidos, parias sexuales y raros tienen lugar bajo el signo de figuras irreconocibles? Sea el animal con forma humana, el animal interiorizado o el animal exterior, algo pasa por las sexualidades, por las disidencias sexuales y los feminismos más especulativos que desvían, hacen cortocircuito en la reproducción de la vida humana.
En esa intersección entre animales y sexualidades disidentes, en ese cruce entre debates críticos y activismos, lo que resuena es un campo de experimentos o de creatividad política en donde el cuerpo, el ecosistema y el animal abandonan paulativamente el orden de la atávica naturaleza para proyectar imaginarios de lo político. Son estos cuerpos ilegibles, animales y mutantes, hormonadas e intervenidas, en variación y metamorfosis, contagiosas y fuera del canon, los que disputan la pertenencia a la especie humana misma.
Si la reconocibilidad de la especie pasa por la norma cisexual, es decir, la concordancia entre sexo, género e identidad, o de otro modo, por tener un sexo y un género identificable, entonces como Susy, “reivindico mi derecho a ser un monstruo”. Y en igual medida, si una vida humana es legible en cuanto capacidad biologicista de reproducción y futuridad, de producir especímenes viables y generar cuerpos con un mismo linaje genético, entonces la animalia cuir trata de cuerpos estériles e improductivos, de filiaciones mezcladas e híbridas, parientes no sanguíneos, sin ancestros y sin familia en común, de alianzas entre heterogéneos. Animalia sudaca que como epistemología crítica de los cuerpos habilita a pensar nuevosmodos de relacionalidad de la comunidad LGTBIQ, formas comunitarias y de organización colectiva, nuevos sujetos políticos de la disidencia y de los feminismos antiespecistas: manadas, cuadrillas, monstras, aquelarres, jaurías, madrigueras y refugios o como Maite Amaya y lxs piqueterxs del FOB, animales plaga a ser erradicados –bandadas de palomas negras–. Así arengaba la activista puta-trans-feminista, Indianara Siqueira en Río de Janeiro: “Jamás entenderé a los humanos. Nunca voy a entender al humano. Ustedes matan y odian a las personas que aman a otras personas solo porque estas no siguen la heterosexualidad obligatoria, personas que la infligieron al nacer. Por culpa de un capitalismo que no voy a llamar salvaje, porque esto sería volverlo hermoso, sino un capitalismo humano desenfrenado en el que una minoría vive bien mientras una gran mayoría muere de hambre. Sus ancestros robaron tierras, destruyeron culturas, invadieron territorios, diezmaron a pueblos, violaron y a través de las religiones provocaron odio y guerras, esclavizaron, oprimieron. Ustedes asesinan animales para comer y no ven el dolor y sufrimiento que causan. Cuando veo la miseria que ustedes provocan y al mismo tiempo cuan miserables, egoístas y odioso es el ser humano, les agradezco por haberme destituido de mi humanidad”.
Como dice la tecnobruja Donna Haraway Make Kin Not Babies! Inventemos y ensayemos parentescos, ¡no bebes! Como hijos bastardos del tecnocapitalismo y el ecocidio, hagamos florecer ensamblajes, parientes y refugios, nuevos compuestos con otros no-humanos, inhumanos, espacios de hábitat, conexiones posibles, composiciones y nuevas relaciones de parentescos interespecies, redes sensibles que sean instancia de otras temporalidades, de otras políticas de resistencia neoliberal y otros sentidos potenciales de lo común y de la comunidad.
*Martin De Mauro Rucovsky es cordobés y autor de Cuerpos en escena. Materialidad y cuerpo sexuado en Judith Butler y Paul B. Preciado (Egales, 2016) y Bíos precario. Cultura y precariedad en Latinoamérica (Kamchatka. Revista de análisis cultural & La Oveja Roja, España [En prensa]). Bajo el título “Perder la forma humana”, esta nota apareció en el suplemento Soy / Diario Página 12, el viernes 14/7/17.
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