Red eléctrica, apagones y hongos. Artes de la observación para un imaginario de la crisis

 

Por: Martín de Mauro Rucovsky

En este ensayo, Martín de Mauro Rucovsky indaga, desde el cono-sur, la relación entre infraestructuras, cuerpo y subjetividades a partir de una lectura simultánea entre Materia Vibrante de Jane Bennet, Los hongos del fin del mundo de Ann Tsing y el ensayo Voyager de la dramaturga chilena Nona Fernández.


Habitamos entornos electrificados, estamos rodeados de líneas de cableado que cruzan las calles, vivimos inmersos en un enredo de conductos sin orden aparente. En todas partes enchufes, interruptores de luz, máquinas de acoplamiento y asociación. Esa experiencia pedestre que forma parte de nuestro horizonte cotidiano, permanece incorporada en forma de hábitos regulares a tal punto que su producción está separada del registro de lo familiar. La energía eléctrica se revela como un recurso cuyo consumo está disociado de sus edificios materiales y entendimiento técnico, de las fuerzas organizativas y su presencia en nuestros imaginarios sociales y culturales. ¿En qué momento tener luz eléctrica fue algo disponible, de modo continuo y accesible? ¿Cómo llegamos ahí, a ese punto de incorporación de lo eléctrico que subyace en las capas epidérmicas del campo social, de las infraestructuras, pero también de los cuerpos y subjetividades?

Una constatación como punto de partida: habitamos entornos electrificados pero nuestra experiencia compartida indica la interrupción e interferencia del sistema de iluminación, la falla y el acontecimiento, los apagones recurrentes, cortocircuitos de los transformadores, las experiencias de desamparo, instantes de vivir sin resguardo y hasta la vivencia palpable del colapso.

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Domingo 16 de junio de 2019, se produce un apagón en Argentina que afecta a gran parte del territorio expandiéndose también hacia Uruguay y Paraguay. Mientras transcurría el día del padre, rozamos la catástrofe.

Ese domingo se produjo un corte en el suministro eléctrico que dejó sin energía a más de cincuenta millones de personas. Genera un efecto desterritorializante en lxs usuarixs y consumidorxs del sistema eléctrico y las rutinas se ven reducidas al borde del aislamiento y la desorganización del ecosistema urbano. Los cortes de luz son la confirmación episódica de la estructuración normativa de la red eléctrica, pero en un sentido inverso, ya que son las fallas, anomalías y discontinuidades las que confirman el funcionamiento más regular y estandarizado del mismo. En este punto, los apagones exhiben una promesa trunca de abundancia y de persistencia infinita de la energía ligada al imaginario antropogénico que en su declinación latinoamericana se configura sobre la base de la fragilidad, la inestabilidad y las crisis del entramado eléctrico. Estos son nuestros problemas acumulados, la catástrofe ecológica y climática que refiere, a su vez, a la distribución jerárquica y desigual de los recursos energéticos disponibles.

Justo ahí pone el foco Jane Bennett, en su libro Materia Vibrante. Un episodio de cortocircuito generalizado, un apagón que afectó a más de cincuenta millones de personas en EUA en 2003. El corte del suministro se revela locus privilegiado de análisis. Prestar atención a la energía, pero en el instante de interrupción, allí cuando advertimos la importancia de la electricidad en nuestras vidas. La autora rescata ese episodio en la historia reciente para ensayar un método, para prestar atención a la energía en su capacidad de agenciamiento técnico y de infraestructura material. Un método que es una táctica de percepción, una “atención sensorial, lingüística, imaginativa a la vitalidad material”. Una táctica puesta al servicio de la materia como principio activo para afirmar tautológicamente la existencia de la energía eléctrica y traerla a la superficie sensible. En esta línea, agrega Gabriela Milone, una táctica para cultivar las artes de la observación y de la escucha a la común materialidad entre lo humano y lo no-humano tanto en su especificidad como en su inespecificidad.

El apagón se convierte en un nudo condensador para la pensadora norteamericana porque le permite traer al análisis un ensamblaje híbrido de componentes humanos y no humanos. Eso es la red eléctrica y el sistema de interconexión de energía: un agrupamiento de electrones, bombillas, cables y postes, campos electromagnéticos, cortocircuitos y descargas que son “fuerza tanto como entidad, energía tanto como materia, intensidad tanto como extensión”.

Imagen: Ana Laura Cantera. 

Electrones o un flujo de iones que avanzan a través de un conductor, la electricidad está siempre en movimiento, yendo hacia alguna dirección, aunque el lugar de llegada no es enteramente previsible. La velocidad de las trayectorias involucradas exhibe un desvío que hace que algo nuevo aparezca o una direccionalidad imprevista, tal como ocurre con los apagones, que en ocasiones elige su ruta sobre la marcha, dibuja flujos circulares en respuesta a la interacción con otros cuerpos con los que se encuentra. La efectividad de esa agencia no está localizada necesariamente en un cuerpo o en un colectivo producido por esfuerzos humanos puesto que todos los seres equivalen en este mundo de inmanencia ontológica.

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Hay que volver a una de las preguntas que se guardan aparte, sin respuesta, en la insistencia de los enunciados conceptuales de Jane Bennett.  La electricidad es un ensamblaje agencial compuesto de elementos híbridos, pero ¿de quién sería la agencia material si la efectividad del acople no-humano depende necesariamente de la observación de Jane Bennett, digamos, de una táctica de percepción humana? Aún cuando la electricidad es una hibridación por acoplamiento con capacidades agenciales -imprevisibilidad, direccionalidad aleatoria y presencia no estática- que exceden los significados, los designios o los propósitos humanos, en los términos materialistas que Bennett anuncia ¿A qué le presta atención el materialismo vital de la autora y que se mantiene opacado simultáneamente? La energía no deja de ser una escenografía narrativa sobre un fondo de ajenidad. Es decir, al final de cuentas, es un actante agencial que irrumpe exteriormente en el transcurso de las vidas humanas.

De un modo un tanto más oblicuo, durante la lectura de Materia Vibrante se me cruza el ensayo de la dramaturga chilena Nona Fernandez, titulado Voyager (2020) y la lectura misma produce un cortocircuito. En pocas palabras, la madre de la autora se desmaya, los episodios de lapsus se vuelven recurrentes, tiene lugar un síncope y la pérdida de memoria parcial. Ante cada episodio y cuando vuelve en sí, extravío de recuerdos. Algo de ese ensayo insiste en una sugerencia sencilla: ¿Por qué el dibujo de un rayo eléctrico se parece a las ramificaciones de un tejido neuronal? Ese es el punto de partida, como enhebrar historias y conectar por acoples, que se pone en evidencia con el desmayo de la madre y un diagnóstico médico en dirección a los circuitos neuronales. Desde allí la analogía del cerebro con sistemas más vastos y complejos, como el firmamento, las constelaciones, el cosmos y el universo: “el mecanismo neuronal es un acto presente que reverbera eléctricamente con la forma de una constelación” escribe Nona.  

Las Voyager son una dupla de sondas exploratorias lanzadas al cosmos por la Nasa en agosto y septiembre de 1977 respectivamente. Ambas contienen un disco fonográfico de cobre bañado en oro cuyo contenido, sonidos e imágenes que retratan la diversidad de la vida y la cultura en la Tierra, pretende ser una combinación de cápsula del tiempo y mensaje interestelar destinado a cualquier civilización. En este sentido, las sondas condensan una promesa de un tiempo caduco porque poseen una energía limitada -su futuro es, inexorablemente, la chatarra espacial- pero sobre todo porque se proyectaron sobre un imaginario de la extinción planetaria, su lanzamiento estuvo atado a la posibilidad del contacto extraterrestre, pero con una civilización ya extinta (humanidad). Una posibilidad ciertamente cargada de una potencia negativa, esto es, el contacto con los registros y el disco-memoria de una civilización fenecida. Los discos también contienen una grabación de una hora de duración con las ondas cerebrales, datos del cerebro y del corazón de Ann Druyan; la información codificada de la activista, productora y escritora estadounidense se convirtieron en sonidos para la interpretación posterior de algún tipo de vida extraterrestre.

Las sondas Voyager son el motivo para armar una serie, poniendo el cuerpo en conexión le permiten a la dramaturga chilena unir la pérdida de recuerdos de su madre con la posibilidad de testimoniar el pasado. Energía corporal humana en contigüidad con la energía lumínica de las estrellas según un tiempo flotante. La serie que exhibe Nona Fernández se conecta con la constelación de los caídos, todo un trabajo político de posmemoria, formada por veintiséis estrellas renombradas con cada uno de los nombres de los chilenxs ejecutadxs por la Caravana de la Muerte en tiempos de la dictadura pinochetista.

Los episodios por síncope de la madre apuntan a una red neuronal que procede por destellos eléctricos, flujos de polarización y sinapsis química. Los desmayos y las sondas espaciales, el cerebro de la madre y las ondas cerebrales de Ann Druyan -contenidas en el disco de oro que viaja con las Voyager-, los códigos de ese sistema se basan en los cuerpos, en la capacidad del sistema cuerpo-energía para recibir, conectar, distribuir y cortar información. La energía recorre los cuerpos y los atraviesa. La energía no es, como presume Jane Bennett, un fondo exterior (exosomático) sino un modo de imbricación.  Como la madre y sus episodios de epilepsia, esas pausas espacio-temporales en el sistema eléctrico neuronal.  El sujeto es una vida corporal cargada de sinapsis constantes (a nivel cerebral) y movimientos circulatorios de sangre (a nivel cardiovascular) que no cesan de empalmar una máquina-órgano a una máquina-energía, una carga química en su cuerpo, unas cuantas neuronas y otras tantas células.

Consideremos una inversión de roles, acaso una superposición de lecturas, Jane Bennett leyendo Voyager de Nona Fernandez. El ensayo de la chilena es, pues, un mecanismo narrativo de intersección. La actividad eléctrica puede pensarse como un punto de cruce en donde confluyen una mirada externalista y un registro que parte de la energía corporal: necesitamos de otrxs para sostenernos fisiológicamente, animales humanos y no humanos, vegetales, bacterias y microbios, para sintetizar componentes alimentarios o utilizarlos como fuentes de energía. Los dos planos no cesan de interferirse: la electricidad es un telón de fondo, pero también relaciones fisiológicas, nutricionales, energéticas y de retroalimentación química, ambos planos no cesan de actuar el uno sobre el otro, y de introducir, uno en el otro, bien una corriente de flexibilidad, bien un punto de rigidez.

Contemplemos ahora otro desvío posible. Leo Los hongos del fin del mundo de Ann Tsing en simultáneo con Materia Vibrante de Bennett.  Una descarga por lecturas disonantes. La escritura de Tsing registra lo infraordinario y reflexiona sobre un tipo de hongo de setas aromáticas, el tricholoma matsutake que se extiende en entornos ecológicos devastados, asociado a los bosques de pinos cuyas parcelas no planificadas son apropiadas por los flujos territorializantes del capital. Los hongos proceden por expansión subterránea, creando redes rizomáticas, mallas densas y sistemas radiculares compartidos (micelios). Así como las cargas electromagnéticas de una nube se separan formando un río de truenos en bifurcación. Los fungi son organismos -ni vegetales ni animales- que se extienden formando redes y madejas, ligando raíces y suelos minerales. Su funcionamiento presenta la reconversión de energía y de estados de la materia, son descomponedores primarios de la materia muerta de plantas y de animales, un vaivén entre el mundo de los vivos y de los muertos. 

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Así como la electricidad es para Bennett un ensamblaje agencial, ¿de qué está hecha la red eléctrica y el sistema de interconexión de energía? ¿Cuáles son sus componentes y qué elementos forman parte del catálogo materialista animista en el pensamiento de la autora? Mayormente, estos son objetos, cosas, actantes y modos de manufactura técnica e industrial, elementos híbridos naturo-artificiales. Tal es la contradicción performativa que se vuelve un problema de táctica metodológica, apunta Gabriela Milone.  ¿De quién sería la agencia material si la efectividad del ensamblaje eléctrico depende necesariamente de una táctica de percepción no-humana? La cuestión es entonces cómo romper con esa inercia y evadir, por lo mismo, la matriz antropocéntrica que se presume de modo subterráneo.

Un disyuntor que prende y apaga la luz. Para Tsing las redes micelares junto con los recolectores forman acoplamientos, conjuntos polifónicos de asociación abierta y de confluencia entre ritmos y escalas temporales en las formas de vida que se agrupan. Aquí se forma otra lectura posible, una corriente transitoria de voltaje en frecuencia de intensidad. Estamos rodeados de numerosos proyectos de creación de mundos -todos los seres forjan mundos- apunta Tsing, medios de subsistencia preindustriales como la recolección de hongos matsutake, pero para poder considerarlos debemos reorientar nuestra atención.

Imagen: «El sueño de Endimión II» (2016) de Daniel Lezama. 

Hace un tiempo, Verónica Gerber Bicecci deslizó una observación: ¿Por qué el dibujo que proyecta un rayo eléctrico se parece a las raíces de las plantas? Habitamos entornos electrificados, estamos rodeados de cables, objetos y artefactos técnicos, pero también de vegetales y plantas, insectos, mosquitos y animales en compañía. ¿Y si nuestro tiempo, escribe Tsing, constituye el momento idóneo para reorientar la atención y percibir la indeterminación, los encuentros imprevisibles y la precariedad (ambiental)? De la agencia material a los ensamblajes híbridos, desde esta línea de errancia, la energía lumínica producida por “fenómenos naturales” como la aurora boreal, la bioluminiscencia de insectos, luciérnagas, peces, algas marinas (noctilucas) y medusas o los organismos que producen color en la luz emitida como bacterias (Vibrio harveyi y Vibrio fischeri) y los hongos (del orden Agaricales Basidiomycota), se tornan fenómenos no escalables, acoplamientos vegetales-animales radicalmente no humanos pero cargados de misticismo, magia y de una extrañeza digna de admiración. Una pregunta que se repite en diferido: ¿Qué es aquello a lo que prestamos atención, pero no logramos percibir? ¿Qué es aquello que indefectiblemente nos pasa inadvertido?


Bibliografía

Bennett, Jane (2022) Materia vibrante. Una ecología política de las cosas. Buenos Aires: Caja Negra.

Milone, Gabriela (2023) “¿Una pizca de antropomorfismo no(s) basta(rá)?”. En 452ºF  #29 (2023) pp. 75-90. Link: https://revistes.ub.edu/index.php/452f/article/view/42014

Fernández, Nona (2019) Voyager. Santiago: Random House.

Imágenes: Ana Laura Cantera y Daniel Lezama.

Tsing, Anna Lowenhaupt (2023) Los hongos del fin del mundo.  sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas. Buenos Aires: Caja Negra.

 

José Martí desde la toma universitaria

Por: Juan Recchia Paez

Escena de las clases públicas en el contexto de la lucha por el financiamiento de las universidades nacionales y del sistema científico de Argentina: lecturas coyunturales de “Nuestra América” de José Martí.

Imágenes: @camilo_cienfotos


Tras la aprobación en Diputados del veto del gobierno de Javier Milei al presupuesto universitario y en el marco de la profundización de las medidas de lucha que, desde principio de año tiene como protagonistas a toda la comunidad universitaria (docentes, no docentes, estudiantes y familias), explotaron, en todo el país, medidas de paros, tomas de facultades y marchas federales. En este marco, el pasado martes 15 de octubre se dictaron clases públicas sobre la avenida circunvalación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata.

Con la cátedra de Literatura Latinoamericana I venimos estudiando las poéticas modernistas de José Martí, Rubén Darío y Delmira Agustini. En particular, estamos leyendo las primeras crónicas del exilio estadounidense de Martí en Nueva York entre los años 1881 y 1892 desde un enfoque que busca reponer la noción de “religación” acuñada por Susana Zanetti (1994). La propuesta de la cátedra es leer la integridad del proyecto modernista en el cruce entre estéticas y políticas que posibilitó aquello que Angel Rama (1983) llamó la segunda independencia de América Latina.

Mientras nos acomodábamos en ronda en medio de la avenida, con la ayuda de la adscripta, Juana, comenzamos nuestra clase releyendo esas primeras impresiones que registra la crónica martiana: “un archivo de los peligros de la nueva experiencia urbana” (Ramos 1989): donde el joven cronista se fascina y asombra frente al nuevo parque de diversiones de la metrópoli yanqui. Tal como apunta el cubano: “En los faustos humanos, nada iguala a la prosperidad maravillosa de los Estados Unidos del Norte.” Esta cita que abre la clase no obtiene una mirada amable por los y las estudiantes militantes que vienen de pasar la noche en la facultad y cursan con la bolsa de dormir debajo de sus pies, pero nos sirve de excusa para llamar la atención sobre el punto que queremos tratar a propósito del célebre texto que es “Nuestra América”.

 

Por ello, inmediatamente, reponemos las condiciones de posibilidad de la “prosa urgente” (Weinberg 1993) del discurso dictado por Martí en la Primera Conferencia Panamericana de Washington de 1889. En esta antesala de lo que es hoy la OEA, se buscó renombrar a la región como panamericana y también allí se germinaron principios de la gran lucha antiimperialista que caracterizó al siglo XX. En un contexto realmente adverso, contexto en el cual Cuba continuaba siendo colonia española, y el intervencionismo yanqui, avalado por la doctrina Monroe, avanzaba como un “gigante de siete leguas”; Martí alertaba a viva voz, la necesidad de retomar las luchas independentistas, contra “el tigre de afuera” y “el tigre de adentro”. Así lo leímos en la clase:

“Jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominio en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa y cerrar tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, caudas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.”

Nos detenemos sobre este llamado de atención, en esa tensión constitutiva de la prosa martiana que sostiene por un lado el ritmo vertiginoso del acecho, del peligro y de la amenaza que implica para los pueblos de América Latina el poderío de la incipiente sociedad de consumo (en épocas en que Mc Donalds no existía ni como un almacén) frente al proyecto espiritual y culturalista de un “nosotros” quienes, como una rebelde mariposa libre, vivimos “en la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria”. Tensión que aparecerá en la prosa de Nuestra América no necesariamente como respuesta al avance incesante de la todavía joven “ansia de posesión de una fortuna” vacía de espíritu, sino como proyecto necesario de creación y disputa de afiliación y alianza latina. Con la vista en ello, Juana aprovecha para leer la siguiente cita de Ramos (1989):

“El valor y el signo político de cada reflexión sobre lo latinoamericano no radica tanto en su capacidad referencial, en su capacidad de “contener” la “verdadera” identidad latinoamericana, sino en la posición que cada postulación del ser ocupa en el campo social o, para ser más exactos, intelectual, donde la “definición” se enuncia. En ese sentido, América Latina existe como un campo de lucha donde diversas postulaciones y discursos latinoamericanistas históricamente han pugnado por imponer y neutralizar sus representaciones de la experiencia latinoamericana; lucha de retóricas y discursos –a veces seguidas de luchas armadas– que se disputan la hegemonía sobre el sentido de “nuestra” identidad.”

Luego, para comentar esta cita apuntamos la pregunta incómoda acerca de qué nos define como latinoamericanos y por qué se supone, en el sentido común, que el ser latinoamericano es la sumatoria de la triple herencia indígena, afro y europea, o el color local de toda una serie de adscripciones marginales: pobres, campesinos, indígenas, afrodescendientes… La ruptura con la referencialidad que señala Ramos, vuelve a aparecer cuando, maliciosamente, hablamos del uso de los pullovers norteños que vemos entre los y las estudiantes y nos volvemos a preguntar: ¿Cómo podemos desarticular la lectura panfletaria de este famoso ensayo propia de cierto progresismo a lo largo del siglo XX y XXI? ¿Cómo desentenciar la prosa política de los discursos identitarios latinoamericanos?

Juana había preparado una serie de apuntes a propósito de los recursos estéticos que rescata David Lagmanovich (1987) sobre el “nosotros” del texto. Nos detenemos a observar y leer  una serie de imágenes muy bellas sobre toda la flora y la fauna que aparece en el ensayo para repensar el grosor nada metafórico que tiene la simbología martiana. Los árboles, que se han de poner de pie, por ejemplo, se alejan demasiado del árbol saussuriano en tanto imagen del signo lingüístico y cobran corporalidad en una imagen que nos permite extrapolar un comentario sobre discusiones contemporáneas a propósito del avance desmesurado del extractivismo y de los desmontes en nuestros territorios.

La pregunta por el “nosotros” nos lleva también a reconstituir el movimiento dinámico de las textualidades modernistas en sus circuitos de publicación por las capitales del continente y el uso del español como lengua (bastarda) de la hermandad latina. Si han viajado alguna vez al exterior, podemos corroborar como, por más mínima que parezca, esa hermandad se comprueba cuando entre latinos nos consultamos dudas y compartimos algún mate o café. Por ello, nos preguntamos también, si en este contexto de tomas universitarias y de clases públicas, no estaríamos ocupando el lugar de ser los y las lectoras ideales en la mirada martiana. ¿Cómo la lucha actual está construyendo nuevas alianzas en las que no abandonamos nuestras disputas históricas pero que nos llevan, por ejemplo, a marchar junto con los grandes dinosaurios de la institución académica y hasta compartimos videos de Mirtha Legrand apoyando a la Universidad Pública?

Ya está avanzando la mañana y el sol empieza a subir y a pegar fuerte en la calle, una alumna me ofrece un poco de protector solar para ponerme en la cara. Llegamos al célebre pasaje sobre las dos Grecias que aparece en Martí. Juana pregunta ¿qué significa Grecia y cual sería “nuestra Grecia” según el texto? Los y las estudiantes que, por lo general vienen de cursar más de dos o tres años de lenguas clásicas en su formación curricular, se quedan como atónitos entre la obviedad y el desconocimiento. Aparece ahí un nudo interesante con el cual seguimos hablando sobre el escaso estudio de las lenguas indígenas en nuestras instituciones y del por qué no podríamos estudiar, por ejemplo, al guaraní como lingua franca de nuestras civilizaciones.

Las críticas martianas al positivismo cientificista, nos vienen como anillo al dedo para unir estos últimos dos tópicos. Sobre todo cuando Martí ataca el famoso lema sarmientino: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Desde la coyuntura que nos convoca, señalamos, las diferenciaciones entre el “hombre real” y el “letrado artificial” sobre la cual se determina el “arte del buen gobierno” según el intelectual cubano. Nos detenemos en apuntar una serie de limitaciones martianas, donde a las claras el privilegio del “buen gobernante” estaría vedado para los sectores marginales de nuestra sociedad (mujeres, indígenas, afrodecendientes). Y apenas mencionamos cierta referencia a los discursos y políticas del presidente actual, ya que toda la jornada de lucha es contra estas políticas, pero sí reponemos la lectura que aporta Graciela Montaldo (1994) y que nos sirve como propuesta de relectura de nuestra praxis social en términos estrictamente artísticos o literarios:

“Lo latinoamericano entonces no parece ser para los modernistas (ni en sus actitudes ni en sus textos) un conjunto de rasgos a definir sino un espacio de construcción para una tradición estética, de una identidad individual, de una figuración sobre el pasado y los orígenes; fundamentalmente una posibilidad de desprenderse de las formas culturales de sus antecesores y la posibilidad también de sentar las bases de una nueva formación cultural. América Latina aparece como gran espacio de circulación cultural global, casi por primera vez. Aparece menos como pasado que como futuro.”

Mientras Juana repone la pregunta por los tiempos verbales del ensayo, yo me dedico a sacar unas fotos y veo el esfuerzo de cada estudiante sentado en la ronda, con el sol de frente, el viento que vuela los papeles, las caras que hacen fuerza por escuchar las palabras de la profesora entre tantos camiones y autos que tocan bocina en apoyo a la medida. Veo, también, a las estudiantes alemanas  subiendo fotos de la manifestación en Instagram y compartiendo contenidos con sus colegas extranjeros. Además de los y las estudiantes que militan en las más de 12 agrupaciones estudiantiles de la Facultad, se han conformado grupos espontáneos y comisiones de estudiantes que, tal vez, por primera vez están pasando día y noche en la protesta. Por suerte están bien equipados, algunos sacan agua mineral, otros toman mate, aquél se abre una Coca cola para refrescarse. Bromeo acerca de que, contra mi prejuicio, a la clase de hoy no faltó nadie.

Me pregunto si no estaremos presenciando una nueva figuración de la lucha en América Latina. No lo pienso en contenidos revolucionarios, creo, sino más bien en formas dinámicas de disputa, en alianzas concretas y en construcciones comunitarias. Mientras tanto la escucho a Juana que señala el carácter proyectivo que tiene el presente de la escritura martiana, cuyo principal objetivo es el de romper con la copia, con la mímesis de los principios y de las identificaciones “a la europea”. Me siento limitado para entender las reverberaciones ideológicas de la nueva generación, pero hay algo allí de lo colectivo que se activó en este año de marchas federales, multitudinarios encuentros y manifestaciones masivas que pone en jaque nuestra cotidianidad capitalista.

Si bien no sabemos bien qué forma tomará todo esto, evidentemente hay aquí una creación imparable, la de la potencia joven, tal vez eso que Martí gustaba tanto de llamar “espíritu” que, una y otra vez, desde la reforma universitaria hasta el presente, sigue articulando de manera heterogénea  no una esperanza en abstracto sino la energía inagotable de las fuerzas del aula:

“Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la lenvantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación.”

Cerramos la clase, me dirijo a Juana que está muy cansada y me confiesa que vino a dar la clase sin dormir y que ya mismo va a aprovechar a ir a darse una ducha antes de la marcha de antorchas interclaustros programada para la tarde (la marcha universitaria platente que fue, según dicen, la más grande de la historia). Mientras junto los apuntes y las fotocopias, una alumna viene y me dice: “Profe, le acabo de mandar una foto al mail donde se lo ve leyendo a Martí con los grafittis y las banderas de la toma.”


Bibliografía

Imágenes: @camilo_cienfotos

Lagmanovich, David, “Lectura de un ensayo: ‘Nuestra América’ de José Martí”, en Iván Schulman (ed.), Nuevos asedios al modernismo, Madrid, Taurus, 1987.

Montaldo, Graciela, La sensibilidad amenazada. Fin de siglo y Modernismo, Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 1994.

Martí, José, Escenas Norteamericanas y otros textos, seleccionado por Ariela Schnirmajer, Buenos Aires: Corregidor, 2012.

Rama, Ángel, «La modernización latinoamericana. 1870-1910», en Hispamérica, a. XII, n. 36, 1983, pp. 3-61.

Ramos, Julio, Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, FCE, 1989.

Weinberg, Liliana, “Nuestra América en tres tiempos” en José Martí a cien años de Nuestra América, México, UNAM, 1993.

Zanetti, Susana, “Modernidad y religación: una perspectiva continental (1880-1916)”, en Ana Pizarro (Org.), América Latina: Palabra, Literatura e Cultura. Volume 2: Emancipaçao do Discurso, Sao Paulo, Memorial da América Latina, Unicamp, 1994, pp. 489-534.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Ancestralidades glamorosas: apropiaciones de la moda y activismos antirracistas

Créditos: «Esperança Garcia, Luísa Mahin e Maria Firmina dos Reis», Elian Almeida, 2021. Galería Nara Roesler

Por: Victoria Solis

En este artículo, Victoria Solis explora las obras del pintor brasileño Elian Almeida y las fotografías de Alejandra López con el colectivo Identidad Marrón, con el objetivo de analizar el modo en que ambas se apropian del dispositivo de la moda para intervenir en los debates antirracista del presente. Este escrito forma parte del dossier «Arte y moda en América Latina».


En el año 2021, el artista brasileño Elian Almeida cobra una gran notoriedad al realizar una transposición elocuente: en la serie “Vogue Brasil”, las tapas de la icónica revista francesa son reimaginadas y convertidas en pinturas de tinta acrílica.

Esta novedosa materialidad trae aparejadas diversas modificaciones en el horizonte de lo esperado para una publicación como Vogue. Con pinceles, telas y tintas, Almeida realiza una operación de relectura afrocentrada y provocadora: las modelos de la portada ya no son esas mujeres blancas, delgadas y hegemónicas, sino figuras femeninas negras, representantes icónicas de una cultura que ha sido históricamente negada e invisibilizada.

Las revistas de moda, como lo historiza Kate Nelson Best en El estilo entre líneas (2019), se configuran como plataformas imprescindibles del dispositivo de la moda, hasta el punto de alcanzar un carácter simbiótico: ellas “generan deseos”, anuncian tendencias, muestran un repertorio de imágenes normativas y, por supuesto, consolidan estereotipos e íconos. Al responder sobre la elección de las tapas como disparador de su obra, Almeida menciona que “una tapa, para mí, representa un demarcador de un tiempo, de un momento (…) En un país de mayoría negra, las personas no conocen a sus referencias históricas” (2021). La portada, así, como condensación visual o retrato histórico del racismo imperante en el país tropical.

La moda, esa tecnología de género uniformizadora y binaria (De Lauretis), se convierte aquí en una plataforma política: una herramienta capaz de alojar la diferencia y de construir narrativas alternativas al discurso blanco europeizante. Las diversas tapas de esta Vogue presentadas en la muestra “Antes – Agora – O Que Há de Vir”, exponen una historia del feminismo afrobrasileño a través de la inclusión de dieciséis retratos de mujeres pertenecientes a distintos períodos históricos, desde la esclavitud hasta la actualidad. De este modo encontramos, entre otras, a Esperança Garcia, esclava del siglo XIX que se hizo abogada después de recuperar su libertad, y a Luísa Mahin, la “Rainha da Bahia”, que lideró la Revolta dos Malês (1835). Asimismo, a contemporáneas como la escritora Conceição Evaristo y la filósofa y activista Djamila Ribeiro.

Como el título de la muestra lo indica, las tapas reúnen temporalidades diversas que las pinturas recuperan e imaginan, de cara a un tiempo futuro. De tal forma, aparecen como una imaginación ancestral y afrofuturista que disloca los sentidos primarios que las tapas, pero también los retratos, tenían en un inicio. Frente a los usos colonialistas de los retratos y grabados del Brasil esclavista, dedicados a plasmar el exotismo negro desde las miradas europeizantes, el artista señala que es una “elección política” (Almeida, 2021) pintar a las mujeres negras y adoptar la operación tradicional de enmarcarlas. Las técnicas, soportes y materialidades se decolonizan, subrayando el enaltecimiento de esas figuras y la inclusión reparadora. Importa resaltar que las pinturas no solo se expusieron en muestras museísticas; además, ilustran la Enciclopédia Negra (Companhia das Letras, 2021), volumen que reúne las biografías de más de 550 personajes afrobrasileños y restituye las memorias silenciadas.   

La Vogue negra y feminista de Almeida conforma, entonces, un archivo visual e íntimo, ya que el artista destaca que creció rodeado de ediciones de la revista coleccionadas por su hermana1 –en cuyas tapas, por supuesto, no había mujeres negras. Pero, también, estético y material, debido a que resaltan en las tapas las telas y adornos de las escritoras, activistas, actrices, músicas y políticas que protagonizan los retratos.

Los trajes ocupan el primer plano, no solo porque la escena está mayormente despojada de objetos (un jarrón, una planta), sino porque todos los rostros están difuminados, en consonancia con el borramiento sistemático que han sufrido; al mismo tiempo, se trata de un mecanismo que le permite a cualquier persona conectar con las protagonistas que posan en las pinturas, según afirma en entrevistas. Predominan los atuendos blancos, que contrastan y realzan las pieles oscuras, los trajes bahianos con faldas largas y los turbantes afrobrasileños, que en la actualidad se han tornado símbolo de resistencia y herramienta política encarnada en el cuerpo vestido. También destacan los accesorios que singularizan a las mujeres a través de la dimensión personal que tuerce la fuerza de patronización del vestido (Casarin), frente a la uniformización de los rostros. Así, por ejemplo, la pintora Maria Auxiliadora da Silva es retratada en una pose relajada y confiada, vestida de blanco y con el típico pañuelo en la cabeza a la manera de vincha con la que se muestra en la mayoría de los registros fotográficos.

«Maria Auxiliadora da Silva», Elian Almeida, 2021. Galería Nara Roesler

Del mismo modo, encontramos a la actriz bahiana Chica Xavier con su turbante y rosario, a la bailarina Mercedes Baptista (primera mujer negra en integrar el cuerpo de baile del Teatro Municipal de Río de Janeiro) con su traje de danza, o a Sabina da Cruz, figura de la cual no existen registros fotográficos, pero que Almeida reconstruye con el traje bahiano y rodeada de frutas, porque era vendedora de naranjas.

En la intersección entre arte y moda, Elian Almeida se apropia del lenguaje de la moda y abre espacios dentro de la industria misma, que se torna escenario de los debates antirracistas y feministas del presente. Así, por ejemplo, la Vogue Brasil invitó al artista a diseñar la tapa de la edición de febrero de 2022 que invitaba a repensar la Semana del Arte Moderno a 100 años de su emergencia.

Almeida, una vez más, se sirve de los archivos fotográficos y realiza un nuevo torcimiento, a partir de una foto icónica en el imaginario cultural brasileño. Se trata de la famosa fotografía que ha quedado plasmada como la representación de la Semana del Arte Moderno, aunque no fue tomada en aquellos días de febrero de 1922 sino en 1924, en el hotel Terminus de San Pablo. En esa foto podemos ver al colectivo de hombres intelectuales blancos, que visten con diversas corbatas y trajes. Están, entre otros, Paulo Prado, Manuel Bandeira, Mário de Andrade y Oswald de Andrade. La importancia de destacar la vestimenta en ese registro responde, sin duda, a que la apariencia fue vital para la trayectoria artística modernista, de modo tal que la performance corporal ha quedado aunada a la artística (Casarin).

Siguiendo a Barthes (2005), el vestido material y físico se transforma, en la fotografía, en vestido imagen. Almeida instaura nuevos regímenes visuales porque transforma esa foto en pintura y propone un registro feminista alternativo. En la imagen que crea para la tapa de Vogue, en lugar de esa elite masculina e intelectual legitimada, encontramos a escritoras, artistas e intelectuales afrobrasileñas que ocupan un nuevo lugar en tanto subjetividades femeninas en el Brasil contemporáneo, y como modelos emblemáticas en la plataforma de la revista de moda. Se trata de Conceição Evaristo, Carolina Maria de Jesus, Beatriz Nascimento, Maria Auxiliadora da Silva y Djamila Ribeiro, reunidas en una yuxtaposición de temporalidades diversas. Esta última autora apunta que la tapa es importante para incluir a aquellos sujetos inexistentes en el movimiento modernista (negros, indígenas y mujeres, en menor medida) y para repensar la historia del propio Brasil. Al respecto, como lo señala Ribeiro, en el centenario de la Semana del Arte Moderno, “la revolución estética y cultural nacional está compuesta por intelectuales negras” (2022).   

La pintura fotográfica de esta publicación de Vogue Brasil no escatima en transmitir el glamour, encanto y femineidad típicamente reconocibles en la revista, ni tampoco las poses calculadas –como las de la foto modernista– o el foco en los colores, volados y adornos de los vestidos. Al igual que en toda la serie, predominan los colores blanco y azul sobre sus pieles oscuras, y vestidos largos con cola, cortos y bahianos, que comunican a través de la vestimenta esa yuxtaposición temporal mencionada. Aquí, la belleza tiene rulos afro y usa turbantes afrorreligiosos que condensan, como señala la investigadora Hanayrá Negreiros, “memorias estéticas” en un presente de glamorosa resistencia.

Izq: Tapa de revista Vogue por Elian Almeida (2002) / Der: Archivo MIS-São Paulo

En este diálogo entre moda y ancestralidad, cruzando la frontera, encontramos al colectivo argentino Identidad Marrón. Compuesto por personas marrones-indígenas, hijos de indígenas y también migrantes, comenzó a agruparse en el año 2019 y a realizar diferentes operaciones antirracistas, con el objetivo de denunciar el racismo estructural imperante que desconoce las raíces indígenas, relata una historia eurocéntrica y pondera modelos de belleza blancos. La producción que analizaré se centra, justamente, en este último punto y no es una obra pictórica, como la anterior, sino fotográfica. Específicamente, se trata de una serie de imágenes que se apropian del lenguaje de la fotografía de moda, otro dispositivo esencial del sistema de la moda, llevada a cabo por la fotógrafa Alejandra López y el estilista Jorge León. No fueron tomadas para ilustrar una publicación de moda: fueron expuestas en la muestra “Belleza Marrón” (Centro Cultural Borges, 2022), con el objetivo de interrogar “¿qué pasa cuando fotografiamos a las mujeres y diversidades marrones como sujetos de belleza, utilizando los mismos dispositivos que dichos medios poseen?” (López)[1].

Este cuestionamiento, rector de toda la serie, produce fisuras (Molloy) y disensos que cuestionan los estereotipos y modelos reinantes en la sociedad en general, particularmente, en la industria de los medios, la moda y la belleza. En las fotografías de “Belleza Marrón”, las profesionales con trayectoria en este campo son reemplazadas por mujeres marronas que posan por primera vez en una producción de esta índole.

Al igual que en la serie “Vogue Brasil”, las mujeres subalternizadas se tornan protagonistas de estas narrativas divergentes. Entre otras, se encuentran la escritora Dina Choquetarqui, la artista Flora Alvarado (Flora Nómada), la activista Chana Mamani y la fotógrafa Wari Alfaro, cuyos nombres aparecen como título de cada cuadro. Todas miran a la cámara con gestos mínimos y posan con movimientos que imitan aquellas poses características de las publicaciones de moda: una mano apoyada en el rostro, la otra levantada, jugando con un tajo seductor o de perfil delante de la cola dorada de un vestido que vuela majestuosamente.

Izq: Dina Choquetarqui – Der: Belén Silva. Serie Belleza marrón, Alejandra López, 2023

 

Sin duda, reconocemos el lenguaje de las fotografías de moda que, como lo apunta Barthes, acarrea elementos y tropos distintivos, como un paradigma gestual particular, poses artificiosas y conscientes, y la escenificación que enmarca los cuerpos vestidos. Frente al “tempo impaciente” (Simmel) y fugaz de la moda, la fotografía de moda “congela la esencia del ahora” (Wilson), siempre escurridiza. Si para Almeida las tapas se tornaban condensación de un tiempo de desigualdad, estas fotos podrían transformarse en la huella que permita rastrear un presente colonial.

El estilista Jorge León –profesión fundamental en la moda, capaz de imaginar nuevas figuraciones o de perpetuar aquellas reificadas– fue quien guió ciertas decisiones fundamentales para la composición de las fotografías. Por ejemplo, todos los trajes respetan la gama del marrón, crema y blanco, con fondo marrón “para que no hubiera otros colores que compitieran con el de la piel” (2023)[2]. Son vestidos glamorosos, de gala, vaporosos, la mayoría largos, algunos con transparencias, pliegues y capas. El maquillaje, igualmente, está en función de iluminar esas pieles, manteniendo los tonos marrones y utilizando bronce para hacerlas brillar.

Alejandra López retrata los cuerpos haciendo foco no solamente en el traje sino también en otros elementos que forman parte del acto del vestir, como los tatuajes, piercings o los mechones teñidos de fucsia (Johnson, Hegland y Schofield, 1999). Indudablemente, así como lo registrábamos en las tapas de “Vogue Brasil”, aquellos elementos parecen contribuir a individualizarlas y vislumbrar sus personalidades o temperamentos. En contraposición, el fondo de cada fotografía es marrón e inespecífico, lo que provoca que resalten las mujeres retratadas. De este modo, la marronidad ocupa un lugar central y ya no está representada en los territorios periféricos en los que habitualmente se las ubica, como denuncian las protagonistas.   

Wari Alfaro, Belleza Marrón de Alejandra López (2023)

Ahora bien, retomando la pregunta inicial de la fotógrafa, utilizar los mismos medios que excluyen a estas mujeres pone en jaque los estereotipos, patrones de belleza y gestualidades hegemónicas, además de generar una “confusión visual” que torna evidente el régimen escópico colonial imperante. Esta obra, como la anterior, disputa el capital de la apariencia en manos de los sujetos hegemónicos, concepto delineado por Michèle Pages-Delon (1989) para aludir al “resultado material de la inversión de tiempo, energía, conocimiento y dinero para la apariencia” (43).

Así, se aúna la belleza a estas pieles racializadas y se producen imágenes ausentes. Flora Alvarado subraya la posibilidad de una “ausencia con potencia creadora que habilita a encontrar en los medios masivos más rostros y pieles marrones, más rasgos indígenas, otras experiencias y nuevos protagonismos” (2023). La belleza, entonces, como hecho político y derecho que otorga privilegios, garantías y la posibilidad, en definitiva, de aparecer y ser mirada.

Al racismo y al predominio de imágenes blancas se los combate en el terreno de la visualidad; la moda, en tanto imagen, se vuelve esencial como estrategia combativa. Las fotografías de moda, en apariencia banales y fantasiosas, se tornan una plataforma disidente que permite la inclusión de discursos, temporalidades e historias silenciadas por el relato oficial de la nación Argentina blanca y europea, reivindicando la ancestralidad en tiempo presente.

Es importante destacar que el trabajo fue realizado de forma colectiva y participativa. Lejos de hacer del lente una herramienta que sostiene el régimen oculocéntrico, se sirve de él para potenciar encuentros y abrir la mirada a otras bellezas. Las participantes, incluso, apuntan que “fue un ejercicio colectivo de reconstrucción de nuestra autoestima” (2023)[3]. Las sesiones de fotografía se transforman en un espacio hospitalario de conversación, observación y también autoconocimiento. Bajo la mirada de Alejandra López, las protagonistas aparecen gracias a la obra de arte y la diversidad es visibilizada a partir del encuentro artístico.

En síntesis, hemos revisado los modos en que ambas producciones se apropian de la plataforma de la moda para intervenir en los debates antirracistas del presente y configurarla como posible plataforma de intervención política.

Pero, ¿por qué la moda? ¿Qué tiene ella para aportar en las discusiones contemporáneas? En estas obras, los cuerpos vestidos se vuelven contadores de historias marrón y afro centradas que disparan contranarrativas repletas de glamour y ornamentos; mientras que las revistas y fotos fashionistas son el territorio capaz de cuestionar, revisar y construir nuevos archivos y visualidades combativas. La Vogue aquilombada y las bellezas marrones constatan que la moda puede ser un lenguaje y una expresión identitaria fundamental para decolonizar las apariencias y sostener, desde el arte, resistencias no verbales.

A modo de apéndice, me permito cerrar este ensayo con una última reflexión sobre una obra de Elian Almeida, titulada “Minha casa, minha vida” (2020), nombre del programa social de los gobiernos del PT que facilitaba el acceso a viviendas populares.

 Aquí, el extendido uso de la palabra francesa maison, que remite a las casas de moda de alta costura, aparece traducido al portugués con el título “Casa Vogue”. Ese es el nombre de la revista Vogue dedicada a diseño y decoración. En esta pintura, no solo se apropia de una revista existente, sino que el término se traduce, desvía y afectiviza, al retratar el espacio íntimo, protegido y amoroso de una familia negra. La moda, así, como hospedaje y territorio hospitalario de encuentros y estéticas plurales.

«Minha casa, minha vida», Elian Almeida, 2020. Galería Nara Roesler


[1] En entrevista con el diario Página 12: https://www.pagina12.com.ar/586787-alejandra-lopez-siempre-escucho-a-las-mujeres-sufrir-por-su-

[2] En: https://www.lofficiel.com.ar/arte-y-cultura/belleza-marron

[3] En: www.telam.com.ar/notas/202306/630161-identidad-marron-ensayo.html.

 

 


Bibliografía

Casarin, C. (2023). “El guardarropa modernista: la pareja Tarsila do Amaral y Oswald de Andrade y los cruces entre literatura, artes visuales y moda”. Seminario de la Maestría en Literaturas de América Latina, Universidad de San Martín.

Catálogo online. TwoxTwo. Disponible en: https://twoxtwo.org/catalogue/2022/maya-angelou-vogue/

Costa, B. (2022) “Elian Almeida: sobre apagamento e protagonismo feminino negro”. Vogue Brasil (digital). Disponible en: https://vogue.globo.com/lifestyle/cultura/Arte/noticia/2021/09/elian-almeida-sobre-apagamento-e-protagonismo-feminino-negro.html

De Lauretis, T. (1987). Technologies of Gender. Bloomington: Indiana University Press.

do Pico, M. (2023). «¿Que ves cuando no me ves?». L’Officiel. https://www.lofficiel.com.ar/arte-y-cultura/belleza-marron

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Molloy, S. (2012). Poses de fin de siglo: desbordes del género en la modernidad. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Negreiros, H. (2017). “O axé nas roupas: indumentária e memórias negras no candomblé angola do Redandá”. Dissertação (Mestrado em Ciência da Religião) – Programa de Estudos Pós-Graduados em Ciência da Religião, Pontifícia Universidade Católica de São Paulo, São Paulo.

Nelson Best, K. (2019). El estilo entre líneas. Buenos Aires: Ampersand.

Pages-Delon, M. (1989): Le corps et ses apparences. L’envers du look. París: L’Harmattan.

Schijman, B. (2023). “Alejandra López: ‘Siempre escucho a las mujeres sufrir por su aspecto’”. Página 12. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/586787-alejandra-lopez-siempre-escucho-a-las-mujeres-sufrir-por-su-

Simmel, G. (1934). Cultura femenina y otros ensayos. Madrid: Revista de Occidente.

Wilson, E. (2003). Adorned in Dreams: Fashion and Modernity. New Jersey: Rutgers University Press.

 

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La moda femenina en Lima. Estudio interpretativo a partir de las publicaciones periódicas de la época, 1919-1930

Por: Daniella Terreros Roldan

En este artículo, que forma parte del dossier “Arte y moda en América Latina”, Daniella Terreros Roldán (Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú) expone la importancia y los desafíos implicados en la investigación en torno a la moda femenina limeña de inicios del siglo XX a partir de publicaciones periódicas y del acceso a archivos documentales.  


La relación del ser humano con su indumentaria ha evidenciado el intento incansable de cada generación y época por construir sus señas de identidad por medio de la vestimenta.  Asimismo, el camino hacia la construcción de una historia del traje y la moda en el Perú ha sido, hasta la fecha, abordada de manera tangencial, tanto para el periodo prehispánico, virreinal y republicano. Son los archivos y bibliotecas, que representan toda una institución del conocimiento, los encargados de recoger las huellas de la historia de la moda limeña, sin esa intención manifiesta, a través de la conservación, gestión, difusión y accesibilidad a los fondos documentales y hemerográficos en donde quedaron plasmadas tipologías de prendas de vestir, siluetas, así como la visibilización de la mujer a través de la moda.

La investigación ha sido examinada desde un enfoque cualitativo, a través de la búsqueda, selección e identificación de tipos documentales para luego proceder a su interpretación. Para el periodo que nos compete abordar (1919-1930), las publicaciones periódicas se han clasificado en dos: material escrito, referente a los artículos sobre moda; y material visual, concerniente a las ilustraciones de cuerpos vestidos, trajes y accesorios extraídos de todo este acervo hemerográfico.

La importancia de examinar las publicaciones periódicas de este modo radica en analizar las ilustraciones, aportando un valor en las descripciones e interpretaciones del material visual que se tiene disponible y permitiendo incluso encontrar puntos de confluencia y divergencia entre la moda limeña del segundo decenio con la indumentaria de otros países latinoamericanos tales como Argentina, Chile o Colombia. Asimismo, la información escrita ayuda a determinar la función y usos de cada uno de estos trajes dentro del contexto social de la Patria Nueva del presidente Augusto B. Leguía.

Bibliotecas y archivos: “guardarropas” que custodian la moda limeña escrita

La organización del acervo bibliográfico y hemerográfico de las bibliotecas y archivos comprende una serie de criterios relacionados con las características y alcances del almacenamiento y custodia de los distintos materiales, la conservación preventiva y el grado de disponibilidad o acceso de estos a los usuarios (Biblioteca Nacional de Argentina, 2012). Para el caso de Lima, existe una serie de repositorios, a partir de los cuales se tiene acceso al material hemerográfico que nos permite investigar sobre moda. Si bien el tema que nos compete se encuentra ubicado dentro del espacio temporal de los años 20, a partir de las publicaciones periódicas custodiadas por instituciones como la Biblioteca Nacional del Perú, la Dirección del Archivo Republicano de Lima, el Fondo Reservado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Biblioteca Municipal de Lima o la Biblioteca del Congreso de la República, las investigaciones en materia de moda pueden ser abordadas dentro del espacio cronológico de mediados del siglo XIX hasta nuestros días.

Para la presente investigación se consideró importante realizar una selección de las revistas y diarios peruanos a fin de encontrar información referente al tema (no solo para la década de los años 20), así como resaltar las principales dificultades a las que se enfrentan hoy en día las instituciones encargadas de custodiar dichos materiales. La información hallada en cada uno de estos diarios y revistas es un espejo de todos los aspectos sociológicos, políticos y culturales de la sociedad, así como del espíritu de una época determinada, conformando una fuente de información científica irremplazable que, en ocasiones, debe enfrentarse a ciertas dificultades.

Respecto a las publicaciones periódicas decimonónicas, muchas de estas se hallaron en calidad de intangibles, por lo que no pudieron ser consultadas. No obstante, algunas de ellas pueden encontrarse digitalizadas en la biblioteca digital de su institución correspondiente. La organización y preservación eficiente de las colecciones son cruciales a fin de poder cumplir con las exigencias de los investigadores. A continuación, se expone una selección de publicaciones periódicas del siglo XIX que custodia la hemeroteca de la Biblioteca Nacional del Perú, donde puede extraerse información en materia de moda.

  Publicaciones periódicas a partir de las cuáles puede extraerse información en materia de moda – SIGLO XIX
  Publicación periódica Años vigencia Años disponibles en la BNP
Diario La Patria (1871 – 1882) (1871 – 1880)
La Bella Limeña: periódico semanal para las familias (1872 – 1873) 1872
El Nacional (1865 – 1903) (1865 – 1899)
El Comercio (1839 – actualidad) (1839 – 1844), (1846 – 1850), (1854 – 1860), (1861 – 1870), (1871 – 1879), (1883 – 1890), (1891 – 1899)
Revista La Alborada: semanario de las familias (1874 – 1875) (1874 – 1975)
Perlas y Flores (1884 – 1886) (1884 – 1886)
El Perú Ilustrado (1887 – 1892) (1887 – 1892)
El Álbum: Revista Semanal para el Bello Sexo (1874 – 1875) 1874
El Correo del Perú (1871 – 1878) (1871 – 1878)

En lo que concierne a la disponibilidad de información hemerográfica sobre moda, es significativo resaltar que muchas de las publicaciones periódicas formaron parte de los importantes cambios en la opinión pública limeña de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Si bien la mayoría de estas publicaciones estaban dirigidas a un público masculino, en el caso del público femenino, destaca el hecho de que mujeres intelectuales como Juana Manuela Gorriti, Carolina Freyre de Jaimes, Angélica Carbonell de Herencia Zeballos o Clorinda Matto de Turner hayan colaborado en importantes revistas como El Álbum: Revista Semanal para el Bello Sexo (1874-1875), La Alborada (1874) o diarios como El Perú Ilustrado (1887-1892) respectivamente. Si bien para el segundo decenio del siglo XX no se destaca la presencia de revistas o periódicos que se restrinjan exclusivamente al tema de la moda, muchas de las publicaciones presentan secciones de moda y publicidad dedicada específicamente para el consumo femenino.

Es una constante en las revistas y periódicos de esta década la presencia de ilustraciones de modelos blancas y esbeltas en silueta recta luciendo lujosos y ligeros vestidos de terciopelo y telas de algodón. Aunque aparecen algunas semblanzas y anuncios dirigidos hacia hombres, es innegable que la moda es un campo de dominio privilegiado de las mujeres. Debido a la coyuntura de modernización del espacio público y privado, las mujeres, en su ejercicio del rol de amas de casa, tomaron parte activa en las decisiones del consumo familiar. Por ello, la profesionalización del comercio y de la prensa llevó a construir un discurso que apelaba al ideal doméstico de ama de casa y al consumo de modas como componentes de la identidad femenina (Espinoza, 2013). A continuación, se expone una selección de publicaciones periódicas del siglo XX (1900-1930) custodiadas por la hemeroteca de la Biblioteca Nacional del Perú en la que puede revisarse información sobre moda, así como anuncios publicitarios referentes al tema.

  Publicaciones periódicas a partir de las cuáles puede extraerse información en materia de moda (1900 – 1930)
  Publicación periódica Años de vigencia Años disponibles en la BNP
Diario El Comercio (1839 – actualidad) (1900 – 1915)
La Crónica (1912 – 1990)  (1912 – 1988)
La Prensa (1903 – 1984) (1903 – 1984)
Revistas Lima Ilustrada (1898 – 1904) (1898 – 1904)
Actualidades (1903 – 1907) (1903 – 1907)
Variedades (1908 – 1931) (1908 – 1931)
Lulú (1915 – 1916) 1915
Prisma (1905 – 1907)  (1905 – 1907)
Mundial (1920 – 1931) (1920 – 1931)
La Revista Semanal (1927 – 1934) (1927 – 1934)

Cuadro Nº2. Publicaciones periódicas del siglo XX (1900 – 1930). Elaboración propia a partir de la información extraída de la Biblioteca Nacional del Perú.

Hacia la construcción y desarrollo de más guardarropas digitales de libre acceso

¿Para qué es importante digitalizar? Podemos decir que digitalizamos para la ampliación del acceso, la preservación y conservación, la reducción de costos, la optimización del espacio de almacenamiento físico, la transformación de servicios o la recuperación de la información. A través de los archivos digitales, se puede mejorar el acceso al documento (Pérez & Surroca, 2004).

El acceso en línea permite, además de la consulta digital de los textos, hacer más sencilla la búsqueda en materia de moda mediante el uso palabras clave como “indumentaria, miriñaque, textil, etc.”, facilitando enormemente la investigación en las hemerotecas.  Repositorios en línea, nacionales y extranjeros, como la Biblioteca Digital de la Biblioteca Nacional del Perú, la Biblioteca Central Pedro Zulen de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, el repositorio digital de la Universidad Católica del Perú, el repositorio digital del Instituto Ibero-Americano de Patrimonio Cultural Prusiano, la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España, la Biblioteca Digital George A. Smathers, así como la página de Facebook “Fuentes históricas del Perú”; si bien no son repositorios especializados en moda, contienen valiosas publicaciones periódicas y revistas a partir que permiten abordar el tema.

Esta ampliación de acceso a la información por parte de la digitalización nos permite obtener un servicio de 24 horas al material; es decir, a la hora de sumergirnos en un proyecto de investigación en moda, garantiza un incremento de la productividad y el rendimiento de nuestro trabajo. Debemos ser conscientes de la importancia que tiene transformar el material hemerográfico en un archivo digital y en formato libre de descarga, ya que con esta operación se invierte en la conservación del patrimonio documental y a la par se facilitan los trabajos de investigación de las futuras generaciones que presenten interés en abordar temas de moda. Indudablemente, los repositorios digitales se convierten en una herramienta básica de apoyo en la investigación; sin embargo, ¿por qué no pensar en la construcción de un guardarropa digital hemerográfico exclusivo de moda? 

Otros temas de investigación, en materia de moda, presentes en las publicaciones periódicas consultadas

Como parte de este estudio interpretativo de las publicaciones periódicas de los años 20, que actúan como productos culturales que facilitan la investigación tanto de la historia de las mujeres como de la moda limeña, se ha elaborado una serie de temas adicionales, que también pueden ser estudiados a partir de las consultas de la selección del material hemerográfico revisado:

  • La imagen femenina en la publicidad gráfica de moda.
  • La construcción de la imagen de “mujer moderna” a través de la prensa.
  • La evolución de la silueta femenina a través de la prensa.
  • El acceso de las mujeres al espacio público: el trabajo, la educación superior y la política.
  • Moda y feminismo.

La participación femenina dentro del espacio público a través de la prensa tuvo un difícil comienzo, cuestionándose fuertemente la capacidad intelectual de las mujeres para reflexionar y expresar libremente sus pensamientos e ideales, así como también el atrevimiento de su incursión en terrenos que excedían la esfera doméstica, considerada como la propia y adecuada para ellas. Dentro del panorama latinoamericano, será para la segunda mitad del siglo XIX, donde las mujeres empiezan a escribir en las revistas de moda. Juana Manuela Gorriti y Clorinda Matto de Turner que crearon revistas de moda en Buenos Aires, se lamentaban de las cinturas ceñidas por corsés y de las capas de telas que la indumentaria europea imponía a las mujeres. Cada vez más, se abogaba por el intento de adoptar una forma más racional en el vestir (Fogg, 2014).

Dentro de la naturaleza transversal del estudio de la moda y la indumentaria de Lima, existe un vacío en la literatura académica referente al estudio de la materialidad de los trajes, de las prácticas relacionadas con la confección y códigos de uso, sobre la construcción de la imagen femenina a través de la prensa o respecto a la manera en que la moda influyó socioculturalmente en alguna etapa de la historia. Temáticas que constituyen un ejercicio complejo, pero necesario, que requiere de un análisis histórico-crítico a partir de la búsqueda, selección, identificación e interpretación de las publicaciones periódicas de una época determinada a investigar. Las fuentes hemerográficas nos ofrecen un espacio para la reflexión y son un testimonio valioso que contribuye a abrir una veta de investigación en el campo de la historia del traje limeño de los 20’s.

El siglo XX se convierte en el siglo de las modas más diversas, de los nuevos centros de la moda mundial, donde la influencia de la moda francesa, con diseñadores como Paul Poiret (1879-1944) y Coco Chanel (1883-1971), así como el español Mariano Fortuny (1871-1949), será hegemónica en las clases altas limeñas durante las primeras décadas de este periodo. Ya en el Oncenio se dará notable presencia en el desarrollo de nuevos espacios de ocio y tiempo libre como las nuevas diversiones deportivas, el veraneo, las estancias en los balnearios, los viajes, los encuentros en los hipódromos, etc., repercutiendo así en el modo de vestir de las mujeres.

Para el contexto europeo, es en la sociedad de posguerra donde se encuentran por primera vez las mujeres de todas las clases sociales. El mercado laboral las impulsa a dejar sus hogares y empezar a trabajar, a tener una vida activa; es decir, una vida pública, fuera del hogar. Es a partir de ese momento en el que toman las riendas de su cuerpo, se apropian de él y a través de ello se muestran como figura pública junto al personaje masculino.

Nacerá un nuevo tipo de mujer que huye del corsé y empieza a enseñar el escote y los tobillos. Esta imagen de fémina, por primera vez, es creada por mujeres y no por hombres. Es la época de la mujer trabajadora y eficiente, que lucha por el derecho al voto e intenta entrar en terrenos a los que antes sólo tenía acceso el hombre. Para ello, los vestidos se hacen más simples y aparece el denominado traje sastre (Boehm, 1945).

Para el caso de Lima, este escenario se verá plasmado en los textos y en las imágenes de revistas y periódicos de los años 20. Además, desde el último tercio del siglo XIX se observa la consolidación de la primera generación de mujeres ilustradas en el Perú. Las escritoras emprenden sus estudios en el campo literario; por medio de una prolífica producción, indagan y debaten sobre su situación dentro de la sociedad limeña. Una de las primeras publicaciones en abrir sus páginas a las féminas fue el diario El Correo del Perú (1871-1878); asimismo, para 1872 se instauraría la primera revista dedicada exclusivamente al público femenino: La Bella Limeña (Liendo, 2018).

Llegado el siglo XX, publicaciones como Lulú, Variedades, Mundial, entre otras, mostraron también diferentes aspectos de la moda: artículos sobre la descripción del vestir (imagen 1), las nuevas tendencias de la moda (imagen 2), así como referencias puntuales o indirectas referentes a la indumentaria. Pero también crónicas sociales con considerables alusiones a la moda que dejaba entrever la participación femenina dentro de los espacios públicos.  A continuación, una descripción de las mujeres limeñas en una de las páginas de la revista semanal ilustrada Variedades:

«La limeña es fina, graciosa, elegante por naturaleza. Sus dedos de hada arreglan con unos cuantos metros de género un primoroso vestido y no pocas de las lindas toilettes que admiramos estas noches de ópera se han hecho en seis horas con tres metros de tul ¿verdad, lectoras? Para la limeña de menguada estatura, que no puede o no debe adoptar la falda bouffante, nada más a propósito que el vestido enterizo de bastante vuelo y recogido con un fruncido junto a los pies» (Variedades, 7 de agosto de 1920: 57).

La página femenina de Mundial. Revista Mundial, 6 de mayo de 1921

La Lima de los años veinte registra una progresiva liberalización de costumbres y, sobre todo, de la sexualidad. Ello se reflejó, por ejemplo, en el cine. Por su lado, las mujeres empezaron a fumar en público y a frecuentar, no acompañadas, bares y lugares similares (Orrego, 2008). Vestidos de vaporosos tules, sedas, gasas, terciopelo y encajes; suntuosas salidas, chales y mantones de vivos colores describen la nota alegre y animada de sus matices, de sus reflejos y tonalidades (Variedades, 7 de agosto de 1920). Se generalizó el empleo de maquillajes faciales y de lápices de labios, las faldas se acortaron hasta la rodilla, la ropa interior femenina se simplificó y estilizó, y los trajes de baño se redujeron de forma notable. Un amplio panorama de diversos cambios estilísticos, donde las publicaciones periódicas de la época y el cine estadounidense repercutirán en gran medida dentro de estos nuevos comportamientos del vestir. Se inicia una especie de racionalización de la vida cotidiana, observando en la gente un comportamiento mucho más práctico. Tal y como puede observarse a continuación:

«Lo que nos agrada sobre todas las cosas en la moda actual, queridas lectoras, es esa constante diversidad tanto en el porte como en el estilo y los colores. Puede decirse que durante el verano de este año de gracia de 1920 van a lucirse todos los estilos, desde los trajes camisas con su respectivos tableros y polisones a los lados, hasta los modelos a la Luis XVI y la crinolina Segundo Imperio. A nosotras toca, pues, escoger tratando siempre de respetar esa línea particular en la que se basa la personalidad, valor tan apreciado entre las damas de buen tono» (Variedades, 9 de octubre de 1920: 61).

Entre fines del siglo XIX e inicio del XX, la ciudad de Lima pasó por un proceso de modernización de los espacios públicos. La investigación histórica ha demostrado la formación de zonas de sociabilidad y de entretenimiento asociados a los intentos de la élite modernizadora por inculcar los valores modernos en la población limeña. Lo particular es que estos nuevos espacios públicos generaron a su vez nuevas formas de interacción entre los sexos masculino y femenino, en tanto la mujer comenzó a participar de manera más autónoma en la esfera pública, no solo por medio de la educación y el trabajo no doméstico, sino también a través del deporte y el consumo de modas (Espinoza, 2013).

Las publicaciones periódicas de las primeras décadas del siglo XX, con segmentos de moda, constituyen una fuente de información exclusiva para la mujer, ya que se reportaba acerca de la moda vigente en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, enfatizando la necesidad de la moda elegante que, a pesar de considerarse costosa, se recomendaba. La moda en prendas de vestir y objetos de tocador era tema predilecto y necesario para las limeñas; además, eran su instrumento de belleza, necesaria para la coquetería, que equivalía al ocio de la vida social acomodada que caracteriza a la élite limeña, a la que muchas mujeres deseaban pertenecer (Chávez, 2013). Los años 20 dejaron entrever la rica diversidad que esta sociedad mostró en cuanto a las formas de vestir; donde la Lima de la Patria Nueva convive con una relativa libertad de acción de las mujeres y una transición hacia un cuerpo femenino menos aprisionado y, por ende, más libre.

La moda en París. Revista Mundial, 6 de mayo de 1922

“La palabra moda significa mucho más que ropa o prendas de vestir. Se identifica como un fenómeno de cambio social, como un mecanismo general, que regula múltiples sectores, que incluyen al vestido, pero no se reducen sólo a este” (Pedroni; Pérez: 2019, 2). Parte de cómo se concibe la moda de hoy en día es por cómo se ha construido y construye su historia, que no se olvida gracias a las revistas y diarios de la época en las que podemos encontrar información acerca de ella. Valioso material hemerográfico que sirve de almacén a todos los recuerdos de aquellas limeñas de largas pestañas y miradas profundas que luchaban por la igualdad de sus derechos luciendo ropas rectas, sencillas y ligeras, y paseando despreocupadas por las calles de Lima de los queridos años locos.


Archivos consultados

Dirección de Archivo Republicano (DAR).

Biblioteca Municipal de Lima (BML).

Biblioteca Nacional del Perú (BNP).

Fuentes consultadas

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ANÓNIMO (1922). “La moda en París”. Revista semanal ilustrada Mundial. 6 de mayo de 1922.

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Experimentos de tela y carne. El vestido como mediador de experiencias estético-políticas en el arte mexicano de finales del siglo XX

Créditos: «Pectorales», Paula Santiago, 1996.

Por: Claudia de la Garza Gálvez

Claudia de la Garza Gálvez, investigadora mexicana y directora del Museo UNAM Hoy, presenta un recorrido por diversas obras del arte mexicano de las últimas décadas del siglo XX que experimentan con el cuerpo-vestido, caracterizado por la autora como un espacio fronterizo con potencial de resistencia. El artículo forma parte del dossier “Arte y moda en América Latina”.


Fronteras

La moda es un espacio fronterizo, dinámico, siempre cambiante y polivalente, un lugar de experimentación cruzado por múltiples discursos que no necesariamente son armónicos o van en la misma dirección, sino que se intersecan, se mezclan, se contraponen. La historia de la moda y la historia del arte se han narrado por separado; sin embargo, las fronteras entre uno y otro campo no son claras, al contrario, sus búsquedas y estilos, preguntas y ejes de experimentación han estado estrechamente vinculados. En particular, me interesa observar las relaciones entre el vestido y el cuerpo. El vestido como espacio fluido que produce al cuerpo y lo hace legible frente a las miradas de los demás: un lugar a través del cual nos inscribimos estéticamente en el contexto. Este potencial expresivo y comunicativo del vestir ha sido retomado por artistas, diseñadores de moda, creadores en todas las épocas para cuestionar, reforzar o expandir los límites del cuerpo. Como historiadora del arte y estudiosa de la historia de la moda, he enfocado mis investigaciones en experiencias de artistas visuales que incorporan el vestir como parte de su práctica para experimentar con sus cualidades estéticas, simbólicas y políticas.

Aunque podemos hablar de momentos clave en este tipo de práctica a lo largo de la historia1, el cambio de paradigma en la década de los sesenta que transformó las concepciones del arte y sus formas de distribución y exhibición es nuestro punto de partida. La desmaterialización del arte y el rechazo a la sacralización del objeto artístico por las instituciones tradicionales, llámese museo, galería o academia, implicó la búsqueda de nuevos canales, dirigiéndose para ello directamente a la calle, al encuentro de la gente común inmersa en su cotidianidad. Se proponía un replanteamiento del papel del espectador frente a la obra de arte, convirtiéndolo en elemento activo e indispensable para su desarrollo. Algunas de estas experimentaciones encontraron en la indumentaria un medio que les permitió construir puentes hacia las y los espectadores al establecer diálogos no necesariamente verbales.

Tradicionalmente, el cuerpo se ha constituido como el lugar físico de la diferencia. En esta lógica, el vestir se ha pensado como una práctica disciplinadora y normalizadora de los cuerpos, generando formas corporales distintas y opuestas, estableciendo fronteras.2

Sin embargo, la filósofa estadounidense Judith Butler explica cómo a través de prácticas corporales como el vestir, “actuamos” una y otra vez un conjunto de normas; en el curso de esta repetición, el cuerpo se produce y se materializa como cuerpo generizado, racializado, inteligible a las miradas de quienes nos rodean. Mediante este proceso de iteración, denominado por la autora como performatividad, las prácticas corporales configuran el cuerpo, sus movimientos, su materialidad, generando la ilusión de tener un carácter fijo. Esto implica una “reconcepción del proceso mediante el cual el sujeto asume, se apropia, adopta una norma corporal”, no como algo a lo que se somete, sino como una evolución en la cual el sujeto pasa por el proceso de identificación y asume ciertas posiciones (Butler, 2022). En ese sentido, esos bordes que el vestido contribuye a delinear no pueden ser tan precisos y estables como parecieran a primera vista. Simultáneamente, junto con los confines corporales, se produce un afuera de esa esfera constitutiva de los sujetos, un espacio de lo abyecto, de lo ininteligible, en donde el proceso de materialización se encarga de regular las prácticas identificatorias que procuran el repudio y la desidentificación del sujeto con aquella abyección.

De ahí que el vestir sea una práctica corporal que debe entenderse de manera situada, lo cual implica reconocer al cuerpo como una entidad social, y al vestir como el efecto, la presentación y la representación siempre en proceso, en cuyo caso se incluyen factores sociales y acciones individuales (Entwistle, 2002).

El cuerpo-vestido, como llamaré a esta unidad en lo consecutivo, es imposible de fijar en una sola faceta; inasible y ambivalente, puede ser al mismo tiempo un lugar de inscripción de la norma o un espacio de resistencia e insubordinación.

Dentro del arte contemporáneo, estas cualidades se potencian y se erigen como un sitio privilegiado para la crítica y la enunciación política. El vestir como práctica artística excede el campo de lo visual, es una práctica híbrida que reconoce el terreno de lo sensible, involucra sentidos, movimientos, sensaciones; abre paso a la interacción y la reflexión a través de las experiencias multidimensionales que propicia.

En las siguientes secciones abordaré una selección de trabajos ubicados en México durante las últimas décadas del siglo XX, experimentos con/desde el cuerpo-vestido en los cuales se trasciende el aspecto funcional del vestir para convertirlo en un lugar de problematización y de denuncia, una articulación deliberada de significado en torno al cuerpo para narrar historias, dejar al descubierto mecanismos de control y desnaturalizar las categorías de opresión.

Desdibujar los bordes

Se ha dicho que la década de los setenta comenzó dos años antes, con el movimiento estudiantil y social de 1968, un punto de inflexión para el país pues dio cabida a un intenso proceso de transformación de la vida nacional. Los valores, las prácticas y las relaciones se resignificaron en una sociedad mexicana asfixiada dentro de los estrechos márgenes que imponía el esquema normativo e institucional. El protagonismo de los jóvenes, las reivindicaciones feministas, la presencia del exilio latinoamericano, la creciente exposición a realidades de otros países fueron algunos de los factores que conformaron el escenario social de la década. En 1968 surgió el Salón Independiente como respuesta a la Exposición Solar, organizada por el INBA en el marco de los Juegos Olímpicos. En contra de este modelo de exposición al servicio de los intereses del Estado, el SI fue una iniciativa heterogénea, colectiva, interdisciplinaria, con el objetivo de abrir espacios de experimentación para la creación –que incluyó áreas poco exploradas como el cine y la moda–, así como para la gestión y exposición de sus producciones. Un ejemplo emblemático fue el proyecto Moda Sí 70 cuya intención era recaudar fondos para la realización de la exposición del Salón Independiente de aquel año. La idea era organizar un gran desfile de modas, “un espectáculo pop”, a manera de happening, bajo la dirección de Juan José Gurrola, Carlos Monsiváis y Alejandro Jodorowsky. Las modelos mostrarían los audaces diseños de artistas como José Luis Cuevas, Vicente Rojo, Kasuya Sakai, Helen Escobedo, Marta Palau, Francisco Icaza, Manuel Felguérez, Juan García Ponce y Lilia Carrillo, entre otros (García, 2018). Aunque el proyecto no llegó a concretarse, precisamente por falta de recursos, quedaron los bocetos como testimonio de las creaciones corporales proyectadas, la mayoría de ellas con elementos futuristas, con toques espaciales a lo Pierre Cardin; diseños que recobraron vigencia frente al escenario de la reciente pandemia; algunas otras abordaron temas abiertamente políticos en vestidos que encarnaban la inoperancia de las instituciones, mediante referentes visuales retomados de la cultura visual internacional, como el cine y la televisión.

Créditos: Manuel Felguérez, Sin título (Boceto para desfile de modas), 1969

El lenguaje efímero de la moda, su capacidad de transformación e innovación era un medio idóneo para desmarcarse de la tutela de las instituciones culturales mexicanas y del relato identitario nacional en busca de espacios de libertad y autogestión. Sin duda, estas propuestas tuvieron continuidad a lo largo de la década en las propuestas de la llamada generación de Los Grupos.

Paralelamente, pero del otro lado de la frontera, el grupo ASCO (1972-1987) hizo un interesante uso de los lenguajes de la moda. Integrado por Patssy Valdez, Harry Gamboa, Jr. Gronk y Willie F. Herrón III, trabajaron en el este de la ciudad de los Ángeles, California, en el contexto de las luchas por los derechos civiles de los chicanos, aunque no compartían las definiciones culturales y estéticas de autenticidad que estos movimientos reivindicativos enarbolaban; ASCO comenzó utilizando el performance y el grafiti a modo de guerrilla pública (Chavoya y González, 2011). Desde sus inicios, el grupo se interesó por una exploración intermedia que buscaba transgredir los lenguajes artísticos, así como las limitaciones de los estereotipos y prejuicios que enfrentaban en su vida cotidiana.3

La producción de ASCO se enfocó sobre todo en prácticas efímeras que incluían derivas, performance, happenings y otras piezas multimedia, en las que sus cuerpos-vestidos en transformación constante eran el centro de la obra. Por ejemplo, en las llamadas No movies, fotografías, diapositivas, carteles o cuadernos de dibujo, los miembros del grupo se apropiaban del glamour y de la estética del cine clásico hollywoodense y se convertían en una especie de Chicano Stars que encarnaban dichos estereotipos deformándolos de manera deliberada, al incorporar estrategias culturales chicanas, como referencias a los pachucos y a la aún más transgresora figura femenina de la pachuca, sin entrar en los discursos y referentes obvios utilizados por los movimientos chicanos de la época.

Como argumenta Amelia Jones, no eran una simple negación vanguardista a la industria cinematográfica: eran también un gesto de afirmación. Las acciones de ASCO se presentan como testimonios de identidades emergentes, que al autorrepresentarse se colocan como productores culturales y agentes históricos. Valdez comenta al respecto cómo al elegir un personaje y confeccionar una indumentaria para transformar su identidad, ella proyectaba sus fantasías, aquellos roles que en la vida real le estaban vedados:

“Tenía muchas ganas de gritarle al mundo que los latinos somos todas estas cosas diferentes, así que, de alguna manera, cuando miro a la cámara te estaba desafiando, desafiando al mundo, ese era el sentimiento que tenía…”.

La posibilidad de apropiarse de la representación, de ser sujeto y objeto al mismo tiempo, de narrar la propia historia permite observar desde una perspectiva crítica las maneras en que se experimenta el cuerpo, en particular, el cuerpo femenino, que había sido el objeto por excelencia de la representación artística. El arte feminista emergió entonces como una invitación a deconstruir lo culturalmente construido para crear otras visualidades y ampliar el repertorio de representación.

Cuerpo-vestido de mujer

En los años setenta muchas artistas reconocieron el canon del arte como una estructura de exclusión y subordinación, como una estrategia discursiva en la producción y reproducción de la diferencia sexual; cuestionaron las nociones de individualidad y genialidad artísticas para propiciar experiencias colectivas que reconocían la relevancia de las vivencias personales y su carácter político en contraposición a la supuesta existencia del arte como expresión universal y neutra. Propusieron prácticas artísticas que revaloraban técnicas anteriormente consideradas dentro del ámbito de la artesanía o las artes aplicadas por su asociación con lo utilitario, lo doméstico o lo privado, en donde estaban ubicados componentes sociales hasta entonces invisibles en la Historia del Arte con mayúsculas: lo híbrido, lo impuro, lo indígena, lo negro, lo no-occidental y, por supuesto, lo femenino. El bordado, el tejido, la confección y una multitud de nuevos materiales no convencionales se incorporaron a la experimentación artística. El trabajo colaborativo y grupal, en oposición a la noción del genio creador, fue otra de las estrategias de estas artistas.4

Un ejemplo fue el proyecto La Fiesta de Quince Años,realizado el 20 de agosto de 1984, bajo la organización de la colectiva Tlacuilas y Retrateras5, con la participación de distintos miembros de la comunidad, desde las y los vecinos del barrio, artistas mujeres y varones, feministas y no feministas, otros colectivos de arte feministas como Polvo de Gallina Negra y Bio-Arte, hasta críticos y medios de comunicación. La intención de este suceso era invitar a la reflexión sobre los rituales productores y reguladores del género. La fiesta de 15 años es un acontecimiento de gran importancia familiar y social dentro de la sociedad mexicana, cuyo origen está en el ritual de tránsito de la infancia hacia la pubertad, asociado con el intercambio o el tráfico de mujeres en edad reproductiva. El “festejo” tuvo lugar en la Academia de San Carlos y consistió en la bajada de las escaleras de las damas, el baile con los chambelanes y la presentación de la dama en sociedad. Como comenta Mónica Mayer, hasta la escultura de la Victoria de Samotracia de la entrada recibía a los invitados ataviada como quinceañera “entre nubes de hielo seco” (2004, p. 30).

El vestido en este tipo de rituales opera como elemento de distinción que inviste a la muchacha festejada con una serie de cualidades y atributos alusivos a su “recién adquirida” disponibilidad sexual, sus capacidades para la reproducción y para cumplir con sus deberes como madres y esposas. El padre, por su parte, cumple con el papel de presentar y promover a la hija ahora lista para entrar al mercado de la carne, como lo refería visualmente el performance realizado por Robbin Luccini, María Guerra y Eloy Tarcisio al final del evento, ataviados con bistecs (no, Lady Gaga no fue la primera…) (Antivilo). El cortejo de las damas de honor, todas ellas artistas, fue una lúdica pasarela de inverosímiles vestidos que señalaban de manera humorística dichos simbolismos: una de ellas incluyó un cinturón de castidad como parte de su atuendo; otra llevaba la crinolina por fuera, y la otra llevaba el vestido estampado con huellas de manos. El sentido del humor, la ironía y el sarcasmo fueron estrategias recurrentes que permitían a las artistas reírse hasta de ellas mismas al replicar los comportamientos cotidianos y, mediante la parodia y la broma, hacer visibles las conductas machistas aceptadas y naturalizadas socialmente.6

Por su parte, la cantante y performer Astrid Hadad recurrió también a la sátira en la confección de sus extraordinarios trajes. Su carrera profesional comenzó en la década de los ochenta dentro del grupo de Jesusa Rodríguez; pronto comenzó a desarrollar un estilo personal, enfocado en la reconfiguración de la iconografía de la llamada cultura popular mexicana desde el cabaret político. Mediante la articulación de la música y el vestido, Hadad juega con los mitos que sirven como columna vertebral a los discursos identitarios en México, desmonta símbolos de la historia nacional y remueve estereotipos de todo tipo (la mujer golpeada, la pecadora, la santa, la madre sufrida, el charro, la tequilera, entre muchos otros), para dejar al descubierto las contradicciones: experiencias de corrupción, machismo, pobreza y desigualdad social.

Un ejemplo que permite entender su ingenioso y provocador estilo fue su show Heavy Nopal, escenificado entre 1990 y 1993, en donde elementos icónicos como el nopal, la pirámide o la imagen de la virgen se entremezclan con armas y objetos de “fayuca” para conformar sus complejos atuendos, los cuales reconfiguran su cuerpo y lo transforman en un altar móvil, un escenario humano, la ciudad enmarañada: un territorio de disputa, una puesta en escena de esa sociedad mexicana “moderna” que se venía gestando durante la década de los ochenta que suspiraba por los objetos “Made in USA” al tiempo que se complacía en su arraigo ciertas costumbres y tradiciones, entre devaluaciones y la expansión de los medios masivos de comunicación.

Identidades en tránsito

A finales de la década de los ochenta, el avance de los medios masivos –que creaban la ilusión de mostrarlo todo al tiempo que negaban la visibilidad a ciertos agentes sociales– y la utopía inconclusa de la modernidad, con la anhelada promesa de desarrollo que se abría ante la entrada del país a las economías del libre mercado, delineaban el paisaje. En el arte, las estrategias de representación se centraron en el cuerpo como soporte y como espacio de inscripción; se trataba de una mirada nueva, en donde los límites se flexibilizan: un cuerpo en tránsito marcado por las huellas del sismo del 85 y el SIDA; un cuerpo autobiográfico, situado, orgánico, pero también semiótico, construido, posthumano, abyecto. Un cuerpo en donde la noción de frontera deja de ser límite para convertirse en desterritorialización, apertura, espacio para la experimentación.

Los confines entre el cuerpo-vestido y el entorno que habita se diluyen también. El vestido ya no es solo esa cubierta suave de tela, el cuerpo se cubre de sus propias excrecencias, se expande a través de extensiones tecnológicas, se funde con otros cuerpos, se eleva en un conjuro ritual. Un ejemplo es el trabajo de Paula Santiago, quien utiliza su propio cuerpo como materia prima para la conformación de su obra: materiales orgánicos como el papel arroz y la cera se mezclan con fluidos corporales; sus cabellos y su propia sangre sirven como hilo unificador de narrativas interiores. Lo cotidiano y lo íntimo, materializados en sus vestidos frágiles y etéreos, quedan expuestos; el cuerpo se entreteje con el paisaje, pero no cae en la metáfora esencialista de la mujer naturaleza, sino que excava más profundo, aludiendo a la dimensión ritual que sirve como núcleo de las identidades que transitamos.

Numerosos artistas incorporaron el vestir en su práctica en esta época, a partir de estrategias y perspectivas muy diversas: las cubiertas simbólicas de Marcos Kurtycz; las extensiones corporales posthumanas de Martin Rentería; Gustavo Prado y su finado alter ego travestido Aurora Boreal; Laura García, con diseños que configuraban al cuerpo femenino desde una estética del desecho; Katnira Bello, quien usó el vestido como detonador de la memoria, y el multifacético Guillermo Gómez Peña, quien a través de prendas y objetos desarrolló una serie de personajes híbridos, en donde entretejía todo tipo de estereotipos de lo femenino y lo masculino, tecnología y tradición, lo mexicano y lo gringo, por mencionar algunas de estas experimentaciones. 

Durante la década de los noventa, las acciones y performances fueron ocasión de fértiles intercambios entre moda y arte que se llevaban a cabo en tomas callejeras artísticas, espacios alternativos y antros, y, poco a poco, se fueron desplazando a espacios culturales institucionales, como el Museo Carrillo Gil, el Museo del Chopo y el Ex Teresa. Se realizaron varias pasarelas de “moda alternativa” que estimularon reflexión sobre el cuerpo-vestido y sus posibilidades. En 1996, por ejemplo, Lorena Wolffer organizó la pasarela Modas bordadas de sueños modernos en Ex Teresa; destacaron las pasarelas organizadas por Cristina Faesler en el marco del Festival del Centro Histórico de la Ciudad de México: 1997 en el Teatro Metropolitan, “Modas terminales, ojales apocalípticos o los dobladillos del caos” y en 1998 “Modas de Juguete. De hilvanado nacional y corte universal… o lo que es lo mismo… tengo una muñeca vestida de azul” en la Universidad del Claustro de Sor Juana, las cuales convocaron tanto artistas visuales de distintas generaciones –como Maris Bustamante, Martín Rentería o Laura García Franco–, como a diseñadores de moda, como Cynthia Gómez o las hermanas Julia y Renata Franco en un espacio de colaboración y experimentación (Prado y Andonella, 2017). Estas experiencias sirvieron como antecedente de nuevas propuestas como el Festival Modales, organizado por Pancho López en el Museo del Chopo en 2002, así como de otras propuestas desde el ámbito académico.

Un gran número de mujeres artistas hicieron su aparición, determinadas a hacerse escuchar. Los feminismos de esta época eran diferentes a los de los setenta, siendo ahora la consigna el derecho a la diversidad. El vestido fue una herramienta útil para señalar cuestiones relacionadas con las reivindicaciones étnicas, sexuales y políticas que se estaban dando en otros campos, así como para la incorporación de experiencias personales.

Destaca el trabajo de Lorena Wolffer, quien desde entonces aborda temáticas de violencia de género. En varias piezas presentadas durante la década de los noventa se apropió de los dispositivos de difusión de la moda para visibilizar la intersección de opresiones de género, racialización y clase social. Por ejemplo, en el performance If she is Mexico, who beat her up? utiliza el dispositivo del desfile de moda para plantear una analogía entre el cuerpo femenino, su propio cuerpo y la situación nacional. La artista aparecía sobre una pasarela ataviada con prendas sensuales y llamativas de los colores de la bandera nacional, modelando no sólo los vestidos, sino las marcas de heridas y golpes en su piel, en alusión a la ficción de salud y belleza con que se mostraba un país sistemáticamente golpeado y abusado.7 Otra pieza que llama la atención fue la serie Soy totalmente de hierro, en alusión a la famosa campaña publicitaria de la tienda departamental. Consistía en una serie de fotomontajes diseñados a partir de los formatos publicitarios, que en 1999 aparecieron como anuncios espectaculares por toda la ciudad, lo que le permitió salir de los canales dedicados al arte para alcanzar a un público masivo.

Por su parte, el artista originario de la ciudad de Querétaro, Valerio Gámez, utiliza el dispositivo de la moda y sus medios de exhibición y promoción para articular elementos que parecieran contraponerse: modernidad y tradición. En su trabajo, los arquetipos religiosos coexisten con el glamour de los reflectores; moda y religión, ambos elementos estridentes a los ojos del artista por la forma en que son consumidos por las masas con una fe absoluta. En Tendencias Guadalupanas (1999-2000) presentó una colección basada en los atributos iconográficos de la Virgen de Guadalupe, que orquestaba de manera lúdica los estereotipos aportados por la industria de la moda en la forma de hacer y la utilización de recursos estéticos con una serie de elementos asociados con la identidad religiosa y nacional.

Créditos: «Guadalupapi». Proyecto Tendencias guadalupanas, Valerio Gámez, 2000.

La imagen de la virgen de Guadalupe y sus atributos habían sido utilizados dentro del arte contemporáneo para trastocar los símbolos identitarios. Un ejemplo emblemático es el de Guadalupe Series de 1978 de la artista chicana Yolanda López, en donde ella misma aparecía autorrepresentada con el vestido rosa y el manto de estrellas, calzando unos tenis, en plena carrera, cuestionando el modelo femenino impuesto sobre las mujeres chicanas.8

En el caso de Gámez, resulta interesante que los atributos de La Guadalupana, figura materna por excelencia de los mexicanos, símbolo de una feminidad inmaculada, etérea, sacrificada, benefactora inagotable fueron utilizados para confeccionar prendas que no estaban destinadas exclusivamente para el cuerpo femenino, de hecho, en su mayoría son para varones. No obstante, la figura masculina que se presenta está muy alejada del estereotipo identitario del macho mexicano “feo, fuerte y formal”, para mostrar una imagen que se coloca en un lugar de ambigüedad sexual, en donde el travestismo opera como un elemento desestabilizador, de irrupción sexual y política: un lugar de visibilización y reivindicación de la diferencia que deja al descubierto la construcción y la simulación que supone lo femenino.9

A lo largo de este escrito he revisado algunas experiencias que sirven como muestra de las múltiples maneras en que el vestir operaba como práctica artística a finales del siglo pasado, a través de las cuales es posible vislumbrar los antecedentes de muchas de las exploraciones corporales presentes en los campos de las artes y la moda contemporánea.

El cuerpo-vestido es un espacio fronterizo cuyo carácter procesual lo mantiene inaprehensible, imposible de fijar en una sola faceta, evidenciando que la identidad es un vehículo inestable. Por esta razón, el vestir ha desbordado su función como práctica corporal en el plano de lo social, para convertirse también en una práctica artística. Desde los repertorios expresivos desplegados en la década de los sesenta, cuyo sentido crítico se hacía manifiesto en la selección de técnicas y materiales, el planteamiento de temáticas y la integración de nuevos marcos conceptuales, se reconoce el potencial del vestir, es decir, la acción de articular una serie de prendas u objetos sobre el cuerpo, como transmisor de saberes, de memoria, de identidades. Los y las artistas exploradas utilizan el vestir como un lenguaje, es decir, como un sistema de signos, a través del cual presentan tipos o situaciones estereotípicas para generar distorsiones, irrupciones, rupturas con los modelos de representación convencionales. En las experiencias revisadas el cuerpo-vestido aparece atravesado por perspectivas territoriales, culturales, religiosas, sociales, étnicas y raciales que visibilizan los “efectos-de-representación” con los cuales los discursos hegemónicos intentan naturalizar y fijar ciertas relaciones de poder y privilegios, monopolizando el derecho de nombrar, clasificar e identificar. A través del vestir las y los artistas vierten su subjetividad: lo que padecen y lo que desean, más allá de los roles y las posiciones sociales que ocupan.

Estos ejemplos revelan al vestir como un elemento multifacético, de gran riqueza poética y enunciativa dentro de la práctica artística. Su cualidad performática y su fuerza expresiva, pero, sobre todo, su carácter paradójico y ambiguo lo convierten en frontera o margen que dibuja los contornos del cuerpo, estableciendo límites aparentemente claros y definidos; o, al contrario, se vuelve capaz de desdibujarlos y hacer evidente su condición permeable y fluida, al subvertir las normas y expandir los límites de lo posible.


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Entrevistas

Entrevista con Karen Cordero, 27 de mayo de 2013.

Entrevista con Patssy Valdez, 3 de julio de 2013.

Entrevista con Laura García Franco, 2 de agosto de 2020.


  1. [i] En México, algunos ejemplos emblemáticos de estas relaciones entre moda y arte durante el siglo XX son los vestuarios e ilustraciones de Roberto Montenegro, Miguel Covarrubias y Ernesto “Chango” García Cabral, los looks y la performance de Frida Kahlo, los cómics y diseños de Javier Valdiosera y un largo etcétera. ↩︎
  2. [i] Al vestir transformamos nuestro cuerpo en una superficie apropiada para inscribir señales que funcionan como formas de clasificación que nos vuelven legibles en la vida social (por ejemplo, posición familiar, rango social, género, etnicidad, religión, edad y un largo etcétera). Como segunda piel, el vestido asumió la tarea de establecer dichas fronteras para separar al cuerpo de lo considerado impuro, inmoral, “otro”.
      ↩︎
  3. El nombre de ASCO fue acuñado en 1974 por ser, de acuerdo con Gronk, “la [re]acción general ante el trabajo que hacemos, cuando empezamos por primera vez a hacer piezas, la gente decía, refiriéndose a ellas, que les daba ‘UuHllhh!’ asco”. Con esta postura, el grupo subrayaba la violencia y el rechazo que vivían, pero no se asumían como víctimas, sino que le daban un giro, lo incorporaban a su proceso creativo para generar tensión entre lo brillante y lo revulsivo de la sociedad. Op. Cit., 37 ↩︎
  4. Araceli Barbosa señala que en México el fenómeno del arte feminista grupal fue resultado, por un lado, del “proceso crítico cultural, abierto por el movimiento de liberación de la mujer y su influencia sobre algunas artistas; por otro, del curso de arte feminista (1982-1984) impartido por Mónica Mayer en la Academia de San Carlos (ENAP-UNAM)”, a su regreso de Los Angeles, California, del posgrado en el Feminist Studio Workshop en el Woman’s Building. Araceli Barbosa, Arte feminista en los ochenta en México. Una perspectiva de género (Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 2008), 100. ↩︎
  5. Esta colectiva estaba integrada por Ana Victoria Jiménez, Karen Cordero, Nicola Coleby, Patricia Torres, Elizabeth Valenzuela, Lorena Loaiza, Ruth Albores, Consuelo Almeida y Marcela Ramírez. ↩︎
  6. He seleccionado este ejemplo por la resonancia que tuvo en su momento, el carácter mítico que ha adquirido y porque involucra a numerosas artistas; sin embargo, vale la pena mencionar de manera especial el trabajo de artistas como Maris Bustamante, Lourdes Grobet, Eugenia Vargas, entre otras, quienes incorporaron el vestir de manera recurrente en su práctica. ↩︎
  7. Otros ejemplos fueron The Fashion Show Residency, acción presentada en San Francisco y Canadá, en 1999; 1-800-liposuction, presentada también en San Francisco. ↩︎
  8. Las referencias guadalupanas son innumerables en el arte contemporáneo mexicano. Por mencionar algunas: la performancera Elizabeth Romero, quien se tatuó la imagen de la virgen en la espalda o la artista queer chicana Alma López con su obra Our Lady (2001), presentada en distintos medios. ↩︎
  9. Esta colección presentada a través de fotografías de moda y pasarelas precedió la obra la colección “Moda dolorosa” (2002), incluida en el catálogo “Católica Industry” (2007) y en una exposición en Casa Vecina, en donde se borraban las distinciones entre la galería y la boutique. ↩︎
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Las fotografías de Mário de Andrade en bata

Por: Carolina Casarin

Traducción: Laura Biagini Calvo

En este artículo –con traducción exclusiva para el dossier «Arte y moda en América Latina» de revista Transas1–, la investigadora brasileña Carolina Casarin analiza las fotografías de Mário de Andrade vestido con una bata y analiza los regímenes de visibilidad de la imagen del escritor proyectadas en esas fotos.


“Cuando estimamos que una fotografía es significativa, le estamos atribuyendo un pasado y un futuro”

(John Berger, 2017)

 

A Mário de Andrade le gustaban las fotografías. Le gustaba fotografiar y, al parecer, también le gustaba ser fotografiado. En el Archivo del IEB existe un conjunto de fotografías en las que Mário aparece vistiendo un robe de chambre2 encima de otra prenda hogareña, probablemente un pijama. Esas fotografías, fechadas en 1938, están documentadas como “retratos de Mário de Andrade” y recibieron el título “Lote Mário de Andrade em casa”. Según información contenida en los documentos relacionados, son “seis fotos que retratan a Mário de Andrade en su casa, en la calle Lopes Chaves, nº 546, Barra Funda, São Paulo. Fecha establecida a partir del cuadro A colona, que aparece en una de las fotos”. Todas son en blanco y negro y de tamaño cuadrado de 5,5 cm x 5,5 cm.

El “Lote Mário de Andrade em casa” incluye siete registros fotográficos diferentes. En ellos, Mário aparece en bata en casa, y está siempre en acción. Toca el armonio, sostiene un libro o una partitura, fuma en el sillón, lee sentado en el escritorio. En las escenas fotografiadas, el intelectual está solo, rodeado de obras de arte, libros, objetos de estudio y trabajo. Vestido con una bata que, imagino, fue diseñada por él, como indica el boceto hecho por Mário de Andrade y guardado en su documentación personal en el Archivo del IEB. En el modelo bosquejado por Mário (Figura 1), hay especificaciones de tejido, raso (“satin brillant”), detalles (“el cinto es de satin brillant por dentro y con ribetes por fuera”) y acabados (“los rayones de tinta son costuras que aparecen”).

Figura 1 – Modelo de bata; boceto con explicaciones sobre el tejido y el modelo, s. l., s. d.  Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-DP-096

Si bien el catálogo del IEB informa que las fotografías fueron realizadas en la casa de Mário de Andrade en la calle Lopes Chaves, en San Pablo, en 1938, esas imágenes fueron reproducidas en diversas publicaciones que indican otras ubicaciones y fechas3. Además, por el análisis de su ropa, de los gestos y de los objetos que lo rodean, vemos que otras fotografías fueron tomadas en la misma ocasión, pertenecen a la misma sesión fotográfica, pero no están incluidas en el “Lote Mário de Andrade em casa”.

Por ejemplo, la foto que muestra al autor de Paulicéia Desvairada sentado en el suelo con un libro en su regazo, al lado de una estantería baja junto a una ventana (Figura 2), fue reproducida en su fotobiografía, A imagem de Mário, cuya introducción es de Telê Ancona Lopez y el texto crítico de Ferreira Gullar4, acompañada por la nota “Mário en su casa, 1935 (?)” (Andrade, 1998, p. 119). Esta imagen también aparece en el libro de correspondencia Pio & Mário: diálogo da vida inteira (Andrade; Corrêa, 2009), con trazos biográficos, firmado por Antonio Cándido y con introducción de Gilda de Mello e Souza, con la leyenda “Mário de Andrade en su casa, entre los cuadros y objetos de valor artístico que adquirió en el transcurso de su vida, a pesar de haber sido siempre un hombre de recursos financieros escasos. Rio de Janeiro, 1938” (Andrade; Corrêa, 2009, p. 316).

Figura 2 – Mário de Andrade en su casa, leyendo, sentado en el suelo, s. l. [1938]. Archivo IEB/ USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1869.

Otro ejemplo, la fotografía de Mário de Andrade vestido con una bata y recostado en el sillón con un cigarrillo en la boca (Figura 3) aparece en el catálogo de la exposición “Eu sou trezentos, sou trezentos-e-cincoenta”, uma “autobiografia” de Mário de Andrade, realizada en el Centro Cultural São Paulo en 1992, con la leyenda “Rio de Janeiro, 1938”. Esta foto también fue reproducida en la fotobiografía A imagem de Mário, acompañada del texto “Mário en su estudio con muebles diseñados por él, 1935” (Andrade, 1998, p. 48).

Figura 3 – Mário de Andrade en su casa, leyendo en el diván. Arriba y al fondo, en la pared, un cuadro de Tarsila do Amaral, s.l. [1938]. Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1871.

De las fotografías que no se encuentran en el “Lote Mário de Andrade em casa” y fueron reproducidas en estas publicaciones, llaman la atención aquellas que muestran al poeta sosteniendo un crucifijo. Es una escultura de marfil con detalles policromados, un Cristo agonizante, cuyo naturalismo “se expresa por la tensión del pecho (de quien contiene la respiración), costillas marcadas, venas en los brazos y por la acentuación de las heridas, esculpidas y pintadas de rojo” (Batista, 2004, p. 102)5. En esas fotos, son visibles también un oratorio, una escultura de madera del torso de Cristo atado a la columna para su flagelación (Batista, 2004, p. 124) y dos pinturas: el retrato de São João Evangelista, que data del siglo XVIII (Batista, 2004, p. 94), y Descida da cruz, de Antônio Gomide, óleo de 1923 (Batista; Lima, 1998, p. 102).

Son cuatro tomas diferentes, pero que presentan poses parecidas (Mário de Andrade en bata, de pie), y ninguna de ellas está en el lote de fotos de Mário en su casa. En aquella que llamo Toma 1, el poeta, con la cabeza gacha (el mentón pegado al pecho), mira fijamente al Cristo suplicante que aferra. Al fondo, desenfocado, el oratorio. Esa imagen fue reproducida sin leyenda en tamaño grande, ocupando todo el espacio de la página, en el catálogo de la exposición 100 obras-primas da Coleção Mário de Andrade: pintura e escultura, realizada por su centenario en el Instituto de Estudos Brasileiros (Mário faz 100 anos, 1993, p. 13). Muy parecida con Toma 1, la foto de Toma 2 también muestra a Mário mirando atentamente el crucifijo en sus manos, pero, al fondo, junto al oratorio, se ve el torso de Cristo flagelado, con sus perturbadores ojos de vidrio. Esa foto aparece en A imagem de Mário, acompañada de la leyenda “Mário y piezas del imaginario religioso, católico, 1935 (?)” (Andrade, 1998, p. 120), y también fue publicada en el volumen que contiene los objetos de la colección Mário de Andrade: religião e magia, música e dança, cotidiano, organizado por Marta Rosetti Batista. En ese catálogo, debajo de la imagen de Toma 2 dice: “Mário de Andrade examinando piezas de su colección, principio de los años 40” (Batista, 2004, p. 22).

En el mismo volumen de la colección Religião e Magia…, en la página de al lado, fue publicada en tamaño grande otra fotografía de Mário sosteniendo el mismo crucifijo, Toma 3, junto a la leyenda “Mário de Andrade con piezas de su colección, principio de los años 40” (Batista, 2004, p. 23). En esa ocasión, él no se enfrenta a su Cristo agonizante. Mira en diagonal y tiene la otra mano metida en el bolsillo de la bata (como, de hecho, la figura humana vestida de bata en el boceto dibujado por Mário). Esa foto fue reproducida en Pio & Mário con la indicación “Mário de Andrade en casa. Rio de Janeiro, 1938” (Andrade; Corrêa, 2009, p. 318). Es también en este libro que se encuentra la foto de Toma 4, que muestra a Mário con un codo apoyado en la cómoda que sostiene el oratorio y el torso de Cristo atado a la columna. Detrás del poeta, la pintura religiosa de Antônio Gomide. La leyenda de la imagen indica que la fotografía fue realizada en Rio de Janeiro, en 1938 (Andrade, 2009, p. 316).

*

En total, conté 15 poses de Mário de Andrade vestido con bata en su casa (¿en la calle Lopes Chaves, en São Paulo, o en Santo Amaro, en Rio de Janeiro?), en siete escenarios diferentes. Es interesante observar cómo es fotografiado en acción: Mário toca el armonio, Mário lee, Mário fuma, Mário trabaja, exhibe sus obras de arte, sus objetos de trabajo y de uso cotidiano. Se trata de una sesión fotográfica, y es evidente que las escenas fueron dirigidas (¿por quién?). Vemos partituras, libros, cuadros, esculturas, papeles, el armonio, su escritorio, estanterías, el sillón y, claro, ceniceros. “Detesto tirar cenizas en el piso”, dijo Mário, cierta vez, “tengo cerca de 30 ceniceros en mi estudio y en cada uno de los sillones, diseñados por mí, hay un cenicero incrustado. Tiro, sin embargo, cenizas en las pieles de jaguar que traje de mis viajes, porque eso les hace bien” (apud Amaral, 2006, p. 37).

Escenario 1: Mário de Andrade toca el armonio

Se conocen dos fotografías de Mário sentado frente al armonio, con las manos posadas sobre el teclado. Hay cuadernos de partituras a la vista, pero da la impresión de que él está representando la acción de tocar el instrumento más que efectivamente ejecutando una pieza musical. Solamente una de esas fotografías forma parte del “Lote Mário de Andrade em casa”, el documento MA-F-1868 (Figura 4). Mário, con el cuerpo ante el armonio, tiene las dos manos apoyadas en el teclado y mira de reojo a la cámara fotográfica. Esta foto fue reproducida en tamaño grande en el libro A imagem de Mário, ocupando una doble página (Andrade, 1998, p. 122-123). En la otra pose, fotografiada en el mismo escenario, también publicada en su fotobiografía (Andrade, 1998, p. 118), el intelectual tiene una mano apoyada en el instrumento (apretando levemente una tecla con un dedo) y, con la otra, aferra el brazo de la silla en donde está sentado. Nuevamente, no gira enteramente hacia la cámara. Su mirada acompaña el cuerpo, en diagonal. En esta imagen es posible ver con claridad el cuello de raso de la bata, como indica el boceto dibujado por él, y las finas rayas del tejido, que probablemente era terciopelo de seda.

Figura 4 – Mário de Andrade en su casa, tocando el armonio, s. l. [1938]. Archivo IEB/USP,  Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1868.

Escenario 2: Mário de Andrade sentado en el suelo, próximo a una estantería de libros.

Mário está sentado en el suelo con las piernas cruzadas, junto a una estantería baja. Sostiene un libro voluminoso, que está abierto. Se conocen dos poses en este escenario. Mário mira a la cámara, espontáneo y sonriente (Figura 2), y una fotografía publicada en A imagem de Mário (Andrade, 1998, p. 116), que lo captó de lado. La boca cerrada destaca en el maxilar prominente. Encima de la estantería, vemos esculturas de madera. Cabeça de negro, de Ricardo Cipicchia (Batista; Lima, 1998, p. 55); la representación de un Oxê (u Oxé) de Xangô, o doble hacha de Xangô (Batista, 2004, p. 236); un exvoto de cabeza masculina geometrizada (Batista, 2004, p. 260).

Escenario 3: Mário de Andrade en el sillón

Es la famosa fotografía de Mário de Andrade recostado en el sillón, con el cigarrillo en la boca (Figura 3). Sostiene una revista abierta y la mira atentamente, como si estuviera leyendo. Sobre el sillón, un cenicero y dos almohadas, y, encima, la pintura O mamoeiro, de Tarsila do Amaral, de 1925 (Batista; Lima, 1998, p. 14). Es la única imagen en la que vemos completamente su cuerpo, lo que permite una visión privilegiada de su apariencia. Los detalles de raso de la bata, en el cuello, en los bolsillos, en los puños. Y también su gran longitud, llegando a los tobillos. Mário lleva un pañuelo en el bolsillo superior de la bata y medias en los pies.

Escenario 4: Mário de Andrade sentado en su escritorio

Fue posible juntar las cuatro poses diferentes de Mário trabajando, sentado en el escritorio. En una de las fotografías (Figura 5), el intelectual sostiene un cigarrillo en una de las manos y con la otra apoya un libro, que lee. Encima de la mesa, papeles, objetos de trabajo. Al fondo, en el ángulo superior izquierdo, vemos un pedazo del retrato de Mário hecho por Lasar Segull en 1927 (Batista; Lima, 1998, p. 214). Esta es una imagen bastante difundida de Mário de Andrade, y en el volumen de la correspondencia Pio & Mário aparece con el comentario de que fue hecha en Rio de Janeiro, en 1938 (Andrade, 2009, p. 318). Según el Catálogo Electrónico del IEB, un duplicado de esta foto fue recortado [se recortó la parte superior] y pegado en cartón, preparado para ser impreso en la Livraria Martins Editorial, São Paulo”.

Figura 5 Mário de Andrade en su casa, en el escritorio, leyendo, s. l. [1938]. Archivo IEB/ USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1872.

En otra pose (Figura 6), tenemos la visión de un ángulo diferente de Mário de Andrade sentado en el escritorio. Esta vez, sostiene un libro con ambas manos y mira, compenetrado, las páginas. En esta otra perspectiva del escritor en su ambiente de trabajo, se destaca la pintura A colona, de Candido Portinari, de 1935 (Batista; Lima, 1998, p. 179). Llama la atención también otra escultura de madera que representa el Oxê de Xangô (Batista, 2004, p. 238), apoyada sobre una pila de papeles.

Nuevamente con el cigarrillo en la boca, sentado en el escritorio con los codos apoyados en la mesa, Mário aparece en una tercera pose en este escenario, en una fotografía reproducida en el libro A imagem de Mário (Andrade, 1998, p. 115), y que no consta en el “Lote Mário de Andrade em casa”. El objeto más visible en esta foto, publicada en dimensiones reducidas, es el papel secante. La leyenda dice “Mário en su estudio, 1935 (?)”. El lienzo de Portinari, de grandes proporciones (97 cm x 130 cm), parece ser el personaje principal de la cuarta pose fotografiada en este escenario, tan importante para la construcción de la figura del intelectual. Es una fotografía muy similar a la Figura 6, con una leve diferencia en el ángulo de la toma. La foto fue publicada en Pio & Mário (Andrade; Corrêa, 2009, p. 315) y no pertenece al “Lote Mário de Andrade em casa”. Según la información iconográfica del libro de correspondencia, está en el Acervo Carlos Augusto de Andrade Camargo, sobrino del autor de Paulicéia Desvairada.

Figura 6 – Mário de Andrade leyendo en su escritorio. Cuadro de Portinari al fondo.  Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1873ª.

Escenario 5: Mário de Andrade sentado en una silla con la escultura de su cabeza en primer plano

La escultura en bronce Retrato de Mário de Andrade, de Joaquim Lopes Figueira, fechada en 1938, aparece desenfocada en primer plano en la pose en la que Mário está sentado en una silla y tiene un libro voluminoso apoyado en sus rodillas –la sombra del poeta emerge entre la escultura y su cuerpo, casi una triple figuración (Figura 7)–. El libro está abierto, y el poeta mira hacia abajo, contemplando una imagen que parece ser la reproducción de una obra de arte. Sus manos tocan las páginas, como si estuviera hojeando el libro. La boca entreabierta esboza apenas una sonrisa. Esta fotografía fue reproducida completa en el catálogo de artes plásticas de la colección Mário de Andrade, y recortada, sin la cabeza en bronce, en el libro A imagem de Mário, acompañada de la leyenda “Mário en el hall de entrada de su casa, 1935 (?)” (Andrade, 1998, p. 121). Esta fue publicada en tamaño grande en los dos volúmenes, ocupando todo el espacio de la página. Como la figura de Mário es aproximada en la fotobiografía, debido al recorte en la imagen, se puede ver con claridad el pañuelo en el bolsillo de la bata.

Figura 7 – Mário de Andrade leyendo. Escultura de la cabeza de Mário de Andrade (hecha en bronce) a la derecha, s. l [1938]. Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia  MA-F-1873b.

Escenario 6: Mário de Andrade de pie, delante de una biblioteca

Frente a una biblioteca alta, Mário sostiene con ambas manos un gran volumen de partituras con la página abierta en la melodía del “Canto de Xangô”. Con el cuerpo volteado hacia la cámara (la parte del cuerpo que tiene el pañuelo en el bolsillo superior de la bata), él gira la cabeza hacia el fotógrafo (o la fotógrafa) y sonríe. Dientes a la vista, ojos pequeños debajo de los anteojos. Es una fotografía en plano americano, la única pose en este escenario (Figura 8), reproducida en A imagem de Mário (Andrade, 1998, p. 117) con la leyenda “Mário en su casa, 1935 (?)”. Al fondo, apoyado sobre la repisa, un bastón antropomorfo, probablemente originario del Congo, etnia Kuyu. “Estas cabezas-bastón –entre otros usos– son empuñadas en las danzas de iniciación, recordando la creación del primer pueblo por el dios serpiente” (Batista, 2004, p. 326).

Figura 8 – Mário de Andrade con un libro en la mano, de pie, junto a la biblioteca, s. l. [1938].  Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1873c.

Escenario 7: Mário de Andrade sostiene un crucifijo junto a un oratorio y obras de arte vinculadas a la religión católica

Se conocen cuatro poses registradas en este escenario, ya analizadas anteriormente.

En enero de 1944, Diretrizes, revista de Política, Economia e Cultura creada por Samuel Wainer, publicó una entrevista de Mário de Andrade hecha por Francisco de Assis Barbosa (1944) que generó gran repercusión. Una fotografía de Mário en bata, al lado de Chico Barbosa, ilustra el reportaje. Podríamos suponer que se trata de una foto tomada en la misma ocasión que las del “Lote Mário de Andrade em casa”. Pero el aspecto físico del poeta es bastante diferente en cada momento, a pesar de que el escenario del retrato es el mismo: su biblioteca. De hecho, fue otra ocasión en la que el intelectual escogió ser fotografiado con la bata.

*

Además de la información que podemos inferir de las imágenes –los escenarios, los objetos, los gestos y la ropa de Mário–, estas fotografías plantean varias preguntas: ¿Por qué fueron tomadas? ¿A pedido de quién? ¿Del propio Mário de Andrade? ¿Quién tomó las fotografías? ¿Para quién? ¿Fueron publicadas? ¿En dónde? ¿Cuándo fueron hechas? ¿Dónde ocurrieron esos registros fotográficos? ¿Por dónde circularon? El hecho es que entre finales de la década de 1930 y su muerte, en febrero de 1945, Mário de Andrade fue fotografiado algunas veces en su casa, vistiendo una bata.

Mário se mudó a Rio de Janeiro en julio de 1938, donde vivió hasta febrero de 1941. “Se instaló en el departamento 46, en el cuarto piso del edificio ‘Minas Gerais’, en la calle Santo Amaro, 5” (Castro, 2016). La duda acerca del lugar de las fotos no es banal. El poeta decide vivir en Rio después de, según sus palabras, haber sido “ser expulsado de mi cargo” (Andrade; Corrêa, 2009, p. 317) en el Departamento de Cultura de la Municipalidad de São Paulo. El intelectual es ascendido al cargo de director del Instituto de Artes y profesor de Historia y Filosofía del Arte de la recién creada Universidade do Distrito Federal (UDF). Su clase inaugural fue la conferencia “El artista y el artesano”.

En una carta escrita al tío Pio desde Rio de Janeiro, fechada el 10 de octubre de 1938, Mário afirma:

“Superaría con facilidad la falta de un hogar. Tengo una energía bien entrenada en corregir saudades y demás penas del corazón. Pero como que extraño a quien solía ser. Mi puesto, al no ser permanente, hace que tenga que ir mudándome lentamente, no puedo traer todo lo que fui juntando, principalmente mis libros, obras de arte y ficheros. Y sin todo eso no soy del todo yo. En este momento soy un ser extraño, como si estuviera bailando sobre la vida, y aunque esté realizando una verdadera vida de profesor universitario, viviendo con los estudiantes, estudiantes pasando todo el día en mi departamento, estudiando mis libros, discutiendo conmigo, etc, la noche cae todos los días sobre la tierra, y cuando estoy solo conmigo mismo, y no me siento completo, y me falta tal libro o tal parte del fichero, o no puedo reconocerme en el pasado en que adquirí tal cuadro, extraño enormemente a quien fui, me siento amputado, sin músculos, intelectualmente anémico, en una convalecencia indefinible, que amenaza durar mucho” (en Andrade; Corrêa, 2009, p. 318).

Como recuerda Moacir Werneck Sodré (2016), uno de los estudiantes que frecuentaba la casa del profesor y luego se convirtió en su amigo, para Mário, “Vivir solo era una emocionante novedad para un solterón empedernido, a pesar de lo mucho que extrañaba a los suyos. Y encima vivir en un departamento, palabra en aquellos años cargada de emanaciones de vicio y misterio”. También según el autor de Exílio no Rio,

“[…] el departamento [de Mário de Andrade en Rio de Janeiro] constaba de recibidor, salón, cuarto, baño y cocina, sin lavadero  ni dependencias de servicio. Ocupaba 65 metros cuadrados. La mayor habitación, dispuesta como living y sala de trabajo, tenía la pared exterior que formaba un semicírculo sobre la esquina”. (Castro, 2016).

El espacio descrito por Moacir Werneck parece exiguo frente al mobiliario, los objetos de arte y los libros que figuran en las fotografías de Mário de Andrade en bata. Sin embargo, Mário llevó a Rio de Janeiro objetos y obras de arte de su predilección. Según Moacir Werneck de Castro, José Bento Faria Farraz, en aquel momento secretario del escritor, enviaba desde São Paulo los pedidos de Mário. Un pijama de seda y los cuadros “que más le gustaban, entre ellos su retrato por Segall, A família do fuzileiro naval, de Guignard, y A colona, de Portinari” (CASTRO, 2016). “Poco a poco”, cuenta Moacir Werneck, “la nueva morada tomaba forma. Al gusto del dueño, que solo sabía vivir en un ambiente con su marca. El confort moderne, como se solía decir, alcanzó un nivel decente con el teléfono y una heladera pequeña, tipo “mascota” (Castro, 2016). Es posible, por lo tanto, que las fotos hayan sido tomadas en la capital fluminense. La fotobiografía de Mário reproduce una nota mecanografiada de Zé Bento Faria Ferraz que enumera “los cuadros y objetos enviados al Prof. Mário de Andrade”, en Rio de Janeiro. La fecha es 24 de agosto de 1938:

7 cuadros

2 estatuas, siendo 1 de bronce y otra de madera

1 docena de vasos de cristal

1 máquina para tomar baños de luz

5 almohadas

1 corta-papel de carey

*

Es también Zé Bento Faria Ferraz quien nos da un testimonio importante sobre la apariencia de Mário de Andrade y la manera en la que se relacionaba con la ropa.

“Yo llegaba temprano a la casa de Mário, a las siete y media. Él ya estaba con aquella bata de seda, azul, muy chic. Toda su ropa era así, refinada. Los zapatos eran hechos a medida, encargados en la casa Guaraní, en la calle XV de Noviembre. Zapatos de punta fina. Él guardaba los zapatos con moldes de madera adentro, para mantener siempre la forma adecuada. Le preocupaba la elegancia y era metódico por excelencia” (Lopez, 2008, p. 65).

Mário de Andrade fue una persona bastante consciente de las reglas de vestimenta de etiqueta. La siguiente declaración, de Gilda de Mello e Souza, da una pista sobre la relación que Mário tenía con los hábitos del vestir6 a los que se sometía.

Ella menciona las chaquetas de seda a rayas, usadas en casa, confeccionadas por la madre de Mário, doña Maria Luísa.

“Y una cosa que me impresionaba –no en esos días–, muchas veces él bajaba con una chaqueta de seda, que mi abuela hacía para él, en general de seda muy bonita, a rayas, que se ponía en vez de la chaqueta. Cuando llegaba del conservatorio, se sacaba la chaqueta diaria y tomaba una chaqueta de esas de seda. Y, a veces, tenía una de repuesto para la visita. Me acuerdo perfectamente de una noche en que Manuel Bandeira cenó allí en su casa, una noche muy calurosa, y él lo instó a sacarse el abrigo, subió y trajo una chaqueta de seda para él. Y a Manuel le pareció divertidísimo llevar aquella chaqueta de seda. Este es el recuerdo que guardo de él dentro de su casa (Souza, 2014, p. 199).

Sin ser exactamente una bata, la chaqueta de seda rayada usada en casa es un tipo de vestimenta hogareña que, por un lado, es más adecuada al clima tropical y, por eso, más confortable. Por otro lado, la chaqueta de seda rayada que Mário le presta a su amigo íntimo Manuel Bandeira para que use es un traje que funciona como una mediación entre los ámbitos público y privado. Sin que fuese necesario quedarse en mangas de camisa, ni que los hombres se vean obligados a llevar chaqueta en casa (a causa del calor), la chaqueta hogareña denota la conciencia que Mário de Andrade tenía respecto de cierta formalidad en los modos de vestir.

Además, son frecuentes los testimonios que hablan sobre su elegancia. Maria Rossa Oliver, escritora argentina, que estuvo con el poeta en 1942, así lo describe:

“Mário de Andrade aparentaba entonces unos cincuenta años. Alto, delgado, tenía esa agilidad un poco desgarbada a la que le sentaba tan bien la ropa de buen corte. Incluso entre los hombres mejor vestidos de Londres o de Roma, Mário de Andrade habría destacado por su elegancia. Su distinción física era reflejo de su distinción moral. De tez pálida, cabello lacio, castaño claro, con ojos pequeños que miraban con serena vivacidad a través de los anteojos de montura de carey, en su rostro alargado, de frente amplia, la nariz un tanto ancha, los labios carnosos y la mandíbula pesada denotaban ascendencia de tierras cálidas. De gestos cuidados, hablaba con simpleza” (apud Amaral, 2006, p. 40).

Al ser consultado por Maria Rosa Oliver, que estaba de paso por Brasil, camino a los Estados Unidos, “si ya había estado o si pensaba visitar ese país”, Mário de Andrade dice: “Dos veces me invitaron a ir y con condiciones muy generosas. No acepté. ¿Vos no sabés que tengo sangre negra?” (apud Amaral, 2006, p. 40).

En la primera mitad del siglo XX, las normas vinculadas con la formalidad de la vestimenta eran bastante rígidas. La formalidad de los modos de vestir estaba relacionada con las prácticas sociales. Las diferentes ocasiones, vinculadas al espacio en donde se desarrollaba el evento y al momento del día, caracterizaban las reglas de etiqueta adecuadas a cada circunstancia. Entonces, de acuerdo a la formalidad, el vestuario era clasificado en formal, informal y elegante. La vestimenta de interior, u hogareña, vestimenta informal, estaba circunscrita, como su nombre lo indica, al espacio de la casa. La bata, así como el pijama son vestimentas hogareñas que se caracterizan por el confort, por la simpleza de las formas y de los materiales y por la ausencia de accesorios.

La bata es una vestimenta hogareña que se remonta a los siglos XVII y XVIII. En esa época, la bata, usada por hombres y mujeres de la corte francesa, era un vestido (robe) que se diferenciaba del vestido de la corte porque su uso era admitido en los cuartos (chambre) de los aposentos reales, en situaciones que no fuesen recepciones y ceremonias. En el transcurso de los siglos XIX y XX, las batas se destinaron al uso en casa de manera general, en vez de solo en el cuarto o en los aposentos íntimos. Llamado déshabillé o negligé por los franceses, esta vestimenta hogareña es una pieza usada entre cambio de ropa o con otra prenda debajo.

El origen del diseño de la bata es el kimono oriental. Es una pieza holgada, de mangas largas, hecha de tejido liviano y lujoso y con bolsillos de parche (es decir, no son bolsillos incorporados sino cosidos por fuera de la vestimenta, como aquella versión del boceto de Mário de Andrade). Normalmente tiene un diseño cruzado y se ata en la cintura. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, a pesar de haber caído gradualmente en desuso por los hombres, las batas masculinas mantuvieron su estilo clásico: son de seda o de franela y su largo es hasta la altura del tobillo. Además, no podemos ignorar la dimensión utilitaria de la bata, que muchas veces sirve de abrigo para quien la usa. Denis Diderot, en el clásico ensayo “Lamentações sobre meu velho robe”, vincula definitivamente la bata con el trabajo intelectual. 

En las fotografías en bata, Mário de Andrade parece tener conciencia de que esta prenda es más un objeto –un objeto de vestuario– que lo conecta al trabajo y a su función de intelectual. Como son fotografías en casa, la bata funciona justamente como una mediadora entre los ámbitos privado y público de la vida del escritor. Si pensamos en la dimensión política de la pose, en la “fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de ella un gesto político” (Molloy, 2022, p. 122), estas fotos sirven como una representación ejemplar del papel del intelectual.  Todo en estas imágenes parece proyectar la figura del escritor, del profesor, del intelectual. Desde los libros hasta las obras, pasando por la presencia marcante de las representaciones de Xangô, orixá ligado a la racionalidad, a la inteligencia, a la sabiduría intelectual. “Operario intelectual”, es así que Moacir Werneck de Castro (2016) define al Mário de Andrade que vivió exiliado en Rio. Ya viviendo en Santa Teresa, los chicos iban allí a robar frutas, y no sabían qué pensar de aquel hombretón en bata que les guiñaba un ojo cómplice” (Castro, 2016).

Al revisar las publicaciones en donde estas fotos circularon, pretendí analizar los regímenes de visibilidad de la imagen del escritor proyectada por Mário de Andrade en estas fotografías, y la política de la pose en el sentido de afirmación del lugar del intelectual. Por supuesto que al posar de intelectual, Mário era consciente del vestuario requerido para aquella escena.

 

 


Bibliografía

-Amaral, Aracy. Como era Mário de Andrade? In: Amaral, Aracy. Textos do Trópico de Capricórnio: ar tigos e ensaios (1980-2005). Vol. 1: Modernismo, arte moderna e o compromisso com o lugar. São Paulo: Editora 34, 2006, p. 36-41.

-Andrade, Mário. “Eu sou trezentos, sou trezentos-e-cincoenta”: uma “autobiografia” de Mário de Andrade. Curadoria e texto Telê Ancona Lopez; texto Mário de Andrade. São Paulo: Centro Cultural São Paulo, 10 ago. – 2 out. 1992.

-Andrade, Mário de. A imagem de Mário: fotobiografia de Mário de Andrade. Introdução Telê Ancona Lopez; texto crítico Ferreira Gullar. Rio de Janeiro: Edições Alumbramento; Livroarte, 1998.

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-Volpi, Maria Cristina. Estilo urbano: modos de vestir na primeira metade do século XX no Rio de Janeiro.  São Paulo: Estação das Letras e Cores, 2018.


  1. El texto fue publicado originalmente en portugués en la Revista do Instituto de Estudos Brasileiros, n° 83 (2002, pp. 192-210). ↩︎
  2. Nota de la traductora. Se ha traducido el término original robe de chambre como bata. ↩︎
  3. Agradezco inmensamente la ayuda de Gênese Andrade y Carlos Augusto Calil en la recopilación de estas publicaciones. Para escribir este artículo, analicé las siguientes obras, enumeradas según la fecha de las primeras ediciones: 1) Coleção Mário de Andrade: artes plásticas (1985); 2) “Eu sou trezentos, sou trezentos-e-cincoenta”. Una “autobiografía” de Mário de Andrade (1992); 3) Mário faz 100 anos. 100 obras-primas da Coleção Mário de Andrade – pintura e escultura (1993); 4) A imagem de Mário: fotobiografia de Mário de Andrade (1998); 5) Coleção Mário de Andrade: religião e magia, música e dança, cotidiano (2004); (6) Pio & Mário: diálogo da vida inteira (2009). La información bibliográfica completa se encuentra en las referencias. ↩︎
  4. Según la indicación iconográfica presente en la fotobiografía de Mário de Andrade, “la documentación que compone [el] libro pertenece al Archivo Mário de Andrade del Instituto de Estudos Brasileiros da Universidade de São Paulo”. Sin embargo, como dije anteriormente, algunas de esas fotografías no están almacenadas en el “Lote Mário de Andrade em casa” y no conseguí localizarlas en la base de datos del Archivo del IEB. En la primera página del libro se menciona que “los textos extraídos de la obra de Mário de Andrade fueron seleccionados por Telê Ancona Lopez con la participación de los editores”. Asumo que las leyendas fueron escritas por el mismo equipo. Las fotografías publicadas en Pio & Mário y analizadas en este artículo pertenecen a tres acervos diferentes: Acervo Carlos Augusto de Andrade Camargo, Acervo do IEB y Acervo Ouro sobre Azul. ↩︎
  5. También según información del catálogo de la colección Mário de Andrade: religião e magia, música e dança, cotidiano, ese Cristo crucificado probablemente “fue adquirido por Luiz Saia para Mário de Andrade en el Nordeste (Recife o João Pessoa), [en] mayo de 1938” (Batista, 2004, p. 102). ↩︎
  6. La expresión “hábitos de vestir” hace referencia al término “formas vestimentares”, que “articula los aspectos simbólicos, comunicacionales, materiales y tecnológicos de un conjunto de prendas de vestir de un grupo social en el tiempo y el espacio” (VOLPI, 2018, p. 14). De este modo, los “hábitos de vestir” dicen tanto de la “expresión individual” como de las “elecciones simbólicas de un grupo” (Volpi, 2018, p. 14). ↩︎

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Fabulous Nobodies: arte y moda en tiempos del sida

Por: Daniela Lucena

La investigadora argentina Daniela Lucena rescata algunas producciones artísticas centrales de la década de 1990 en Argentina que intervienen en la problemática del VIH a través de los diálogos registrados entre arte, moda y prácticas vestimentarias. Este artículo forma parte del dossier «Arte y moda en América Latina».


 

Introducción

Durante la década de 1990 la epidemia de VIH/SIDA se convirtió en un tema crítico a nivel mundial. En esos años, Argentina experimentó el crecimiento acelerado de la enfermedad. En paralelo, el estigma y la discriminación contra las personas que vivían con el virus también se multiplicaron.

Dado que los primeros casos de sida fueron detectados en la comunidad gay, especialmente en hombres homosexuales, se construyó una percepción social errónea de que el sida era un problema exclusivo de esa población. El término “peste rosa”, utilizado para referirse a la enfermedad, da cuenta de los prejuicios que enfrentaban las personas con VIH en ese momento. El virus era utilizado para marginar a las disidencias sexuales, acrecentando la homofobia existente (Pecheny, 2000; Meccia, 2011). La falta de información y el miedo al contagio también contribuyeron a la generación de mitos e ideas erróneas sobre la transmisión de la enfermedad, que eran reforzados en los medios de comunicación con coberturas sensacionalistas.

Pensando en ciertas prácticas estéticas, el investigador Francisco Lemus (2021) estudió el impacto significativo del sida en el arte de la época. Aunque poco explorado, el virus actuó como un catalizador de imágenes, conocimientos, emociones y temporalidades que a veces se entrelazaron orgánicamente, mientras que en otras ocasiones generaron tensiones, contradicciones y preguntas sin respuesta. Siguiendo esta perspectiva, que pone de relieve la influencia multidimensional y compleja del VIH en el ámbito artístico y cultural, me centraré en algunas iniciativas donde la moda y las prácticas del vestir también registraron este impacto.

Fabulous Nobodies

En el año 1993 el Centro Cultural Ricardo Rojas, perteneciente a la Universidad de Buenos Aires, fue sede del ciclo ¿Al margen de toda duda? Pintura. En una de las mesas, dedicada al vínculo entre arte y moda, el artista y sociólogo Roberto Jacoby presentó junto a Mariana “Kiwi” Sainz un texto performático en el que se daba a conocer Fabulous Nobodies, una marca de alta moda pero sin productos. El nombre había sido elegido por la novela de la periodista australiana Lee Tulloch, traducida al español como Gente Fabulosa. La historia parodiaba el mundo de la moda, la opulencia y el consumo a través de personajes que intentaban ingresar, de modo fallido pero glamoroso, al círculo fashion del East Village neoyorquino de los años 80.

“En Fabulous Nobodies pensamos que primero está la publicidad y, luego, la producción. Nos dedicamos exclusivamente a hacer avisos y no hacemos absolutamente nada más”, explicaba Jacoby. La frase daba cuenta de un fenómeno crucial de la época: el giro del capitalismo industrial hacia un tipo inédito de producción inmaterial en el que las empresas cambiaban su forma tradicional de comercializar sus bienes. Mientras que en las décadas anteriores se habían dedicado a fabricar productos físicos, desde mediados de los 80 se volcaron a producir y vender marcas portadoras de valores, ideologías y creencias.

Este giro, al que algunos autores han denominado como “capitalismo semiótico” o “semiocapitalismo” (Berardi, 2003) expresa el cambio hacia una etapa en la que la producción y la circulación de signos se vuelven centrales para la economía. Se trata de un punto de inflexión histórico en el modo de entender la relación capital-trabajo-consumo. Las firmas se convierten en productoras de signos que funcionan como códigos de comunicación e identificación que intervienen en el imaginario cultural disputando adhesiones y sentidos. En su libro No Logo, Naomi Klein (2001) señala que a medida que las corporaciones se dedicaron a desarrollar marcas, comenzaron a terciarizar su producción de bienes en lugares con mano de obra barata que muchas veces es explotada en pos de una mayor rentabilidad.

Fabulous Nobodies ironizaba sobre esta nueva situación aludiendo a la industria de la moda, que fue de las primeras en destinar grandes sumas de dinero al marketing y la publicidad con la intención de construir logos capaces de establecer una conexión emocional con los consumidores. Además, Jacoby se refería a las relaciones entre arte y moda señalando las maneras en que se percibían ambos campos en una época caracterizada despectivamente como “light”: mientras que a la moda se la trataba con excesiva frivolidad, al arte se lo tomaba con excesiva seriedad.  La reflexión seguía con una explicación de las similitudes entre las dos disciplinas:

“Un límite de la moda consiste en tomar una apariencia similar a la de una gran cantidad de gente: es el borde igualitario, masificador. En este sentido, ‘sigue la moda’ significa lo mismo que ‘sigue al rebaño’. El individuo se torna invisible como tal, pero se incorpora a la imagen de una colectividad. En la otra punta, la moda es invención individual, exclusiva. Es el extremo monárquico, autocrático. Y en el arte sucede algo parecido con la singularización y la aceptación social. Una frontera de la moda es barroca, un afán incesante de complicaciones. En la otra orilla tenemos la ficción minimalista de la simplicidad y el ascetismo. Lo mismo que en el arte”.

La frase en cuestión parece ilustrar un concepto central en las ideas del sociólogo alemán Georg Simmel (1934) sobre la moda, dado que el autor observó tempranamente la coexistencia de dos tendencias contrapuestas en los individuos: la necesidad de pertenencia grupal y el deseo de diferenciación. Simmel argumentaba que el fenómeno de la moda moderna logra conjugar, por un lado, la imitación, que promueve la cohesión social al proponer estilos que nos hacen sentir parte de un grupo y, por otro, la diferenciación, que nos permite destacar y mostrar nuestra personalidad individual. Así, seguir la moda puede llevarnos a una uniformidad que borra las diferencias individuales, algo particularmente visible en la existencia de tendencias que dictan lo que se considera “de moda” y producen cierta homogeneización de la apariencia personal. Pero Simmel también veía en la moda un territorio fértil para la expresión y la singularidad. La elección de desoir las reglas dominantes, ya sea a través de gestos sutiles o de apuestas más audaces, permite a los individuos comunicar su identidad única e irrepetible. De esta manera, la moda debe comprenderse en el marco de la dialéctica entre imitación y distinción, donde se reflejan no solo las variaciones de la industria sino también las complejas dinámicas sociales que definen la interacción humana y la construcción del ser social.

Jacoby observaba que este movimiento de la moda se reproducía también en el arte, donde los artistas enfrentan el dilema de seguir los estilos hegemónicos para integrarse al circuito de exhibición o romper con lo dado y producir lo nuevo, a riesgo de ser excluidos del universo artístico. Asimismo, tanto el arte como la moda pueden manifestarse en un amplio abanico de posibilidades estéticas, que van desde los estilos más complejos y ornamentados hasta los enfoques más simples y minimalistas. Desde el público, el fotógrafo Alejandro Kuropatwa apoyaba estas ideas y relacionaba los diseños de Coco Chanel con las pinturas de Francisco Zurbarán que, según su punto de vista, también debían ser consideradas dentro del campo de la moda.

De Loof, Maresca y Schiliro

Los Fabulous Nobodies incluyeron en su presentación algunos nombres del arte nacional en los que vale la pena detenerse. En un tramo de su escrito, Jacoby comentaba que si bien los argentinos tradicionales cultivaban más “el extremismo de la sobriedad”, por suerte había aparecido “una nueva estirpe de gente de moda, con desmesurados tremendos como Sergio De Loof o Cristián Delgado, que por eso mismo son de los mejores artistas argentinos”.

La elección de reivindicar a Delgado –también conocido como Cristián Dios– y a De Loof como lo mejor del panorama artístico era provocadora: sus producciones estéticas inclasificables se ubicaban en un potente pero difuso límite entre el arte, la moda y el diseño que muchas veces era incomprendido por las instituciones. Cultores de una narrativa de la pobreza que reivindicaba el uso de desechos y prendas de segunda mano para la creación de trajes de alta costura, ambos fueron parte central de una comunidad que desde fines de la década de 1980 impulso un activismo fashionista que hizo del cuerpo vestido un territorio de glamorosa indisciplina (Lucena, 2019).

Entre sus costuras irreverentes y desprejuiciadas, puede mencionarse la participación de De Loof en ExpreSida, exposición que en 1992 trajo a Buenos Aires las campañas internacionales de prevención del VIH. Realizada en el Centro Cultural Recoleta, la muestra se caracterizó por su diversidad de materiales, que incluían afiches, videos y estampillas realizados con la intención de concientizar a la población sobre la epidemia. El programa también contemplaba conferencias y mesas redondas, así como la participación de exitosas figuras del rock como Fito Páez, Fabiana Cantilo y Luis Alberto Spinetta.

La intervención de De Loof en Expresida se tituló El drama de la moda pobre o Los harapos de la realité de la machine de la Couture. Las largas prendas hechas con patchwork de lanas y retazos de distintas texturas fueron protagonistas centrales de la sesión fotográfica de la colección, realizada en la estación de trenes de Temperley, en la zona sur del conurbano bonaerense. Con esta puesta en escena, el artista proponía una recreación de los clochards franceses, pero tomando como referencia los personajes que veía en sus viajes en colectivo hacia su hogar en el barrio de Lanús.

En la pasarela, varios modelos vestidos con harapos desfilaron llevando consigo botellas de ginebra y bolsas de agua caliente. A través de diseños con varias capas de prendas superpuestas, grandes moños de tul rasgado y sombreros adornados con viejos osos de peluche, el artista situaba en primer plano una situación acuciante en aquella época: la indigencia y la mendicidad, que debido a la crisis económica se habían vuelto parte del paisaje habitual de Buenos Aires.

La voz en off de De Loof, en el backstage del desfile, hacía alusión a la tristeza de las telas, frase que en el contexto de ExpreSida resonaba especialmente en relación con el drama de las muertes de los afectados por la epidemia. Al mismo tiempo, sus diseños ponían en primer plano las condiciones socioeconómicas que agravaban el impacto de la enfermedad. La pobreza y la exclusión eran factores que aumentaban la vulnerabilidad al sida, que golpeaba con mayor crudeza a los pacientes de comunidades marginadas.

El otro artista mencionado en el texto de Fabolous Nobodies era Omar Schiliro, quien formaba parte de un grupo de artistas cercano a la Galería de Artes Visuales del Rojas, a cargo de Jorge Gumier Maier entre 1989 y 1996. Como curador de ese espacio, Gumier Maier fue artífice de una desjerarquización de la alta cultura que reivindicó “la valorización del trabajo manual, de la artesanía, de la moda, del diseño, la recuperación de las artes aplicadas”, tal como analiza la socióloga Mariana Cerviño (2018: 79). Estos valores democratizantes, a contrapelo de la concepción erudita del arte y del artista tradicional, se expresaron en la obra de Schiliro de un modo muy particular. Su obra, caracterizada por el uso de materiales cotidianos y la inclusión de elementos lúdicos, contribuía a expandir las fronteras de lo que se consideraba arte. Estos rasgos se observan con claridad en el traje que Kiwi Sainz lució en la campaña de lanzamiento de Fabolous Nobodies, publicada en la revista Escupiendo Milagros.

 

 Fuente: Archivos en Uso

El diseño de Schiliro consistía en una falda de palangana y un balde a modo de top, todo en plástico color rosado. El modelo se completaba con adornos tomados de una vieja araña, guantes de goma de cocina y un sombrero helicóptero de ala grande.

“El suyo era un mundo de caireles, bowls, palanganas y farolitas, pero nada de fregar. Todo se encendía y era nuevo, como en un carnaval –pero de lujo, como no vi otro–. Es que las obras de Schiliro tienen el color de la fiesta, de las golosinas, del caramelo derretido visto a trasluz”,

escribía Sainz en una carta de despedida al artista, que murió a causa del sida en 1994.

A esta primera campaña de Fabolous Nobodies siguió el aviso protagonizado por la artista Liliana Maresca, que apareció en el octavo número de la revista El Libertino del año 1993. La producción contó con el vestuario de Sergio De Loof y la participación del artista Sergio Avello en el rol de “maquilladora”. La serie de fotografías, realizada por Kuropatwa, mostraba a Maresca en una secuencia de poses eróticas, vestida con short blanco y remera a rayas, en compañía de un osito de peluche. Entre las imágenes se leía el texto Maresca se entrega todo destino y se anunciaba su número telefónico personal, donde recibía los llamados de las personas interesadas en la cita y les informaba acerca de su estado de seropositiva (forma de indicar el VIH en estado de latencia). Como bien ha señalado María Eugenia Giorgi, la obra de Maresca proponía “dos interpretaciones: una, la posición frente al imaginario sobre el sida; otra, el deseo sexual que despierta una persona con VIH” (2014: 49), tema este último sobre el que nunca se hablaba en aquellos años.

 Fuente: Archivos en Uso

Yo tengo sida

Por último, Fabulous Nobodies orquestó la campaña Yo tengo sida, cuyo objetivo era combatir la discriminación y los prejuicios. Luego de una profunda investigación sociológica sobre los mitos y los temores en torno a la enfermedad, Jacoby y Sainz impulsaron una acción que buscaba concientizar y al mismo tiempo visibilizar el estigma que padecían quienes se habían contagiado el virus. “El sida no es un crimen. No es una vergüenza. No es un ataque a la sociedad. Es una enfermedad crónica con la que se puede vivir bien mucho tiempo”, explicaban en el texto que fundamentaba la campaña; “por temor se ha vuelto impronunciable. Se ha tornado invisible. Por eso el rechazo social agrava el problema de salud de los enfermos”.

Para terminar con el silencio y la exclusión, la estrategia elegida fue la creación de una remera que decía Yo tengo Sida: “Si muchos usáramos esta remera sentiríamos el sida como una experiencia personal. La discriminación sería más difícil. Porque la primera discriminación está en nuestra propia cabeza”, afirmaban.

Las prendas de la campaña estaban confeccionadas en algodón verde, azul y rojo, y tenían un diseño que, a pesar de su aparente simplicidad, lograba un efecto visualmente impactante. En la parte del frente, sobre la superficie lisa de la tela, las coloridas letras con la frase Yo tengo sida se robaban toda la atención. El modelo se alineaba con el estilo de marca de moda italiana Benetton, reconocida globalmente por el uso de colores brillantes y saturados e inscripciones con letras de distintos tonos. Situada en la época, esta similitud resulta más que elocuente.

Desde comienzos de los 90 Benetton había emprendido un nuevo enfoque comunicacional a tono con la creciente necesidad de desarrollar una identidad distintiva de marca. La revista Colors, bajo la dirección del fotógrafo Oliviero Toscani, fue una plataforma clave en la renovación de su narrativa visual, dado que no se enfocó en la publicidad directa de los productos, sino que se dedicó a tratar temas de la agenda política y cultural, como el racismo, la diversidad sexual, los conflictos bélicos y la ecología (Serra, 1997). El sida formó parte de estas reflexiones y se tematizó tanto en las páginas de la revista como en las campañas que Benetton desarrolló en la vía pública. La más controversial fue la publicidad de 1991, creada bajo la dirección de Toscani. La misma mostraba a un hombre que transitaba la última etapa del sida en la cama, rodeado de su familia, en un desolador momento de profunda tristeza. Más allá de los debates, esta imagen redefinió el contenido de las campañas de moda y colaboró en la concientización sobre la enfermedad a nivel mundial, dado que su impactante mensaje trascendió fronteras.

No ajena a las controversias suscitadas por la enfermedad, la remera Yo tengo sida de Fabulous Nobodies buscaba revertir la discriminación y el aislamiento con un diseño atractivo y una frase contundente. Ponerse la remera era ponerse en el lugar del otro marginado; era sentir en carne propia el temor, la vergüenza y la exclusión de la mirada ajena. La remera era, en definitiva, una invitación a vestir la otredad haciendo cuerpo con la causa, desafiando los prejuicios y promoviendo la aceptación de los enfermos.

En un principio la prenda se exhibió en la exposición Uno sobre el otro, de la galería MUN de Buenos Aires, pero su alcance buscaba exceder el ámbito artístico. Jacoby y Sainz tenían la intención de que las remeras fueran utilizadas en la vida cotidiana, no solo por ellos sino también por personalidades conocidas, con el fin de maximizar su impacto y llegar a un público más amplio. Sin embargo, la respuesta no fue la esperada; llevar esta declaración tan visible en el cuerpo no era tarea fácil.

 

 Fuente: Archivos en Uso

El único famoso que se animó a vestir la prenda fue Andrés Calamaro, líder del exitoso grupo de rock Los Rodríguez. Calamaro cantó luciendo la prenda frente a 120 mil personas, en un masivo show realizado en la ciudad de La Plata en noviembre de 1994. En uno de los temas más conocidos, que decía: “brindo hasta la cirrosis por la vacuna del sida”, el músico extendió la remera mostrando la inscripción Yo tengo Sida al público, en un gesto simbólico de solidaridad y conciencia. En ese mismo escenario, esa misma noche, el grupo Virus se reunía por primera vez luego de la muerte de su cantante, Federico Moura, víctima del VIH. Aunque fue un acto aislado, el uso de la remera en ese multitudinario y emotivo concierto fue realmente significativo.

Tras el recital, la prensa se hizo eco de la acción de Fabulous Nobodies e incluso dos periodistas del diario Página 12 decidieron experimentar las resonancias de la remera en carne propia. Las respuestas en la calle evidenciaron el rechazo, los malentendidos y los prejuicios asociados a esta enfermedad. Faltarían años todavía para que el sida dejara de cargar con estos estigmas y para que las remeras, obras de arte listas para usar, fueran reconocidas como un episodio clave de nuestra historia cultural.

 Fuente: Archivos en Uso

 

 


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Ríos heridos, aguas diversas. La potencia creativa de las mezclas en la literatura amerindia

Fuente:  «Palabras a las aguas», Seba Calfuqueo

Por: Antonela dos Santos y Sonia Sarra

Antonela dos Santos y Sonia Sarra realizan una lectura en clave antropológica de las producciones literarias de escritores pertenecientes a diversos pueblos indígenas americanos para captar en ellas indicios de otras-antropologías o antropologías de los Otros. Este texto recoge algunas de las reflexiones iniciadas a raíz del dictado del seminario “Poéticas de los desvíos. La fluidez de cuerpos y pertenencias en las narrativas amerindias contemporáneas” (2023) en la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM).


Introducción

El pensador y líder quilombola Antônio Bispo dos Santos (Piauí, Brasil) utiliza la imagen de las aguas que confluyen para reflexionar sobre las relaciones entre elementos distintos que se vinculan sin necesariamente fusionarse o producir una mistura. Explica: “un río no deja de ser un río porque confluye con otro río. Al contrario: pasa a ser él mismo y otros ríos, se fortalece. Cuando confluimos, no dejamos de ser nosotros mismos, pasamos a ser nosotros y los otros” (2003: 4, traducción nuestra). Este breve escrito es una invitación a navegar en las aguas diversas que confluyen sin homogeneizarse en algunas producciones literarias de escritores, filósofos, poetas y artistas pertenecientes a diversos pueblos indígenas indígenas americanos. Sus textos constituyen ejemplos poderosos de lo que la escritora mapuche Daniela Catrileo (Santiago, Chile) llama “sutura de las aguas” (2024), ejercicios de costura o tejido mediante los cuales se curan y/o tratan los pormenores de las confluencias y mezclas que son constitutivas de estas personas y colectivos. Una lectura en clave antropológica nos permitirá en lo que sigue aproximarnos a sus producciones desde una perspectiva anti-identitaria y contra-mestiza para captar en ellas indicios de otras-antropologías o antropologías de los Otros (cf. Wagner, 1981; Viveiros de Castro, 2002), es decir, indicios de las formas propiamente indígenas de concebir y conceptualizar lo humano y lo extra-humano, lo social y lo individual, lo natural y lo cultural y las diversas relaciones entre estos ámbitos.

Las estéticas champurrias y mapurbes (Catrileo, D. 2019; Aniñir Guilitraro, 2009), el “border arte” o “arte de la frontera” (Anzaldúa, 2021) y la literatura indígena queer (Tatonetti, 2014) son algunas de las elaboraciones indígenas que dan cuerpo a dichas antropologías. Estas manifestaciones se caracterizan por desafíar algunas de las categorías y géneros habituales en el occidente moderno y proponer ‘desvíos creativos’ (Catrileo, A. 2019) que nos alertan sobre los alcances de nociones como las de ‘identidad’ o ‘género’ advirtiéndonos que, lejos de ser transhistóricas, ellas cargan consigo una serie de presupuestos que responden a una manera blanca, hegemónica y naturalista de entender la continuidad y el cambio, la cultura y la tradición, los procesos de mestizaje y miscigenación, la constitución del cuerpo, y las relaciones entre los seres. Todas esas ideas y conceptos no necesariamente resuenan con las matrices indígenas de pensamiento que muchas veces entienden lo propio y lo ajeno desde otras preocupaciones y bajo otras coordenadas, en la mayor parte de los casos, más fluidas y porosas.

Los autores indígenas que confluyen en este texto viven en ciudades, han accedido a la educación superior y utilizan la escritura como herramienta de expresión poética. Su doble y fluida pertenencia a sus comunidades de origen y a circuitos académicos los coloca en un lugar fronterizo, un adentro-afuera desde el cual articulan y re-elaboran con una mirada crítica conocimientos de mundos diversos. Al hacerlo muestran lo que la antropóloga peruana Marisol de la Cadena llama “la herejía del intelectual indígena” (2006), su constante desafío tanto a la educación escolarizada como a los mandatos normalizantes, y su pericia en manejar lo “raro” pensando tanto desde adentro como desde afuera de formas de conocimiento europeas e indígenas. Aunque no representen la totalidad de la literatura indígena ni expongan fielmente todas sus preocupaciones, las escrituras indígenas “herejes” que presentamos aquí —que comparten un carácter manchado o mezclado, incontenible y difuso— constituyen un locus de especial riqueza para acercarnos a procesos de apertura al otro y a la tendencia a la constante transformación, que son centrales al pensamiento amerindio.

Nos preguntamos, haciéndonos eco de la provocación de Catrileo en Río Herido, “¿Qué se abre / en el lenguaje de / las aguas?” (2020: 19). ¿Qué perspectivas introducen las imágenes-conceptos de lo ‘champurria’ o lo ‘chi’xi’? ¿En qué universos nos adentran las reflexiones sobre las ‘anomalías’, las ‘rarezas’ y los ‘desvíos’? Aguas que se entreveran, que fluctúan, que confluyen, se evaporan y caen y que permiten pensar, en su fluidez, en los posicionamientos intermedios e incómodos de estos diversos escritores indígenas y de sus obras. Cuerpos-personas permeables y textos porosos abiertos a la alteridad de otras culturas, de otros géneros y de otros mundos no-humanos.

Escrituras del yo mezclado. Manifestaciones champurria y chi’xi

“Quizás nunca le di importancia al tema del origen, porque a estas alturas de la historia, la mezcla me parecía hermosa”, dice Mari, la protagonista de Chilco (2023), la reciente novela de Catrileo. La mezcla que Mari reivindica atraviesa la geografía política de toda Latinoamérica y refiere a las consecuencias palpables hasta hoy en día de la mixtura biológica y cultural que se dio entre individuos y grupos de origen indígena, europeo y africano desde la época colonial. El mestizaje fue un elemento clave en la construcción y consolidación de las identidades nacionales en nuestro continente, tanto si fue postulado como lo propio y distintivo de estas latitudes, como si fue descartado como amenaza y fuente de degeneración moral y racial. En todos los casos, fue a partir de las teorías del mestizaje que se discutieron ideas sobre las purezas y las impurezas y se pensaron y piensan incluso hoy en día las identificaciones o pertenencias posibles y aquellas que no lo son. En este marco, lo indígena apareció o como reservorio étnico puro y homogéneo que antecede a la mezcla, o como aquel componente negado e invisibilizado en pos del progreso. A pesar de que ambas alternativas condenaban a la extinción a los indígenas, ellos no solo siguieron existiendo sino que hoy en día cobran visibilidad y, haciéndose cargo de su historia colonial, delinean otros cursos en los que ellos no están ni extintos, ni irremediablemente mezclados, pero tampoco permanecen puros u homogéneos.

Fuente: «Tray Tray Ko», Seba Calfuqueo

En “Esa horrible costumbre de alejarme de ti” (2002) la escritora colombiana de origen wayuu Vicenta María Siosi Pino narra en primera persona la historia de una joven wayuu que, desde temprana edad, convive con una familia alijuna (no-indígena). En el relato acompañamos las transformaciones que vive esta niña mientras, a cambio de ser educada para ser “otra persona con buenas costumbres”, realiza los trabajos domésticos del hogar. Conforme la narración avanza presenciamos el tránsito desde la añoranza de la cotidianidad en la ranchería familiar que la lleva a procurar escapar de la ciudad y volver a ella, hasta el rechazo que, con el correr del tiempo, le comienzan a producir esos mismos lugares y personas que inicialmente extrañaba. “Ni yo misma me explico este desafecto a mi raza (…) no soy feliz en la ranchería, mucho me he acostumbrado a la ciudad, pero tampoco ella me acepta. Los rasgos de la tribu me delatan. En cualquier fiesta soy la indiecita. Tengo confusión de sentimientos. Creo mía esta casa ajena y de mi Guajira indomable ni recuerdos tengo ya” (Siosi Pino, 2002).

La protagonista del relato nos introduce en el limbo en el que parece encontrarse al saberse wayuu pero no aceptarlo plenamente y, a su vez, no formar tampoco del todo parte del mundo alijuna en el que, a pesar de sus evidentes cambios, sigue siendo vista como “una indiecita”. Como ha puntualizado el antropólogo francés Guillaume Boccara, las exigencias del colonialismo convirtieron a los indígenas, en muchos casos, en unos “individuos extranjeros a sí mismos no sólo en el presente, sino también en el pasado. Desconectados de sus antepasados ‘indios’, tampoco logran reducir la pequeña diferencia colonial que los separa de los miembros de la sociedad criolla” (2013: 262). Es decir, son como “las piscolín sañoras en Comalapa” que menciona la antropóloga maya-kaqchikel Aura Cumes (Chimaltenango, Guatemala) en Algunas líneas de mi vida (2014): mujeres indígenas que, al adoptar la vestimenta ladina, eran inferiorizadas y discriminadas tanto por los indígenas como por los ladinos. O, como queda claramente resumido en la sentencia que, de boca de una vecina, cierra la narración de Vicenta Siosi (2002), son “india(s) desnaturalizá y desgraciá!”.

En el poemario Parias Zugun (2014), la machi (aprox. ‘mujer sabia’) y poeta mapuche-huilliche Adriana Paredes Pinda (Osorno, Chile) muestra cómo también a nivel biológico, en los “balbuceos de la sangre”, resulta “pudoroso” pero al mismo tiempo “apremiante” desandar las mezclas y sus consecuencias y, en su caso, hilar las continuidades de una historia familiar de “champurria sangre” (2014: 23). Ella misma reflexiona, en otra ocasión, sobre esos “intersticios ‘sospechosos’, indefinidos, ‘poco puros’” (2013: 11) que habita, y reivindica la posibilidad de enunciarse mapuche incluso desde “los espacios menos tradicionales, menos ataviados por el Ad Mapu (Conocimiento)” (ibid). Junto a ella, otros indígenas de diversos pueblos sostienen también que, a pesar de estar atravesados por las heridas pasadas y presentes del colonialismo, tienen aún capacidad y fuerza para emprender proyectos cotidianos de existencia y re-existencia que tensionan o discuten los imaginarios de pureza, ancestralidad y homogeneidad que le son impuestos. 

Con las movilizaciones indígenas ocurridas en distintos rincones de América a partir de la década de 1990 en demanda de una reparación económica, del respeto a la diversidad cultural y el derecho a manejar desde marcos propios sus especificidades étnicas (Bengoa 2000: 24-25), crecieron también en número y en presencia pública las manifestaciones artísticas y literarias indígenas que ponen en primer plano las experiencias urbanas signadas, habitualmente, por el despojo, el dolor y la discriminación. Como indígenas y académicos han puntualizado, esta “emergencia” (ibid), aunque positiva en muchos aspectos, no pudo –al menos en sus comienzos– desligarse de las dinámicas y los requerimientos del multiculturalismo. Por eso, los reclamos tendieron a focalizar en la importancia y necesidad del resurgimiento identitario, es decir, en lo imperioso de recuperar ciertos rasgos definidos y validados de antemano como propiamente indígenas. Tales definiciones multiculturalistas ancladas en lo étnico suponen la existencia de colectivos homogéneos unidos por un bagaje patrimonial o cultural común. Es justamente este cerramiento culturalista en torno a la pérdida, el mantenimiento y/o la recuperación el que denuncia el artista urbano Luanko (Santiago, Chile) en su canción “Champurria” (2021),  en la que nos habla de la existencia de una “verdad absoluta purista” que “actúa como derechista” y que “es igual de destructiva que la conquista” puesto que propone que, ante las historias de despojos e inferiorizaciones, hay que levantarse, “recuperar lo imposible”, “no rendirse” o “hablar mapuche cuando todo estaba en contra”. Es decir, perpetúa imaginarios en torno a lo indígena que son imposibles o difíciles de satisfacer desde las biografías de aquellos indígenas migrantes de segunda o tercera generación en la ciudad que, como el propio Luanko, o como la poeta mapuche Viviana Ayilef (Chubut, Argentina), no tuvieron una “abuela fogón de relatos” (2020):

Yo no tuve una abuela / fogón de relatos / ollitas humeantes / telar que congregue. / No vi perderse en el horizonte la piel del caballo / No me bañé nunca en la aguada. / Y no corrí a la intemperie, descalza. / He vivido presa. / Pero no puedo mentir esa historia. / No puedo decir “en mi recuerdo de infancia los mayores…” algo. / Porque no había mayores.”

(…)

Trato de ficcionar un relato mapuche a la usanza / para llenar el inciso / No sé cómo presentarme. / Abro la boca y se traba el tuwün, balbuceo el kupalme. / Tampoco puedo nombrar a mi madre. / No puedo hacer pentukun (…)

A Ayilef se le traba el tuwün y el kupalme, es decir, no sabe a ciencia cierta quién es, no puede narrar ni en términos geográficos ni en términos de descendencia de dónde viene y, debido a eso, está inhabilitada para hacer pentukun, el saludo fundante de la socialidad mapuche en el que cada individuo se posiciona como persona en el marco de la sociedad más amplia y delimita el tipo de relaciones que puede establecer con los otros. “El río es voz que no calla” dice la ya nombrada Daniela Catrileo (2020), quien reflexiona a partir de la etimología de su apellido, que proviene de la unión de dos términos en mapudungun: katrü, que significa corte, y lewfü, río. ¿Qué sucede con los cortes e interrupciones? ¿Qué pasa cuando no hay mayores y, siguiendo a Ayilef, no se puede mentir esa historia? 

Fuente: «Kowkülen (Ser líquido)», Seba Calfuqueo

El mapudungun tiene el concepto ‘»champurria» para referir a la idea de lo mezclado, lo heterogéneo o mixto (cf. Catrileo, 2024). Aunque originariamente designaba peyorativamente a las personas de sangre mezclada, es decir, a quienes tenían un progenitor indígena y uno que no lo era, con el correr del tiempo el término ha adquirido otros sentidos y otras connotaciones. Actualmente se utiliza para pensar también aquellas historias «desviadas» (sensu Catrileo, A. 2019), que no se amoldan a los relatos oficiales u oficializados entre indígenas y no-indígenas sobre “lo puro” o “lo tradicional”. Las reivindicaciones champurrias o champurriadas, «mapurbe» (neologismo para ‘mapuche urbano’), «warriache» (de warria, «ciudad» y che, «gente», «gente de la ciudad», en contraposición a «mapuche», ‘gente de la tierra’) nos introducen en mundos en los que prima la existencia de seres que están en continua variación. Veamos, por ejemplo, la imagen de la “machi en actitud hardcore” que nos presenta David Aniñir Guilitraro (Santiago, Chile) en su poema “Perimontú” (2014). Allí, el poeta mapuche nos habla de “una minosa punx atrevida mapuche / 2.0”, de “una machi de la pobla / Una hermusa mapunky borracha / Marichiwaniando eufórica” que consume “brebaje de ácido sulfúrico y mudai / en volá de kuymi”. Esta machi mapurbe, así como otros personajes que pueblan los poemas de Aniñir y habitan los límites y encarnan las mezclas, nos adentrar en mundos en los que es posible ser “casi indio”, “casi no-humano”, “casi blanco”, “casi machi”, “casi pobladora de los suburbios” y también “más indio”, “más negro”, etc. Imágenes similares se encuentran también en “la ruka de David” (2012), en la que el poeta Jaime Huenún (Valdivia, Chile) describe cómo su existencia transita con cierta continuidad entre “los wingkas”, “los literatis”, el rock occidental, la caza, la escritura, la militancia indígena, el español y el mapudungun

Estas manifestaciones artísticas dejan entrever la tensión entre lo indígena asociado a sus artefactos tradicionales, su idioma y su cultura, y los personajes liminales que, pisando el barro y el cemento, intentan habitar una frontera nada cómoda, evitando los encuadramientos y sosteniendo, abiertamente, que no son ni simplemente población pobre o empobrecida de las ciudades, ni indígenas prístinos del campo. Son otra cosa, son ambas cosas, o no son ninguna. La escritora aymara Silvia Rivera Cusicanqui (La Paz, Bolivia), recordando un encuentro con el escultor Victor Zapana y su conversación sobre las piedras, dice: “Me dijo entonces ‘ch’ixinakax utxiwa’, es decir, existen, enfáticamente, las entidades ch’ixis, que son poderosas porque son indeterminadas, porque no son blancas ni negras, son las dos cosas a la vez.” (2018: 79) y más adelante, reflexiona: “Estas alegorías me inspiran a preguntar ¿por qué tenemos que hacer de toda contradicción una disyuntiva paralizante? ¿Por qué tenemos que enfrentarla como una oposición irreductible? O esto o lo otro. En los hechos estamos caminando en un terreno donde ambas cosas se entreveran y no es necesario optar a rajatabla por lo uno o lo otro.” (2018: 80).

Los discursos e ideologías del mestizaje anclados en presupuestos occidentales modernos sobre las identidades, no sólo erosionan el poder creativo de las transformaciones y de las aperturas al otro, sino que tampoco permiten pensar en procesos de mezcla que no necesariamente conduzcan a la homogeneización. El panorama de textos indígenas que aquí pusimos a dialogar, aunque fragmentario e incompleto, sugiere la existencia de mixturas o entreveros que, en lugar de producir una nueva entidad homogénea, cerrada y acabada, mantiene latente los movimientos de las aguas que la constituyen y saca de allí su fuerza creativa.

Mezclas anómalas y cuerpos-personas fluidos en la literatura indígena ‘dos espíritus’

Navegar por aguas diversas nos sumerge, también, en múltiples mundos que se solapan, superponen y co-existen en este mundo que desde Occidente suponemos unívoco. Ríos, lagos, lagunas, mares son espacios cosmológicos en los cuales confluyen mundos diversos, humanos y no-humanos, y la frontera ontológica que separa a unos y otros se vuelve porosa en la fluidez del agua que, sin homogeneizar dichos mundos, habilita transiciones entre ellos. Así, zambullirse en el lago Eufaula (Oklahoma, Estados Unidos) puede ser, como relata el escritor muscogee creek Craig Womack en su novela Drowning in Fire, peligroso para quienes no saben leer en los movimientos arremolinados del agua la cercanía de Tie-Snake, poderosa entidad no-humana que otorga habilidades chamánicas y rapta humanos.

En uno de los capítulos de la novela, Womack describe una escena homoerótica de jóvenes que juegan en el lago y la intercala con relatos de historias antiguas transmitidas de generación en generación. Josh, uno de los personajes principales, se sumerge en el lago para buscar una piedra del fondo y queda atrapado con una tanza de pesca que lo conduce a una ciudad subacuática. En alusión metafórica a identidades de género que fluyen entre mundos, el joven Josh atraviesa no solo la frontera entre géneros sino también el límite entre el mundo terrenal humano y el mundo no-humano de las profundidades del lago, morada de Tie-Snake y donde los peces compran suministros y vestimentas tal como sucede en una ciudad humana. Un vehículo aparcado en una calle debajo del agua y un bagre entrando a una tienda acuática entremezclan elementos que, en condiciones normales, se encontrarían separados pero que, sin embargo, no resultan disonantes en las socio-cosmologías indígenas, en las cuales abundan las referencias a seres no-humanos como animales, espíritus, antepasados y dueños protectores del entorno que se comportan como humanos.

Este relato nos conduce a la noción de “anomalías” teorizada por el escritor y crítico literario cherokee Daniel Heath Justice (2010). “Ser Cherokee tiene mucho de emocionante, poderoso, perturbador y maravillosamente peculiar, extraño y anómalo”, responde Heath Justice en una entrevista ante la pregunta sobre su identidad de género (en Driskill, 2011: 100, traducción nuestra). Evitando el uso de categorías que pretenden encasillar lo que, en sus términos, es imposible de ser clasificado, el autor cherokee enfatiza su atracción por lo anómalo e indefinido. Estas características no solo refieren a las personas sexo-genéricas disidentesque transitan entre el mundo de lo femenino y lo masculino sino también, de modo general, a personajes liminales entre mundos, como Tie-Snake. Su carácter anómalo se debe a que posee cualidades especiales que la distinguen de una serpiente común y corriente: con cuerpo de ofidio posee cuernos de ciervo y todo tipo de colores. Calificada como una poderosa figura queer, Tie-Snake entremezcla mundos y fluye entre planos cosmológicos.

En un sentido similar, el académico cherokee Qwo-Li Driskill (2016) desarrolla el concepto de asegi que puede ser traducido como ‘extraño’, ‘raro’, ‘peculiar’, ‘extraordinario’ e, incluso, ‘queer’. La expresión asegi udanto es una de las tantas formas que existen en lengua cherokee para describir a personas que quedan por fuera de los roles masculinos o femeninos o que mixturan ambos. La palabra udanto no encuentra una traducción ajustada en lenguas occidentales y puede ser traducida, aproximadamente, como ‘corazón’, ‘mente’ y ‘espíritu’. Asegi udanto refiere, entonces, a una forma diferente de sentir, pensar y ser por fuera de los roles tradicionales masculinos y femeninos (Driskill, 2011).  Lo asegi y las anomalías, tal como son entendidas por los autores mencionados, refieren a entidades que se encuentran en espacios liminales y que cruzan límites como, por ejemplo, las personas two-spirits que transitan entre lo femenino y lo masculino, y ciertos seres no-humanos que entremezclan elementos, cualidades y habilidades de diversas especies y que no se adecúan a las categorías taxonómicas occidentales.

El cuestionamiento a las identidades fijas, el rechazo a los términos impuestos y a categorías como LGBTQI+, la tendencia a la transformación y el entre como lugar privilegiado desde donde situarse en el mundo son algunos temas que afloran en poesías, ensayos y otras producciones que componen la ‘literatura indígena queer’(Tatonetti, 2014), también denominada ‘literatura indígena two-spirits’. Si bien existen disputas terminológicas, varios autores aunados en este heterogeneo campo eligen referirse a sí mismos como personas two-spirits con el fin de diferenciar la experiencia indígena de las disidencias sexo-genéricas blancas o no-indígenas. Two-spirits es un término paraguas, acuñado en los años 90, que abarca un amplio abanico de posibilidades y, a diferencia de las categorías occidentales, avanza en enfatizar en el aspecto espiritual. Ello abre paso a pensar en otras formas no-occidentales de experimentar y concebir el sexo y el género que no se adecúan ni al sistema sexo-género binario ni a la noción occidental de persona asociada a cualidades como la conciencia individual, la autonomía, la privacidad y la libertad individual.

Desde el wallmapu, el ngerewirinkafe epupillan (aprox. tejedor-escritor de dos espíritus) Antonio Calibán Catrileo (Curicó, Chile) también expande el sentido de las disidencias sexo-genéricas indígenas. A lo largo de los ensayos que componen su libro Awkan Epupillan Mew: dos espíritus en divergencia, el joven escritor mapuche desarrolla el concepto epupillan (‘dos espíritus’, de epu, ‘dos’ y pillan, ‘espíritu’). Imposible de ser definido de manera unívoca, epupillan alude a una idea amplia que excede al género en tanto, en términos de Catrileo, “epu es un dos abierto a otras cosas” (2019: 95). En efecto, no es una categoría de género, sino que, como afirma Valentina Bulo en el prólogo al libro de Catrileo, tiene que ver con un “modo de ver en las hebras de la singularidad”, con un lugar de entendimiento que no es “ni tan humano, ni tan indio, ni tan hombre, ni tan mujer” (2019: 14-15). Este lugar intermedio, múltiple y plural descentra al ser epupillan de cualquier encasillamiento en categorías estancas (‘mujer’, ‘hombre’, ‘homosexual’, ‘humano’, ‘indígena’, ‘mapuche’). En una de las tantas evocaciones poéticas a través de las cuales Catrileo se aproxima –sin pretender definiciones cerradas– a la noción de epupillan, expresa que “ser epupillan es devenir líquen: establecer relaciones simbióticas entre las diversas experiencias epupillan como sucede entre hongos y algas” (2019: 110). En otro pasaje, en un sentido similar y aunque nunca de manera unívoca, afirma “epupillan es la niebla que vuelve difusos los contornos” (2019: 108). Estas ideas permiten comprender más cabalmente aquello que Catrileo quiere decir cuando afirma que epupillan es un “dos abierto a otras cosas”. La “niebla que vuelve difusos los contornos” remite a la porosidad de cuerpos-personas que abandonan su individualidad para, como afirma Catrileo, hacerse plurales.

Fuente: «Kowkülen (Ser líquido)», Seba Calfuqueo.

En un texto online, Catrileo (2020) describe una escena del baile tradicional ckoike purrum (‘danza del ñandú’) en la cual se aprecia no solo una crítica al hetero-mapuche-patriarcado sino también un descentramiento radical del ser humano. Describe la mirada desconfiada e incómoda de los wentru [‘hombres’] al verlo a él, junto a su compañero Manuel, con las uñas pintadas y vestido con atuendos que solo las zomo [‘mujeres’] pueden usar. Ante la insistencia de las mujeres mayores, las papay, el joven se une al baile ritual de los hombres:

“Me uní con esos hombres, aunque yo no olía a masculinidad, sino más bien olía a otra cosa inclasificable. Sabía que no me querían ahí porque estropeaba la puesta en escena de hombres viriles emulando el cortejo de un pájaro. Porque yo precisamente no hacía eso, sino que para mí el choyke purrun era un espacio y tiempo para darme el placer de bailar y transitar (…) cerré los ojos y difuminé el ruido, poco a poco comencé a sentir que mis latidos se sincronizaban con el ritmo de Consuelo, y le pedí a los espíritus que nos estaban visitando en ese momento, que me borraran la humanidad por ese corto tiempo de ceremonia. (…) La niebla cubrió toda la rogativa, solo podíamos escucharnos y ver siluetas espectrales. Aún así sabíamos que estábamos girando. Saqué a Manuel al baile, me atreví a darle la mano, aunque dijeran que hombre con hombre no se podía. Yo sabía que ningunx de lxs dos era realmente un hombre. Éramos una energía compartida que se dejaba tocar por chiwayantü, la niebla. En ese baile poroso nos (Catrileo, 2020) besamos sin tocarnos: Manuel, la niebla y yo. Fue un gesto de amor epupillan”.

En los escritos de Catrileo, los desvíos que él reivindica no sólo designan las trayectorias “torcidas” de hombres mapuche con las uñas pintadas y vestidos de zomo, de hombres que no huelen a masculinidad. Sus desvíos creativos y rabiosos proponen un abandono de toda idea fija y cerrada acerca de lo que es la humanidad. Cuando pronuncia en una de sus poesías, “Aquí estoy, río herido / vine a lavar con tu agua las llagas / esas que me causaste sin saber bien por qué / No pude contener el dolor / necesitaba hidratarme un poco / Aquí estoy, río viejo, / escuchando tu palpitar. / Mi transformación de humano a raíz no ha sido fácil, / mi cuerpo cicatriza lentamente / aunque por dentro sigo húmedo” (Catrileo, 2015:   19), el escritor mapuche actúa como la niebla que vuelve difusos los contornos o, siguiendo la imagen evocada en la poesía, como el agua que parece diluir la frontera entre su propia humanidad y la no-humanidad del río. Difuminando los límites entre uno y otro, el contacto los vuelve porosos, permeables a la diferencia. Sin reducirlos a una misma entidad, los expande y hace múltiples.

Lecturas en clave abierta al otro

“¿Puede ser la impureza un derecho, uno más entre los múltiples derechos conculcados a los pueblos indígenas?”, se preguntó recientemente la historiadora Claudia Zapata Silva, para luego recordar las palabras del escritor peruano José María Arguedas al recibir el premio “Inca Garcilaso de la Vega” en octubre de 1968, cuando exclamó “yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”. Ciertas lecturas antropológicas podrían conducirnos a sugerir que, además de un derecho, la impureza es una característica constitutiva de las identidades amerindias (Lévi-Strauss, 1992; Viveiros de Castro, 2002a) en las que hay una permanente incorporación de lo ajeno y una disposición abierta a la diferencia que se ve reflejada, en los textos que compartimos, no solo en las formas indígenas de entender los procesos identitarios étnicos sino también en sus maneras de apropiarse de ciertos lenguajes poéticos e, incluso, ciertas lenguas, que, en principio, no les son propias. Lo mapurbe, lo champurria, lo chi’xi, lo asegi, las entidades two-spirits, lo epupillan, así como las anomalías y los desvíos, aparecen como puertas de entrada a antropologías-otras que, en este caso en particular, se nutren del mundo sensible de las aguas para describir y conceptualizar lo existente y sus características fluidas, porosas, abiertas, contra-mestizas y anti-identitarias.

Reivindicar esta creatividad indígena e invitar a entenderla dentro de lógicas nativas de mayor alcance no implica ni desconocer ni negar que los procesos de contacto con el mundo no-indígena han estado desde la época colonial y hasta hoy en día signados por la violencia y por una profunda desigualdad. Sino más bien, como sostiene Rivera Cusicanqui (2018: 81), colaborar en “revertir el lamento y transformarlo en gesto de celebración”.

En “De por qué escribo… Mollfvñ pu nvtram” (2005) Paredes Pinda sostiene:

“La lengua hispana nos ha violentado, lo confieso, nos ha socavado, por eso escribo; la lengua castellana me ha perdido sin retorno tal vez, me ha mordido los pensamientos y yo ‘pecadora’, pobre de mí, me he enamorado de la lengua castellana meretriz, me ha robado el mapuzungun (…) este pensar weñefe [ladrón] de mi, este espíritu weñefe de mi que vino de afuera y me mató el adentro, y nos  ha poseído a unos más que a otros”

Años después, en “Cartas al País Mapuche” (2014a), expresa:

“… porque soy una machi champurria, a mala honra. Sólo mapuche de madre, lo que ya me hace ‘ambigua’; y más aún poeta y profesora, ‘machi escueliá’, como dicen las papay, una anomalía, algo raro e indefinido. A pesar de mí misma, debo decir, porque si no “me atoro”y finalmente lo único que tengo, lo único que soy, y el único tuwün y küpan posible para los seres como yo, es la palabra”

Poseída por la escritura y por una lengua violenta que socava, que seduce y nubla los pensamientos y arrasa con otros lenguajes. Ladrona y pecadora por haberse entregado al lenguaje del colonizador, ambigua, rara e indefinida por haber accedido a la educación y provenir de una familia de filiación mixta. Las palabras de la machi y poeta huilliche, así como, en términos generales, todos los textos que referimos a lo largo de este escrito, nos permiten sugerir que, aunque no exentos de dificultades y de cuestionamientos propios y ajenos, los escritores indígenas que aquí reunimos han podido utilizar una de las potencias tecnológicas más grandes de los blancos –la palabra escrita– sin necesariamente sucumbir ante las trampas identitarias que imponen las fijezas de su lenguaje. Conscientes de que “las aguas y sus cursos nunca vuelven a ser las mismas” (Catrileo, 2019, A.: 28) y de que en todo río existen “desvíos que trazan el camino de sus aguas” (Catrileo, A. 2019: 48), la poesía, los ensayos y las narraciones que presentamos nos regalan la posibilidad de abrazar estas aguas tumultuosas y revueltas y nos animan a navegarlas en su complejidad.


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Arguedas en disputa

Por: Alfredo Lèal

A partir de la edición conmemorativa de «Los ríos profundos» de José María Arguedas (RAE-ASALE, 2023), Alfredo Lèal (Doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM), comenta críticamente esta publicación para interrogar quiénes articulan estos espacios y cuáles son las memorias que se conmemoran.


Las ediciones conmemorativas de la Real Academia Española de la Lengua son, además de incómodas para quienes gustamos de hacer anotaciones en los márgenes —no tanto, empero, nunca tanto como las de Cátedra—, reconocibles a primera vista. Esto se debe, sin duda, a que en todas queda la huella de aquel Quijote del cuarto centenario donde, por primera ocasión, muchxs de nosotrxs leímos cuidadosamente la novela que hubo de cambiar la historia de la literatura para siempre, cuyas pastas duras, en el libro que llevamos a bares y cafés y tratamos como se trata cualquier libro que esté realmente vivo, hacían difícil abrirlo en el microbús o el metro cuando la lectura lograba imponerse a las condiciones en las que viajábamos. No difícil: imposible doblar una de las tapas de manera que la mano libre, es decir, la que no sujeta el pasamanos, sostenga la totalidad del libro —¿será que el formato universal para los dispositivos electrónicos de lectura responda a esta necesidad, si no es que incluso se inspire en tan peculiar materialidad de la hoja impresa?—; como imposible era, también, no echar un vistazo a los textos que componían el volumen.

No quiero decir, sin embargo, que nos hayamos educado con esas ediciones. O no, al menos, quienes ya teníamos, hace cosa de 20 años —gracias sin duda a Piglia y los mitos en que había convertido a Macedonio y a Arlt— un gusto por las ediciones críticas. Al autor de la Novela de la Eterna y al de Los lanzallamas los leímos, a falta de una reedición de carácter popular conseguible por aquel entonces en México (hoy tenemos las de Ediciones B y Corregidor, respectivamente, a un click en Amazon), en los libros de la Colección Archivos, de la UNESCO; en bibliotecas o, a lo sumo, fotocopias, lo cual no impidió que nos entusiasmaran los textos de los aparatos críticos, al grado de pedirle al autor de los diarios de Emilio Renzi, de visita en el COLMEX, que autografiara nuestro trabajosamente conseguido Adán Buenosayres, en el que figuraba una de sus entradas como proemio. Digo esto porque tengo la sospecha de que el aparto crítico que venía con el Quijote nos ayudaba mucho más —lectores adolescentes que éramos— a confirmar el carácter erudito del texto que a ampliar, como se supone que lo haga, la lectura de una novela que, la mayoría, habíamos apenas hojeado en secundaria, alrededor de siete años antes de aquel 2005, en ediciones Austral o Porrúa, a saber, las que nuestros padres o bien nos heredaban de sus tiempos de estudiantes o bien conseguían en las librerías donde compraban los libros de la lista de útiles. Así, las ediciones conmemorativas de la RAE cumplían a secas con su rol de especialización.

Me doy cuenta, en este sentido, de que nunca las tomé muy en serio, quizá porque todas las mercancías de carácter masivo de la RAE —desde los diccionarios hasta los tuits en los que se denigra al lenguaje inclusivo (Fig. 1)— tenían y siguen teniendo un aura un tanto incómoda de alta cultura.

Fig. 1

En el caso de las ediciones conmemorativas, el efecto podría acaso compararse con el de un Platón o un Eurípides de kiosco publicado por Gredos que estuvieran prologados, hoy día, por Farid Dieck. Tal vez por eso no me extraña que el primer libro de las susodichas ediciones, tanto como el último (publicado este año)[i], abran, ambos, con un texto de Vargas Llosa. Del primero, es decir, la novela de Cervantes, lo entiendo; pero del más reciente, de Arguedas, me resulta, sin más, inaceptable, al menos para quienes sabemos de la rivalidad entre el autor de La ciudad y los perros y aquél de Los ríos profundos —los cuales, ahora recién editados, abren:

Entre todos los escritores peruanos el que he leído y estudiado más ha sido probablemente José María Arguedas (1911 – 1969). Fue un hombre bueno y un buen escritor, pero hubiera podido serlo más si, por su sensibilidad extrema, su generosidad, su ingenuidad y su confusión ideológica, no hubiera cedido a la presión política del medio académico e intelectual en el que se movía para que, renunciando a su vocación natural hacia la ensoñación, la memoria privada y el lirismo, hiciera literatura social, indigenista y revolucionaria. (Vargas Llosa en Arguedas 2023: XV)

Me pregunto, de manera muy honesta, si Vargas Llosa cree verdaderamente en estas palabras. Supongo, o mejor, quiero suponer que cuando has ganado el Nobel es casi un hecho que cualquier cosa que garabatees, sea en un papelucho —no tengo bases científicas para esto, pero no imagino a ninguno de lxs galardonadxs escribiendo en la app de notas de sus dispositivos móviles— o en la introducción de yet another book para la RAE, posee una fuerza que probablemente domine al autor, a diferencia de lo que, se supone, es el movimiento por excelencia de quien se dedica a hacer literatura (a crear una versión del mundo cuya sola condición sea la de estar hecha en su totalidad de palabras), que consiste en dominar toda fuerza (llámese ideología, economía o egotismo) que trate de vencernos antes de concluir el texto. ¿De veras cree el otrora candidato a la presidencia del Perú que la “confusión ideológica” de Arguedas es lo único que lo llevó a hacer “literatura social, indigenista y revolucionaria”? Y, suponiendo que así fuera, ¿es sólo la de “izquierdas” una “ideología”, sin que este nombre implique también las directrices del pensamiento liberal caracterizadas precisamente por difundirse, cuando no incluso imponerse, mediante los que Althusser definiera como aparatos ideológicos de Estado, como lo es la RAE?

Quisiera usar este párrafo que se encuentra al inicio de la nueva edición de Los ríos profundos como pie para comentar críticamente el concepto de “ediciones conmemorativas” bajo el cual la RAE recupera textos de autores —y, hasta ahora, sólo una autora: Mistral— para editarlos junto con el capital alemán de Bertelsmann a través del sello Alfaguara. Si, según la propia RAE, conmemorar significa “recordar solemnemente a algo o a alguien, en especial con un acto o un monumento”, ¿podemos decir que es claro a quién le pertenece, o mejor, quién articula el espacio de la memoria en el que dichos monumentos se están erigiendo? En otras palabras, ¿qué memoria exactamente es la que conmemora en estas ediciones —y, más importante aún, por y para qué?

Resultaría poco menos que una estulticia pretender ahora cierto carácter novedoso en la afirmación de que América Latina, desde su nombre mismo, está y ha estado atravesada —aparte de por las pugnas categoriales o directamente políticas por la especificidad del territorio y las diversas producciones culturales que han surgido en sus correspondientes regiones, o bien, más precisamente, debido a dichas arengas geográficas— por el problema de la memoria de sus pueblos. Cuando nos detenemos un momento a pensar lo que significa “recordar”, “rememorar”, “hacer memoria” en América Latina nos encontramos, casi sin excepción, con los problemas propios de un proceso doblemente cargado de significados político-sociales con algún grado de conflictividad para las partes que no se sienten directamente representadas por los resultados que produce. Me explico: si, por un lado, la memoria implica siempre una instancia institucional que la articule —aun cuando se trate de sujetos—, tenemos una larguísima tradición de textos que dan cuenta de nuestra estancia en estas latitudes; por otro lado, está el hecho irrefutable de que dichos textos, a veces incluso en su carácter de grafía, precisan de un destinatario capaz de decodificarlos, para cumplir con la función de la memoria,. Sintetizando, diríamos que la historia latinoamericana puede entenderse siempre ya como historiografía, en cuanto está en conflicto con la materialidad misma de sus condiciones de existencia y de posibilidad.

Digo pues que se trata de un proceso doblemente cargado de significados conflictivos porque es evidente quién se encuentra de un lado y del otro de las producciones arriba señaladas. Y aclaro: no se trata solamente de textos que daten, sea en forma escrita u oral, de antes de 1492 -textos que, no tanto para evitarnos las etiquetas coloniales/decoloniales sino, al contrario, para ahondar en ellas, podríamos denominar como precapitalistas-: ¿qué es, por ejemplo, la música de Bad Bunny sino una continuación de esas mismas producciones culturales que dan cuenta de una memoria latinoamericana siempre en disputa, incapaz de ser decodificada por ciertos destinatarios (pensaría yo, aunque acá hay un prejuicio de mi parte, que serían aquellos que tienen a la RAE como algo más que un árbitro cuyo trabajo es simplemente el de velar por que se respeten las reglas del juego)? Sin decir que es la única manera de estudiarlo, me parece evidente que a Benito Antonio Martínez Ocasio se le debe interpretar, como a Arguedas, desde la transculturación.

Llegamos así al que, creo, es el punto clave de la edición conmemorativa de Los ríos profundos, que podemos determinar mediante un criterio que cualquier estudiante de literatura podría considerar válido: cuáles son las ediciones con base en las que se realiza ésta y, así, por qué la ausencia —no sólo en la Nota al Texto sino incluso en la bibliografía (Fig. 2 y 3)— de la edición de 1978, volumen XXXVIII de la Biblioteca Ayacucho (Fig. 4), coordinada por Ángel Rama, cuestión central para entender el tipo específico de memoria que, mediante la disputa por obras y autores, se construye desde la RAE.

Fig. 2 y 3

Fig. 4

Para introducirnos en esta ausencia, es menester recordar un episodio en el que ya había habido una obra en disputa entre Rama y Vargas Llosa. En 1972, en la revista Marcha, el autor de La ciudad letrada escribía una reseña poco favorecedora para el libro Gabriel García Márquez: historia de un deicidio, autoría del peruano nacionalizado español. En la introducción al volumen publicado en Buenos Aires en 1973, que recopila el intercambio que mantuvieran en Marcha, dice:

El intercambio polémico dignificó en todo momento a ambos contendores, no sólo por ratificar en él las notorias y brillantes dotes intelectuales sino porque, a partir de un chispazo de desacuerdo, se vieron obligados a discutir en el más alto nivel, uno de los temas esenciales de la literatura como quehacer humano: qué es la novela, qué es un novelista, cuál es la dinámica que lo sacude y lo mueve a ser. Puede afirmarse que muy pocas veces como ésta un debate intelectual ha llegado, con todas las reglas del juego, a explicitar con claridad y audacia, diferentes concepciones sobre la escritura novelesca» (Rama et al 1973: 5)

Allende el hecho de que un medio como Marcha es material e ideológicamente impensable hoy en día y, además, considerando que no existe ningún otro que se le compare, creo que Vargas Llosa no sólo puede efectuar este tipo de actos conmemorativos en los que articula el ethos liberal de la literatura que prepondera la “vocación natural hacia la ensoñación, la memoria privada y el lirismo” porque no existen las condiciones en las que un crítico como Rama podría, perdonen la expresión, ponerlo en su lugar. Lo hace porque siempre es más sencillo silenciar a quienes están muertos. Quiero pensar, empero, que no hay una relación entre esta actitud y los propios compromisos que Vargas Llosa mantiene (¿“por su ingenuidad y su confusión ideológica”?) con ciertos grupos del corporativismo latinoamericano, como lo demuestra la foto con la que acompañara un tuit el ex ocupante del poder presidencial en México (Figs. 5 y 6), quien llegara al puesto después de un fraude electoral en 2006: Felipe Calderón Hinojosa —cuya “guerra contra el narco” gustaba, por así decir, del silencio de los muertos, en su caso los más de 350,000 que dejó.

Figs. 5 y 6

Especificidades prosopográficas aparte, me pregunto si las nuevas generaciones podrán leer a Arguedas sin que en ello estén en juego los conflictos propios que a mediados del siglo pasado escribieron un correlato de las atrocidades políticas articulando una serie de atrocidades literarias o, para ser más precisos, campo-culturales. Y no me refiero a que a Arguedas se lo considere como ajeno a casos que, desde Padilla hasta Aguilar Mora, podrían colocarlo en uno u otro lado del espectro ideológico, sino que quienes se acercan al autor de Agua, como nosotrxs hace dos décadas, cuenten con las herramientas interpretativas suficientes para entender por qué es fundamental en el ritmo de su prosa, la sintaxis del quechua; de qué manera leer los pasajes que parecen estar escritos desde los ecos mismos de la etnografía; en qué sentido pudo Arguedas decir que él no era un aculturado. ¿Existen las condiciones para que entendamos lo que significa la novela-ópera de los pobres (Rama 1978) —o, en su caso, el teatro vacío en el que Alejandro Losada (1985) quiso creer que se interpretaba ésta—, para que sintamos palpitar la heterogeneidad que encontrara en él Cornejo (1996), incluso para que le opongamos a ésta la categoría de hibridación de García Canclini?

Me temo que la respuesta a todas estas inquietudes es por ti y por mí, lectorx, harto conocida. De lo que no cabe duda es que Los ríos profundos sobrevivirán a todos ellos. Incluso a una edición de la RAE que decide olvidarse por completo de incorporar en su aparato crítico la de Ayacucho, quizá porque se propone hacer como que no existe aquel pasaje de la carta de Arguedas a Losada: “Algún día los libros y todo lo útil no serán motivo de comercio lucrativo en ninguna parte” (1972: 275).


[i] En el colofón, se lee: “este libro se acabó de imprimir en el centenario del deslumbrante viaje del autor de puquio a andahuaylas y ayacucho (1923), junto con su padre, siguiendo el susurro de su zumbayllu”.

Bibliografía

– Arguedas, José María (1972). El zorro de arriba y el zorro de abajo. Buenos Aires: Losada.

———————————— (2023). Los ríos profundos. Edición conmemorativa. Madrid: Real Academia Española de la Lengua – Asociación de Academias de la Lengua Española – Alfaguara.

-Rama, Ángel, Mario Vargas Llosa (1973). Gabriel García Márquez y la problemática de la novela. Buenos Aires: Corregidor – Marcha.

-Rama, Ángel (1978). “La novela-ópera de los pobres”. En La crítica de la cultura en América Latina. Selección y prólogos de Saúl Sosnowsky y Tomás Eloy Martínez. Cronología y bibliografía de la Fundación Internacional Ángel Rama. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

-Losada, Alejandro (1985). “Nueva novela y procesos sociales en América Latina: La contribución de Ángel Rama a la historia social de la literatura latinoamericana”. Texto crítico, Vol. 31–32, pp. 246-270.

-Cornejo Polar, Antonio (1996). “Una heterogeneidad no dialéctica: sujeto y discurso migrantes en el Perú moderno”. Revista Iberoamericana, Vol. LXII, Num. 176-177, pp. 837-844. 


El invento como operación universal en «Mar Paraguayo» de Wilson Bueno

Por: Francisca Ulloa

Francisca Ulloa, alumna de la Maestría en Literaturas de América Latina, recoge el texto de Wilson Bueno, Mar Paraguayo, y convoca en su análisis a vislumbrar en el escrito la invención de una lengua, de un lenguaje literario, de un lector.


En distintas entrevistas y charlas la directora de Zama (2017), Lucrecia Martel, profundiza sobre aspectos del idioma de los distintos personajes en la película y menciona cómo se construyó para cada uno un dialecto específico. Ella misma escribió y describió los modos de hablar de cada personaje, incorporando tonadas de distintas provincias de argentina, el guaraní, el portugués y el español del siglo de oro. Las formas de habla fueron construidas a partir de un montaje, creando un habla particular a cada personaje que se evidencia como producto de una convivencia cultural en distintos grados. Martel afirma que esto es una dimensión más de la invención de un pasado inaccesible, así como es la invención de la lengua nacional; para ella inventar el modo de habla a partir de rastros en el lenguaje actual tiene tanto de precisión histórica como cualquier otro artificio, y probablemente más precisión que la hegemonía de una única lengua.

El lenguaje montado, como parte esencial del paisaje sonoro de la película, es un señalamiento a la ausencia de estos registros: en vez de representarla en sus precisiones históricas (que son imposibles), se escoge representarla en su carácter polifónico que caracterizó a Latinoamérica. Esta operación, lejos de suscribir a un dominio político, escoge justamente representar los efectos colaterales que devinieron del desarrollo histórico. Es decir, no construye el lenguaje para que sea preciso históricamente, sino que construye distintos lenguajes y fonismos que den cuenta de los procesos de mestizaje e hibridación. No importa tanto exactamente cómo sonaban, sino cómo se construían y se superponían entre sí. Traigo a cuenta esta particularidad de la película sin buscar remarcar el cuestionamiento de la hegemonía de la lengua institucionalizada, que no es algo para nada nuevo, sino para pensar esta operación como una respuesta a la construcción de una identidad latinoamericanista, que disipa las fronteras nacionales y lingüísticas, y en este desafío reconfigura otro tipo de fronteras.

El montaje que realiza Martel para Zama es un punto de partida para reflexionar sobre estas operaciones de invención del lenguaje. Para ahondar en este tema me resulta interesante poner foco en la obra de Wilson Bueno, Mar Paraguayo (1992), pensándolo como una puesta en acción de esta operación que abre nuevas formas de abordar la literatura latinoamericana; y en el cual es posible profundizar en la construcción de un territorio indeterminado donde confluyen el español, portugués y guaraní. En Bueno se pueden observar estos “efectos colaterales” que se mencionan en el párrafo anterior y que revelan la manera en que se transforma el panorama sociolingüístico a partir de nuevos modos de hibridación e intervención. Pero esto no es solo un montaje de lenguas enfrentadas a través de interferencias, préstamos, transfonetizaciones, etc., sino también de otros registros que dialogan en el texto a través de ellas y se desafían performáticamente. Y es a partir de esta superposición de múltiples elementos sobre los que se construye el territorio de Mar Paraguayo: un entre-lugar, donde distintas categorizaciones que exceden el lenguaje desbordan las fronteras que las separan.

Nestor Perlongher escribe en el prólogo de Mar Paraguayo que esta publicación es un “acontecimiento”, la aparición de un nuevo lenguaje literario que inaugura un periodo de nuevas exploraciones en torno al lenguaje y que resuenan en su contexto histórico. La década del 90 está signada en gran parte de Latinoamérica por el ingreso del neoliberalismo, en que los flujos del mercado y la globalización sortean las fronteras nacionales con más fuerza que nunca. Pero frente a este escenario, la posición de la publicación de Mar Paraguayo es ambigua. Por un lado, hay un argumento anti mercado, es una producción que no se vende por sí misma porque sale del circuito de consumo burgués o legitimado. Pero por el otro lado, también hay una intención universalista, que desborda el mercado. Bueno enfrenta el reto de abrirse al diálogo cultural apostando a la sonoridad de otras lenguas y sensibilidad de quienes las hablan; todos pueden entenderlo, aun si no entienden palabras específicas. No oscila entre el cosmopolitismo y el localismo; ni siquiera se piensa esta dicotomía. Su texto responde a esta demanda que trasciende las fronteras nacionales, pero no pierde en el camino la marca local, al contrario, la refuerza.

Esto es posible porque el traslado del universo simbólico no depende de la traducibilidad en el sentido clásico, al contrario, es una traducción rebelde que se opone a la definición de las dinámicas de circulación internacional. La construcción neobarroca, con su multiplicidad de elementos, perturba el orden conciliador de las imágenes para proponer un nuevo régimen que habilita el ingreso al texto a través de su ambigüedad; y donde es el lector el que va otorgando sentido a los símbolos que lo atraviesan. Lo universal, entonces, se revela como un espacio vacío a conquistar que Bueno habilita a través del encuentro de las lenguas en movimiento.

Construcción del territorio literario de la Triple Frontera

La lectura de Mar Paraguayo no es una lectura simple, no sólo hay un entretejimiento de idiomas sino también una superposición de registros que derivan de estas lenguas. A través de una construcción artificial del lenguaje, Bueno propone una operación que abre nuevos puentes en dos contextos nacionales que se percibieron aislados culturalmente del resto del continente: Paraguay y su situación como país bilingüe, y la presencia de Brasil en un continente hispano parlante. Si bien Bueno no es el primer autor en escribir utilizando el guaraní o el portuñol, por la forma en la que está construido Mar Paraguayo ingresan elementos permiten que las tensiones excedan las palabras y sus posibles traducciones. Se construye una superposición de registros que aborda el conflicto histórico de otra manera y plantea un recorrido alternativo a los procesos de globalización. Antes de analizar estas dimensiones del encuentro entre las lenguas hay tres aspectos que pueden funcionar como marcos de lectura.

En primer lugar, y central para el análisis de Mar Paraguayo, es la presencia de la condición de migrante. La narradora lo revela inmediatamente en el texto de manera directa, aun cuando la fusión de lenguaje ya lo revela. Desde el principio, está exiliada de la certeza de la lengua nacional, no responde a una sino a todas, pero estas no se estructuran de la misma manera. Si el portugués y el castellano se devoran entre sí, el guaraní aparece incrustado, separando y entrelazando la lengua vernácula y la vehicular con una pausa o un sobresalto. A partir de este incruste se crea el vacío o la tensión que detiene y conduce el arremetimiento de las otras dos lenguas. Esto es interesante porque en su devenir histórico el guaraní ha expuesto de forma reiterada su potencia para liberarse de las estructuras tradicionales que contienen a la  lengua institucional. Desde sus inicios, el guaraní es una lengua que se muta y se transforma en el acto de la migración y del movimiento. De las múltiples variaciones del guaraní que se escuchaban en el periodo precolombino, producto de un constante flujo en el territorio, fueron pocas, reestructuradas y cada vez más homogéneas, las formas que sobrevivieron al periodo de la Conquista y colonización de América. Pero eso no implicó que el carácter mutable del lenguaje se perdiera completamente.

A partir de la conformación del Estado en Paraguay, una vez que el guaraní se vio reducido y organizado de acuerdo a lineamientos lingüísticos europeos, se pueden observar dos oscilaciones con respecto a las transformaciones durante el siglo XX. Un primer periodo, que puede datarse desde la guerra del Chaco 1932 – 1935 hasta el final de la dictadura de Stroessner (1954 – 1989), donde el Estado encuentra un vehículo de identificación nacionalista en el guaraní que luego evolucionará a una censura del lenguaje, inaugurando etapas sin sobresaltos tanto en lo estético y procedimientos, como a recursividad temática y semántica. Y, por otro lado, un segundo período superpuesto al anterior, atravesado por la migración y los flujos de población, que se caracteriza por ser un período de movimiento que enriquece las manifestaciones estéticas y literarias de la lengua. Si bien va a empezar en la década del 50, con operaciones que sortean la censura dentro de Paraguay y la escritura del exilio por fuera de Paraguay, se va a multiplicar tanto en formas como en cantidad con el regreso de la democracia hasta la actualidad.

Dentro de las distintas manifestaciones literarias que adopta el guaraní en este segundo periodo, es interesante observar la operación de lenguaje que ocurre en dos escritores icónicos de Paraguay exiliados durante los años del stronismo: Augusto Roa Bastos y Rubén Bareiro Saguier. Ambos autores habían explorado los cruces entre guaraní y castellano en su literatura, pero esto cobra un sentido aún mayor con el exilio. La necesidad de pensar en nuevos interlocutores posibles, en consonancia a su afán de dotar de visibilidad una cultura y una tradición literaria oral construyeron canales para romper el aislamiento cultural en el que estaba sumido Paraguay dentro del continente, en búsqueda de una expresión más bien latinoamericana que reposa sobre la oralidad y el componente colectivo del guaraní, y se habilita la lectura de estos nuevos interlocutores a través del castellano. Ahora bien, si desde el movimiento del exilio y la migración aparece una manifestación intelectual que atiende a la posibilidad de borronear fronteras sin liberarse del guaraní, los procesos sociales del 90 van a reforzar el surgimiento de nuevas manifestaciones estéticas y experimentales del lenguaje que pongan el foco en un habla más popular y cotidiana que excede la condición de cultura rural que había mantenido antes del stronismo. 

Para 1992, por primera vez el Censo Nacional contará más personas viviendo en ámbitos urbanos que rurales, es decir, se agudiza y evidencia en Paraguay un periodo de cambio demográfico de migración interna y descampesinización. A esta transformación debe sumarse el Tratado de Asunción, firmado en 1991 por Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, que sentó las bases del Mercosur, provocando un cambio en las relaciones económicas con Argentina, Brasil y Uruguay, y que dará lugar a una compleja situación de transición sociolingüística. El desplazamiento implicó también un desplazamiento de la lengua a zona urbanas, reduciendo el monolingüismo guaraní, y aumentando el protagonismo del jopara. Además, todo este proceso de cambio del paisaje demográfico coincide con el estatuto oficial que se otorga al guaraní en 1992. En ese sentido, las nuevas manifestaciones literarias no van a ser similares a la literatura del exilio, una literatura más “purista” en su tratamiento con el idioma, que rechaza la contaminación entre las lenguas.  

En el mismo año del censo y de la oficialización del guaraní, se publica Mar Paraguayo, cuya narradora pertenece a uno de estos flujos de movimiento que la depositan en un entre-lugar que va a construir Bueno. El guaraní, como una lengua en constante transformación, va a orquestar el encuentro entre dos lenguas más rígidas o limitadas por estructuras tradicionales. Dice el mismo autor, que el guaraní es esencial en el relato como el vuelo de pájaro, es justamente su carácter furtivo, su carencia de arraigo y discrecionalidad.

El emparentamiento con el portuñol selvagem también es parte de esta avalancha lingüística de las últimas décadas del siglo XX, proponiéndose extremar la confluencia de modos de oralidad de las lenguas. Esto se fortalece con la vinculación regional con Brasil y los movimientos migratorios producto de su peso económico. Es en este contexto que surge la exploración del espacio de la Triple Frontera como zona literaria y de mezcla lingüística. De todas formas Mar paraguayo, toma características particulares. Primero que nada, geográficamente está desplazado, situado en Curitiba, en el estado brasilero de Paraná; pero a lo largo del texto hay una distorsión geográfica que oscila entre las lenguas y que crea una mezcla artificial de ellas: una nueva Triple Frontera, que no corresponde necesariamente al habla coloquial de la escena geográfica fronteriza. El invento, lo que Perlongher nombra en el prólogo de la obra como un acontecimiento, radica en irse haciendo a medida que se avanza.

La artificialidad impide la estabilidad del relato, que se distancia, por ejemplo, de su contemporáneo paraguayo Damián Cabrera que integra las lenguas con una actitud menos celebratoria, donde el uso de estas radica en señalar no solamente la situación de negación e invisibilización simbólica del guaraní, sino también económica acercándose más a los escritores “puristas” como Roa Bastos. Al contrario de esta situación de denuncia, que en Bueno se borren las fronteras de la lengua es el mecanismo para romper todo tipo de fronteras, no señalarlas. La zona de intercambio que se produce en Mar Paraguayo responde más bien a la dinámica de la antropofagia, movimiento modernista brasilero, surgido en la década del 20. Si el mestizaje había provocado una convivencia cultural de subordinación y negación, la antropofagia implica crear una nueva identidad latinoamericana donde estas jerarquías se desarman. No solo hace estallar estas estructuras, sino que también desafía la gramática, las narraciones lógicas y los ordenamientos cronológicos. Hay una atención sobre la permanencia, lo antiguo no se piensa como lo pasado sino como la supervivencia de elementos en el ser contemporáneo.

Este continuo movimiento de devoración abre espacio para que reine la ambivalencia, las fronteras no están definidas sino invertidas. Esto, tanto en la antropofagia como en Bueno, no implica que haya tibieza en sus posiciones sino que es una característica central de la devoración. Es decir, no significa que el texto de Bueno sea menos crítico que el de Cabrera sino que en el texto de Bueno la antropofagia excede la realidad material: la identidad, en su caso, no está dada sino que se hace y rehace en el mismo devenir del texto, y arrastra consigo distintos registros latentes a lo largo del monólogo. Si para la antropofagia del 20, el componente indígena funciona como un arquetipo del ser nacional brasilero, cuya identidad está latente pero irresoluta, en Bueno no hay tal ser nacional porque no hay barreras nacionales. No busca una identidad de una región geográfica a través de la oralidad, tampoco señala un carácter etnográfico o antropológico, sino más bien una identidad que reside en la operación que la construye.

La Triple Frontera de Wilson Bueno

Douglas Diegues describe a los personajes de Bueno como personajes originales, selváticos, carnavalescos y fantasmagóricos; si las primeras tres condiciones se construyen a través del neobarroco, los elementos que se entretejen, se superponen y se devoran están cubiertos por la última condición: la cara fantasmagórica de la ambivalencia. El lugar desde donde habla la narradora es un lugar impreciso en todo sentido, una especie de limbo entre condiciones diferentes e incluso contradictorias. La parte “fantasma”, ni viva, ni muerta, es la tensión que sostiene la lectura performática de Bueno. La corporalidad que toma la fluidez del monólogo es parte esencial de su operación: antes que las cosas se terminen de nombrar ya se pone en cuestión su significado, sea con el encabalgamiento de las lenguas, a través de repeticiones o el agregado de sufijos o prefijos, y reconfiguran de esa manera el régimen de vacío y el devenir incierto. Ni siquiera el género literario es específico, oscilando entre la poesía, el monólogo teatral, la confesión novelesca. Lxs lectores están frente a un monólogo interminable, que parece más bien el flujo de una conciencia que se interrumpe constantemente pero sin cortar hilo, y que atraviesa el mundo externo y el mundo interno de su narradora sin mucha distinción.

Incluso el título es una ironía, no existe el mar paraguayo. El escenario que construye Bueno es casi un lugar onírico, el océano de indeterminación no sólo envuelve las lenguas sino también el espacio geográfico: se construye un entre-lugar que abarca las ambivalencias. Sobre este escenario, la dinámica antropofágica de Bueno va más allá de los aspectos materiales y atraviesa otros registros: el género, sexo y edad a través de los personajes, así como la clase social. La narradora, la marafona, está siempre lindando los límites entre mujer/varón; el viejo, cuya muerte dispara la narración, aparece constantemente desafiando la individualidad de la narradora y transformando su voz en una multiplicidad de voces. Sumado a las referencias al niño que también son ambiguas, por momentos edípicas e incestuosas. De cierta manera, la mujer ingresa como una figura que oscila entre estos dos personajes. Asimismo, tomando en cuenta la condición socioeconómica, si bien la voz narradora corresponde a una persona en condición de migrante no hay una enunciación que haga referencia directa a la figura explotada y marginal en sentido referencial. No se trazan fronteras rígidas sobre una condición socioeconómica particular.

Pero hay una de estas fronteras difusas que me resulta más interesante que el resto: hay una operación de movimiento entre lo humano y las formas híbridas de existencia. El cruce desborda la oscilación entre vivo y muerto. La cercanía de la muerte ronda en este entre-lugar desde el principio de la narración y a lo largo del texto sostiene las reflexiones y las reinicia. La insistencia cíclica en este tópico pareciera también generar otra oscilación de registros: entre la resignación cristiana, la idea de que es la muerte la única frontera certera, y la anulación de este límite. Esta oscilación no sólo se evidencia en la figura del viejo que continúa emergiendo en el texto a medida que la Marafona lo revive y vuelve a declararlo muerto; sino también por esa constante presencia del infierno, nombrado en las tres lenguas, como un espacio que se habita y que coexiste con el entre-lugar. La clasificación de la muerte se da a través de expresiones sensoriales, donde se van solapando los significados: la muerte como desintegración del cuerpo, como final, como dirección, como presencia, como escenario. En un verso, la Marafona termina el párrafo exclamando: “No, no desejo ver desfacerme in polvo y huessos ossossosporosos”. Esta frase puede servir para pensar este vaivén fantasmagórico de observar el proceso de muerte por fuera de sí misma, la muerte del cuerpo como una muerte material pero no total. Así como esta presencia/ausencia del viejo.

Así como hay un entretejimiento entre lo vivo y lo muerto, donde el sujeto y el cuerpo material se piensan escindidos por momentos, esta oscilación no recorre solamente de manera unidireccional. La búsqueda de otras formas de existencia también se acerca a una búsqueda zoológica. Este aspecto de Mar Paraguayo funciona para abordar una última dimensión esencial que no se ha nombrado hasta ahora: la oralidad del texto. Se habilita la construcción de un conocimiento que reside en el orden de los sentidos, pero sin someterse a un mero constructo al servicio de la humanización. Pero si el neobarroco prepara un espacio de superposición y reconfiguración simbólica, es el universo guaraní el que traza puentes para cruzar la frontera que separa al humano del animal. Incluso, Bueno describe al guaraní como el vuelo de un pájaro, “el alma-palabra convertida en párraro” es el mismo idioma el que encarna la devoración antropofágica del animal como otro y toma sus características. Pero no lo hace con un sentido de apropiación, es un movimiento más de esta capacidad de tránsito inter-especies. Aparecen los insectos y los pájaros, la tela de araña, como elementos que guían o construyen los pensamientos reproducidos en el monólogo. Se podría indagar si esta correspondencia entre la animalidad y el guaraní proviene de un estereotipo quizá asentado en un sistema de representación colonial que Bueno reproduce tácitamente, o si se trata de una operación que Bueno reinterpreta en otros tonos.

Si el ingreso y la importancia del idioma en esta construcción artificial radica en las fronteras que disuelve y no que crea, es en este mismo espacio de ambivalencia o disolución donde se pueden pensar el ingreso de un paradigma no europeo. El perspectivismo es esencial en Bueno, donde la apariencia corporal no es un atributo fijo, permitiendo la emergencia de una multiplicidad de voces que se da a través de una personificación que contribuye a que todos los artefactos se vuelvan ambiguos; son encarnaciones materiales de una intencionalidad no material. Lo fantasmagórico o lo espectral de la Marafona reside en su capacidad de ser cualquier especie en cualquier lengua, en cualquier lugar. Pero el carácter performático se construye en el encuentro de un manierismo corporal habilitado desde el perspectivismo y construido por la superposición de elementos del neobarroco. En este cruce se refuerza la disociación y redistribución de elementos: la araña por ejemplo, aparece en distintas ocasiones oscilando entre su significado guaraní de ñandu, que significa tanto araña como sentir: “(…) acá ñandu: su opacidad de sentimiento: me siento: sinto: ñandu: canceriana mi verbo es sentir: me ver: ñandu: o que vá de secreta identidad entre estos dos cosas abssolutamente distintas: arañas y escorpiones?”

Incluso el mismo texto se nombra como una telaraña, que puede pensarse desde el entretejimiento de lenguas y registros, como atravesado por el sentir: la muerte y el amor como grandes tópicos de Mar Paraguayo.

Ahora, este perspectivismo que adopta el texto abre un aspecto fundamental al que se hizo referencia en varias ocasiones: el lenguaje se inscribe menos como palabra que como voz. Lo performático en Bueno se completa en la oralidad de Mar Paraguayo. La construcción ficcional no es solamente sobre un lenguaje sino sobre la estructura artística, que también es cíclica, como si fuera un ritmo ritual que reinicia constantemente. Pero la artificialidad de la estructura, al mismo tiempo, impide que funcione como un elemento diferencial que nos remita a un sector social. En otras palabras, Bueno retoma la tradición poética latinoamericana que trabaja con la oralidad, pero no lo hace en la dirección ortodoxa. No recoge los elementos semióticos de origen oral-popular con la intención de que las palabras operen como unidades de significación que dotan al hablante de una identidad reconocida, sino que los reelabora para dotar a la hablante de una construcción que no obedece necesariamente a un proceso colectivo o grupal en sentido histórico, sino más bien ahistórico. Nuevamente, referenciando a una dinámica antropofágica, se invierte también la linealidad de la historia para pensar el pasado como una materia que se resiste a ser eliminada, como una dimensión lúdica que se revela contra la racionalización dominadora. El pasado no es un pasado referencial sino que está en el presente e incluso es contemporáneo a él, alejándose, por ejemplo, de la artificiosa fonética de los autores indigenistas tradicionales.

En la construcción idiomática de Bueno hay una ruptura de la sintaxis tradicional, que cede paso a una organización de palabras que no está relacionada con un orden lógico sino emocional e intuitivo, característico del lenguaje oral y colectivo. La relación entre frase y frase, entre lengua y lengua es implícita: surge de un contexto marcado por impulsos emocionales más que racionales. Las palabras están en movimiento, más que ser denominaciones fijas. Y en este movimiento, logra disolver la diferencia entre nacionalismo y cosmopolitismo, revelando lo universal como espacio vacío. Como menciona Aguilar en su texto sobre la antropofagia, aparece una idea que se pueden asociar con las ideas políticas que derivan de este movimiento: la identidad no está dada sino que es algo que está constantemente por hacerse, cuestionando la identidad misma como lazo comunitario. No hay codificación sino borramiento, se despoja al individuo de las señas de identidad para construir uno nuevo; reclamando de ese modo la universalidad a partir de una compleja singularidad.

Conclusión

Mar Paraguayo es un texto cuya ambivalencia permite un sinfín de abordajes y nuevos análisis. El acontecimiento, el invento de un habla no se limita a la enunciación de la voz narradora. También alude a un lector inventivo:

“a vos, lectores inventivos, más invenctivos que la invención de mi alma cautiva de estos derrames, de estos exageros de tango y guaranias harpejadas dolientes in perfecta soledad al margen de los lagos o de las profundas montañas, a vos, que me decifraron en outra dimensión, a vos confidencial”

En este punto, la narradora y el autor se fusionan y hacen referencia directamente al invento, pero este invento no implica un lector artificial sino a un lector/operador. Opera sobre un texto cuya comprensión es compleja y está signada por su propia lectura, los registros personales, su propia oralidad. El lector inventado es el que evidencia la imposibilidad de realizar una lectura cerrada sobre el sentido de la enunciación. Entonces, el invento no solo está en la obra, sino que desborda los límites textuales para ofrecerse como vehículo o como espacio donde la ambigüedad es la norma. En la indeterminación, Bueno crea también ese lector universal.

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De basureros e inodoros: lenguaje literario de la clandestinidad

Por: Andrea Zambrano

Desechos. Residuos. Sangre. Muerte. Sustantivos que, contradictoriamente, sirvieron para nombrar lo que por años se mantuvo innombrable, ilegal, invisible. Una literatura que encuentra en un lenguaje codificado la posibilidad de visibilizar, aún desde la clandestinidad, una realidad punzante. Hoy, a pesar de su conquista como derecho adquirido, la discusión por el acceso al aborto legal, seguro y gratuito en Argentina vuelve a instalarse.


Las escritoras Claudia Piñeiro y Dahiana Belfiori se propusieron construir un lenguaje ficcional como mecanismo para narrar, a través del relato como formato literario, experiencias de abortos secretos, ocultos, riesgosos y clandestinos, por medio del uso de objetos caseros o medicamentos de acceso reducido. En sus textos, “Basura para las gallinas” (Piñeiro, 2010) y “Por el inodoro” (narración que es parte de una serie de relatos más amplia titulada “Código Rosa”, Belfiori, 2015), Piñeiro y Belfiori narran una realidad que para el momento todavía estaba prohibida por la ley. Y esta prohibición encuentra en la ficción un refugio esencial para convertirla en experiencias posibles, visibles y nombrables. Un formato literario que les permitió a ambas hacerse de la función política de otorgar un lugar de enunciación a aquellos sujetos colectivos invisibilizados por la ley.

Imagen: Megan Diddie

En la narración que construye Piñeiro se nos presenta al personaje inicial justo en el momento en el que se dispone a atar una bolsa de plástico negro que llenó demasiado y que le cuesta cerrar. Un par de golpes cortos y secos la ayudan a comprimir el contenido para finalmente poder atarla con dos nudos. En el proceso se permite recordar que en su casa de infancia no había bolsas de plástico donde tirar los residuos y desperdicios:

Su abuela metía en un balde todos los restos que podían servir para abonar la tierra o para alimentar las gallinas (…) Al balde iban las cáscaras de papas, los centros de las manzanas, la lechuga podrida, los tomates pasados de maduros, las cáscaras de huevo, la yerba lavada, las tripas de los pollos, su corazón, la grasa.

Nuestra protagonista, narrada en tercera persona, sale del edificio dispuesta a dejar el bulto en el árbol donde suele parar el camión de basura. Lleva la bolsa cargada y abrazada contra su pecho cuando:

(…) se da cuenta de que la aguja de tejer perforó el plástico y saca su punta hacia ella, como si la señalara.

Mientras espera la llegada del camión siente una brisa fría que le corta la cara, implacable como el recuerdo de la aguja que también, hace años con su hermana, había usado su abuela.

Por eso sabe cómo hacer: clavar la aguja, esperar, los gritos, los dolores de vientre, la sangre, y después juntar lo que salió en el balde y tirarlo a las gallinas. Ella aprendió viendo a su abuela (…) Sólo que esta vez resultará mejor, porque ella ahora sabe qué tiene que hacer si su hija grita de dolor y no deja de largar sangre, sabe dónde llevarla, a ella no se le va a morir (…)

Belfiori, por su parte, nos presenta un relato con múltiples voces: por un lado, la protagonista viviendo la experiencia clandestina, y, por otro, la de quien, a la vez que contiene su testimonio, lo complementa con sus intervenciones escritas. Así, a través de este discurso ficcional, se hace presente la voz narradora (socorrista, escritora y mujer que ha abortado) hilvanada junto a la voz autoral para otorgar a la escritura un sentido sensible y militante, y para construir una cadena sentir-pensar-argumentar en torno al aborto y a la discusión de su legalización.[i]

El relato inicia con la voz de Laura, la protagonista del procedimiento clandestino, cuestionándose a ella misma por haber atravesado dos veces la misma situación. Deja entrever en sus palabras los conflictos que enfrenta con su núcleo familiar y sus vínculos cercanos: su madre, su padre, su hermana, su novio. Vive el proceso acompañada, pero no por sus afectos (siempre ausentes), sino por el grupo de contención al que pertenece la voz narradora:

No soy madre. Aborté. Aunque me sentí sola, también me sentí acompañada. Otras como yo estaban abortando quizás al mismo tiempo. Y ustedes existían al otro lado del teléfono.

La voz que narra, por su parte, se presenta intersectando las palabras de Laura:

(…) Todo se va por el inodoro. Aparece en la memoria de mi cuerpo un poema que escribí hace años:

/confirmación
una lágrima entre las piernas, roja
parece caer, como todo lo que gira
parece
yo la veo como si fuera de otra
incapaz de asumir la forma de la sangre

la vida y la muerte resbalando
hacia el inodoro.


Vuelve la sangre. Sale del cuerpo confirmando que no seremos madres (…) Rueda y niega lo que se espera de nosotras, se va por el inodoro. ¿Será que en la sangre que se pierde hay una prueba evidente -material, concreta, definida- de que elegimos la propia vida?

En el primer texto, Claudia Piñeiro opta por un lenguaje que permanentemente bordea lo indecible y que brinda al lector la posibilidad de leer una experiencia contundente mediante una escritura codificada que se apropia de objetos como recursos narrativos (la bolsa de plástico, la aguja de tejer), en un contexto en donde visibilizar el aborto en sus propios términos era todavía una hazaña. En el segundo texto, Dahiana Belfiori sí se permite nombrar lo que para el momento seguía transgrediendo los límites de la ley, pero visibilizado como realidad tangible en un contexto de lucha y reclamo constante en el ámbito de lo público. Hay también en el relato de Belfiori una escritura apropiada de ciertos objetos y recursos claves para contar la experiencia del aborto (las pastillas, el inodoro), no desde la codificación de las palabras sino más bien desde el testimonio directo como discurso narrativo.

Imagen: Megan Diddie

Un punto en común que comparten ambos textos es la propuesta de sus autoras de establecer un mapa de espacios y objetos útiles para la concreción del aborto como experiencia vivida desde la clandestinidad: basura, baños, baldes. Objetos y espacios a través de los cuales se expulsan y desprenden líquidos, restos, sangre. Una materialidad descartable que corre, que rueda, que resbala, que sale del cuerpo confirmando una decisión que niega lo que se espera de nosotras.

Una experiencia atravesada en compañía de madres, hermanas y abuelas por un lado, o de socorristas, auxiliares y cuidadoras por otro. Algunas desde la asistencia juzgante, otras, desde la presencia silenciosa. El recorrido temporal y escriturario que va desde “Basura para las gallinas” hasta “Código Rosa” refleja una transformación no solo en las formas de proceder respecto a la práctica del aborto (de las agujas de tejer a las pastillas de misoprostol), sino también en las maneras de ejercer y habilitar los espacios de acompañamiento (de procedimientos inseguros de intervención casera, a presencias que guían e informan sin ocupar la escena).

Saberes y conocimientos ancestrales que son, en definitiva, transmitidos por y hacia mujeres en esa dimensión de prácticas secretas, ocultas y encubiertas que suelen circular en la clandestinidad. Experiencias y conocimientos heredados y traspasados de generación en generación de redes femeninas, que encuentran en la expresión escrita la posibilidad de crear lenguajes y símbolos propios, tal y como en su “Hipótesis sobre una escritura diferente”[ii] (1981) había afirmado la escritora argentina Marta Traba. Son justamente estos elementos ancestrales atados a una realidad literal material (ilegal y clandestina), los que le han servido a la literatura femenina para reclamar la necesidad de auto percibirse y reconocerse como literatura diferente, a partir de la creación y circulación de claves escriturarias propias de un sujeto colectivo que busca hablar en lugar de ser hablado.[iii]

Así, tanto la protagonista del relato de Piñeiro que se siente señalada por la aguja de tejer que acaba de usar en el aborto de su hija, como la socorrista del relato de Belfiori que mientras acompaña un aborto rememora el suyo propio resbalando por el inodoro, logran ser visibilidadas y nombradas desde la ficción que las narra.

Con motivo del 8M, proponemos este análisis y sus lecturas como modos de circulación, trinchera, lucha y en defensa permanente de un derecho conquistado. De la misma manera en que exigía Marta Traba que a la literatura femenina -por diferente- se la aprenda a leer correctamente, hoy exigimos no volver al lenguaje de la invisibilidad y a la indecibilidad. A la clandestinidad corporal, cultural y literaria no volvemos más.




[i] Código Rosa y la ficción como refugio de lo prohibido. Recuperado en: https://revistatransas.unsam.edu.ar/codigo-rosa-y-la-ficcion-como-refugio-de-lo-prohibido/

[ii]  Traba, Marta. Hipótesis sobre una escritura diferente. 1981. Recuperado en: http://porlamatria.blogspot.com/2008/08/hiptesis-sobre-una-escritura-diferente.html

[iii] Ídem.

Naturaleza sublevada en «Río de las congojas»

Por: Candela Martínez Jerez

Candela Martínez Jerez, alumna de la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM), realiza en este texto un análisis de la obra Río de las congojas de la autora Libertad Demitrópulos. A partir de la obra de Demitrópulos, Candela propone una reflexión sobre la resistencia de la naturaleza a los colonizadores en el Rio Paraná.


El siguiente trabajo propone un análisis de Río de las congojas a partir de la idea de que la novela construye al río Paraná como epítome de la naturaleza de Santa Fe (asociada también al cielo, al bosque y a la humedad) para así dar vida a otro personaje subalterno, que se suma al linaje desposeído de Blas, Isabel y María, de acuerdo con sus respectivas posiciones mestizas y femeninas pobres. En este sentido, el mestizo menciona repetidas veces que los conquistadores eran “pobladores venidos de lejos a desencantar la tierra” (Demitrópulos, 2018:97). Frente a esto, la particular figuración de la naturaleza santafesina que él realiza la reencanta y animiza.

Temporalidad encantada

Abbate (2020) encuentra en la obra de Demitrópulos configuraciones narrativas propias de la “épica de los vencidos”: fragmentarias, no lineales, circulares o de sumatoria de peripecias, desarticuladas y de final abierto, en oposición a la “épica de los vencedores”. El objetivo de estos romanzi sería evidenciar y erigirse contra las pretensiones teleológicas, necesarias e imperecederas de los relatos imperiales de los vencedores, “con forma”, frente a la condición “amorfa” de las narrativas de los vencidos. Particularmente, en el caso de Río de las congojas, aquellos vencidos aludidos una y otra vez por Blas, son los mestizos involucrados en la Revolución de los Siete Jefes, cuyo final fue la decapitación de los líderes de la insurrección por parte de Juan de Garay. La novela, entonces, presenta un episodio fundacional fallido a la vera del Río Paraná previo a la fundación del puerto de Buenos Aires, a las orillas del Río de La Plata. La novela no solo se ancla en las peripecias ocurridas en Santa Fe, donde los conquistadores no pudieron asentarse, sino que lo hace desde una perspectiva “caleidoscópica y dialógica” (Abbate, 2020:309), a partir de la sucesión de puntos de vista de un mestizo, de una mujer de origen humilde y de una mujer “pecadora”, luego transfigurada en madre de un linaje ancestral. Así, no solo se escenifican los fracasos de la conquista, sino la pluralidad de las vidas atravesadas por aquellas desavenencias, cuyas trayectorias vitales tampoco se corresponden con la matriz teleológica de la victoria imperial.

En cuanto a la temporalidad de este tipo de relato épico, Abbate lo vincula con una reconstrucción de los hechos a partir de la lógica de la memoria, en términos de una evocación subjetiva, que a lo largo de Río de las congojas “construye una visión caleidoscópica y dialógica de aquel contexto histórico” (309). Esta visión también se caracteriza por el “tono íntimo” (2019:1) de los relatos de los protagonistas, entre los cuales “los efectos de sentido destellan en la frontera entre una conciencia y otra” (ibíd.). El propio título de la novela da cuenta de la intimidad del acontecer emotivo de los personajes con el río, en el cual viven (a su vera, sumergidos en él —por las sucesivas inundaciones—) y navegan sus existencias, en todas las direcciones (desde Asunción, hacia Sante Fe, hacia Buenos Aires y también en sentido contrario). Todas las marchas y contramarchas de sus erráticas trayectorias, alineadas con la arquitectura del relato, y sus respectivas congojas son figuradas en aquel cuerpo de agua, que “da carnadura” a sus afectos.

En este punto, quisiéramos proponer que la temporalidad mitológica y no lineal de la novela no solo se relaciona con la épica de los vencidos y con la impronta de la memoria en la representación de fallidos episodios fundacionales, sino también con características del terreno y de la naturaleza de Santa Fe, especialmente del Paraná, que se entretejen con la percepción mestiza de Blas para producir, en y desde la voz de este personaje, un encantamiento de la naturaleza frente a la avanzada colonial y extractivista sobre la tierra.

La voz del mestizo abre la novela y desde un comienzo narra su fascinación por la geografía del litoral: “El bosque cobija vidas hechas de palpitación que nunca mueren ni nunca morirán mientras haya boscosidades y selvas” (Demitrópulos, 2018: 69). El entorno donde se desarrolla su vida, por un lado, se adscribe a una temporalidad eterna, lindana a lo mítico, y, por otro, se animiza como muchas vidas, con sus propias palpitaciones, que dan ritmo a aquella temporalidad extra cronológica. También los amaneceres son objeto de contemplación del mestizo, quien los figura como “fantasmas que temblaran en la nublazón” (íd.). Nuevamente, lo extra cronológico y el pálpito, con matices de estremecimiento en este caso. Del mismo modo, las nubes protagonizan el paisaje narrado por Blas: “bajan alargadas a posarse en el lomo del agua, como quemazón de suspiros” (42). El cielo, particularmente, reposa sobre el río, se suspende y flota sobre él, evocando una respiración un tanto teñida por la melancolía, en forma de suspiros, que también remite a un vínculo singular con el tiempo, al redirigir al pasado.

Pero el Paraná como criatura no solo se figura como el lecho en suspensión de otros elementos de la naturaleza, sino que su ser envolvería una forma de consciencia: “El camalote es su pensamiento florecido y flotante y por donde empieza a enamorar” (11). El embelesamiento del mestizo con el río, creemos, está a la par de su amor por María Muratore. La intimidad de este vínculo no solo se afianza en la contemplación, sino también en formas singulares de encuentro corpóreo: “Si uno se llega con el mate a su vera comprueba que la vida se le ovilla y desovilla con el correr del agua, se desalma, queda puro huesos del pensamiento, sin carne ni habla, sin sueño en los ojos, y se siente irse en la corriente cuesta abajo” (10). En esta cita no solo se trama el tejido vital de Blas con el río, en un movimiento ajeno a una linealidad de la existencia, ovillada y desovillada en sintonía con el correr del agua; sino que su cuerpo se funde con el río, al igual que los otros elementos de la naturaleza percibidos por Blas.

Frente a esta unidad y armonía del mestizo con la naturaleza litoraleña, los protagonistas de la “épica de los vencedores” desarrollaron una aversión por ella: “La tierra siempre se malquistó con ellos, no la han sabido querer. Desencantar era lo que se habrían propuesto hacer con ella” (17). Más adelante, Blas agrega que a aquellos “pobladores venidos de lejos a desencantar la tierra, […] la tierra se los tragaba” (97). No solo la predisposición afectiva de los conquistadores con la naturaleza no era armónica (buscaban “desencantarla”), sino que la propia tierra los expulsó y se los tragó, por no saber —ni siquiera intentar— quererla. De este modo, la composición, en términos pictóricos o musicales, de Blas con el río es total. El mestizo forma parte de aquella naturaleza, que está en los orígenes de su familia y ancestros, pobladores del continente americano.

El linaje de Blas palpita y se recuesta sobre el Paraná como el resto de la naturaleza: “Sosegado mi ánimo, me puse a cantarle unos areitos y sentí que por mi boca y mi garganta él me traspasaba y se alojaba en mis adentros […]. Luego, ya en mi interior, se instaló su salobre especie; cadencias. Padre mío, le dije” (107). El río es parte de la subjetividad y la corporalidad de Blas, su especie y su cadencia se imprimen sobre su experiencia vital, íntima e interior, alejándola de la experiencia europea del tiempo, que busca conquistar el continente y arrasar también con sus cosmovisiones y figuraciones temporales y espaciales, con el linaje de Tupasy, apelada también por el mestizo: “Pero, ¿dónde se duerme mejor que en la canoa, cuando se la deja rolar tranquila sobre el río? ¿Dónde era más fácil la conversación con la finadita que alejado de la inquina del tiempo y de los negocios carnales?” (145) (destacado propio). El Paraná es su padre, su simiente, a quien declara: “Hasta en sueños me había acostumbrado a oírlo cuando golpeaba la orilla y me avisaba que mientras él viviera yo viviría y mientras él fuera fuerte yo tendría fuerza” (107). La temporalidad subjetiva, finita, se funde con el río, con su correr incesante, ajeno a las cronologías y los avatares humanos. La extensión temporal de la vida de Blas en el relato no es clara, se insinúa su carácter centenario, su correr paralelo al Paraná, cuando se describe la inclemencia e indiferencia de la geografía litorañela frente a los intentos de asentamiento de los conquistadores desencantados: “Cuando llegamos con Garay a esta costa de durezas y cardales nadie pensó que cien años después, hundidos los sueños, se estaría de nuevo al empezar. Por eso se van yendo. Mucho tardaron en maliciar la travesura. Despreciando la galanura de la costa de enfrente” (23).

En este sentido, en línea con lo postulado por Abbate, cuando plantea que el río es el espacio simbólico que articula una ficción de origen asociada a una mujer (Muratore), queremos agregar que aquella ficción de origen también abarca una geografía, con su bioma, y las comunidades originarias que allí residían, con anterioridad a la conquista de América. La voz y el fantasma de Muratore en el Paraná se suman al coro de voces de toda una comunidad: “Una vez ahí adentro, uno aprende a conocer la historia de sus abuelos comidos por los yacarés. Se entera de que su tata viejo tenía los pies rajados e hinchados como lo tuvieron su bisabuelo y su tatarabuelo y su más abuelo que todos, ése que principió el abuelaje; uno sabe así que ellos estaban siempre en el agua” (22). Una comunidad, un pueblo, un linaje cuya cultura articulaba otra percepción de la naturaleza, un acontecer casi anfibio, en franca oposición con la búsqueda de usufructo, explotación y saqueo del espacio, percibido como mercancía, de parte de los conquistadores desencantados.

Blas también ancla su particular percepción espacio-temporal en su condición mestiza: “El mestizaje no es únicamente un alboroto de sangre: también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sobre temporalidades. Todo se va trabajando al revés de los otros. ¿De cuáles otros? Ahí está la cuestión. Todos son los otros” (35). El movimiento, el discurrir del mestizo por la vida, entonces, implica en sí mismo una operación sobre el tiempo, figurado en fragmentos de temporalidades unidos por pisadas, marcado por el ritmo y la cadencia de direccionamientos diversos a la linealidad trazada en los caminos europeos que territorializan la tierra, la naturaleza. La trayectoria mestiza es, además, opuesta, contraria al avance y el desplazamiento europeos, nombrados como otredad. Todos son los otros, menos el río, menos la naturaleza. De este modo, retomando el concepto de la épica de los vencidos, en Río de las congojas la condición y la vida mestizas son las que disponen la temporalidad extra cronológica, el emerger de la otredad, el desvío y lo fragmentario.

Feminidades encantadoras

Para Isabel y María también todos son otros. No forman parte de ningún linaje. Ambas desconocen o fueron abandonadas por sus madres y padres. Ambas son pobres, con residencia en la calle del Pecado, en Asunción. Ambas, sin embargo, se ovillan con la materia encantada de la naturaleza del Paraná: Isabel, por medio de sus tejidos, textiles y literarios, María como resultado de la trama mítica que teje Isabel y, previamente, como dueña del anillo que le regaló Garay. Esta joya, por un lado, remite a una circularidad temporal extra cronológica. En torno al anillo, episodios de la vida de la madre y de la hija se repiten: el romance con el gobernador de Buenos Aires, los encuentros con un mozo colorado extemporáneo en sí mismo, cuyas repetidas apariciones —con variaciones–- se figuran en el juego anagramático de su mismo nombre (Salocin, Nicolás, Laconis).

Aquel anillo, de acuerdo con Blas, proliferaba numerosas historias sobre sus orígenes:

Muchas lenguas corrieron sobre el anillo. Que había pertenecido a una bruja quemada por la Inquisición, en Lima. Que lo sacaron profanando un ataúd. Que sus dueños fueron, entre otros, una reina de Inglaterra, una princesa gitana, un hechicero hindú. Que había causado el hundimiento de un barco. Que otro dueño, traficante de esclavos, supo pagar con él el precio de 150 negros de Guinea. En todos estos «sucedidos» estaba siempre interviniendo la fascinación. […] era un anillo hecho para la ilusión. Si parecía que hasta respiraba en su encender y apagar lucecitas (110).

Brujería, maldiciones, poder occidental y oriental, fascinación e ilusión: otro elemento encantado que respira, al compás de la naturaleza litoraleña. Su trama recorre el mundo y anuda al mestizo en otra línea temporal poco clara, entre la juventud de Ana, la de María y la vejez de un anciano que le da el anillo a modo de pago, luego de enunciar otra subtrama: que fue comprado a un indio que mató a una mujer blanca. Por eso, Blas tiene su propio encuentro con el enigmático y colorado anagrama léxico y temporal, cuando lo va a buscar para llevarse el anillo, reclamando un linaje en la Revolución de los Siete Jefes, que el viejo mestizo puede descifrar como falso. 

Sin embargo, toda la potencia encantadora del anillo se despliega en las tramas que teje Isabel:

Pero donde Isabel Descalzo ponía mayor énfasis en el señalamiento de un hecho referido a la finadita y donde dejaba abiertas las esclusas para las divagaciones de sus hijos era en la referencia que hacía sobre el anillo. El anillo de la finadita tenía escrito su destino; como ella lo vendió su destino es vagar hasta que aparezca el anillo […]. Ella decía «el anillo» y dejaba que los demás hicieran volar su imaginación; contaba con eso. Se apoyaba en varias historias juntas, originadas en distantes lugares del mundo. Bastaba que esas historias fueran sólo misteriosas, improbables y que la gente estuviera, eso sí, dispuesta a creerlas. Ella decía: la finadita, […] se aparecía en medio de las guazabaras a decidir la suerte, porque el anillo la traía y la llevaba a donde era necesario que estuviera (147).

La vida y la muerte de Muratore ligadas al origen fantástico e incierto del anillo despiertan la imaginación y se graban en la memoria de los herederos desposeídos, los propios hijos de Blas e Isabel, cuyo linaje y herencia adquieren la forma de una fantasía, de la materia verbal que los envuelve y les brinda una comunidad: la del río padre y María Muratore como madre mitológica:

Si otros tenían blasones ellos tenían su historia con una mujer que parecía hombre por lo valiente pero que fue una gran amante. La fueron creando en sus mentes: la finadita era blanca, hermosa, casi había sido la madre de ellos. Por poco no había sido […]. La fueron sintiendo como la protectora de la familia, como la madrina del cielo. Cuando les preguntaban en dónde vives, respondían: en lo de Muratore; cuáles son tus bienes: una tumba; tu origen: una mujer heroica; tu patrimonio: el amor; tu postrimería: un recuerdo (148).

De este modo, proponemos que el matrimonio entre María Muratore y la naturaleza da origen a una comunidad de desposeídos, donde las mujeres crean destinos extraordinarios, ajenos a sus condiciones materiales y sociales y desdibujan los linajes masculinos o su ausencia. El carácter fundacional de Río de las conjogas está en el nacimiento de una narrativa de aquellos sin orígenes válidos o validados en las sociedades que les son contemporáneas: pobres, prostitutas, mestizos y negros. Esta fundación aprehende incluso existencias ajenas a lo subjetivo: la naturaleza, el territorio, la tierra conquistada. Creemos que este encuentro puede pensarse también en la clave de planteos feministas ambientalistas actuales, que enuncian el punto de contacto entre la naturaleza y las mujeres como entidades explotadas por el capital. La conquista de América representa, de hecho, un episodio fundamental del proceso de acumulación originaria, que da origen al sistema capitalista en el que vivimos hoy en día. En esta línea, en Feminismo para el 99%, se denuncia una “pulsión inherente al capital”, la “de aprovecharse de esas mismas condiciones que le son imprescindibles, esas bases y requisitos por cuya reproducción se rehúsa a pagar” (2019:96) que abarcan tanto el trabajo reproductivo de las mujeres como a la naturaleza. Previamente, las autoras hacen énfasis en que “las sociedades capitalistas tienden estructuralmente a desestabilizar los hábitats que sustentan a las comunidades y a destruir los ecosistemas en los que se sustenta la vida” (94). Contra ello, abogan por la necesidad de crear un ethos diferente, que se repregunte, entre otras cosas, “dónde trazar la línea que separa sociedad de naturaleza” (36). En la novela, María Muratore toma una determinación que conmueve los cimientos de la sociedad que buscaba implantarse en la tierra a conquistar: “No bien puse pie en tierra me alcanzó un pesar: aquí moriré, dije. No volveré a La Asunción. Soy la semilla: para eso me trajeron. Así, pues, hago tierra y no sofocaciones. Echo raíces y no suspiros. Me planto. Me confirmo. Pero yo no soy sólo naturaleza” (Demitrópulos, 2018:31). María se rebela ante el “destino natural” de las mujeres en aquellas expediciones. Antes que semilla, piensa en la muerte. Antes de ser usufructuada como simiente, define su destino de morir “como un hombre”, disfrazada de tal, combatiendo. ¿Pero qué significa no ser solo naturaleza?, ¿qué sentido se le da a este término? Creemos que uno vinculado al ordenamiento social moderno: las mujeres como madres de la sociedad moderna, con aquellas tareas reproductivas mencionadas en Feminismo para el 99%. María no es solo eso, el litoral santafesino tampoco es solo una tierra a desencantar, explotar y saquear. María construyó un destino diferente al de “madre natural”, para convertirse en madre mitológica de una comunidad desposeída; del mismo modo que el río se “tragaba” al tiempo, “ese impostor” (112). Agregaremos: el tiempo cronológico, el tiempo europeo, el de la conquista, que comienza a desarrollar su acumulación necesaria y lineal en la conquista de América.

Bibliografía

Abbate, F., “Las novelas de Libertad Demitrópulos: Vindicación de la forma que no llega a ‘buen puerto’”, en Badebec, vol. 10, n° 19, Universidad Nacional de Rosario, 2020.

————, “Río de las congojas, una obra para repensar la historia”, en Nuevo Texto Crítico, Standford University.

Arruzza, C., Bhattacharya, T. y Fraser, N., Feminismo para el 99%. Un manifiesto, Buenos Aires, Rara Avis, 2019.

Demitrópulos, L., Río de las congojas, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2018.


Un análisis en torno a American Me, de Edward James Olmos

Por: Maria Ximena Méndez Mihura

María Ximena Méndez Mihura, alumna de la Maestría en Estudios Latinoamericanos (UNSAM), realiza en este texto un análisis de la película American Me (1992), de Edward James Olmos, atendiendo a los rasgos clásicos del western que, aquí, están atravesados por la conflictividad étnica y racial.

La película American Me (1992), dirigida y protagonizada por Edward James Olmos, pertenece al grupo de películas “de rasgos autoetnográficos” (Pratt, 2011) y rescata los conflictos interraciales entre anglicanos y latinos, la historia de las pandillas, la vida diaria de las cárceles, sus redes de poder paralelas y sus negocios. Se desarrolla por completo en territorio norteamericano, en la zona del este de Los Ángeles. Este espacio opera aquí, siguiendo a Tudor (1989), mediante la relación civilización-barbarie, que plantea otros dos grandes ejes simbólicos que utilizan los realizadores de films para tratar al Oeste en tanto espacio: el jardín y el desierto.

El desierto es un espacio indómito y lleno de peligros, que no ha sido conquistado ni ganado para la civilización; o ha sido ganado para la civilización, pero existe siempre el peligro de su pérdida. Mientras tanto, el jardín es un espacio que cobija a sus habitantes y en el que todo está por hacerse; en él la naturaleza es favorable y guarda semejanza con el Edén. El jardín puede existir como una manera de pensar, recordar, soñar o proyectar esa geografía, en la esperanza o la promesa de un sueño por cumplir; también en el ideario patriótico de Norteamérica. Cabe aclarar que el desierto puede constituir el jardín para determinado tipo de personajes (ej. bandido) y viceversa, como se verá más adelante.

Como estrategia metodológica, se estudiará el arco dramático de la historia siguiendo un análisis de recursos expresivos. Asimismo, se tendrán en cuenta los rasgos de uno de los géneros del cine clásico: el western, que es estudiado por Tudor (1989), quien señala que son: a) la distinción entre civilización y barbarie; b) el naturalismo; c) la figura del solitario; d) el entorno social, con su estructura básica, que es la familia; e) el sistema de ritos que define la cotidianidad; f) los argumentos: la aplicación de la ley y el orden; la venganza; el conflicto económico; los pequeños granjeros que pueden constituir una comunidad defensiva; la agrupación de defensa contra el indio (el otro); g) los hombres que asumen esta caracterización son de dos tipos: el hombre de la ley y el bandolero. Cabe destacar que el género western evocó la epopeya de los pioneros de Norteamérica que habían ido a poblar la antigua periferia, el «Salvaje Oeste», que sigue viviendo hoy en rasgos de distintas películas de Hollywood, en las que ya no se intenta ir al Oeste en tanto oeste de los Estados Unidos, sino hacia una nueva periferia: al Sur, América Latina.

La película American Me pertenece al grupo de películas que revisan el sueño americano de manera crítica en el cine de Hollywood. Debido a su suscripción al cine noir, observamos un mundo engañoso donde interviene un individuo marginal al sistema. Se trata de una película del cine negro contado por un narrador mediante el mecanismo de la voz en off que se usa para evocar un tiempo pasado, y unas circunstancias específicas.

En el análisis veremos cómo American Me (1992) lleva la huella que dejó Goodfellas (1990). La primera tiene como narrador a un bandido, figura que (siguiendo los planteos de Fojas, 2009) ha conformado uno de los estereotipos más perdurables de los mexicanos en la historia de Hollywood; además fueron el núcleo simbólico y el ícono cardinal de las historias del límite entre los Estados Unidos y México. Muchas de las películas de westerns tienen lugar en los límites entre los Estados Unidos y México; de ahí, títulos como Río Grande (1950), dirigida por John Ford, o Río Bravo (1959), dirigida por Howard Hawks, que dan cuenta del río como un límite natural en vez de mostrarlo como la consecuencia política de la guerra que perdió México.

American Me se inscribe en una genealogía de películas que adaptan la biografía de un delincuente al cine, entre las que podemos mencionar McVicar (1980), dirigida por Tom Clegg, entre otras. Además, se inscribe en la genealogía de historias que abordan el tema de las pandillas. Para Maciel (2000) la representación cinematográfica de las pandillas merece destacarse, ya que se ha convertido en todo un género cinematográfico que ha recibido un gran apoyo en Hollywood. En mi opinión, American Me se suscribe a un grupo de películas que toman la temática de las pandillas, pero que pertenece al grupo de películas del cine noir, por su rasgo característico del tratamiento de la delincuencia urbana.

La puesta en escena de la película tiene un gran trabajo en cuanto a recreación de tiempos históricos: primero, en una cárcel de los Estados Unidos, Montoya Santana recuerda su vida. Luego se ambienta en la época de la Segunda Guerra Mundial, en 1943, para ir hacia fines de los años cincuenta y, después, a la actualidad. La película nos lleva al mundo del crimen organizado y su estructura jerárquica con divisiones de trabajo similar a una estructura burocrática.

En el montaje de la película predomina la elipsis, otra característica común con Goodfellas, por la que el relato pasa de una determinada situación espacio-temporal a otra (Casetti y Di Chio). Se sitúa en los años cuarenta, cuando ya los Estados Unidos habían entrado en la Segunda Guerra Mundial, con los conflictos raciales entre anglicanos y latinos. Esto también está presente en Zoot Suit (1981), de Luis Valdez, película en la que, según señala Mejía Núñez (2016: 477), hay un personaje que encarna la conciencia del pachuco, quien le dice a Henry Reyna en el momento en que se ha enlistado para ir a pelear en la Segunda Guerra Mundial: “Olvida la guerra en el extranjero…Tu guerra es en tu propio país”. Esto también lo plantea en el comienzo del relato el mismo Montoya Santana en American Me, quien también recuerda a sus padres (Pedro y Esperanza), ambos pachucos[1]; allí se expone la situación de conflicto social que se vivía en esos tiempos, respecto de los latinos en los Estados Unidos.

Desde el principio del relato se enmarca un tema que continuará hasta el final de la película: la distinción general entre civilización y barbarie, rasgo del western que en esta película está atravesado por la conflictividad étnica y racial.

En un centro de tatuajes de Los Ángeles, en junio de 1943, su padre Pedro y su novia Esperanza tenían una cita. Observamos a Esperanza que viaja en un autobús, un anglicano se retira y otro está leyendo el diario Los Ángeles Times, en cuya primera plana se lee el titular “Zoot Switers Attack Military in Detroit” (“Los pachucos atacaron a militares en Detroit”).

Más adelante se oye en la radio a Walter Winchell[2], quien está comentando los disturbios que hay entre militares y pachucos. Al llegar al lugar donde está Pedro son atacados por jóvenes enlistados en la Marina norteamericana, y violan a Esperanza.

Estos hechos que relata Montoya Santana ocurrieron y contextualizan la situación de tensión racial y el rol que tuvieron en crispar esas tensiones algunos periodistas. Décadas antes se había promulgado la Ley de Inmigración de 1917, de aplicación escasa, y posteriormente se dio la Repatriación mexicana —que consistió en repatriaciones y deportaciones de mexicanos y mexicoamericanos a México desde los Estados Unidos durante la Gran Depresión entre 1929 y 1939 por el Gobierno de los Estados Unidos—. En segundo lugar, remite al asesinato de Sleepy Lagoon[3], el 2 de agosto de 1942, cuando José Gallardo Díaz[4], un campesino de 22 años, fue descubierto inconsciente y agonizante. En la actualidad se considera que el juicio penal careció de los requisitos fundamentales del debido proceso. Allí, diecisiete jóvenes latinos fueron acusados ​​de homicidio y procesados. Además de acusar a la víctima de ser pandillero, jamás se esclareció el asesinato. Este hecho histórico fue tomado como el centro de la trama en la película Zoot Suit (1981), de Luis Valdez.

En tercer lugar, se alude a los disturbios de Zoot Suit Riot de 1943. Siguiendo a Andrews (2015), en el contexto dado por la Segunda Guerra Mundial y el inminente ingreso de los Estados Unidos en el conflicto, hubo un racionamiento de distintos productos textiles. Sin embargo, muchos sastres continuaron fabricando los trajes zoot, que requerían demasiada cantidad de tela. Una parte de la ciudadanía, y particularmente muchos militares, vieron en el uso y el consumo de estos trajes un acto antipatriótico.

Por esto, en el ataque a Pedro y a su primo, los marineros les rompen las vestiduras, recreando de esta forma una situación que se había vivido en esa época. Andrews (2015) señala que el 31 de mayo de 1943 se dio un conflicto entre militares y mexicoamericanos, que tuvo como consecuencia que un marinero terminara recibiendo una fuerte paliza. Así, a partir de la noche del 3 de junio de 1943, momento al cual remite la historia de la película, en que ocurre el ataque a los padres de Montoya Santana, unos cincuenta marineros de la Armería de la Reserva Naval local de los Estados Unidos fueron caminando con palos y armas al centro de la ciudad de Los Ángeles, atacando a cualquiera que tuviera estos trajes. También los días siguientes a este hecho los ataques a los latinos por parte de los militares siguieron, con la connivencia de la Policía local.

Montoya Santana es un personaje que está basado en Rodolfo Cadena, quien había nacido meses antes de estos hechos, el 15 de abril de 1943, con lo cual podríamos interpretar que el director Edward James Olmos quiso remitirse a un contexto histórico conocido por la comunidad de origen mexicano en los Estados Unidos y reelaborar la historia del personaje real. De este modo, enlaza los sucesos históricos que son parte de la historia del país y la vincula más aún con la vida del delincuente, reforzando la cuestión de que el criminal también es producto, como el resto de los actores sociales, de esos sucesos históricos, marcados por hechos políticos y decisiones gubernamentales. Olmos, además, buscó poner en evidencia la situación previa al contexto en el cual se hizo la película, donde se daba una explosión de las pandillas y sus consecuencias delictivas.

Luego, la película se centra a fines de los años cincuenta, en el barrio de trabajadores migrantes donde vivía Santana junto a su familia, en el este de Los Ángeles, California. A partir de aquí, Montoya Santana cuenta su propia historia mediante la voz en off. American Me,así, guarda similitud con Blood in, blood out (1993), dirigida por Taylor Hackford porque ambas películas están basadas en la vida de Rodolfo «Cheyenne» Cadena[5].

En 1959, Montoya Santana se la pasa en las calles para evitar a su padre y sus malos tratos. En las calles tiene a sus amigos: Mundo Méndez y J. D., personaje basado en otro criminal, Joe «Pegleg» Morgan. Así, vemos al protagonista enmarcado por su entorno social, rasgo del western, Montoya plantea que es una familia disfuncional.

Santana, J.D. y Mundo Méndez han formado su “clica” o su pandilla y una noche son apresados por un delito menor. J. D. recibe un disparo y queda discapacitado de una pierna. Santana entra a la cárcel y en la primera noche uno de los reclusos intenta violarlo, y él lo mata, lo que complica su situación legal y aumenta su pena.

Santana asciende en la escala delictiva y en la estructura de poder “al interior de la cárcel”. Construye una estructura organizativa delictiva, la mafia mexicana o la Eme[6], que agrupa a los latinos en las cárceles de USA. Esta organización delictiva rivaliza y aventaja a las otras organizaciones delictivas que nuclean a presos de otras etnias como la Hermandad Aria[7] o los Guerreros Negros[8]. Así se dan aquí las agrupaciones de defensa contra el otro, rasgo del western, cuestión que nos muestra la realidad en el interior de las cárceles norteamericanas, es decir, la balcanización de la sociedad norteamericana en etnias debido al racismo.

Se representa la cárcel como el lugar donde se crea una estructura de poder burocrático paralelo al de la fuerza de seguridad de la prisión, que, aunque es estricto, tiene baches y filtraciones que permiten este desarrollo. Aparecen el transcurrir y el día a día rutinario y los lazos que se dan entre hombres que cumplen una condena, sus celadores y carceleros y también sus negocios al margen de las autoridades y la ley. De este modo, se está frente a un sistema de ritos que define la cotidianidad, rasgo del western.

A Santana le cabe el arquetipo del bandido del western. Hay una analogía entre Santana y muchísimos personajes de los westerns, en los que, además de los hombres de ley y los colonos, se encontraba el bandido. De esta forma, la cárcel en esta película se convierte en un espacio que se asocia tanto al jardín como al desierto. Está asociado al jardín debido a que la falta de control, o bien las falencias de las autoridades carcelarias, son utilizadas por los delincuentes para llevar adelante sus negocios. Esa falta de control convierte a este espacio en un desierto, ya que los crímenes más atroces son perpetrados con total impunidad.

Observamos el mundo del narcotráfico, las pandillas y el hampa desde sus inicios hasta nuestros días, y también las rivalidades entre todas estas organizaciones. Por ejemplo, uno de los presos le recrimina a Santana que “el polvo” —refiriéndose a la droga que le vendieron— estaba sucio y que él pagó una carga limpia y ahora se encuentra enfermo. Santana le da lo que se había pactado y se compromete a averiguar qué fue lo que pasó para solucionar el inconveniente. Consulta con J. D. y da la orden de matar al responsable del problema. Mundo Méndez junto a otro integrante de la Eme ejecutan la orden. Se trata de un miembro de los Guerreros Negros, lo cual provoca un enfrentamiento entre la Eme y los Guerreros Negros. En la película se menciona que también se estaba formando otra nueva agrupación llamada Nuestra Familia[9] con armeros que la Eme ha rechazado.

Edward James Olmos in American Me.

Por otra parte, se puede observar otra variante de la vida de Rodolfo «Cheyenne» Cadena. Cadena fue encarcelado en la Institución Vocacional Deuel cuando tenía 16 años., luego estuvo en San Quentin[10]. La película se realizó en la cárcel de Folsom. Según Collado (2019) se habría pactado con las pandillas de la prisión para poder rodar la película. De esta forma la película se caracteriza también por su naturalismo, exigido por los acontecimientos y escenarios, rasgo del western.

En los diálogos de July y Santana acerca de sus inquietudes sobre política están presentes cuestiones como el hecho de que Rodolfo Cadena tuvo contacto con organizaciones políticas latinas como Brown Berets[11].

Santana trata de reorganizar el negocio fuera de la cárcel. Así lo vemos intentando negociar con don Antonio Scagnelli, un distribuidor de cocaína, de ascendencia italoamericana. Scagnelli tiene a su hijo preso hace seis meses en la cárcel. Santana y J. D. van a hablarle para presionarlo con la seguridad de su hijo en la cárcel, y así cambiar el negocio. La pretensión Santana y J. D. era controlar la distribución de la droga en el este de Los Ángeles. Sin embargo, Scagnelli se muestra indignado y les advierte que si algo le ocurre a su hijo dentro de la cárcel, se arrepentirán.

Los integrantes de estas organizaciones mafiosas son personajes que buscan un progreso o una mejora económica. Este conflicto económico que enfrenta a débiles y fuertes constituye un rasgo característico del western. Uno de los argumentos tratados es el costado negativo del sueño americano, encarnado en el hombre del hampa y la avidez de hacer dinero a costa de lo que sea.

Santana y J. D. dan la orden, y Mundo Méndez junto a otros miembros de la Eme en la cárcel viola y mata al hijo de Scagnelli. Como contrapartida, Scagnelli envía a las calles del este de Los Ángeles una partida de droga pura, y esto hace que muchos consumidores mueran por sobredosis y otros terminen al borde de la muerte. Esto incluye al barrio donde vive la familia y los amigos de Montoya Santana. Scagnelli contrata a los Guerreros Negros para matar a los fraccionadores de droga de la Eme. De esta forma se da el argumento de la venganza, propio del western.

En otra de las escenas del film, Santana se encuentra en la cárcel con Popote, y este le pide piedad por la vida de su hermano Popotito. Santana habla con J. D., quien ha dado la orden de matar a Popotito; y, entonces, J. D. contacta a Mundo Méndez y da la orden de matar también a Santana. Ante esto, Popote cumple y mata a su hermano en un paraje descampado.

Santana en la cárcel es ultimado a puñaladas por Mundo Méndez y sus hombres. Se muestra la aplicación de la ley y el orden, rasgo del western, visible en la condena que debe cumplir todo aquel que transgrede la ley. Además se presenta la ética y los principios en hombres que pueden ser marginales, otra característica del western, por ejemplo, el Japo se niega a participar del asesinato de Santana, pese a la amenaza de Mundo. Aquí vemos lo planteado por Hobsbawm (1983), pues Santana, como la mayoría de los bandidos, termina traicionado. La justicia norteamericana lo atrapa y se lleva los laureles. Este tema de la traición por parte de uno de sus colegas está subrayado en el personaje de D. J., presentado con el estereotipo del bandido traidor y sin códigos. En cuanto a Montoya Santana, se lo presenta como un hombre con un código moral, otro rasgo común al western. En este sentido, la película responde también a las características del western en cuanto retoma el arquetipodelsolitario, encarnado en el propio bandido Montoya Santana.

A Santana le cabe el arquetipo del veedor blanco de Pratt (2011), pero en este caso particular es un veedor que no llega a ninguna periferia. Se trata de alguien que mira con unos ojos que han sido atravesados por haberse formado en las prisiones de los Estados Unidos, donde lidera su propia red delictiva y ha vuelto a su lugar periférico en el centro imperial. Donde se reencuentra con la vida del ciudadano de a pie y la vida en libertad.

Para concluir, en American Me, Edward James Olmos reelaboró la película Goodfellas (1990) de Scorsese; la tomó de modelo, tal como hicieron otros directores de Hollywood. El principio de ambas películas presenta carteles con la leyenda «basado en una historia real». En el caso de American Me, en particular, lo que refiere específicamente es que “los hechos presentados son fuertes y brutales, pero todos ellos están inspirados en hechos reales”; el final está acompañado por rótulos en que se nos informa que en 1992 más de tres mil muertes en los Estados Unidos estuvieron relacionadas con pandillas. Otro rótulo da cuenta de hechos tomados de la vida real que se recrearon para la película. Esta aclaración es pertinente ya que, como hemos visto, se han cambiado algunos hechos o lugares, que difieren de los hechos reales.

Existe en los personajes de ambos filmes cierta nostalgia por una época mejor para ellos: en el caso de American Me, al principio sólo se trataba de niños que buscaban tener un grupo al cual pertenecer. Al final, se devela que todos tienen la marca de pertenecer a una pandilla: Pedro, el padre de Santana, y también July, quien lo tapa con maquillaje; de este modo, se los muestra respondiendo al arquetipo de nativos subhumanos. Así observamos otro de los rasgos del western: los pequeños granjeros que se unen para constituir unacomunidad defensiva. Aquí, este rasgo es reelaborado bajo la presencia de personas indefensas que se han unido buscando un grupo al cual pertenecer y para defenderse en una sociedad marcada por el racismo.

American Me no solamente pertenece a la forma de representación de rasgos autoetnográficos(Pratt, 2011), pues su director, reparto y la historia que están contando son de origen latino. También se incluye bajo la ficción crítica de los años noventa; se estrenó cuando el modelo conservador de las dos administraciones del presidente Reagan y su sucesor, el presidente George H.W. Bush, ya estaba agotado.

Finalmente, el género de la película es un híbrido entre el melodrama y el cine negro. El director nos trae la vida en las cárceles, sus redes de poder y sus negocios. Un universo en el que incluso los sin ley se rigen por un código que sanciona duramente las transgresiones.

Bibliografía:

Andrews, E. (2015). ¿Qué fueron los disturbios de Zoot Suit? Publicado el 18 de noviembre de 2015. Disponible en: https://www-history-com.translate.goog/news/what-were-the-zoot-suit-riots?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=sc

Casetti, F. y Di Chio, F. (1991). Cómo analizar un film. Barcelona: Paidós

Collado, F. (2019). American Me (1992): Crudo retrato de un outsider. Página Web: El cine en la sombra. Publicado 3 de diciembre 2019. Disponible en: https://www.elcineenlasombra.com/american-me-1992-el-crudo-retrato-de-un-outsider/

Fojas, C. (2006). Schizopolis: Border cinema and the global city (of angels). Aztlán: A Journal of Chicano Studies, 31(1), 7-31.

Fojas, C. (2009) Border Bandits: Hollywood on the Southern Frontier. Prensa de la Universidad de Texas: Texas.

Hobsbawm, E. J. (1983). Héroes primitivos: Estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales en los siglos XIX y XX. Barcelona: Ariel S.A.

Maciel, D. R. (2000). El bandolero, el pocho y la raza: imágenes cinematográficas del chicano. México: Siglo XXI.

Maciel, D. R., y Susan Racho. «“Yo soy chicano”: The Turbulent and Heroic Life of Chicanas/os in Cinema and Television». Chicano Renaissance: Contemporary Cultural Trends. Ed. David R. Maciel, Isidro D. Ortiz y María Herrera-Sobek. Tucson: University of Arizona Press, 2000. pp. 93-130.

Mejía Núñez, M. G. (2016). «Ser pachuco en California». Revista Sincronía, núm. 69, enero-junio, 2016, pp. 471-480, Universidad de Guadalajara. Guadalajara: México. Disponible en: http://sincronia.cucsh.udg.mx/pdf/69/mejia_69.pdf

Méndez Mihura, M.X. (2016). Sujetos y espacios latinoamericanos en películas estadounidenses de ficción en la primera década del siglo XXI. Lo latinoamericano como peligro para la cultura o seguridad norteamericana: una mirada antes y después del 11 de septiembre de 2001 UNSAM—CEL.

Pratt, M. L. (2011) Ojos imperiales. Literatura de Viajes y transculturación. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Russo, E. A. (2003). Diccionario de cine. Buenos Aires: Paidós.

Tudor, A. (1989) Cine y comunicación social. Barcelona: Ed. G.G.

American Me

Director: Edward James Olmos

Duración: 126 min.

Estados Unidos


[1]Pachuco/as: Jóvenes de origen mexicano en los Estados Unidos. Son descriptos por Mejía Núñez, M. G. (2016:474) como «los jóvenes nacidos en Estados Unidos, de padres inmigrantes, entre 13 y 19 años, hablaban inglés, además de utilizar una jerga para comunicarse entre ellos, formar pandillas. Utilizaban los zoot-suiters, que provenía de la tradición del jazz». El estilo zootie se atribuyó al sastre Louis Lettes y a Nathan Toddy Elkus. Estos jóvenes no tenían dinero y usaban los sacos grandes de algún mayor.

[2]Walter Winchell: periodista y locutor. Tuvo una audiencia masiva que generaron tanto admiradores como detractores. Fuente: Britannica, T. Editors of Encyclopaedia (20 de junio de 2021). Walter WinchellEnciclopedia Británica. Disponible en: https://www.britannica.com/biography/Walter-Winchell

[3]Sleepy Lagoon: era un embalse junto al río Los Ángeles frecuentado por mexicoamericanos. Su nombre se debía a la canción, «Sleepy Lagoon», del compositor Eric Coates, con letra de Jack Lawrence, que fue grabada en 1942 por Harry James. Era una de las mayores reservas de agua que irrigaba el Rancho de la Familia Williams, en los años cuarenta y ubicado cerca de la ciudad de Maywood. El hecho histórico de Sleepy Laggon fue el arresto de los jóvenes pachucos en agosto de 1942 por el asesinato del joven José Gallardo Díaz.

[4]José Gallardo Díaz (1919-1942). Disponible en: https://www-pbs-org.translate.goog/wgbh/americanexperience/features/zoot-jose-gallardo-diaz/?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=sc

[5]Rodolfo «Cheyenne» Cadena (15/04/43 – 17/12/72) fue jefe de la mafia mexicano-norteamericana o La eMe (la letra M en español). Cadena nació en San Antonio, Texas. Cadena se convirtió en miembro de la banda Barrio Viejo (ahora conocida como Barrio Bakers). Fue encarcelado en la Institución Vocacional Deuel en 1959. En el momento de su condena, Cadena tenía 16 años.

[6]La Mafia Mexicana, La Eme o MM: organización criminal en los Estados Unidos de América conformada mayoritariamente por personas de origen mexicano. Es la pandilla más poderosa en las prisiones.

[7]La Hermandad Aria: grupo del crimen organizado en los Estados Unidos dentro y fuera de las prisiones.​ Son supremacistas blancos.

[8]Los Guerreros Negros (Black Guerilla Family): grupo afroamericano del poder negro del crimen organizado en los Estados Unidos. Fundado en 1966 por George Jackson, George «Big Jake» Lewis y W.L. Nolen, quienes cumplían sentencia en San Quentin en el condado de Marin, California.

[9]Nuestra Familia: organización criminal de pandillas penitenciarias mexicoamericanas con orígenes en el norte de California.

[10]Prisión estatal de San Quentin (SQ): ubicada al norte de San Francisco, en el condado de Marin, empezó a funcionar en julio de 1852. Es la más antigua de California.

[11] Brown Berets (Boinas Cafés): organización política latina formada hacia 1967 por jóvenes que buscaban evitar la violencia policial discriminación contra la comunidad y la latina.

Narrativa transtemporal

Por: Alejandra Laera

Alejandra Laera es titular de la cátedra de Literatura Argentina (UBA) y codirectora de la Maestría en Periodismo Narrativo (UNSAM), además dirige el Instituto de Literatura Argentina. Es autora de los libros El tiempo vacío de la ficción. Las novelas argentinas de Eduardo Gutiérrez y Eugenio Cambaceres (Fondo de Cultura Económica, 2004), Ficciones del dinero (Fondo de Cultura Económica, 2014) y de numerosas publicaciones. En este texto invita a repensar una política de la literatura a partir de la potencia de las narrativas transtemporales.


Empiezo con una pregunta[i]:

¿En qué se distingue la coexistencia de diferentes temporalidades en un mismo momento del mundo (por ejemplo: ahora), de la coexistencia de diferentes temporalidades en una misma novela (por ejemplo: Mugre rosa, de la escritora uruguaya Fernanda Trías, publicada en 2020, que cuenta la contaminación letal del aire y las aguas en la costa uruguaya)?

Voy con otra:

¿Qué dura más: un rato vivido en el mundo (por ejemplo: la hora que puede llevar leer este ensayo) o un rato transcurrido en una novela (por ejemplo: la descripción final de la tala del pino que abarca en una sola oración las más de diez páginas finales de Leñador, del escritor chileno-norteamericano Mike Wilson, de 2013)?

La última pregunta es de multiple choice:

¿Es más real la velocidad capitalista que arrasa con el mundo conocido que la velocidad de las acciones que se suceden sin respiro en la novela Cataratas de Hernán Vanoli del 2015? Sí. No. Depende.

Por supuesto, estas preguntas son más que un juego, son más que una trampa para “hacer caer” al que responde. Probablemente muchxs de quienes están leyendo piensen, de hecho, que es más fácil saltearse en soledad renglones enteros del final de la novela de Wilson que no firmar un documento de google forms contra el calentamiento global que circula por los grupos de wasap. Y casi con seguridad, nadie diría que es más real el aceleracionismo narrativo de Cataratas que el aceleracionismo como estrategia política radicalizadora de las contradicciones del capital que han presentado, con objetivos opuestos, la derecha y la izquierda en los últimos años. Y, sin embargo, es precisamente sobre esos contrastes que quiero llamar la atención, aunque no para, y esa sería la trampa, exhibir el valor diferencial de la literatura, incluso su superioridad, en la revelación de los problemas que aquejan al mundo que vivimos. En cambio, me interesa pensar, siempre localizadamente, por un lado, dentro del ámbito de las humanidades y con el marco del estado de crisis instalada que atravesamos (financiera, climática, ecológica), en la recuperación y revisión de la idea de función para la narrativa ficcional, no como una búsqueda ad hoc sino como efecto potencial de la imaginación narrativa desplegada en las novelas mediante ciertos procedimientos específicos. Por otro lado, en el terreno de la relación muchas veces reactiva entre ciencias y humanidades, me interesa plantear los alcances irreductibles de la imaginación ficcional en lo individual y lo público, tanto frente a lo apocalíptico o lo negacionista de los discursos mediáticos como respecto del lenguaje especializado, y tantas veces hermético para el lector común, de las ciencias.

Es en este punto, precisamente, donde podemos repensar una política de la literatura, ya no tanto a la manera en la que Jacques Rancière la postula para la novela moderna en términos de representaciones del mundo y de un reparto efectivo de lo sensible en el que intervino la ficción realista en la época de su reinado, sino en sede contemporánea, como politicidad de la literatura en términos de imaginación narrativa sobre el mundo y sobre otros posibles repartos de lo sensible que esa imaginación narrativa habilita. Como si entre la novela moderna y la novela contemporánea se pasara, para decirlo a modo de procedimiento gramatical, de los tiempos perfectos o imperfectos al tiempo de los condicionales.

Alicia Herrero, Vanitas, 2021-2022, Acrílico, madera, lienzo, acero, 175 x 200 x 9 cm

¿Qué es, entonces, volviendo, lo que llamo narrativa transtemporal?

Se trata de un conjunto de novelas contemporáneas que despliegan una imaginación narrativa en la que conviven tiempos y temporalidades muy diversas que afectan a sus protagonistas y orientan las tramas y su desenlace. En ella, pasado, presente y futuro se pueden discontinuar, superponer, yuxtaponer, condensar, alternar, ensamblar, diluir… Y en ella, también, puede haber a la vez cronología, anacronismo y heterocronía, continuidades, repeticiones y ciclos, líneas, rizomas y espirales, homogeneidad y heterogeneidad.

Les comparto dos ejemplos bien contrastantes. El primero es Distancia de rescate (2014) de Samantha Schweblin. La novela se compone sobre la base del diálogo entre una mujer y un chico que intentan detectar, por medio del relato de ella, con el que busca reconstruir los días previos en el pueblo sojero donde viven, el momento exacto del pasado en el que se produjo sin causa aparente su envenenamiento mortal y el de su pequeña hija, el mismo que antes puso al chico al borde de una muerte de la que lo salvó la ¡transmigración de las almas! practicada por una curandera local. Desde el inicio, la novela subraya la necesidad de encontrar el detalle que provocó los envenenamientos: el chico insiste en que la mujer los observe hasta dar con el que importa, que para ello vuelva hacia atrás, que saltee lo demás. “Todo eso no es importante, y ya casi no nos queda tiempo”, le dice. “¿Por qué sigue entonces el relato?, le pregunta ella. Y él: “Porque todavía no estás dándote cuenta. Todavía tenés que entender.” Avanzada la novela, nos enteramos de que ese relato en busca del detalle se hizo más de una vez, siempre el mismo pero un poco diferente; es decir que leemos solo una de las versiones de un relato que, a su vez, es una de las versiones del pasado. Ese detalle concentra la explicación que permite comprender lo que ocurrió (el envenenamiento por agroquímicos usados en las plantaciones de soja), e incluso, se sugiere en la narración, anticiparnos a lo que vendrá.

El relato, por medio de un complejo juego temporal en el que prevalece la recursividad (detenerse, recapitular, avanzar para volver a contar: desacelerar la narración para, paradójicamente, no perder más tiempo), incita, acicateado por un diálogo que se abre a temporalidades con lógicas diversas, a despertar la atención y activar una imaginación sobre el mundo que vivimos que nos permita comprenderlo mejor y, también, y por qué no, vivir mejor en él. Es lo que llamo, en el conjunto de la narrativa transtemporal, novelas de la desaceleración narrativa: un modo de ralentizar argumental y procedimentalmente la sobreexplotación capitalista de los recursos naturales, en este caso por medio de los agrotóxicos, para empezar de nuevo y relacionarnos ecoafectivamente con el ambiente que nos rodea.

El siguiente es el otro ejemplo, el opuesto. En Cataratas (2015) de Hernán Vanoli el presente está hecho de elementos y ambientes actuales incrustados con proyecciones de un futuro próximo: la vida de los protagonistas transcurre entre reconocibles viajes en tren o micro hacia Misiones, un congreso de ciencias sociales y actividades de contrabando, escritos de investigación para Conicet, la información y las acciones de la red implantada en el iris de los ojos con la que hasta se puede pagar con débito automático, la vida que transcurre en plataformas virtuales de élite,  mutaciones experimentales que alteran los cuerpos hasta la discapacidad o la superpotencia. Todo está mezclado y sin embargo es distinguible, incluso el pasado, que retorna en una célula terrorista enclavada en el monte misionero que defiende el ecosistema de contrabandistas de químicos de alta gama, y también en los nombres de los personajes, en los que reconocemos a militantes de organizaciones armadas de los 70 (como Marcos Osatinsky o Alicia Eguren), a sindicalistas (como José Ignacio Rucci y Lorenzo Miguel) e incluso a antiguas figuras de la televisión (¿se acuerdan del Facha Martel, de Cristina Lemercier?). En Cataratas hay realidad y virtualidad, comida chatarra y biotecnología, guerrilleros, villanos, superhéroes. Y todo se narra, con el marco de una novela de aventuras decimonónica, de manera profusa, acumulativa, proliferante: en catarata parece avanzar la información, la acción, la trama. Nada se detiene nunca, nada se repite de la misma manera: la aceleración se lleva al máximo y la novela se convierte en el relato de una aventura fármaco-socio-sensorial-tecnológica. Y si en Leñador, como mencioné al comienzo, la última acción era una última oración de más de diez páginas en las que el protagonista describía la tala de un pino en los bosques del Yukón (otro espacio de aventura), en Cataratas, en la última página y cuando todo parece haber concluido, se precipita un desenlace inesperado lleno de súper acción en el que cabe la posibilidad de que en el futuro se redistribuyan los roles entre buenos y malos y que los buenos triunfen y hasta elijan vivir ecoafectivamente en ambientes naturales. Esta es una novela de la aceleración narrativa (como si pusiera en el relato el Manifiesto Político Aceleracionista de Williams y Srnicek): un modo de agudizar argumental y procedimentalmente las contradicciones del capitalismo y pasar a una fase poscapitalista, en este caso por medio de la biotecnología.

Alicia Herrero Estimate U$S 5.000.000.- Quianlong Vase , 1998 (Estimado U$S 5.000.000.- Vaso Quianlong) Lámina de aluminio y esmalte, 270 x 56 x 15 cm

Como espero se haya notado, si empecé este ensayo con un juego que era más que un juego no fue por pretensión de ingenio, sino porque esta multiplicidad diversa de tiempos y temporalidades implica, por un lado, un ejercicio compositivo de las novelas que requiere de recursos y procedimientos narrativos específicos, pero, por otro lado, implica, por la vía de un despliegue de la imaginación narrativa, una puesta en juego de concepciones del tiempo e interpretaciones de su pasaje. Y desde ya, y esto me interesa recalcarlo acá, implica un modo de leer: un modo de leer de la crítica cultural que, a partir de unas historias narradas con unos procedimientos específicos, sondea la imaginación narrativa desplegada en ciertas novelas, no para explicarla ni menos aún comentarla, sino para, despegándose de ella, sondear entonces (la expresión viene de la traducción de un libro de Isabelle Stengers) en los modos en que esa imaginación narrativa activa una imaginación y unas prácticas que ya no son del orden de la novela sino de la vida en el mundo. La narrativa transtemporal, la imaginación narrativa transtemporal es de lo que más me interesa, en estos tiempos, justamente, de crisis, de lo que se da en llamar “agotamiento del mundo”, de pesimismo ante la pregunta “¿hay mundo por venir?, de condiciones en las que los finales ya no lo son de los relatos, como se decía en los 90, sino de las especies, en un momento en el que la escala y las formas relativamente controlables de los objetos y los elementos naturales se han alterado por completo y hablamos de cuasi-objetos e hiper-objetos en un registro que no es solo teórico.

En un tiempo presente, así, como este, la imaginación narrativa transtemporal está entre lo que más me interesa por su activación novelesca sobre el mundo y su potencialidad de activación en y para el mundo. Porque la transtemporalidad, en tanto modo de leer de la crítica cultural, nos permite conectar a las novelas con el mundo que habitamos al interpelar directamente los paradigmas modernos y modernistas del tiempo y, por lo tanto, a ciertos trayectos emprendidos sobre ese mundo que habitamos.

En un libro ya clásico como Nunca fuimos modernos, que tiene casi ¡treinta años!, Bruno Latour dedica una sección al tiempo, y lo distingue claramente de las temporalidades al explicar que el pasaje del tiempo puede tener múltiples interpretaciones y cada una de ellas es la temporalidad. Esa distinción es central, como sabemos, porque supone, además de nuestra comprensión histórica del tiempo, de nuestra organización de los acontecimientos, una naturalización de la experiencia colectiva del tiempo (que desde ya no es lo mismo que la experiencia individual del tiempo, una suerte de temporalidad personal que implica el aburrimiento o la ansiedad o la rutina o lo que fuere). Cortes radicales en el presente, rupturas epistemológicas y derogación del pasado, horizonte continuo de progreso, cronología secuencial, linealidad, irreversibilidad: esa es la comprensión moderna del tiempo; es, por lo tanto, la temporalidad moderna impuesta a un régimen temporal que admite otros funcionamientos, ¡temporalidades!, en los cuales no hay necesariamente una asimetría entre pasado y futuro. Frente a la interpretación unívoca del tiempo que quiere ser la temporalidad moderna, otras interpretaciones posibles que no son lineales sino espiraladas, porque, sostiene Latour, “siempre seleccionamos activamente elementos pertenecientes a tiempos diferentes”. Si no ordenamos los hechos a lo largo de una línea sino siguiendo la forma de la espiral, nos dice, vamos a ver que acontecimientos que parecían alejadísimos se encuentran próximos, que coincidencias entre pasado y presente que parecían arcaísmos resultan de la fractalidad propia de esa selección activa de tiempos diferentes que solo la imposición de una temporalidad moderna (de una idea moderna del paso del tiempo) puede desechar. Es que, concluye Latour, de lo que se trata no es ni del tiempo ni de una temporalidad sino de la politemporalidad.

Politemporalidad: algo tan evidente, cuando nos lo dicen, como lo es, para la física, que el tiempo pase más rápido en las alturas (los bosques árticos del Yukón en Leñador, el monte misionero en Cataratas) que en la llanura (el campo sojero de Distancia de rescate, la costa atlántica oriental en Mugre rosa), es decir que transcurra a velocidades diferentes. De esto último no habla Latour pero lo aprendí con Carlo Rovelli (en El orden del tiempo) y también lo podemos pensar como otra posibilidad de la politemporalidad porque supone que, al mismo tiempo, el tiempo tiene velocidades diferentes y por lo tanto habilita interpretaciones diferentes de su pasaje. Como sea, ¿por qué, entonces, siguiendo a Latour, no hablo de narrativa politemporal sino de narrativa transtemporal? La diferencia es del orden de lo específico: mientras la politemporalidad describe la multiplicidad de modos posibles de interpretar el paso del tiempo, la transtemporalidad es la imaginación de la experiencia concreta de la coexistencia de temporalidades que ponen en cuestión las relaciones habituales entre pasado, presente y futuro. Esa experiencia concreta es solo posible en la ficción, de allí que la noción de transtemporalidad sea específica, es decir específicamente literaria. En la narrativa transtemporal, y ahí radica su potencia, el desorden asignado generalmente a nuestro modo de imaginar el futuro está puesto también en el presente y en el pasado, como si nuestra visión desenfocada del mundo que marca, según también lo explica Rovelli en su libro, la diferencia entre pasado y futuro se aplicara en 360º para alterar la lógica conocida. Por eso, a diferencia de otras narrativas que han puesto de relieve el tiempo, ni solo ejercicio compositivo, ni solo, tampoco, ejercicio argumental (ni tampoco, desde ya, la exploración a la vez de la subjetividad moderna y de la novela moderna que hizo la novela de Proust).

Con la transtemporalidad de la novela contemporánea podemos imaginar narrativamente la politemporalidad como coexistencia, como tensión, como colisión, como colapso, pero también, en su comprensión, activar modos ecoafectivos de habitar el mundo, prácticas discretas activadas por la imaginación una vez que cerramos el libro. Esa es su irreductibilidad. Y también la de la crítica en la medida en la que, con nuestros modos de leer, sondeamos en esa imaginación narrativa transtemporal, sondeamos activaciones, las impulsamos, conectamos una imaginación específica (en tanto ficcional) con una imaginación heterónoma (sobre el mundo y los modos de habitarlo), vamos de la especificidad irreductible de la narrativa ficcional a la heteronomía que nos exige el mundo que vivimos. Es así, propongo, con lo que quiero definir como una crítica cultural entendida en términos de especificidad heterónoma, que podemos intervenir en los debates urgentes (sobre la inflexión que asumió en las últimas décadas el capitalismo, sobre los límites de la modernidad, sobre el agotamiento del mundo, sobre la situación socioambiental, entre otros).

Si tuviera tiempo, les propondría ahora volver a jugar con las preguntas con las que empecé este ensayo, a ver qué respondemos, si respondemos lo mismo o buscamos alternativas.


[i]  Este texto fue presentado con mínimas variantes al panel de cierre “Tiempo y temporalidades en las Humanidades y en las Ciencias” del II Congreso Internacional Las Humanidades por venir organizado por el IECH (Universidad Nacional de Rosario – Conicet) el 9 de junio de 2023.


Literatura, intelectuales y activismo negro en Brasil. Sobre la reedición de «A descoberta do Frio» (1979) de Oswald de Camargo

Por: Pía Paganelli

En este ensayo, Pía Paganelli reseña A descoberta do Frio (1979) de Oswald de Camargo y subraya la relevancia que cobra su reedición (Companhia das Letras, 2020) para el activismo negro en Brasil. Además, inspecciona el campo cultural afrobrasileño de fines de los años 70, con el colectivo Quilombhoje.


El campo literario afrobrasileño se reconfiguró en los años 1970 en el marco de la resistencia a la dictadura militar en Brasil; pero también gracias a la influencia que las diversas agrupaciones del activismo negro recibieron, por un lado, de la lucha a favor de los derechos civiles de la población negra en los EE.UU; y, por el otro, de los debates que surgieron en África a partir de las guerras de independencia. Conscientes de la pérdida de vitalidad y visibilidad que venía experimentando la literatura negra en el país, desde la obra del poeta Solano Trindade, en los años 1950; se produjo, en la década de 1970, un intento por redefinirla. Dicho proceso estuvo protagonizado, principalmente, por jóvenes afrobrasileños junto con antiguos militantes de los movimientos negros del país, como el Frente Negro Brasileño de los años 1930, el Teatro Experimental del Negro de la década de 1940, y el Movimiento Negro Unificado, que surgió en el contexto de resistencia a la dictadura.

En esta nueva etapa, se comenzó a concebir a la literatura como una expresión de la propia subjetividad racializada y, además, como una herramienta política para disputar sentidos con todos aquellos mitos que habían esculpido la democracia racial, en tanto discurso de nación en Brasil; sustentado, sobre todo, en la monumental obra de Gilberto Freyre, Casa grande e senzala (1933), que desde la década de 1930 sentó las bases de la ideología justificadora de la dominación blanca, así como de la falsa realidad en la cual las relaciones raciales, si no son idílicas, al menos se consideran aceptables en el país. Por lo tanto, si bien se trató de un tipo de literatura orientada a la subjetividad del escritor, fue combativa por haber nacido de la experiencia de racialización de la población negra en Brasil; y, además, se propuso el proyecto político de reescribir la historia oficial, con el objeto de desterrar la imagen distorsionada que del afrobrasileño había transmitido la literatura nacional. Por esto, se trató de una literatura que buscó recuperar a los héroes de la historia afrobrasileña, y reencontrar y revalorizar sus raíces africanas.

En este contexto de discusión intelectual se gestó, en 1980, en el estado de San Pablo y bajo la dirección del escritor afrobrasileño Cuti (seudónimo de Luiz Silva), la fundación del colectivo literario Quilombhoje; que estuvo integrado, en su fase inicial, por Cuti, Oswaldo de Camargo, Abelardo Rodrigues, Paulo Colina y el escritor argentino Mario Jorge Lescano. Este colectivo nació con la finalidad específica de debatir, de forma pública y abierta, los posicionamientos políticos y literarios de los intelectuales negros. Se trató de una agrupación literaria integrante de la amplia movilización cultural y política del Movimiento Negro Unificado, que alentó la unión entre organizaciones afrobrasileñas de todo el país y denunció, durante la dictadura militar, el racismo en todas sus formas.

Miembros del colectivo Quilombhoje (1983)

Los primeros objetivos del grupo Quilombhoje se fueron ampliando con la organización de importantes proyectos culturales, entre los cuales se destacaron recitales poéticos y debates públicos sobre literatura. Las famosas “rodas de poemas”, que realizaba el grupo, eran encuentros de declamación, animados con breves piezas musicales llamadas “pontos”, creadas por el grupo y enmarcadas en ritmos de tradición afrobrasileña (como el jongo, el samba de roda, y el ijexá). En estos encuentros, a pesar de ser abiertos y de alentar la libre participación del público, se homenajeaba siempre a alguna figura del mundo negro, como Pixinguinha, Luis Gama, y Agostinho Neto, entre otros.

Quilombhoje conformó un movimiento reivindicativo con un fuerte componente sociológico y, al mismo tiempo, buscó una creación artística pura y renovadora del lenguaje literario. Ambos aspectos del colectivo se encontraban atravesados por la perspectiva de racialización inscripta en los cuerpos de sus escritores y escritoras, y mediatizados por la constatación de la tendencia, en la literatura brasileña, de enmascarar la realidad del racismo y de subvalorar la presencia africana en el país. 

A lo largo de la década de 1980, durante la restitución democrática, se incorporaron al grupo escritores tan relevantes como Miriam Alves, José Alberto, Márcio Barbosa, Oubi Inaê Kibuko, Esmeralda Ribeiro, Sônia Fátima da Conceição y Jamu Minka, quienes marcaron los nuevos caminos del grupo y, en general, de la literatura negra en el Brasil. Además, como relevo generacional, se encargaron tanto de los nuevos proyectos, como de continuar la labor iniciada por Cuti y Hugo Ferreira, con la famosa antología de literatura negra Cadernos Negros. Dicha antología nació en 1978, en el barrio negro paulista de Bexiga, donde estaba una de las Escuelas de Samba más importantes del estado, la escuela de samba Vai Vai; y en donde también, años antes, se había localizado el mayor quilombo urbano de la región: el famoso Quilombo Saracura. En ese barrio funcionaba el Centro de Cultura y Arte Negra (CECAN), muy activo en la época, del cual nació luego, la Federación de Entidades Afrobrasileñas del Estado de San Pablo (FEABESP), que buscó aglutinar a todas las organizaciones culturales afro. Fue en el CECAN en donde nació el proyecto de crear una antología de poemas y cuentos negros, cuya primera edición salió bajo la edición y coordinación de Cuti, y que continuó publicándose, periódicamente, con apoyo financiero de los mismos escritores y escritoras negras. No se podría entender el activismo del grupo Quilombhoje y el resurgimiento literario del mundo negro en el Brasil contemporáneo sin esta antología que, durante casi 30 años, ha sido, posiblemente, casi el único medio del que han dispuesto los escritores negros para publicar su obra en el país. 

Un año después, en 1979, se publicó una de las novelas pioneras de la propuesta literaria del colectivo Quilombhoje: A descoberta do frio, del escritor Oswaldo De Camargo, que fue reeditada este año por la famosa editorial paulista Companhia das Letras. Es necesario rescatar la importancia de esta reedición, porque responde al pronunciamiento público, realizado por esta editorial, en el año 2020, respecto al reconocimiento de su sesgo racista y la consecuente ausencia de escritores negros publicados por el mercado editorial. Esta reedición forma parte del compromiso público asumido para promover la equidad y ofrecer un catálogo más representativo y diverso, con escritores nuevos y otros ya conocidos por el público, como es el caso de Oswaldo de Camargo.

La importancia de la reedición de esta novela es que, en ella, su autor denuncia las representaciones estereotipadas del sujeto afrodescendiente, entendiendo el estereotipo como agente discursivo de discriminación. No se puede desdeñar que la representación animalizada y caricaturesca del personaje afrobrasileño ha sido una constante a lo largo de la historia, con el objetivo de mostrar un ser inferior y justificar su postergación social. En todas las formas expresivas, tanto en la literatura, como en la música y las artes plásticas, se han manipulado sus rasgos o expresiones corporales hasta la deformación grotesca, o se lo ha presentado en posturas o actitudes que inducían a esta percepción.

Por otro lado, en la novela se configura un nuevo enunciador que es a la vez literario y político; en la medida en que el autor piensa a la literatura como un arma de denuncia y de concientización respecto de la situación de opresión socio-cultural del afrobrasileño, partiendo siempre de un claro enfrentamiento con los mitos raciales y los discursos más reaccionarios del pensamiento social brasileño. De tal manera, la novela pone en tensión ciertas discusiones que se estaban dando al interior del campo intelectual negro de la época, y del grupo Quilombhoje, y que se inician en Brasil con la obra de Cruz e Sousa, a finales del siglo diecinueve, y que tienen como puntos de referencia, en el siglo veinte, a las obras de Lino Guedes y de Solano Trindade.

En A descoberta do frio, Oswaldo de Camargo revierte la poca influencia que la temática negra había tenido en sus primeras obras, escritas entre los años 1950 y 1960, y postula como temas centrales la discriminación racial y el compromiso del intelectual negro, sin desdeñar el rigor de los recursos artísticos. Tal como lo señala el sociólogo Clovis Moura, quien prologó la primera edición de la novela: “La dramaticidad a través de la cual De Camargo trata el tema y manipula a sus personajes le permite terminar su libro en una postura de artista que domina su técnica”.

La novela gira en torno a la problemática del racismo en el escenario de una ciudad sin nombre, en tanto podría ser cualquiera de Brasil, cuyos personajes principales son intelectuales pertenecientes a diversas agrupaciones del activismo negro. El racismo se presenta de forma sutil en la estructura narrativa, su principal articulador es un supuesto “frío” que afecta solamente a aquellos cuerpos racializados. Dicho frío es descreído por la mayor parte de la población, pero según el personaje principal que se encarga de hacerlo visible y denunciarlo, Zé Antunes (también enigmático porque aparece de golpe en la ciudad y se desconoce su origen), se trata de un tipo de epidemia que ha diezmado históricamente a la población negra, y cuyos efectos jamás fueron divulgados ni reconocidos por la comunidad. La acción dramática llega al clímax cuando en plena Plaza Lundaré, frente a la estatua del libertador negro Zumbi dos Palmares (líder quilombola e ícono de la resistencia del movimiento negro en Brasil), se hace visible una víctima, es decir, toma cuerpo el concepto abstracto del frío, en el joven Josué Estevão.

El personaje de Zé Antunes circula por diversos ámbitos buscando una explicación para el fenómeno, y por ello se lo tilda de loco en algunos lugares, y de visionario en otros. El mayor acierto del autor es que la enfermedad del “frío” se mantiene inexplicable a lo largo de toda la novela, y construye la tensión en la trama a través de sutiles detalles que nunca se terminan de resolver. Recurso que, por otro lado, invita al lector a reflexionar sobre una problemática compleja, como la del racismo, que, si bien la nación brasileña se ha encargado históricamente de invisibilizar, se manifiesta concretamente en el deterioro de las condiciones de vida y, también, en la desaparición y exterminio físico de la población negra.

Este personaje describe a la enfermedad del “frío” casi como un “banzo”, es decir, como el estado anímico al que se abandonaban las personas esclavizadas en Brasil frente al despojamiento de su cultura:

“un frío que hace que el infeliz se sienta ridículo, se cubra de franelas, sombreros y pieles; la mandíbula tiembla tanto que se escucha desde lejos, la víctima no logra hablar, de los ojos nacen lágrimas, pero, Padre, es por dentro que se siente la miseria: el infeliz se convierte en un campo de batalla en el que la desgracia celebra su completa victoria. Parece que su pensamiento, lo único que puede hacer en ese momento, es el siguiente: ¡Dios Mio! ¿Si fuese blanco?! […] Soy un microbio, voy a desaparecer. Y desaparece, definitivamente”.

Por lo tanto, el principal síntoma de esta epidemia no afecta al cuerpo, sino al espíritu, al aspecto más íntimo del individuo. No se trata de un fenómeno meteorológico, sino existencial y social, sostiene Clovis Moura en el prólogo. De manera tal que, al afectar al negro, lo hace sentirse avergonzado y con deseos de desaparecer: “Para mí, el negro tiene el alma amputada, no tiene tierra, cayó del cuerpo de África, se dañó”, se afirma en la novela.

Un momento importante que verifica la existencia del “frío” en la historia de la comunidad negra se produce cuando el poeta Batista Jordão (mención aparte merece la intertextualidad religiosa en la novela) encuentra, en antiguos periódicos de la prensa negra, versos del poeta Pedro Antonio García quien, en 1920, ya había denunciado, inútilmente, esta terrible epidemia. En este episodio no solo se pone en evidencia la necesidad de recuperar la historia colectiva para forjar una memoria común, sino que también se problematiza la función del intelectual negro en la denuncia del racismo y en la construcción de un contra-canon literario. Es decir, el escritor negro, al tomar conciencia de su identidad racializada, se desprende de los cánones de la literatura blanca, para buscar un estilo próximo a sus raíces ancestrales:

“Cuando Pedro Antonio García, parnasiano en 1920, rompió con la métrica, la rima y otras normativas, para decir con versos libres e impotentes: ‘Yo vagabundeo toda la noche, vagabundeo, vagabundeo/ por la ciudad, retraído y mudo/ me cayó, inesperado, el frío en el alma’. Cuando escribió eso, testimoniaba solamente el frío. […] Pedro García murió en la miseria. Habló y escribió durante doce años sobre el frío. Y los versos se comportaron mal, y palabras de cuño quimbundo surgieron, batucando sobre el suelo en el cual imperaba, hacía mucho tiempo, el verso alejandrino”.

De Camargo intercala, en la trama principal de la novela, la representación de las disputas dentro del campo intelectual negro en torno al racimo y sus efectos en la literatura. En este campo, el personaje de Batista Jordão se presenta como un intelectual no comprometido, en tanto que no pertenece a ningún grupo literario y es conocido por una famosa obra titulada “Várzea da Mansidão”, en clara alusión a una postura pasiva frente al conflicto racial, es decir, alienado: “Batista Jordão, el poeta negro sin tierra negra, sin territorio afro, sin nada!”. El campo intelectual se encuentra tensionado entre el grupo de escritores que se reúne en el “Bar Malungo” y el grupo de escritores que se reúne en el “Bar Toca das Ocaias”, en donde ya desde el nombre de los bares se representan las divergencias intelectuales y de clase de cada grupo. El líder de la primera agrupación es Laudino da Silva, y nuclea a periodistas y activistas del movimiento negro, cuyas principales preocupaciones giran en torno a la necesidad de pensar una literatura negra. Se expresan a través, principalmente, del diario “Palabra Negra”. Por oposición, los escritores que se reúnen en el “Bar Toca das Ocaias” son jóvenes académicos negros que, a causa de su formación universitaria, integran una elite distanciada de las preocupaciones populares, y cuyas discusiones aún no dan cuenta de una toma de conciencia del problema racial en Brasil, pues reciben una gran influencia del movimiento francés de la Negritud y son lectores ávidos de escritores como Cruz e Sousa y Solano Trinidade (ambos escritores que tuvieron que adaptarse a los patrones de la literatura blanca para evitar la marginalización). De ahí que en la novela se los denuncie como intelectuales “emblanquecidos”.

Por lo tanto, De Camargo plantea que la discusión en torno a la constitución de una literatura negra en Brasil no debe ser pensada en el marco de una elite ilustrada, alejada de los intereses del pueblo, sino como resultado de la militancia, como consecuencia de una toma de conciencia social, cultural y étnica, que permita forjar un frente negro de activistas, artistas e intelectuales para exigir la ciudadanía plena de la población negra en el país. Tal como sostiene Clóvis Moura:

“Esa literatura, especialmente en la rama de la ficción, podrá dar al negro brasileño una visión de su situación en la actual estructura social, dinamizarlo para que se descongele ideológicamente y, al mismo tiempo, cree una óptica social, cultural y étnica capaz de recomponerlo como sujeto y exigir el lugar al que tiene derecho en la sociedad brasileña”.

La metáfora del frío, que recorre la tensión narrativa, es la escenificación literaria del racismo, concretizado en un tipo de enfermedad de difícil identificación. Es recién hacia el final del relato que el frío puede ser testimoniado, aceptado y denunciado por toda la comunidad. A través de este recurso simbólico y la reticencia a brindar explicaciones, el autor logra denunciar el racismo como un fenómeno serio, pero aún no asumido en su totalidad por la población negra y sus intelectuales. En la línea del intelectual comprometido sartreano, De Camargo asume su función de denuncia y compromiso con la situación de opresión del negro en Brasil e interpela principalmente a sus compañeros intelectuales, activistas y escritores en su función de hacer visible tal problemática y refundar la literatura negra.

La dimensión simbólica, en la cual se mantiene la novela, la “salva” de la extendida actitud analítica y divulgadora, profundamente didáctica, que se ha esgrimido para desvalorizar la obra de algunos autores del grupo Quilombhoje. Los grandes aportes de este grupo fueron los de aglutinar, tanto formal como temáticamente, toda una tradición de literatura negra en el Brasil, aunque estuvieran inmersos en un proceso de búsqueda de un lenguaje propio, auténtico, y con el que se sintieran plenamente identificados. Sin embargo, Quilombhoje se ha constituido en una de las voces críticas del mundo afrobrasileño en el proceso de liberación de la alienación que históricamente lo ha definido. En sus obras, estos autores han tratado de encontrar un equilibrio entre la lucha reivindicativa, en defensa de los valores y cultura negros, y la preocupación estética, partiendo de una perspectiva histórica que les permitió elaborar un proyecto de futuro que tuvo, sin dudas, un gran impacto en las nuevas generaciones de escritores afrobrasileños.



A descoberta do Frio

Oswald de Camargo

São Paulo, Brasil

2020

136 páginas

La biografía como invocación. Una lectura sobre «Autobiografía de mi madre» de Jamaica Kincaid

Por: Lucía Belmes

En este trabajo realizado en el marco del seminario “Vidas ajenas en el siglo XXI. Escrituras biográficas en América Latina”, dictado por Patricio Fontana, Lucía Belmes se centra en los modos en que la novela Autobiografía de mi madre de Jamaica Kincaid problematiza los relatos posibles sobre la fundación de un origen en relación a las identidades de la diáspora africana.


“Mi madre murió en el momento en que nací así que durante toda mi vida no hubo nada que se interpusiera entre la eternidad y yo; a mis espaldas había siempre un viento negro y desolador” (Kincaid, 2021: 9). En el inicio de Autobiografía de mi madre (1996) está el abismo que abre la muerte de la madre. Xuela, la narradora, va relatando los acontecimientos de su vida desde ese comienzo dramático hasta la adultez, intentando recomponer los fragmentos de un origen abierto y desconocido. Un primer interrogante que surge en la lectura de la novela es acerca de qué significa que sea titulada como una autobiografía. ¿La narradora es una figura indisociable de su madre? O acaso la madre permanece de manera espectral sobre la existencia de la hija, una presencia enigmática que tal vez sea posible develar en la escritura. Entre ellas no alcanzó a haber un reconocimiento: “en mi origen estaba esta mujer a la que nunca le había visto la cara” (ídem). La muerte establece una continuidad, para conocer a la madre, Xuela tiene que contar su propia historia, imaginar esa vida que dio origen a la suya.

Lo que sigue a ese comienzo es el relato de cómo la narradora fue entregada, por su padre, a la mujer que le lavaba la ropa para que la críe y se ocupe de ella. Desde ahí, el padre será una figura intermitente, que estará presente con más o menos intensidad en los momentos de su vida. Pero, como veremos, funciona como otra de las aristas de esa trama familiar que ella busca revelar, intentando otorgarle un sentido a su carácter, a sus afectos y ambiciones. “¿Quién era? Me lo pregunto todo el tiempo, hasta el día de hoy.” (Kincaid, 2021: 39). Así, la narración avanza entre el crecimiento y la madurez de la narradora y sus interrogantes sobre los vínculos familiares. En ciertos momentos la madre aparece como en un sueño, la protagonista sólo alcanza a ver sus pies descalzos, una pollera hasta los talones, pero nunca puede ver el rostro. Es una imagen espectral que alimenta sus fantasías. El anhelo de recuperar una proximidad con su madre se sostiene en la escritura, como si creara, en sus conjeturas sobre el origen de su vida, el espacio para que ese encuentro acontezca. 

Es posible ubicar la novela en relación con otras biografías de hijos sobre sus padres, un subgénero prolífico desde el siglo XX a esta parte, en el que participan diversos textos de autoras y autores consagrados como Paul Auster, Philip Roth, o, para citar ejemplos locales, Un comunista en calzoncillos (2013) de Claudia Piñeiro, El salto de papá (2018) de Martín Sivak y El corazón del daño (2021) de María Negroni, donde también, como en la novela de Jamaica Kincaid, se entrelazan las vidas de madre e hija. Sobre esta tradición escribe Manuel Alberca en el capítulo dedicado a biografías consanguíneas, en su libro Maestras de vida. Biografías y bioficciones. Allí analiza los modos en que en esas biografías se complejizan los vínculos entre biógrafo y biografiado, en la medida en que opera una proximidad por el vínculo familiar, a la vez que la escritura traza una distancia entre quien escribe y la vida que se quiere narrar. Alberca menciona que habría, detrás de estas biografías, un ajuste de cuentas. Como si los hijos/as (o también sobrinos, nietas, amantes) que emprenden el proyecto de biografiar a sus familiares lograsen, en ese espacio de la escritura, condenar a sus biografiados por los errores cometidos, o bien, reconciliarse y suturar heridas del pasado común. El autor retoma una reflexión de Michael Holroyd que es pertinente para este análisis, según la cual, “todas las buenas biografías resultan intensamente personales, porque plasman la relación que mantiene el biógrafo con su biografiado” (Alberca, 2021: 131).  Esta mirada da un lugar central a la figura del biógrafo y al reconocimiento que este pueda hacer de sí mismo, para, desde ahí, poder contar la vida de alguien más. Las fronteras entre la vida de uno y otro se tornan porosas, esto “produce un efecto paradójico, porque el biógrafo se reconoce también en la vida de sus biografiados y a través de ellos” (ibid., 132). Lo que los biógrafos escriben está íntimamente ligado a la experiencia personal, y la biografía puede leerse entonces como el testimonio de una relación. Esta premisa, sin dudas, surge en la lectura de Autobiografía de mi madre. Desde la novela es posible trabajar otros matices en esa zona de las biografías consanguíneas, donde la sangre, los rasgos y el nombre, como veremos, son elementos que reúnen a la madre y a la hija en una autobiografía común.

Hay ciertos aspectos de la trayectoria de Kincaid que me interesa recuperar para abordar esta novela en particular. La autora nació en Saint John’s, capital de Antigua y Barbuda ‒ex colonia del imperio británico‒, en 1949, con el nombre de Elaine Potter Richardson. Se formó en el sistema educativo inglés, y en 1965 viajó a New York, donde se instaló en la casa de una familia y trabajó como au pair. Más adelante abandonó ese empleo y empezó a dedicarse a la fotografía y a la escritura en diversos medios periodísticos. En 1973, cuando se publicaron sus primeros artículos, cambió su nombre a Jamaica Kincaid, como la conocemos hoy. El trabajo con la escritura le dio la posibilidad de nombrarse, y sobre este gesto podemos trazar una relación con el personaje de Xuela que, a través de la percepción de sus olores, la textura de su propia piel, sus cabellos, se encuentra en posesión de sí misma. En un momento de la narración expresa: “Nadie me contempló, yo me contemplé a mí misma; la corriente invisible salía de mí y volvía a mí. Aprendí a amarme a mí misma como acto de resistencia (…)” (Kincaid, 2021:51). Tanto la narradora de Autobiografía de mi madre como la propia Kincaid dan especial importancia al gesto de forjarse un nombre y una identidad, y esto, podemos pensar, se presenta como un acto de rebelarse contra las imposiciones coloniales y patriarcales.

En este pequeño recorte de su vida hay elementos que serán parte sustancial de sus obras. El cruce entre biografía y ficción es distintivo de sus producciones. Por ejemplo, la protagonista de Lucy (1990) es una joven antillana que llega a Estados Unidos para trabajar como au pair en casa de una familia blanca y acomodada. Es una narración en apariencia simple, que acompaña a Lucy en sus descubrimientos afectivos y profesionales. Pero el tono agudo de la novela manifiesta de manera contundente críticas y reflexiones que revelan, entre otros aspectos, las diferencias de raza, clase y género que median los vínculos entre los personajes. Hay una pregunta que la narradora hace, insistente, sobre la mujer que la hospeda en su casa al comienzo de la novela y para la cual trabaja: “¿cómo se llega a ser así?” (Kincaid, 2022: 21). Esta pregunta parece inocente, pero deja entrever una relación jerárquica, colonialista, entre la forma de ser de una y otra. En un momento de la novela ambas visitan un museo y Lucy distingue que una de las salas estaba dedicada a personas muertas que, de alguna forma, se relacionaban con su abuela: “Mariah dice, ‘tengo sangre india’ y por debajo yo podía jurar que lo dice como si estuviera anunciando la posesión de un trofeo. ¿Cómo se hace para convertirse en el tipo de vencedor que puede reclamar ser también el vencido?” (Kincaid, 2022: 37). Esto nos da una idea más acabada de cómo es ‘ser así’ para la narradora. Sin ahondar en un análisis más extenso de esta novela, me interesa señalar cuestiones que están presentes también en Autobiografía de mi madre, y que tienen que ver con este cruce entre elementos biográficos y ficcionales. En ambas obras compone una trama que involucra acontecimientos de su biografía y hechos ficticios, y esto no quiere decir que nos lleve, como lectorxs, a tratar de dilucidar una narrativa sobre la vida de la autora. Sino que este aspecto de su producción resulta relevante en tanto que lo que trabaja Kincaid es la configuración de una perspectiva racializada sobre los acontecimientos de una vida. Es decir, las narraciones se construyen desde una mirada proveniente de la diáspora africana que discute la configuración social impuesta bajo la colonización europea. La narradora de Autobiografía… desarrolla una voz singular que cuestiona con violencia el mundo tal como lo experimenta. Estas críticas están ancladas en una mirada específica, en el caso de Lucy, es la perspectiva de una mujer joven nacida en las Antillas, región del Caribe colonizado, que deja su lugar de origen y va a trabajar para una familia blanca norteamericana. En el caso de Autobiografía de mi madre hay un desarrollo aún más profundo y complejo sobre las relaciones coloniales, y fundamentalmente, sobre los orígenes de la narradora. Más bien, sobre la dificultad de establecer ese origen. 

El punto de partida, como vimos, es la muerte de la madre y el desamparo que esa pérdida provoca. Hay una incomodidad que produce el tono de la narración vinculado al horizonte de soledad radical, donde pareciera que no es posible una recomposición, una alianza afectiva con otros que pueda reparar ese dolor inicial. Xuela habita distintas casas a lo largo de la novela. Primero, se cría en el hogar donde el padre la deja, con Ma Eunice, una mujer que no es especialmente cariñosa: “Ella no me gustaba y yo echaba de menos la cara que nunca había visto; miraba por sobre mi hombro para ver si alguien venía como si estuviera esperando que alguien viniera” (Kincaid, 2021: 11). El anhelo de ver a su madre la separa de esa mujer que la está criando, como si la atención estuviera dirigida solamente en recuperar ese rostro perdido, imaginar esa vida, y entonces no tiene lugar otro vínculo maternal. Luego aparecen otras mujeres, la maestra, la pareja del padre, con ninguna desarrolla una relación afectiva y es incluso rechazada por ellas. 

En esas primeras páginas se narra algo muy significativo que es el inicio de su escolarización. La educación aparece estrechamente vinculada al colonialismo, señala que las primeras palabras que aprendió a leer, al llegar a la escuela, fueron: el imperio británico. Describe a su maestra de la siguiente manera:

(…) era una mujer que había sido preparada por misioneros metodistas; era del pueblo africano, por lo que yo podía ver, y encontraba en eso una fuente de humillación y odio a sí misma, y llevaba su desprecio como una prenda de vestir, como un manto o un bastón en el que se apoyaba constantemente, un derecho natural que nos legaría a nosotros. (ibid., 18).

Desde ese rechazo constitutivo sobre la propia identidad se van tejiendo relaciones de desprecio, la narradora observa que todos sus compañeros ‒varones, ella es la única mujer en la clase‒ también son del pueblo africano, y todos se odian entre sí. El rechazo sobre los rasgos de africanidad en cada uno da cuenta de cómo se internaliza en la constitución identitaria la perspectiva colonialista blancocentrada. Es significativo que esto aparezca en la escena escolar, ya que evidencia que lo que se perpetúa desde esa enseñanza es una configuración social que reduce las trayectorias afrodescendientes a vidas que no son dignas [i]. En este sentido, la protagonista se implica en una búsqueda identitaria que tiene que ver con recomponer sus orígenes y los vínculos de sus ancestras con los pueblos colonizados. Hay una pregunta por el origen que sostiene la narración y que suspende esa identificación negativa respecto de la descendencia africana, que sí está presente entre sus compañeros de escuela y en otros personajes. Frente a un escenario hostil, en el que no logra identificarse con sus pares ni encuentra un sentido de pertenencia, Xuela se vuelca sobre sí misma, en un recorrido intenso de autoconocimiento.

Sobre su madre, Xuela sabe pocas cosas. Conoce el nombre, que ella misma heredó, y que fue abandonada en el portón de un convento por una mujer, tal vez la madre. La narradora especula sobre esta historia, señala que esa bebé fue rescatada por una monja que le dio su apellido, y que “estaba envuelta en unos retazos de tela limpia y vieja y el nombre Xuela estaba escrito en esos pedazos de tela” (Kincaid, 2021: 70). Agrega que no sabe cómo sobrevivió ese nombre escrito en un retazo, pero que es el que el padre le brindó a ella una vez que su madre murió. En esta anécdota hay un origen compartido para ambas, una filiación a través del nombre y el abandono. Otro aspecto de esa comunión entre las dos es la herencia africana y ciertos rasgos físicos, la madre era del pueblo Carib y la narradora lleva eso consigo, dice que cuando sus compañeros de clase la miraban, sólo veían en ella a ese pueblo africano “que había sido derrotado pero había sobrevivido” (ibid., 19). Xuela reconoce el desprecio en esas miradas y aunque distingue la herencia del pueblo Carib en su cuerpo, aclara que esto no define de manera cabal lo que ella es. No hay una identificación que complete su percepción de sí misma, lo que hay más bien son pilares sobre los que va arriesgando su búsqueda.

La segunda casa en la que vive es la del matrimonio del padre con una mujer, tienen juntos una hija y un hijo, con los que la narradora tampoco establece un vínculo afectivo: “Él [su padre] quería decirme que éramos todos suyos; fue en ese momento cuando sentí que yo no quería pertenecer a nadie; que ya que la única persona a la que hubiera aceptado pertenecer no había vivido para que lo hiciera, no quería ser de nadie; que nadie fuera mío” (ibid., 87). Hay un despojo trágico en la vida de Xuela que imposibilita la creación de otros vínculos familiares, de nuevos lazos que puedan generar una pertenencia. Frente a esto, la narradora no se paraliza sino que va transitando su vida con ímpetu y con la capacidad de “dirigir su propia vida”. En un momento queda embarazada y decide abortar, las referencias a este hecho tienen que ver con el poder y el control sobre sí misma. Aparece además como un acto que la conecta con la historia de su madre, retoma el abandono ligado a la maternidad y evita entonces participar de la crianza de alguien más, como si pudiera interrumpir una continuidad trágica. La vida de Xuela avanza hacia adelante, el crecimiento, la adultez, pero la atención de la narración está dirigida en un movimiento opuesto. Una mirada vuelta hacia atrás que conecta lo incierto del origen familiar con una configuración social determinada, donde es muy difícil reconstruir certezas sobre ciertas historias: “en una vida como la suya, como la mía, ¿qué es un nombre verdadero?” (ibid., 69). Da cuenta así de que para una mujer afrodescendiente el nombre, las raíces, la propia historia es algo difícil de determinar. Ella sabe muy poco de su madre y la escritura autobiográfica quizás le permita crear el espacio donde esa figura es invocada y puede hacerse presente, revelando un sentido sobre su propia existencia. 

En su libro A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, la filósofa Vinciane Despret analiza diferentes maneras en las que las personas se vinculan con los muertos, cómo estos influyen sobre los actos de quienes están vivos, desde los aspectos ligados a rituales hasta los gestos íntimos que relacionan un mundo y otro. En un capítulo destinado al análisis de las historias que distintas personas cuentan sobre sus fallecidos, como un indicador de la presencia de estos, Despret señala que “Los relatos cultivan el arte de prolongar la experiencia de la presencia. Es el arte del ritmo y del pasaje entre varios mundos, el arte de hacer sentir varias voces. Vacilar, caminar en el medio, un verdadero medio, no el de una línea, sino el de líneas múltiples”. (Despret, 2021: 175). En relación a esto, es posible analizar cómo la escritura de Kincaid invoca voces, presencias y rostros, a través de la pregunta por el origen y la búsqueda por trazar una genealogía posible desde líneas que se van abriendo. Las formulaciones sobre el origen en esta narración permiten tensionar la idea de identidad y descendencias en términos esencialistas. El linaje familiar no se traza desde una verticalidad, sino que se descubre, en la narración, como ramificaciones y aperturas en varias direcciones. También como la confluencia de distintas figuras y pueblos. Xuela admite que ciertos rasgos de ella la identifican como descendiente de los Carib, pero no solamente. Esto se da porque no hay un conocimiento cabal sobre sus orígenes, pero a la vez esa vacilación habilita una distancia respecto de cierto esencialismo. El linaje puede ser entonces el encuentro de distintas herencias, donde no hay una separación tajante entre vivos y muertos, entre una identidad originaria y quienes portan ese legado. Las desheredadas, los rostros que permanecen en las sombras, son incorporadas en el relato de la protagonista, participan de la vida de ella a partir de la escritura. Más adelante en su análisis, Despret concluye: “Esas historias no encantan el mundo, como se dice a menudo, sino que se resisten a su desanimación. No luchan contra la ausencia, sino que componen con la presencia” (ibid., 177). Esta idea permite pensar de otro modo las interacciones entre ambos mundos, donde preservar la figura de alguien que muere no es evitar la ausencia, o el olvido, sino producir una invocación, una presencia de ese ser en el terreno de los que permanecen vivos, y desde allí habitar un espacio común, una zona de contacto. En la novela de Kincaid, esa presencia de la madre le permite fundar un origen, darse una identidad a ella misma y también a aquellas que estuvieron antes.

La idea de una autobiografía nos lleva también a pensar en el carácter indisociable entre una y otra, una muere y la otra nace en el mismo instante, como si la narradora tomase el lugar de su progenitora. La escritura biográfica ciertamente entrelaza vidas, la experiencia de aquel que emprende la tarea de narrar la vida de otro se vuelve central. En relación a esto, hay un proceso de autoconocimiento en la novela que tiene un fuerte anclaje en la dimensión corporal. En la primera parte, Xuela expresa que ante la muerte de su madre ella no sabe quién es, precisa entonces encontrar formas de reconocerse. Menciona que empieza a hablarse con un tono dulce y que esa es una forma de estar menos sola. La voz como un primer elemento a través del cual puede conectar consigo misma. Después, el sentido del tacto empieza a tomar relevancia. Tiene su primera menstruación, su cuerpo empieza a cambiar y ella disfruta de olerlo, tocarse y reconocer las formas que va tomando. La sexualidad aparece como un campo de exploración donde lo primero para la narradora es encontrarse a sí misma. Si bien tiene amantes y termina casándose con un hombre, desde el inicio es tajante en su decisión de no tener hijos. La sexualidad está ligada al placer y no a la reproducción. Es interesante cómo esa concepción de rechazar la maternidad aparece, hacia el final de la novela, vinculada directamente a la idea de no insertarse en una identidad, en una raza o una nación. Esta posibilidad de no engendrar hijos es también la de interrumpir una cadena que reproduce ciertas formas de vida. 

La narración desarrolla un cruce entre las inquietudes de la protagonista sobre la trama familiar y las reflexiones sobre los pueblos y sujetos colonizados. La memoria familiar se va reconstruyendo a partir de una mirada crítica sobre el colonialismo europeo y la esclavitud. Sobre el padre, por ejemplo, dice que tiene rasgos europeos, la piel blanca casi fantasmal que heredó de su padre, los ojos grises, “sólo la textura de su pelo, grueso y con rulos apretados era como el de su madre. Ella era una mujer de África, de dónde en África no se sabía (…) ese lugar del mapa que era una configuración de formas y sombras de amarillo” (ibid., 45). Insiste en la dificultad de reconstruir un origen para las descendientes de los pueblos esclavizados, no hay nombres verdaderos, lugares específicos de procedencia, todo ha sido ensombrecido por la violencia colonial y patriarcal. Para la protagonista, la diferencia entre varones y mujeres es tajante. Por ejemplo, expresa que las preguntas que ella realiza no tienen valor, nacen de la desesperación, y que sus posibles respuestas no ocuparían volúmenes de enciclopedias. Siguiendo con la ascendencia paterna, más adelante refiere que el padre estaba orgulloso del color rojo de su pelo, porque esto era una evidencia de su filiación con un hombre escocés, que había tenido muchos hijos con muchas mujeres distintas, todos varones y con el pelo rojo. “Yo no tenía el pelo rojo, yo no era un varón” (ibid., 45), afirma la narradora, y continúa reflexionando sobre cómo su abuela paterna permaneció como una figura borrosa en los recuerdos del padre, sin facciones claras, aunque “debe de haberle remendado la ropa, cocinado la comida, curado las heridas que se hacía en la escuela” (ídem). Las madres son, entonces, una imagen borrosa, sin un rostro claro, con un pasado ligado a una herencia africana que es muy difícil recomponer. Y el lugar de las mujeres y de los hombres en la construcción de la historia es totalmente distinto. La voz de una mujer racializada no es una voz autorizada ‒no participa de escrituras enciclopédicas‒, pero es por eso también que tiene la capacidad de calar los discursos rígidos construidos desde la perspectiva dominante. El ímpetu audaz de la protagonista subyace en este trabajo de develar los rostros difusos, subyugados, y devolverles una potencia vital.

La lengua es otro aspecto fundamental en esta perspectiva que conecta la trama social y afectiva. Ya desde los inicios de la novela, con el proceso de escolarización, se traza una diferencia entre el inglés correcto, lengua oficial que se habla en la escuela, y el patois francés que es la lengua del espacio íntimo, un dialecto que conforma un gesto de resistencia.  A través de esta lengua los nativos o descendientes de pueblos que han sido colonizados, se apropian de códigos de la cultura dominante y los recrean, inventando formas que intervienen sobre las lenguas europeas. En su conferencia “Naciones y diásporas”, Stuart Hall analiza las configuraciones diaspóricas en la modernidad globalizada y se detiene en los usos de la lengua que generan hibridaciones ‒como el criollo, el patois‒ respecto de las formas culturales colonialistas, provocando así una desestabilización en la dominación lingüística. Xuela habla patois con sus compañeros de escuela, con la mujer que la cría en su infancia, consigo misma. El hecho de comunicarse en patois francés no tiene que ver con un lazo afectivo en términos positivos, pero sí da cuenta de un entramado de vínculos entre “los vencidos” o “los desheredados”, como expresa la narradora. También habla esta lengua con su padre en un momento en el que él la castiga violentamente y para ella, en el acto de infligir dolor, se expresa “su verdadero ser”. Entre la narradora y su padre cabe una distancia significativa, si bien dentro de él conviven tanto la figura del colonizador como la del pueblo colonizado, hacia el final de la novela, ella reconoce en su padre en mayor medida una presencia del “aspecto de los vencedores (hombre escocés) que de los vencidos (pueblo africano)” (ibid., 153). Esa definición que alcanza sobre su padre es un punto de llegada en la narración. La ficción que empieza con una escena abismal, y que va abriéndose camino entre sombras y orígenes difusos, logra articular un sentido nuevo hacia el final. En el último tramo llega, incluso, a una certeza sobre su madre:

Que ese pueblo, el pueblo de mi madre, se balanceara precariamente en el filo de la eternidad, a la espera de ser tragado por el gran bostezo de la nada, no estaba en duda, pero la parte más amarga era que no era culpa de ellos que habían perdido y perdido de la manera más extrema; habían perdido no sólo el derecho a ser ellos mismos, se habían perdido a ellos mismos. Esa era mi madre. (ibid., 163).

Esta asociación entre la historia de un pueblo y la vida de la madre condensa de manera significativa cómo es abordado el problema de la memoria familiar en la escritura de Kincaid. La propia trama de los vínculos está montada sobre esta distinción entre colonizadores y pueblos colonizados. En este sentido, retomo esta idea de que la perspectiva desde la cual la autora construye sus ficciones se afirma en una mirada racializada sobre los acontecimientos. Revela en cada descripción, en cada pregunta, una configuración social impuesta con el colonialismo. Y, fundamentalmente, evidencia una continuidad de este proyecto civilizatorio en el presente. La diferenciación entre quienes descienden de colonizadores y quienes descienden de los pueblos colonizados da cuenta de subjetividades que son constituidas como contemporáneas en la narración. Es decir, no es una referencia a herencias o vidas pasadas solamente sino que es una distinción que se reitera respecto de los personajes que conviven con la narradora, y que estructura las formas de vida. Hay una disputa de sentidos desde la voz de Xuela y, si bien ella menciona que sus preguntas no tienen el alcance del saber mayor, aquel que establece un sentido único y dominante sobre los acontecimientos, su perspectiva logra producir interrupciones en ese relato. Se ocupa de trazar genealogías como una forma de entender su origen y de habitar su propio presente. En esta línea, recupero la siguiente reflexión de Stuart Hall, que apunta a cómo se conforman las identidades de la diáspora africana en diálogo con la tradición y también, con las propias opciones de vida que puedan forjarse:

Las identidades de la diáspora se mueven hacia el futuro a través de un desvío simbólico por el pasado. [Esto] produce nuevos sujetos que portan las huellas de los discursos específicos que no solo los formaron, sino que también les permitieron autoproducirse nuevos y diferentes. (Hall, 2019: 145).

Hall propone el reconocimiento de los discursos y culturas de los pueblos africanos como tradiciones que también se reinventan y se reconfiguran en el presente, en lugar de entender estas herencias como aspectos fijados en el pasado y por eso inmutables. Esta idea de dar espacio a la creación de la propia identidad, en un movimiento que recoge los sentidos de esas tradiciones y que interactúa con un presente abierto, nos aporta para poder pensar la complejidad del personaje de Xuela. Ella se reconoce como parte de los derrotados y expresa, al final de la novela, que “el pasado es un punto fijo, el futuro tiene final abierto; para mí el futuro tiene que seguir siendo capaz de iluminar el pasado de manera tal que en mi derrota esté la semilla de mi gran victoria” (ibid., 178). El horizonte amplio del futuro involucra la posibilidad de intervenir sobre la historia, de redefinir acontecimientos y de recuperar voces silenciadas, para escuchar otros sentidos posibles sobre el presente.

La novela de Kincaid parte de un escenario de soledad radical que es la muerte de la madre, a partir de allí se conforma una narrativa cargada de especulaciones sobre el origen. Lo que se intenta narrar, además de esa vida materna que se escapa y que permanece como una figura espectral, es el saber y el reconocimiento sobre la ancestralidad de la diáspora africana. Hay una memoria familiar que la narradora busca recomponer, a partir de entender quién es ella, quiénes son su madre y su padre. Encuentra sentidos en una genealogía que pueda contar de dónde vienen sus familiares, qué tipo de vida llevaron y de en qué lugar del relato histórico se encuentran. La violencia colonialista se impone sobre la vida de “los vencidos”, “los desheredados”, intentando anular la potencia y la memoria de esas trayectorias. En este escenario, la apuesta de esta novela es la de configurar, desde la ficción, un origen posible ‒familiar pero también colectivo, comunitario‒ que revierta una historia de silencio y opresión sobre los pueblos africanos. 


[i] Al respecto, los desarrollos teóricos de Frantz Fanon en Piel negra, máscaras blancas (1952) como también los aportes más recientes de Grada Kilomba en Memórias da plantação: Episódios de racismo cotidiano (2019), entre otros trabajos, dan cuenta de los mecanismos físicos y psíquicos a partir de los cuales el racismo interviene en las configuraciones identitarias de sujetos afrodescendientes.

  



Trabajos citados

Alberca, Manuel. Maestras de vida. Biografía y bioficciones, Málaga, Editorial Pálido Fuego, 2021.

Despret, Vinciane. A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Cactus, 2021.

Fanon, Frantz. Piel negra, máscaras blancas, Madrid, Akal, 2009.

Hall, Stuart. El triángulo funesto. Raza, etnia, nación,Madrid, Traficante de Sueños, 2019.

Kilomba, Grada. Memórias da plantação: Episódios de racismo cotidiano, Río de Janeiro, 2019, Editora Cobogó.

Kincaid, Jamaica. Autobiografía de mi madre, Buenos Aires, 2021, La parte maldita.

——————— Lucy, Buenos Aires, 2021, La parte maldita.

¿Qué hacemos con Fierro? Los feminismos y el poema nacional

Por: María Vicens

A 150 años de la publicación de El gaucho Martín Fierro (1872) y en plena eclosión de los movimientos feministas en nuestro país, María Vicens reflexiona sobre cómo leer el clásico nacional en clave feminista. Para eso, reconstruye la genealogía de lecturas y reversiones -desde Victoria Ocampo hasta Gabriela Cabezón Cámara- que pusieron en tensión la cultura viril de la que es símbolo el poema de Hernández[i].


Hace dos años, cuando el encierro y el miedo todavía se imponían como los modos de procesar ese episodio cataclísmico y distópico que fue la pandemia, la muerte de Diego Armando Maradona dejó a la Argentina en estado de shock. El dolor, el afecto, la angustia se volcaron en las redes y las calles en escenas emotivas y caóticas que mostraban –una vez más– hasta qué punto Maradona es uno de los personajes más entrañables del sentir nacional. En el primer aniversario de esa muerte, y en medio de las declaraciones de Mavys Álvarez, Luciana Peker publicó una columna titulada “¿Qué hacemos con Maradona? Aprender”, donde justamente se preguntaba sobre las facetas más oscuras del ídolo, las denuncias de abuso y violencia de género que recorrían su historia y cómo los feminismos podían pensar las contradicciones y desafíos que una figura como la de Maradona podía despertar en un movimiento que se piensa plural, popular y contestario. “No se trata de que el feminismo se vuelva una carga o un boletín de conducta. Sí se trata de promover cambios sociales en donde no se tolere, ni se promueva el abuso sexual”, argumentaba Peker. En una línea similar, Florencia Angilletta había escrito un año antes, en los días de ese duelo desbordante, un artículo que giraba sobre una pregunta similar: ¿se puede ser feminista y querer a Diego? “El feminismo no existe en singular, y cuando decimos que la punición no organiza los feminismos –siempre en plural– es porque los feminismos no podríamos actuar de jueces –los conflictos son parte de los feminismos, no externos a ellos–, ni de policías –caníbales de la multiplicidad de la sociedad civil–, ni de sacerdotes –la flecha moral apunta siempre de los dos lados–“, contesta Angilletta.  

Me interesa tomar como punto de partida estas expresiones sobre un caso tan reciente y sensible en el imaginario social actual porque, de alguna manera, esta pregunta que los feminismos se hacen por Maradona se puede expandir a una más amplia por ciertas figuras y emblemas que nuclean en su popularidad una identidad nacional enraizada en la virilidad. En el mundo de la fraternidad masculina, las mujeres no solo permanecen al margen de la escena, sino que a menudo constituyen una otredad que, como señala Francine Masiello al analizar la literatura argentina del siglo XIX, tiene un carácter fronterizo, liminal, entre la civilización y la barbarie. Martín Fierro es, sin duda, una pieza clave de ese mundo de identidades y subalternidades. En el poema de José Hernández se entreteje, como define Ana Peluffo, una “fraternidad del sufrimiento en la que los grupos marginales se unen para hacer frente a la adversidad” (2013: 196), pero las mujeres permanecen excluidas. Y esta dimensión es clave porque Martín Fierro es una ficción fundacional que ha marcado a fuego el imaginario nacional; un clásico capaz de interpelar a públicos populares y de élite, criollos e inmigrantes, de izquierda y de derecha. Es esa capacidad, esa apertura del texto a las más variadas operaciones de lectura y reescritura, lo que lo entroniza como “clásico” indiscutible. Más que sus ideas, sus ritmos, sus héroes, Martín Fierro es EL poema nacional por su virtud de operar como una usina de ficciones literarias y críticas: desde su publicación en 1872 y 1879, el poema ha sido retomado una y otra vez para hablar, al mismo tiempo, de la Argentina del pasado y de la del presente.[ii]

Si el Martín Fierro funciona, para decirlo en términos de Rancière, como una clave de lectura del “reparto de lo sensible” en la Argentina de cada época, podemos preguntarnos entonces cómo han leído las feministas argentinas, a lo largo de los años, a este epítome de la argentinidad. ¿Qué hacen las feministas con Martín Fierro? ¿Qué leen en ese mundo viril de la pampa decimonónica donde las mujeres despiertan deseos y violencias (o deseos violentos), seducen, traicionan y abandonan? ¿Cómo se posicionan como lectoras ante un texto que, desde el Centenario en adelante, se convirtió en el emblema de lo nacional?

Lo primero que habría que decir es que no se quedaron calladas ante aquella representación de lo femenino que hoy nos parece hasta esperablemente machista.[iii] De hecho, esta es la dimensión que pone en primer plano Victoria Ocampo en “Las argentinas y el Martín Fierro”, un texto escrito a pedido, para el homenaje del Instituto Salesiano de Artes Gráficas por el centenario de la publicación del poema en 1972. Ante esa invitación a homenajear un texto que para esa altura ya opera como la cifra de lo argentino, Ocampo evoca una escena de infancia que marca, paradójicamente, su sentimiento de ajenidad respecto del poema:

Me he criado oyendo a Martín Fierro sin comillas, como lo han de citar los gauchos, poco enterados de los signos de puntuación. Unos primos de mi madre veraneaban en la quinta vecina. De literatura no sabían nada fuera del Martín Fierro. Pero lo sabían de cabo a rabo. […] De modo que Martín Fierro, antes de ser un libro, fue para mí el hablar de unos jóvenes (yo era chica) que vivían en relación consustancial con la Obra. (2001: 99) 

Esta escena de escucha, más que de lectura, iniciática es la que trama para Ocampo esa dualidad que despierta en ella el poema nacional: una Obra con mayúscula, que modela la identidad argentina al punto que tanto los gauchos como los señoritos la citan “sin comillas” y que, sin embargo, ella evita comentar. “Temo no poder escribir nada que valga la pena” (99), excusa un poco después. Sin embargo, detrás de la pose de falsa modestia, hay una razón que justifica esta resistencia y que Ocampo menciona de soslayo: ella es, hasta donde sabemos, la primera escritora argentina en señalar el modo subalterno en que las mujeres son representadas en el poema. “Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer”, cita Ocampo, para luego agregar en un paréntesis deliberado e irónico: “El orden en que enumera estas tres posesiones señala su importancia” (100). “Me siento mula, y retrocedo ante el tema”, ironiza Ocampo para, como apunta Ana Peluffo, “escatimar el tipo de lectura laudatoria que se esperaba de su intervención” (2022: 698).

La exclusión también es uno de los temas centrales de “El Martín Fierro y la mujer”, columna de opinión que María Elena Oddone publica en El Tribuno en 1992. Pero esta vez el tono no será el de la falsa disculpa, sino el de la impugnación. Además de destacar, al igual que Ocampo, que “para el gaucho, según Hernández, la mujer es la última de las pertenencias del hombre” (1992: 17), la escritora resalta el carácter anónimo de todas las mujeres que circulan por el poema (“No se menciona ningún nombre femenino, pero las mujeres están presentes en toda la obra”, precisa [17]), así como el maltrato que reciben ya no solo de los personajes, sino de su autor. Todas ellas son culpabilizadas por los sufrimientos del gaucho (la morena que provoca a Fierro y produce la muerte de su amante, la viuda que seduce al hijo segundo, la esposa que engaña a Cruz), subraya Oddone, e, incluso, cuando son golpeadas o asesinadas (como la esposa de Vizcacha), esos crímenes son comentados al pasar, como un dato anecdótico. Pero lo peor para la autora, aquello que impugna y que constituye el eje de su reclamo, es el lugar, ya no solo canónico, sino pedagógico que ocupa el poema en la cultura nacional. Lo que más le molesta es que sea enseñado en las escuelas como un ejemplo de la argentinidad sin matices ni reparos:

El Martín Fierro debe erradicarse de las escuelas por inmoral. Sus personajes son delincuentes. No pueden ser arquetipos de la nacionalidad. Denigran a la mujer por lo que no pueden ser modelos en una sociedad sana. Son racistas contra el negro y el indio y el vocabulario empleado para referirse a la mujer es francamente ofensivo: mula, loba, bicho, vaca, perra parida, barriga de sapo, pilcha, chancleta. Todos los analistas de esta obra han silenciado la inmoralidad del Martín Fierro, con excepción de Ezequiel Martínez Estrada […]  (17)   

En este sentido, los textos de Ocampo y Oddone encarnan dos operaciones de lectura feministas y, a la vez, contrapuestas. Ambas escritoras se concentran en la relación de las mujeres con ese poema que se ha convertido a partir de diferentes operaciones críticas y estatales, como señalé, en una piedra angular de la identidad argentina y se detienen en aspectos similares (la subalternización de sus personajes femeninos, el sentimiento de cofradía viril que sobrevuela el poema), pero lo hacen de modos muy distintos. Mientras Ocampo declina intervenir (dice “eso que les habla a los hombres no me habla a mí”) y, al sustraerse, evidencia la exclusión; Oddone la nombra, la impugna y reclama. Dos posicionamientos que, también, dialogan no solo con dos tiempos de la Argentina, sino también de los feminismos: si la perspectiva feminista de Victoria Ocampo fue modelada en gran medida por su posición excepcional en el campo intelectual de su época, sus amistades literarias y su rol prominente como directora de Sur, el perfil de Oddone aparece asociado al impacto de la segunda ola feminista en la Argentina de los ochenta, la efervescencia democrática y la salida a la calle.

Más allá de recuperar estas huellas feministas y visibilizar estos posicionamientos disidentes respecto de la tradición y lo nacional, los textos de Ocampo y Oddone adquieren en la coyuntura actual una nueva densidad, sobre todo, porque permiten esbozar una genealogía mínima que hoy tiene una vigencia inusitada. En los últimos años ha reaparecido con fuerza esa misma pregunta que se hicieron estas escritoras, interpelando al mundo de la academia, de la crítica y de la producción cultural desde una perspectiva de género: ¿qué hacemos con Fierro? ¿Cómo leemos hoy esa cultura viril de la que es símbolo el poema? ¿Cómo pensar el Martín Fierro en clave feminista?

Estos interrogantes han orbitado, por ejemplo, las lecturas de Ana Peluffo sobre el poema, ya sea para analizar el sustrato homo-afectivo y sentimental que trama ese mundo de fraternidades viriles en “Gauchos que lloran: masculinidades sentimentales en el imaginario criollista” (2013), o bien indagar en la misoginia latente que se trama en algunos de nuestros clásicos nacionales (el Martín Fierro, pero también Facundo y Una excursión a los indios ranqueles) en el trabajo “Misoginia y violencia de género en la literatura de frontera” (2022). También se observan en la lectura de Graciela Batticuore (2022) sobre la figura de la mujer cautiva en la cultura del siglo XIX y sus reversiones visuales y literarias a lo largo del siglo XX y en la actualidad, así como en el protagonismo que las voces populares femeninas han adquirido en los últimos años a partir del análisis de los periódicos de Francisco de Paula Castañeda y Luis Pérez, como se observa, entre otros, en los trabajos de Cristina Iglesia (2005), Claudia Roman (2022), María Laura Romano (2018) y Juan Ignacio Pisano (2022).

Los feminismos y el poema nacional

En diálogo con estas lecturas críticas, que vuelven al Martín Fierro y a otros clásicos del siglo XIX para hacerles nuevas preguntas, asoma otra vuelta feminista al poema de Hernández que tiene como base la ficción y como propuesta, un nuevo tipo de operación de lectura. Si el gesto performático de la lectura de Victoria Ocampo es la sustracción y el de María Elena Oddone es la impugnación, en los últimos años lo que se observa, más bien, es un gesto de apropiación gozosa del poema nacional. El ejemplo paradigmático en este punto es, por supuesto, Las aventuras de la China Iron (2017), la popular novela de Gabriela Cabezón Cámara que toma el mismo verso del que parten Ocampo y Oddone (“Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer”) para desplegar una operación crítico-literaria a partir del cual se revierte ese estado de anonimato y subalternidad: allí donde se señalaba una falta, Cabezón Cámara imagina una vida. Y la historia de esa vida es un relato gozoso sobre el deseo, la aventura, el autoconocimiento y la construcción de un mundo utópico de comunidades afectivas donde se imponen otras formas de amar transgenéricas y trasnétnicas.[iv]

La historia de Josephine cifra, de este modo, aquel “reparto de lo sensible” que eclosiona en las primeras décadas del siglo XXI y que reinventa los feminismos a partir de nuevas afectividades y agendas políticas donde la pluralidad, las disidencias sexuales, la masividad, el goce y la juventud se convirtieron en la gramática de lo que Peker (2019) ha llamado “la revolución de las hijas”. En lugar de sustraerse o de impugnar el poema, la novela de Cabezón Cámara lo toma por asalto, lo fagocita, juega con él y lo corroe desde sus bases en ese proceso de reescritura. El gesto gozoso borra los límites del poema a un punto tal que, no solo la trama es reinventada a partir de lo no dicho o dicho a medias, emulando el gesto borgiano, sino que también crece en capas y densidad sumando a medida que avanza reescrituras y lecturas críticas poema (los cuentos de Borges, pero también las reversiones lúdicas de Aira de la pampa, la risa bufa de Lamborghini, la megalomanía apasionada de Martínez Estrada, los dobleces y reveses del género revelados por la otra Josefina de la literatura argentina, la “China” Ludmer) hasta engullir al mismísimo José Hernández, incorporado como un personaje más de la novela. En esa estancia cruel comandada por Hernández, se desdobla la ideología del autor de la ideología del poema: el autor convertido en personaje se queda son sus instrucciones de estanciero, mientras que Fierro se libera de los mandatos de su autor y hace política en tanto literatura diría Rancière.

Por otro lado, la operación de lectura de Cabezón Cámara evidencia su eficacia y su capacidad de leer el presente en su expansión: si bien Las aventuras de la China Iron se destaca por su popularidad y por la cantidad de lecturas críticas que ha suscitado en los últimos años,[v] este gesto de apropiación gozosa, lejos de limitarse a la novela, ha proliferado en diversos tipos de reescritura que buscan desestabilizar los códigos género-afectivos del poema. Mientras que textos como “El amor” de Martín Kohan (2011) o Indiada de Osvaldo Baigorria (2018) releen el mundo gaucho en clave homoafectiva y disidente, haciendo estallar el imaginario viril; otras apuestas, como la de Mariano Tenconi Blanco en La vida extraordinaria o Nayla Beltrán en Décimas Féminas  (2021), vuelven al poema desde otras prácticas que, además de cuestionar el carácter subalterno de lo femenino, se apropian de ese mundo desde un punto de vista perfomático y feminista que ubica a las mujeres en el centro de la escena.

En el primer caso, La vida extraordinaria, el teatro se propone reversionar la historia de la amistad más célebre de la literatura argentina a partir de dos mujeres, Aurora Fierro y Blanca Cruz, quienes, en lugar de ser payadoras son poetisas, y en lugar de cantar, recitan poemas sentimentales y eróticos donde la intimidad femenina irrumpe, disruptiva.[vi] En el segundo, Nayla Beltrán se apropia de la mismísima payada a través de sus décimas y convierte el lamento y el desafío en los tonos de sus cantos feministas:

Todo deseo vivir

lo que se esconde en la vida  

desde que fui concebida

y ya empecé a resistir.

Se resiste por no hundir

los deseos en un pozo,

por transformar calabozos

en mar de sororidad

y porque alguna verdad

tenga que ver con el gozo.

Así empiezan los primeros versos de “Décimas feministas”, primera copla del álbum- libro donde Beltrán va a reescribir los motivos clásicos del canto (el vino, la amistad, la patria, la tradición, el canto mismo) desde una voz que denuncia el silenciamiento de la historia y reivindica la alegría, el placer, el deseo, las ganas de vivir de las mujeres. La voz gaucha se vuelve, así, en el gesto performático, en la apropiación de la forma, feminista.

En este sentido, quizás sea la compleja relación que los feminismos, esperablemente, han tenido y tienen con la tradición literaria argentina la que ha dado lugar en los últimos años a las reescrituras más extremas del Martín Fierro desde el punto de vista de sus contenidos ideológicos. Si reescrituras como El guacho Martín Fierro, de Oscar Fariña (2007), buscan revitalizar y actualizar el espíritu rebelde del poema, y otras como el Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian (2007), procuran desautomatizar la naturalización de su potencia estética, estas versiones del poema nacional y del mundo gaucho desde la mirada del género y las disidencias sexuales cuestionan sus premisas y las trasgreden hasta subvertir sus propios fundamentos.

De hecho, podríamos pensar que este gesto de apropiación gozosa anida en la imaginación crítica y literaria de las escritoras argentinas desde hace décadas, por lo menos, desde que Josefina Ludmer decidió a mediados de los ochenta escribir sobre la gauchesca. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es, si no una gran reescritura, El género gauchesco, esa enorme ficción crítica a partir de la cual la China Ludmer estableció un nuevo modo de leer la gauchesca? ¿Y qué es, si no una hermosa ironía, que, en el centro de ese mundo de hombres y cantos viriles, haya sido una mujer quien nos enseñara –y nos enseñe aún– a leer el género al derecho y al revés? Son precisamente esos gestos de imaginación crítica y literaria los que no solo reinventan y actualizan los clásicos, sino también mantienen vivas aquellas miradas feministas sin jueces, policías ni sacerdotes.    


[i] Este trabajo fue leído en el marco del conversatorio “Martín Fierro: a 150 años de su publicación”, coordinado por Facundo Tresols en el Instituto Interuniversitario Patagónico de las Artes. Agradezco a Laura Arnés y a Juan Pablo Pisano sus lecturas y, sobre todo, la generosidad de haber compartido conmigo los hallazgos del texto de María Elena Oddone y las décimas de Nayla Beltrán respectivamente. Así se construyen los archivos feministas: con pasión y afecto. 

[ii] Este proceso involucra, desde ya, las operaciones críticas de Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas en el contexto del Centenario para entronizar al poema como nuestra epopeya nacional, así como las operaciones estatales que refrendaron esta lectura a partir de su incorporación a los programas de estudio como lectura obligatoria y diversas prácticas de consagración como el “Día de la Tradición”, pero también sus múltiples relecturas y reescrituras desde el mundo de la cultura popular (que incluyen versiones teatrales, radiales, cinematográficas), político-contestaria (como el Martín Fierro libertario de Alberto Ghiraldo) y literaria. Para un análisis específico sobre estos procesos, véanse, entre otros, los trabajos de Adolfo Prieto (1988), Graciela Montaldo (1993) y Ezequiel Adamovsky (2019) sobre criollismo, de Pablo Ansolabehere (2011) sobre los vínculos con el anarquismo, de Pablo Martínez Gramuglia (2020) sobre las lecturas de Rojas y Lugones, de Matías Casas (2017), Nicolás Suárez (2018) y Martín Pérez Calarco (2022) sobre sus reversiones cinematográficas, radiales y literarias a lo largo del siglo XX, y de Isabel Stratta (2020) y Juan Ignacio Pisano (en prensa) sobre sus reescrituras recientes.       

[iii] Este trabajo recorta apenas algunas lecturas y reescrituras del poema, pero indagar de un modo sistemático cómo las feministas argentinas han leído nuestros clásicos es una tarea a realizar en el campo de la historia literaria argentina.

[iv] Esta línea de Las aventuras de la China Iron puede rastrearse también hacia atrás en el tiempo, en las ficciones de las escritoras argentinas del siglo XIX: en novelas como Pablo o la vida en las pampas, de Eduarda Mansilla, o Peregrinaciones de una alma triste y “Gubi Amaya: historia de un salteador”, de Juana Manuela Gorriti, la pampa es narrada como aquel espacio inhóspito donde los gauchos son explotados por el Estado y las mujeres establecen vínculos y comunidades utópicas para sobrevivir a la adversidad (Vicens, 2022). También en el siglo XX escritoras como Sara Gallardo leyeron en otra clave esa pampa virilizada, como ha analizado Lucía De Leone (2020). 

[v] Véanse, entre otros, los trabajos de María Laura Pérez Gras (2020, 2021), Marcela Croce (2020), Laura Fandiño (2019), Guillermo Portela (2019), Bárbara Jaroszuk (2021), Patricia Rotger (2022), Minerva Peinador (2021) y Juan Ignacio Pisano (en prensa), además del artículo ya mencionado de De Leone. 

[vi] Además de estar todavía en cartel, La vida extraordinaria fue publicada en Mitos y maravillas (2022), tomo que compila gran parte de las obras del autor. Para un análisis de la obra, ver: Noguera (2020), Vicens (2022).  



Trabajos citados

Adamovsky, Ezequiel. El gaucho indómito. De Martín Fierro a Perón, el emblema imposible de una nación desgarrada. Siglo XXI, 2019.

Angilletta, Florencia. “Diego no es de nadie”, Le Monde diplomatique, 26 de noviembre de 2020. Disponible en: https://www.eldiplo.org/notas-web/diego-no-es-de-nadie/.

Ansolabehere, Pablo. Literatura y anarquismo en Argentina (1879-1919). Beatriz Viterbo, 2011.

Batticuore, Graciela. “Violencia y Violación en la literatura argentina. Las vueltas de la mujer cautiva”. En: Batticuore, Graciela y María Vicens (coords.), Mujeres en revolución. Otros comienzos, tomo I, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2022.

Baigorria, Osvaldo. Indiada. Blatt & Ríos, 2018.

Beltrán, Nayla. Décimas féminas. Versos criollos en clave feminista. La mariposa y la iguana ediciones, 2021.

Cabezón Cámara, Gabriela. Las aventuras de la China Iron. Random House, 2017.

Casas, Matías. Las metamorfosis del gaucho. Prometeo, 2017.

Croce, Marcela. “Provocaciones al canon: género y crítica acicateados en Las aventuras de la China Iron”, Palimpsesto 10.17 (2020): 15-23.

De Leone, Lucía. “La pampa errante. Un trayecto de desobediencias”. En: Arnés, Laura, De Leone, Lucía y María José Punte (coords.), En la intemperie. Poéticas de la fragilidad y la revuelta, tomo V, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2020.

Fandiño, Laura. “Canon, espacio y afectos en Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara”, Hispanófila 186.1 (2019): 49-66

Fariña, Oscar. El guacho Martín Fierro. interZona 2007.

Hernández, José. Martín Fierro. Edición crítica de Élida Lois y Ángel Núñez. FCE, Colección Archivos, 2001.

Iglesia, Cristina. “Entre cuatro palabras. Notas sobre encierros y vacíos (sobre la obra de Francisco de Paula Castañeda)”. En: Moraña, Mabel y María Rosa Olivera-Williams (eds.). El salto de Minerva. Intelectuales, género y Estado en América Latina, Iberoamericana-Vervuert, 2005.

Jaroszuk, Barbara. “Negociando el mapa de lo posible: Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara”, Studia Neophilologica 93.3 (2021): 357-378.

Katchadjian, Pablo. El Martín Fierro ordenado alfabéticamente. Imprenta Argentina de Poesía, 2007.

Kohan, Martín. “El amor”. Página 12, 4 de febrero de 2011. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161693-2011-02-04.html.

Ludmer, Josefina. El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. Perfil, 1988.

Martínez Gramuglia, Pablo. Lecturas del Martín Fierro: del folleto al clásico nacional. Santiago Arcos, 2020.

Masiello, Francine. Entre civilización y barbarie. Mujeres, nación y cultura literaria en la Argentina moderna. Beatriz Viterbo, 1997.

Montaldo, Graciela. De pronto, el campo: literatura argentina y tradición rural. Beatriz Viterbo, 1993.

Noguera, Lía. “Ficciones fundacionales argentinas en el teatro porteño contemporáneo.” Teatro XXI, 36 (2020): 47-61.

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Oddone, María Elena. “El Martín Fierro y la mujer”, El Tribuno, 9 de junio de 1992, 17.

Peinador, Minerva. “Refundando la matria Argentina, desdibujando límites normativos: Las Aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara”, Romanica Olomucensia 2 (2021): 289-304.

Peker, Luciana. La revolución de las hijas. Planeta, 2019.

—–. “¿Qué hacemos con Maradona? Aprender”, Infobae, 20 de noviembre de 2021. Disponible en: https://www.infobae.com/opinion/2021/11/20/que-hacemos-con-maradona-aprender/.

Peluffo, Ana. “Gauchos que lloran: Masculinidades sentimentales en el imaginario criollista”, Cuadernos de Literatura 17.33 (2013): 187-201.

—–. “Misoginia y violencia de género en la literatura de frontera”. En: Batticuore, Graciela y María Vicens (coords.), Mujeres en revolución. Otros comienzos, tomo I, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2022.

Pérez Calarco, Martín. De Borges al rock. La Argentina contemporánea a través de Facundo y Martín Fierro. EDUVIM, 2022.

Pérez Gras, María Laura. “Retornos desviados al desierto y al río decimonónicos en Las aventuras de la China Iron”, Badebec 10.19 (2020): 236-253.

—–.  “Las paradojas del desencanto. Ucronía y utopía en Las aventuras de la China Iron” Letras 83 (2021): 38-51.

Pisano, Juan Ignacio. Ficciones de pueblo. Una política de la gauchesca (1776-1835). EDUVIM, 2022.

—–. “Voz, pueblo y alteridad: sobre dos reescrituras del Martín Fierro en el siglo XXI”, Zama (en prensa).

Portela, Guillermo. “Almas dobles: Fronteras que se diluyen en Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara”, Anuario de la Facultad de Ciencias Humanas 16.16 (2020): 40-47.

Prieto, Adolfo. El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna. Sudamericana, 1988.

Rancière, Jacques. Políticas de la literatura. Ediciones del Zorzal, 2015.

Roman, Claudia. “Gauchas ahorcajadas y otras fantasías de la literatura argentina”. En: Batticuore, Graciela y María Vicens (coords.), Mujeres en revolución. Otros comienzos, tomo I, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2022.

Romano, María Laura. Monstruos de la razón: periódicos no ilustrados en la región platina (1820-1830). Tesis de Doctorado. FFyL, UBA. Disponible en: http://repositorio.filo.uba.ar/handle/filodigital/10020.

Rotger, Patricia. “Desierto sonoro: sexualidad lesbiana y gauchesca en Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara”, Inter disciplina 10.27 (2022): 45-52.

Stratta, Isabel. “A andar con los avestruces. Últimos avatares de Martín Fierro”. En: Pisano, Juan Ignacio y María Vicens (coords), Literatura, pueblo y prensa: guía de consumo. NJ Editor, 2020.

Suárez, Nicolás. “La pampa en movimiento: figuraciones del paisaje del Martín Fierro de José Hernández al filme Nobleza gaucha”, Anclajes 22 (2018): 73-94.

Vicens, María. “Decir nosotras, ese placer nuevo. Amistad, deseo y autoría en la Argentina del siglo XIX”. En: Batticuore, Graciela y María Vicens (coords.), Mujeres en revolución. Otros comienzos, tomo I, Historia feminista de la literatura argentina (Laura Arnés, Nora Domínguez, María José Punte, dirs.), EDUVIM, 2022.

—–. “Nacidas para amar hasta el fin del mundo: género, poesía y tradición en La vida extraordinaria”, Estudios de Teoría Literaria-Revista digital: artes, letras y humanidades 11.26 (2022): 129-140.

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Hazel Carby: Identidad y memoria de la pérdida

Introducción: Laura Biagini Calvo, Federico Perelmuter y Francisca Ulloa 

Traducción: Jimena Lepore, Juliana Passano y Victoria Vydra[i]


En Imperial Intimacies, publicado en 2017, la historiadora y crítica literaria Hazel V. Carby se vale de archivos históricos y su genealogía familiar para discutir la britanidad y los procesos vinculantes del colonialismo y el imperialismo, y su relación con la racialidad, el género y la clase social. “Lost”, relato de un abuso sexual sufrido de niña, es el último texto del primer apartado del libro, titulado “Inventario,” donde la autora medita las tecnologías de construcción de la identidad británica y narra las historias de sus padres.

Este texto fue publicado en el libro Imperial Intimacies: A Tale of Two Islands» de Hazel Carby (Londres:, Nueva York, Verso 2019).  Esta traducción se publica con la autorización de la Editorial Verso.

Introducción

Si bien “Lost” opera en la línea de un trabajo narrativo que apela a la memoria colectiva como guía para navegar y discutir los archivos nacionales, emerge de la superficie delineada por Imperial Intimacies como inquietud y respuesta, como exhibición de la opresión racial y la violencia sexual que subyace al colonialismo y la identidad nacional, pero también como elaboración del problema de la memoria; esto es, cómo recordar, cómo narrar.

Este breve capítulo condensa la crítica a las estructuras de dominación latentes en el resto del libro, y articula las características de la gestión corporal que cotidianamente permanecen ocultas: la niña mestiza es un error, una mancha a una britanidad que se imagina esencialmente blanca. Sin embargo, al tratar de procesar la pérdida de una experiencia tan traumática esa niña no se pierde del todo; es esta experiencia la que posibilita el yo que narra. No sería entonces un sujeto situando una pérdida sino situándose mediante la pérdida, empleándola en pos de una contestación productiva del esquema de dominio racial fundado en el control de la sexualidad de las mujeres negras.

Hazel Vivian Carby nació en 1948 en Devon, Inglaterra. Hija de una madre galesa de clase trabajadora y un padre jamaiquino veterano de la segunda guerra mundial, Carby es heredera de la llamada Windrush Generation, una oleada inmigratoria de trabajadores negros de las ex-colonias británicas del Caribe impulsada por un edicto real que les otorgó ciudadanía británica a quienes fueran hasta entonces ‘sujetos coloniales’ (aunque la participación en la Royal Air Force de su padre le otorgó algunos privilegios a ella y a su familia).

Hazel Carby

Durante su juventud, una serie de estallidos xenofóbicos y racistas dotó de gran prominencia a esta ola inmigratoria –y a los individuos racializados que trajo a las islas británicas– dentro de un imaginario fundado por el supremacismo blanco. Esto motivó la aparición de figuras intelectuales, entre ellos Stuart Hall –director de la tesis doctoral de Carby en el programa fundacional de Estudios Culturales de la la Universidad de Birmingham– Sam Selvon, Paul Gilroy y CLR James, que criticaron con vehemencia el supremacismo blanco del otrora centro imperial. Carby, por su parte, dejó Inglaterra en 1980 y se mudó a la universidad de Yale, donde fue profesora de Historia hasta su jubilación hace poco tiempo, y donde permanece.

Aunque se ha centrado en la historia afroestadounidense en sus libros, entre los que se cuentan Reconstructing Womanhood (Oxford, 1987) y Race Men (Harvard, 2000), su compromiso ha sido siempre el de desafiar los mitos nacionalistas y burgueses que fundan la historiografía negra de dicho país. Es considerada así una de las pensadoras clave, junto con Barbara Smith, Audre Lorde (quien la precede por unos años), Hortense Spillers y Toni Cade Bambara, entre muchas otras, del feminismo negro de las décadas de 1980 y 1990. Lideró, además, los comienzos de lo que hoy se conoce como Black Studies, un movimiento intelectual antidisciplinario que responde, desde fines del Siglo XX, a la incapacidad de una academia supremacista blanca de contemplar plenamente las experiencias de sujetos negros.

“Lost” progresa con una cautela que trae a cuenta la urgencia de interpelar el modo de revisión tradicional del archivo colonial, admitiendo el sinsentido de la vivencia de la violencia sin minimizarla y posibilitando a futuro una nueva interpretación de la experiencia. Es una narración de aquello que Hortense Spillers llamó los ‘jeroglíficos de la carne’, que encuentra en las laceraciones -que un sistema fundado en el esclavismo transatlántico inscribe en el cuerpo negro en general, y de la mujer negra en particular- la contrahistoria de ese mismo sistema, su punto de sutura. La escritura de Carby descubre una subjetividad abierta a los efectos de los procesos históricos que la conforman y que irremediablemente la atraviesan y la hieren. En esas heridas, Carby encuentra la posibilidad de transferencia de una vivencia intraducible.


Perdida[i]

Por: Hazel Carby

“Por cierto, tendrá que pasar mucho tiempo, a mi entender, para que una mujer pueda sentarse a escribir un libro sin encontrar un fantasma que matar, una piedra contra la cual chocar.”[1].

Virginia Woolf


A finales de los años 50, en Mitcham, se perdió una niña. No quiero decir que ella fuera incapaz de encontrar su camino, sino que tuve que dejarla ir.

Algunas veces, cuando merodeaba por Pollards Hill, la niña visitaba a alguien de su clase del colegio o de la escuela dominical. Les prestaba atención a las características peculiares de los distintos tipos de viviendas, a la vez que sorteaba diferentes formas de entrar y salir de ellas. Las prefabricadas estaban construidas una al lado de la otra y solo tenían pequeñas parcelas de tierra en el frente, donde sus habitantes sembraban semillas de césped y plantaban rosales. A pesar de los esfuerzos por mejorar la vida cotidiana, detrás de las manchas descontroladas carmesí y doradas, se alzaban filas estrechas de edificaciones idénticas de un color pardo metálico. Las puertas principales de metal tenían grandes paneles de vidrio en el centro, a través de los cuales la niña podía espiar hacia el interior para ver quién estaba en la casa antes de llamar a la puerta, salvo que las puertas y ventanas estuvieran decoradas con visillos. Luego esperaba pacientemente en la entrada mientras se movían los visillos, una señal de que la estaban observando antes de que su visita fuera respondida o ignorada.

No le gustaban los dúplex, bloques altos de hormigón sin jardines individuales, ya que nadie tenía permitido pisar las áreas verdes comunes rodeadas de cercas endebles de madera. Después de bordear la zona prohibida, la niña tenía que subir una escalera exterior y luego cruzar por un balcón interno de hormigón para llegar a una de las puertas principales, que eran todas idénticas. Acceder a las casas adosadas significaba correr el pestillo de una reja y andar por un camino corto hacia puertas que eran infinitamente diversas, como cuadros que representaban el nivel de aspiración a la clase media. Algunas eran intimidantes: madera sombría y maciza con dos pequeños cristales muy altos como para poder ver a través de ellos, incluso en puntas de pie. Estas puertas destilaban respetabilidad. Otras eran extravagantes y seducían a la niña con la variedad de tamaños y formas de sus ventanas y vidrios esmerilados. Ella se paraba afuera de todas estas puertas diferentes y siempre se estremecía cuando le cerraban alguna en la cara. De vez en cuando, una puerta quedaba abierta, apenas una rendija, mientras llamaban a quien ella había ido a ver: “Esa negra (o wog[2], queera una manera común de llamarnos) de tu escuela está aquí”.

Un día, cuando tenía nueve años, finalmente invitaron a la niña a entrar a una de las respetables casas adosadas. Un adolescente le abrió la puerta y se quedó mirándola mientras ella le preguntaba por su hermana. Lo había visto antes, en la entrada del colegio esperando a la hermana menor. Le dijo que pasara. Gratamente sorprendida, cruzó el umbral con entusiasmo. En el corredor, el joven cerró la puerta y se quedó parado frente a ella, bloqueando la luz. Parecía mucho más alto cuando la miraba desde arriba.

La empujó, fuerte. El cuerpo retorciéndose, cayendo hacia atrás, estirándose, desplomándose, dolor cuando la cabeza golpea contra la escalera, levantada, tirada, yaciendo boca abajo, quedándose sin aliento, apenas podía respirar a través de la alfombra de color terracota. Dio vuelta la cabeza y miró fijo el sujetador metálico de la alfombra que tenía clavado en la nariz. Algo pesado cayó sobre ella: las manos del muchacho tironeaban del uniforme de la escuela se metieron bajo la pollera agarraron el elástico de la ropa interior uñas rotas le arañaron la piel. Un sufrimiento desgarrador por dentro, que se irradiaba hacia arriba y hacia afuera. Una mano le tapó la boca, un grito moría en la garganta mientras el cuerpo convulsionaba. De costado, luchó para que las rodillas le llegaran al pecho y se envolvió con los brazos, tendida sobre una alfombra áspera que le raspaba y le quemaba la piel. Sabía cómo ensimismarse. Ya no puedo mirar a la niña. Estoy tambaleando al borde de un precipicio; un cuerpo pequeño y tembloroso cae y emprendo vuelo detrás de ella. Nuestros cuerpos aterrizan, encallan, pero luego miro y me encuentro sola. La niña que llevo adentro es diferente, cambió. Las dos cambiamos.

Mis intentos por olvidar fracasan. Conservo recuerdos que creí que había borrado hace mucho tiempo: el peso de un cuerpo; ser el blanco de una furia absoluta, de una ira y asco insaciables; una niña desconcertada a la que levantaron del suelo como una muñeca de trapo; él escupiéndole en la cara: “Ni siquiera entendés lo que te acaba de pasar, ¿no?”. La depositó del otro lado de la puerta principal y la descartó en la vereda, como si estuviera sacando la basura. Antes de que la puerta se cerrara, le advirtió: “No le digas a nadie”. Ella nunca lo hizo.

Por primera vez no estaba segura del camino a casa. En vez de reconocer el abuso, la niña creía que se había portado muy mal, y yo cargué con el peso de la culpa. Una parálisis creciente sofocó el miedo a comprender el significado de ese peso, de las palabras que hacían eco en la cámara de los recuerdos. se retiró hacia espacios interiores, donde una suerte de mí sobrevivió y se convirtió en un ser autosuficiente. La niña dejó de llamar a las puertas de las casas.


[1] Woolf, V. (2012). La muerte de la polilla y otros ensayos. Traducción de Teresa Arijón. La Bestia Equilátera.

[2] N. de T.: Expresión sumamente ofensiva que se refiere a personas no blancas.


[i] Traducción al español de Jimena Lepore, Juliana Passano y Victoria Vydra, en el marco de la Residencia del Traductorado Técnico-Científico en Inglés de la ENS en Lenguas Vivas Sofía E. Broquen de Spangenberg (CABA). Docente de la cátedra: Alejandra Rogante.


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Revisión, corrección y prejuicios: Carolina Maria de Jesus y las decisiones editoriales sobre su obra

Por: Sílvia Ornelas y Agustín Eduardo Vaccaneo

En el marco del seminario “Crítica y performance. Operaciones sobre la literatura brasileña contemporánea”, que dictó Lucía Tennina en la Maestría de Literaturas de América Latina, Sílvia Ornelas y Agustín Eduardo Vaccaneo se detienen en las decisiones editoriales sobre la obra de Carolina Maria de Jesus. ¿Puede existir una escritora analfabeta?


El lanzamiento de Casa de alvenaria, en dos volúmenes, con el que la editorial brasileña Companhia das Letras inaugura la publicación de los cuadernos de la escritora Carolina Maria de Jesus, reaviva un debate sobre la revisión y las decisiones editoriales acerca de sus escritos. La discusión también se hace presente en la Argentina con la publicación de Cuarto de desechos y otras obras a partir de una nueva traducción.

Desde la primera vez que se publicaron sus escritos en 1958, el interés general por la autora se enfocó en su excepcionalidad como escritora negra y en la exposición de las condiciones sociales y culturales en que se sobrevive en los barrios marginados de las periferias. ¿Tiene su obra calidad para valerse por sí misma, sin los índices que la transforman en algo exótico y fetichizan su escritura? Pasaron más de sesenta años desde que Carolina Maria de Jesus despuntó en el mapa de la literatura, pero el espacio que ocupa su obra en el canon sigue en disputa.

Escritora ¿y analfabeta?

Carolina Maria de Jesus fue una de las primeras escritoras negras publicadas en Brasil. Pobre y autodidacta, cartonera y madre, registró en cuadernos lo que observaba e interpretaba de la vida cotidiana en la favela de Canindé.

Sus escritos aparecieron primero en la prensa brasileña, en 1958 y 1959. En 1960, se publicó el libro Quarto de despejo: diário de uma favelada[i], una versión de sus diarios curada por el periodista Audálio Dantas, quien afirma haber seleccionado los “fragmentos más significativos”[ii](de Jesus, 2014, p. 6) de los veinte cuadernos escritos de puño y letra por ella entre julio de 1955 y enero de 1960. Esta publicación conquistó un gran éxito comercial y se tradujo a catorce idiomas. La edición afirma respetar “fielmente el lenguaje de la autora, que muchas veces contradice la gramática, inclusive la grafía y acentuación de las palabras” porque esos elementos traducen “con realismo la forma en que el pueblo ve y expresa su mundo” (de Jesus, 2014, p. 9). Así, Carolina Maria de Jesus pasó a ser reconocida como la “escritora da favela” y por el paradojal epíteto de “escritora analfabeta”.

João Pinheiro, coautor de Carolina, una historieta biográfica, con su autorización.

Su reconocimiento fue desdeñado por la academia, que objetó el valor literario de su obra y la consideró mero documento histórico. El foco de observación prevaleció en su condición sociocultural, no en el estilo o las cualidades artísticas de la obra, hecho denunciado sucesivamente por la autora.

Según cifras aportadas por Luciana de Mello (2021), Carolina Maria de Jesus fue “(t)raducida a dieciséis lenguas, publicada en cincuenta y seis países, con seis millones de libros vendidos, alcanzó en sus días el estatus de escritora estrella pop”. Sin embargo, hay una desproporción en el interés que crea la obra Quarto de Despejo respecto al resto de su producción literaria. Su segundo libro, Casa de alvenaria, publicado tres años después, en 1961, no tuvo el éxito esperado. A pedido de Audálio Dantas, la autora escribió sobre la vida después de abandonar la favela e instalarse en una casa de ladrillosen Osasco, ahora delante de las cámaras, entre autógrafos y entrevistas, tal vez contando con la expectativa del público. Pero Carolina no estaba conforme y deja ver en su texto que no pretendía escribir otro diario más: prefería explorar otros géneros textuales y se sentía limitada, incluso manipulada.

La nueva edición de Companhia das Letras

Ante el redescubrimiento al que asisten en la actualidad escritoras y escritores que se han excluido de la cultura “oficial”, el consejo editorial de Companhia das Letras que supervisó la nueva edición de los cuadernos de Carolina propuso una “edición integral, ampliada con contenidos inéditos y rehecha a partir de los manuscritos originales de la autora”, según el anuncio plasmado en su página web.

Este consejo editorial es coordinado por la lingüista y escritora Conceição Evaristo, importante intelectual brasileña, y Vera Eunice de Jesus, quien, además de ser profesora y poeta, es hija de Carolina Maria de Jesus y la principal responsable de su legado. Aunque dirija una crítica a la edición elaborada por Audálio Dantas, que realizó recortes considerables y modificó la escritura de la autora, a veces sin indicar la alteración, esta edición también optó por mantener la forma original del texto, marcada por muchos desvíos de la norma, en especial respecto a la ortografía:

“A fin de resguardar la integridad de la voz y de la escritura de Carolina, esta nueva edición de Casa de alvenaria conserva toda la diversidad de registros presente en los manuscritos, por considerarlos marcas autorales imprescindibles para la adecuada recepción su obra. De este modo, el criterio básico de la intervención editorial fue mantener todas las grafías que desentonan de los diccionarios del inicio de la década de 1960, cuando el libro fue escrito” (nota sobre la edición, párrafo 2).

A pesar de admitir algunas excepciones, actualizadas “para desanublar la lectura”, el mismo criterio se aplica al uso de los signos de puntuación y a las “construcciones verbales y nominales de concordancia disonante, comprendidas como herramientas de construcción literaria” (nota sobre la edición, párrafo 3).

La propuesta de la nueva edición se destaca, por lo tanto, por la decisión de preservar el texto en su totalidad, sin censura. Llama la atención, sin embargo, que un consejo editorial con una composición tan bien pensada considere los desvíos de la norma como “herramientas de construcción literaria”.

¿Corregir es discriminar?

Regina Dalcastagnè, investigadora, escritora y crítica literaria, perteneciente al Departamento de Teoría Literaria de la Universidade de Brasília, discrepa vehementemente de la decisión editorial de conservar en esta reedición la gramática original de la escritora. Aunque el consejo editorial haya declarado la intención de resguardar la integridad de la voz y de la escritura de la autora, Dalcastagnè afirma que a nadie se le ocurriría vincular la integridad de los escritores de la élite del canon literario a sus errores ortográficos.

¿Por qué suponer que la integridad de la voz de Carolina Maria de Jesus se refleja en esos errores? Si la obra de todos los grandes escritores es meticulosamente revisada, ¿por qué tratar de otro modo los escritos de esta autora?

Dalcastagnè, autora de Literatura brasileira contemporânea: um território contestado, que puso en evidencia la falta de pluralidad en la literatura brasileña, dominada por hombres blancos de clase media, insta a leer su obra por sí misma en lugar de definirla por su origen, porque cree que la escritura de Carolina Maria de Jesus se destaca a pesar de los desvíos de la norma, no por causa de ellos.

Al reeditar la obra de escritores del pasado, actualizar la ortografía según las normas contemporáneas es un procedimiento habitual en el mercado brasileño. Incluso obras de un pasado no muy lejano son revisadas para respetar el Acuerdo Ortográfico de la Lengua Portuguesa de 1990.

Para Dalcastagnè, la decisión de conservar los desvíos gramaticales funciona como modo de darle un carácter exótico a la escritura de Carolina Maria de Jesus, lo que la mantiene en los márgenes del canon de la literatura brasileña e impide apreciarla como literatura a secas, sin necesidad de adjetivarla como “marginal” o “periférica”.

Pretuguês

La decisión de mantener los desvíos de la norma se apoya en la reivindicación de que las faltas de ortografía de Carolina Maria de Jesus son marcas que revelan otras “faltas”: la escasez asociada a la vida en las favelas brasileñas, sin acceso a educación, habitación digna, servicios públicos, oportunidades de empleo formal y, con una frecuencia alarmante, comida.

Es posible vincular la decisión del comité editorial al pensamiento de Lélia Gonzalez, para quien en el Brasil no se habla portugués, sino “pretuguês” (fusión de las palabras “preto”, que significa “negro”, y “portugués”). Gonzalez reivindicaba el lenguaje coloquial y el conocimiento popular en el marco de un proceso de descolonización del saber, asumiendo prácticas lingüísticas propias de amplios sectores que suelen ser descartadas por la academia.

Sin embargo, considerando todos los esfuerzos de Carolina Maria de Jesus para escribir literatura, ¿se puede realmente afirmar que los desvíos de la norma sean “herramientas de construcción literaria”?

Dalcastagnè deja en claro que no propone modificar el estilo de los textos, sino adecuarlos a los parámetros buscados por la propia Carolina Maria de Jesus, que, con el objetivo de escribir según las normas, llegaba a la hipercorrección. A pesar de haber frecuentado la escuela solo dos años, fue ávida lectora y tuvo contacto con clásicos de la lengua portuguesa. La transgresión a la normativa de Carolina Maria de Jesus es involuntaria y no deseada por la autora: se comete desde el desconocimiento de la norma académica, que, por carencias relativas a su condición de vida, fue prácticamente inaccesible para ella. El vínculo entre Carolina Maria de Jesus y las instituciones culturales fue siempre asimétrico y constituyó un eje de debate interno para ella, que denunció sucesivamente lo que consideraba un aprovechamiento de su generosidad y su ignorancia.

Fernanda Oliveira Matos afirma que, “en un intento desesperado de afirmar su autoría y ascender socialmente, Carolina escribirá para los que componen este campo intelectual, este sistema literario que la excluyó, sea el público ligado al proceso de producción de la obra o los lectores con grados de instrucción que ella no logró tener” (2014, p. 20). De hecho, en las modificaciones generadas en el proceso de revisión de sus siguientes libros se observa una gran preocupación estilística. Matos advierte que “(e)n este sentido, las correcciones de la hija Vera Eunice y el manejo de vocabulario más rebuscado —fruto de sus interminables lecturas— representaron piezas fundamentales en su desarrollo como autora” (2014, p. 34).

Edición argentina de Mandacaru (2021)

La primera traducción al español de los escritos de Carolina Maria de Jesus fue publicada por la editorial argentina Abraxas y reeditada varias veces. Respecto a ella, Oliveira et al. advierten:

“La traducción tiende a normalizar, es decir, estandarizar la escritura de Carolina. Así, [la traductora] Beatriz Broide decide no reproducir las faltas de ortografía, que Audálio había conservado en portugués como prueba de autenticidad del documento que editaba, ni algunos rasgos que dan a la escritura de la autora un tono más oral. Igualmente, tiende a reemplazar por usos comunes ‘el vocabulario escogido’, las palabras que ‘no son de uso corriente en el ambiente en que vivía’ Carolina y que esta ‘ingenuamente’ se preocuparía en usar, aunque no lo hiciera siempre ‘con propiedad’” (2021, p. 6).

Oliveira et al. observan además que la edición cubana, de Casa de las Américas, también opta por estandarizar la escritura de Carolina, pero conserva “ciertas irregularidades con el objetivo de subrayar, justamente, su impropiedad” (2021, p. 7) e incluye notas de pie de página con explicaciones innecesarias para explicar la “confusión” del texto original.

Esas traducciones tenían el objetivo de transmitir “lo que ella decía”, sin valorar su estilo. La propuesta de lectura era abordar esos textos como documentos, denuncia, no como literatura.

De la década de 1960 a la actualidad, la percepción respecto a la obra de Carolina Maria de Jesus cambió. De la mano de la llamada literatura marginal que empezó a surgir en las periferias brasileñas a fines de la década de 1990, cuyos exponentes reivindican a la autora como precursora, surgieron además otras lecturas propuestas por la crítica. A partir de la percepción de ese cambio, el Laboratorio de Traducción de Universidade Federal da Integração Latino-Americana (UNILA) realizó la traducción colaborativa de Cuarto de desechos y otras obras, publicada por la editorial Uniandes. Esta vez, el desafío ya no era trasmitir la autenticidad de un documento de denuncia, sino corresponder a la singularidad de esa escritura (Oliveira et al., 2021).

De esta traducción deriva la edición publicada por Mandacaru, una editorial argentina con la propuesta de “publicar escritoras cis y trans, afrodescendientes, originarias y también blancas de lengua portuguesa de Brasil, África y Portugal”, en una adaptación al español rioplatense producida por Lucía Tennina y Penélope Serafina Chaves Bruera.

En el prólogo, que explicita el carácter colaborativo y grupal de la traducción, está el aviso de que esta edición va a contrapelo de las anteriores, que tendieron a “normalizar la escritura de Carolina y a conservar casi exclusivamente las irregularidades que permiten la asociación de la autora con los sectores populares” (de Jesus, 2021, pp. 18-19). Se intenta, por lo tanto, recrear el estilo y respetar la singularidad de sus elecciones para “evitar volver a encasillar a la autora como escritora inculta de la favela” (de Jesus, 2021, p. 22).

Con el propósito de no “volver a colocar a Carolina en el lugar de la falta” y no “contrariar la voluntad de la escritora, quien, con razón, esperaba que sus textos pasaran, como sucede con cualquier autor/a, por un proceso de revisión” (Oliveira et al., 2021, p. 14), la traducción presenta un texto que permite valorar a esta autora en tanto escritora y no como mera representante de una clase social desplazada.

Leer a Carolina

La nueva edición brasileña de Companhia das Letras y la traducción y adaptación al español rioplatense de Mandacaru vuelven a poner a Carolina Maria de Jesus en evidencia y reavivan los debates acerca de las decisiones editoriales sobre su obra. ¿En qué consiste su estilo? ¿Mantener su texto tal cual ella escribió es una forma de exaltar su historia de vida? ¿La única literatura que vale es la escrita de acuerdo con la variedad estándar del idioma? ¿La corrección de los desvíos le quita la esencia a su obra? ¿Cuál es entonces el rol del revisor en una editorial?

El objetivo de la revisión de texto nunca debe ser subordinarlo y despojarlo de su singularidad. La obra de Carolina Maria de Jesus requiere de un trabajo muy cuidadoso y delicado, porque no se trata de normalizar su lenguaje, pero sí de quitarle lo que estorba la lectura, como estorbaría la lectura de cualquier otra producción textual. Si los errores fueron involuntarios, no se debería tratarlos como transgresiones intencionales, en especial considerando que Carolina Maria de Jesus sí jugaba con las palabras.

Es imposible afirmar si una edición de la obra debidamente corregida abriría las puertas del canon a Carolina Maria de Jesus, o siquiera si permitiría leer su obra por lo que es, si ese gesto permitiría quitar los lentes de la fetichización. Lamentablemente, una vez más, se privó al público brasileño de la chance de descubrirlo. De todos modos, aunque desde veredas opuestas, ambas ediciones buscan el mismo objetivo: leer a Carolina Maria de Jesus con sus propias palabras.


[i] Las ediciones de las obras de Carolina Maria de Jesus citadas son las siguientes: Quarto de despejo: diario de uma favelada, 10ª ed., publicada por Ática en 2004; Casa de alvenaria – volume 1: Osasco y Casa de alvenaria – volume 2: Santana, ambas publicadas por Companhia das Letras en 2021; y Cuarto de desechos y otras obras, publicada por Mandacaru Editorial en 2021.

[ii] Para agilizar la lectura, tradujimos las citas referidas del portugués al español.


Lecturas de los silencios en «El silencio es un cuerpo que cae»

Por: Francisca Ulloa

La ópera prima de Agustina Comedi, El silencio es un cuerpo que cae (2017), es un retrato documental de la vida de su padre Jaime a partir del montaje de imágenes que él mismo había grabado durante los 90. Estas cintas que retratan una familia heteronormada son vehículo de un secreto familiar relacionado a la identidad sexual de su padre durante las décadas anteriores. En paralelo, a través del relato íntimo de Jaime, acompañado de la yuxtaposición de grabaciones y entrevistas a familia y amigos, se repone un archivo de homofobia y transfobia en las últimas décadas del siglo XX cuyo epicentro es Córdoba, como periferia del centralismo cultural de Buenos Aires. La construcción de un archivo del trauma que implica esta reposición, muchas veces marcado por el olvido y la inerrabilidad, cuestiona la forma convencional de documentación y representación a través de imágenes que muestran las grietas del ocultamiento. 


A lo largo de este texto quisiera proponer una lectura en torno a la obra en cuestión a partir de un punto: el lugar del silencio en la recuperación o construcción de un archivo que fue desplazado y ocultado. Tengo, también, la intención de poner foco sobre Monona como personaje o archivo protagonista, porque su silencio es el único diferente por su actualidad y eso lo transforma en problemático. Monona como la esposa de Jaime, la madre de Agustina, es una presencia en casi todas las imágenes, pero se puede pensar también como archivo mudo. ¿Es posible construir una narración en base al silencio? ¿Hasta qué punto el silencio de Monona le da entidad de revelación al pasado de Jaime? ¿Qué sucede en un contexto donde el componente ordenador de un secreto ya no rige como tal?

Para acompañar estas ideas, se puede traer a cuenta otra opera prima estrenada en los último cinco años, La vida dormida (2020) de Natalia Labaké, que es posible vincular con el documental de Comedi en torno a la reposición de un archivo familiar de las últimas décadas de siglo XX. Ambos documentales proponen como protagonistas personajes marginados o desplazados por la lógica heteropatriarcal, en el caso de Labaké, las mujeres de su familia. A través del montaje recuperan marcos de vida silenciados en su contexto, dándoles voz a partir de los testimonios del presente. Aun así, el tono de la narración es disímil; sobre todo en su tratamiento con los personajes femeninos, si el documental de Labaké entreteje un archivo de opresiones que permiten una lectura feminista lineal de mujer opacada, la película de Comedi desborda esta linealidad y complejiza el encuentro entre las memorias feministas y las políticas de las memorias de las disidencias sexo-genéricas. Quisiera traer a cuenta este documental porque pienso que el abordaje en torno a El silencio es un cuerpo que cae puede potenciarse a partir de un contrapunto entre ambas películas.

El secreto y el silencio

El silencio es un cuerpo que cae repone no solo la vida de Jaime sino un archivo sobre las dificultades y la clandestinidad de la experiencia gay, lésbica y trans durante el 70s, 80s y 90s entre la última dictadura argentina, los grupos revolucionarios que rechazan a la homosexualidad como una desviación burguesa y la pandemia del VIH. La develación, con las limitaciones en la recuperación histórica de un hecho silenciado, transcurre a partir de un vacío de imágenes sobre la vida gay del padre que contrasta con la narrativa de los testimonios y el guión. Considerando como punto de partida la entidad del secreto se entiende que la revelación no es azarosa; hay una ubicación temporal del mismo; el secreto perdió su “estatus” de secreto. Hay, asimismo, un atestiguamiento del mapa de poder que se construye mientras se van desarmando las capas del secreto.

Fotograma «El silencio es un cuerpo que cae».

Pero en el señalamiento de un secreto silencioso y anacrónico, se asoma un silencio actual. Foucault sostiene que lo que se dice y lo que se calla no puede encasillarse en una división binaria [i], el silencio no es uno sino varios, que forman parte integrante de estrategias que atraviesan discursos ¿Que discurso encarnan, entonces, los silencios de Monona?

Narrativamente, hay pequeños fragmentos del documental donde el silencio de este personaje se transforma en un silencio simbólico, es decir, otorga fuerza retórica al archivo de la disidencia, enmarcado en una forma sutil de opresión. En una lectura bastante simplista, es en la presencia de ambos como pareja donde la identidad de Jaime se problematiza y empieza a convivir con los silencios; y, también es en este periodo de su vida donde surge con más potencia un archivo de la intimidad. Ann Cvetkovich menciona en Un archivo de sentimientos: trauma, sexualidades y culturas públicas lesbianas que el secreto funciona como una práctica subjetiva en la que se establecen las oposiciones privado/público, y el fenómeno de secreto a voces no desmorona este binarismo sino que los restablece. Es posible pensar, entonces, que los registros de aquellos momentos donde el secreto quedó expuesto permiten crear una trama de lo invisible que fue confinado a la escena de lo privado[i]. La falta de etiqueta en la cara de Nestor en la foto del casamiento, el llanto silencioso de Jaime por la muerte de Nestor, los viajes repetidos, las noticias que alertan sobre el VIH-SIDA, son experiencias afectivas donde se forjan conexiones entre la política y la intimidad, proyectando desde la esfera personal un contexto más amplio[ii].

Paralelamente hay otra potencia en Monona, el silencio actual permite pensar la problemática desde el presente, como un pensamiento vascular. El corte temporal convive aún con vestigios del pasado, la madre que no encaja en este nuevo mundo, forma el eslabón. Si la obra expone el secreto para ser enterrado en el archivo de la historia gay transformando la representación o imagen del hombre enclosetado en una identidad más fluida y compleja, el silencio de Monona tensiona esta lectura de nuevas formas de agencias sexo afectivas. El abordaje sobre la identidad y el deseo sexual no dejan de imponer nuevos requerimientos de secretismo que obligan al documental a experimentar formas de expresión que desafíen esta resistencia. 

En ese sentido, poniendo foco sobre los momentos de voz en off de ciertos personajes, amigos o amantes del padre, que aparecen disociados de la imagen, se pueden encontrar otros espacios que no quieren ser habitados. Pero al transformar sus testimonios en archivo hay una especie de redención, como menciona Giorgi, se erige un presente que puede trazar una relación distinta con el pasado[i]. En contraste, Monona no encarna un tono de reconfiguración afectiva sino una continuidad, y es la única que funciona de esa manera a lo largo del documental. La actualidad del silencio parece rearticular una lógica de fracaso de la economía afectiva, en terminos de la concepción de fracaso de la vida queer que fueron socialmente desautorizadas, de la que busca despegarse la narración. Asimismo, la falta de recuperación de su propia subjetividad emocional del pasado impide una vinculación del presente con su historia. Si el secreto fue ordenador de la realidad, el silencio de la actualidad parece no interferir con el fin de la misma y de esa manera queda expuesta la distorsión de la norma familiar que acarrea la reconstrucción de la biografía de Jaime.

Si la directora, escogiendo una historia sobre su padre como sujeto que no encarna los valores del triunfalismo gay, logra crear un archivo de la invisibilización, represión, negación de afectos sin que se sienta adverso ¿no se convierte entonces la madre en sujeto de la negación de la negración de Jaime, o el secreto del secreto? ¿Cuál es el valor de las representaciones negativas en el presente, sin caer en la concepción de un ensayo común de homofobia o como resabio de la era pasada? En cierto punto, focalizar sobre la fuerza repetitiva de la exclusión social, da cuenta de la durabilidad de la homofobia, el sexismo y otras formas de jerarquías en un contexto que se percibe a sí mismo como “post gay”[i]. ¿Cuál es, entonces, el atractivo de estas figuras anacrónicas, que pueden ser entendidas como retrocesos? [ii]

El archivo familiar y las representaciones de lo invisible

La reposición del archivo afectivo, político e íntimo del documental da lugar a un abordaje comparativo dentro del espectro de películas familiaristas que generan archivo sobre el patriarcado y las disidencias. Estas representaciones intervienen en un presente que desde hace años viene cuestionando las estructuras y mandatos familiares, las formas de poder y asimetrías que atraviesan la esfera doméstica. En ese cuestionamiento, el lugar de las madres muta, hay una presencia tácita femenina que antes no estaba representada y que reorganiza la visibilidad de las figuras convencionales.

En El silencio es un cuerpo que cae, el objeto cultural sentimentalista se representa en el cuerpo del hombre que dramatiza la lucha de la identidad, el espacio y las potencialidades de las disidencias. Monona, en cambio, aparece desborrada de esta lectura. No hay un tratamiento sobre ella como compañera de Jaime y madre de Agustina, aun cuando es posible generar empatia a partir de su condición de mujer de una provincia de Argentina en un contexto hostil hacia cualquier desviación de la heteronorma y bajo un sistema patriarcal, y que a pesar mantiene y también produce el secreto. Es interesante pensar que el documental situa a una mujer, que a sabiendas de su compañero gay construye un lazo de parentesco, transformandose en aliada oculta y silenciada en un contexto en que se debatía la personería jurídica de las primeras organizaciones LGBT, previo a la Ley de matrimonio igualitario (2010) y de la sanción de la Ley de identidad de género (2012), incluso antes de la marea verde y los feminismos populares.

Fotograma «el silencio que cae».

Pareciera que el secreto circuló contagiosamente, ella a sabiendas de la identidad sexual de Jaime se sume a sí misma en un armario de una comunidad, ofreciendo una fuerza aún más potente para el ocultamiento[i]. Situado ahora en un contexto distinto que se percibe rupturista, las múltiples posibilidades de lo que interpretará la audiencia frente a la revelación del testimonio de Monona redefinen las características de su silencio ¿El discurso tras este silencio evidencia una lógica de agotamiento o de posibilidades y convivencias del presente? ¿Cómo se pueden generar espacios de empatía en sentidos afectivos que hoy son anacrónicos para nosotrxs? 

En el otro documental, La vida dormida (2020), Natalia Labaké repone un archivo familiar de las últimas décadas del siglo XX, donde hay una búsqueda para visibilizar lo invisible situando como protagonistas a las mujeres de su familia y retratando el espacio secundario al que fueron relegadas en una familia activa e involucrada en espacios políticos sumamente machistas del 90. La directora utiliza las grabaciones que había realizado su abuela acompañando a su abuelo, Juan Labaké, abogado de María Estela Martinez de Perón y activo dirigente del peronismo durante el gobierno de Carlos Saúl Menem. El retrato de la cámara, así como sucede con las cintas de El silencio de un cuerpo que cae sirve de anteojeras para penetrar en territorios anacrónicos que contrastan con el presente. 

Ambos documentales yuxtaponen una doble narrativa: por un lado la del padre o de la abuela y por el otro el montaje de la directora. Si bien son ellas quienes determinan la construcción, exponiendo el modo en que él o ella percibieron su realidad, en el documental de Labaké no se subraya discursivamente una intención como sucede en el de Comedi. Sino que se abre el espacio a la audiencia para realizar sus propios cuestionamientos e identificar diversas formas de opresión que transcurren de manera tácita. Hay una manera más sutil de generar un relato familiar, un montaje más delicado que entreteje el mundo doméstico con el mundo público. La voz de Labaké no es una guía entre estos territorios, su forma de intervenir en el presente con el peso del archivo surge en la forma en que se espejan entre los tiempos opresiones que, si bien mutaron, fueron desplazando a las mujeres de la trama familiar.

Incluso, la diferencia en el tono de las películas queda evidenciada en el título: dormir y callar. De alguna manera, Labaké desnuda a su familia, todo lo que busca decir el documental se va construyendo desde la intimidad cotidiana; el mensaje es subliminal, como el sueño, más poroso. Mientras que en la película de Comedi, el silencio es más bien un paredón que debe derrumbarse para reunir las partes que lo constituyen. Esta distancia entre las películas se debe a una diferencia clave. En La vida dormida no hay un secreto; el sexismo no estuvo atravesado por el ocultamiento de una identidad; pero, al igual que en la película de Comedi, la fuerza retórica reside en lo silenciado. En ese sentido, problematizando la lectura sobre los personajes femeninos, en El silencio es un cuerpo que cae, no hay un desplazamiento o ocultamiento, sino que el rol femenino aparece sosteniendo la sexualidad gay marica (o tal vez la desplaza).

En La vida dormida las grabaciones de la abuela en diálogo con las grabaciones de la actualidad son vehículo de un discurso que surge a partir del foco en lo que no se dice, verbalizandolo a través del montaje. El silencio no es un obstáculo ni un límite para la reposición del archivo, incluso es una parte central del mismo. Es tanto el protagonismo que toma que se transforma en la expresión o el discurso más fuerte del documental ¿Cómo puede haber silencio, en el sentido de algo no dicho, si es intapable? Se puede traer al caso un personaje clave, Menem, que si bien no integra parte de la esfera doméstica, su presencia dice muchísimo de ella sin la necesidad de una intervención.

Fotograma «La vida dormida».

Poniendo foco en los silencios actuales, hay una forma en la superposición de registros de ambos tiempos que incomoda al presente, más que por su pasado, por las resistencias del sistema de poder al paso del tiempo. En el documental de Comedi, el salto en el tiempo es abrupto. El presente es responsable de darle forma a una demanda sobre las opresiones del pasado, haciéndolo hablar, observándolo a la distancia. Donde hay ausencia hay también reposición. Si algo del componente cinematográfico se pierde en esta literalidad o reiteración, la figura de Monona articula una serie de interrogantes e inquietudes que pone en cuestión las estructuraciones actuales con vestigios contradictorios de la experiencia contemporánea[i]. Su silencio en torno a su vínculo afectivo con Jaime expone lo incompleto de la presentación de su subjetividad, encarnando una forma de archivo menor dentro de un archivo marica y se presenta como una forma de decir “ahora sabemos todo lo que no sabemos”. Tampoco hay pistas para saberlo, es tarea de la audiencia definir las características del silencio y en ese sentido es problemático.

La madre de Labaké, en cambio, ocupa un espacio disímil. Si bien a lo largo de su documental hay una recurrencia sobre lo no dicho, se asoma también el enojo y la resignación como forma de recuperar afectos innarrables en su contexto. Esto queda patentado de manera muy clara en una conversación entre ambas, donde las hijas la interpelan por el pasado, por haberse mantenido dentro de este ámbito familiar. Incluso, la directora dice directamente: “no lo pudiste ver, no tenias un movimiento feminista atrás”. Y la respuesta de la madre es todavía más significativa: “No habria podido ver por más movimiento feminista que hubiera habído (…) ¿Qué querés? Es lo que yo viví.” (1.01.51) Inmediatamente, se repone una escena filmada por la abuela donde la madre está en una reunión aunque parece no estarlo, su expresión pareciera estar descontextualizada.

Si el documental de Labaké se caracteriza por un discurso del silencio, este paréntesis de testimonio directo ofrece un acercamiento a los afectos que atraviesan estas figuras femeninas anacrónicas, partes esenciales de la forma sistemática en que se entrelazan las diversas formas de opresiones [i]. En ese sentido, estas figuras femeninas se vuelven inteligibles en trasfondos distintos, en Labaké se trata de silencios partiarcales mientras que en Comedi se trata de silencios heteronormativos en relación a la familia reproductiva. En El silencio es un cuerpo que cae se corre del espacio que ocuparía Monona hace 30 años. En el documental escapa de la lógica de la representación teatral heterosexual, donde seria relegada a una forma de amueblar el closet, camuflarlo a los ojos de las personas ajenas; mas la presencia en las imágenes y la ausencia de testimonio impiden ofrecer otro espacio para ella[ii].

Es interesante ahondar en torno al modelo narrativo que abren ambas películas para pensar una suerte de modelos críticos o perspectivas distintas dentro del archivo del género y la disidencia en torno al tratamiento con los personajes “rendidos”; aquellxs cuyo discurso fue absorbido por el paso del tiempo sin ser sustituidos por nuevos discursos, calificadxs por ciertas opresiones y descalificadxs por otras. Asimismo, el reconocimiento de la singularidad de los silencios abren camino para tematizar la especificidad de cada material cultural y sus diferentes representaciones.

A lo largo del texto fueron surgiendo más interrogantes que respuestas, ambos documentales son problemáticos en el desafío de desarmar el hermetismo de los mundos íntimos y trazar una significación con la esfera pública y la actualidad. A partir de este entre lineamiento, lo socialmente oculto y silenciado se erige en condiciones de igualdad con todos los discursos y acciones que permiten abordar, entender e incluso decodificar a una sociedad como a una vida personal[i].  El límite del silencio en la historicidad de las disidencias y las mujeres deja de concebirse como tal para transformarse en vehículo de la construcción de un archivo de intimidad. Pero, si el silencio es un discurso ¿no es entonces ausencia de discurso una señal del perpetuamiento de los efectos del trauma, considerado como huellas duraderas en torno a situaciones o marcos de vidas oprimidas en culturas impregnadas por la hipermasculinidad, la homofobia y la misoginia?


Bibliografía

  • Cvetkovich, Ann. “Un archivo de sentimientos: trauma, sexualidades y culturas públicas lesbianas”. Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2018
  • Giorgi, Gabriel. “El archivo de las imágenes, el desorden de las familias. Kilometro111, 2018 en: http://kilometro111cine.com.ar/el-archivo-de-las-imagenes-el-desorden-de-las-familias/
  • Kosofsky Sedgwick, Eve. “Epistemología del armario”. Ediciones de la Tempestad, Barcelona, 1990
  • Love, Heather Fracaso camp en “Pretérito indefinido: afectos y emociones en las aproximaciones al pasado” Eds. Macón, Cecilia y Solana, Mariela, Título, Buenos Aires, 2015 
  • Prod: Labaké, Natalia, Luconi, Mariana, Burghi, Agustín. Dir: Labaké, Natalia (2020) “La vida dormida”. Argentina, Proton Cine.
  • Prod: Maristany, Juan Carlos, Diaz Pernia, Linda. Dir: Agustina Comedi (2017) “El silencio es un cuerpo que cae”. Argentina, El Calefón

[i] Kosofsky Sedgwick, Eve. “Epistemología del armario”. Ediciones de la Tempestad, Barcelona, 1990 p. 15

[ii] Kosofsky Sedgwick ibid. p. 92

[iii] Cvetkovich, Ann. “Un archivo de sentimientos: trauma, sexualidades y culturas públicas lesbianas”. Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2018 p. 17

[iv] Giorgi, Gabriel. “El archivo de las imágenes, el desorden de las familias. Kilometro111, 2018 en: http://kilometro111cine.com.ar/el-archivo-de-las-imagenes-el-desorden-de-las-familias/

[v]Love, Heather Fracaso camp en “Pretérito indefinido: afectos y emociones en las aproximaciones al pasado” Eds. Macón, Cecilia y Solana, Mariela, Título, Buenos Aires, 2015  p. 189

[vi] Op. cit. p. 201

[vii] Kosofsky Sedgwick ibid. p. 106

[viii] Kosofsky Sedgwick ibid. p. 61

[ix]  Kosofsky Sedgwick ibid p. 47

[x]Op. cit p. 271

[xi] Cvetkovich ibid p. 28

Nelly Richard: Postales (o 22 hipótesis para un glosario)

Por: Andrea Giunta

Con motivo de la entrega del Diploma Honoris Causa a la crítica, ensayista y docente Nelly Richard por parte de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Revista Transas comparte este texto de Andrea Giunta sobre la trayectoria de la académica francesa. Aquí, Giunta reconstruye, a partir de algunos libros y momentos en los que accedió al pensamiento de Richard, las intervenciones y propuestas de la crítica, las cuales incidieron en el escenario de la visualidad y en el pensamiento sobre el arte en América Latina durante los últimos cincuenta años.


Escribo este texto[*] al revés de lo que inicialmente pensaba. La pandemia cruzó los meses en los que había planificado encarar un estudio sistemático de la crucial contribución de Nelly Richard al pensamiento crítico y a la teoría sobre arte y la cultura en América Latina. El aislamiento alteró las lógicas que conocía sobre el tiempo. En lugar del plan analítico que anticipaba seguir, voy a ordenar el texto a partir de algunos libros y de los momentos en los que accedí al pensamiento de esta crítica, cuyas intervenciones agudas y radicales han pautado el escenario de la visualidad en la escena del arte chileno y del pensamiento sobre arte en América Latina durante cincuenta años, desde que Nelly Richard llegó, en 1970, a Santiago de Chile. Su escritura, tanto como la lectura de sus textos desencadenan provocan un momento de conocimiento que involucra lo afectivo. Se trata de una escritura trabajada, compleja, en la que las yuxtaposiciones de las palabras producen la sensación ambigua de distancia y cercanía. El ritmo de la escritura, la complejidad de ciertas palabras, la extensión de sus frases, van mutando con la lectura y revelan una tramada lógica en la que nada es azaroso, todo articula la complejidad del argumento. La escritura de Nelly es performance, con todos los aspectos transformativos que el término involucra. Ritmo, tiempo, repetición, contraposición, señalan los rasgos de las formas en las que se organizan los pensamientos que, cuando se asiste a la lectura, conforman un estado del cuerpo, un estado afectivo y de la atención que bifurca el pensamiento y lo vuelve atento al discernimiento del sentido, de los lugares críticos. No se trata sólo del abordaje analítico de un asunto, hay que captar el tono, los materiales rítmicos, los dobleces de las palabras.

Existe una matriz consistente y recurrente en la forma en la que Nelly nos propone pensar críticamente la cultura. Propongo en este texto un camino para aproximarnos a algunos de sus componentes. Abordo, simultáneamente, dos aspectos. Uno de orden autobiográfico: fragmentos que reconstruyen como encontré la escritura de Nelly y en qué sentido impactó en mi propio trabajo. Otro analítico, que busca encontrar las palabras y las posiciones que proporcionan claves de su pensamiento crítico sobre la cultura. Este es el primer borrador de un trabajo que podría desarrollarse en el futuro, y que entiendo necesario: un glosario Richard.

1. No recuerdo si fue 1988, 1990, fechas tentativas y probables, ya que en esos años escuché muchas mesas redondas y conferencia en el CAyC, durante las jornadas de la crítica. Lo he descrito otras veces, pero quiero aquí reponerlo. Se trataba de un encuentro internacional de críticos. Un conjunto de autores imprescindibles para reflexionar sobre el arte latinoamericano entraban en el universo de referencias de quien, después de los años de universidad durante la dictadura, comenzando a enseñar en la primera cátedra de arte latinoamericano recién fundada, buscaba acceder a conceptos críticos para analizar un arte que no integraba el programa de la carrera durante los años en los que había estudiado –recordemos que para la dictadura, todo aquello que invocaba la palabra Latinoamérica era peligroso. La crítica del arte latinoamericano contemporáneo, su horizonte histórico, sus problemas, no existían en la carrera que estudiamos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Elsa Flores Ballesteros, que llegaba de años de exilio en Venezuela, fue quien por primera vez dirigió la cátedra de arte latinoamericano en esta facultad, cuando se creó, a partir del movimiento de transformación de la curricula de la carrera que generó el movimiento de los estudiantes en la apertura democrática. Yo era su ayudante.

En tanto en ese encuentro en el CAyC los panelistas hablaban generalmente sentados, sin nada escrito, en el característico espíritu conversatorio y admonitorio de las mesas redondas, Nelly Richard se paró y leyó. Se paró delante de la mesa y quedó bajo el foco de luz mientras leía un texto escrito a máquina del que al comienzo no comprendí casi nada (el acento era otro, la escritura era compleja, el ritmo de la lectura replicaba y producía ecos de una palabra en la otra). Leyó un texto del que, mientras escuchaba, pude separar algunos conceptos. Las palabras eran nuevas, las ideas eran radicales. El texto me deslumbró. Nadie decía en Buenos Aires lo que ella colocaba en su escritura. Aquí el tono de las presentaciones era generalmente neutro, la gramática lineal, la crítica estaba ausente. El tránsito entre dictadura y democracia no encarnaba en escrituras críticas en la escena del arte. La semiótica, introducida como herramienta, entre otros, por Jorge Glusberg, dejaba en muchos textos las marcas de una complejidad acrítica. Nelly introducía un pensamiento deconstructivo, un torrente de conceptos políticos. Le pregunté si tenía una copia del texto, me dio la que había leído. Durante un tiempo ese fue mi lugar de encuentro con su escritura.

2. Compré sus primeros libros en Buenos Aires. Leí Femenino/Masculino el mismo año en el que se publicó y tuvo un efecto inmediato en los trabajos que escribí en 1993-1994 sobre la obra de Graciela Sacco y Alicia Herrero. Es muy probable que haya encontrado sus primeras publicaciones en la librería Prometeo, de la Avenida Corrientes, donde compré también las de Ticio Escobar, Mirko Lauer, Rita Eder. Raúl Carioli recorría América Latina y avisaba cuando abría las valijas con libros en el subsuelo de Prometeo. Pero algunas publicaciones de Richard que fueron fundamentales en mi biblioteca por su complejo estatuto entraron por azar. No recuerdo en qué año el artista argentino Héctor Giuffré me regaló Cuerpo Correccional (1980), Una mirada sobre el arte en chile/octubre de 1981, y una publicación fechada el martes 30 de junio de 1981, INTER/MEDIOS. Las tres publicaciones permiten seguir la puesta en escena de su escritura crítica.

3. Cuerpo correccional da cuenta de un proyecto editorial en el que Nelly Richard tenía intervención. El concepto y la diagramación eran de ella y de Carlos Leppe. El sello editorial de Francisco Zegers, con quien Nelly publicaría muchos otros libros. Hasta la página 7 no se sabe de quién es la obra de la que trata el libro. Y aunque no es la única que escribe, el nombre de ella está impreso en el lomo de la publicación, no el del artista. Es un texto sobre la obra de Leppe entre 1973 y 1980. El texto se centra en el análisis crítico del cuerpo. El cuerpo y los exteriores sociales / el cuerpo humano en relación espacial a zonas de comparecencia pública; el cuerpo y la biografía / el cuerpo en relación temporal a los acontecimientos genéticos influyentes en el devenir simbólico del sujeto; el cuerpo y los signos de la cultura / el cuerpo en relación histórica y geográfica a los modelos de producción de signos y referentes culturales. Promiscuidad, confiscación, contextualización, escenario, estatuto, función de castración, función materna, transgresión social son algunos de los términos que en la lectura de textos posteriores identificamos como recurrentes. Masculino y Femenino “como términos ya no antagónicos –por mutua exclusión—sino ambos conciliables en el ritmo alternante y dialógico de una identidad sexual no unitaria, sino dialéctica”. (p.10) Ya está aquí presente, desde la referencia a Kristeva, la reflexión que va a continuar en Masculino/Femenino de 1993. Semiótica y psicoanálisis. Y un programa de escritura que se afirma con la siguiente frase: “Influida por las consideraciones materialistas (dialéctica histórica) y consideraciones psicoanalíticas (dialéctica corporal) de la producción significante, surge una nueva práctica de escritura cuya modalidad de enunciación rebasa el estatuto anterior del sujeto especulativo; sujeto ya no neutralizado por el orden lineal de los discursos estrictamente racionales, sujeto ya no anonimizado por la indiferenciación pronominal que generalmente lo ausentifica de cualquier exposición metalingüística, sujeto ya no evacuado del enunciado por el control objetivante y positivizante de la norma estrictamente lógica de los discursos científicos o norma teleologizante de los discursos historiográficos” (p. 13). El texto, la escritura, la individualización, se proponen contrarios al discurso cartesiano, científico. Las referencias a las distintas obras de Leppe se realizan desde la primera persona y se dirigen al “tú”; una modalidad de escritura “de análisis de la obra para energetizarse como modalidad poética de sensibilización y afectivación de la experiencia significante: modalidad como tal atenta a la emergencia pulsional del sujeto de la escritura, y personalización del yo en el transcurso textual (transcurso subjetivo, vivencial)” (p.14). El texto se detiene sobre las obras de Leppe, siempre con minúsculas, con palabras separadas por barras, como notas fragmentarias en las que se da cuenta de una polinización del sentido que se activa desde el montaje. El libro conserva el estatuto del libro de arte. Aunque las ilustraciones son en blanco y negro (se realizan desde el lenguaje de la fotografía y contienen el registro de la performance en los años en los que Leppe realizó sus acciones), el papel es ilustración, el libro tiene colofón y solapas que replican el tamaño de la portada. V.I.S.U.A.L. En el índice de las fotografías se nombran los lugares en los que las performances sucedieron: Galería Carmen Waugh, Galería Cromo, Galería Cal, Galería Sur, los espacios en los que transcurrió desde el golpe el arte que se insubordinaba a los mandatos del Estado represivo.

4. Una mirada sobre el arte en Chile/octubre de 1981 involucra otro dispositivo editorial. Los datos visuales de la escritura son los de la urgencia, el borrador, la necesidad de imprimir, la necesidad de la escritura –una emergencia que activa el registro de la represión, el registro censor, de lo clandestino, de la conspiración. Todo remite a lo precario, a la no disponibilidad técnica. Un papel cartulina gris, poroso, opaco, que se oxida. Una edición unida por un anillado de plástico negro (el anillado de plástico que se hacía en esos años). Una visualidad opaca, contraria a efecto de impresión, una intercepción constante sobre la idea de versión definitiva. Un borrador expuesto en su cocina escritural. Los números de las páginas escritos a mano, el texto con la tipografía de la máquina de escribir. Subrayados, tachaduras, correcciones, palabras sobreescritas, insertadas. Los títulos escritos a mano no son títulos, son notas (nota 1, nota 2…). Se suceden llaves y marcas que señalan párrafos. El texto introduce el concepto de “escena de avanzada”; entendida como una “escena de transformación de las mecánicas de producción y subversión de los códigos de comunicación cultural” (p.3), una presentación que se introduce como provisoria y no totalizadora, que busca “demorar la mirada (accidentarla)”. El texto se refiere a una escena primaria, marcada por una convergencia expositiva y editorial que comienza, escribe, en 1977. Dittborn, Altamirano, Leppe/Zurita, Eltit/Serrano, Rosenfeld, C.A.D.A. La fotografía, “el recurso fotográfico” (p.13) se integra en el impreso desde una estructura borrosa. Son fotografías de archivo, de grupo, de acciones, que respetan la condición analógica (prueba) respecto del momento que las generó, pero que al mismo tiempo interceptan su transparencia mediante la impresión borroneada, de tinta contrastada, que impregna la cartulina en forma despareja, contradiciendo aquello que la fotografía invoca: el retrato, el momento de visibilidad de la toma fotográfica. En la imagen de la tapa apenas se identifican los rostros. El texto es, en el sentido inaugural que la palabra invoca, un manifiesto. Y un borrador de Márgenes e instituciones.

5. INTER/MEDIOS, reúne dos textos, uno de Richard y otro de Justo Pastor Mellado, que colocan en el título la palabra “margen”. El margen está representado, en Richard, por el lugar de la escritura crítica. Una escritura que no consiste en catalogar las obras en escuelas o tendencias dictadas por las historias del arte internacionales y por su academia. Una escritura que considera las condiciones críticas de producción. Una mirada opaca y fracturada que mutila la linealidad del transcurso homogéneo y vacío de la historia por la irrupción del “tiempo ahora”. Introduce aquí, entre paréntesis, el nombre de Walter Benjamin. Propone el desciframiento de la visualidad como operación de lectura. Y la visualidad está expuesta, en su productividad, desde la forma del texto. Las letras rojas, tipografía de máquina de escribir, se imprimen sobre cartulina celeste. Las páginas se unen con un anillado de plástico rojo. La publicación lleva inserta una separata de tres páginas abrochadas. Allí Richard retoma distintos campos semánticos de la palabra margen: el de la página escolar; el del tránsito escritural; el de toda ubicación liminar en la geografía del poder; toda condición de periferia que nos indisciplina como borde y nos deporta; todo espacio que resta; todo espacio de sustracción social; todo acto simbólico de transgresión de un código moral o social; la demencia, la locura, como márgenes de la normalidad; la delincuencia como margen de la sociabilidad, como instancia infractora de una ley; toda fracción minoritaria que cuestiona la totalidad; todo vértigo de la identidad; de la sexualidad; todo índice de mutación de un discurso de la historia; todo límite de una identidad; toda presión exterior que trabaje el interior de una clausura como su otro insumiso. Hasta aquí mis notas sobre este texto impreso, que parece un conjunto de papeles anillados para evitar que se dispersen, que se pierdan. Una puesta en escena, en un escenario de análisis y observación, de las operaciones de la escritura, de la distancia entre el borrador, las notas, el impreso final, el libro. Una política de la escritura que es performance de la urgencia del pensamiento crítico que disimula el carácter final y editorial del libro; una escritura que aunque no esté terminada y pulida se presenta desde los datos de la publicación. Aunque el texto parece un borrador, es urgente diseminarlo. La necesidad de la escritura en un país bajo vigilancia. Una escritura amenazada por la censura. Un impreso enmascarado: la publicación no parece un libro, apenas y con dificultad puede leerse. El rojo sobre el celeste confunde las letras, falta contraste, todos sus datos exponen fragilidad. Se trata de un material cuya arquitectura pasa desapercibida al ojo del censor del estado dictatorial. Sin embargo, se imprime, existe. En estos textos que no son libros se conserva la necesidad de una escritura crítica, capaz de producir sentido desde la disidencia.

6. Nelly Richard se encontró en Buenos Aires con Alessandro Mendini, Managing Editor de la revista Domus de Milán. Es muy probable que haya sido en las terceras jornadas de la crítica realizadas en noviembre de 1980. Nelly le envía, junto a una nota breve, Cuerpo correccional. Pero Mendini, más que por el libro había quedado impactado por la palabra. Por lo que ella leyó o por lo que conversaron sobre esa escena del arte en Chile. Nelly sintetiza la importancia disidente del cuerpo en el arte chileno y le propone escribir un artículo. Alessandro le responde con referencias a ella, francesa, trabajando en el contexto chileno, a la existencia de pocos centros y muchas periferias. Alude a la dificultad de que emerja la identidad latinoamericana. Y refiere a la originalidad de lo que sucede en Chile, lo que hacen los artistas, lo que hace ella, con su “romanticismo semiológico”: “una attività autentica e necessaria, che può fare da modelo a moti di noi del ‘centro’” (p. 1) Para confirmar dicha centralidad Domus reprodujo la correspondencia con Richard, publicó su artículo, y colocó en la tapa de la revista su retrato. Detrás la cordillera tomada de una foto de Leppe. Richard se impregna del aura de un ícono. Ella había llegado a Chile en 1970. En 1980 su escritura, que se refería a la identidad heterogénea del arte chileno, cruzada de referencias nacionales e internacionales, para formular un modo nuevo y específico de producción sobre arte en Chile, se imprimía en Italia. Escribía en Chile, probablemente por primera vez publicaba en Europa.

7. Ella trabajaba en la galería Cromo. Actuaba como parte de un grupo, como teórica, como curadora. El envío chileno a la Bienal de Paris en 1982 le permitió insertar la escena de la que formaba parte en Francia. Nelly relata en una entrevista con Lucy Quesada en Artishock que la invitación provino de un encuentro con Georges Boudaille, entonces comisario de la Bienal de París, en las jornadas de la crítica realizadas en Buenos Aires en 1981. Él la invito a una curaduría “alternativa”, fuera de la estructura estatal del Chile de la dictadura, con la que la bienal había cortado lazos. “¿Cómo hacerlo para que las obras fueran legibles no como un simple testimonio de la tragedia dictatorial sino como operadoras de una completa remodelación de los códigos artísticos y sociales, sin que este neoexperimentalismo vanguardista sacrificara nada de lo urgido y urgente de las condiciones de emergencia histórica, política y social que las determinaban?”, se pregunta en la entrevista. En las reuniones de planeamiento que tuvieron en el Taller de Artes Visuales que Francisco Brugnoli y Virginia Errázuriz mantenían vivo, resolvieron llevar un registro del arte de las prácticas de la “avanzada”. La revista ArtPress las analizó como un déja vu de los años sesenta y setenta, del arte sociológico de Hervé Fisher, del arte conceptual norteamericano, del body art de los vieneses. En el texto que escribió en esa misma revista Nelly contestó a sus parámetros centralistas. La lectura desde los centros volvía urgente expedirse, “refutar ese modelo centro/periferia basado en un esquema lineal y pasivo de transferencia original/copia que desatiende completamente los contextos de inscripción y traducción locales de los referentes internacionales: unos referentes cuya cita se encuentra siempre descalzada de su origen debido a las re-apropiaciones y contra-apropiaciones a través de las cuales cualquier localidad convulsionada bifurca y tergiversa los usos canónicos del repertorio metropolitano. Desde ya, la brillante performance “Prueba de artista” que realizó Carlos Leppe en esa misma Bienal de París ocupando, paródicamente, los baños del Museo como escenario –rebajado- de una carnavalización (homo)sexual en la que lo latinoamericano era residuo, simulacro y reviente de citas gesticuladas y vomitadas por una corporalidad excesiva contenía, en su propio dispositivo de enunciación, la crítica que la revista Art Press se mostraba incapaz de comprender.” (Artishock, 11-12-2014). La otra Bienal para la que curó la representación chilena (otra representación no oficial) fue la de Sydney en 1984.

8. Chile / Argentina. Me interesa seguir revisando en el futuro las relaciones entre estos países materializadas, fundamentalmente, a partir del CAyC, de la gestión de Jorge Glusberg, de las jornadas de la crítica. Investigadores de Chile y de Argentina avanzan en este sentido. Se planea reponer la exposición sobre el CAyC en el Museo Nacional de Bellas Artes de Chile, curada por Sebastián Vidal y Mariana Marchesi. Para agregar datos en este sentido, fue en la II Bienal de Buenos Aires, realizada en el año 2002 por Jorge Glusberg en el Museo Nacional de Bellas Artes del que era Glusberg era director, donde vi Moción de orden de Lotty Rosenfeld y una instalación de Juan Castillo. Los encuentros de Nelly Richard con la crítica internacional inscriben un capítulo específico en Buenos Aires. En el CAyC presentó, junto a Adriana Valdés y Justo Pastor Mellado, Cuatro artistas chilenos: Gonzalo Díaz, Eugenio Dittborn, Alfredo Jaar, Carlos Leppe (Francisco Zegers editor, 1985).

9. Richard no es una curadora full time. La práctica de la curaduría es un campo táctico que instrumenta en determinadas oportunidades para intervenir en la escena pública. La escritura crítica es su campo de reflexión y pensamiento constante. La curaduría podría entenderse como uno de los brazos políticos desde los que introducir en la escena pública una concepción crítica de la cultura entendida como teoría (sospecha, duda) y como práctica (pronunciar intervenciones que dan cuenta de posicionamientos estéticos y políticos). Las publicaciones, los programas académicos, los proyectos de investigación grupales, la participación en seminarios internacionales, particularmente los realizados entre fines de los años noventa y comienzos del 2000 en el contexto de LASA, son algunos de los campos de prueba desde los que Nelly Richard cruza el pensamiento crítico con la intervención. La curaduría es la oportunidad de colocar un conjunto de hipótesis de trabajo, de tesis y posiciones ante la mirada y el debate públicos.

10. La obra de lxs artistas permite a Nelly Richard poner en funcionamiento conceptos que se organizan desde palabras clave. En su texto en la publicación Pinturas Postales de Eugenio Dittborn editada por Francisco Zegers (1985) desarrolla el concepto de pliegue (papel doblado, marca de producción contraria a la productividad de la tela, a la de la superficie) y desplegadura (el acto de abrir, desdoblar la pintura, constatar la repetición, la repartición del espacio, deletrear el alfabeto y la sintaxis). Por su circulación, las pinturas aeropostales de Dittborn introducen las nociones de migrante y de errancia.

11. Leí, como muchos, Márgenes e Instituciones, en fotocopias. Ahora tengo la reedición realizada por Sergio Parra y Paula Barría en Metales Pesados. Juan Dávila, quien estaba en Australia desde 1979, hizo posible la publicación en ese país, en Art & Text, en 1986. La edición era bilingüe. En la de Metales Pesados se publica sólo en español, forma de resistencia al lenguaje de la globalización. La avanzada chilena, que transcurría entonces en los márgenes de las instituciones, en el momento de la reedición se encuentra plenamente dentro de las instituciones. Me interesa rescatar la fuerza de la palabra “avanzada” porque en ella entra en una cierta colisión el término “periferia”. Como vimos por las palabras que Alessandro de Domus le escribe a Nelly, el problema de la periferia era un problema de los centros. El término “avanzada” significa no oficial, producción creativa que cruza las fronteras entre los géneros (artes visuales, literatura, poesía, video, cine, texto crítico), cuyo soporte es el cuerpo vivo y el de la ciudad tramadas en la estructura de la performance. Una apuesta por la imaginación crítica en un contexto de censura, arte y política tramados y activados en una relación no ilustrativa. Prácticas del estallido en el campo minado del lenguaje y la representación. “Márgenes” en este análisis significa muchas cosas, pero especialmente márgenes respecto de la institucionalidad de la dictadura, descalces del sentido que se articula desde el campo de sentidos fragmentados por el golpe. La escena de avanzada es definida como “arte-situación”. “El “arte situación” de la “avanzada” quiso hacer estallar, a través del cuerpo y de la ciudad, el despliegue –antihistoricista—de lo efímero como poética del acontecimiento” (p. 23). La definición nos aleja de la idea de un arte descentrado o periférico respecto de las vanguardias centrales, ya que no se define por rasgos estilísticos de escuelas trasladadas o copiadas para parecerse. Es, más exactamente, una escena fundacional, experimental, anti institucional, una escena de vanguardia, una vanguardia situada, simultánea.  No una vanguardia periférica. Fotografía, escritura, el espacio público, las retóricas del cuerpo, la borradura de los límites de los soportes. Y el problema de la identidad latinoamericana respecto de la cual la escena de Avanzada productiviza la condición periférica al exhibir la heterogeneidad de los códigos que componen las irregulares sedimentaciones de la trama cultural latinoamericana.  “Las obras de la “avanzada” declaran su pertenencia a una cultura del recorte mediante la sistematización del fragmento y de la cita” (p. 105) Citas de Duchamp en Leppe; citas del mundo popular local en Dittborn. ¿Es la cita la condición de la periferia? En 1987 Nelly Richard había leído el libro de Hal Foster Recordings (1985) y citaba una frase en la que el autor se refiere a la invasión de la periferia por el centro y viceversa. Era el momento del debate de la posmodernidad, desde el que se debatía sobre la crisis del relato moderno. El término periferia involucraba también la crítica al relato autocentrado y teleológico de la modernidad. Nueve años más tarde Foster publica en October no. 37, 1994, el texto en el que revisa el concepto de repetición de las neo-vanguardias. El debate en el campo de las artes visuales se coloca más en el término neo-vanguardias que en el de periferias. La tradición del término periferia se inscribe con fuerza en la tradición cultural latinoamericana durante los años ochenta. Su genealogía habría aun que establecerla con precisión. Una marca fundamental es el libro de Beatriz Sarlo, publicado en 1986, Buenos Aires. Una vanguardia periférica. Ella considera los libros de Carl Schorske (Viena fin de siglo) y en Marshall Berman (Todo lo sólido se desvanece en el aire). En 1989 Néstor García Canclini publicaba Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. El concepto de neo-vanguardia Foster lo tomaba del libro de Peter Bürger, Teoría de la vanguardia (1974), donde lo había utilizado para descalificar los movimientos de posguerra entendidos como mera repetición. Bürger concebía su teoría de la vanguardia en el contexto de crítica institucional post 68. La apropiación crítica y productiva del término periferia en América Latina no es la que éste adquiere en la escena internacional de la vanguardia o de la neo-vanguardia. La carta de Alessandro Mendini destaca el valor de la periferia, de la que propone que los centros aprendan. Pero el sistema global del arte, sus precios, la representación de las ‘periferias’ en las colecciones de los grandes museos, de los museos corporaciones, dan cuenta de que el concepto no ha invertido los sistemas de valor, las jerarquías: el arte de los centros establece el canon, el de las periferias sus desvíos exóticos o deslucidos. En 1987 Nelly Richard escribía sobre la productividad del concepto de periferia: “La periferia latinoamericana es la franja de rebote de los patrones y modelos que no sólo penetran y condicionan, según la lógica unilateral del hábito dependentista, el imaginario regional, condenándolo a la reproducción pasiva o a la duplicación mimética, sino que son también generadores de heterogeneidad (de diversidad y de multiplicidad) en la medida que descomponen el imaginario previamente estratificado al modificar la superposición de sus capas, al alterar el equilibrio y la consistencia de su diseño, por los calces y descalces producidos entre fórmulas y aplicaciones. Materiales de traspasos que estimulan así la tacticidad del receptor u operador periférico, motivando su habilidad para desplegar una creatividad casi enteramente basada en el reempleo de materiales preexistentes (por ejemplo, los prefabricados por la industria de la cultura multinacional) e innovar respuestas ligadas a estrategias de reocupación de los fragmentos recortados por los aparatos transmisores y distribuidores” (1987, pp. 46-47)

12. En 1987 Nelly Richard, Diamela Eltit y Lotty Rosenfeld curan la exposición Mujer, Arte y Periferia en Canadá, en The Floating curatorial Gallery at Women in Focus, Vancouver. El texto de Diamela marcaba la distancia respecto de dos totalidades excluyentes de lo femenino: el dominio patriarcal en el campo de la cultura y los sistemas artísticos metropolitanos. El de Nelly Richard señalaba la ubicación descentrada de 13 artistas chilenas cuyas obras (con sus opacidades, contorsiones y sobregiros) se lanzaban como intercepciones y descalces de tramas de hegemonías (las de los centros culturales). Obras situadas en Chile. Gestos, fracturas, traiciones de los sentidos unidireccionales; formas de desprogramar los sentidos teleológicos con intersticios, quiebres, descentramientos; huecos como reservas de significación, prácticas de elisión. Obras elaboradas por mujeres, con veladuras, borroneamientos de identidades, opacidades, citas, repeticiones. Fotos realizadas por fotógrafas agentes, en el acto de fotografiar en la escena urbana. Escritoras, fotógrafas, pintoras que descentran los modelos lineales, quiebran los modelos totalizadores. En este texto, en la intervención política que permite el formato de la exposición, con su participación en la curaduría, Nelly Richard refuerza el lugar político de las prácticas simbólicas. El mismo año, 1987, se realiza el Congreso de Literatura Femenina Latinoamericana en Santiago, y antes, en 1983, se realizaba el Taller en el Círculo de Estudios de la Mujer vinculado a la Academia de Humanismo Cristiano: allí percibió la tensión entre quienes, como ella, centraban la acción en poéticas y estéticas que exploraban el arte o la escritura, y la lucha del feminismo entendido como movimiento social (Richard, 2013: 100). Fueron éstos lugares de lecturas, de encuentros, de intervenciones políticas.

13. En 1989 Francisco Zegers editor publica La estratificación de los márgenes. Sobre arte, cultura y políticas que recoge ensayos y textos leídos desde 1987. Dos temas me interesan recuperar como zonas críticas que abordan los textos: cómo posicionarse desde América latina ante el debate sobre la posmodernidad (el quiebre de la autoridad del discurso central), y cómo posicionarse ante el debate feminista en los años 80, que inscribe con los términos de neofeminismo y postfeminismo. Dos citas dan cuenta de una forma de construir los argumentos que recorre los textos de Nelly Richard: cómo mantener una posición atenta y crítica frente a los términos que se gestan en el pensamiento metropolitano y cómo no desechar desde posturas cerradas el conjunto de estrategias críticas que pueden resultar instrumentales a la hora de desarmar estructuras de poder locales. Primera cita: “Como toda cultura secundaria, Latinoamérica ha estado desde siempre acostumbrada a relacionarse con los “originales” (tomados en el sentido de modelos de verdad y perfección) mediante traducciones vulgarizadoras o sustitutos rebajados: una cultura de la imitación –fatalizada como modalidad invalidante por el discurso latinoamericano de lo “propio” – que ha encontrado en el repertorio postmodernista un sorpresivo estímulo para desinhibirse frete al complejo plagiario”. (…) Pero hace falta seguir averiguando hasta dónde esta glorificación postmodernista de lo descentrado llega a ser algo más que un mero subterfugio retórico, en circunstancias en que el Centro –aunque se valga de la figura del estallido para metaforizar su más reciente descomposición – sigue funcionando como base de operaciones y puesto de control del discurso internacional”. (pp. 56 y 58) Segunda cita: “…la palabra teórica del postfeminismo –y el tramado internacional de referencias culturales que la intertextualizan—aparece aquí depositaria de un saber-poder cuyo manejo, juzgado prohibitivo, provoca rechazo entre las mismas mujeres a las que iba originariamente destinado a beneficiar. Una palabra liberadora que afuera se profiere contra el sistema de dominancia (masculinidad hegemónica y cultura institucional), es aquí juzgada colonizadora. (…) desaprovechar el aperturismo teórico de las confrontación de horizontes a la que conduce el intercambio de referencias, bajo sospecha de colonialismo, no sólo resulta autolimitante; mima también el gesto de clausura nacional. Confundir la crítica a las operaciones del saber-poder con una renuncia casi obligada a sus materiales, lleva a la paradoja de un reverso presuntamente antiautoritario pero igualmente silenciador, ahora cómplice del oscurantismo que defiende el pacto entre no saber (confiscación del sentido) y poder.” (pp. 71-72)

14. En mayo de 1990, dos meses después del término de la dictadura y al comienzo del periodo en la historia de Chile al que se denomina transición (o concertación), Nelly Richard comienza a dirigir y publicar la Revista de Crítica Cultural. Se publicaron 36 números hasta diciembre de 2007. Me reencontré con Nelly en Ciudad de México, en el año 1993, cuando se celebraba el XVII Coloquio Internacional de Historia del Arte en la ciudad de Zacatecas (Arte, Historia e Identidad en América. Visiones comparativas). Un coloquio desde el que Rita Eder, directora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México, puso en contacto a varias generaciones de intelectuales que en muchos casos no se conocían personalmente (los jóvenes habíamos leído a quienes ya habían publicado varios libros: Richard, Canclini, Eder, Lauer, Mosquera, en el mapa latinoamericano; Guilbaut, Crow, en el norteamericano). Los años de las dictaduras en América latina habían cortado lazos. Libros, lectores, personas, compartieron durante ese seminario presentaciones y debates. Allí fue cando Nelly me obsequió los primeros números de la Revista de Crítica Cultural: el escenario crítico desde el que se reconfiguró la escena artística y cultural de Chile durante la posdictadura. Una publicación cuya aparición coincide con su fin, con el comienzo de la transición, pero también con los escenarios que señalaban el fin de la Guerra Fría, el consenso de Washington, la represión en Tiananmen, la emergencia de un nuevo momento de expansión del capitalismo global. Es una de las fechas que se coincide en señalar como el comienzo del arte “contemporáneo” –un comienzo que prefiero ubicar entre los años 60 y 80, cuando emergen muchos de sus rasgos: un mapa que coincide con los quiebres que la propia Nelly Richard señala desde los años setenta. La revista puede entenderse, en términos generales, como un posicionamiento, desde distintas voces, para erosionar las voces hegemónicas en la cultura durante la transición. La presencia de las artes visuales, la estética, la transdisciplinariedad (literatura, performance, fotografía), junto a un diseño vinculado a los procesos de edición de la imagen en relación con los textos que se habían puesto en escena con la estética de los catálogos desde los años setenta en Chile, dio a esta publicación un rasgo distintivo si se la compara con aquella otra con la que podría dialogar, Punto de vista, dirigida por Beatriz Sarlo desde Buenos Aires.  En la primera se reconocen los rastros de la reformulación de la relación entre imagen y texto como una coexistencia de sentido que  impregna y desmarca lo específico de cada uno. La Revista de Crítica Cultural dialogó intensamente con los estudios culturales. Un registro performático intercepta las imágenes y los textos. Desde esta publicación Nelly Richard intervino, mapeó e interrogó los signos que emergían en la cultura durante la transición democrática, cuya cronología es objeto de disputa.[†]

15. En 1993 los argumentos de La estratificación de los márgenes se expanden en Femenino/Masculino. Prácticas de la diferencia y cultura democrática, también publicado por Francisco Zegers. Cinco aspectos quisiera destacar: 1) el lugar asignado a la crítica cultural en tanto esta permite “sacar al descubierto la imbricación de las piezas y engranajes que hacen funcionar los mecanismos de discursos: en demostrar que son todas piezas movibles y cambiables, que las voces de estos discursos son alterables y reemplazables, contrariamente a lo que sentencia el peso inmovilista y desmovilizador de las tradiciones y convenciones amarradas a la defensa de la integridad del status quo” (p. 11); 2) Se reitera en este libro el cuestionamiento a la izquierda tradicional y sus interpretaciones de la cultura (instrumentalización partidaria, reduccionismo ideológico en el campo del arte), así como a la nueva izquierda, que entiende la cultura como un suplemento simbólico sin protagonismo suficiente para desmontar y recodificar figuraciones y significaciones (p. 15); 3) La propuesta de entender la crítica feminista como una fuerza desterritorializadora que altera la composición y repartición del saber académico, fuera del coto institucionalizado de “los estudios de la mujer” (p. 21); 4) La pregunta ¿en qué medida el feminismo subvierte la cultura de dominantes y opresores, que sistema de relaciones diferentes sugiere? (p. 21); 5) Más que de una escritura femenina (o un arte), cualquiera sea el sujeto biográfico que firma el texto, convendría hablar de una feminización de la escritura que se produce cada vez que una poética rebasa el marco de significación masculina con sus excedentes rebeldes (cuerpo, libido, goce, heterogeneidad, multiplicidad) (p. 35).

Nelly Richard introduce en este libro una diferenciación operativa: estética femenina es aquella representativa de una femineidad universal o de una esencia de lo femenino que ilustre el universo de valores y sentidos que el reparto masculino-femenino ha tradicionalmente asignado a la mujer. Arte feminista sería aquel que busca corregir las imágenes estereotipadas de lo femenino que lo masculino-hegemónico ha ido rebajando y castigando. Una crítica de la ideología dominante (p. 47). No se trata de integrar las historias del arte existentes sino de desorganizar los mensajes culturales (pp. 48-49) Ejemplo: Lotty Rosenfeld, sus cruces interfiriendo el orden del pavimento desarman la reglamentación social (masculina) del espacio, infringen la unidireccionalidad. Después del plebiscito sus signos se resignifican. En dictadura restan y dividen, en democracia multiplican la pluralidad.

En cada poética que analiza Richard pone en el ruedo una palabra clave que refiere a campos de transgresión. Catalina Parra, cicatriz (imagen); Lotty Rosenfeld, infracción, interferencia (gesto); Virginia Errázuriz, descentramiento, discontinuidad (mirada); Diamela Eltit, fugas de la palabra, errar, trabajo callejero. (pp. 52-55).

La figura del travesti que explota bajo dictadura, socava el doble ordenamiento de la masculinidad y femineidad reglamentarias. Carlos Leppe y Juan Dávila, con sus citas del discurso de y sobre el inconsciente sexual. Estética gay, identidad sexual, represión social y el quiebre de la organización social que demarca (y desmarca) la ciudad por medio del ambular travesti que transita clases sociales. El rito travesti de la conversión sexual en las Yeguas del Apocalipsis. Pedro Lemebel, la persona periférica del travesti, que engaña el discurso falocrático al jugar con dobleces y desdoblajes, representa uno reto potencialmente subversivo al enfrentar las categorías unívocas de la identidad normativa. (p.73)

En este libro se aborda la necesidad de un feminismo táctico que active el potencial crítico tanto del feminismo de la igualdad que propone avanzar en la lucha política y social que suprima las desigualdades, que no sacrifique la diferencialidad de lo femenino que subsume a la mujer en la categoría general de lo humano; evitar el separatismo de la “diferencia” que aisla la cultura de las mujeres como cultura aparte y reesencializa lo femenino absoluto confirmando identidades polares; juzgar tácticamente cada argumento a favor de la igualdad, la diferencia o las diferencias sin que esto suponga invocar “cualidades absolutas de las mujeres o de los hombres” (p. 85-85, cita a Joan Scott en nota 17).

La relativización de las categorías de hombre y mujer pensadas no como sustancias fijas sino como construcciones móviles, “es quizás una de las postulaciones teóricas del feminismo que mejor sincroniza con ciertos planteamientos postmodernistas: los relacionados con la pluralización del sentido, la fragmentación de la identidad y la diseminación del poder” (p. 86).

16. En las entrevistas del libro Crítica y política realizadas por Alejandra Castillo y Miguel Valderrama (2013), Nelly Richard vuelve sobre este punto y destaca la necesidad del feminismo de “no renunciar a la movilidad táctica de dos argumentos –la universalidad de lo igual y la particularidad de lo diferente – que pueden ser usados alternativamente en distintos campos de enfrentamientos (teórico, político, jurídico, filosófico) (…) El feminismo contemporáneo ha aprendido a rechazar las falsas dicotomías que lo obligaría a pronunciarse a favor o en contra de una u otra de estas dos categorías” (p. 94). Las “mujeres” como un significante táctico. Un “entre dos” deconstructivo que se mueve entre la negatividad teórica (dudar, sospechar) y la afirmación crítico-política (pronunciarse, tomar partido) como una zona de deslizamientos continuos a cuya tacticidad el feminismo no puede renunciar” (p. 96) Richard destaca también la productividad de poéticas y estéticas y no sólo de la acción pública y comunicativa del feminismo como movimiento social. (p. 100)

17. En 1994 publica también (ahora por la editorial Cuarto Propio), La Insubordinación de los Signos (cambio político, transformaciones culturales y poéticas de la crisis). Inaugura en esta editorial la serie Debates. Los textos reunidos abordan la memoria y la discontinuidad en la cultura chilena desde el homenaje a la figura de Walter Benjamin. Recuerdo, olvido, memoria son términos clave. Los fragmentos de las imágenes, la impureza del recuerdo, el debate sobre la cuestión fotográfica (la obra de Dittborn –reviente de la trama, explosión del recuerdo–, de Ronald Kay, de Adriana Valdés). El golpe, activado desde las políticas y las poéticas de la memoria, se convoca y se fricciona como horizonte reflexivo desde el horizonte de la transición democrática. La gestión de la experiencia de completa dislocación del contexto de la dictadura pasa a ser abordado en un nuevo escenario que lo saca de la situación de censura y suspenso de los años de la dictadura. Quiero introducir aquí mi pequeña historia. Llegué a Santiago, por primera vez, en 1997, como becaria del proyecto Rockefeller que dirigía Nelly Richard. Llegué al hotel alrededor de las 11 de la noche y encendí el televisor. Un noticiero en tres bloques me puso en contacto con un contexto político paralizante, el de la dictadura, que imprimía en los cuerpos la experiencia de un terror que desde Argentina comenzábamos a sentir que se alejaba del presente. En el primero se abordó la situación financiera de la fundación Pinochet (supe ahí que tenía varias sedes en Chile, y supe que se organizaba la subasta pública de su bastón de mando para reunir fondos); en el segundo la discusión en el Congreso sobre la derogación del feriado nacional el 11 de septiembre, día del golpe de Estado: se decidió derogarlo, pero el próximo año, cuando se cumpliese el 25 aniversario; en el tercero se analizaba la paradoja de que el personal de custodia de los barrios privados de la ciudad estuviese integrado por ex carabineros. Esto es lo que recuerdo. El único objeto que conservo, y que funciona como indicio de qué representaba en ese momento el pasado dictatorial en Chile es una moneda que me dejaron en la mesa en la que tomé un café antes de entrar al seminario: una pequeña moneda en la que a cada lado de la imagen de una mujer rompiendo las cadenas sobre la palabra “libertad” se disponía la fecha 11-9-1973. Llegaba de Argentina, donde el juicio a las juntas militares señalaba un horizonte distinto en el debate sobre dictadura y postdictadura –aunque dicho horizonte ya se había clausurado (y a la vez exacerbado) con las leyes de Punto Final, de Obediencia Debida (1986-1987), y los indultos (1988-1990). Uno de los primeros gestos simbólicos que encara cada nuevo gobierno en la Argentina es el cambio de las imágenes en el papel moneda. En el escenario de la posdictadura una moneda que refrendaba que la libertad había comenzado con el golpe de Estado no imagino que hubiese podido permanecer circulando. El análisis es, sin embargo, limitado. Los contextos, tal como lo destaca y lo problematiza Nelly Richard, no pueden abordarse desde perspectivas estereotipadas, requieren analizar críticamente sus formas oblicuas. La obra de Dittborn, de Carlos Altamirano, de  Gonzalo Díaz, de Lotty Rosenfeld proporciona casos para análisis críticos situados. Es también central en este libro la reconceptualización de la escena de la Avanzada como neo-vanguardia, desde el contexto crítico que provocó la publicación de la Teoría de la vanguardia de Peter Bürger al que ya me referí brevemente.

18. Probablemente los campos más intensos de análisis que ocuparon en los años noventa la tarea crítica de Nelly Richard fueron los de la memoria, la postdictadura, el contexto de la transición. Residuos y metáforas (Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición) publicado por Cuarto Propio en 1998, da cuenta de la continuidad y expansión de una agenda que estaba planteando en los libros anteriores: la tensión entre memoria y olvido; lo popular y lo urbano; la fricción entre saberes académicos y los saberes cruzados que permiten la transdisciplina (y la indisciplina); polémicas en torno a lugar social y crítico del travestismo, el género, las subjetividades en zonas de peligro. Los análisis sobre obras (de las Yeguas del Apocalipsis, Paz Errázuriz, por mencionar tan solo algunas) o sobre los debates que en ocasiones provocaron (el Bolivar travesti de Juan Dávila) son algunos de los archivos visuales en los que se detiene para hacer estallar la crítica desde el caso situado.

Los ensayos reunidos en Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico, publicados por la editorial Siglo XXI (2007), en cuya selección tuve la inmensa alegría de colaborar, volvieron accesibles para el lector argentino, en el formato de un libro, los itinerarios de su pensamiento crítico sobre la cultura entre la dictadura y la transición. Los ensayos seleccionados se centran, principalmente, en el campo de las imágenes del arte. Este libro sostiene una relación fuerte con Crítica de la memoria (1990-2000), publicado por la Universidad Diego Portales (2010), que indaga sobre memorias, sobre el giro testimonial, sobre pensamiento artístico, sobre museografías y sitios de la memoria (Villa Grimaldi, el Cementerio General, el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos). El libro recorre así el arco que va del trauma inaugural, el golpe de Estado, a la institucionalización de la memoria. Memoria batallante, memoria oficial, memorias insurrectas que emergen sobre los paisajes de la normalización. La escritura de Richard está atenta a los momentos insurreccionales, tambaleantes, a las formas inestables en las que el presente puede dar lugar a nuevas formaciones sociales, a focos simbólicos que constatan que la perspectiva crítica permite dar visibilidad a las zonas que no se normalizan, que no se domestican.

19. Las empresas colectivas cruzan las prácticas del pensamiento crítico que Nelly Richard activa desde seminarios, grupos de lectura, participación en acciones que toman formas móviles colectivas: la Revista de Crítica Cultural a la que me referí, pero también la edición de volúmenes colectivos como el que co-edita con Alberto Moreiras, Pensar en/la postdictadura (Cuarto Propio, 2001), publicaciones en las que es palpable el debate de proyectos de investigación como el que llevó adelante con un subsidio de la Fundación Rockefeller, o desde el Magister en Estudios Culturales que dirigió en la Universidad Arcis entre 2006 y 2013, o la organización de seminarios (como el épico seminario Arte y Política de 2004: nadie que haya asistido puede olvidar la intensidad de esos días, la participación masiva, los debates que allí se produjeron), las entrevistas a colegas con los que sostuvo intercambios y complicidades críticas y políticas (que llevó adelante desde la Revista de crítica cultural o con publicaciones como Diálogos latinoamericanos en las fronteras del arte,publicado por Palinodia en 2014)

En 2018 Nelly Richard edita (selecciona, organiza, documenta junto a jóvenes investigadores: Mariairis Flores, Diego Parra, Lucy Quezada) materiales críticos y teóricos sobre arte y política en Chile entre 2005-2015, que fue precedido por un video que reúne un extenso e intenso archivo documental, imprescindible para activar esos repositorios desde las preguntas del presente. El volumen es una edición exquisita que permite acceder a las voces desde las que es posible reconstruir la dinámica de un seminario imaginario. La lectura de los textos permite representar cómo esas voces, esas personas, seguirían conversando, después de cada jornada de presentaciones y debates, en el emblemático restaurant chino de Santiago.

20. Su libro más reciente, Abismos temporales. Feminismo, estéticas travestis y teoría queer (Metales Pesados, 2018) reúne textos presentados desde 1987 en seminarios y conferencias públicas. Rastrea, en tal sentido, una genealogía de conceptos y posicionamientos críticos que excava un recorrido de intervenciones que desmarcaron la linealidad del pensamiento sobre género y feminismo. En un sentido, pienso que el deseo de revisar su propia reflexión sobre estos temas estuvo marcado, al menos, por dos coyunturas contemporáneas: la radicalidad política y masiva con la que la agenda incumplida del feminismo llevó a las nuevas generaciones a las calles de muchas ciudades del mundo, notoriamente las latinoamericanas, y por la oportunidad de intervenir desde el escenario político de la exhibición cuando presentó su proyecto para curar la representación de Chile en la Bienal de Venecia de 2015. No creo que sea sencillo imaginar el gesto desmesurado de presentarse ante un jurado, con un proyecto, defenderlo, llevarlo a cabo, como si recién comenzara a involucrarse en estas arenas. Entre 1982, cuando cura en forma no oficial la representación chilena en la Bienal de Paris y 2015, cuando compite, en forma oficial, para seleccionar el envío de un país en democracia, durante el gobierno de Michelle Bachelet, se cubre el arco de un itinerario político que redobla pensamiento e intervención, análisis crítico desde la palabra y desde la ocupación del mejor espacio que era posible imaginar para instalar el pensamiento en el espacio: la bienal más antigua, la que conserva el foco de las miradas internacionales. Nelly interviene con dos artistas sobre las que escribió muchas veces: Lotty Rosenfeld y Paz Errázuriz. En la defensa de su propuesta empleó el siguiente argumento: resultaba impostergable que dos artistas mujeres que realizan su obra en Chile representasen al país. El criterio de selección ponía en evidencia dos cosas: la subrepresentación de artistas mujeres en los envíos nacionales a dicha bienal, en los que ocupaban, aproximadamente, el 20%, y el hecho de que los tres envíos anteriores habían estado representados por artistas chilenos que viven fuera de Chile. Asigna así a la exposición un lugar político capaz de corregir asimetrías constatables en la democracia. Una forma de enunciar con claridad que la disputa por los espacios de visibilidad (en este caso en el mundo del arte) es una lucha política. Una disputa que Nelly aborda, en forma insistente, desde la lectura crítica y política de la imagen. Cabe recordar aquí el carácter táctico desde el que aborda las agendas del feminismo y del género. Ella apunta a la necesidad de observar el escenario, las formas en las que se administran los espacios y las tramas del pensamiento crítico, para decidir en qué momento actuar desde las políticas de la igualdad o desde las de la diferencia –o, ¿por qué sostener que hay que elegir?: Richard trama argumentos que funden su potencial crítico.

Junto a estas consideraciones quiero aquí dejar en palabras la emoción profunda con la que recorrí las salas del Arsenale de Venecia. Las obras y el montaje, la fuerza conmovedora de las fotografías de Paz Errázuriz, que había visto tantas veces, pero que allí significaban infinitas nuevas cosas; el giro que Lotty Rosenfeld había logrado con el dispositivo mecánico que desplazaba las imágenes por el espacio de la sala: todo era allí la prueba de que la resistencia de la imagen se constataba hiperbólicamente cuando las mismas personas escribían sobre las mismas obras para expresar algo completamente inaugural. La palabra y el espacio activaban resonancias nuevas.

21. Dos últimos textos, reunidos en Abismos temporales, permiten tejer una historia de sus intervenciones críticas. En los ensayos “Mujeres sin comillas y entre comillas” y “Los extravíos de la cita cultural” Nelly Richard interroga, como tantas veces lo hizo, la seducción y los obstáculos que plantean las modas académicas internacionales. “Queer” es la palabra que coloca en el centro de sus dudas. Vuelve a Judith Butler, vuelve a las agendas del feminismo de los ochenta, de los noventa, y busca despejar la fascinación que producen las palabras nuevas (como a fines de los noventa había sido el término “poscolonial”) cuando se las confronta con las genealogías locales. Lo nuevo no es nuevo, está presente y se materializó en momentos de la historia que ella aborda, la historia de Chile. En estos textos reconstruye situaciones (1987 y el encuentro de escritoras, 1987 y la publicación de Márgenes e instituciones, 1990 y la publicación de Gender Trouble de Judith Butler, la realización de Paris is Burning de Jennie Livingston cuya copia –la que le había regalado Sergio Parra en la Universidad de Duke en 1993– propuso proyectar en 1995 en la disco gay Naxos en el centro urbano marginal y lumpen de Santiago, en el subterráneo de Alameda 776). Los lugares, las situaciones, las lecturas, las articulaciones locales, son los materiales desde los que interroga lo nuevo. Las preguntas –herramientas constantes de la mirada crítica– vuelven circulares las historias.

22. Comencé este texto con la palabra afecto. El afecto no es lo mismo que el cariño. Este encuentra su archivo en los intercambios por email, en las cenas en los Chinos Gay (término con el que Pedro Lemebel bautizó a ese lugar de cenas en largas mesas), en las dedicatorias de los libros, en las tardes conversando en la parcela de La Florida (siento la luz y veo a Nelly a contraluz). Cuando digo afecto sitúo la palabra en una dimensión teórica. Aquella que involucra el conocimiento no solo con un estado mental, sino también emocional. Quizás la frase sea “sentirse atravesado”. La lectura de sus textos provoca tal estado de ánimo. El momento de un pasaje, que podría ser también el estallido que permite cruzar un pensamiento con otro. Un estado de mutación, de trasposición, el sentirse atravesado por una idea que convoca un lugar emocional, el de los ecos múltiples que estallan ante cada una de sus frases. No sé si pueda expresarlo con claridad; no sé si la teoría me ayude. Puedo abrir sus libros en cualquier página para encontrar ideas distintas que remiten a un núcleo inalterable (e invencible) cuya refracción se dispersa provocando un estado mental y emocional. Desde fines de los años ochenta estuve atenta y esperé sus libros. ¿Qué materiales, que cuestiones estará abordando en este momento? El núcleo constante de su escritura crítica quizás pueda comprenderse como la sospecha desde la que interroga los consensos y como la certeza desde la que sostiene que el arte no es un material accesorio y que en sus propuestas se procesan formas simbólicas que convocan la arena de lo político. Nelly traza genealogías situadas. Vuelve a ciertos artistas visuales, a ciertos escritores. Retoma momentos fundacionales. Traza así lecturas en las que los materiales del presente se traman con los momentos en los que ubica los quiebres de las representaciones en Chile: el golpe de Estado, la dictadura, la transición, las escrituras disidentes que se expresan desde las intervenciones críticas en el espacio urbano (la res, la cosa pública a la que el arte que le interesa nunca es ajeno) y desde los cuerpos: los cuerpos políticos de las disidencia de género, de los feminismos, de las estéticas gay, trans, queer. No encuentro las palabras exactas que den cuenta del estado mental encendido que produce, que me produce su escritura. Una escritura del exceso modulado por la confianza deslumbrante en la necesidad crítica y en el poder de la palabra y de las representaciones simbólicas del arte y la cultura. Una escritura que fuga y que estalla, que es deseo y que es fulgor.


[*] Artículo publicado originalmente en Papel máquina No. 14, año 12, editorial Palinodia, Santiago de Chile, octubre de 2020, pp. 109-134.

[†] El comienzo y el fin de la transición son motivo de debate. Hay coincidencia en señalar el inicio con el plebiscito de 1988, pero sobre el final existen diferencias. Algunas fechas propuestas: 1991 con el Informe Rettig; 1998 con el arresto de Pinochet en Londres; 2004 con el Informe Valech; 2006 con la muerte de Pinochet. Pero ninguna de estas fechas es definitiva a la hora de considerar concluido o cerrado el periodo. Incluso la posibilidad del cambio de la Constitución a consecuencia del “Estallido social” de octubre de 2019 podría abrir a un futuro el final del periodo. Nelly Richard considera incluso que las políticas de la transición con sus estrategias simbólicas para monumentalizar el trauma reducen la eficacia de los mecanismos de verdad y justicia, contribuyen al sentimiento de cosa juzgada, que ya no puede ser llevada a juicio (res judicata), lo que deja pendiente y activo el trauma de la dictadura. La noción de postdictadura presenta la objeción de ligar el tiempo posterior a la figura de Pinochet (senador vitalicio, arrestado, con cuentas secretas, fallecimiento) y a un corte semántico cuyas “múltiples adyacencias traumáticas”  todavía “golpean los resentidos contornos de nuestro ‘después de’”. La monumentalización de la memoria activó, sin embargo, zonas de conflictividad reciente cuando Mauricio Rojas, nombrado Ministro de Cultura por Piñera objetó el guión del Museo de la Memoria como relato parcial que no daba cuenta de las causas del golpe de Estado. Sus declaraciones provocaron un repudio que llevó a su reemplazo. Richard, en Richard y Moreiras, 2001, pp. 9-10 y Sebastián Vidal Valenzuela, Pueblo chico, infierno grande: arte: Artes visuales, publicidad y medios de comunicación de masas en los primeros años de la transición democrática en Chile (1988-1994), Santiago de Chile, Editorial Universidad Alberto Hurtado (en prensa).


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—————- (Editora), Arte y Política. 2005-2015. Proyectos curatoriales, textos críticos y documentación de obras, Santiago de Chile, Ediciones / Metales Pesados, 2018 (con la colaboración de Mariairis Flores, Diego Parra, Lucy Quezada)

—————-, Arte y política 2005-2015 (fragmentos), 2016. Video de investigación realizado por Mariairis Flores, Lucy Quezada, Diego Parra y Nelly Richard, con un subsidio FONDART 2016, que fue precedido por un video que reúne un extenso e intenso archivo documental, imprescindible para activar esos repositorios desde las preguntas del presente.

—————, Arte y política, 1973-1989, 2016. Video de investigación realizado por Mariairis Flores, Lucy Quezada, Diego Parra y Nelly Richard, con un subsidio FONDART 2016.

—————-, Abismos temporales. Feminismo, estéticas travestis y teoría queer, Santiago de Chile, Metales Pesados, 2018.

Sarlo, Beatriz, Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988.

Schorske, Carl E., Fin-de-Siècle Vienna: Politics and Culture, New York, Alfred A. Knoof, Inc., 1979.

César Aira y el nuevo orden literario del mundo

Por: Alfredo Lèal*

Imagen: La obra de Aira disponible en Amazon (fotocaptura)

El escritor y docente mexicano discute los preceptos de cierta crítica literaria entorno a la literatura y su función social. Alfredo Lèal señala cómo la noción de mercancía literaria, en el proyecto creador de César Aira, puede cuestionar el lugar mismo de la literatura en la sociedad y proyectarse como una descolonización del mercado literario latinoamericano actual.


Tengo la ligera sospecha de que la tarea menos apreciada por la crítica literaria hegemónica —y, por consiguiente, la labor que más profesionalmente eluden quienes, con rigor marcial, a veces inconfesable, pero sobre todo con algo cercano a lo que hoy se denomina FOMO, la practican— es la de reconocer el carácter propiamente mercantil de la literatura. ¡Blasfemia, sacrilegio! Peor aún: fin de la ilusión post-benjaminiana del aura, evidencia definitiva que nos coloca frente a la absoluta realidad de un mundo no sólo cada vez más desigual sino más desigualmente fragmentado en pequeños, pequeñísimos mundos de los que muchas personas, antes incluso de los confinamientos impuestos por los Estados durante la pandemia de Covid-19, decidieron y deciden no salir. Podría decirse que si algo nos impide ver en la literatura una función social es precisamente tratar de aislarla de las condiciones sociales que nos permiten no sólo que haya literatura sino que ésta tenga un lugar en las sociedades.

En su texto “Problemas de la crítica, hoy”, de 1977, Antonio Cornejo Polar planteaba que la crítica literaria latinoamericana, para ser realmente tal, debía cumplir con tres características: primero, una adecuación a la peculiaridad de la literatura latinoamericana; en segundo lugar, rigor científico y metodológico; y, finalmente, la integración al proceso de liberación social de nuestros pueblos. Contrario a aquella que el propio Cornejo denomina como “crítica inmanentista” —propia, diríamos hoy, de la academia neoliberal, confeccionada a la medida de los productos literarios del Norte gobal; una crítica que, sin más, podemos llamar colonial—, ésta es la crítica que pide la obra de César Aira, para quien “la literatura no tiene ninguna función social. Es injusto exigirle eso, no puedes pedir explicaciones al resto de las artes, es como preguntarse qué función social tiene la música de Mozart”.

La cita anterior está tomada de la visita de Aira a México en el ya lejano mes de septiembre de 2017 para presentar, en la casa de ERA, Entre los indios y La liebre. Me remonto a ella porque fue en dicha presentación que el editor Martín Solares, luego de exponer una elaboradísima —e innegablemente inteligente— hipótesis sobre el papel central que en la obra de Aira juegan los títulos, le pidió que le hablara a la audiencia un poco más acerca de esa estrategia característica en sus libros. Recuerdo, con claridad, dos gestos: el primero, silencioso, parecido a una mirada, de profundo agradecimiento hacia Solares por sus palabras, una gratitud honesta, transparente; el segundo, casi al unísono de un movimiento apenas perceptible sobre la silla, un guiño que sería insuficiente calificar de simple, pues lo que había en él era, más que simpleza, naturalidad: “Es imposible decirlo. Cuando empiezo a pasar textos a la computadora, sólo pongo un nombre para reconocerlos; a veces funciona así”.

Quizá no venga mal una confesión: para mí, formado en el que es quizás el más rígido de los cánones literarios, a saber, el francófono, ese momento en la casa de la editorial de Neus, Jordi y Quico Espresate, Vicente Rojo y José Azorín, fue el momento exacto en el que comenzó mi descolonización literaria. Desde entonces no sólo entendí por qué me había dedicado a ese otro autor de más de cincuenta libros, también humorista, también ácido, también perturbadoramente inteligente como lo es Romain Gary, sino que me di a la tarea de leer a Aira con regular asiduidad. Celebré tanto la selección cuanto el delicioso prólogo de Juan Pablo Villalobos a las Diez novelas publicadas por Penguin Random House en 2019, así como la posibilidad de tener en un mismo formato y con más o menos la misma disponibilidad la mayoría de los libros del autor de La costurera y el viento en dicha editorial, aunque sigo pensando que la obra de Aira trasciende el formato en el que se la lea. El propio José Bianco, por ejemplo, en otra presentación, también en México, ésta de 1984 a propósito de la novela Canto Castrato, considera importante mencionar que lo ha leído en “una fotocopia de los originales”.

La reseña de Bianco, por cierto, constituye lo único que se le ha dedicado a Aira en la Revista de la Universidad. No obstante, en este texto para la UNAM encontramos la tónica de todo libro airano, sin importar de cuándo date ni, mucho menos, en qué momento se lo lea. Para Bianco, la novela de Aira “es en todo diferente de las novelas que se escriben hoy por hoy”. La absoluta diferencia, la absoluta novedad de un autor radica en que su obra nos obligue, si bien no exactamente a establecer nuevos pactos de lectura, al menos sí a reformular los vigentes, a proponer nuevas relaciones del texto con la realidad y viceversa, pero ello sólo es posible si, como Aira, apuntamos insistentemente a que todo texto literario es, antes que nada, un producto. Volviendo a Cornejo: el producto de un proceso social concreto. Precisamente por ello no es contradictorio decir que la literatura carece de función social y, al mismo tiempo escribir y publicar más de ciento veinte libros (y contando) cuya función social parece ser precisamente la de cuestionar el lugar de la literatura en las sociedades.

La obra de Aira tiene un trasfondo que puede contenerse en una sola palabra: mercancía. Allende aun las fronteras de la literatura latinoamericana mundial, ninguna obra acepta en mejor lid su condición de objeto mercantilizable y mercantificable, según la expresión que Bolívar Echeverría empleara en el prólogo al Estado autoritario, de Horkheimer. ¿Será esto, entonces, lo que incomoda tanto a la crítica hegemónica en la obra de Aira, lo que la aleja tan cabal y lógicamente de una producción tan plural como insistentemente repetitiva? Por un lado, sí. Pero, creo, hay más, pues la producción airana apunta a un hecho que es a todas luces contrario a la forma en la que entendemos la perfección en Occidente e incluso la perfección misma de Occidente: la producción absoluta de absolutamente todo, incluso de la realidad misma. La producción, en suma, tal como la ha venido ejerciendo China desde hace casi ya un siglo, y que es uno de los motivos por los cuales tendríamos que aceptar que Aira es a la literatura lo que China a la economía, en el sentido en que ambos plantean un nuevo orden mundial.

El lugar que ocupa China en la obra de Aira es, por cierto, crucial: apela a un modo de producción basado en la copia, en la prontitud, en el completo y complejo desinterés por la perfección, o al menos por una cierta idea de perfección que, como lo vemos en el desgaste de las formas hegemónicas en todos los asuntos de las civilizaciones llamadas occidentales, no da más. Como la mayoría de las mercancías chinas —y sabemos, como nos muestra el propio Aira en El mármol, en Los fantasmas, en El divorcio…, que las hay literalmente de todos tamaños, formas, colores y sabores—, las novelas de Aira se producen al por mayor, sin lujo (ni tiempo) para atender los detalles o para mantener un extremo cuidado en los procedimientos. En la misma presentación de 2017 en mi país, Luis Jorge Boone hizo un apunte que, me parece, es clave para entender cómo esta forma de producción causa escozor en quienes sólo entienden la literatura bajo los parámetros occidentales. El nacido en Monclova le confiesa a Aira que él y sus amigos intelectuales, “estudiosos”, “pensa[ron] que [s]u nombre quizá era una especie de sociedad anónima formada por 12 o 15 escritores, que se reunían cada dos meses para terminar un relato”.

¿Cómo pensar la perfección cuando ésta no termina de adecuarse a una episteme centrada en el sujeto, más precisamente, en el individuo? Muy fácil: diluyendo al individuo en un conjunto. El error de Bone y sus amigos es, no obstante, sintomático, es decir, lacanianamente analizable para entender el caso de César Aira, y tiene que ver con que el individuo, al diluirse, no necesariamente se trasvasa en la forma de una sociedad, o no, al menos, de entrada. El problema de la crítica y la literatura hegemónica es que en muchos sentidos le es imposible pensar históricamente las obras, o bien, dicho de otro modo, historiar pensantemente su propio quehacer, la literatura misma. Desde parámetros no eurocentristas podría decirse que la de Aira es más bien una literatura local, una que proviene de las comunidades que han decidido enfrentarse al tiempo —que es el gran tema no sólo de la obra airana sino, me atrevería a decir, de toda la literatura y el arte y quizás incluso de la vida misma— no mediante parámetros lineales y acumulativos, sino en la forma de una amalgama de relatos que pueblan el mundo como si jugaran con éste.

Un juego, la obra airana; en lo que no nos hemos detenido lo suficiente, me parece, es en el hecho de que el juego no existe, al menos no en el actual sistema-mundo, sin la mercancía que lo posibilita: son juguetes, los libros de Aira. Como todo juguete —cuya envoltura, por cierto, cada vez menos el niño o la niña hacen simplemente a un lado, a sabiendas de que también el empaque juega un papel crucial en el despliegue semiótico que está a punto de realizarse—, los libros de Aira vienen a veces con rebabas, otros son monstruosamente atrayentes, los hay perfectos, coleccionables, algunos simplemente olvidables, pero sobre todo estos juguetes cumplen con la función de ser acumulables. Y es precisamente ese sistema de mercancías un conjunto de artefactos repetidos y repetibles y, sin embargo, extrañamente singulares, capaz de desestabilizar completamente la lógica de una literatura que, para usar la expresión de José Luis de Diego, está siendo producida ya no por editores-mecenas o editores-agentes sino por editores-gerentes, esas y esos jefes de marketing encargados de reunir en una misma mercancía el tema de una columna A con un texto/autor(a) de una columna B, a quienes De Diego y Aira y por supuesto yo mismo les venimos sin cuidado.

La potencia de los libros de Aira proviene de una contradicción cuya característica es la de ya no ser no contradictoria, es decir, de una heterogeneidad que regresa en otro horizonte posible de reciprocidad: mientras en el relato, constituido, a su vez, como proponíamos arriba, por relatos que se diluyen tan pronto como los leemos, el tratamiento del tiempo es esférico —recordemos, por ejemplo, la imagen con la que Perinola resuelve el libro de Parménides—, por lo que todo intento por acumular sucesos en esa superficie terminaría enloqueciendo a quien intentara efectuarlo, en la materialidad misma de sus tantísimos libros, en su diseminación por todas las editoriales posibles, por todos los géneros al interior de un solo envase o “novela”, por todos los momentos de novedad editorial contenidos en el mismo momento que toma la forma como de un primer libro publicándose siempre ya por un desconocido, ahí pues, el tiempo de lectura no puede resistir la acumulación, dejándose, simplemente, arrastrar por ella.

Obra de César Aira publicada en México por la editorial ERA

Siempre he pensado que una imagen que nos ayuda mucho a entender la diferencia entre dinero y capital es la del tesoro, donde hay “dinero”, o mejor, donde hay “valores” pero no hay plusvalor. Es por ello que el sitio ideal para guardar un tesoro es lo mismo una cueva que el espacio debajo de una cama: un lugar inaccesible al alcance, empero, de cualquiera, para ingresar al cual debemos antes que nada prepararnos para todo lo posible, como le sucede no sólo a Aladino, incluso en la versión de Disney, sino a Fisherle, el enano judío de la novela de Auto de fe, de Canetti, personaje que muere aplastado bajo un colchón que se desploma con la rabia de los amantes cuyos cuerpos, al encontrarse, deshacen el mundo en torno suyo. Algo similar pasa con los libros de Aira: todo es posible en ellos porque, en cuanto objetos, sin duda alguna son acumulables, pero el mensaje, por llamarlo de alguna manera, el contenido, la sustancia de la obra no incrementa libro a libro, como pasa con un Borges o un Bolaño o, para el caso, cualquier obra del canon occidental. Ese golpe de lo inesperado al interior de una cueva o debajo de una cama es lo único que nos aguarda cuando abrimos sus libros. El tesoro es la posibilidad de que dicho golpe —que lo mismo es una muerte que una transformación irreversible— suceda.

En la medida en que, mediante la saturación del mercado editorial con juguetes de las más variadas formas, contrarresta la homogenización literaria con la que se cumple el proceso de colonización ideológica llevado a cabo por parte de los grandes corporativos editoriales, como si éstos no fueran más que un brazo armado del neoliberalismo y las llamadas “democracias” globales, la de Aira es una literatura profundamente decolonial. La gran trama de su obra es, dentro y fuera de sus textos, el modo en que funciona la actual estructura de los mercados literarios, cada vez más contenidos en uno solo, cuya ideología neoliberal-progresista determina una a una, en bellas hojas de Excel, las características de las obras que, algunas apenas a minutos de haber salido de la imprenta, literal y metafóricamente, ingresarán al canon de la literatura latinoamericana mundial —libros que, por lo demás, cuando se les cumpla la fecha de caducidad, amazon venderá con un 50% u 80% de descuento. Frente a esto, la obra de Aira es más bien, sencillamente, una bomba de tiempo.


*Alfredo Lèal (San Pedro Mártir, 1985) Escritor, traductor, docente y papá. Doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, donde obtuvo sus títulos de Maestro y Licenciado en Letras Modernas Francesas. Con sólo 19 años, fue el becario más joven en la historia de la Fundación para las Letras Mexicanas (2005-2006), y asimismo lo ha sido del FONCA (2011-2012) y del Programa de Formación de Jóvenes Traductores del IFAL (2013). Ha impartido clases en la Universidad Iberoamericana Puebla, en la FFyL y en la ENES Morelia de la UNAM. Es el primer traductor mexicano de Marcel Proust y de Colette al español. Autor de numerosos artículos académicos y ensayísticos, así como de los libros de cuento Ohio (UACM, 2007 – Premio Nacional de Narrativa María Luisa Puga), La especie que nos une (Tierra Adentro, 2010 – Mención Honorífica en el Premio Nacional de Narrativa Julio Torri) y Siete – EP (Los libros del perro, 2022); el libro de crónica La vida escondida aún (Librosampleados, 2016 – Seleccionado entre los mejores libros del 2016 por Sergio González Rodríguez); el libro de ensayos Espectros de Macedonio. Por Luisa Emilia Rossi Aranda (Cuadrivio, 2017 – Mención Honorífica en el Premio de Crítica Literaria y Ensayo Político Guillermo Rousset Banda); la obra de teatro Larga vida al Rey Lagarto. Pieza en tres actos (Proyecto Literal, 2018); las novelas Circo y otros actos mayores de soledad (Ediciones de Educación y Cultura, 2010), Carta a Isobel (Terracota, 2013) y Las ruinas de la caza (Abismos Editorial / UNAM, 2021); y el libro de crítica literaria Bolaño frente a Herralde. Relaciones económicas entre poética y edición de literatura latinoamericana (De Gruyter, 2022).


Diadorim hombre hasta el fin (Relecturas transviadas de Gran Sertón: Veredas)

Por: Amara Moira

Traducción: Victoria Solis

Revista Transas presenta la traducción, realizada por Victoria Solís, del artículo todavía inédito de la escritora e investigadora brasileña Amara Moira, «Diadorim hombre hasta el fin (Relecturas transviadas de Gran Sertón: Veredas)». El texto fue presentado como ponencia para el congreso Abralic del 2021 en la mesa «Transidentidades na literatura». La escritora conversará con Gonzalo Aguilar, en el marco del seminario permanente sobre América Latina «Relecturas transviadas de la literatura brasileña. Crítica y lecturas trans», el próximo miércoles 10 de agosto a las 18:30h (Sede Volta. Av. Roque Sáenz Peña 832, piso 4).


Habiendo llegado a los estantes de las librerías el día 16 de julio de 1956, la novela Gran Sertón: Veredas, de Guimarães Rosa, no necesitó ni un mes para ver surgir las primeras reseñas que, ya a primera vista, revelaban el desenlace urdido tan pacientemente por su narrador/protagonista:

“Gran Sertón: Veredas” es una novela escrita en primera persona: Riobaldo, un viejo jagunço[1], va narrando las peripecias de su vida accidentada. Pero esa narrativa se hace en varios planos, en un proceso semejante al del «decoupage» de Sartre. La intriga, que se complica extraordinariamente, posee tres ejes: el gran afecto de Riobaldo por Diadorim, afecto exagerado, asumiendo un aspecto corydonesco —aunque el héroe de Guimarães Rosa no parezca tener una idea nítida de los verdaderos motivos que lo aproximan al compañero— las luchas del jagunço, revistiéndose, por momentos, de un carácter épico — y la especie de daño de Hermógenes, uno de los jefes del bando de Joca Ramiro, que pasa por tener un pacto con el diablo. El interés psicológico de la novela viene de los sentimientos ambiguos que se agitan en el fondo de esas almas primitivas. Diadorim, cuya vida de jagunço se teje, no obstante, de un aura angelical, entra finalmente en lucha con el endemoniado Hermógenes, resultando en la muerte de ambos. Entonces, se revela el secreto: Diadorim era mujer y no hombre, explicándose así, fuera de la perspectiva gidiana, toda su fascinación sobre Riobaldo. (s/a, 1956, p.9)

Este fragmento es una muestra de la reseña que el Correio da Manhã, importante periódico carioca de la época, publicó sobre la novela de Guimarães Rosa el día 15 de agosto de 1956. La larga cita se justifica porque presenta el esqueleto de la recepción de Gran Sertón en lo que refiere al aspecto que más nos interesa aquí, el amoroso. Para quien conozca la trama, salta a la vista la rapidez con la que se libera una información que está disponible solo en las 15 páginas finales de las casi 600 de la edición original.

El «aspecto corydonesco» con el que la reseña caracteriza el «gran afecto de Riobaldo por Diadorim» es una referencia a Corydon, tratado en defensa de la homosexualidad publicado por el escritor francés André Gide en 1924. Sin embargo, el propio texto se anticipa al decir que Riobaldo parece no tener «una idea nítida de los verdaderos motivos que lo aproximan al compañero», punto que será explicado más abajo, cuando nos menciona que, después de la muerte de Diadorim, se descubre que «Diadorim era mujer y no hombre, explicándose así, fuera de la perspectiva gidiana, toda su fascinación por Riobaldo».

Para la reseña, por lo tanto, la fascinación que Diadorim ejerció sobre Riobaldo solo podría explicarse por el hecho de que aquel «es mujer» y este, inconscientemente, lo habría percibido desde el comienzo. Una hipótesis similar publicaría en el mismo periódico, tres meses después, el poeta Octavio Mello Alvarenga, quien afirmaría: «Al final de las aventuras de Riobaldo como jagunço, que coincide con la muerte de Diadorim, Guimarães Rosa concluye que Diadorim es mujer. El cierre queda perfecto. El amor de Riobaldo no tenía impureza. Era lo que se dedica a una mujer» (Alvarenga, 1956, p.9).

Y no terminan ahí las precipitadas «revelaciones» del desenlace de Gran Sertón, hechas poco tiempo después de su lanzamiento, como cuando, entre varios ejemplos posibles, Affonso Ávila escribe que «si conociera los hábitos y creencias de los sertanejos, nadie tacharía de inverosímil a la joven Diadorim, disfrazada toda la vida de hombre» (Ávila, 1957, p.4), o cuando Franklin de Oliveira define a Diadorim como «mujer que va a la guerra disfrazada de guerrero» (Oliveira, 1957, p.10) o, aún, cuando Múcio Leão ocupa cerca de un tercio de la reseña de la novela con la transcripción del largo pasaje en el que se revela que «Diadorim era el cuerpo de una mujer, joven perfecta» (Leão, 1957, p.5), o, por fin, cuando Cavalcanti Proença afirma que, en Diadorim, vemos la recuperación de la «tradicional historia del viejo hidalgo que no teniendo hijo hombre que pueda continuar su tradición guerrera, arma a la hija más grande como caballero, que se compromete a hacer brillar el nombre de la familia» (Prada, 1958, p.99).

El propósito de semejante spoiler es nítido: preparar al lector de Rosa para una experiencia incómoda, avisándole que la narrativa profundamente homoerótica que tendrá a lo largo de las próximas centenas de páginas revelará, a fin de cuentas, un amor heterosexual. Lo curioso, en este caso, es que ese movimiento de la primera recepción crítica de la obra contraría el deseo expreso del propio narrador/protagonista, que retardó al máximo la revelación de ese secreto para que su interlocutor (e, indirectamente, quien lo leyera) lo terminara «sabiendo solamente en el instante en que yo [Riobaldo] también solo supe» (Rosa, 2019)[2].

¿Cómo entender el gesto de Riobaldo? Al final, si desde el inicio del relato él ya sabía que «Diadorim era el cuerpo de una mujer, joven perfecta» (Rosa, 2019), ¿qué motivos lo habrían llevado a retener por tanto tiempo esa información? Sobre todo, al considerar que el sufrimiento por estar enamorado de otro hombre acompañará toda su narrativa. La cuestión fue ignorada por el grueso de la crítica rosiana, ansiosa por alardear la heterosexualidad de ese amor, como, por ejemplo, en el ensayo «Grande-Sertão e Dr. Faustus«, fechado en 1960, de Roberto Schwarz, donde se defiende que

Este [Riobaldo], al no descifrar al travesti, no vislumbra a Deodorina en Diadorim, la joven oculta en el jagunço delicado; se torna, entonces, víctima de la apariencia. Diadorim, aunque en ausencia, no es solo cordura, es también máscara y engaño, rostro del diablo. […] Deodorina (ese es el nombre verdadero de la joven), en ropa de hombre, es la neblina de Riobaldo, avergonzado por amar a un jagunço; es la presencia de lo insólito, sin la cual la simple idea del pacto oscuro sería inconcebible. […] Resultado de la lucha y la muerte de Diadorim, es la revelación, por el cuerpo desnudo, de su feminidad; se prueba innecesaria toda la aventura, sin que se anulen los efectos: Riobaldo ahora es el jefe respetado que limpió el sertón. (Schwarz, 1981, p.48-49).

Para el renombrado crítico, Riobaldo fue «víctima de la apariencia», sin saber ver lo que Diadorim de hecho era, una mujer «en ropa de hombre». Esto es reforzado por el «verdadero» con que Schwarz caracteriza al nombre «Deodorina», aquel que diría quién es el personaje. Si el protagonista hubiera intuido o percibido antes esa «verdad», ¿qué cambiaría? «Toda la aventura» sería «innecesaria», afirma Schwarz, indicando con eso que el amor de los dos, al fin, habría sido posible.

He aquí uno de los puntos más curiosos. ¿Qué querría decir semejante hipótesis? Que, en caso de que Riobaldo hubiera desenmascarado la «farsa», ¿Diadorim se habría asumido mujer y aceptado ser su esposa, ocupando el lugar que acabó en manos de Otacília? Esa fantasía es muy alimentada por un pasaje de la recta final de la obra, cuando Diadorim le dice al amigo: “Riobaldo, el cumplir nuestra venganza está cerca… De ahí, cuando todo esté repago y rehecho, un secreto, una cosa, voy a contarte…» (Rosa, 2019).

¿Qué secreto sería ese? ¿Diadorim se revelaría entonces como mujer, o nada de eso, diría solamente que él nació, sí, con vagina, pero que le gustaría continuar siendo tratado como uno del mismo bando? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que, incluso después de que Diadorim dedicara su vida a la más brutal virilidad, la imaginación hegemónica aun así es capaz de vislumbrarlo abandonando, en un cerrar de ojos, su vida de jagunço para poder volverse mujer de Riobaldo: «La certeza del odio es la causa de la muerte de Diadorim: lo obliga a desperdiciar la vida y el amor de Riobaldo, prohibiéndole asumir su ser de mujer, y lo lleva directamente a la destrucción de sí mismo» (Galvão, 1972, p.131).

El pasaje es de una de las más reputadas estudiosas de Rosa, Walnice Nogueira Galvão, pero, en ese punto específico, es como si no estuviéramos leyendo la misma obra. Diadorim aquí es, nuevamente, encarado como alguien haciéndose lo que no es, máscara, engaño, y lo que es peor: alguien que aceptó sacrificar el amor y la propia vida para mantener en pie la mentira que armó. Todo eso ignora el hecho de que, desde la adolescencia de Diadorim (el momento más lejano de su historia, en la trama), Riobaldo ya lo había conocido como chico y revela, además, la incapacidad de imaginar que Diadorim, independientemente de los motivos que lo llevaron a eso, se viera en el papel que asumió, se identificara de la manera en que existió a lo largo de toda la novela. Hombre.

Importante recordar, en ese sentido, que los dos únicos personajes que, en el transcurso de la obra, no vieron en Diadorim un «aire de macho” y osaron hacer burla al respecto casi pagaron con la vida por la osadía: «Dio con el Chivo-Marimacho enterito en el piso y rápido se curvó encima: y el puñal paró su punta delantito de la garganta del susodicho, bien apoyado en el cogote» (Rosa, 2019). Fulorêncio, el otro personaje, se queda sin reaccionar y, cuando Diadorim manda al Chivo-Marimacho a levantarse para hacer el duelo a cuchillo, este da a entender que la situación no pasó de una broma, diciendo: ¡Oh gente! ¡Sí que eres hombre, mano viejo, patricio!» (Rosa, 2019).

Para Galvão, el embate con los dos personajes sirve para tantear el coraje de Diadorim, pero «prueba al mismo tiempo que era al menos previsible para quien no conocía su verdadera naturaleza sexual» (Galvão, 1972, p.102). Una vez más, se está movilizando la noción de verdad, una verdad que se ocultaría por sobre las apariencias y que, observen, solo puede ser enunciada porque estamos lejos del puñal de Diadorim. Teniéndolo delante de sí, es difícil creer que alguien se sentiría tan cómodo para urdir consideraciones de género.

Lejos suyo, mientras tanto, es posible incluso transformar la lectura de la novela en un minucioso caza-pistas de la revelación, como lo apuntado por el estudio pionero de Cavalcanti Proença, originalmente publicado en 1958, «Trilhas do Grande Sertão». Allí, el autor se propuso recoger las más características «indicaciones para que se descubra el sexo de Diadorim» (Proença, 1976, p.176) y, aunque, «de hecho, después de la revelación [«del verdadero sexo de Diadorim»], ellas [las indicaciones recogidas por el estudio] parezcan casi evidentes» (Pécora, 1985, p.69), es cada vez más forzoso reconocer que «el ensayo de Manuel Cavalcanti Proença depende casi totalmente de una serie de estereotipos culturales para explorar los atributos masculinos y femeninos de Diadorim» (Balderston, 2004, p.89).

Dos ejemplos absurdos de ese estereotipo, ejemplos que, según el autor, revelarían «reacciones muy femeninas» del compañero de Riobaldo (Proença, 1976, p.177), son los siguientes: «Cuando el padre muere, [Diadorim] se desmaya, solloza, tiene casi un aullido de dolor, huye para llorar escondido, acostado en la hierba» y, en el párrafo siguiente, «Eximiéndose de las contingencias más bárbaras del cangaço,[3] Diadorim no participa de la macabra comida de carne humana» (refiriéndose, con eso, al hecho de que él no se haya unido a los cómplices ni a las escenas de violación ni a los encuentros con meretrices). Pero, en la misma página, incluso se cita en el estudio el hecho de que «en el medio de los jagunços desarreglados, él es el que mejor baila» y de que él solo se permite tararear cuando está solo («para que la voz no develase el secreto», supuestamente), sin contar el pasaje en el que, para Proença, Diadorim revela poseer «el amor tan femenino por el lujo»: «… y sin querer, se paró con los labios de la boca abiertos, mientras que los ojos y ojos remiraban la piedra de zafiro en el hueco de sus manos».

Para reforzar el estereotipo del que se vale, Proença argumenta que «la pasión del jagunço Riobaldo por el joven Diadorim no se parece, en su primitivismo, al refinamiento de los románticos europeos elucubrando en el crepúsculo de la homosexualidad» (Proença, 1976, p.1976). Lo que se vería allí, entonces, sería para el estudioso un «proceso muy al gusto del pueblo —lo de dar apariencia de inmoralidad a hechos comunes» (Proença, 1976, p.1976). No obstante, tales hipótesis hablan más del conservadurismo de la recepción inicial de Gran Sertón que de la novela en sí, y cuanto más pasa el tiempo, más se vuelve nítido en qué medida la obra «socava constantemente ideas preestablecidas de sexo, género y orientación sexual» (Balderston, 2004, p.90). En ese sentido es muy significativa la declaración que Décio Pignatari dio a la serie Os Nomes do Rosa (dir. Pedro Bial, 1997), reunido posteriormente en un libro:

Si quisieran hablar de la alienación de Rosa — yo no pienso que sea alienación —, es que en plena era del Sputnik, en plena era de la energía atómica, él viene a contar la historia de una pasión gay allá en el sertón de Minas, en la confluencia del Nordeste, a fines del siglo pasado. […]. Eso es asombroso. Y yo reía mucho cuando venían a estudiar esa cuestión de Rosa. Estudios, por ejemplo, «El amor en Guimarães Rosa». Entonces se hablaba de todo menos de la homosexualidad (Callado et al., 2011, p.35).

De cualquier forma, una vez terminada la lectura/escucha de la historia, la impresión es que Riobaldo evidentemente ha esparcido por el camino anticipaciones de ese desenlace. Sin embargo, conviene preguntarnos si esos puntos serían, de hecho, anticipaciones o si no podríamos verlos como indicativos de una visión acartonada del género de Riobaldo, o como provocaciones suyas, y del propio Rosa, para jugar con el conservadurismo de quien los escucha/lee. ¿En qué detalles buscaremos indicios de que Diadorim era «mujer», o mejor, de que él nació con vagina? ¿Qué revelamos de nuestras propias comprensiones de género al buscar/encontrar tales indicios?

De ahí la propuesta de un ejercicio simple de imaginación: si no supiéramos el final, o consiguiéramos voluntariamente olvidarlo, y atendiéramos a las insistentes menciones al deseo sexual que Riobaldo siente por Diadorim, ¿qué estaríamos esperando que pasara en cualquier momento?

Y en mí el deseo de estar cerca, casi un ansia de sentir el olor de su cuerpo, de los brazos que a veces adiviné insensatamente – yo distraía tentaciones como ésas y ahí recio conmigo renegaba.

Hubo un instante en el que me aflojé mucho. ¿Fue aquella vez? ¿O fue otra? Alguna fue, me arrecuerdo. A mi cuerpo le gustaba Diadorim. Extendí la mano, hacia sus formas; pero cuando iba, bobamente, él me miró –sus ojos no me dejaban.

Diadorim – el mismo bravo guerrero- él era para tanto cariño; mi repentino deseo era besar aquel perfume en el cuello: allá, donde se acababa y remansaba la dureza del mentón, del rostro […] A mí me tenía que gustar Diadorim tramadamente así, y callar cualquier palabra. Si fuera una mujer, y alta y despreciadora siendo, yo me encorajaba: en decirle de la pasión y en el hacer: la tomaba, la disminuía: ¡ella entre mis brazos! Pero, dos guerreros, ¿cómo es, cómo se podían gustar, incluso en simple conversación, por detrás de tantos bríos y armas?

Ganas de adherirse al cuerpo de Diadorim, pérdida momentánea del autocontrol y Riobaldo, por fin, pensando que, si el amigo fuera mujer y resistiera al asedio, él no pestañearía en usar la fuerza. El amor sentido por Riobaldo implica contacto físico, carne, y, teniendo pasajes como esos en mente (entre tantos otros posibles) no sería absurdo imaginar que la narrativa nos estaría preparando, no para la revelación final, sino para el encuentro amoroso de los dos. Lo que tal vez le haya impedido a Riobaldo realizar ese avance es el recuerdo del momento en que conoció al Menino (que vendría a ser Reinaldo y, después, Diadorim), los dos adolescentes, y lo vio clavar un cuchillo en el muslo del joven que sugirió un troca-troca[4] entre ellos tres (Rosa, 2019).

«Si fuera una mujer», observen. Como no lo era, para Riobaldo, el recurso de la fuerza no tendría sentido: «Pero, dos guerreros, como eran, ¿cómo iban a poder quererse, […] por detrás de tantos bríos y armas?». Y, con eso, es importante observar que Diadorim no reivindicaba una identidad de hombre (como se puede pensar en relación a los hombres trans de hoy en día, permanentemente luchando por reconocimiento), pero él sí era hombre para toda aquella comunidad. ¿Qué es un hombre sino alguien que es reconocido como tal por la sociedad en la que vive? No tenemos acceso a la subjetividad de Diadorim y, así, tratar como falsa, como máscara, su identidad masculina es reflejo puro de una comprensión genitalizante del género.

Por eso, Galvão tiene razón al afirmar que «a lo largo de toda su atormentada relación con Diadorim, Riobaldo enfrenta esta contradicción: él, un hombre de mujeres, ama a un hombre, y sabe que ama a un hombre» (Galvão, 1972, p.101). Esa dolorosa certeza con la que el narrador-protagonista convivió por años, ¿habrá sido uno de los motivos que le hizo contar la historia de la forma en que la contó? ¿Habría él, después de la muerte del amigo, logrado convencerse efectivamente de que continuaba siendo solamente un «hombre de mujeres», sin «inclinación para los vicios opuestos» (Rosa, 2019)?

Emblemático de ese desconcierto es el momento en que, después de la revelación final y de las búsquedas infructuosas que hizo para intentar entender las motivaciones de Diadorim, Riobaldo se refiere al amigo, en un mismo párrafo, con los dos géneros:

Y, Diadorim, a veces entendí que la añoranza por él no me iba a dar reposo; ni el imaginarlo. Porque yo, en tanto vivir de tiempo, había negado en mí ese amor, y la amistad desde entonces estaba amarga falseada; y el amor, y su propia persona, que ella misma me había negado.

Riobaldo conoció a Diadorim hombre y, habiendo este muerto, pasa a creer que el amigo le negó tanto el amor como la verdad sobre quién era. Mientras tanto, aun así él optó por retener esa información hasta casi el final de la narración, invitando a quien lea/escuche a experimentar la verdad que él vivió, verdad que incluye los sufrimientos pero, también, los placeres de verse apasionado por otro hombre.

Y si, por un lado, la crítica hegemónica pareció encantarse con el desenlace propuesto por Rosa, dado que eso le permitiría reinterpretar la novela a partir de un prisma heterosexualizante, por otro, voces aisladas fueron manifestando, desde que la obra vio la luz, una cierta incomodidad con la revelación final, por entenderla como concesión a los prejuicios de la época.

Un primer indicio de esas incomodidades puede verse en la carta que Manuel Bandeira publicó con sus impresiones sobre el libro, donde se lee: «Y el caso de Diadorim, ¿sería realmente posible? Tú eres de los sertones de Minas Gerais, tú eres quien sabe. Pero yo tuve mi decepción cuando se descubrió que Diadorim era mujer. Honni soit qui mal y pense, yo prefería a Diadorim hombre hasta el fin» (Bandeira, 1957, p.5). Convivir con Mário de Andrade tal vez haya tenido un papel fundamental en la reacción de Bandeira, sintomática de que ya existían, en la época, sensibilidades capaces tanto de gozar de las disidencias sexuales presentes en Gran Sertón, como de manifestar su decepción porque la obra no haya sido tan disidente como daba a entender que sería.

Paulo Hecker Filho sería aún más incisivo que Bandeira, tachando a la «joven en un travesti masculino» como una «afronta a la verosimilitud» y afirmando que la solución encontrada por Rosa «parece apenas traducir el sueño de una homosexualidad sin pecado, ‘honrada'» (Hecker, 1973, p.1). Dos meses después, la crítica se profundizaría aún más, sugiriendo que, con ese «encanto inadecuado», Rosa optó «en un enraizado sentimiento de culpa, por ser social y religiosamente respetuoso en vez de artista» y que lo mejor que habría que hacer tal vez fuera no «tomar en serio el truco de volverlo inocente», para que podamos «continuar viendo en lo que importa del libro una historia homosexual, y de las más intensas y delicadas ya escritas» (Hecker, 1973, p.5).

Treinta años más tarde será el turno de Daniel Balderston de encaminarse por este terreno. Su texto toma como punto de partida la frustración de sus alumnos con el desenlace de Gran Sertón, sintetizada en las siguientes preguntas:

¿no es cobarde por parte del autor crear una historia de amor homosexual sólo para revelar a última hora que siempre fue heterosexual? ¿Acaso Riobaldo sólo puede narrar la historia porque Diadorim ya está muerta y él sabe que era mujer?  (Balderston, 2004, p.85)

Balderston concuerda con tales críticas y apunta a la laguna, en la vasta bibliografía sobre la novela, de reflexiones «acerca de esta cobardía íntima de su narrador (y tal vez de su autor), a pesar de que existen muchos estudios sobre su ambigüedad narrativa» (Balderston, 2004, p.85). Su texto es luminoso al explorar las contradicciones, ya sea de Riobaldo o de los estudiosos; pero, así como Bandeira, Hecker y toda la crítica conservadora que abordé aquí, él parece frenarse justo delante de Diadorim, a quien define de la siguiente forma: «no es ‘hermafrodita’ ni ‘andrógino’ como han querido tantos críticos, sino una mujer marcada por una fuerte tendencia a la masculinidad» (Balderston, 2004, p.87).

Más de sesenta años han pasado desde la publicación de Gran Sertón: Veredas y lo que observamos es la visibilidad cada vez mayor de personas trans, sobre todo hombres trans y personas transmasculinas, afectando la propia manera de cómo la novela pasa a ser leída[5]. Y, si veinte años atrás lo que llamaba la atención de los alumnos era la «cobardía» de ese narrador, en los últimos años lo que comienza a llamar la atención es el hecho de que Rosa, con su radicalidad visionaria, haya concebido una narrativa homoerótica alrededor de un personaje hombre que nació con vagina (vide Bastos [2016] y Castro & Bessa [2020]). Si parecía una concesión a las normatividades, lo que se ve ahora es una obra aún más transviada. Al punto de que hoy podríamos devolverle la pregunta a Manuel Bandeira: ¿cuándo es que Diadorim dejó de ser hombre?


REFERENCIAS

ALVARENGA, Octavio Mello. «Grande Sertão: Veredas». Correio da Manhã, Rio de Janeiro, 10/11/1956, p.9.

ÁVILA, Affonso. A autenticidade em Guimarães Rosa. Suplemento Literário, São Paulo, 12/01/1957, p.4.

BALDERSTON, Daniel. El narrador dislocado y desplumado: los deseos de Riobaldo en Grande Sertão: Veredas. El deseo, enorme cicatriz luminosa: Ensayos sobre homosexualidades latinoamericanas. Rosario: Beatriz Viterbo, 2004.

BANDEIRA, Manuel. Grande Sertão: Veredas. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 13/03/1957, p.5.

BASTOS, Laísa Marra de Paula Cunha. Diadorim trans? Performance, gênero e sexualidade em Grande Sertão: Veredas. Anais da XIV Semana de Letras da UFOP, vol. 1, 2016, pp.330-342.

CALLADO, Antonio et al. Depoimentos sobre João Guimarães Rosa e sua obra. Rio de Janeiro: Nova Fronteira, 2011.

CASTRO, Gustavo de; BESSA, Leandro. Crítica do silêncio temático em Grande sertão: veredas — uma leitura de Diadorim. Revista Mídia e Cotidiano, vol.14, maio-agosto de 2020, pp.109-128.

GALVÃO, João Cândido. Caminho sem volta. Veja, Rio de Janeiro, 20/10/1982, pp.144-145.

GALVÃO, Walnice Nogueira. As Formas do Falso. São Paulo: Editora Perspectiva, 1972.

HECKER Filho, Paulo. Situação do conto atual. Suplemento Literário, São Paulo, 11/02/1973, p.1.

_________. Grande romance: frustrações. Suplemento Literário, São Paulo, 29/04/1973, p.5. Republicado como «Grande romance: frustrações (12-2-73)». Um tema crucial. Porto Alegre: Sulina, 1989, pp.113-123.

LEÃO, Múcio. João Guimarães Rosa — Grande Sertão: Veredas. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 15/04/1957, p.5.

OLIVEIRA, Franklin. Romance do purgatório. Correio da Manhã, Rio de Janeiro, 02/02/1957, p.10.

PÉCORA, Antonio Alcir Bernárdez. Aspectos da Revelação em Grande Sertão: Veredas. Remate de Males, Campinas, volume 7, 1987, pp.69-73.

PRADA, Cecília. 3 depoimentos sobre Guimarães Rosa. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 05/03/1958, p.99.

PROENÇA, Manuel Cavalcanti. Trilhas no Grandes Sertão. Augusto dos Anjos e outros ensaios. Rio de Janeiro: Grifo, 1976, pp.155-239.

ROSA, João Guimarães. Grande Sertão: Veredas. São Paulo: Companhia das Letras, 2019.

s/a. Grande Sertão Veredas. Correio da Manhã, Rio de Janeiro, 15/08/1956, p.9.

SCHWARZ, Roberto. Grande-Sertão e Dr. Faustus. A Sereia e o Desconfiado. Rio de Janeiro: PAz e Terra, 1981, pp.43-51.


[1] Jagunço significa alzado y se refiere a los rebeldes de Canudos a fines del siglo XIX. Tiempo después, el término comenzó a designar a los individuos que eran contratados como fuerzas de seguridad para proteger a terratenientes y políticos influyentes. 

[2] Las citas de Gran Sertón: Veredas pertenecen a la traducción de Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009).

[3] Movimiento social ocurrido en el nordeste brasileño a fines del siglo XIX y mitad del siglo XX, a partir del descontento por las condiciones precarias en que la población se encontraba. Agrupaba a cangaceiros, individuos que integraban bandas armadas y nómades que actuaban fuera de la ley.

[4] Nombre que designa al acto sexual en el que se alternan las posiciones de penetración anal.

[5] Interesante mencionar que, después de la publicación de la primera autobiografia escrita por un hombre trans en Brasil (A Queda para o Alto [1982], de Anderson Herzer), el periodista João Cândido Galvão hizo una reseña de la obra aproximando las figuras de Herzer y Diadorim, inclusive por el fin trágico de ambos: “En un país donde uno de los mayores héroes de ficción es Diadorim, el cangaceiro-mujer de Grande Sertão: Veredas, una sorpresa para los lectores de Guimarães Rosa: la realidad es más violenta. La sociedad mata a los no encuadrados que osan intentar vivir sus vidas. El día 9 de agosto de 1982, Diadorim murió una vez más, luchando por su amor” (Galvão, 1982, p.145).

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Jaider Esbell: Fisuras entre los mundos

Por: Madeline Murphy Turner
Traducción: Jimena Reides

Imagen: Carta ao velho mundo, Jaider Esbell, 2018-19. Photo: Levi Fanan © Fundação Bienal de São Paulo.

Jaider Esbell fue un artista pionero, propiciador y defensor de las perspectivas indígenas, el ambientalismo y los derechos sobre la tierra. En este ensayo, Madeline Murphy Turner analiza las obras de arte del recientemente fallecido artista macuxi, y contextualiza su práctica artística y activista en el panorama más extenso de las representaciones indígenas en las Américas.


En otoño de 2021, mientras trabajaba como investigadora en el Instituto Cisneros del Museo de Arte Moderno de Nueva York, tuve el privilegio de hablar con el artista macuxi Jaider Esbell (1979–2021) via la plataforma Zoom. Nuestra conversación fue breve, pero con la asistencia de sus cercanos colaboradores Paula Berbert y Daniel Jabra, organizamos una muy esperada visita de estudio virtual que programamos para el 3 de noviembre.i El día anterior a la fecha de nuestra reunión, Jaider Esbell falleció.

La partida prematura de Esbell coincidió con un momento bien merecido de creciente visibilidad y reconocimiento de su práctica. Cuando tuve la oportunidad de viajar a São Paulo, justo dos semanas después de su fallecimiento, su impacto significativo en los programas dentro de las principales instituciones de arte en toda la ciudad—la Bienal de São Paulo, la Pinacoteca de São Paulo, y el Museo de Arte Moderno de São Paulo (MAM), entre otras—fue tangible de inmediato, incluso para alguien ajena a la escena como yo. En cada espacio artístico con el que me encontré, su presencia, sus ideas y su legado se sintieron muy fuertemente.

Nacido en Brasil en el territorio indígena que se conoce hoy en día como Terra Indígena Raposa Serra do Sol, en el límite con Guyana y Venezuela, Esbell ya había participado en varios movimientos sociales indígenas para el momento en que se mudó a la ciudad de Boa Vista a los dieciocho años. En 2011, comenzó a dedicarse en más profundidad a la práctica visual cuando llevó a cabo una exhibición llamada Cabocagem—O homem na paisagem, en la que presentó quince de sus propias obras de arte. Dos años más tarde, organizó la primera edición de Encontro de Todos os Povos, estableciéndose como defensor de los artistas indígenas y dejando en claro la viva presencia de su cultura y su arte. Asimismo, estos esfuerzos difundieron una visión del mundo específica de los Macuxi, que incluye de manera significativa a Makunaimî, a quien los pueblos de los Macuxi, los Taurepang y los Wapichanaconsideran el creador de todas las naturalezas.ii “Desde mi perspectiva, ser un artista indígena,” explicó Esbell en una entrevista en 2019, “es hacer un reclamo a través de estas cuatro letras —A R T E— acerca de todo lo que nos conecta en términos de posibilidades y que, de hecho, tiende puentes entre los mundos”. Y continuó: “Es una condición muy especial que hemos logrado obtener para hacer pequeñas fisuras entre los mundos, para que esta comunicación, que el mundo académico ha estado manejando durante mucho tiempo, pueda tener más fluidez”.iii

Esbell mantuvo una práctica diversa, una que abarcó los roles de escritor, poeta, docente de arte, curador y activista. Comprometido con el arte como una forma de activismo pedagógico —o artivismo, como lo llamaba— unió la pintura, la escritura, el dibujo, las instalaciones y la performance para explicar más en detalle los diálogos transversales con las cosmologías indígenas, las preocupaciones ambientales, los derechos sobre la tierra y las críticas a la cultura hegemónica.iv A través de su trabajo, promovió el Arte Indígena Contemporâneav, explicitando la importancia de los artistas indígenas contemporáneos —en especial las mujeres— con el fin de contradecir de forma activa las estructuras institucionales occidentales opresoras y violentas que ubican al arte y a la cultura indígena en el pasado.

El protagonismo de Esbell en la 34a edición de la Bienal de São Paulo, Faz escuro mas eu canto, que se realizó en 2021, fue evidente. Entre otros trabajos, exhibió Entidades (2021) [Figuras 1–2], una escultura inflable de diecisiete metros que recibía a los visitantes a medida que se acercaban al Pabellón Ciccillo Matarazzo, la sede central de la Fundación Bienal de São Paulo desde 1957 y un sitio clave para la Bienal.vi Mediante la creación de dos serpientes con colores marcados —criaturas que los Macuxi consideran agentes poderosos de transformación— Esbell procuró que la obra se enfrentara a la estatua cercana del explorador portugués Pedro Álvares Cabral, reconocido en la historia occidental por el “descubrimiento” de Brasil en el año 1500, a pesar de que el territorio y sus pueblos ya existían y prosperaban desde mucho antes de su llegada.vii La crítica de Esbell al discurso hegemónico se extiende aún más a través del diálogo de la escultura con el Pabellón, que fue diseñado por el arquitecto Oscar Niemeyer al momento en que Brasil apostaba, a mediados del siglo XX, por el reconocimiento internacional a través del lenguaje de la arquitectura modernista.viii Entidades surgió de una historia significativamente menos reconocida pero fundamental para el arte brasileño, una que con frecuencia fue eliminada a favor de los ideales modernistas u occidentales. Esta y otras obras presentadas por Esbell en la Bienal enlazaron directamente mitologías y orígenes fuera de la narrativa del Cristianismo europeo.ix


Al destacar las visiones del mundo de los Macuxi y su continua relevancia, Esbell pintó A guerra dos Kanaimés (2019/20) [Figuras 3–6], una serie de pinturas vibrantes y, a la vez, oscuras, que se podían ver dentro del Pabellón.x Al invocar a los Kanaimés, los espíritus mortales generalmente asociados con la violencia, el artista hace referencia a la cosmovisión del pueblo macuxi con el objetivo de dar relevancia al miedo relacionado con los Kanaimés en un contexto específico y contemporáneo: el derecho a la vida y a la tierra de los pueblos indígenas como desafío a los intentos de explotar su territorio. Esta serie se debe vincular con los numerosos movimientos de resistencia que se generaron para luchar por los derechos indígenas a la tierra. En 2021, por ejemplo, más de 170 pueblos distintos de todo Brasil se dirigieron a la capital de la Nación para oponerse a la propuesta de ley que buscaba desplazarlos y usar su territorio para la deforestación.xi Esbell también llevó este activismo a la esfera pública de la Bienal con la intervención Cortejo de enunciado da Bienal dos Índios (Desfile de declaraciones de la Bienal de los indios) [Figuras 7–9], que realizó durante la apertura en septiembre de 2021 en colaboración con su pareja y colega artista y activista Daiara Tukano, entre otros activistas y artistas indígenas como Gustavo Caboco. A medida que avanzaban por el Pabellón, se detenían en las obras de Sueli Maxakali, Uýra y Caboco, así como las propias, para destacar que había cinco artistas indígenas representados en la exhibición: el número más grande en los setenta años de la historia de la Bienal.

Resulta importante destacar la importancia de dos exhibiciones recientes en São Paulo que se dedicaron exclusivamente al arte indígena: Véxoa: Nós sabemos, curada por Naine Terena para la Pinacoteca de São Paulo en 2020, y Moquém_Surarî: Arte indígena contemporânea, curada por Esbell para el MAM al año siguiente. La primera reunió a más de veinte artistas indígenas y colectivos de artistas, incluido a Esbell, para contraponer los desafíos que el arte indígena enfrenta en la actualidad. Al referirse al intento por borrar el arte indígena de la cultura brasileña desde el comienzo de la colonización, Terena escribe: “El ‘blanqueamiento’ del arte en Brasil es similar al blanqueamiento de su población, donde tanto las referencias ajenas como extranjeras se sobreestiman en detrimento de las indígenas y las nacionales. El concepto estético del arte fue traído al país en el equipaje de los colonizadores. La fuerza de la producción interna de una gran diversidad de pueblos indígenas y sus manifestaciones culturales no obtuvieron reconocimiento por sus cualidades artísticas o, cuando así fue, se tomaron principalmente como una inspiración o referencia para el arte del pueblo no indígena”.xii

A través de su trabajo artístico, activista y pedagógico, Esbell criticó esta eliminación, o “blanqueamiento”, como sostiene Terena, del arte. Carta ao velho mundo (Carta al viejo mundo, 2019) [Fig. 10], es un ejemplo de la misión concurrente entre la práctica visual y el compromiso social. Al ofrecer una contranarrativa a la historia hegemónica, la instalación a gran escala presenta las intervenciones de Esbell sobre las páginas arrancadas de un tomo de cuatrocientas páginas dedicado al arte occidental. Al dibujar sobre reproducciones de pinturas de Diego Velázquez y de Caravaggio, entre otros, o imágenes de la Virgen María, Venus y otros sellos distintivos de la formación artística “tradicional”, Esbell insertó su propio comentario, exponiendo la opresión de esta narrativa histórica construida. Por ejemplo, en una reproducción de la pintura El martirio de San Pedro (c. 1620) del pintor italiano Domenichino durante el barroco, Esbell intervino con su característico marcador de acrílico, dibujando pequeñas aves en los árboles y escribiendo: “Há genocídio nas florestas da Amazônia!!” (¡¡Hay genocidio en la selva del Amazonas!!) [Fig. 11]. En una página dedicada a las pinturas de paisajes del siglo XVII por el artista del Siglo de Oro Neerlandés Hercules Seghers, Esbell esbozó un retrato de Marielle Franco, queer, afrolatina, política feminista y activista por los derechos humanos que fue asesinada por la policía de Río de Janeiro en 2018 en un caso de corrupción gubernamental [Fig. 12]. Debajo de su imagen, Esbell pregunta: “¿Marielle?”, evocando la pregunta “¿Quién mató a Marielle?,” que se inscribió con frecuencia en los afiches durante las protestas luego de su asesinato. La intervención de Esbell en la historia del arte occidental con referencias a Marielle y la destrucción del Amazonas busca exponer las formas en que los individuos que no son descendientes de europeos, provenientes de los Estados Unidos, blancos o cristianos, son el objetivo de un proceso de exclusión de las principales narrativas de la sociedad humana. Carta ao velho mundo echa luz sobre cómo la historia eurocéntrica —ahora parte del “viejo mundo” como expresa el título— ha triunfado a expensas de aquellos que se consideran fuera de aquellos grupos mencionados anteriormente, en especial de quienes desafían dicho poder.

Aunque Carta ao velho mundo interactúa con lo que podría entenderse como el pasado, la práctica de Esbell se inserta dentro de distintas temporalidades. Junto con el profesor y artista Charles Gabriel, colaboró con los niños macuxi para infundir la importancia de la formación artística en las generaciones futuras y como método para desmantelar las pedagogías históricas del arte hegemónico. Amooko Panton—Estórias do vovô Makunaimî (Amooko Panton—Historias de abuelo Makunaimî, 2018) [Fig. 13], que se exhibió en el tercer piso del Pabellón de la Bienal, se compone de treinta y dos obras que los jóvenes macuxi crearon en colaboración con Esbell a través de una serie de talleres liderados por Gabriel y él en la Escuela Estatal Indígena José Allamano en la comunidad de Maturuca de Terra Indígena Raposa Serra do Sol. En estas imágenes, los niños representaron historias del pueblo macuxi, demostrando las raíces vivas de su mitología. Asimismo, el trabajo de Esbell como facilitador cultural también se presenta en Moquém_Surarî: Arte indígena contemporânea, donde participaron treinta y cuatro artistas indígenas, incluidos Daiara Tukano, Rita Sales Huni Kuin y Elisclésio Makuxi [Fig. 14]. En la exhibición del MAM, adyacente al Pabellón de la Bienal, esta exposición parecía expandirse sobre la presentación de cinco artistas indígenas en Faz escuro mas eu canto, mostrando el impacto en el presente de la práctica visual indígena —como en las obras de Rita Sales Huni Kuin, que despliegan la relación entre la acción ritual y la experiencia estética a través de una rica iconografía de símbolos que entrelaza animales, plantas y personas.

Aunque el énfasis en el trabajo de los artistas indígenas en las bienales y las exhibiciones temporales ha sido y será analizado por algunos simplemente como resultado del efímero interés institucional eurocéntrico en la “otredad”, diría que la permanencia de este cambio se evidencia mediante la reimaginación de las galerías de colección de la Pinacoteca de São Paulo. Reabierta en octubre de 2020, para hacer coincidir su apertura con la inauguración de Véxoa: Nos sabemos, la nueva instalación y la correspondiente información pedagógica abordan directamente el legado del colonialismo en Brasil, así como también lidian con las omisiones que caracterizan las narrativas hegemónicas. Feitiço para salvar a Raposa Serra do Sol (Hechizo para salvar a Raposa Serra do Sol, 2019) de Esbell se encuentra en una de las nuevas galerías, Terra como matéria (La tierra como materia), que cuestiona la perspectiva impuesta por Occidente de la relación entre los seres humanos y la naturaleza como una de dominación antropocéntrica, a favor de una visión del mundo que prioriza una relación recíproca entre humanos y no humanos.xiii Con esta presentación, los artistas indígenas se están abriendo camino a las galerías de instituciones establecidas. No obstante, está claro que estas mismas instituciones se están cuestionando sus propias historias y la violencia que sus narrativas han ejercido sobre grandes poblaciones de individuos.

En la época en que viajé a São Paulo, el mundo del arte aún estaba procesando, tanto en el ámbito privado como público, el inesperado fallecimiento de Esbell. Denilson Baniwa, colega y amigo íntimo de Esbell, pidió que su propio trabajo, que estaba en exhibición en varios lugares, se cubriera durante un período indefinido. En apoyo a su pedido, el Museo de Arte de São Paulo (MASP), la Pinacoteca, el MAM (en Moquém_Surarî: Arte indígena contemporânea) y otras instituciones cubrieron las obras de arte de Baniwa con una tela negra [Fig. 15]. Como un gesto por la ausencia de Esbell, el pedido de Baniwa también señala el inmenso peso que los artistas indígenas llevan hoy en día en la lucha no solo por la representación, sino también por la comprensión y el respeto a través de una mayor visibilidad. En una carta pública escrita el 3 de noviembre de 2021, Baniwa declaró que juntos, Esbell y él, estaban comprometidos con crear vías de expresión indígena, pero que, con la muerte de Esbell, tendría que reconsiderar su propia relación con Occidente.xiv

Las exhibiciones y las bienales van y vienen, pero lo que es evidente es que el profundo trabajo de Jaider Esbell continuará tejiendo su camino a través y más allá del mundo del arte brasileño. Sin embargo, su vida y su práctica demuestran los desafíos que aún enfrentan los pueblos indígenas y las instituciones artísticas que intentan presentar su arte. Como aclara el proyecto de vida de Esbell, no es suficiente con comprar y coleccionar arte indígena. Debe haber una profunda inversión en educación, en el activismo y en las generaciones futuras de artistas indígenas, y un serio reconocimiento institucional por el inmenso daño causado por las prácticas excluyentes del coleccionismo y la exhibición. En este sentido, la obra debe considerar múltiples temporalidades al mismo tiempo —pasado, presente y futuro— para comenzar a crear las pequeñas fisuras que Esbell defendió durante su vida.


Este ensayo se publicó originalmente en inglés como «Jaider Esbell: Fissures between Worlds» en post: notes on modern and contemporary art around the globe, un sitio web del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el 11 de mayo, 2022. 


i Les agradezco mucho a Paula Berbert and Daniel Jabra por su apoyo en realizar este texto.

ii Naine Terena, Véxoa: Nós sabemos, cat. exh. (São Paulo: Pinacoteca de São Paulo, 2020), 78.

iii Jaider Esbell, entrevistado por Carlos Fausto, Amazonian Poetics/Poéticas Amazônicas, Brazil LAB/Princeton University & Museu Nacional/UFRJ taller, Princeton University, 8 de noviembre de 2019, YouTube, 2:06. https://www.youtube.com/watch?v=oDCondf3kVM&t=28s

iv Oliver Basciano, “An Ancient Vision for a New Art: Jaider Esbell (1979–2021),” ArtReview 73.6 (octubre de 2021): 83.

v “Moquém_Surarî: Arte indígena contemporânea,”Artishock: Revista de arte contemporaneo, publicado September 21, 2021, https://artishockrevista.com/2021/09/21/moquem_surari-arte-indigena-contemporanea/

vi Otra versión de esta escultura fue exhibida a la vez en Sorocaba como parte de la Trienal de Artes Frestas. Para más información: https://frestas.sescsp.org.br/en/.

vii Paula Berbert y Daniel Jabra en conversación con la autora, 16 de abril de 2022.

viii Para más investigación sobre este tema, lee Adele Nelson, Forming Abstraction: Art and Institutions in Postwar Brazil (Oakland: University of California Press, 2022). Lee también Luis E. Carranza y Fernando Luiz Lara, Modern Architecture in Latin America: Art, Technology, and Utopia (Austin: University of Texas Press, 2014).

ix “Jaider Esbell (1979–2021),” Artforum, 3 de noviembre de 2021, https://www.artforum.com/news/jaider-esbell-1979-2021-87142

x Jacopo Crivelli Visconti, Paulo Miyada, Carla Zaccagnini, Francesco Stocchi, y Ruth Estévez curaron la 34a edición de la Bienal de São Paulo. A guerra dos Kanaimés también fue incluida en la exposición Vento (Viento), en el pabellón de la Bienal de São Paulo del 14 de noviembre al 13 de diciembre de 2020.

xi “Proyecto de Ley 490/2007. . . “impediría a los pueblos indígenas obtener el reconocimiento legal de sus tierras tradicionales si no estaban presentes físicamente allí el 5 de octubre de 1988, el día en que se promulgó la Constitución de Brasil, o si no habían iniciado los procedimientos legales para reclamarlas para esa fecha”. “Brasil: Rechazar proyecto de ley contra los derechos de los indígenas: la propuesta es un revés importante para el reconocimiento de los derechos sobre la tierra”, sitio web de Human Rights Watch, publicado el 24 de agosto de 2021, https://www.hrw.org/news/2021/08/24/brazil-reject-anti-indigenous-rights-bill A diciembre de 2021, la Corte Suprema de Brasil ha archivado indefinidamente el caso. Si bien algunos activistas han tenido éxito en sus esfuerzos por defender legalmente su territorio, otros han sido atacados, especialmente los pueblos indígenas, que con frecuencia están al frente de las disputas por la tierra y el activismo ambiental.

xii Naine Terena, “Véxoa: We Know,” en Véxoa: Nós sabemos, 13–14.

xiii Para más información sobre la relación entre los pueblos originarios y su tierra ancestral, lee Ailton Krenak, Ideas to Postpone the End of the World, trans. Anthony Doyle (Toronto: Anansi Press, 2020). Para averiguar más sobre el valor intrinsico de la naturaleza, lee Eduardo Gudynas, Derechos de la naturaleza: Ética biocéntrica y políticas ambientales (Lima: Programa democracia y transformación global, 2014).

xiv Adriano Pedrosa leyó la carta de Baniwa durante su introducción al cuarto seminario de MASP dedicado a la investigación sobre historias indígenas. Transmitido en vivo el 9 de noviembre de 2021, YouTube, 6:04:25, https://www.youtube.com/watch?v=9o4rlMfSadA

La malicia y el esmero de un advenedizo llamado Simón Rodríguez o cómo evadir las trampas del éxito para cultivar la radiante libertad de pensamiento

Por: Juan R. Valdez

En este ensayo, Juan Valdez se ocupa de la trayectoria de Simón Rodríguez: en sus palabras, el “pensador más anticolonial y antirracista del archivo latinoamericano”. Valdez analiza a este intelectual contrastándolo con la figura de Andrés Bello, un pensador que, a diferencia de Rodríguez, no cayó en el olvido. Así, el autor se propone, a través de la comparación entre el éxito de Bello y el fracaso de Rodríguez, reflexionar sobre una de las grandes paradojas del latinoamericanismo y recuperar el pensamiento de uno de los latinoamericanistas “más extraordinarios y menos conocidos”.


Al describir a Ud. todas las locuras de este caballero tendría que ser muy largo.
Carta a Simón Bolívar de Antonio José de Sucre

Las personas que nos movemos por la vida sin el halo del éxito somos echados al olvido, a lo más, livianamente absorbidos por el margen como montones de escombros. Así ha sucedido parcialmente con la figura y obra del gran educador y maestro venezolano Simón Rodríguez (1769-1854), el criollo más anticolonial y antirracista del archivo latinoamericano. Este pensador nos resulta particularmente fascinante por como combinó el intelecto con la intuición. En gran parte, Simón Rodríguez fue el tipo de intelectual que deambuló inquietamente, pero fuera de la historia. Examinar el contraste entre el fracaso de un Simón Rodríguez y el éxito de un Andrés Bello nos ayuda a abordar grandes paradojas del latinoamericanismo y arrojar nueva luz sobre uno de los latinoamericanistas más extraordinarios y menos conocidos. Pero no basta con describirlo. Hay que explicarlo.

Primero, permítanme hacer una pequeña reflexión sobre el concepto del éxito. Quisiera proponer dos o tres posibles maneras de entender nuestra relación con el éxito: es un pagaré arriesgado sobre la felicidad futura; se trata del escalón que precariamente ocupamos para que otro pueda escalar más alto rumbo hacia la cumbre; es una estancia en la cámara de eco en la que solo encontramos información u opiniones que reflejan y refuerzan las nuestras. Es también posible concebir el éxito, con Spinoza, en términos afectivos, como el esfuerzo por lograr que todos aprueben el amor y el odio de uno. Como dice el ensayista boricua Efraín Barradas, uno lee, escribe, cocina, viaja, visita museos y todo eso para que nuestros amigos nos quieran un poquito más cada día. Barradas dice esto en clave de relajo caribeño, pero para nosotros su comentario contribuye a una compresión más matizada del hambre intelectual de renombre.

No hay que conquistar, odiar ni envidiar el éxito de nadie para comprender que se trata de un problema. Es cierto que queremos progresar y atender el deber social de hacer carrera. Sin embargo, en un mundo donde reina todo tipo de inseguridad, el éxito se cultiva más bien como el modo de evadir o postergar el limitado tiempo de la vida y, más específicamente, el olvido. Además de ventajas materiales, el éxito provee cierta continuidad en el dominio de nuestro autoconcepto y autoimagen. Motiva la ilusión de que, pase lo que pase, seremos recordados, que alguien en alguna parte estará pensando en nosotros. ¿Habrá algo más arriesgado que abandonar la carrera del éxito? Renunciar a la posibilidad del éxito no es una decisión fácil. Es preciso tomar bastante distancia del juego de los emprendedores y triunfadores. ¿Cómo podemos calcular esa distancia? Hay que tener suficiente valor, amplia fe y profunda humildad con respecto a lo que una hace, piensa y cree. Implica uno retirarse de muchas actividades importantes en la vida social, pero ninguna tan importante como el mero vivir. Quizás nadie más haya entendido todo esto mejor que Simón Rodríguez.

Los rotundos fracasos y la ingrata fortuna de Simón Rodríguez contrastan fuertemente con el éxito y estrellato de su contemporáneo y compatriota Andrés Bello (1781-1865), filólogo, escritor y también educador. En su prólogo de la antología chilena de Andrés Bello titulado “Andrés Bello y la precariedad de la fama”, el academicista Roque Esteban Escarpa escribió: “Andrés Bello existe como una sólida roca en el substrato de la cultura y de la organización institucional de Chile” (1970: 5). La vigencia de Bello en la historia política y cultural de América Latina es destacable y merecida. Los logros de Bello incluyeron la forja de la institucionalidad en el ámbito político y la creación de la base filológica sobre la cual por mucho tiempo se sostuvo la imagen de una cultura latinoamericana independiente de España. Sin embargo, la visión de Bello de la sociedad latinoamericana se derivaba de su concepto del orden hegemónico que dejaba fuera a los grupos minorizados.  Es necesario reconocer que, junto a sus conceptos de libertad y progreso continental, Bello también albergaba particulares nociones de genocidio indígena. Esto lo podemos corroborar en un comentario en su texto titulado “Investigaciones sobre la influencia de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile” (de 1844): “No se coloniza matando a los pobladores indígenas: ¿para qué matarlos, si basta empujarlos de bosque en bosque y de pradería en pradería? La destitución y el hambre harán a la larga la obra de la destrucción, sin ruido y sin escándalo” (82). En este texto Bello planteó una política de genocidio por desarraigo y hambruna. Que Bello tuviera muchas cualidades redimibles como original pensador latinoamericano no nos impide interrogar estas propuestas insensibles ante la cuestión de qué hacer con las poblaciones indígenas en la construcción de las sociedades latinoamericanas. En el proyecto nacionalista de Bello, el ejercicio efectivo del poder político exigía la exclusión de los indígenas. 

En contraste, el pensamiento político-cultural de Simón Rodríguez giraba en torno a otro principio, el de la inclusión, especialmente la de los desafortunados, los abandonados, las masas pobres. En su texto “Extracto sucinto de mi obra sobre la educación republicana”, él reflexionó:

Porque, en vida de Bolívar, pude ser lo que hubiera querido, sin salir de la esfera de mis aptitudes. Lo único que pedí fue que se me entregaran de los Cholos más pobres, los más despreciados, para irme con ellos a los desiertos del Alto-Perú—con el loco intento de probar, que los hombres pueden vivir como Dios les manda que vivan (306).

En todo lo que hizo y escribió, Simón Rodríguez expresó un profundo interés por las condiciones de las masas pobres compuestas de hombres y mujeres, niñas y niños y los diversos grupos racializados que llevaron la peor parte de la violencia colonial y estatal.

Si bien Bello es recordado como un insigne hombre de la academia y su obra ocupa un lugar central en el archivo latinoamericanista, la contrariada vida y obra asombrosas de Simón Rodríguez son menos conocidas. Según la investigadora venezolana Susana Rotker, rara vez los estudios literarios y filológicos le han prestado atención a Simón Rodríguez. En su época, Simón Rodríguez deliberadamente ofendió la sensibilidad de las autoridades políticas y morales. Para el general Antonio José de Sucre, el peor problema era la aspiración de Simón Rodríguez a la autonomía: “Dice que Ud. [Simón Bolívar] le ofreció que en esto [los negocios de educación y economía] tendría una independencia absoluta de todos” (410). Desde Bolivia, Sucre le escribió una carta a Bolívar quejándose de como Simón Rodríguez se endeudaba para suplir las necesidades de “los muchachos, putas, y holgazanes que contra las órdenes más expresas mías reunió en su casa” (412). Su empatía con los más vulnerables se consideró una afrenta al desdén o indiferencia de las autoridades hacia las masas populares e iletradas. Simón Rodríguez también se rio de y repudió la vanidad y la sarta de sandeces postulada por los letrados. Para los letrados y las elites culturales, ese afiliarse con la vida en toda su profundidad y complejidad constituía una amenaza. Aún hoy, Simón Rodríguez es una figura incómoda para la filología latinoamericana dominante por lo inclasificable que resulta su ensayismo utópico, su irreverencia hacia la autoridad, su alergia a la hipocresía y vanidad de los letrados y las élites sociales. Como enfatizara Rotker, descubrir a Simón Rodríguez hoy es maravilloso.

La época en que vivió Simón Rodríguez tuvo muchos emocionantes cambios revolucionarios, pero también fue una época de devastación por las guerras y gran precariedad financiera en las nuevas repúblicas del continente. Agréguesele a ese clima de inseguridad el abandono y el deprecio a que sometían las clases dirigentes a las masas. El destino de la mayoría era sufrir y perecer antes de tiempo. En el plano personal, Simón Rodríguez también conoció en carne propia la precariedad y el sufrimiento del desamparo desde niño, habiendo sido abandonado por sus padres. Se vengó de ese abandono con el divertido juego de cambiar de nombre: por años decidió llamarse “Samuel Robinson”. En su lectura psicoanalítica, el filósofo argentino León Rozitchner (2012) comentó que este particular infortunio personal dejó una llaga que, si bien nunca cicatrizó, convirtió a Simón Rodríguez en un luchador incansable en nombre de los seres sociales más vulnerables. 

Pese a que su mala fama y la precariedad lo siguieron a todas partes, Simón Rodríguez fue un latinoamericanista y un educador singular. Estuvo casado con una indígena boliviana con la cual tuvo dos hijos mestizos. Las escuelas que fundó fueron las primeras en integrar a niñas y reclutar a huérfanos. Su biógrafo más entusiasta, el alumno chileno de Bello, Miguel Luis Amunátegui (1901), inició su biografía con la siguiente pregunta: “¿Qué utilidad puede sacarse de la historia de un loco?”; para luego contestar: “La vida de un loco es muchas veces una lección para los cuerdos” (227). Según Amunátegui, Simón Rodríguez habría podido enriquecerse durante su exilio en Londres. Sin embargo, “sus instintos aventureros, más fuertes que su interés, no le permitieron estar quieto. Un impulso irresistible le obligó a abandonar la Inglaterra, como había abandonado a Venezuela” (235). Prescindió de la comodidad y el privilegio. Sus grandes obsesiones fueron insistir en el desarrollo de la sociabilidad (cuyo fin era hacer menos penosa la vida) y que había que enseñar a las ciudadanas y ciudadanos el modo de alcanzar la felicidad.

Simón Rodríguez se interesó mucho por las diferencias raciales y culturales. Fue uno de los primeros en América Latina en rechazar el discurso colonial de la inferioridad y esbozar el marco de una democracia racial y lingüística. Simón Rodríguez elaboró un discurso pedagógico radical y practicó una pedagogía enfocada en el desarrollo de una ciudadanía pragmática e inclusiva que abrazara a las poblaciones indígenas, negras y mezcladas y que cultivara la convivencia social.  En la edición de 1842 de su texto “Sociedades Americanas” escribió:

Dejemos la Francia y veamos la AMERICA […]. Tenemos Huasos, Chinos y Barbaros, Gauchos, Cholos y Gentiles, Serranos, Calentanos, Indígenas, Gente DE Color, y de Ruana, Morenos, Mulatos y Zambos, Blancos porfiados y Patas amarillas y una CHUSMA de Cruzados, Tercerones, Cuarterones, Quinterones y Salto-atrás que hace, como en botánica, una familia de CRIPTOGAMOS (67, énfasis en el original).

Descubrirlo hoy es posible gracias al trabajo de rescate y reanimación que han hecho unos pocos latinoamericanistas curiosos. Si bien este genial e inverosímil intelectual ha sido olvidado por el latinoamericanismo oficial, algunas escritoras y pensadores importantes lo han recordado favorablemente como quizás la figura latinoamericanista más alternativa. José Lezama Lima, quien le dedicó un magnífico estudio en su ensayo La expresión americana, definió a Simón Rodríguez como “un lujo americano”.  Luego de Lezama Lima, Ángel Rama volvió a estudiarlo en La ciudad letrada. El escritor venezolano Arturo Uslar Pietri noveló su biografía en La isla de Robinson. En México existe un grupo de investigación, “O inventamos o erramos”, coordinado por María del Rayo Ramírez Fierro, que se dedica al estudio del pensamiento y la vida de Simón Rodríguez. Pese a su fama de intelectual loco y ogro social, Simón Rodríguez encarna el espíritu del saber generoso que en Latinoamérica ha sido diseminado por figuras, tales como los mexicanos Servando Teresa de Mier y Ángel María Garibay, también bastante olvidadas, pero merecedoras de reencarnación, como nos recuerda recientemente el filólogo y ensayista mexicano Rafel Mondragón en su libro Un arte radical de la lectura (2019).

Simón Rodríguez elaboró un discurso lingüístico-cultural progresista que se correspondió con su afecto singular (su amor hacia los que sufren), acciones coherentes y ética personal, ética que, aun con el apoyo de su antiguo alumno, Simón Bolívar, le costó bastante dificultades en su gestión ante los poderes emergentes en los diversos países independizados donde trabajó.

Sociedades Americanas (1828, 1842) fue su gran obra textual y editorial, proyecto que le costó mucho tiempo y enorme sacrificio publicar. Este texto es un deleite por como combina las observaciones más sutiles con la imaginación más atrevida y el más rico sentido de humor e ironía. Se trata de un texto que experimenta maravillosamente con la capacidad transformadora de la palabra escrita y el potencial emancipador del silencio resistente. Este vínculo entre el estilo de Simón Rodríguez y la estrategia del silencio es clave. Nos remite a lo que subrayó Walter Benjamin (1978) sobre el radical ensayista vienés Karl Kraus: “Todo lo que escribió Kraus es así: un silencio vuelto del revés, un silencio que atrapa la tormenta de los acontecimientos en sus pliegues y oleajes negros, su línea lívida volteada hacia afuera […] las posibilidades polémicas de cada situación están totalmente agotadas” (243, traducción nuestra de la edición en inglés). Kraus se destacó, como Simón Rodríguez, en el manejo experto de lo que Benjamin llamó la trinidad del conocimiento, silencio y vigilancia. En Sociedades Americanas, Simón Rodríguez registró su reforma ortográfica, su teoría de la lectura, el programa de educación popular más radical, al igual que detalles sobre el fracaso ejemplar de su proyecto educativo.

Simón Rodríguez reflexionó sobre sus propios fracasos y esas reflexiones precisamente constituyen lecciones ejemplares. En una carta a Bolívar escribió:

Sucre y otros me han dicho muchas veces que reclame el sueldo por el tiempo que serví; y yo les he respondido que usted no me había traído consigo para darme títulos ni rentas […] no he querido tomar ni un real […] Si usted me envía con que pagar y viajar me iré, si no me pondrán preso. Me soltarán para que trabaje y pague, y la suerte hará el resto (citado en Simón Rodríguez: Sociedades americanas, 324).

De todas sus lecciones y meditaciones textuales sobre la importancia de mejorar nuestras vidas y nuestras relaciones quizás ninguna sea más iluminadora que su reflexión sobre el vínculo entre el dolor ajeno y la compasión en su ensayo titulado Luces y virtudes sociales (1834): “no haber experimentado el mal que otro padece y figurárselo, incita a un sentimiento que llamamos lástima—ver padecer lo que uno mismo ha padecido o padece, excita a padecer por recuerdo o por percepción actual… el sentimiento entonces es compasión. Es menester ser muy sensible y compadecer en lugar de lastimarse solamente” (193, itálicas en el original). 

Se objetará que la figura y obra de Simón Rodríguez son cosas del pasado, artefactos pasados de moda.  En cambio, el pensamiento político-educativo de Simón Rodríguez tiene mucha vigencia para nosotros hoy día. El neoliberalismo, nueva fase del capitalismo, conserva sus rasgos marcadamente militaristas tales como la depredación, la destrucción o arrinconamiento de la naturaleza, control de los mercados, de la comunicación y el campo cultural y el individualismo egoísta.  

En particular, el problema del egoísmo constituye una clave fundamental identificada por Simón Rodríguez que conviene citar y examinar: “el deseo de enriquecerse ha hecho todos los medios legítimos, y todos los procedimientos legales: no hay cálculo ni término en la Industria—el egoísmo es el espíritu de los negocios y los negocios la causa de un desorden, que todos creen natural, y de que todos se quejan” (143, itálicas en el original). El tema del egoísmo es central en las discusiones sobre el neodarwinismo y el mundo de los negocios y las finanzas. En libros, manuales y revistas como la Forbes, por ejemplo, varios autores coinciden que ser egoísta es simplemente una cuestión de calibrar la intensidad de una, de gestionar nuestra energía. Se aconseja que el vivir de manera más egoísta hace posible generar un mayor impacto en más personas—mientras se construye un negocio exitoso y muy respetado. Ser un poco egoísta no solo te ayuda a alcanzar tus metas, sino que también te ayuda a servir a los demás a lo grande. Pero nuestra consideración del egoísmo en relación al asunto del éxito nos obliga a mirar la práctica de apartar y segregar a quienes se consideran rivales y “perdedores”, aquellas y aquellos que obstaculizan el avance personal de los ganadores en la carrera sin fin.

Si bien para Adam Smith la inquietud exclusiva por nuestros propios intereses (“dame eso que yo quiero y tendrás esto que tú deseas / give me that which I want and you shall have this which you want”) era la razón del progreso, para Simón Rodríguez era imprescindible rechazar el egoísmo, la causa de todos nuestros problemas sociales: “quéjense de las Constituciones, lloren su Indiferencia; maldigan su Egoísmo” (121). El egoísmo como práctica e ideología aparece en múltiples contextos sociales. El egoísmo se manifiesta mediante una impaciencia constante e insatisfacción perpetua, como las que expresan los niños cuando no consiguen lo que quieren.  Y ahí damos con otra clave importante: el infantilismo insuperado de la humanidad. Sobre esta condición, Simón Rodríguez reflexionó: “este sentimiento, hijo del amor propio y de la tendencia al bienestar [o amor de sí mismo] es lo que llamamos EGOISMO. Yo solo soy y solo para mí son ideas del niño. El hombre que atraviesa la vida con ellas, muere en la Infancia; aunque haya vivido cien años” (98).

Desde el lugar de las humanidades muchas veces se acepta sin cuestionar que todos nuestros problemas sociales son el resultado de la lógica del sistema, un acontecer imparable del capitalismo salvaje. No cabe duda que operan sus efectos y se imponen sus jerarquías, pero tampoco podemos ignorar la imbricación de la economía afectiva, con su base en las apetencias insaciables y deficiencias adaptivas del cuerpo. El egoísmo es el eje emocional de nuestro caos pasional y el orden hegemónico, pero exacerbado por el neoliberalismo educativo disfrazado de humanismo.

¿Podría ser este ensayo simplemente el forcejo interior de un advenedizo sin patria? No lo descartamos como una posibilidad. Ahora bien, plantear la lectura de la vida y obra de Simón Rodríguez dentro de una reflexión sobre la ilusión del éxito y la implicación del egoísmo es pensar detenidamente en el tipo de mundo en que vivimos y las relaciones que tenemos. Es hacerse preguntas fundamentales tales como: ¿vale la pena sacrificar la solidaridad y la amistad por un asiento en la mesa donde los elegidos juegan y comercian?; ¿cuántas canalladas y absurdidades será uno capaz de aguantar en la interminable carrera del éxito?; ¿dónde termina el poder de las contrafuerzas y comienza nuestra agencialidad?; o, ¿qué significa vivir en un mundo que invita, celebra y hace prolija la obra de un Andrés Bello a la vez que olvida u ignora la de un Simón Rodríguez?

La sonrisa pícara de Simón Rodríguez contrasta con la sonrisa falsa y utilitaria del escalador social o el oportunista. Ante la certeza del abandono, la inseguridad y el fracaso, Simón Rodríguez optó por vivir sin campanas y silbidos, dedicándose a luchar para vivir, no solo para él sino también para los demás. Simón Rodríguez practicó la libertad y solidaridad que predicaba y enseñaba. Algunas personas logran hacer más por la vida desde el fondo del fracaso y la precariedad que otras desde el pedestal. Volviendo a evocar un par de versos de Ikkyū (poeta japonés y uno de esos “monjes locos” del budismo zen), digamos que mientras unos solo ven malicia en la sonrisa irónica de un Simón Rodríguez, otros vemos en su rostro un pedazo de jade iluminado por el sol, gorjeando, riendo ante el enigma de la vida y cultivando la libertad del pensamiento radiante.


Referencias

Amunategui, Miguel Luis (1901). Don Simón Rodríguez. En Ensayos biográficos, Tomo IV Santiago de Chile: Imprenta Nacional.

Bello, Andrés (1970). Investigaciones sobre la influencia de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile (1844). En Antología de Andrés Bello, editado por Roque Esteban Escarpa. Santiago de Chile: Fondo Andrés Bello, p.75-86.

Benjamin, Walter (1978). Karl Kraus. Reflections. New York: Schocken Books, 239-273.

Burns, Stephanie (2020). 6 Ways being selfish can make you successful. Forbes. Consultado el 11 de noviembre de 2021 en: www.forbes.com/sites/stephanieburns/2020/03/12/6-ways-being-selfish-can-make-you-successful/?sh=73c77b0e5538.

Escarpa, Roque Esteban (1970). Andrés Bello y la precariedad de la fama: prólogo. En Antología de Andrés Bello, editado por Roque Esteban Escarpa. Santiago de Chile: Fondo Andrés Bello, p.75-86.

Lezama Lima, José (1957). La expresión americana. La Habana: Editorial Letras Cubanas.

Mondragón, Rafael (2019). Un arte radical de lectura: constelaciones de la filología latinoamericana. Ciudad de México: UNAM.

Rama, Ángel (1998). La ciudad letrada. Montevideo: Arca.

Rawicz, Daniela (2021). Leer a Simón Rodríguez. Proyecto para América. Ciudad de México: UNAM.

Rodríguez, Simón (1990). Sociedades Americanas, editado por Oscar Rodríguez Ortiz. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Rotker, Susana (2005). Bravo pueblo: poder, utopía y violencia. Caracas: La Nave Va.

Rozitchner, León (2012). Filosofía y emancipación: Simón Rodríguez, el triunfo de un fracaso ejemplar. Buenos Aires: Biblioteca Nacional.

Smith, Adam (1986). The wealth of nations. New York: Penguin Books.

Spinoza, Baruch (1980). Ética. Madrid: Editora Nacional.

Sucre, Antonio José de (1981). Que don Samuel se acabe de ir con Dios (1826). De mi propia mano, editado por J. L. Salcedo Bastardo. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 410-413.

Tramas de escritura y oralidad en la poesía paraguaya. “Tesarái mboyve”: la comunidad del exilio

Por: Mario Castells

Imagen: Fotografía de Juan Britos (visita de Augusto Roa Bastos, Carlos Federico Abente y Zenón Bogado Rolón al pintor Enrique Collar. Asunción, 1996)

En el marco del seminario “Ñe’ẽ ra’anga, ñe’ẽ jopara. Literaturas en guaraní, proliferaciones e hibridaciones lingüísticas a distancia del canon” dictado por Rodrigo Villalba Rojas para la Maestría en literaturas de América Latina (UNSAM), Mario Castells reflexiona sobre la literatura paraguaya de expresión guaraní y la dualidad de cuño colonial que la constituye en tanto alienación y liberación. El autor revisita el poema “Tesarái mboyve” [“Antes del olvido”] para hipotetizar relaciones literarias y políticas novedosas, de los compendios de León Cadogan a los giros guaraníticos de Augusto Roa Bastos, presunto autor desconocido del poema.


La “literatura paraguaya de expresión guaraní” (Lustig 2007) es una literatura “sin libros” (Melià 2004); tiene el alma dúplice, concertada por oralidad y escritura. Esto se debe, más allá de la exageración polémica, a que no se forja como estañadura de textos líricos, épicos, dramáticos y de ficción escritos en esta lengua indígena ni se circunscribe a un dominio geográfico y político, sino más bien a un desarrollo histórico y a los efectos colaterales que devienen de este proceso: pongamos como ejemplos la diglosia[1], el jopara[2], el Paraguay de la diáspora. Hacerla inteligible a los lectores de otros países requiere desplegar un aparato crítico multidisciplinario. Debemos aceptar además la edificación colonial como un legado constitutivo[3]. Y tomando el legado colonial como premisa constitutiva, esto es, el guaraní paraguayo como lengua española del Paraguay primero y como lengua nacional y popular de un estado moderno después, justipreciar la particularidad del “caso paraguayo”: el modo en que esta literatura se ve afectada por la alienación colonialista que la aqueja, pero también su dimensión profética, liberadora.

Popular por excelencia, esta literatura tuvo ciertos recursos comunicativos en los que se apoyó y que la sostuvieron: las revistas, los cancioneros y las tablas del teatro (Bareiro Saguier 1980, Lustig 1997, Villagra-Batoux 2002). Es una literatura con pocos libros pero que en las últimas décadas, desde 1980 hasta la actualidad, ha dado las obras más importantes de la literatura del Paraguay. No obstante, “incluso cuando publicada, o es el registro de ‘oratura’ que le precede o se destina a una ‘oratura’ que le seguirá” (Melià 2004: 204). Para mostrar este proceso y sus implicancias en la cultura paraguaya, estamos preparando con Rodrigo Villalba un bosquejo, un plan de lectura crítica. La siguiente anécdota es un fragmento, una escalla minimalista de ese plan de lecturas, reelaboraciones y escrituras de la literatura paraguaya de expresión guaraní.

¡Jaike! [Entremos]

Visita de Augusto Roa Bastos, Carlos Federico Abente y Zenón Bogado Rolón al pintor Enrique Collar. Asunción, 1996

Hay una polca canción muy linda, aunque poco conocida, llamada “Tesarái mboyve”, “Antes del olvido”, en castellano. A esta canción solo la escuché interpretada por el cantante Oscar Escobar y el Conjunto San Solano. Siendo un niño participaba de la mano de mi padre en las fiestas y manifestaciones del exilio paraguayo. Muchas de estas producciones artísticas son completamente desconocidas aun hoy en el Paraguay, no lograron sortear la censura stronista. Lo increíble de la borradura es que esta canción tiene en los créditos a Carlos Federico Abente[4] como autor de letra y a Epifanio Méndez Fleitas[5] como compositor de la melodía.

Muchas incertidumbres rodean al poema; por ejemplo, en el libro de Teresa Méndez-Faith dedicado a su padre, intitulado Antología del recuerdo: Méndez Fleitas en la memoria de su pueblo (1995), se establece que la canción, que fue compuesta a mediados de la década del 50 (muy probablemente después de 1955, tras la caída de Perón y el exilio de Epifanio), fue realizada en verdad, a tres puños, por Carlos Federico Abente, Epifanio Méndez Fleitas y Augusto Roa Bastos, quien por entonces tenía un vínculo muy cercano, política y humanamente, con el malogrado dirigente colorado.

Traigo esta noticia a razón de que últimamente se ha dicho que el guaraní de Roa era muy artificial, precario y neológico[6]. Vale recordar que el mismo Roa ha señalado muchas veces que aprendió guaraní siendo escuelero, tentado por lo prohibido, bañándose en el río Tevikuary-mi con sus compañeritos de Iturbe (Roa Bastos en Paco Tovar, 1991); esto era habitual entre las familias de la burguesía liberal y no lo ponemos en duda. Sin embargo, volviendo a lo artificial de su guaraní, nada más leer una novela como Hijo de hombre (1960), uno percibe que ese vínculo con la lengua no fue precario ni mucho menos artificial. 

Empecemos por compartir el poema y luego seguiremos el relato, las preguntas y las interpelaciones a mis hipótesis[7]:

Tesarái mboyve

Amáicha tata omboguéva 

ha omokañýva hetia’evéro

maymáva tesarái pópe

ñane apatîva jajuayhuetéro.

Vokóinte vy’a mboypýri

ne ãgui aje’óne ahávo

ha nde chembojeroviávo

pukápe chemoamomyrÿine.

Akóinte mbyja ko’ē

ku ne pehengue

poty mimbipa

oúne che ãnga piári;

ajéipo yvaga rata

okukúi rei

ha ikusuguepa

che aramboha ári.

Yvoty pirukuemícha

hembýne chéve nderéra

che moyru hagua che kéra

tesarái pohéi jave.

Mba’éicha tamora’ē

reho vove chehegui

che rekove oñehundi

ku ne porē’ÿ 

tesarái mboyve.

Jasy rendy pypore

pe ñúre tohechauka

oguévo ne ra’anga

amano hagua 

tesarái mboyve.

Antes del olvido

Como la lluvia que apaga el fuego

y esconde las alegrías.

Todos estamos sometidos al olvido,

que nos borra de los que más amamos.

He aquí, allende la dicha,

de tu lado me voy apartando,

y tu aún me esperanzas,

pero sonriendo me duelas.

Será como siempre, el lucero del alba,

pedazo de ti mismo,

en flor, refulgente, el que

vendrá a buscar a mi alma.

Probablemente, fuego del cielo

se derrame en cenizas

y caiga sobre mi almohada.

Como una flor mustia,

sólo me resta tu nombre,

para acompañarme en los sueños,

en el delirio del olvido.

Como quisiera que,

al irte de mí,

mi vida se extinga allí

con tu ausencia,

antes del olvido.

Y trazos del plenilunio

en los campos se revelen

cuando se disipe tu figura,

para morir también yo

antes del olvido.

                        (Traducción libre)

Los despliegues del azar nos han transportado al recodo preciso de un misterio poético. Tuve la suerte de visitar dos veces al doctor Abente en su casa de Florida, Partido de Vicente López; mis amigos, que hicieron de nexo, eran de su mayor estima: Martin Arzamendia y Pablito Ríos, ambos músicos populares de la colectividad paraguaya en Buenos Aires. La primera vez, en que fui con Martín, fue más fructífera que la siguiente; conversé bastante más que en la segunda, donde el viejo doctor ya tenía problemas para comunicarse. Esta vez, fue en el año 2005, Abente ya tenía 90 años pero aún conservaba una lucidez y una memoria prodigiosa, apuntalada además por la ayuda de su esposa, María Eva. Hablamos mucho de Roa, a quien consideraba uno de sus mejores amigos. También de Zenón Bogado Rolón[8], querido amigo, eximio poeta guaraní. Ambos habían fallecido recientemente. Le pregunté muchas cosas. Hablamos de Amelia Nassi, muchos años pareja de Augusto, otra gran amiga en común. Pero entre anécdotas y chismes aparecían los versos, la cocina literaria de los libros de Roa y de sus poemas. Abente era, junto con Amelia, primer lector de lo que Roa creaba (Castells 2017: 1-8). Lo llevé a esa canción, a ese poema, a ese dato quizás erróneo, que hablaba de una autoría tripartita. Pero Abente no dijo nada, no respondió, tarareó la música, se quedó pensando y luego se puso a hablar de Epifanio hasta que pronto se terminó la jornada, atardeció y volvimos a Capital tomando el tren de la línea Mitre.  

Siempre encontré nexos de ese poema con las lecturas de Roa Bastos de esa época; para mí (lo hablamos mucho con Zenón), el poema que referimos es prácticamente una plegaria fúnebre, un chapukái, y está claramente influido por los textos que tratan el Capítulo “De la paternidad y la muerte” en el Ayvu Rapyta. Como sabemos, Roa, Campos Cervera, Romero y pocos más, fueron los primeros intelectuales paraguayos que conocieron los artículos etnológicos de Cadogan[9]. Hay registros de eso, como el uso, a manera de epígrafe y como leit-motiv, con traducción propia además, del “Himno de los muertos de los Guaraníes” en Hijo de hombre.

He de hacer que la voz vuelva a fluir por los huesos…

Y haré que vuelva a encarnarse el habla…

Después que se pierda este tiempo y un nuevo tiempo amanezca… (Roa Bastos, 1960: 9)

Siempre hablábamos con Zenón de este fragmento que Roa tomaba del Ayvu Rapyta (1992 [1959])[10], fragmento del que corregía la traducción de Cadogan.

Ára kañy rire, ára pyau ramove,

Chee, yvyra’i kanga amoñe’ëry jevy va’erä

Amopyrö jevy va’erä ñe’ëry” (Cadogan 1992: 86)

Después de hundirse el espacio y al amanecer de una nueva era

Yo he de hacer que circule la palabra nuevamente por los huesos de quienes

                                                                                            portaran la vara insignia.

Y haré que vuelvan a encarnarse las almas (Cadogan, op. cit. 87)

Ese primer capítulo de su novela Hijo de hombre en la versión original de 1960, luego reconvertido en “Macario” en la versión corregida de 1982, es testimonio preciso del antiguo Guairá, aquel territorio fijo en la niñez del escritor. Zenón tenía, para él, que ese libro era el apytere (médula) de la obra roabastiana. Para importunarlo yo decía que “Tesarái mboyve” era un himno teológico sí, pero mediado por la lectura de John Donne antes que por Tomás de Yvytuko, el Mayor Francisco de Potrero Garcete o Patricio Benítez de Chararã, los autores de las endechas fúnebres colectadas en el libro de Cadogan. Le decía a mi gran amigo, paraguayo convertido a la fe de los mbya guaraní, que esto era así y que lo rubricaba el testimonio de Amelia, pero Zenón, el poeta, el lugarteniente de Jakaira, no me llevaba el apunte.

Thou hast made me, and shall thy work decay? 

Repair me now, for now mine end doth haste, 

I run to death, and death meets me as fast, 

And all my pleasures are like yesterday (…) (John Donne, 1983: 7) 

Me valgo de estos recuerdos para contar el trillo de la configuración de esta hipótesis: la autoría fundamental de este poema es de Roa Bastos. “Tesarái mboyve” es un ingrediente inicial de la cocina narrativa del novelista cuando aún era solamente poeta y recién había escrito los cuentos de El trueno entre las hojas (1953). Tengo certeza de que Epifanio no conocía la teología guaraní. Mi padre era militante epifañista y conozco por él toda su obra ensayística, poética, musical, incluso la que sucumbió al olvido. Epifanio era natalicista: seguía los postulados del intelectual colorado Natalicio González[11] en su concepción de la sociedad paraguaya. Esto no significa que desconociera la obra de Cadogan. Al contrario, entre sus primeros artículos sobre folclore guaireño está “El pueblo de Villarrica” (1940) aparecido en la revista Cultura que dirigían Epifanio Mendez y Guillermo Enciso Velloso. En tanto que don Carlos, antes de vincularse con Zenón Bogado Rolón, Tupa Kuaray, empleaba un guaraní marcado por la matriz poética modernista/mundonovista de Ortiz Guerrero y no la de los sabios guaraníes. Cualquiera que lea Hijo de hombre, hurgando en los personajes de la trama (María Rosa, la loca de Loma Carobení, el mulato Macario, el guitarrista leproso Gaspar Mora) verá un trasfondo cadoguiano, más cercano si se quiere al Guai Rataypy (1998 [1948]) o a Carobení: apuntes de toponimia hispanoguaraní (1959) que al Ayvu Rapyta, porque son personajes de la sociedad campesina guaireña. Sin embargo, casi en la superficie del relato, no hace falta escarbar mucho divisamos ese sincretismo propio del catolicismo herético neoguaraní. “Luego de un rato de marcha, empezó a cantar con voz rota y débil ese estribillo casi incomprensible del Himno de los muertos. Se interrumpía a trechos y recomenzaba con los dientes apretados” (Roa Bastos 1960: 34). Tal como destaca Rubén Bareiro Saguier, estas escenas de la trama del Cristo leproso “esbozan senderos que llevan al rito cristiano modificado por la rabia y la decepción a una reinterpretación sincrética con fuertes impregnaciones indígenas. Y sin ambigüedades, el canto de María Rosa en el momento crucial de adquirir la lucidez de la demencia, invoca la noción de reencarnación guaraní, el reflorecimiento de los huesos, la continuidad de la vida en el territorio de la muerte” (Bareiro Saguier 1990: 138).

Asimismo, el leitmotiv del cometa (yvága rata) que es un símbolo muy ligado al fin del mundo en la mitología guaraní es sumamente importante en el primer capítulo de la novela como también en el poema que marca a las claras una de las obsesiones iniciales del escritor de Iturbe.

En “Manifiesto a favor del ritmo”, Henri Meschonic señala que “el poema es el momento de una escucha. Y el signo no hace más que darnos a ver. Es sordo, y permanece sordo. Sólo el poema puede ponernos en la voz, hacernos pasar de voz en voz, hacer de nosotros un escucha. Darnos todo el lenguaje como escucha. Y la continuidad de esta escucha incluye, impone una continuidad entre los sujetos que somos, el lenguaje que devenimos, la ética en acto que es nuestra escucha, de donde viene una política del poema…” (http://confinesdigital.com/conf29/henri-meschonnic-manifiesto-a-favor-del-ritmo.html).

Creo que lo que hace significativamente roabastiano al poema es esta visión que pergeña desde la escucha. Roa lo olvidó porque más tarde desarrolló muchos de sus tópicos en Hijo de hombre y porque quiso borronear ese vínculo casi “orgánico” que tuvo con el epifañismo (i. e. con el peronismo). No es que Roa negara su cercanía con Méndez Fleitas, siempre recordó otra canción que hizo con Epifanio en homenaje al creador del teatro popular de vanguardia en guaraní: “Canto a Julio Correa” (Méndez-Faith 1995). La marca de Caín de esta coyuntura remite al tan mentado poema de 1954. Hacia fines de mayo de ese año, en la concentración colorada de proclamación de la candidatura de Alfredo Stroessner, militar enrolado en la facción de los “demócratas”, Epifanio Méndez, uno de los dirigentes máximos de este sector, aliado fundamental de Perón en el Paraguay (Seiferheld, 1988), le dedicó una polca: “26 de Febrero” al militar. Seguidamente, el 15 de agosto de 1954, Augusto Roa Bastos, por entonces redactor del diario argentino Clarín, volvió al país del que se había exiliado en 1947 por una profunda enemistad con Natalicio González. Volvió del exilio pero no de manera clandestina ni silenciosamente, Roa volvía acompañando a la delegación argentina. Y en un acto poco común a su “ética” intelectual, le dedicó un poema a Stroessner y a Perón intitulado: “¡A los próceres, salud!”, en el que comparó a los mandatarios con los próceres de la independencia. Este dislate ético y estético de Roa sería utilizado en el futuro por sus adversarios del campo cultural paraguayo como epitome de su falsedad política: “el falso exiliado”, lo increparon.  Hay que destacar que el General Perón había ido en misión oficial para devolver los trofeos de la Guerra Guasu y que el General Stroessner aún no se perfilaba como el corrupto y sanguinario dictador campeón del anticomunismo en el cono sur, el Tiranosaurio (Roa dixit) que permanecería en el poder por 35 años. El joven periodista Augusto Roa Bastos adscribía al programa político del nacionalismo populista, revisionista y lopizta en línea histórica con lo cual el discurso peronista le cuadraba perfectamente. La importancia gravitante del Partido Comunista en la colectividad paraguaya del exilio y en el campo cultural latinoamericano, fenómeno que se agudizaría con la irrupción de la Revolución Cubana y la incidencia de Casa de las Américas, así como también por la caída y el exilio de Perón en 1955, su asilo en Paraguay y la purga del epifañismo ese mismo año, reconfiguraron las posturas políticas del escritor respecto del grupo de Méndez Fleitas y lo afianzaron en un relativo “indepentismo” político, compañero de ruta de la izquierda continental.   


[1] La diglosia como fenómeno está ligado al bilingüismo guaraní-español característico del Paraguay. En una situación diglósica es el contexto social lo que determina el uso de una variedad u otra de lengua. De resultas, el guaraní, que es la variedad baja: lengua del hogar, lengua coloquial de los afectos y los espacios solidarios, no puede acceder a espacios de la cultura letrada. Esta traba social instaurada en el pleno de la cultura nacional, no es una imposición debido a una política estatal o de un sector dominante de la sociedad. En tanto que el español como variedad alta domina los espacios institucionales, rige la escritura y la ley… Para Melià la noción de diglosia, al ser utilizada en el análisis de lenguas en contacto, tiene la ventaja de no velar, como suele hacerlo la noción de bilingüismo, la realidad de los conflictos lingüísticos y el poder de dominación que ordinariamente una lengua ejerce sobre otra.  

[2] El jopara es un guiso que se realiza cada 1° de octubre para conjurar la llegada de Karai Octubre, la personificación del mes de la escasez en el campo paraguayo. Este guiso mezcla todos los granos, carnes y vegetales que se encuentran a mano en la cocina campesina. Es justamente por su carácter hibrido que terminó designando al pidgin guaraní español, la mezcla de lenguas que prolifera en el país y que algunos lingüistas han definido como una tercera lengua del Paraguay. El lingüista Tadeo Zarratea, sin embargo, diferencia el jopara y el guaraní paraguayo: “es preciso aclarar siempre que el guaraní paraguayo no puede ser asimilado al jopara porque son dos lenguajes distintos. Conviene reiterar siempre (…) la clara distinción establecida por el lingüista Wolf Lustig, de la Universidad de Mainz, Alemania, que dice: “El guaraní paraguayo es una lengua mezclada, mientras el jopara es una mezcla de dos lenguas, que funciona en los límites imprecisos del guaraní y el castellano” (Zarratea 2018, https://mbatovi.blogspot.com/2009/05/nomongeta-paraguai-nee-koi-rehe-dialogo.html ).

[3] Bartomeu Melià en su libro El guaraní conquistado y reducido (1992)  señala tres formas de reducción de la oralidad:  a) la escritura, que al pasar de la variedad fonética a la  fonológica, anula las realizaciones dialectales y desdibuja los contrastes entre el sistema nuevo y el del “reductor”; b) la gramática, que impone la categorización a partir de la propia lengua, tendiéndose a crear una lengua estandarizada, cuyo propósito final es “enseñar” a los indios las “verdades cristianas”; c) el diccionario, que “no es sólo una nomenclatura, sino un sistema de valores, el registro y la semantización que se les asigna ya está dependiendo de los procesos históricos, políticos, sociales, religiosos” […], así “las palabras conceptuadas como ‘neutras’ son registradas sin dificultad, mientras aquéllas fuertemente semantizadas en la vida socio-religiosa llegan a estar ausentes o aparecen con un sentido traslaticio, es decir, traducido y resemantizado en la nueva vida reduccional”. Estas tres reducciones -escritura, gramática y diccionario- sirven de soporte a la reducción literaria propiamente dicha. La lista de escritos en guaraní originados en las Reducciones jesuitas y que vienen a confundirse con toda la producción literaria en guaraní de los siglos XVII y XVIII, es un claro índice de la reducción de estilos y de temas: catecismos, sermones, rituales y libros de piedad. En su mayor parte traducciones. La letra prestada se resuelve en una literatura prestada: literatura cristiana escrita en guaraní, no literatura guaraní. […]Se produce así un vaciamiento de los valores auténticos, una tergiversación con propósitos de la suplantación cultural. La escritura sirve para ‘dar firmeza a las dominaciones’ (Melià 1992: 312-315).

[4] Carlos Federico Abente (Isla ValleAreguá, 1914Buenos Aires, 2018) fue un poeta paraguayo, autor de la letra de la guarania “Ñemity” que musicalizó José Asunción Flores, el más importante músico del Paraguay. Escribió fundamentalmente poesía en lengua guaraní y entre sus libros destacan: Che kirirĩ asapukái haguã (1990), Kirirĩ sapukái (1995) y Sapukái Sunu (2001).

[5] Epifanio Méndez Fleitas (San Pedro del Paraná, 1917- Buenos Aires, 1985) fue un dirigente político del Partido Colorado opositor a la dictadura de Alfredo Stroessner. Además de su faceta política también cultivó la música, la poesía y el ensayo histórico-filosófico. De su labor como ensayista tenemos libros como Diagnosis Paraguaya, Lo histórico y lo antihistórico en el Paraguay, Carta a los liberales… Se lo recuerda como compositor de polcas y guaranias, entre estas: “Che jazmín”, “Che mbo’eharépe”, “Hekovia techaga’u”, “Reseda poty”, “Serenata”, etc.

[6] Para tener una idea del guaraní que hablaba Roa, compartimos este diálogo telefónico entre el autor y Epifanio Méndez a principio de los 80, cuando ambos tenían ya más de 25 años de vivir en el exilio. https://www.youtube.com/watch?v=OovIeIJdQeU

[7] Compartimos la versión interpretada por el gran cantante Oscar Escobar. https://www.youtube.com/watch?v=-x-HsuGRdoQ

[8] Zenón Bogado Rolón (Mauricio José Troche, Guaira, 1954- Canindeyú, 2005) fue un extraordinario poeta en lengua guaraní. Convertido a la fe de los guaraníes selváticos cambió su nombre, primero por Tupa Kuaray y luego de una rara enfermedad que trató con medicina chamánica a Tupa Kuaray Pyau. Entre sus libros destacan la trilogía, Tomimbi (1990), Tovera (1990), Tojajái (1992)así como también su último libro Ayvu Pumbasy (1994). En 2008 el FONDEC editó sus incompletas Obras Completas.

[9] Entre otras tantas noticias que tengo de que Roa leyó a Cadogan en sus primeras publicaciones en revistas, además del testimonio del propio Augusto, aunque no podemos negar que el novelista gustaba fabular e intervenir en los recuerdos, está la noticia que da Víctor Martínez, uno de los 9 brigadistas paraguayos que peleó en la Guerra Civil Española. De él, por generosidad de Mariadela Martínez, su hija, heredé parte de su biblioteca. Entre varios libros preciosos, están las revistas del Instituto Indigenista Interamericano en la que colaboraba siempre Cadogan. Entre las anotaciones de puño y letra de Martínez hay referencias a Roa. Y es que hubo una larga relación entre este dirigente comunista y nuestro escritor, como así también un importante vínculo epistolar.

[10] Ayvu Rapyta / El fundamento de la palabra de León Cadogan fue publicado por Egon Schaden en 1959 en el Boletim 227, Antropología nº 5 de la Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras de la Universidad de São Paulo de Brasil,aunque ya habían sido editados varios capítulos con el mismo título: dos en 1953, con los Capítulos I y II (en junio y diciembre de ese año) y otro en 1954 (diciembre), con el Capítulo III, en la Revista de Antropología de esta misma universidad.

[11] Natalicio González (Villarrica 1897- México 1966) fue un dirigente político, escritor y periodista que llegó a ser presidente de Paraguay entre  1948 y 1949. Debido a su militancia política se dedicó también al periodismo y en varias ocasiones debió partir al exilio. Fue uno de los máximos líderes del Partido Colorado, al cual se afilió en 1908 y conformó su movimiento interno, el «Guión rojo», considerada el ala más derechista del Partido Colorado, influido por el fascismo italiano y el conservadurismo maurrasiano. Intelectual de importancia superlativa en su época, a su gran gestión cultural se le debe la edición de varios textos históricos clásicos como las memorias del Coronel Centurión. Así mismo la edición de la revista “Guarania” que desplegó una importante labor en la insular cultura paraguaya. Entre sus obras ensayísticas se destaca Proceso y formación de la cultura paraguaya (1940).


Bibliografía

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Adentro/afuera de la historia. Sobre las escritoras argentinas y los linajes literarios

Por: Graciela Batticuore

Imagen: Alexander Mann, Portrait of Helen Gow (detalle)

El siguiente texto fue leído en la presentación de Escritoras de entresiglos: un mapa trasatlántico. Autoría y redes literarias en la prensa argentina (1870-1910), de María Vicens, publicado en 2021 por la Universidad Nacional de Quilmes. Batticuore reflexiona sobre los aportes de este libro no solo para la crítica literaria, sino también para los grandes debates político-culturales de la actualidad: el feminismo y los estudios de género.


La escritura, la lectura, la prensa, los públicos, las genealogías, los viajes, las casas, la amistad entre mujeres. Sobre estas y otras cuestiones discurre el libro de María Vicens: Escritoras de entresiglos: un mapa trasatlántico (2021), publicado por la Universidad Nacional de Quilmes. El título sintetiza el argumento en una imagen sugerente que hace pensar también en barcos, en cartografías, en mujeres de distintas partes, en pasados que se suceden, compiten o se acercan, en movimientos y en posibles cambios, que tienen que ver con el andar de un siglo a otro, de un continente a otro recorriendo ciudades. El itinerario va de Madrid o de Lima a Buenos Aires, la ciudad moderna, cosmopolita y progresista por excelencia en esas décadas, con un pasado tan joven como para decidir recién los nombres que forjarán los clásicos literarios ante el mundo. Es en esa misma ciudad donde en los años 70 se editaba la Obra Completa de Esteban Echeverría o se reeditaba el Facundo de Sarmiento o se hacía popular el Martín Fierro en las campañas, aunque fuera ignorado por la elite letrada, al principio, pero encomiado por ella durante el Centenario. En esa misma Buenos Aires, nos cuenta María Vicens, se encontraron diversas camadas de escritoras que entablaron intensos diálogos a través de la prensa y probaron estrategias para ser leídas y reconocidas como autoras. Juntas trazaron redes de intercambios, practicaron “la sororidad” cuando esa palabra no existía aún en el diccionario. Juntas hicieron familia, podría decirse, ya que María habla en su ensayo de “madres literarias”, de “hermanas en las letras”, de “círculos de amistad” que las legitimaron.

Antes de avanzar quiero nombrarlas sumariamente, porque sobre ellas, sus escritos, sus libros y sus actuaciones públicas o privadas se enfoca este estudio crítico de María Vicens. Encabeza la lista Juana Manuela Gorriti, no porque haya sido la primera o la más importante sino, precisamente, porque fue considerada una “madre literaria” que cobijó, alentó y abrió caminos a las que vinieron después. Josefina Pelliza de Sagasta, Lola Larrosa de Ansaldo, Raymunda Torres y Quiroga, en diálogo con las peruanas Clorinda Matto de Turner, Mercedes Cabello, Margarita Práxedes Muñoz, Carolina Freyre de Jaimes, Teresa González de Fanning; también hay un grupo de españolas entre las que figuran Pilar Sinués de Marco, Emilia Serrano de Willson, Concepción Gimeno de Flaquer, Emilia Pardo Bazán; y más argentinas, modernas y profesionalizadas, como Ada Elflein, Carlota Garrido de Peña, Emma de la Barra (precursoras inmediatas de Alfonsina Storni, Herminia Brumana, Salvadora Medina Onrubia o Delfina Bunge, interlocutoras, a su vez, de una Gabriela Mistral o de Juana de Ibarbourou). Todas ellas conforman lo que muchas veces, en la complicidad de los diálogos con la autora, llamamos “el pelotón de las escritoras de entresiglos”. 

Ahora bien, ¿qué significó para todas estas mujeres escribir, abrirse un camino en la vida literaria? ¿Cómo conjugaron la maternidad, el amor y la familia con el deseo de hacerse leer, de opinar en público, de tener una voz, un tono, un estilo literario, una obra susceptible de ser publicada? ¿De qué estrategias o poses se valieron ellas para romper el cerco de las proscripciones, los prejuicios y mandatos de época que imponían un deber ser femenino? Muchas de las obras que analiza María Vicens en este estudio son desconocidas, incluso para la crítica contemporánea especializada en siglo XIX, por eso quiero señalar que el suyo es, entre otras cosas, un trabajo arqueológico que desentierra o desempolva los escritos olvidados de varias escritoras casi ignotas hasta hoy, que interactuaron intensamente con las más conocidas pero también con los autores de los grandes clásicos nacionales y con los críticos de su tiempo (desde Quesada o Groussac, hasta Rojas o Cané). Pero esto no impidió que ellas fueran reiteradamente excluidas del canon literario, sin que este hecho estuviera necesariamente mediado por una valoración estética o literaria de las obras, sino por una mera perspectiva de época que trazaba una línea divisoria tajante entre los sexos, dejando a las mujeres escritoras casi afuera de la Historia. O bien en un lugar subsidiario, decorativo y “apartado” del resto. Vicens plantea y aborda de lleno esta cuestión sobre el final del libro, haciendo referencia a una conocida decisión de Rojas en su Historia de la literatura argentina, publicada entre 1917-22, donde recorta un pequeño staff de escritoras que agrupa en un un único capítulo destinado a ellas, en el marco de una obra en cuatro tomos en la primera edición. Pero, además, Rojas no fue el único en adoptar esta postura, advierte Vicens, y señala que Manuel Gálvez usó el mismo criterio cuando decidió escribir sus memorias, a pesar de estar casado con una escritora exitosa como Delfina Bunge.

Vicens cita al autor en un capítulo de los Recuerdos de la vida literaria, titulado, precisamente, “Escritoras”, donde dice lo siguiente: “Yo las aparto en este capítulo por comodidad. Y porque, como trato de las generaciones a medida que van pasando, incluir a las mujeres en esos grupos sería como “sacarles la edad” y no quiero incurrir en la descortesía para con ellas, sin contar con su enojo”. María Vicens cita más extensamente este fragmento y comenta: “La alusión a la coquetería femenina remite los comentarios sobre sus colegas mujeres al mundo del flirt y la frivolidad, excluyéndolas de los debates del campo intelectual y de cualquier posibilidad de un análisis de igual a igual”. Estoy de acuerdo: apartar, agrupar, confinar, excluir, minorizar, son esas las operaciones de la crítica en el siglo XIX y el XX, cuando de las mujeres escritoras se trata.

Pero qué aportan estos ejemplos a las reflexiones actuales sobre el rumbo de la crítica o de la vida cultural, podemos preguntarnos. ¿Y para qué sirven los libros de crítica literaria? E, incluso, yendo un poco más lejos, ¿cómo se junta la crítica o la literatura misma con la vida? Esta clase de interrogantes me interesan y estoy segura de que a la autora del libro también, porque abren pensamientos que dan sentido real o espesor al mettier que llena gran parte de nuestros días, a tan solo dos décadas de haberse iniciado el siglo XXI, es decir a cien años de la emergencia de esas escritoras que estudió María Vicens. En otras palabras: ¿cómo es la vida promedio de las autoras de hoy, de las novelistas o de las críticas literarias o de las poetas que desean no solo escribir, sino publicar o ser reconocidas o llegar a tener alguna cuota de éxito en su carrera profesional? Y aclaro que uso adrede este término –éxito–, que también utiliza Vicens en su ensayo, para explicar cómo, entrado el siglo XX, las mujeres empezaron a reclamar no solo el derecho a escribir y a emanciparse, sino a profesionalizarse. O sea que pensaban concretamente en obtener un público y en ganar prestigio y reconocimiento. Para ese momento, dice María, “ser autora implica ser original, saber manejarse en el mercado editorial y, ante todo, tener éxito, más allá de los géneros y los públicos interpelados”. Es más, “para profesionalizarse, hay que tener varios (éxitos)”, subraya Vicens analizando el caso de la escritora Garrido de la Peña, autora de Corazón argentino, publicado en 1932.

Entonces yo vuelvo a mi pregunta: la vida de las escritoras actuales, ¿cómo es?, ¿están/estamos realmente tan lejos o tan ajenas de aquellas prerrogativas, angustias o anhelos de las mujeres de otros tiempos? ¿Será cierto que las mujeres modernas o modernísimas o posmodernas, por así llamarnos, vivimos emancipadas, superadas o exentas de esa clase de coerciones y padecimientos que desvelaron a las escritoras de entresiglos? En un rápido vuelo de imaginación veo pasar, como en una pantalla de cine, a las trabajadoras de hoy, algunas entregadas por completo a la profesión o a la militancia, pero otras escriben todavía junto a la cuna del hijo o de la hija. Veo también a las que preparan la vianda o miran las tareas del cole mientras contestan los mails o ponen a punto la última bibliografía. A las que escriben sobre el aborto o sobre el cuerpo, en el puerperio o en la crianza de los hijos o en la vejez de la madre. Veo pasar a las mujeres que escriben. Pienso que la maternidad no ha dejado de ser uno de los temas cruciales que afectan la vida de las literatas, tengan o no tengan hijos, sea esto por decisión propia o por derivas que impone la vida. Así que me concedo una mirada personal a la panorámica de la memoria y traigo una anécdota de un día o de un rato cualquiera, en diálogo con la autora de este libro.

Llamo por teléfono a María Vicens para intercambiar ideas sobre la Historia feminista de la literatura argentina que estamos coordinando juntas, en estos últimos años arduos que abrió la pandemia. Me entero de que Julita está con fiebre y María no durmió, pero trabaja en el rato de sueño matutino de la nena, a las seis y media o siete, por más cansada que esté. Yo no tuve mejor suerte anoche, aunque mi hijo es un adolescente que sale de casa a la mañana para ir a la escuela o se encierra en su dormitorio para las clases en Zoom, pero ayer tampoco dormimos porque él estuvo descompuesto. Hablo con María por teléfono a las siete de la mañana, nos lamentamos un poco juntas y pienso que somos como dos grandes actrices comprometidas con un público invisible. El show debe seguir y el trabajo continuar. Hay que salir a escena para trabajar, pero en casa, donde la vida doméstica se junta inevitablemente con los papeles y los libros. Leyendo el que hoy presentamos no puedo dejar de pensar en estas cosas, de preguntarme en voz alta qué significan, todavía, el hogar, lafamilia, el famoso cuarto propio, en el 2022. ¿Cómo escriben las mujeres que escriben, un siglo después de los tiempos que analiza María Vicens en este libro? Quizá deba aclarar que en la UBA o en el Conicet no hay oficinas particulares para docentes o investigadores; si el departamento familiar es reducido, tampoco hay cuarto propio en el domicilio, con suerte hay computadoras y un montón de ruidos en la casa o en la calle de una ciudad empobrecida por las malas políticas y la virulencia del capitalismo mundial. Pienso que no estamos finalmente tan alejadas de la suerte de las célebres hermanas Brönte en su sala de Yorkshire. Ni tan exentas de la gracia o las pequeñas desgracias cotidianas que aquejaron por ejemplo a Manuela Villarán de Plasencia, redactora de prensa y poetiza, en su desesperado anhelo de escribir y tener familia. Dejemos que ella lo diga a su manera, ya que la suya es una de las voces que María reivindica en este libro:

Venga la pluma, el tintero,
Y de papel un pedazo:
Es preciso que comience
A escribir hoy un mosaico,
Pero tocan. ¿Quién será?
Suelto el borrador y salgo
Es un necio que pregunta
Si aquí vive don Fulano.
Vuelvo a mi asiento y escribo
Tres renglones. Oigo el llanto
De mi última pequeñita
Que reclama mis cuidados
Acudo a tranquilizarla
Ay con la pluma en la mano; […]
Vuelvo a mi empezado escrito,
Voy medio el hilo tomando…
Me sorprende una visita,
A saludarla me paro,
Los papeles se me vuelan
Y se cae el diccionario.
Por supuesto que me olvido
De lo que estaba buscando […]
Cumplo, pues, con mis deberes
Más allá de lo mandado.
Mi conciencia está tranquila
A pesar de mis trabajos;
Pero esta vida, lectora,
Que ves a vuelo de pájaro
Es lo que yo considero
Un verdadero mosaico
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No quise eludir la parte acaso más humana o más vivida, incluso personal y emocional, de este libro de María Vicens, porque entiendo que son este tipo de cosas las que animan los trazos de una buena investigación y definen el calor o la pasión de los libros. Lo personal es político, dice un viejo lema feminista. Pero lo personal se intercepta con lo colectivo, agregaría yo. Y el pasado con el presente, también, en un movimiento de ida y vuelta constante. Esta es nuestra ganancia y finalmente a esto quería llegar. Para decir que este libro que habla de un conjunto de mujeres que publicaron en la Argentina entre 1870 y 1910, poco más o menos, son fundamentales para seguir pensando en (y con) uno de los grandes debates político-culturales de la actualidad: el feminismo y los estudios de género, precisamente, que revolucionaron en los últimos tiempos la manera de concebir la vida de las mujeres y las disidencias en sociedad. Esta fuerza ha sido tan poderosa que tomó las calles, las pantallas, las conversaciones y los libros. También es una fuerza que modifica leyes, genera polémicas, interviene en la guerra y en la paz, pero no es un hecho completamente nuevo, aislado, que irrumpe recién ahora en la cultura o la política, sino una marea que viene haciendo su trabajo sigiloso a lo largo de las décadas y en el pasaje de los siglos. Sabemos o imaginamos que las escritoras de hoy en día son parte de una historia que parece haber comenzado con voces resonantes como las de Alfonsina Storni o las Ocampo, mujeres que supieron hacerse un lugar y conseguir un reconocimiento. Ellas suelen ser vistas como “las primeras”, pero el libro de María Vicens recuerda que no fueron las únicas, sino que hay otras precursoras que habían hecho lo suyo con tácticas (o tretas) menos confrontativas, que las nuevas generaciones de escritoras desecharon (las famosas “tretas del débil”, expresión que apunta a la genealogía de la crítica). Dice María Vicens sobre el final del libro: “Lejos de identificarse con sus precursoras y alimentar esa repercusión del pasado, las escritoras argentinas modernas establecen un hiato con sus antecesoras, a la vez lejanas e inmediatas, y miran a su alrededor y al futuro para afirmarse en la escena literaria de su tiempo […]. La escritora moderna abre otra etapa en la historia literaria de las mujeres argentinas, pautada por nuevos tópicos, prácticas, marchas y contramarchas”. El libro de María explica este desarrollo. También repone vacíos, desarticula otras tácticas de olvido de la crítica, recupera y visibiliza una tradición, y en ese movimiento hace un aporte fundamental a los estudios críticos venideros. Creo que depara, además, muchos otros libros y estudios prósperos: más antologías que recuperan la obra de escritoras, nuevos trabajos de investigación, biografías y narrativas varias sobre personajes femeninos del pasado. También abona el camino para fundar una historia crítico cultural y literaria más inclusiva, que integre el feminismo actual con el pasado y sea capaz de movilizar el canon: un ejercicio que es siempre saludable, vivificante y promisorio para la literatura por venir.

Nuevas voces sobre la guerra. Malvinas en el cine de los años recientes

Por: Luciana Caresani

Imagen: Nosotras también estuvimos (Federico Strifezzo, 2021)

En consonancia con los 40 años de la guerra de Malvinas, en este ciclo de encuentros con cineastas y panelistas invitados buscamos indagar en los nuevos aportes y miradas que nos ofrece el cine de los años recientes sobre el tema. Se trata de un corpus fílmico producido por una nueva generación de jóvenes cineastas cuyas infancias y adolescencias se vieron en su mayoría atravesadas por la guerra. Cada semana del mes de abril estará dedicada a una película distinta.


Desde que tuvo lugar la guerra de Malvinas en el año 1982 entre la República Argentina y el Reino Unido, esta ha sido objeto de especial interés para el cine argentino de la posguerra hasta la actualidad. Si bien la mayor parte de los films sobre Malvinas suelen ser abordados desde la mirada del ex combatiente, en los últimos años han surgido películas que presentan nuevos relatos y voces sobre los hechos. Las historias de las mujeres y el conflicto armado, los familiares de ex combatientes, los habitantes de las islas, soldados que pelearon en el bando enemigo y que hoy reconstruyen sus memorias del ’82 junto a ex combatientes argentinos son algunos ejemplos que nos permiten abordar un relato más colectivo sobre la guerra.

En el primer encuentro presencial de este ciclo proyectaremos el film Buenas noches Malvinas (2020) y contaremos con la presencia de sus directores, Ana Fraile y Lucas Scavino. Este trabajo reconstruye los recuerdos de Dalmiro Bustos y Elena Noseda cuando su hijo mayor Fabián fue enviado a combatir a las Islas, junto a cientos de soldados conscriptos. A casi cuarenta años de los hechos, Dalmiro, Elena y sus dos hijos menores, Javier y María Elena, cuentan lo que no pudieron decir entonces, en un intento de ir tras las huellas de Fabián y poner en palabras las angustias y los dolores que aún permanecen. A su vez, el film reconstruye fragmentos del libro Crónicas de un soldado del año 2005 (escrito por el propio Fabián Bustos) y que en el film son narrados a través de la voz en off de Rafael Spregelburd junto con imágenes actuales del paisaje de las Islas Malvinas.

Buenas noches Malvinas (Ana Fraile y Lucas Scavino, 2020)

En el segundo encuentro del ciclo (en modalidad virtual como los encuentros siguientes) conversaremos con Federico Strifezzo sobre su documental Nosotras también estuvimos (2021). A su vez, contaremos con la presencia de Paola Ehrmantraut[1] de la Universidad de St. Thomas (Minnesota) y autora del libro Masculinidades en Guerra. Malvinas en la literatura y el cine (2013, Comunicarte). La película de Strifezzo se centra en la historia de Stella Morales, Ana Masitto y Alicia Mabel Reynoso. Ellas son tres de la catorce enfermeras Veteranas de Guerra de Malvinas pertenecientes a la Fuerza Aérea Argentina. Durante la guerra y siendo muy jóvenes, estas mujeres participaron en el conflicto bélico asistiendo a soldados heridos que provenían de las islas en un hospital móvil ubicado en Comodoro Rivadavia. Junto con personal médico, formaron parte de los vuelos al archipiélago para traer y asistir a los soldados heridos. Una vez finalizado el conflicto, buscaron a prisioneros de guerra para regresarlos al continente. Después de 37 años de silencio, estas mujeres vuelven a los mismos lugares en donde estuvieron durante los acontecimientos de 1982 para contar sus historias y recrear sus experiencias vividas.

En el tercer encuentro contaremos con la presencia de Edgardo Dieleke, Daniel Casabé y Julieta Vitullo, directores y guionistas del film La forma exacta de las islas. Además, contaremos con la presencia de Mariano Veliz (UBA) como comentarista invitado. La forma exacta de las islas, dirigida por Daniel Casabé & Edgardo Dieleke (2012), explora las Malvinas a partir de dos viajes. En el primero, en 2006, la joven investigadora argentina Julieta Vitullo viaja a las islas para terminar su tesis doctoral sobre la literatura y el cine producidos en torno a la guerra de 1982. El resultado de ese trabajo será el libro Islas Imaginadas. La Guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos (2012). En ese primer viaje Julieta conoce a Carlos Enriori y Dacio Agretti, dos ex combatientes argentinos que vuelven a las islas después de 25 años y, cautivada por sus experiencias, cambia los planes de su viaje y los filma durante una semana. En su segundo viaje, en 2010, Julieta regresa a Malvinas para darle sentido a un lugar que se ha vuelto demasiado personal. El documental recupera fragmentos de dos obras claves de la literatura sobre Malvinas: Los pichiciegos (1983) de Rodolfo Fogwill y Las islas (1998) de Carlos Gamerro. Aparecen también los diarios de viaje de Charles Darwin, los diarios de Julieta y fragmentos del libro Islas imaginadas. Y el punto más interesante del film es que, además de contar con una protagonista femenina, recoge testimonios de isleños y de otros personajes cuyas historias se relacionan por la experiencia común del duelo y el espacio de las islas.

Teatro de guerra (Lola Arias, ©Gema Films, 2018)

Finalmente, en el último encuentro del ciclo contaremos con la presencia de Lola Arias para conversar sobre su película Teatro de guerra (2018)[2] junto a Erika Teichert (Universidad de Liverpool[3]) y Cecilia Sosa (Universidad de Nottingham[4]). Los protagonistas del film son un grupo de soldados sin formación profesional como actores que pelearon en Malvinas tanto del bando argentino (Rubén Otero, Gabriel Sagastume y Marcelo Vallejo) como del lado inglés (los ingleses Lou Armour y David Jackson junto con el gurka nepalés Sukrim Rai). El objetivo principal: reunir en un proyecto artístico, más de treinta años déspués, a quienes pelearon en bandos contrarios para que reconstruyan juntos sus memorias de la guerra de 1982. El film, que destaca por una calidad estética novedosa entre el género documental y la ficción, no reivindica la guerra en un tono triunfalista. Tampoco reconstruye una épica en torno a la figura del soldado ni ingresa en la dicotomía de los veteranos como héroes o perdedores, víctimas o victimarios. Carece de un tono solemne, se permite momentos de humor y de sátira política. Y si bien el conflicto latente por el tema de la soberanía es mencionado, marcando las diferentes posturas entre los protagonistas, la obra no se compromete con estos antagonismos. La obra de Lola Arias expone las fragilidades en los relatos de los ex combatientes, la falta de entrenamiento militar, el hambre y el frío al que estuvieron expuestos los veteranos argentinos, los traumas de guerra que vivieron todos los veteranos a ambos lados del conflicto y las dificultades que tuvieron para lidiar con ello a lo largo de los años.

Coordinación general: Luciana Caresani

Organiza: Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM)

El primer encuentro del ciclo se realizará en forma presencial en sede Volta (Av. Pres. Roque Sáenz Peña 832), y el resto en modalidad virtual con transmisión en vivo por el canal de Youtube de la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM).

https://www.youtube.com/channel/UCoIoxh0rLnJLNkqn1WKFRbQ


CRONOGRAMA  

JUEVES 7 DE ABRIL – 18 hs. (Presencial)

“Buenas noches Malvinas” (2020)

Proyección del film y conversatorio con los directores

Con Ana Fraile y Lucas Scavino (directores)

Comenta: Luciana Caresani (CONICET – UNSAM)

MARTES 12 DE ABRIL – 18 hs. (Virtual)

“Nosotras también estuvimos” (2021)

Conversatorio con el director

Con Federico Strifezzo (director)

Comenta: Paola Ehrmantraut (University of St. Thomas. Autora del libro Masculinidades en Guerra. Malvinas en la literatura y el cine)

JUEVES 21 DE ABRIL – 18 hs. (Virtual)

“La forma exacta de las islas” (2012)

Conversatorio con los directores

Con Edgardo Dieleke, Daniel Casabé (directores) y Julieta Vitullo (co-guionista. Autora del libro Islas Imaginadas. La Guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos)

Comenta: Mariano Véliz (UBA)

JUEVES 28 DE ABRIL – 16 hs. (Virtual)

“Teatro de guerra” (2018)

Conversatorio con la directora

Con Lola Arias (directora)

Comentan: Erika Teichert (University of Liverpool) y Cecilia Sosa (Universidad de Nottingham).


[1] Paola Ehrmantraut es directora del Programa de Estudios de la Mujer, Género y Sexualidad en la Universidad de St. Thomas (Minnesota) y miembro ejecutivo de la American Men’s Studies Association. Entre otros de sus trabajos, caben destacarse: “Heroísmo y masculinidad democrática en la Nueva Narrativa Argentina”, en Heroicidades latinoamericanas: el lugar de las utopías del siglo XIX a nuestros días. Eds. Dr. Sarah Moody, Mónica González García, and Astrid Santana Fernández de Castro. Forthcoming; “Impresiones de un natural nacionalista” o cómo desactivar la causa Malvinas (nada más, ni nada menos)”, en Todos los mundos posibles: una geografía de Daniel Guebel. Brigitte Adriaensen and Gonzalo Maier Eds. Rosario, Argentina: Beatriz Viterbo Editora, 2015. 193-206; “Tengo mis cicatrices, aunque de otras guerras: la guerra de Malvinas desde una perspectiva femenina”, en Confluencia 31.1 (Fall 2015): 56-66.

[2] Este primer trabajo de la artista como cineasta forma parte de un proyecto de cinco años en donde Arias trabajó exclusivamente con ex combatientes de Malvinas: la video instalación Veteranos (2014),  la pieza teatral Campo minado (2016), el libro bilingüe Minefield/Campo minado (2017) -editado por la editorial londinense Oberon Books- y finalmente Teatro de guerra, estrenada en 2018.

[3] Erika Teichert es autora, entre otros trabajos, del artículo: “Lola Arias’ Campo minado/ Minefield (2016): Exploring Dramatherapy in Documentary Theatre”, en Bulletin of Hispanic Studies, Liverpool University Press, Volume 97 (2020), Issue 10: 1031-1046.

[4] Cecilia Sosa ha abordado la obra de Lola Arias y Malvinas en numerosos escritos, entre los que se destacan: “Campo minado/Minefield: War, affect and vulnerability – a spectacle of intimate power”, en Theatre Research International, vol. 42 (2017), no. 2: 179-189; “Lola Arias: Expanding the real”, en No More Drama, Dublin: Project Press (2011): 45-57.

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La violación colectiva como doctrina: cruces entre ficción y realidad en dos cuentos de Silvina Ocampo y Clarice Lispector

Por: Andrea Zambrano

Imagen: Rocío Montoya

Con motivo de este #8M, Andrea Zambrano reflexiona sobre el papel de la ficción para visibilizar situaciones de violencia a la que están sometidas las mujeres y diversidades. Para eso, aborda los cuentos “Las vestiduras peligrosas” (1970) de Silvina Ocampo y “La jeringoza” (1974) de Clarice Lispector. Zambrano propone, al respecto, que, al tematizar sobre la violencia sistemática e institucionalizada contra las mujeres, esas escritoras abren con sus ficciones un lugar de enunciación posible para los sujetos invisibilizados por la ley.


“Joven violada y asesinada en un tren por dos hombres”. “Una patota de jóvenes violó a una muchacha a las tres de la mañana en una calle oscura”. “Seis hombres violaron a una joven en un barrio turístico a plena luz del día”.

El mismo desenlace. La misma víctima. Los mismos victimarios. La similitud entre los tres titulares descritos con anterioridad radica en el mismo modus operandi ejercido por un mandato de masculinidad sistemático e impune que desde siempre ha pretendido relegar a la mujer al lugar de la subordinación. ¿La diferencia? Los dos primeros fueron extraídos de textos de ficción y aún así, lamentablemente, conviven fácilmente con el tercer titular que hace referencia a la violación grupal ocurrida en el barrio de Palermo, Argentina, un par de días atrás. 

El primer titular pertenece al cuento “La jeringoza” (1974) de la escritora brasileña Clarice Lispector. Su protagonista, Cidinha, lo lee temblorosa en la tapa negra de un períodico que compró en alguna esquina de Copacabana a donde había llegado después de viajar en tren desde Minas Gerais. Su consternación se debía a que la joven del titular, con quien se había topado en una estación días antes, pudo haber sido ella misma. En su viaje en tren sucedido un par de días atrás, la actitud de dos hombres que se le habían sentado justo al frente la hicieron sentir alterada e intranquila: “Dios mío, ¿qué es lo que quieren de mí?», se preguntó. «No tenía respuesta. Y para colmo era virgen.”. Si bien fingió no entender la conversación sostenida por los hombres, Cidinha pudo confirmar que la intención de ambos era violarla y matarla en caso de resistirse. Inmediatamente comenzó actuar de forma sensual, levantándose la falda y abriéndose el escote: “si yo finjo que soy una prostituta, ellos desistirán, no les gustan las vagabundas.”. Los hombres se espantaron. Aquella maniobra logró salvar a Cidinha. Por el contrario, aquellas que siguen pareciendo vulnerables no corren con la misma suerte. 

El segundo titular pertenece al cuento “Las vestiduras peligrosas” (1970) de la escritora argentina Silvina Ocampo. Piluca, la voz narradora, lo leyó en el diario aquella mañana cruel en la que se enteró del trágico destino que alcanzó a Artemia, la mujer para quien trabajaba como modista y por quien llora como una magdalena cada vez que la recuerda. Artemia dibujaba vestidos extravagantes con escotes provocativos y le pedía a Piluca que se los cociera para usarlos al salir por las noches. Pero cada mañana siguiente al uso de estos excéntricos atuendos, Artemia amanecía demacrada y deprimida al enterarse que otras muchachas de otros lugares del mundo habían sido violadas por usar una copia exacta de sus vestidos. Piluca no podía entender por qué la causa de las lágrimas de Artemia fuera algo tan banal como la rabia de sentirse copiada, como si la tragedia que persiguió a esas muchachas fuera algo de envidiar. Una noche, Piluca le aconsejó salir vestida con pantalón y camisa de hombre: “una vestimenta sobria que nadie podía copiarle (…) En mala hora me escuchó.”. Esa madrugada una patota de hombres no solo violó a Artemia, sino que además la acuchillaron por tramposa.

El tercer titular pertenece al plano de lo real. Lo leímos temblorosas, llorando como magdalenas lágrimas de dolor, de bronca, de hartazgo, de miedo. El pasado 28 de febrero seis hombres violaron a una joven de 20 años dentro de un auto en un barrio turístico de la capital a plena luz del día. La rescataron lxs vecinxs de la zona, quienes notaron que en el interior del auto había una chica fuera de sí, tirando manotazos como podía en señal de defensa. No sabemos su nombre, pero bien podría ser el mío, el tuyo, el de ella. Son incontables los titulares como estos que lamentablemente seguimos leyendo y que no son más que un síntoma de la opresión institucionalizada ejercida hacia las mujeres, acompañada de la impunidad judicial existente en las denuncias de abuso. 

Varones que moralizan: intolerancia al deseo femenino  

La violación colectiva como patrón que se repite en los tres titulares, se presentan, en palabras de la antropóloga y académica Rita Segato, como un acto de poder que moraliza y castiga. Un acto de poder ejercido por grupos de varones (ni desviados, ni enfermos, ni manadas de animales) que se disfraza de deseo sexual pero que en realidad es el deseo de colonización, adoctrinamiento y disponibilización del cuerpo de la mujer. Segato trae el término de corporación masculina para explicar el accionar de estos varones que operan en complicidad organizacional para seguir sellando de manera contínua ese pacto de obediencia servil mutua con el que históricamente se construyeron las relaciones masculinas.

Lo primero que le preocupa a Cidinha cuando le invade el terror en el tren hacia Río, es el temor de perder ese símbolo valioso para la sociedad como lo es su virginidad, o bien, en términos de Segato, el miedo a ser moralizada mediante la colonización de su cuerpo/territorio. El destino de Artemia, por su parte, no solo fue vivir la vejación de su cuerpo mediante la violación, sino además ser adoctrinada con la injuria a su propia existencia al intentar desempeñar un rol distinto al que le correspondía.

¿Qué es entonces lo que desea Artemia? ¿Por qué Cidinha logra salir ilesa? La paradoja planteada en ambas historias radica en que ni las vestiduras sugerentes de Artemia ni las actuaciones sensuales de Cidinha provocan el deseo masculino. Es justamente lo contrario: lo inhiben. El deseo masculino de dominación no soporta a las mujeres que desean y, a pesar que hoy el placer sexual es más accesible que en ningún otro momento histórico, dan nauseas con tal de ganar una pulseada en donde el otro cuerpo no importa o importa solo para dominarlo

En diálogo con la teoría del género performático de la filósofa feminista, Judith Butler, en la que afirma que el género se produce como una repetición de convenciones sociales impuestas por la heterosexualidad hegemónica, cada performance de Artemia y Cidinha las muestra como sujetos deseantes en el ámbito público, lo que pone en evidencia el mecanismo seductor de captar el deseo del otro como espejo o reconocimiento del suyo propio. 

Ficciones que visibilizan

Pensar los nudos que se tejen entre ficción y realidad conduce al diálogo con Jacques Rancière y su afirmación sobre la posibilidad política que tiene el arte de reconfigurar la percepción social de la realidad (que no es más que esa unicidad, ese fragmento de lo real que nos es dado como lo común), así como la capacidad política de crear sujetos colectivos mediante prácticas de visibilidad. Podemos, bajo esta lógica, entender a los personajes de ambos cuentos como representaciones de sujetos situados fuera del espacio de lo común, que son tomados como objetos en las ficciones construidas por Ocampo y Lispector en tanto y en cuanto pertenecen al plano de lo real. 

Así, el uso de la ficción artística creadora de mujeres víctimas como Cidinha y Artemia le permite a la literatura hacerse de la función política de visibilizar sujetos colectivos dominados, y a la vez socavar ese falso consenso de lo reallo común– en donde las violaciones ocurridas en trenes, calles o autos, en la noche oscura o a plena luz del día, se mantienen consciente y sistemáticamente al margen de la agenda de discusión política. Al tematizar sobre la violencia sistemática e institucionalizada contra las mujeres, Silvina y Clarice abren con sus ficciones un lugar de enunciación posible para los sujetos invisibilizados por la ley.

Más que nunca e igual que siempre: movilización urgente

Con motivo del 8M, y profundamente movilizadxs por el reciente caso de violación grupal en Palermo, que no hizo sino confirmar la impunidad sistemática que constantemente nos violenta a las mujeres y disidencias, publicamos a continuación los dos cuentos de Ocampo y Lispector analizados en este texto. 

Nada tuvo que ver la actitud de Cidinha, ni los vestidos de Artemia, ni lo que dijo o hizo la chica de 20 años abusada en Palermo. No es lo que hicieron o dejaron de hacer ellas, sino lo que le hicieron a ellas. Este 8M la cita es de vuelta en las calles para seguir gritando BASTA de las patotas de violadores, de los femicidas, de la justicia impune, del silencio cómplice. Las consignas construidas desde 2015 por una marea colectiva harta de vivir con miedo, siguen hoy más vigentes que nunca:

#YoTeCreoHermana #VivasNosQueremos #NiUnaMenos


«La jeringoza», Clarice Lispector

Traducción: Gonzalo Aguilar

Maria Aparecida –Cidinha, como la llamaban en casa– era profesora de inglés. Ni rica ni pobre: sobrevivía, pero se vestía con esmero. Parecía rica. Hasta sus valijas eran de buena calidad.
Vivía en Minas Gerais e iba a ir a Río en tren a pasar tres días para enseguida tomar el avión a Nueva York.
Era muy requerida como profesora. Le gustaba la perfección y era afectuosa, aunque severa. Se quería perfeccionar en los Estados Unidos.
Tomó el tren de las siete para Río. Qué frío hacía. Y ella con un saco de gamuza y tres maletas. El vagón estaba vacío, había sólo una viejita durmiendo en un rincón bajo su chal.
En la próxima estación subieron dos hombres que se sentaron en el asiento que estaba en frente al asiento de Cidinha. Tren en marcha. Uno de ellos era alto, delgado, de bigotito y mirada fría; el otro era bajo, barrigón y pelado. Ellos miraron a Cidinha. Esta desvió la mirada y miró por la ventana del tren.
Había malestar en el vagón. Como se hiciese demasiado calor. La joven inquieta. Los hombres en alerta. Mi Dios, pensó la joven, ¿qué es lo que quieren de mí? No tenía respuesta. Y para colmo era virgen. ¿Pero por qué, por qué había pensado en su propia virginidad?
Entonces los dos hombres comenzaron a hablar uno con otro. Al principio Cidinha no entendió nada. Parecía una broma. Hablaban demasiado deprisa. Y el lenguaje le pareció vagamente familiar. ¿Qué lengua era esa?
De repente se dio cuenta: ellos hablaban a la perfección la jerigonza. Así:
¿Tepe fipijaspastepe enpe lapa chipicapa boponipitapa?
Yapa vipi tupudopo. Espe linpindapa. Popodepemospos topomarparlapa.
Querían decir: ¿te fijaste en esa chica bonita? Ya vi todo. Es linda. Podemos tomarla.
Cidinha fingió no entender: entender sería peligroso para ella. Esa lengua era la que ella usaba cuando era niña para defenderse de los adultos. Los dos continuaron:
Quieperopo apagaparrarpar apa lapa chipicapa. ¿Ypi vospos?
Tampambiénpén. Vapa apa serper enpe elpe tupunelpel.
Querían decir que iban a agarrarla en el túnel… ¿Qué hacer? Cidinha no lo sabía y temblaba de miedo. Ella apenas se conocía. Además, nunca se había conocido por dentro. En cuanto a conocer a los otros, ahí era entonces que empeoraba. ¡Te pido ayuda, Virgen María! ¡ayuda! ¡ayuda!
Sipi sepe repesispistepe, popodepemospos mapatarparlapa.
Si se resiste podían matarla. Era así entonces.
Conpon unpun pupuñalpal. Ypi ropobarparlepe.
Matarla con un puñal. Y podían robarle.
¿Cómo decirles que no era rica, que era frágil y que cualquier gesto la mataría? Sacó un cigarrillo de la cartera para fumar y calmarse. No sirvió. ¿Cuándo era el próximo túnel? Tenía que pensar deprisa, deprisa, deprisa.
Entonces pensó: si finjo que soy prostituta, ellos van a desistir, no les gustan las viciosas.
Entonces se levantó la pollera, hizo gestos sensuales –ni sabía que sabía hacerlos, tan desconocida era para sí misma–, se abrió los botones del escote y dejó sus senos medio a la vista. Los hombres de repente se espantaron.
– Espetápá lopocapa.
Está loca, querían decir. Y ella contoneándose que ni sambista de morro. Sacó de la cartera el lápiz labial y se pintó exageradamente. Comenzó a canturrear.
Entonces los hombres comenzaron a reírse de ella. Le encontraban gracia a la locura de Cidinha. Está desesperada. ¿Y el túnel?
Apareció el guardia del tren. Vio todo. No dijo nada, pero fue al maquinista y le contó. Este dijo:
– Vamos a solucionarlo: la voy a entregar a la policía en la primera estación.
Y la próxima estación llegó.
El maquinista descendió, habló con un soldado llamado José Lindalvo. José Lindalvo no era de bromear. Subió al vagón, vio a Cidinha, la agarró con brutalidad por el brazo, tomó como pudo las tres maletas y descendieron.
Los dos hombres estaban a las carcajadas.
En la pequeña estación pintada de azul y rosa estaba una joven con una maleta. La miró a Cidinha con desprecio. Subió al tren y éste partió.
Cidinha no sabía cómo explicarle al policía. La jerigonza no tenía explicación. Fue llevada al calabozo y allá fichada. La llamaron con los peores nombres. Y pasó en la celda tres días. Le dejaban fumar. Fumaba como una loca, tragando, pisando el cigarrillo en el piso de cemento. Había una cucaracha gorda arrastrándose por el piso.
Al final la dejaron partir. Tomó el primer tren hacia Rio. Se había lavado la cara, ya no era más una prostituta. Lo que la preocupaba era lo siguiente: cuando esos dos habían hablado de violarla, había tenido ganas de ser violada. Era una descarada. Soypoy upunapa puputapa. Era lo que había descubierto. Cabizbaja.
Llegó a Río exhausta. Fue a un hotel barato. Se dio cuenta enseguida de que había perdido el avión. En el aeropuerto compró el pasaje.
Y andaba por las calles de Copacabana, desgraciada ella, desgraciada Copacabana.
Fue entonces en la esquina de la calle Figueiredo Magalhães que vio el kiosco de revistas. Y colgado allí el periódico O Dia. No sabría decir por qué lo compró.
En titulares negros estaba escrito: “Joven violada y asesinada en el tren”.
Tembló toda. Había sucedido, entonces. Y con la joven que la había despreciado.
Se puso a llorar en la calle. Arrojó el maldito diario. No quería saber los detalles. Pensó:
Apasípí espes. Elpe despestipinopo espes impimplaplacapableple.
El destino es implacable.

«Las vestiduras peligrosas», Silvina Ocampo.

Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en persona cuando charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan, como decía mi tía Lucy. Lo peor es que por más que trate, no puedo describirla sin quitarle algo de su gracia. Me decía:
—Piluca, haceme un vestido peligroso.
Era ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso, hacía cada dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin contar cualquier perfil del lado derecho que es tan difícil; paisaje con fogatas que daba miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía mejor era dibujar vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque la niña vivía para estar bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella en vestirse y perfumarse; en seguida me decía chau y ni un lebrel la alcanzaba. Cuántas personas menos buenas que ella hay en el mundo que están todo el día en la iglesia rezando.

Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le dije, de modo que estaba en ascuas cada vez que tenía que hacerle un vestido. Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente asqueroso al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón era largo de tiro y había que prender con alfileres, sobre el cliente, el género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña de veinte años manipular el género del pantalón en la entrepierna para poner los alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al espejo miraba su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la primera vez me dijo:
—Tome un poco más, vamos —con aire puerco.
Le obedecí y volvió a decirme con el mismo tono, riéndose:
—Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?
Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los alfileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara. La patrona no me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una mal pensada y que la protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado.

Soy una mujer seria y siempre lo fui. La señorita Artemia me tomó por el diario. Acudí a su casa con la cédula. En seguida simpatizamos y le dije que me llamara por el sobrenombre, que es Piluca, y no por el nombre, que es Régula. Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué más quería? Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo como soy me daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas ricachonas, ella nunca me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su mesa de luz, pegada al velador, tenía una fotografía del novio que era un mocoso. Tenía que serlo para dejarla salir con semejantes vestidos. Pronto me di cuenta de que ese mocoso la había abandonado, porque los novios vienen siempre de visita y él nunca. El amor es ciego. Le tomé cariño y bueno, ¿qué hay de malo?
Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina de coser eléctrica estaba a mi disposición, un maniquí rosado traído de París, que daba ganas de comerlo, una tijera grandota, que parecía de plata, un millón de carreteles de sedalina de todos colores, agujas preciosas, alfileres importados, centímetros que eran un amor, brillaban en el cuarto de costura. Una habitación con sus utensilios de trabajo no parece nada, pero es todo en la vida de una mujer honrada.

Hay bondades que matan, como dije anteriormente; son como una pistola al pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no quiere.
—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el modelo —rogaba la Artemia.
—Pero niña, no tengo tiempo.
—Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos.
—Manos a la obra —yo exclamaba sin saber por qué, y me ponía a trabajar—. Me tenía dominada. A veces yo trabajaba hasta las cinco de la mañana, con los ojos desteñidos por la luz, para concluir pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su estampita en mi bolsillo.

La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan los vicios. Sin embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea propia, sus vestidos, ya lo dije, para que yo se los copiara. No crean que esto era fácil. Con un molde, yo cortaba cualquier vestido; pero sacar de un dibujo el vestido, es harina de otro costal. Lloré gotas de sangre. Ahí empezó mi desventura. Los vestidos eran por demás extravagantes. A veces ella misma pintaba las telas, que en general eran livianas y rosadas. El jumper de terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran escote por donde me explicó que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus pechos. Varias veces le recordé, después de terminarle el jumper, que tenía que comprar la organza, para hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper, no estaba hecha la blusa: resolvió, contra viento y marea, ponérselo. Parecía una reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y todo se veían como en una compotera, dentro del escote. Mama mía. La acompañé hasta la puerta de calle y después hasta la plaza. Allí me despedí de ella. No pude menos que admirar la silueta envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo que a regañadientes yo le había cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día siguiente, cuando la vi, estaba demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó una noticia de Budapest, llorando. Una muchacha había sido violada por una patota de jóvenes que la dejaron inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto un jumper de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus pechos enteramente descubiertos. La Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una amiguita o de su madre. Yo le pregunté por qué lloraba: qué podía importarle de una muchacha de Budapest que no había conocido. ¡Qué sensibilidad!
—Debió de sucederme a mí —me contestó, enjugándose las lágrimas.
—Pero niña, está bien que sea buena —le dije— pero no hasta el punto de querer sacrificarse por la humanidad.
—Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba esa mujer. El jumper que yo dibujé, el que me quedaba bien a mí.
No comprendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuarto, para tomar una tacita de tilo.

Al día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que se lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente:
—¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!
—¿Qué tiene de malo? —me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo no contestaba, prosiguió: —¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para mostrarlo, acaso?
Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la antigua y antes de ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me muero.
—Usted es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los demás.
—Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.
—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar. Ayúdeme, entonces —me dijo.
El vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo de gasa negra, con pinturas hechas a mano: pinturas muy delicadas, que parecían reales, como el fuego de las fogatas y los perfiles. Las pinturas representaban sólo manos y pies perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando terminé el vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al espejo, viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se transparentaba a través de la gasa. Le pregunté:
—¿Cómo le hago el viso?
—Su abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso? Usted, vieja, está muy anticuada.
Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía calor, no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no dormí en toda la santa noche.
Al día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en una mano, mientras con la otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en Tokio, en un suburbio, una patota de jóvenes había violado a una muchacha a las tres de la mañana. El vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con manos y pies pintados.
La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla.
—No puedo hacer nada en el mundo sin que otras mujeres me copien —exclamó sacudiendo la cabeza.
—Pero, niña, no diga esas cosas.
—Son unas copionas. Y las copionas son las que tienen éxito.
—¿Qué éxito es ése? No es nada de envidiar.
—No me entiende, Régula.
—Llámeme Piluca y no se enoje.

El siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de carne, que representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos esos cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo, Régula Portinari, metida en ésas; no parecía posible. Durante una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero no sabía los efectos que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir. Rebajé cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro nerviosa. Aquel cuarto de costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos, piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el piso. Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie vio salir a la Artemia de casa, cubierta de esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor movimiento. Le previne:
—Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo.
—Qué frío puedo tener en el auto con calefacción.
Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío.
Al día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario, sorprendió una noticia que la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza de tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con un vestido tan indecente, que la ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El vestido era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían abrazarse lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.

Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre. Una vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban. En mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el pantalón y una camisa a cuadros, que corté y cosí en dos patadas. Verla así, vestida de muchachito, me encantó, porque con esa figurita ¿a quién no le queda bien el pantalón?
Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho. Tal vez pensó que no volvería a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana siguiente, un coche patrullero de la policía estaba estacionado frente a la puerta. Ese silencio, esa luz cruel de la mañana, me anunciaron algo horrible que después supe y leí en los diarios: una patota de jóvenes amorales violaron a la Artemia a las tres de la mañana en una calle oscura y después la acuchillaron por tramposa.


[1] Segato, Rita. Femi-geno-cidio como crimen en el fuero internacional de los Derechos Humanos: el derecho a nombrar el sufrimiento en el derecho. 2016.

[2] Peker, Luciana. La violación colectiva en Palermo es un síntoma de la impunidad judicial en las denuncias de abusos sexuales (Nota Infobae). 2022.

[3] Butler, Judith. El género en disputa. 2001

[4] Zapata Mónica. Breves historias de género: las feminidades tramposas de Silvina Ocampo. 2005.

[5] Rancière, Jacques (2000). La división de lo sensible: estética y política. 2000.

Desamparo e invención de lo real. Una literatura argentina más allá del AMBA

Por: Laura Aguirre

A partir de la conversación iniciada en el taller “Más allá del obelisco: narrativa reciente del litoral y el noroeste. De Orlando Van Bredam a Mariano Quirós, continuidades y rupturas”, coordinado por Nahuel Paz para la Revista Transas, Laura Aguirre reflexiona en este ensayo sobre la narrativa argentina producida a partir del 2001 en distintas regiones del país.


Agradezco a mis compañeros y compañeras del taller y a Nahuel Paz por el intercambio generoso.

A Revista Transas por la invitación.

Mi propósito es retomar una conversación iniciada en el taller “Más allá del obelisco: narrativa reciente del litoral y el noroeste. De Orlando Van Bredam a Mariano Quirós, continuidades y rupturas”, coordinado por Nahuel Paz de Revista Transas, y realizado durante los meses de agosto y septiembre de 2021. Teniendo como horizonte la discusión sobre los límites de la literatura argentina, el programa incluyó novelas y cuentos que se producen y circulan más allá de la frontera del AMBA: La música en que flotamos de Orlando Van Bredam (2009), Víspera negra de José Gabriel Ceballos, Algo en el aire de Jorge Paolantonio (2004), El montaje obsceno de Claudio Rojo Cesca (2018), La luz mala dentro de mí de Mariano Quirós (2014) y Tres truenos de Marina Closs (2019). Las obras no solo tienen en común la relación de pertenencia de sus escritores/as con distintas provincias del Litoral, Noroeste y Noreste de Argentina, sino también un gesto singular: el de narrar la experiencia del desamparo.

¿Por qué el desamparo? Podríamos ampliar largamente la lista de textos que inventan una literatura a partir de la experiencia del desamparo. Pero aquí además del guiño a Teoría del desamparo de Orlando Van Bredam– nos referimos concretamente a la experiencia de abandono, de orfandad, protagonizada por los argentinos y las argentinas que sobrevivimos a las crisis del fin del siglo XX desde nuestras provincias. En estos lejanos lugares, situados más allá del obelisco, la crisis económica, política y cultural arrasó con las condiciones básicas para una vida digna. Si las consecuencias fueron devastadoras en el centro económico del país, imaginemos cuánto más impactaron en las regiones históricamente relegadas por los distintos gobiernos nacionales. (Pero hasta aquí el lamento, que sirve menos para pensar que para continuar con el estigma de la marginalización y estirar la historia sin fin del centro/periferia.)

Literatura argentina, poscrisis y nuevos realismos

¿Cómo repercuten en la literatura argentina los cambios de los 90, el corte que impone la crisis de 2001 y la recuperación durante la poscrisis? ¿Qué hacen las y los artistas con tanto para decir?

Los tres últimos momentos de la historia argentina –los 90, el 2001 y la poscrisis– impactan fuertemente en la escena socio-cultural y transforman el espacio urbano: en la ciudad de Buenos Aires surgen nuevos barrios, nuevas villas, se crean múltiples shoppings, crecen las instituciones culturales (ver Poscrisis. Arte argentino después del 2001 de Andrea Giunta). Cambian los modos de relación del sujeto con el espacio, los consumos culturales, las posibilidades de pensar e imaginar lo real. Cambian las condiciones y los materiales para producir arte. Cambian las historias, los personajes, los paisajes.

En los inicios de esta transformación cultural emerge una nueva narrativa que juega con los límites de la representación. “Si hasta entonces –dice Silvia Saítta–, la narrativa adscribía a la representación realista, en los noventa se inauguran modos de representación alejados de los procedimientos realistas pero que aun así dan cuenta de la sociedad en la que se inscriben” (La narración de la pobreza en la literatura argentina del siglo veinte, 2006). Entre los y las artistas que participan de las convenciones del “nuevo realismo”, no hay pretensión de crear una ilusión de realidad, un reflejo, sino más bien la intención de responder al problema de cómo lograr con el lenguaje la irrupción de lo real.

Surge, así, una estética realista, con procedimientos renovados y una lógica de representación distinta. ¿Qué elementos de la realidad toma este nuevo realismo? La experiencia de habitar “la gran ciudad” se convierte en material de escritura para las/los artistas. En 2001, por dar un ejemplo, se publica La villa de César Aira, una novela que trata sobre el fenómeno villero, pero desde una óptica que vuelve extraño el espacio. Las obras trabajan con ciertos elementos de la realidad, pero no para representarla fielmente, sino para decir otra cosa.

La crítica literaria –contemporánea a esta nueva literatura– enfoca la mirada en el problema del realismo. La publicación de El imperio realista, dirigido por María Teresa Gramuglio (2002), promueve un intenso debate. Este volumen de la Historia crítica de la literatura argentina de Noé Jitrik da lugar a una polémica en torno a las relaciones entre el concepto de realismo y las posibilidades de escritura del presente. En la discusión participan María Teresa Gramuglio, Beatriz Sarlo, Graciela Speranza, Martín Kohan, Sandra Contreras, Miguel Dalmaroni, Analía Capdevila, entre otros/as. Las intervenciones críticas que derivan de la discusión renuevan el modo de leer la tradición literaria argentina, a la vez que crean y sistematizan un nuevo relato de la historia de la literatura argentina. En este relato –y aquí regresamos a nuestro tema– la crítica literaria dibuja un mapa que, si bien considera algunas figuras importantes de las regiones (como Héctor Tizón y Juan José Saer), es ocupado principalmente por obras y autores que pertenecen y circulan en el centro del país.

Nuevos ¿realismos? en las regiones

¿Qué pasa cuando al mapa de la literatura argentina le agregamos un conjunto de obras producidas más allá del AMBA? ¿Las obras de Marina Closs, Mariano Quirós, Orlando Van Bredam, José Gabriel Ceballos, Jorge Paolantonio, Claudio Rojo Cesca, dialogan con las nuevas claves de lectura del realismo?

Las obras de estos/as autores/as no solo están vinculadas a distintas regiones de Argentina por los lugares de procedencia de sus creadores/as. La música en que flotamos de Orlando Van Bredam (2009), Víspera negra de José Gabriel Ceballos, Algo en el aire de Jorge Paolantonio (2004), El montaje obsceno de Claudio Rojo Cesca (2018), La luz mala dentro de mí de Mariano Quirós (2014) y Tres truenos de Marina Closs (2019), son narraciones en las que se exploran y representan espacios particulares: la ciudad de provincia, el pueblo y el monte.

Las obras dialogan con una realidad tanto geográfica como cultural y simbólica. Aparecen en ellas representados distintos sitios de Misiones, Santiago del Estero, Chaco, Corrientes, Catamarca, Formosa, Entre Ríos, y también ciertos elementos culturales relacionados con esos territorios. Otro dato importante es todas se escriben y publican post 2001, con lo cual la temporalidad es un criterio clave para la lectura. Así, desde un espacio propio y una temporalidad compartida, las obras entablan una conversación sobre una experiencia ligada al desamparo y a la pérdida del “centro”.

Esta literatura ofrece respuestas estéticas originales a la tensión centro/periferia. En ella encontramos un tono, un lenguaje y escenarios distintos, y una lógica de representación propia de los nuevos realismos. La experiencia del desamparo se expresa en la subjetividad de unos personajes a los que no les queda otra que convivir con la vastedad y el silencio del monte; con los tabúes, la violencia y la moral religiosa del pueblo; con la enfermedad, la discriminación y falta de recursos; con el desplazamiento de un espacio a otro en busca de mejores condiciones de vida; con la experiencia de desarraigo; con las promesas de un progreso que nunca llegó o que llegó a medias.

Víspera negra del correntino José Gabriel Ceballos, publicada en 2003, cuenta la historia previa a la inauguración de un leprosario ubicado en la Isla del Cerrito, Chaco, en marzo de 1939. Sus personajes son seres desplazados, estigmatizados por la enfermedad, desahuciados, segregados. La isla y el proyecto del leprosario son espacios de disputa política, en la que priman intereses individuales y mezquinos por sobre la gestión de una solución al problema colectivo. La obra, a través de la exploración y reinvención del hecho histórico, interroga los límites de la política local/nacional y el rol del Estado en la gestión de soluciones.

La luz mala dentro de mí (2014), del chaqueño Mariano Quirós, reúne nueve cuentos protagonizados por unos personajes que en su mayoría son niños, adultos (un tanto aniñados), seres sobrenaturales o criaturas del monte. El tono juega con la mirada infantil e inocente del mundo. Incluido en la antología, “Lobisón de mi alma” trata sobre una familia de lobisones que huye de la pobreza y se traslada del monte a la ciudad. La perspectiva de la narración es la de un niño lobisón, quien se relaciona con el espacio rural y urbano de modo singular. La nueva vida en la ciudad oscurece y trastorna su mirada tierna. Durante toda la narración, el personaje rememora su vida pasada en el monte y se identifica con él, pero a la vez la ciudad es el lugar que libera sus instintos y le permite redefinir su autoimagen: “Soy un lobisón y tengo veneno en el alma”.

“No sabemos nada de la chueca” es un cuento incluido en Montaje obsceno, publicado en 2018, y pertenece al santiagueño Claudio Rojo Cesca. Los personajes son dos varones criados en la soledad y hostilidad del campo. Hay frases que condensan la percepción del espacio: “Y hace cuanto no pasa la bicicleta del diarero por este hueco del mundo”. En este hueco del mundo, que castiga y contiene, está latente la posibilidad de que algo terrible pueda ocurrir. El más joven, Estevenzuela, cierto día camina hacia el “monte espeso” y se encuentra con el cadáver de una mujer, “la Chueca”. Su fantasma lo persigue y lo perturba hasta el final.

«Vivir en un pueblo era cosa no siempre envidiable. Pero vivir en ese pueblo que además se decía capital de provincia resultaba, para Cristina, casi un martirio”. Algo en el aire del catamarqueño Jorge Paolantonio (2004) narra la tragedia de vivir en el pueblo. La novela cuenta la historia de unos personajes que se salen de la norma y se enfrentan a lo políticamente correcto, a la “moral del buen vecino/a”. Un personaje singular es Osvaldo Soiffer, un fanático del nazismo que viene de Buenos Aires y que rompe la aparente armonía del lugar al tener relaciones sexuales con Cristina (llamada “la Cotona”), y al enamorarse de una adolescente. El pueblo es el pequeño lugar donde se tejen y aglomeran todos los escándalos.

Tres truenos de la misionera Marina Closs (2019) reúne tres cuentos. Cada historia es protagonizada y contada en primera persona por una mujer que “viene de otra parte”. Me detengo en “Cuñataí o de la virginidad”, protagonizado por Vera Pepa, una mujer mbyá guaraní que se traslada de la aldea al pueblo y pasa sus días mendigando. En el monte, sobrevive a la violencia machista entre los aldeanos. En el pueblo, sobrevive a la violencia y a la discriminación. Sin queja, su mirada tranquila se enlaza con el monte: “Tenía el monte como un ojo fijo, puesto enfrente de mi mirada”; “Se ve que mi ojo mira el monte y se acuerda de algo”.

La música en que flotamos (2009) es una novela de Orlando Van Bredam, escritor entrerriano-formoseño. “Recordó la frase: la muerte es la mayor de todas las emociones por eso se la reserva para el final”: así comienza la historia protagonizada por un profesor de literatura que regresa a su provincia natal luego de enterarse de que está muy enfermo. El personaje rememora momentos de una vida cargada de frustraciones. La pulsión de una muerte inminente remueve los recuerdos y los pensamientos del personaje que divagan en un intento por comprender qué hubiera sido diferente “si…”. ¿Qué le queda a un hombre viejo, solitario, enfermo, cansado, sino los recuerdos, sino la nostalgia? Cada mañana, este señor, impulsado por un intenso deseo y sin saber muy bien qué busca, asume el costo físico de despertar. Quiere despertar. Como si fuera una misión importante, cada mañana camina por el pueblo. Observa lugares, sabores, sensaciones, y recuerda. Como si fuera él mismo su propio objeto de investigación, explora el espacio y evoca los restos el pasado. Así opera la narración: del presente al pasado, de lo observado al recuerdo. Cuando el personaje camina por las calles de Villa Elisa, Entre Ríos, recuerda también las calles que guarda en su memoria. Mira al azar alguna casa y fantasea: “Si hubiera vivido aquí, (…) ¿todo hubiera sido distinto? ¿o no? ¿Era posible modificar su situación cambiando sólo de lugar?”.

En este ligero recorrido encontramos una serie de elementos recurrentes que invitan a seguir pensando. Las historias están protagonizadas por sujetos lisiados, quebrados, atravesados por la experiencia del desamparo. Las referencias a distintos sitios de las regiones configuran un espacio imaginario propio: el monte, el pueblo, la ciudad de provincia. Estos lugares castigan, violentan y expulsan, pero también reciben, contienen y ofrecen modos alternativos de habitar el mundo. Aparecen, en algunas historias, elementos mágicos o sobrenaturales (el fantasma de la mujer, el lobisón) que, en vez de definirse en oposición a un orden racional o normal, forman parte de la percepción de lo real que ofrece la obra.

El tono, con algunas variaciones, llama la atención. Contrariamente a lo que podríamos imaginar, no se remarca con resentimiento la tensión entre “el centro” y “las provincias”. No hay drama, no hay una excesiva evocación sentimental ni grito provinciano–un tono que encuentra Sandra Contreras (1997) en La piel de caballo del entrerriano Ricardo Zelarayán–. Lo que sí hay es un tono de nostalgia, tranquilo, que reafirma el vínculo del sujeto con el mundo desde la experiencia de habitar y transitar el pueblo, la ciudad y el monte.

Con todos estos elementos, ¿podemos decir que en las regiones se configuran otras variaciones del realismo? Pareciera que se replica la lógica del nuevo realismo porque las obras responden a la pregunta de cómo lograr con el lenguaje la irrupción de lo real, pero también hay una toma de distancia respecto del centro y un lenguaje (un tono, unos procedimientos, unos espacios) que es radicalmente otro. Quizá las claves del realismo, revisado por la crítica contemporánea y revisitado por la literatura argentina (central), no sean del todo suficientes. La narrativa reciente producida en las regiones nos interpela e indica que es necesario empezar a leer de otro modo. Ampliar el corpus de la literatura argentina, entonces, sería el camino necesario para permitir que los textos literarios nos develen sus propias formas de inscripción e irrupción de lo real.

Perdernos en el mapa

El panorama que trazamos no es, desde luego, el único modo de acercarnos a la literatura argentina de las regiones. Actualmente contamos con trabajos de diversas investigadoras/es de universidades nacionales que se ocupan del tema –ver el estado de la cuestión que ofrece el libro Regionalismo literario: historia y crítica de un concepto problemático, dirigido por Hebe Molina y Fabiana Varela–. Los modos de leer son variados y el conjunto de obras que se nos escapa es demasiado amplio y diverso (podemos constatar esto en el bello catálogo de Salvaje Federal, una librería virtual que colabora con la circulación de obras producidas desde las provincias). Hay una literatura argentina que desconocemos.

El recorrido que ofreció Nahuel Paz tuvo por objetivo acercarnos a esa literatura y poner en discusión nuestros modelos de interpretación: “Si no contemplamos las producciones de las literaturas locales o regionales estaríamos repitiendo un esquema en el que al parecer cuando se discute sobre literatura argentina en realidad se habla de Boedo y Florida, entonces: hay literatura argentina más allá de la frontera AMBA y esa literatura se expresa de tales maneras y es argentina” (programa del taller Más allá del obelisco). “Cuando sólo hablamos de lo macro –dice García Canclini– y desconocemos la heterogeneidad, la variedad de experiencias, gran parte de lo que afirmamos es falso o incorrecto” (Diálogo con Néstor García Canclini, 2007). No creo que nuestras lecturas sean falsas o incorrectas, pero sí que la apertura a la heterogeneidad cultural de las regiones nos ofrecería un modo de acercarnos a la literatura más auténtico, más honesto y más potente.

Cuando la literatura argentina comienza a ser pensada desde sus partes, desde sus fragmentos, complejizamos y enriquecemos nuestro capital cultural. Pensar en las parcialidades es un modo de abandonar nuestra acotada idea de la literatura argentina. Quizá sea momento de dejar de encontrarnos en los mismos círculos –las mismas librerías, los mismos cafés, los mismos eventos, los mismos consumos culturales– y empezar a perdernos en el mapa.


Laura Aguirre es Profesora y Licenciada en Letras por la Universidad Nacional del Nordeste. Becaria doctoral de UNNE-CONICET con lugar de trabajo en el Instituto de Investigaciones Geohistóricas (IIGHI-UNNE-CONICET). Profesora JTP en la cátedra de Literatura Argentina II de la Universidad Nacional de Formosa. Profesora JTP en la cátedra de Teoría Literaria de la Universidad Nacional del Nordeste.

Distancia de Rescate, sindemia y neoextractivismo

Por: Lina Gabriela Cortés

Imagen: Dora Ortega, «Distancia».

En un mundo donde todo se compra y se vende, Lina Gabriela Cortés recupera Distancia de rescate, obra de Samanta Schweblin (2014), un texto fundamental para repensar nuestro presente pandémico y reflexionar sobre las inéditas consecuencias del uso de agrotóxicos, pesticidas y el impacto del actual sistema extractivista en los suelos y en los cuerpos. Samanta Schweblin denuncia la inhumanidad de este modelo y su impacto en las comunidades, hecho silenciado y acallado por el sistema imperante.


Al borde de completar los dos años de pandemia en América Latina, las consecuencias demuestran la profunda desigualdad que experimenta nuestro continente en el marco de un capitalismo extractivista.

Entender la pandemia exclusivamente como la expansión de un virus resulta insuficiente para el análisis social, político, económico y cultural. El profesor y filósofo español Santiago Alba escribió a principios de este año un artículo en la revista Contexto y Acción que tituló “Capitalismo pandémico”, donde usa el concepto que Merrill Singer, epidemiólogo estadounidense, forjó en 1990: Sindemia, referido a una enfermedad infecciosa que se entrelaza con otras enfermedades crónicas, asociadas a su vez con la distribución desigual de la riqueza, accesos desiguales a los sistemas de salud, educación, etc. El filósofo español descentra el problema únicamente en el coronavirus para enfocarlo en el capitalismo sindémico, las industrias agroalimentarias y el modelo extractivista.

Para Carla Poth, politóloga argentina, como para Santiago Alba los orígenes de la pandemia están en el modelo y la dinámica de acumulación del capital que se intensifica con el paso de los años. El modelo extractivista es responsable de la deforestación causada por la instauración de diversos cultivos agroindustriales, que han posibilitado el relacionamiento entre virus y huéspedes. En el libro Las fronteras del neoextractivismo en América Latina, la filósofa y socióloga argentina Maristella Svampa cuenta cómo a principios del siglo XXI América Latina se vio beneficiada por los altos precios internacionales de los productos primarios (commodities). La visión productivista de desarrollo fue la política nacional de la mayoría de estados que esquivaron el debate sobre las consecuencias del modelo extractivista exportador. Es así que se fueron ampliado a escalas inimaginables los emprendimientos mineros, la frontera agrícola, específicamente monocultivos como la soja, que reconfiguraron el mundo rural en varios países de América del Sur: “Solo entre 2000 y 2014 las plantaciones de soja en América del Sur se ampliaron en 29 millones de hectáreas, comparable al tamaño de Ecuador. Brasil y Argentina concentran cerca del 90% de la producción general” (Svampa 11, 2019).

Rápidamente Argentina se ha convertido en uno de los principales exportadores de soja  a nivel mundial —32 millones de hectáreas—  un modelo de producción dependiente del uso de agrotóxicos como el glifosato (químico utilizado como herbicida de la compañía Monsanto  —principalmente—, empleado en los cultivos de soja, maíz y algodón transgénicos cuyo principio activo es el glifosato ), pues las malezas e insectos se acostumbran a los agrotóxicos y al cabo de un tiempo no sufren daño ante las fumigaciones (Svampa, Anfibia, 2000). Esto convierte a Argentina en el mayor consumidor por habitante al año de glifosato —más de 350 millones de litros por año—. Los agrotóxicos funcionan en cadena de destrucción ecológica que envenena todas las superficies: agua, plantas, alimentos, semillas, animales, humanos, causando enfermedades en los seres vivos y daños en los suelos y ecosistemas de la tierra. En el país existen cientos de investigadorxs, médicxs de pueblos fumigadores, poblaciones rurales, profesionales de la UNR y la UNLP que han demostrado la toxicidad de los agroquímicos que se usan en el país y que generan enfermedades en el cuerpo humano como cáncer, malformaciones, abortos espontáneos, etc. (Svampa, Anfibia, 2020). Este desastre ecológico a cielo abierto convierte a Argentina en uno de los laboratorios experimentales del extractivismo de la región.

Distancia de rescate (2014), la primera novela de Samantha Schweblin, hace eco de las lógicas neoextractivistas[1], específicamente en el territorio rural argentino; lógicas que han terminado por convertir el mundo en un laboratorio donde todo se compra y se vende, o como diría Rob Wallace en Grandes granjas, grandes gripes: “el capitalismo ha convertido la naturaleza en un laboratorio en permanente ebullición patológica” (Alba, 2021). La novela ahonda en esas patologías que se circunscriben en uno de los campos más contaminados por el glifosato, y nos lleva a experimentar el desespero de que el protagonista omnipresente sea el glifosato y la soja.

Schweblin teje la textura narrativa de esta novela a través de diálogos que dan cuenta, por un lado, del desconocimiento inicial de las causas de la intoxicación que están atravesando los personajes, y por otro lado de cierto grado de normalización de los efectos de la intoxicación sobre los cuerpos y los alimentos en las lógicas  del pueblo, lógicas extractivistas que se traducen en el consumo de agrotóxicos que recorren las fronteras urbanas y rurales a través de cuerpos, animales, suelos y alimentos intoxicados. Esta textura narrativa construye desde el inicio varias capas de diálogos entre una madre, Amanda, que viaja a la zona rural de la provincia de Buenos Aires y David, un niño que ha vivido un proceso de transmigración como solución a la intoxicación que ha sufrido su cuerpo, y que tiene voz en la cabeza de Amanda –como si fuera la intoxicación la que posibilita el dialogo– y cuerpo en la voz de Carla, su madre.

La voz de David, que solo aparece en las conversaciones con Amanda, es la que guía su viaje por descubrir el “punto exacto”, el cómo comienza la intoxicación, es una voz que da cuenta en la construcción de esta novela de varias capas de información, de texturas, de violencias que soportan los cuerpos, los animales que caen desmayados y mueren, lxs niñxs que aparecen deformados por el veneno del herbicida, del coctel químico que envenena cuerpos, animales, territorios. Capas que demuestran como las lógicas neoextractivistas han transformado la tierra y las relaciones que se gestan en ella, hasta el punto de que los niveles de cuidado que una madre ejerce sobre su hija, la “distancia de rescate”, no sirven porque no son posibles bajo estas lógicas de relacionamiento con la tierra.

En el texto hay dos elementos que dialogan permanentemente: la pregunta ¿por qué falla la distancia de rescate? y la normalización de que los químicos del campo intoxiquen los cuerpos. Estos elementos construyen la búsqueda terrorífica, angustiante del relato entre Amanda, que desconoce a lo que se enfrenta y David, o más bien la voz de David, quién cumple un rol de guía a lo largo del texto, tal como sucede en el siguiente ejemplo donde la voz de David, en cursivas, guía la búsqueda de las causas de la intoxicación:

No, no es el punto exacto.

Es difícil si no sé exactamente qué es lo que busco.

Se trata de algo en el cuerpo. Pero es casi imperceptible, hay que estar atento.

Por eso son tan importantes los detalles.

Sí, por eso.

¿Pero cómo pude dejar que se metieran tan rápidamente entre nosotras? ¿Cómo

puede ser que dejar a Nina unos minutos sola, durmiendo, implique tal grado de

peligro y de locura?

No es el punto exacto. No perdamos tiempo en esto (Schweblin, 23).

La imposibilidad de ejercer su papel de cuidadora y no poder ver el peligro es escalofriante para Amanda, quien no entiende cómo es posible que dormir unos minutos sobre el pasto implique algún nivel de peligro. Estamos ante lógicas que destruyen las relaciones humanas y que profundizan la dicotomía hombre-naturaleza  pues ahora el peligro es el mismo suelo envenenado y las madres como cuidadoras están más separadas de sus hijxs.

En la novela los personajes no tienen acceso a ningún tipo de información sobre lo que está pasando en el suelo, en el cuerpo, en los animales, y es en ese desespero que se configuran los horrores sobre los cuerpos y sobre la maternidad.

Por un lado, estamos ante corporalidades monstruosas que son testimonios intermitentes de la intoxicación, son cuerpos infantiles que nacen enfermos, deformes, extraños y es justo allí en ese universo de corporalidades afectadas donde lo importante es encontrar la explicación del daño. La violencia que experimentan los cuerpos como consecuencia del herbicida es marcada una y otra vez sin hacer esa asociación –herbicida –cuerpo–, excepto en el fragmento donde David distingue el “momento exacto”, el momento en que el cuerpo de Nina y el herbicida: el glifosato, entran en contacto:

—Estoy empapada —dice con algo de indignación.

—A ver… —la tomo de la mano y la hago girar.

El color de la ropa no ayuda a ver qué tan mojada está, pero la toco y sí, está húmeda.

—Es el rocío —le digo—, ahora con la caminata se seca.

Es esto. Éste es el momento.

No puede ser, David, de verdad no hay más que esto.

Así empieza. (Schweblin, 30)

Amanda, desconcertada, repasa una y otra vez ese fragmento de la historia para encontrar el “momento exacto”, porque no lo ve. No puede asociar los cuerpos monstruosos, deformes, con esa situación.

En un encuentro por la tienda del pueblo Nina y Amanda se encuentran con otra madre y su hija. Amanda describe la situación:

Una nena aparece lentamente. Pienso que todavía está jugando, porque renguea tanto que parece un mono, pero después veo que tiene una de las piernas muy corta, como si apenas se extendiera por debajo de la rodilla, pero aun así tuviera un pie. Cuando levanta la cabeza para mirarnos vemos la frente, una frente enorme que ocupa más de la mitad de la cabeza. Nina me aprieta la mano y hace su risa nerviosa. Está bien que Nina vea esto, pienso. Está bien que sepa que no todos nacemos iguales, que aprenda a no asustarse. Pero secretamente pienso que sí esa fuera mí hija no sabría qué hacer (Schweblin, 19).

El juego y la animalidad se confunden hasta caer en lo monstruoso, rompiendo las fronteras del orden animal y humano. Amanda, en una lógica urbana, clase media, cree que “está bien” enfrentar a su hija con otras corporalidades, pero incluso es tan aterrador para ella misma, que experimentamos lo monstruoso en su miedo.

Más adelante, hacia el final de la novela, Amanda recuerda que va manejando el carro y en el cruce pasan distintxs niñxs con corporalidades monstruosas, de pronto parece que esa única niña que apareció en la tienda del pueblo es una de lxs tantxs niñxs afectadxs del lugar:

Son chicos de todas las edades. Es muy difícil ver. Me encorvo sobre el volante.

¿Hay chicos sanos también, en el pueblo?

Hay algunos, sí.

¿Van al colegio?

Sí. Pero acá son pocos los chicos que nacen bien.

(…)

Son chicos extraños. Son, no sé, arde mucho. Chicos con deformaciones. No tienen pestañas, ni cejas, la piel es colorada, muy colorada, y escamosa también. Solo unos pocos son como vos. (Schweblin, 50).

Otra vez la lógica de Amanda entra en choque con la realidad del lugar, una realidad donde “son pocos los chicos que nacen bien”, y donde las descripciones se intercalan con los dolores que está sintiendo ella en su cuerpo, mientras tiene la palabra, dolores que van incrementando cuando nos acercamos al final.

Por otro lado, la maternidad es el hilo que tensa está novela. Las relaciones Madre-hijx  aparecen permanentemente como relaciones afectivas destruidas por los herbicidas, o sostenidas en el desespero de no saber con qué enfrentarse, lo desconocido.

En una conversación entre Amanda y Carla sobre el cuidado o la “distancia de rescate” que tiene cada una con sus hijxs, aparece la culpa que siente Carla por no haber podido cuidar a David, mientras que Amanda describe por primera vez esa “distancia de rescate” a la que me refería anteriormente:

—Es que a veces no alcanzan todos los ojos Amanda. No sé cómo no lo vi, por qué mierda estaba ocupándome de un puto caballo en lugar de ocuparme de mi hijo.

Me pregunto si podría ocurrirme lo mismo que a Carla. Yo siempre pienso en el peor de los casos. Ahora mismo estoy calculando cuánto tardaría en salir corriendo del coche y llegar hasta Nina si ella corriera de pronto hasta la pileta y se tirara. Lo llamo «distancia de rescate», así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería (Schweblin, 10).

Amanda calcula constantemente el cuidado o la distancia de rescate que debe tener sobre su hija, pero ya sabemos que los peligros comunes para Amanda no tienen cabida en este universo, de hecho, lo que tiene cabida es la normalización de los pesticidas, la convivencia cotidiana con esta realidad terrorífica. Sin embargo, el cálculo que hace Amanda está mediado por el hilo que aprieta y que viene de lo profundo del estómago, un hilo que parece un cordón umbilical, y que se acorta o se alarga dependiendo la situación.

Justo hacia el final de la novela el hilo se comienza a cortar, Amanda lo siente, y no puede hacer nada, igual que con la infección, tampoco pudo ver el peligro:

Cuando estábamos sobre el césped con Nina, entre los bidones. Fue la distancia de rescate: no funcionó, no vi el peligro. Y ahora hay algo más en mi cuerpo, algo que de nuevo se activa o quizá que se desactiva, algo agudo y brillante.

(…)

Y ahora el hilo, el hilo de la distancia de rescate.

Sí.

Es como si atara el estómago desde afuera. Lo aprieta.

No te asustes.

Lo ahorca, David.

Va a cortarse.

No, eso no puede ser. Eso no puede pasar con el hilo, porque yo soy la madre de Nina y Nina es mi hija.

¿Pensaste alguna vez en mi padre?

¿En tu padre? Algo tira más fuerte del hilo y las vueltas se achican. El hilo me va a partir el estómago.

Antes va a cortarse el hilo, respirá.

Ese hilo no puede partirse, Nina es mi hija. Pero sí, Dios mío, se corta. (Schweblin, 55)

El hilo que sostiene Amanda nos recuerda ese mito griego del laberinto del minotauro, el hilo de la vida que siempre sostiene la mujer cuidadora, símbolo de la maternidad. El hilo que viene de sus entrañas es el hilo que ahorca. El papel de cuidadora es tal que el desespero se apodera de sus entrañas y la distancia de rescate que no funciona parece quebrarse para siempre. Al final el hilo termina por soltarse completamente.

Siguiendo esta simbolización de maternidad es justo la mujer de la Casa Verde, una curandera que brinda soluciones no occidentales a la intoxicación, quién nombra las consecuencias de los agrotóxicos sin conocer completamente el origen, ella lo llama intoxicación contrario a lo que el saber científico occidental hace. En el recuerdo de una conversación entre Amanda y Carla aparece la descripción del trabajo de esta mujer de la Casa Verde:

—No es una adivina, ella siempre lo aclara, pero puede ver la energía de la gente, puede leerla.

—¿Cómo que puede «leerla»?

—Puede saber si alguien está enfermo y en qué parte del cuerpo está esa energía negativa. Cura el dolor de cabeza, las náuseas, las úlceras de la piel y los vómitos con sangre. Si llegan a tiempo, detiene los abortos espontáneos. (Schweblin, 11)

A lo largo de toda la novela, la medicina occidental, representada por las enfermeras no ayuda a lxs cuerpos intoxicados, porque no trata el tema como intoxicaciones, mientras que la mujer de la Casa Verde propone un diagnóstico más acertado (Schweblin, 12), incluso detiene los abortos espontáneos, que hasta ese momento no sabíamos que existían en ese lugar, es decir, los agrotóxicos también causan abortos espontáneos, como lo mencioné al inicio de este artículo, otra violencia sobre la maternidad que aparece en la novela.

La mujer de la Casa Verde no brinda soluciones occidentales ni comunes, de hecho, la solución que brinda, la trasmigración, es tan desconcertante para Amanda que solo cuando avanza en el dialogo con David, el segundo, es decir el David (la voz de toda la novela) que ya ha sufrido la trasmigración, es que intenta entender ese proceso. La conversación entre Carla y Amanda sobre la mujer de la Casa Verde continua:

Le pregunté cómo había salido todo. «Mejor de lo que esperaba», dijo. La trasmigración se había llevado parte de la intoxicación y, dividida ahora en dos cuerpos, perdería la batalla.

—¿Qué significa eso?

—Que David podría sobrevivir. El cuerpo de David y también David en su nuevo cuerpo.(Schweblin, 15)

Esta es otra punta de la novela, que no pienso ahondar en este texto, pero es muy interesante porque parece una voz oculta: la voz de David parece venir de la muerte, y al tiempo hay un juego con el desplazamiento de los habitantes de sus propios cuerpos, de sus propias formas y no es el desplazamiento espacial de un territorio a otro sino el desplazamiento espiritual. Se necesitan varios cuerpos como el que tenemos para soportar los efectos de los agrotóxicos sobre la vida, tal como mencionaba al principio del texto, el modelo extractivista y la deforestación del territorio han roto la barrera virus-humanos y han convertido el mundo en un laboratorio. 

Distancia de rescate describe en un relato intenso, las violencias: producto de la globalización del neoliberalismo que experimentamos en todos los niveles. Hoy en día, con la sindemia, esas violencias estructurales se han intensificado y al tiempo han acelerado un campo de debate que replantea las lógicas neoextractivistas sobre nuestros territorios, nuestros cuerpos, nuestras prácticas, saberes, formas de trabajar la tierra, maternidades, en ultimas  nuestra existencia como especie humana.

Bibliografía

Alba S. (2021). Capitalismo pandémico. Revista Contexto y Acción N. 268. Enero de 2021. Recuperado de: https://ctxt.es/es/20210101/Firmas/34633/Santiago-Alba-Rico-capitalismo-pandemico-sindemia-virus-desigualdad.htm

Poth, C. (2020). Agronegocio y salud. Miradas críticas sobre la pandemia. Encuentros virtuales Universidad Nacional de Tierra de Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur.

Svampa, M. (2019). Las fronteras del neoextractivismo en América Latina. CALAS –  Centro Maria Sibylla Merian de Estudios Latinoamericanos Avanzados en Humanidades y Ciencias Sociales.

Schweblin, S. (2014). Distancia de rescate. Penguim Random House

Schweblin, S. (15 de octubre del 2014) Entrevista a Samantha Schweblin por su libro Distancia de Rescate https://www.youtube.com/watch?v=SJvZ4Ds8fXY

Svampa, M., Viale, E., Angresano, S. “Los efectos del glifosato: Nuestro Chernóbil criollo”. Revista Anfibia. 07-10-2020 https://www.revistaanfibia.com/glifosato-nuestro-chernobil-criollo/


[1] “El fenómeno del extractivismo adquirió nuevas dimensiones, no sólo objetivas –por la cantidad y la escala de los proyectos, los diferentes tipos de actividad, los actores nacionales y transnacionales involucrados–, sino también de otras subjetivas, a partir de la emergencia de grandes resistencias sociales, que cuestionaron el avance vertiginoso de la frontera de los commodities y fueron elaborando otros lenguajes y narrativas frente al despojo, en defensa de otros valores –la tierra, el territorio, los bienes comunes, la naturaleza–“ (Svampa, 2019, 12).

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La parte de los crímenes. Femicidios en Santa Teresa

Por: Nahuel Paz

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Nahuel Paz analiza el capítulo “La parte de los crímenes” de 2666 (2004), la novela póstuma de Roberto Bolaño. A partir de la reflexión en torno a los regímenes de verdad que allí aparecen, Paz elabora una lectura que cuestiona los esquemas que duplican la realidad de “Ciudad Juárez” en la de “Santa Teresa”. También, plantea algunas problemáticas sobre las agencias y la judicialización de las relaciones sociales en relación con los femicidios.


 Ciudad Juárez padece de exceso de personas

 y exceso de desierto: de inermidad

(González Rodríguez, Sergio. Huesos en el desierto, 2002: 58)

Lo decible

En este trabajo voy a concentrarme en algunas claves de lectura de “La parte de los crímenes”, el cuarto apartado de 2666 (2004), la novela póstuma de Roberto Bolaño. El capítulo está centrado en los femicidios de Santa Teresa, una ciudad ficcional situada en México, en el límite con los EEUU. La sección tiene como correlato de lo real los femicidios de Ciudad Juárez, ya que Bolaño venía documentándose al respecto desde 1998 y estaba en contacto asiduo con el periodista mexicano Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto (2002), un texto que trabaja sobre la temática.

En este ensayo intentaré lecturas que se metan por los vericuetos de lo “decible”. Sabemos que siempre hay una disputa por el cómo (¿cómo decir lo que hay que decir?), pero en esta disputa sobre el cómo, en “La parte de los crímenes”, los que dicen, hacen, actúan, operan parecieran difuminarse o ponerse en cuestión bajo los regímenes de verdad. El ya mencionado González Rodriguez, el académico y periodista mexicano Oswaldo Zavala y la antropóloga argentina Rita Segato están entre quienes propusieron soluciones al problema de los femicidios en Ciudad Juárez, pero, al ponerse en cuestión la verdad sobre esos crímenes estamos ante una disolución de las culpas, de las responsabilidades, de las estadísticas, ¿quiénes matan? (sí, los hombres), ¿por qué lo hacen? (sí, porque “pueden”) y, en el medio, lo decible.

Si aceptamos la tesis de que la literatura puede decirlo todo sin necesidad de “asignarle un sentido” o “una única misión”, incluso puede ser “ser inútil en sí misma”, como plantea Jacques Derrida en “Esa extraña institución llamada literatura” (1989), también podemos admitir que una parte de la literatura de Bolaño se instala en un sitio evasivo en el que algo está siempre a punto de ser develado, pero al final se escapa o su sentido no logra totalizarse. Derrida pone el foco sobre la ficción, “la libertad de decirlo todo es un arma política muy poderosa, pero una que puede dejarse neutralizar inmediatamente como ficción”. La desavenencia entre ficción y realidad ‒entre los “regímenes de verdad” y lo “decible”‒ es parte del problema en un caso paradigmático como el de Ciudad Juárez, que Bolaño resuelve en el terreno de la ficción.

Los regímenes de verdad:

Ciudad Juárez, Santa Teresa, los femicidios que develan distintas instancias de la verdad. González Rodríguez dice en Huesos en el desierto:  

La traza de la ciudad se ha desbordado en un sentido conflictivo, abigarrado, abrupto, de pronto continuo al mismo tiempo. Y endeble: al contrario de las macrópolis mexicanas (…) Ciudad Juárez expone un giro contrario: las orillas dominan su centro. Se ven miles y miles de personas y construcciones precarias en busca de una reinvención del futuro (…) La gente lucha y busca salir adelante. (…) Al igual que sucede con otros polos fronterizos del planeta, explotar el cuerpo ha sido una urgencia y un estigma en la historia de Ciudad Juárez.

Y agrega que “Ciudad Juárez resiente la asimetría”. En un trabajo investigativo sobre los crímenes, el autor postula hipótesis, saca conclusiones, resume culpables, pero su trabajo investigativo tiene críticos que lo refutan. Uno de ellos, Oswaldo Zavala, expone que “la realidad subordinada a la imaginación conduce, naturalmente, a una novela”. Asimismo, cuestiona la afirmación que subsume los asesinatos de Ciudad Juárez a una única lógica o explicación como las de González Rodríguez.

Por eso, en este texto intentaré aportar lecturas que se cuelen por los vericuetos de lo “decible” y sostengo que la clave está en la misma crítica de Zavala a González Rodríguez: leer las resoluciones únicas como si fueran ficción.

“La parte de los crímenes”

Como dije, Zavala pone en discusión los regímenes de verdad para confrontar el texto de González Rodríguez con el de Bolaño:

2666 retoma uno de los capítulos finales de Huesos en el desierto y enlista a las muertas una a una, pero sin la necesidad de imaginar un elaborado complot como respuesta. La imagen colectiva de los cuerpos encontrados en los páramos desérticos se espejea a sí misma: una muerta es todas las muertas de la ciudad y su razón de ser implica también el devenir de Occidente fundado en la violencia. ‘Nadie presta atención a estos asesinatos’, dice un personaje, ‘pero en ellos se esconde el secreto del mundo’

Si en estos feminicidios “se esconde el secreto del mundo”, es necesario pasar el sintagma a una interrogación, entonces ¿cuál es el secreto del mundo? Pensemos lo “decible” en “la parte de los crímenes”. Como primer paso: la cuestión de la agencia. El capítulo empieza con una especie de agencia aséptica, neutra, sin sujeto nocional, sin autores materiales, una pura enunciación: “La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior”. “La muerta apareció”: alguien podría reponer que “sola” o “se apareció”, emergió en la ciudad, en la narración.

Así, se instaura la única forma de lo decible, suprimiendo al sujeto de la acción. El párrafo sigue: “Otras que quedaron fuera de la lista o que jamás nadie las encontró enterradas en fosas comunes en el desierto o esparcidas sus cenizas en medio de la noche, cuando ni el que siembra sabe en dónde, en qué lugar se encuentra”. En resumen, la sección queda inaugurada en una asociación que va de “fosa común” y “desierto” hasta la carretera fronteriza de “terracería”, con la idea de unas otras “jamás encontradas”, pero sin agencia, “nadie fue”.

Nadie fue es una no agencia. Es en este sentido que Rita Segato aporta ideas para pensar los crímenes de Ciudad Juárez. La antropóloga dice que la impunidad se revela espantosa y que esa impunidad tiene varios aspectos: ausencia de acusados y de líneas de investigación convincentes: “Hablar de causas y efectos no me parece adecuado. Hablar de un universo de sentidos entrelazados y motivaciones inteligibles, sí”. Por supuesto, Segato descifra lo inteligible: “La lengua del femicidio utiliza el significante cuerpo femenino para indicar la posición de lo que puede ser sacrificado en aras de un bien mayor, de un bien colectivo, como es la constitución de una fratría masculina”.

Dejo en suspenso las nociones de Segato para meterme en la complejidad de la maquinaria narrativa de Bolaño. “El círculo sin fin de este tipo de crímenes” se complementa con ese principio ya citado y con el final de “La parte de los crímenes”. Así como 1993 comienza sin agencia, el último año narrado cierra del mismo modo: “El último caso del año 1997 fue bastante similar al penúltimo, sólo que, en lugar de encontrar la bolsa con el cadáver en el extremo oeste de la ciudad, la bolsa fue encontrada en el extremo este”. Las bolsas “se encuentran”, nadie las arroja, las tira o coloca en el oeste o en el este. De este modo, el año de inicio y de cierre tienen la arbitrariedad de lo perpetuo, hubo otras muertas, habrá otras, todo en un círculo sin fin.

En la novela, los “universos entrelazados” ‒con “motivaciones inteligibles” que hablan “la lengua del femicidio” ‒ entrecruzan “espacio doméstico” y “espacio público” (indisolubles en rigor), puesto que ambos se suceden, unos a otros, casi sin resoluciones palpables. Las resoluciones son pocas: el caso de la Vaca, asesinada en una riña por el Mariachi y el Cuervo; Erica Morales, asesinada en el desierto por su Marido Olivares y el primo de este, Segovia, ocurridos en “el espacio público” (una calle, el desierto) por gente “cercana” o “familiar” y dentro de la fratría masculina. El agente policial Epifanio Galindo es quien resuelve esos casos y también, quien encuentra y acusa a Klaus Haas, el sospechoso principal de la primera parte del capítulo. Una de las asesinadas, Estrella Ruiz, había frecuentado la tienda del alemán-norteamericano en varias ocasiones. Galindo lo detiene por este caso, aunque el gigante se declara inocente. Luego, otros agentes del Estado le achacarán otros feminicidios.

Los narradores, durante una buena parte de la historia, parecen abocados a responder la pregunta sobre “el secreto del mundo”. Teresa Basile dice que en Bolaño hay al menos tres clases de narradores: los que describen intentando extremar la contraposición entre una superficie en la que nada grave parece suceder y los acontecimientos de violencia, los que comprenden lo que ocurre, pero no lo informan y aquellos que saben menos que el texto o no entienden lo que les pasa.  Estos narradores que aparecen en “la parte de los crímenes” están intentando otorgarles sentidos a las muertes. Todos siguen la razón de los crímenes: al sacarle “el cuerpo narrador”, las cosas pueden “ocurrir”; así, nos informa que un cuerpo “aparece”, pero no quien lo puso. Se sabe que unos “alguien” operan en las sombras y colocan esos cuerpos muertos en esos lugares (antes los asesinan), pero la sustracción se integra: los narradores tampoco muestran su presencia.

En mi lectura, “La parte de los crímenes” constituye la pieza central de la novela, en un movimiento que se acerca a lo real para dar con una respuesta. Como plantea Fermín Rodríguez, para sacar a la luz “el trabajo del miedo” o su agencia, la agencia del miedo, miedo que Segato comparte desde el espejo real de Ciudad Juárez. Ella afirma: “La sombra siniestra que cubre la ciudad y el miedo constante que sentí durante cada día y cada noche de la semana que allí estuve me acompañan hasta hoy”. Hasta el alejamiento, porque no se encuentra la forma del “decir” o la que se encuentra es una “verdad molesta” y entonces hay que hacer otro movimiento, esta vez para difuminar.

Y es que, a su vez, y como un típico gesto bolañano, a medida que el capítulo avanza, lo real se corre para dar lugar a ciertas imágenes de ensoñación que diluyen la realidad, como si fuera una forma de abrirnos el secreto del mundo, por ejemplo, la “culpabilidad” de Hass, siempre distorsionada y lejos de comprobarse: “Pero Hass era incansable y parecía salirse de la realidad (o intentaba sacar de la realidad a los judiciales con frases inesperadas y preguntas incoherentes”.

Estas ensoñaciones entrelazan las lógicas y los regímenes de verdad, posibles perpetradores e investigadores:

Según Ordoñez, la expresión de Lalo Cura era muy rara, no de sorpresa, sino más bien de felicidad. ¿Cómo de felicidad? ¿Se reía? ¿Sonreía?, le preguntaron. No sonreía, dijo Ordoñez, se le veía concentrado, reconcentrado, como si no estuviera allí, no en aquel momento, como si estuviera en el barranco de Podestá, pero a otra hora, a la hora en que habían matado a aquella fulana.

El judicial Juan de Dios Martínez piensa: “Si abría los ojos, sin embargo, y observaba el mundo real y procuraba controlar sus propios temblores, todo seguía más o menos en el sitio”. A lo real le sigue la ensoñación y a la ensoñación se le impondrá lo real, un movimiento que acompaña la lógica del “círculo sin fin” de los crímenes.

Totalizadores e imaginarios:

La acumulación de lugares funciona como totalizador: “basurero”, “desierto”, “desagüe”, “taller”, “descampado”, “edificio abandonado”, es decir, todos los lugares. Del mismo modo, pueden totalizarse los femicidios: las mujeres que “aparecen” pueden tener diez años o cuarenta, ser anónimas y que nadie reclame su cuerpo o tener nombre y apellido y gente que las busque. De esta forma, la indeterminación, la falta de precisión o los detalles escrupulosos y azarosos que se concentran en un lugar en el que se cometió un femicidio o en una mujer determinada operan como una amenaza latente. El femicidio puede ocurrirle a cualquier mujer de Santa Teresa y, llevado hacia afuera de la ficción, en “todos los lugares” y a “todas las mujeres”.

En Frente al límite (1991), Todorov dice: «Un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información»‘. Me atrevo a decir que “La parte de los crímenes”, en el sentido contrario con relación a las cifras, lo hace acumulando cadáveres uno tras otro, individualizándolos en la acumulación. Porque en la novela todas las víctimas serán “un cuerpo”, como una forma de llamar a esta agencia escondida, esto que es, pero no es, que no está nombrado; entonces el cuerpo puede ser entregado a los estudiantes de medicina para que hagan sus ensayos. O puede ser anónimo, sin papeles o tener nombre y apellido, una historia, un currículum, pertenecer a familias de la vieja burguesía de Santa Teresa, pero todas serán “un cuerpo”.

Y este “cuerpo”, su no agencia, se expande. Es Florita la que ilumina esta cuestión: “Estoy hablando de las niñas y de las madres de familia y de las trabajadoras de toda condición y ley que cada día aparecen muertas en los barrios y en las afueras de esa industriosa ciudad del norte de nuestro Estado. Hablo de Santa teresa”. La vidente que hace ciencia, afirma que sus milagros “son producto del trabajo y de la observación”, totaliza la falta de agencia y la simbolización, es el cuerpo de “todas”, “las niñas y las madres”, por decir “cualquier mujer”/“todas las mujeres”.  

La maquinaria narrativa de Bolaño desborda historias: feminicidios, cine snuff, generaciones de violaciones, periodistas, negocios carcelarios, narcos, desapariciones, burocracia, fobias. Para eso presenta narradores que van describiendo las historias sin aportar “bajadas morales” u “opiniones”. Los narradores “muestran” los feminicidios. Las muertas están, aparecen, se imponen sin necesidad de decirnos “cómo debemos pensarlos”. Un narrador cualquiera presenta algunos aspectos: “el pelo largo hasta la cintura”, “pantalones de mezclilla”, de muchas dirá la altura, de algunas la edad, la forma en que fueron violadas y asesinadas, aunque a veces “no se puede determinar” o presente dos versiones o los documentos se pierdan en alguna instancia burocrática.

Fatiga

Luego de enlistar, sin tono de denuncia, la constitución de una fratría masculina, los chistes de policías (como propone Fermín Rodríguez que los relaciona con el “biopoder”), un sistema que vincula un segundo Estado, como propone Segato, por fuera del Estado, encontramos una lógica narrativa (por encima de todos los narradores) que inicia su gesto de fatiga en el momento en el que la respuesta a la pregunta parece estar más cerca.

Este gesto se pone de relieve en uno de los últimos casos nominales, investigados conscientemente, cuando los nombres de los sospechosos comienzan a mezclarse y asociarse sin rumbo. El narco Pedro Rengifo y su ex-socio actual competidor, Campuzano; el rector de la Universidad de Santa Teresa, Pablo Negrete y su hermano, jefe de la policía, Pedro Negrete, todos hombres poderosos como una puesta en escena de la Fratría masculina. “En diciembre, y éstas fueron las últimas muertas de 1996” encuentran los cuerpos de “Estefanía Rivas, de quince años, y de Herminia Noriega, de trece. Ambas eran hermanas de madre”, una vecina telefonea para informarle a la madre del hallazgo, entonces el narrador desliza:

Desconsolada, la vecina volvió a su casa, en donde la aguardaba la otra vecina y las niñas y durante un rato las cuatro experimentaron lo que era estar en el purgatorio, una larga espera inerme, una espera cuya columna vertebral era el desamparo, algo muy latinoamericano, por otra parte, una sensación familiar, algo que si uno lo pensaba bien experimentaba todos los días, pero sin angustia, sin la sombra de la muerte sobrevolando el barrio como una banda de zopilotes y espesándolo todo, trastocando la rutina de todo, poniendo las cosas al revés.

La investigación de esas muertes nace trunca, “así que los grupos operativos quedaron estructurados tal como dispuso Ortiz Rebollo y los policías, con gesto cansado, como soldados atrapados en un continuum temporal que acuden una y otra vez a la misma derrota, se pusieron a trabajar”. Luego, Juan de Dios Martínez está en la casa en la que violaron y asesinaron a las dos hermanas para hacer la pesquisa: “Entró y se arrodilló junto al cuerpo de Estefanía y lo examinó detenidamente hasta perder la noción del tiempo”. Y la derrota lo invade como “los programas nocturnos que llegaban por los cuatro puntos cardinales del desierto”.

“El secreto del mundo”

El gesto de fatiga acompaña dos movimientos: mientras nos alejamos del comienzo del “ciclo de asesinatos”, como primer paso, se reduce la “resolución de los casos”. De hecho, todas esas resoluciones remiten a “feminicidios domésticos” (o culpabilizar a cualquiera que aparezca cerca de la escena y sea pobre), y mientras esto ocurre, por el otro lado las alusiones a la dicotomía “real/ensoñación” se presentan con mayor fuerza.

A medida que la sección avanza, pareciera que el agenciamiento del Estado se extenuara y no pasara de meros gestos (algunas reuniones, la convocatoria a Kessler como especialista que dicta conferencias en las que solicita “más iluminación y presencia policial”). Los intentos de “contrarrestar” o paralizar la ola de feminicidios son paraestatales. Si los crímenes corresponden a un segundo Estado, las investigaciones, como la que encarga la diputada Azucena Esquivel Plata, son también paralelas.  

La realidad parece duplicarse: por un lado, la realidad de los feminicidios (que parecen un mal sueño) y, por otro, la realidad como algo inimaginable que se escurre porque lo abarca todo. La narración enloquece y transcurre en este doble plano, ya no hay posibilidad de encontrar un régimen de verdad, como piensa el investigador judicial Efraín Bustelo, “que no tardó en descubrir que los hermanos Cifuentes sólo tenían un poco más de entidad que un par de fantasmas”, le pasa también a Kessler, el especialista que viaja a Santa Teresa:

La conocía, claro que sí, sólo que a veces la realidad, la misma realidad pequeñita que servía de anclaje a la realidad, parecía perder los contornos, como si el paso del tiempo ejerciera un efecto de porosidad en las cosas, y se desdibujara e hiciera más leve lo que ya de por sí, por su propia naturaleza era leve y satisfactorio y real.

Si en el principio del capítulo la realidad es casi palpable ‒hay muertas, sospechosos, acusados, como el propio Hass‒, hacia el final todo transcurre en una lasitud machacada por la brutalidad de las muertes, por el continuum de la fatalidad, de la inoperancia y la imposibilidad de detener la avalancha de cadáveres apilados. Es entonces cuando los personajes, acompañando la trama, se van corriendo hacia la ensoñación y develan sus pesadillas.

Así, “La parte de los crímenes” saca a la luz la violencia del segundo Estado para atisbar algunas respuestas a la pregunta sobre “el secreto del mundo”. Ciudad Juárez, Santa Teresa, Buenos Aires, Ciudad de México, todo es lo mismo, como le dice Demetrio Aguila a Harry Magaña (que investiga la desaparición y muerte de Lucy Anne Sander): “En ocasiones Harry le preguntaba por qué no iba con él a Arizona y el mexicano le contestaba que era lo mismo, Arizona, Sonora, Nueva México, Chihuahua, todo es lo mismo”.

Abelardo Castillo dice en El que tiene sed que el secreto del mundo es “que siempre puede pasar algo peor”, Bolaño, además, lo muestra.

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Mujeres que abortan y criminalización

Por: Jimena Reides

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Jimena Reides aborda las narrativas sobre la criminalización del aborto en la Argentina, las cuales presentan casos verídicos de mujeres que fueron injustamente encarceladas, como es el caso de Belén, la joven tucumana que pasó tres años en prisión por un aborto espontáneo. La autora analiza entonces los modos en que, antes de la promulgación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en nuestro país, el sistema de justicia criminalizaba a las mujeres cuyos abortos se encontraban dentro de las causales permitidas por la Interrupción Legal del Embarazo (ILE).


Existen algunas narrativas con respecto a la criminalización del aborto, y en especial en casos de mujeres pobres, que se repiten en los libros Dicen que tuve un bebé (2020) de María Lina Carrera y Somos Belén (2019) de Ana Correa, así como en el libro Libertad para Belén de Soledad Deza (2016), que fue publicado por la abogada de Belén luego de que la joven recuperara su libertad. Para ello, voy a tomar como ejemplo los libros mencionados anteriormente que se publicaron en nuestro país en los últimos años.

De esta forma, el objetivo de este artículo es narrar algunos casos conocidos de mujeres que se sometieron a abortos clandestinos en la Argentina antes de la promulgación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) N° 27.610 de 2020, cuando el aborto en la Argentina solo era no punible en los casos contemplados por el Artículo 86 del Código Penal: en caso de que hubiese peligro de vida o de la salud de la madre y no quedaba otra alternativa, o en caso de que el embarazo resultase de una violación o de un atentado “al pudor” sobre una mujer con algún tipo de discapacidad mental. No obstante, ese artículo del Código Penal muchas veces se incumplía, debido a que se ocultaba lo que verdaderamente había ocurrido o se demoraban los tiempos para que se excediera el plazo límite para realizar el aborto dentro del amparo de dicho artículo. Así, mediante estos casos verídicos, haré un análisis de cómo estas mujeres se ven criminalizadas e invisibilizadas ante dicha situación.

Las mujeres que tuvieron un aborto espontáneo fueron condenadas no solo por los médicos, sino también por el sistema penal y se las acusó de homicidio agravado por el vínculo. Por lo general, esta es la figura dentro de la cual se tipifica este tipo de casos. Así, se puede observar la forma en que el sistema penal refuerza la idea de maternidad. De esta manera, incluso algunos casos que fueron simplemente eventos obstétricos involuntarios fueron catalogados como homicidio. Se puede observar que las instituciones médicas y judiciales ejercen un rol abusivo con respecto al cuerpo de la mujer, colocándolo en un estado de indefensión total y (en el caso de los médicos) violando completamente el secreto profesional y la confidencialidad entre médico y paciente.

En el libro de Ana Correa, la autora cuenta que Belén era una chica que tuvo un aborto espontáneo y que no sabía que estaba embarazada. Al momento de dirigirse al hospital porque estaba con dolores fuertes, se enteró de que estaba atravesando un aborto. Ahí comenzó la pesadilla de Belén, pues intervino la policía en el caso (avisada por los médicos que la estaban atendiendo) y terminó encarcelada injustamente durante tres años, hasta que intervino una abogada que la ayudó con su caso. Así, la Corte Suprema de Tucumán ordenó su liberación luego de que la hubiesen condenado a ocho años de prisión por homicidio agravado por el vínculo. El caso de Belén es uno de los tantos casos en los que la justicia patriarcal funciona en contra de los derechos y los intereses de las mujeres. En particular, la provincia de Tucumán es reconocida por las decisiones aberrantes que los jueces suelen tomar en contra de las mujeres, de sus cuerpos y de sus derechos reproductivos.

Como bien se explica en el libro Libertad para Belén, el caso estuvo plagado de irregularidades desde el primer momento. Para empezar, se le dictó prisión preventiva debido al “riesgo de fuga”, cuando era claro que, para una persona con sus recursos, esto resultaría imposible. Además, las pruebas recolectadas durante la investigación previa al juicio también se vieron alteradas y eran erróneas y confusas, ya que se contradecían entre sí y los puntos temporales no seguían un orden cronológico. Por ejemplo, luego de que en un comienzo el diagnóstico fuese un aborto espontáneo sin complicaciones, más adelante la Defensora llega incluso a hablar de estado puerperal, algo que nunca existió. Cabe aclarar que esta Defensora asignada por el Estado nunca creyó en la inocencia de Belén y que desestimó muchas de las pruebas fundamentales en cuanto a las irregularidades en la investigación, las cuales habrían ayudado a probar la inocencia de Belén.

Asimismo, como puede observarse en el libro Dicen que tuve un bebé, que reúne las circunstancias atravesadas por mujeres encarceladas luego de un aborto, en estos casos “el bien jurídico tutelado no es la infancia, la vida en general ni la de las personas gestantes en particular, como se suele afirmar”. Se considera que los cuerpos ya no son el ámbito privado de la mujer, sino que pasan a estar en la esfera de lo social y, por lo tanto, el poder que dicha mujer tiene para decidir sobre su propio cuerpo queda en manos del Estado. Además, en estos casos hay una condena moral evidente, donde esa condena y presunción de culpabilidad se traslada automáticamente desde el ámbito médico hasta al proceso penal. Todas estas mujeres son condenadas por los sectores conservadores de la sociedad, como es el caso de la sociedad tucumana, y por el conjunto de agentes que intervienen (médicos, policía, jueces e incluso abogados defensores), mucho antes de que ellas tengan la oportunidad de narrar qué fue lo que en verdad sucedió. Hay una violación sistemática de sus derechos. Por eso es tan importante que el sistema judicial sea un sistema que muestre perspectiva de género y que garantice la justicia, en lugar de ser una forma de disciplinamiento.

Se condena a las mujeres por no cumplir con el rol esperado de la maternidad, porque muestran “indiferencia” con respecto a lo que se espera de ellas y se las culpa por haber quedado embarazadas, desligando de toda responsabilidad a sus parejas. La mujer es así responsable de su cuerpo en cuanto a métodos anticonceptivos, por ejemplo, pero, en el caso de un embarazo no deseado o si desconociera su situación de embarazo, ya no tendría voz ni decisión sobre cuerpo.

Pero estos no son los únicos casos en los que se puede ver esa conducta repetida de criminalización de las mujeres pobres. En el libro La intemperie y lo intempestivo (2011) de July Chaneton y Nayla Vacarezza se toman también las voces de varones (a diferencia de los otros dos libros mencionados anteriormente), y se puede ver que los patrones siguen siendo los mismos, aunque ya desde una perspectiva un poco más amplia. Asimismo, se puede ver esa “urgencia” en hacerse el aborto, como se dice al comienzo del libro: “[…] Ella buscará los medios para interrumpir cuanto antes el proceso que se ha iniciado en su cuerpo”.

El libro mencionado es muy interesante pues, como ya se mencionó, también se escucha la opinión de los varones con respecto al aborto. De esta forma, a través de las distintas entrevistas que conforman el libro, en algunos de los ejemplos se puede ver la posición que toman algunos hombres con respecto a sus parejas en casos de embarazos no deseados: la mayoría de ellos admite que, en estos casos, el poder de decisión y la autoridad sobre qué hacer es de la mujer. Aunque algunos de los varones entrevistados reconocen que querían que se siguiera con el embarazo, también se puede ver a través de sus relatos que admiten que este tipo de “potestad” de decidir sobre su cuerpo pertenece en última instancia a las mujeres, pues son quienes, después de todo, deben llevar adelante el embarazo. En otros casos, las mujeres explican que ni siquiera les dieron voz a los varones para que pudieran decidir qué hacer. Cabe aclarar que estos son casos bastante particulares pues, en la mayoría de los casos, las mujeres se ven forzadas a seguir con el embarazo por toda la cuestión social que gira en torno al aborto y, además, por miedo a lo que puedan llegar a pensar sus parejas, no se atreven a plantear la posibilidad de realizarse un aborto.

Así, en tanto aparecen distintas voces masculinas en La intemperie y lo intempestivo, pueden verse muchos posicionamientos opuestos: varones que sienten que perdieron la posibilidad de decidir, esa posición de “poder” que tienen en la jerarquía tradicional de los géneros con respecto a las mujeres; varones que pierden su autoridad sobre el cuerpo de la mujer, ya que la decisión de abortar ya está tomada; varones que adquieren —para variar— una posición subjetiva, que se sienten desplazados; varones que quieren mostrar que actuaron de forma “moralmente correcta”, pues en ningún momento pensaron en dejar de acompañar a la mujer o de abandonarla, en “borrarse” como dicen algunos de los relatos; varones que muestran su desapego afectivo, que no se sintieron parte del proceso; varones que sienten que no tienen nada que ver con la situación, que se ponen a la defensiva; y también, varones que acompañan y que comprenden la situación de vulnerabilidad y fragilidad que atraviesa la mujer.

Con respecto al juzgamiento de las mujeres, en ninguno de estos casos se cumplió con el principio de imparcialidad que se debe garantizar en la defensa en realidad no se cumplió, ya que estas mujeres habían sido juzgadas por su condición de mujeres y mujeres pobres con anterioridad. Se aprovechan de su desconocimiento de las leyes que las amparan y de que, en muchos casos, no tienen acceso a una defensa que les garantice sus derechos. También puede ocurrir como en el caso de Belén, en el que su primer abogado solo cobró sus honorarios sin siquiera defenderla y, antes del juicio, renunció, dejándola totalmente desamparada.

La cuestión del encarcelamiento de las mujeres que abortan no es otra cosa que una estigmatización de quien se considera “mala” porque transgredió el rol esperable, que es el de esposa y madre. Asimismo, un factor interesante que se menciona en Somos Belén es que a las presas se les asignaban tareas de cocina, costura o jardinería (oficio que ella aprende allí y que, más tarde, le servirá para subsistir de alguna manera cuando quede en libertad). Este tipo de trabajos manuales que deben hacer las mujeres en la cárcel tampoco tienen en cuenta cómo podrán acceder a un empleo una vez que salgan de allí.

Un antecedente del caso de Belén, que también fue muy importante en cuanto vulneración de derechos, fue el de María Magdalena. En esa ocasión, que guarda muchas similitudes con todo lo que vivió Belén, la Justicia terminó absolviendo a una chica que había sido acusada de realizarse un aborto por parte de sus médicas. Una vez más se había violado el secreto profesional y se había quebrantado la relación entre médico y paciente. Es interesante observar que la abogada que llevó el caso de María Magdalena fue la que más adelante ayudó a Belén con el suyo.

Lo grave de estos casos abarca varias aristas. Por un lado, se puede ver como la justicia tucumana no solo investigaba casos de abortos provocados o abortos seguidos de muerte (previo a la sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo), sino que además investigaba —ilegalmente— las denuncias por abortos espontáneos o naturales. Estas denuncias eran radicadas por los médicos tratantes de estas chicas que, desde un comienzo, eran colocadas bajo el ojo acusador de sus médicos, independientemente de lo que ellas explicaran o intentaran contar con respecto a lo que había sucedido. Además, estas mujeres no solo eran consideradas “asesinas de sus hijos” por los médicos o auxiliares de los hospitales a donde habían ido, sino que, también, eran juzgadas posteriormente por los agentes judiciales (desde la policía hasta abogados y jueces) que reforzaban el concepto de justicia patriarcal, donde la mujer supuestamente debe tener la obligación de cuidado para con sus hijos, en el que la mujer tiene un instinto maternal que se contradice completamente con esa idea de “querer deshacerse de sus hijos”.

Los discursos patriarcales se pueden ver en reiteradas ocasiones. De esta forma, las mujeres quedan totalmente desamparadas ante el escrutinio de las personas que, en teoría, deberían protegerlas y cuidarlas, esto es, sus médicos y sus abogados principalmente. Una vez más, en el caso de Belén se puede ver que ella queda totalmente a la deriva primero en el hospital, pues no le creen que ella no sabía que estaba embarazada; luego, su abogado solo tiene el objetivo de cobrar por el caso, pero no muestra ningún interés en defenderla, y la abandona antes de que comience el juicio; por último, la defensora asignada que recibe de forma gratuita ni siquiera investiga su caso, no se preocupa por escuchar su voz: asume que Belén es culpable y que la sentencia la favorece.

Otra cuestión es la postura del Estado en perpetuar los estereotipos que discriminan a las mujeres por su género. Se violenta así a la mujer y se atenta contra su salud sexual y reproductiva; no se respetan ni se garantizan sus derechos. El cuerpo pertenece a la esfera de lo privado. Esto parece una obviedad pero, en los casos que se narran en los libros Somos Belén y Dicen que tuve un bebé, se puede ver que el cuerpo de la mujer es constantemente violentado. Este pasa al ámbito público, los distintos operadores que intervienen en cada caso atacan a las mujeres por motivos que ya se mencionaron: su condición de mujer y su condición social. Cuando la mujer se toma meramente como un cuerpo que tiene el propósito de reproducirse y de realizar tareas en el ámbito de lo doméstico, se vulneran profundamente sus derechos, y se empiezan a visibilizar distintos tipos de abusos a través de “castigos” (se rompe el derecho de confidencialidad de los médicos, los agentes jurídicos no respetan sus garantías ni derechos constitucionales y, en última instancia, toda la sociedad conoce sus casos y las juzga por su accionar, aunque este no haya sido el que se da a conocer). La mujer pasa a ser de víctima a criminalizada.

El caso de Belén resultó favorable en su sentencia en gran parte debido a la relevancia pública que tomó. Luego de que la abogada defensora Soledad Deza (que había defendido con anterioridad a María Magdalena) tomara el caso, este se difundió por distintos medios de comunicación: en un primer momento, medios locales más “disidentes” si se quiere, ya que no debemos olvidar el carácter conservador que, en la mayoría de los casos, rige a la justicia en la provincia de Tucumán. Una vez que el caso alcanzó notoriedad, incluso llegó a medios internacionales y, a partir de ese momento, se hizo eco en todos lados. Mujeres de distintas ciudades marchaban defendiendo a Belén y exigiendo su liberación. Una característica muy particular de las marchas era el uso de máscaras blancas, con la idea de preservar la identidad (no solo la de Belén), sino también para explicar que la terrible situación que estaba atravesando Belén podía ocurrirle a cualquier mujer. Finalmente, ni siquiera eso se respetó. Luego de la sentencia a favor de Belén, la Justicia filtró su nombre y los medios periodísticos comenzaron a ir a su barrio a buscarla para hacerle entrevistas y obtener una foto. Afortunadamente, luego se eliminó su verdadero nombre de las publicaciones donde había parecido. Así, se puede ver una vez más como se continuó violentando a Belén incluso después de que se demostrara que era inocente, atentando contra la confidencialidad de su identidad. Con respecto a la sentencia judicial de la Corte, el fallo admitió que se había violado el secreto profesional y que las pruebas ofrecidas eran contradictorias, ya que no se evidenciaba la exactitud de los datos otorgados (por ejemplo, donde ocurrieron los hechos, a qué hora, que Belén era la autora material del hecho en sí) y, lo que es peor, había pruebas que ni siquiera se habían agregado al expediente.

Para concluir, en todos estos casos analizados se puede ver que, previo a la sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) N.° 27.610, se violentaba de forma sistemática el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. De hecho, a pesar de que la ley ya se aprobó, esto sigue sucediendo en algunas provincias como Tucumán y San Juan, ya que los grupos que están en contra del aborto siguen poniendo trabas por medio de medidas cautelares u otras maniobras que buscan retrasar el aborto para que se exceda el límite de tiempo estipulado por la ley de catorce semanas y que, de esa forma, ya no se pueda realizar el procedimiento. En los casos mencionados en los libros, existía el agravante de que estas mujeres estaban solas, eran de clase baja y, en los casos que llegaron a judicializarse, no tuvieron una defensa adecuada. Queda por ver si la ley aprobada en diciembre de 2020 se cumplirá y respetará de manera efectiva aunque, teniendo en cuenta algunos casos que salieron a la luz en estos últimos meses (en especial en provincias que se caracterizan por su postura religiosa y conservadora), deberemos seguir luchando para que se siga la ley y los abortos se puedan practicar sin ningún tipo de impedimento o estigmatización de las mujeres. Para ello, es fundamental que los médicos puedan proporcionar la información pertinente a sus pacientes para que sepan cómo proceder en estos casos, siempre respetándose su cuerpo y su derecho a decidir.

LA HISTORIA ALTERADA

Por: Julio Ramos

Presenté el trabajo que sigue en la serie de conferencias titulada “Nuevas Perspectivas de Historia Intelectual Latinoamericana” en la Universidad Nacional de Quilmes, Argentina, el 4 de junio de 2021. Agradezco a Martín Bergel la invitación a participar en ese ciclo de charlas ofrecidas en el marco del Seminario de Historia Intelectual de la UNQ, y a Elías Palti, director del Centro de Historia Intelectual, sus palabras de introducción. El registro en video de la conferencia, entonces titulada “La droga en las fronteras de la historia intelectual”, está disponible en el canal del CHI en youtube e incluye una sesión de preguntas y respuestas moderada por Dhan Zunino Singh, coorganizador de la serie, a quien también agradezco su hospitalidad.


Voy a comentar sobre una inflexión farmacológica de la literatura y la teoría cultural contemporáneas antes de proponerles una aproximación al poema “Valium 10” (1972) de la escritora mexicana Rosario Castellanos, una inesperada narcografía de la vida doméstica.  

En la medida en que las drogas alteran la relación entre vida material, percepción y políticas del cuerpo, suscitan una serie de preguntas sobre los límites de la categoría moderna del sujeto. Desde principios del siglo XIX, cuando la alteración sensorial se convierte en un motivo recurrente de las exploraciones literarias en las fronteras y límites racionales de la modernidad, los intentos de conceptualizar la experiencia de las drogas se han enfrentado a una paradoja recurrente. Las sustancias transforman el tejido sensorial de un principio de realidad secularizado, de modos que frecuentemente se han identificado con el objeto mismo de la estética en su promesa de una relación alternativa con la vida, el cuerpo, la experiencia y la percepción misma, desatada idealmente de los rigores de la razón instrumental. Paradójicamente, cuanto más fuertes son las sensaciones que producen las drogas, más expuesto queda el sujeto al uso compulsivo. Este es al menos el caso de los analgésicos y estimulantes, modelos genéricos en el siglo XIX de las dos sustancias que interesan en estas discusiones, la morfina y la cocaína, ambas procesadas inicialmente en laboratorios europeos, aunque derivadas de una historia extractiva colonial, con sus cuerpos, materialidades y tiempos asincrónicos. El hachís y el cannabis ocupan también un lugar destacado en la farmacopea literaria desde el siglo XIX, pero no tienen el mismo vínculo con la producción industrial de fármacos que nos interesa explorar aquí.

Al menos desde De Quincey (1821) y Baudelaire (1860), los placeres de los paraísos artificiales han estado minados por los agujeros abismales de la repetición compulsiva, la caída del sujeto moderno, orientado normativamente al rendimiento y a la instrumentalización del entorno, en estados de abulia e inacción extrema. Significativamente, De Quincey, Baudelaire y el heterónimo de Pessoa, Álvaro De Campos (1915) asociaron las secuelas de la experiencia de las drogas con la ruptura de la voluntad y el colapso de los atributos que definen a un sujeto activo, autónomo y soberano. De ahí se desprende, como sugería De Quincey en sus Confesiones de un inglés comedor de opio, que los efectos de las drogas se conviertan pronto en un asunto atractivo para la investigación filosófica, incluso antes que para la historia. Las drogas producen la imagen invertida de categorías filosóficas modernas como la voluntad, la libertad, la autonomía del sujeto, a la vez que suspenden las coordenadas del principio normativo de realidad, los amarres que aseguran la integridad de la persona en un orden simbólico y jurídico.  No es de extrañar, entonces, en un momento u otro, que en la obra de varios de estos autores que acabo de mencionar, el viaje impulsa al narconauta por las rutas de una pesadilla orientalista farmacolonial en el accidentado itinerario de un cosmopolitismo irónico que culmina posiblemente con las fugas contraculturales a México y a Centro y Sur América de la generación Beat.

La paradoja del fármaco como remedio y veneno es recurrente aún en perspectivas contemporáneas que oponen el potencial liberador de la experiencia drogada al control de los sentidos y a la conciencia identificada con la producción institucional de la verdad. Peter Sloterdijk, por ejemplo, ha argumentado que la historia de la filosofía occidental podría narrarse como el devenir de estrategias para contener o expulsar las descargas sensoriales del éxtasis y el entusiasmo del dominio legítimo de la verdad filosófica. Este argumento se basa en una especie “hipótesis represiva”, podríamos llamarla siguiendo muy libremente las paradojas del análisis foucaultiano de la proliferación de discursos de la sexualidad reprimida.  Se basa en la escena primaria de la oclusión de la experiencia alterada originada en los rituales del chamanismo. En esto Sloterdyjk coincide con los argumentos más programáticos de la historia general de las drogas de Antonio Escohotado, un punto de referencia ineludible en las investigaciones históricas de este campo. En la Historia general de las drogas de Escohotado los estados de éxtasis y la experimentación son explicados como formas de disidencia o “desobediencia farmacológica” que se oponen, primero, a la centralización religiosa y posteriormente, ya en un mundo secularizado o desencantado, a los controles estatales sobre el individuo y su cuerpo, aposento primero de su derecho y posesión de acuerdo a Escohotado. En efecto, en la monumental Historia general de las drogas, la hipótesis represiva conduce a Escohotado a una especie de individualismo radical, entramado en una crítica de la prohibición que proclama los derechos individuales del sujeto a alterar su cuerpo, su mente, su percepción o lo que le dicte su deseo, contra los controles e interdicciones del Estado.  No hay que ignorar la deriva liberal de Escohotado, para reconocer el peso indiscutible del prohibicionismo, su fuerza opresiva, históricamente inseparable de la moral que impulsa a las interminables cruzadas contra las drogas y que subyace a la panoplia de discursos médicos, jurídicos y policiacos que se producen en su entorno. Desde comienzos del siglo XX, estos dispositivos han operado mediante construcciones normativas del cuerpo ideal ciudadano, en el cruce higienista de la medicina y la criminología, según ejemplifica el libro sintomático del Dr. Gregorio Bermann publicado en Córdoba, Argentina, en 1926, una de las primeras referencias latinoamericanas a la emergente “ciencia” de la toxicomanía, inseparable de las primeras leyes de regulación o control del consumo, producción y distribución de las sustancias controladas. La novela corta Sebastián Guenard del escritor puertorriqueño José de Diego Padró (1924), con trama situada en Chinatown de Nueva York, registra cabalmente el tránsito de la droga como dispositivo de una subjetividad bohemia o “decadentista” a la patologización y criminalización.

Aunque supone una historia insoslayable de prohibiciones y guerras contra las drogas,  la hipótesis represiva confirma la importancia de un tropo de historia contracultural en el que las sustancias que alteran la sensibilidad, en particular los alucinógenos y el cannabis, y más recientemente otros diseños psicoactivos, como el éxtasis y algunas variaciones de la metanfetamina, son considerados herramientas de resistencia o subversión contra las demandas que se fraguan como horizonte normativo del cuerpo ciudadano en el despliegue de los múltiples dispositivos biopolíticos que puntualizan la historia de las drogas, la prohibición y sus efectos en el complejo industrial-carcelario. Lo que a su vez ayuda a explicar por qué los estados alterados suscitan sistemáticamente reacciones morales y disciplinarias en discursos transitados por la ética del trabajo y la productividad a contrapelo de los usos del cuerpo basados en contra-economías del goce, el gasto y el exceso.

Esto conduce a varios cuestionamientos y posibles debates. 1) El primero tiene que ver con los efectos sociales, económicos, médicos y espirituales de lo que Eve Kosofky Sedgwick relaciona con las “epidemias de la voluntad”, una contribución a la historia de los hábitos y las compulsiones no ya como una condición excepcional de individuos aislados, sino como un horizonte de la subjetividad en las sociedades modernas, marcadas por la historia del consumismo desde sus orígenes en el siglo XIX.  2) La segunda cuestión tiene que ver con la expansión global del régimen farmacológico, donde los experimentos de alcance biomédico, genético o neuroquímico transforman la vida y, con ello, nuestra comprensión de las fronteras entre lo humano y lo no-humano, la vida alterada tecnológica o químicamente. 3) El tercer asunto que no se explica mediante un enfoque contracultural o libertario de las drogas, tiene que ver con una dimensión necropolítica notable, por ejemplo, en el alcance de la epidemia de opioides y de la heroína sintética en los Estados Unidos y otras partes del mundo, probablemente el principal problema de salud pública en ese país hasta que la pandemia actual del COVID lo desplazó casi por completo. La crisis de los opioides ha impactado la discusión acerca de las sustancias en los regímenes de alteración, al menos, de dos maneras: primero, ahora enfrentamos los factores de una crisis desencadenada por drogas manufacturadas industrialmente y en muchos casos legalmente recetadas; segundo, la llamada epidemia de los opioides sintéticos durante la última década reintroduce el elemento de la muerte en el control contemporáneo de las poblaciones vulnerables y abandonadas. Esto complica las distinciones entre drogas legales e ilegales que distribuían aún los límites del análisis de la narco-cultura en un arco de reflexión sobre droga y violencia que culmina en el libro Capitalismo gore de Sayak Valencia, con el antecedente importante de los trabajos antropológicos de Philip Bourgois en el Harlem puertorriqueño de Nueva York. Dicho de otro modo, la droga no es sólo el objeto de economías de una violencia salvaje (o gore), externa de los territorios de la violencia legítima, sino un aspecto del capitalismo contemporáneo.

Cuando se aborda desde el punto de vista de estas tres discusiones, la hipótesis general que sostiene que las drogas han sido sistemáticamente reprimidas en la historia del capitalismo, requiere, por lo menos, algunos matices y discusiones. Sin subestimar los efectos letales que abundan en la larga historia del prohibicionismo y el correlato del complejo médico-carcelario, es necesario reconocer, al mismo tiempo, que la producción de las drogas prolifera en coyunturas diversas y contribuye de múltiples maneras al proceso de nuevos modos de subjetivación y control social, una preocupación que tanto Aldous Huxley como William Burroughs trabajaron intensamente en sus ficciones distópicas sobre la sociedad de control, Brave New World (1932) y The Soft Machine (1961) respectivamente.[1] Ciertamente no estamos hablando ya de un régimen biopolítico basado en el doble movimiento foucaultiano de individuación y disciplina, cuerpo y población, sino de formas de alteración o modulación de la vida en sociedades contemporáneas de control, según la propuesta de Gilles Deleuze.[2] Ya en el “Post-scriptum sobre las sociedades de control” de 1990, Deleuze mencionaba, sin elaborar casi, “la producción farmacéutica […], los enclaves nucleares [y] las manipulaciones genéticas” que cumplen un papel en la configuración de nuevos regímenes del poder sobre la vida. Con más tiempo convendría notar la deriva en elaboraciones posteriores de este concepto en los debates sobre lo que Lazzarato llama el “noo-poder”, es decir, el poder de la virtualidad y las modulaciones de la vida anímica en la era del trabajo inmaterial; así como en las discusiones ya bastante generalizadas sobre el psico- y neuro-poder.[3]

Por ahora quiero mantenerme cerca de la dimensión farmacológica de estas consideraciones. La formidable acumulación de capital farmacéutico desde finales del siglo XIX hasta el presente se ha sostenido en una demanda de productos orientada por dos objetivos decisivos en las políticas del cuerpo de la ciudadanía moderna: por una parte, las garantías inmunológicas y la cura de enfermedades contagiosas; y, por otra, no menor en sus efectos materiales y simbólicos, el control del dolor, marco que se amplía notablemente desde la Guerra Fría, en la deriva más reciente de la psico- y neuro-farmacología. En este sentido, al considerar los supuestos teóricos o conceptuales que marcan la investigación histórica en este campo, es importante recordar dos trabajos pertinentes sobre los poderes y materialidades farmacológicos. El primero es el texto clásico de Susan Buck-Morss sobre la relevancia de la historia de la morfina para una relectura del trabajo de Walter Benjamin, y su acercamiento al papel anestésico que cobra la vida material en las fantasmagorías.  Su ensayo  abrió una ruta alternativa para el estudio de la aiesthesis moderna y la plasticidad de la experiencia sensorial transformada por los cambios tecnológicos del capitalismo y por la intensificación de los estímulos urbanos, particularmente en las fábricas y la vida en la calle. El segundo corresponde a Paul Beatriz Preciado quien, en un giro que expande la noción foucaultiana del biopoder y el debate sobre la sociedad de control, introduce el análisis de las modulaciones contemporáneas de la sexualidad y el control de la natalidad bajo un régimen basado en “los modos de “subjetivación fármacopornográficos”.  Me refiero a su formidable cruce de teoría y narrativ