Cartografías de la memoria. Postales de Sudáfrica en la obra de William Kentridge

 

Por: Luciana Caresani

Imagen: Fotograma de Stereoscope

 

Luciana Caresani analiza los filmes Johannesburg: 2nd Greatest City After Paris (1989), Stereoscope (1999) y Other faces (2011) del multifacético artista sudafricano William Kentridge. Allí reconoce la urbe contemporánea como palimpsesto donde se inscribe y se hace tierra la memoria, construida sobre las escrituras del horror que perviven como marcas en la ciudad y atraviesan a vivos y muertos en desgarradores gritos y condenados silencios.


Trazos, marcas, geografías que delinean el paisaje de una ciudad. Ensayos estéticos que buscan confeccionar un mapa de la memoria sobre lo que quedó de una Sudáfrica post-apartheid son sólo algunas de las formas posibles para pensar la obra del artista sudafricano William Kentridge. Nacido en el año 1955 en la ciudad de Johannesburgo, sus trabajos pueden ser recorridos desde la pintura a la escultura, el grabado y el collage e incluso a través de sus colaboraciones en el ámbito teatral. No menor es su aporte como cineasta, en donde se destacan diversos films de animación elaborados a partir de sus propios dibujos.

En su cine, son varios los cortometrajes que permiten pensarse como parte de una misma serie, entre los cuales se incluyen los films Johannesburg: 2nd Greatest City After Paris (1989), Stereoscope (1999) y Other faces (2011). Pese a la distancia temporal de aproximadamente diez años entre la realización de cada uno de ellos, aparece no obstante cierta continuidad narrativa de algunas temáticas: el protagonismo de la industrial y minera ciudad de Johannesburgo, el cruce polifónico de las distintas voces culturales y la casi imposible e irreconciliable integración social de un pueblo que carga sobre sus espaldas las huellas del colonialismo. En el plano cinematográfico, son los rastros de la escritura, la fotografía, las tintas y los lápices los que se van integrando a las líneas y figuras de los carbones y pasteles. Allí, toda la masa de material heterogéneo transmuta, se integra y se re-elabora para pasar a ser absorbida por otra cosa, en una suerte de palimpsesto caótico en donde la ciudad y sus habitantes conviven con los restos materiales del horror. Porque en la poética de Kentridge nada se borra, ningún trazo se quita sin dejar antes su estela en la imagen: todo el movimiento sigue su curso, pero dejando al mismo tiempo entrever, en ese recorrido, sus capas del pasado. Como una cicatriz que, a pesar del correr de los años, no puede ser borrada.

Por eso, el problema acerca de cómo representar Sudáfrica hoy no es solamente sobre cómo evocar a sus muertos sin nombres, a sus masas anónimas sin rostros individualizados o a sus voces sin cuerpos posibles de ser adjudicados. Sino que por sobre todo el dilema radica en cómo dar cuenta, aún hasta en nuestros días, de la construcción de una memoria colectiva. Y es allí, en ese intentar ponerse al hombro el ejercicio de elaborar una narrativa donde el develamiento del artificio se presenta como una posible forma de salida: es una narrativa histórica que ahora debe desnudarse, mirarse y replegarse sobre sí misma. Develarse a través de un minucioso trabajo de archivo, una labor cuasi arqueológica que permita deconstruir los sedimentos de su propio relato. O de sus múltiples relatos inacabados, incompletos. Una cartografía fragmentada de la memoria que se dibuja y se desdibuja como una postal envejecida, casi trunca.

Quizás donde mejor se exprese esa forma de la multiplicidad es en el film Stereoscope que, como bien indica su título en referencia al aparato de observación, implicaría pensar en dos enfoques de la mirada que al juntarse permiten establecer cierta unidad, o más bien, dos caras antagónicas y complementarias de una misma moneda. Esta idea del doble, de una dualidad latente (y que bien podría incluir un juego de oposiciones entre el blanco y el negro, el colono y el colonizado, el victimario y la víctima), se expresa a su vez bajo la forma de un desdoblamiento del propio Kentridge a través del personaje de Soho Eckstein (el arquetipo del empresario blanco de Johannesburgo) que opera, tanto aquí como en el resto de la saga, como un alter ego del artista. En un pasaje formidable del film, el personaje de Soho se halla parado cabizbajo en el medio de una habitación al tiempo que las masas que se manifiestan en las calles son reprimidas por las fuerzas del estado. Mientras que la metáfora de una bomba a punto de estallar genera un increscendo en el ritmo de la escena, del cuerpo del personaje inmóvil empiezan a brotar manchas de tinta color celeste que salpican e inundan el espacio como un llanto imparable. O también, y al mismo tiempo, como la sangre de un cuerpo atravesado por las balas. Y en ese gesto es donde Kentridge encuentra la forma precisa y necesaria mediante la cual su obra cobra una dimensión ética y estética. Pese al aislamiento, el personaje de Soho Eckstein debe asumir y apropiarse de los acontecimientos históricos. Y a su vez, es portador de un cuerpo que habla y que permite ser hablado, dando así testimonio por los cuerpos de las víctimas sin voz.

Pero además, son otros los vestigios del pasado que se presentan como una herida todavía abierta: hacia el final de la misma película, se repite varias veces  en un cartel de neón la palabra en inglés “Give” (dar) a la cual luego se le agrega el prefijo “For-”, conformando así la palabra “Forgive” (dar perdón), en una clara alusión a lo que significó para el pueblo sudafricano durante los años noventa el establecimiento de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación. Pero dicho proceso, en el cual las víctimas de violaciones a los derechos humanos prestaron declaración pública de sus testimonios al tiempo que los propios victimarios podían confesar sus crímenes a cambio de una amnistía, no fue más que el resultado de la imposición de la justicia divina de la tradición protestante (la tradición, de más está decir, del colonizador) por sobre el principio de justicia estatal. De esta manera, el arrepentimiento bajo la figura de la confesión como absolución ocupa el lugar de la penitencia y el castigo. Y por ende, la verdad y el acto de juzgamiento del delito como sustento jurídico y político quedan anulados.

Salvando las distancias, al reflexionar sobre las violaciones a los derechos humanos, no deja de resonar, en el caso de Argentina, lo que implicó para la sociedad entera el Juicio a las Juntas Militares en los años ochenta y la reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad en los últimos años tras la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final. Por ello, y a modo comparativo, la consigna de Memoria, Verdad y Justicia que sentó en nuestro país las bases sobre las cuales articular una postura frente al pasado de la dictadura de 1976, implica, en el caso sudafricano, una tensión latente por el casillero vacío que deja la idea de justicia.

Finalmente, resta pensar: ¿Bajo qué formas se puede hablar de una idea de reconciliación? ¿Es posible pensar en la memoria y en la verdad sin la noción de justicia civil? ¿Cómo hacer para integrar y abonar, conjuntamente, en procesos reparadores de acontecimientos traumáticos a ambos lados del océano? ¿Qué hay de común, qué hay de diverso, qué resta por hacer? Mientras estas preguntas sigan siendo formuladas, la potencia del arte seguirá en movimiento creando espacios más efectivos y dinámicos para traer la memoria al presente.