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Desensamblajes de identidad, perversiones de códigos

Por: Nelly Richard

Como parte del dossier “Arte y moda en América Latina”, Revista Transas recupera el texto “Desensamblajes de identidad, perversiones de códigos”, publicado en el libro Residuos y metáforas (Cuarto propio, 2001) de la crítica chilena Nelly Richard. Aquí la autora explora las identidades culturales expresadas en la ropa usada en un contexto de creciente comercialización de la ropa de segunda mano en los años noventa.


“La conjunción de los códigos de la cultura predominante con las subculturas cuyo acceso a la hegemonía se traba generalmente por su marginalidad cultural, produce una persona periférica que es la suma, en vez de la carencia, de todos los códigos que elige utilizar.

La identidad, en este universo, no es algo esencial, homogéneo o fijo, sino una condición transitoria y múltiple que acontece en la conjunción del siempre cambiante cruce cultural”.

Celeste Olalquiaga

La ropa, los estilos vestimentarios de la moda, son una de las lenguas a través de las cuales se expresan las identidades culturales en un diálogo de voces (canónicas o paródicos) con el discurso ya montado de las clases sociales y de las representaciones sexuales. Las identidades culturales van dando cuenta de sí mismas seleccionando, entre varios tipos de presentación del cuerpo en sociedad, las maneras de vestir que hablan de sus roles, géneros y posiciones, mostrando estilos de vida y costumbres locales que son ahora rediseñadas por las imágenes de todas partes que circulan en direcciones cruzadas por las vías del comercio multinacional.

La comercialización masiva de la ropa usada durante los últimos años en Chile parecería haber multiplicado las confusiones entre lo nacional y lo importado, lo local y lo transnacional, hasta sumergir las fachas vestimentarias de los pobres urbanos en la dislexia de estas prendas sacadas de códigos que se entrecruzan debido a la baratura y la casualidad de las mezclas: restos bastardos de vestimentas importadas, saldos baratos de la serie-moda de las metrópolis son reensamblados por cuerpos populares que deambulan con ellos armando el espectáculo visual de un collage de identidad sin coherencia de estilo ni unidad de vocabulario. La falta de ligazones entre los contextos de referencias a los que se asocia tan disímilmente la ropa usada ha dado lugar a una nueva multiplicidad cultural de significaciones híbridas que atraviesan caóticamente lo popular-urbano, reorganizando segmentaciones locales y diferencias sociales según imprevisibles arreglos de signos, usos, valores y estilos.

El desgaste de lo nuevo

Los intérpretes de la modernidad asocian la definición filosófica y cultural de lo moderno a la predominancia absoluta de la categoría de lo Nuevo que simboliza la idea de progreso con su temporalidad dinámica que se mueve aceleradamente en la dirección del futuro. El espíritu de la modernidad central consiste en “anhelar el cambio”, “deleitarse con la movilidad” y “luchar por la renovación”. Innovación, cambio y renovación, forman la serie de reemplazos y sustituciones que plantean lo Nuevo siempre en ruptura con la tradición de lo ya visto. La modernidad adquiere así la forma de un desfile de modas, de una sucesión de cambios cuya retórica visual es la renovación de los estilos que celebra la variedad y la diversidad de los modos de vida, de los patrones de gusto y de las reglas sociales. La industria de la moda muestra ese ejemplo metropolitano de la vida moderna como catálogo de novedades, todas ellas desechables y renovables, según las reglas del mercado que dictaminan la “obsolescencia del estilo” para consagrar a la modernidad como algo que está de moda y que pasa de moda: como algo que debe ser consumido y gastado antes de que su actualidad de lo nuevo se convierta en pasado. El triunfo del signo-moda consagra este sentido de la modernidad como vector de cambio que revoluciona la serie temporal para imponer su consigna metropolitana del ponerse al día mientras que, en la periferia, lo nuevo del Centro se recepciona como el signo importado de una contemporaneidad fallida que lleva la marca constitutiva del retraso latinoamericano y acusa, con ella, la descoincidencia entre signo y experiencia, actualidad y residuo, novedad y destiempo. Con la ropa usada –que vulnera la consigna metropolitana del “ser moderno” como un “estar a la moda del día”– la periferia se reencuentra finalmente consigo misma: llega por fin a coincidir con su verdad oculta al dejar en claro que el simulacro de lo nuevo se consume aquí siempre en diferido1. La ropa usada cambia la diacronía de una sucesión programada de novedades hechas para sustituirse una a otra (modernidad) por la coexistencia sincrónica de prendas que estuvieron de moda y que, ahora, exhiben todas juntas –sin culpa y en desorden– su no vigencia y desgaste estilísticos (postmodernidad). La fantasía metropolitana de la “actualidad pura” del signo-moda ha sido corregida por una especie de alegoría tercermundista del reciclaje que abre su intervalo crítico de simulación cultural y de dobles lecturas para desmentir, irónicamente, el cuento moderno de que lo nuevo debe ser pura innovación.

Desuniformar, reestratificar

En Chile, la ropa americana de segunda mano fue primero una solución de baratura que les permitió vestirse a bajo costo a aquellos sectores privados del acceso económico a los centros comerciales modernos2. Después del jeans, la ropa usada traída de Estados Unidos pasó a ser el segundo producto de exportación norteamericana que se popularizó como artículo de consumo masivo.

La popularidad del jeans se debió primero a su funcionalidad (resistencia, comodidad, etc.) y a su habilidad para atravesar las categorías de sexo, clase, edad, raza, sin hacerse notar ni hacerlas notar. El jeans desarma las connotaciones de pertenencia social y sexual, al traspasar todas las identidades con su definición neutra. Es el signo uniformador -y democratizador- de una voluntad de renuncia a la distinción de clase. La lógica del jeans pretende que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, pobres y ricos, Tercer Mundo y Primer Mundo, compartan la misma prenda como símbolo de “integración comunitaria”. Pese a los efectos de la publicidad que genera subcógidos diferenciales a través de la competencia de las marcas, el jeans tiende a desindividualizar. En cambio, la ropa usada permite romper la monotonía de la serie con prendas que se mezclan en una máxima heterogeneidad de artículos y estilos, multiplicando las posibilidades de que cada comprador individualice y singularice su imagen vestimentaria. Mientras el jeans desactiva lo sigular-personal a favor de lo múltiple-repetido, la ropa usada activa la imaginación en torno a la fantasía de lo irrepetible que simboliza la prenda única, discontinuada, fuera de catálogo.

Pero en el Chile de hoy, la ropa usada ya no sólo representa una alternativa de bajo costo que viste a los sectores populares. A medida que van cediendo los prejuicios sociales en su contra, bajo la presión internacional de la moda y sus fantasías de estilo, el recurso de la ropa usada se extiende a las clases altas3. Al trasladarse al barrio alto, las tiendas de ropa usada adoptan nuevos códigos de presentación visual y social, rejerarquizando así las relaciones entre modelo y copia que se habían visto desorganizadas por la anarquía de una vestimenta en promiscuidad de usos4.

El ascenso de la ropa usada a las tiendas del barrio alto pretende reposicionar las escalas del gusto que la ida al centro había caotizado. A medida que se escala en la ciudad (de la calle Puente a la avenida Providencia), se van reestratificando los saldos de la moda y la pragmática de la baratura le cede el paso a una nueva estética de la distinción que disfraza el argumento del bajo costo tras un renovado privilegio de clase. Los grupos de alto ingreso justifican su recurso vestimentario a la ropa usada diciendo que ella les permite disfrutar de la mezcla entre lo exclusivo y lo casual estimulada por el capricho de la moda y su fantasía del hallazgo. Les roban así a los más necesitados los beneficios de la rebaja de precios de los saldos y de las liquidaciones, escondiendo su robo de oportunidades tras el hipócrita argumento de un selecto y exclusivo refinamiento del gusto.

La narratividad del bazar

El “sistema de la moda” ordena el lenguaje vestimentario siguiendo una lógica pretrazada de usos y circunstancias que reglamenta la elección del vestuario, sobre la base de unidades de tiempo y lugar, según las estaciones del año y los momentos del día. Las grandes tiendas que comercializan la industria de la moda suelen clasificar el vestir ordenando sus funciones y distribuyéndolas, separadamente, por áreas reservadas a cada grupo: ropa interior, abrigos e impermeables, vestidos y faldas, blusas, ropa deportiva, etc. Las tiendas de ropa usada rompen dicho esquema al hacer convivir anárquicamente, en un mismo campo de visión, la bata de levantarse con el terno elegante, el buzo con el traje de fiesta, la salida de playa con el abrigo de lana. Las distintas prendas se reúnen en el desorden de una acumulación heteróclita que rompe el sintagma industrial de la vestimenta clasificada por sexo y talle, lugar y tiempo, modo y circunstancia.

El azaroso principio de esta suma irregular junta prendas que designan actividades declaradas incompatibles entre sí según el libreto oficial de la vida en sociedad que recorta papeles y delimita roles estrictamente ajustados al verosímil de cada circunstancia. La caótica yuxtaposición de piezas desclasificadas en la tienda de ropa usada, su anárquica revoltura de los más disímiles modos de presentación vestimentaria, desconjugan el modelo de representación del cuerpo-en-escena que el libreto social canoniza diariamente. Perderse como cliente en esta confusión de ropas y en la incoherencia de sus modos de vida, rompe la monotonía de la serie vestimentaria con la fantasía de multiplicar imágenes de la persona combinadas según un caprichoso ritmo de improvisaciones estilísticas que desprograma las rígidas segmentaciones de conducta del cotidiano.

La lengua industrial del vestir es fiel a esta lógica de conjunto que fija el “texto de la moda” (industria vestimentaria, revistas femeninas, mercado publicitario, etc.), mientras que la ropa usada vendida en las tiendas populares -tirada en canastas- aparece cortada de toda matriz significante, desvinculada del repertorio general que clasifica los signos del vestir en función de un “saber” del texto de la moda tradicionalmente resumido en el desfilo, la vitrina y el maniquí. La ropa usada revuelta en canastas atenta contra la figuratividad del escaparate, borra el recurso escénico de la vitrina que ubica al modelo en exhibición pasiva, sustraído de las contingencias de la manipulación física. El maniquí en la vitrina idealiza el cuerpo de la moda como pura signicidad. Sintetiza visualmente el argumento vestimentario de la moda, poniendo una distancia entre tocar y mirar (entre materia y concepto, sustancia e idealidad). La ropa usada tirada en canastas llama a la cercanía más primitiva del texto y de la exploración, haciendo que el cuerpo viva narrativamente el encuentro con la multiplicidad abigarrada de tentaciones que repletan el local según el modelo sobreacumulativo del bazar.

Nada más alejado de esta narrativa del bazar de la promiscuidad de sentidos (relatos y sensaciones) de las tiendas de ropa usada, que el modelo de compra fijado por la señalística del mall donde la relación entre vitrina, deseo y marco, está regida por la universalidad del mercado, sin la menor esperanza de que la disimilitud de una prenda fuera-de-código desregule la programación serial del gusto publicitario. Los malls que reproducen, descontextualizadamente, su propia sistematicidad sin que su arquitectura tome en cuenta ninguna de las marcas físicas ni locales que caracterizan su entorno, han borrado artificialmente con un nuevo modelo de extraterritorialidad urbana que recrea un espacio y un tiempo “sin cualidades”. La abstracción de este modelo -reafirmada por el orden homogéneo de geometrías funcionales a las necesidades exclusivas del consumo- ha dejado completamente atrás la sedimentación de experiencias cuyos significados-en-uso siguen heteróclitamente pegados a la narratividad que, por ejemplo, cruza la ropa usada.

Residuos americanos

En marzo de 1983, el grupo de arte chileno CADA (Colectivo Acciones de Arte) mostró en Washington una instalación llamada “Residuos Americanos”. La obra trataba de “la relación entre la ropa usada norteamericana enviada a Chile para la reventa, y una intervención quirúrgica al cerebro de un indigente” cuyo sonido era retransmitido por una cinta de audio que también formaba parte de la instalación”.

En la dialéctica de la obra, la ropa usada tenía el valor de un excedente comercial por ser la mercancía sobrante que designa un cuerpo social al que no le falta nada, mientras la operación al cerebro revelaba el estigma de una doble carencia y trizadura (miseria y enfermedad). La propia obra daba a leer su participación en una muestra internacional que tenía lugar en la capital de los intercambios económicos (Washington) como una burla a su economía de mercado: el arte le devolvía a este gran centro de poder financiero el símbolo periférico de una reventa en negativo (no consumida) que denunciaba, por inversión, la prepotencia del capitalismo multinacional que aspira a comprarlo todo. Chile enfermo –el Chile de la dictadura– le dona a Estados Unidos su enfermedad como lo único que posee algo cuyo valor simbólico excede lo transable en lengua de mercado. La obra resignificaba así el residuo en dos sentidos: como táctica denunciante, ya que acusaba la situación de desequilibrio que obliga al Tercer Mundo a vivir de las sobras consumistas del Primer Mundo, y como revancha paródica al diseñar una contra-ofensiva que finge participar del intercambio con algo también sobrante pero inutilizable por su destinatario (una mente dañada).

Los itinerarios cruzados de la ropa usada –de Estados Unidos a Chile y de vuelta a Estados Unidos– que la obra del CADA convierte en soporte de producción artística escenificaban también el conflicto entre el discurso metropolitano del neovanguardismo internacional y las estrategias resemantizadoras del arte latinoamericano. Al usar como soporte de la obra el producto de un reciclaje de mercado, la instalación del CADA jugaba con el lugar común metropolitano del “Déjà vu” que habitualmente descalifica al arte latinoamericano, cargando de resignificaciones críticas su mecanismo estético del reciclaje. La obra ironizaba con las reglas de competencia del mercado artístico internacional usando ropa de segunda mano como material de arte y símbolo perverso de una operatoria periférica que se reía de la demanda metropolitana de lo nuevo. Al reconceptualizar críticamente la ropa usada como símbolo desgastado de una mercancía ya vencida en el tiempo, la instalación del CADA burlaba la relación de jerarquía y subordinación entre original y copia que profesa el dogma internacional de la fe en la superioridad metropolitana del origen, en la autoridad fundante de lo primero como modelo a imitar y reproducir sumisamente.

Contagiar la sospecha de lo desconocido

No es de sorprenderse que el hábito de comprar ropa usada les esté principalmente reservado a los países subdesarrollados. Al haber sido previamente habitada por otro cuerpo, la ropa usada traer adherida a sus telas una malla imaginaria de evocaciones físicas y de asociaciones corporales que amenazan siempre con filtrarse más allá de la garantía del proceso industrial que certifica lavado y desinfección.

“Para muchos, la ropa usada provoca un rechazo inconsciente. Como si este tipo de vestimenta hubiera pertenecido a alguien repulsivo, lo que ha llegado a situaciones tales que compradores someten las prendas a todos los procesos de lavado, con el objeto de evitar el contacto físico con posibles microbios o bacterias”.

Por haber estado en estrecho contacto con otra piel, por haber rozado la superficie de otro cuerpo, las telas de la ropa usada son virtualmente depositarias de olores y manchas secretas. Los olores son siempre sospechosos porque confidencian lo más íntimo del cuerpo natural y porque remiten a una difusa animalidad que el cuerpo reglamentario de la civilización no ha logrado educar del todo. Los olores llevan además el estigma de la raza desconocida: culturalmente hablando, el juicio sobre la raza suele formularse sensorialmente a través del mal olor o del olor extraño. Además de los olores, la ropa usada amenaza con llevar manchas que delaten los accidentes de la piel de un cuerpo portador de enfermedades cutáneas.

Por haber estado en estrecho contacto con otra piel, por haber rozado la superficie de otro cuerpo, las telas de la ropa usada son virtualmente depositarias de olores y manchas secretas. Los olores son siempre sospechosos porque confidencian lo más íntimo del cuerpo natural y porque remiten a una difusa animalidad que el cuerpo reglamentario de la civilización no ha logrado educar del todo. Los olores llevan además el estigma de la raza desconocida: culturalmente hablando, el juicio sobre la raza suele formularse sensorialmente a través del mal olor o del olor extraño. Además de los olores, la ropa usada amenaza con llevar manchas que delaten los accidentes de la piel de un cuerpo portador de enfermedades cutáneas.

La ropa usada introduce la duda, plantea la incertidumbre, contagia una sospecha que infecta la visión esterilizada del mundo apoyada en “la creciente medicalización higienista de la existencia”: una visión propia de las sociedades avanzadas que buscan controlar obsesivamente el peligro de los tráficos corporales en una época marcada, apocalípticamente, por la plaga del SIDA. La idea de que gérmenes y microbios se oculten en el secreto de las telas y en los entretelones del comercio local de la ropa usada contamina, sin lugar a dudas, el ideal paranoico del cuerpo sano que el centro busca aislar de todo contacto epidérmico con los flujos epidémicos del subdesarrollo.

Parodias y reciclajes: San Camilo

La reconversión de identidad a la que se presta la ropa de segunda mano ilustra una de las dinámicas del consumo periférico que consiste en usar las mercancías de la industria transnacional según variantes domésticas que modifican sus lógicas de procedencia. El consumo periférico de ropa usada sería otro ejemplo más de cómo el sujeto popular se desempeña culturalmente mediante “la construcción de frases propias hechas a partir de un vocabulario y una sintaxis recibidos” separando, para esto, las formas de sus funciones: deformando los antecedentes dictados por el contexto de origen y generando nuevas configuraciones locales de uso social que transforman la matriz importada.

Los elementos del vestir seleccionados por el comprador de ropa usada derivan de una heterogeneidad de repertorios –geográficos, socioculturales, estéticos, etc.– que se mezclan al azar de una elección que combina realidades, a primera vista, disímiles. El montaje estilístico de varios fragmentos vestimentarios disociados entre sí convierte al cuerpo del usuario en un cuerpo de citas, atravesado por cruces de lenguas híbridas. La ropa usada funciona como concepto-metáfora de una identidad periférica tramada por lenguajes discontinuos, que recombinan sus signos sin la guía referencial de una totalidad orgánica: restos diseminados de lenguajes cortados de sus circuitos de hábitos y gustos tradicionales que son reensamblados por un collage postmodernista que critica las identidades fijas y homogéneas, sustancialistamente ligadas a un espacio y un tiempo originarios.

El travesti pobre de la calle San Camilo también recurre a la ropa usada para fantasear con identidades prestadas o robadas. Monta su simulacro de una femineidad glamorosa con el recurso barato de un vestir de segunda mano que le permite rematar, en lo copiado de la vestimenta gringa, su fantasía copiona de repeticiones. El travesti periférico encuentra en el bazar de la ropa americana su propio código de impropiedad y de contraapropiaciones que degrada la regla de corrección del buen vestir que exhibe la femineidad burguesa, con su burdo carnaval de exageraciones y disfraces.

Los travestis de Nueva York de la película Paris is burning (Jenny Livingstone, 1994) muestran cómo un negro marginal se viste de mujer imitando el estereotipo de la top-modelo blanca que ilustra la convención publicitaria de una femineidad de mercado. El travestismo es usado por ellos como camuflaje para que el discurso alternativo de la marginalidad étnica, social y sexual, infiltre el código de la cultura dominante pasando semidesapercibido; confundiéndose con sus identidades oficiales para poder deambular más libremente por las pistas céntricas del sistema y contagiar disimuladamente los bordes del modelo de identificación reglamentaria. Moda y elegancia son las contraseñas de boutique de la femineidad comercializada por las revistas de moda que los travestis marginales de Nueva York imitan a la perfección, en su afán de mezclar anversos y reversos (sexuales y sociales) para despistar tanto al sistema de las identidades dominantes como al conjunto de estereotipos de lo marginal fabricados por el mercado del multiculturalismo que comercializa las representaciones de la “diferencia”.

En cambio, el travesti chileno poblacional burla el patrón de las identidades sexuales normativas a la vez que desidealiza la femineidad de alta costura con su sátira vulgar que lleva lo copiado a desentonar violentamente con el original, poniendo así en crisis el calce imitativo del doblaje al que recurren -perfeccionistamente- los travestis de Nueva York. Sobras y retazos son parte del carnaval latino a través del cual el travesti chileno de barrio agrede la cosmética de la femineidad importada con la mueca de una personalidad desencajada, inarmonizable. La ropa usada le transfiere al travesti poblacional su sintaxis de lo discontinuo para que exalte con ella sus fantasías de no coincidencia y produzca un disparate de identidad que, junto con acusar múltiples infidelidades de códigos entre sexo, géneros y representaciones sexuales, deja a la vista los baches de pobreza e inverosimilitud que separan cada fragmento suelto de su cuerpo periférico, desclasificado.

 

Residuos y metáforas (ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición)

Nelly Richard

Editorial Cuarto Propio

Santiago de Chile, 2001

336 páginas 

 


  1. En el reportaje de prensa “Ropa usada: un ahorro para todos” que me sirvió de guía de lectura para este texto, se dice: “la ropa que se vende es generalmente de la temporada pasada. Si se considera que en Europa el verano termina alrededor del mes de agosto, entonces es casi nueva, ya que no tendría más de un año”. Diario La Época, 23 de enero de 1994, Santiago. ↩︎
  2. “Para nadie es un secreto que los centros comerciales modernos brindan al cliente grandes servicios y comodidades. Sin embargo, son muchas las personas que, más de una vez, se han quejado de que el presupuesto no les alcanza para acceder a esos lujos”, diario La Época, op.cit. ↩︎
  3. “Si bien es cierto que la mayoría de quienes disponen de dinero suficiente compran en los grandes centros comerciales donde el costo de los productos es mucho más alto, hay un buen porcentaje que prefiere la ropa usada. Se trata de estirar el presupuesto al máximo para así, con la misma cantidad de plata, poder adquirir un mayor número de prendas”, diario La Época, op.cit. ↩︎
  4. “Las señoras que estilaban ir al centro con el pretexto de comprar ropa para la nana, siendo que en efecto las prendas conseguidas eran para sus propias familias, y a la hora de contar donde las habían adquirido no dudaban en afirmar que las trajeron personalmente del último viaje a Europa” se atreven hoy a reconocer que sí van a comprar al centro. En dirección inversa, varias tiendas de ropa usada se han trasladado hacia Providencia para seducir a una nueva clientela, recodificando de otra manera la desigualdad (“la gente que viene de otros sectores tiene la idea preconcebida de que son tiendas muy similares a las del centro; por lo tanto, cuando aparecen acá, se sienten fuera de lugar y se van”), ibid. ↩︎