La escritura como espacio de la intimidad: en Adriana González Mateos
Por: Silvana Aiudi
En el marco del seminario “Archivo de la intimidad de las literaturas latinoamericanas”, que dictó Mónica Szurmuk en la Maestría de Literaturas de América Latina, Silvana Aiudi dialoga con Adriana González Mateos, Doctora en Literatura Comparada por la Universidad de Nueva York y profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México desde 2006, además integra la Academia de Creación Literaria. Ha publicado traducciones de poesía, ensayos, cuentos y novelas. En esta entrevista la autora reflexiona sobre la escritura como un espacio íntimo con sentido político.
La primera vez que leí a Adriana González Mateos fue en el marco del seminario “Archivo de la intimidad de las literaturas latinoamericanas”, que dictó Mónica Szurmuk en la Maestría de Literaturas de América Latina. Leer El lenguaje de las orquídeas (2007) me despertó varias preguntas acerca de la literatura y el lugar de la escritura como un mundo íntimo lleno de sentido político.
La literatura escrita por mujeres cobijó históricamente aquello que no se podía decir o pensar por el contexto social, cultural o por censura, y conformó un espacio para “decir lo no decible” (Szurmuk y Virué 2020), un lugar en el que los silencios se volvieron voz. Cuentos para ciclistas y jinetes (1995), El lenguaje de las orquídeas (2007) y Otra máscara de Esperanza (2014), de Adriana González Mateos, siguen esta línea. En esta entrevista, que se convirtió en una charla amorosa, hablé con la escritora sobre estas obras. También, sobre intimidades, literatura y patriarcado.
Adriana González Mateos nació en la Ciudad de México. Es narradora, ensayista y traductora de poesía estadounidense y caribeña. También, Doctora en Literaturas Comparadas por la Universidad de Nueva York, profesora e investigadora de la Universidad de México (UNAM) e integrante de la Academia de Creación Literaria. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen por Cuentos para ciclistas y jinetes (Aldus, 1995), Premio de Traducción de Poesía por La música del desierto de Williams Carlos Williams (en colaboración con Myriam Moscona, Aldus, 1996) y el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas por Borges y Escher: un doble recorrido del laberinto (Aldus, 1996). Además de las obras mencionadas, escribió El lenguaje de las orquídeas (TusQuets, 2007), Otra máscara de Esperanza (Océano, 2014), And then… Andenes. Crónicas (UNAM, 2015), entre otros.
¿Cómo comenzaste a escribir y a partir de qué intereses?
Empecé a escribir cuando estaba en la secundaria; tenía doce años. Se creó un periódico mural y nos invitaron a colaborar, y a mí me encantó la idea. Creo que para entonces yo ya tenía este anhelo de llegar a ser escritora, de escribir libros, ya que mi abuela era aficionada a contarnos cuentos a los niños. Yo disfrutaba, sobre todo por el vínculo con ella, pero también porque era una gran narradora. Ahora me doy cuenta de que era una persona con mucha imaginación, con mucho sentido del humor. Entonces, hubo un vínculo con ella a través de la narración de cuentos que para mí hizo muy natural la lectura. Empezó a regalarme, como a todos los niños, Caperucita Roja y otros libros parecidos también. Yo fui acostumbrándome a ver las ilustraciones y a leer esas historias… Las mil y una noches, por ejemplo. Esto fue cambiando a medida que yo iba creciendo. Entonces, para mí, la idea de escribir un libro fue creciendo sin pensarlo mucho, sino como una manera de vincularme con ella, de mantener la conversación. Cuando en ese momento pusieron en mi secundaria el periódico mural, yo empecé a escribir y me encontré con la censura porque comencé a escribir sobre mis profesores y a criticarlos. Me dijeron: “no, no, de eso no se trata…”
¿Qué les criticabas, Adriana? ¿Por qué te censuraron en la escuela?
Por supuesto no tengo esos textos, pero yo recuerdo que había un profesor de Civismo que tenía contradicciones, entonces empecé a escribir sobre él. Por ejemplo, seleccionaba a un grupo de alumnos para que cuidaran la limpieza del salón mientras fumaba, tirando la ceniza al piso. Entonces, yo me burlaba de esas cosas. Esto lo molestó y entiendo que la dirección de la escuela debe haber pensado que el periódico no se debía abrir a lo que ellos deben haber sentido como “ataques a los profesores”. Me dijeron que no escribiera sobre esas cosas y no pasó a mayores.
¿Escribías ensayos o ficcionalizabas la situación?
No, yo escribía de manera directa. Tenía doce años y no me imaginaba que tenía que ficcionalizar o disfrazar el asunto. Entonces, esa fue la primera lección en la que aprendí que tal vez podría haberle dado otro giro para que la crítica se pudiera leer. Después, en los siguientes años en la escuela, cada vez que se abría un periódico o se abría la posibilidad de escribir, buscaba a quiénes lo estaban haciendo. Cuando comencé la licenciatura, empecé a participar en un taller literario con otros estudiantes y conseguimos que nos publicaran en la sección dominical de los periódicos, en los suplementos. Así es cómo empecé a ver publicado en un periódico, por primera vez, aquello que había escrito. Fue una emoción muy importante para mí.
¿Cómo pasaste de esa escritura a tu primer libro Cuentos para ciclistas y jinetes?
De eso a la publicación de esos cuentos que mencionas pasaron muchos años porque creo que era difícil para mí organizar lo que quería decir, lo que quería escribir. Empecé a sentirme bastante incómoda con cosas que son muy comunes: lo que después muchas personas han denunciado como situaciones de acoso sexual en medios literarios. Al principio, yo solo sentía, por ejemplo, que no me gustaba que los poetas se reunieran en un bar en la noche: por qué tengo que estar en un bar, en el centro de la ciudad, tan lejos de mi casa, con un grupo de mayoría masculina, cuidando de no beber demasiado para no quedar en una situación vulnerable, pero sintiéndome obligada a pedir alcohol para no desentonar con los demás, es difícil el transporte… no me sentía cómoda. Por supuesto, no te lo hubiera podido decir en ese tiempo porque me sentía inhibida. Pensaba: claro, debo ser más sociable, no tengo mundo, tengo que poder alternar con la gente, por qué tantas inhibiciones. Ya sabes… pensaba que eran mis deficiencias. Ahora, en los años recientes, sí puedo ver que era un ambiente hostil para alguien que apenas empezaba a publicar. Perdón, voy a dar un salto. Mucho tiempo después, escribí un artículo contando una historia que es real: es una visita a las oficinas de un suplemento cultural en la Ciudad de México, que se llamaba “Sábado” del periódico Uno más uno. El director del suplemento era Humberto Batis. Llegué y le dije que tal vez le interesaría publicar algo que había escrito. Yo había mecanografiado el texto con mucho cuidado. Él me recibió muy amablemente. Me dijo: ven, siéntate aquí junto a mí. Y me empezó a hablar de cualquier cosa. De pronto me dijo: te voy a enseñar unas fotos. Ahí, en su escritorio, había una gruesa carpeta llena de fotos de mujeres que él había recortado de distintos periódicos, llena de mujeres en ocasiones sociales, fiestas, en alguna actividad cultural. El punto es que él buscaba fotos de mujeres vestidas, pero que tenían la mano en el pubis porque trataban de cubrirse o arreglarse la falda. Las llamaba “manitas”. Él decía: fíjate cómo a las mujeres les gusta ponerse la mano en el pubis y me mostraba las fotos. Tenía una carpeta de cientos y cientos de recortes. A mí se me hizo una situación de lo más incómoda en todo este encuadre, es decir, para que él accediera a publicar algo, había que pasar por toda esta escena y acceder a escuchar todos estos comentarios, y sus bromas, y a mí me parecía algo muy agresivo. Ese tiempo fue antes de la publicación de los cuentos, y uno de ellos era el que yo había llevado al periódico.
¿Cuál es?
Es un cuento en donde hay una actriz que está comentando una escena y hace comentarios sobre lo que no le gusta. En ese tiempo, yo no tenía idea de que existía la frase “acoso sexual”, o sea, me hubiera costado muchísimo trabajo en ese momento diagnosticar que eso estaba pasando y que el hombre era muy agresivo al hacerlo. Y te cuento otra historia. Otra escritora, que también había estado publicando en el mismo suplemento, me dijo: no lo tendrías que haber tomado como una agresión, él era súper simpático, yo pasé por lo mismo y a mí me encantó. Entonces, ese era el ambiente en el que yo me sentía muy incómoda. Y la respuesta de ella es lo que te estoy diciendo: es culpa mía no poder alternar con el director del suplemento de una manera que muestre sangre fría o experiencia mundana o algo así, cuando fue claro que él estaba tratando de escenificar que él dominaba la situación y que podía hacer algo que no tenía nada de profesional. El problema era que él estaba situado en la escena profesional y yo, en cambio, estaba llegando con mi primer texto para ver si me lo publicaban. Creo que es una situación que refleja cómo funcionaba, dudo que se haya acabado, son situaciones súper comunes en medios literarios, en clases de literatura en la universidad, en la redacción de un periódico o si quieres llevar un manuscrito a la editorial. Creo que esto sigue sucediendo. Mira, cuando salió mi libro de cuentos, un crítico que se llama Christopher Domínguez publicó una reseña. Yo lo conocía desde hacía algún tiempo, así que lo llamé por teléfono para agradecerle porque era la primera reseña. ¿Sabes lo que me dijo? Ah, te quité la virginidad.
¿Te parece que hay una diferencia entre ese entonces y ahora gracias al movimiento feminista?
Creo que hay una diferencia notable. Ahora, después de estos años y este movimiento multitudinario, entre todas hemos ubicado cuál es el problema, ahora lo podemos ver, nombrar y sentir de otra forma. Pero en mis años de formación, eso funcionaba de otra manera: no era claro para mí lo que estaba pasando. Sabía que yo me sentía mal, que yo no podía lidiar bien con esas situaciones y que no había tampoco forma de denunciar o imaginarme denunciar, pero sí estaba la posibilidad de contarle a alguien y que reaccionara como esta mujer que te acabo de contar. Fue una descalificación. Hay algo que aquí se debe nombrar con toda claridad y es eso que muchas veces sentimos las mujeres: tal vez yo lo estoy provocando, tal vez hice algo que le permite a este hombre portarse así. Tal vez es mi culpa, te dices. Y también, ¿cómo llegas a la entrevista? Trataste de vestirte bien, eres amable, sonríes, y eso mismo está sembrado de dudas. Antes era una zona muy pantanosa, pero ahora la podemos ver con mucha más claridad.
En la novela El lenguaje de las orquídeas, la protagonista narra, desde su voz adulta, una historia de abuso familiar cuando ella era adolescente. A lo largo de su discurso, dice que le cuesta contar aquello que le ocurrió e, incluso, muchas veces manifiesta haber sentido culpa. ¿Cómo pensás la relación entre ese “no poder decir” y el sentimiento de culpa?
En El lenguaje de las orquídeas, una de las cosas más dolorosas y dañinas es la prohibición: “esto no se lo debes decir a nadie“. Eso es una prohibición muy severa y eso hizo que yo obedeciera durante años y años y años. Pasó mucho tiempo hasta que me atreví a decirle a alguien lo que había ocurrido. Eso fue lo más dañino de todo porque nunca pude hablar con alguien más o comparar experiencias u oír lo que le estaba pasando a las otras. Esa prohibición es lo que refuerza el sentimiento de culpa: esto es algo de lo que no puedes hablar con nadie y estás participando de algo que debe de ser un secreto porque está mal. Entonces, esa carga del sentimiento de culpa se refuerza por el aislamiento. En el momento en que las redes se convirtieron en un espacio donde tantas mujeres comenzaron a hablar de experiencias como estas, yo creo que el sentimiento de culpa bajó muchísimo: nos dimos cuenta de que a muchas nos había pasado lo mismo y había historias todavía más violentas que otras mujeres empezaron a contar. Cuando no existían las redes, estos mecanismos eran más fuertes.
En este sentido, el movimiento Me too, que se inició en las redes sociales bajo el hashtag del mismo nombre, tuvo un impacto social increíble y marcó un quiebre. Para seguir con la novela, me parece importante destacar que la protagonista habita su fragilidad, sus dudas, sus contradicciones y la imposibilidad de hablar porque el tío le pide que se calle, que guarde el secreto. Creo que el espacio textual, en la literatura, habilita poder decir: escribir y contar lo que le pasó la empodera…
Estoy de acuerdo contigo. Para seguir con tu comentario, pienso que la intención de este hombre es muy agresiva. Es una forma de ocultar lo que está haciendo. Que la mujer se sienta culpable de una situación de violencia funciona dentro de una cultura que lo reitera. Las mujeres nos sentimos culpables de todo a priori. No sé cómo es en Argentina porque no he vivido ahí, sí he visitado. Pero en México, las mujeres nos disculpamos constantemente: “perdone usted”, “usted discúlpeme”, “me da mucha pena”. Es una forma de hablar de clase media, clase media alta. Pedir disculpas constantemente es una forma de actuar ante una situación. Sobre eso, que aquí es lo normal, si alguien te echa la culpa de algo, bueno, ya estás lista para sentirte culpable. Al mismo tiempo, esto me obligó a tratar de entender. Y, a través del tiempo, es algo que tuvo elaboración literaria. La novela es un recurso que se relaciona por completo con esto. Es un espacio o una práctica que permite ir desentrañando todo lo que estamos diciendo y sobre todo, cambiar de lugar. Decir: esta historia la voy a contar desde mi punto de vista, en mis términos, diciendo lo que yo pienso sobre lo que sucede. Estoy segura de que eso sí te fortalece, sí me empoderó y, también, cambió mucho mi vida.
¿Por qué elegiste contar la historia desde una protagonista adolescente? También, hay una frase que me llamó la atención: “las niñas no tienen voz”. Me interesa saber por qué aparece.
Por una parte, tiene que ver con el esfuerzo de recordar. No porque se me hubiera olvidado o hubiera recuerdos que habían desaparecido, sino con la dificultad de entender lo que me había pasado. No entendía qué hizo posible eso, qué significaba, por qué sucedió. Y esto de “las niñas no tienen voz”, yo creo que tiene que ver con esto: él tiene voz. Sobre las sensaciones, deseos, ideas, pensamientos de un hombre en esta situación hay una tradición. Es algo que existe en la literatura, toda una tradición literaria masculina que representa los deseos, pensamientos y actos de los hombres, explora sus puntos de vista, sus registros de voz. Aunque ahora hay cada vez más escritoras creando un contrapeso, en los siglos anteriores, e incluso en los años de mi formación, era muy difícil, si no imposible, encontrar esas voces distintas, capaces de articular lo indecible. Es realmente asombroso darnos cuenta de toda la capa de silencio que hay en torno a esto. La frase “las niñas no tienen voz” se relaciona mucho con eso: es muy difícil hablar desde lo que llamo “el aislamiento”. Casi no hay novelas sobre el sentimiento de las niñas en situaciones parecidas. Es algo que ahora se está viendo en cuestiones judiciales. Hay muchos casos de demandas por estos delitos en los que las niñas y las mujeres tienen que hacer un enorme esfuerzo para declarar qué les pasó. Esta dificultad de decir “me pasó esto”, y aquí vuelvo a algo que ya dijimos pero me parece importante ponerlo aquí: ¿qué está pasando que yo fui atacada pero la que se siente culpable soy yo? Eso que se llama gaslighting es algo muy difícil de entender, y aún más tarde, de decir cuando lo estás sufriendo. Estás realmente atrapada entre todas estas prohibiciones, sobreentendidos, toda esta red que hace que resulte tan difícil darle palabra a algo que se aparta de la versión dominante y masculina sobre estos asuntos. Incluso ahora mismo que te lo estoy diciendo me cuesta ponerlo en palabras. Acabamos de ver el caso de Ghislaine Maxwell, en Gran Bretaña, los casos de feminicidio en México, lo que está pasando con las mujeres en Estados Unidos, que acaban de perder su derecho constitucional al aborto. Con este contexto, es muy difícil poder articular lo que nosotras queremos, lo que nosotras sentimos, lo que nosotras deseamos en estos puntos donde la dominación masculina se ejerce de una manera tan brutal que nos quita la voz. Y que es un sufrimiento muy intenso cuando hay una parte de ti que ya se dio cuenta, y dices “él me atacó, yo no tengo la culpa”, pero sabes qué, cuando lo digas, la gente no te va a creer y te va a echar la culpa. Hay un momento de la novela, en la conversación que tienen al final, en la que la protagonista dice: “él me podría decir: oye de qué me estás hablando, esto nunca pasó y eso podría aniquilarme”. Ese es un lugar de una fragilidad y un peligro que, de nuevo, siento que solamente lo podemos contrarrestar entre todas. Es muy importante darnos cuenta de que no son casos aislados ni una patología personal.
En la novela se critica la institución familiar, “el álbum de familia”. ¿Cómo pensás la familia, los secretos y el sentimiento de culpabilidad?
Me parece importante marcar que el tío es un pederasta y, por otro lado, es un padre de familia ejemplar. Habita esos dos lugares con todo cinismo. Él sabe lo que hizo, sabe qué pasó y se acuerda, pero le interesa mantener esos momentos de su vida aislados uno del otro como si no hubiera relación entre las distintas facetas suyas. Es una doble moral y forma de opresión. Cuando él dice “vas a destruir mi familia”, también me está diciendo “vas a destruir a tu propia familia”: entre la gente afectada está mi hermana, tu tía, tu prima. Yo creo que para nosotras esto es difícil: tratamos de preservar los vínculos. Esta cosa ficticia de la familia tan unida y ejemplar cuando, en realidad, sabes lo que hay detrás de esa fachada. El patriarcado piensa a las mujeres como santas o putas. Hay una polaridad muy marcada y no podés estar en un lugar intermedio. Aunque todas sabemos que no somos santas, el ser ubicada en esa región de la “puta” es amenazante y tratamos de protegernos de eso. Esto es un estigma injusto y que no tiene ningún tipo de sustento, o sea, no resiste que lo pienses porque inmediatamente te das cuenta que está funcionando para sostener ese dominio opresivo que perjudica a unas mujeres para colocar en un lugar falso a otras. Es una forma de dividirnos y que, a pesar de todos los cambios, sigue funcionando y causándonos miedo. Entonces, tratamos de evitarlo y protegernos, y colaboramos con él, es decir, con este hombre que nos está manipulando, usando, acosando y violentando.
Me gustaría que habláramos de Otra máscara de Esperanza. Es una novela policial que tiene como protagonista a Esperanza López Mateos y está basada en un caso real. ¿Cómo surgió tu interés por escribir la historia?
Te voy a contestar por dos caminos diferentes. Después de publicar El lenguaje de las orquídeas, quise entender lo que me había pasado. Esto se relaciona con que yo había averiguado muchas cosas sobre mi familia en busca de esto mismo. Ahí me encontré con Esperanza López Mateos. Volviendo al principio de esta charla, ella había sido una persona cercana a mi abuela. Te conté al principio que mi abuela me contaba cuentos. Ella tenía una foto de Esperanza López Mateos en su tocador, era una pequeña foto. Alguna vez me habló de Esperanza, pero yo no le hice mucho caso. Años después me hubiera gustado preguntarle, pero ya no estaba. Ahí se juntaron estas dos cosas: haber averiguado sobre mi familia y, por otro lado, encontrar ese personaje. Así que comencé a querer saber más de ella. Entonces emprendí una investigación que, por cierto, cuando estaba empezando hablé mucho con Mónica Szurmuk. Por una parte, empecé a descubrir cosas sobre las que no tenía idea. Así fui construyendo el personaje. Yo sabía que era una mujer que había existido, había visto su fotografía, pero tenía muy poca información sobre ella. En ese momento, murió Henry Schnautz en Estados Unidos. Y un amigo de Henry se dio la tarea de averiguar sobre él. Este hombre se llama Terry Priest, y él encontró un paquete de cartas y fotografías que se habían cruzado entre Henry Schnautz y Esperanza. Terry me contó años después que había encontrado todo eso. Empezó a leer y, no me preguntes por qué, subió todo el material a la red. Entonces, empecé a encontrar fotos de Esperanza, toda la historia de la relación con Henry Schnautz. Ahora me doy cuenta de que era un material importante y que él y yo coincidimos. Si no hubiera sido por la red, porque él armó esta página, nunca me hubiera enterado de que esto existía. Mi mamá conoció a Esperanza López Mateos, pero Esperanza murió cuando mi mamá tenía once años. Así es que tampoco tenía tantos recuerdos aunque sí los suficientes como para que reconociera a Esperanza. Así fue cómo empecé a encontrar material y contestar algunas preguntas. Las más fuertes y enigmáticas eran el nacimiento y la muerte. Sabía por mi abuela que Adolfo López Mateos había sido hijo póstumo. Años después, encontré toda la historia y los documentos.
La otra historia, más difícil de comprobar, es la muerte de Esperanza. Para eso son las memorias de Gabriel Figueroa, que concedió entrevistas y contó sobre el hallazgo del cuerpo de Esperanza en su casa. Mi abuela me había dicho que decían que se suicidó, pero mucha gente pensaba que la asesinaron. Esa sospecha venía del pasado. Con eso empecé a trabajar. La principal fuente es una entrevista que le hizo Elena Poniatowska a los hijos de Gabriel Figueroa, que está en la colección que se llama Todo México.
De acuerdo con lo que venimos conversando, ¿existe una relación entre ficción y realidad?
Te voy a comentar sobre otro personaje de la novela: se llama Maira. Este personaje es el resultado de la construcción de la novela. Era fundamental un personaje en la trama que hubiera sido testigo de la relación entre Esperanza y Henry. Inventé ese personaje basándome en una pequeñez que fue una entrevista con una actriz de teatro llamada Brigitte Alexander, que fue una judía que llegó a México luego de la Segunda Guerra Mundial y que tiene una hija, que es actriz ahora. Ese día yo no la entrevistaba pero había ayudado a planear la entrevista en la radio. En un momento, Brigitte dice: quiero agradecer a la señora Amada Cicero que me ayudó mucho cuando llegué a México. Estaba hablando de mi abuela. Efectivamente, la había conocido: mi abuela le regalaba comida, sus niños jugaban juntos, se hicieron amigas. Al necesitar este personaje, me acordé de Brigitte y empecé a pensar en una actriz y cantante que estaba en México. Es un personaje ficticio, pero luego alguien me dijo: creí que estabas pensando en otra persona que había estado en México, Hilda Krüger, que realmente trabajó en varias películas. De pronto crees que estás creando algo nuevo y coincide con datos reales y viceversa. Los datos reales pueden parecer ficción. En ese nivel, es difícil trazar una línea rígida que divida la realidad de la ficción porque pasan estas cosas que pueden ser coincidencias pero enturbian esa distinción. Pero, además, volviendo a El lenguaje de las orquídeas, realmente tenía la intención de recuperar lo que había pasado, yo no quería inventar nada porque era importante recuperar lo que me había ocurrido. Y, aunque lo lograra, siempre sería un punto de vista subjetivo, sujeto a discusión ya que otras personas pueden decir: se está imaginando todo, está mintiendo. Por eso creo que no hay una línea tan clara.
¿Para qué escribir literatura? ¿Qué poder tiene?
Es una pregunta importante y tiene muchas respuestas. En el caso de El lenguaje de las orquídeas, para mí la literatura era una protección porque estaba tratando de recordar lo que había pasado. Al exponer esa versión frente a otras personas, en medio de lo que acabamos de decir, que no tienes credibilidad cuando cuentas una historia así, para mí la literatura era algo que me permitía decir, indagar, establecer la verdad, y al mismo tiempo, mantenerme a salvo. Puede parecer contradictorio, porque al publicarse como novela, se asume que es ficción. Pero para mí era súper importante que fuera un texto bien armado, bien escrito, en que las palabras estuvieran siendo usadas con precisión y el lenguaje tuviera fuerza, contundencia, pero también capacidad de expresar todas esas dudas y sentimientos. Para mí sí fue muy importante contar con esos recursos para fortalecer las palabras. En esta ambición de decir lo que quiero decir, para mí la literatura fue una gran herramienta. Luego, es paradójico, porque quiero contar una historia real, como la de Esperanza, pero la presento como ficción y queda atrapada en esto que estábamos diciendo. Por otra parte, volviendo a la falta de credibilidad, la literatura fue una protección para pensar y decir “esto es solo ficción, es solo una novela”; si no me creen, no importa. Entonces es todo muy contradictorio, pero te diría que funcionó porque cuando se publicó la novela prácticamente nadie se atrevió a preguntarme si era autobiográfica. El presentarla como novela creaba un espacio de seguridad para mí, un espacio para decir las cosas sin exponerme. Luego cuando ya pude hacer eso, ya contaba con el respaldo de que la novela estaba publicada, la gente la había leído, era una buena editorial etcétera. ¿Por qué recurrir a la literatura para escribir estas cosas, no? Espero haber contestado, contribuir en algo a este difícil proceso de decir lo no dicho.
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