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Hazel Carby: Identidad y memoria de la pérdida

Introducción: Laura Biagini Calvo, Federico Perelmuter y Francisca Ulloa 

Traducción: Jimena Lepore, Juliana Passano y Victoria Vydra[i]


En Imperial Intimacies, publicado en 2017, la historiadora y crítica literaria Hazel V. Carby se vale de archivos históricos y su genealogía familiar para discutir la britanidad y los procesos vinculantes del colonialismo y el imperialismo, y su relación con la racialidad, el género y la clase social. “Lost”, relato de un abuso sexual sufrido de niña, es el último texto del primer apartado del libro, titulado “Inventario,” donde la autora medita las tecnologías de construcción de la identidad británica y narra las historias de sus padres.

Este texto fue publicado en el libro Imperial Intimacies: A Tale of Two Islands» de Hazel Carby (Londres:, Nueva York, Verso 2019).  Esta traducción se publica con la autorización de la Editorial Verso.

Introducción

Si bien “Lost” opera en la línea de un trabajo narrativo que apela a la memoria colectiva como guía para navegar y discutir los archivos nacionales, emerge de la superficie delineada por Imperial Intimacies como inquietud y respuesta, como exhibición de la opresión racial y la violencia sexual que subyace al colonialismo y la identidad nacional, pero también como elaboración del problema de la memoria; esto es, cómo recordar, cómo narrar.

Este breve capítulo condensa la crítica a las estructuras de dominación latentes en el resto del libro, y articula las características de la gestión corporal que cotidianamente permanecen ocultas: la niña mestiza es un error, una mancha a una britanidad que se imagina esencialmente blanca. Sin embargo, al tratar de procesar la pérdida de una experiencia tan traumática esa niña no se pierde del todo; es esta experiencia la que posibilita el yo que narra. No sería entonces un sujeto situando una pérdida sino situándose mediante la pérdida, empleándola en pos de una contestación productiva del esquema de dominio racial fundado en el control de la sexualidad de las mujeres negras.

Hazel Vivian Carby nació en 1948 en Devon, Inglaterra. Hija de una madre galesa de clase trabajadora y un padre jamaiquino veterano de la segunda guerra mundial, Carby es heredera de la llamada Windrush Generation, una oleada inmigratoria de trabajadores negros de las ex-colonias británicas del Caribe impulsada por un edicto real que les otorgó ciudadanía británica a quienes fueran hasta entonces ‘sujetos coloniales’ (aunque la participación en la Royal Air Force de su padre le otorgó algunos privilegios a ella y a su familia).

Hazel Carby

Durante su juventud, una serie de estallidos xenofóbicos y racistas dotó de gran prominencia a esta ola inmigratoria –y a los individuos racializados que trajo a las islas británicas– dentro de un imaginario fundado por el supremacismo blanco. Esto motivó la aparición de figuras intelectuales, entre ellos Stuart Hall –director de la tesis doctoral de Carby en el programa fundacional de Estudios Culturales de la la Universidad de Birmingham– Sam Selvon, Paul Gilroy y CLR James, que criticaron con vehemencia el supremacismo blanco del otrora centro imperial. Carby, por su parte, dejó Inglaterra en 1980 y se mudó a la universidad de Yale, donde fue profesora de Historia hasta su jubilación hace poco tiempo, y donde permanece.

Aunque se ha centrado en la historia afroestadounidense en sus libros, entre los que se cuentan Reconstructing Womanhood (Oxford, 1987) y Race Men (Harvard, 2000), su compromiso ha sido siempre el de desafiar los mitos nacionalistas y burgueses que fundan la historiografía negra de dicho país. Es considerada así una de las pensadoras clave, junto con Barbara Smith, Audre Lorde (quien la precede por unos años), Hortense Spillers y Toni Cade Bambara, entre muchas otras, del feminismo negro de las décadas de 1980 y 1990. Lideró, además, los comienzos de lo que hoy se conoce como Black Studies, un movimiento intelectual antidisciplinario que responde, desde fines del Siglo XX, a la incapacidad de una academia supremacista blanca de contemplar plenamente las experiencias de sujetos negros.

“Lost” progresa con una cautela que trae a cuenta la urgencia de interpelar el modo de revisión tradicional del archivo colonial, admitiendo el sinsentido de la vivencia de la violencia sin minimizarla y posibilitando a futuro una nueva interpretación de la experiencia. Es una narración de aquello que Hortense Spillers llamó los ‘jeroglíficos de la carne’, que encuentra en las laceraciones -que un sistema fundado en el esclavismo transatlántico inscribe en el cuerpo negro en general, y de la mujer negra en particular- la contrahistoria de ese mismo sistema, su punto de sutura. La escritura de Carby descubre una subjetividad abierta a los efectos de los procesos históricos que la conforman y que irremediablemente la atraviesan y la hieren. En esas heridas, Carby encuentra la posibilidad de transferencia de una vivencia intraducible.


Perdida[i]

Por: Hazel Carby

“Por cierto, tendrá que pasar mucho tiempo, a mi entender, para que una mujer pueda sentarse a escribir un libro sin encontrar un fantasma que matar, una piedra contra la cual chocar.”[1].

Virginia Woolf


A finales de los años 50, en Mitcham, se perdió una niña. No quiero decir que ella fuera incapaz de encontrar su camino, sino que tuve que dejarla ir.

Algunas veces, cuando merodeaba por Pollards Hill, la niña visitaba a alguien de su clase del colegio o de la escuela dominical. Les prestaba atención a las características peculiares de los distintos tipos de viviendas, a la vez que sorteaba diferentes formas de entrar y salir de ellas. Las prefabricadas estaban construidas una al lado de la otra y solo tenían pequeñas parcelas de tierra en el frente, donde sus habitantes sembraban semillas de césped y plantaban rosales. A pesar de los esfuerzos por mejorar la vida cotidiana, detrás de las manchas descontroladas carmesí y doradas, se alzaban filas estrechas de edificaciones idénticas de un color pardo metálico. Las puertas principales de metal tenían grandes paneles de vidrio en el centro, a través de los cuales la niña podía espiar hacia el interior para ver quién estaba en la casa antes de llamar a la puerta, salvo que las puertas y ventanas estuvieran decoradas con visillos. Luego esperaba pacientemente en la entrada mientras se movían los visillos, una señal de que la estaban observando antes de que su visita fuera respondida o ignorada.

No le gustaban los dúplex, bloques altos de hormigón sin jardines individuales, ya que nadie tenía permitido pisar las áreas verdes comunes rodeadas de cercas endebles de madera. Después de bordear la zona prohibida, la niña tenía que subir una escalera exterior y luego cruzar por un balcón interno de hormigón para llegar a una de las puertas principales, que eran todas idénticas. Acceder a las casas adosadas significaba correr el pestillo de una reja y andar por un camino corto hacia puertas que eran infinitamente diversas, como cuadros que representaban el nivel de aspiración a la clase media. Algunas eran intimidantes: madera sombría y maciza con dos pequeños cristales muy altos como para poder ver a través de ellos, incluso en puntas de pie. Estas puertas destilaban respetabilidad. Otras eran extravagantes y seducían a la niña con la variedad de tamaños y formas de sus ventanas y vidrios esmerilados. Ella se paraba afuera de todas estas puertas diferentes y siempre se estremecía cuando le cerraban alguna en la cara. De vez en cuando, una puerta quedaba abierta, apenas una rendija, mientras llamaban a quien ella había ido a ver: “Esa negra (o wog[2], queera una manera común de llamarnos) de tu escuela está aquí”.

Un día, cuando tenía nueve años, finalmente invitaron a la niña a entrar a una de las respetables casas adosadas. Un adolescente le abrió la puerta y se quedó mirándola mientras ella le preguntaba por su hermana. Lo había visto antes, en la entrada del colegio esperando a la hermana menor. Le dijo que pasara. Gratamente sorprendida, cruzó el umbral con entusiasmo. En el corredor, el joven cerró la puerta y se quedó parado frente a ella, bloqueando la luz. Parecía mucho más alto cuando la miraba desde arriba.

La empujó, fuerte. El cuerpo retorciéndose, cayendo hacia atrás, estirándose, desplomándose, dolor cuando la cabeza golpea contra la escalera, levantada, tirada, yaciendo boca abajo, quedándose sin aliento, apenas podía respirar a través de la alfombra de color terracota. Dio vuelta la cabeza y miró fijo el sujetador metálico de la alfombra que tenía clavado en la nariz. Algo pesado cayó sobre ella: las manos del muchacho tironeaban del uniforme de la escuela se metieron bajo la pollera agarraron el elástico de la ropa interior uñas rotas le arañaron la piel. Un sufrimiento desgarrador por dentro, que se irradiaba hacia arriba y hacia afuera. Una mano le tapó la boca, un grito moría en la garganta mientras el cuerpo convulsionaba. De costado, luchó para que las rodillas le llegaran al pecho y se envolvió con los brazos, tendida sobre una alfombra áspera que le raspaba y le quemaba la piel. Sabía cómo ensimismarse. Ya no puedo mirar a la niña. Estoy tambaleando al borde de un precipicio; un cuerpo pequeño y tembloroso cae y emprendo vuelo detrás de ella. Nuestros cuerpos aterrizan, encallan, pero luego miro y me encuentro sola. La niña que llevo adentro es diferente, cambió. Las dos cambiamos.

Mis intentos por olvidar fracasan. Conservo recuerdos que creí que había borrado hace mucho tiempo: el peso de un cuerpo; ser el blanco de una furia absoluta, de una ira y asco insaciables; una niña desconcertada a la que levantaron del suelo como una muñeca de trapo; él escupiéndole en la cara: “Ni siquiera entendés lo que te acaba de pasar, ¿no?”. La depositó del otro lado de la puerta principal y la descartó en la vereda, como si estuviera sacando la basura. Antes de que la puerta se cerrara, le advirtió: “No le digas a nadie”. Ella nunca lo hizo.

Por primera vez no estaba segura del camino a casa. En vez de reconocer el abuso, la niña creía que se había portado muy mal, y yo cargué con el peso de la culpa. Una parálisis creciente sofocó el miedo a comprender el significado de ese peso, de las palabras que hacían eco en la cámara de los recuerdos. se retiró hacia espacios interiores, donde una suerte de mí sobrevivió y se convirtió en un ser autosuficiente. La niña dejó de llamar a las puertas de las casas.


[1] Woolf, V. (2012). La muerte de la polilla y otros ensayos. Traducción de Teresa Arijón. La Bestia Equilátera.

[2] N. de T.: Expresión sumamente ofensiva que se refiere a personas no blancas.


[i] Traducción al español de Jimena Lepore, Juliana Passano y Victoria Vydra, en el marco de la Residencia del Traductorado Técnico-Científico en Inglés de la ENS en Lenguas Vivas Sofía E. Broquen de Spangenberg (CABA). Docente de la cátedra: Alejandra Rogante.