Los objetos umbilicales: el cruce de fronteras e identidades
Por: Debra A. Castillo
Debra Castillo falleció sorpresivamente el 5 de octubre, dejando un vacío enorme en el mundo de los estudios críticos latinoamericanos. Castillo/Debra/Debbie era conocida por su agudeza crítica, su mirada feminista y su enorme compromiso académico, afectivo y militante con la población latina en los Estados Unidos. Publicó más de 150 artículos académicos y una veintena de libros, muchos en colaboración. Fue editora de las revistas Diacritics y Latin American Literary Review y presidenta del Latin American Studies Association. En los últimos años realizó proyectos de investigación en colaboración con colegas del sudeste asiático sobre políticas del cuidado, afectos y espacios de género. Debbie formó decenas de investigadores e investigadoras y dirigió, además, una compañía de teatro fronterizo en la Universidad de Cornell donde trabajó durante 40 años.
Este texto fue publicado en Memoria y Ciudadanía, un libro coeditado por Ileana Rodríguez y Mónica Szurmuk, y publicado en una coedición de 2008 de las editoriales del Instituto Mora en la ciudad de México y Cuarto Propio de Chile. Pero adquiere una enorme actualidad en el contexto actual antimigratorio en los Estados Unidos, ya que se ocupa de los objetos de memoria, “objetos umbilicales” los llama Debbie, que sirven como metonimias de patria para quienes han cruzado la frontera entre México y Estados Unidos.
La traducción del libro Transitions in Latin American Literature 1980-2020, editado en colaboración con Mónica Szurmuk, será publicado por EDUVIM en 2026.
En el cuento de González Viaña, “El libro de Porfirio”, el narrador habla de una familia de indocumentados recientemente inmigrados a los Estados Unidos:
“Lo importante es saber cómo fue que a los Espino se les ocurrió entrar a este país cargando con un burro cuando todos sabemos cuánto pesan el miedo y la pobreza que traemos del otro lado. La verdad es que todos hubiéramos querido traer el burro, la casa, el reloj público, la cantina y los amigos, pero venir a este país es como morirse, y hay que traer solamente lo que se tiene puesto, además de las esperanzas y las penas” (12).
Esta fábula sobre la improbable llegada y aventuras del burro a los Estados Unidos funciona como una alegoría sobre los costos de la inmigración al poner en evidencia los elementos culturales, tanto materiales como intangibles, que la familia trae consigo al nuevo país y hace recordar al lector la confrontación fundamental que el desplazamiento a través de una línea aparentemente arbitraria supone para la identidad. Este es un modo especial de duelo, llamado “duelo cultural” por Ricardo Ainslie, que involucra la perlaboración no solo respecto de los seres queridos, sino también de las formas culturales conocidas. Al igual que cuando alguien realiza un duelo, determinados objetos significativos pueden proveerle de un puente simbólico hacia la persona querida, los intentos restituyentes por mantener o establecer tales objetos-puentes con la patria de origen alivian al inmigrante en el largo proceso de este duelo cultural.
Un segundo ejemplo –de un orden completamente distinto– es representado por la imagen del Rincón Criollo en el Bronx, en la ciudad de Nueva York. El Rincón Criollo es una entre muchas construcciones de este tipo, realizadas por un grupo de “nuyoricans” en lotes baldíos a lo largo de la ciudad. Llamadas “casitas”, estas estructuras más o menos permanentes, imitan el estilo del bohio puertorriqueño y por lo común están profusamente decoradas con arte tradicional y objetos folclóricos. El Rincón Criollo funciona como centro comunitario y lugar de encuentro para el barrio; un hogar común en una ciudad que no se parece mucho a un hogar, a pesar del paso de los años. En ambos ejemplos vemos los costos de la dislocación geográfica, los esfuerzos por restaurar una unidad psíquica y las consecuencias de la organización social.
Al respecto, Jorge Durand y Douglas Massey comentan:
“cuando se trata de migración… el evento, el movimiento, requiere del cruce de una línea intangible que existe básicamente en un mapa y es por lo general una línea invisible en el espacio… En el análisis final, el trazado de esta línea y la especificación de aquellas circunstancias bajo las cuales atravesarla cobra significado son ejercicios arbitrarios y, por tanto, sujetos de un cúmulo de manipulaciones de sentido” (2).
Aunque ciertos cruces de fronteras resultan más cargados de significado que otros, la reflexión de Durand y Massey es iluminadora –creamos e imponemos significados sobre el borde precisamente por su arbitrariedad.
Mike Davis diría:
“la idea del latino es bastante fértil justamente porque es problemática. Pone en discusión el modo en que los latinoamericanos se ven a sí mismos, pues hoy en día la constante migración desde las fronteras con los Estados Unidos dificulta la diferenciación entre los latinos y los latinoamericanos… De la misma forma, el influjo de latinoamericanos en los Estados Unidos afecta históricamente a los grupos latinos, acercándolos más a sus raíces nacionales (…)” (xv).
A medida que los inmigrantes recientes se mueven desde los centros poblados más tradicionales hacia nuevos hogares en el centro de los Estados Unidos trayendo consigo sus familias, o casándose con personas de distintas etnias, y estableciéndose en pueblos con baja densidad de latinos, la relación siempre resbaladiza entre desplazamiento y retención de proyectos culturales coherentes se torna más rico, más complicado y más tenso.
Miremos más de cerca fenómenos populares como la casita o como la experiencia sugerida por el cuento de Porfirio, para abrir la discusión sobre tipos específicos de objetos culturales altamente codificados, restos de hogar, de la cultura de origen, que sirven para definir y anclar estas identidades cambiantes de manera significativa. El cruce de la línea arbitraria hacia los Estados Unidos tiene un efecto profundo. Marca y da forma al individuo de manera importante, algunas veces traumática, generalmente nostálgica, y frecuentemente (aunque no siempre) acompañada de duelo. La mayoría de veces, señala a la vez un despojamiento y una condensación de la identidad, compensada con una condensación de afecto alrededor de unos cuantos restos culturales extremadamente cargados.
En el nuevo territorio, la diferencia y la distancia se condensan frecuentemente en la pregunta “¿de dónde eres?”. La pregunta, el hecho de que se la haga y se la haga, además, con tanta frecuencia, incluso en su versión más inocua, pone en evidencia el supuesto de que las raíces del interlocutor se encuentran en un lugar (único), la patria, la tierra que no es esta tierra, y que la identificación con dicho lugar nos informará sobre algo importante respecto de esa persona. En La guagua aérea, el texto clásico de Luis Rafael Sánchez acerca de cómo la migración afecta los parámetros de la identidad puertorriqueña, la pregunta “¿de dónde es usted?” aparece repetidas veces. Un pasajero inicia con dicha interrogación una conversación con el narrador. Luego de aclararle que viene de la ciudad de Humacao, el narrador procede a hacerle la misma pregunta a su vecina:
Me contesta –de Puerto Rico. Lo que me obliga a decirle, razonablemente espiritista –eso lo ve hasta un ciego. Como me insatisface la malicia inocente que le abunda el mirar… añado, pero, ¿de qué pueblo de Puerto Rico? Con una naturalidad que asusta, equivalente la sonrisa a la más triunfal de las marchas, la vecina del asiento me contesta –de Nueva York (21).
El intercambio humorístico de Sánchez juega con las expectativas respecto de homologías en el lenguaje, la cultura y el propio lugar de origen. El “triunfo” de la mujer, su habilidad para sorprender al puertorriqueño nacido en Puerto Rico con una respuesta inesperada, recuerda al lector que el “guagua” de la ruta San Juan –Nueva York vuela en ambas direcciones, expandiendo así su comprensión de la comunidad puertorriqueña.
Hasta cierto punto, entonces, el nudo afectivo sugerido por el hogar original permanece sin ser cuestionado por la categoría de origen nacional, incluso cuando el origen nacional es la respuesta más esperada. Lo que esta interrogante enfatiza para nosotros no es, entonces, una relación intrínseca con el Estado, sino más bien la manera cómo se generan lugares con referencia a la relación de semejanza y diferencia. “¿De dónde es usted?” en el texto de Sánchez es una estrategia conversacional que supone la apertura del diálogo entre compatriotas que comparten la experiencia de dislocación y migración circular.
Igualmente frecuente, la pregunta familiar “¿de dónde eres?” afirma significativamente “tú no eres de aquí,” sugiriendo, por lo general, la coda implícita “a diferencia de mí.” “A diferencia de mí en dos sentidos: primero, “no eres como yo,” lo cual aparece con la pregunta y, luego, “no eres como yo,” es decir, no eres de aquí. Simultáneamente, en el mejor de los casos, la pregunta es también una invitación a narrar, a contar la historia de la diferencia, del no-aquí, no-nosotros. Puesto que los inmigrantes son definidos frecuente- mente por este tipo de interpelación al interior de espacios sociales necesariamente transnacionales, no puede ser sorprendente que ellos activamente mantengan y (re)construyan lazos con sus lugares de origen incluso después de comprometerse a establecerse en los Estados Unidos. Más aún, el llamado a esa identidad transnacional se ve apoyado y reforzado por otras cualidades afectivas para el inmigrante. Como es el caso con los clubes sociales y las casitas, muchas veces el atractivo del “no-aquí” ofrece una valoración positiva que puede incluir factores de estatus social, jerarquía familiar y poderosas alternativas para la construcción étnica
Los nuevos inmigrantes de América Latina, aún cuando así lo desearan, son pocas veces bienvenidos sin cuestionamientos en la cultura definida en los Estados Unidos por una tercera (así como por una anterior o posterior) generación de caucásicos, asimismo hijos o nietos de inmigrantes. Por tanto, ésta es una experiencia esencial de definición; el inmigrante en el nuevo país nunca está del todo en su propio lugar. El lugar de origen retrocede en el tiempo y el espacio; no obstante, en el nuevo espacio el inmigrante es inherentemente un extraño, y para el inmigrante qua inmigrante, la nueva patria nunca es del todo su propio lugar, el lugar que fundamente las prácticas culturales –aún cuando, como es el caso en los Estados Unidos, la nación se defina fundamentalmente como una nación de inmigrantes. La identidad se deriva de un tipo particular de recuerdo cultural compartido: prácticas cotidianas incuestionables, el idioma, costumbres alimenticias que son valoradas y constituyen poderosos vínculos afectivos.
En su artículo de 1994, “Estrategias dialógicas, metas monolingües,” Bruce Novoa identifica una paradoja crucial en la construcción étnica en los Estados Unidos. En el proceso de adaptación a los Estados Unidos, sugiere, el inmigrante sufre enormemente por mantener contacto con su nación de origen, por medio de una interacción crecientemente ritual con los elementos de la “ahora distante ‘cultura auténtica:’” comida, idioma, objetos materiales, costumbres sociales, festivales. Estos objetos materiales simbolizan cualidades bastante abstractas, como es el caso del emblemático burro Porfirio en la fábula de González Viaña. Cada vez más, los sociólogos y otros estudiosos de la cultura comentan esta necesidad humana por recuerdos concretos que anclan los individuos a su lugar de origen. Luis Rafael Sánchez cita a un compañero de viaje: “Si no puedo vivir en Puerto Rico, porque allí no hay vida buena para mí, me lo traigo poco a poco. En este viaje traigo cuatro jueyes de Vacía Talega. En el anterior un gallo castrado. En el próximo traeré cuanto disco grabó el artista Cortijo” (1994, 17).
Surgen aquí numerosas preguntas. ¿Cómo subsiste lo que se trae consigo respecto del contexto, la memoria o el duelo de lo que se dejó atrás? ¿Cómo pueden estos objetos crear puentes hacia esas memorias? ¿Qué es lo que se borra o se pierde con esta nueva vida? Estas relaciones con restos culturales específicos, altamente simbólicos y denodadamente mantenidos, definen la identidad étnica así como el reclamo individual de autenticidad cultural; sirven como códigos de interacción social y actúan como estrategias de supervivencia para contrarrestar las amenazas que se percibe vienen de fuera. Del mismo modo, estos objetos alcanzan un elevado valor en una nueva nación, donde se convierten en metonimias de todo lo que ha sido abandonado y todo lo que debe ser preservado. Irónicamente, asegura Bruce Novoa: “El hecho de que estos restos culturales sean recordados, practicados o consumidos con tan intensa necesidad y placer como algo distinto de la sociedad circundante, los convierte en rasgos ya no (auténticamente) nacionales, sino en rasgos estadounidenses, pues su particular valor y significado está determinado por este país y no por el país de origen del grupo” (228). Como intuye Bruce Novoa, es precisamente su naturaleza de restos aislados, su estatus altamente valorado, su naturaleza fetichística, lo que hace de ellos una peculiar construcción del inmigrante y ya no rasgos ordinarios inmersos en la inmediatez de la riqueza de la cultura familiar.
De modo semejante, podemos ver el impulso repetido monumentalmente en muchos murales en barrios latinos a través de todo el país, aquí ilustrados por imágenes representativas del internacionalmente conocido Parque Chicano en el área de Logan Heights (Barrio Logan) en San Diego. El Parque Chicano bebió del ímpetu del proyecto de recuperación de la pintura mural inspirada en los muralistas mexica- nos postrevolucionarios y realizada en California en la década de los setentas. En los años sesenta, después de la construcción del Puente Coronado y su autopista y la vía de acceso que atraviesa el corazón de la comunidad, artistas locales como Salvador Torres, residente de Logan por muchos años, inspiraron a la comunidad con su visión artística para (re)establecer el orgullo cultural en su diseccionado barrio. Al recorrer el parque hoy en día, uno se enfrenta, inevitablemente, con que la metáfora del puente como una forma de pensar la inmigración y sus narrativas, precisa de un examen mayor. El Parque Chicano puede explorarse tanto desde la base del puente, como desde su corredor, y es posible ver aquello que el puente ensombrece y aquello que su torre interrumpe o hace posible. Así, el Puente Coronado también, como muchos otros puentes modernos, no es simplemente un arco que va del punto A al punto B, sino una estructura de muchos tentáculos.
El merecidamente famoso cuerpo de veintitantos murales del Parque Chicano ofrece un modelo de localización y familiarización, creando paisajes que funcionan en muchos niveles y a muchas escalas. Redefinen la destrucción causada por la autopista que corta el barrio latino y convierten el despojo industrial en un parque. Asimismo, reafirman la continuidad de la historia, la cultura, la tierra y el agua respecto de la Bahía de Coronado –“hasta la bahía” reza uno de los murales que decora una de las columnas del puente– con una comprensión transnacional de su herencia y su cultura.
En el otro extremo, la contrapartida de las estructuras enormes se halla en la minucia. Una fotografía, un memento, una canción, sirven como recuerdo de la patria, dan testimonio de la integridad de un sistema social distante y amado; pero también, en soledad, recuerdan al inmigrante de su susceptibilidad a los caprichos de las memorias inconexas, a la vulnerabilidad de la plantilla cultural reconstruida y de la potencial pérdida de conocimiento valioso. Son honrados como locus de memoria afectiva, pero también a veces temidos por su duelo anticipatorio de una pérdida irrecuperable. Cuando la nueva cultura oprime al inmigrante con sus aparentes afirmaciones de homogeneidad y asimilación, estos objetos recrean el espacio de la patria y certifican un vínculo continuo con otro espacio aún más densamente cargado de significados.
Los latinos, especialmente los inmigrantes indocumentados, experimentan exclusión y marginalidad en los Estados Unidos, la acusación de no pertenencia, la amenaza de la deportación. Mantener vínculos con su patria les permite apoyar sistemas mutuamente inteligibles en los cuales las historias cobran sentido. Con todo, las historias sobre ellos mismos contadas para reforzar la identidad, eventualmente tienden a ser resbaladizas cuando cambian de suelo. Inevitablemente, estos objetos vinculados culturalmente dan lugar a historias sobre una cultura ahora abstraída de su cotidianeidad, sobre un pasado nostálgicamente recordado, irrevocablemente distante a pesar de la compresión de tiempo y espacio operante en los paisajes de diáspora contemporáneos. Al unir metafóricamente a los inmigrantes con su patria, se convierten en líneas de vida, en cordones umbilicales: en objetos umbilicales.
Los objetos, en general, nos recuerdan experiencias, provocan la narración de historias que, a su vez, requieren de una audiencia: la oralidad es el pegamento esencial de la comunidad. Los objetos umbilicales existen de manera más completa en las narraciones sobre ellos, y son, en algún grado, más significativos según la ocasión en que se narren las historias. Éstas recuerdan a su poseedor de, y se mueven a través de, otros eventos y espacios; son oportunidades para informar. Describen continuidades y crean inicios. En el caso de las historias de objetos umbilicales, la narración sirve como una parábola de la diferencia, inmersa en marcos espacio temporales. Viajan y a la vez se quedan en casa. Son narraciones que insisten en la imposibilidad o (la falta de deseo) de abandonar una cultura de origen y asumir otra; fundan una historia de orígenes en una manera particular y conmovedora, y sirven para contrarrestar los temores a la homogenización de la americanización. De modo ambiguo, la narración del objeto umbilical involucra la búsqueda y el hallazgo, pero también la fundación, o la refundación de lo ya fundado, insertándolo en el contexto de una historia sobre el viaje y la llegada. También, es un puente hacia el pasado siempre en retroceso, el cruce y recruce de una cada vez más peligrosa y distante frontera.
Esta discusión ha evocado tres ejemplos hasta aquí: un burro alegórico, un espacio comunitario nuyorican y un conjunto de murales bastante conocido. Estos ejemplos apelan a un amplio registro de circunstancias e historias que van desde el exilio hasta complicadas negociaciones de identidades transnacionales. Sugieren de manera indirecta complejas relaciones, más entreveradas y resbaladizas de lo que, hasta la fecha, acreditan los estudios. Y las historias, como los objetos, cruzan la frontera para ganar significado; se les unen objetos de posteriores viajes o regalos típicos traídos por familiares que llegan de visita. El narrador, entonces, se convierte en un autoetnógrafo, quien mantiene una relación privilegiada con lo que, de otra forma, constituiría un objeto opaco y, gracias a éste, a su vez, con la memoria y el conocimiento.
Esta observación sugiere que la subjetividad puede ser definida por un reconocimiento tardío; que la identidad del grupo latino pueda tener algo que ver con una percepción compartida de trauma, que a su vez lleva hacia la nostalgia, hacia una frustrada/frustrante tardanza respecto de la identidad. Puesto que hasta cierto punto la experiencia está conformada por el trauma, la nostalgia y la tardanza, podemos esperar encontrarnos con una suerte de envenenamiento retrospectivo de ciertos aspectos de la narración (pasada o presente), y algo semejante a lo que Freud llamó duelo irresuelto. En otras palabras, los inmigrantes usan estos objetos como una forma, no tanto de hacer referencia a un espacio ideal otro, sino a un yo ideal otro, que puede no haber existido nunca pero que siempre se anhela.
Resulta muy llamativo en estos recuentos el supuesto de que (lo) Otro (espacio, tiempo) sea más auténtico que el del punto de partida de la narración y que la patria esté asociada a determinada cualidad fija, mientras que el nuevo espacio se proyecta como un perturbador y hostil lugar de flujo. Por tanto, no se trata únicamente de que el sujeto vive en un estado de inautenticidad, sino que hasta cierto punto, lo requiere y lo hace posible. Constituye una cualidad fundamental de la diferencia aducida en las negociaciones entre las exigencias reales y las exigencias percibidas de la cultura dominante y el deseo del inmigrante por mantener un yo cultural distinto.
Para concluir, quiero enfocarme en un ejemplo final, en el cual la autenticidad resulta, por una u otra razón, inestable.
El título del libro de Sheila y Sandra Ortiz Taylor, Imaginary Parents: A Family Autobiography (Padres imaginarios: una autobiografía familiar), advierte inmediatamente al lector que el contenido del libro desafiará sus expectativas respecto del género. Esta colaboración de una novelista (Sheila) y una artista (Sandra), cada una reconocida por sus propios méritos, inevitablemente destaca la apropiación creativa de la historia familiar y el reacomodo de los objetos encontrados, de tal modo que la literatura y el arte visual, el libro y el objeto, se intersectan y reflejan mutuamente. En una sección del libro, titulada “Housekeeping” (“El cuidado de la casa”), la narradora describe cómo su abuelo, “Mypapa,” siete meses después de la muerte de “Mymama,” se dirige a la cómoda que solían compartir y busca en el interior de los cajones hasta encontrar el objeto que desea, algo duro envuelto con una de las muchas prendas. Pone el bulto sobre uno de los muebles, “y lentamente lo desenvuelve hasta que el arma (un Colt que Pancho Villa le había entregado, la Luger alemana que su hijo David trajo de la guerra, la 38 que había comprado la semana pasada en una tienda de empeño en Riverside) queda al descubierto bajo un sólo haz de luz de la ventana” (130). Mientras que en este caso, el contexto no aclara si la narradora se refiere a una serie de eventos o a uno solo, rememorado varias veces, ni tampoco por qué de pronto el abuelo siente la urgencia de mirar el arma (o armas) en este momento (o momentos); la caja de Sandra, “Recuerdos para los abuelitos” tiene una inscripción que describe el suicidio del abuelo con una escopeta siete meses después de la muerte de su esposa, reduciendo aparentemente la multiplicidad de narraciones de Sheila (todas acerca de armas) a una única imagen verdadera (aquélla de la escopeta).
Cada versión complementa la otra, a la vez que añade confusión a una historia cuyo argumento básico es el mismo, pero cuyos detalles son distintos siempre. En el relato, el suicidio del abuelo es olvidado en las tres micronarraciones, cada una rodeada de su respectiva combinatoria de variables. En la caja de Sandra, el esqueleto sobre la cama inaugura para el espectador una irresoluble serie de interpretaciones potenciales. No existe, sin embargo, razón alguna para privilegiar la caja de Sandra con su pequeña escopeta al lado del esqueleto, contextualizados por la inscripción, por encima de la historia inestable de Sheila. Es mucho más interesante notar que la yuxtaposición del objeto de arte y el relato de un objeto similar recuerda al lector/espectador la primacía de la imaginación y la creatividad sobre los supuestamente auténticos hechos históricos. Existe una unidad artística, sea que la composición con palabras en una página o la composición con objetos en un espacio, tenga mayor validez que la otra.
Existen también otros contextos. Las dos muchachas están obsesionadas con la imaginería típica de la narrativa de vaqueros del oeste, incluyendo las pistolas de juguete. Padres imaginarios incluye también una historia fragmentada, escrita por Sheila, sobre una deprimida y abrumada tía que se suicida con el arma de su esposo Ted (100-101), acompañada de una reflexión sobre el mismo episodio de la historia familiar en la caja “Winifred, su historia”. La caja de Sandra presenta una pistola y una cita no atribuida a Emily Dickinson “Mi vida había sido –una pistola cargada,” de modo que las palabras de Dickinson se colocan en boca de la tía y se crea así una interpretación multicultural de muchos niveles sobre un evento traumático.
Aunque el juego de las dos formas de producción artística es una de las características más originales de este libro, no toda historia en el libro tiene un paralelo visual. Uno de los leit motivs a lo largo del texto de Sheila es Pancho Villa. Las referencias a Villa en Padres imaginarios abundan, desde la misteriosa alusión parentética al Colt de Pancho Villa, anteriormente citada, pasando por el cuento de un encuentro romántico de la madre con el personaje histórico, hasta las cómicas aventuras de un Pancho Villa de paja que mide 6 pies de alto al final de la narración, cuya compra –hecha por la hermana mayor en un mercado de México– es descrita por la narradora como “necesaria” (la del caballo que hace juego es, por contraste, opcional) (252-253). De este modo, uno de los hilos comunes de la narración es que Pancho Villa aparece continuamente: en la aparentemente lejana referencia a su revólver, así como en una atesorada reliquia de dudosa procedencia y en el objeto kitsch hecho especialmente para turistas.
La historia de la reliquia es una de las más desarrolladas e involucra el látigo de Pancho Villa. Es una historia romántica, que bien podría funcionar en una película de cine mudo, y que le llega al lector por medio de agujeros e imprecisiones históricas fácilmente discernibles. La tradición familiar nos habla del famoso general azotando el rancho de la familia en California por ninguna razón aparente, más que la de esperar en los alrededores para recibir una entusiasta bienvenida, alzar a la futura madre de la narradora sobre su caballo e irse dejando atrás algunos preciados artefactos (o artefacto porque esta historia sólo habla del látigo. El arma que aparece un poco más tarde en la historia deja huellas en las narraciones más cortas). Pero ¿no nos había dicho la narradora que habían perdido el rancho desde tiempos inmemoriales? Además, aunque es cierto que Villa condujo una incursión en Columbus, Nuevo México el 9 de marzo de 1916, ni él ni su ejército llegaron jamás hasta California y, dado que la guerra terminó en 1920, la madre es probablemente al menos 10 años demasiado joven como para tomar parte en este episodio. He aquí la historia de “La cena de 1947”:
De la pared, justo al lado de la oreja izquierda de mi padre, pende el látigo de Pancho Villa. Mi madre me ha contado la historia. Pancho Villa y sus hombres cabalgan hacia la casa del rancho de la familia. Pancho Villa se agacha desde su silla. Mi madre se cuelga de su brazo derecho y abraza su dulce olor de sudor y camino… Y cuando Pancho Villa baja a mi mamá, saca un largo látigo de cuero trenzado de su silla y se la entrega al abuelo, quien la acepta honrado. Ahí ha quedado colgando de la pared, justo al lado de la oreja izquierda de mi padre (91-92).
Las Taylor inician sus historias con un objeto material específico (una fotografía, una pistola, un látigo) que les sirven como referentes culturales especialmente evocativos. En lugar de convertirlos en fetiches; ellas exploran lo que podría significar el hecho de rastrear sus historias desde el supuesto de la inautenticidad en lugar de aquél de la autenticidad. El supuesto, entonces, se convierte en la ocasión para narrar y la invitación a crear complementos. Simultáneamente, cierta nostalgia permea la reconocida inautenticidad en su camino hacia la formación de una identidad auténtica, catalogada a través de la hibridez cultural. Sin embargo, aunque la nostalgia persiste como una cualidad significativa de estos textos, parece funcionar sin el trauma.
En el libro de las Taylor, Pancho Villa es uno de esos personajes que puede irrumpir en los mapas internacionales. Es, por tanto, bastante apropiado que el libro concluya con la descripción de una estatua suya, de tamaño natural, que la joven mujer compra en México. Como los serapes hechos para los turistas, los árboles de la vida de arcilla, los retratos en terciopelo de héroes revolucionarios, los afiches de tauromaquia hechos a pedido, y muchos otros objetos por el estilo, el Pancho Villa de paja, de 6 pies de altura, evoca un sistema altamente estandarizado de intercambio y señala la forma como las historias pueden cruzar la frontera en ambas direcciones, siguiendo las huellas del artefacto. En esta economía, los artesanos locales crean objetos de arte folclórico para el mercado de souvenirs, informando así de su percepción de lo que ellos asumen que es del gusto de sus clientes. Como la estatua de Pancho Villa, dichos objetos pueden variar desde los souvenirs más baratos hasta obras de arte muy costosas, pueden tener un valor de exhibición y no suelen tener un valor de uso aún cuando imiten objetos “auténticos.” Y esto realmente no importa de manera significativa.
Llama la atención que estos objetos parecen, de algún modo, siempre devaluados y faltos de autenticidad de antemano y, como tales, requieran de una cierta distancia irónica entre el dueño y el objeto mismo. De hecho, la frivolidad del objeto, su falta de “aura” aún cuando sean muy costosos –o acaso justamente por eso– resulta siendo casi su propia condición de posibilidad. Pancho Villa es en cierto sentido necesario; se lo compra con afecto, no obstante la historia en la que aparece nada tiene que ver con sus hazañas históricas. El elemento cómico es más importante: lo difícil que resulta hacer caber un muñeco de seis pies en un coche incluso tan grande como un Buick Century y la reacción que causa la imagen fugaz de su bota, asomando por la ventana del coche cual si fuere la bota de un cadáver, entre los sorprendidos residentes de los pueblitos que las mujeres recorren en su camino.
A diferencia del metafórico burro de González Viaña, el Pancho Villa de paja, tanto como los árboles de la vida y otros objetos que las mujeres compran en el mercado, no comporta la promesa de una restitución cultural. Por el contrario, marca una distancia respecto del supuesto hogar cultural y opera a favor del descrédito de las reivindicaciones sobre la autenticidad e interioridad en lugar de sustentarlas. La narradora parece sugerir, no obstante, el tono humorístico que el verdadero objeto auténtico e imposible está siempre más allá de nuestro alcance. Tal vez nunca nos sea accesible a no ser por rastros en la memoria. La experiencia auténtica es elusiva, se ubica siempre más allá del horizonte, siguiendo las líneas del camino que se difumina junto con la imagen de las botas de Pancho Villa asomadas por la ventana de un Buick Century polvoriento.
No obstante, a la misma vez, la estatua de paja informa sobre el gusto y sobre la relación íntima que la narradora mantiene con su cultura original. Está inmersa en una narrativa que incluye la herencia familiar entretejida con la historia mexicana, una historia en la cual la estatua forma parte de un continuo que incluye a la madre cargada por un Pancho Villa a caballo, al abuelo recibiendo el honroso regalo del látigo, el mismo abuelo que se mata con el Colt de Villa. Esta historia, un tejido hecho de muchas y muy profundas capas, es bastante diferente de las historias que podrían ser contadas si ese mismo objeto u otro similar fuesen el punto de partida de una conversación con una persona que lo hubiese comprado como un turista. Paralelamente, la historia sobre el objeto toma en cuenta al interlocutor. Nos confronta en su deseo de construir puentes o establecer y vigilar distancias.
Appadurai ha comentado: “en las peculiares cronologías del capitalismo tardío, el pastiche y la nostalgia son modos fundamentales de la producción y recepción de imágenes” (30). Quisiera añadir que la nostalgia no es únicamente un modo de producción, pero es ella misma producto, a la vez que es producida en y a través de la comunicación con el interlocutor imaginado/deseado. Es más, el modo en que la nostalgia más frecuentemente encuentra su forma más cómoda es el pastiche, en especial en el fragmento narrativo autoetnográfico.
Si estamos de acuerdo en que la oralidad y la etnografía sirven como pegamento esencial; entonces, lo que ellas componen y restauran son objetos compuestos por dos caras, una material y la otra natural. En una cultura (la nuestra) en la cual el conocimiento es normalmente definido por abstracción, hay muy poco espacio para los “meros” objetos. Con todo, la materialidad se reafirma obstinadamente, en su dignidad y en su frivolidad, en toda su extraordinaria ordinariez, en estas historias tamizadas, en estos objetos umbilicales.

Debra Castillo con Camellia Pual y Rosalie Purvis en Jadavpur University
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