Nemecia

 Por: Kirstin Valdez Quade

Traducción: Jimena Reides

Foto de portada: Night at the fiestas

«Nemecia» es el relato de la escritora norteamericana Kirstin Valdez Quade, que encabeza su aclamado debut literario, Night at the fiestas (2015). Tanto el relato como el volumen han obtenido una serie de premios y galardones desde su publicación, siendo reconocidos a través de la National Book Foundation y publicados en medios como Narrative o The New Yorker. La publicación de «Nemecia» en Revista Transas, en traducción de Jimena Reides, marca la primera traducción al español de Kirstin Valdez Quade.


EN EL PRIMER RECUERDO QUE TENGO DE MI PRIMA NEMECIA, ESTAMOS caminando juntas en el cultivo de frijoles. Estuve llorando, y mi respiración es aún temblorosa y ahogada. Ella me toma la mano con fuerza y me dice alegremente—: Espera, María, espera hasta que lo veas —. No recuerdo por qué estaba molesta o qué fue lo que me mostró mi prima ese día. Solo recuerdo que la tristeza se alejó como una ola y que un arrebato de expectativa nuevo y tranquilo la reemplazó, y que los zapatos de Nemecia tenían tacos. Tuvo que caminar inclinada hacia adelante, sobre los dedos del pie, para evitar que estos se hundieran en la tierra.

Nemecia era la hija de la hermana de mi madre. Vino a vivir con mis padres antes de que yo naciera porque mi tía Benigna no podía cuidarla. Luego, cuando la tía Benigna se recuperó y se mudó a Los Ángeles, Nemecia ya había vivido con nosotros durante tanto tiempo que se quedó. Esto no era algo raro en nuestro pueblo de Nueva México en aquellos años entre guerras; si alguien moría, atravesaba un momento difícil, o simplemente tenía demasiados hijos, siempre había tías, hermanas o abuelas con espacio para un niño extra.

El día después de que nací, mi tía abuela Paulita llevó a una Nemecia de siete años a la habitación de mi madre para que me conociera. Nemecia llevaba la muñeca de porcelana que alguna vez había pertenecido a su propia madre. Cuando quitaron la manta de mi rostro para que pudiera verme, estrelló la muñeca contra el piso de tablones. Encontraron todas las piezas; mi padre las unió con pegamento, limpiando la superficie con su pañuelo para quitar lo que sobraba entre las grietas. El pegamento tomó un color marrón al secarse, o tal vez se secó con un color blanco y simplemente se tornó marrón con el tiempo. La muñeca reposaba en la cómoda de nuestra habitación, con la cara redonda y una sonrisa plácida detrás de la red de resquebraduras y con las manos plegadas de forma meticulosa a lo largo de un encaje blanco, una mezcla extraña y terrorífica de lo joven y lo viejo.

Había un aire de tragedia y de glamour alrededor de Nemecia, que ella misma cultivaba. Se delineaba los ojos con un lápiz negro y usaba cuentas de cristal y pantimedias de seda, regalos de su madre en California. Se gastaba la mensualidad en revistas y colgaba las fotos de actores de películas mudas con un alfiler alrededor del espejo de nuestro tocador. Creo que jamás vio una película, al menos no hasta después de dejarnos, pues el cine más cercano se encontraba recién en Albuquerque, y mis padres bajo ninguna circunstancia hubieran pensado que las películas eran adecuadas para una jovencita. Sin embargo, Nemecia exhibía las miradas hacia arriba y los pucheros de Mary Pickford y de Greta Garbo en el pequeño espejo de nuestra habitación.

Cuando pienso en Nemecia y en cómo era en ese entonces, la imagino comiendo. Mi prima era voraz. Necesitaba cosas y necesitaba comida. Tomaba pequeños bocados, tragaba todo con la elegancia de un gato. Nunca estaba satisfecha y la comida jamás se veía en su figura.

Contaba chistes mientras se servía ración tras ración, para que estuviéramos distraídos y no nos diéramos cuenta de cuántas tortillas o cuántos cuencos con guiso de chile verde había comido. Si mi padre o mis pequeños hermanos le hacían bromas por su apetito, se sonrojaba. Mi madre hacía callar a mi padre y decía que estaba creciendo.

Por la noche, robaba comida de la alacena: puñados de pasas de uva, charqui, trozos de jamón. Su sigilo era innecesario; mi madre la hubiera alimentado con gusto hasta que estuviese llena. Aún así, todo estaba en su lugar por la mañana: el papel manteca doblado con esmero alrededor del queso, las tapas de los frascos cerradas herméticamente. Era una experta en cortar rebanadas y comer con la cuchara, de modo que sus robos eran imperceptibles. Me despertaba con ella arrodillada sobre mi cama, con una tortilla untada con miel contra mis labios—. Aquí tienes —susurraba, e incluso si todavía estaba llena de la cena y no me había despertado, comía un bocado, pues ella necesitaba que yo participara en el delito.

Verla comer hacía que yo odiara la comida. Los mordiscos rápidos y eficientes, el movimiento de su mandíbula, la forma en que la comida se deslizaba por su garganta; me repugnaba pensar que su cuerpo tolerara tales cantidades. Sus modales delicados y el ladeo refinado de su cabeza, como si aceptara cada bocado, lo empeoraba de algún modo. Pero, si yo era alguien que comía poco, si resentía mi dependencia de la comida, eso no importaba, ya que Nemecia comía mi porción y nunca se desperdiciaba nada.

 

LE TENÍA MIEDO A NEMECIA porque conocía su mayor secreto: cuando tenía cinco años, hizo que su madre entrara en coma y mató a nuestro abuelo.

Sabía esto porque me lo dijo un domingo muy tarde mientras estábamos acostadas en nuestras camas. Toda la familia se había reunido para comer en nuestra casa, como lo hacía cada semana, y pude escuchar a los adultos en la sala, todavía hablando.

—Yo los maté —me dijo Nemecia en la oscuridad. Hablaba como si estuviese recitando, y al principio no sabía si me estaba hablando a mí—. Mi madre estaba muerta. Estuvo muerta durante casi un mes, yo la maté. Después volvió, como Jesucristo, excepto que fue un milagro más grande porque estuvo muerta durante más tiempo, no solamente tres días —. Su voz era seria.

—¿Por qué mataste a nuestro abuelo? —murmuré.

—No lo recuerdo —dijo—. Debo de haber estado enojada.

Miré con dificultad en la oscuridad, luego parpadeé. Con los ojos abiertos o cerrados, la oscuridad era la misma. Perturbadora. No podía escuchar la respiración de Nemecia, solo las voces distantes de los adultos. Tenía la impresión de que estaba sola en la habitación.

A continuación, Nemecia habló—: Sin embargo, no puedo recordar cómo lo hice.

—¿También mataste a tu padre? —pregunté. Por primera vez, me di cuenta del manto de seguridad alrededor mío que nunca había percibido y se estaba disolviendo.

—Oh, no —me dijo Nemecia. Su voz sonaba decidida nuevamente—. No fue necesario, porque se fue por su cuenta.

Su único error, dijo, es que no mató al niño milagroso. El niño milagroso era su hermano, mi primo Patrick, que tenía dos años más que yo. Era un milagro porque incluso mientras la tía Benigna dormía, muerta para el resto del mundo durante esas semanas, sus células se multiplicaron y sus rasgos aparecieron. Pensaba en él haciéndose fuerte por el agua con azúcar y el cuerpo desfallecido de mi tía, con su alma resplandeciendo firmemente dentro de ella. Me lo imaginaba dando vueltas en el líquido calmo.

—Estuve tan cerca —dijo Nemecia, casi con melancolía.

Había una fotografía de Patrick de niño enmarcada sobre el piano. Estaba sentado entre la tía Benigna, a quien yo nunca había conocido, y su nuevo esposo; todos vivían en California. El Patrick de la fotografía tenía cachetes regordetes y no sonreía. Parecía contento de estar allí, entre una madre y un padre. Parecía no estar al tanto de la hermana que vivía con nosotros en otra casa, a casi mil quinientos kilómetros de distancia. Desde luego no la extrañaba.

—Mejor que no le digas a nadie —dijo mi prima.

—No lo haré —dije, mientras el miedo y la lealtad crecían en mí. Estiré la mano hacia el espacio oscuro entre nuestras camas.

 

AL DÍA SIGUIENTE, EL MUNDO se veía diferente; cada adulto con el que me encontraba parecía haberse encogido ahora, frágil debido al secreto de Nemecia.

Esa tarde, fui a la tienda y me quedé quieta junto a mi madre mientras trabajaba en el desordenado escritorio de persiana detrás del mostrador. Estaba haciendo el balance de las cuentas, mientras se golpeaba el labio inferior con el extremo del lápiz. Como era costumbre, al final del día, un halo de cabello encrespado había brotado alrededor de su rostro.

Mi corazón martillaba y tenía la garganta cerrada—. ¿Qué sucedió con la tía Benigna? ¿Qué le pasó a tu padre?

Mi madre se giró para mirarme. Apoyó el lápiz, se quedó quieta por un momento, y luego sacudió la cabeza e hizo un gesto como si estuviese alejando todo de ella.

—Lo importante es que obtuvimos nuestro milagro. Milagros. Benigna vivió, y el bebé vivió —. Su voz sonaba decidida—. Al menos Dios nos concedió eso. Siempre le agradeceré por eso —. No parecía agradecida.

—Pero, ¿qué ocurrió? —. Mi pregunta fue menos enérgica esta vez.

—Mi pobre, pobre hermana —. Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas y sacudió la cabeza nuevamente—. Es mejor olvidarlo. Me duele pensar en eso.

Pensé que lo que Nemecia me había dicho era verdad. Lo que me confundía era que nadie jamás la había tratado como a una asesina. En todo caso, eran especialmente amables con ella. Me preguntaba si sabían lo que había hecho. Me preguntaba si tenían miedo por lo que podría hacerles a ellos. Mi madre con miedo a una niña; la idea era exagerada pero explicaba, tal vez, la pequeña atención extra que le prestaba a mi prima que tanto me molestaba: el roce de las yemas de sus dedos en la mejilla de Nemecia, el modo en que los labios se demoraban contra el cabello de Nemecia cuando nos daba el beso de las buenas noches.

Quizá todo el pueblo estaba aterrado al ver a mi prima, y yo también veía a Nemecia, mientras hablaba con su maestra en la escalera de la escuela, mientras ayudaba a mi madre antes de la cena. Pero mi prima jamás cometió un error y, aunque algunas veces pensaba que veía destellos de precaución en los rostros de los adultos, no podía estar segura.

Todo el pueblo parecía haberse puesto de acuerdo en mantenerme en la oscuridad, pero pensé que si alguien podía expresar su desaprobación (y con seguridad desaprobaba el asesinato), esa sería mi tía abuela Paulita. Le pregunté sobre ello una tarde en su casa mientras preparábamos tortillas, teniendo cuidado de no traicionar el secreto de Nemecia—. ¿Qué le pasó a mi abuelo? —. Pellizqué una bola de masa y se la pasé a ella.

—Fue algo inimaginable —dijo Paulita. Enrolló la masa con golpes violentos y bruscos. Pensé que iba a continuar, pero solo dijo nuevamente—: Algo inimaginable.

Salvo que podía imaginarme a Nemecia matando a alguien.

El infierno, demonios, llamas, esos eran los horrores que no me podía imaginar. Pero la furia de Nemecia… Eso era completamente posible.

—¿Pero qué sucedió?

Paulita dio vuelta el disco de masa, lo volvió a enrollar y lo tiró sobre la superficie de hierro caliente del horno, donde comenzó a ampollarse. Me apuntó con el palo de amasar—. Tienes suerte, Maria, de haber nacido después de ese día. Tú estás intacta. El resto de nosotros nunca lo olvidará, pero tú, mi hijita, y los mellizos, están intactos —. Abrió la puerta delantera del horno con un gancho de hierro y atizó el fuego de adentro.

Nadie hablaba sobre lo que había pasado cuando Nemecia tenía cinco años. Y enseguida dejé de preguntar. Cada noche, pensaba que Nemecia tal vez diría algo más sobre su delito, pero nunca lo volvió a mencionar.

Y cada noche, me quedaba despierta lo más que podía, esperando que Nemecia viniera a buscarme en la oscuridad.

 

CUALQUIER COSA NUEVA QUE TUVIERA, Nemecia la arruinaba, pero no lo suficiente como para que quedara inusable o siquiera algo que fuera muy perceptible, sino solo un poco: un rasguño en la madera de un lápiz, una rasgadura en el dobladillo interno de un vestido, un pliegue en la página de un libro. Una vez me quejé, cuando Nemecia tiró mi nueva rana saltarina a cuerda contra el escalón de piedra. Le lancé la rana a mi madre, exigiéndole que viera la raspadura en la lata. Mi madre volvió a colocar el juguete en la palma de mi mano y sacudió la cabeza, decepcionada—. Piensa en otros niños —dijo. Se refería a niños que conocía, los niños de Cuipas—. Tantos niños que no tienen cosas nuevas tan hermosas.

Con frecuencia me quedaba al cuidado de mi prima. Mi madre estaba contenta por la ayuda de Nemecia; estaba ocupada con la tienda y con mis hermanos de tres años. Creo que nunca se imaginó que mi prima me deseaba el mal. Mi madre era extremista sobre la seguridad de sus hijos; más adelante, cuando tenía quince años, se negó a atender en la tienda a un peón anciano de mi vecino durante un año porque me había silbado, pero confiaba en Nemecia. Nemecia, casi una huérfana, la hija de la amada hermana mayor de mi madre. Nemecia era la primera niña de mi madre y, lo supe incluso en ese entonces, la favorita.

Mi prima era intensa con su amor y con su odio, y algunas veces yo no podía ver la diferencia. Parecía que la provocaba sin quererlo. Cuando más enojada estaba, arremetía con bofetadas y pellizcos que me ponían la piel roja y azul. Algunas veces, su enojo duraba semanas, una agresión que se desvanecía en largos silencios. Sabía que me había perdonado cuando comenzaba a contarme historias; historias de fantasmas sobre La Llorona, que acechaba arroyos y gemía como el viento cuando se acercaba la muerte, historias sobre forajidos y las cosas terribles que le hacían a mujeres jóvenes y, lo peor, historias sobre nuestra familia. Luego me abrazaba y me besaba y me decía que aunque todo era verdad, cada palabra, y aunque yo era mala y no me lo merecía, todavía me amaba.

No todas sus historias me asustaban. Algunas eran maravillosas: sagas elaboradas que se extendían durante semanas, aventuras de niñas como nosotras que se escapaban. Y cada una de sus historias solo nos pertenecía a nosotras. Me trenzaba el cabello por la noche, se alteraba si un chico me molestaba, me mostraba cómo caminar para que pareciera más alta—. Estoy aquí para cuidarte —me decía—. Es por eso que estoy aquí.

 

CUANDO CUMPLIÓ CATORCE, la piel de Nemecia se volvió roja y aceitosa y se llenó de pústulas. Se veía más frágil. Comenzó a reírse de mí por mis cejas gruesas y mis dientes torcidos, algo de lo que no me había dado cuenta hasta ese entonces.

Una noche, entró en nuestra habitación y se miró en el espejo durante un largo rato. Cuando se alejó, cruzó hacia donde estaba yo sentada sobre la cama y hundió la uña en mi mejilla derecha. Aullé y sacudí la cabeza—. Shhh —me dijo amablemente. Con una mano, me acarició el cabello y sentí que me ablandaba con su contacto mientras movía la uña a través de mi piel. Dolió un poco solamente y, ¿qué me importaba la belleza a los siete años? Mientras estaba sentada cómodamente entre las rodillas de Nemecia, con mi rostro en sus manos, su atención me arrastró como imaginaba que lo haría una ola: de modo cálido, lento y salado.

Noche tras noche, me sentaba entre sus rodillas mientras ella abría y volvía a abrir la herida. Un día comenzó a jugar con eso y me dijo que parecía una pirata; otro día, me decía que era su deber marcarme, pues había pecado. Ella y mi madre trabajaban una contra la otra: mi madre esparcía un ungüento sobre la costra cada mañana; Nemecia la abría cada noche con las uñas—. ¿Por qué no cicatriza, Maria? —se preguntaba mi madre mientras me alimentaba con dientes de ajo crudo. ¿Por qué no le dije? No sé exactamente, pero supongo que necesitaba involucrarme en la historia de Nemecia.

Para cuando Nemecia finalmente perdió interés y dejó que mi mejilla sanara, la cicatriz me llegaba desde al lado de la nariz hasta el labio. Me hacía ver afligida, y se volvía púrpura en invierno.

 

DESPUÉS DE SU CUMPLEAÑOS NÚMERO DIECISÉIS, Nemecia me empezó a ignorar Mi madre dijo que era normal que pasara más tiempo sola o con amigos. En la cena, mi prima todavía era divertida con mis padres, y parlanchina con las tías y los tíos. Pero esos arrebatos secretos y extraños de furia y adoración (toda la atención que alguna vez había puesto en mí) se terminaron por completo. Se había alejado de mí pero, en lugar de alivio, sentía un vacío.

Quise obligar a Nemecia a que volvamos a nuestra antigua confidencia. Le compraba caramelos y le daba codazos en la iglesia como si compartiéramos alguna broma secreta. Una vez, en la escuela, corrí hacia donde estaba con algunas muchachas más grandes—. ¡Nemecia! —exclamé, como si la hubiese estado buscando por todos lados, y le agarré la mano. No me alejó ni me gritó; simplemente sonrió distraída y se giró nuevamente hacia sus amigas.

Aún compartíamos nuestra habitación, pero se iba a dormir tarde. Ya no contaba historias, ya no me cepillaba el cabello, ya no caminaba conmigo hasta la escuela. Nemecia dejó de verme, y sin su mirada fija ya no me distinguía a mí misma. Me quedaba acostada en la cama esperándola, quedándome quieta hasta que ya no podía sentir las sábanas sobre la piel, hasta que era un ser incorpóreo en la oscuridad. Eventualmente, Nemecia entraba y, cuando lo hacía, yo no podía hablar.

Mi piel perdió su color; mi cuerpo, su masa, hasta una semana de mayo cuando, mientras observaba por de la ventana del aula, vi a la anciana señora Romero caminando por la calle, con el chal ondulando a su alrededor como alas. Mi maestra pronunció mi nombre repetidamente, y me sorprendió encontrarme en mi cuerpo, sentada con solidez en mi pupitre. En ese momento lo decidí: iba a encabezar la procesión de Corpus Christi. Iba a llevar alas y todos iban a verme.

 

EL CORPUS CHRISTI había sido la festividad religiosa preferida de mi madre desde que era niña, cuando cada verano caminaba con otras niñas a través de las calles de tierra lanzando pétalos de rosa. Todos los años, mi madre nos hacía a Nemecia y a mí vestidos nuevos de color blanco y nos enrollaba las trenzas con cintas en forma de corona alrededor de las cabezas. Siempre me había encantado la ceremonia: la solemnidad de la procesión, el sacramento sagrado en su caja dorada sostenido en lo alto por el sacerdote bajo el toldo adornado con borlas doradas, las oraciones en los altares a lo largo del camino. Ahora solo podía pensar en encabezar esa procesión.

El altar de mi madre era su orgullo. Cada año, armaba la mesa plegable en la calle frente a la casa. El Sagrado Corazón se erguía en el centro del encaje tejido al crochet, flanqueado por velas y flores en frascos de conserva.

Todos participaban en la procesión, y las niñas del pueblo la encabezaban con canastas con pétalos para repartir ante el Cuerpo de Cristo. Ese día, nos transformábamos de niñas llenas de polvo y con el cabello desaliñado en ángeles. Pero era la niña que lideraba la procesión quien realmente era un ángel, porque llevaba las alas que se guardaban entre hojas de papel tisú en una caja sobre el ropero de mi madre. Esas alas eran hermosas, de gaza y alambre, y se ataban con una cinta blanca en la parte superior de los brazos.

Se tenía que confirmar antes qué niña encabezaría la procesión, y era elegida según cómo recitaba un salmo. Yo ya tenía diez años, y este era el primer año que podía participar. Durante los días previos a la lectura, estudié a la competencia. La mayoría de las niñas venían de ranchos de afuera del pueblo. Incluso si tenían una hermana o familiar que pudiera leer lo suficientemente bien como para ayudarlas a memorizar, sabía que no podían pronunciar las palabras correctamente. Solo mi prima Antonia era una amenaza real: había liderado la procesión el año anterior y siempre se comportaba con gracia, pero podía recitar un salmo fácil. Nemecia era demasiado grande y, de todas formas, jamás había demostrado interés.

Me decidí por el Salmo 38, que había elegido del Manna maná cubierto de cartón de mi madre debido a su impresionante extensión y a las palabras difíciles.

Practicaba con fervor, en la bañera, caminando hacia la escuela, en la cama por la noche. Por cómo me lo imaginaba, iba a recitarlo en frente de todo el pueblo. El Padre Chavez levantaría su mano al final de la Misa, antes de que las personas pudieran moverse, toser y recoger sus sombreros, y diría—: Esperen. Hay algo más que deben escuchar —. Una o dos niñas irían delante de mí, vacilarían al leer sus salmos (unos cortos, insignificantes). A continuación, me pondría de pie, caminaría con gracia hacia el frente de la iglesia y, allí, delante del altar, hablaría con una elocuencia que luego la gente describiría como de otro mundo. Ofrecería mi salmo como un regalo para mi madre. La vería mirarme desde el banco de la iglesia, con los ojos llenos de lágrimas y un orgullo solo dirigido a mí.

En cambio, por supuesto, nuestras lecturas se hicieron en la escuela dominical antes de la Misa. Una a una, nos pusimos de pie ante nuestros compañeros de clase mientras nuestra maestra, la señora Reyes, seguía las palabras con su Biblia. Antonia recitó el mismo salmo que había leído el año anterior. Cuando fue mi turno, me equivoqué con la frase «porque mis iniquidades han aumentado sobre mi cabeza: como una carga pesada, me agobian». Cuando me senté con los otros niños, las lágrimas se agolparon detrás de mis ojos y me dije que nada de eso importaba.

Una semana antes de la procesión, mi madre me fue a buscar a la salida de la escuela. Durante el día, raramente dejaba la tienda o a mis pequeños hermanos, por lo que supe que era importante.

—La señora Reyes vino a la tienda hoy —dijo mi madre. Por su rostro, no podía saber si las noticias habían sido buenas o malas, o siquiera sobre mí. Me apoyó la mano sobre el hombro y me llevó a casa.

Caminaba con rigidez bajo su mano, esperando, con los ojos fijos en las puntas de mis zapatos cubiertas de polvo.

Finalmente, mi madre se giró y me abrazó—. Lo lograste, Maria.

Esa noche celebramos. Mi madre trajo botellas de gaseosa de jengibre de la tienda y la compartimos, pasándola por toda la mesa. Mi padre levantó su vaso y brindó por mí. Nemecia me tomó la mano y la apretó.

Antes de que termináramos de cenar, mi madre se paró y me hizo señas para que la siguiera por el pasillo. En su habitación, bajó la caja de su guardarropa y levantó las alas—. Aquí tienes —dijo—, pruébatelas—. Me ató las cintas alrededor de los brazos sobre el vestido a cuadros y me llevó nuevamente a donde estaba mi familia esperando sentada.

Las alas eran livianas y rozaron la entrada. Se movían con mucha ligereza mientras caminaba, del modo que imaginaba que podían moverse las alas de un verdadero ángel.

—Date la vuelta —dijo mi padre. Mis hermanos se deslizaron de sus sillas y vinieron hacia mí. Mi madre los agarró de las muñecas—: No pongan sus manos grasosas sobre estas alas—. Giré y di vueltas para mi familia, y mis hermanos aplaudieron. Nemecia sonrió y se sirvió una segunda porción.

Esa noche, Nemecia se fue a la cama cuando fui yo. Mientras nos poníamos el camisón, dijo—: Tenían que elegirte, sabes.

La miré, sorprendida—. No es verdad.

—Lo es —dijo con sencillez—. Piénsalo. Antonia fue el año pasado, Christina Moya el año anterior. Siempre son las hijas de la Sociedad del Altar.

No se me había ocurrido antes, pero por supuesto que tenía razón. Me hubiera gustado discutir pero, en cambio, comencé a llorar. Me odiaba por llorar delante de ella, y odiaba a Nemecia. Me metí en la cama, me di vuelta y me quedé dormida.

Un poco después, me desperté en la oscuridad. Nemecia estaba a mi lado en la cama, su aliento cálido sobre mi cara. Me dio palmaditas en la cabeza y susurró—: Lo siento, lo siento, lo siento —. Sus caricias se hicieron más fuertes. Su respiración era cálida y silbaba—. Yo soy la niña milagro. Ellos nunca lo supieron. Yo soy el milagro porque yo viví.

Me quedé quieta. Sus brazos estaban tensos alrededor de mi cabeza, mi rostro estrujado contra su rígido esternón. No podía escuchar algunas de las cosas que me decía, y el aire que respiraba tenía sabor a Nemecia. Fue solo debido a los temblores que pasaron a través de su delgado pecho hasta mi cráneo que finalmente me di cuenta de que estaba llorando. Después de un rato, me soltó y me volvió a poner sobre la almohada como si fuese una muñeca—. Ya está —dijo, colocándome los brazos sobre el cobertor—. Duérmete —. Cerré los ojos y traté de obedecer.

Pasé la tarde antes del Corpus Christi viendo a mis hermanos jugar en el jardín mientras mi madre trabajaba en su altar. Estaban cavando un pozo. En otro momento, los hubiera ayudado, pero al día siguiente era Corpus Christi. Hacía calor y había viento, y mis ojos estaban secos. Esperaba que el viento se calmara por la noche. No quería polvo en mis alas.

Vi a Nemecia salir al porche. Se protegió los ojos del sol y se quedó quieta por un instante. Cuando nos vio agachados en la esquina del jardín, se acercó, con un andar amplio y adulto.

—Maria. Mañana voy a caminar contigo en la procesión. Te voy a ayudar.

—No necesito ayuda —dije.

Nemecia sonrió como si no dependiera de ella—. Bueno —. Se encogió de hombros.

—Pero voy a encabezarla —dije—. La señora Reyes me eligió.

—Tu madre me dijo que tenía que ayudarte, y que tal vez yo llevaría las alas.

Me puse de pie. Incluso estando parada, solo le llegaba a los hombros. Escuché que la puerta se cerraba, y mi madre estaba en el porche. Vino hacia nosotros, con pasos apurados, la cara preocupada.

Mama, no necesito ayuda. Dile que la señora Reyes me eligió a mí.

—Solamente pensé que habrá otros años para ti —. El tono de mi madre era suplicante—. Nemecia será demasiado grande el año que viene.

—¡Pero tal vez jamás vuelva a memorizar nada tan bien! —. Levanté la voz—. Quizá esta sea mi única oportunidad.

Mi madre me explicó—: Maria, por supuesto que vas a memorizar algo. Solo es un año. Te volverán a elegir, lo prometo.

No podía decir nada. Veía lo que había ocurrido: Nemecia había decidido que usaría las alas y mi madre había decidido dejarla. Nemecia guiaría al pueblo, alta con su vestido blanco, con las alas enmarcándola. Y detrás estaría yo, pequeña y enojada y fea. No lo querría el próximo año, después de Nemecia. Jamás volvería a quererlo.

Nemecia puso su mano sobre mi hombro—. Es sobre el sacramento sagrado, Maria. No es sobre ti —. Habló con amabilidad—. Además, vas a guiarla. Solo que yo estaré allí contigo. Para ayudarte.

Hijita, escucha…

—No quiero tu ayuda —dije. Estaba tan sombría y salvaje como un animal.

—Maria…

Nemecia sacudió la cabeza y sonrió con tristeza—. Es por eso que estoy aquí —dijo—. Viví para poder ayudarte —. Su cara estaba calma, y un tipo de santidad se instaló en ella.

El odio me inundó—. Ojalá no hubiese pasado —dije—. Ojalá no hubieras sobrevivido. Este no es tu hogar. Eres una asesina —. La miré a mi madre. Mis palabras me atragantaban; eran furiosas—. Está tratando de matarnos a todos. ¿No lo saben? Todos alrededor de ella terminan muertos. ¿Por qué nunca la castigan?

Mi madre palideció, y de repente tuve miedo. Nemecia se quedó quieta por un instante, y luego su rostro se tensó y corrió adentro de la casa.

DESPUÉS DE ESO, TODO SUCEDIÓ con mucha rapidez. Mi madre no gritó, no dijo una palabra. Entró a mi cuarto y llevaba la bolsa de viaje que usaba cuando tenía que quedarse en el hogar de un familiar enfermo. Mi rostro mostraba más resentimiento del que sentía. Su silencio era aterrador. Abrió mi cómoda y comenzó a empacar cosas en el bolso: tres vestidos, todas mis bombachas y camisetas. También puso mis zapatos de domingo, mi cepillo para el cabello y el libro que yacía junto a mi cama; lo suficiente para una ausencia muy larga.

Mi padre entró y se sentó a mi lado en la cama. Tenía puesta su ropa de trabajo, con los pantalones polvorientos por el campo.

—Te vas a quedar con Paulita por un tiempo —dijo.

Sabía que lo que había dicho era terrible, pero nunca me imaginé que se iban a deshacer de mí. No lloré, sin embargo, ni siquiera cuando mi madre dobló el pequeño edredón que había sido mío desde que nací y lo puso sobre la bolsa de viaje. Sujetó todo junto.

La cabeza de mi madre estaba inclinada sobre el bolso y, por un instante, pensé que la haría llorar, pero cuando me atreví a mirar su rostro, no pude darme cuenta.

—No será por mucho tiempo —dijo mi padre—. Es solo la casa de Paulita. Está tan cerca que es casi la misma casa —. Examinó sus manos durante un largo rato, y yo también miré las medialunas de tierra debajo de sus uñas—. Tu prima ha tenido una vida difícil —dijo finalmente—. Tienes que entenderlo.

—Vamos, Maria —dijo mi madre suavemente.

Nemecia estaba sentada en la sala, con las manos entrelazadas y apoyadas sobre el regazo. Deseé que me sacara la lengua o me echara una mirada furiosa, pero solo me vio pasar. Mi madre mantuvo la puerta abierta y luego la cerró detrás de nosotras. Me tomó la mano y caminamos juntas por la calle hasta la casa de Paulita, con su jardín de malvas róseas polvorientas.

Mi madre llamó a la puerta y luego, al entrar, me dijo que fuera a la cocina. Escuché que cuchicheaba. Paulita entró por un instante para servirme leche y dejarme unas galletas, y luego se volvió a ir.

No comí. Traté de escuchar, pero no podía descifrar las palabras. Oí que Paulita chasqueaba la lengua, del modo que lo hacía cuando alguien se había comportado vergonzosamente, como cuando se descubrió que Charlie Padilla le había estado robando a su abuela.

Mi madre entró en la cocina. Me dio palmaditas en la muñeca—. No es por mucho tiempo, Maria —. Me besó en la cabeza.

Escuché que la puerta de Paulita se cerraba; escuché sus pasos lentos dirigirse hacia la cocina. Se sentó frente a mí y tomó una galleta.

—Es bueno que vinieras a visitarme. Nunca te veo mucho.

No fui a la Misa al día siguiente. Dije que no me sentía bien, y Paulita me tocó la frente pero no me contradijo. Me quedé en la cama, con los ojos cerrados y secos. Podía oír las campanas y las entonaciones mientras el pueblo pasaba por la casa. Antonia encabezó la procesión, y Nemecia caminó con los adultos; lo sé porque le pregunté a Paulita días después. Me pregunté si Nemecia había optado por no liderarla o si no se lo habían permitido, pero no me animé a preguntar.

Me quedé con Paulita durante tres meses. Me malcriaba, me daba dulces, dejaba que me quedara despierta hasta tarde con ella. Todas las noches, apoyaba los pies sobre el apoyabrazos del sofá para detener la hinchazón, balanceaba la copa de whisky sobre su estómago y acariciaba el vello gris y rígido de su barbilla mientras me contaba historias: sobre Cuipas cuando era niña, sobre la época en que se escapaba a fiestas cuando se suponía que debía estar durmiendo. Amaba a Paulita y disfrutaba de su atención, pero el enojo con mis padres estallaba incluso cuando me estaba riendo.

Mi madre pasaba a verme, trataba de hablarme pero, en su presencia, la atmósfera amena de la casa de Paulita se echaba a perder. Me insistió muchísimas veces para que la visitara en la tienda, y una vez lo hice, pero me quedaba callada, queriendo irme en realidad, despreciando sus intentos.

Hijita —me decía, mientras me ofrecía dulces sobre el mostrador.

Me quedaba dura con su abrazo y dejaba los dulces. Mi madre me había enviado lejos, y mi padre no había hecho nada para detenerla. Habían elegido a Nemecia; habían elegido a Nemecia por sobre su verdadera hija.

Nemecia y yo nos veíamos en la escuela, pero no hablábamos. Las maestras parecían estar al tanto de los cambios en nuestro hogar y nos mantenían alejadas. La gente fue atenta conmigo durante todo este tiempo, con una amabilidad extraña, compasiva. Pensé que sabían lo enojada que estaba, que sabían que ya no tenía esperanzas. Yo también sería amable, pensaba, si me encontrara conmigo misma en la calle.

La familia se reunía los domingos, como siempre, en la casa de mi madre para cenar. Así fue como comencé a pensar durante esos meses: la casa de mi madre. Mi madre me abrazaba y mi padre me besaba, y yo me sentaba en mi antiguo lugar pero, al final de la cena, siempre me iba con Paulita. Nemecia parecía sentirse como en casa más que nunca. Se reía y contaba historias y tragaba bocado tras bocado con elegancia. Parecía más adulta, más refinada. Nunca me hablaba ni me miraba. Todos hablaban y se reían, y parecía que solo yo recordaba que estaban comiendo con una asesina.

—Nemecia se ve bien —dijo Paulita una noche mientras caminábamos a casa.

No respondí y ella no volvió a hablar hasta que cerró la puerta detrás de nosotras.

—Un día volverán a ser amigas, Maria. Ustedes dos son hermanas —. Sus manos temblaban mientras encendía la lámpara.

Ya no pude soportarlo—: No —dije—. Eso no va a pasar. Nunca seremos amigas. No somos hermanas. Ella es la asesina, y yo a la que mandaron lejos. ¿Por lo menos sabes quién mató a tu hermano? —le cuestioné—. Nemecia. Y también trató de matar a su propia madre. ¿Por qué nadie sabe esto?

—Siéntate —me dijo Paulita con severidad. Nunca antes me había hablado con ese tono—. Primero que nada, no te enviaron lejos. Podrías gritarle a tu madre desde esta casa. Y, por Dios, Nemecia no es una asesina. No sé de dónde sacaste esas mentiras.

Paulita se inclinó para sentarse en una silla. Cuando volvió a hablar, su voz era tranquila, sus ojos viejos, de un color castaño claro y acuosos—. Tu abuelo decidió que le daría a tu madre y a Benigna cincuenta acres a cada una —. Paulita apoyó la mano en la frente y exhaló lentamente—. Dios mío. Entonces, tu abuelo pasó una mañana a ver a Benigna por el tema de la escritura. Todavía estaba en el camino, ni siquiera había llegado a la puerta, cuando escuchó los gritos. Los alaridos de Benigna eran así de fuertes. Su esposo le estaba pegando —Paulita hizo una pausa. Presionó la yema de los dedos contra la mesa.

Pensé en el sonido de un puño sobre la carne. Casi podía oírlo. La llama de la lámpara se agitó y la luz osciló a lo largo de los amplios tablones del piso de la cocina de Paulita.

—Esa no era la primera vez que pasaba, sino que solo la primera vez que tu abuelo lo veía. Por ello, abrió la puerta, enojado, listo para matar a ese hombre. Hubo una pelea, pero el esposo de Benigna estaba borracho y tu abuelo ya no era joven. El esposo de Benigna debe de haber estado más cerca del horno y del atizador de hierro. Cuando los encontraron… —la voz de Paulita permaneció monótona—. Cuando los encontraron, tu abuelo ya estaba muerto. Benigna estaba inconsciente en el suelo. Y encontraron a Nemecia detrás de la caja de madera. Había visto todo. Tenía cinco años.

Me pregunté quién se había encontrado primero con tal brutalidad. Seguramente alguien que conocía, alguien con quien me cruzaba en la iglesia o afuera del correo. Tal vez alguien de mi familia. Tal vez Paulita—. ¿Y qué hay del padre de Nemecia?

—Estaba allí, de rodillas, llorando sobre Benigna. «Te amo, te amo, te amo» —repetía.

¿Cómo no se me había ocurrido jamás que, con cinco años de edad, Nemecia habría sido demasiado pequeña para atacar a un hombre y una mujer adultos al mismo tiempo? ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

—Fue terrible para tu madre, sabes. Ese día perdió a su padre, y también perdió a su hermana. Oh, esas niñas se amaban tanto —. Paulita se rio sin alegría—. Pero Benigna no va a regresar. Apenas escribe ya.

Si mi madre no le tenía miedo a Nemecia, entonces el amor que le mostraba a mi prima era solo eso: amor. Amor por su hermana, amor por su padre, amor por una niña aterrada y abandonada, amor por una vida entera que mi madre había perdido para siempre. Incluso era posible que entre todas esas pérdidas, cuidar a Nemecia era lo que había salvado a mi madre. Y no había absolutamente nada —ninguna lectura ni proeza de fuerza— que yo pudiera hacer para cambiar eso.

En la escuela, miré al otro lado del patio en busca de los signos que Paulita me había mencionado, pero Nemecia se veía igual: elegante, risueña, distante. Me sentí humillada por creerle, y me molestaban las exigencias que tenía para con mi compasión. La lástima y el odio y la culpa casi me ahogaban. En todo caso, odiaba más a mi prima, la que una vez había sido una niña aterrada, la que había dicho que la tragedia le pertenecía. Nemecia siempre sacaba lo mejor de todo.

 

NEMECIA SE FUE A CALIFORNIA tres meses después del Corpus Christi. En Los Ángeles, la tía Benigna compró muebles usados y convirtió el pequeño cuarto de costura en una habitación. Le presentó a su esposo y al niño milagro a Nemecia. Había una palmera en el patio delantero y un sendero de gravilla pintado de rosa. Sé esto por una carta que mi prima le envió a mi madre, firmada con un autógrafo, Norma.

Volví a la casa de mi madre y a la habitación que era toda mía. Mi madre se quedó de pie en el medio del piso mientras desempacaba mis cosas en la cómoda ahora vacía. Parecía perdida.

—Te extrañamos —dijo, mirando por la ventana. Y agregó—: No está bien que una niña esté lejos de sus padres. No está bien que nos hayas dejado.

Quería decirle que yo no me había ido, sino que me habían hecho ir, que me habían llevado lejos y me habían depositado en la casa de Paulita.

—Escucha —. Luego se detuvo y sacudió la cabeza—. Ah, bueno —dijo, tomando aire.

Puse mis camisolas en el cajón, una encima de la otra. No miré a mi madre. La reconciliación y las lágrimas y los abrazos que me había imaginado no llegaron, por lo que me mostré indiferente hacia ella.

 

NUESTRA FAMILIA SE SOBREPUSO RÁPIDAMENTE del espacio que había dejado Nemecia; tan rápido que con frecuencia me preguntaba si ella había significado algo para nosotros después de todo.

La vida de Nemecia se convirtió en glamorosa en mi mente; hermosa, trágica, la historia de una huérfana. Me imaginé que podía tomar esa vida para mí misma. Todas las noches, me contaba la historia: una yo más linda, desterrada a California, y un muchacho que me encontrara y me salvara de mi infelicidad. Cuipas descansaba entre las hierbas extensas y susurrantes, los coyotes aullaban en la distancia, y la historia de Nemecia encendía mi cuerpo.

Fuimos a la boda de Nemecia, mi familia y yo. Hicimos el largo viaje a lo largo de Nuevo México y Arizona hasta Los Ángeles, yo en el asiento trasero entre mis hermanos. Durante años, había fantaseado con Nemecia viviendo una sesión de fotos de una revista, corriendo en la playa, tendida en una chaise longue junto a una piscina nivelada y azul. Mientras cruzamos el Desierto de Mojave, sin embargo, comencé a ponerme nerviosa: de que no la reconocería, de que me hubiera olvidado. Me vi esperando que su vida no fuese tan hermosa como la había imaginado, que finalmente había sido castigada.

Cuando nos acercamos hacia la pequeña casa, Nemecia salió corriendo descalza y nos abrazó mientras salíamos del auto.

—¡Maria! —gritó, sonriendo, y me besó ambas mejillas, y caí en una timidez que no pude quitarme de encima toda esa semana.

—Nemecia, hijita —dijo mi madre. Retrocedió y miró a mi prima con felicidad.

—Norma —dijo mi prima—. Mi nombre es Norma.

Era asombroso cómo había cambiado por completo. Su cabello era rubio ahora, su piel estaba bronceada con un color oscuro y parejo.

Mi madre asintió lentamente y repitió—: Norma.

La boda fue la cosa más hermosa que había visto, y me retorcí de celos. En ese momento debo de haber comprendido que yo no tendría una boda propia. Como todo lo demás en Los Ángeles, la iglesia era grande y moderna. Los bancos eran de un color amarillento y lisos y brillantes, y el crucifijo vacío brillaba. Nemecia me confesó que no conocía al párroco, que ya no iba casi nunca a la iglesia. En algunos años, yo también dejaría de ir, pero me consternó en ese momento escuchar a mi prima decir eso.

No hablaban español en la casa de mi tía. Cuando mi madre o mi padre decían algo en español, mi tía o mi prima respondían en inglés con determinación. Me sentí avergonzada por mis padres esa semana, por el modo en que su inglés torpe los hacía parecer confundidos e infantiles.

El día antes de la boda, Nemecia me invitó a la playa con su amiga. Dije que no podía ir; tenía quince años, era más joven que ellas, y no tenía traje de baño.

—Por supuesto que vas a venir. Eres mi pequeña hermana —. Nemecia abrió un cajón desordenado y me lanzó un traje de baño enredado de color azul. Recuerdo que me cambié en su habitación, giré el espejo de cuerpo entero, me estiré a lo largo de su cama de satén rosa y posé como una chica de calendario. Me sentí más adulta, sensual. Allí, en la habitación de Nemecia, me gustó la imagen de mí misma con ese traje de baño pero, en la playa, el coraje me abandonó. Alguien nos tomó una foto, paradas con un hombre bronceado y sonriente. Aún tengo la fotografía. Nemecia y su amiga se ven a gusto en sus trajes de baño, con los brazos colgando alrededor del cuello del hombre. El hombre —¿quién es? ¿Cómo terminó apareciendo en la foto?— tiene su brazo alrededor de la pequeña cintura de Nemecia. Yo estoy al lado de ella, con la mano sobre su hombro, pero parada como si tuviera miedo de tocarla. Ella está inclinada hacia el hombre y lejos de mí, su sonrisa es amplia y blanca. Sonrío con mis labios cerrados, y mi otro brazo está doblado en frente de mi pecho. Mi cicatriz se ve como una mancha gris en mi mejilla.

 

CUANDO SE FUE A LOS ÁNGELES, Nemecia no se llevó la muñeca que descansaba sobre la cómoda. La muñeca vino con nosotros cuando nos mudamos a Albuquerque; la guardamos, supongo, para los niños de Nemecia, aunque nunca lo dijimos tan en voz alta. Más tarde, cuando mi madre falleció en 1981, la traje de su casa, donde mi madre la había conservado sobre su propia cómoda por años. Quedó sobre la mesa de mi departamento durante cinco días antes de que llamara a Nemecia y le preguntara si quería recuperarla.

—No sé de qué hablas —me dijo—. Nunca tuve una muñeca.

—La que está llena de grietas, ¿recuerdas? —. Alcé la voz con incredulidad. Parecía imposible que pudiera haberse olvidado. Había estado en nuestra habitación durante años, mirándonos en nuestras camas todas las noches mientras nos quedábamos dormidas. Se encendió un destello de enojo —estaba mintiendo, tenía que estar mintiendo—, y luego desapareció.

Toqué el dobladillo amarillento del vestido de la muñeca mientras Nemecia me contaba sobre el crucero que ella y su esposo iban a hacer por el Canal de Panamá. —Diez días —me dijo— y luego vamos a quedarnos tres días en Puerto Rico. Es un barco nuevo, con casinos y piscinas y salones de baile. Escuché que te tratan como reyes —. Mientras hablaba, pasé mi dedo a lo largo de las estrías de las rajaduras en la cabeza de la muñeca. Por el sonido de su voz, casi podía imaginarme que nunca había envejecido, y me parecía que había pasado toda mi vida escuchando las historias de Nemecia.

—Entonces, ¿qué hay de la muñeca? —pregunté cuando ya era casi momento de colgar—. ¿Quieres que te la envíe?

—Ni siquiera puedo recordarla —me dijo y se rio—. Haz lo que quieras. No necesito cosas viejas dando vueltas por la casa.

Estuve a punto de molestarme, de pensar que era a mí a quien estaba rechazando, todo nuestro pasado en común en Cuipas. Estuve tentada de volver a sentir la misma vieja envidia por la facilidad con la que Nemecia había dejado que esos años la alejaran, dejándome con el recuerdo de sus historias. Pero para ese entonces ya era lo suficientemente grande como para saber que no estaba pensando en mí en absoluto.

Nemecia pasó el resto de su vida en Los Ángeles. La visité una vez cuando tenía algunas vacaciones acumuladas, en su larga y baja casa, rodeada de una Santa Rita. Coleccionaba muñecas de diferentes partes del mundo y Waterford Crystal, que exhibía en vitrinas de vidrio. Me hizo sentar a la mesa del comedor y sacó las muñecas, una por una—. Holanda —me dijo, y la colocó delante de mí—. Italia, Grecia —. Traté de ver algún tipo de evidencia en su rostro de lo que había presenciado cuando era niña, pero no había nada.

Nemecia sostuvo una copa de vino hacia la ventana y la giró—. ¿Ves cuán clara es? —. Fragmentos de luz se movieron a través de su rostro.

 

 

“Nemecia” by Kirstin Valdez Quade. From Night at the Fiestas by Kirstin Valdez Quade published by W.W. Norton. Copyright fi 2012 by Kirstin Valdez Quade. First appeared in Narrative. Reprinted by permission of the Denise Shannon Literary Agency, Inc. All rights reserved.