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Ficción / poema. Cuando los poetas piensan cine y los videastas producen poesía

Por: Gianna Schmitter

Ficción / poema es una miniserie uruguaya de poesía audiovisual realizada por Antón Terni (cámara) y Patricia Olveira (sonido), de Halo Cine. La primera temporada se puede disfrutar en YouTube, la segunda temporada se está actualmente estrenando en Uruguay. Ya pasó por el festival de cine DETOUR, el 22 de julio se presentó en la Zavala Muniz del Teatro Solís en el ciclo Más Acá de los Mundos y en septiembre habrá proyecciones dentro del Mundial Poético de Montevideo y en la Feria del libro de San José, entre otras.


Gianna Schmitter: Me encantaría saber cómo surgió la idea del proyecto.

Antón Terni: La idea surgió casi de casualidad, con un poeta que se llama Gabriel Richieri. No pensábamos en una serie en ese momento. Gabriel nos dijo: “Tengo una idea. Quiero correr por dentro del túnel de 8 de octubre y que me filmen. Quiero decir un poema que todavía no sé cuál es, pero tengo esa idea.” Subimos a la camioneta y lo grabamos corriendo por el túnel de 8 de octubre. Así hicimos “Gritaste”[1], la primera ficción / poema, que está en la temporada 1. Vimos el video y nos encantó. Ahí todavía no había nacido ficción / poema como tal, como concepto, como para traspolarlo a otros poetas; aún era una idea loca de un poeta, en este caso de Gabriel, y cómo realizábamos con esa idea un contenido poético-visual. Cuando a él se le ocurrió hacer una segunda locura de estas, surge “Parto”[2], que también está en la temporada 1. Cuando vimos el resultado y le pusimos el título, dijimos acá hay algo que realmente podemos trabajar con todos los poetas, con quien quisiéramos, porque el trabajo era muy de ida y vuelta, muy fronterizo, en donde el poeta podía pensar mucho en cine, nosotros podíamos pensar en poesía. Nos encantó esa frontera entre dos caminos creativos. Ahí es cuando verdaderamente nace el concepto y la idea de una serie. Ahí surge el nombre de ficción / poema para poder debatir entre nosotros qué reglas poníamos, para romperlas o no, pero de alguna manera qué reglas poníamos para jugar.

Pregunta: ¿Y qué reglas eran?

Antón Terni: Las reglas eran justo las que surgieron de estas dos primeras experiencias: una toma única, y que el poema sea inédito, o sea que ni escrito anteriormente ni publicado, sino que sea creado para ficción / poema. Estas reglas – que en las dos temporadas están bastante seguidas al pie de la letra – se rompen en tres poemas porque ameritaba y porque también está bueno romper las reglas para poder sentirse un poco más libre y no tan embretado por lo que uno mismo propone.

 
“Los eternos” de Agustín Lucca

Gianna Schmitter: ¿Cómo seleccionaron a los poetas?

Patricia Olveira: Montevideo está plagada de poetas, realmente. Desconozco si en el mundo es así, intuyo que es muy probable, pero realmente hay mucha poesía contemporánea andando por bares, por teatros, por lugares under. Cuando dijimos tenemos entre manos una miniserie, cuando empezamos a pensar en el formato desde lo audiovisual, había que conseguir a estos poetas, había que hacer una selección de esta primera temporada. Entonces empezamos a frecuentar estos espacios para tener un panorama y hacer una selección. Tampoco es que nos acercamos a la poesía con ficción / poema, nos veníamos acercando desde antes, pero obviamente que, con el proyecto entre manos, profundizamos la investigación… Muchos bares para escuchar poesía, también compramos libros… de ahí hicimos la primera selección. De esa primera selección nos quedaron afuera personas que consideramos referentes de la poesía contemporánea local y que logramos incluir ahora en la segunda temporada.

Antón Terni: Pero siempre quedan afuera, porque hay muchos. Ahora estamos, de hecho, aplicando para la temporada tres, y creemos que es un proyecto que puede tener muchas aristas, que puede ser tan longevo como nosotros tengamos las ganas y la energía de hacerlos. Incluso para extrapolar a otro país, ¿no? Pensando que acá en Uruguay ya es bastante extensivo lo que uno puede hacer, pero tenemos países hermanos llenos de poetas, está el mundo entero, la verdad.

Gianna Schmitter: Realmente creo que es un proyecto hermoso, de muy buena calidad porque saben combinar tanto el lenguaje audiovisual como el poético.

Patricia Olveira: Creo que lo que ha ayudado a eso fue el concepto de reglas que mencionaba Antón. Si bien a veces las reglas u obstrucciones te limitan, también te ponen un marco, y creo que es lo que le ha dado el carácter del lenguaje. Creo también que es fundamental que el poema no sea editado previamente, que sea pensado para la ficción / poema. Un poeta piensa siempre en un texto, en las palabras, en su materia prima, y la voz. Nuestra dinámica de trabajo fue siempre juntarse con el poeta todas las veces que fuera necesaria, para que empiece a pensar no solamente en esos términos, sino que también piense en cine, en planos, por decirlo de alguna forma, en acciones, sobre todo. A nosotros nos permitía lograr, en algunos casos mejor que en otros, esa comunión entre el lenguaje cinematográfico y el texto. Ese trabajo es donde llegamos a piezas que me gustan muchísimo y que son súper representativas y únicas de este concepto que estamos trabajando.

Gianna Schmitter: Es decir que normalmente es el poeta él o la que propone el guion, o sea, que dice tengo ganas de eso, lo que me contaste al principio, Antón, de correr por ejemplo por la carretera.

Antón: Ha sido distinto con cada poeta. Lo primero que hacemos en realidad, una vez que nosotros ya sabemos que queremos trabajar con alguien, es reunirnos. Ahí nosotros sentimos que es como un lienzo en blanco: hay que encontrar hacia dónde vamos. Me parece que ficción / poema es bastante terapéutico, tanto para nosotros como para el poeta. Se vive casi como una ficción / terapia, como le decimos a veces, porque nosotros exploramos, junto con el o la poeta, cuáles son sus miedos… a veces vienen y nos cuentan cosas que no tienen nada que ver con un poema. Hablamos de la vida, de cómo estamos, cómo nos sentimos, qué pasa, nos conocemos, y ahí estamos nosotros para descubrir qué anda suelto por ahí en la persona para poder trabajar. La otra opción es que ya viene con algo y nos dice: “quiero trabajar esto”. Depende de cada uno. Ahí no hay una libreta, un guion que tengamos nosotros. Es un ser nuevo a conocer, como somos nosotros, darnos a conocer con quien trabajemos, ¿no? Entonces, siempre las reglas son distintas, de cómo abordamos el tema.

Gianna Schmitter: ¿Y eso de la sola toma, por qué lo propusieron?

Antón: Nosotros sentimos que podríamos hacer muchos planos y poner un sonido después grabado en estudio por el poeta, pero eso le quita autenticidad, nos gustaba la idea de una experiencia vivida…

Patricia: …el acto poético, el acto transforma a quien lo realiza. Capturar eso, casi como un documental. Si bien se llama ficción / poema en realidad estás como capturando un momento; si bien hacemos varias tomas, pero siempre con su sonido directo y con su registro directo de imagen. Hay algunos videos que tienen planos cortados, pero el sonido siempre es uno.

Antón: El cine que nos gusta a nosotros y que hacemos, tanto en el documental ya realizado juntos como en el film que estamos preparando ahora, se constituye de planos secuencia: nos gusta que dejen aire a las acciones, en vez de estar pensando en qué lugar mágico va la cámara. Quien esté delante de la cámara sea, de alguna manera, quien marca hacia dónde va la cámara. Y entonces jugar ahí.

“Parto” de Gabriel Richieri

Gianna Schmitter: ¿Eso significa también que improvisan la cámara en el momento? Por ejemplo, en el primer video de la segunda temporada, cuando están caminando por la calle…

Antón: Es una mezcla de dos cosas. Ahí con Zana fuimos hasta allí sin saber cómo lo íbamos a hacer, ella más o menos sabiendo lo que iba a decir y nosotros sabiendo más o menos cuál es la acción. Nos encontramos entonces en el lugar y probamos una toma y ahí surge: estaría genial que acá te dieras vuelta y yo entonces me doy vuelta y probamos de nuevo hasta que encontramos una coreografía entre el o la poeta y nosotros y la cámara. Es una coreografía que hay que encontrar, no es algo ya estipulado cien por ciento de antemano, sino que lo debatimos ahí.

Gianna Schmitter: Es decir que estás manejando la cámara casi como una performance cinematográfica también, esto es: el poeta para mí claramente está haciendo una performance, y como dijiste, la idea del registro es casi documental, salvo que la forma documental en la cual lo están realizando es en sí poética, o sea la manera de capturar el instante, de manejar el lenguaje visual. Normalmente, en cine, cuando vos estás grabando, no estás improvisando en el momento mismo de grabar, no te estás preguntando dónde poner la cámara.

Antón: Creo que hallamos la mejor manera en el lugar. En ese mismo ficción / poema que nombrás (Zana Conti, “Nube”), el momento más fuerte es cuando ella dice que esa mañana fue violada, y es la primera vez que la vemos de frente. Descubrimos que eso tenía que ser así casi in situ. Cuando lo repetimos por segunda vez y entendimos que eso tenía fuerza, se convierte en una suerte de documental, pero ya ficcionado, porque realmente queremos llegar a que eso suceda. Entendimos que eso está bueno, lo rescatamos de la coreografía improvisada y lo repetimos ya ficcionándolo, digamos. Entonces el concepto también es un híbrido ahí: ficcionar lo que está sucediendo y que surge de una improvisación. Es como encontrarle la mejor manera de filmar lo que surge naturalmente, digamos.

Patricia: Como la puesta en escena del poema, del texto en un espacio, con el poeta, la poeta en vivo.

Antón: Improvisamos, pero luego surge una que es la que más nos gusta, y ahí vamos por esa, solo.

Gianna Schmitter: Yo vi otras cosas, o sé de otros trabajos, donde es mucho más planificado, donde realmente hay una suerte de guión ya previsto. Entonces lo que me llama la atención en el trabajo de ustedes es que están participando en el juego, que ustedes también están abandonándose a lo que puede surgir en el momento, que es poético en sí.

Antón: Para darte un ejemplo, la ficción / poema “Volvé que te necesitás” de Vivianne (Temporada 2), donde ella está pateando la pelota de fútbol, nosotros no sabíamos cómo lo íbamos a filmar. Ella sabía lo que iba a decir y sí sabíamos que iba a haber una pelota y que ella la iba a estar pateando contra una pared. O eso era lo que nosotros pensábamos. Cuando íbamos para allá, ella nos avisó que iba a haber un amigo, que iba a hacer de golero. Qué notable, porque así te la pasa a los pies, es bienvenido. La verdad que yo, con la cámara, no sabía cómo lo iba a filmar, tampoco sabíamos cómo íbamos a coreografiar eso. Lo primero que hicimos fue que Vivianne empezó a recitar el texto y uno empieza viendo a través de la cámara, que es la mejor manera de ver lo que está sucediendo. ¡Ah! Mirá qué bueno esta girada alrededor de ella. Y qué bueno está frenar justo cuando ella dice “me llamo Vivianne”. Eso lo dejamos para descubrirlo ahí. Creo que eso es lo que tiene de documental o de fresco, mejor dicho. Que no es algo de guión, de storyboard, de previsto, sino que tenemos una idea y vamos al lugar. Eso nos permite descubrir cómo es la mejor manera en el lugar: por ejemplo, el sol está de una manera, el lugar está de una manera, nosotros estamos de una manera única en ese momento, en ese lugar. Jugar con esas variables nos parece importante para que el video esté vivo, para que se sienta fresco cada poema.

Gianna Schmitter: ¿Y normalmente cuánto tiempo les lleva grabar y hacer el montaje?

Patricia: Mínimo un día de grabación, máximo dos. Es decir, nos ha pasado que con poetas hemos filmado dos ficciones poema en un mismo día y nos ha pasado con poetas que hemos elegido hacer un día una y un día otra. Eso depende mucho justamente de la ficción / poema que se quiera filmar. Y generalmente lo que hacemos es filmar todo y luego elegir cuál es la buena. Muchas no llevan un montaje propiamente dicho porque son tomas únicas. Solamente elegimos donde empieza y donde termina. Ha sido muy distinto la temporada 1 y la 2. La 1 nos llevó mucho más tiempo desde que empezamos con el primer poeta hasta el último; pasaron entre un año y medio a dos años. En el medio hacemos otras cosas y nos fuimos dando mucho tiempo. En la segunda temporada lo hicimos mucho más expeditivo. Creo que una vez que nos empezamos a contactar con los poetas hasta que filmamos todo, pasaron dos o tres meses.

Antón: Es que entendimos el mecanismo también. Creo que es algo que vamos puliendo en cuanto al proceso más que nada. Tener una lista de poetas, elegirlos, llamarlos, comunicarnos… Y luego ya no tenemos temor a equivocarnos. Ya entendimos que tirándonos al agua salen cosas que están increíbles. Eso ya nos tiene más seguros en la manera de trabajar con las personas.

Patricia: Sí. También hay poetas que necesitan más lo inmediato, a los que el tiempo no les ayuda, digamos, porque les hace dudar más de lo que escribieron o de lo que van a hacer. Entendimos que lo mejor es ir y rodar ya porque si no, lo perdimos. Y hay otros que necesitan decantar, presentarnos una idea, ver qué nos pasa, o sea, necesitan un proceso un poco más largo.

Antón: Y nosotros nos vamos adaptando a eso, sin dormirla, como decimos, y tampoco sin apurarla, como entender un poco los tiempos de cada persona para llegar al mejor resultado posible.

Gianna Schmitter: ¿Y los financiamientos? Porque está financiado por el Ministerio de Cultura y Educación, ¿no? Y de cine.

Patricia: Estas dos primeras temporadas que hicimos obtuvieron el mismo fondo que era, en ese entonces, un fondo del Instituto de Cine de Uruguay que pertenecía al Ministerio de Educación y Cultura. Se trataba de un fondo muy pequeño que se otorgaba para contenidos digitales. Ese fondo se descontinuó y ahora volvió a resurgir con la nueva Agencia de Cine y Audiovisual de Uruguay. Actualmente estamos buscando el financiamiento para hacer la tercera temporada, cuya propuesta es trabajar con poetas del interior del Uruguay, es decir, fuera de Montevideo. Hasta ahora mostramos poetas montevideanos.

Antón: Algunos del interior, pero que viven en Montevideo, pero la idea no es solo trabajar con poetas del interior, sino ir a otras localidades, a mostrar otro Uruguay, es decir que no sean lugares tan cercanos o Montevideo.

Patricia: En algún punto es una tercera temporada un poquito más ambiciosa en cuanto a los recursos porque implica recorrer el territorio. También en cuanto a la dinámica del proceso va a ser distinto. Hasta ahora nos podíamos reunir las veces necesarias con los poetas, ya que vivían en la misma ciudad que nosotros… Cuando llevemos adelante esta tercera temporada, quizás va a ser todo mucho más rápido, esto es: ir, juntarnos para, capaz, rodar al otro día o a los dos días máximo y volvernos a Montevideo. Si no, se hace una gira muy costosa para este tipo de proyectos. Llegado el momento, afinaremos un poco cómo va a ser la metodología de trabajo para poder realizarlo.

Gianna Schmitter: Me contaron que muestran las temporadas en festivales. Quisiera saber cómo reacciona el público.

Patricia: Muy bien. Las veces que lo hemos presentado hemos tenido comentarios muy lindos. La ventaja de ficción / poema es que como el contenido es multi-plataforma, puede estar en distintas ventanas de distribución. Puede estar en festivales literarios, de poesía, pero también en festivales de cine: la serie completa puede estar en un festival de cine, y los episodios aislados como un cortometraje. Luego organizamos también eventos específicamente de ficción / poema, y finalmente está el mundo digital, YouTube, portales que nos linkean. Cuando hicimos la temporada 1, Instagram todavía no admitía videos de más de un minuto; ahora para la 2, ya se va a sumar esa ventana. También estamos afinando ahora algo que hicimos intuitivamente con la 1 temporada, que es hacer la mayor cantidad de proyecciones presenciales posibles, es decir: en pantalla grande, con un buen sonido, combinado con alguna otra experiencia en vivo, en distintos venues. Ahora vamos a ir a la sala Zavala Muniz del Teatro Solís, que es un espacio muy lindo e importante de Montevideo, después vamos a estar en el Mundial Poético, en la Feria de Libros de San José, quizás en la Feria de Libro de Montevideo… Sacar todo el jugo de esas ventanas presenciales combinando la proyección con otras actividades que enriquezcan la experiencia, como conversatorios o poetas en vivo. Luego de eso circulará en los medios digitales para llevar poesía a los teléfonos y computadoras. La idea es poder generar primero esa experiencia con ficción / poema y luego pasar a las pantallas más pequeñas.

Gianna Schmitter: ¿Y acude mucha gente?

Patricia: Todas las proyecciones que hemos hecho con la temporada 1 han estado a sala llena, la única que hicimos con la T.2, también. A veces se combinaban con otras cosas, por ejemplo, en el festival de cine había unos cortos antes y luego había una banda que tocaba en vivo. No obstante, era una sala de un cine que estaba completa y entregada a la poesía. Con la T.1 pasó algo similar, tanto en el Mundial Poético, como para una doble fecha con una poeta alemana que vino a presentar su poesía sónica, organizado por el Instituto Goethe.   

Gianna Schmitter: Al principio de la entrevista mencionaron el impacto que tiene el video en la poesía y al revés. ¿Para ustedes, qué hace el video a la poesía y la poesía al video?

Antón: Creo que de por sí a nosotros nos gusta filmar de cierta manera, acercarnos a las cosas y a las personas de una manera tratando de entender cómo es, sin ir nosotros con algo ya predeterminado. Para nosotros eso ya es una manera de acercarnos, no sé si poéticamente es la palabra, pero sí para descubrir la belleza casi sin tocarla, sin despertarla, sin decir cómo tiene que ser. Creo que ya de por sí nuestra manera de trabajar es bastante invisible cuando estamos filmando, y comprendimos que así podíamos captar cosas bellas sin espantarlas, por así decirlo, como si fuese algo que se rompe. Por ello se caía de maduro que estaba bueno trabajar con poetas porque las y los poetas en sí son seres que están muy abiertos a mostrar la belleza que traen consigo. No son actores, no son actrices. Son seres muy transparentes por decirlo de alguna manera, y ahí nos dimos cuenta que en nuestra manera invisible de filmar y seres transparentes había algo que nos iba a permitir descubrir algo nuevo. En ningún ámbito cinematográfico nos gusta ir con ideas preestablecidas; nos gusta el descubrir. Siento que por ahí viene esta manera de congeniar tan bien con la poesía y encontrar una frontera nueva donde descubrir cosas.

Gianna Schmitter: ¿Y las y los poetas, cómo reaccionaron?

Antón: Siento que están flasheando, que es realmente algo lindo y nuevo. Están muy acostumbrados a presentarse en vivo: como contamos, acá hay una movida de presentarse en vivo, de leer en vivo. Pero nosotros tenemos un gusto y una propuesta particular, que es que no nos gusta la lectura; a nosotros, nos gusta la acción y el decir sin el libro en la mano. Al venir a plantear esto les sacamos de alguna manera su arma y apoyo principal, que es el libro, que es lo que escribieron y en lo que se apoyan para decir. Al momento de plantear este juego, estamos en un terreno que ni nosotros, ni los poetas conocemos. Y me parece que es bien recibido porque el poeta es una persona un poco kamikaze, ¿no? Alguien que se tira a lo profundo y que va a desnudar su alma. Nosotros estamos proponiendo ese juego de entrada. Ahí hay siempre un recibimiento hermoso que yo sentí siempre muy abierto y que nos ha permitido jugar libremente, digamos, nunca ha habido límites más que los que nos planteamos o descubrimos en el hacer. Siempre es muy libre como nos encontramos con los poetas.

Patricia: Sí, además no son personas que habitualmente son filmadas. Hay cierta frescura ante una cámara. No han sido muchas veces filmados pero les gusta también esa atención. Entonces es una combinación interesante porque no se retrotraen, no se ponen tímidos. Realmente logran sacar lo que tienen adentro pero sin tener vicios de actores o de actrices, de personas que están habituadas a la cámara. Confían bastante en lo que propone Antón desde la realización y la apuesta de la cámara. Y luego creo que la simbiosis más rica sucede cuando ellos de verdad logran salirse del texto y pensar en acciones. Ahí se encuentra el cine y la poesía, como lo entendemos nosotros. Hay veces que no sucede tanto, o con algunos poetas o en alguna ficción / poema de un mismo poeta, pero cuando ellos realmente logran salirse del texto para llevar su poesía y lo que ellos traen – que es mucho más que palabras – a una acción, es cuando se encuentra realmente la poesía con el cine.

Gianna Schmitter: Sí, que es un encuentro muy potente. Hay unos videos que miro y se me pone la piel de gallina; es impactante.

Antón: Es porque está pasando. No es solamente un vídeo: está pasando, al poeta le está pasando lo que está diciendo. Creo que es encontrar esto, ahí está lo lindo.

Gianna Schmitter: En cine es normal también trabajar en equipo, en literatura, en cambio, mucho menos. ¿Sintieron que ahí hubo algún impacto para con los poetas? El hecho de hacer un video-poema saca al poeta de su soledad para escribir; lo que dijiste antes, por ejemplo, que con algunos a veces hay que ir rápido porque si no piensan demasiado y se arrepientan y se ponen a dudar. Cuando justamente se trabaja más en equipo, se transforma también el oficio literario.

Antón: Sí. Cuando nos juntamos con un poeta somos tres, no es uno a uno, sino que somos tres y algo pasa entre el poeta solo, en su casa escribiendo, y la dinámica de los tres. Me imagino que de pronto es una multitud para el poeta, ya son dos opiniones más… y ahí se genera un debate distinto al uno a uno. Siento que tres personas de repente es un grupo, que el o la poeta se siente muy apoyado, porque no es sólo la opinión que yo diga de lo que la poeta venga a decirme, ni la que Pato tenga, sino que hay un debate entre la poeta con Pato, o Pato conmigo, o yo con Pato, o entre los tres. Ahí algo empieza a girar y creo que eso le gusta mucho al poeta, porque se siente cuidado. También porque todo lo ponemos a debate. Y cuando a los tres nos gusta, esa es. Cuando a los tres nos miramos y decimos pa, y empezamos que uno tira y el otro recoge, ahí se genera una sinergia y es clarísimo que vamos bien, que estamos encontrando. Y el poeta se siente apoyado y eso le permite abrirse más.

Gianna Schmitter: Pero entonces realmente es como una co-escritura.

Patricia: En algún punto sí.

Antón: Co-realización también. Por eso decimos que es muy fronterizo el lugar dondenos encontramos. Nosotros pedimos acciones pero muchas veces nosotros, porejemplo, cuando el poeta empieza a decir la poesía también proponemosacortar o ahondar. Es decir,les permitimos que hablen de la realización, como nosotros nos permitimos aportar a la poesía y eso está buenocreo. O por lo menos a nosotros nos encanta.

Patricia: Sí. Es realmente un cruce de lenguajes, de frontera, de disciplina. Creo que esa es la esencia de ficción / poema. No es poesía filmada, es esa frontera difusa que lo hace tan particular.

Gianna Schmitter: ¿Patricia, me podrías hablar un poco del sonido? Acústicamente también es muy lindo, hay mucho ritmo, por ejemplo.

Patricia: Lo trabajamos como trabajamos en el cine. Nos tomamos cada rodaje de ficción / poema como una escena de una película y todos los recursos técnicos están puestos con esa vara, con esa técnica de rodar. Tanto la cámara como el sonido están cuidados en su registro y luego en su postproducción, tanto el color de la imagen como la postproducción de audio de la toma directa. Hacemos un trabajo cinematográfico 100%. Es a lo que nos dedicamos, entonces es donde tenemos puesto todo nuestro ojo, nuestros oídos, nuestro gusto. Que es vital: por más que el poema esté buenísimo y que el poeta haga tremenda performance, acción, puesta en escena, etc., si no se ve y no se escucha bien y no tiene un ritmo y un sentido lo que vemos, pierde fuerza.

Gianna Schmitter: ¿Qué otros proyectos tienen con ficción / poema?

Antón:  A merced de este concepto surgió un taller de ficción / poema en una escuela de poesía aquí en Montevideo, con estudiantes de todas las edades. Son estudiantes que están dando sus primeros pasos en la poesía y que de entrada tuvieron ya un taller de ficción / poema, de cómo abordar la poesía en forma cinematográfica, cómo estar frente a la cámara y cómo crear cinematográficamente un poema. Es lindo ver que gente que está involucrándose o dando sus primeros pasos en la poesía ya adquiere un lenguaje que surge de esta serie. Que se convierte en concepto para crear algo nuevo, que se ha podido dar ya a futuros poetas o a poetas de acá. Es bello ver cómo de golpe salpicó, cómo el concepto va tomando ramificaciones. En ese taller fui yo docente dos años. Un año eran tantos estudiantes que las ficciones / poemas fueron grupales, algo que todavía no hemos trabajado nosotros en las series pero estamos planeándolo. Empezar a trabajar en una misma ficción / poema con dos o más poetas al mismo tiempo. Eso implica otras reglas de juego, otra manera de producir, otra manera de filmar y de trabajar ya en grupo.

Gianna Schmitter: Y hablando de educación, ¿les parece que justamente llevar la poesía en este formato a los estudiantes o a los alumnos – también estoy pensando en la secundaria – puede hacer que se interesen más por la poesía o no?

Antón: Yo creo que, sin duda, es una herramienta más. Hoy una ficción / poema la podemos ver en el teléfono, ¿no? Todo el mundo está con el teléfono, están todos los jóvenes, pero estamos nosotros los más veteranos también. Entonces, cualquier plataforma que sirva de gancho para interesar, atraer hacia cualquier modo de expresión artística, me parece que está buenísimo. Y sin duda es un gancho más porque hay muchas herramientas: ahí vos ya no estás hablando sólo de poesía, sino que estás hablando de tecnología digital, estás hablando de redes sociales, estás hablando de un montón de cosas que si no lo enganchás por un lado lo enganchás por el otro o de todas a la vez. Estás llevando la cultura a lugares donde a veces se halla solo entretenimiento y creo que es una manera de meternos a navegar con estas nuevas maneras de comunicarnos. Me parece que está bueno que la cultura exista ahí y que permee los hogares, los teléfonos y cualquier cosa donde uno pueda meter algo así.

Patricia: Sí. Nosotros estamos trabajando un concepto con ficción / poema: es una serie de poesía contemporánea, audiovisual. Pero también es una obra de literatura digital. Tiene esa dualidad, y nos parece muy interesante profundizar y trabajar, explotar ese concepto, porque ¿cuáles son las formas que tenemos hoy de consumir poesía? Comprar un texto de poesía que no sé cuánta gente lo hace o ir a ver una lectura de poesía. Ficción / poema te trae otra opción de acceder a la poesía. Estamos haciendo énfasis en esta característica bastante única del contenido audiovisual: es una obra de literatura pensada y producida para un formato digital, donde el soporte de registro y fijación del poema sale de su forma tradicional al encontrarse con el cine. Circula también desde ese lugar y tiene esa visión desde quien lo recibe, ya sea en la educación o en el disfrute de la cultura, de la literatura, de la poesía, no solo de lo audiovisual.


Esta entrevista fue realizada por Gianna Schmitter por videollamada el 19/06/2024.


[1] https://www.youtube.com/watch?v=mhBGEQLZsNA&ab_channel=ficci%C3%B3n%2Fpoema

[2] https://www.youtube.com/watch?v=JJbNoDNk5vI&ab_channel=ficci%C3%B3n%2Fpoema


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Ante el arte contemporáneo: la práctica crítica de Florencia Garramuño. Sobre «La vida impropia» (2023)

Por: Sandra Contreras


El siguiente texto fue leído en la presentación de La vida impropia, de Florencia Garramuño, publicado en 2023 por Eduvim. En él, Sandra Contreras concibe al ensayo como la exploración de un archivo heterogéneo que interroga qué nos dicen las prácticas culturales y artísticas del presente. Aquí, detecta un giro afectivo que sienta nuevas posiciones en la voz de la crítica.


Leo el último libro de Florencia Garramuño, La vida impropia, y pienso en las formas en que viene siendo interrogada en las últimas décadas la idea de lo “contemporáneo”. Pienso, claro, en “¿Qué es lo contemporáneo?”, la pregunta que apuntaba Giorgio Agamben hacia principios de este siglo, y para la que ensayaba, como sabemos, en la estela intempestiva de Nietzsche, decisivas respuestas, que rápidamente convertimos en consignas cada vez que queremos dejar en claro que no sucumbimos al pegoteo de la mera actualidad: la que define, por ejemplo, la contemporaneidad como esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él precisamente a través de la distancia que abren el desfasaje y el anacronismo. Pienso, también, en la versión que le dimos por aquí y no hace mucho a la pregunta cuando, en el debate implícito entre la lectura en clave de posautonomía de Josefina Ludmer y los protocolos modernos de la crítica de Beatriz Sarlo, dirimíamos acaloradamente los presupuestos teóricos e históricos, es decir, las formas, con las que leer las literaturas del presente.

Dos modos, entonces, de la pregunta: ¿qué significa ser contemporáneo?, ¿cómo leer lo contemporáneo? Yo creo que La vida impropia introduce una tal vez mínima y casi imperceptible pero sin dudas decisiva, y clave, variación en la serie. Y es que, sin proponerse emprender estrictamente definiciones conceptuales ‒aunque su ambición teórica es evidente‒ y sin postular ni pronunciarse por consignas metodológicas  ‒aunque todo su libro es la puesta en práctica y la exhibición de un potente método de lectura‒, Florencia se pregunta, más precisamente, una y otra vez, qué nos dicen ciertas prácticas culturales y artísticas del presente, esto es, ¿qué dicen, qué nos dicen, para citarla, “del modo en que organizamos y comprendemos la experiencia en el mundo contemporáneo”? Esta nueva declinación de la pregunta por lo contemporáneo ‒no qué es ni cómo leerlo, sino qué (nos) dice‒ es a su vez el nuevo capítulo de una larga exploración sobre las intervenciones artísticas del presente que Florencia anticipó en La experiencia opaca, el libro de 2009 con el que empezaba a pensar la lenta transformación del estatuto de lo literario a partir de las prácticas de escritura de los años setenta y ochenta; pero que encaró, creo que ya más decididamente, desde Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, el libro de 2015 en el que postuló hipótesis fundamentales y ya clásicas sobre las formas en que obras latinoamericanas tan diversas como las de Mario Bellatin, Joao Gilberto Noll, Fernando Vallejo o Rosângela Rennó participan de esa intensa expansión hacia fuera de su campo específico que signa a la literatura y el arte contemporáneos.

Pero si digo que La vida impropia es un nuevo y apasionante capítulo en esta larga exploración es porque, además, veo aquí la construcción de una nueva posición en la voz de la crítica. Quiero decir, la veo ahora a Florencia entablar una suerte de vínculo con las prácticas artísticas que la interpelan, escribir como si se tratara ahora, sobre todo, de escuchar más que de comprender o interpretar sus palabras y sus tonos, como si fuera posible, o deseable, propiciar o exponerse a alguna forma de diálogo. Voy a servirme de dos imágenes del libro para circunscribir un poco mejor lo que estoy queriendo mostrar. En el primer capítulo, cuando lee Historia natural da Ditadura (2006), de Teixeira Coelho, y Delírio de Damasco (2012) de Verónica Stigger, Florencia describe la radicalidad de esas voces narrativas como efecto de una insistencia en “la posición de aquel que está presente ante acontecimientos cuyo sentido muchas veces se le escapa”. En el último, cuando interroga los rostros de los yanomamis que Claudia Andujar expuso en su serie fotográfica Marcados (2006) describe la impresionante capacidad de interpelación de esos retratos como efecto de la forma en que el fotomontaje hace aparecer a ese pueblo ya no “en tanto otro sino parcelado en singularidades expuestas al otro, cuya mirada, por otro lado, estos retratos parecen reclamar”. Entonces: estar presente ante acontecimientos cuyo sentido se escapa; exponerse o quedar expuesto al otro reclamando, al mismo tiempo, su mirada. Algo de esto creo reconocer en la actitud ‒la actitud en el sentido de inclinación y disposición más que de toma de posición‒ que adopta la voz crítica de Florencia cuando, tan atenta como hospitalaria, escribe como situándose ante, como exponiéndose a, lo que dicen o entredicen las obras, cuando practica la escritura como una forma de responder, en el sentido de atender, no de afirmar certezas, a la mirada que reclaman. Un método de lectura, entonces, el de La vida impropia, que se practica como un acto de atención y que es también una práctica de escucha, muy próxima diría, a esa disposición para la escucha de lo que se escribe “hoy” que hacía de Tamara Kamenszain, su gran amiga y maestra, la gran lectora del presente.  

Me importa mucho señalar de entrada la adopción de esta actitud, a la que quisiera describir también como un giro afectivo porque es este giro afectivo, esa disposición de la voz crítica a dejarse afectar, lo que emerge justamente cuando el objeto que interpela a la crítica es la vida. Una vida, como dice Florencia, en el sentido en que Deleuze subrayó esa indeterminación. Una noción de vida impropia, dice Florencia, que en el contexto de la deconstrucción de la subjetividad como uno de los grandes motivos del pensamiento contemporáneo (Florencia piensa leyendo a Roberto Espósito, a Jean-Luc Nancy) se vuelve una reflexión sobre lo común y la experiencia compartida; una noción de vida impersonal, anónima, que emerge en algunas obras contemporáneas no como expresión de subjetividades particulares, individuales o colectivas, sino como subjetivación de una energía o una “chispa” que trasciende a esos sujetos y a los cuerpos individuales. Es la “chispa” que, según la magnífica descripción que en el comienzo del libro Florencia hace de O peixe (2016), el film de Jonathas de Andrade, pasa entre los cuerpos de los pescadores de Alagoas y los cuerpos de los peces que ellos atrapan, la chispa que salta en ese abrazo ritual que es pesca y depredación, pero también confrontación de cuerpos con una vida que se intensifica allí mismo donde está a punto de expirar. No casualmente Florencia entra y nos hace entrar al archivo heterogéneo de prácticas artísticas que compone su libro, a través de esta impactante escena, artificial y real a la vez, ante la que se sitúa y a la que se expone menos con un conjunto de saberes que con un conglomerado hecho de imaginación y pensamiento, y también de sobresalto y emoción.

El archivo heterogéneo del libro ‒así concibe su corpus‒ se distribuye en dos grandes zonas. En la primera parte, se tratan las figuras de lo impersonal y anónimo que Florencia lee en textos escritos, sea en las voces narrativas que exponen a la novela a una radical mutación, como las de Sergio Chejfec, Teixeira Coelho, Verónica Stigger, o Diamela Eltit, o en las voces impropias que configuran los poemas de Edgardo Dobry, Carlito Azevedo, Marília Garcia o Carlos Cociña. En la segunda, las imágenes de coexistencia y colectividades que se abren paso en los acoplamientos de cuerpos, en la pulsión documental o en la exposición de rostros, según las componen y registran, en filmes y fotografías, las cámaras de Jonathas de Andrade, Patricio Guzmán, Kleber Mendonça Filho, Claudia Andujar, Gian Paolo Minelli.

Desde luego, Florencia sabe muy bien que todas estas nociones que va imbricando unas en otras ‒impropiedad, desapropiación, impersonalidad, anonimato‒ tienen una larga tradición en la literatura y el arte modernos y, claro, en el posestructuralismo. El desafío que asume su práctica teórica, entonces, consiste en deslindar, cada vez, con aguda precisión, los rasgos que singularizan la emergencia de esa vida impropia en sus contextos específicos, en los nuevos debates, en los modos de leer de hoy. Así, si en la idea de impersonalidad resuenan programas claves de la poesía del siglo XX, la voz lírica impropia que habla en Monodrama (2015) de Azevedo, Engano Geográfico (2012) de García, Cosas (2008) de Dobry o El margen de la propia vida (2013) de Cociña, se configura ahora más bien como un “punto móvil constantemente dislocado y desubicado”, en el que el lugar del sujeto se vacía para “hacerse hospitalario a una experiencia concebida más allá del prisma de la experiencia individual”. Y si el recurso al documento puede rastrearse hasta las vanguardias históricas, hoy, dice Florencia, una nueva pulsión documental hace de la condición fotográfica de los relatos de Modo linterna (2013) el expediente para abrirse a una experiencia compartida; o inviste, por ejemplo, a los dispositivos de desapropiación de Nostalgia de la luz (2010) de una ética de la solidaridad con la que diversos archivos históricos tocan ya no solo a quienes han sufrido la violencia del estado en carne propia. Del mismo modo, si la novela fue históricamente un género abierto e informe, el grado de expansión que en los últimos años ponen de manifiesto relatos como Delirio de Damasco de Stigger, Historia natural da ditadura de Coelho o Mano de obra (2022) de Eltit ya no puede ser contenido en esa plasticidad porque de lo que se trata ahora, dice Florencia, es de una exploración literaria como modo de pensar la vida en común y la experiencia singular que circula anónimamente. Finalmente, si la representación del pueblo está en el nudo de todos los realismos, y alimenta todos los nacionalismos y redentorismos, los ensayos fotográficos de Andujar sobre la nación yanomami o los de Minelli sobre los habitantes del barrio Piedrabuena, articulan un discurso que expone el ser-en-común de los pueblos no en calidad de existencia reunida sino en su singularidad plural, en su existencia dispersa. De modo tal que, una y otra vez, todo a lo largo del libro, situarse ante las figuras y los dispositivos de la vida impropia implica ahora, en la voz de la crítica, una reconfiguración de lo común, esto es, una vuelta sobre lo común que ya definía el mundo del arte contemporáneo en el libro anterior, pero desde otro lugar. Si en el libro del 2015 lo común refería a esa zona de inespecifidad entre lenguajes, formatos y materiales artísticos en que se moldean la literatura y el arte contemporáneos, ahora, más directamente en diálogo con las filosofías de la comunidad de Jean-Luc Nancy y Roberto Espósito, con las hipótesis de Georges Didi-Huberman sobre la exposición y figuración de los pueblos o las de Erik Bordeleau sobre el anonimato, La vida impropia ‒este libro‒ saca lo común de la pregunta por la forma para situarlo, en otra dirección, en la discusión por las formas de organizar la experiencia, en la política de la coexistencia, del estar-con.

Por esto son claves, creo, y certeramente luminosas, dos figuras que reaparecen una y otra vez en el libro: el umbral y el intervalo. El yo en la poesía de Dobry, como umbral de “un modo de reflexión sobre una experiencia que, siendo personal, puede ser vista como la experiencia de cualquiera”. El yo en la poesía de Cociña como umbral que, en sus dispositivos de desapropiación, “irrumpe como lugar de elaboración de la coexistencia y del contacto”. El intervalo del ser-con que configura la singularidad de la voz en la poesía de Garcia como “singularidad de una relación” hecha de diálogos e interferencias, como singularidad “de una respuesta al otro”. El intervalo “entre personas y cosas” que Stigger y Coelho eligen como la materia primera de su elaboración narrativa. O el intervalo de la coexistencia, el contacto a veces forzado entre cuerpos y materias, que exhiben los filmes de Guzmán y Mendonça Filho, y el intervalo de la colectividad que exponen las instalaciones fotográficas de Andujar y Minelli como exploración del espacio común de la comparecencia.

  

Como se ve, no se trata nada más de unos debates teóricos. Porque si bien lo impropio y lo impersonal cobran valor en el contexto de la preocupación (contemporánea) por lo que viene después del sujeto, y también, naturalmente, en un “paisaje social donde el desplazamiento y la contingencia de las relaciones personales se hace cada vez más evidente”, lo cierto es que, concebido y escrito el libro entre 2015 y 2021, y desde aquí, Argentina, Chile, Brasil, la vida impropia de la literatura y el arte contemporáneos ‒sea la desesperada vitalidad que parpadea en los filmes de Andrade o la potencia vitalista que Eltit visibiliza a través del anonimato‒ emergen, especialmente, como “un arma certera” contra las capturas y reapropiaciones identitarias del neoliberalismo, como una tímida pero potente luz “ante la avalancha de los nuevos fascismos que amenazan con destruir toda coexistencia”, como formas de resistencia nada desdeñables, anota Florencia, “en estos tiempos sombríos como los que nos tocan”. Neoliberalismo, nuevos fascismos, tiempos sombríos. Tal, podríamos decir, para volver a Agamben, la oscuridad del presente que directamente interpela, sin alcanzarla, a la crítica. Recordemos: “contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”. Creo, sin embargo, que la escritura de Florencia en este libro dirime el vínculo con su tiempo menos en el orden de la visión (todo en el ensayo de Agamben parece pasar por las acciones de mirar, observar, percibir) que en el ámbito de la práctica. (Por esto, y entre paréntesis, en el mismo sentido en que Florencia prefiere hablar de prácticas artísticas y culturales en lugar de “obras”, hablo de práctica para referirme a su escritura). En este sentido, en la ecología cultural y social contemporánea, pero también, y especialmente, ante las coyunturas político-económicas del presente de América Latina, el giro afectivo que en La vida impropia inclina la voz de la crítica a la exploración (a la exploración, más que a la investigación, hoy cada vez más cuantificada) implica a su vez una disposición a crear y a suscitar en la escritura el intervalo del ser-con y una invitación, a quienes lo leemos, a pensar e imaginar nuestra común coexistencia. En esta práctica de la convivencia reside, sin dudas, su más radical intervención en el presente.  


La vida impropia

Florencia Garramuño

Buenos Aires, Eduvim

2023

158 páginas

Sobre «Memorias de Brasil y Cuba. Gestos decoloniales, prácticas feministas» de María Elena Lucero

Por: Mario Cámara

Mario Cámara lee cómo, desde una perspectiva decolonial y los estudios de género, María Elena Lucero propone un recorrido ambicioso por obras artísticas brasileñas y cubanas que quiebra los lenguajes canónicos y cose «hiatos de resistencia». Allí donde formas, prácticas y sobrevivencias no pudieron ser ni eliminadas ni reabsorbidas por los procesos de colonización.


Memorias de Brasil y Cuba. Gestos decoloniales, prácticas feministas (2019), de María Elena Lucero aborda un conjunto amplio de producciones visuales provenientes, como el título del libro lo indica, de Brasil y Cuba. Así desfilan producciones de Hélio Oiticica, Artur Barrio y films de Glauber Rocha, Joaquim Pedro de Andrade y Nelson Pereira dos Santos por el lado brasileño; mientras por el lado cubano Lucero aborda obras de Ana Mendieta, Marta María Pérez Bravo, Belkis Ayón Manso, Tania Bruguera y hasta el ensayo de Roberto Fernández Retamar dedicado a Calibán. Analizadas con rigurosidad y de un modo creativo, Lucero distribuye una perspectiva decolonial para la primera parte, dedicada a la producción brasileña y un abordaje que hace uso de los estudios de género, sin dejar de lado la clave decolonial, para la producción cubana. El libro propone un recorrido ambicioso que transita desde los años sesenta del siglo pasado hasta nuestro presente, y exhibe un amplio conocimiento de la bibliografía crítica de las y los autores estudiados y de las perspectivas críticas puestas en juego.

En la primera parte, Lucero sigue la trayectoria de Hélio Oiticica, deteniéndose en algunas de sus obras más emblemáticas: sus Parangolés, Tropicalia, su proyecto Cosmococa ideado en su larga estadía en NY, y sus Penetraveis Magic Square planificados a partir de su retorno a Brasil en 1978. Su análisis focaliza con agudeza las articulaciones entre creación artística y participación del espectador, vertebradoras del campo artístico brasileño durante los años sesenta y destaca que en ese contexto Oiticica trabajó con materiales no convencionales, podríamos decir también materiales pobres, tales como arena, telas, trapos, piedras. Con ellos procuró inducir ejercicios de liberación que condujeran al surgimiento de una nueva corporalidad. Asiduo visitante de las favelas, principalmente de Mangueira, Lucero lee en ese gesto, que lleva a Oiticica del acomodado Jardín Botánico al empobrecido pero vibrante morro, una suerte de desprendimiento respecto de la cultura eurocentrada y un paso más allá de un modernismo pulcro, de fuerte tradición en Brasil. Las telas rugosas, ásperas, con objetos cosidos y colgando, los materiales pobres, configuran, nos propone la autora, una opción estética decolonial que quiebra los lenguajes canónicos.

El recorrido de la sección dedicada a Brasil continúa con la figura de Artur Barrio, artista nacido en Portugal pero que desarrolla toda su carrera artística en Brasil. Contemporáneo de Oiticica, las producciones de Barrio más que a la participación del espectador buscan producir un choque a través del uso de materiales abyectos. Lucero analiza, por ejemplo, Trouxas ensanguentadas, bolsas o paquetes hechos con telas blancas y rellenos de vísceras, huesos, sangre y diversos flujos orgánicos, una obra que Barrio realiza en Río de Janeiro y Belo Horizonte en 1969 y 1970. Las Trouxas, además del uso, al igual que Oiticica, de materiales pobres, son leídas como experiencias que figuran la violencia de la dictadura militar brasileña de aquellos años. El estudio de Barrio, un artista muy poco difundido en Argentina, abarca también Situação T/T, 1 (3era parte) (1970), Áreas sangrentas (1975), Livro de carne (1978). Sobre este último, literalmente un libro hecho de carne cruda, Lucero no dirá: “La operación de Barrio es política. Las hojas de carne en fases de alteración progresiva constituyen una materia natural corrupta/corrompida que se vuelve inerte, muerta. Sustancia dañada, invadida por gérmenes o micro-organismos patógenos. La descomposición/corrupción de la carne emula la desintegración de la masa, el cuerpo colectivo afectado y atacado” (99).

Como anticipé, Lucero incluye en su estudio el cine de Glauber Rocha, líder del movimiento cinema novo y de acuerdo al crítico de cine Ismail Xavier, productor de potentes alegorías de un Brasil violento y colonial. Deus e o diabo na terra do sol (1964), que marca el inicio del cinema novo funciona como una alegoría de las potencias revolucionarias que anidan en figuras míticas del sertão brasileño. Apostando por una “estética del hambre”, en sintonía con un país, Brasil, y una región, el tercer mundo, Rocha, advierte Lucero apuesta por un cine precario, crítico de las condiciones coloniales que todavía imperaban en Brasil, y violento en su poética. En su abordaje, Lucero vincula las reflexiones de Walter Mignolo con la originalidad de cine de Rocha y del cinema novo en general y sostiene que se puede observar en esta producción una “diferencia colonial” “que genera la visualidad perecedera del sertão y la figura del revolucionario mesiánico que lleva adelante su utopía libertaria” (122). El derrotero cinematográfico se concentra en otros dos films antes de culminar, Macunaíma (1969), el film de Joaquim Pedro de Andrade basado en la novela clásica de Mario de Andrade publicada en 1928 y Como era gostoso meu francés (1971) de Nelson Pereira dos Santos.

Como una suerte de zona de transición entre la primera parte volcada al estudio de producciones brasileñas y la segunda centrada en producciones cubanas, Lucero toma en consideración el pensamiento de Roberto Fernández Retamar, un escritor clave para pensar en los procesos de descolonización, especialmente a partir de sus ideas sobre Caliban y las repercusiones que tales reflexiones tuvieron sobre el pensamiento latinoamericano. El capítulo realiza un recorrido original que muestra los aciertos y límites de la lectura de Retamar, desde las objeciones de Gayatri Spivak hasta la complejización de Boaventura de Santos. Pero probablemente lo más destacable sea el cierre del capítulo, cuando Lucero aborda el film Prospero’s Books, basado en La Tempestad de Shakespeare y recupera la figura de la bruja Sycorax, quien dio a luz a Caliban. Tomando en consideración la reflexión de Silvia Federici, Lucero apuntará que Caliban es el rebelde anticolonial, símbolo del proletariado e instrumento de resistencia a la lógica del capitalismo mientras que la bruja encarna al sujeto femenino que el capitalismo no pudo destruir. Con esta suerte de remontaje, Lucero articula una reflexión decolonial y una reflexión feminista, fundada en la rebeldía de Caliban y la resistencia de Sycorax.

La segunda y última parte del libro, que Lucero define como “agencia feminista”, comienza con el análisis de algunas obras performáticas de la artista Ana Mendieta (1948-1985), probablemente una de las artistas más significativas de la cultura latinoamericana del siglo XX. Emigrada a Estados Unidos a través de la Operación Peter Pan, Lucero plantea aquí, tomando en consideración las reflexiones de Coco Fusco, ciertas diferencias entre la práctica de la performance tal como se desarrolló en Europa y Estados Unidos y la performance latinoamericana, que toma en consideración tanto raíces precolombinas, coloniales y católicas como cuestiones tales como la explotación laboral, el racismo, la censura y la violencia de género. En este sentido, Lucero presenta y analiza la perturbadora Rape Scene (1973), en la que Mendieta, basada en la violación de una estudiante universitaria, se presentaba con sus ropas caídas, prácticamente desnuda y de espaldas al público, con el torso apoyado sobre una mesa y un hilo de sangre escurriéndose entre sus piernas. Un año antes, Mendieta produjo el corto Moffitt Building Piece, que documentaba la reacción de transeúntes al pasar por una vivienda desde cuyo interior emana un líquido color rojo simulando sangre. La apelación a la sangre no se detiene, en Sweating Blood (1973) Mendieta muestra su rostro cubierto de sangre, mientras que en She got love (1974) utiliza el color rojo para escribir en un muro blanco la historia de una mujer que pretendía alcanzar el amor. El conjunto de producciones, sostiene Lucero, procura una reflexión frente a las reacciones de un posible episodio de violencia doméstica contra las mujeres y en este sentido, teniendo en cuenta la fecha de realización, afirma Lucero, funciona como una producción que anticipa los debates en torno a la violencia de género.

El recorrido continúa con la obra de Marta María Pérez Bravo (1959), artista y fotógrafa, cuyo trabajo toma como foco visual su propio cuerpo para reactivar historias y leyendas de la tradición afrocubana. Se trata de un cuerpo, como se puede observar en diferentes obras, en Protección (1990) o en Caballo (2000), moldeado y metamórfico, que busca visibilizar la herencia femenina de la negritud mediante el uso de símbolos y datos visuales que incluye en sus imágenes. Con algunas zonas de contacto con Pérez Bravo, la producción de Belkis Ayón Manso (1967-1999), grabados monocromos y a color, exhibe elementos ligados a religiosidad de herencia africana. Lucero lee allí formas y sobrevivencias de prácticas que no pudieron ser ni eliminadas ni reabsorbidas por los procesos de colonización. Destaca, por ejemplo, la presencia de Sikán, princesa sacrificada en una leyenda de procedencia nigeriana, cuya piel fuera transformada en tambor, en numerosas superficies estampadas de las cuales destaca y analiza Akanabionké, Akuaramina, Sikaneta-Sikán (1987). Lucero anuda aquí inteligentemente una perspectiva de género en la presencia insistente de Sikán y una reflexión sobre la negritud y sus estigmas.

El libro culmina con el análisis de la obra de Tania Bruguera (1968), de la que resalta, en primer lugar, algunas intervenciones que ponen en escena cuestiones relativas al género y la migración, desde la reelaboración de Body Tracks de Ana Mendieta, que Bruguera muestra entre 1986 y 1996 con el nombre de Homenaje a Ana Mendieta hasta El peso de la culpa (1997), en la que la acción de tragar pequeñas bolitas de tierra constituye una reflexión sobre el suicidio y la resistencia tanto de los esclavos traídos desde el África como de los potenciales migrantes que deben abandonar sus países natales perseguidos o por efecto de la violencia estatal. El arte de Bruguera, que Lucero encuadra como useful art (arte útil), se ha ido desplegando en acciones públicas, la Cátedra del Arte de Conducta (2003-2009), el Manifiesto Migrante (2011), o la organización de un foro abierto sobre migración que formó parte del movimiento Occupy Boston (2011), acciones todas que también son analizadas por Lucero.

En conclusión, nos deparamos con un libro potente y fascinante, que pone en relación una serie de producciones artísticas latinoamericanas pensadas como «hiatos de resistencia», y que releídas desde una perspectiva decolonial y de género obtienen una nueva vitalidad, como de algún modo sugiere el texto introductorio de Andrea Giunta. A través de experiencias que han comprometido al cuerpo, desde los Parangolés de Oiticica hasta las acciones de Bruguera, Lucero nos permite escuchar allí la emergencia de nuevos vocabularios y plataformas culturales volcadas no solo a releer el pasado, doloroso, colonial, patriarcal, no solo a incidir sobre su presente tramado por la violencia y el estigma, sino, en muchos casos, a imaginar otros futuros posibles.

Memorias de Brasil y Cuba. Gestos decoloniales, prácticas feministas

María Elena Lucero

HAY ediciones, Rosario

2019

274 páginas

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“Para saber qué esperamos de la justicia, primero tenemos que preguntarnos qué es reparación para cada una de nosotras”, entrevista a Belén López Peiró

Por: Jimena Reides

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Jimena Reides entrevista a Belén López Peiró, autora de Por qué volvías cada verano (2018) y Donde no hago pie (2021). Entre otros temas, López Peiró conversa con Revista Transas sobre su última obra, la cual aborda el engorroso proceso judicial que le sigue a una denuncia por abuso familiar, y reflexiona sobre la noción de “reparación” que prevalece en el actual sistema judicial.


¿Qué te llevó a escribir este libro? ¿Qué representa para vos nuevamente el hecho de revivir todo lo que pasó, de estar en constante contacto con lo que vos llamas en el libro “los hechos”?

Creo que esa es la primera diferencia, que yo no volví sobre los hechos. Creo que se redujeron a un capítulo. Sentí que… y de hecho está muy por arriba, una cuestión más. Para resumir… Hay ciertos guiños al primer libro y hay, como el primer encuentro con la abogada, donde reviso cómo vino la causa hasta el día de hoy, y en los hechos cuál es el motivo de la denuncia, ¿no? Pero para mí este segundo libro no tuvo que ver con volver sobre los hechos. Sentí que el abuso ya había sido narrado, con todas las palabras, con todas las descripciones que para mí habían sido necesarias, que fue parte creo de la apuesta del libro y de una decisión política, esto de nombrar los mecanismos, nombrar los procedimientos, nombrar lo que es el abuso sexual en sí para que no quede solamente en un concepto. Y me pareció que este libro fue un poco dejar atrás eso y narrar todo lo que es la crónica judicial. La decisión de este libro la verdad es que vino un año después de publicar Por qué volvías… Cuando salió Por qué volvías… había empezado a escribir ficción y empecé con otros proyectos en el taller de escritura, también un poco por esta necesidad de irme, de despegar un poco de los hechos, de la realidad, de esa necesidad por ahí después de escribir esa no ficción. Esto llega un año, digamos… Tres meses después de que sale Por qué volvías cada verano la causa se eleva a juicio oral. Y durante ese año empiezan a pasar un montón de cosas, ¿no? El acusado pide juicio abreviado, se suspenden cuatro audiencias, decido que algo tengo que hacer porque la causa se había elevado a juicio, yo no sabía bien lo que era un juicio por jurados más de lo que googleaba, como que no sabía cómo prepararme, qué hacer, de qué manera se implementaba en la provincia de Buenos Aires. Decido cambiar de abogada, de un abogado a esta abogada que actualmente me representa. Me reúno con mi editora y me doy cuenta… tuve una sensación muy parecida a Por qué volvías cada verano. Si bien en Por qué volvías… había empezado a escribirlo y no sabía que iba a ser una novela, en este caso sentí eso mismo que sentí que cuando iba a hacer la denuncia, buscar un libro o algo o un testimonio que me haga dar cuenta, teniendo en cuenta que fue previo al Ni una menos, que me haga sentir menos sola, que me haga sentir que no soy la única. Llegada la distancia de haber pasado seis años y de preguntarme por qué denuncio, qué es lo que viene, qué es un juicio por jurados, y empezar a ver series y leer libros donde la víctima nunca estaba viva, sino que en los juicios por jurados que yo veía o leía solamente estaba presente el victimario, y por lo general estaba narrado por hombres, incluso en las ficciones, como por ejemplo Matar a un ruiseñor que es de Harper Lee, nada de todo eso nos incluía. Digo, nos incluía a quienes denuncian y pasan por un juicio por jurados. Tampoco cómo se aplicaba eso en Argentina. Entonces dije “bueno, tengo que narrar eso, que también es parte de volver a mi historia, pero desde otro lugar”. Por eso creo que hay una diferencia bastante radical en ese momento.

¿Cómo fue descubrir todo el mundo de los juicios y los tribunales, ya no desde el plano de la denuncia, como en el libro anterior, sino encontrarte con todo este nuevo mundo?

Me sentí muy desorientada, que es un poco como esa sensación de preguntarme cómo se aplica, por qué eligió juicio por jurados, qué tiene que ver, cómo me afecta a mí. Cómo se eligen esos jurados, qué significa hablar ante doce jurados, cómo se garantiza la imparcialidad en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Y en esto de preguntarse por qué, por qué la defensa opta por juicio por jurados, empezar a pensar en la aplicación de la Ley Micaela, en el peso social que puede tener un miembro, un ex miembro de las fuerzas de seguridad. Y la verdad es que recién cuando inicio esta relación de trabajo con mi abogada empiezo a darme cuenta de que había mucho camino por delante todavía. Había muchas preguntas que aparecían ya después de… o sea, pasaron… la inicié en 2014, estamos en 2021 llegada esta instancia. Después de todas las audiencias y de todos los procesos empezar a preguntar qué es “reparación”. Por qué estaba haciendo todo esto. Por qué sentía que en definitiva la que estaba en libertad condicional era yo que estaba esperando un juicio y que entonces tenía que estar en Capital Federal o en provincia de Buenos Aires porque se acercaban las audiencias, qué era lo que pasaba con el cuerpo. Yo creo que lo que viví con Donde no hago pie es como meterme dentro de esos laberintos judiciales y tratar de poner un poco de luz para que la próxima vez… Un poco, primero, para mí porque para mí escribir es registro y es aprender y entender. O sea, ese trabajo lo iba a hacer igual, digamos, como escritora, como periodista, como investigadora. El tema es que lo que traté de hacer es de qué manera yo podía ser la investigadora pero a la vez ser el personaje de esa investigación. O sea, cómo como narradora podía desdoblarme para volver a escribir una no ficción, en este caso, en una investigación que me tenía como protagonista.

Cuando leía el libro, lo pensaba desde ese lado: que él plantea que quiere un juicio por jurados, y lo primero que se me vino a la cabeza es que está la condena social. Pero, por otro lado, como vos decías, es totalmente distinto lo que es Capital de lo que es un pueblo y más con la posición que él tenía socialmente, ¿no?

Sí, y tené en cuenta que hay una causa penal iniciada en 2014. Hay dos libros en el medio y aun así él sigue viviendo su vida en el pueblo. O sea, es muy diferente. Es algo como… Creo que a veces las personas no se dan cuenta de la dimensión social que tiene ser, que tiene y tuvo de alguna manera que haber ocupado un espacio de poder en un lugar pequeño. Y creo que eso continúa, ¿no?

La parte del veredicto, como la describís, ¿es algo que vos soñaste o algo que relataste así por otro motivo?

Es un sueño. Y yo creo que también muy asociado a varios momentos de mi proceso de escritura. Por un lado, porque cuando yo inicio, empiezo a escribir Donde no hago pie, la idea era que termine con el veredicto, lo que hablamos con mi editora. Nos parecía lógico, dijimos, se eleva la causa a juicio en 2018. Jamás pensamos que íbamos a estar en 2021 y nunca iba a haber juicio. Pasa el tiempo, llega la pandemia, yo además me daba cuenta con lo que venía escribiendo ya, solamente de las audiencias y los procedimientos y las investigaciones y los juicios por jurados… todo el trajín, empecé a darme cuenta que, en primer lugar, ya no importaba el veredicto, por un lado, porque más importante era qué era lo que estaba pasando, cómo llegas ahí. O sea, no digo que no importe, sino que en ese momento realmente era tan denso lo que estaba pasando, que el veredicto se ve tan lejano, y es una instancia que a veces y por momentos, que es un poco lo que muestro ahí, ni siquiera podemos imaginar que vamos a llegar a eso. O sea, que hay muchas cuestiones que suceden antes. Después, la dilatación judicial, ni hablar. Y yo creo que si bien la escena de ese juicio por jurados es como un fantasma que permanece y que evoluciona y crece a medida que va pasando el tiempo, un poco el tema de volver a declarar delante de doce personas, delante del victimario, delante de un juez, todo el proceso, toda la selección… Imaginar el día, imaginar que van a ser cuatro días, que es un poco otras cuestiones que muestro, la idea de veredicto aparece por un lado como un final, muy lejano. Por otro lado, como una pregunta, de si es necesario o no es necesario, qué cambia o cuál es el miedo, porque, por un lado, es la esperanza de que llegue en algún momento un veredicto y por el otro el miedo de si llega un veredicto, qué pasa con mi vida, digamos, quién soy yo después de, sin una causa judicial. Y en toda esa búsqueda, aparece este sueño que me pareció muy significativo. Un poco de la idea de lo que yo tenía de lo que podía ser o no ser un juicio oral y un veredicto, ¿no? Así que bueno, con todos esos condimentos.

Entendemos que esto que describís fue justo antes de la pandemia, ¿en qué situación se encuentra la causa ahora?

Sí, es fines de 2019, primeros meses de 2020, justo cuando inicia todo eso, digamos, continúa dilatando la situación. O sea, la causa sigue abierta. Todavía el Tribunal de San Nicolás no puso fecha de juicio. Y estamos, junio de 2018… son tres años.

Nuevamente elegís contar la historia desde tu voz pero incluyendo también a otras personas (como en la primera parte) para complementar la historia. ¿Por qué elegiste también agregar búsquedas/definiciones de términos jurídicos? ¿Qué objetivo tenía agregar este tipo de búsquedas que iban apareciendo?

Yo creo que lo que a mí me interesa dentro de la literatura es como… presto mucha atención a las formas. Creo que si bien tengo una escritura medio fragmentaria, presto mucha atención, por ahí por mi carrera que fue Comunicación, al cómo. Y con Por qué volvías… la polifonía fue como la herramienta necesaria como para poder mostrar como todo ese coro de voces, ¿no? Y que no todo salga de mí, en una manera de poner en evidencia. En este caso, en Donde no hago pie, yo sentí que lo hice, si bien fue de distintas maneras, por un lado tuvo que ver con los… jugar un poco con los géneros dentro de la no ficción. O sea, por un lado, hacer crónica judicial, que es como el hilo conductor del libro, que es la trama principal. Por otro lado, hacer crónica de la infancia. Y por otro lado, perfiles. Que son, también como que juega bastante con el periodismo ahí. De hecho, en mis primeros años de periodista lo primero que me enseñaban era a hacer perfiles. Entonces, pero por lo general te hacían hacer perfiles de famosos o famosas. Entonces, yo dije “qué pasa si construyo los perfiles de los principales como involucrados, involucradas”. Y después crónicas de la infancia que yo creo que vienen a… Que es el momento donde más libertad y más siento que juego con el lenguaje. Por otra parte, me pasó que me gustaron mucho ciertos libros donde empecé a ver estas búsquedas o esto, como Foster Wallace, que juega muchísimo con los recorridos dentro de sus libros. Y me pareció que era una forma también de aclarar, de no hacer de esa búsqueda o de esa investigación algo tan solemne. Sino más bien decir, “bueno, escribí abuso y googleé”. O sea, como, y apreté ENTER. Y mostrar los cuadros sinópticos que hacía en mis cuadernos, las anotaciones que tenían mis cuadernos. Dije “cómo hago, incluyo”, o los mapas que tuve que dibujar, todas cuestiones que había en mi cuaderno cada vez que me reunía con mi abogada o cada vez que yo llegaba a mi casa, o cada vez que tenía que hacer una lista de preguntas, que no solamente era o porque no lo encontraba en Internet o porque quería que me lo aclare un poco más, o cuando fui a la Asociación de Juicio por Jurados de Argentina. Yo decía “cómo hago para”, como si fuera un trabajo de campo, ¿no? Como un cuaderno de un antropólogo, de una antropóloga, cómo incluimos en un libro todo ese material. Entonces yo creo que fue, tuvo que ver con jugar bastante con eso.

En Por qué volvías… decís que escribís para poder contar y para hacer justicia; después tu libro impulsó la denuncia de Thelma Fardín y con la suya tantas otras; pero Donde no hago pie muestra un sistema judicial que parece mucho más pesado sobre la denunciante que sobre el acusado, decís que no sabés si volverías a denunciarlo sabiendo los cinco años que vendrían después y ante la opción de que acepte su culpabilidad a condición de no ir preso te ves inclinada a aceptarlo con tal de no tener que volver a declarar. ¿Sentís que hubo justicia en algo de todo esto? ¿Dónde?

Es que yo creo que la pregunta no está en… Más allá, yo creo que es un poco más grande y la pregunta es qué es justicia para cada una, de quienes denunciamos, ¿no? En mi caso, yo la pregunta que empecé a hacerme es en esto de “y por qué denuncié”, por qué sentí que debía recurrir, digamos, a la institución justicia, qué era lo que buscaba, qué era lo que necesitaba. Después, entender que la justicia, de alguna manera, la justicia argentina, o para la justicia argentina, la forma de reparar a las víctimas que denuncian es la pena, es penar al victimario. Y esa no es la única reparación, o no es… La gran mayoría de las veces no es la reparación que muchas de nosotras buscamos. Muchas veces, digamos, vamos a la justicia a buscar acompañamiento. O vamos a buscar apoyo psicológico, redes, que nos escuchen y que, más allá de todo, nos crean. Y yo creo que ese acompañamiento hoy la justicia no lo brinda. No lo tiene. Al contrario, revictimiza, por esto de declarar tantas veces. Obviamente, estamos necesitando una reforma. Las preguntas son muchas. En lo práctico, pienso en muchas opciones de qué es lo que deberíamos cambiar. Y a medida que avanzaba la causa, que pasaban los años, se me venía mucho la pregunta, más después de Por qué volvías… que habla un poco de la denuncia y de hablar ante la familia y de qué pasa con las instituciones, es que a veces me llegan mensajes o me preguntaban si convenía o no denunciar y yo no quería responder por sí o por no, porque… Ni tampoco decir “sí, adelante” cuando a mí me generó tanto dolor. O sea, sería hipócrita de mi parte. Entonces, me pareció que lo que sí estaba bueno era exponer eso. Era exponer inseguridades, cansancio. Digamos, cansancio emocional y físico. La cantidad de herramientas que necesitamos para poder seguir avanzando. La red que tuve que construir para poder seguir avanzando en la causa. Es un poco mostrar todo lo que viene. Pero no para decir “no, bueno, no denuncies”. No. Sino para preguntarnos qué buscamos y qué podemos hacer. O sea, yo creo que yo me sentí mucho más reparada con la escritura y con lo que generó el libro y con poder unirme y comunicarme con más personas que atravesaron la misma situación y con encontrar por ejemplo este grupo de mujeres abogadas y comunicadoras y demás que me acompañó en el proceso, que pensó conmigo, que lo que viví en la justicia, en los pasillos de los tribunales con un juez, con un fiscal. Así que yo creo que más que preguntarnos por qué denunciamos o esto, qué esperamos de la justicia, yo creo que para saber qué esperamos de la justicia, primero tenemos que preguntarnos qué es reparación para cada una de nosotras porque yo creo que ahí está la clave también de una posible reforma.

El proceso judicial que mostrás en Donde no hago pie se evidencia que pasan años durante los que el abusador ya sabe que fue denunciado, pero está libre mientras la causa avanza. En el libro no aparece pero ¿tuviste miedo de esa situación? ¿De que hiciera algo?

El mayor miedo lo tuve cuando publiqué Por qué volvías… pero creo que era un miedo más general de… Yo hasta ese momento del abuso, permanecía en el ámbito privado, ¿no? Y la literatura viene para irrumpir eso y hacerlo público y convertirlo también en herramienta política para mí. Y creo que el miedo ahí estuvo con hacer esto, si sentir o no vergüenza, si sentirme más vulnerable, si… cuál iba a ser la reacción familiar en general, si se me iba a volver en mi contra. Pero puse todo eso en la balanza y decidí que, pese a todo, era lo que tenía que hacer. No solamente por mí, digamos. Como entender que era más grande que yo, que no estaba narrando solamente mi historia para mí, porque no se trataba solamente de mi historia, sino de la de muchas. Con Donde no hago pie, eso ya cedió. Creo que por lo menos no apareció. Sí sin dudas esto de, lo que aparece más en Donde no hago pie es el reclamo a la justicia de que cómo puede ser que con tantas leyes y por una cuestión también de derechos humanos, poner a la víctima con el victimario en un mismo lugar. Es aberrante, y aún hoy sigue pasando. Es como una… es más un reclamo que una cuestión de miedo. Sí obviamente me paralicé y fue una situación como muy difícil, pero no soy yo la única que la vive sino que es algo muy común y que hay que denunciar. Lo viví en ese sentido.

Los dos libros muestran una especie de traducción que se hace necesaria entre el Derecho y la literatura, quizás incluso entre el Derecho y la vida o la realidad. Además de incluir definiciones y búsquedas en Google, conversaciones con lxs abogadxs y hasta partes del expediente y del Código Penal, eso se ve muy claro en las preguntas que te hace «la ley» al final de Por qué volvías… y en un momento muy duro, creo, del texto cuando tu propio abogado, Juan, dice: «Contame un poco. ¿Cómo empezó? Tu vieja me dijo que a los trece, pero conviene que digamos a los once. Así es la ley, viste, hay que exagerar un poco […] Fue casi una violación. Faltaron cinco para el peso. Qué cagada. Hubiese sido mejor, así estamos jodidos. Los jueces son contundentes con las violadas, más si son chicas. Pero por unos dedos o una tocada dudo que le den más que una probation […] ¿Estás segura de que no entró?» (p.21). ¿Cómo relacionas tu experiencia denunciando y contando lo que pasó en esos dos ámbitos?

Yo creo que lo que traté de hacer en esta tan íntima relación que aparece entre Derecho y literatura en los dos libros es dejarlos hablar. Creo que fue la única forma en la que sentí que podía incluirlos en mi historia. ¿Por qué? Porque sentía que el lenguaje, que los conceptos, las formas de nombrar, las formas de nombrarme, eran muy ajenas a mí. Entonces, la única forma en la que podía incluir eso era incluyendo las voces, fragmentos de expedientes, fragmentos del Código Penal, diálogos con mi abogado anterior, explicaciones de mi abogada actual. Esto, cuando yo le pregunto “bueno, ¿y cómo va a ser una audiencia?” y ella nombra a Apolo 11, o sea como… estas formas de decodificar un poco la justicia y allanarla y hacerla territorio habitable y comprendible para nosotras. Por eso siento que mi forma o mi manera de incluirlo fue a través de esto. Fui incluir sus voces, fue mostrar a un lector, a una lectora qué se siente al leer por primera vez un expediente judicial, cuán perdidas podemos estar. Qué googleamos para poder entender. Qué buscamos. Cómo a veces es tan difícil descifrar los códigos. Poder entender todo lo que está en juego. Y mostrar también como, yo creo que la diferencia con Donde no hago pie es una abogada empática, es una abogada que acompaña, y aún así a la hora de hacer preguntas tenés que atravesar esa situación. Creo que hay un capítulo, no recuerdo cómo se llama, que es una reunión que tengo con mi abogada donde ella me hace preguntas un poco para poder entender, para que mi testimonio entre dentro de un paradigma. Para pensar una estrategia de cara al juicio, de cara al juicio por jurados, teniendo en cuenta que… que el juicio también es narrativa, es pura narrativa. Incluso ahí me parecía importante nombrar las preguntas. Las preguntas que hay que responder. Aquello que a veces no se puede decir qué respuesta tiene. O sea, yo creo que eso es el camino que intenté hacer en ese sentido.

Tu familia se enteró de todo esto en una lectura de tu libro que hiciste en la Feria del Libro. ¿En qué momento decidiste denunciar en la justicia? ¿Creés que hubieras denunciado si no hubieras escrito o estado escribiendo el libro? ¿De qué manera pensás que jugó la literatura en tu denuncia?

No, es que fue posterior. Yo denuncié en 2014, en julio de 2014 escribí la denuncia. Y esta lectura es en 2017. O sea, fue posterior. De hecho, yo en 2016 escribí… O sea, años después a iniciar la denuncia, que es por eso que yo digo como que fue incluso antes de Ni una menos y fue bastante en soledad en esto de iniciar sola una denuncia, de no tener respuestas. Decir “bueno, lo necesito hacer para que el día de mañana no les pase a otras personas”. No entender bien en qué derivaba todo ese proceso, pero aún así hacerlo. Años después me inscribo en el taller de escritura, y es de Gabriela Cabezón Cámara, y es ahí donde empiezo a registrar y a poner voz como a estos momentos. Pero es algo posterior. Mi familia más íntima sí me acompaña en la denuncia. No saben que yo escribo sobre eso hasta que los invito a una lectura y ahí escuchan en vivo eso, digamos.

¿Podés contarnos si tenés planes para un próximo libro?

[Risas] No, la verdad que como… Si bien siempre como que trato de ir escribiendo en paralelo, lo cierto es que justo los últimos dos libros son dos proyectos que fueron como muy fuertes y a los que les tuve que dedicar gran parte de mi cabeza y de emocionalidad y demás cuestiones. Entonces, por ahí, hay otros escritos en paralelo, pero por ahora nada contundente ni nada que diga “bueno, es por ahí”. Así que, ahora, en plena búsqueda. O un poco también descansando. Porque la particularidad de este libro es que lo estuve trabajando hasta enero. Entonces, todavía no tuve mucho descanso como para poder ver cómo seguir. Así que muy poco en eso.

Nostalgia de mar: entrevista a Marcial Gala

Por: Nahuel Paz y Carlos Romero

Marcial Gala (La Habana, 1965) es un escritor cubano contemporáneo, pero esa referencia geográfica y temporal de ninguna manera lo vuelve un autor fácilmente ubicable. En su literatura –que ha recibido múltiples premios y reconocimientos– opera un corrimiento que hace que lo insular de lo cubano sea, también, lo singular de lo cubano. “Como si no fuera solo el agua del mar lo que nos rodea y nos separa del resto de Latinoamérica. Como si siempre llegáramos tarde a todo, a pesar de que por un momento parecía que estábamos llegando más temprano”, plantea Gala, quien desde 2016 vive en la Argentina. Incluso, considera que con su propia escritura busca “una especie de sanación” para ese devenir histórico de su país, “un darle respuesta a cosas que nunca ocurrieron”.

Su obra, retomando a Virgilio Piñera, trabaja sobre Cuba como una “maldita circunstancia”, una isla demorada en el Caribe, pero al mismo tiempo da testimonio de la potencia y la vigencia de su literatura. Por ejemplo, en Rocanrol (2019), una novela sobre la revolución, ese momento tantas veces contado se aborda desde un lado poco frecuente: el de la música, un matiz que también aparece en uno de los primeros libros del autor, Sentada en su verde limón (2004). Otro tanto ocurre en La catedral de los negros (2012 y 2015), que expone alguno de los “períodos especiales” de la isla, los de grandes carencias, desde un registro que bordea lo fantástico (con apariciones incluidas) y donde la hambruna se manifiesta hasta el extremo del comercio de carne humana. De la misma manera, es decir, de forma insular/singular, Gala puede contar la guerra de Angola en Llámenme Casandra (2019), a través del personaje de Rauli, un joven soldado que cumple con sus obligaciones revolucionarias pero que también es Casandra, la sacerdotisa, la profetizadora a la que nadie le cree sus vaticinios. Rauli/Casandra, quien soportará la “circunstancia” de su muerte, próxima e inevitable, como símbolo de agotamiento, de derrota, de nostalgia.

Esos dos elementos, el mar –que para Gala, al chocar contra la roca, crea “la melodía cubana”– y la nostalgia, guían esta entrevista que el escritor brindó al programa Socios a la fuerza, emitido por radio La Ciudad de Ituzaingó y conducido por integrantes de la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, donde también contó detalles de su próxima novela y dio su mirada sobre la escena literaria argentina y el momento político y social de la isla.


– Sos un escritor cubano que vive en la Argentina desde 2016. Con la experiencia que te da ese tiempo transcurrido en el país, ¿qué opinión o qué mirada tenés sobre la escena de la literatura argentina?

– Admirativa, ante todo, porque me doy cuenta de que es de las literaturas más serias que se hacen en lengua española, con mucha complejidad y muchos escritores que tratan temas actuales y lo hacen de muy diversas maneras. Hay algunos que son muy populares, que hacen una literatura que llega a un gran público, y otros que escriben con una formalidad exquisita, escritores para escritores. La literatura argentina tiene muchas capas, es muy compleja.

– Habrá mucha gente muy contenta con tu respuesta.

– Lo digo honestamente. La Argentina es uno de esos países donde se admira la labor literaria, y aunque a veces se demore el reconocimiento para diversos autores o falte el dinero, que siempre hace falta, es un país muy propicio para el arte literario. Y eso pasa en Buenos Aires, y lo digo porque hace tiempo que estoy acá, pero también en otras ciudades del interior.

– Hay un imaginario sobre Cuba, bastante extendido, vinculado a la idea de lo caribeño, con la playa, el calor, el mar. Y si bien esto es algo que está muy presente, por ejemplo, en tu novela Sentada en su verde limón, y también un poco en Rocanrol, tal vez es algo que se pierde en el resto de tu obra. ¿Coincidís con esta lectura?

– Hay algo en esas dos novelas, sobre todo en Sentada en su verde limón, que la hice inmerso en una ciudad que a uno le parece más mar que piedra, como es Cienfuegos, una ciudad muy marinera. Quizás por eso, entonces a uno le parece que el mar está como en una presencia implícita. En Cuba, siempre el mar es algo que choca contra la roca y es lo que crea la música nacional. La melodía cubana es este chocar del mar contra la roca, y quizás en Sentada en su verde limón no lo echaba tan de menos, porque es una novela de 2004. En cambio, en Rocanrol, que aunque la terminé aquí la empecé en Cuba, el mar está menos presente, aunque hay uno de los personajes que es un nadador, pero un nadador de piscina. Si bien también tiene una plantación de marihuana por la que tiene que nadar para ir a sembrarla, ahí el mar es un vehículo, sobre todo. Pero en Llámenme Casandra, que es la primera novela que escribí totalmente en la Argentina, el mar sí es fundamental en la nostalgia de esta chica, de Casandra, que a la vez es Rauli, el soldado cubano. La novela empieza con el personaje mirando el mar, y me doy cuenta de esa nostalgia que uno siente cuando está lejos de él. Además, el mar es olor, es sabor en la boca, al menos en mi caso, que nací en la Habana Vieja, muy cerca del malecón, y después me mudé a una ciudad marinera. Como si fuera poco, todos los deportes que practiqué fueron deportes marineros. Por lo cual el mar es muy importante en mi vida, y yo nunca sospeché que iba a pasar unos cuantos años fuera de él. Aunque es como que lo tengo dentro, y cuando me llega la noche, muchas veces sueño que estoy navegando o que estoy nadando, porque por mucho tiempo todo lo que me pasaba, me pasaba en el mar.

– Nombraste a la nostalgia y esa puede ser otra forma de pensar tu obra. En Rocanrol, en Llámenme Casandra, ambientadas en el pasado inmediato, y también en La Catedral de los negros, hay algo nostálgico, por ejemplo, en el abandono de la catedral, de su construcción. Hay en tu obra algo así como una alegría triste, ¿ese también puede ser un rasgo propio de la literatura cubana?

– Debe haber mucho de nostalgia y también de la cuestión de la negritud. Siempre se ha dicho que el negro, cuando está alegre, llora, y cuando está triste, ríe. Una especie de dicotomía, y un país como Cuba, que aspiró a tanto y obtuvo tan poco, no por un determinado fracaso de estos últimos años, sino siempre. Uno de nuestros grandes escritores, Lezama Lima, decía que Cuba tenía sus catedrales en el futuro. O sea que, como quedó al margen de las grandes catedrales del barroco, no tenía esa arquitectura de la que enorgullecerse, que en cambio iba a estar en el futuro. Entonces, en la misma construcción nacional del país cubano hay una tristeza. Fue el último país que se libró de la esclavitud y fue el último también en obtener la independencia de España. Era como si siempre llegara tarde a alguna parte. Pero fue el primer país en tener muchas otras cosas después de que se hizo la revolución, y un poco antes también, con la Constitución del 40, que fue la más adelantada de América. Sin embargo, ahora todo este proceso de discusión de nuevas masculinidades, de nuevas maneras de entender la democracia, que está tan presente en América Latina, en Cuba está un poco retrasado. Te das cuenta de que, por ejemplo, expresiones sociales y culturales, como el Movimiento San Isidro, que está ocurriendo ahora, están muy condenadas por el gobierno cubano. Y esos tipos de movimientos, para bien y para mal, florecen mucho acá. A mí, que soy cubano, pero que también me enorgullezco de vivir en la Argentina, me pareció muy placentero ver todo lo que se generó en relación a la legalización del aborto. Eso da cuenta de que las personas son capaces de expresar sus deseos y de luchar por ellos. En Cuba eso es una asignatura muy pendiente, porque todavía el gobierno se opone mucho a los que disienten, y eso hace que hasta en eso estemos atrás de nuevo los cubanos. Entonces, quizás por eso la literatura cubana está teñida por esa sensación de la singularidad, que es a veces mucho más que el hecho de ser una isla. Es la sensación de estar un poco atrás de los movimientos sociales de Latinoamérica, a la que todavía no acabamos de integrarnos. Es lo que Virgilio Piñera, un gran escritor cubano que vivió en la Argentina, llamaba “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. Como si no fuera solo el agua del mar lo que nos rodea y nos separa del resto de Latinoamérica, sino también una especie de manera distinta de lo cubano, que es como si siempre llegáramos tarde a todo, a pesar de que por un momento parecía que estábamos llegando más temprano. Es una cosa un poco compleja.

– ¿Venís trabajando en un nuevo libro?

– Sí, terminé una novela que se llama Pies descalzos. Todavía le estoy dando los últimos toques. Es una novela ambientada en el siglo XIX, que trata de establecer un diálogo con El reino de este mundo y El siglo de las luces, las dos grandes novelas de Alejo Carpentier, y que eran como una mirada al mundo de la negritud a partir de un hombre blanco, con una educación europea. Y yo quiero invertir esta cuestión, ¿no?, invertir el reloj de arena, y entonces la mirada es hacia el mundo de la gente blanca a partir de un hombre negro. También tiene mucho que ver con una especie de sanación que caracteriza a mi obra, un darle respuesta a cosas que nunca ocurrieron en Cuba. Por ejemplo, nunca hubo una sublevación de esclavos que fuera victoriosa y en mi novela sí la hay. De pronto, hay un palenque de esclavos, un “quilombo”, como se dice aquí, que resulta triunfador. Además, es quizás una novela de un gótico caribeño, por llamarlo así. En mi obra, la parte fantástica siempre está de soslayo. Sin embargo, en esta novela, la parte del horror, del terror, sobre todo de lo fantástico, es lo que prima. La historia se desarrolla en una hacienda, donde está la esclavitud y se da la discriminación racial, pero es una novela muy gótica.


“Esto que traigo para el arte es, en verdad, insurgencia, es rebelión” entrevista a Denilson Baniwa

Por: Marcelo Garcia da Rocha*
Traducción: Juan Recchia Paez

Marcelo Garcia da Rocha dialoga con Denilson Baniwa* sobre el lugar actual del arte indígena contemporáneo. Denilson, artista, curador, ilustrador y activista indígena, es conocido por su promisorio trabajo en la quiebra de paradigmas para la apertura del protagonismo indígena en el arte contemporáneo brasileño. 


MG.- Para muchas personas, la producción de arte indígena en Brasil aún se ve como artesanía, como un artefacto, o un arte “menor”. El debate sobre la existencia de un arte indígena tradicional o un arte indígena contemporáneo suscita diferentes posicionamientos. Para vos, ¿el propio debate sobre la existencia o no de un arte indígena contemporáneo o tradicional es un indicio en el mundo no indígena sobre el derecho o la “misión” de decir qué es y qué no es arte? ¿Puede ser esto pensado como un mecanismo de “poder/saber” en la tentativa de subyugar otros modos de producir y pensar el arte?

DB.- Sí, yo pienso que a partir del momento en que aparece una pregunta o un tabú sobre lo que es arte y lo que no es arte, se denota la propia esencia de lo que es entendido como arte en el mundo occidental. Una categoría humana para señalar quién tiene una intelectualidad mayor o más refinada que otro o quién consigue producir algo con su intelectualidad que pueda ser traducido a partir de una burguesía, de un pensamiento occidental. Creo que el propio arte contemporáneo con los artistas a partir del dadaísmo habla de que cualquier cosa puede ser arte, un objeto puede ser arte, por ejemplo. Los pueblos indígenas también ya pensaban eso, sólo que no en un sentido discursivo o en un sentido de poder sobre el público, por ejemplo. Creo que el arte ya nació con ese propósito de delimitar las clases, de decir quién tiene el poder de voz y de articulación o de política y de acción sobre un otro. Esto es un reflejo de la sociedad capitalista moderna.

En 2021 que estemos discutiendo, todavía, si es artesanía o arte es una cosa absurda, porque el arte contemporáneo vino para decir que existen diversos tipos de arte, abordajes, medios de comunicación y soportes que pueden ser entendidos como arte. El modo de educar de los pueblos indígenas se desarrolló más allá de lo que son artesanías o artefactos. Se desarrollaron metodologías súper complejas de educación y de entender el mundo y comprender el territorio donde viven, eso también es arte.

Primeira Missa (2019) , Denilson Baniwa. Fuente: 29° Edição do programa de exposições CCS 2° Mostra (catálogo)

MG.- Existe una diferencia abismal entre visibilidad y representatividad indígena en las artes en Brasil. Especialmente en la última década, podemos dividir ese período en tres momentos: 1- Arte pro indígena, donde artistas no indígenas se inspiran en temas o en luchas indígenas para componer sus obras; 2- El arte colaborativo, donde artistas indígenas y no indígenas crean procesos de colaboraciones en la producción y promoción de sus trabajos; 3- El arte indígena contemporáneo propiamente dicho, donde el protagonismo indígena es el principal sustrato en la concreción de un hablar de sí mismo. ¿Cuál es tu punto de vista sobre estos procesos?

DB.- Mi punto de vista, en primer lugar, está en entender los contextos históricos y no puedo dejar de lado la comprensión de dichos contextos. Por ejemplo, necesito hacer un recorte temporal sobre la semana de Arte Moderna e el modernismo a partir de Anita Malfatti y del pensamiento más intelectual de Oswald de Andrade. Tal vez, en aquella época, no existían indígenas o existían pero no tenían el poder que tenemos hoy de intervenir y de decir algo en relación a lo que era considerado arte. La mayor preocupación de las poblaciones indígenas, tal vez, hasta ahora inclusive, es más sobrevivir al genocidio y a las violencias cotidianas que preocuparse sobre qué es el arte o sobre terminologías del arte. Comprendo ese período como aquel en que la cultura indígena sirvió de estacada o de base para la construcción de discursos artísticos.

Y después esa cuestión de la colaboración y de los interlocutores indígenas hasta llegar a donde estamos hoy: tener nuestra propia voz y definir lo que queremos o no queremos, buscar inclusive mecanismos de aproximación o de rechazo a ciertos discursos y a ciertas asociaciones. Entiendo que hoy en día, como pueblos indígenas tenemos el papel de entender el pasado y reconstruir a partir de las ruinas; no se puede hacer arte indígena contemporáneo sin revisitar el pasado. Tanto cuando éramos el producto explotado, colaborativo, o hasta hoy que somos el producto de acción propia en todo. Es preciso entender todos esos períodos, y capturar lo que pueda sernos útil y “archivar” en el pasado lo que no fue útil, no repetir eso en el presente.

MG.- En la constatación de que un diálogo no jerarquizado necesita de un punto de vista pluriversal, donde todas las perspectivas sean válidas sin que haya el equívoco del punto de vista privilegiado, ¿creés que las instituciones culturales que producen y promueven muestras de arte están francamente dispuestas a tener al arte indígena contemporáneo como interlocutor en la producción y reflexión de conocimientos otros o existe una “culpa católica” donde las instituciones se esfuerzan en parecer menos colonialistas?

DB.- Creo que ese esfuerzo, en verdad, es muy reciente y causado por disturbios en el mercado de arte. El mercado o sistema de arte, de tiempo en tiempo, se seca y es necesario llenarlo de novedades. La novedad de este período contemporáneo es la cuestión indígena. La decolonización, la descolonización es lo que se debate mucho.

Claro que muchas instituciones van a querer capturar este momento y aprovecharse de estas personas indígenas que están haciendo arte contemporáneo, como dicen. Por un lado existe una buena voluntad; sin embargo la buena voluntad por sí sola no es una señal de que el trabajo esté bien o mal hecho. Por otro lado, en la prisa de ocuparse o de traer cuestiones indígenas para adentro de las instituciones se pierden muchas cosas, porque parece que es una emergencia. Es una emergencia de hecho, que extrapola ciertas negociaciones y acuerdos que deberían hacerse con más calma. Hay de hecho también una crisis “existencial”, pero no sólo eso, una crisis de reparación histórica que todavía no fue bien esclarecida. Me parece todo reciente muy poco profundo en este debate. Más allá de participar, debemos también, tal vez, intentar prever cómo serán los próximos tiempos para no cometer ahora errores o acuerdos que serán trampas en el futuro.

Performance: Pajé-onça Hackeando a 33° Bienal de Artes de São Paulo (2018) Denilson Baniwa. Fuente: web del artista

MG.- Es posible percibir, en sus trabajos, una especie de desobediencia epistémica; es decir, tus referencias de arte no están formateadas desde un saber eurocentrado, al contrario, cuando diversas referencias del arte occidental aparecen en tus producciones están allí en tanto provocaciones y cuestionamientos sobre la forma cíclope (de un sólo ojo) con la que el sistema del arte discrimina qué debe ser visto como arte. ¿Cómo es para vos, como artista indígena, transitar entre el mundo del arte occidental (instituciones) y tu producción como artista Baniwa en la construcción de un diálogo de traducción intercultural? ¿Es posible construir una ecología de saberes donde a través del arte puedan converger saberes indígenas y no indígenas en equidad?

DB.- No sé si en equidad, también no sé si busco una equidad. Estoy en un proceso de construcción de un discurso, inclusive testeando medios de comunicación y soportes (lo cual es bien claro en mi trabajo), tanto que a veces elijo entre pintar un cuadro, grabar un video, una música o una performance. Estoy testeando medios de comunicación para ver qué tipos de traducciones pueden ser utilizadas a partir del mundo en que nací y del mundo en que vivo ahora, donde ambos puedan entender lo que quiero decir pero también puedan comprender al otro.

De hecho pienso que la balanza siempre pesa del lado de mi origen como indígena, entonces, no sé si equidad es el caso. Pero ahí entra, inclusive, el hecho de la antropofagia en mi trabajo, tal vez utilizar símbolos e íconos occidentales en este primer camino que estoy haciendo sea una trampa o como dicen en el Rio Negro, una pussanga, un hechizo para atraer los ojos de la sociedad no indígena hacia mi trabajo y en esa atracción terminar hechizándolos con pensamientos Baniwa o indígenas. No sé si es posible que haya una equidad en todo esto, no sólo por mí, sino también por quien recibe, porque es bien compleja esa recepción y el envío de la cosa. Pero, a la vez, pienso que es un camino de traducción y como en toda traducción se termina perdiendo alguna cosa.

MG.- Una de entre muchas definiciones para “hakeamiento” es mostrar las fallas, los vacíos que un sistema, sea este cual sea, posee. En “Hakeando a 33° Bienal internacional de São Paulo” (2018), tal vez uno de tus trabajos más contundentes, promoviste interacciones entre las obras y los espectadores de la muestra a partir de interrogaciones sobre la ausencia del arte y personas indígenas, el robo, la hegemonía de personas blancas en el circuito de las artes y la producción de arte indígena como simulacro generado por artistas no indígenas. Esa performance puede ser entendida como una crítica potente al sistema colonial del arte en Brasil y en el mundo. Tal práctica se orienta hacia una inflexión, un giro en la reflexión sobre los modelos y las formas de producción del arte contemporáneo. ¿Considerás la insurgencia como una faceta viable del arte indígena contemporáneo, a tal modo de convertirse en un contrapunto con el lugar colonizante del sistema de las artes en el cual Brasil se inserta?

DB.- Mi trabajo está basado o “bebe” mucho de mi formación como cuerpo del movimiento indígena. El movimiento indígena fue mi escuela de formación como guerrillero: de entender técnicas de aproximación, de sigilo, discursos, de proyectar asaltos, digo asaltos en el sentido de entender el terreno, realizar una acción y salir con un deber cumplido, como se dice. Entonces esto que traigo para el arte, para mi trabajo en tanto artista es, en verdad, insurgencia, es rebelión, es utilizar las fallas del terreno o las estrategias enemigas, si se puede decir así, para atacarlos y herirlos o destruirlos.

En el caso de la Bienal, entiendo que no fue el caso de destruir o de causar un daño grande en la estructura, inclusive porque creo que solo no conseguiría hacerlo. Fue, en ese caso, una estrategia de grito para que miraran lo que yo estaba diciendo y comprendieran que existe un grupo de artistas indígenas produciendo una cosa que estaba invisibilizada. Y, a partir de allí, comenzar una negociación, una estrategia de herir para llamar la atención y negociar acuerdos donde podamos ser contemplados o escuchados al menos. Pienso que es una estrategia sí, de insurgencia y de reacción, y como digo también, un derecho de respuesta a un proyecto de arte brasileño y a un proceso histórico del arte brasileño donde no fuimos incluidos. Y ya que no podemos volver atrás con una máquina del tiempo para reconstruir esa historia del arte, podemos construir para una historiografía del arte contemporáneo.

MG.- Las universidades son espacios fundamentales para la producción de pensamiento sobre el arte y de formación de profesores. Sin embargo, la reflexión sobre el arte indígena contemporáneo es pequeña y en la mayoría de ellas ni existe. Investigué el currículo de veintiséis licenciaturas de artes en universidades públicas de Brasil. Apenas seis ofrecen de forma genérica un estudio sobre arte indígena. Debates y seminarios sobre artes indígenas en universidades ocurren a partir de iniciativas docentes individuales que se dedican a investigar el tema. Sos un artista que recibe invitaciones de universidades para hablar sobre tu trabajo y el de otros artistas indígenas. A pesar de no ser un especialista en educación, tus trabajos están fuertemente atravesados por la enseñanza/aprendizaje, especialmente a partir de la matriz pedagógica Baniwa. ¿Cómo ves la distancia entre la fructífera producción de arte indígena y la diminuta reflexión sobre la misma en la academia, en especial en lo que respecta a la formación de profesores?

DB.- A partir de la performance en la Bienal varias personas comenzaron a mirar las producciones de arte indígena. A partir de esa performance muchos profesores comenzaron a repensar sus programas de estudio, sus grados curriculares, y muchas escuelas y universidades también lo hicieron. Todo ello forma parte de la estrategia de ocupar la Bienal en forma de asalto, esto es muy reciente: las invitaciones a mí y a otros artistas indígenas comenzaron a surgir luego de la Bienal. A partir de ese ataque a la Bienal muchos profesores y estudiantes de arte comenzaron a mirar las producciones de arte indígena. Todo esto es muy importante porque sólo fuimos registrados a partir de un acto violento o de una tragedia en otros casos, como ocurre en varios lugares. Las personas sólo notan a las otras mediante tragedias y violencias.

Pienso que algunas universidades están cambiando y es bien reciente ese movimiento. Varios alumnos e investigadores están enfocados en entender qué es esa producción indígena. No tengo una formación como profesor, pero como movimiento indígena formé parte del cuerpo de formación de nuevos indígenas, de jóvenes; aliados también a esa pedagogía Baniwa de ser didáctico y pragmático en algunas cosas. Infelizmente todavía esa producción indígena no llega a todo el campo de investigación o académico de hecho, pero es un proceso en construcción. Espero que de aquí a dos o tres años estas aproximaciones, estos intereses estén, efectivamente, dentro de las universidades. De hecho la academia y las escuelas nunca le dieron importancia a las poblaciones tradicionales acrecentado esto con el proyecto del gobierno de olvidar su pasado “salvaje y primitivo” y de vanagloriar una construcción de un estado de progreso, de economía de futuro, que no es realidad en la periferia del territorio brasileño.

MG.- El proyecto A HISTÓRIA DA _RTE (2015/2016) fue construido con el fin de mesurar el escenario excluyente de la Historia del Arte oficial estudiada en el país. Desarrolló la recolección y el cruce de informaciones básicas de los y las artistas encontradas y encontrados en 11 libros de Historia del Arte usados en las formaciones en historia del arte. Se concluyó que de un total de 2443 artistas, apenas 215 (8,8%) son mujeres, 22 (0,9%) son negras/negros y 645 (26,3%) son no europeos. De los 645 no europeos, apenas 246 son no estadounidenses. En relación a las técnicas utilizadas, 1566 son pintores. Esta breve presentación en números muestra un aspecto del colonialismo en la formación, es decir, la historia del arte es y fue construida básicamente por hombres blancos europeos. Frente a esto, ¿qué caminos podemos tomar para construir otras historias del arte y por consecuencia una formación menos heredera del colonialismo europeo o estadounidense?

DB.- Primero, creo que, una reunión de los que están en la periferia o en los márgenes del arte. Muchos de mis trabajos, por ejemplo, vienen de otras acciones y de otras estrategias desarrolladas por personas no indígenas pero que están al margen. Por ejemplo, el ataque a la Bienal tiene una influencia fuerte del grupo Guerrilla Girls, que desafían la historia y a esa no presencia femenina en tanto actoras, no como objetos de pintura en la historia del arte. También de otros grupos indígenas, por ejemplo, de los Estados Unidos y de Canadá donde reivindican una construcción de la historia del arte a partir de las poblaciones indígenas.

Es un trabajo arduo que mucha gente ha comenzado antes de mí. Está claro y ahora nosotros tenemos otros saberes y otras herramientas para luchar para que una nueva historia del arte sea construida. No sé si podemos acabar con la historia del arte construida hasta ahora, pero tal vez, podamos movilizarnos para que una otra historia sea construida, ya sea desde nuestro presente o en paralelo con aquella otra que ya fue construida. Sé que hay grupos en el mundo y en Brasil que también luchan para que esa historia del arte sea revisitada, reestructurada, revisada, reescrita. Como lo hacen las poblaciones negras, LGBT, de mujeres, indígenas, en fin, es un trabajo conjunto, arduo y que espero que dé frutos a partir de ahora.


* Denilson Baniwa ganó el premio PIPA 2019, tiene trabajos como curador en el evento Itaú Cultural con la serie Mekukradjá (2016/2019) y en la exposición Reantropofagia, en la galería de la UFF (2019), entre otros. Parte de sus obras pueden visitarse en https://www.behance.net/denilsonbaniwa

** Marcelo Garcia Rocha es Magíster em Memória Social e Patrimônio Cultural (Arqueologia), Universidade Federal de Pelotas UFPel / Universidad de Buenos Aires UBA. Graduado en Artes Visuais (Licenciatura) Universidade de Guarulhos UNG. Contacto: marcelogarcia7@hotmail.com

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“Nuestra historia está entrelazada con la historia del mundo.” Entrevista a Ailton Krenak por José Eduardo Gonçalves y Maurício Meirelles

Por: Ailton Krenak
Traducción: Gonzalo Aguilar y Juan Recchia Paez

Fotografías: Miguel Aun y Edgar Kanaykão Xakriabá

Traducimos la entrevista realizada a Ailton Krenak en diciembre de 2019 y publicada en Olympio, literatura e arte, número 2, revista brasileña con la que Transas inicia un intercambio de materiales y un trabajo en colaboración. Ailton es un chamán cultural que posee la habilidad de cruzar las fronteras entre el mundo indígena y el no indígena. Sus palabras y las historias que se cuentan en esta entrevista pueden pensarse como, al decir del autor, relatos para “posponer el fin del mundo”. Acompañan la entrevista tres fotografías de Edgar Kanaykão Xakriabá.


La naturaleza es hija de la cultura

Sólo es posible pensar en la “naturaleza” si estás afuera de ella. ¿Cómo haría un bebé que está dentro del útero de la madre para pensar en su madre? ¿Cómo haría una semilla para pensar la fruta? Es desde afuera que se piensa el adentro.

En un determinado momento de la historia, el “espacio civilizado” de los humanos concibió la idea de “naturaleza”, precisó nombrar aquello que no tenía nombre. Por ello, la “naturaleza” es una invención de la cultura, es hija de la cultura y no algo que viene antes de ella. ¡Y eso tenía un sentido utilitario enorme! “Yo me separo de la naturaleza y ahora puedo dominarla”. Esto debe haber nacido con la misma idea de “ciencia”. La ciencia como forma de controlar la “naturaleza”, la cual pasa a ser tratada como un organismo que puede manipularse. Y esto es una cosa escandalosa. Porque cuando el hombre piensa en esto, ya está condenado ¿no?. Él sale de ese “organismo”, deja de ser alimentado por ese flujo cósmico fantástico, que crea vida, y va a observar la vida desde afuera. Y, mientras el hombre se quede observando la vida desde afuera, está condenado a una especie de erosión.

Considero interesante que una expresiva construcción del pensamiento moderno se desarrolle alrededor de la idea de que naturaleza y cultura rivalizan – gran parte de los pensadores del siglo XX debatieron sobre esa idea. Existe una producción monumental sobre el tema, que es, nada menos que una confusión producida por el pensamiento lógico, racional, occidental. La desorientación científica y tecnológica que Occidente está viviendo es producto de esa división entre naturaleza y cultura.

Primero, creamos una “naturaleza” y nos separamos de ella; después, la idealizamos. Por ejemplo: la idea de la Mata Atlántica como parte de esa “naturaleza” idealizada. En verdad, la Mata Atlántica es un jardín. Un parque hecho, construido por los indios.

Los blancos adoran separarse

Pienso que el concepto de “perspectivismo ameríndio”1 – esa potencia de diferentes visiones, de otros lugares de existencia que no son apenas el lugar de lo humano-, creado por Eduardo Viveiros de Castro, puede ser aplicado, también, en otros contextos. Es un concepto muy potente para ayudarnos a entender el tiempo que estamos viviendo. Si no estuviésemos en esta situación de divorcio de la vida con el planeta, tal vez ese concepto fuese sólo una producción de conocimiento que no tendría implicación directa con nuestra vida, con la conservación de la vida en la Tierra. Pero, en el estado de divorcio en que nos encontramos, con los humanos despegándose de acá, como una oruga en un techo caliente, desplegándose como si no tuvieran ninguna empatía…

Esto es una cosa absurda. Es como si una cortina de vidrio separara, de un lado, la experiencia de fruición de la vida, y del otro lado, el lugar que nos dio origen. Lo que denuncia otro divorcio, mucho más profundo: la idea de que los humanos son diferentes de todo lo que existe en la Tierra. Y hay un tipo de personas, un tipo de mentalidad, que abomina la idea de que podamos vivir una existencia envuelta en la propia jornada del planeta, sin despegarnos de él. Creen que esa idea es muy paralizante, que es una renuncia a la potencia imaginaria de los hombres de distinguirse de la naturaleza – ¡de transformarse en “personas”! -, una renuncia a esa cosa que los blancos adoran hacer: separarse.

Fotografía Edgar Kanaykão Xakriabá

Ecología es estar dentro del gusto de la naturaleza

Recientemente, me encontré con un grupo de herederos de familias muy antiguas y ricas. Ellos me dijeron: “Queremos crear un fondo para quitarle el dinero de circulación a nuestras familias, porque ese dinero está financiando la destrucción del planeta. Estábamos pensando en comprar tierras en el Amazonas y dárselas a los indios”. Entonces, yo les dije: “¡No, no hagan una cosa así! Ustedes van a hacer que los indios se vayan a lugares que no son de ellos. Que no son “ellos”, ya que carecen de la ecología necesaria y de su cultura allá adentro. ¿Ustedes no están queriendo desapegarse? Nadie compra tierra, la tierra no es una mercadería.”

En ese encuentro hablé de la carta de Jefe Seattle2. Hacia 1850, la frontera oeste de los Estados Unidos ya se estaba “comiendo” todo. El cáncer americano había hecho metástasis, había salido de la costa este e ido hasta el pacífico, donde vivía el pueblo Seattle. Yo fui a conocer cómo era la economía de esos indígenas antes de que los americanos llegaran ahí. En aquella época, ellos vivían de la pesca del salmón. Su playa estaba dividida con piedras. Las olas llevaban los peces hacia las piedras y ellos tomaban los pescados. Es igual a aquella imagen que Caetano presenta en su música: “un salvaje levanta su brazo, abre la mano y toma un cajú”. Había una época del año en la que los Seattle “cogían” el pescado. Es la paciencia del mirar las cosas. Eso es ecología: es estar adentro de la tierra, adentro de la naturaleza. Ecología no es adaptar la naturaleza a tu gusto. Es ubicarte dentro del gusto de la naturaleza.

¿Eso es un cuerpo?

Cuando los nativos de esta tierra vieron, por primera vez, a los portugueses dudaron de que tuvieran un cuerpo. Dudaban de si tenían un cuerpo de verdad que respiraba, que transpiraba. ¡Un cuerpo! Entonces, tomaron a algunos de aquellos europeos y los ahogaron. Y se quedaron esperando para ver si ellos iban a flotar, si iban a heder. Y esperaron, esperaron. Ahí, comenzaron a desconfiar que sí, que aquellos krai, aquellos blancos, debían tener un cuerpo. “Esto puede ser un cuerpo”, pensaron. Después de colocar los cuerpos a secarse, observaron y dijeron: “Parece un cuerpo”. Comenzaron a investigar aquella materia, y también el tipo de espíritu que habitaba aquellos cuerpos. Y hasta si aquel cuerpo era el mismo de aquella persona, porque ella podría estar en otro cuerpo, ¿no? O ella podría ser lo que los Krenak llaman Nandjon – un fantasma que tiene una naturaleza de espíritu, o un fantasma de un espíritu. Los nativos investigaron y descubrieron que los Krai no son Nandjon, pero que tienen espíritus de otras cualidades: las entidades dueñas del oro, del hierro, de las armas, de todo ese aparato que se conecta con las herramientas usadas por los blancos para mover el mundo.

Nosotros, antes de apropiarnos del metal para hacer las herramientas, estábamos más próximos a nuestros otros parientes, a todas las otras humanidades que sólo mueven el mundo con las manos, con el cuerpo. Cuando se empezó a colocar sondas en la tierra, produjimos los espíritus que hacen las herramientas que imprimen su huella en la Tierra. Son ellos los que están fabricando el Antropoceno3.

La guerra de exterminio a los Botocudos

En 1808, cuando Juan VI llegó a Brasil con la corte portuguesa, los bosques del Rio Doce eran una especie de muralla del sertón. Para que la Hacienda Real pudiera controlar el flujo de oro y de diamantes entre la región de las minas y la del puerto de Parati era necesario que el tráfico se hiciera por encima de la Serra do Espinhaço. Para eso, la Corona infundía miedo en los garimpeiros4 que llegaban a esta tierra – quienes son los precursores de Mariana y Brumadinho-, diciéndoles que si ellos descendieran la sierra y se extraviaran por el Rio Santo Antônio, por el Piracicaba, y cayeran en el Rio Doce, serían devorados por los Botocudos5 . Entonces, los Botocudos pasaron a ser considerados devoradores de gente. Pero los Botocudos eran cazadores-recolectores que vivían en la mata, se bañaban en las playas y comían cajú. Vivenciaban los ciclos de la naturaleza, en una ecología profunda con el ambiente. Esa idea de que nosotros íbamos a matar y a comer a los garimpeiros, a los mineros, era una estrategia de la Corona Portuguesa para que el contrabando de oro y piedras preciosas no sea aprovechado desde la salida natural por el litoral de Espirito Santo, por el río – ¿cómo podían ellos fiscalizar todos los bosques del Rio Doce?. Entonces, esa imagen de los Botocudos, como una fiera escondida en la mata, era usada estratégicamente para mantener aquel territorio aislado.

Los concesionarios de tierras que, en aquella época, ya habían agotado la mayor parte de las reservas de oro y de diamante de las propias sesmarías6, fueron a Rio de Janeiro y hablaron con Juan VI para liberar la entrada en los bosques del Rio Doce – ellos ya sabían que había oro y piedras preciosas allá. Los colonos fueron insistentes y, con la promesa de llenar las arcas del rey – que estaban vacías – con las riquezas del Rio Doce, consiguieron convencer a Juan VI. Ahí ellos entraron en la mata. Pero, devastados por la amenaza de los Botocudos, entraron con una autorización de guerra: una carta expedida por el rey que declaraba la guerra de exterminio a los Botocudos del Rio Doce7. A partir de ello, comenzó una gran inversión para montar cuarteles en los afluentes del Rio Doce, y, de Itabira para abajo, todos ellos se transformaron en sedes de cuarteles. Cada uno tenía que tener, por lo menos, una guardia militar. Trajeron soldados de Bahia, de Rio de Janeiro, de San Pablo, de Goiás, y también alistaron indios como reclutas. Incluso tomaron parientes de tribus cercanas a los Krenak para ser soldados.8

¿Por qué Juan VI aceptó la provocación de los colonos e hizo una guerra contra un pueblo que no conocía? Esta pregunta debería tener sentido, porque una Corona europea en quiebra, que acababa de establecerse en estos trópicos, autorizó una guerra de exterminio contra los pueblos originarios. Como los colonos le habían prometido al rey oro y piedras preciosas, aquel gesto – la Carta Real que autorizó la guerra contra los Botocudos – fundó una relación corrupta: la Corona fue corrompida por los colonos. Y, abrazados en esa corrupción, activaron una guerra de aniquilación del pueblo originario, y crearon una narrativa mentirosa de que estaban construyendo una nación. Y las personas lo creyeron.

Programa de indio

Durante los años que antecedieron a la Constituyente9, cuando todavía no habían sido creados los instrumentos de garantía de los derechos de los pueblos indígenas, teníamos la necesidad de mostrarle al gobierno, a las instituciones que todavía estaban teñidas de la rancia dictadura, que ellos estaban totalmente equivocados en relación a nuestra presencia, que nosotros no éramos el atraso, sino la vanguardia. “Ustedes están totalmente errados, el programa de sostenibilidad de ustedes es una mentira”, les dijimos. Y si no hubiésemos hecho eso, la Constituyente iba a declarar que los indios estaban muertos y punto. Había una discriminación todavía peor que hoy – en esa época querían declararnos muertos, ¡ahora sólo quieren matarnos!-. Existía, por ejemplo, un chiste de mal gusto que decía que si estabas haciendo un pic-nic y llovía era un “programa de indio”, que si estabas viajando y tu auto se rompía en la ruta, era un “programa de indio”, etc. Porque, el lenguaje puede ser un vehículo del prejuicio, que segrega veneno, ¿no?

Hoy, un imbécil con esa potencia negativa llega a un lugar de mando y, ¿qué hace? Se burla de la investigación antropológica, de la investigación arqueológica y dice que “una caca petrificada de indio”10 se interpone en el camino de desarrollo del país. ¿Cómo es que vamos a relacionarnos en un mundo así, dónde sujetos totalmente desequilibrados ocupan el aparato del Estado y comienzan a usar el sistema para destruir la vida?

Pero, si podemos mirar esto con otra poética, vamos a entender que los indios vencieron. Porque si ese aparato estatal, desde la colonia, nunca logró calmarse y pasa el tiempo entero gruniendo y mordiendo, es porque está viendo fantasmas. Eso demuestra que el Estado brasileño no logró aún superar esa cuestión propia, y que nosotros ganamos esa lucha moral. Él no se rindió todavía – patalea, escupe, dispara-, pero nosotros ya vencimos hace tiempo. Y no hay chance de negar eso, porque cuando el jefe de la nación hace un chiste de mal gusto sobre las heces petrificadas de los indios, él muestra que todavía no creció, que continúa en la fase anal. El sujeto todavía está comiendo caca.

Foto Edgar Kanaykão Xakriabá

Somos una plaga

Estaba en Roraima, en la frontera con Venezuela, con los parientes Yanomami y con los Macuxi, esa gente de la Raposa Serra do Sol11. En el viaje de vuelta, me senté de lado de la ventana del avión, y al lado mío se sentó un hombre con una carpeta en la mano, llena de documentos. Inmediatamente, su presencia instaló una ausencia en el ambiente: el vacío, la desesperación, la agonía de un refugiado venezolano. Sentí su angustia cuando quiso, sin saber cómo, hacer un pedido a la azafata -agua o alguna otra cosa-. Estaba hace días sin bañarse, me miró y habló en castellano: “Soy venezolano, me llamo Jesús Herrero. Tengo hambre.” Le dije que, enseguida, iban a servir un refrigerio. Miró para el pasillo, ansioso.

Jesús era topógrafo y técnico especializado en hidrología, pero no consiguió trabajar en Venezuela en los últimos ocho años. Había estudiado en Moscú, gracias a un convenio internacional entre la Universidad Nacional y un instituto de tecnología de Rusia. Cuando llegó el carrito del refrigerio, que era pago, Jesús se frustró totalmente: “No tengo plata. Hace siete días que estoy en Pacaraima” – es en esa ciudad, del lado brasileño de la frontera, que los refugiados son documentados y esperan conseguir entrar a Brasil. Se quedó siete días por allá, durmiendo en un refugio abarrotado de gente, hasta que salió la autorización y pudo volar para Santa Catarina. Alguien le mandó el pasaje y él lo va a pagar con trabajo.

Al lado mío, Jesús fue cayendo en un abismo. “No puedo dejar que este tipo se quede devastado así”, pensé y comencé a charlarle; fui tirando temas alentadores, especialmente para que se sienta aceptado, porque percibí que mucho del sufrimiento de los refugiados era que, cuando conseguían entrar a Brasil, eran muy maltratados. Se había hecho una campaña nacional de donaciones, y cuando las donaciones llegaron a Pacaraima fueron colocadas en un galpón. La gente de este lado de la frontera fue allí y quemó el galpón. La gente prendió fuego en los almacenes de donaciones para refugiados y, eventualmente, prendieron fuego a los refugiados.12 ¡No somos cordiales, somos una plaga!

Acercarse para aprender

No creo que las ciudades puedan ser sustentables. Las ciudades nacieron inspiradas en las fortalezas antiguas que tenían la función de proteger a la comunidad humana de las intemperies, de los ataque de las fieras, de las guerras. Son construidas como estructuras de contención, no son fluidas. En tiempos de paz, se vuelven más permeables, pero llamar de “sustentable” a un lugar que confina a millones de personas es una licencia medio exagerada. Algunas ciudades son verdaderas trampas, si se terminara el abastecimiento de energía, moriría todo el mundo ahí -en los hospitales, presos en los ascensores, en las calles-. Los blancos quieren vivir refugiados en las ciudades y no se dan cuenta de que el mundo a su alrededor se está terminando. Han estado haciendo esto durante mucho tiempo y no sé si sabrían vivir de otra manera. Pero, es posible aprender otras formas de vida.

Una amiga, Nurit Bensusan, me mandó una linda carta sobre esas otras posibilidades de vivir. Ella es bióloga y trabaja con políticas públicas en el área de la biodiversidad. Es judía de una de las vertientes de los antiguos hebreos, viene de una cultura que ya pasó por Palestina, por Turquía, por muchos lugares. Con las migraciones, fue a parar a Europa del Este y luego llegó a Brasil, vino a trabajar con la antropología, los bosques, los pueblos indígenas. Fue como si hubiese aterrizado en otro planeta. Al poco tiempo, fue aproximándose a ese planeta. Hoy, se considera una ex-humana. Como Nurit es una persona que tiene coraje de pensar, imaginó una situación en la que ella se movía a medida que un “otro” se movía; ese “otro” es de afuera de la ciudad, de la mata. Como los indios. Ella caminó hacia ellos tanto como ellos caminaron hacia ella, hasta el límite de la aproximación. Ahí frenaron y se observaron una a los otros. La carta es sobre eso, sobre ese otro lugar posible.

Gente que brota de la selva

La Selva Amazónica es un monumento. Un monumento construido a lo largo de miles de años. La ecología de ese lugar en movimiento fue creando formas, volúmenes, fue disponiendo toda esa belleza. La Selva Amazónica, la Mata Atlántica, la Serra do Mar, el Takrukkrak13 son monumentos que tienen, para nosotros, la fuerza de un portón que se abre para acceder a otras visiones del mundo. La selva hace eso. Y, para más allá de su materialidad –de su cuerpo que puede ser abatido, arrancado como madera–, la selva no es percibida. En Brasil, existen ciudades que fueron declaradas patrimonio cultural de la humanidad por la Unesco, y, pese a eso, estamos destruyendo la Mata Atlántica y la Selva Amazónica. Es un juego de ilusión.

El hecho de que vivamos en la región del mundo donde todavía es posible que la gente brote de la selva es mágico. Hay personas que consideran esto un tipo de atraso en relación al mundo globalizado – “deberíamos haber civilizado a todo el mundo”. Pero no es un atraso, ¡es una posibilidad mágica! Qué maravilla poder sorprendernos cuando, en una de las fronteras con nuestros vecinos –Bolivia, Perú, o Venezuela, por ejemplo–, brota un colectivo de seres humanos que nunca fue registrado, inventariado, hablando una lengua extraña y comportándose de una manera totalmente extravagante, gritando y saltando en el medio de la selva. La última vez que pasó eso fue hace unos seis años.

Memoria ancestral

Mis antepasados siempre vivieron en una ecología profunda con la naturaleza. En primavera, una estación que les encantaba, los Botocudos subían el Río Doce hasta los paredones de la Serra do Espinhaço para hacer los ritos de pasaje de los niños – chicos de nueve a doce años, edad en la que se agujerean las orejas y los labios para colocar los anillos de madera o botoques. El auge de este período es el día 22 de septiembre, cuando el cielo está muy alto y se produce el pasaje de la primavera para el otoño. La Sierra florece, es una belleza. Las familias de los Botocudos, llegadas de diferentes cuestas, desde la Serra da Piedade, llegaban al Espinhaço para vivenciar este ciclo. Por eso hay tanta inscripción rupestre por toda esa región. ¿Ustedes ya se percibieron en los paredones de Conceição do Mato Dentro, cómo es maravillosa la cascada del Tabuleiro? ¡Los paredones del Tabuleiro son una biblioteca inmensa! Una vez me detuve allí para ver la puesta del sol y hasta que oscureció, me quedé observando las diferentes narrativas que están en aquellos paredones. Es la memorias del pasaje de nuestros ancestros por esos sitios hace algunos miles de años, como ya lo comprobaron los estudios arqueológicos. Nuestros antepasados estaban dibujando en los paredones y refugios al mismo tiempo en que en otras civilizaciones estaban también dejando sus registros y hechos.

Nuestra historia está entrelazada con la historia del mundo. Pero el país desprecia esta historia. Las personas que circulan por allí golpean con las picas en las rocas, arrancan placas, cuelgan en la pared de sus casas un fósil de un ave, de un pez, o una pintura rupestre, como si fuese un souvenir comprado en la playa. Cada trozo, cada pedazo que ellos arrancan de aquellas piedras es como si arrancasen una página o robasen un libro de una biblioteca. Es un desprecio absurdo por nuestra memoria ancestral. Un desprecio tan grande que queda descartada la posibilidad de una reconciliación de nuestra idea de pueblo y de país con el territorio. Es como si hubiera una escisión, un divorcio entre el territorio y las personas.

Foto Edgar Kanaykão Xakriabá

La selva que fluctúa en el espacio, yvy marã e´ỹ y el agujero de las lombrices

Según la cosmología Yanomami, estamos viviendo una tercera edición del mundo. La primera se extinguió porque un tabú interno a su tradición fue quebrado, y en ese mundo primordial el cielo se cayó y rajó la tierra. El cielo, a pesar de parecer liviano, es muy pesado, él se puede caer y rajar la tierra. Entonces, la sustentación de los sostenes del cielo es un trabajo al que los chamanes le dedican todo su tiempo. Ellos son como arquitectos en esa ingeniería cósmica de construir los soportes del cielo. Joseca Yanomami, provocado por Cláudia Andujar –que le dio lápiz y lapiceras de colores–, dibujó eses soportes del cielo para mostrar cómo es que se materializa esa idea. Uno mira, se queda pensando en los mayores artistas contemporáneos: ¿cómo es que ese Yanomami, que nunca había agarrado una lapicera, hace un dibujo así? Cuando Cláudia los vio, se sintió totalmente realizada, porque descubrió que ahora, entre los Yanomami, había un lenguaje que podía dialogar con sus fotografías. Ella estaba fotografiando a los Yanomami y percibía que ese lenguaje para ellos no tenía sentido. Entonces, ella se pone a dialogar con el pensamiento Yanomami sobre el mundo, que es una transfiguración total de las cosas. Un árbol o un bosque, por ejemplo: Joseca dibuja una forma suspendida, que parece una tela de araña, con cosas luminosas y antenas que le salen, y te dice que aquello es un bosque. “Pero dónde están las raíces, el suelo …”. No hay, la selva está en el espacio. Los Yanomami conciben perfectamente una selva que fluctúa en el espacio. Porque, para ellos, ella es un organismo, ella no viene de la tierra, no es el producto de otro acontecimiento. La selva es un acontecimiento. Y si ella se extingue en el plano que la gente conoce, va a existir en otro lugar. En cierto modo, para los Yanomami, todo lo que existe en este mundo también existe en otro lugar. Los Guaraníes también piensan así. Para ellos esta tierra es un espejo, un mundo imperfecto. La vida es una jornada en dirección a un lugar llamado Yvy mara e’ỹ, que los jesuitas tradujeron como “tierra sin males”. La idea de la “tierra sin males”, de la tierra prometida, es una desfiguración cristiana, porque, en la cosmovisión Guaraní, nunca existió una tierra que haya sido prometía a alguien. Yvy mara e’ỹ es un lugar post, un lugar que viene después de otro. Un lugar que ora es la imagen de este, ora es el espejo de un lugar siguiente. Los pajes Guaraní dicen que este mundo en el que la gente vive es imperfecto, y, por eso, nosotros somos una humanidad también imperfecta. Vivir es el rito de atravesar esta tierra imperfecta, animado por una poética de un lugar que es la imagen de este. Y si nosotros fuésemos a imaginar el nhandere –el camino que, saliendo de lo que es, busca aproximarse a lo que no es imperfecto–, se van a producir una serie de acontecimientos imperfectos que, en el transcurrir de su recorrido, van acabar con esta imagen de aquí y van a crear otra. Si le preguntan a un Guaraní: “¿Ese lugar al que estás yendo, existe?”, él va a decir: “No”. “¿Y el lugar en que el estás?”, él va a responder: “Es imperfecto”. “Bien, entonces, estás escapando de un lugar imperfecto y corriendo hacia uno que todavía no existe?”. Él va a decir: “Sí, porque ese lugar sólo va a existir cuando este de aquí se acabe”. ¡Yo encuentro esto maravilloso! Y, principalmente, encuentro maravilloso el ejercicio de pensar en esto.

En la cosmología Yanomami, los xapiri son los espíritus que el chamán tiene como auxiliares. Pueden ser un picaflor, un colibrí, un tapir, una pantera onza, un mono, una flor, una planta, una liana – todos ellos son gente e interactúan con el chamán. Esos seres hacen intercambios, alianzas, inventan y atraviesan mundos; y, mientras están en movimiento, mueven todo lo que está a su alrededor. Una vez, escuché de un chamán la siguiente historia: Omama, el demiurgo de los Yanomami, tiene un sobrino que es el yerno del Sol. Ahí pensé: “¿Entonces los Yanomami tiene parentesco con el Sol? ¿Alguien está casado con gente de la familia del Sol? Necesito tener calma para entender si ese sol del que está hablando es el astro que está allá arriba, si es el Sol mismo.” Con calma, fui explorando este asunto hasta que él me confirmó que era el mismo Sol. Esta historia me pareció maravillosa porque, para los Yanomami, existen seres que pueden negociar con otras entidades, otras existencias, otras cosmologías.

***

Un chamán salió de esta galaxia y fue hacia otra, totalmente desligada de la nuestra. Él intentaba volver y no lo lograba: entró en una especie de agujero de lombriz. Se quedaba enviando mensajes y pidiendo la ayuda de otros chamanes y de sus pajes amigos. Él decía que se había perdido y que no conseguía encontrar las coordenadas de aquí. Los chamanes tuvieron un trabajo enorme para traerlo de vuelta. Los consiguieron pero él llegó con dificultades. Se pasó el resto de la vida sentado en la plaza, sentado en la canoa. Ellos tenían que colocarlo en el sol y sacarlo del sol. Las personas se quedaban conversando, y el ahí, en el medio, clavando ramitas en el suelo. Es muy peligroso entrar en desvío así, ¿no?


1“[…] se trata de la concepción, común a muchos pueblos del continente, según la cual el mundo está habitado por diferentes especies de sujetos o personas, humanas y no humanas, que lo aprehenden según puntos de vista distintos”. Ver Eduardo Viveiros de Castro en “Perspectivismo e multinaturalismo na América indígena”, en A inconstância da alma selvagem, San Pablo, Cosac Naify, 2002 (Nota de los editores).
2Respuesta de Ts’ial-la-kum –que se hizo conocido como Jefe Seattle– a una propuesta hecha en 1854 por el presidente de los Estados Unidos, Francis Pierce, de adquirir las tierras de los indios Suquamish y Duwamish, en la región del actual estado de Washington, en el noroeste de los Estados Unidos. La primera versión del famoso documento –una transcripción de la declaración de Ts’ial-la-kum, hecha por el Dr. Henry Smith, su amigo– fue publicada en el periódico Seattle Sunday Star, en 1887 (Nota de los editores).
3Término usado por parte de la comunidad científica para describir el período más reciente en la historia de la Tierra, en el cual la acción humana sobre la naturaleza tiene la magnitud de una fuerza geológica capaz de alterar radicalmente las condiciones de la vida en el planeta (Nota de los editores).
4Mineros informales, buscadores de oro y piedras preciosas en garimpos, explotaciones manuales o mecanizadas en sitios distantes (Nota de los traductores).
5Botocudos fue una denominación genérica dada por los colonizadores portugueses a diferentes grupos indígenas pertencientes al tronco macro-jê (grupo no tupí), de diversas filiaciones lingüísticas y regiones geográficas, cuyos individuos, en su mayoría, usaban anillos de madera (“botoques” en portugués) en labios y orejas. Aquí, Ailton Krenak se refiere a los indígenas que habitaban la región del valle del Rio Doce, en los actuales estados de Minas Gerais y Espírito Santo, considerados antepasados de los Krenak (Nota de los editores).
6La sesmaría representa la explotación económica de la tierra de manera rápida, teniendo como fundamento la organización social, así como el latifundio monocultural y esclavista (Nota de los traductores).
7“[…] debéis considerar como principiada contra estes indios antropófagos una guerra ofensiva que continuareis siempre todos los años en las estaciones secas y que no tendrá fin, sino cuando tuvieres la felicidad de señorear sobre sus viviendas y de capacitarlos de la superioridad de mis armas reales de manera tal que movidos por el justo terror de las mismas, pidan la paz sujetándose al dulce yugo de las Leyes y prometiendo vivir en sociedad, puedan convertirse en vasallos útiles, como ya lo son las inmensas variedades de indios que en estos mis vastos Estados del Brasil se encuentran aldeados y gozan de la felicidad que es consecuencia necesaria del estado social […] Que sean considerados como prisioneros de guerra todos los indios Botocudos que se capturasen con armas en la mano en cualquier ataque; y que sean entregados para el servicio del respectivo Comandante por diez años, y todo el tiempo que les dure la ferocidad, pudiendo el Comandante emplearlos en su servicio privado durante ese tiempo y conservarlos con la debida seguridad, aún con grilletes, mientras no den pruebas del abandono de su atrocidad y antropofagia […] y se me informará por la Secretaría de Estado de Guerra y Negocios Extranjeros, de todo lo que hubiera sucedido y fuera concerniente a este tema, para que se consiga la reducción y civilización de los indios Botocudos, si fuera posible, y de las otras razas de indios que mucho les recomiendo” – Carta Real del 13 de mayo de 1808, que “manda a hacer la guerra a los indios botocudos” (fragmento) (Nota de los editores).
8Más de un siglo y medio después, el Estado brasileño utiliza nuevamente a los pueblos nativos para recomponer su aparato represivo-militar. Creada por el decreto 231/69, del 25 de septiembre de 1969, durante la dictadura cívico-militar brasileña, la Guarda Rural Indígena (GRIN) era formada por jóvenes de varias etnias indígenas, reclutados directamente en sus aldeas, “con la misión de ejecutar el policiamento ostensivo de las áreas reservadas a los que viven en la selva” (Nota de los editores).
9La Asamblea Nacional Constituyente de 1988. Formada por diputados y senadores de la República, e instalada en el Congreso Nacional en febrero del año anterior, tuvo el propósito de elaborar una nueva Constitución democrática para Brasil, después de terminada la dictadura cívico-militar de 1964-1985 (Nota de los editores).
10Jair Bolsonaro, presidente de la República, refiriéndose a los laudos ambientales de la Funai (Fundación Nacional del Indio), necesarios para la licencia de determinadas obras. La declaración fue hecha el día 12 de agosto de 2019, durante la inauguración de un trecho duplicado de la ruta BR-116, en Pelotas, en el estado de Rio Grande do Sul (Nota de los editores).
11Tierra indígena situada en el nordeste del estado de Roraima, en la región de las fronteras con Venezuela y la Guyana, destinada a la posesión permanente de los grupos indígenas Ingaricó, Macuxi, Patamona, Taurepangue y Uapixana (Nota de los editores).
12En la madrugada del 20 de abril de 1997, cinco jóvenes de la clase alta de Brasilia prendieron fuego al líder indígena Galdino Jesus dos Santos, de la etnia Pataxó-hã-hã-hãe. Galdino había ido a Brasilia el día anterior para tratar cuestiones relativas a la demarcación de tierras indígenas en el sur del estado de Bahía, donde viven los Pataxó. Impedido de entrar en la pensión en la que estaba hospedado, debido al horario, el líder indígena dormía en una parada de colectivos en la avenida W3 Sul (Nota de los editores).
13 “Piedra Alta”, en lengua Borún – montaña en la orilla derecha del Río Doce, en el actual municipio de Conselheiro Pena, en Minas Gerais, región ocupada ancestralmente por los Krenak (Nota de los editores).

La ficción como intervención política. Sobre “Jellyfish. Diario de un aborto” (2019) de Carlos Godoy.

Por: Andrea Zambrano

Jellyfish. Diario de un aborto (2019) es una novela que se escribió mientras se desarrollaba el debate y la votación del Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en el Congreso argentino en 2018. Se trata de una obra producto de esa coyuntura específica y que busca, de manera explícita, intervenir en un debate urgente. La novela adopta la forma del diario íntimo de Yakie, una joven de clase media porteña que cursa un embarazo no deseado y que decide abortar con Misoprostol. En su lectura de Jellyfish, Andrea Zambrano aborda las tensiones entre la capacidad específica de la literatura de poder decirlo todo y una voz femenina elaborada por un autor varón al respecto de una experiencia corporal tan particular como lo es el aborto. Para Zambrano, la novela de Godoy, un texto escrito al calor de los acontecimientos suscitados en 2018, remite a una urgencia política actual, dado que permite interpelar al público lector no solo en cuanto a la legalización del aborto, sino, también, al respecto del rol posible de los varones en este tipo de demandas.

La reseña forma parte de una serie de textos que publicaremos en un próximo dossier, en base a las discusiones y reflexiones llevadas a cabo en el marco del seminario dictado por Daniela Dorfman, “Legalidades en disputa: el género en Derecho y en literatura” en la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, dirigida por Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk. Entre otros temas, reflexionaremos sobre la relación entre la discusión del aborto y sus tematizaciones ficcionales, el lugar de los varones en esos debates, las divergencias entre el discurso legal y el literario, y las posibilidades que abre la literatura para crear imaginarios sociales que contrastan con los relatos jurídicos.


Voz narrativa ambivalente

“¿Cómo tiene que escribir una persona que va a abortar por primera vez?”, se pregunta Yakie, la joven porteña que narra, a través de una especie de diario personal, la montaña rusa emocional que vive durante veintiún días seguidos desde que su prueba de embarazo da positivo hasta que aborta con Misoprostol.

Este diario es, sin embargo, un relato de ficción. Detrás de la bronca, preocupación, ironía, desconexión e indiferencia expresados por la protagonista ante una situación indeseada, se encuentra un escritor varón. No se trata de una mujer narrando su experiencia en primera persona ni tampoco de una mujer escribiendo a partir del relato de otra. Aun así, es una historia que se construye a partir de vivencias profundamente femeninas desde lo corporal: fluidos, sangre, deseo sexual, ambivalencia emocional.

¿Puede entonces un hombre narrar las experiencias de una mujer? ¿Puede un varón usar la ficción para tomar una voz femenina que relate la experiencia —clandestina y traumática para los países en donde todavía no es legal— del aborto? La propuesta literaria del autor, Carlos Godoy, arroja cierta intención de interpelar e intervenir en tanto sujeto masculino lector y sujeto masculino escritor, en relación con el debate sobre el Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) que se viene dando desde 2018 en Argentina, y que sirve de contexto histórico en el que se desenvuelve su obra.

Cuando en aquella entrevista que en 1989 le hiciera Derek Attridge a Jaques Derrida, este último describiera a la literatura como esa institución salvaje que le permite a uno decirlo todo, se refería precisamente a ese carácter permisible y lícito propio de la ficción para quebrantar cualquier norma a través de la escritura: “La ley de la literatura tiende, en principio, a desafiar o a anular la ley (…) Es una institución que tiende a desbordar la institución”[i] Es entonces esa suspensión, ese retiro respecto de la realidad, lo que caracteriza a esa institución ficticia, en palabras del filósofo francés, contenida en el espacio literario.

En un par de entrevistas publicadas posterior al lanzamiento de su novela, el propio Godoy afirmó que lo distintivo del relato, desde su punto de vista, radica precisamente en que la narración se erige desde una voz femenina, y que de lo contrario el texto hubiese perdido fuerza. Algo similar señaló el director argentino Pablo Giorgelli en una entrevista concedida a Revista Transas a propósito de su película Invisible (2017), en la que se narra la historia de una adolescente que toma la decisión de abortar en el contexto de clandestinidad y desamparo que se vive aún hoy en la Argentina. Al momento de ser interrogado sobre la experiencia de producir, como escritor varón, una historia profundamente femenina, Giorgelli afirmó que el desafío del autor, en cualquier propuesta artística, es dar un paso al costado y desaparecer por completo de la escena principal, para otorgarle al personaje la voz protagonista que le permita contar su propia historia.

Es, entonces, a partir de esa libertad de decirlo y cuestionarlo todo como especificidad propia de la escritura literaria cuando se desvanece la presencia del autor tras la polifonía de voces inmersas en el contenido de la ficción. Así, la voz de Yakie no tendría por qué hablar en nombre de Godoy, y este último no tendría tampoco que responder ni dar cuenta de las aseveraciones de Yakie, ya que la voz autoral desaparecería al punto tal de volverse indescifrable en la polifonía del texto literario.

No obstante, y a los efectos del planteo en Jellyfish, es esta misma distinción de decirlo y cuestionarlo todo lo que le permitiría a la literatura excusarse de asumir cualquier tipo de responsabilidad respecto de la realidad en la que esta se construye:

Dada la dislocación en la identidad del sujeto que esta opacidad introduce, y la imposibilidad del sujeto de reconocerse a sí mismo, de dar cuenta de sí mismo, de responder por sí mismo –en virtud de una radical extrañeza y de un enigma indescifrable que lo separa de sí mismo e introduce en el “sí mismo” la fisura de una alteridad radical- se abre y se intensifica en el ejercicio de la escritura literaria el espacio de una irresponsabilidad insuperable (…) La hiperresponsabilidad introducida por el derecho de decirlo y cuestionarlo todo se da, entonces, simultáneamente con la hiperirresponsabilidad de no poder, en últimas, dar cuenta de uno mismo ni entenderse a uno mismo[ii].

Cabe preguntarse, entonces: ¿es Jellyfish. Diario de un aborto, una obra que se encuentra “suspendida” —en términos de Derrida— respecto de la realidad de un Estado que todavía no resolvió legalmente el tema del aborto? ¿Esta realidad le permite al autor asumir una responsabilidad política desde la ficción? En el monólogo que emplea Yakie durante los veintiún días seguidos en los que transita y narra su experiencia, parecen vislumbrarse ciertas pistas respecto a las nociones de ficción y realidad abordadas con anterioridad:

Estamos en un momento de la historia en donde la ficción no alcanza a describir los procesos de la realidad. La ficción es el fantasy, la sci-fi, ya está en un nivel superior que el realismo. El realismo, lo que me pasa a mí, la realidad, es un grotesco delirante[iii].

El interrogante que hace énfasis en el “poder” del autor para entender, sentir, imaginar o recorrer la experiencia de una mujer que aborta, quizá pueda más bien transformarse en el “deber” que asume el escritor al tomar una posición activa —como varón cis con evidente imposibilidad de atravesar un aborto en carne propia, dentro de un movimiento protagonizado por mujeres y en medio de una discusión pública nacional en la que se juega nada menos que la posibilidad de su legalización. Es justamente en esa habilitación franqueable planteada por Derrida, en donde se sitúa la propuesta de Godoy de erigir un relato a partir de una experiencia corporal que le es absoluta e indefectiblemente ajena, pero que le permite participar, desde la ficción, de un debate que ocupa la agenda coyuntural actual.


Provocación e inmediatez

Jellyfish”, según escribe el propio Godoy a modo de prólogo, “fue escrito mientras sucedían los eventos históricos y sociales que se narran[iv]. La figura de Yakie, una estudiante de Puan que se autodescribe como “cheta, neurótica y aspiracional”, hija de una dramaturga “progre” que la insta a participar de movimientos y movilizaciones feministas, le sirve al autor para introducir un registro inmediato del presente de la protagonista, con eventos y acontecimientos sociales y políticos fuertemente anclados a la actualidad de la escritura. De allí que veamos referencias profundamente realistas que de a ratos parecen desdibujar el límite entre la ficción y la realidad, al punto de que la fuente, según señala el propio Godoy en su introducción, “es el testimonio diario de una mujer de 19 años que se realizó un aborto ilegal -con Misoprostol- en territorio argentino (…)”[v].

El planteo sobre el aborto que se presenta en Jellyfish, es el de una necesidad actualista en su sentido más puro. Se trata de una mirada básica de la inmediatez que acude al recurso de la provocación a fines de alcanzar la verosimilitud política: la novela, que claramente visibiliza el aborto -muy al margen de ser hoy una experiencia prohibida por la ley-, recurre a la personalidad drástica, displicente y nihilista encarnada por Yakie, pero probablemente también por la “joven lectora abortista” a quien ella se dirige para potenciar el estereotipo de la mujer que aborta: la de clase media progre urbana.

La única clase a la que le importa es la clase media progre, que lo usa como bandera contra el Estado, contra la hegemonía de la derecha que ganó el sentido común[vi].

Al atribuir a la protagonista una personalidad indolente y transgresora (siendo fundamental la referencia a la toxicidad, moralidad y sobretodo legalidad de los abortos plasmados en “Motherhood” de Irene Villar), con estereotipos de clase y género incorporados (“el looser de Tomi” que “siempre fue la mujer de la relación”), y con la práctica del aborto a cuestas como una experiencia destraumatizada (“no me siento culpable por abortar… abortaría mil veces”); el relato está estereotipando las nociones de deseo y libertad, como elementos no visibles de la experiencia del aborto, relegándolas a aspiraciones exclusivas de la mujer joven universitaria de clase pudiente, y, en el caso particular de Yakie, escéptica a la demanda colectiva que, de a ratos, la interpela en un contexto que no le es ajeno: el debate parlamentario de 2018.

Esta es la primera vez que voy a una marcha en la que, si bien no soy una víctima, soy finalmente una mujer que va a abortar de un modo clandestino y está pidiendo aborto legal, seguro y gratuito[vii].

Hay, además, y a pesar de la separación de voces entre la protagonista y el autor (según la licencia que habilita el ejercicio de la ficcionalidad), un paralelismo entre la actualidad de la escritura diaria de Yakie caracterizada por la instantaneidad que le permiten las redes sociales (Facebook, Instagram, Telegram, Whatsapp), y la rapidez con la que Godoy llevó adelante la escritura de su novela (la finalizó en un par de meses de “tipeo compulsivo”, según él mismo aseguró). Otro paralelismo rastreable entre autor y personaje es la participación distante -aunque a favor- de las movilizaciones y marchas por el Ni una menos y el 8M.

Yakie: La marcha estuvo buena. Las consignas fueron «Aborto legal, seguro y gratuito», «Trabajo para las mujeres despedidas» y otras cosas más. Ni idea. Había mucha pendeja de mi edad o más chica. Un par de lesbians en tetas. Y chabones. Esperaba muchos menos chabones. Fue raro estar ahí escuchando los cantos, leyendo los carteles [viii].

Godoy: Trato de ir a todas las marchas del 8M o “Ni una menos” o a las concentraciones por la despenalización del aborto en el Congreso. Pero no marcho. Voy hacia el final, cuando ya no se marcha y se aglutinan en algún escenario. Me gusta ver los afiches, los grafitis, dar un par de vueltas, levantar panfletos. No sé si es la mejor forma de participar, pero es la que encontré [ix].

Una novela con urgencia política

Jellyfish. Diario de un aborto es una novela circunstancial que si bien se tomó las licencias de la ficcionalidad para emplear una voz que no le corresponde —en tanto sexo biológico, identidad y desigualdad de género— es un relato que no puede y tampoco quiere correrse del pedido político por la legalización del aborto. Quizá sea en esta clave de lectura que deba interpretarse el rol opaco que ocupan las figuras masculinas del relato: los problemas de Tomi, su pareja actual, para afrontar la adultez; la actitud violenta del novio de su mejor amiga; o la ausencia de su propio padre. La imposibilidad de sentir empatía por alguno de estos personajes tal vez tenga que ver con un llamado de atención del propio autor hacia la manera en la que la masculinidad sí puede -y de hecho suele- abortar: desde la falta de escucha y gestión como formas de compañía.

El relato plantea una mirada crítica hacia las cargas morales sobre las que se abordan la realidad del aborto como práctica tangible de la sociedad actual. La experiencia de Yakie es instalada en la esfera de lo público sirviendo como registro inmediato de una coyuntura vigente. El relato de Godoy es un texto que desdibuja los límites de lo netamente literario para aportar al debate político en la medida en que se visibiliza al aborto como hecho evidente, dándole entidad política desde la ficcionalidad.

Es entonces en la asunción de responsabilidad —volviendo a los términos de Derrida— en donde se encuentra el rasgo distintivo en la obra de Godoy: aun teniendo la oportunidad de decirlo todo con la hiperresponsabilidad que le habilita la ficción, la elección es asumir una postura crítica frente a un debate urgente en la agenda parlamentaria actual. En este sentido, es la intervención en la discusión por la legalización del aborto lo que convierte a esta novela en un relato totalmente presente, sin que esto habilite en ningún caso a un escritor varón a otorgarle voz o visibilidad a un movimiento colectivo de larga data protagonizado por mujeres y personas gestantes.

Sin caer en reducciones biologicistas ni esencialismos sobre roles de género (siendo justamente lo que desde el feminismo se pretende desnaturalizar), podría plantearse que probablemente la más notoria evidencia de masculinidad hegemónica presente en Jellyfish es, por un lado, la estereotipación de la mujer que aborta (Yakie es una chica cruel, insensible y caprichosa que lo ha tenido todo), y por otro, la generalización que elige hacer del proceso ficcional en el que da vida a una mujer de 19 años que aborta con Misoprostol, como experiencia y testimonio común —según asegura el propio Godoy en el prólogo— rastreable en cualquier rincón de la Argentina.

No obstante, vale decir que Jellyfish plantea una clara y evidente pretensión realista al narrar la experiencia corporal por la que atraviesa Yakie en un contexto con referencias nacionales existentes. Se trata de un personaje juvenil, con lenguaje moderno (usa expresiones y abreviaturas muy actuales como “ah re”), con descarada honestidad (de modo cínico y burlesco se refiere al instructivo del aborto que llega a sus manos como “the lesbian pdf”), y con privilegios de clase que dan cuenta de una particularidad que no necesariamente constituye el común denominador de las mujeres que abortan en Argentina, pero que a la vez ahonda en elementos que son rastreables en un sinfín de relatos sobre el aborto: por un lado, la figura de las amigas como apoyo y acompañamiento afectivo, así como la presencia de redes y grupos de socorristas que brindan insumos y manuales de procedimiento como ayuda y contención feminista; por otro, las incontables referencias a casas, cuartos, baños, inodoros y bidets como espacios que remiten a la intimidad en la que comúnmente se lleva a cabo el ritual del aborto.

Hay libros que son hechos[x]. El de Godoy es un texto que, escrito al calor de los acontecimientos suscitados en 2018, remite a una urgencia política actual interpelando al público lector o bien por la discusión per se sobre el pedido de legalización del aborto o bien por la polémica desatada alrededor del sujeto varón que erige la escritura.

La novela en forma de diario relata una serie de eventos que efectivamente sucedieron durante esos días: por un lado las escuetas movilizaciones de los “pro vida” con consignas moralistas, religiosas y, sobre todo, hipócritas, acompañadas de un feto gigante confeccionado con papel maché; por otro, la enorme marea verde que, en contraposición, rodeaba el Congreso bajo el frío inclemente del invierno de entre junio y agosto, junto a las vigilias que, bajo noches despejadas o lluvias heladas, custodiaron el debate en Diputados y en el Senado.

Es por esta razón que Jellyfish. Diario de un aborto es hoy, en 2020, un texto absolutamente vigente tanto por los argumentos celestes que anteponen moléculas y ADNs por sobre la decisión firme de personas gestantes de ejercer soberanía sobre sus cuerpos; como por aquelles quienes han hecho imparable a una avalancha verde que demanda, por dignidad, un reclamo que ya es ley en las calles. Ojalá que las movilizaciones de este 29 de diciembre (luego de cumplirse un poco más de dos años de aquellas marchas a la que asistió una escéptica Yakie) tengan un desenlace favorable para quienes exigimos la libertad de decidir sobre nuestro propio cuerpo. Que sea ley.

***

[i] Esa extraña institución llamada literatura. Una entrevista de Derek Attridge con Jacques Derrida. Boletín nº 18 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. 2019. P. 117.

[ii] Compartiendo el secreto, entre la ley y la ficción. La literatura y lo político en el pensamiento de Jacques Derrida. Revista de Estudios Sociales, 2010. Disponible en: https://journals.openedition.org/revestudsoc/14241

[iii] Godoy, Carlos. Diario de un aborto. Buenos Aires. Colección Andanzas. 2018. P. 116.

[iv] Ibídem, p. 6.

[v] Ídem.

[vi] Ibídem, p. 22.

[vii] Ibídem, p. 20.

[viii] Ídem.

[ix] “Todo esto es una gran marca de época”. Entrevista a Carlos Godoy, 2019. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/180038-todo-esto-es-una-gran-marca-de-epoca

[x] Frase de Gabriela Cabezón Cámara en el prólogo a la novela Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró.

Una serie materna. Sobre «Dos cuentos maravillosos», de Alejandra Bosch

Por: Rosana Koch

Imagen: Hansen, Peter (1907-1908), Playing children, [óleo sobre tela]

Rosana Koch reflexiona sobre la primera novela de la escritora santafesina Alejandra Bosch, Dos cuentos maravillosos (2020), editada a principios de este año por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Para la autora, la escritura de Bosh en esta obra funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre madres, hermanas e hijas. Koch propone que la historia de la novela “se escribe hacia atrás”, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, y sus difíciles vínculos fraternales, frente a una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.


Espero una carta tuya. Los recuerdos son todo para mí,

hay veces que me impiden salir de la cama,

y hacen de los días una zona gris y pesada.

Amanda Boyle

Dos cuentos maravillosos es la primera novela de Alejandra “Pipi” Bosch, editada a principios del 2020 por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Nacida en Santa Fe, en la actualidad reside en Arroyo Leyes, cuyo nombre puede resultar familiar dado que fue el elegido para el proyecto editorial de huella ecológica que lleva a cabo. Ediciones Arroyo es una apuesta de elaboración artesanal que sorprende con sus diseños y los materiales plásticos reciclables que utiliza. Comenzó con autores santafesinos y hoy en día, gracias al crecimiento del proyecto, cuenta con más de setenta poetas en su catálogo.

La producción literaria de Alejandra Bosch comprende varias obras dentro del género poético: Niño pez (Del Aire, 2015), Malcriada de Acuario (Objeto Editorial, 2017), Un avión, su piloto y un pájaro (Caleta Olivia, 2017), Sabio el pájaro (Editorial Deacá, 2020) y su último poemario Dominios: Gatos y albañiles (Viajera editorial, 2020).  En este sentido, Dos cuentos maravillosos es la primera incursión de la autora en el género narrativo.

La entrada con la que propongo ingresar a esta pieza es la siguiente escena: un dibujo de la artista, escritora y protagonista de la novela, Amanda Boyle, a quien desde niña le gustaba dibujar y recortaba papeles blancos, luego dibujaba en ellos, les ponía la fecha y los guardaba. Su ilustración predilecta traza las imágenes de un ave que cubre su nido de pichones. Sin embargo, al afinar la mirada, podemos distinguir a dos niñas con cabellos largos dibujando apaciblemente sobre una mesa y la figura de un ave/mujer/sin rostro, espectral como una sombra, ubicado detrás de ellas, envolviéndolas. Esos trazos evocan a Amanda su niñez  y, en especial, un cuadro de Pablo Picasso titulado “La maternidad” (resuena tanto el nombre de Juan Pablo Castel). Ese dibujo nos acerca una representación de lo materno que se escapa de sus asignaciones hegemónicas (protección, soporte, cuidado), para inscribir en su lugar las voces de un reclamo constante. De modo que podemos ver cómo la historia se escribe hacia atrás, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, el vínculo fracturado entre ellas dos como hermanas, y una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.

La escritura funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre las madres, hermanas e hijas. Julián, el hijo de Amanda, después del suicidio de su madre, rescata de un cajón la correspondencia que mantuvieron su madre y su hermana Cecile, y el diario de su abuela. La lectura del hijo, y también la de su novia y futura esposa Laura –y otrxs lectores que asoman la trama–, introducen en el texto las voces femeninas. Por un lado, las cartas configuran aquel espacio íntimo en él que se  reconstruye el derrumbe en la relación de dos hermanas, que siempre fueron amigas, pero con la imposibilidad de “marcar en su ruta de vida qué cosa fue lo que las separó” (37). La relación se tensa  de forma definitiva cuando los acuerdos sobre el cuidado de la madre y su posterior muerte cargan con culpas que no se comparten.

Por otro lado, los diarios de la madre encerrada en el espacio doméstico, modulan las versiones de una esposa, viuda y maestra, pero en especial la de una madre temerosa, vulnerable frente a los golpes de un esposo al que califica como “zorro”, “un perseguidor, una aberración capaz de querer jugar con ellas [sus hijas] de modos impensados. Por eso fue que, después de tantos años, acepté mi gran equivocación. Pero cómplice no fui, sino ciega” (41). La confesión ensaya los peores silencios que el relato decide omitir: “Sobre estos hechos, nunca hablamos entre nosotras. Sostuve la mirada de mis hijas y ellas supieron, como yo, que debíamos seguir adelante” (41-42). Al mismo tiempo, la trama “oculta” expone una matriz vincular madre-hijas mucho más compleja que sobrevuela en toda la novela y arroja sus señales con expresiones como “cuidar a un monstruo” (15), “nuestra madre enferma” (15), o “¿Qué trampa es esta que armó [la madre] para nosotras [sus hijas]?” (14).

Hay una pregunta que seguramente todo lector quiere reponer después de la lectura: ¿por qué se titula “Dos cuentos maravillosos”? El primer cuento maravilloso que se intercala relata la historia de una mujer que huye primero de la casa materna y después de un hombre “lindo” para sentirse “a salvo del amor” (26); el segundo cuento, un niño sueña y a la vez que sueña, ensaya los modos de ser percibido (contenido) por una mirada tutelar. En ellos también se cuelan lecturas de aventuras y fantasía, como Moby Dick y Sandokan. A pesar de los diferentes argumentos, ambos cuentos -cuya autoría reza A.B. (Amanda Boyle)- trazan en su morfología una misma composición interna, según explicó Valdimir Propp, mencionado también en la novela: fantasía, superación, huida, prueba, alivio. Estas instancias, en sus infinitas modulaciones, desvían una premisa (que también se extiende a esta trama vincular-familiar): la de que todos los cuentos maravillosos tienen un final feliz.

Dos libros de Pablo Anadón

Por: Víctor Winograd

Imagen: George Tooker – The Waiting Room (1959)

Víctor Winograd, íntimo y sensible, se detiene sobre la forma del verso que se conjuga en el poeta cordobés Pablo Anadón, cuyos libros lejos están del libertinaje, pero cometen varios pecados, entre ellos, toman la forma del canto del pájaro.


 

El verso libre, que dio respiración a los salmos bíblicos y a las felices enumeraciones de Whitman, terminó desorientando a la poesía. Quienes lo popularizaron entre el siglo XIX y el XX fueron poetas que dominaban perfectamente la métrica clásica, de cuyas normas pretendían liberarse. En ellos, la conciencia de la separación era absoluta, y por eso la separación nunca era absoluta. Así lo expresa Vallejo, con un énfasis casi dramático en una carta a Antenor Orrego: “¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje!”. Si Pound o Elliot hubiesen sido latinoamericanos, quizás habrían exclamado algo similar.

Estos poetas eligieron el verso libre. Es la elección lo que le confiere al verso su calidad de libre y lo aleja de la arbitrariedad. En la poesía de Vallejo, de Pound, de Elliot, de Mallarmé —e incluso en la del Borges ultraísta— lo que predomina es una combinación libre de versos clásicos. Sin embargo, luego de este primer acto de liberación consciente, el estado del verso libre cambió. Sobrevino lo que podría llamarse (para emplear términos de actualidad pandémica) una nueva normalidad. El verso libre pasó de ser una liberación consciente a ser una norma inconsciente. Se transformó de este modo en algo impuesto por la limitación y, por lo tanto, en mera naturaleza, como el canto del mirlo después de la lluvia i.

La poesía de Pablo Anadón comete varios pecados para nuestra época: es clara y precisa, íntima y sensible. Sus versos, cuando son libres, nunca son arbitrarios. Sus imágenes nunca son rebuscadas. Así, por ejemplo, en estas dos estrofas de “La galería”, del libro Estudios de la luz:

Mensajera extraviada de la luz,

Desde allá hacia aquí

Ha llegado en su vuelo vacilante

La cría de paloma: se ha estrellado

Contra la propia imagen en el vidrio.ii

No quiero hacer ahora ninguna analogía

Entre el destino, el nuestro

Y ese manojo fácil

De plumas sobre el piso.

La destreza poética de Anadón hace que una expresión en apariencia simple como “manojo fácil”, que hasta puede parecer escrita distraídamente, esconda en verdad la clave dramática del poema. Pues tras haber insinuado (y negado, con buena retórica) el anhelo de comparar el accidente de la paloma con nuestro destino, calificar de “fácil” a ese manojo de plumas sobre el piso nos devela que así termina todo cuando chocamos con nuestra propia imagen y la muerte nos lleva. Así: fugazmente, con insignificancia incluso, como cualquier suceso menor que se pierde en la inmensidad del tiempo y del espacio.

Al oído sensible y preciso, Anadón suma otra virtud: el desprecio por las supersticiones modernas. Por caso, no parece importarle el credo que asevera que hay formas poéticas caducas. Esto le permite componer sonetos admirablesiii, como el que abre su último libro, Hostal Hispania:

Como un hombre que ha sido mutilado

Cree agitar su brazo y sólo mueve

Su vacío, a menudo me conmueve

La sombra de los días que han pasado.

Ínfimas sombras, cosas que he querido:

Ese recuadro en que el paisaje breve

De un patio empalidece; algo muy leve:

La flor que cae de un libro en un descuido.

A veces en la noche me despierto

Y busco con la mano el velador

De la mesa de luz de mi niñez…

Nadie puede olvidar lo que una vez

Se quiso, y ya no se ama sin dolor.

No sé cuánto hay en mí de vivo o muerto.

La sentencia de Tolstoi: “pinta tu aldea y pintarás el mundo” resuena de la mejor manera en Anadón. Porque este comprende que la aldea es a la vez real y figurada. Su aldea son los paisajes cordobeses, la sierra, pero también su propia vida, sus hijos, sus nostalgias y aun sus ideas metafísicas. Por eso, apostado frente a una cañada, puede escribir:

Tal vez un día tanta dolorosa

Carga de pérdida y zozobra, un mero

Arroyito se vuelva, un transcurrir

Sereno hacia la nada prodigiosa.

Profesor, editor y traductor múltiple, en Anadón resuenan explícitamente los ecos de Frost, de Montale, de Dante, de Kavafis, de Fernández Moreno. Y, acaso más secretamente, los de Banchs, de Lamb, de Julián Del Casal, del Lugones austero, de Baudelaire y, como en todo gran poeta, los de Paul Verlaine. “Releyendo a Kavafis”, de Hostal Hispania, es ejemplo de los primeros:

Hundido en una vieja reposera

De vuelta del trabajo, con la hora

Silenciosa regresa lo que fuera

Su vida alguna vez. ¿Aún la añora?

Es tarde y está solo. Bebe, fuma,

Hojea un libro, lo abandona, bebe

Un sorbo más, se pone en pie… Se esfuma

Lejana, turbia, la ciudad. Ya llueve.

Resuena el agua en las baldosas, trae

Un eco de los días de placer:

Todo lo dio por una sensación

Soñada y realizada. En calma, cae

La lluvia. Hizo sufrir. No halla perdón.

Olvido busca: no sentir, no ser.

Así como lo cotidiano y concreto —un lugar, un paisaje, un momento— suelen ser la puerta de entrada a los poemas de Anadón, la puerta de salida suele tener la forma de las permanencias metafísicas. Lo notable es que como lectores hacemos el recorrido casi sin percibir el momento del pasaje de una categoría a la otra. Lo que parecía contingente se vuelve de pronto necesario; lo que parecía una experiencia individual del poeta se vuelve de pronto universal. Hay plena conciencia en el poeta de que la hybris es el peligro:

Bien sabían los griegos que la hybris,

Esa ilusión sin fondo, esa nostalgia

Era la sola culpa, el mal de males.

Bioy Casares contaba que Borges solía ir a una librería en la calle Córdoba y que el librero, cada vez que lo veía, le ofrecía empedernidamente novedades de la casa real inglesa. “Nunca sabemos a quién tenemos al lado”, concluía Bioy. Con cierta vergüenza, debo confesar que al hablar de Anadón me siento un poco el librero de Borges. Gracias al azar de un enlace que alguien posteó en Twitter, llegué a una publicación donde había algunos poemas de él. Al leerlos quedé muy impresionado y quise saber quién era. Con perplejidad, noté que Anadón me seguía en Twitter y que yo también lo seguía. Gracias a los milagros de las compras en línea, conseguí Hostal Hispania y su lectura me maravilló. Se lo comenté a Anadón en un mensaje y él se mostró asombrado, y su asombro me asombró. Dos días más tarde conseguí Estudios de la luz, cuya lectura no hizo sino cimentar mis impresiones. Estaba —y estoy— frente a un poeta que excede su lugar y su tiempo. Voy a dejar que un soneto suyo, “Razón de ser”, corone estos comentarios:

Que otros sigan haciendo divertidos

Malabarismos con la poesía;

Da gusto verlos con sus coloridos

Versos sin duelo, sin melancolía,

Jugando al juego de olvidar la vida.

Yo no puedo. Lo mío también tiene

Algo de juego, pero una partida

Donde el tiempo ya ha ido y el que viene

Buscan razón de ser en el presente

Agónico, fugaz de la escritura:

Allí un hombre se inclina hacia el tablero,

A solas con la noche y con su mente,

Y aguarda, blanca o negra, la insegura

Jugada de un destino verdadero.

 


i Cabe recordar las lúcidas palabras de Adorno en su Teoría estética: “Todos consideran bello el canto de los pájaros; toda persona que sienta y en la que sobreviva algo de la tradición europea se emocionará al escuchar un mirlo después de la lluvia. Sin embargo, en el canto de los pájaros acecha lo terrible, pues no es un canto, sino que obedece al hechizo que los atrapa”.

ii Como anotación marginal, observo en estos versos un simpático parentesco con aquellos que abren el gran poema nabokoviano del finado John Shade en Pale Fire: I was the shadow of the waxwing slain / By the false azure in the windowpane.
iii Me animo a creer que si a Anadón se le preguntara por esto, diría que considerar caduco al soneto no es menos supersticioso y arbitrario que considerar caduco al lenguaje.
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Qué es ser unx escritorx nikkei y otros juegos de la identidad

Por: Virginia Higa[i]

Imagen: “Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

 

En esta nueva entrega del dossier Estudios Inter-Culturales Nikkei / Niquey: Nuevas perspectivas entre Japón y América Latina, coordinado por lxs doctorxs Paula Hoyos Hattori y Pablo Gavirati, la escritora Virginia Higa nos ofrece un ensayo en el que explora la construcción de la identidad a partir de tres escenarios: un juego, un regalo y un encuentro de escritorxs. Así, la categoría “escritorx nikkei” se dibuja despacio como una oportunidad, una mirada, una de tantas formas de cruzar la frontera.


I: Cruzo la frontera

Mi juego favorito es un juego verbal, se llama Cruzo la frontera. Siempre es más divertido jugar de a muchos, pero creo que también sirve para entretenerse en soledad. El juego funciona así: hay una frontera y hay un guardián, que va enumerando elementos de una categoría oculta. Los otros participantes deben descubrirla, pensar nuevos ejemplos y tratar de “cruzar la frontera” con ellos. Es un juego un poco kafkiano, wilkinsoniano, definitivamente un buen juego para escritores. Acá, A es el guardián que proporciona el primer elemento, y el resto, jugadores que quieren cruzar:

A: Cruzo la frontera con un oso panda.

B: ¿Cruzo la frontera con un oso pardo?

A: No.

C: ¿Cruzo la frontera con una cebra?

A: Sí.

D: ¿Cruzo la frontera con un dado?

A: Sí.

E: ¿Cruzo la frontera con una película de Chaplin?

A: ¡Sí!

 

Y así. El juego puede ser tan simple o tan complicado como los jugadores quieran. He participado en rondas extremadamente difíciles, metafísicas, metalingüísticas, y también en otras muy breves y poco inspiradas. Lo que más me gusta de este juego es que funciona de abajo hacia arriba: para llegar al concepto abstracto de la categoría oculta (“cosas blancas y negras”), hay que pasar primero por múltiples ejemplos concretos. Y antes del momento epifánico en que la categoría se manifiesta, el conjunto de elementos que cruzan la frontera parece una pila de chatarra amontonada al azar. Hay una instancia extra de diversión que tiene lugar cuando algunos jugadores adivinaron la categoría y otros no. Los primeros siguen dando ejemplos que cruzan la frontera mientras los segundos observan perplejos lo que consideran una miscelánea sin sentido.

Por mi parte, cuando converso con otros, siempre necesito ejemplos para sentir que entiendo realmente de qué se está hablando, no me alcanza con nociones abstractas y definiciones. Mucho tiempo pensé que eso era una deficiencia, pero ahora me gusta pensar que la necesidad de ejemplos para entender el mundo está relacionada con un temperamento literario. La literatura es el terreno de lo particular, lo opuesto del pensamiento estadístico. Es lógico que Platón haya querido sacar de su república a “los poetas y sus auxiliares”: eran enemigos de la data science. Pensaban con ejemplos y no con definiciones. Con escenas y no con ideas. Con anécdotas, y no con datos. El movimiento mental de la abstracción es muy necesario para la vida pero el arte debe hacer un esfuerzo consciente por suprimirlo un rato (un ejemplo ilustrado: en un extremo del continuum del pensamiento —y la utilidad—, un emoji; en el otro, un cuadro de Lucien Freud). La observación de lo singular florece cuanto más se aleja el arte del ideal.

El lingüista George Lakoff lo explica mucho mejor en Women, Fire and Dangerous Things: entender cómo categorizamos es entender cómo pensamos.

La visión tradicional y objetivista de las categorías es filosófica y surge de dos mil años de disquisiciones acerca de la razón. En la teoría clásica, las categorías se definen a partir de las propiedades comunes de sus miembros y designan clases de cosas o seres del mundo real o de algún mundo posible. Pero el pensamiento humano es imaginativo de un modo menos obvio: cada vez que categorizamos algo de una manera que no refleja la naturaleza estamos haciendo uso de nuestra capacidad innata de imaginar y crear, estamos expresando una facultad inherente de nuestra especie.

Me propongo un ejercicio para la vida que también va a servir para la escritura: pensar categorías y ejemplos cada vez más ingeniosos para Cruzo la frontera.

“Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

“Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

II: El genotipo y el arquetipo

Hace dos años me regalaron para Navidad uno de esos kits de ADN que salieron al mercado en la última década y que a partir de un testeo genético pueden revelar de qué partes del mundo venían tus ancestros. Después de reconciliarme con la idea de entregar mi genoma a una empresa (Google ya tiene todos nuestros datos biométricos, por cierto), abrí la cajita de cartón y leí las instrucciones. Los pasos a seguir eran escupir en un tubo de plástico, mandar la muestra por correo y esperar. Un mes más tarde me llegaron los resultados a la casilla de mail.

El mapa genético es una página personalizada con un diseño súper amigable que incluye informes, trivias y un mapamundi coloreado con mucho detalle según el lugar de origen de tus antepasados. Además, la plataforma cuenta con una red social para contactar con parientes encontrados a lo largo y ancho del mundo.  Comparando el ADN de cada usuario con enormes bases de datos de referencia, estas compañías logran señalar con sorprendente precisión el lugar de origen de tus ancestros hasta ocho generaciones atrás. Ese día descubrí, entre otras cosas, que tengo un antepasado originario de Gambia o Senegal; que un tatarabuelo o abuela, nacido entre 1710 y 1830, era 100% nativo de Brasil (guaraní, kayapó… ¿quién sabe? no hay suficientes datos de esos pueblos en los archivos de la compañía) y que mis ancestros japoneses no eran solo okinawenses sino que al parecer podrían venir también de las prefecturas de Kagoshima y Shimane, en las islas de Kyushu y Honshu.

¿Eso significa que soy afrodescendiente? Me pregunté. ¿Tengo raíces en los habitantes originarios de las Américas? ¿Mi linaje japonés no se remonta solo al antiguo reino híbrido de Ryukyu, como pensó siempre mi familia? La respuesta es sí a todo.

Los resultados del test de ADN me tuvieron entusiasmada y reflexiva durante mucho tiempo. Imaginé el argumento de una novela en la que una persona recibe sus resultados, y, como yo, encuentra que tiene un antepasado africano o nativo americano. Empieza a obsesionarse con su linaje, hace averiguaciones en la familia, se pone a estudiar historia y etnografía. Cree ver rastros de pelo moteado en sus rulos o descubre mirándose al espejo que tiene rasgos aymara. Se empieza a vestir con la ropa que considera que le corresponde por herencia o se emociona con el gospel como nunca antes. Se vuelve, en fin, una caricatura. No hay nada de malo en identificarse con un pasado, pero la relación entre herencia cultural y herencia genética es una zona gris y resbaladiza en la que hay que pisar con cuidado, o corremos el riesgo de caer en posiciones reduccionistas y en esencialismos peligrosos. Porque ¿hay algo más inmanente que el propio, inmutable, ADN? El argumento de la novela quedó abandonado hasta que encuentre una manera más amable e inteligente de mostrar la relación de una persona con la historia que cuentan sus genes.

A simple vista parecen productos de cosmovisiones opuestas, pero el mapa genético tiene un aspecto en común con otra radiografía, tal vez más polémica, de la identidad: la carta astral. Las dos sacan a la luz una narrativa del pasado que nos sitúa en un punto preciso y bien codificado de la línea de tiempo, de la heterogeneidad infinita. Las dos toman datos del mundo que en sí mismos no significan nada y los convierten en un relato, y a nosotros en piezas móviles de un juego inmemorial. Las dos trazan líneas posibles que predicen, a su manera, el futuro: qué color de ojos tendremos, qué enfermedades; o bien qué relación con nuestra madre, qué atributos de la personalidad, pero ninguna de los dos lo determina en modo alguno. El medio ambiente, es decir, la vida, hace con esos mapas lo mismo que con todo lo demás: los excede y los arrasa. Llegué a la conclusión de que hay dos maneras de tomarse los resultados de un test de ADN (o de una carta astral), una es la obsesión y la búsqueda de la esencia. La otra es el juego y el estallido de las categorías. Desde ya, me quedo con la segunda. Porque del laberinto sin salida de los genes o de la posición de las estrellas, se sale haciendo trampa, es decir, por arriba. La identidad como juego, la única actitud sensata que se puede tener en el mundo de las taxonomías.

III: Qué es ser unx escritorx nikkei

Llego ahora a lo que me convoca. El año pasado me invitaron a participar de una mesa de escritores nikkei latinoamericanos en la Asociación Japonesa en Argentina. Las otras invitadas de nuestro país eran Anna Kazumi Stahl, Alejandra Kamiya y Agustina Rabaini. ¿Qué teníamos todas en común? Al parecer éramos escritoras nikkei. ¿Qué significaba eso? Ninguna de nosotras lo sabía con certeza, pero habíamos aceptado la invitación con gusto. Los organizadores de la mesa consideraban que “cruzábamos la frontera” de ese juego, y eso era suficiente. Lo cierto es que todas teníamos en nuestra historia personal una relación más o menos cercana con Japón, aunque eso no se traducía necesariamente en una obra de temática japonesa. Nuestras propuestas estéticas eran también muy diversas.

Lo nikkei es una categoría viva y por lo tanto mutable. Ese día, nosotras éramos ejemplos de lo que es ser unx escritorx nikkei, y juntas, en nuestra heterogeneidad, ayudábamos a definir y construir ese grupo desde abajo. Como todas las categorías que son nuevas en el mundo, lo nikkei reúne un grupo de elementos que antes eran disímiles (como un dado y una película de Chaplin), y les da una identidad y una cohesión. Quizás lo más interesante de lo nikkei (y más todavía, de la idea de unx “escritorx nikkei”) es que es una categoría en construcción, una categoría de la imaginación y no una etiqueta que se pone desde arriba para clasificar elementos con ciertos rasgos comunes.

¿Qué es, entonces, ser unx escritorx nikkei? ¿Es también ser una persona nikkei?     ¿Qué relación hay entre ser persona y ser escritorx? Son preguntas demasiado amplias para este texto. Pero hay dos puntos que creo que son esenciales:

En primer lugar, creo que unx escritorx nikkei no necesariamente escribe dentro de un universo de temas ligados con Japón, sino que ejercita sobre todo una manera de mirar. La mirada nikkei es una mirada corrida, que puede pararse y observar desde un lugar distante lo que ocurre entre dos culturas en contacto (me doy acá la licencia de considerar nikkei al Inca Garcilaso de la Vega, primer escritor mestizo de América, entrañable amigo de los híbridos del mundo). Para la mirada nikkei, todo lo que tiene que ver con Japón es a la vez familiar y extraño. Esa naturaleza doble puede no ser igual de útil en todos los aspectos de la vida, pero es sumamente productiva para escribir. Hace dos años publiqué una novela que cuenta la historia de una familia de inmigrantes italianos, basada de manera libre en la historia de mi propia familia materna. No hay nada de temática japonesa en ella, pero creo que está atravesada por la mirada nikkei, que fue condición de posibilidad para su escritura. En la novela trabajé con el léxico y las palabras que se usaban en la familia y que de algún modo también creaban categorías nuevas. Los que antes eran elementos a la deriva, de pronto, en virtud de una palabra, encuentran un lugar en el mundo. Me gusta pensar que son palabras que no tienen sinónimos (aunque si uno ama el lenguaje debería descreer de los sinónimos en general) y pertenecen a la misma clase que lo nikkei: en su indeterminación radica su fertilidad y su poder creativo.

En segundo lugar, unx escritorx nikkei sí que tiene una relación con Japón: es una relación de amor no correspondido. Y como todas las relaciones de amor no correspondido, es poética, inmensa, intensa y un poco patética. El escritor nikkei amará a Japón con locura, pero Japón nunca lo amará. El escritor nikkei cree que su amor por Japón lo dignifica, y con esa premisa trabaja y produce y, si tiene suerte, crea algo de belleza. A Japón ese amor le es del todo indiferente.

Una forma de mirar y un amor imposible. Eso es para mí ser unx escritorx nikkei. Pero últimamente siento el deber de buscar la esencia de las cosas en algo que no se pueda definir con palabras, y sin embargo sé que lo único que tenemos son las palabras. Ojalá aparezcan muchxs más escritorxs nikkei y muchas más categorías como lo nikkei, y que las personas puedan entrar y salir de ellas sin problema, cruzando la frontera a veces sí y a veces no, según la partida que elijan jugar.

[i] Virginia Higa es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. En 2018 publicó su primera novela, Los sorrentinos (ed. Sigilo), que se tradujo al italiano, al sueco y próximamente al francés. En la actualidad vive en Estocolmo, donde trabaja como profesora de español y traductora literaria.

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Palabras precisas. Sobre el proyecto Reunión, de Dani Zelko

 

Por: Mario Cámara

En este texto sobre el proyecto Reunión de Dani Zelko que integra el dossier “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine”, Mario Cámara nos ofrece un análisis preciso sobre el funcionamiento de esta obra compleja que comprende un procedimiento de escucha, transcripción a mano, conversión a poesía, impresión y distribución barrial y su posterior lectura pública. De esta manera, se va construyendo una voz plural, un relato coral que es siempre una experiencia colectiva fruto de encuentros fortuitos en diferentes lugares del mundo. Las voces que componen los poemas adquieren un carácter performativo: están entre dos personas y no entre dos hojas. Zelko se convierte entonces en un escriba de voces silenciadas, en un flanneur coleccionista de relatos a los que ingresa con su cuerpo para encontrarse con la palabra y el cuerpo del otrx. Zelko se transforma, en definitiva, en un recopilador de historias marginadas que culminan en una ceremonia única y aurática. Quizás esta forma de escribir pueda disolver un rato los límites del propio cuerpo y suspendernos en un cuerpo compartido.


Nesse final de semana fui ‘expulso’ de um grupo de whatsapp – ex-colegas de colégio, maioria absoluta de bolsonaristas. Enquanto durou foi bastante rica a experiência de receber memes bizarros e perceber como a extrema-direita ganhou campo no coração de gente ‘comum’ no Brasil.

João Paulo Cuenca

¿Cómo hacer escuchar la voz del otre?, ¿cómo recuperar la singularidad de una vida?, ¿cómo transponer su entonación, su gramática, su presencia?, estas preguntas han sido, y lo son todavía, recurrentes para la literatura y el arte durante buena parte del siglo XX y lo que va del nuestro. Su formulación, sin embargo, a menudo ha contenido una serie de interrogantes insidiosos: ¿es posible hacer escuchar esas voces?, ¿en qué sitio se coloca el artista en esa operación?, ¿cuál es el riesgo de manipulación, de uso o de paternalismo de ese otro? El presente, con la expansión de los medios masivos de comunicación y su conversión en gigantes corporaciones con un fin exclusivamente económico, con la concentración de las editoriales en unas pocas firmas globales, con la creciente manipulación de las redes sociales, las fake news y la algoritmización de contenidos e informaciones le otorgan a los interrogantes iniciales un nuevo dramatismo. Pues se tiene la impresión, cada vez más certera, de que las voces de esas otras y esos otros, subalternas y subalternos, siguen dos caminos, o van desapareciendo de la esfera pública, o son editados por discursos autoritarios y formateados por pedagogías de la crueldad.[1]

En el marco de este diagnóstico me interesa abordar la producción de un joven artista argentino, Dani Zelko, cuyo proyecto Reunión[2] apunta a la captura de intensidades que se marcan en gramáticas, gestos y presencias, a través de la invención de procedimientos de reenmarque, cuyo resultado es el desmonte, la puesta en cuestión y la recuperación de existencias precarizadas, perseguidas, olvidadas o, simplemente, de una manera u otra, invisibles. Bajo ese título, Reunión, Zelko ha producido un total de siete libros, con dos zonas muy claramente delimitadas. La primera está compuesta por dos libros, denominados Primera y Segunda Temporada, que compilan, cada uno, un total de nueve escritos-testimonios recogidos en Argentina, México, Cuba, Guatemala, Bolivia y Paraguay. Aquí encontraremos una cartografía afectiva que mapea la voz de vidas apenas audibles, situadas en barrios populares de grandes ciudades o pequeños pueblos de Latinoamérica, recogidas a partir de una serie de desplazamientos aleatorios. El azar de los encuentros y la pregunta implícita por el “quién eres” articulan la totalidad de lo que voy a designar con el nombre de “poemas-testimonios”. La segunda zona, también compuesta por poemas-testimonios, que continua hasta el presente y lleva como subtítulo ediciones urgentes, contiene los restantes, hasta el momento, cinco libros. El proyecto aquí adquiere una politicidad más específicamente direccionada, basada en la inmediatez de los acontecimientos y la necesidad de la contrainformación. En las ediciones urgentes la palabra escuchada ya no es resultado del detournement, ya no son sujetos cualesquiera quienes hablan, sino protagonistas perseguidos, marginados, silenciados, dañados, familiares, amigos o compañeros de comunidad de personas asesinadas por fuerzas de seguridad estatales o víctimas de catástrofes naturales. Entre una y otra zona existen diferencias y continuidades sobre las cuales me quiero detener en las páginas que siguen. Tanto en las Temporadas como en Ediciones Urgentes Zelko pone en práctica un procedimiento que compromete la escucha, la transcripción a mano, la conversión a poesía de lo que escucha, la impresión, la organización de una lectura pública y la producción de un libro que distribuye y archiva en su sitio web. Sobre todos estos aspectos también reflexionaré en las próximas páginas.

Poéticas del caminar

 En la Temporada 1 y en la Temporada 2 encontramos la siguiente descripción, en primera persona e impresa en la tapa de cada uno de los libros:

Caminando sin rumbo, conozco a estas personas. Las invito a escribir unos poemas. Compartimos un rato, a veces varios días, y me dictan y les hago de escriba. Una vez escritos los poemas, se imprimen en libros. El escritor lee su libro en una reunión en el lugar donde vive y regala los libros a sus vecinos. Cada escritor cuenta con un portavoz, elegido por afinidad, que es el responsable de leer en voz alta sus poemas cuando se completa una temporada de Reunión. Al principio, en un encuentro, la palabra hablada se transforma en palabra escrita. Al final, los poemas hacen posible un encuentro que se vuelve palabra oral. Los poemas contentos: están entre dos personas y no entre dos hojas.

El texto describe las diferentes etapas que Zelko atraviesa hasta obtener los poemas-testimonios que nosotros finalmente leemos: caminar, escuchar, escribir, imprimir. En su brevedad, el texto logra convocar un sinfín de evocaciones que conectan prácticas y tradiciones. ¿Por dónde camina Zelko y qué significa el caminar? El itinerario que se construye a medida que leemos los poemas-testimonios delinea un mapa continental y marginal. Desde Lacanjá-Chansayab, un pequeño poblado en la selva de Lacandona en Chiapas, México, hasta Villa Dominguez, en Entre Ríos, desde Tzununá, Guatemala, hasta Asunción, en Paraguay, pasando por la villa Charrúa, en Buenos Aires, las temporadas recogen sus historias y se ubican, de este modo, lejos de la postal turística pero también, como intentaré mostrar, lejos de una estética de la pobreza o del exotismo autóctono.[3]

Hay dos aspectos importantes que este primer punto, el del viaje, evoca. En primer lugar el del viaje latinoamericano, encarnado tempranamente por Ernesto Che Guevara y plasmado en sus Diarios de motocicleta. Guevara consigna allí su travesía de 1951 a bordo de una motocicleta, que lo llevará desde Argentina hasta Caracas, Venezuela. Un viaje que, como ha reparado Ricardo Piglia, lo conecta con los jóvenes de beat generation, y a través del cual descubre nuevos territorios a partir de la experiencia personal.[4] No se trata, por supuesto, de establecer una fácil analogía entre Che Guevara y Dani Zelko, pero sí consignar que aquel viaje abre un horizonte para que decenas de jóvenes, en moto, automóviles, ómnibus, se propongan recorrer el continente como un rito iniciático de conocimiento social, autoconocimiento, de lecturas y escrituras. A pesar de que Reunión no sea un diario de viaje, Zelko se ocupa de plasmar escenas, en cada una de las Temporadas, que lo tienen como protagonista y funcionan como estampas de llegadas y partidas de los sitios recorridos, o como corolario del momento en que entra en contacto con las personas con las que conversará. En su encuentro con Akim por ejemplo, que abre la primera temporada, cuenta lo siguiente:

Estaba en El Remate, un pueblo a orillas del Lago Petén, en Guatemala. Partí con mi mochila a las cinco de la mañana rumbo a Frontera Corozal, en la Selva Lacandona, para llegar a México. Tomé un minibús que me llevó a Flores y de ahí, otro a la frontera. Era una combi para 20 pasajeros y éramos 50. Pedí bajarme y el conductor me dijo que éste era el más vacío que iba a encontrar, que los próximos iban a ser peores. A mí me tocaba estar parado, con la mochila entre las piernas y con la cabeza gacha porque el techo era muy bajo. El viaje duraba 6 horas.[5]

La figura de autor/artista que se elabora en este escrito, provisto de una mochila, desplazándose en transportes precarios, habiendo salido a la aventura del viaje, lo conecta con la tradición que acabamos de mencionar. Pero en tren de evocar, Zelko nos ofrece otra inscripción que se abre a otra serie de referencias igualmente importantes. En su encuentro con Rigo, un hombre de 44 años que vive en Tzununá, Guatemala, escribe lo siguiente:

Encontrarse con un desconocido es una forma de reingresar al mundo. Un encuentro inesperado siempre incluye una sorpresa, una conquista, una renuncia. Una pausa de lo que estabas por hacer, una salida del plan, un corte en la lógica del mundo. Cuando un encuentro sucede, te corrés de lugar. El encuentro es otro lugar. El encuentro es algo que sucede y a la vez es una construcción, una ficción, una coproducción

El encuentro empieza antes de hablar. De alguna forma misteriosa. Creo que tiene que ver con la percepción de una actitud. Una percepción que viene antes de las palabras.[6]

La imagen del encuentro inesperado resulta central para la poética de estas primeras producciones. ¿Cómo encuentra a quiénes encuentra?, podría ser la pregunta. Se trata de un encuentro dictado por el azar que compromete el caminar. En los pueblos y ciudades que visita, Zelko camina, se pierde o espera el momento preciso en que el azar lo conecte con la persona indicada. Si en la perspectiva del viaje latinoamericano podemos rastrear el horizonte abierto por Che Guevara, la premisa de la deambulación constituye el procedimiento que evitará los lugares recurrentes.[7] Lo social se articula con lo inesperado. La deriva inscribe su trabajo en una dilatada tradición, que convoca la historia del arte y define el proyecto de Zelko dentro de ese territorio. En esa línea podemos citar desde el object trouvé del surrealismo, que descubre lo insólito en medio de la urbe, al ready-made duchampiano, que singulariza y transfigura un objeto cotidiano elegido desde el desinterés[8], pasando por el detournement situacionista, referente central en este proyecto. Pues tal como afirma Guy Debord:

Entre los diversos procedimientos situacionistas, la deriva se presenta como una técnica de tránsito fugaz por ambientes varios. El concepto de deriva está indisolublemente ligado al reconocimiento de que hay efectos de naturaleza psicogeográfica así como a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo, por lo que se ubica en oposición absoluta respecto de las nociones tradicionales de viaje y paseo.[9]

La heterogénea serie propuesta encuentra su punto de convergencia en la disposición a salirse de un régimen visual tipificado y construir una mirada singularizadora y una apertura subjetiva para una experiencia de lo imprevisto. La deriva en Zelko, sin embargo, no apunta ni a los objetos ni a las geografías en lo que estas puedan tener de iluminador, sino a los sujetos. Algunos antecedentes, argentinos, y en cierta medida polémicos, pueden acudir ahora en nuestra ayuda. Los Vivo-dito de Alberto Greco, que convertían a una persona, muchas veces escogida al azar, en una obra de arte, o, como afirma Rafael Cippolini, en fetiches instantáneos, incluso trofeos[10]; o La familia obrera de Oscar Bony, que sube a una familia a una tarima para exponerla en Experiencias 68 y le vale la crítica de los sectores más conservadores del periodismo cultural y de los artistas enrolados en la izquierda[11]; o aun el Je rigole des pauvrés, de Carlos Ginzburg, otro viajero, como Zelko, como Greco, que lo muestra sonriente en medio de una población hindú en condición miserable. Intervenciones, todas ellas, éticamente controversiales. El encuentro con el otro en Zelko se distancia de cualquier sadismo social explicitado, como diría Oscar Masotta en relación a su happening Para inducir el espíritu de la imagen. Con los sujetos encontrados al azar, en Reunión se apunta a la construcción de una relación y una escucha.

Finalmente, ¿a quiénes se escucha y qué se escucha en estas primeras temporadas? Hay un testimonio-poema que constituye una escena fundacional, y que puede extenderse a la casi totalidad de los testimonios-poemas, incluidos los de Ediciones Urgentes. Se trata del sexto poema-testimonio de la Primera Temporada que pertenece a Edson, un niño de diez años que vive en un barrio popular de Buenos Aires. Zelko narra la escena del encuentro de este modo:

La primera vez que vi a Edson fue una mañana del 2015. Yo estaba en el comedor Mate Cosido, un espacio comunitario en la manzana uno del barrio Papa Francisco, donde dábamos talleres de arte para niños con unos amigos. Edson llegó agarrado de la mano de su madre, que con cara de preocupada, me apartó unos segundos del grupo y me dijo: “necesito por favor le enseñe a Edson a escribir. No sabe ni imprenta ni cursiva y si sigue así va a repetir”. Le dije a la madre que iba a hacer lo posible y me senté con Edson en un banco de madera pintado de rojo que hay en el patio del comedor. El patio es un edén en medio del barrio. Un espacio al aire libre con un árbol que da sombra y muchos murales de colores. Edson tenía una sonrisa pícara y ojos tímidos. Hablamos un poco de la escuela, de los compañeros, mientras yo pensaba cómo enseñarle a escribir a un niño de nueve años. Imaginaba que habrían probado un montón de métodos que no habían funcionado. Edson sacó la carpeta de su mochila y empezó a hacer su tarea. Escribía perfecto. Escribía con seguridad y su letra era clara. Me asomé a ver qué estaba escribiendo, a ver que estaba escribiendo: “¡Pero escribís perfecto!”, le dije. “Yo no sé escribir”, me dijo. “¡Pero si estás escribiendo perfecto!”, repetí. “¿Esto es escribir?”, me preguntó. “¡Esto es escribir!”.[12]

El no saber que se sabe, o el no saber exactamente la potencia discursiva de lo que intuye, piensa o balbuce, parece ser una condición central de numerosos testimoniantes en las Temporadas. El trabajo de Zelko, en este sentido, más que transformar lo que dicen, cortarlo o editarlo, consiste en proporcionar la escucha adecuada para que ese otro perciba que efectivamente está hablando. Es aquí donde las temporadas adquieren su primera condición política, que surge no tanto de lo que dicen los poemas-testimonios, sino del tener lugar de esa palabra.[13] Por ello, en las Temporadas y también en las Ediciones Urgentes, Zelko no es ni un productor de fetiches, ni un propiciador de infiernos artificiales (Bishop, 2012), ni siquiera un portavoz, sino intercesor[14] a través del cual escuchamos esa palabra que, percibida por quien ahora la profiere, sale del puro ruido para convertirse en discurso articulado.

Los 18 poemas-testimonios distribuidos en las dos Temporadas nos ofrecen historias de niños y adultos, que se articulan, como anticipé, en torno a la pregunta “quién eres”.[15] Una pregunta que, cabe aclarar, Zelko nunca realiza pero que parece estar implícita en la invitación realizada a los distintos participantes a “escribir un libro juntxs”, la frase-proposición con la Zelko da inició al procedimiento Reunión. La pregunta no dicha “¿quién eres?” es lo suficientemente amplia como para que en cada poema-testimonio los testimoniantes se sientan en disposición de narrar lo que más desean. No hay ni pregunta inicial ni contrapreguntas. Como si el dispositivo, artesanal hasta ese momento, compuesto por el propio Zelko a partir de unas hojas sueltas y una lapicera, construyera el espacio apropiado para la expresión de la palabra de esos otros. Sabemos desde Louis Althusser que la ideología también nos interpela y nos construye[16] y que la gubernamentalidad contemporánea nos somete a un constante escrutinio que tiene en la pregunta por el “quién eres” un sitio fundamental. Pero si la pregunta por el quién eres de los dispositivos del poder funciona como modo de reproducción e investimento de una subjetividad atrapada en esa malla de poder, que debe ser constantemente afirmada en su ser igual a sí misma, en las escenas de Reunión se opera una performance desplazada o una contraperformance en la que la palabra de ese otre parece poder operar un desvío. Desde el no saber al saber, desde el intuir al hablar, desde el pensar a afirmar, entre otros múltiples desplazamientos discursivos. Se abre, entonces, un territorio íntimo en el que la subjetividad anuda deseo, imaginación y experiencia. Quizá por ello, especialmente en la Primera Temporada, la voz de los niños tiene tanto protagonismo. Son cinco niños, sobre un total de nueve testimoniantes, que se dejan llevar por la aventura del hablar y le imprimen un tono especialmente onírico, tal como se puede ver en el siguiente fragmento de Akim:

Una vez soñé

que estaba molestando a un niño

pero yo no quería molestarlo

él me tiró una piedra y yo le dije

no me tires, no quiero pegarte

él estaba fumando su marihuana

se llamaba hippie

y le pegué y él lloró

y me sentí muy mal

yo no quería pegarle

y ahí él corrió

y yo me tiré en un cerro

pero el más grande del mundo

y caigo

y sigo cayendo

hasta que un avión

me agarró con un lazo

no tenía dónde ir

sentí que me iba a morir

y ahí aparecí en mi casa

y mi padre se enojó.

No te vuelvas a aventar, me dijo

no tenemos dinero para curarte.

 

Estrategias contrainformativas

En la siguiente etapa del proyecto, la Ediciones urgentes, Zelko se focaliza sobre temas específicos: la criminalización de la migración, la violencia patriarcal, la racialización, la persecución de la disidencia sexual, entre otras. Se trata de poner en escena la voz, y en consecuencia el contrarrelato, de poblaciones en estado de vulnerabilidad, sujetos marginalizados, perseguidos, asesinados, por el orden securitario neoliberal. Así aparece el primer libro, Frontera Norte, resultado de una serie de encuentros realizados entre septiembre de 2017 y octubre de 2018, la mayoría con migrantes provenientes de Latinoamérica y Medio Oriente que al momento de ofrecer sus poemas-testimonio se hallaban viviendo en Estados Unidos o Canadá.[17] En esta ocasión, la tapa ya no reproduce las palabras de Zelko, recluidas ahora en la contratapa, en un movimiento que lo corre todavía más de la escena. En su lugar, leemos un texto coral, que extrae fragmentos de varios de los participantes del libro y compone una reflexión centrada en la migración y el deseo de una vida mejor.

“Los migrantes están siendo construidos como enemigos políticos”. “Los migrantes están siendo incorporados al discurso de la guerra”. “Lo nuevo no son las migraciones, lo nuevo es este régimen de fronteras, esta fantasía neoliberal de gobernar la movilidad humana”. “¿Por qué no podemos entender que la inmigración es la secuela del colonialismo y la esclavitud?”. “¡La migración es la disputa misma de a qué le llamamos frontera!”. “¡Las caravanas migrantes son un levantamiento, una rebelión!”. “¡Este acto que están haciendo los migrantes inventa un nuevo momento histórico y político!”. “Migrar es pura voluntad de vida”. “Todos los seres vivos se mueven a donde hay agua, sombra, comida”. “Migrar es inaugurar un nuevo relato para tu propia vida”.

El relato resultante se encuentra atravesado por dos tensiones que recorren la mayoría de los poemas-testimonio: la persecución, en este caso del migrante como objetivo necropolítico (Mbembe, 2011), y la fuerza subjetivadora que es capaz de contener la decisión de migrar. En efecto, los poemas-testimonios hilvanan voces perseguidas sin que estas queden reducidas a una pura pasividad o sean confirmadas en su daño. Narran su dolor, resultado de experiencias de persecución y desposesión, pero también los puntos de fuga que les han permitido sobreponerse.[18] No se trata, sin embargo, de individualidades emprendedoras (Foucault, 2012; Brown, 2016), sino de voces que dejan ver una amplia red de asistencias solidarias y contingentes, como lo demostrarán, por ejemplo, los poemas-testimonios de Leonila y su hija Norma, integrantes del grupo Las patronas, que ayudan a los migrantes que viajan a bordo del tren conocido como La Bestia.[19] Al igual que el texto de tapa, los trece poemas-testimonios irán constituyendo una voz plural que contiene las marcas de los otros, no porque se conozcan sino porque la migración, como se desprende de este relato coral, siempre es una experiencia colectiva.

Las nueve sillas en la frontera de Tijuana, donde se leerá uno de los testimonios de Frontera Norte.

Las nueve sillas en la frontera de Tijuana, donde se leerá uno de los testimonios de Frontera Norte.

Luego de Frontera Norte, el trabajo de Zelko prescinde de la deriva y se concentra en el procedimiento de la escucha, la producción, la divulgación y el archivamiento. Le siguen Terremoto. El presente está confuso, de septiembre de 2017, en el que se traslada al Distrito Federal cinco días después del sismo que sacudió aquella ciudad. Monta allí una mesa en diferentes calles de las colonias Buenos Aires, Roma Sur, Obrera y Tacubaya. La instalación de la mesa transforma su deambular en una espera situada. Zelko adopta aquí la tradición del escriba. Terremoto compila la voz de dieciséis testimoniantes, identificados apenas por su edad y una letra. Desfilan allí la experiencia del presente y las memorias del devastador terremoto de 1985. Miedos y pérdidas se suceden componiendo nuevamente un poema-testimonio plural que describe a una población vital, nuevamente hay niños entre los hablantes, y en perpetuo estado de vulnerabilidad. La lectura pública aquí, en lugar de articularse alrededor de la ronda y a cargo del testimoniante, como fue realizada en las reuniones previas y lo será en las posteriores, es efectuada por el propio Zelko. Lo que sucede en esas lecturas públicas lo describe así Amanda de la Garza, en un breve texto introductorio a los poemas-testimonios:

Las personas al escuchar sus poemas asentían: “Sí, eso pasó, así fue”, como si alguien más hubiera vivido eso o alguien más lo hubiera relatado. Como si la distancia de leerse en la voz de otro, de leerse en ese instante, pudiera dar cabida a ese relato y a lo vívido, en donde la memoria es por un momento congruente con el temblor del cuerpo, y paradójicamente un recuerdo.

Tal como un ventrílocuo, Zelko reproduce oralmente lo escuchado y tipeado. La oralidad primera atraviesa de este modo un veloz circuito. Emitida por el testimoniante, escuchada y convertida de inmediato en letra impresa y leída por Zelko, se convierte, como apunta el texto citado, en relato y narración capaz de estructurar una experiencia límite y confusa como la producida por el terremoto. Se trata de devolverle inteligibilidad a partir de la resonancia en la boca de otro para que pueda ser reconocida por el propio emisor.Foto accioìn terremoto

Casi un año después, en agosto de 2018, Zelko publica Juan Pablo por Ivonne[20], que recoge la voz y las palabras de la madre de Juan Pablo Kukoc, el joven asesinado por fuerzas policiales en el barrio de La Boca, en la ciudad de Buenos Aires. Aquel crimen consolidó la política de mano dura que ya venía ejecutando el gobierno de Mauricio Macri.[21] El caso Chocobar, así se llamaba el policía que mató a Juan Pablo, es un momento bisagra en la economía emocional del macrismo, cuando la estrategia de la seguridad se impone frente al desastre económico.

Entre junio y octubre de 2019, Zelko se desplaza al sur de Argentina y compone ¿Mapuche terrorista?, el contra-relato del enemigo interno, que recoge las palabras de la comunidad Lof Lafken Winkul Mapu. Allí se narra la recuperación de tierras ancestrales, el posterior desalojo por fuerzas de seguridad y asesinato del joven Rafael Nahuel.[22] Como afirma María Soledad Boero:

A la violencia estatal contemporánea e histórica, el libro contrapone un mundo soterrado por siglos donde se experimentan otras formas de vida, una cultura ancestral pero que resiste y adquiere en la actualidad, otras fuerzas. Un pueblo que muestra su forma de habitar el mundo, el ejercicio de su lengua, el vínculo con la tierra y la naturaleza, el territorio que es una extensión de su cuerpo; la creencia en la machi y sus saberes sin edad; en definitiva, su modo de vivir en comunidad, su resistencia y persistencia ante el hostigamiento del poder colonizador y racista.[23]

Conjuntamente con ese libro, Zelko completa otro con el líder lonko weichafe Facundo Jones Huala, encarcelado por el gobierno de Chile en la cárcel de Temuco, que solo circula entre la comunidad mapuche. De este libro nada podemos decir. Su, hasta ahora, último libro, escrito en abril de 2020 plena pandemia de COVID, lleva por título Lengua o muerte y se realiza por teléfono. En la contratapa del libro, Zelko describe el modo en que utilizó la modalidad telefónica: “Durante abril de 2020 les llamé por teléfono. Me hablaron y escuché. Hice unas pocas preguntas y sonidos para que sepan que estaba ahí. Grabé sus voces. Apenas cortamos, las hice sonar y las escribí. Cada vez que hicieron una pausa para inhalar, pasé a la línea que sigue. Borré las grabaciones, les mandé los textos y los corregimos. Armamos este libro, que tiene una versión digital de descarga gratuita, un audiolibro y una versión en papel que distribuye la comunidad”.[24] Zelko escucha los relatos de tres migrantes de Bangladesh, Rakibul Hasan Razib, Afroza Rhaman, Elahi Mohammad Fazle, y la referente de la red Interlavapies, Pepa Torres Pérez. Los migrantes viven en Madrid desde años y narran la muerte de Mohammed Hossein por coronavirus luego de haber llamado durante seis días a la ambulancia sin obtener apenas respuesta, en parte por no poder hablar ni comprender el castellano. La migración aquí se anuda a la cuestión de la lengua, que ocupa el centro de las narraciones y dispara proyectos colectivos que transforman el dolor de la muerte en capacidad de lucha. Lengua o muerte reconfigura el trayecto realizado o le suma nuevos sentidos posibles. Coloca en el centro del proyecto Reunión la cuestión de lengua, su comprensión, su escucha, sus entonaciones, sus traducciones posibles, la violencia a la que es sometida y la resistencia que de allí es capaz de surgir.

En estos últimos tres libros, Zelko focaliza en colectivos activistas organizados para resistir las políticas de la desposesión neoliberal. Como apuntábamos, los colectivos perseguidos o dañables narran su condición vulnerable pero exhiben la potencia de sus redes y proyectos, tal como puede observarse en las portadas Lengua o Muerte y ¿Mapuche Terrorista?, donde el “nosotros” se adueña de la narración y aparece, en ambos casos y de diferentes maneras, una imagen de futuridad surgida a partir de un daño en el presente:

Lengua o muerte

después de la muerte de mi tío

vamos a luchar porque sea obligatorio

que los médicos de cabecera

que los juzgados

que las escuelas

que todos los sitios importantes

tengan traductores

para poder hablar en nuestro idioma

y para poder entender lo que nos quieren decir.

Somos más de cincuenta mil bangladeshi en España

y más de quinientos mil migrantes

ya no vamos a aceptar que por diferencia de idiomas

alguien se muera

no vamos a aceptar que por diferencia de idiomas no nos podamos entender.

 

¿Mapuche Terrorista?

La historia cambia

y la vamos a cambiar

a través de una forma de vida

que es ancestral

y es política.

¿Cuánto tiempo nos callaron?

Está sucediendo

una transformación

una transformación verdadera,

y sí

eso va a traer consecuencias

porque estamos oprimidos

y necesitamos no estarlo más.

Para la serie de las Temporadas proponíamos la figura del viajero cruzada con la del caminante situacionista, ahora en cambio se nos abre otro campo de referencias. En el borde inferior de Juan Pablo por Ivonne aparece la palabra “contrarrelato” (“el contrarrelato de la doctrina Chocobar”), al igual que Mapuche terrorista, que se define como “contra-relato del enemigo interno”. Esa insistencia permite entender una de las operaciones centrales puestas en juego en las Ediciones Urgentes. Zelko ahora se convierte en un artista etnógrafo (Foster, 2001) que entra en disputa con los relatos emanados de las fuerzas de seguridad y los medios hegemónicos. Y si habíamos pensado en Alberto Greco, Carlos Ginzburg u Oscar Bony para sus derivas, ahora emerge la figura del escritor Rodolfo Walsh con sus investigaciones sobre los asesinatos de José León Suarez durante los años cincuenta del siglo pasado, que derivarían en la escritura de Operación Masacre.[25]

 

De la pobreza de archivo a la performance

Reunión es como un iceberg. Nosotros apenas vemos el resultado final: los libros impresos. Nada o casi nada del complejo proceso que da por resultado esos libros está documentado. En su sitio web apenas hay imágenes de los encuentros que Zelko tiene con los diferentes testimoniantes y ninguna de las lecturas públicas ha sido filmada para que pueda ser reproducida.[26] ¿Cómo leer esa “pobreza” de archivo en el marco de un acentuado giro archivístico en el arte contemporáneo, con exhibiciones cada vez más concentradas en la documentación de procesos más que en la exhibición de obras? Es interesante recuperar aquí la distinción propuesta por Diana Taylor para pensar la performance entre “archivo” y “repertorio”. En relación con el archivo, Taylor sostendrá: “Por su capacidad de persistencia en el tiempo, el archivo supera al comportamiento en vivo. Tiene más poder de extensión; no requiere de la contemporaneidad no coespacialidad entre quien lo crea y quien lo recibe”.[27] Pese a la posibilidad de archivar al menos la lectura en vivo de algunos de sus testimoniantes y de ese modo tener más poder de extensión, Zelko elije no hacerlo. La pobreza de archivo debería ser leída, entonces, como una decisión ética que apunta a preservar el proyecto contra el riesgo de la exotización de ese otre vulnerable, y a poner de relieve el aspecto que considera más relevante: la voz de ese otre.

Sin embargo, algunos escritos del propio Zelko que figuran al final de la Primera Temporada, diversas intervenciones de críticos y artistas que escriben en sus primeras Temporadas, informaciones que nos ofrece en su página web, contribuyen a hurgar en zonas de ese archivo y proponer algunos ejes de lectura generales y transversales a sus dos etapas. Recapitulemos. La intervención de Zelko comienza con un primer encuentro íntimo con la persona o grupo que contará su historia. En ese espacio, al que no tenemos acceso, Zelko escucha y transcribe a mano. No graba ni filma, elige desprenderse de esas mediaciones tecnológicas. Su elección por la mano es una elección por el cuerpo. La mano y el brazo que se van cansando en la tarea del registro[28]. Poner el cuerpo, de este modo, constituye una gestualidad a través de la cual Zelko enuncia su compromiso con la situación, su participación activa. Depone las “armas” tecnológicas e ingresa con su cuerpo a encontrarse con la palabra y el cuerpo del otre. Entrar solo con sus manos es una forma de deconstruir una jerarquía: “vos hablás, yo te grabo”. En segundo lugar encontramos la dimensión performativa y performática. Se trata de una lectura en alta voz que se propone como una ceremonia entre encantatoria, catártica y reescenificadora, y se organiza en torno a un círculo compuesto por nueve sillas en donde se perciben gestos y entonaciones. La palabra impresa en el fanzine toma un primer estado público.[29] Frente a la deslocalización incesante de los discursos públicos, Zelko apuesta aquí por una suerte de barrialización que promueve nuevos lazos comunitarios. Frente a la reproductibilidad de la noticia compartida a través de facebook, twitter o whatsapp, Zelko apuesta aquí a la ceremonia única y aurática. El punto final de Reunión, es el archivamiento, o mejor la constitución de un contra-archivo que busca desterrar los poderes arcónticos que recubren esa palabra en su circulación pública. En efecto, en nuestro presente, las vidas infames o marginales suelen ser narradas por los grandes medios de comunicación y prontamente odiadas en los enunciados trolls, los visitantes anónimos de foros y las fake news que surcan las redes sociales. En el contra-archivo que es Reunión esas voces poseen otra entonación no solo por lo que nos cuentan, sino porque poseen otra forma. En cada uno de los siete libros publicados esa forma es la poesía. Pero, ¿qué significa en este caso “poesía”? Si, como afirma Judith Butler, “la violencia del lenguaje consiste en su esfuerzo por capturar lo inefable y destrozarlo, por apresar aquello que debe seguir siendo inaprensible para que el lenguaje funcione como algo vivo”[30], propongo que pensemos que poesía aquí es la apertura de un espacio que Zelko le abre a esas voces, atrapadas entre el silencio o la asfixia condenatoria, para que allí respiren y continúen vivas. Por ello nos cuenta Zelko, en una línea, en relación a Ivonne, la madre de Juan Pablo Kukoc, pero extendible a todos los libros que componen Reunión: “Cada vez que respiró pasé a la línea de abajo”. La puesta en página que transfigura el testimonio en poesía le ofrece a la palabra una nueva respiración que, sin perder la urgencia o el dramatismo, mantiene su jerarquía verso a verso. Frente a la concentración visual y discursiva que despliega la lógica mediática, repitiendo una y mil veces una misma imagen o un mismo conjunto de frases, la poesía en Reunión abre esas vidas, las multiplica por efecto del verso, de los cortes, por las rimas internas y por los sentidos plurales que se arman tanto horizontal como verticalmente.[31]

Temporalidades fuera de quicio

Hay tres reuniones en Reunión, lo que significa que hay diversos tiempos puestos en juego y que estos desempeñan un papel relevante en el proyecto.[32] En la primera reunión se construye una temporalidad a partir de la oralidad y el trabajo manual. La disponibilidad de la mano de Zelko propicia un tiempo urgente y lento a la vez, exhaustivo y atravesado por el cansancio muscular. La escritura se hace trazo y huella. Este pliegue temporal y primero, este cuerpo a cuerpo, es indispensable para que la ceremonia sea eficaz en términos performativos, para que el testimoniante perciba el compromiso con la situación que pone en acto Zelko. Es aquí, como afirma Claudia Bacci que “quienes testimonian lo hacen con sus capacidades de reinterpretación y autocrítica, de expresividad afectiva y corporal, desde su participación en la comunidad discursiva que define a esos hechos como parte de la trama de historia-memoria que los involucra, en diálogo con otras/otros y como parte de colectivos sociales con perspectivas políticas específicas en marcos sociales que los interpelan, mientras transcurren etapas en sus vidas cotidianas y proyectos”.[33] El testimoniante se transforma en una voz singular-plural.

La segunda reunión es la ceremonia pública y barrial que reúne a nueve personas en ronda. La figura del círculo recupera aquí imágenes de larga duración ligadas a la afectividad y al juego. Reunirse alrededor del fuego, pasar la infusión del mate de mano en mano formando un círculo, o juegos de larga duración tales como “La ronda de la batata”, el “Juan Pirulero” o el “Pañuelito”, por citar unos pocos ejemplos de juegos que se concretan a partir de la ronda y que acuden de inmediato a nuestra memoria afectiva. En relación a los juegos, en su texto “El país de los juguetes. Reflexiones sobre la historia y el juego”, Giorgio Agamben establece una conexión entre el “rito” y el “juego” vinculada al tiempo histórico. Mientras que el rito fija y estructura el calendario, el juego lo anula y lo destruye. Sostiene que numerosos juegos tienen su origen en ceremonias sagradas, en danzas, luchas rituales, adivinatorias. Pero mientras en los actos sagrados se conjuga mito y rito, en el juego solamente se mantiene el rito y no se conserva más que la forma del drama sagrado.[34] La ronda propuesta en Reunión no apela a la trascendencia, más bien la destruye para fundar un tiempo-ahora que se da sus propias reglas. La figura del círculo funciona como recorte y pliegue en relación con un afuera, y es, por supuesto, la imagen de un mundo otro o, más bien, de posible, que se concreta en un ahora.

Hay un aspecto más para señalar en torno a la ronda. ¿Por qué son nueve y no diez sillas? ¿Por qué un número impar y no par? Sin intenciones de proponer lecturas esotéricas, mi hipótesis es que el número nueve marca una ausencia y es la del propio Zelko, que durante estas lecturas se mantiene fuera del círculo. Así como en la reunión Zelko renuncia a su propia palabra, en esta segunda sustrae su propio cuerpo. Se trata, en la reunión íntima y la reunión pública, de procedimientos que buscan asegurar la palabra de quien testimonia y, al mismo tiempo, la menor intromisión del artista. La tarea de Zelko, reitero, no es la del portavoz, un malentendido posible teniendo en cuenta la naturaleza social de los poemas-testimonios, sino, como afirmé anteriormente, la del intercesor, o mejor aún, la del facilitador de situaciones.

Ronda de lectura de ¿Mapuche Terrorista?

Ronda de lectura de ¿Mapuche Terrorista?

Finalmente se produce la tercera reunión a través de nuestra lectura. Sin imágenes, solo palabras, el resultado final pone en crisis la potencial dimensión exhibitiva de Reunión, pues: ¿qué mostrar de este proyecto en un museo?.[35] La tercera temporalidad que funda aquí es la de la lectura. Impedidos de los registros sonoros o fílmicos, como lectores, somos invitados a aceptar la morosidad que los versos nos imponen y recorrer palmo a palmo las vidas allí contadas. Como si Reunión exigiera de nosotros la misma intensidad de escucha desplegada en las etapas anteriores.

En los debates en torno al arte relacional hay dos posturas claramente enfrentadas. La de Nicolas Bourriaud y la de Claire Bishop. El primero piensa el arte relacional como una suerte de espacio en que se ensayan nuevas formas de relación no permeadas por una sociedad cada vez más instrumental; mientras que Bishop sostiene, un poco en respuesta a Bourriaud, que ese modelo supone como premisa una subjetividad transparente.[36] El proyecto Reunión, en el que la relacionalidad ocupa un lugar fundamental, no es fácilmente adscribible a ninguna de esas posturas. Reunión no apunta a exhibir las consecuencias de una sociedad instrumental sobre las relaciones interpersonales, ni mucho menos apunta a exhibir la no transparencia en las relaciones humanas. En sus diferentes etapas, desde las más poéticas del comienzo hasta las más politizadas de sus últimas ediciones, Reunión no persigue una veridicción de alguna hipótesis preliminar. El carácter testimonial deshace los regímenes de verdad/mentira o transparencia/opacidad. La palabra hablada, escrita y leída funciona en un registro testimonial-performativo que narra al mismo tiempo que construye. Los testimoniantes toman la palabra –una palabra en ocasiones ignorada hasta por ellos mismos, otras veces marginada o silenciada, o simplemente guardada a la espera de ser articulada- pero esa toma de palabra también posee, como de algún modo lo hemos venido afirmando, un carácter autopoiético. Narrar en torno a la propia identidad o sobre lo que ha sucedido y lo que se desea implica no solo convocar al pasado y al futuro sino, además, dotar de una estructura narrativa a la experiencia. El testimoniante emerge de ese encuentro como un narrador-poeta.

Visto en su totalidad, el dispositivo Reunión es simple y complejo a la vez. Trabaja a partir de restricciones y distancias. Veamos. Zelko no habla ni participa de la ronda. Desde esa “no participación” y desde la ausencia de imágenes construye parte de su densidad. El resto se juega entre la artesanalidad de su lapicera, que pone a prueba la velocidad de su mano, y la escansión del testimonio que se vuelve público y se rearticula, en una nueva respiración, en la cadencia del verso, que retorna insistente y que hilvana sus sentidos en y entre los enunciados. Como si esas palabras antiguamente enmudecidas o custodiadas, a veces desconocidas hasta para sus propios enunciadores, encontraran un nuevo enlace, un nuevo tiempo, una nueva interfaz plural y una nueva potencia enunciativa en la forma de la poesía. Entonces sí, luego de esa larga travesía, llegan hasta nosotros.

***

Notas

[1] Para pensar en los lenguajes del odio y sus neutralizaciones literarias ver Gabriel Giorgi. “La literatura y el odio. Escrituras públicas y guerras de subjetividad.”, in Revista Transas (http://revistatransas.unsam.edu.ar/2018/03/29/la-literatura-y-el-odio-escrituras-publicas-y-guerras-de-subjetividad/)

[2] Todos los libros del proyecto Reunión se encuentran en: https://reunionreunion.com/

[3] Además de los poemas-testimonios, en las Temporadas participan: Juane Odriozola, Laura Ojeda Bär, Dana Rosenzvit, Guillermina Mongan, Diana Aisenberg, Ariel Cusnir, Mariela Gouric, Julián Sorter, Marina Mariasch, Alejandro López, Ana Gallardo, Ana Longoni, Andrei Fernandez, Andrés S. Alvez, Eva Grinstein, Juan Caloca, Leonello Zambón, Leticia Gurfinkiel, Marisa Rubio, Mauricio Marcín, Osías Yanov, Roberto Jacoby, Santiago Garcia Navarro y Silvio Lang.

[4] Piglia, Ricardo. “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, en El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005, p. 114.

[5] Primera temporada. Buenos Aires, 2018, p. 10.

[6] Ibid, p. 44.

[7] En el texto que Zelko escribe después del poema-testimonio del joven cubano Crespo, de la Segunda Temporada, Zelko exhibe en parte su deambular por una ciudad: “Santa Clara, Cuba. Acá está enterrado El Che. Es la ciudad que liberó cuando bajó de la sierra. Esa conquista confirmó que la revolución era un hecho y que las tropas revolucionarias podían empezar su caravana triunfal hacia La Habana. Camino por una plaza. Hay mucha gente joven. Es jueves a la tarde. Los jueves a la noche, la nueva generación de la trova cubana se junta a cantar en un bar que se llama El Menjunje. Todavía faltan unas horas. Entro al bar. Tiene un patio grande y paredes de ladrillo sin revocar. Detrás de mí aparece un hombre muy alto, muy flaco, con rastas muy largas, muy pocos dientes, y muy borracho. Crespo. Él se ocupa de la movida. “Tú, eres mi hermano”, me dice, y me encaja entre las manos una botella de gaseosa rellenada con el ron que fabrica el Estado. Nos sentamos en la fila de adelante. Van pasando los músicos. Canciones íntimas y ácidas que cuentan cómo es vivir en esta isla hoy. Muchos de los que cantan están censurados por ser socialistas. Todo el mundo se acerca a Crespo. Lo saludan, le agradecen, es la sustancia del lugar. Se hace tarde y hay que irse. Caminamos al Malecón sin agua, una plaza que queda a dos cuadras. Nos sentamos en las escalinatas de una iglesia. Somos unas 30 personas. Hay varias guitarras. Crespo todo el tiempo me abraza y me dice “Tú, eres mi hermano”. Con mucho acento en la U. Me sigue presentando a cada persona que pasa. Nos ponemos a hablar de arte con unos rastas. Les cuento de Reunión. Crespo me dice que él quiere hacer su libro, que tiene unas historias para contar. Dudo. Me cuesta mucho entender lo que dice. Casi no pronuncia las consonantes y habla con la boca muy abierta. Imposible transcribirlo. Le digo que si quiere probamos, pero que nos tenemos que encontrar al día siguiente bien temprano porque a la tarde me voy de la ciudad. “¿Te vas a poder levantar?”, me pregunta”, p. 8.

[8] Octavio Paz, Marcel Duchamp ou o castela da pureza. San Pablo, Elos, 2012, p. 23.

[9] “Teoría de la deriva”, en Internacional situacionista, vol. I: La realización del arte. Madrid: Literatura Gris, 1999, p. 50.

[10] “Alberto Greco: del espectáculo de sí al conceptualismo atolondrado”, en Alberto Greco ¡qué grande sos! Marcelo Pacheco, María Amalia García (org.). Buenos Aires: Museo de Arte Moderno, 2016, p. 113.

[11] Sobre La familia obrera escribí en Restos épicos. Relatos e imágenes en el cambio de época. Buenos Aires: Libraria, 2017.

[12] Primera Temporada, op. Cit., p. 58.

[13] Como postula Jacques Rancière: “Hay política porque el logos nunca es meramente la palabra, porque siempre es indisolublemente la cuenta en que se tiene esa palabra: la cuenta por la cual una emisión sonora es atendida como palabra, apta para enumerar lo justo, mientras que otra solo se percibe como ruido que señala placer o dolor, aceptación o revuelta”, en El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: 2010, p. 37.

[14] La definición de “intercesor” es la de alguien que intercede por otro. Giles Deleuze, en diálogo con Antoine Dulaure y Claire Parnet, sostiene lo siguiente: “Lo esencial son los intercesores. La creación son los intercesores. Sin ellos no hay obra. Pueden ser personas –para un filósofo, artistas o científicos, filósofos o artistas para un científico–, pero también cosas, animales o plantas, como en el caso de Castaneda. Reales o ficticios, animados o inanimados, hay que fabricarse intercesores. Es una serie. Si no podemos formar una serie, aunque sea completamente imaginaria, estamos perdidos. Yo necesito a mis intercesores para expresarme, y ellos no podrían llegar a expresarse sin mí: siempre se trabaja en grupo, incluso aunque sea imperceptible. Tanto más cuando no lo es: Félix Guattari y yo somos intercesores el uno del otro.”, publicado originalmente en (L’Autre Journal, n.º 8, Octubre de 1985, entrevista con Antoine Dulaure y Claire Parnet.

[15] En la Primera Temporada, los poemas-testimonios de los niños son cinco. Me permito establecer una conexión con el libro de Valeria Luiselli Los niños perdidos. Un ensayo en 40 preguntas, un trabajo de difícil definición, como el de Zelko, pero que cuenta su experiencia como intérprete en la Corte Federal de Inmigración en New York como traductora del cuestionario de admisión al que son sometidos los niños indocumentados que cruzan solos la frontera desde México hacia Estados Unidos. El libro comienza así: “¿Por qué viniste a los Estados Unidos?”. Esa es la primera pregunta del cuestionario de admisión para los niños indocumentados que cruzan solos la frontera. El cuestionario se utiliza en la Corte Federal de Inmigración, en Nueva York, donde trabajó como intérprete desde hace un tiempo. Mi deber ahí es traducir, del español al inglés, testimonios de niños en peligro de ser deportados. Repaso las preguntas del cuestionario, una por una, y el niño o la niña las contesta. Transcribo en inglés sus respuestas, hago algunas notas marginales, y más tarde me reúno con abogados para entregarles y explicarles mis notas. Entonces, los abogados sopesan, basándose en las respuestas al cuestionario, si el menor tiene un caso lo suficientemente sólido como para impedir una orden terminante de deportación y obtener un estatus migratorio legal. Si los abogados dictaminan que existen posibilidades reales de ganar el caso en la corte, el paso siguiente es buscarle al menor un representante legal”. En este caso, es el Estado el que pregunta, y exige una respuesta acorde, sobre el “quién eres”, en Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas). México: Sexto Piso, 2018. p. 9. Por otra parte, destaco lo que apunta Judith Butler: “Creo que podemos ver que esta pregunta atraviesa debates contemporáneos sobre multiculturalismo, inmigración y racismo. Es una pregunta que cambia su tono y forma dependiendo del contexto político en el cual es movilizada. Así, por ejemplo, puede ser preguntada desde una posición de supuesta ignorancia (“eres tan diferente de mí mismo que no puedo entender quién eres”), o puede ser formulada como una invitación a la escucha de algo inesperado y con el objetivo de revisar las presuposiciones culturales o políticas del sí mismo, o incluso cambiarlas drásticamente”, in Judith Butler, Athena Athanasiou. Desposesión: lo performativo en lo político. Buenos Aires: Eterna cadencia, 2017, p. 95.

[16] “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”, in Ideología. Un mapa dela cuestión. Buenos Aires: Fondo de Cultura, 2005.

[17] El libro se compone de un total de 13 poemas-testimonios ofrecidos por: Roxana (Guatemala), Ahmed Moneka (Irak), Almendra Reina (México), Njoud Aghabi (Jordania), Norma (México), Leonilla (México), Ceyla Willy Valiente (Miccosukke), Andrés «Kiki” Puntafina (Cuba), Carlos (Venezuela), Delbert Zepeda (El Salvador), Jessica Collins (Estados Unidos), Roland Jackson (Haití), Alex González (Guatamala). El libro se completa con reflexiones de Sayak Valencia, Alba Delgado, Verónica Gago y Amarela Varela.

[18] El poema-testimonio de Maritza, una mujer trans, resulta elocuente desde el comienzo y exhibe la pregunta por el “qué te ha sucedido”: “Yo tengo todo el cuerpo marcado / toda la piel / todos los ataques / todos los golpes que recibí / los puedes ver / los puedes tocar”. Poco más adelante, Valeria, otra de las testimoniantes, se encarga de testimoniar su punto de fuga: “Y un día / corriendo en el parque / me encontré aquí una comadre / una amiga que conocí cuando yo era una sexoservidora / y empezamos a ir a correr juntas al Flushing Park / por la mañana / con mucho frío. / Ella me quería alejar de la soledad / y me dijo, “Oye” / aquí cerca dan unas clases de Zumba / gratis / ¿por qué no vamos”? / Llegamos y veníamos con medio de entrar / pero entramos y estaban todas las luces apagadas / todo a oscuras / nomás el proyector se veía / y nos gustó / bailamos y bailamos y bailamos y bailamos”, p. 37.

[19] La Bestia (también conocido como El tren de la muerte) es el nombre de una red de trenes de carga que transportan combustibles, materiales y otros insumos por las vías férreas de México, sin embargo este no solo transporta materias primas sino que también es usado como un medio de transporte por migrantes, principalmente salvadoreños, hondureños, mexicanos y guatemaltecos, que buscan llegar a Estados Unidos. Los puntos de acceso a la ruta de La Bestia desde la frontera sur de México eran Tenosique (Tabasco) y Ciudad Hidalgo (Chiapas) pero en el 2005 el huracán Stan destruyó las vías y ahora el trayecto de 275 kilómetros hasta la ciudad de Arriaga deben realizarlo a pie, este termina su recorrido en Tamaulipas, Sonora o Baja California.

[20] Participan y comentan en la edición ampliada: Esteban Rodriguez Alzueta, Luci Cavallero, Verónica Gago, Ileana Arduino, Dana Rosenzvit, La Negra Quinto y el Colectivo Juguetes Perdidos.

[21] En este caso los comentadores son: Esteban Rodriguez Alzueta, Luci Cavallero, Verónica Gago, Ileana Arduino, Dana Rosenzvit, La Negra Quinto y el Colectivo Juguetes Perdidos.

[22] Aquí comentan: Soraya Maicoño, Pilar Calveiro, Claudia Briones y Eli Sánchez Alcorta.

[23] Boero, María Soledad.” Voces y mundos que resuenan. Apuntes sobre el vínculo entre lo sensible y lo político a partir del “procedimiento” compuesto por Dani Zelko. El caso Lof Lafken Winkul Mapu”. Mimeo, 2019, p.7.

[24] Esta es la información que el libro ofrece en la segunda página: “Razib, Afroza y Elahi son migrantes. Nacieron en Bangladesh, viven en Madrid. El 26 de marzo, en medio de la crisis por el Covid-19, Mohamed Hossein, un paisano suyo, murió en su confinamiento después de llamar durante seis días a los sistemas de salud y emergencia. Ningún médico fue a atenderlo, ninguna ambulancia lo fue a buscar, hablaba poco español. Desde entonces, junto a otras organizaciones migrantes y sociales, están armando un movimiento por la lengua, exigiendo traducción oral obligatoria en centros de salud, escuelas, juzgados, oficinas del Estado. Interpretación ya para entender lo que les dicen, para hacerse entender, para vivir en su lengua.”

[25] Es interesante, además, pensar cómo el último trabajo, Lengua o muerte, puede ser leído en clave alegórica como cifra del proyecto Reunión.

[26] En el sitio web hay imágenes de algunos testimoniantes del libro Terremoto. El presente está confuso y de Ivonne, la mamá de Juan Pablo.

[27] Taylor, Diana; Fuentes, Marcela. Estudios avanzados de performance. México: Fondo de Cultura, 2011, p. 14.

[28] Luego del poema-testimonio de Montaña, en la Primera Temporada, Zelko escribe: “Ningún encuentro se graba. Escribir fue mi grabador. Se me cansaba bastante la mano y ese cansancio funcionaba. Se hacía visible que las dos partes éramos indispensables para que los poemas queden en papel, se hacía evidente que estábamos entregados a la situación. Funcionábamos como una energía común. Quizás esta forma de escribir pueda disolver un rato los límites del propio cuerpo y suspendernos en un cuerpo compartido”, p. 33.

[29] Con esos relatos, los que surgen como resultados de los viajes y los más políticamente direccionados, Zelko imprime fanzines que entrega a cada una de las personas a las que escuchó para que ellas puedan regalarlos, lo que les permite apropiarse de esa palabra entregada primeramente, luego organiza una ceremonia de lectura con nueve participantes congregados en un círculo de nueve sillas en el que uno o varios leen de los fanzines lo que le contaron a Zelko. Cuando culmina esta etapa, se imprimen libros que compilan los textos de los fanzines, informaciones de los encuentros y textos de lo que Zelko llama “portavoces”, sujetos afines a los autores originales que pueden, eventualmente, “representarlos” en futuras rondas de lectura, además de textos de artistas, activistas e investigadores.

[30] In Lenguaje, poder e identidad. España: Síntesis, 1997.

[31] El procedimiento comienza y termina en lapso breve. Que sea así resulta esencial para el tipo de proyecto que es Reunión porque puntúa la urgencia y comenta los circuitos de información puestos en juego.

[32] Zelko lo enuncia de este modo luego del poema-testimonio de Diana, compilado en la Primera Temporada: “en cada instancia de esta obra, se abre una nueva distancia. Yo y lo que digo: una distancia. Yo que te escucho: otra distancia. Yo que escribo lo que escuché: otra distancia. Parece un mecanismo intrínseco y ontológico de cómo funcionan las obras, de las posibilidades de distancias que abre una obra. Distanciarse del propio yo, del lugar donde uno está, de algo que sintió, de su voz”, p. 20.

[33] Subjetividad, memoria y verdad: Narrativas testimoniales en los procesos de justicia y de memoria en la Argentina de la posdictadura (1985-2006). Tesis de Doctorado. Universidad de Buenos Aires, 2020, p.15.

[34] Agamben, Giorgio. “El país de los juguetes. Reflexiones sobre la historia y el juego”, en Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2001.

[35] Una de las formas de mostrar ha sido la lectura en ronda de los textos pero realizada por otras personas a los que Zelko denomina “portavoces”.

[36] Ver especialmente Nicolas Bourriaud. Estética relacional. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006, Claire Bishop. “Antagonism and Relational Aesthetics”, en October, Vol. 110 (Autumn, 2004); y Claire Bishop. Artificial Hells. Participatory Art and the Politics of Spectatorship. Londres, New York: Verso, 2012.

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Puig en Río: la sexualidad “casi” escondida

Por: Juan Pablo Canala (UBA/PEHESA-IHAyA)

Traducción de la entrevista: Jimena Reides

Imagen: tapa de revista Lampião da esquina (Año nº 3/ Nº 28)

Lampião da esquina fue una revista brasileña dedicada íntegramente a difundir obras, artistas y movimientos políticos LGTTB, que circuló entre los años 1978 y 1981. En el año 1980 publicaron una entrevista a Manuel Puig (quien entonces vivía en Brasil y sus novelas estaban siendo traducidas al portugés y sumando lectores en el país vecino),  cuyas imágenes y traducción al español publicamos en esta nota, en conmemoración de los 30 años de su fallecimiento.

El investigador Juan Pablo Canala, quien junto a Graciela Goldchluk y Lea Hafter actualmente se encuentra clasificando y estudiando el archivo Puig de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, escribió para Transas este magnífico ensayo, en el que narra los bemoles del desembarco de Puig en Río de Janeiro y el esfuerzo del escritor porque su obra no quede suscrita a una sola tradición ni a su propia biografía, algo que se puede ver ya en el título de la entrevista, Puig habla de casi todo.


1.- Desembarco (Hotel Riviera, Copacabana, 1980)

En septiembre de 1980, luego de ocho meses de residir en Río de Janeiro, Manuel Puig todavía no lograba solucionar los contratiempos inmobiliarios que demoraban su permanencia definitiva en la ciudad. En las cartas enviadas durante esos primeros meses a su familia, pueden leerse esos vaivenes: “ya estoy por dar la seña”, “acá parece que las inmobiliarias trabajan de modo muy descuidado”, “no hubo caso en Leme”[1].

Le tomará casi todo ese año dar con la casa ideal para establecerse de forma definitiva en la ciudad. A pesar de eso, Puig se apropiará del hall y del bar del hotel Riviera, ubicado en la Avenida Atlántica 4122. Allí, en el corazón de Copacabana, recibía a periodistas, amigos y editores, mientras que en los momentos más plácidos se dedicaba a caminar por la playa, entrando en el corazón mismo de la vida carioca. Esa cotidianeidad, como lo muestran esas cartas, hecha de playa y carnaval, son la evidencia contundente de que Puig estaba dejando de ser tan solo un turista en Río. Ese vínculo propio e intenso con la ciudad, con sus costumbres y con el idioma durará  casi una década y volverá la experiencia en Brasil una marca indeleble en sus dos últimas novelas.

 

2.- A Aranha

Dos meses antes, el 7 de julio de 1980, los diarios cariocas anunciaron la presentación de O beijo da muhler aranha, la traducción local de la celebrada novela que Puig había publicado en Barcelona en 1976. Con su cuarta novela disponible en portugués, y con la apuesta fuerte de la editorial Codecri dentro del mercado editorial, Puig se convertiría en uno de los escritores extranjeros más reconocidos en Brasil. La traducción del libro, hecha por Gloria Rodríguez y supervisada por el propio autor, llegó a agotar ocho ediciones sucesivas en el término de dos años. La historia de un militante político y de un homosexual soñador, llamados afectuosamente por los lectores tan solo como Valentín y Molina, causó un enorme impacto en el público local, alimentado por el éxito que la novela ya había tenido en Europa y Estados Unidos. Pero los destinos de Puig y de esa novela estarían atados a Brasil con lazos más estrechos y fuertes que los del mero éxito editorial.

Unos meses antes del lanzamiento de la traducción de El beso, en enero de 1980, Puig comenzó a bosquejar la estructura y las escenas para la adaptación cinematográfica de su novela. En el reverso de una carta de oferta por la compra (fallida) de un departamento en Leme, esbozó la primera versión del guion que le entregará al cineasta Héctor Babenco, un argentino radicado desde 1963 en San Pablo. Sobre esa versión original, Babenco y el coguionista que lo había acompañado en Pixote, Jorge Durán, irán corrigiendo y reescribiendo el texto a lo largo de tres años.[2] La relación de Puig con el director no fue del todo satisfactoria, le dirá a su familia al respecto: “el Babenco, sigue con la cuestión de la mujer araña…dijo tantos disparates que quedé planchado ¡qué redoblona de burros!”.[3] Puig, que había estudiado cine en Roma, que tenía una serie de guiones escritos y que había participado en las adaptaciones de otros libros (propios y ajenos) se sentía autorizado para opinar acerca de las decisiones que debían tomarse a la hora de llevar su novela a la pantalla grande. Babenco, en cambio, reivindicaba su derecho de tomar la versión de Puig no como un mandato inopinable, sino más bien como un valioso pero provisorio punto de partida: “hemos discutido mucho con él. Él nos presentó inclusive un guion, del cual aprovechamos cosas muy interesantes. Pero en rigor, la estructura narrativa del guion es nuestra.”[4]

¿Qué era aquello que a Babenco no lo convencía de esa versión que Puig bosquejó durante los primeros meses en Río? Explorando esos manuscritos conservados en su archivo es notable que la adaptación de Puig volvía a darle a la figura de Molina (y de sus filmes dialogados) una centralidad absoluta y hacía que Valentín, desde la óptica del futuro director, quedara deslucido: “hemos actualizado en cierta forma el personaje del guerrillero, que en el libro está un poco dejado en segundo plano por la exuberante personalidad del homosexual (…) Y nosotros intentamos darle un vuelo, un peso y una estatura idéntica a la del homosexual.”[5]

Si Babenco en su adaptación pretendía enfatizar a la figura de Valentín, nada más y nada menos que la de un militante político revolucionario, la lectura de esta novela entre los grupos de militancia gay locales, por el contrario, centraba su mirada en Molina. Una de las publicaciones que más activamente se interesó en los pormenores de escritura del libro fue la revista Lampião da Esquina.[6] Publicada entre 1978 y 1981, en el marco de la apertura política que atravesaba Brasil, la revista fue portavoz central de la visibilización de la cultura gay local. Sus páginas buscaban llamar a la reflexión política e introducían debates culturales sobre la identidad gay, estableciendo nexos y diálogos con los movimientos homosexuales del exterior.[7] El programa que fijaba la publicación en su editorial proponía “Salir del gueto” yendo en contra de las ideas difundidas acerca de que el homosexual: “es un ser que vive en las sombras, que prefiere la noche, que encara su preferencia sexual como una especie de maldición” y concluía: “Lampião deja bien en claro lo que va a orientar su lucha: nosotros nos empeñaremos en desmoralizar ese concepto que algunos nos quieren imponer.”[8]

La publicación en Brasil de la novela de Puig se constituyó como un núcleo de interés para la revista, que no solo publicó en su número 27 (agosto de 1980) una reseña escrita por Jorge Schwartz, sino que también la incluiría sistemáticamente en la sección de libros recomendados. Fue en ese libro de Puig, que encerraba en una celda a la política con la sexualidad, donde los movimientos gays vieron que el único lugar posible para ese diálogo era la literatura, y que el encuentro de esos personajes constituía, en palabras de Daniel Link, una experiencia radical, “una manera de ver el mundo y de concebir la relación entre la voz y la escritura.”[9] Fue esa voz escrita que el autor le da a Molina y Valentín lo que para la revista se volverá una oportunidad política, ya que en sus números exponía, sistemática y continuamente, el desprecio que la izquierda revolucionaria tenía en relación a la homosexualidad.

En el número siguiente de septiembre de 1980 y aprovechando que Puig residía en Río, la revista dio a conocer un diálogo que el consejo editorial tuvo con el autor a propósito de la novela, que Transas da a conocer por primera vez en español. La nota, ilustrada con varias fotos del encuentro con el escritor se tituló “Manuel Puig habla de casi todo”. Aunque los comentarios editoriales enfatizan el buen humor de Puig y el clima festivo en el que se desarrolló la nota, una lectura más atenta del diálogo revela por momentos un posicionamiento defensivo por parte de Puig alrededor de ciertos interrogantes que los entrevistadores consideran cruciales para la comprensión de la novela: la construcción del personaje homosexual, la inscripción del libro en una tradición literaria gay, la propia condición sexual del autor. Ese “casi todo” que titula la nota también funciona como advertencia para los lectores acerca de aquello que Puig se resiste a decir, no porque no haya sido debidamente interrogado, sino porque hay preguntas que, como veremos, el reporteado deliberadamente elude. ¿Qué se esconde entonces detrás del casi? ¿Qué expectativas tenían los entrevistados en relación con las eventuales respuestas?

El primer foco de atención se vincula con la eventual relación autobiográfica entre el autor y su personaje. Las vivencias y la condición sexual que Molina exhibe en el libro motivaron a que los críticos dijeran que: “el personaje de Molina, de El beso de la mujer araña’ es Puig.” Deslindando esa identificación, Puig contesta, no sin ironía: “Está queriendo decir que yo soy homosexual, con una fijación femenina y corruptor de menores” y remata con cierta exasperación “¡Yo no soy Molina! ¡Tenemos muchas cosas en común, pero no soy él!”.[10] Puig no permite que su personaje se reduzca solamente a una traducción ficcional de su propia condición o de su experiencia personal. En contra de esta lectura, Puig reafirma que Molina es más bien una parcialidad “una posibilidad mía (…) una manera de enfrentar problemas míos”.[11]

Además de una eventual identificación entre las experiencias del autor y del personaje, el otro punto nodal de la discusión que introduce la entrevista se vincula con la apelación al imaginario femenino, con el que Puig construye la figura de Molina y que fue objeto de críticas por parte de algunos movimientos gays, quienes: “querían un homosexual fuerte”.[12] Reivindicar esa dimensión femenina de lo gay era para Puig una posibilidad de expresar cómo los homosexuales, de la misma manera que las mujeres, eran igualmente objeto de un discurso machista y autoritario asumido por los hombres heterosexuales. Al reafirmar la dimensión femenina de Molina y al confrontarla con otros modelos posibles del homosexual, por ejemplo el del “hombre fuerte”, Puig desmonta imaginarios que pretenden estandarizar o circunscribir las identidades sexuales, reivindicando la libertad como principio fundamental y reclamando la aparición de nuevos lenguajes y prácticas políticas que contribuyan a describir realidades subjetivas y sexuales también nuevas: “Creo que no se debe perder de vista el fin último de la liberación que es el de la sexualidad total. Está bien, vamos a defender una posición de minoría atacada, unirnos para defenderla mejor, pero no por eso pensemos que ese es punto final. Porque así los heterosexuales también estarían en lo cierto al defender sus posiciones cerradas”.[13] Cuando Puig llama a eludir los límites cerrados que imponen los guetos, está pensando en la necesidad de encontrar una sexualidad nueva que prescinda de aquellos dogmatismos y clasificaciones maniqueas, los mismos que el discurso machista empleó para marginar y segregar a los homosexuales. No se trata solamente de reafirmar la diferencia, sino de poder superarla.

Otra pregunta de los entrevistadores se vincula con la eventual “tradición de novelas homosexuales, o que abordan el tema” en la Argentina. Debemos pensar que las preguntas de la entrevista también buscan consolidar un programa de formación cultural destinada a su público a través de un sistema de lecturas. Esto resulta fácilmente evidenciable si se atiende a la sección de reseñas y de libros, donde por medio de textos que responden a diferentes disciplinas, se construye una suerte de canon de lecturas asociado a temas de sexualidad. La revista recomienda tanto libros de corte sociológico como los de Wilhelm Reich o de Michel Misse, como autores literarios abiertamente gays como Roberto Piva, João Silvério Trevisan y, en ese mismo grupo, también a Puig. Ante la pregunta sobre la presencia gay en la literatura argentina, se muestra evasiva en la respuesta: “no soy la mejor fuente para hablar de eso, porque mis lecturas son muy limitadas. No me avergüenza decirlo, porque mi formación fue otra, fue cinematográfica, me cuesta mucho concentrarme en la lectura, trabajo todo el día”.[14]

Puig, que admiraba a Roberto Arlt, en cuya primera novela un homosexual cuenta él mismo su historia, que conocía la escritura de muchos de los que habían sido sus compañeros del Frente de Liberación Homosexual, como Juan José Sebrelli o Néstor Perlongher, prefiere no hablar de una tradición argentina al respecto. Oculta deliberadamente su condición de lector, desentendiéndose de aquellos textos y autores que, eventualmente, pudieran constituir una serie donde El beso se integre a una literatura gay argentina. En sus silencios Puig parecería querer evitar una lectura reduccionista de su libro, puesto que la potencialidad del texto no está en el hecho de que uno de sus protagonistas sea homosexual, sino que se trata de un encuentro entre esos mundos por entonces irreconciliables en lo real: el de la militancia revolucionaria y el de la sexualidad. En serie con esta prudencia de Puig, que elude ostensiblemente otros intentos de ligarlo a la cultura gay, a lo largo de la entrevista quienes lo reportean intentan indagar sobre la sexualidad del autor, sobre su situación sentimental, sobre las eventuales (y sexuales) razones que lo llevaron a radicarse en Brasil:

“¿Pero fue solo por eso que vino a vivir a Brasil? ¿Alguna historia de amor?

Puig – Uhn… Bueno, gente bonita hay en otros países también.

(La explicación no convence, todos protestan; alguien dice que Puig está huyendo del asunto. Alceste no pudo ser más explícito: ‘¿Fue por causa de un hombre?’)”[15]

Puig enmudece. Si bien su sexualidad no era un tema tabú, no estaba oculta para sus amigos, familiares y gente cercana, si bien sus libros (algunos de ellos muy fuertemente referenciales en términos autobiográficos) exhibían una sensibilidad vinculada a su condición sexual, Puig se rehúsa a hablar en público del tema. En la esfera de lo público, cuando es más Manuel Puig que Juan Manuel Puig Delledone, reivindica para sí el derecho no a ocultar su sexualidad pero si a preservar su intimidad alrededor de ella. Puig no habla en entrevistas sobre sus romances, sobre sus preferencias eróticas o sobre sus fantasías y parecería percibir que en el entre-nos de los entrevistadores de Lampião hay una suerte de expectativa alrededor de un coming out que no se produce. Es posible que el silencio elocuente de Puig contraste con la figura imaginaria que los militantes gays brasileños se habían formado de él: la del exitoso escritor argentino pública y abiertamente gay. El sentimiento de contraste entre la imaginación y la experiencia es lo que termina por edificar el casi que titula nota.

El beso de la mujer araña parecía estar condenada a una lectura selectiva, la insistencia de Babenco en la figura de Valentín y la de los activistas gays brasileños en la de Molina parecía no advertir que la potencia narrativa del libro no se producía en uno u otro personaje, sino en el cruce de ambas subjetividades. Tal vez esa lectura más precisa los lectores de Lampião podían ir a buscarla a la reseña de la novela que había hecho Jorge Schwartz y que se había publicado en el número anterior. Con enorme lucidez, la reseña captaba de una forma muy aguda lo que el libro proponía: “Los mitos del celuloide que resuenan en el cuerpo y en la voz de Molina son equivalentes a las aspiraciones heroicas del guerrillero Valentín: dos utopías de un mundo colonizado, donde María Félix y Che Guevara se complementan y encuentran un lugar común”[16] y concluye: “El éxito evidente de la novela reside precisamente en lo que más quiere desenmascarar: el discurso de la opresión y la porosidad de ciertos modelos esquemáticos”.[17] Lo que la reseña capta de la novela es justamente esa porosidad que las miradas antagónicas no permiten advertir. Ni Valentín es totalmente revolucionario, ni Molina es completamente un alienado. Sus posiciones subjetivas, sus experiencias, reivindican lo parcial, lo coyuntural de un encuentro posible, en el contexto de discursos monolíticos más preocupados por las certezas que los sostienen en lugar de mostrar realidades cada vez más difíciles de asir.

Cuarenta años después, gracias a la generosidad de Carlos Puig, reviso metódicamente los ejemplares que el escritor conservó en su biblioteca personal pero no logro dar con ningún número de Lampião. Examino los sobres de reseñas y manuscritos que, junto a Graciela Goldchluk y Lea Hafter, todavía estamos clasificando del interminable archivo Puig. En una carpeta de recortes encuentro una hoja de la revista. Puig, como quien artesanalmente pretende resguardar la memoria de aquello que rodea a su obra, muy prolijamente recortó la reseña y la guardó. La entrevista, en cambio, esperó hasta ahora para ser finalmente exhumada.

ENTREVISTA

Manuel Puig habla de casi todo

El noviazgo entre Lampião y Manuel Puig es antiguo, y ya tuvo hasta una especie de ruptura cuando alguien le dijo en Nueva York que habíamos lanzado (¡imagínenlo!) una edición pirata de su libro El beso de la mujer araña. En realidad, algunos “lampiônicos[i]se empeñaron personalmente en ver el libro publicado en Brasil, al acompañar de cerca las negociaciones con la Editora Civilização Brasileira, primero; y con Livraria Cultura, después. Hasta que Jaguarette do Pasquim entró en el baile y Codecri compró los derechos de publicación.

 

La entrevista había sido pautada para un lunes de agosto, con los entrevistadores Francisco Bittencourt, Leila Míccolis, João Carneiro, Alceste Pinheiro, Antônio Carlos Moreira, Marcelo Liberali y yo; Adão Acosta llegó después. Recordábamos, preocupados, una de las cosas que se suele decir sobre el escritor argentino: “Puig es una persona muy difícil”. Llegó quince minutos después de la hora pautada, con un bolso y un paraguas (afuera se estaba desatando un temporal, y buena parte de la entrevista tuvo como banda sonora el repiqueteo de los truenos). Luego de dar algunos autógrafos (El beso de la mujer araña ya es un best seller incluso en nuestra redacción), se sentó en el lugar indicado por la fotógrafa Cyntia Martins, listo para charlar.

 

No, Manuel Puig no es la “persona difícil” que nos habían hecho creer. En realidad, fue la entrevista más divertida que hizo Lampião con un entrevistado que usaba y abusaba de una mímica que incluía horquillas de cabello imaginarias, peines, abanicos de plumas, sombra, lápiz labial y rouge: todo un conjunto de gestos relajados con los que intentaba resaltar las cosas importantes que decía. No se habló de la Argentina, pero eso no fue una falla: lo que Manuel Puig tiene para decir sobre su país ya está en sus libros, principalmente en El beso de la mujer araña, que tiene tanto que ver con todos nosotros (Aguinaldo Silva).

 

Aguinaldo: Leí dos críticas brasileñas sobre tu libro.  En ellas, los críticos decían que el personaje de Molina, del Beso de la mujer araña, es Puig. ¿Le dijiste eso a alguien?

Puig: No, e incluso me enojé por eso. De esa manera, están queriendo decir que soy homosexual, que tengo una obsesión con lo femenino y que soy corruptor de menores.

 

Alceste: ¿Es por eso que no te gusta que te comparen con el personaje de Molina?

Puig: ¡No soy Molina! Tenemos muchas cosas en común, pero… ¡no soy él!

 

Aguinaldo: Como tampoco sos el personaje de Valentín…

Puig: ¡Mucho menos Valentín! (Risas generales. Es una pausa para situar a quienes aún no leyeron el libro: Molina es un mariquita, Valentín es un zurdo convicto. Los dos están presos en la misma celda de una cárcel argentina, ¿entienden el drama, queridas?)

 

Francisco: Pero cada uno de ellos tiene un poco de vos…

Puig: Bueno, mis protagonistas siempre son una posibilidad mía; las mujeres y los hombres. No podría tener un protagonista torturador, por ejemplo. Uso cada personaje como una forma de enfrentar mis problemas: a través de ellos creo tener más coraje, más valor para analizar estos problemas, que directamente en la vida. Entonces, mis protagonistas son siempre posibilidades mías. Por eso, un torturador no podría ser protagonista de una de mis novelas; podría estar allí, tal vez como un elemento importante para la acción, pero como no comprendo este personaje, no puedo desarrollarlo.

 

Alceste: Pero reconocés, entonces, que tenés cosas de Molina y de Valentín…

Puig: Es posible…

 

Alceste: Más de Molina, ¿no? ¿Cuáles serían esas cosas?

Puig: Bueno, escribí esta novela porque necesitaba un personaje que defendiera el papel de la mujer sometida. (Otra pausa. Puig desiste del portuñol y anuncia: “Voy a decir todo en español, ¿está bien?”. Leila y Aguinaldo se miran seriamente, ya que uno de los dos después tendrá que desgrabar la cinta…). En ese momento, no estaba decidido a trabajar con un protagonista homosexual. Lo había postergado siempre, por una razón muy obvia: es que los lectores heterosexuales tenían tan poca información sobre lo que era la homosexualidad, que me parecía difícil hablar del tema. Después de todo, siempre se fabrica un personaje con la complicidad del lector, ¿no? Entonces, contaba con lectores que tenían poca información sobre el tema y por eso, directamente, prefería no abordarlo. Pero lo que me interesaba poner en debate era el papel de la mujer sometida, y solo se me ocurrió un personaje que podría representarlo: ¡era un homosexual con una obsesión por lo femenino! Eso también me llevó a incluir las notas al pie de página en el libro, para que el lector pudiera situarse mejor delante del personaje de Molina. Sí, porque existen muchas cuestiones sexuales que aún no están claras y una, sin duda, es la cuestión de la homosexualidad. Hasta hace pocos años no se sabía nada sobre esto; solo hace unos diez años comenzaron a aparecer libros, investigaciones, hubo más información. Otra cuestión: ¿quién sabe algo sobre la sexualidad de la mujer después de la menopausia? ¿Quién sabe exactamente qué sucede con ella? ¿El placer sexual disminuye, aumenta? ¡Es un misterio!

 

Leila: ¿Ya pensaste en escribir un libro sobre esta cuestión?

Puig: No sé, nunca lo había pensado.

 

Aguinaldo: Pero entonces El beso de la mujer araña no es un libro de Manuel Puig sobre la homosexualidad. ¿Creés que todavía les debés ese libro a tus lectores?

Puig: Bueno, aunque ésta no haya sido la intención inicial, creo que el libro terminó convirtiéndose en una discusión sobre la homosexualidad. Ahora, mi próximo proyecto es un libro sobre un muchacho brasileño… (Risas generales. Alguien, no identificado, proclama: “Ese personaje, Puig, lo conocemos muy bien”).

 

Francisco: No estoy de acuerdo con Aguinaldo. Creo que El beso de la mujer araña es un libro sobre la homosexualidad, sí. Y no hay nadie más homosexual que este Molina. Diría, incluso, que es autobiográfico. Por ejemplo: las películas que cuenta, que las vi todas…

Puig: ¡No son mis mitos!

 

Francisco: … Ya sé que no son. Esas películas las viste en la adolescencia, ¿no?

Puig: En la infancia…

 

Francisco: Me acuerdo de todos: La mujer pantera…

 Puig: Ese lo usé todo. La vuelta de la mujer zombi, también. De Sin milagro de amor, solamente usé la primera parte: la segunda era tan mala que la reescribí, quiero decir, Molina la reescribió. El de la alemana la inventé.

 

Francisco: ¿Pero no es El judío errante?

Puig: No, la inventé. Pero mirá bien: estas películas no son mis mitos, sino de Molina. Mi cine preferido es aquel de los primeros años de la década de 1930, cuando los géneros cinematográficos aún no estaban completamente establecidos y aparecían mezclados en la misma película: Sternberg, Lubistch, etc.

 

Aguinaldo: En Brasil, ya podemos decir que hay una tradición de novelas homosexuales, o que abordan el tema. ¿Sabés de algo parecido en Argentina? Por ejemplo: hay una novela de Julio Cortázar, Los premios, que tiene un personaje homosexual.

Puig: Bueno, no soy la mejor fuente para hablar sobre eso, porque mis lecturas son muy limitadas. No me da vergüenza decir eso, porque mi formación fue otra, fue cinematográfica. Me resulta muy difícil concentrarme con la lectura. Trabajo todo el día, y a la noche, si decido leer un libro de ficción, me da ganas de reescribirlo. Por eso, prefiero leer biografías, ensayos, etc. Ficción, nunca. (En este punto de la entrevista, la media docena de escritores presentes se marchitan por la decepción; el que esperaba ofrecerle uno de sus libros a Puig desiste en ese momento). La lectura, para mí, solo si no tiene estilo; porque, si lo tiene… ¡ay!, me vengo en ese momento, agarro la lapicera y empiezo a arreglarlo…

 

Aguinaldo: Es cierto, te preparaste para hacer cine. ¿Y cómo terminaste en la literatura?

Puig: Bueno, en realidad, estaba escribiendo un guion. No sé bien en qué momento ese guion se transformó en telenovela (Boquitas pintadas fue el primer libro de Puig), porque fue algo que sucedió solo. Creo que fue porque, por primera vez, estaba trabajando con material autobiográfico. Antes, en mis guiones, hacía copias de películas antiguas; me apasionaba copiar, y no crear. Pero, cuando decidí escribir un guion a partir de un tema autobiográfico, necesité mucho más espacio, y así surgió una telenovela.

 

Alceste: ¿Fue una cuestión de comodidad, entonces?

Puig: No, de exigencia del tema: me pidió un tratamiento analítico, y no sintético. Eso solo sería posible en una telenovela.

 

João Carneiro: Volviendo a esta historia de que no te gusta leer, ¿cómo es que hiciste esa investigación sobre la homosexualidad incluida en las notas al pie de página de El beso de la mujer araña, entonces?

Puig: Bueno, eso no me costó nada, porque no era ficción. Mi problema es solo con la lectura de ficción.

 

Alceste: Pero, ¿cuál fue tu intención al poner esas notas en el libro?

Puig: Ya lo dije: fue explicar mejor el personaje de Molina. Mirá, pensé particularmente en la España de Franco; en esos jóvenes de provincia, que estaban saliendo de toda esa represión, que nunca habían leído ni siquiera a Freud… No sabían nada sobre homosexualidad, ¿cómo iban a entenderlo a Molina sin esas notas?

 

João Carneiro: Para mí, escribiste un libro que no es solamente sobre homosexualidad, sino también sobre la sexualidad: lo que se discute en tu libro es la cuestión sexual. Creo que es muy importante esta salida del gueto…

Puig: Ah, sí, me preocupa mucho esta cuestión del gueto, principalmente por el tiempo que viví en Nueva York. Ahí se crean verdaderos guetos, y no creo que esta sea una solución correcta para el problema. Esto ya sucede con esta forma limitada de sexualidad que es la heterosexualidad: los heterosexuales tienen sus propios espacios, por ejemplo. Creo que es una locura pensar que este es un patrón a seguir, es decir, que los homosexuales también creen sus propios espacios y se aíslen en ellos.

 

João Carneiro: De cualquier forma, me parece que en el libro articulás a la celda como un gueto doble: el gueto de una sexualidad alienada y el gueto de una militancia política alienada. Y ahí es donde, para mí, hubo una contradicción: terminas liberando mucho más al militante político que al homosexual… En el libro, Molina termina casi tan alienado como cuando empezó, solo sirve de instrumento para la liberación de Valentín.

Puig: Bueno, ese tipo de homosexual, con la edad de Molina, ya tiene ciertos valores establecidos, una cierta formación de la que no se puede librar. Lo terrible de la sexualidad, me parece, es que, a partir de cierta edad, cristaliza algunas formas eróticas, algunos moldes eróticos de los que difícilmente se pueda salir.

 

Alceste: En este punto, tu libro es perfecto: describís a Molina con características muy conservadoras. Por ejemplo, hay un momento en el que está hablando del mozo, de su novio. Valentín le pregunta: “¿Está casado?”, y él le responde: “Sí, es un hombre normal”.

Puig: Es cierto: no tiene dudas sobre sus mitos. Cree en el macho, es un macho lo que quiere.

 

Leila: Tus libros siempre fueron muy bien recibidos por la crítica. Pero, en relación con El beso de la mujer araña, noto cierta severidad. ¿A qué le atribuís eso?

Puig: Bueno, encontré muchas dificultades para publicar este libro. En España no, porque vendo mucho allá, y el editor sabía que iba a ganar dinero con el libro. Sin embargo, en Italia no, por ejemplo. Allí mi editor era Feltrineli, que es de la editorial más de izquierda, y rechazó el libro.

 

Aguinaldo: ¿El libro llegó a venderse en Argentina?

Puig: No, está prohibido. Ya me había ido hacía siete años cuando El beso de la mujer araña se lanzó en España. Me fui después de que prohibieron otro de mis libros, The Buenos Aires Affair: ahí empezaron los problemas. Eso fue en el gobierno de Perón, pero después la Junta Militar del General Videla renovó la prohibición. Ah, volviendo a las dificultades: Gallimard, en Francia, también rechazó el libro. En cuanto a los críticos, siempre repetían lo mismo: decían que era demasiado sentimental, etc. Pero es un libro con suerte, porque las personas lo leen: funciona para el lector promedio.

 

Aguinaldo: ¿Se vendió como tus otros libros?

Puig: Se vendió más.

 

Alceste: Además de ese mensaje para la izquierda, que colocaste en el personaje de Valentín, siento que en tu libro hay un mensaje para los católicos, a través de todos los valores tomistas que el mismo Valentín carga dentro de él. Por ejemplo, cuando los dos discuten sobre qué es ser hombre, dice que ser hombre es no humillar al prójimo, es respetarlo, etc. Ahí Molina comenta: “Eso no es ser hombre: es ser santo”.

Puig: Bueno, eso lo tomé de una persona real.

 

Alceste: ¿Quiere decir que Valentín existió?

Puig: En parte. No tenía ningún contacto con la guerrilla argentina. Pero, en mayo de 1973, cuando liberaron a algunos presos, un amigo me llevó con ellos, y entonces hice una investigación, ya con la intención de escribir el libro. En realidad, pensé en hacerlo a fines de 1972, dedicado especialmente a un amigo mío. Porque mis libros también tienen esa intención: los escribo porque quiero mostrarle a alguien que está equivocado sobre un determinado tema. Pasó eso con La traición de Rita Hayworth. Un amigo, compañero de cambios en el cine italiano, me decía: “Ah, qué cosa, nosotros con nuestra formación de espectadores infantiles, dominados por una madre que nos arruinó la vida…”. Y yo le respondía: “¡Fue tu padre quien te arruinó la vida!”. Sí, porque todos los que tenían problemas culpaban a las madres sobreprotectoras, mientras que los padres indiferentes quedaban libres de toda culpa. Entonces, me levanté y dije: “¡Basta! ¡Hay que defender a las santas!”. Y como esa persona era muy inteligente, tenía una dialéctica arrasadora, me llené de rabia y escribí el libro. En el caso de El beso de la mujer araña, lo escribí para una persona que una vez me dijo: “¡Y vos sabés lo que es ser hombre!”, era un mexicano… (Puig es muy enfático en toda esta parte de la entrevista; amortigua las palabras con una mímica riquísima y transforma a los entrevistadores en una platea, causando en ellos la reacción que le parecía más conveniente. En esta parte, todos ríen). Bueno, el hecho es que tengo un raciocinio lento; muchas veces escucho una cosa de esas y no sé qué responder en el momento. El resultado es que, después, el resentimiento crece de tal manera que explota en un libro…

 

Alceste: ¿Y en cuanto al libro sobre el muchacho brasileño? ¿A quién le vas a responder?

Puig: No puedo decirlo. (La respuesta evasiva está acompañada por una mímica especial: hace como si se pusiera algunas horquillas en el cabello).

 

Francisco: (irónico) Ah, entonces es eso, ¿no?

Puig: Pero antes de escribirlo, ya tenía otro libro listo: Maldición eterna a quien lea estas páginas. Y uno que fue publicado después de El beso… El título es Pubis angelical.

 

Francisco: Estás viviendo en Brasil, ¿no? Y estás trabajando en una versión teatral de El beso… ¿Podemos hablar de eso?

Puig: Bueno, siempre me fascinó Brasil. Cuando todavía estaba en Argentina, siempre que viajaba a Europa o a Estados Unidos, arreglaba para parar en Brasil. Hay una cosa brasileña que siempre me fascinó: la posibilidad de ser espontáneo, algo que les cuesta mucho a los argentinos.

 

Francisco: A vos no te cuesta tanto; sos muy espontáneo.

Aguinaldo: ¿Pero fue solo por eso que viniste a vivir a Brasil?

Puig: Ah… Uh…

 

Alceste: ¿Alguna historia de amor?

Puig: Ah… Uh… Bueno, en otros países también hay gente linda. Pero aquí hay una combinación muy especial. Además de eso, mis problemas de salud: tengo que hacer ejercicio, ir a la playa todo el día y, para mí, es muy difícil vivir en una ciudad pequeña. Río es la única ciudad grande que conozco con playas. (La explicación no convence; todos protestan; alguien dice que Puig está evitando el tema; Alceste no podía ser más explícito; pregunta con su voz impresionante: “¿Fue por un muchacho? Puig: “Ah… Uh…”)

 

Aguinaldo: ¿Y ese cambió interfirió de alguna forma en tu trabajo?

Puig: Al contrario, trabajé bastante. Tanto que pretendía escribir algo sobre Argentina, pero ahí un personaje se metió en el medio de mi trabajo.

 

Leila: El muchacho…

Puig: Ah… Uh… En cuanto a la versión teatral de El beso de la mujer araña, quien me buscó aquí en Brasil fue Dina Sfat. En Italia ya había hecho una, que tuvo mucho éxito. Cuando Dina me buscó aquí en Brasil, me terminó contagiando su entusiasmo en relación con el trabajo. Empezamos a hablar sobre ellos, y hablamos tanto que terminé haciendo la adaptación: ya está lista, y Dina la va a producir y a dirigir.

 

Leila: Volviendo al principio: dijiste que en El beso… querías hablar de la cuestión de la mujer sometida. Ahora que la obra está lista, ¿creés que esa intención aún sigue en pie o terminó diluida en un proyecto más amplio? ¿Hubo alguna reacción por parte de las feministas, por ejemplo, en cuanto al libro?

Puig: No, creo que esa intención permaneció en primer plano, porque las mujeres son las principales defensoras de la novela. Primero, me gustaría decirte cuál es mi concepto de lo femenino. Para mí, se resume en tres cosas: sensibilidad, reflexión e inseguridad. Esta última, también, como una virtud. Más precisamente, mi último libro, Pubis angelical, es una discusión feminista: es la historia de una joven que se encuentra con la revolución sexual, y que reacciona como puede, no como quiere. En los dos casos, elegí protagonistas débiles. Molina es débil, hay homosexuales mucho más fuertes que él, más lúcidos, etc. La mujer de Pubis angelical tampoco es la mujer más inteligente. Mi intención, con eso, es hacer que el lector perciba el problema de los personajes y reaccione en relación con este.

 

Marcelo: Pero Molina, dentro de su fragilidad, de su alienación, logra enviar su mensaje.

Alceste: Y después, ese tipo de homosexual existe…

Francisco: Y es conmovedor en su fragilidad…

Aguinaldo: No creo que sea frágil; creo que es paciente…

Puig: Pero un grupo de liberación homosexual norteamericano me pidió que hiciera un personaje fuerte…

 

Aguinaldo: Creo que este tipo de homosexual activista, convicto, que es frágil, termina siendo igual a Valentín…

Leila: ¿Dónde viviste?

Puig: Antes, estudié cine en Italia. Después, en esta fase de exilio, viví en México, en los Estados Unidos y en España.

 

Leila: ¿En estos países mantuviste contactos con grupos homosexuales? ¿Cómo ves a estos movimientos?

Puig: Siempre de forma muy positiva. En los Estados Unidos, solo existe esa tendencia hacia la separación, hacia el gueto. Creo que no se debe perder de vista el fin último de la liberación, que es la sexualidad total. Está bien, vamos a defender una posición de minoría atacada, unirse para defenderse mejor. Pero no pensemos que este es el punto final. Porque así los heterosexuales también tendrían razón al defender sus posturas cerradas.

 

João Carneiro: Dijiste que a un grupo homosexual norteamericano no le gustó la fragilidad de Molina; querían un homosexual fuerte. Bueno, aquí en Río, tu libro se discutió mucho en los grupos, y noto una solidaridad muy grande de las personas en relación con el personaje. Me parece que lo más importante de tu libro, en ese aspecto, es que deja bien claro que es inevitable un diálogo entre homosexuales y heterosexuales. ¿Podrías hablar de eso?

Puig: El problema con los norteamericanos está en una valorización tal vez inconsciente de lo masculino. Para mí se trata de una equivocación, pues lo que se debe hacer es reivindicar el aspecto positivo de lo femenino. Porque de machos…

 

Aguinaldo: … ¡ya estamos hartos!

Puig: Claro, ¡ya tenemos demasiado con los dictadores, con sus hipocresías!

 

Alceste: Siempre creí que esa fijación de los gays norteamericanos en lo masculino es una cosa muy de derecha. No sé si estás de acuerdo.

Puig: Totalmente. Para mí, eso es fascismo.

 

Alceste: Incluso los dictadores toman esa misma postura: son todos “muy machos”, ¿no?

Puig: Es que para los americanos también es muy difícil elaborar la cuestión de lo femenino, porque tienen elementos muy fuertes de matriarcado. En nuestros países, no: la mujer siempre estuvo del lado de los perdedores.

 

Francisco: La mujer es un misterio tanto del lado heterosexual como del lado homosexual.

Leila: Sí. Sigue estando oprimida en los dos lados debido a una mentalidad patriarcal que hace que esté oprimida en cualquier lugar donde esté.

Aguinaldo: Es un misterio. Un día estaba hablando con una persona heterosexual sobre el órgano genital femenino. Ahí recordé un detalle que él desconocía. Entonces le pregunté: “Pero… ¿cómo? ¿Nunca trataste de ver cómo es?” Y me dijo: “No. Yo como, pero no miro…”

Leila: ¡Qué horror!

 Aguinaldo: Quiero decir, el tipo vive proclamando que le gusta la concha, ¡pero en realidad le tiene pánico!

Leila: Ahora vas a viajar, ¿no?

Puig: Sí, a los Estados Unidos. Tengo un taller literario en la Universidad de Columbia.

 

Alceste: Ya que entre tus planes está el libro sobre el tal muchacho brasileño, pregunto: ¿qué pensás del hombre brasileño?

Aguinaldo: ¿Incluso físicamente?

Alceste: ¡Claro!

Puig: Ah… Uh…

 

Leila: Llegaste acá en carnaval, ¿no? ¿Saltaste mucho?

Puig: No. Mi samba tiene una coreografía muy influenciada por Hollywood. Carmen Miranda, etc. Acá me miran con un gran desprecio cuando empiezo a bailar…

 

Aguinaldo: ¿Todavía vas mucho al cine?

Puig: Sí. Pero creo que el realismo arruinó el cine. Películas como La luna y All that jazz me hacen llegar a la conclusión de que el cine puede ser la última forma de tortura.

(Acá empieza una larga discusión sobre el cine; se habla de cine brasileño. Puig informa que, después de la entrevista, pretende ir al Cine Orly, en Cinelândia, para ver República dos assassinos. Alceste le dice que en Orly las personas nunca miran las películas, hacen otras cosas. Puig sonríe, feliz. Alguien le pregunta si vio una película brasileña reciente, que tuvo un gran éxito. Dice que sí. Ante otra pregunta: “¿Qué te pareció?”, pide antes de responder, que apaguen el grabador)

 

João Carneiro: Ya hablamos de esto acá, de otra forma, pero me gustaría insistir: me parece que en tu obra existe un mensaje cristiano. ¿Tuviste una formación cristiana?

Puig: Bueno, me interesa lo del mensaje de Cristo, el rescate de lo femenino. Cristo tomó mucho de ese lado femenino, la dulzura, la suavidad. Pero la Iglesia nunca enfrentó ese hecho. En cuanto a la formación cristiana, no sé…

 

Aguinaldo: ¿Te buscaron estudiantes brasileños interesados en tu obra? ¿Cómo fue tu contacto con ellos?

Puig: Oh, esa relación recién empieza. Me interesa ponerme en contacto con el personal del cine. Hay una película de la que escribí el guion: se filmó en México y el protagonista es un travesti; ganó premios en festivales internacionales, etc…

 

Adão: Esa película estaba por salir acá; era de Pelmex. La cooperativa que compró Ricamar, prometió hacer una premier, pero después nadie dijo más nada del tema.

Aguinaldo: Hola, hola, personal de la cooperativa: ¿qué les parece lanzar esta película? Les garantizamos el éxito… Escuchá, Puig, ¿cuántas horas trabajás por día?

Puig: Ah, todo el día. Porque tengo muchas traducciones, muchas revisiones, mucha correspondencia.

 

Aguinaldo: Pero si trabajás prácticamente todo el día, ¿cuándo hacés las otras cosas?

Puig: Creo que trabajo tanto porque no tengo mucha facilidad para lograr las otras cosas…

 

Leila: No te creo… Bueno, ya casi se está terminando la cinta. El diario, como sabés, está dirigido a las minorías, ¿hay alguna cosa que quisieras decir especialmente? Algo dirigido a las mujeres, a los negros…

Puig: Decís negros. Bueno, cuando surgió el tema de “por qué elegí Brasil para vivir” etc., bueno, supongo que esta diferencia que hay acá en relación con Argentina, esa posibilidad de ser espontáneo, diría incluso cierta alegría de vivir, tiene que ver con…

 

Francisco: La sangre negra…

Puig: Sí… porque supongo que el inconsciente colectivo de la raza negra es más saludable, porque estuvo menos siglos expuesto a una cultura represiva.

 

Alceste: Qué gracioso, todos los extranjeros llegan aquí y encuentran esa supuesta alegría de vivir…

Puig: Pero eso me parece que es una cosa, una contribución de la raza negra:esta representa una sabiduría ancestral. Quería hablar sobre esto para terminar. Ahora, repitiendo lo que dijimos sobre la fascinación de los homosexuales norteamericanos en relación con el elemento masculino, es bueno terminar diciendo que de los machos…

 

Aguinaldo: ¡Ya estamos hartos!

(Un coro alegre cierra la entrevista. Todos juntos: “Así es”)

 

[i] N. de la T.: seguidores de la revista.


[1] Las cartas que cuentan estos contratiempos son las que se escriben en febrero de 1980, véase: Puig, Manuel, Querida familia. Cartas americanas. New York (1963-1967) Rio de Janeiro (1980-1983), Buenos Aires, Entropia, 2006, Tomo II, p. 298.

[2] “En este momento deben estar tipeando la tercera versión del guion. Cuando me vine para acá la dejé lista para mecanografiar. Supongo que a mi regreso ya estará acabada.

—¿Qué importancia le asignas a la escritura del guion?

—Para mí es fundamental. Un guion es una cosa muy particular, tiene su propio proceso de maduración: 6 meses, por lo menos. Cuando hicimos el primer guion creímos que habíamos encontrado una solución para la novela. Pero lo leímos y sentimos la necesidad de hacer un segundo libro. De éste salieron un montón de ideas para un tercero. Y si siguen saliendo cosas hay que seguir escribiendo guiones”, en “El poder de la ficción. Entrevista con Héctor Babenco”, Cine Libre, no. 1 (octubre de 1982), p. 57.

[3] Puig, Manuel, Querida familia. Cartas americanas. New York (1963-1967) Rio de Janeiro (1980-1983), Buenos Aires, Entropia, 2006, Tomo II, p. 361.

[4] “El poder de la ficción”, Op., Cit. p. 57.

[5] “El poder de la ficción”, Op., Cit. p. 58.

[6] Agradezco la generosidad de Gonzalo Aguilar que, mientras preparaba su investigación sobre la cultura brasileña de los años ochenta, me acercó la entrevista de la revista Lampião a la que hago referencia en este trabajo.

[7] Para una caracterización de la revista en el marco de la cultura gay brasileña, véase: Dunn, Christopher, “Gay Desbunde”, en Contracultura. Alternative Arts and Social Transformation in Authoritarian Brazil, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2016, pp. 185-192.

[8] “Saindo do Gueto”, en Lampião da Esquina, no. 0 (abril de 1978), p. 2.

[9] Link, Daniel, “1973”, en Clases. Literatura y disidencia, Buenos Aires, Norma, 2005, p. 334.

[10] “Manuel Puig fala quase tudo”, en Lampião da Esquina, no. 28 (septiembre de 1980), p. 12.

[11] Op. Cit., p. 12.

[12] Op. Cit., p. 13.

[13] Op. Cit., p. 13

[14] Op. Cit., p. 12.

[15] Op. Cit., p. 12.

[16] Schwartz, Jorge “O insólito rendez-vous de María Félix com Che Guevara”, en Lampião da Esquina, no. 27 (agosto de 1980), p. 20.

[17] Schwartz, Jorge, Op. Cit., p. 20.

Cruces y aproximaciones entre lo humano y lo animal en Opendoor, de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued

Por: Bruno Nicolás Giachetti

Imagen: «Camilo y Cousteau», de Marcela Cabezas Hilb

Nuestrxs cuerpxs están atravesadxs por un orden normativo del que somos parcialmente conscientes: el Estado, la ciencia, el mercado y el espectáculo imponen ciertas reglas implícitas que se reproducen desde diversos dispositivos culturales. Ellos contribuyen a definir qué son vida y muerte, naturaleza y cultura, e incluso distinguen al hombre del animal bestializado, al que se supone completamente ajeno. En este texto, Bruno Giachetti (Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires) analiza con minuciosidad la fragilidad de estas fronteras en las novelas Opendoor (2006), de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued, poniendo el énfasis en la eficacia de la literatura como herramienta deconstructiva que explora las singularidades y anomalías de nuestras manifestaciones vivientes, y que se resisten a su normativización y conceptualización estática.


La literatura argentina de los últimos años presenta diversos cruces que desestabilizan las dicotomías hombre-animal, naturaleza-cultura y vida-muerte, desplegando un espacio inquietante que habilita una reflexión crítica sobre posibles formas de vida que no se ajustan a las taxonomías del discurso legal y la ciencia positiva.

Si la gubernamentalidad establece la administración del cuerpo social mediante técnicas y dispositivos de seguridad que protegen determinadas vidas y arrojan otras hacia la muerte (Foucault, 2006; 2013), podríamos considerar el giro animal que opera en el campo del arte y la literatura (Giorgi, 2014; Pedersen y Snæbjörnsdóttir, 2008; Yelin, 2013) como un cuestionamiento ético-estético, una redistribución del mundo sensible que permite pensar espacios comunes por fuera de los mecanismos que pretenden reducir y gestionar la heterogeneidad de lo viviente.

Las novelas Opendoor (2006), de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued, vuelven problemáticas las fronteras entre lo humano y lo animal y también entre los cuerpos vivos y muertos, esbozando un umbral de indefinición en el que se resignifican los nombres, las funciones y las jerarquías socialmente consensuados.

En el caso de Opendoor encontramos una particular aproximación a la historia de la locura en Argentina, la conformación del discurso criminológico y la creación de la institución psiquiátrica “a puertas abiertas” Colonia Dr. Domingo Cabred. A través de una trama que indaga las tensiones del placer y el deseo frente a la norma heterosexual monogámica; la constitución de la propia subjetividad se desmorona en función de un exceso que problematiza las líneas divisorias entre la razón y la locura, lo real y lo onírico, la vida y la muerte.

Por su parte, Bajo este sol tremendo ofrece un entramado de relatos en los que emergen corporalidades humanas y animales en tránsito entre la vida y la muerte. El principio de la supervivencia del más apto de la teoría darwinista funciona como caja de resonancia en una historia de extorsiones, estafas y represión en la que la violencia sobre los cuerpos atraviesa el sueño y la vigilia. En contrapunto, el ajolote, que Cetarti —uno de los personajes centrales— recupera de la casa de su hermano, opera como amenaza a la teoría evolutiva, su estado larval pareciera interrumpir el devenir de la especie en virtud de una excepcionalidad que resiste el paradigma biologicista.

En las novelas de Havilio y Busqued la cuestión animal funciona como matriz de lectura de la cuestión humana. Lo animal no representa una alteridad radical frente al hombre, sino más bien un núcleo externo e interno a partir de cuyo reconocimiento social se inducen técnicas y mecanismos de domesticación-disciplinamiento-consumo-eliminación. La literatura propone un discurso contra-hegemónico en tanto traza marcos de percepción e inteligibilidad que socavan las verdades y clasificaciones del saber-poder institucionalizado.  A través de sus relatos y ficciones, se ensayan modos de nombrar la diversidad de las formas vivientes que en función de su singularidad, extrañeza, anomalía se vuelven inasignables para el discurso del saber, de la ley y de la política. Una búsqueda literaria que tiene lugar sobre ese límite inestable en el que cuerpos y palabras, ser viviente y ser hablante, el animal y el hombre se cruzan con su heterogeneidad. Esa zona humano-animal que crea la literatura desfigura el campo homogéneo de representación social, cultural y política instaurando una apertura de sentido, una mirada crítica tendiente a volver inoperante la maquinaria antropológica (Agamben, 2007) mediante una suspensión de los términos que no resuelve, sino que potencia las diferencias.

 

Discontinuidad y extrañamiento

Opendoor presenta la perspectiva de una mirada extrañada por la irrupción de una serie de acontecimientos inesperados que redistribuyen el ordenamiento del mundo sensible. La protagonista de la novela es una joven que trabaja en una veterinaria de la Ciudad de Buenos Aires mientras tiene una relación amorosa con Aída, quien en una tarde de paseo por La Boca, desaparece repentinamente para siempre. Poco sabemos del pasado y el futuro de la joven veterinaria, nunca se revela su nombre, su narrativa se desenvuelve en un presente puro. Frente a la pérdida del hogar y del trabajo que desencadena la desaparición de su pareja, ya no cuenta con un lugar a donde ir excepto la casa de un cliente de la veterinaria, Jaime, quien vive con un caballo viejo y enfermo en el pueblo bonaerense de Open Door. Allí el hombre trabaja como desmalezador en la colonia psiquiátrica que funciona bajo el sistema que tradicionalmente se denominó a puertas abiertas. Jaime lleva una vida de campo, simple y monótona; como a su caballo, que también se llama Jaime, se lo describe abatido, cansado de una vida de esfuerzos y trabajo. La protagonista ve en él a alguien de quien podría enamorase, se instala en ese hogar y paulatinamente se va convirtiendo en un ama de casa. Sin embargo, ese orden familiar que el vínculo con Jaime intenta restituir es amenazado no solo por la relación que la veterinaria entabla con Eloísa, una joven vecina que la visita asiduamente, sino también a causa de la búsqueda del cuerpo de Aída que no puede ser localizado por la policía e irrumpe en la casa de campo como fantasma.

El relato despliega un recorrido entre la ciudad y el campo a través de una mirada que trastoca la organización regular del tiempo y el espacio. La vida adquiere la forma discontinua de una cotidianidad excepcional en la que la confluencia de los cuerpos muertos/vivos, humanos/animales, vuelve inestable las distinciones entre el sueño y la vigilia, entre el caos y el sentido.

“Les criminels et les fous”

En la casa de Jaime hay un viejo ejemplar en francés del libro de Jules Huret De Buenos Aires au Grand Chaco, en cuyo capítulo “Les criminels et les fous” el viajero francés relata las condiciones del sistema penitenciario argentino hacia comienzos del siglo XX y también la historia y el funcionamiento de lo que en aquellos años se llamó la Colonia nacional de alienados. La protagonista lo hace traducir y comienza una obstinada investigación sobre ese espacio psiquiátrico que, a pesar de su sistema “a puertas abiertas”, establece una clara distinción entre el adentro y el afuera pues al ingresar da “la impresión de estar cruzando una frontera, en tiempos de guerra” (Havilio, 2006, 67).

A través del libro de Huret, que recupera el testimonio del creador de la Colonia, el Dr. Domingo Cabred, se reconstruye la historia de la criminología en Argentina; la novela indaga acerca de la conformación de ese dispositivo que hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX reunió a la medicina, la psiquiatría, la sociología, la etnología y otros saberes de las ciencias sociales alrededor del discurso, las prácticas y las instituciones dedicadas a la administración de la ley. Como sostiene Paola Cortés Rocca, la criminología constituye una utopía política que ocupa un lugar central en el proceso de constitución y de modernización de los Estados latinoamericanos: “sin violencia y sin coerción, entrega las herramientas científicas con las que distinguir entre la normalidad y la patología, entre el ciudadano y el que queda afuera de la nación, y también propone métodos para anticipar enfermedades sociales y curarlas” (2009, 335).[i] La idea de una Colonia a puertas abiertas en la que ningún muro restrinja el horizonte, “nada que limite la ilusión de la libertad absoluta” (Havilio, 2006, 128), condensa ese imaginario utópico-criminológico. La coerción y el encierro acentúan las desviaciones y las patologías que se pretenden corregir, sostiene Cabred, por eso, en ese campo abierto, donde se puede ir y venir, los internos “no piensan en escaparse […]: ¡Son libres!” (114).[ii]

La novela propone una singular aproximación a ese complejo espacio de intervención psiquiátrica que en el momento de su fundación contaba con veinticinco “alienados” y hacia el año 2000 alberga a unos mil novecientos sesenta y cuatro “locos” (168). Cuando la protagonista se introduce en la Colonia, su relato produce un quiebre en la configuración espacial, temporal e imaginaria. En efecto, un mediodía en el que acompaña a Jaime a realizar algunos trámites administrativos, la joven se pierde como si fuera un interno más en ese pequeño pueblo dentro del pueblo, “cuyas construcciones, árboles y calles transmiten la ilusión del tiempo detenido” (p . 101). Entre los internos aparece Bernardo Yasky, secretario del juzgado por la causa que investiga la desaparición de Aída, que con sus anteojos negros “tiene un aire ridículo, mezcla de moscardón y sietemesino” (p. 101); la conversación se vuelve confusa, Yasky le habla sobre el cuerpo de Aída que no aparece mientras otros cuerpos son encontrados pero no logran ser identificados por la policía. Después se acercan otros dos internos, uno que es la copia del secretario del juzgado, “Yasky en loco”, y Omar. Bernardo retoma su preocupación por la desaparición de Aída: “un cuerpo no puede desaparecer así como así”, y luego “-hay víboras” (p. 103), interrumpe Omar.

La novela amalgama el registro de lo soñado y lo vivido mediante una desfiguración de cuerpos, rostros y nombres, humanos y animales, que surgen y desaparecen, pretenden ser aprehendidos pero perturban los modos convencionales de ver, entender y habitar. En la morgue judicial donde intentan hallar el cuerpo de Aída, los cuerpos forman una suerte de collage de carne en el que “las partes se unen a la fuerza”: “Guardo en la retina un montón de animales muertos, de todas las especies, pensaba que esto iba a ser distinto, pero no, es igual” (74-75). En esos cuerpos abandonados, perdidos, no identificados, que aparecen dentro y fuera de la Colonia, en la Morgue, en casa de Jaime, se perciben rasgos comunes, una fragilidad compartida que problematiza la distribución de nombres, lugares y jerarquías sociales.

Por su parte, el cuerpo de Aída que escapa, en la ciudad, a los dispositivos de identificación y control del Estado, resurge, en el campo, como fantasma, un espectro que atraviesa la frontera entre la vida y la muerte y deviene cada vez más real, habla, se queja, se ríe (160). A medida que la aparición ominosa del muerto-vivo se acentúa, también se intensifica el vínculo con Eloísa, cuya presencia en la vida de la protagonista desencadena una atracción irresistible. Entonces, el orden patriarcal erigido en torno a la vida de Jaime se va desquebrajando progresivamente; comienza a cansarse de su “morosidad”, de su “siempre nada”, de su “cara de viejo que se las sabe todas” (109-110).  Una noche en la que Jaime se había ido a dormir temprano, la joven y Eloísa desplazan su camioneta hacia el campo abierto y bajo las estrellas tienen sexo de manera frenética y bestial: “Me traga, me come, me despedaza. Abro los ojos y acabo aullando como una loca” (152). El sexo y las drogas abren un proceso de desujeción en el que la animalidad emerge como fuerza vital interior.

La novela exhibe el reverso de un régimen de verdad psiquiátrico-jurídico que define la locura y el crimen de acuerdo con las desviaciones de un patrón de “normalidad” que regula todo exceso (del instinto, del placer o del deseo) que represente una amenaza al orden y al trabajo.[iii] La relación con Eloísa y la perturbación frente a las apariciones espectrales de Aída atentan contra esa normatividad, la vida de la protagonista se pierde en un gasto improductivo, una experiencia cuyo enclave en el aquí y ahora interrumpe toda racionalidad de medios y fines.

La irrupción de las fuerzas interiores que devienen ingobernables pareciera poner en crisis ese dispositivo de la persona que Roberto Esposito señala como constitutivo de un “sujeto destinado a someter a la parte de sí misma no dotada de características racionales, es decir, corpórea o animal” (2011, 26). Si la constitución del yo interpela al individuo como regulador de sus propios instintos, placeres, deseos, en Opendoor esa subjetividad se desmorona para dar lugar a una exploración de lo viviente, una “desviación” de la norma que resemantiza el uso de los cuerpos.

La joven permanece sola en la casa durante varios días, pierde toda motivación e interés, se come el yeso que rasga de la pared, se le va la cabeza, pierde la noción. “Todo se vuelve oscuro, denso, gelatinoso, todo pasa por mis dedos que me arañan la piel, fuerte con la ilusión de atravesar la carne, y yo ahí dejo de ser, dejo de actuar, me dejo llevar”, más tarde sueña “con sapos, polleras, orgías, y caballos” (Havilio, 2006, 174-175).

Los sueños, los espectros, la animalidad conforman un exceso de vida que desborda al yo e ilumina la precariedad de los límites que separan el adentro y el afuera de la Colonia. La novela habilita una discusión crítica sobre esas fronteras trazadas por el poder, la ley y la ciencia; se propone, en este sentido, la apertura de un espacio de indagación en el que las dicotomías entre la normalidad y la anormalidad, la vida y la muerte, el hombre y el animal perturban no tanto por la alteridad radical de sus términos, sino más bien a causa de su inquietante cercanía.

Formas de vida entre la norma y la excepción

Esta desestabilización de las dicotomías que plantea la novela de Havilio, se destaca también en el particular entramado de relatos que conforman la novela Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued. A través de un registro que combina lo vivido, lo soñado y lo mediatizado por la televisión y las revistas, se configura un matriz de percepción e inteligibilidad que trastoca la distribución y el ordenamiento de los cuerpos humanos y animales, y también problematiza los marcos en función de los cuales la vida y la muerte adquieren reconocimiento social y relevancia política.

La historia transcurre entre Lapachito, una pequeña ciudad chaqueña, y las afueras de la ciudad de Córdoba, donde vive Cetarti, quien luego de enterarse del asesinato de su madre y su hermano viaja al Chaco para reconocer sus cuerpos. El crimen había sido pergeñado por el último concubino de su madre, Daniel Molina, un suboficial retirado de la fuerza aérea que después de haber realizado el asesinato, se suicidó mediante un disparo en la cabeza.

En Lapachito, Cetarti conoce a Duarte, el albacea de Molina, quien junto a Danielito, realizan estafas y secuestros extorsivos en los que aplican la tortura, la violación y la vejación de sus víctimas. Con el objetivo de conseguir dinero fácilmente, Cetarti colabora con Duarte, primero para cobrar la pensión de su madre, y luego en el traslado de una mujer que tenían secuestrada. El relato de la historia de los personajes es intercalado con documentales, noticias periodísticas y artículos de revistas que introducen el registro mediatizado de la “vida natural y salvaje” y la intervención del hombre sobre la diversidad animal.

La novela comienza con el relato documental de la pesca de calamares Humboldt, que “son muy voraces y tienen hábitos caníbales” por lo cual “más de una vez el calamar que sacamos al bote no es el que sacó el señuelo, sino uno más grande que se está comiendo al que mordió originalmente” (Busqued, 2009, 11). La lucha por la supervivencia diagrama un escenario que vuelve indiscernibles las líneas divisorias entre la naturaleza y la cultura. Es una aproximación y una apertura de sentido que desestabiliza ese hiato que separa lo humano de lo animal en función de la exposición de las singularidades que cohabitan en el mundo viviente. La voracidad del instinto animal es atravesada por una maquinaria de depredación humana que se propaga hasta las zonas más recónditas del planeta.

La caza, la pesca, la domesticación circense de un elefante a través de una chapa electrificada, el documental de Animal Planet en el que un pulpo sortea obstáculos dentro de la pecera de un laboratorio, cristalizan la violencia de una razón instrumental que despoja a la vida animal de atributos políticos circunscribiéndola a un plexo humano que demanda su ingreso al ámbito del mercado, el espectáculo y la ciencia. En el contexto de un relato que introduce la metodología represiva de los secuestros extorsivos junto al registro mediatizado de los documentales bélico-militares, se ilumina ese umbral móvil, arbitrario e inestable que separa lo humano de lo no-humano, una frontera que marca sobre los cuerpos el grado de humanidad/animalidad en función del cual se establece la administración de la vida y de la muerte.

“En Esparta, a los pibes como éste los tiraban a un precipicio apenas nacían. Y era mejor. No sufrían” (51), le dice Duarte a Danielito haciendo referencia a un niño que tenían secuestrado. En su voz resuenan las premisas de un positivismo que pregona la supervivencia del más apto como dinámica de “selección natural y social”.[iv] Esa norma evolutiva del paradigma biologicista pareciera modelar la “eficiente” capacidad de adaptación que el propio Duarte pone de manifiesto: de represor militar en los años setenta a secuestrador y estafador en la primera década de 2000.

Este exsuboficial, que pasa su tiempo libre digitalizando antiguos videos pornográficos y confeccionando maquetas de aviones militares, conserva en su casa una serie de fotografías de operativos militares en la que se destaca una imagen de Molina en cuclillas, con una pistola en la mano junto a tres personas acostadas, “cuyas caras habían sido tapadas con líquido corrector” (Busqued, 2009, 150). En ese mismo registro fotográfico, Danielito observa a Duarte y Molina junto a otros militares sosteniendo el cadáver de una lampalagua de casi seis metros de largo a la que le habían abierto el estómago. La novela encuadra la violencia soberana que interviene sobre la heterogeneidad de lo viviente desde una perspectiva que permite visualizar la desfiguración de las formas y los rostros, humanos y animales, a través de un proceso de homogenización que invisibiliza la singularidad de los cuerpos. Allí es donde el relato opera de manera crítica estableciendo marcos de percepción que focalizan la fragilidad y la vulnerabilidad compartida por los diversos modos de vida. Cuando Duarte tortura al niño secuestrado, se escuchan gritos agudos que suenan como si se tratara de un “cerdo asustado” y luego se apagan un poco “como si al cerdo le hubieran envuelto la cabeza en un toalla” (36). Esa hibridación humano/animal que se condensa en la agonía del niño-cerdo desnaturaliza la distribución diferencial del dolor estableciendo una condición corporal común, una precariedad que atraviesa la vida en la diversidad de sus formas.[v]

Gabriel Giorgi sostiene que Bajo este sol tremendo configura un “mundo sin duelo” en el que “la muerte animal es el paradigma, en tanto que muerte insignificante, la de la vida eliminable, abandonada, sin inscripción social ni política” (2014, 152).[vi] Esos cuerpos abandonados transitan una zona de pasaje hacia la muerte en un ambiente de devastación, ruinas y residuos que cristaliza un proceso en descomposición; el barrio Hugo Wast, donde la cercanía del matadero municipal infunde un olor nauseabundo, o las calles de Lapachito, en las que las napas expulsan a la superficie los desechos cloacales, escenifican los trayectos que esas “vidas eliminables” trazan a través de un paisaje desolador y mortuorio. Se construye un enfoque visual, entre la luminosidad ardiente del afuera y las penumbras del encierro, que desdibuja la materialidad de la vida imprimiéndole un aspecto fantasmagórico. La luz sofocante bajo la cual Danielito y su madre desentierran los restos de su pequeño hermano en el cementerio de Gancedo contrasta con la lúgubre oscuridad que envuelve la vida de los personajes. La definición de las formas se vuelve difusa en una atmósfera de tinieblas, sueños y espectáculos en la que la presencia del muerto-vivo humano/animal irrumpe como amenaza, esos muertos “sin duelo” resurgen y contagian el mundo de los vivos. La trama onírica en la que conviven familiares muertos y animales feroces se conjuga con una cotidianidad noctámbula, los personajes de la novela pasan los días y las noches recluidos en sus casas, fumando marihuana, hipnotizados frente a la pantalla de un televisor continuamente encendido que espectraliza el deambular de sus cuerpos.

El ajolote, que Cetarti encuentra en la casa repleta de basura que habitaba su hermano, parece un pez muerto; sin embargo, cuando lo examina,  hace un movimiento: “Era un pez extraño, con pequeñas patas y unas branquias arborescentes que salían de la parte de atrás de la cabeza” (Busqued, 2009, 67).[vii] Ese anfibio proveniente de las costas mexicanas se asemeja a una larva de la salamandra que no ha experimentado la metamorfosis, “como un renacuajo que vive su vida entera sin convertirse en rana” (92), se aferra a un subdesarrollo que socava la “ley natural” del devenir de la especie. Podríamos pensar, en este sentido, que si la personificación de Duarte se ajusta a la norma evolutiva del darwinismo social, el ajolote condensa la excepcionalidad que resiste ese paradigma biologicista.

En efecto, la novela propone un detenimiento sobre esas formas y manifestaciones anómalas de lo viviente que ponen en cuestión el orden normativo que la ciencia, el mercado y el espectáculo imponen sobre los cuerpos vivos y muertos. Las fuerzas extrañas del mundo animal atentan contra la maquinaria antropológica de dominación: los elefantes asesinos de la india se hartan de los humanos y enfurecidos matan a sus cuidadores o salen a destruir la propiedad pública y privada hasta que son acribillados por la policía; un escarabajo gigante le provoca a un trabajador de Lapachito la amputación de sus dedos; el cebú, que se había escapado del matadero, batalla con varios hombres antes de ser trasladado al frigorífico.

La desmesura animal se potencia en la figura del Kraken, ese “monstruo marino” que habita las regiones abismales de los océanos reaparece a lo largo del relato en las noticias de la CNN, en la Enciclopedia sobre los secretos del mar de Jacques Costeau, en el periódico y en el artículo de la revista Muy Interesante que es reproducido en el interior de la novela. Allí se narran los frustrados intentos de la ciencia y de la industria televisiva por aprehender al gran cefalópodo. En la CNN transmiten las primeras imágenes obtenidas del animal con vida en las que se lo observa resistiendo las embestidas de una comitiva japonesa que intentaba capturarlo:

El animal había atacado una cámara con un señuelo a mil metros de profundidad. El ataque fue tan potente que la cámara, sujeta por una boya a la superficie, bajó seiscientos metros más. El calamar había quedado enganchado al cable y tras casi hora y media de lucha logró desprenderse, sacrificando un tentáculo. Las imágenes eran de una oscuridad azul apenas iluminada, y la fantasmal criatura no aparecía nunca del todo: de algún lado, salían unos tentáculos blancos, pero el cuerpo al que pertenecían había quedado sin registrar. (Busqued, 2009, 85).

Esa monstruosidad animal perturba como imagen fantasmal y como potencia insubordinada. La excepcionalidad del architeuthis dux, que cuenta con “los ojos más grandes del reino animal” y tiene tres corazones, dos cerebros, dos brazos y ocho tentáculos (133), instaura en la novela una presencia inquietante que expresa un exceso de sentido, un resto inaprensible e irrepresentable que irrumpe amenazante desde las profundidades de un mundo ingobernable.

La animalidad monstruosa como enclave ficcional de lo viviente

Esas expresiones monstruosas que no se ajustan a la norma permiten la apertura de una exploración literaria en la que emergen heterogeneidades que configuran las formas comunes de lo viviente. La vida como campo inconmensurable de fuerzas anómalas permea las líneas divisorias que definen la normalidad y la anormalidad. La literatura ensaya ficciones y relatos en torno a la excepcionalidad de un devenir discontinuo y en constante transformación que pone en cuestión el ordenamiento homogéneo del mundo sensible e inteligible en virtud de una aproximación a esas singularidades extrañas que dislocan los encuadres convenciones de aprehensión y reconocimiento.

En Opendoor las apariciones y las desapariciones de los cuerpos despliegan un espacio de revelaciones y ocultamientos que propicia un particular acercamiento a ese otro lado de la frontera que la institución psiquiátrica segrega como desviación, alienación o locura. En función de la presencia-ausencia del fantasma de Aída, la perturbadora atracción hacia Eloísa y la inmersión exploratoria en ese escenario de intervención psiquiátrica, se construye una matriz de percepción en la que la animalidad de los muertos y los vivos interroga la propia configuración subjetiva y la inscripción social, cultural y política de los cuerpos. Los espectros, los animales y los internos psiquiátricos, que se pierden y se encuentran, cohabitan en un campo representacional que indaga la construcción histórica de nombres, relaciones, lugares y sentidos.

En la Colonia surgen cuerpos vivos y muertos “que nadie busca, que nadie reclama, que se llaman de cualquier manera”, son, en efecto, “locos inventados, como […] la gran mayoría, porque inventar locos es fácil, nadie se equivoca inventando locos” (Havilio, 2006, 186).  La invención de la locura, como dispositivo médico-jurídico de sujeción de los cuerpos, es desestabilizada mediante la apertura de un espacio de experimentación y exploración de lo viviente, un devenir otro que asume la vida en su potencialidad monstruosa, una incursión en esa animalidad que desborda las taxonomías y resiste las técnicas y mecanismos de domesticación, control y disciplinamiento.

La invención literaria despliega un contra-relato frente a esa producción del discurso científico-legal que funciona como fundamento del artefacto humano de dominación. Lo monstruoso constituye el enclave ficcional de estos relatos que encuentran en la excepcionalidad animal modalidades singulares y rasgos comunes: como el monstruo marino de Bajo este sol tremendo que se refugia en una zona insondable en la que la vida adquiere formas indescifrables para el hombre, o el ajolote que atenta contra la maquinaria de lectura biológica-evolucionista. La anomalía animal como región de lo inclasificable y lo inasible habilita un abordaje crítico sobre ese saber-poder que, en función de discursos, prácticas e instituciones, traza las líneas divisorias entre la normalidad y la anormalidad, entre vidas a proteger y vidas eliminables.

Hacia el final de la novela de Busqued, cuando a través del recuerdo de Cetarti el relato adquiere la perspectiva del ajolote abandonado en la casa de su hermano, se esboza una mirada que interroga desde el punto de vista animal esos márgenes fijados por el hombre:

Se lo imaginó en ese momento, posando en el fondo de la pecera, en la oscuridad de la casa cerrada, preguntándose a su tosca manera en qué momento una sombra borrosa vendría a echar alimento sobre la superficie del agua. Percibiendo el vacío y la lenta levedad del cuerpo, creciente con el correr de los días. (Busqued, 2009, 182).

Ese entramado visual que ofrece una configuración extrañada del tiempo, el espacio y el transcurrir de los cuerpos reaviva una preocupación que atraviesa la novela en torno al orden cultural y político en el que se inscriben la vida y la diversidad de sus formas. En su particular estado de inmovilidad, contemplación y supervivencia, la figura larval del ajolote, que a lo largo del relato atenta contra los pares vida/muerte, suspensión/evolución, regla/excepción, aparece aquí desde las profundidades del encierro manteniendo una presencia persistente que amenaza con volverse inextinguible a través de ese recuerdo fantasmal. Se evoca, así, un mundo onírico, subterráneo, monstruoso cuya irrupción en la trama de la historia establece una tensión latente que opera mediante la develación y el ocultamiento, aquello que se expone remite a su vez a lo que escapa más allá de los límites de lo aprehensible.

De esta manera, Bajo este sol tremendo y Opendoor presentan espacios de proximidad, cruces y pasajes entre lo humano y lo animal, la vida y la muerte, la normalidad y la anomalía en función de una elaboración ficcional que desdibuja umbrales, distinciones y fronteras estableciendo encuadres y figuraciones inquietantes que se proyectan sobre esas regiones que exceden los ordenamientos, lo cognoscible y lo representable. Sus tramas y relatos ensayan modos de nombrar la inconmensurabilidad de la vida mediante una distribución del mundo sensible e inteligible que resemantiza cuerpos, prácticas, saberes e instituciones.

Se plantea entonces un acercamiento a la cuestión animal a través de manifestaciones, expresiones y modos singulares que transgreden los regímenes normativos que operan sobre la vida. Esa animalidad monstruosa, irreductible a un orden fijo y taxativo de identidades, nominalizaciones y jerarquías, conforma un reservorio de fuerzas regenerativas y un terreno de interrogaciones y desafíos políticos. La anomalía animal en tanto potencia de lo heterogéneo problematiza ese dispositivo de sujeción que conforma el artefacto humano. La constitución subjetiva, como núcleo restrictivo de una política regulatoria de los cuerpos, es puesta en cuestión por esa animalidad que irrumpe como resistencia instaurando formas singulares que socavan las operaciones regulatorias que intervienen sobre lo viviente. En ese sentido, como sostiene Esposito interpretando el pensamiento nietzscheano: “Lo animal, entendido como el elemento al mismo tiempo preindividual y posindividual de la naturaleza humana, no es nuestro pasado ancestral, sino más bien nuestro futuro más rico” (2011, 35).[viii] Esa potencia que trasciende lo individual proyecta un horizonte común, un umbral de indistinción entre lo humano y lo animal que ilumina modos de co-pertenencia en los que la vida traza sus diferencias y bosqueja espacios compartidos. La literatura incursiona en esa diversidad de la vida, que en cuanto tal, no pertenece al orden de la naturaleza ni de la cultura sino que se desenvuelve en el margen móvil de su cruce y tensión. Es allí donde estos relatos tejen sus tramas, en ese borde inestable en el que las formas de lo viviente transitan un devenir que vuelve extraño nombres propios y lugares conocidos disponiendo un escenario de cruces y aproximaciones que habilita la apertura del campo vital de reconocimiento.

Bibliografía

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[i] La criminología instaura un nuevo modo de pensar la relación entre otredad, ley y castigo; organizada “alrededor de las categorías de identificación, higiene social y gobernabilidad, […] postulará la necesidad de estudiar y vigilar al otro, conceptualizado como un ʻvirusʼ o un elemento enfermo del cuerpo social” (Cortés-Rocca, 2009, 335).

[ii] La cursiva pertenece al original.

[iii] Como sostiene Michel Foucault la psiquiatría instituye un saber que en virtud de la “protección” científica-biológica del cuerpo social propaga un racismo contra lo anormal, un racismo que se legitima como defensa interna de una sociedad contra los peligros de sus anormales (2011, 294-295).  Ese grupo de anormales que hacia fines del siglo XIX comienza a ser el foco de atención de las instituciones de control y vigilancia proviene de la excepción jurídico-natural del monstruo, el individuo a corregir y el niño onanista (Foucault, 1996: 65). Cabe señalar además que como sostiene Gabriel Giorgi la homosexualidad fue desde el siglo XIX representada como “un campo superfluo socialmente indeseable, extraño a las economías de (re)producción biológica y/o simbólica, en la encrucijada de lo raro, lo abyecto y lo ininteligible, un lugar en torno al cual se conjugan reclamos de salud colectiva, sueños de limpieza social, ficciones y planes de purificación total, y por lo tanto, interrogaciones acerca del modelo político de los cuerpos” (2004, 11).

[iv] Roberto Esposito analiza la genealogía histórica de ese darwinismo social que hacia fines del siglo XIX, a través del pensamiento Herbert Spencer, William Graham Sumner, entre otros, llevó los conceptos biológicos de la teoría evolucionista darwiniana al campo de estudio de las humanidades (2006, 37-40).

[v] Al respecto, Valeria De Los Ríos plantea, en un análisis que pone en relación el cine latinoamericano contemporáneo con la novela de Busqued, que: “the appearance of the animal as vulnerable other is in fact a political form of posing the possibility of another type of life in common, in which the care of the other – animal or human – as a vulnerable being would be a part” (2015, 4).

[vi] Resulta interesante pensar esta idea de Giorgi en relación con el pensamiento de Judith Butler (2006) quien se detiene en las operaciones de deshumanización que invisibilizan en la esfera pública los rostros de aquellas vidas no merecedoras de duelo, vidas expulsadas de los marcos políticos, sociales y culturales oficiales mediante el borramiento de la precariedad compartida que funda el lazo comunitario (63).

[vii] Podemos observar que los movimientos del propio Cetarti se van confundiendo a los largo de la novela con los del ajolote. Como plantean Fernanda Fernández González y María Stegmayer, atrapado en el aburrimiento, la falta de iniciativa, la conducta desmotivante y la contemplación melancólica, el transcurrir de Cetarti no parece distinguirse en absoluto del comportamiento que él mismo observa en el animal (2011, 7).

[viii] Cabe destacar aquí el análisis propuesto por Cragnolini sobre Así habló Zaratustra, en el cual sostiene que la idea nietzscheana de un tránsito por la animalidad no refiere a un retorno “como si lo animal fuera lo ʽoriginarioʼ perdido en la ʽhumanizaciónʼ” (2016: 216), sino que más bien implica otro modo de pensar la animalidad: “una transformación del esquema mismo de valoración y atribución de sentido” (Ibíd.).

El futuro de los libros

Por: Víctor Goldgel*

Imagen: Pexels.

A propósito de la reciente polémica en torno a los derechos de autor de escritorxs y la circulación pirata de sus libros en medios digitales, Víctor Goldgel aporta claves novedosas para pensar la discusión más allá de la faceta económica de la disputa. El autor sostiene que la exaltada polémica puso de relieve el aspecto moral que entraña la noción de autoría; es decir, se trató, en el fondo, del honor de escritores y escritoras, afectado por la distribución inconsulta de sus obras. Frente a esto Goldgel propone que, en una coyuntura signada por la crisis económica, la decadencia de la industria del libro y el cierre de librerías por la cuarentena, el futuro del libro argentino depende más que nunca de propuestas imaginativas y de nuevos acuerdos y alianzas políticas.


Hace algunas semanas, en vísperas del Día del Trabajador, se desató una polémica entre escritorxs que reivindicaban su derecho a cobrar regalías por los libros que tienen en venta y lectorxs que creían válido compartirlos en formato digital sin pagar un centavo. Polémica con aristas novedosas, al darse en un contexto de cierre de librerías y bibliotecas por la cuarentena. Polémica, por otra parte, inevitable, que ya ocurrió mil veces a lo largo de la historia y no dejará de ocurrir mientras existan la propiedad intelectual y la capacidad técnica de copiar un texto. Polémica, sobre todo, que hizo ver lo difícil que nos resulta imaginar el futuro del libro.

La discusión empezó en torno a una Biblioteca Virtual organizada como grupo público de Facebook. El objetivo declarado de la biblioteca, que tiene miles de usuarixs, es el de compartir “Poesía, Narrativa, Ensayo y Arte siempre que los libros se encuentren liberados en Internet o sean de autores contemporáneos que autorizan su circulación”. Esperablemente, más de una persona (por no decir casi todas) subió libros protegidos por derechos de autor. De la noche a la mañana, ante la protesta de algunxs escritorxs, centenares de voces se hicieron sentir en redes sociales y medios. Lxs socialistas dijeron: hay que compartir. Lxs liberales dijeron: hay que respetar la propiedad. Lxs abogadxs, citando la ley 11 723, dijeron: la piratería es delito. Lxs poetas dijeron: ¿regalías? Lxs músicxs dijeron: se quedaron en los ‘90. Quienes se identifican con las editoriales más chicas dijeron: son autorxs de Random y es una movida de Clarín, Infobae y Perfil para proteger a las multinacionales. Los grandes medios dijeron: debate, sí; agresiones, no. Lxs librerxs dijeron: delivery gratis. Me gustaría enfocarme, sin embargo, en lo que quedó sin decir. Adelanto mi hipótesis y mi propuesta: la discusión, en el fondo, fue sobre el honor, y para asegurarle al libro argentino un futuro quizás sea buena idea confiar menos en la defensa legalista de la propiedad y más en posibilidad de nuevos acuerdos y alianzas.

Lxs escritorxs dijeron y siguen diciendo: nuestro trabajo tiene un valor. Pero, ¿no es evidente? Después de todo, si sus textos no tuviesen valor, nadie se tomaría la molestia de compartirlos. Tienen un valor en pesos, aclaran, que después de cubrir costos de edición, distribución y venta llega en parte a nuestros bolsillos. Argumentan: si le pagan a la plomera o al mucamo, ¿por qué no me van a pagar a mí? Sin hacerse llamar dos veces, las almas románticas responden que se escribe por amor, no por interés. Varios tratan entonces de educarlas en la realidad económica: existe un mercado y hay algo que se llama derechos de autor. Sin derechos de autor, les explican, retrocederíamos a los tiempos del mecenazgo y la escritura como privilegio oligarca. En una democracia, tal argumento debería ser irrebatible, pero entonces otra persona sugiere: ¿se puede retroceder a tiempos que nunca pasaron? Después de todo, el mercado del libro puede darles de comer a Florencia Bonelli y Felipe Pigna, pero ciertamente no a lxs escritorxs que salieron a protestar en estos días. Muchas editoriales en las que publican y librerías en las que presentan sus libros existen, se argumenta, porque tienen mecenas detrás; gente que decide ir a pérdida, o casi, porque siente un compromiso con los libros tal vez no menos noble que el de duques, marquesas y reinas. Ni hablar del estado, que se desentendió de la industria libro para dejarla caer en la crisis que ahora agudizó la cuarentena, pero que podría ayudar a rescatarla con la creación del Instituto Nacional del Libro Argentino. Bajo el fuego cruzado de estos argumentos, empieza a reinar la confusión más atroz.

Los desenmascaramientos se cruzan en todas las direcciones: ¿te gustaría que alguien te quite la billetera y se ponga a repartir la plata en la esquina? ¿El Microsoft Word vos alguna vez lo pagaste? ¿De chico no te colabas en la cancha? ¿En qué mundo viven?, pregunta alguien. ¡Si ni siquiera en los países ricos lxs escritorxs pueden vivir de regalías! Se barajan cifras: uno de cada mil, uno de cada diez mil… Nadie parece estar convenciendo a nadie. Si solo unx de cada mil escritorxs vive de lo que escribe, ¿hay que concluir que el cuadro económico más preciso lo pintan las voces románticas al decir que se escribe por amor? Tragándose los reparos que a ellos también les causa el capitalismo, lxs antirrománticos aclaran que solo defienden el derecho a cobrar regalías bajo una serie de condiciones: no estamos hablando de libros de Borges o García Márquez, aclaran, sino de escritorxs precarizadxs a quienes les viene bien la plata para complementar sus ingresos y así comer y pagar las cuentas. Tampoco estamos hablando de piratas de bajos recursos, agregan, sino de todxs lxs pequeñoburguesxs que se avivaron y, pudiendo pagar los quinientos pesos que cuesta el libro, se los guardan para después comprarse un vino. Robarle a Penguin Random House y Planeta es una cosa, concluyen, pero robarle a escritorxs que a duras penas se están ganando el pan es pasarse de la raya.

El cuadro social es perturbador. Hay unos pocxs escritorxs que ganan demasiado y escriben mal o están muertos. Otrxs pocxs escriben bien pero viven al borde del hambre, y detrás de ellxs se amontonan hordas de aspirantes que, en el mejor casos, caerán algún día en la autoedición. Todo es injusticia, e incluso el argumento en apariencia más sólido –robar es malo— amenaza con desvanecerse en el aire cuando alguien pregunta: ¿no consideraron la posibilidad de que cuanto más circule un texto en PDF más ejemplares del libro se van a vender? La mayoría de la gente, se sabe, prefiere leer en papel. ¿Por qué no pensar, desliza otrx, que al hacer escándalo e invitar a que Clarín y Perfil publiquen notas lxs escritorxs buscaron promocionarse? Si ambas sugerencias tuviesen validez, la conclusión sería desconcertante: cuanto más pirateamos sus libros, más plata ganan. Como voy a indicar más adelante, sin embargo, la polémica fue mucho más que económica, en la medida en que la economía existe sobre la base de una serie de acuerdos sociales. En el fondo, se trató de una discusión sobre un aspecto de la propiedad intelectual del que hoy se habla muy poco, pero que en el caso del sistema literario argentino es, según entiendo, mucho más importante: el honor.

A lxs escritores de cierta edad la autopromoción suele resultarles incómoda. Sin embargo, casi cualquiera sabe que es aconsejable; en muchos casos, incluso, se vuelve el principal motor de las ventas. Una de las autoras argentinas que más regalías recibe hoy es la YouTuber Lyna Vallejos. Que de la noche a la mañana una piba de veinticinco años haya vendido cien mil libros puede resultar doloroso para quienes escriben mejor que ella y, con décadas de oficio, entienden que jamás tendrán esa suerte. Pero, bien mirado, lxs escritorxs agraviadxs por la libre distribución de PDFs también usan una plataforma para volverse conocidxs y así generar ingresos. Esa plataforma, en vez ser YouTube, son los libros. Como los videos de Vallejo, los libros les dan a estxs escritorxs la visibilidad necesaria para poder vender otra cosa en otro lado. Al desarrollar un cierto prestigio y una cierta cantidad de seguidores pueden competir mejor por columnas en los diarios, alumnos particulares, ayudantías, cátedras, participación en festivales y ferias del libro, etc. Si ofrecen talleres literarios, reciben dinero de gente que leyó (o por lo menos siente que debería leer) alguno de sus libros. Si viven en Buenos Aires y en la tercera edad lxs espera la pobreza, dicho prestigio podría un día permitirles acceder a la “Pensión del Escritor” que establece la ley. Para hacerlo, deberán tener por lo menos cinco libros publicados. Más que del (muy poco) dinero que reciben en concepto de derechos de autor, muchxs escritorxs argentinxs viven de su prestigio, la llave que puede abrirles las puertas de una serie de trabajos remunerados. Ese prestigio por lo general solo se construye en el circuito legal, publicando en editoriales de algún renombre que hacen llegar los textos a las mesas de las librerías y a los medios donde serán quizás reseñados.

¿Se puede vivir de la literatura? Meses antes de dar el batacazo por el que se lo recuerda, García Márquez observó en el magazín dominical de El espectador de Bogotá que los mejores escritores son los que escriben menos y fuman más, de manera tal que gastan en cigarrillos más plata de la que puede darles el libro. La conclusión, fiel a su estilo, la había revelado en la primera frase del texto, y con un ribete violento: “Escribir es un oficio suicida”. Su diagnóstico, por supuesto, se limitaba a la literatura. Lo que tipeaba para El espectador –incluida las frases sobre cómo escribir implica perder plata– le devengaba un salario.

Por supuesto, la cosa podría ser diferente. Si hubiese ingreso universal, por ejemplo, lxs escritorxs podrían dedicarse de lleno a la creación, no haría falta publicar Cien años de soledad para renunciar al trabajo en el diario, Melville no le quedaría debiendo al editor ciento y pico de dólares del adelanto por Moby Dick y las opiniones en torno a la propiedad intelectual dejarían de tener una correlación directa con el tipo de ecosistema en el que la persona que las expresa se gana la vida. Otra posibilidad sería construir una sociedad en la que las leyes de propiedad intelectual fuesen respetadas de manera mucho más estricta y abarcasen cada vez más áreas de la creación. En un sociedad así no sería nada fácil piratear una novela, pero lxs novelistxs correrían el riesgo de ser acusadxs de biopiratería: más conscientes del valor económico que producen nuestras experiencias, nuestras historias personales, nuestros modos de hablar y nuestros sueños, no dejaríamos impunes a aquellxs autorxs que tomasen prestados sin autorización y sin pagar la licencia correspondiente el neologismo que le oyeron a una trabajadora sexual o la anécdota que le escucharon contar a un vecino.

¿Para qué sirven las leyes de propiedad intelectual? Tales leyes, se suele explicar, tienen dos objetivos básicos. Por un lado, permitir que los autores reciban una compensación a cambio de sus creaciones. Por el otro, lograr un equilibrio entre intereses individuales y bien común. Al tener la compensación como incentivo, los autores crean. Dado que los derechos de autor solo duran un tiempo “limitado” (en la Argentina, unos setenta años post mortem auctoris), sus creaciones benefician primero a quienes las pagan y, más tarde, a todos. Los piratas, en este esquema, solo generan perjuicio. En la realidad, las cosas son más complicadas. En tiempos de pandemia, un ejemplo que atañe a la salud adquiere particular resonancia: las empresas farmacéuticas que, después de haber patentado cierta droga, impiden que los países pobres la fabriquen, causando así la pérdida de miles de vidas. Si dentro de unos meses un laboratorio patenta la vacuna de la Covid-19 y alguien revela la fórmula, ¿consideraríamos piratas o héroes a lxs científicxs que, sin pagar y sin pedir permiso, se pusiesen a replicarla? Durante la polémica de los PDF, alguna gente razonó de esta manera y sugirió que el derecho a la educación y la lectura, como el derecho a la salud, debería estar por encima de las leyes de propiedad intelectual.

Lxs mismxs escritorxs que reivindicaban sus derechos aclararon repetidas veces que jamás irían tan lejos como para tratar de piratas a lxs estudiantes de un colegio secundario donde nadie tiene un peso partido al medio. A lxs usuarixs de la Biblioteca Virtual, en cambio, se les pidió no compartir ciertas novelas, y una de las principales razones aducidas fue que entre ellxs debían contarse muchxs con la plata suficiente como para pagar el precio de tapa. Dada la crisis de la industria del libro y el crecimiento del hambre, el desempleo y la precarización laboral, este aspecto del debate fue particularmente peliagudo, porque implicaba ese límite escabroso que nos une y nos separa: el dinero. ¿Cómo determinar quiénes tienen suficiente y quiénes no? En lo que hacía a ese punto, la discusión no podía avanzar demasiado. Para colmo, la piratería de productos digitales es un “robo” muy particular. Un libro en formato electrónico no solo es un bien no-rival (una manzana, en cambio, es un bien rival: si se la come otro no me la puedo comer yo) sino también, quizás, un bien anti-rival (cuanto más se lo comparte, más beneficios les trae a todos: más aspirantes a participar en talleres literarios, por ejemplo).

Cuando murió el poeta Marc Antoine Muret, en 1585, sus amigos decidieron publicar una edición anotada de Séneca que había dejado lista, con la mala suerte de que un editor se les adelantó. Los amigos de Muret se presentaron al parlamento de París para sostener que era una injusticia, dado que contradecía los deseos del autor. Poco importa, observaron, que el editor haya conseguido el permiso real para imprimir la obra. Los deseos de un autor, argumentaron, tienen más peso que las órdenes del rey. Así como Dios es señor del universo, se plantaron, “el autor de un libro es su amo absoluto, y como tal puede disponer de él libremente”, ya sea para mantenerlo como “un esclavo” o para decidir cuándo y cómo “emanciparlo” –o sea, cuándo y cómo imprimirlo y hacer que las copias circulen por el mundo. Curiosidades de la historia: aunque en el mundo de hoy la esclavitud y los reyes han perdido casi toda su legitimidad, todavía nos inclinamos a creer (y las leyes nos respaldan) que los autores son los “amos absolutos” de sus creaciones. En el universo de las leyes de propiedad intelectual, ese principio de índole moral se conoce como “derecho de paternidad” y es previo, históricamente, a las consideraciones de la obra en términos de propiedad, interés económico y copyright. Por eso fue a la vez natural y sorprendente que el debate sobre la Biblioteca Virtual fuese por momentos similar al que se dio hacia 1585 en torno a la obra de Muret: lxs amigxs argumentaron que poco importa lo que haya dicho el rey (en este caso, el rey pirata o Robin Hood y el derecho que nos daría la cuarentena a compartir de manera solidaria los libros que hicieron otrxs), dado que lo que realmente cuenta es la voluntad del autor. Son lxs autorxs, no el rey, quienes tienen soberanía sobre sus textos. Con el florecimiento de la imprenta, se empezó a designar a quienes no respetan dicha soberanía con el nombre que todavía usamos: “piratas”.

La piratería atenta contra la propiedad en su doble sentido, el económico y el moral. Piratear, dicho de manera simple, no es solo apropiarse de lo ajeno sino también algo impropio de gente decente. Entre los sustratos de las leyes de propiedad intelectual, el que más se hizo notar durante la polémica –sin hacerse explícito, pero dándole forma a varios argumentos– fue, precisamente, el derecho moral, asociado en particular a la jurisprudencia francesa. Y el derecho moral francés implica cuatro principios básicos: derecho “de paternidad” (epitomizado en el mandato de que el nombre del autor siempre aparezca), derecho a la integridad (no se puede modificar la obra sin permiso del autor), derecho a la divulgación (el autor decide cuándo la obra está lista para entrar al mundo) y derecho “de retracto” (el autor puede retirar la obra del mundo). Mientras que en otras partes del mundo prima una concepción monista, según la cual lo moral y lo patrimonial emanan de un derecho único, en los países latinoamericanos nos guiamos por una concepción dualista de inspiración francesa. Según nuestrxs juristas, cuando hablamos de derechos de autor nos referimos en realidad a dos categorías: los derechos patrimoniales y los derechos personales/afectivos. En términos genealógicos, esto significa que en la Argentina todavía vivimos bajo los efectos de la legislación francesa y el Convenio de Berna (1886), que no solo protegen la propiedad económica sino que además, de manera paralela, enfatizan la necesidad de defender el “honor” y la “reputación” de los autores. Por definición, las violaciones del derecho de propiedad afectan el honor y la reputación de lxs autorxs y, por extensión, del circuito legal de formación de prestigio. Hay, sin embargo, una vuelta de tuerca: el prestigio se nutre, en parte, de aquello que lo amenaza.

Durante la polémica, las menciones al derecho de propiedad fueron legión, mientras que las menciones al honor brillaron por su ausencia. Décadas de neoliberalismo, es dable suponer, han disminuido nuestra capacidad de pensar la dimensión moral, pero eso no quiere decir que dejemos de sentirla. Quienes sintieron su honor herido buscaron argumentos en la aridez conceptual a la que nos exilia una concepción estrictamente económica de los derechos de autor, pero también dejaron asomar sus afectos a través de los llamados a “tener respeto”, “pedir permiso”, “no agredir,” “evitar el sarcasmo”, etc. Si están en contra del capitalismo, sostuvieron varixs, ¿por qué no van a robarles a las grandes cadenas de supermercados? ¡Se creen Robin Hood y en realidad son unos garcas! No me es ajena la frustración de la que se nutren este tipo de juicios. Evidentemente, privar de cincuenta pesos a unx novelista es más cobarde y menos significativo que nacionalizar los medios de producción. ¿Pero por qué se pondrían lxs novelistas a discutir en esos términos? Si consideran que compartir sus libros es ilegal, ¿por qué no dejarles a los abogados de sus editoriales la tarea de impedirlo? Lxs piratas, censuradxs en público por gente que probablemente viola derechos de propiedad intelectual todas las mañanas, tardes y noches, respondieron como si los estuviese pateando la policía. Y al sentir que lxs piratas avanzaban sobre sus obras como el Coronavirus sobre los pulmones, lxs autorxs se autoarrinconaron con argumentos sobre la propiedad que, en un contexto de cuarentena y crisis generalizada del capitalismo, tenían pocas chances de ser bien recibidos. Muchxs autorxs necesitan un circuito legal del libro para prestigiarse, establecer fuentes de ingreso y trazar su cursus honorum. Pero que este circuito sea cada vez más precario no es tanto un efecto de la piratería como de la crisis económica y de la falta de políticas para proteger al sector. Un mínimo impuesto (esto es, un mínimo acuerdo social) sería más que suficiente para mantener a flote a la industria del libro.

Los acuerdos sociales más milenarios pueden cambiar rápidamente. Muchxs sugirieron que los ataques recibidos por un par de escritoras tuvieron algo de violencia de género. Algo es seguro: la lucha contra el patriarcado exige que prestemos más atención cuando alguien le pega a una mujer. Pero creo que se podría ir más lejos. Si NiUnaMenos está pidiendo que se apruebe el impuesto a las grandes fortunas, ¿por qué no reclamar lo mismo y establecer una alianza entre colectivos feministas y colectivos del librx? Si lxs escritorxs se ven feminizadxs en un sentido económico, viviendo casi todxs ellxs con la casi certeza de que jamás van a ganar un peso, ¿no deberíamos privilegiar modos de reconocer ese honor que no se limiten al mercado y asignen valor a otras formas de vivir la escritura? Si el “derecho de paternidad” se construyó en un mundo en el cual las mujeres eran propiedad de los hombres, ¿no podría la imaginación feminista ayudarnos a repensar las leyes de propiedad intelectual en una nueva dirección, acaso menos ligada al dominio? Y si el honor de la mujer siempre debió ceder al del padre, el hermano o el marido (como evidencian a diario los asesinatos de mujeres que desprestigian a su familia), ¿no podríamos tratar de evaluar en qué medida la violación de la propiedad intelectual está mediada por nociones de género?

En vísperas del Día del Escritor, me animo a sugerir nuevas preguntas porque dudo mucho que un enfrentamiento con lectorxs que no pagan por lo que leen pueda redundar en una mayor valoración social del trabajo que implica la escritura. Justificada o no, la indignación de lxs escritores limitó su capacidad de imaginar soluciones. Imaginar, por ejemplo, que la cuarentena les servía en bandeja un ejército de 15.000 aliadxs (hoy son casi 20.000) que no solo leen bastante sino que además se toman el trabajo de compartir nuevos textos. Que no estén pagando por hacer todo eso quizás sea menos importante que el hecho de que lo están haciendo. Si a esas 20.000 personas, se me ocurre, se les ofreciesen algunos libros gratis a cambio de hacer campaña en las redes, en los medios y en sus lugares de trabajo para que se apruebe la ley del Instituto Nacional del Libro Argentino, los beneficios serían mayores que las pérdidas. Tratarlxs de piratas y deshonestos nos distingue de ellxs, sin duda, ¿pero a qué precio?

Hablé ya de valor social y de valor económico. Me faltó hablar del tercer tipo de valor: el lingüístico. La lengua, se enseña en las carreras de Letras, puede pensarse como un sistema de signos interdependientes “donde el valor de cada uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros”. No haberme comprado las zapatillas en La Salada me da cierta tranquilidad cuando visito casas decentes, pero también debería hacer que me pregunte si no serán las zapatillas falsas de otrxs las que garantizan estructuralmente la autenticidad de las mías. Esto es así incluso cuando las originales y las falsas se hacen con los mismos materiales y el mismo diseño. En un mundo en el cual un producto auténtico puede ser físicamente indistinguible de uno “falso”, su valor para quien lo compra y lo exhibe se deriva del hecho de haber pagado el precio más alto. El honor de lxs escritorxs no es ajeno a esta lógica. En sus orígenes, solo aquellas personas honradas con un cargo público eran honesti. La palabra no designaba una virtud sino la glorificación y los privilegios que la sociedad les ofrecía a ciertos individuos y no a otros. Lxs escritorxs que han sido glorificadxs por el mercado con contratos y regalías se inclinan, lógicamente, a experimentar la piratería como una mengua en su honor. Pero si bien el prestigio del circuito legal del libro se define, en tanto que valor, en relación con el desprestigio de la autoedición, las bibliotecas virtuales y las copias piratas, el sistema del que forma parte se transforma históricamente. En una región donde la economía informal no deja de expandirse, ¿puede sobrevivir el sector formal sin establecer alianzas con otros? Quizás sería útil reconocer, aunque esto obligue a transformar la maquinaria del prestigio, que el honor de lxs escritorxs no está menguando por culpa de la piratería sino de un mercado en contracción, y que en este contexto el futuro del libro depende más que nunca de la imaginación y la política.

*Víctor Goldgel es uno de los editores de Piracy and Intellectual Property in Latin America: Rethinking Creativity and the Common Good (Routledge, 2020).

 

Las formas de la tregua. Una reconstrucción de los espacios de traducción poética de Mirta Rosenberg en las voces de Anahí Mallol, Ezequiel Zaidenwerg y Horacio Zabaljáuregui

Por: Malena Velarde

Imagen: Miss L.T., Ernesto de la Cárcova

No solo las palabras nos definen, sino también las acciones. Este es el caso de Mirta Rosemberg, poeta y traductora que es observada a través de sus gestos y de sus expresiones, y de su amor al trabajo y a las letras. Mirta Rosemberg traduce no solo como una necesidad vital, sino para ser modelo vivo de una ética de trabajo que plasma y brinda a sus alumnos y alumnas, quienes hablan y reconstruyen el cálido ambiente vivido en su taller. La Licenciada en Letras y estudiante de la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, Malena Velarde, nos acerca un mosaico de voces que nos permite entender los modos de pensar y de sentir de una autora que es necesario conocer si se quiere tener un panorama total de nuestra poesía más propia.


Mirta Rosenberg (Rosario, 7 de octubre de 1951–Buenos Aires, 28 de junio 2019) fue poeta, traductora y una maestra para distintas generaciones de escritores y traductores. En 2018 publicó El árbol de palabras. 1984-2018, que reúne libros como Madam (1988), El arte de perder (1998), El paisaje interior (2012) y Cuaderno de oficio(2017). Su presencia en el consejo de dirección de la revista Diario de poesía (1986-2012), en la fundación en 1991 de la editorial Bajo la luna o en la coordinación del ciclo Los traidores en la Casa de la Poesía fue fundamental para la conjunción de distintas corrientes estéticas dentro de la poesía contemporánea argentina, así como para la difusión de autores como Emily Dickinson, Marianne Moore y Anne Carson, entre otros. La traducción poética constituye un objeto de reflexión dentro de su obra y dentro de los encuentros que promovía con otros poetas y traductores. Anahí Mallol, Ezequiel Zaidenwerg y Horacio Zabaljáuregui recorrieron algunos de los espacios coordinados por Mirta Rosenberg. Sus testimonios permiten reconstruir no solo la centralidad de su figura dentro de estos encuentros, sino también su ética de trabajo, que Anahí Mallol describe como “un alejamiento de la infatuación del personaje del poeta para acercarse al compromiso con el texto”. Como recuerda Ezequiel Zaidenwerg, “a Mirta no le gustaban las pleitesías. Ni rendirlas ni que se las rindieran”.

Anahí Mallol, Ezequiel Zaidenwerg y Horacio Zabaljáuregui fueron algunos de los poetas que participaron de la edición de la revista Extra, coordinada por Mirta Rosenberg. La revista alcanzó dos números: uno publicado en 2016 y un segundo número que no llegó a ver la luz. El publicado incluyó una entrevista a la poeta Denise León, un dossier de poetas mexicanos seleccionados por Zaidenwerg, un ensayo de Robert Hass, traducciones de textos de Gertrude Stein y James Laughlin, un ensayo de Enrique Winter sobre Íntegra, la obra de Gonzalo Rojas, y “Traducir poesía”, un poema de Rosenberg que luego sería incluído en Cuaderno de oficio (2016). El encuentro de estos nombres —Mallol (La Plata, 1968), Zaidenwerg (Buenos Aires, 1981) y Zabaljáuregui (Buenos Aires, 1955)—  en este proyecto editorial conforma un triángulo generacional que muestra la diversidad de poéticas que Mirta Rosenberg supo articular a partir de la práctica de la escucha como parte de un método de creación.

“Nos reuníamos los lunes a leer nuestros poemas. Ahí se armó un grupo de mucha confianza intelectual y afectiva pero éramos bastante críticos, ¿no? El proceso era similar. Cada uno traía copias de los textos para los que asistían. Se conversaba, se hacían observaciones”, recuerda Anahí Mallol sobre las reuniones del grupo que luego conformaría la revista. Ese proyecto editorial traería otras reuniones y experiencias como la traducción colectiva de “Señorita Furr y Señorita Skeene” de Stein, realizada por Mallol junto a Liliana García del Carril y Silvina López Medín bajo la guía de Rosenberg. “Para mí, esa experiencia de polifonía fue única porque uno decía una cosa y el otro la mejoraba, y abría un interrogante”, destaca Mallol.

Esta práctica de traducción grupal tuvo sus antecedentes en el ciclo Los traidores, una clínica de traducción poética dictada por Mirta Rosenberg en la Casa de la Poesía “Evaristo Carriego” entre los años 2001 y 2004, a la que Mallol y Zaidenwerg asistieron, aunque quizás en tiempos distintos. En sesiones semanales, los participantes proponían sus propias traducciones de distintos textos que luego eran sometidos a la discusión grupal.

Luego de la discusión, quien había llevado su traducción tomaba nota de los comentarios y, a la semana siguiente, proponía una versión nueva. Entre una versión y la otra, Mirta Rosenberg lanzaba palabras certeras que encendían la potencialidad de la réplica. “Mirta siempre tenía la palabra justa”, recuerda Mallol. “Era muy atenta no solo a la cuestión del sentido, sino también a la cuestión del ritmo, que tenía incorporado antes de que se leyera el verso entero”.

Anahí Mallol había conocido a Rosenberg en otro ciclo: La voz del erizo, creado por Delfina Muschietti y Daniel Molina en el Centro Cultural Ricardo Rojas en 1992. Por este espacio, que continuaría hasta el año 2002 bajo la coordinación de Muschietti, pasarían poetas y escritores de distintas generaciones y estéticas, entre ellos, Horacio Zabaljáuregui: “A Mirta la conocí cuando estaba ligado a la revista Último Reino, desde el año 1979. Cerca de cuando salió Madame (1988). Nos cruzábamos en lecturas. Recuerdo que estuvimos charlando de algo que yo había leído en el ciclo La voz del erizoque organizaba Delfina (Muschietti). Ella ya estaba en el Diario de poesía”.

Ezequiel Zaidenwerg era muy joven cuando cerca del año 2003 participó del ciclo Los traidores. Había conocido a Rosenberg tiempo antes en una clínica de poesía que se dictaba en el sótano de una sinagoga del barrio de Belgrano. De los días de Los traidores, evoca una imagen:“me acuerdo de Mirta doblando por Salguero, con una especie de pantalón ancho, medio corto, con las piernas sin depilar, con una actitud confiada, alegre, desafiante”. En su recuerdo, Zaidenwerg une esta imagen con otra: “La segunda postal que tengo es la de Mirta ya en silla de ruedas, donde ese fuego y ese poder habían quedado más confinados a la mente y a la voz”.

 

Método Rosenberg

“Te va a venir bien”, repite Anahí Mallol para perfeccionar la mímesis del tono de Mirta Rosenberg en su memoria cada vez que le informaba que estaba haciendo una nueva lectura. “Tenía mucha delicadeza para percibir poéticas o estéticas que tenían cierta resonancia con lo que uno venía escribiendo o lo que quería escribir y te recomendaba: “Leé esto”. En realidad, creo que el grupo debe haber derivado hacia la revista porque ya funcionaba un poco como revista en el sentido de que alguien decía leí esto y hacía como una reseña”.

El “grupo”, como lo llama Mallol, era integrado por poetas que representaban distintas estéticas. De hecho, solo en la reunión de Zabaljáuregui, Zaidenwerg y Mallol confluyen las muchas maneras de la poesía, como rezaba el lema del número publicado de la revista Extra. “No somos ni de la misma generación ni de las mismas poéticas o estéticas”, señala Mallol. “Horacio Zabaljáuregui viene de lo que en algún momento se llamó neoromanticismo y lo que hace Mirta Rosenberg, para mí, es único. La conocí vinculada a Diario de Poesía pero ahora que leí los primeros textos pienso que están más en relación con una especie de algo que yo alguna vez en algún diario llamé barroco conceptista o un neobarroco conceptista. También está Ezequiel Zaidenwerg, que en una época defendía una cosa más prosaica, antipoética. Distintas religiones y distintas ideologías políticas. Y yo, que estoy vinculada a la poesía de los noventa”. Frente a la heterogeneidad que caracterizaba al grupo, Mallol remarca la articulación que proponía Rosenberg: “No tenía una forma de dirigir o de pretender que todo se tornara como a ella le parecía o que la estética de uno fuera similar a la de ella”.

Para Horacio Zabaljáuregui, el método de trabajo que resultaba atractivo para edades y poéticas tan dispares tenía que ver con la conjunción de la generosidad con el rigor. “Era alguien implacable con la devolución, que empezaba por ella misma. Para ella la poesía era algo donde ponía la pasión, su láser apolíneo. Método Rosenberg”.

Al igual que Mallol, Zabaljáuregui integra la cátedra de Poesía II que dirigió Rosenberg en la carrera Artes de la Escritura en la Universidad de las Artes. Cuenta Zabaljáuregui que luego de la muerte de Mirta Rosenberg, los estudiantes organizaron un homenaje en la universidad y cada uno leyó una elegía de propia autoría, un género que era visto por los estudiantes como de difícil maniobra. “A nosotros, que éramos los del práctico, nos decían: “no me sale una elegía”. ¿Viste? Hay gente no perdió ni al gato. Pero, ¿sabés que a partir de tres cursadas resultó? El agradecimiento hacia Mirta Rosenberg estaba visto en la acción de ir a leer una elegía”.

Para Zabaljáuregui, este homenaje fue el resultado del trabajo pedagógico que Mirta Rosenberg inspiró en su cátedra: “¡Lean!, les decía ¡Corrijan! ¡Estén sobre los textos! Creo que es bueno que esa materia esté ahí porque viene después de Poesía I, que la da Alicia Genovese, que es un espacio más liberador, que es más de soltar. De pronto: Poesía II”. Según Zabaljáuregui, esta intensidad para abordar el trabajo con la poesía era parte del contenido que Rosenberg buscaba transmitir a los estudiantes. “Esto para jóvenes de veintipico es como una cosa difícil. Pero eso era una manera de templar el instrumento la voz poética”.

Ezequiel Zaidenwerg tenía veintidós años cuando hizo su primer trabajo de traducción. Estudiaba Letras en Puan y no tenía trabajo fijo. Un día, Mirta Rosenberg le preguntó: “¿No querés aprender a traducir? Pienso que podrías hacerlo bien”. Entonces le mandó el primer capítulo de un libro, él lo tradujo y esperó sus comentarios. “Me llamó por teléfono y estuvo un largo rato corrigiendo todos mis errores. Sobre todo que yo me apegaba demasiado a la sintaxis del inglés. Siempre elegía la opción más pegada al original. De alguna manera me enseñó que la traducción es una forma de interpretación. Esta idea es mía pero creo que la aprendí también de Mirta. Tanto desde lo hermenéutico como desde lo performático, como quien toca un instrumento. Después le pasé una segunda versión de este capítulo. Me llamó y me hizo un par de devoluciones. Le mandé el tercero y ya no hizo más devoluciones. Me dijo: ya sos traductor”.

Para Zaidenwerg, Mirta Rosenberg le inculcó una ética de trabajo que consistía, principalmente, en cuidar el tiempo y la atención, y dedicar más tiempo al trabajo que a la sociabilidad de la poesía. Desde hace varios años, Zaidenwerg traduce todos los días un poema del inglés al español y lo publica en sus redes sociales. “Pongo mi ‘voz’, mi trabajo al servicio de otras voces para difundir, para mostrar poesía todos los días. Es algo que hago terapéuticamente. Pero es algo que tiene que ver con esa ética de trabajo de Mirta”.

 

Los rostros múltiples de las palabras

Anahí Mallol destaca la apertura y el diálogo que Mirta Rosenberg tenía con las generaciones más jóvenes, aunque no puede determinar de forma específica cuál era su punto de encuentro frente una obra tan polifacética como la de Rosenberg. “Una posibilidad es tener su poesía como un referente yendo hacia una cosa más experimental; podés tenerla como un referente de escritura de mujeres; podés tenerla como un referente de un trabajo entre lo propio y los autores que traducía de otra cultura como fue para ella la poesía de los Estados Unidos. A lo mejor, cada uno leía una Mirta distinta y en todas igual había algo que era de ella”.

Según Mallol, la particularidad de la obra de Rosenberg podría expresarse en el trabajo con la palabra. “En mi generación les huimos a las palabras que no son habituales o cotidianas pero como ella las pone está perfecto. Nosotros les huimos a que se ponga la palabra como un índice de poeticidad. Rostro en vez de cara; cabello en vez de pelo. Eso lo detestamos. Pero ella, en la poética de ella hay palabras inhabituales y están muy bien puestas. Tiene un trabajo con eso que llama mucho la atención. Creo que en su poética, al no estar enrolada en ninguna corriente, eso no se percibe como excesivo».

En la poesía de Mirta Rosenberg las palabras se sostienen, a pesar de la carga que podrían suponer determinados términos poco habituales, porque están en tensión con otras asociaciones; tienen muchas caras, al punto que pueden aparecer en otras lenguas, como si estuvieran traducidas o como falsos amigos, y encuentran multiplicidad y proyectan sentidos en direcciones cruzadas hasta conformar una red capaz de soportar y neutralizar los excesos.

 

Escribir traducciones

“Traducir poesía” fue publicado en el primer y único número publicado de la revista Extraen 2016. Meses después, en ese mismo año, este poema integró Cuaderno de oficio, en donde la traducción se vuelve objeto de ensayo a partir de la exploración de lo que se representa como propio y ajeno en la poesía. Este vínculo entre representación e identidad ya había sido abordado en Madam(1988), en donde Francine Masiello en El cuerpo de la voz: poesía, ética y cultura reconoce la construcción de un “móvil sujeto femenino”. Allí, la presencia de las palabras y la gramática en lengua extranjera permiten su “desdoblamiento a través del palíndromo que circulaba en lengua inglesa, ‘Madam I´m Adam’” (Masiello 146). En Cuaderno de oficio, este vínculo se explora a partir de la figura de la tregua; un cese temporal de la tensión entre lo ajeno y lo propio que fuerza a una posición intermedia, y cuya ubicación espacial es dinámica, puesto que es el resultado del equilibrio entre dos fuerzas en tensión. En este libro, la posición del medio que ocupaba el pronombre personal en el palíndromo de Madam es objeto de indagación para encontrar formas (poéticas y visuales) que permitan abordar la tarea de traducir.

En “Traducir poesía”, Rosenberg ensaya algunas definiciones: “darle aire a la poesía en nuestra lengua”; “buscar una tregua entre lo que el otro dijo y lo que digo / yo”; “Decir menos, dejar hablar al otro, escribir lo que dijo, / gustosamente, con la forma de un poema que contiene su propio tema / esa en la que hablo yo” (24). La repetición del infinitivo, en tanto forma no personal del verbo, insiste en señalar el carácter de proceso de la acción mediante la cual el sujeto se apropia progresivamente de la materia en la lengua de partida.

En este poema, la primera persona se encarna al final de las dos primeras estrofas: “lo que digoyo”; “la que hablo yo”. Este énfasis, otorgado por su posición, resalta también el final de la acción de traducir —el inicio de la tregua— en la que la primera persona encarna “la forma de un poema que contiene su propio tema» (24). Sin embargo, este final es solo una tregua, un paréntesis en el transcurso temporal. De este modo, podemos pensar que, además de declarar una posición en el espacio, la figura de la tregua habilita la pregunta por una posición en el tiempo. ¿La lengua que se articula en la traducción es, solamente, lengua de llegada? ¿El texto traducido es siempre posterior?

En Cuaderno de oficio, “Traducir poesía” antecede la selección de los fragmentos de la lírica de Safo, las traducciones realizadas de estos textos por Anne Carson y, luego, las que propone Mirta Rosenberg de estas versiones en inglés bajo el título “Conversos”. Si bien el orden de estos nombres coincide con la cronología de los textos: “SAFO – ANNE CARSON – MIRTA ROSENBERG”, en Cuaderno de oficio, la acción de convertir un texto no se realiza en una sola dirección. Así, los textos de partida están incluidos no solo para mostrar la relación entre la versión y el original, sino que también proyectan sentidos a otros poemas de Rosenberg incluidos en este libro.

Traducción y tregua se vinculan, además, por la presencia del grupo consonántico /tr/ en una sílaba, sonido anticipado en cuanto a su relevancia por la repetición en los versos anteriores de la primera estrofa: (“traducir” / “traductor” / “Estridón” / “nuestra” / “otro” / “centro”, “tregua”). Este sonido conecta la acción (“traducir”) con quien la encarna (“traductor”) y con un ejemplo: “San Jerónimo de Estridón”, traductor de la biblia del griego. A su vez, resalta dos términos que marcan la tensión en el acto de traducir: “nuestra” / “otro”. Entre la lengua extranjera y la propia, la posición del traductor corresponde al otro término señalado en este “centro”. Se trata del espacio intermedio que encontrará su definición en la tregua.

La sílaba trabada encuentra otras consonantes con el sonido /r/ en esta misma estrofa: (“griego” / “Imprescindible” / “protegido” / “fricción”). La tendencia a sostener el grupo consonántico en la misma sílaba tiene a debilitarse en las estrofas siguientes. A partir de la quinta estrofa, aparecen, en cambio, palabras con el sonido /r/ junto con una consonante pero sin formar sílaba: “Carson”, “versos”, “Borges”, “equivocarse”, “versión”. En esta última palabra, de particular relevancia para la tarea de traducir en la medida en que muestra el resultado del proceso, el grupo consonántico se destraba y se parte en dos sílabas. Este desplazamiento de /r/ sonoriza el trasladodel texto en idioma extranjero al propio. De hecho, este movimiento aparece en la última palabra del poema que señala, a su vez, el fin de la tarea: “terminar”.

De este modo, la vibración de /r/ marca los relieves de este texto y su onda expansiva alcanza otros al punto de conformar, en palabra de Delfina Muschietti en Traducir poesía. Mapa rítmico, partitura y plataforma flotante un “mapa rítmico”[1](Muschietti 9) que atraviesa las fronteras de cada poema. Así, encontraremos este sonido en el título que agrupa la serie de traducciones, “Conversos”, donde se observa el desplazamiento de la /r/ que coincide con el movimiento que implica la acción de traducir, pero también en la palabra que resuena cuando vemos la primera hoja que integra esta sección: “griego”. Para los lectores que no leen en esta lengua, griego se repetirá como el único significado posible a lo largo de las seis páginas que ocupan estos fragmentos. Estas grafías están incluidas en su carácter de imagen, cuya materialidad se inscribe en una constelación que vincula a San Jerónimo de Estridón, traductor de la biblia del griego, a Safo, a Homero y a la necesidad de traducir “si uno no sabe griego” (24).

Una primera lectura nos haría pensar que la inclusión del texto en griego intenta mostrar el punto de origen de la traducción. Sin embargo, justo antes de esta sección encontramos “La poesía usada para conversar”, un poema que a la vez que ofrece algunas referencias biográficas de Safo, muestra el uso que la poeta hace de la traducción como material de escritura. Este poema opera como un boomerang que dispara sentidos que encontrarán el eco de la repetición en las versiones en inglés y en español, para volver al poema con una nueva densidad.

El verbo “parece”, señalado como el que “mejor la exprese (a Safo)”, permite articular este poema con el fragmento 31 a partir de la traducción del verbo φαίνεταί. En este fragmento, se utiliza este verbo para describir la admiración de quien puede estar en proximidad del objeto de deseo: “Me pareceigual a los dioses ese hombre”.

Este verbo es aprovechado en la poesía de Rosenberg para comentar sobre las mediaciones que se imponen a la hora de traducir y para reconocer su distancia respecto a la fuente. Por una parte, aquello que se traduce parece que es la poesía de Safo pero es apenas una parte de lo que pudo haber sido en la medida en que solo nos llegaron algunos fragmentos. Por otro lado, también permite expresar la distancia respecto del contexto de enunciación en la antigüedad: “ahora nos parece (…) ultramoderno para la época” (29).

En “Conversos”, las tres poetas conforman su autoría basada en el parecer. No solo las traducciones de Carson y Rosenberg establecen una relación de similitud y diferencia respecto al griego y al inglés respectivamente, sino que también aquello que se presenta como obra de Safo solo se asemeja a lo que podría haber sido en su tiempo.

El número tres que da forma a este conjunto también había sido destacado en el poema que precede a esta sección (“La poesía usada para conversar”) para comentar “la geometría del deseo” (30) que escenifica el fragmento 31 de Safo, en donde el objeto de deseo es presentado de modo indirecto y mediado por un cuerpo que se le presenta más próximo. De este modo, este poema ofrece alguna claves para leer estos “Conversos” como el resultado de una tarea que excede la acción de encontrar equivalentes de una lengua en la otra, para revelarse como la exploración de algunos de los sentidos que presenta el texto en su lengua de partida y el diseño de una construcción que podría alojarlos.

A su vez, este número habilita la única posición del traductor que había sido declarada como posible: la tregua. A diferencia de lo que sucedía en el palíndromo de Madam, en Cuaderno de oficio los lados que construyen el lugar del medio del traductor no son espejados. En el proceso de convertir un texto, las distancias que rodean al traductor se redefinen a partir de los sentidos que se quieren explorar y materializar.

Dentro de Cuaderno de oficio, “Traducir poesía” se constituye como un texto angular que dispara sentidos antes y después del espacio central que ocupa “Conversos” en la sucesión de los poemas. Su análisis habilita la posibilidad de rastrear partes del proceso de conformación de estas formas que podrían dar lugar a las traducciones. Al mismo tiempo, visibiliza el carácter polifacético de las palabras dentro de esta poesía que Anahí Mallol nombraba con énfasis.

La reconstrucción de los espacios de traducción poética permite descubrirla centralidad que cobra esta práctica como parte de un método de creación. Los testimonios de Zaidenwerg, Mallol y Zabaljáuregui recuperan, además, la experiencia de los espacios de reunión en donde Mirta Rosenberg lograba que distintas poéticas y distintas generaciones se escucharan entre sí.


Bibliografía

Mallol, Anahí. Entrevista personal. Buenos Aires, 16 de julio de 2019.

Masiello, Francine. “Tiempo y respiración (nota sobre las poetas argentina actuales)”. El cuerpo de la voz: poesía, ética y cultura. Rosario: Beatriz Viterbo, 2013.

Muschietti, Delfina. “Poesía y traducción. Mapa rítmico y plataforma flotante, sin mediaciones”.Traducir poesía. Mapa rítmico, partitura y plataforma flotante. Dirigido por Delfina Muschietti. Buenos Aires: Paradiso, 2014.

Rosenberg, Mirta. “Traducir poesía”.Cuaderno de oficio. Buenos Aires: Bajo la luna, 2016.

———————- “La poesía usada para conversar”.  Cuaderno de oficio. Buenos Aires: Bajo la luna, 2016.

———————- “Conversos”.  Cuaderno de oficio. Buenos Aires: Bajo la luna, 2016.

Zabaljáuregui, Horacio. Entrevista personal. Buenos Aires, 17 de julio de 2019.

Zaidenwerg, Ezequiel. Entrevista personal. Buenos Aires, 20 de febrero de 2020.

 

[1]Para Muschietti, el poema puede ser concebido como “una máquina rítmica, que delega en su motor de repetición una condición anómala o extranjera, que nos lleva a otra dimensión, alejada de la cotidianidad, de los ejes tempo-espaciales que persigue la prosa (Muschietti 9).

Cuerpo, familia e intimidades. Reseña de «Rara», de Natalia Zito

Por: Damián Leandro Sarro

Foto: Constant Puyo

Rara (Emecé, 2019) es una novela de Natalia Zito, psicoanalista y escritora argentina. Damián Leandro Sarro nos propone una lectura que aborda la manera en la que la protagonista habita su cuerpo y desarma el modelo de la familia, y también un fructífero paralelismo con la obra de la escritora chilena María Luisa Bombal.


Rara, de Natalia Zito

Ed. Emecé, 2019, Bs. As.

228 páginas

 

«me aclaró él muchas veces, separando la palabra en sílabas: po-si-cio-na-dor. Separar en sílabas es violencia.» (Págs. 22/3)

 

Rara, de Natalia Zito, es una historia de varios personajes en uno solo: es la historia de una voz femenina que clama por su identificación social y familiar; es la historia de una dignidad ultrajada por una masculinidad acérrima y socialmente avalada; es la historia de una espera que por momentos es perenne, por momentos es efímera, por momentos productiva, por momentos es casi inexistente; es la historia de una búsqueda por una maternidad dichosa que en su pretensión de inefable sufre las frustraciones propias de la infertilidad; es la historia de un afianzamiento por el olvido de traumas aún latentes; es la historia del estallido del sueño burgués en mil pedazos lacerantes; es la historia de un cuerpo femenino hambriento de amor, de comprensión y de valoración.

Amor, familia, posesión, infidelidad, humor, aborto, hijo, frustración, violencia y rechazo son categorías idóneas para la lectura de Rara. Destaco la solidez en la prosa de Zito  que nos inserta en su historia como si nos llevara de la mano (¿rara?) a través de situaciones sencillas y superficiales, cotidianas y otras más profundas, a través de recuerdos, imágenes y sensaciones que, grosso modo, parecieran tópicos recurrentes, pero finalizada la historia (¿finalizada?) se transforman en coyunturas existenciales del ser humano, más allá del género. Y esto hace a la grandeza de la novela.

Hay línea de lectura que se me presenta como pertinente para abordar la novela de Zito. Estoy pensando en La última niebla, de la chilena María Luisa Bombal, publicada en Buenos Aires en 1934 bajo el auspicio de Oliverio Girondo. En ambas novelas, se muestra a la mujer como eje diegético donde la valoración del cuerpo, la búsqueda de una sexualidad y de una feminidad dignas y el enfrentamiento con patrones sociales regidos por un claro matriz patriarcal contribuyen a reafirmar la voz narrativa femenina en un ambiente muchas veces adverso.

En La última niebla, el manejo del tiempo narrativo y la descripción de los personajes, principalmente de la mujer, rompen todos los parámetros establecidos canónicamente en la literatura de su tiempo y de su país: el cuerpo femenino dejará de ser representado desde la óptica de la masculinidad para adquirir una nueva esquematización ligada a la transgresión de la realidad. Si bien en la trama de la novela hay una imposición humillante de aparentar a otra mujer, es decir, de funcionar como espejo de otra subjetividad basada en lo corpóreo, esta misma humillación condimentará sus esfuerzos para alcanzar la transgresión al plano de la irrealidad. En la edición de las Obras Completas de María Luisa Bombal (Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 2000), se lee: “Mi marido me ha obligado después a recogerme mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según él, era una mujer perfecta.” (60). Asimismo, este cuerpo femenino dejará de ser receptáculo exclusivo para el placer masculino y se transformará en objeto de autoerotismo, de un claro onanismo femenino y, en esta línea, el placer erótico de la mujer será recuperado para aclamarlo con vigor y en un plano de exposición y descripción inaudito para la época. Lo que Bombal nos marca con esta novela, entre otros puntos, es el advenimiento, o el deseo de advenimiento, del sujeto-femenino con toda su carga emotiva y sensual, y libre de todo prejuicio moral y social. Es la denuncia por la liberación de la feminidad de los rótulos masculinos y sus restricciones: algo que también debe inscribirse dentro del proceso vanguardista que acarrea su novelística. Escribir sobre la intimidad de la mujer y que su problemática de género, sus dificultades, temores, experiencias y vicisitudes puedan constituirse en objeto literario es uno de los mayores logros de Bombal dentro de la literatura latinoamericana del siglo XX y que contribuye, a su vez, a la perspectiva feminista de esta literatura.

Por ello, ambas mujeres (la de Zito y la de Bombal) exponen, a través de su voz narrativa, una clara denuncia contra los preceptos patriarcales de un rígido sistema cultural avalado por prácticas consuetudinarias percibidas como irrefutables. En su agónica, pero productiva espera, la protagonista de Zito exclama: «Cuando éramos novios mi vida propia se convirtió en nuestra vida (…) Me convertí en él y me creí mi nueva vida propia en pareja. Era la princesa que había tenido la fortuna de que le calzara el zapatito.» (57). Nos induce a pensar que el mismo tiempo de su espera es proporcional al tiempo en que ella dejó de ser ella para convertirse en ese objeto social y sexual, tener “una esposa dando vueltas es como llegar con un buen auto: se luce a la entrada y a la salida, el resto del tiempo queda estacionado.» (63). La novela va mutando, a medida que ella espera y, por ende, espera también el lector, hacia la consumación de la desilusión no sólo conyugal como práctica de status social, sino también existencial: «Todos los días vuelvo a razonar que la familia no es la cajita feliz que compramos con la comida rápida» (69) y «Me detengo en el mismo lugar donde creí que había construido mi puerta al paraíso» (224), son algunas de las exclamaciones que denotan tal situación. Y en este quiebre existencialista es donde se derrumban los grandes mitos patriarcales de Occidente en la voz narrativa de la protagonista.  Esto me lleva a citar a Antonin Artaud, en El teatro y su doble, cuando afirma que el “amor cotidiano, la ambición personal, las agitaciones diarias, sólo tienen valor en relación con esa especie de espantoso lirismo de los Mitos que han aceptado algunas grandes colectividades” (Ed. Sudamericana, 2005, Bs. As., pág. 95).

Rara es la novela donde los significantes eclosionan en un prisma multifacético para interpelar al desocupado/a lector/a.

Zama y el sonido fantasma

Por: Carlos Romero

Imagen: Fotograma de Zama (2017)

En el marco del seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha” dictado por Julia Kratje en el 2019 en la Maestría en Literaturas de América Latina, Carlos Romero se propone analizar la versión fílmica de Zama realizada por Lucrecia Martel. Para ello, pone el foco en su inquietante material sonoro y en cómo este abre la puerta a desmontar convenciones cinematográficas y desplegar una mirada feminista y de lo subalterno.


Otras víctimas de la espera

En marzo de 2017, la directora de cine Lucrecia Martel escribió una columna para el diario español El País donde buscó responder a una pregunta en retrospectiva: “¿Por qué hacer una película de Zama?”. Aún faltaban seis meses para el estreno de su adaptación de la novela que Antonio Di Benedetto había publicado en 1956. En el final del artículo, Martel ofreció una respuesta: “Porque pocas veces en la vida se puede emprender una excursión irreversible y exquisita entre sonidos e imágenes a un territorio decididamente nuevo”. Estas palabras contenían claves específicas desde las cuales acercarse a su filme. En primer lugar, la cineasta argentina señalaba que en la elección misma de la obra de Di Benedetto ya había influido su potencial sensorial. De inmediato, surgían otras preguntas posibles: ¿En qué consistía ese “territorio decididamente nuevo”? ¿Dónde radicaba su novedad? ¿Qué tipo de vínculo audiovisual suponía y cómo lograba constituir una experiencia “irreversible”?

Por la riqueza de su universo sonoro y por la centralidad narrativa que adquiere, Zama posee un gran potencial para una lectura desde las teorías del sonido, un aspecto de fuerte presencia y experimentación en la obra de Martel, y que se integra a su perspectiva feminista como realizadora.

En concreto, los estudios sobre el sonido acusmático van a resultar de gran utilidad. En La audiovisión (1993), Michel Chion recoge dos definiciones para acusmática: “Significa ‘que se oye sin ver la causa originaria del sonido’, o ‘que se hace oír sonidos sin la visión de sus causas’”. Pero Chion va a problematizar los límites que supone esta caracterización, algo que también, desde la práctica, hace Martel en Zama. Además, la directora lleva lo acusmático más allá del estatus de una técnica entre otras. Lo vuelve estructurante y lo hace jugar en dos planos simultáneos: es un sonido fantasmagórico, siempre inquietando desde el fuera de campo, que le permite incorporar esa espectralidad que puebla a la novela de Di Benedetto; y también funciona como una herramienta de extrañamiento con la cual desmontar convenciones cinematográficas y desplegar una mirada feminista y acerca de lo subalterno.

Con esa naturaleza, el sonido se irá desplegando sobre la película, tanto hacia su interior, agobiando al protagonista, el atribulado Diego de Zama, como al interpelar al espectador con el tipo particular de escucha que propone Martel. El sonido llega antes, se expresa más fuerte, penetra más profundo y persiste por más tiempo. Deja de ser “sobre algo” para volverse “algo en sí”. Se impone como un sentido que, a la vez que difuso, sobrepasa al de las imágenes, y siempre parece saber algo que ellas ignoran.

Recogiendo una idea del fenomenólogo Maurice Merleau-Ponty, Chion sostiene que un sonido tal es la “presencia fantasma” de las cosas, porque al dirigirse a un único sentido, prescindiendo de otras referencias –en especial, la visual–, no alcanza la “existencia real” que sí se completa cuando más sentidos son afectados. En su ensayo La noche (2019), Al Álvarez recuerda que para el razonamiento de los antiguos griegos y hebreos, donde lo divino y el orden quedaban del lado de la luz mientras que el caos y el miedo eran deudores de las tinieblas, “lo que se ve es lo que se conoce, y lo que se puede oír, sentir u oler pero no es visible es terrorífico porque es amorfo”.

Esa condición irreal o temible habilita, sin embargo, nuevas posibilidades perceptivas, gracias al desarrollo de una actitud particular ante lo que se oye: la llamada “escucha reducida”. Chion remarca que, independiente de su origen y sentido, este tipo de audición toma al sonido “como objeto de observación, en lugar de atravesarlo buscando otra cosa”. De ahí su empatía con lo acusmático, que “puede modificar nuestra escucha y atraer nuestra atención hacia caracteres sonoros que la visión simultánea de las causas nos enmascara”. En definitiva, permite “revelar realmente el sonido en todas sus dimensiones”, y es en ese potencial donde explora Zama.

Si indagar en los modos de ver y de escuchar es una matriz productiva con la cual acercase a un filme, Martel lo incorpora como tarea compartida por su protagonista y el público. De forma recurrente, en un desconcierto común, Diego de Zama escuchará algo que no se le muestra o que no entiende, o verá algo que el espectador no ve o solo oye, y ambos experimentarán ese “territorio decididamente nuevo” del que habló la directora.

Gran parte de la hora y 55 minutos que dura Zama ofrece una práctica insistente: exponer la relación de lo visual y lo sonoro, en un vínculo desnaturalizado, lleno de extrañamiento, con imágenes que por momentos lucen desamparadas ante los sonidos. Si Di Benedetto dedicó su novela “a las víctimas de la espera”, Martel hizo una película donde lo que se ve está siempre “a la espera” de lo que se escucha, aguardando los movimientos de un sonido emancipado, que acecha desde el fuera de campo.

Primero fue el sonido

El lugar de lo sonoro en Zama se establece desde el inicio. De hecho, es lo primero que se muestra: el chillar estridente de insectos, una especie de chicharra metálica sobre casi cinco segundos de fondo negro. Es parte de una naturaleza que suena exagerada respecto de la imagen que llegará más tarde, con el asesor letrado contemplando el río, mientras comienza a destacarse el fluir del agua. Como antes ocurrió con los insectos, la fuerza del líquido que suena tampoco se corresponde con el río que vemos. Se oye más intenso y cercano. Parece golpear contra lo que podría ser un muelle. Otro tanto ocurre con el canto de un pájaro al que nunca vemos. Sí se muestran la playa de arena y un grupo de niños que juega varios metros por detrás de Zama. Le arrojan piedras a algo en el agua, ríen y hablan en un dialecto originario que no se subtitula. A pesar de su lejanía en el campo visual, también se los escucha con claridad y potencia.

Para Chion, el sonido ambiente “rodea una escena y habita su espacio sin que provoque la pregunta obsesiva de la localización y visualización de su fuente”, y por eso “sería ridículo caracterizar como fuera de campo, bajo pretexto de que no se ‘ve’ a los pájaros piar o al viento soplar”. Sin embargo, al introducirse variables que rompen con lo pactado en la sincronía esperada –por ejemplo, una intensidad sonora que no se corresponde con la imagen–, lo acusmático sí ratifica su presencia inquietante.

En Identidade e alteridade no cinema: espaços significantes na poética sonora contemporânea, Virginia Osorio Flôres analiza otras dos películas de Martel, La ciénaga y La mujer sin cabeza, y aporta elementos también válidos para Zama. Considera que, a través del sonido, la directora construye “un espacio peculiar para sus personajes”, mediante una sincronización que no se ajusta a la “relación audiovisual simple”. Tomando el caso de La ciénaga, dirá que “hace que los sonidos sean percibidos y sentidos por sobre cualquiera otra forma de recepción”, y que esa intensidad, apartada de toda naturalidad cinematográfica, extraña y convoca al espectador.

Fruto de esa lógica relacional, el sonido adquiere “un valor de voz, comunicando alguna cosa más allá de lo que se oye y se ve”, y es entonces cuando surge algo que en Zama se aprecia claramente: “Un cuerpo material sonoro cuasi táctil”, con ruidos que “se transforman en la propia escenografía sonora de esa narrativa”. Podría agregarse que esa estructura, en rigor, siempre estuvo ahí, pero si el gesto frecuente es borrarla por obra de la sincronización rigurosa, lo que Martel pretende es justo lo contrario: mostrar el artilugio. Como señala Chion,

“para apreciar la verdad de un sonido, nos referimos mucho más a códigos establecidos por el cine mismo, por la televisión y las artes representativas y narrativas en general, que a nuestra hipotética experiencia vivida”.

Y hay algo más: al exponer lo que antes fue elidido, no solo se lo repone, sino que se amplía el espacio de la percepción. Al quitarle a la sincronía su aparente transparencia, se habilita una escucha más expectante.

Si volvemos al arranque del filme, mientras deja la ribera, al asesor letrado lo acompaña el intenso fondo sonoro de una naturaleza que sigue sin verse como tal. Luego, oirá risas femeninas que lo van a guiar hasta una posición de voyeur. Solo cuando aparezcan en la imagen, a estas mujeres se las escuchará hablar, traduciendo para ellas mismas algunas palabras del guaraní. Ya avanzada la siguiente escena y en respuesta a un pedido del gobernador, Zama dirá sus primeras palabras –es el minuto 5:42– y lo hará de espaldas, en otra constante a lo largo de la película, que buscará múltiples variantes para escamotearle el soporte visual a la voz.

En los casos en que lo audible no provenga directamente del fuera de campo, entonces los personajes muchas veces hablarán de espaldas o con planos que excluyan el rostro o los labios. Incluso, habrá ocasiones en que, aun viendo un origen posible del sonido, se tratará de una conjetura. ¿Cómo habla el pensamiento? Pero no el que adopta la forma de la voz en off, sino el pensamiento, por así decirlo, en crudo. ¿Y qué sonido tiene un dolor de cabeza que aumenta y luego se disipa? ¿Cómo se oye la muerte que estruja los intestinos de un enfermo de cólera? Porque, además de interesarse en lo que está fuera de campo, Martel explora en lo que está bien adentro de lo visual, en las profundidades de lo que se ve, y que solo puede manifestarse atravesando las imágenes.

Toda la escena del detenido al que quieren arrancarle una confesión lleva esa impronta: personajes que observan lo que no se muestra, con el único testimonio de la voz y los ruidos. Se ve al asistente Ventura Prieto, sentado y de costado; a Zama, sentado de espaldas; y al guardia, al detenido y al escribiente Hernández sin sus cabezas. Cuando el prisionero corre y se golpea contra un mueble, Zama, Ventura Prieto y el guardia lo van a rodear, pero sin que el espectador lo pueda ver. El hombre cuenta, con una voz ahogada, la vida de un tipo de pez que, de alguna manera, preanuncia el trance del asesor letrado del reino de España. Esta clase de situaciones, lejos de ser excepciones, forman el propio tejido de la narrativa de Martel.

De inmediato, cerrando la parte inaugural, aparecerá una placa en blanco y negro con el nombre de la película y sonarán los acordes de un tema musical, seguidos por imágenes submarinas de un cardumen alborotado en el agua turbia, con la voz en off del detenido, que continúa su relato. Pero su tono es otro, mucho más calmo, propio de una circunstancia muy distinta. El sonido, de nuevo, toma distancia.

Lo que sigue, debido a su riqueza, vale la pena describirlo de forma secuencial. Mientras aún suena el tema, reaparece Zama, de espaldas, contemplando el río, y luego Hernández, sentado, escribiendo, también de espaldas. Cuando su superior lo llama, el escribiente lee una carta que el asesor letrado dirige a su esposa. La imagen regresa a Zama, de perfil, que solo hablará cuando vuelva a quedar de espaldas, y sus palabras llevarán otra vez a Hernández, que sigue en igual postura. En ese momento, la toma se abre y muestra a un esclavo negro, portador de un recado. No acababa de entrar, sino que ya estaba ahí, pero sin hablar y, por lo tanto, sin dar cuenta de su presencia. Esa entidad postergada por la falta de sonido será un rasgo de muchos esclavos y sirvientes en la película: estarán en la escena, pero su silencio los volverá invisibles hasta tanto se los revele. En cuanto al mensajero, al hablar, lo hará de espaldas.

 

La señal del extrañamiento

Ya desde los segundos iniciales, entonces, el filme hará del sonido el llamado de lo extraño, la señal de que se va a romper con lo que podría entenderse como un relato más convencional, que en definitiva nunca se termina de instalar, que sobre todo se presupone y que se irá debilitando a cada paso, para adentrarse en una zona difusa, de significados ambiguos, disponibles para la interpretación.

En esa línea, un punto clave es la aparición del Oriental y su hijo. La secuencia inicia con procedimientos antes mencionados: una toma del puerto y, luego, un primer plano de Zama, mientras prueba el brandy del uruguayo y habla con su amigo Indalecio, a quien no se muestra. Cuando Indalecio se adelante para recibir al Oriental, lo hará de espaldas, y al girar para dirigirse a Zama, su imagen estará fuera de foco.

El hijo del Oriental es un niño que habla susurrando, en tono profético y, por momentos, sin mover los labios, mientras recita los títulos y logros pasados de Zama, recuerdos de una gloria extinta. Luego de entrar en escena, con la mirada perdida, sentado en una silla atada a la espalda de un esclavo negro, comenzará un discurso y el ex corregidor le preguntará si es a él a quien se dirige. Sus palabras suenan sobreimpresas, fuera de registro, como si no compartieran el mismo plano que el resto de las voces. Aunque están dentro del campo diegético, asumen rasgos difusos, similares a una voz en off creada solo para Zama. Fuera de foco, el chico girará la cabeza hacia un costado y empezará a susurrar, y sin embargo se lo escuchará bien claro, como cuando alguien nos habla al oído: si bien el tono es bajo, la cercanía y la intimidad lo vuelven potente.

Mientras se alejan de la costa, las palabras del niño, con su rostro en primer plano pero sin mover los labios, comenzarán a escucharse sobre la imagen perturbada del funcionario de la Corona. Una percepción posible es que Zama está recordando dichos anteriores, algo que el código cinematográfico por lo general suele completar con un flashback que remita a la propia escena de ese episodio previo. En este caso, esa lectura cae segundos después, cuando el sonido que flotaba vuelve a anclarse en la imagen: las palabras retornan a los labios del hijo del Oriental, y lo que asomaba como un eventual pasado sonoro se empalma con el puro presente de lo que se muestra. El chico habla, recogiendo del aire su propia voz y sincronizándose con ella.

Su discurso sigue el repaso de lo hecho por el asesor letrado en su época de corregidor, pero ahora el desconcierto tiñe de sorna los elogios. Y como prueba de la entidad, del carácter real y no subsidiario adquirido por el sonido en su nueva relación con la imagen –el “cuerpo material sonoro” de Osorio Flôres–, se dará un intercambio: mientras cuenta la pacificación de los indios lograda por Zama sin el uso de la violencia, el chico sacará una espada que parece ser la del propio funcionario, quien, perplejo, palpará su cintura.

Como ninguna otra, esta escena explora los límites de ese carácter no todo asimilable que Mladen Dolar, en su libro Una voz y nada más (2007), le asigna a la voz acusmática, de la que dice que está “en busca de un origen”, “en busca de un cuerpo”, pero que incluso cuando lo encuentra “resulta que no funciona bien”, que “es una excrecencia que no combina con el cuerpo”. Tomando el ejemplo de Psicosis, Dolar sostiene que “la voz sin cuerpo es inherentemente siniestra, y que el cuerpo al cual se le asigna no disipa del todo su efecto fantasmal”. Por esa imposibilidad de localizarla y, a la vez, por su capacidad de “parecer emanar de todas partes, de cualquier parte; adquiere omnipotencia”. Así, a diferencia de la imagen, que está anclada, la entidad de lo acusmático es flotante. Dolar también va a decir que “la voz, separada del cuerpo, evoca la voz de los muertos”. En el caso del hijo del Oriental, al igual que a su padre, pronto se lo llevará el cólera.

Sobre el efecto que producen el distanciamiento y el reencuentro de las palabras del chico con su imagen parlante, es oportuno lo que señala Jean-Louis Comolli en Ver y poder: la inocencia perdida (2007): “La palabra filmada es quizás el más profundo surco de realismo cinematográfico. Testimonio de esto –por la vía del contrario– la molestia que provoca un mal doblaje. O la dificultad que siempre ha existido en romper la ligazón del sincronismo”. En ambos casos “se ejerce una violencia a la impresión de realidad, a ese acuerdo de máquinas en que se transformó como una nueva naturaleza”.

Toda esta secuencia, muestra fiel de cómo Martel deconstruye y reconstruye el vínculo audiovisual, se completa con otro elemento: el Shepard tone, un recurso sonoro que la película empleará en puntos críticos para el protagonista y que debuta tras este primer encuentro con el niño, mientras crece la confusión en Zama. Es un sonido similar al de una sirena quedándose sin batería y, a la vez, aumentando de intensidad, o al de un misil que se acerca a un punto al que nunca termina de alcanzar y del que también se aleja. Es un efecto de presión y ansiedad, que aumenta y decrece, y que narrativamente se origina en la mente misma del personaje. Es un sonido subjetivo: oímos lo que siente Zama.

El Shepard tone o escala Shepard es una ilusión auditiva: hace percibir que un sonido no deja de elevar o disminuir su tono de forma progresiva, gracias a la superposición de varios tonos con octavas entre ellos. Dentro del trabajo de Martel, acentuará aún más la angustia y la caída de Diego de Zama. Será una expresión de los picos de perturbación que sufre ante la imposibilidad de abandonar ese punto olvidado de las colonias españolas. Cuando enfrente un nuevo desaire por parte del gobernador de turno, quien le dice que su traslado deberá seguir esperando, la escala comienza a sonar, al mismo tiempo que ingresa una llama blanca y se pasea por la habitación, y solo desaparecerá cuando el animal abandone la escena. La composición se resignifica por el efecto sonoro, incluida la presencia de la llama, deambulando en medio de una charla entre funcionarios de alto rango que no le prestan atención, como si el animal también quedara subsumido por el sonido “mental” que afecta al asesor letrado.

Cuando Di Benedetto escribió Zama tomó una decisión central y afirmativa: no sería la de sus personajes una voz históricamente fijada o reconstruida. En El concepto de ficción (2015), Juan José Saer le asignó a esa forma un valor paródico, argumento de por qué el libro no debía ser leído como una novela histórica.

“La lengua en que está escrita no corresponde a ninguna época determinada, y si por momentos despierta algún eco histórico, es decir el de una lengua fechada, esa lengua no es de ningún modo contemporánea a los años en que supuestamente transcurre la acción –1790-1799–, sino anterior en casi dos siglos: es la lengua clásica del Siglo de Oro”.

Similar gesto hace Martel con el sonido: ella tampoco se ajusta a un registro histórico. En cambio, abunda en ruidos y efectos que suenan metálicos, fabricados, “modernos”; más propios de la época de los sintetizadores que fieles al ambiente de los relatos –entre ellos y especialmente, el propio cine– que construyeron el sonido del pasado colonial en América del Sur, con su abundancia de espadas, caballos y carruajes.

Al mismo fin aporta la música de la película, siete piezas distintas pero muy similares en sus recursos, interpretadas por Los Indios Tabajaras, dos hermanos brasileños de una tribu del estado de Ceará, que tuvieron su auge en los 50 y 60. Con aires a bolero caribeño y un tono que, por el contexto, puede resultar burlón, esta música le permite a Martel seguir tomando distancia de todo contrato de realismo histórico. La usará en escenas de vida mundana, además de que con ella cerrará el filme, mientras Zama, en una canoa, con las manos amputadas, avanza por un río desbordado de verde.

Para Chion, “antes de estudiar las relaciones entre música y arte cinematográfico, es necesario romper un mito: la posibilidad de obtener una relación ‘única y necesaria’ entre una secuencia y su música”. El esfuerzo de Martel, una vez más, está puesto en exponer esta verdad conceptual, volviéndola una revelación que amplía sentidos.

Zama_Martel_Romero

Lo femenino y el asombro

Como en otras piezas de la filmografía de Martel, lo sonoro en Zama es una forma de abordar las cuestiones de lo femenino y lo subalterno. Así se muestra ya desde el inicio, con las sirvientas en el río, hablando entre ellas en guaraní y untándose con arcilla. En varias otras ocasiones, las mujeres van a encontrar en su propia compañía y sus voces un lugar de afirmación. Aparecerán en grupos, charlando en un medio tono que los hombres no alcanzan a oír o en una lengua que no comprenden. En lo formal, no es un sonido acusmático, porque su fuente está a la vista, pero igualmente es esquivo para Zama, que no lo escucha con claridad o no lo entiende. Como lo acusmático, también se le escapa y lo hace vulnerable.

Un buen ejemplo es la escena con las hijas del posadero, donde a lo onírico de los ruidos y las voces su suma la penumbra del lugar. Así como Zama no logra ver con claridad y el amante de unas de las chicas y el enigmático niño rubio se le escabullen, lo mismo ocurre con las voces de las hijas del posadero, que lo burlan, tanto porque se escapan de su percepción como porque lo ridiculizan en su rol de protector. Mientras las chicas, en sus camisones de colores claros, giran alrededor del asesor letrado, recogiendo monedas del suelo, el posadero, de espaldas a la cámara, le cuenta un temor duplicado. Dos veces, sin diferencia de énfasis y casi sin variar la formulación, le revela el miedo a que sus hijas sean abusadas por los hombres del bandido Vicuña Porto. Es un loop de sus palabras, como si hubiesen sido copiadas y pegadas.

Esta duplicación genera el mismo efecto que una ralladura en el surco de un disco de pasta: altera la armonía, la supuesta fluidez, y como en otros mecanismos ya descriptos, expone el carácter no natural del vínculo audiovisual. Toda la escena, rodada a media luz, gana un simbolismo inquietante fruto del juego de capas de sonido, con las chicas murmurando planes que evaden el control de su padre y de Zama, guardián burlado.

Con este tipo de recursos, la directora abre un plano para lo femenino: sean mujeres en sus tareas cotidianas, mujeres que susurran o hablan en dialectos, mujeres de carácter, mudas o fantasmagóricas, todas tienen un sonido o un silencio, y en su administración, marcadamente colectiva, reside una cuota de autodeterminación en un mundo regido por los hombres. Al mismo tiempo, ellas serán un contrapunto para el “despoder” progresivo de la figura de Zama, que irá experimentando en sí mismo la subalternidad.

Sobre la relación audiovisual que establece Martel y su perspectiva feminista, puede resultar valiosa la reflexión acerca del asombro que elabora Sara Ahmed. “El asombro es lo que me condujo al feminismo, lo que me dio la capacidad para nombrarme como feminista”, asegura la autora en La política cultural de las emociones (2017). En ese trabajo, plantea que el “asombro crítico” es uno de los efectos del enfoque feminista, al romper con la invisibilización que lo “ordinario” provoca en los sentidos:

Lo que es ordinario, familiar o usual, con frecuencia se resiste a ser percibido por la conciencia. Se vuelve algo que damos por sentado, como el fondo que ni siquiera notamos, y que permite que los objetos destaquen o se vean separados. El asombro es un encuentro con un objeto que no reconocemos; o el asombro funciona para transformar lo ordinario, que ya se reconoce, en lo extraordinario. Como tal, el asombro expande nuestro campo de visión o contacto táctil.

Si se traslada este esquema, la sincronización entre imagen y sonido que construye el cine tradicional asume el lugar de lo ordinario y lo familiar, mientras que las rupturas e intensidades de un universo como el de Zama constituyen una ofensiva de asombro que expone, por vía del extrañamiento, los mecanismos de la construcción.

Para Ahmed, el asombro permite “ver al mundo como algo que no necesariamente tiene que ser, y como algo que llegó a ser, con el tiempo y con el trabajo”, y por eso implica “aprendizaje”. En el caso de Zama, será lo sonoro la llave para desatar el asombro y desarticular lo ordinario, en tanto que el aprendizaje implicará ejercitar la escucha de lo extraordinario, el sonido ambiente del nuevo territorio, que puede incluso asumir la forma del silencio, como ocurre con los esclavos negros de la película.

A estos personajes Martel los representa con ese vacío de sonido que antes se señaló para el mensajero del comienzo de la película. Elididos del campo visual y sin ninguna otra referencia que dé cuenta de su presencia, el silencio los vuelve invisibles hasta tanto se opere su repentina materialización en la escena. Su entidad solo podrá ser actividad por la mirada de sus amos. La contundencia del efecto refleja el lugar de los esclavos, ubicados en los últimos eslabones de la cadena de subordinación.

En El sonido (1999), Chion advierte que el “el 95% de lo que constituye la realidad visible y tangible no emite ningún ruido” y que “el 5% que sí es sonoro traduce muy poco”, aunque no solemos ser conscientes de esto. Es decir, si sólo apelamos a los acontecimientos sonoros, “nos encontramos literalmente en la oscuridad”. Martel trabaja con este hecho sensorial que suele pasársenos por alto, pero ahí también va a ejecutar un desplazamiento. En su repaso de lo carente de expresión sonora, Chion había enumerado muros, montañas, objetos en un armario, nubes y días sin viento. A ese listado de cosas y situaciones, la directora sumará a los sujetos oprimidos.

Con Malemba, la asistenta africana y muda de doña Luciana Piñares De Luenga, la propuesta se complejiza. Aunque se trata de una esclava que compró su libertad, tampoco ella dice una palabra. Y sin embargo, a diferencia de los otros esclavos, Malemba sí está presente y se expresa, tanto con sus miradas como con sus acciones: fue quien, al comienzo de la película, persiguió al Zama voyeur. Como bien dice Luciana Piñares, Malemba “no está muda, tiene su lengua”.

El sonido interior

Junto con los ruidos y voces de lo no visto porque permanece fuera de campo, otro de los intereses narrativos de Martel se enfoca en exponer cómo suena aquello que se ubica en el interior, tanto físico como subjetivo, de lo que sí aparece en la imagen. Para Chion, se trata de situaciones que plantean un problema a la definición más esquemática de lo acusmático.

La directora le sube el volumen a una banda que en el cine más tradicional suele permanecer postergada, y esto altera la relación con el resto del universo sonoro. Hace irrumpir en el primer plano aquello que estaba reducido a la escucha interna de cada individuo o, en otros casos, silenciado incluso para sí mismo. Se trata, como indica Dolar, del ascenso de “la exterioridad interna, la intimidad expropiada, la extimidad; el excelente nombre que Lacan le da a lo siniestro, lo inhóspito”.

La escena de las orejas de Vicuña Porto gira en torno a esa extimidad. En una partida de dados con un traficante, el segundo gobernador le muestra a Zama unas orejas que habrían sido cortadas al bandido legendario antes de su supuesta ejecución. A su espalda, uno de sus súbditos –a quien dispensa un trato despectivo– se ve cautivado por el botín y es ahí cuando sobreviene la extimidad: la voz de su pensamiento se impone sobre el resto de los sonidos, que bajan de volumen y son desplazados. Es un soliloquio en un nivel mínimo de complejidad, un balbuceo, pero gana el peso de lo real, mientras que lo que se muestra asume una entidad conjetural.

La indiferencia del gobernador, que nunca percibe a su súbdito ni aun cuando toca las orejas, remarca el extrañamiento: no hay certeza de que lo que vemos esté ocurriendo o de que lo haga por fuera de la mente del personaje. Así como la voz de su pensamiento se impone a fuerza de extimidad, la imagen parece seguir ese camino, adoptando la fisonomía de una fantasía proyectada. El efecto se refuerza con la voz del gobernador en un tenue segundo plano, que repite dos veces, de forma calcada, la orden a un oficial. Es el mismo recurso de duplicación que Martel usó en la escena del posadero y sus hijas.

Los dichos del súbdito tienen una estructura básica, como si aún no hubiesen sido sometidos al proceso por el cual las ideas se exteriorizan. “Vicuña Porto está muerto, no se toca, no tocar, no. Las orejas de Vicuña Porto, Vicuña… está muerto. Las orejas de Vicuña Porto”, dice el hombre, que acabará por tocar el botín del gobernador a pesar de sus propias advertencias. Luego, llegará el desenlace: la voz de Zama gana volumen, las capas sonoras vuelven al orden previo y el resto de los sonidos recuperan su lugar.

Dolar recuerda que, al reflexionar sobre la ética, una tradición “ha tomado como pauta la voz de la conciencia” y se pregunta: “¿Esta voz interna de mandato moral, la voz que emite advertencias, órdenes, admoniciones… es una simple metáfora?”. En cambio, puede que sea una voz en sí, incluso “más cercana a la voz que los sonidos físicamente audibles”. También plantea si es “la voz del deseo inconsciente”, con lo cual “no es aquello que nos protegería de la irracionalidad de las pulsiones, sino, por el contrario, es la palanca que impele el deseo a la pulsión”. Martel, con el súbdito, sus pensamientos y las orejas de Vicuña Porto, recorre estos mismos interrogantes.

Otro tanto sucede en la visita de Zama y el Oriental a la casa de Luciana Piñares, donde la muerte ronda al traficante de licores y los sonidos vuelven a jugar con la duplicidad. Junto al vaivén del abanico accionado por un esclavo, el Oriental reitera dos veces la frase “mi mujer quería”, y luego cuenta que él vivió en el río “que va, que viene”, y “siempre lejos, por h o por b”. Lo mismo ocurre con una frase de Luciana Piñares, repetida en dos tomas distintas, mientras el sonido agudo del golpe en una copa se pega al malestar creciente de Zama. De nuevo, será el Shepard tone el recurso para que la intimidad de su mente se vuelva extimidad. La escala irá relegando a un segundo plano a las voces y ruidos, disminuidos en sus decibles como el ánimo del propio asesor. Serán unos aplausos de Luciana los encargados de romper el trance.

Mientras el funcionario ensaya su cortejo fallido, en la escena irrumpe la muerte, que es un crujir de tripas que emerge del comerciante de brandy. El ruido está en el interior físico del Oriental, pero su fuerza inunda el espacio, mientras el enfermo de cólera se retira, tambaleante. ¿Zama y Luciana escuchan esos sonidos? Y si lo hacen, ¿los perciben en ese tono? Se vuelve esquivo determinar lo que Chion llama “punto de escucha”, es decir, qué personaje oye eso mismo que yo escucho como espectador.

Zama - Martel_Romero

Un lenguaje propio

De forma recurrente, los personajes de Zama –en especial, las mujeres– explicitan con dichos y acciones eso mismo que Martel parece abordar con la experimentación sonora. Luciana Piñares, una feminista avant la lettre, dice claramente: “Desprecio a todos los hombres por su amor de posesión”, y también: “Muchas mujeres me aborrecen por mi independencia y demasiados hombres se equivocan por mi conducta”. Y en el caso de Emilia, con quien Zama tuvo un hijo no reconocido, ella se niega a darle una camisa y, con ironía, le retruca: “¿Soy tu mujer?”. Las tomas de los ojos atormentados del asesor, las escenas de su deterioro físico y mental, y de su descenso social, casi sin dinero y durmiendo en habitaciones precarias, aluden por vía de imágenes a cuestiones similares a las que la película trabaja desde lo sonoro.

Y, sin embargo, en la obra de Martel el sonido no se comporta como un auxiliar de lo visual. No viene a explicarlo, a duplicarlo o a completarlo. Por el contrario, adquiere entidad, cuerpo, y establece las reglas de un lenguaje propio, resultado de un proceso de construcción que la película emprende aún antes de que aparezca la primera imagen.

Aunque lo puedan hacer, los ruidos, voces y efectos no están ahí con la misión de semantizar lo que aparece dentro del campo, sino para operar sobre sí mismos. Esto responde a que Martel no ata su narrativa a la historia por contar, a lo que se dice o se muestra de manera más o menos explícita, sino que explora en las formas mismas de contar, con lo sonoro como un recurso privilegiado. En ese gesto, en esa “excursión”, amplía el “territorio” de la percepción y ejerce, tal vez, la más intensa de sus críticas.

Reflejos y refracciones de la masculinidad: entrevista con Nicolás Suárez

Por: Estudiantes del seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha”, a cargo de Julia Kratje

Imagen: Imagen promocional ofrecida por la producción de la película.

En el cine, las imágenes y los sonidos participan de la producción de significaciones ligadas al género, a las sexualidades y a los afectos, puesto que las miradas y las voces son dimensiones materiales que inscriben al sujeto en el discurso, donde se reorganizan vínculos y posiciones tanto subjetivas como sociales. En el seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha”, dictado por Julia Kratje para la Maestría en Literaturas de América Latina que dirigen Mónica Szurmuk y Gonzalo Aguilar dentro del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de San Martín, el lunes 24 de junio de 2019 se proyectó el film Hijos nuestros (2015) de Nicolás Suárez y Juan Fernández Gebauer, seguido de una conversación con uno de los directores.


Muchas gracias, Nicolás, por haber venido. Podríamos empezar por el principio: hablemos del título. Hijos nuestros contiene una metáfora de la paternidad y una remisión a la canción de hinchada con su retórica del aguante. Tal como lo indica Pablo Alabarces en su libro Héroes, machos y patriotas: El fútbol entre la violencia y los medios (2014), la lógica futbolera es un vocabulario cerradamente masculino: se trataría, pues, de pensar el aguante como un sistema moral vinculado a las culturas populares.

Sí, de hecho, el título surgió de manera bastante tardía, cuando estábamos terminando la edición. Sabíamos que el fútbol, obviamente, iba a ser muy importante en la película, pero a eso se le fue añadiendo la cuestión de lo religioso, esa especie de paralelismo entre el fanatismo religioso y el fanatismo por el fútbol. A Juan (Fernández Gebauer) y a mí, la frase “hijos nuestros” –que puede tener una conexión con el padrenuestro– nos empezó dar vueltas. A la vez, implica una idea de paternidad que siempre me llamó la atención, por la cual decirle a otro que es tu hijo representa un insulto o una ofensa. Entonces, nos pareció que el título cerraba bien para hablar del personaje principal, que podría ser como un padre sustituto, aunque finalmente nunca pueda ejercer esa función.

Las figuras del hincha y del crack están codificadas social y mediáticamente, y también desde lo cinematográfico; si se hace un repaso histórico, hay varios títulos que se basan en estos personajes del mundo futbolero: Los tres berretines (Enrique Susini, 1933), Pelota de trapo (Leopoldo Torres Ríos, 1948), El hincha (Manuel Romero, 1957) y El crack (José Antonio Martínez Suárez, 1960). ¿Cómo pensaron la forma de retratar al protagonista?

Dentro de esa serie que se podría armar en torno al fútbol en el cine argentino, me parece que El crack es el primer film en desarrollar una visión crítica o, al menos, más pesimista del fenómeno, ya que no se limita a la exaltación de lo popular. Algo que nos pasó a medida que íbamos presentando el proyecto en distintos espacios es que mucha gente nos decía que las películas de fútbol fracasan: el fútbol ya es una ficción y, por eso, no es fácil estar a su altura.

Incluso, después de cada fecha del torneo, los clips que se hacen para resumir lo que pasa en cada partido elaboran ficciones que, a veces, duran más que un cortometraje. En efecto, todo lo que rodea la cultura futbolística, aun los chistes y los rumores, parecería tramar una telenovela para satisfacer cierto deseo (especialmente masculino) de ficción, ¿no? En cambio, Hijos nuestros no apela al relato triunfalista, ni tampoco al costumbrismo asociado al deporte. En este sentido, en el film la masculinidad hegemónica fracasa. El final transmite frustración, nostalgia, enojo. Asimismo, tuvimos la oportunidad de ver tu cortometraje Centauro (2016), que también intenta establecer un vínculo entre masculinidad y defensa del honor.

Me siento a gusto con lo que dicen, porque varias personas del mundo del cine no encontraban similitudes entre ambos films.

Hay un paralelismo bastante claro en cuanto a la observación de cierto tipo de varón, que además puede ser interpretado desde lo popular: Centauro representa al gaucho histórico como institución de la identidad nacional, pero además la expresión del duelo es una expresión popular.

Sí, totalmente. En algún sentido, los dos films se pueden pensar en torno al deporte (si acaso se puede llamar deporte a la doma).

¿Cómo surge la idea de conjugar la figura mítica del centauro, que aparece cuando el personaje se sube al caballo, con la del gaucho?

Me interesaba pensar cómo sería esa idea mitológica que, en el corto, no se concreta del todo porque el mito no termina de armarse. La génesis del film consistió en ir uniendo cosas. Por un lado, me habían contado una historia, más o menos parecida a la del film, acerca de un domador que quería vengarse de un caballo. Cuando le cuento el guion a Agustín, el protagonista, me dijo que conocía esa historia y me trajo un mini-DVD con las domas de ese hombre. Por otro lado, yo venía leyendo literatura sobre la gauchesca del siglo XIX para una investigación.

Entre las referencias también aparece Rubén Darío.

Sí. Hay un poema larguísimo que Darío escribe en 1910 por el bicentenario, que publicó La Nación, que venía bien para cerrar el corto, y a la vez abrir.

Otra de las cuestiones que se podrían pensar como puntos en común entre ambos films es la animalidad: está presente en Hijos nuestros, no solo como golosina ligada a los consumos de la infancia (el protagonista come compulsivamente “Palitos de la selva”), sino como denominación de los hinchas (gallina para River, cuervo para San Lorenzo, torito de Mataderos para Nueva Chicago, gallo para Morón, lobo para Gimnasia y Esgrima de La Plata, etc.). Por otra parte, llama la atención la construcción de la figura del taxista, más que por el personaje, por su relación con el entorno, como si el taxi fuese una especie de ser vivo. Hay escenas en las que el protagonista baja del taxi y, sin embargo, la cámara sigue grabando desde adentro del vehículo, como si lo estuviera observando. La intimidad del taxi es bastante border, por cierto. Y la intimidad en el interior de su casa tiene también un tono oscuro, logrado por medio del sonido y de la iluminación.

La película conecta especialmente con quienes conocen la cultura del fútbol, pero en verdad le pueda interesar a cualquiera, porque la soledad del protagonista en la gran ciudad va más allá del deporte puntual. Con respecto al sonido, nosotros tratamos de pensar en las respiraciones: cómo se escucha la respiración cuando él está solo, lo que se suma a la condición física del personaje, a quien hasta parece costarle respirar.

Hay un trabajo minucioso alrededor de la filmación de los espejos retrovisores.

El trabajo con los espejos fue un problema, porque éramos ocho personas viajando adentro del baúl del auto. El espejo delata todo. El sentido de sostener este capricho, un poco irracionalmente, fue aprovechar la verosimilitud de lo que pasa en el auto a partir de las imágenes duplicadas.

En el final, el argumento de la película decide cortar la relación que se estaba construyendo entre los personajes. Se trata de una resolución que muestra al protagonista nuevamente solo.

El film no tiene, es cierto, un happy ending: sabíamos que no podía terminar bien (porque, si terminaba bien, caíamos en esas otras películas que antes mencionaron). De hecho, para mí la película termina mal, porque no se sugiere que el personaje que interpreta Carlos Portaluppi salga a correr, se recupere y baje de peso. La escena del final está filmada a gran distancia (unos 300 metros) con una lente que achata la imagen; entonces, él corre hacia delante, pero mediante un zoom out se genera la sensación de que nunca logra avanzar.

Desde otra lectura, el final podría parecer naíf si se imaginara que él finalmente adopta una rutina saludable para cambiar su vida (la película, hasta que pasan todos los créditos, termina con el sonido de pajaritos amigables al aire libre, que podrían remitir a algo esperanzador). A la vez que trae algún recuerdo del desenlace paródico de Esperando la carroza.

Supongo que cada uno lo leerá como quiera. Para mí, es claro que no va a haber un resultado positivo; otros me dijeron que, cuando él abría la persiana, pensaron que se iría a suicidar.

La actuación y la dirección de actores, en Centauro, es muy diferente a la de Hijos nuestros y, a la vez, en el corto el estilo absolutamente naturalista (en el buen sentido de la palabra) del jinete contrasta muchísimo con la teatralidad de Walter Jakob.

Sí, porque quería que hubiera alguien que acompañara al actor no profesional (como es el caso de Valentín, el adolescente de Hijos nuestros, o de Agustín en Centauro) transmitiéndole confianza. Es verdad que, ya desde el texto, el cortometraje tiene una búsqueda más artificial, porque nunca puede ser natural poner a alguien recitando o mirando a la cámara, y además no hay una apuesta psicológica como en la otra película, porque me interesaba que fuese más payasesco.

¿Cómo trabajaron la integración del fútbol al espacio urbano que la película, así como lo hace el taxista, va recorriendo por diferentes barrios de Buenos Aires?

Originalmente, el personaje iba a ser de Vélez. No queríamos que fuera de Boca o de River, ni tampoco de un equipo menor (para que el personaje no generara compasión). San Lorenzo tiene toda una historia con respecto a la identidad barrial: se llama San Lorenzo de Almagro, pero tenía la cancha en Boedo y ahora está en el Bajo Flores. Hubo varias casualidades que nos llevaron a San Lorenzo. Para filmar la escena de la iglesia, habíamos averiguado en un montón de otras iglesias que se negaban a dejarnos filmarlas, hasta que una aceptó; después nos dimos cuenta de que esa iglesia, la única que nos dijo que sí, fue donde se creó el club de San Lorenzo (hay una película sobre esta fundación que se llama El cura Lorenzo).

HijosNuestros imagen 2

El protagonista, con toda su masculinidad a cuestas, no puede expresar sus emociones de una forma que no sea recurriendo a una metáfora de fútbol, por ejemplo, cuando dice: “con uno menos” (frase que pertenece a un poema de Fabián Casas: otro fanático de San Lorenzo). Por el contrario, es muy contrastante el personaje que interpreta Ana Katz: ¿Cómo surgieron las características de cada uno, construidos casi al borde de lo estereotipado (ella es una madre, ama de casa, medio mística por momentos, que se las rebusca vendiendo viandas)?

A lo largo de las distintas versiones del guion, el protagonista estaba definido, así como el personaje del adolescente. En cambio, el de Ana estaba flojo; luego de hablar con ella, fuimos reescribiendo, hablando sobre el guion, haciendo pasadas de lectura en voz alta.

Si centramos la atención en la construcción del personaje de Hugo, vemos que recibe una complejidad mayor; a ella la vemos siempre en relación con posiciones más esquemáticas.

Sí, claramente el protagonista es él y la película está un 50% del tiempo con la cámara pegada a su cara.

Sin embargo, ella logra hasta cierto punto correrse del estereotipo de la mujer sola.

Sí, es ella quien lo invita a salir…

En todo caso, es ella quien genera el rodeo para que eso suceda: “me gusta ir al cine”, dice como al pasar. Acto seguido, él le propone ir al cine.

Claro, es ella quien avanza. Es difícil manejar los estereotipos, porque si uno toma distancia y, a la vez, se mueve en el terreno de lo verosímil, inevitablemente se puede caer en esos lugares. Para construir el personaje de Ana nos inspiramos en Riff-Raff (1991) de Ken Loach.

Es interesante que, cada vez que él quiere acercarse a ella, lo hace satisfaciendo el deseo de consumo del hijo al regalarle objetos de marca: la remera Lacoste, los botines Nike, el Gatorade. Es a través de esa operación que el personaje de Hugo procesa, tal vez, sus propias frustraciones: todo el tiempo ve en el pibe lo que él no pudo ser, como ese afán de tantos padres que van a ver jugar a los chicos y despliegan una performance patética de violencia, exasperación, gritos, agresión, llantos, ira.

Cuando fuimos a grabar a San Lorenzo eso se ve y es tremendo: familias enteras que arman su vida alrededor de un chico de trece años que tiene un 99% de chances de no llegar a ser futbolista profesional.

¿Y con respecto a la música tan ecléctica que él escucha? El personaje no queda fijado a ningún gusto musical, como se muestra en la secuencia en la que él va caminando por la vereda y de los negocios emanan diferentes géneros y estilos musicales, como si fuese un zapping pasivo que se escucha solo por el hecho de estar de paso.

En general, uno tiene la idea de que cuanto más uniforme sea un objeto mejor es, porque es más bello, pero la verdad es que hicimos lo que sentimos que la película nos pedía. Para mí, el protagonista no tiene ningún gusto musical, sino que prende la radio y escucha lo que venga, como si fuera un ruido que lo acompaña, como el ruido de los autos.

Para terminar, ¿tuviste alguna inspiración literaria para trazar las figuras del taxista y del futbolista?

Además del poema de Casas, en algún momento coqueteamos con la idea de poner un epígrafe de La cabeza de Goliath (1957) de Ezequiel Martínez Estrada, que habla sobre el fútbol, pero la cita es tan buena que hubiese sido como anular la película, porque básicamente la explicaba en seis renglones.

 

Las aventuras del cine: entrevista con Ana Katz

Por: Estudiantes del seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha”, a cargo de Julia Kratje

Imagen: Imagen promocional ofrecida por la producción de la película.

 

En el marco de la Maestría en Literaturas de América Latina dirigida por Gonzalo Aguilar y por Mónica Szurmuk, el lunes 13 de mayo de 2019 se proyectó Sueño Florianópolis (2018) de Ana Katz y, posteriormente, conversamos con la cineasta sobre su obra. La actividad tuvo lugar en la Sede Volta de la Universidad Nacional de San Martín y fue organizada como parte del seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha”, a cargo de Julia Kratje, cuyo objetivo fue reflexionar, investigar y discutir textos fílmicos y literarios, argentinos y brasileños, desde los aportes de las perspectivas de género y las teorías feministas a los estudios cinematográficos.


Quisiéramos comenzar esta charla con una pregunta acerca de los guiones. En tus películas, parecería haber una entrada fuerte a través de los personajes, construidos desde su singularidad, con vistas a una elaboración minuciosa de los vínculos: las protagonistas resultan claramente reconocibles, pero en torno a ellas se despliega una trama coral. Los personajes secundarios también tienen vida propia: no están subordinados o desdibujados. En Los Marziano (2011) y en Sueño Florianópolis (2018) trabajaste el guion con Daniel Katz; en Una novia errante (2006) y en Mi amiga del parque (2015), con la escritora uruguaya Inés Bortagaray. ¿Cómo funcionan esas experiencias de escritura a cuatro manos?

En el caso de Sueño Florianópolis, es una película que fue escrita durante muchos años; eso no significa que la hayamos hecho de manera periódica, sino que estuvo mucho tiempo en proceso de desarrollo real y concreto. Con respecto a los guiones, tengo la fantasía de que implican un tiempo de maduración propia de cada escritura, como si se fueran desarrollando autónomamente o de manera independiente a mi participación. Por cierto, uno puede vivir eso mismo con relación a otros temas de la vida, como cuando notás que algo, en determinado momento, te sobrepasa y resulta casi indescifrable, y entonces por un tiempo no lo pensás, hasta que volvés sobre eso, lo revisitás y ves que, finalmente, no es tan grave. Bueno, algo de eso también sucede con el trabajo de escritura de un guion, que implica una maduración personal con relación a un tema. En cuanto a los personajes secundarios, es cierto que tienen una especie de carga representativa, y con ellos sucede una cosa parecida al trabajo con la escritura: mientras que uno, o el protagonista, pasa algo por alto o ni siquiera lo piensa, el otro puede saberlo y entonces ayudar a atravesar esa zona que uno no entiende. En todos los casos en los que escribo guiones junto con otros, mi sensación es que se trata siempre de personas que tienen una mirada de por sí muy iluminadora e inspiradora. Se genera como una especie de diálogo, en el que uno empieza a darle vueltas a un asunto, donde se dejan flotando cosas que termino definiendo yo, porque obviamente escribir con alguien implica saber que quien dirija tiene el derecho final al gol, por decirlo de alguna manera, ya que hay una última versión que se produce en el ensayo con los actores o en las locaciones. En este sentido, Sueño Florianópolis tiene muchos años de preparación, porque el guion se relaciona con la búsqueda de algo liviano y ligero que, a la vez, es muy profundo.

En toda tu obra hay un sutil trabajo con los estereotipos y con el uso de frases que se repiten como clichés y producen sentido del humor.

Sí, creo que los estereotipos aparecen todo el tiempo porque los padezco mucho, ya que formo parte, me preocupan y, a la vez, me vivo peleando con ellos.

¿Cómo elaborás esas frases hechas, que cuando uno las escucha se da cuenta de que son muy precisas e inmediatamente recuerda haberlas oído: sos de ir por la vida tomando notas?

No, no. Me gustaría, y de hecho tengo un anotador, pero no lo uso. Yo confío en lo que se condensa. Si se está enfocado, si se está concentrado, aunque parezca que no, en el fondo aparece una condensación. Hay que perderse para encontrarse, porque, si no, se puede generar un discurso muy obsesivo. En mi caso, tengo una manera de ordenar que se parece a una escucha medio rara, donde esas frases quedan ahí florando.

La elaboración cinematográfica de esos lugares comunes contiene una mirada crítica de las situaciones.

Sí, totalmente, pero es una crítica desde adentro. O bien, más que una crítica es una mirada que no está muy permitida, porque parecería que necesitáramos vivir siempre en un estado medio falso, de pose constante, que a mí cada vez me resulta más extraña. Entonces, antes que una crítica es una lupa. Frente a mil especies de ambigüedad, existe un montón de respuestas armadas, como si fuesen carnets que uno va mostrando. Para la ficción, todo eso es un material muy rico.

Los estereotipos tienen mala prensa; sin embargo, muchas veces, casi permanentemente, vivimos, pensamos y pasamos por los estereotipos. Nadie vendría de Brasil y diría que los brasileños son tristes, o que en Alemania el tren llega tarde, porque no se le creería. Los estereotipos funcionan con un valor muy ambivalente y muy ambiguo, pero efectivamente funcionan: por ejemplo, en Sueño Florianópolis, en cuanto a esa especie de imperativo de alegría, o en cuanto a las lecturas: los personajes leen a Kundera, a Eco, a Puig, que son los libros que circulaban mucho en los años noventa. Son estereotipos, sí, pero esas lecturas pueden ser fascinantes. En tu cine, varios estereotipos parecerían estar vinculados a la vulnerabilidad, tal como sucede en la escena donde el personaje que interpreta Mercedes Morán se va a andar en kayak mar adentro. En efecto, todos son vulnerables: quieren ser independientes, pero necesitan del otro.

Es linda esa manera de acercar los estereotipos a la vulnerabilidad. También es cierto que son los materiales los que se le ofrecen a uno. No siento que estemos tan provistos para andar inventado cosas todo el tiempo. Por eso, a veces siento que la frase hecha es una manera personal que uno encuentra para dar forma a los días y a las decisiones que se van tomando. En ese sentido, la vulnerabilidad puede ser una zona de verdad que incomoda, porque uno no tiene siempre ganas de estar compartiendo ese espacio de desnudez. La escena del kayak proviene de una anécdota que una vez pasó con mi madre, que tenía (o quizás todavía tiene) una especie de tendencia a la aventura acuática fallida: en una oportunidad, se quedó dormida sobre una tabla y apareció en una isla de corales; otra vez, la picó un pulpo y hubo que salir corriendo a buscar medicamentos. En otra ocasión, se fue navegando en un kayak como una especie de Alfonsina.

¿Hay alguna decisión específica en tu elección de personajes protagónicos femeninos?

Me interesa mucho explorar el estado social natural de las mujeres, que solemos estar rodeadas de cosas, de gente, siempre en un lugar de relación con los otros, con las familias, con las parejas, con la casa, con los objetos, con los vestidos, con los elementos de la cocina… En el comienzo de la película tratamos de contar todo eso: la situación de la protagonista respecto de la familia, del auto, de lo que llevan a la playa. Por lo general, la mujer está más circunscriptas a lo vincular. Pero, a medida que ella va haciendo espacio y desarmando aquello que la tenía rodeada, se va encontrando con una nueva situación, hasta termina cumpliendo años con desconocidos, y allí aparece una posibilidad de aventura.

¿Cómo pensás la relación entre el cine y el teatro, sea a partir de tu experiencia como actriz o a partir de cierta puesta en abismo que aparece en tus films, al jugar a montar una escena, como se ve en el karaoke, al disfrazarse o al mirarse en el espejo y hacer de cuentas que se está interpretando un papel, pero donde la representación se conecta con una posibilidad de reconocerse?

La representación lo es todo, como en el cuento de Borges “Las ruinas circulares”, que me produce mucha fascinación. Hay algo que en definitiva es un espejo de nosotros mismos, un espejo posible de lo que uno va proyectando. Los personajes que escribo no tienen las cosas tan claras, o bien están pasando por momentos de transformación, deseos, giros o cambios. Entonces, la representación es un chequeo, una manera de poder aventurarse en un tono no tan adulto, como el que rige la determinación posterior o anterior a ese juego.

¿Cómo fue que elegiste el título: Sueño Florianópolis?

 

El título estuvo muy desde el inicio; es raro, porque es tanto un sustantivo como un verbo en primera persona del singular. Hay algo de ese viaje como prueba colectiva que no termina de aparecer, pero por momentos resulta muy real. Y “Florianópolis” vino por la relación de la Argentina con los brasileños.

En este film, escribiste el guion con un varón, que además es tu hermano, y cuando armaron la historia de los cuatro personajes centrales eligieron el punto de vista de la madre, ¿no? Uno podría haber pensado que elegirían el punto de vista de los hijos, que son los que están viajando a la edad en que ustedes eran adolescentes, pero eligieron el de la madre, porque si bien todos los personajes tienen importancia, el personaje que domina es ese.

Es cierto, sí, y fue parte de un proceso que no fue directo. Sí era claro que los adolescentes no iban a ser tan principales, básicamente porque en esta película ellos casi no están: tienen la posibilidad de viajar con sus padres y aceptan, y para ellos los hijos son la excusa para que ese viaje no fuese insostenible. Sin duda, lo más gracioso nos parecía que esta gente, que tomó la decisión de no estar más juntos, igual decide hacer ese viaje. Nos pareció simpático. Por varias razones, seguirla a ella tenía un condimento muy especial, pero a mí también me interesa él. También me hubiese ido con él.

En un momento, Pedro baila como el típico argentino en Brasil y después aparece encarnando una especie de indio: esa parte es bastante enigmática.

Es una rareza que me permití. Hay algo de ese sueño que se está terminando. Algunos me han dicho: se fueron a separar a Brasil. Puede ser… En esa visión de la pareja en la playa, están como Adán y Eva, o tienen algo de cazadores y recolectores. Lo que a mí me da mucha pena es esa actitud de los hombres tan esforzados, agotados, voluntariosos (de hecho, se mueren antes que las mujeres). ¿Por qué, por ejemplo, no se turnan al volante?

Él se empecina en llevar las bolsas y las valijas, y no deja que la mujer también las cargue, como sería lo más lógico.

Y además es muy flaco: con el editor decíamos que era como Mowgli, el personaje de El libro de la selva. Por otro lado, cuando hay niños, ser copiloto es mucho más esforzado, porque en general el copiloto es quien limpia la mancha, sirve el jugo, acomoda el almohadón, tiene que darse vuelta constantemente; en cambio, manejar es poner música y allá vamos. Hay otro momento en la película que es el tema de quedarse sin nafta, que es bien de hombre. ¿Por qué jugar a ver si esos pocos kilómetros que te quedan te dan o no te dan para llegar? Eso no lo voy a entender nunca, y no he sabido de casos de mujeres que se quedaran sin nafta en medio de la ruta. Por supuesto, todo está en deconstrucción y va a ir cambiando. Sin embargo, él se queda sin nafta, baja del auto y dice: “Tudo bom!”, porque de hecho está feliz de vivir, al menos por un rato, algo inesperado.

El trabajo con las lenguas, con los chistes y con el humor que aparece en torno al portuñol permite una identificación muy localizada. ¿Cómo ha sido la recepción de la película fuera de la Argentina y de Brasil?

La verdad es que para mí fue una sorpresa tremenda. Pensaba que iba a ser mi primera película más localizada en Latinoamérica, que no iba a abrirse tanto, pero pasó todo lo contrario. La cuestión de un país vecino con el cual hay un atractivo y, a la vez, unas rivalidades es universal.

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Las revistas literarias caboverdeanas

Por: Miriam Gomes e Itamar Cossi

Traducción: Martina Altalef

Foto de portada: Fisherman (BigMike)

 

El pasado lunes 9 de diciembre tuvo lugar la actividad de fin de año del Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas de la Universidad Nacional de San Martín. El conversatorio fue protagonizado por Miriam Gómes, investigadora de literaturas en lengua portuguesa e histórica militante antirracista de Argentina, e Itamar Cossi, investigador brasileño que estudia la memoria, la reminiscencia y la tradição oral en la literatura africana contemporánea. Traemos aquí el diálogo entre ambxs.


La literatura y las revistas literarias en Cabo Verde

/Miriam V. Gomes/

Cabo Verde es un archipiélago constituido por diez islas desparramadas en el Océano Atlántico, situadas a quinientos kilómetros del cabo que le dio nombre, en Senegal. Tiene como vecinos a Mauritania, Gambia y Guiné Bissau, todos en la franja costera occidental de África. Las diez islas, de las cuales nueve están habitadas y varios islotes deshabitados, se reparten en dos grupos: al Norte, las islas de Barlavento –Santo Antão, São Vicente, Santa Luzía (deshabitada), São Nicolau, Sal y Boavista– y al sur, las islas de Sotavento: Maio, Santiago, Fogo y Brava.

El conocimiento de las Islas de Cabo Verde es anterior al establecimiento de los portugueses en el archipiélago. Geógrafos y cartógrafos árabes ya las habían visitado, así como los habitantes de la costa occidental africana, para la extracción de sal. Sin embargo, marinos al servicio de la corona portuguesa las dieron por descubiertas, en dos etapas: en 1460, el veneciano Cadamosto recorrió Santiago, Maio, Boavista y Sal. En 1462, Diogo Afonso lo hizo con las islas de Brava, São Nicolau, São Vicente, Fogo, Santa Luzía y Santo Antão. La colonización comenzó casi inmediatamente: Santiago y Fogo fueron las primeras en ser pobladas, a partir de 1462.

Cabo Verde tenía entonces una posición geográfica importantísima, no solo para la exploración de la costa occidental africana y del camino marítimo hacia la India, sino también para el tráfico de africanos esclavizados, que presenta entre los siglos XVI y XIX un notable incremento para las Américas. Barcos españoles, franceses, brasileños, ingleses salían de los puertos de Cabo Verde hacia Brasil, Cuba, Estados Unidos, repletos de personas esclavizadas.

A finales del siglo XV, las Islas producían cereales, frutas, legumbres, algodón, caña de azúcar y ganado. Esta incipiente prosperidad atrajo a los piratas franceses, holandeses e ingleses, quienes las atacaron innumerables veces durante los siglos posteriores. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, la aridez del territorio y la extrema irregularidad del clima se convirtieron en un serio obstáculo para el desarrollo de la agricultura y, por lo tanto, para la supervivencia de sus habitantes. Hasta mediados del siglo XIX, Cabo Verde fue un importante entrepuesto en el tráfico de esclavizados para los EEUU, el Caribe y Brasil. Con la abolición de la esclavitud, en 1867, el interés comercial del archipiélago declinó (volviendo a recuperar su importancia sólo a partir de mediados del siglo XX).

En la segunda mitad del siglo XIX, el fin del comercio esclavista y el agravamiento de las condiciones ambientales, convierten a la migración en el principal recurso para la sobrevivencia de la población.  Las sequías prolongadas y las epidemias que provocaron la desaparición del 10% de los habitantes incrementan notablemente la migración. Para fines del siglo XIX, estos emigrantes ya constituyen importantes comunidades en puertos de EEUU, como New Bedford, Providence y Nueva Inglaterra, y en Argentina, en puertos como Ensenada, Dock Sud, Bahía Blanca, Punta Alta, Mar del Plata. Asimismo, a finales del siglo XIX, decenas de miles de caboverdeanos se ven compelidos al trabajo forzado en las plantaciones de Santo Tomé y Príncipe, también colonia de Portugal por entonces. Entre 1900 y 1922, fueron enviadas 24.000 personas, práctica que se prolongó hasta 1974.

 

La lucha por la independencia

A partir de 1950, con el surgimiento de los movimientos independentistas de los pueblos africanos, Cabo Verde se vincula a la lucha por la liberación de Guiné Portuguesa, actual Guiné Bissau. En 1956, el intelectual y estadista caboverdeano Amilcar Cabral fundó en el exilio, en Conakri, el “Partido Africano para a Independência da Guiné e Cabo-Verde” (PAIGC). La lucha por la Independencia hizo eclosión en 1961 en Guiné Bissau, conducida por Cabral, quien soñaba construir una patria común entre Guiné y las Islas. Cabral fue asesinado en 1973 por orden de la PIDE (Policía Portuguesa). Sin embargo, el proceso de liberación no se detuvo. La caída de la dictadura de Oliveira Salazar en Portugal, el 25 de abril de 1974, precipitó las independencias de las ex colonias. El PAIGC fue reconocido como el único y legítimo representante de estos pueblos. Una Asamblea Constituyente proclamó la Independencia de la República de Cabo Verde el 5 de julio de 1975. Arístides M. Pereira fue electo el presidente de la nueva república y días después formó el primer Gobierno del Estado de Cabo Verde, dirigido por un Primer Ministro.

El proyecto de unificación con la hermana Guiné Bissau se abandonó en 1980 como consecuencia de un golpe de estado en Guiné. El PAIGC dio lugar al PAICV (Partido Africano para la Independencia de Cabo Verde), lo que restringió su accionar al archipiélago, y el país pasó a ser gobernado por un régimen de partido único, de inspiración marxista. En 1991 se realizaron elecciones abiertas al multipartidismo, en la cuales el PAICV salió derrotado. El nuevo presidente fue António Mascarenhas Monteiro, antiguo Juez de Tribunal Supremo y director del principal partido de la oposición, el MPD (Movimiento para la Democracia).

 

La literatura caboverdeana escrita

El nacimiento de la literatura caboverdeana –escrita– se remonta a mediados del siglo XIX y se hace posible por la existencia de tres factores materiales fundamentales: la instalación de la imprenta en 1842 y la creación del Boletín Oficial y la fundación del Seminario-Liceo de São Nicolau en 1866. Dentro del contexto de las limitaciones insulares, la imprenta (prelo) contribuyó decisivamente en el incentivo de la creación literaria. La fundación del Liceo-Seminario de São Nicolau ayuda a explicar el nivel de la escolarización caboverdeana. La publicación del Boletín Oficial, primer órgano de comunicación social, difundía la legislación, el noticiario oficial y religioso, pero también incluía textos literarios (sobre todo, poemas, cuentos y crónicas).

Claramente, su surgimiento estuvo condicionado por el contexto sociopolítico e histórico del país y presenta evidentes marcas del neoclasicismo y del romanticismo portugués, debido a la formación recibida por sus escritores en el Liceo de São Nicolau. Los primeros escritos fueron en prosa, contrariando la tendencia generalizada de la prioridad del lenguaje poético. Asimismo, a partir de esos poetas y prosistas autóctonos, que mantuvieron una tradición y una práctica literarias, se crearon las condiciones para el surgimiento de una literatura nacional.

Para una rápida periodización de esta literatura, nos basaremos en la propuesta de Manuel Ferreira, sin desdeñar la relevancia de las revistas literarias y sus apariciones periódicas en el ambiente artístico y literario de las Islas. Ferreira establece tres grandes períodos y le otorga una gran relevancia al surgimiento, en 1936, de la revista literaria Claridade y a los autores que a su alrededor se convocaron. Resulta de esta manera lo siguiente: un período “pre-claridoso” que incluye a toda la literatura anterior a 1936, el período claridoso y un período “pos-claridoso” que engloba a todo lo que viene después.

El primer período (pre-claridoso) va desde los orígenes de la literatura caboverdeana hasta los años treinta. Está caracterizado por los aspectos estético-formales y temáticos del neoclasicismo y del romanticismo portugués. Los pre-claridosos estaban imbuidos de una ideología nativista por causa de condicionamientos internos y externos. Entre los primeros, podemos nombrar la falta de interés y abandono por parte de Portugal, la violencia, rechazo del régimen de adyacencia y de la intención de venta de algunas colonias para pagar las deudas de la corona. Entre los segundos, el contacto con otras realidades a través de caboverdeanos emigrados y de europeos radicados.

Entonces, el nativismo surgió en el seno de los pre-claridosos como consecuencia de la agresividad de la que eran objeto los africanos en cuanto colonizados. La toma de esta posición hizo que los caboverdeanos se concientizaran de sus derechos y reivindicaran un estatuto de igualdad en relación con los “hijos de la metrópoli”. Es en este período que se da la valorización de la lengua crioula y su elevación al estatuto de lengua literaria. En ese sentido, los poetas Eugenio Tavares y Pedro Cardoso constituyen un caso aparte de los demás escritores de su generación por haber escrito muchos de sus textos en “criôl”, una lengua prohibida por ley e incomprensible al oído portugués. Al escribir en esta lengua, los escritores consiguieron apartarse del canon impuesto por la metrópoli e individualizarse como caboverdeanos. Algunos escritores que formaron parte de  este período son Antónia Pusich, Eugénio Tavares, Januário Leite, José Lopes, Guilherme Dantes, Pedro Cardoso.

El segundo período se inicia con la publicación de la revista Claridade en marzo de 1936 y está caracterizado por un discurso de ruptura y de reelaboración del lenguaje. La revista surgió en un contexto en que Cabo Verde atravesaba una situación trágica de hambrunas, sequías cíclicas, epidemias. En esa época, hubo un cierre de la emigración para Estados Unidos de América y una reapertura de la migración forzada para Santo Tomé y Príncipe; al mismo tiempo, se verificó una decadencia del puerto de Mindelo, San Vicente, por la competencia y mejores prestaciones de los puertos de Dakar y Canarias. El Puerto grande de San Vicente era muy importante para la economía de Cabo Verde y también un punto de encuentro para los intelectuales que residían en esa isla o pasaban por ella.

Para ese momento, ya había una tradición literaria y cultural en Cabo Verde, debido a los poetas que los antecedieron (Eugénio Tavares, Pedro Cardoso, José Lopes), poetas que influenciaron a los “Claridosos”. Los escritores de esta generación tenían por objetivo la lucha por la afirmación de una identidad cultural autónoma, basada en la definición de la “caboverdeanidad” (cabo-verdianidade) y en el análisis de las preocupantes condiciones socioeconómicas y políticas de las Islas de Cabo Verde. El objetivo principal era separar definitivamente a los escritores caboverdeanos del canon portugués, reflexionar sobre la consciencia colectiva propia y llamar la atención sobre los elementos de la cultura local que habían sido sofocados por el colonialismo. Los principales tópicos literarios de los Claridosos son: el hambre, la sequía, la lluvia, la insularidad, la partida, el regreso, la tierra, el sentimiento patrio, el mar, la morna, la evasión, la emigración. Y, además, la dicotomía insalvable entre “querer partir y tener que quedarse” y “querer quedarse y tener que partir”.

La importancia de Claridade radica, entre otras cosas, en haber identificado y nombrado los problemas de Cabo Verde y de su pueblo, afirmando los pies en la propia tierra (“fincar os pés na terra”, tal el lema de la revista), con el fin de resaltar aquello que es propio y que caracteriza a los habitantes de las Islas. Baltasar Lopes da Silva  (autor de Chiquinho, novela fundadora), Manuel Lopes (Os flagelados do vento leste) y Jorge Barbosa (Arquipélago, Ambiente) son los destacadísimos autores de esta escuela.

Tapa de Revista Claridade (N° 9, 1960)

Tapa de Revista Claridade (N° 9, 1960)

 

Claridade abrió el camino para “el después” de la literatura caboverdeana. Es decir, sirvió de base para las otras perspectivas literarias que vinieron posteriormente como, por ejemplo: Certeza, Suplemento Cultural, Seló, Ponto e Vírgula, Raízes, Fragmentos y Artilétra, publicaciones periódicas de carácter artístico-literario que resultaron tan importantes para la cultura de las Islas. El espacio claridoso se extiende hasta 1957 con la publicación de la novela de António Aurélio Gonçalves, O enterro de nha Candinha Sena.

El tercer período, post-claridoso, surgió en los años cincuenta y está ligado a la publicación del Suplemento Cultural-Boletim de Propaganda e Informação, en 1958. Los escritores de este período son Aguinaldo Fonseca, Gabriel Mariano, Corsino Fortes, Onésimo Silveira, Oswaldo Osório, Ovidio Martins, Yolanda Morazzo, Terêncio Anahory, entre otros.

La literatura caboverdeana de los últimos tiempos, después de la independencia nacional y hasta la actualidad, sufrió una transformación sustancial. Podríamos considerarla el cuarto período y está descripto como el período universal de la literatura. Con la Independencia y el Proceso de Reconstrucción Nacional, el gobierno buscó estimular la producción literaria e invirtió en mayores recursos para la literatura y en la atribución de premios literarios. Así, los escritores caboverdeanos contemporáneos comenzaron a percibir el nuevo clima de vida y vivencia, lo que se tradujo, en su escritura, en un distanciamiento del lenguaje y las formas estéticas y temáticas tanto de la escritura que los antecedió, como de los grandes clásicos de la literatura isleña. Hubo una revolución y una innovación en la manera de escribir, en la percepción de la nueva realidad y en el modo de retratarla: imágenes, metáforas, contenidos y temáticas originales, en los que se evidencian la subjetividad y la utopía.

Algunos autores destacados son Germano de Almeida, Dina Salústio, Vasco Martins, Vera Duarte, João Varela, Fátima Bettercourt, Corsino Fortes, María Margarida Mascarenhas, José Luis Hopffer Almada, entre muchos otros. El gran mérito de la generación contemporánea reside en su heterogeneidad y particularidad: podemos afirmar que los escritores de esta generación se destacan por la diversidad de estilos y de abordaje temático, por lo cual se vuelve casi imposible establecer su pertenencia a alguna escuela literaria o afiliarlos a mentores dogmáticos. Hay muchísimas obras editadas, en el dominio de la prosa, la poesía y el ensayo, con un altísimo nivel estético que, por un lado, revalorizan el patrimonio literario, artístico y cultural caboverdeano y, por el otro, las tornan obras de referencia en cualquier lugar del mundo.

 

Breve descripción de las revistas literarias del siglo XX en Cabo Verde

-1936, Claridade: se destacó por la definición de una caboverdeanidad temática.

-1944, Certeza: los integrantes de este grupo adhirieron, en términos estéticos, al neorrealismo y en términos políticos son quienes introdujeron el pensamiento socialista en las islas. António Nunes, Henrique Teixeira de Sousa, Orlanda Amarilis, Manuel Ferreira.

-1958, Suplemento Cultural: se destacó por el refuerzo del componente de consciencia africana en la cultura insular y, a semejanza del movimiento de la Negritud de Cesaire y Senghor, expresó la “caboverdeanitud”. Los y las autores/as de este período, dotados de un sentimiento nacionalista, usaban a la literatura como un arma de combate en la construcción de una nueva patria.

-1962, SELÓ Página dos Novíssimos: Rolando Vera-Cruz Martins, Jorge Miranda Alfama, Oswaldo Osório, Mário Fonseca y, desde la diáspora, Luis Romano y Kaoberdiano Dambará (cuya obra NOTI, de 1964, representa el paradigma de la literatura de combate en lengua caboverdeana). Los novíssimos reforzaron el discurso de la caboverdeanidad con la “caboverdianitud” y la “crioulidade”.

-1977/1984, Raízes: marcó una nueva generación nacida con la Independencia, en la línea de Certeza, pero en ámbitos más extensos. Publicó estudios y producción literaria. Arnaldo França, el más destacado de sus autores.

-1983/1987,  ponto & vírgula: representó la consolidación del sistema y de la institución literaria. Constituyó un lugar único entre las publicaciones culturales africanas pos-independencia (con el mejor diseño gráfico) y pugnó por la libertad temática, expresiva y política. Germano de Almeida y Leão Lopes surgieron de este impulso.

-Entre Raízes y Ponto e Vírgula, apareció la originalísima Folhas verdes (1981-82), conformada por sobres verdes con hojas sueltas de poesía de los autores más variados.

-1987, surgió en Praia el Movimiento Pró-cultura, que editó la revista Fragmentos, con José Luis Hoppfer Almada y Daniel Spínola.

-1991, Artiletra, periódico de intercambio cultural con sede en Mindelo, que pareció asumirse como alternativa a las publicaciones de Praia, la capital.

 


De Boletim Oficial a Claridade y Certeza. Breve recorrido por los medios de circulación de textos literarios en Angola y Cabo Verde en el período colonial

/Itamar Cossi/

Antes de abordar las dos conocidas y renombradas revistas caboverdeanas Claridade (1936) y Certeza (1944) es necesario hacer un breve recorrido por la circulación de los primeros textos literarios en periódicos y revistas en el África de lengua portuguesa colonial. De acuerdo con algunos estudios y análisis, esta circulación comenzó en el siglo XIX: en Cabo Verde, en 1842; en Angola, en 1845; en Mozambique, en 1854; en Santo Tomé y Príncipe, en 1857 y en Guinea Bisau, en 1879.

Hacia 1740 se iniciaron los primeros relatos gubernamentales referentes a la educación y a la enseñanza en el continente africano. Sin embargo, recién a partir de los siglos XIX y XX se convirtieron en actos concretos y en medidas razonables para el desarrollo de escuelas. Según relató el Cardenal Cerejeira en 1960, eran necesarias en toda África más escuelas que indicaran al nativo el camino para “la dignidad del hombre”. Para ello, era preciso enseñar a los indígenas a leer, escribir y contar, pero no a ser doctores, como afirma Mondlane (1995). Con el establecimiento de escuelas europeas en el continente africano, la enseñanza de lengua occidental colonizó, dominó y silenció las lenguas tradicionales africanas, como por ejemplo, el kimbundo, el kikongo y el umbundo en Angola y el crioulo en Cabo Verde, primera colonia portuguesa en recibir el “beneficio” del proyecto conocido como “instrucción pública de Ultramar” de 1845 que, a partir del decreto del 14 de agosto de ese mismo año, dio autoridad al gobierno para crear nuevas escuelas e instauró en el archipiélago la enseñanza primaria, secundaria y la formación eclesiástica, que dictaban los materiales de enseñanza y creaban consejos para inspeccionar su composición y sus deberes.

En 1842 se instaló en Cabo Verde el primer prelo, forma de impresión gráfica considerada pionera para la reproducción de libros. Pero en el archipiélago, antes del surgimiento de esta imprenta, ya existían algunas escrituras. Por ejemplo, el Tratado breve dos reinos da Guiné, de André Álvares de Almeida de 1595, cuya primera edición apareció recién en 1733 en Lisboa, con muchas modificaciones. La obra de André Álvares, a pesar de guiar una perspectiva europea y una poética considerada “exótica”, presenta elementos que simulan el Cabo Verde de fines del siglo XVI.

En Angola, la instalación del primer prelo tuvo lugar en 1845. Este abrió espacio para la publicación de textos literarios un año más tarde, en 1846, con el conocido Boletim Oficial, periódico creado por Pedro Alexandrino da Cunha, que antes apenas publicaba leyes, resoluciones e informes, textos que ahora se mezclaban entre escrituras literarias. Recién en 1849 se imprimió y publicó la considerada primera obra de los países de lengua portuguesa, Espontaneidades da minha alma. Às senhoras africanas, de José da Silva Maia Ferreira, poeta portugués de la Angola colonial. Este texto, aunque retrata la vida del pueblo de Luanda de aquella época, no es reconocido como literatura puramente angoleña porque, de alguna manera, exalta el colonialismo y muestra la tierra y los hombres africanos con un cierto exotismo:

 

Minha terra não tem os cristais

Dessas fontes do só Portugal

Minha terra não tem salgueirais,

Só tem ondas de branco areal

(Maia Ferreira, 1849)

 

En Angola, la publicación de experiencias literarias y artículos que tenían la intención de alcanzar la democracia y propagar las realidades de los países africanos tal vez sea el primer registro del archivo decolonial. Esta noción sostenida por Walter Mignolo convoca a los sujetos africanos, considerados como subalternos, a vivir “a partir de pensamientos no incluidos en los fundamentos occidentales” (La opción decolonial, 2008). Estas publicaciones comienzan en 1874, en la entonces llamada Imprensa Livre Angolana (imprenta independiente), la cual publicó géneros textuales como folletines, que agradaban a los lectores de la época –tanto africanos como portugueses–, crónicas y panfletos, cuyo carácter era doctrinario. Estos textos generalmente eran publicados en la colonia y pocas veces, con muchas alteraciones, se lanzaban en la metrópoli. Cabe recordar que no existía todavía una literatura africana de carácter nacional, pero la escritura ya se distanciaba del espacio europeo y se convertía en una forma de resistencia, principalmente de las lenguas tradicionales, kimbundo, kikongo y ubundo, en Angola y crioulo, en Cabo Verde. De acuerdo con Pires Laranjeira, los textos ya mezclaban “frases, diálogos, versos en lenguas bantu, casi exclusivamente en kimbundo” (De letra em riste, 1992), que aportaban sentido, sonoridad y ritmo a la estructura textual.

En el despertar de este archivo decolonial, que según Mignolo es “un lugar fuera de la filosofía occidental” (2008), el sujeto africano tuvo que aprender a desaprender, desactivar el colonialismo anclado en los principios patriarcales y occidentales y abrirse hacia otro enfoque de significados, cuya puerta abierta principal era la publicación de textos ficcionales, a través de las pocas revistas y periódicos de circulación nacional. En este período se destacaron en Angola los escritores de prosa moderna Pedro Félix Machado, quien publicó la primera edición de su novela Scenas d’África, reeditada en 1882 dentro del folletín hasta entonces llamado Gazeta de Portugal, y Alfredo Troni, autor de la novela Nga Mutúri, de 1882, cuya protagonista Nga Ndreza vive en un constante negociar de su identidad angoleña con respecto al espacio colonizador europeo. La novela también evidencia la política de asimilación y propone un minucioso diagnóstico de la sociedad de Luanda de fines del siglo XIX, en la que despierta una consciencia de valorización de una identidad propia angoleña.

A fines del siglo XIX surgieron en las colonias lusófonas diversos medios de circulación de textos de cuño africano. En Praia, capital de Cabo Verde, por ejemplo, florecieron en 1858 “varias asociaciones recreativas y periódicos tales como Sociedade de Gabinete de Literatura (1860) y la asociación literária Grêmio Cabo-verdiano (1880)”, en palabras de Maria Aparecida Santilli (Estórias africanas, 1995). La mayor parte de estas publicaciones tuvo una corta duración, pero potenciaron una resistencia y motivaron la identidad propia del sujeto caboverdeano. Además apuntaron un descontento por parte de la burguesía, que ya se mostraba insatisfecha con algunas prácticas de la administración colonial portuguesa.

El archipiélago generó la circulación de periódicos y revistas para dar cierto dinamismo a los textos literarios. Su primer periódico de evidencia fue Almanach Luso-Africano (1894 y 1899), que trató temas religiosos, políticos y sociales y almacenó textos tanto en portugués como en crioulo, lengua usada por gran parte de los caboverdeanos, quienes rápidamente invirtieron la relación explotador/explotado. Tanto fue así que en la mitad del siglo XIX buena parte de la población ya usaba el crioulo como medio de comunicación, lo cual significa que la representación del país pasó a ser el sujeto crioulo, mestizo, el cual tejía una unidad cultural, una identidad caboverdeana. Un ejemplo de esta unidad cultural es la obra O escravo, de José Evaristo Almeida, de 1856. La novela se vincula con la historia de la literatura caboverdeana y es considerada la primera novela nativista del país. Esta obra cuenta con personajes mayoritariamente caboverdeanos, o sea negros y mestizos, y los espacios de la esclavitud son las casas y los cuerpos de esos individuos. Además floreció otro diario llamado A voz de Cabo Verde, considerado precursor de la generación de Claridade, Certeza y Suplemento Cultural (1958) y que funcionó desde 1966 hasta 1970. A voz de Cabo Verde se hizo conocido por ser aquel que alojó a buena parte de los intelectuales caboverdeanos del siglo XX. Hacia 1930, estos estudiosos e intelectuales consideraban que el archipiélago podía ser un ejemplo de ascensión en el Atlántico Sur. Seis años después, en 1936, el núcleo de intelectuales conformó una revista de artes y letras llamada Claridade que, según  Russel Hamilton, “cultivaba la idea de compatibilidad entre sus ethos” (2003); es decir, la revista proyectaba una imagen del sujeto caboverdeano ante el mundo y también “aires del lusotropicalismo”, término utilizado por el cientista social brasileño Gilberto Freyre. Cabe recordar que esta terminología también fue un soporte usado por los portugueses para propagar ideologías en defensa de sus colonias, que dominaban al sujeto africano a través de medios políticos, sexuales, económicos o psicológicos. El lusotropicalismo, de modo general, acabó por favorecer a los portugueses ya que, al ser íberos y considerados mestizos, estaban categóricamente más preparados y capacitados que los demás europeos para mezclarse genética y culturalmente con los pueblos colonizados, convirtiéndolos en una extensión de Portugal.

La revista Claridade surgió en la región de Mindelo en 1936, en el auge de un movimiento de emancipación sociocultural y política de la sociedad local. En el contexto literario, la revista asume una responsabilidad estética y lingüística, además de intentar superar el conflicto entre lo antiguo y lo contemporáneo, expandiendo la representación de la consciencia del pueblo caboverdeano. Claridade instiga en los intelectuales una reflexión acerca de qué había de nuevo en el espacio literario africano, que de acuerdo con Manuel Ferreira, “fue un gran salto cualitativo alcanzado” (A aventura crioula, 1985). La revista dibuja los primeros esbozos de un nuevo precepto literario nacional, precursor del movimiento de la Negritud, que tenía la misión de estimar y valorizar la cultura negra, además de liberar a todos los sujetos africanos y afrodescendientes que sufrían diversos tipos de prácticas colonialistas fuera de África en la constante diáspora. El movimiento Negritud y la revista Claridade surgieron en medio de un caos sociopolítico, histórico y cultural en el que se insertaba el mundo, con la caída de la bolsa de 1929, el nazismo y los fascismos en Europa.

El sistema literario fundado por Claridade y enfatizado con el movimiento Negritud fue postergado con el surgimiento de la revista Certeza en 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, la cual modificó el pensamiento de los intelectuales caboverdeanos implicados en la concepción poética y literaria anticolonialista, quienes asumieron en las islas los dramas colectivos y las ruinas causadas por los conflictos en el mundo, y se distanciaron así de las temáticas referentes a África como madre tierra. Este distanciamiento formó un vacío entre los ideales de Claridade y los nuevos parámetros constituidos por el núcleo de Certeza, formada por los todavía jóvenes Manuel Ferreira, Arnaldo França Rocheteau, Orlanda Amarilis, Filinto Elísio de Menezes, Nuno Miranda e Tomás Martins, que no se interesaban o malinterpretaban los propósitos de Claridade, la cual direccionaba todos los valores hacia la creación de una escritura nacional. Por su parte, Certeza se concentró en la lucha contra prácticas sociales estabilizadoras en el archipiélago, dejando en los márgenes cuestiones culturales. Así, por ejemplo, la obra A Aventura Crioula de 1967 –uno de los abordajes de cuño literario más poderosos– no hace mención directa al crioulo ni a la raíz cultural de Cabo Verde. Muy por el contrario, Claridade había abierto su primera publicación con una canción de batuque crioulo, género musical interpretado con base en percusión sobre paños y almohadas, tradicional de la isla de Santiago.

El núcleo de Certeza, a diferencia de Claridade, no era estructurado, no presentaba una propuesta consistente para representar el sistema literario caboverdeano. Tal vez por eso fue de tan corta duración: tuvo apenas tres números y el último fue censurado antes incluso de publicarse. Este número contaba con el poema “Antievasão”, de Ovídio Martins, en el que Pasárgada es el mundo de los sueños y la fantasía, donde todo es posible. El binomio estético pasargadismo/evasionismo problematiza la búsqueda de felicidad fuera de Cabo Verde, más allá del mar, al tiempo que el binomio antipasargadismo/antievasionismo presenta una visión poética que manifiesta justamente lo opuesto:

Pedirei
Suplicarei
Chorarei
Não vou para Pasárgada
Atirar-me-ei ao chão

e prenderei nas mãos convulsas

ervas e pedras de sangue

Não vou para Pasárgada
Gritarei
Berrarei
Matarei
Não vou para Pasárgada

(en Certeza, 1944).

 

Aunque sus números sean pocos, Certeza debe ser recordada por su importancia en la construcción de una cultura literaria en las islas. Para Ferreira, es importante para la historia literaria caboverdeana por introducir en ella “el discurso literario y cultural de índole marxista” (A aventura crioula, 1985). Es decir que la literatura se vincula al neorrealismo, que defendía la relación de Cabo Verde con todo el continente africano y también la permanencia del sujeto caboverdeano en su tierra, a contramano de la idea evasiva de Claridade, que buscaba enfatizar el abandono de las islas para la construcción de otra vida en países europeos. Claridade también tuvo apenas tres publicaciones, aunque casi nueve años más tarde lanzó los números 3 y 4 gracias al regreso de su principal idealizador, Osvaldo de Alcântara, que usaba el pseudónimo de Baltasar Lopes da Silva. Este poeta y prosista, fundador de la revista junto a Jorge Barbosa, es autor de la conocida novela Chiquinho, de 1947. En la revista publicó “Bia” (que sería el primer capítulo de la narración), texto que se convirtió en una puerta de acceso al análisis literario, gracias a la búsqueda de reinvención de la escritura en Cabo Verde, que pasó a manifestar signos y expresiones sintácticas en crioulo.

Tanto la obra de Baltasar Lopes como la revista Claridade renovaron la escritura y los conceptos de literatura en el archipiélago, con un ideario común que relataba el hambre, la sequía, el mar como lugar de liberación y misticismo, que paradójicamente transportaba libertad para una vida nueva o conducía hacia el camino de la esclavitud. Chiquinho y Claridade produjeron un nuevo sentido para Cabo Verde al representar una apertura de consciencia que rechazaba el tradicionalismo europeo, pero todavía no representaban una concepción anticolonial definida. No se trataba aún de algo que defendiera la independencia de las islas respecto de Portugal.

Además de Baltasar Lopes, Claridade también contó con la colaboración de Teixeira de Sousa y de Féliz Monteiro, que estudiaban y publicaban sobre el individuo caboverdeano. La trayectoria de la literatura caboverdeana en la época colonial también contó con la participación de Terêncio Anahory, Ovídio Martins, Jorge Pedro, Virgílio Pires y Onésimo Silveira. El último ejemplar de Claridade (número 8), contó con la grandiosa obra de Sérgio Frunsoni, cuyos poemas se publicaron en crioulo. Los textos literarios caboverdeanos –en un sentido más amplio, africanos– encontraron en los periódicos y revistas durante el período colonial un espacio primordial para su divulgación. Buscaron contrariar un sistema colonialista, que controlaba, alienaba y silenciaba cualquier manifestación del saber no occidental. Con la circulación en diarios y revistas, los textos evolucionaron y dieron lugar a la lucha nacional, la cual proyectó un África colectiva que redimensionó su cultura y sus valores tradicionales. Esta África colectiva, que rápidamente cedió más espacio a la literatura, puede ser vista desde adentro hacia afuera como un archivo decolonial. La circulación de la literatura en la época de las colonias también funcionó como exhortación cultural, lo cual era común en ideologías, estilísticas y temáticas de los países hablantes de la lengua portuguesa.

 

 

 

 

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La tecla inespecífica: la máquina en la literatura latinoamericana del siglo XX

Por: Juan Cristóbal Castro

Imagen de portada: Caracteres de máquina de escribir (Mohylek)

 

Juan Cristóbal Castro indaga en la presencia de la máquina de escribir en la producción literaria latinoamericana del siglo XX. Su análisis no se limita a rastrear su utilización como medio técnico, sino que ahonda en el potencial creativo –y, también, desestabilizador– de ese artefacto de escritura. En este sentido, Castro aborda escritores como Mario de Andrade y Julio Cortázar, entre otros, para así postular que el surgimiento de la máquina de escribir habilita en ellos una nueva consciencia sobre la inscripción material de sus prácticas, lo que permite el surgimiento de nuevas formas de escritura.

 


 

Yo quería entrar en el teclado
para entrar adentro de la música
para tener patria

Alejandra Pizarnik

 

I

Quizás la pretensión de Simón Rodríguez de pintar las palabras en una era todavía marcada por la escritura a mano haya sido el destino final de algunas de las búsquedas que se dieron en el siglo XX en Latinoamérica, debido al uso excéntrico de ese aparato tan raro, tan curioso, como lo fue la máquina de escribir. Es evidente que gracias a la posibilidad que le ofreció al escritor de valerse directamente de los mecanismos propios de la imprenta (Mcluhan dixit), aparecieron las condiciones de emergencia de una nueva escritura anfibia, inespecífica, rara, que abrió otro horizonte para pensar la creación literaria, todavía marcada por el fetiche de la autenticidad del manuscrito, de la fidelidad del trazado caligráfico, del espiritismo grafológico, del cariño personal por la pluma o el lápiz en el que ojo, cuerpo, alma y conciencia trabajaban unidos en un matrimonio “fono-logocéntrico”, para usar una expresión derridiana. Un enlace, vale señalar, que parecía a todas luces armónico hasta que llegó William Austin Burt, y luego por supuesto Christopher Scholes, para aguar la fiesta letrada, introduciendo una nueva forma de escribir con ruidos discontinuos, teclas pesadas, movimientos mecánicos, inscripciones aceradas, que terminaron de atrofiar la transmisión de la voz, de la palabra silente de la boca, hacia el flujo continuo de la linealidad sobre la página.

Y es que, dentro de la producción literaria que ha trabajado con la máquina de escribir durante el pasado siglo en eso que llamamos América Latina, existen algunas experiencias límites que han podido llevar hasta sus últimas consecuencias el uso de este instrumento para no solo dar cuenta de su presencia como medio técnico, sino para activar su potencial creativo, desestabilizador, suturando las barreras de la autonomía de la creación escrita. Hablo de un contingente de prácticas llevadas a cabo por distintos escritores a lo largo del siglo XX que dan evidencias de nuevas formas de escritura que surgen a partir de una conciencia más lúcida, esclarecedora, del tipo de inscripción material que se abre con este aparato. Podríamos hablar así del estilo seco y depurado de un Luis Vidales, cuyos poemas “Música de mañana” y “El cerebro” del libro Suenan timbres (1922) dan cuenta del utensilio mecanográfico y quizás por ello de la posible influencia del medio sobre su propio trabajo, o de las alternativas que se abren de escritura des-letrada en algunos pasajes de 5 metros de poemas (especialmente “Nueva York” y “Reclam”) de Carlos Oquendo Amat que, según el crítico peruano Luis Alberto Castillo, muestran “una conciencia del cambio en el ejercicio escritural que abandona la mano como unidad representadora y pone a todos los dedos a transitar atléticamente sobre el teclado” (La máquina de hacer poesía, 85). Sin embargo, prefiero detenerme en estas líneas en algunos casos que marcaron, a mi modo de ver, un hito especial.

 

II

Un momento fundacional es el poema “Máquina de escrever” de Mario de Andrade, publicado para el libro Lonsago Canqui en 1922. En él vemos una línea que se abrirá después para pensar la poesía y la máquina de otras maneras, algunas de las cuales se conectarán con lo que muchos han llamado literaturas extensivas o inespecíficas. El poema en tono celebratorio e irónico, jugando con los lenguajes republicanos (“igualdad mecánica”) y revolucionarios (“internacional de la máquina”), da cuenta del impacto del nuevo medio que pareciera con su estandarización democratizar a sus usuarios bajo una peculiar indistinción que afecta por igual las jerarquías sociales, políticas, culturales; indistinción que también va a trastocar el marco mismo de lo que entendemos como poesía, por no hablar de nuestra propia educación sentimental que hasta ese entonces se había acostumbrado a la escritura manual para expresarse de manera íntima bajo el género epistolar; y tan es así, que hasta el sujeto lírico del escrito de Andrade pareciera al final equivocarse por culpa del instrumento que usa.

Ciertamente el texto es difícil de leer, porque se trata de una apuesta lúdica e experimental que ofrece más de un reto exegético, por no hablar del trabajo interpretativo que implica atender su particular materialidad textual propia de la experiencia de Andrade con el aparato, que llegó hasta llamar como “Manuela” en un gesto de simpatía homo-erótico en homenaje a su amigo, el también poeta Manuel Bandeiras; no en balde el autor en el prefacio del libro llama a los poemas como brincadeiras para acentuar esta dimensión juguetona. Por eso las lecturas recientes del crítico mexicano Rubén Gallo y la investigadora brasileña Flora Sussekind, quienes se han acercado con lucidez a estas peculiaridades del poema, resultan sumamente esclarecedoras para acercarse a esta propuesta. Como me interesa ver la relación del texto con el instrumento, lo primero que se debe tomar en cuenta en términos generales es la fragmentación del poema. Su unicidad temática se dispersa en un conjunto de escenas dislocadas, dispuestas de forma algo arbitraria, con lo cual pareciera desmembrarse también el mismo marco que preestablece las categorías espacio-temporales y con ello el mismo vínculo instrumental del objeto mecánico con su usufructuario. En otras palabras, el lugar ancilar del medio como simple herramienta secundaria pareciera revertirse con esta dispersión, cosa que permite entender mejor su presencia, como si gracias a este des-colocamiento, algo violento y humorístico, es que pudiera abrirse el espacio medial del aparato, tan naturalizado entre nosotros que nos impide captar su carácter material, e incluso las violencias que ha ejercido sobre nuestro cuerpo.

Desde esta impresión general, la máquina se nos aparece diseminada en varias dimensiones y una de ellas, acaso la más evidente, reside en el lenguaje técnico del poema, sobre todo bajo la recurrencia de eso que el crítico Rubén Gallo definió bajo el nombre “mecanogénica” que consisten en explorar “los efectos especiales” que se pueden hacer con el instrumento (Máquina de vanguardia, 117), gracias a lo cual se des-sublima la autonomía expresiva de los versos para llevarlo a otra dimensión más contemporánea, tal como lo ha mostrado Flora Sussekind en su libro Cinematopraph of Words: Literature, Technique, an Modernization in Brasil (1997). La máquina no aparece entonces simplemente como alusión o información, como un referente o una “representación” de un objeto externo, propio; por el contrario, aparece como aquello que altera “la estructura misma del texto” con el propósito de “exponer la génesis de la producción mecánica del mismo”, siguiendo a Gallo (117). Esta auto-referencialidad del acto de escribir mecánicamente en el que se nos comenta cómo se teclean las minúsculas o cómo al escritor se le olvidó darle a la “tecla de retroceso”, por no hablar incluso del extracto de carta que incorpora en el texto mismo, es lo que termina por darle un valor performático a la escritura del poema, rompiendo, suturando, sus límites textuales.

Al mismo tiempo las alusiones de eso que el mismo Gallo llamó “rastros indéxicos” nos posibilita ver las particularidades técnicas de la máquina, y ello a su vez permite replantear la economía expresiva del poema en el que se poetizan distintas interacciones entre aspectos mecánicos y aspectos orgánicos o naturales. No en balde es recurrente presenciar el uso de las abreviaciones que fue algo característico del medio; vemos así “adm”, que sería “admirador”, o “obg”, que sería obrigado. Todavía más interesante es descubrir cómo el autor trabaja con la misma especificidad del medio concreto que usó, que fue la Remington. Como nos explica el crítico mexicano, “tenía teclas con dos superíndices comunes en las abreviaciones” que servía en portugués para marcar los números ordinales, y para contraer la palabra “Senhor” con “Sr” (119). Andrade se vale de ese recurso con el propósito de introducir otros usos verbales en lo que Gallo llamó “neomecanismos”, que no son otra cosa que los neologismos que introduce el invento.

Este rasgo es tan radical en el texto que hasta muestra el medio desde sus accidentes y problemas: al parecer la “Remington” de 1920 carecía del signo de exclamación, y para escribirlo debían entonces primero apretar el apóstrofe, luego la tecla de retroceso, y por último la tecla de un punto. También el autor escribe “obrigado” con un equívoco evidente y que al parecer fue muy propio del uso acelerado, veloz, de la máquina que impedía fijarse bien en lo que se escribía. En el poema, según la interpretación de Gallo, la conmoción de la que habla Andrade empieza porque se le olvidó pegarle a la tecla en retroceso y así termina con dos símbolos independientes: el apóstrofe que “cuelga como una lágrima” (una “lagrima mecánica” al no haber llanto, tal como dice después) y el punto (“un punto final después de la lagrima”). Para Gallo, este procedimiento de la máquina de escribir requería “tanto que su operador ensamblara las palabras a partir de letras individuales como que formara caracteres nuevos a partir de las teclas disponibles”, es decir, con ello se daba una “verdadera taylorización del lenguaje” (122); también con ello se confirma la transformación de la letra en dígito, menos relacionada al significado o referente que al número en su condición de elemento operativo, con lo cual nos introduce mejor en eso que el famoso teórico Vilem Flusser trataba de explicarnos en uno de los ensayos al libro Filosofía del diseño para entender por qué el chasquido del instrumento se adaptaba más a la mecanización de estos tiempos que el mero deslizamiento continuo de la escritura a mano. La razón era obvia para él: como el mundo se ha ido volviendo cada vez más cuantificable, las letras necesitaban parecerse lo más posible a los números para sobrevivir a ese cambio.

La Remington es una de las primeras compañías que estandarizó la máquina al proponer el teclado QWERTY y ofrecer usar por primera vez las mayúsculas y minúsculas, aunque solo a comienzos del siglo XX, con su modelo número 10, es que le ofrece al escritor la garantía de ver las letras. Por su uso solo extensivo a secretarios y secretarias, donde la fetichización de la escritura a mano empezó a ser recurrente por parte de los grandes letrados, quienes seguirán usando la escritura a mano, no deja de ser un elemento provocador hablar de ella, y darle el rol que Andrade le da en este texto maravilloso.

Puesta en escena del acto de escribir en máquina, acto autorreferencial de su escritura mecánica: también en estas referencias del poema que vengo comentando se hace evidente la experiencia teatralizada del sujeto escribiente, gracias a lo cual se abre una posibilidad de escribir distinta, un lenguaje literario discontinuo, desobediente a la gramática y la ortografía, a la tipografía, que ya estaba ensayándose de forma incipiente en Vidales, y más audaz en Oquendo de Amat. El gesto tendrá múltiples resonancias y sobrevivencias que habrá que investigar con cuidado en la literatura producida en eso tan abstracto y complicado que llamamos como América Latina. Lo importante, a mi modo de ver, es ir viendo las posibilidades creativas que se abren con ese instrumento en algunos casos significativos. Propongo entonces seguir comentando algunos ejemplos, siguiendo cierta línea cronológica y algunos cambios del medio mismo.

 

III

Aunque podría parecer algo osado vincular el proyecto de Julio Cortázar de una anti-novela, o contra-novela, que buscaba cuestionar los presupuestos literarios de toda una tradición, con las prácticas escritas que se abren con la máquina, bien podríamos considerar una zona de influencia de ella tanto de manera indirecta, a través de algunos autores de la vanguardia que leyó y que pensaron el medio, como de manera directa, con la propia experiencia que tuvo con el instrumento; no en balde Saúl Yuerkiviech lo describía como una “máquina de escribir”, por no citar las múltiples referencias que hay en sus cuentos o cartas del aparato que tanto utilizó. Sobre este último aspecto, podemos ver cómo entra en escena de nuevo la marca Remington, que para esos años casualmente también la usaba Juan Rulfo para escribir su Pedro Páramo (1955). Una Remington ahora más elaborada y eléctrica que proveía además una mayor aceleración, y por ende descontrol. Por eso quisiera detenerme brevemente en ello, por más insignificante que pudiera resultarnos su influencia en el proyecto que buscaba el autor argentino, el cual tenía la aspiración de volverse “contra lo verbal desde el verbo mismo”, siguiendo lo que propone tiempo atrás en su “Teoría del túnel” (119).

Ya sabemos que, después de la década de los cincuenta, la máquina de escribir viene siendo usada de forma regular en escuelas, oficinas, instituciones privadas y públicas. Hay manuales de enseñanza diferentes, y ahora se viene imponiendo un modelo distinto, el modelo eléctrico o electrónico donde se elimina la conexión directa entre las teclas y el dispositivo que estampaba sobre el papel el tipo. También en algunos casos se reemplaza las barras por una bola y más tarde por lo que se llamaría un “mecanismo de margarita” que elimina los atascos, una de las grandes pesadillas de los escritores y escribientes mecánicos o mecanizados. Gracias a ello el sonido se disminuye y se acelera los tiempos de la impresión con cartuchos fáciles de sustituir. Este modelo se nos aparece en Cortázar en una carta a su amigo Jonquières, fechada en París el 9 de julio de 1954, casi una década antes de escribir Rayuela. Allí dice varias cosas que quisiera considerar con cuidado:

Aprovecho un alto en los trabajos de la Unesco para lanzarme al galope en esa máquina eléctrica que me han dado y que es una verdadera maravilla, al punto que ya casi hace sola los informes y programas y presupuestos de la benemérita organización. Apenas hay que rozar las teclas y ya salen los tipos disparados, y además al llegar al final aprietas una tecla y el carro vuelve solo al comienzo y además marca el espacio, por lo cual yo empiezo a creer que uno debería irse a su casa y dejarla trabajar sola. Pero a lo mejor se les ocurre a los de la contaduría pagarle a la máquina y no a mí, lo cual tendería a ser nefasto. Ya estarás advirtiendo cómo esta carta asume un tono casi oral, y eso se debe solamente a la velocidad con que te estoy escribiendo. (230).

La fascinación por el instrumento lo lleva a recurrir a metáforas de velocidad, tan afín a la fetichización de la tecnología, y así habla de “lanzarse al galope”, gracias por cierto al haber suspendido su labor en el trabajo; como correlato de esta liberación, está también el hecho de asumir un “tono casi oral”, muy propio de su estilo literario. Esto es posible por la velocidad de la escritura con la máquina eléctrica, pues se reduce el lapso entre el pensamiento y la enunciación por escrito. De ahí que en esa misma carta incurra más tarde en errores, como “embajadotrabajos”, ya que “los peores juegos de palabras pueden nacer del pobre ingenio de una máquina de escribir” (230); de hecho, en esas mismas cartas inventa palabras y juega con la tipografía, antecediéndose a muchos de los experimentos que mostrará en Rayuela, incluso en la creación de su “Glíglico”. Dejarse llevar por la máquina es suspender toda voluntad consciente de sentido, pareciera decirnos, y supeditarse a las maniobras y atributos de los que goza la tecnología; acercarse así de nuevo a la aspiración que tuvieron sus admirados surrealistas de trabajar la escritura automática. Dejarse llevar por el juego de las teclas es perderse, entrar en otra zona, en otra región. “El inconveniente de escribir a máquina es que uno pierde el hilo”, señalaba Kafka en una de sus cartas a Felice (44). En El diario de Andrés Fava de Cortázar habla de escribir a “vuelamáquina”, lo que muestra que ya estaba determinada por “la sumisión total a la mecánica” que lo lleva entonces a “deshacer la horizontalidad sucesiva”. (54). Es muy tentador citar otros casos de la obra cortaziana donde vemos cómo va trabajando esta línea, desde su famoso cuento “Las Babas del Diablo”, pasando por otros textos. Lo que me interesa es ver esta dimensión de su uso, propiciada en cierta medida por algunos cambios técnicos que quizás nos puedan ayudar a entender mejor su propuesta de una anti-novela que precisamente buscaba ir más allá del texto mismo. ¿Acaso no nos permite pensar esa escritura veloz, automática y anti-literaria algunos de los postulados que trata de promover en su “Teoría del Túnel” o en las reflexiones del mismo Morelli en Rayuela?

Todavía sin embargo la anti-novela o contra-novela de Cortázar, como la obra de Andrade, seguirá circunscrita a ciertos moldes propios del espacio literario, a su soporte tradicional que es el libro, sin dejar por supuesto de considerar el carácter circunstancial que sigue desempeñando la máquina de escribir en este proyecto, por más que Cortázar apueste y logre con otros experimentos posteriores trabajar en esa zona liminar que cuestiona las categorías autonómicas ya con tecnologías diferentes: pienso en el Libro de Manuel, La vuelta al día en ochenta mundos o Fantomas contra los vampiros multinacionales, por solo mencionar algunos trabajos que usan diversos formatos y medios.

Por suerte durante estas décadas aparecerán otras tentativas más arriesgadas con el medio donde lo inespecífico va cobrando mayor valor. Podemos en ese sentido hablar de cómo en 1964 en la galería Atrium con el Popcreto, Augusto de Campos, Waldemar Cordeiro, entre otros, usarán la máquina de escribir como instrumento musical, algo que ya venían dándose con artistas europeos y norteamericanos, y por muchos conceptualistas latinoamericanos; es verdad que los vanguardistas antropófagos se valieron del medio en sus revistas y manifiestos, pero no se atrevieron a ir más allá de la propuesta de Andrade. De igual modo, Roberto Jacoby en Experiencia 68, una de las últimas muestras del Di Tella, utiliza el teletipo conectado a la agencia France Press que parecía a una máquina de escribir. Por otro lado, el escritor y artista argentino Leandro Katz en Nueva York con la obra Lunar Typewriter (1978) recurre a un invento singular: se vale de la máquina, pero sustituye las teclas por figuras redondas para mostrar, en vez de letras, las fases de la luna.

Los casos son abundantes y se insertan además dentro de un momento que algunos críticos, como Rosalind Krauss, han considerado como el de una crisis dentro del arte contemporáneo de la especificidad del medio artístico mismo (hablo de los textos A Voyage in the North Sea y Under Blue Cup). Por otro lado, si bien es indudable este marco histórico para entender lo que estaba sucediendo con estas apuestas, tampoco habría que olvidar otros posibles antecedentes, algunos de ellos acaso soterrados o indirectos. A este respecto podríamos hablar de incursiones con la impresión que antecedieron a la máquina de escribir, como aquellos que se dieron en el siglo XIX. Aunque las categorías de arte o literatura no eran parte de las líneas con las que algunos escritores trabajaron en el pasado, es bueno recordar por ejemplo el proyecto del venezolano Tulio Febres Cordero quien en su imprenta desarrolló lo que llamó para ese entonces como “imagotipia” (1885), una técnica de impresión que buscaba reproducir imágenes con los tipos del aparato de la imprenta, es decir, con los caracteres.

Primer imagotipo de Bolívar, de Tulio Febres Cordero.

Primer imagotipo de Bolívar, de Tulio Febres Cordero.

 

Por otro lado, podríamos hablar del mismo Simón Rodríguez quien en Sociedades Americanas proponía una escritura que se acercara más a lo visual, aunque su proyecto solo se valió de juegos con la tipografía y la distribución en el espacio. Si bien, como dije, no trabajaron con el instrumento propiamente dicho, sí se valieron de formas heterogéneas para lidiar con los caracteres, los tipos, elementos que después serán usados por la máquina de escribir, abriendo una relación que será muy usada por estas nuevas formas de escritura expandida que mezcla letra e imagen, dibujo, pintura y texto escrito.

Mucho tiempo después empezamos a ver otras prácticas con la máquina de escribir, que también van rompiendo los moldes entre géneros, disciplinas y medios literarios. Vuelvo entonces al siglo XX para tomar en cuenta a los mismos concretistas brasileños, quienes empezaban desde los cincuenta a trabajar con la estandarización del espaciamiento de la página y el estilo de la escritura que proveía dicho instrumento. De hecho, el libro poetamenos (1953) de Augusto de Campos se dio inicialmente en una máquina de escribir con cinta de colores; al parecer en la exposición REVER se puede ver todavía un facsímil  de “lygia dedos” instalada en SESC Pompeia. Con ello se abría así de forma más evidente un espacio entre arte conceptual y literatura hasta ahora inexplorado, salvo algunas dignas excepciones que se fueron dando en otras partes de Latinoamérica. Sin duda es posible citar muchos gestos, ejemplos, pues las búsquedas fueron variadas, apareciendo en diferentes contextos. Lo importante, por ahora, es considerar algunos modelos como posibles paradigmas de estas transformaciones.

 

V

Uno de estos ejemplos lo veríamos en una obra peculiar del poeta venezolano Rafael Cadenas. En el Número 58 de la Revista Cal de 1966 publica lo que llama Dibujos a Máquina, luego editado con el mismo título en el 2012. Allí vemos cómo trabajó con dos registros: por un lado, la escritura alfabética, y, por otro lado, el dibujo mismo, ambos creados con la tipografía a máquina. A decir de Luis Miguel Isava, se trata de un trabajo que sigue una “pulsión visualizante” que busca un punto intermedio entre la “representación de objetos a través de textos” y la “patentización de las formas de las letras y sus disposiciones textuales” (7).

Dibujos a máquina (Rafael Cadenas)

Dibujos a máquina (Rafael Cadenas)

 

De nuevo, en esta obra se amplía y replantea la dimensión performática que habíamos visto en Mario de Andrade al disolverse el plano referencial en la representación visual y abrir otras cadenas de relaciones entre lo escrito y lo dibujado con las mismas letras tipográficas de la máquina, con sus dígitos e instrumentos. En otras palabras, ya no interesa la auto-referencialidad del acto de escritura a máquina, sino ahora las posibilidades visuales de su tipografía que rompe radicalmente la distribución espacial de la página escrita. Cadenas relaciona un enunciado breve a partir de una acción concreta (caminar, pararse, enrollarse, descansar) con la imagen que procura la disposición y combinación de algunas letras. Por ejemplo, debajo de la proposición “me asombro” coloca la “O”, o cuando señala la acción de escribir (“escribo”) pone la “G”, que precisamente genera la impresión de un cuerpo doblado tecleando en una máquina de escribir. Por supuesto que las relaciones no necesariamente son simétricas, sino que se despliegan en distintas formas de vínculo e interpretación, diferentes eventos fuera de la jerarquía hermenéutica del sentido alfabético propio de la linealidad escrita, de su horizontalidad. El lector así se encuentra en cada página con un nuevo reto de coexistencia, de conexión, que entraña una experiencia diferente.

También el mexicano Ulises Carrión con su libro facsimilar publicado en los setenta titulado Poesías (1971) busca valerse de la máquina para generar otra relación entre mano, dígito, letra, página y máquina. Escrito enteramente con el aparato mecánico, salvo los signos de puntuación en los que usó la mano, repiensa el género de la poesía, socavándolo hasta su propia disolución con juegos intertextuales y plagios deliberados. Uno de sus textos reproduce el ruido de la máquina de escribir en el formato escrito, queriendo representar el sonido de su tecleo con la visualización sonora que reproduce la sílaba “ta”. Juega así con ese estruendo disonante y repetitivo para reproducir el efecto de la tecla en el papel, y sobre todo su cadencia mecánica, ese repiqueteo tan característico que produce el aparato a lo largo del ejercicio escritural, incluso cuando termina y se torna la palanca espaciadora para seguir en el siguiente reglón. Pero no satisfecho con ello, el autor mexicano trabajó junto con su amigo y artista Felipe Ehrenberg en ediciones artesanales, rústicas, de libros hechos en papel bond, maché o cartón donde combinaban la escritura manual con la escritura a máquina junto a fotografías y dibujos, tal como se hizo con la editorial que fundó llamada Beu Geste Press. Al igual que Cadenas y los concretistas, su búsqueda replantea y subvierte no solo la dimensión de la escritura alfabética (su linealidad, su gramaticalidad), sino el mismo libro como objeto literario, como artefacto cerrado, autónomo, algo que venía ya trabajando desde su autoexilio en Europa y su separación de las obras literarias más textuales que realizó en México:

Poesías (Ulises Carrión, 1972)

Poesías (Ulises Carrión, 1972)

 

Quizás el más osado experimentador de estas posibilidades técnicas sea el gran poeta Glauco Mattoso, quien entre 1977 y 1980 editó su famoso Jornal Dobrabil en el que propone un uso parecido a lo que luego algunos han dado en llamar “dactyloart”. En él reproduce el formato del periódico con versos y poemas escritos a máquina de escribir. Con ese gesto no solo rompe con el soporte tradición del libro, sino que juega con una intermedialidad que entrelaza imagen y escritura, el formato de la prensa con el de la poesía. Su proyecto inicial fue enviar mensualmente durante cinco años en los correos de lectores anónimos, una página de papel A4 mecanografiada, xerocopiada, doblada por la mitad y que estuviese intervenida por sus trabajos; trabajos que consistían en citas apócrifas, plagios y reescrituras. La idea es que pudiese fotocopiarse en forma de panfleto y reproducirse así de diversas maneras. Buscaba a la vez en una época de dictadura en Brasil emular en forma de parodia el formato de la prensa masiva representada por el periódico Jornal do Brasil. La primera edición en libro la hizo en 1981; luego, en el 2001, recogió de nuevo todos sus textos bajo el auspicio de la editorial Iluminuras.

Glauco es ciego y su verdadero nombre es Pedro José Ferreira da Silva. Usa el seudónimo para precisamente jugar con la enfermedad que padece, el glaucoma, que lo llevó a la ceguera, y esta particularidad es relevante por dos cosas. Primero, porque es bueno recordar que la máquina de escribir empezó siendo una tecnología para que los ciegos pudieran escribir; y, segundo, porque hay una dinámica importante en esta obra entre visibilidad e invisibilidad (o ceguera), con respecto al manejo de los hechos y las noticias en un momento donde había un aparato represor que fomentaba la censura, la desinformación y ciertos valores patriarcales conservadores. Por otro lado, y como el autor mismo declara en más de una ocasión, es el concretismo una de sus fuentes, de modo que sigue una tradición experimental importante, que a su vez había considerado el instrumento en algunas de sus tentativas, tal como mencioné antes. Lo interesante es que este uso paródico del movimiento está inscrito en una situación determinada: la dictadura brasilera donde estaba el autor cuestionando su sexualidad y sufriendo de una enfermedad significativa. El valerse de la máquina de escribir Olivetti de otro modo le permitió además escribir casi de forma artesanal, inscribiéndose por lo demás en la nueva poesía de su momento llamada geração mimeógrafo, con una precisión a prueba de balas. El autor mismo en el texto “Uma Odisséia no meio espacio” que incluye al final de la edición del 2001, revela la lógica misma de su operación con el aparato (el “medio espacio”). Allí reflexiona sobre las condiciones materiales de escritura de ese momento, y de esta forma nos explica cómo, para un período en los que los ordenadores ya se venían usando en las grandes empresas e instituciones, era muy difícil valerse del instrumento con fines creativos. La dactilografía artística, como dice, era apenas un simple apéndice. Nadie la trabajaba. Curiosamente propone lo que él  mismo  llama “trico e coche iconográfico” para su apuesta de escritura de “pintado y bordado”, es decir, fundiendo usos mecánicos con usos artesanales.

En este texto reflexiona con cuidado sobre el uso de la máquina de escribir. Si la Remington no era precisa en la distancia entre las letras, la Olivetti sí, y con ella pudo trabajar precisamente a partir de un entre-lugar que se abría en la distancia que separaba los dígitos del aparato, desprogramando los protocolos de escritura que piden el uso estandarizado del mismo. Además, rompe la direccionalidad misma de la escritura alfabética operando en tres planos: el horizontal bajo este lugar medio; el vertical, con los usos del espaciamiento; y el diagonal, con una combinación de la línea y este espacio medio en blanco. De igual modo, el autor incorpora en la obra una dimensión sexual, abyecta, muy explícita, sobre todo en la portada del libro en su versión final, en el que aparecen imágenes de escenas homo-eróticas en un excusado que lucen entre sádicas y masoquistas, entre provocadoras y sensacionalistas, con un grado de violencia subversivo que busca sorprender a cualquier incauto lector. Detrás de ello, está por supuesto la intención de revertir la cultura higiénica y puritana de una dictadura que se vendía como progreso social, tal como lo señala Mario Cámara al explicar que Mattoso “con su sátira excrementicia, iluminó y adjetivó aquella modernización autoritaria desde la cloaca y el baño” (Cuerpos paganos, 29). Hasta en esto la máquina pareciera tener algún rol remoto, más indirecto ciertamente, si consideramos que su ejercicio mecánico introdujo, según Friedrich Kittler, “la desaxualización de la escritura, sacrificando su metafísica y convirtiéndola en procesamiento de textos” (Gramophone, Film, Typewriter, 187). Recordemos que antes de su aparición, la escritura era casi un monopolio de hombres y que la pluma llegó hasta masculinizarse en términos simbólicos; de hecho, para el psicoanálisis era un símbolo fálico: “Una metáfora omnipresente vinculó a la mujer con la blanca página de la naturaleza o de la virginidad en la que la verdadera pluma del hombre podía inscribir la gloria de su firma”, explica Kittler (186). También, según el crítico alemán, por un tiempo al género femenino se le relacionó con la labor artesanal de la producción de tejido, mientras al género opuesto se le relacionaba más bien con la labor intelectual de producción de textos. Mattoso pareciera así extremar y pervertir más lo que ya había logrado el trabajo industrial de la máquina: al reintroducir su uso la labor artesanal (femenina) termina de des-masculinizar más los resabios binarios que todavía podían quedar de la división de géneros. También extrema ese gesto homo-erótico que realizó el mismo Mario de Andrade, al enamorarse de su propia máquina de escribir que llamó “Manuela” en homenaje a su amigo, el poeta Manuel Bandeiras.

De esta manera la máquina no solo se hace presente en el uso peculiar que desarrolla sus textos visuales, trabajando el “medio espacio” de la misma, sino también en la simbología que busca enmarcar en su trabajo como un posicionamiento crítico frente a una tradición autoritaria que se vivía en Brasil. Una se da de forma directa y material, la otra de forma indirecta y acaso inconsciente o espectral. Con ello, el autor reproduce y extrema las posibilidades abiertas por Mario de Andrade que luego fueron seguidas por Cadenas, Ulises Carrión y tantos otros. El aparato deja así de ser un mero instrumento y pasa a convertirse en un artefacto cultural que sirve para pensar otros horizontes de la escritura, de la creación y de la literatura misma.

Nota 4

 

Hasta aquí llegamos entonces con un período de amplio dominio de la máquina en el que las apuestas creativas salían del texto mismo para romper las convenciones de una escritura mecanizada que era parte del sistema social y cultural de la época, a diferencia del tiempo de los vanguardistas donde era todavía un oficio mal visto, practicado por secretarias con salarios bajo y la mayoría de los casos maltratadas. Queda ver ahora lo que sucede a partir de los ochenta cuando cambian algunos actores importantes, producto del computador personal. Me detengo brevemente solo a comentar algunas líneas.

 

VI

Ya con la aparición del computador personal en las últimas décadas del siglo XX las relaciones entre la máquina de escribir y otras formas de literatura expandida van a cambiar por razones tan amplias que nos obligaría a extendernos más en esta reflexión. Basta sin embargo destacar someramente tres líneas para tener claros el nuevo escenario. Primero, dentro de ciertas regiones de la literatura, la máquina volverá a reaparecer algunas veces como fetiche fantasmático (Alejandra Costamagna El sistema del tacto o Nona Fernández en Chilean electric), otras veces como experimentación: pienso sobre todo en algunos textos de Mario Bellatin como Retrato de Mussollini en familia de 2016. Después veremos ya una consolidación de las formas de arte que se valen del medio, tal como vemos en trabajos de Rivane Neuenschwander, Felipe García y tantos otros. Por último, habrá una suerte de espectacularización del medio en formas de entretenimiento poco convencionales: por un lado, los Jammings poéticos iniciados por Adrián Haidukowski que, si bien han privilegiado el computador, no dejan de darse en ciertas ocasiones con máquinas de escribir; por otro lado, en concursos televisados como el creado por el publicista peruano Christopher Vásquez junto a su pareja Angie Silva llamado Lucha libro o el llamado Letring Catch y muchas otras modalidades de Slam de escritura en vivo. También hay prácticas que siguen el modelo de la “poetógrafa” en la iniciativa ideada por el catalán Jo Graell de la Expenduría poética donde los escritores, a pedido de los clientes, realizan en directo trabajos poéticos con el aparato, sin obviar el local Cal Robert en donde también los consumidores de alguna bebida ofrecen unas palabras para que alguna poeta las convierta en poesía y que será imitado en algunos lugares de América Latina. Cabe mencionar, desde una dimensión menos sensacionalista y más social, el trabajo de la artista brasileña Tatiana Schunk, quien sale a las calles de Sao Paulo a recopilar historias de la gente y tiene un performance en el que transcribe las historias personales de la gente común

Desde estos horizontes se desarrollarán otros usos y apropiaciones del medio con la escritura, acaso más solidificados, más especializados también. En cualquier caso, basta destacar las propuestas revisadas hasta ahora para dar cuenta de una apertura a otras formas de escritura literaria propiciadas por nuevos usos del medio. Hablamos así de una modalidad de lo inespecífico que sutura y corroe el espacio literario no solo desde las posibilidades de su lenguaje y escritura, sino desde sus propios soportes, cada vez más problematizados. Hablamos de una  escritura “fuera de sí, porque demuestra una literatura que parece proponerse para sí funciones extrínsecas al propio campo disciplinario”, tomando las palabras de Florencia Garramuño en Mundos en común: ensayos sobre la inespecificidad en el arte (45). Hablamos de un textualidad desterritorializada que rompe las conexiones del marco escritural, abriéndose a otras relaciones con sus formatos y medios. Las producciones se abren así a lo amorfo, a lo indefinido, contestando la noción de límite como contención, represión, delimitación, caracterización, acercándose no solo al arte, sino a otros lugares, espacios, formatos. La máquina permite otros usos de la escritura extravagantes a partir de los cuales se rebelan los escritores y artistas mencionados sobre las economías de la representación escrita, sobre sus usos estandarizados, cada vez más orgánicos. Es curioso que Marshall Mcluham –tan criticado por su visión determinista de la tecnología– valorara, al hablar del medio, estos usos potenciales desde la creación, destacando precisamente su performatividad. “El poeta, sentado ante su máquina de escribir al estilo del músico de jazz, tiene una experiencia de la escritura como actuación”, señala (269). Al disponer así de los recursos de la imprenta, el escritor logra tener una mayor libertad y por eso se vale de una especie de “megafonía utilizable en el acto” que le permite “gritar, susurrar o silbar y hacer divertidos guiños tipográficos” (269). El instrumento lo acerca así a la “coloquial libertad del mundo del jazz y del ragtime”, estableciendo una fuerte relación entre “la escritura, el discurso y la publicación” (270), algo que ya había previsto el poeta E.E. Cummings. Estas tentativas permiten avanzar en la lógica post-medial de lo inespecífico, al seguir la “promesa de la música electrónica, en cuanto comprime o unifica las diversas tareas de la composición y publicación poética” (272).

No se trata de simples caprichos de autores extraños. En sus exploraciones estaba una necesidad de redimir el instrumento, y la escritura misma, de ciertas prácticas convencionales que la vaciaban de sentido. Tomemos en cuenta que con la estandarización de la máquina ya desde inicios del siglo XX, se convierte también en un dispositivo que sirve para modelar, dirigir, encauzar, regular, sedimentar, unos usos del lenguaje, unos protocolos propios de la escritura profesional, siguiendo las lógicas de la burocracia moderna y del capitalismo industrial y financiero; no en balde el mismo Mcluhan destacaba cómo su uso logró fijar mejor las reglas de la ortografía y la gramática. También esta sedimentación sirvió para reproducir las convenciones en el uso de la página y de la tipografía de la linealidad alfabética, custodiando a su vez la especificidad de ciertas escrituras y con ello de ciertos saberes, sin obviar cómo se impuso también una economía corporal en la distribución de los cuerpos, de sus movimientos, que no solo determinaron el trabajo formal, sino el mismo trabajo intelectual.

En este periplo que se da en el siglo XX podemos ver dos posicionamientos, correspondiendo a dos momentos históricos distintos en el uso del medio. Si en el caso de las vanguardias la escritura se vale de la presencia de la máquina para romper los privilegios que todavía tenía la escritura letrada de la mano y sus jerarquías culturales, a partir de los treinta, cuando ya es común el uso de la máquina en todos los sectores de la población, los escritores proponen otros usos del aparato sobre la página, otras formas de interactuar con él que extreman las propuestas iniciales. Podríamos decir entonces que estas tentativas emancipan la máquina de la escritura formal, y de su auratización correspondiente. Con ello se rebelan los autores vistos hasta ahora, quienes, para seguir con una idea que introduje al comienzo de este escrito de Simón Rodríguez, reproducen secretamente su utopía de pintar las palabras.

Para terminar, quisiera volver a los años ochenta del siglo XX, cerca de la hegemonía del computador personal, y detenerme en el poema visual llamado precisamente “Poema” de la revista Zero à esquerda. El trabajo de Lenora de Barros fue escrito justo en el año 1980 en colaboración con la artista Fabiana de Barros, quien tomó las fotos, y publicado un año después. Como se puede evidenciar, es un claro ejemplo de la relación del instrumento con la palabra literaria, o con cierto mito relacionado con ella. Allí vemos seis fotogramas dispuestos verticalmente como en secuencia. Primero vemos una boca abierta femenina que muestra su lengua, luego aparece el órgano lamiendo el teclado de una máquina, posteriormente lo hace con las mismas teclas. Ya en la siguiente foto aparece la misma escena desde un ángulo más cercano y con gestos más violentos, y, al final, en las dos últimas, el instrumento pareciera absorber el órgano humano terminado al final de devorarlo.

"Poema", de la revista Zero à esquerda, 1981

«Poema», de la revista Zero à esquerda, 1981

El poema, según Renan Nuernberger, pareciera definir una poética del acto creador, una poética que se desarrolla precisamente en la era donde la máquina de escribir había monopolizado la escritura; la fecha de su publicación no es casual: ya a partir de los ochenta es cuando aparece el computador personal. El texto da cuenta así de cómo este proceso creativo empezó en la boca, lugar de la voz, para terminar siendo absorbido por el mismo aparato, lugar mecánico por excelencia. En ese sentido devela las complicadas relaciones que siempre han existido entre la lengua, como órgano natural que pronuncia la palabra en el aire, y su choque con la máquina, medio técnico representativo de la modernidad. La palabra hablada como región por cierto de gestación del verbo, de la creación, es decir, donde se perpetúa el dominio de lo oral, cercano según este imaginario al cuerpo, ahora tiene que pasar por un mecanismo intruso, automático, frío. La escenificación de la violencia de esa mediación tecnológica –de una batalla que se da entre la lengua y el instrumento, diría el crítico Omar Khouri (Leonora de Barros: uma produtora de linguagem, 43) –, se construye con la idea de una corporalidad engullida, tragada, absorbida, que pareciera así quitar el habla, robarla. Contacto que empieza, como sugiere el mismo Nuernberger, como escena erótica (la primera foto es de unos labios pintados que se abren al espectador en forma de beso) y termina entonces como violencia devoradora, como acto antropofágico, en este caso revertido: no es el cuerpo el que come, sino es el instrumento mismo, el cual ocupa por cierto la mirada del observador en la primera imagen. La boca abierta mostrando la lengua, adquiere entonces una significación doble: es tanto el ejercicio de dar un beso lascivo y abierto, como el acto de tragar algo concreto. Entrega y al mismo tiempo disolución: amor y alquimia del proceso creador.

Por último, y ya para cerrar, no vemos aquí un uso de la máquina desde la escritura, tal como presenciamos en Cadenas o Mattoso, sino una representación del medio mismo a nivel visual. La escritura alfabética, por otro lado, es llevada a su mínima expresión con la palabra del título que se ve junto con el recuadro final de forma pequeña, colateral. La utopía de una república donde se pudieran pintar las palabras, como ansiaba Simón Rodríguez, queda subsumida en la imagen fotográfica que a su vez se traga el origen, el arkhé, de lo que cierta tradición de la escritura considera las fuentes del idioma. Pero al final, y como sale en la última imagen, se da el poema, proceso de deglución y transformación de la palabra realizado por el famoso invento patentado por Scholes, cuna y engendro de la obra inespecífica.

Cuando el dibujo deviene en letra. Reseña de Un árbol en el medio del mar, de Pablo Duca

Por: Rosana Koch

Imagen: Isla perdida, de Val R. 

Un árbol en medio del mar (2019) es el poemario más reciente de Pablo Duca, escritor, actor, dramaturgo y conductor radial. Rosana Koch nos propone una lectura que aborda la trayectoria de sentidos que dispara el título de la obra y que pone el acento en la voz poética que emerge de ella: una que invita a revivir la cercanía íntima de aquello que se nombra.


Pablo Duca
Un árbol en el medio del mar
Buenos Aires, Baldíos en la Lengua, 2019.

 

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Pablo Duca (1969) vive en Bahía Blanca, es escritor, actor, dramaturgo y conductor radial. Ha publicado su primer libro de poesía, Puentes (2015), la antología de cuentos Arde Dios esta noche (2017) y su primera novela, Crónicas del Miravalles (2018). Un árbol en medio del mar (2019) es su última publicación. Su título dispara una trayectoria de sentidos: por un lado, la imagen del árbol que hunde sus raíces en la tierra para aferrarse a ella se reserva la misión terrena de arraigar vida y memoria; por otro, la imagen del mar evoca cierta plasticidad, imágenes que se tornan fluir, movimiento y deriva. En esa tensión entre dos zonas que cohabitan en diferentes direcciones surge este poemario compuesto por cuarenta y siete textos breves.

El libro se divide en siete segmentos. El primer poema de cada uno evidencia una variación tipográfica que parece marcar otro tiempo, otro momento de la enunciación, como si se acercara un zoom para hacernos detener la mirada en esas escenas de escritura que operan como marco a lo largo de todo el poemario: el trazo de un dibujo, modulación expresiva del devenir temporal. Así, en el segmento II: “Una gota de tinta/ que sola y sin mediar sesgo/ dibuja tu contorno”, en el III: “Debajo de una de las copas de vino/ y a tu lado/ hay dibujada una carta. / Dice que sueño que no hay un mar/ entre nosotros”. Variaciones de un mismo trazado que se materializa en el papel a través de “una gota de tinta”, “témpera líquida”, “tinta china” o “el garabato de un niño”, pero que, en todas sus entonaciones, representa lo que Roland Barthes ha denominado “scripción”, ese gesto en que la mano toma una herramienta, avanza y traza sobre una superficie; es precisamente en ese movimiento cuyo recorrido progresa que deviene la letra, la palabra, es decir, la escritura, territorio en que cada poema afirma su presencia. Un dibujo que cobra la forma de relato –de desamor, quizás– para acortar distancias: “Las distancias se anulan/ con la goma de borrar/ y te abrazo”, para desdibujar límites: “El dibujo final tacha kilómetros/ y nos pone cara a cara” o para orientar las palabras en pos del encuentro: “La fe se dibuja como el garabato de un niño, / rulos y circunferencias/ que unen dos cuerpos distantes”. Toda la constelación de poemas, con un lenguaje coloquial y simple, avanza en oleadas que se hacen eco de la ausencia y la pérdida, el deseo y la soledad.

Como dice Terry Eagleton en Cómo leer un poema (2007): “En un mundo de percepciones huidizas y eventos consumibles instantáneamente, nada permanece lo suficiente como para dejar que se asienten esas huellas profundas de la memoria de las que depende la experiencia genuina”. Un árbol en el medio del mar va en sentido contrario, sus versos configuran un espacio poético en el que se despliega una subjetividad que, de una manera u otra, se hace presente en la contemplación, compenetrándose con su entorno natural: el humus, un hormiguero que delinea una fila india, la noche y la luna roja. En este escenario, el yo recorre experiencias cotidianas, sustraídas efectivamente de toda utilidad: el inicio de un día, una naranja recién cortada o las nubes que pasan sin hacer ruido son testimonios de la existencia y aparecen con una intensidad amplificada cuando se le unen los recuerdos de la infancia y aquellos rostros que pueblan ese imaginario. La memoria rescata un espacio familiar en el que reverbera un tono melancólico constante. La figura de la abuela, por ejemplo: “Tuvo que ser austera y eficiente/ con las pocas palabras que tenía./ Mi abuela nos decía te quiero/ con 8 huevos y 6 papas./ Únicamente era soberbia con su tortilla”. La tarea doméstica es, en este caso, “el idioma que ella hablaba” y se asocia con una actividad donde la palabra “cocinar” se reivindica casi como una artesanía.

Otros poemas articulan una mirada hacia el acontecimiento histórico-social-cultural, un ejercicio de la memoria que se asume política, pero que se vincula muy fuertemente con la memoria individual y afectiva. Allí se ven reflejados los rostros del padre y el abuelo, ambos llamados Pedro y ambos peronistas, que recuperan la imagen de Evita dibujada por el padre y que cuelga en la pared de la casa. Escenas de época resuenan en el  tocadiscos con la voz de Gardel, sobrevuelan los años sesenta y setenta en canciones como “El extraño de pelo largo” y una carta de Fidel Castro al Che Guevara en el exilio.   Por eso, en la libre composición poética, en Un árbol en el medio del mar emerge una voz que nos invita a revivir la cercanía íntima con lo que se nombra.

 

 

 

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“Todos instrumentos”: Crónica de una orquesta

Por: Fernando Pérez Villalón

Imagen: El flautista, de Remedios Varo.

Fernando Pérez Villalón –escritor, músico, académico– reconstruye su experiencia de casi diez años en la “Orquesta de poetas”, un proyecto que comenzó en 2011 y que se propone explorar las posibilidades de combinación entre música y textos a partir de dos amplios parámetros. Por un lado, el proyecto busca indagar en los vínculos entre poesía y música evitando la especialización de funciones y oficios, para así tensionar los límites de lo que significa ser músico/a o escritor/a. Por otro, en esa búsqueda, evitar dos polos extremos: el formato de la canción –para el autor, quizás el modo más obvio de musicalizar un texto poético– y el formato “ruidístico” de la poesía y el arte sonoros. A su vez, Pérez Villalón se pregunta por la dimensión política de esta práctica, en un contexto latinoamericano cada vez más convulsionado: su politicidad radicaría en habilitar un modo de producción distinto al imperante, que pone en juego lo colaborativo y lo colectivo.


Llevo ya casi diez años embarcado en un proyecto que reúne música y poesía bajo el título algo altisonante de “Orquesta de Poetas” (https://www.orquestadepoetas.cl/). Con ya cuatro discos a su haber (tres de ellos también libros), muchísimos conciertos y presentaciones y un diálogo siempre abierto con otras propuestas de la escena local o internacional, este colectivo de bordes porosos e inestables –cuyos integrantes han ido variando en el tiempo– reúne a temperamentos estilos, escuelas y estéticas diversos que van entretejiéndose en una trama que no deja de sorprendernos a los que la vamos desplegando. Se trata de un proyecto sin un plan preestablecido, sin manifiestos ni proclamas, sin más brújula que la intuición y la apertura al juego colectivo, que explora las posibilidades de la poesía en un sentido amplio, entrecruzando los recursos del audiovisual y las posibilidades de las tecnologías electrónicas recientes con el regreso a raíces arcaicas de la poesía en su vinculación con el cuerpo, la voz, el ritual.

La Orquesta de Poetas comenzó en el 2011, impulsada por el escritor y músico Federico Eisner, como una reunión de poetas y músicos interesados en explorar las relaciones entre estos dos campos. Yo llegué a ella a través del poeta Felipe Cussen, quien nos presentó en una reunión del Foro de Escritores en el Bar Rapa Nui. Más adelante se nos sumó Pablo Fante y quedó completa la primera formación del grupo. Federico y Pablo tocan, entre otros instrumentos, el bajo eléctrico y el contrabajo, respectivamente. Felipe, además de su dedicación como flautista dulce a la música antigua, tenía ya por entonces mucho interés en explorar los recursos de la música electrónica, yo mismo toco algo de piano y guitarra, como aficionado (mis objeciones respecto a los límites de mis capacidades musicales fueron descartadas tajantemente en las reuniones iniciales, en las que recuerdo haber estado entusiasmado e intimidado por partes iguales). Todos habíamos publicado por entonces, y hemos seguido haciéndolo, libros de poesía y otros géneros como cuento y ensayo. Podía decirse, entonces, que éramos músicos y escritores (pero podría decirse también que nos estábamos embarcando en una idea que pondría en crisis la noción habitual de lo que significa ser músico o escritor).

El proyecto siempre se pensó como abierto a otros colaboradores que se irían sumando (en parte por eso la idea de “orquesta”). Luego de que Felipe se retirara del grupo para dedicarse a otros proyectos, Marcela Parra se integró por un tiempo en electrónica, voz y teclados, y José Burdiles como miembro permanente en batería, percusión y voces. Solemos hablar de la “Orquesta ampliada” para referirnos a estos colaboradores que ya no son parte del grupo pero que siguen participando en él ocasionalmente, y al amplio grupo de escritores, artistas, músicos y amigos que se suman para presentaciones o proyectos específicos y que han incluido, además de a Marcela y Felipe, a Carlos Cociña, Elvira Hernández, Cristóbal Riffo, Martín Gubbins, el Coro Fonético, Pedro Villagra, Luis Bravo, Juan Ángel Italiano, y recientemente Pedro Rocha, Amora Pêra, Cid Campos, entre muchos otros.

El planteamiento inicial del proyecto era amplio y genérico: explorar las relaciones entre poesía y música, integrándolas más estrechamente que las colaboraciones hechas a partir de una división tajante del trabajo; por ejemplo, en el caso de un poeta que lee sus textos acompañado por un músico que improvisa o compone algo más o menos relacionado que funciona como base sonora. Se trata, precisamente, de evitar la especialización de funciones y oficios, de ponerlos en tensión, de hacer las dos cosas a la vez, incluso si eso puede a veces implicar un resultado menos limpio y consistente, menos eficaz. Para mí, en particular, se trata también de salirse de los límites autoimpuestos por la propia estética, gusto o personalidad. No solo porque un trabajo colectivo implica estar dispuesto a aceptar los gustos de los otros, sino porque muchas veces los textos que escribo para la Orquesta están en un registro distinto de los que escribiría como “solista”. Una parte de esta aventura tiene que ver con la desestabilización de lo propio y una exploración del trabajo en común que te lleve a zonas a las que no habrías llegado por tu cuenta.

En la misma línea, este tipo de trabajo siempre te confronta a lugares incómodos, expuestos, en los que no hay soluciones técnicas correctas sino búsquedas que pueden no llegar a nada. A mí en particular, por mi condición de aficionado, me interesa la pregunta por cómo hacer música desde el “no virtuosismo”, desde la torpeza o insuficiencia de un oficio no consolidado, desde la tensión entre intentar hacerlo bien y explorar el potencial de los errores, las notas falsas, los traspiés o la simplicidad. Como un actor no profesional, a veces el músico amateur puede hacer aparecer aspectos de la música que quedan ocultos en los despliegues técnicos impecablemente competentes. Por otra parte, aunque me siento más cómodo con el oficio de escribir, la Orquesta también ha funcionado como invitación a encontrar otros modos de aproximarse a él, que no siempre pasan por escribir lo mejor posible, sino que pueden implicar exploraciones de lo fragmentario, lo imperfecto, lo deliberadamente cursi, lo ridículo y gracioso. La poesía escrita para ser presentada en vivo, en un contexto de trabajo colectivo, exige considerar otras variables que la poesía pensada para incluirse en un libro convencional de autoría única.

En nuestras conversaciones iniciales nos propusimos también, como regla, evitar dos polos extremos: el formato de la canción (probablemente el modo más obvio de musicalización de un texto poético, que lo convierte en una melodía) y el formato puramente “ruidístico”, propio del arte o de la poesía sonoros. Más que como tabúes, estos polos operan como límites flexibles de un campo que nos propusimos explorar, y en varias ocasiones hemos integrado elementos de ambos extremos (el ruido no organizado musicalmente, la palabra cantada). Esto muchas veces nos hace aparecer como insuficientemente musicales para los músicos, y demasiado musicales para los artistas o poetas sonoros, que justamente evitan referir a los códigos reconocibles de la música compuesta.

Se trataba entonces de explorar diversas posibilidades de combinación entre música y texto a partir de esos parámetros muy amplios. Comenzamos reuniéndonos en casa de Pablo, con algunos instrumentos, a ensayar diversos ejercicios improvisados o dirigidos por turnos. Trabajamos a partir de textos propios y ajenos, y a partir de las lecturas, influencias, repertorios, estilos y audiciones heterogéneos que traía cada uno. No había una estética común predefinida aparte de las reglas del juego iniciales, y creo que eso le ha dado un eclecticismo interesante a nuestro trabajo: desde el inicio nos acostumbramos a aceptar los ejercicios propuestos por cualquiera de nosotros, bajo la forma de instrucciones amplias para improvisar, maquetas de audio, partituras musicales o gráficas. En nuestro trabajo posterior coexisten ejemplos de minimalismo concretista con textos de un barroco surrealizante y desbordado formalmente, poesía métrica como la de David Rosenmann-Taub con poesía coloquial como la de Claudio Bertoni, décimas de Violeta Parra con un soneto de Rimbaud.

Trabajamos sobre todo en castellano, pero hemos integrado también textos en francés y portugués, y para algunas lecturas hemos traducido textos al italiano, portugués e inglés. Hemos recitado también en idiomas que desconocemos, como el húngaro y danés (en una performance en Brasil en que leímos en doce idiomas distintos el poema “No meio do caminho” de Durmmond de Andrade hasta llegar al texto original en portugués). Si bien el proyecto ha ido evolucionando de un formato más improvisado y abierto hacia composiciones más establecidas, persiste en él una dosis de azar no abolida por los ensayos y preparación de las presentaciones, una dosis de imprevisibilidad que tiene que ver con las relaciones con el espacio, el público, los errores y las soluciones encontradas de improviso en la ocasión. El sonido se expande y esponja, se espectaculariza en espacios más amplios y teatrales, se condensa y recoge en espacios más íntimos, se dispersa en tocatas al aire libre. Esto, que es cierto de todo proyecto sonoro, permite alternar en la Orquesta un registro más de concierto con un registro más interactivo.

El 2011 comenzamos poco a poco a presentarnos en vivo, inicialmente en formato cuarteto (dos teclados-controladores midi, contrabajo y bajo eléctrico) y luego con el apoyo del baterista Ricardo Luna. Las primeras presentaciones estuvieron plagadas de problemas técnicos (una loopera que no obedecía, computadores congelados, samples distorsionados) y musicales (desencuentros rítmicos, niveles mal regulados de volumen), como era normal en un proyecto que nos exigía hacer lo que no sabíamos, salir de nuestras zonas familiares y exponernos al ridículo, la incomprensión, el rechazo o la indiferencia. La poesía y la música son artes hermanas, gemelas podríamos decir, que comparten una larga historia de complicidades, encuentros y cruces, pero también entran en tensión: el ruido no deja entender las palabras, los textos no dejan entregarse a la música como flujo puramente sonoro y sensorial. Una dificultad básica es la de tocar y leer o recitar al mismo tiempo, muchas veces en ritmos que se desordenan o entran en tensión. El formato más simple sería el de una voz solista que presenta el texto apoyado por la banda, pero casi siempre hemos funcionado en un formato más difícil, en el que alternamos las voces y los instrumentos, los roles y protagonismos. Los textos se leen a una o varias voces, al unísono o descoordinados, resaltados por la música o cubiertos por ella. La relación entre el sonido y el sentido nunca es simple ni equilibrada, funciona como un balancín, como una puerta giratoria cuya rotación puede trabarse, acelerarse, una zona en que el límite entre afuera y adentro es impreciso.

Nuestro primer concierto fue una presentación vocal, en un evento titulado “En la puerta del horno, música y poesía”, en el que presentamos una pieza a cinco voces sin acompañamiento compuesta especialmente para la ocasión, titulada “Pan y vino” (en alusión al poema de Hölderlin, pero también al hecho de que ese taller de arte era una antigua panadería). Siguieron presentaciones en Piso 3 (un espacio para la música improvisada), el Centro de Arquitectura Contemporánea, el Centro Cultural Gabriela Mistral (para la celebración de los veinte años de Balmaceda Arte Joven), Pumalab (una tienda de zapatillas y ropa deportiva marca Puma que alojaba un ciclo de conciertos) y la Feria Internacional del Libro de Santiago, donde se lanzó nuestro primer disco-libro. Ya para entonces el proyecto se había ido afiatando y definiendo, encontrando su lugar de equilibrio.

Grabado el 2013 en vivo en el Centro de Extensión de Balmaceda Arte Joven en Quinta Normal, Declaración de principios fue publicado el 2015 como un libro físico que contenía un DVD con el registro audiovisual de la grabación (y algunos videoclips un poco más elaborados). Ya para entonces se había integrado José Burdiles en batería. El disco, ya agotado en formato físico pero disponible para descarga gratuita, como todos nuestros trabajos, se abre con la musicalización del poema que le da título, un texto de Jorge Velásquez que se lee cuatro veces sumando una voz en cada vuelta, para luego dar paso a un tema instrumental que se eleva sobre el fondo difuso de esas voces en loop, distorsionadas como sample, girando una y otra vez.

“Declaración de principios”

 

Este tema funciona como una suerte de manifiesto involuntario, en su frase inicial: “Debemos invadir / anclar nuestro reino en su archipiélago” que, de referirse a la violencia colonial, pasa a cargarse de sentido en relación con la interpenetración mutua de campos como la música y la poesía, en un ejercicio de desposesión, reterritorialización, no desprovisto de elementos agresivos (a nivel sonoro, el choque de los timbres de un teclado saturado y la melódica, que se combinan en una melodía disonante y rítmicamente compleja, pero también el choque de la música con la ola de ruido blanco en la que se convierten las voces). En cada una de las cuatro lecturas del poema aparece un cuerpo diverso, un tono diverso, un poema diverso. Cuatro granos de la voz, cuatro versiones de un mismo texto. En el resto del disco coexisten sonidos provenientes de tradiciones tan diversas como el jazz (“Tres cuartos”), el pop bailable (“Oh my God”, “Cholitas”), los ritmos afroamericanos uruguayos o peruanos (“Todo bien”, “Derrumbes”), la poesía fonética (“Relógio”, “Vocales”) y otras corrientes que se entremezclan, como la música y el habla, sin llegar a fusionarse, conservando sus identidades separadas pero expuestas a un afuera que las enrarece. Tal vez una característica de este primer trabajo vaya por ahí: una multitud de elementos reunidos sin llegar a una síntesis, preservando la distinción de estilos y voces individuales, la tensión entre exploraciones diversas, que tal vez en creaciones posteriores se haya ido aminorando.

Siguieron a ese disco numerosos viajes y giras, muchas veces apoyados por fondos estatales de cultura: hemos estado en Buenos Aires, Montevideo, Bogotá, Oaxaca, Madrid, Venecia, Ilhéus, São Paulo, Rio de Janeiro, en festivales de literatura y ferias del libro, tocando para públicos que oscilan entre el desconcierto y el entusiasmo. Los problemas técnicos han ido disminuyendo y, a fuerza de ensayos, también nuestra propia torpeza. Persiste, eso sí, yo diría, algo de incomodidad ante un formato híbrido, que nos niega algunas de las seducciones de la música (tal vez la principal: la melodía, la voz cantada, esa prolongación del habla hacia una zona más intensa, precisa y afectivamente cargada de la experiencia sensible) y saca a la poesía de la intimidad de la lectura silenciosa (o en voz alta pero contenida, limpia, atada al cuerpo presente del autor) para llevarla hacia zonas en las que puede volverse más intensa, pero también, inevitablemente, impura (adquiere voces, cuerpos, rostros, gestos específicos en vez de ser una forma encarnada en el blanco sobre negro de la página o en la voz del autor que la presenta intentando volverse invisible).

Siguiendo la intuición inicial del primer disco, en el que incluimos videos tocando en vivo como una manera de remitir a los aspectos performáticos del trabajo en vez de a su sonido como un hecho musical puro, hemos continuado trabajando una vertiente audiovisual que complementa muchas presentaciones en vivo y que en muchos casos completa la versión acústica. Hay varios registros de presentaciones, pero también exploraciones cercanas al trabajo con los textos a nivel gráfico y tipográfico propio de la tradición de la poesía concreta, así como un trabajo de proyección de video en vivo en colaboración con el artista Cristóbal Riffo, quien mezcla archivos visuales con intervenciones análogas en tinta sobre papel.

“Repetimos” (video de Pablo Fante)

“Cacería celeste austral” (registro documental de la lectura de la autora con registros del proceso de grabación e intervenciones visuales en vivo de Cristóbal Riffo)

El 2017, se le sumó a este primer disco-libro un eco curioso, un disco de remixes y versiones titulado Dclrcn_d_prncps, para el que invitamos a varios amigos, colaboradores y en el que nosotros mismos propusimos algunas variaciones sobre el primer trabajo. Este disco, descargable aquí, se hace cargo no solo de la dimensión colaborativa y abierta del proyecto, sino de la noción de que las versiones grabadas no son ni definitivas ni las únicas posibles. Algunos temas aparecen en este disco más desnudos, despojados de toda su parafernalia, como “Cholitas catfight” en una versión para voz y metalófono de Marcela Parra, o “Derrumbes” en el dúo vocal de Karla Schüller y Carla Gaete, del coro fonético, o la versión de “Oh My God” de Felipe Cussen (que elimina las voces e instrumentos de la grabación original para trabajar sólo con una base electrónica armada con samples vocales), mientras que otros se complican y complejizan, como “Todo bien” que en manos de Esteban Grille adquiere un riff de guitarra que lo acerca al campo de la canción, “Vocales” transformado por mí de una pieza de improvisación fonética a capela en una atmósfera enrarecida por la distorsión, sampleo y loopeo de las voces a través de un software de edición, mientras que las versiones de Richard Moon, Daniel Jeffs, Damas Chinas y Guillermo Eisner exploran una estética DJ que potencia la base rítmica de los temas originales y David bustos acerca “A veces cubierto por las aguas” a la onda del rock progresivo o psicodélico, con una atmósfera marcada por teclados saturados, ecos y delays vocales junto a efectos que enrarecen los sonidos de agua de la versión original.

El 2019 fue un año cargado, con la aparición de El roce de las voces, un disco casi por completo vocal grabado con los poetas uruguayos Luis Bravo y Juan Ángel Italiano, y Todos instrumentos, nuestro segundo disco de composiciones en las que se entremezcla lo vocal con lo instrumental. En este último se decantan algunas cosas y aparecen otras nuevas: continuamos con el juego de lectura de textos a varias voces y timbres que se alternan, superponen o conversan, también con la búsqueda de composiciones de estilos diversos que respondan de algún modo al tono, los ritmos, la estética o las imágenes del poema. Aparece por primera vez un asomo de canción (en el estribillo de “1987”, poema de Claudio Bertoni) y se consolida un sonido anclado en la tradición del rock, sin excluir otros estilos. Todos instrumentos es un disco de estudio, de muchas horas de grabación, edición y mezcla, en el que todos los temas tienen interpretación vocal y arreglos instrumentales. Por último, en este disco nueve de los once temas parten de textos de otros autores (incluyendo a Nicanor y Violeta Parra, Claudio Bertoni, Ludwig Zeller, Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva, David Rosenmann-Taub y Martín Gubbins). Esta dimensión “apropiativa” de nuestro trabajo habla tanto de una forma de leer la poesía de muchos de los poetas que nos fascinan, como de la curiosa coincidencia de varios encargos que nos han hecho en los últimos años para distintos escenarios, una tarea que asumimos con gran placer. Si en nuestro primer disco la principal voz invitada era la de Carlos Cociña, en una versión de su poema de orden aleatorio “A veces cubierto por las aguas” (http://www.poesiacero.cl/aveces.html), en este trabajo se destaca la voz de Elvira Hernández, que abre el disco participando en nuestra versión de su texto “Cacería celeste austral”. Aparece también una mayor variedad tímbrica, con la inclusión de metalófono, saxos, didgeridoo, flauta dulce, y violín. El título del disco alude a esta sobreabundancia de instrumentos, pero también a una anécdota: leyendo en voz alta su propio poema musicalizado por nosotros, Ludwig Zeller confundió una indicación musical (“Todos instrumentos”, indicando el regreso de los músicos después de una pausa) con un verso del texto, un error que dice mucho respecto a cómo se transforma la poesía en contacto con el campo del sonido. Podría haber también tal vez en este disco el peligro de una fórmula probada y decantada, de un formato de combinación de poesía y música que finalmente no cuestiona tanto ni las formas del poema convencional ni los estilos musicales reconocibles, pero sospecho que se trata solo de un momento de estabilidad pasajera en una exploración que no dejará de oscilar entre el desorden de la experimentación y equilibrios tentativos.

En ese sentido, El roce de las voces es un complemento interesante a este trabajo: se trata de un disco más juguetón, vertiginoso, inquieto. Fue grabado durante una visita a Montevideo, en noviembre del 2018, con ocasión de la invitación al Mundial Poético organizado por Martín Barea Mattos. Oscilando el acento rioplatense y el chileno, recorremos textos de Luis Bravo, Federico Eisner, Pablo Fante y míos, así como de Violeta Parra (“La muerte es un animal”), arreglados para ser leídos por entre tres y seis voces. Los registros exploran la improvisación vocal asémica, la recitación coordinada, el caos (des?)controlado y los ritmos del habla coloquial tensionados con la regularidad métrica o rítmica de algunas estructuras fijas. Al centro del disco, está una improvisación vocal colectiva titulada “sURSONATE/Ursberequetúm” propuesta por Juan Ángel Italiano a partir de textos de Kurt Schwitters, Vicente Huidobro y Juan Cunha, que puede leerse no sólo a partir de la tensión entre vanguardias europeas y latinoamericanas que este diálogo propone, sino también a partir de la tensión entre el pasado ya consagrado de ciertos experimentos canónicos (la Ursonate de Schwitters, Altazor de Huidobro) y sus relecturas actuales, que retoman su impulso renovador, ya de hace más de cien años, y lo interrogan con humor irreverente, goce y convicción profunda de que hay en él enigmas de una importancia que no hemos terminado aún de descifrar.

“La muerte es un animal”

“sURSONATE/Urseberequetúm”

La Orquesta de Poetas no puede comprenderse como un fenómeno único, aislado. Surge en un terreno ya abundantemente abonado por varios ejemplos previos de exploración de la relación entre poesía, música y performance: para dar solo tres ejemplos de entre otros posibles, el trabajo de Enrique Lihn en sus acciones poéticas de los años 80 como “Lihn & Pompier” o “Adiós a Tarzán”; Mauricio Redolés, pionero en explorar el tránsito entre poesía y música popular en discos como Bello barrio; y Cecilia Vicuña, con su trabajo de una poesía oral, vocal, visual y performática, en diálogo con las culturas indígenas y el arte contemporáneo. Es un proyecto además muy consciente de sus deudas con sus innumerables antecedentes en las variadas vanguardias y neovanguardias latinoamericanas y mundiales (particularmente el caso brasileño, del concretismo al tropicalismo y su continuidad en el presente), y con un diálogo fluido con diversas escenas experimentales de la actualidad. Lo que todas estas tentativas tienen en común es una interrogación abierta de los límites del lenguaje como medio, y de las relaciones posibles entre sus dimensiones gráficas, sonoras, performáticas y semánticas, que a menudo comienza como una exploración de lo literario y desemboca en cruces con lo que tradicionalmente se considera el exterior de la literatura.

A nivel local, me parece importante destacar la deuda del trabajo de la Orquesta con el Foro de Escritores, un taller de poesía experimental inspirado en el Writers Forum de Londres, que se reunió cada tres o cuatro semanas del 2003 al 2010, los sábados por la tarde en el Bar Rapa Nui. En sus sesiones se presentaba poesía textual en formato tradicional, pero también poesía visual, performance, poesía sonora, y todo tipo de artefactos inclasificables. A diferencia de otros protagonistas de la escena cultural, como la autodenominada generación “Novísima”, que irrumpió en ella con ínfulas desatadas de protagonismo, ruptura, irreverencia, el Foro de escritores cultivó una postura de puertas abiertas a quien se acercara, una postura que evitaba el juicio crítico (con todo lo exasperante que ello puede resultar frente a prácticas experimentales muchas veces fallidas o descaminadas), sin una clara adscripción generacional, ni demasiado interés en asesinar o consagrar a ningún padre o hermano mayor. Varios miembros del Foro de Escritores han seguido activos de manera individual en los campos de la poesía sonora y visual, como Felipe Cussen, Martín Gubbins, Gregorio Fontén, Martín Bakero, Ana María Briede, y nuestro trabajo ha dialogado intensamente con esas búsquedas paralelas.

Por otra parte, en los últimos años, quienes se interesan en la relación de poesía y música (pero también entre poesía y performance, danza, artes visuales, teatro, entre otras cosas) han encontrado una ocasión de reunión en los Festivales PM, realizados en el 2014, 2016 y 2018. El sitio web del festival (https://www.festivalpm.cl/) reúne un amplio registro de lo presentado en su contexto. Proyectos como el de González y los Asistentes, Radio Magallanes, Coro fonético, Poetas marcianos, Winter Planet, entre otros, han encontrado ahí un contexto amigable para compartir sus búsquedas ante un público abundante y entusiasta, que ha contribuido a que lo que eran búsquedas aisladas, muchas veces incomunicadas, vayan articulándose como un campo más consistente y complejo. En un dossier sobre poesía y música (https://letrasenlinea.uahurtado.cl/dossier-poesia-y-musica/) que edité yo mismo a propósito de la versión 2018 del Festival aparecieron algunas de sus paradojas: la pregunta por qué significan poesía y música en este contexto, la presencia o ausencia de prácticas tradicionales como el canto folclórico, la tensión entre propuestas más convencionales y más experimentales, la decisión de centrarse exclusivamente en la exploración de un diálogo dual (poesía + música) o abrirse hacia todo lo que este diálogo pone en juego (danza, performance, audiovisual).

El Festival ha sabido arreglárselas para funcionar como un foro abierto a diversos registros y voces, con un esfuerzo sostenido por consolidar la escena local, pero también por ampliarla, evitar consagraciones rígidas o colectivismos cerrados. Con todas las insuficiencias que se le podrían achacar, ha sido un escenario clave, un vórtice de energías en el sentido poundiano, una convergencia de fuerzas diversas que en vez de enfrentarse se combinan en un todo claramente superior a la suma de sus partes y voluntades individuales. Una crítica habitual desde el mundo literario es la de “esto ya no es poesía”, a lo que se puede contestar que no, que no lo es, y poco importa, pero lo cierto es que estas búsquedas surgen de una interrogación a fondo de qué ha sido y puede ser la poesía, de las dimensiones del lenguaje como medio en sus vertientes verbales, vocales, visuales, para retomar la eficaz fórmula del grupo Noigandres.

En un ensayo de mediados de los 80, el poeta brasileño Haroldo de Campos señaló que la poesía había entrado a una fase post-utópica, de negación del principio-esperanza de transformación del mundo que definía a las vanguardias históricas, y que seguía activo en la fase inicial del movimiento de la poesía concreta. Concuerdo en buena medida con el diagnóstico y creo que sigue siendo válido respecto al estado de diversas escenas de literatura y arte experimentales. En un contexto latinoamericano tensionado por el retorno de diversos autoritarismos, populismos, tecnocracias, por la opresión insidiosa de un capitalismo global a veces muy sutil en su gobierno de la vida cotidiana, cultural, intelectual, es preciso hacerse la pregunta por la dimensión política de estas prácticas. Si bien no se definen a partir de un horizonte de compromiso político colectivo explícito, no creo tampoco que se trate en ningún sentido de operaciones meramente estéticas. Su politicidad radica a veces en un modo de producción distinto al imperante, que pone en juego lo colaborativo y colectivo, en una economía del don y de la falta de cálculo, en un desarreglo de los sentidos que puede poner en suspenso por un momento los repartos de lo sensible anquilosados por el hábito, en un juego gratuito que invita a desautomatizar nuestras relaciones con la palabra, el cuerpo, el sonido, el espacio y el ritmo con que los recorremos.

Mientras termino de revisar estas líneas, estalla en Chile un movimiento social de cuestionamiento amplio del sistema neoliberal y de los equilibrios políticos con los que se ha gobernado Chile los últimos treinta años. Es un momento intenso de conflicto, en choque con una represión estatal dura, en el que se entrecruzan fuerzas y convicciones muy diversas. ¿Qué puede hacer, en casos como este, la poesía? Más allá de la opción (válida) por el compromiso, por la difusión o por el testimonio, me digo que debiera ser un espacio de escucha en el que resuene y se decante el concierto disonante de sonidos que se escuchan en las calles, unas antenas activas para captar y condensar las energías subterráneas que nos movilizan, una piel dispuesta al contacto con otros en que nos configuramos en común, una página de signos listos a ponerse en movimiento. Es lo que hemos intentado.

Como las olas en la playa. Reseña de Marea, de Graciela Batticuore

Por: Sandra Gasparini

ImagenFeminine Wave, de Katsushika Hokusai.

 

Marea (2019) es la primera novela de Graciela Batticuore, reconocida investigadora, docente y escritora. La autora ha publicado numerosos ensayos críticos sobre la literatura del siglo XIX argentino y, en los últimos años, varios libros de poesía. La lectura de Sandra Gasparini pone de relieve un tema que atraviesa la novela y que es central en la agenda de los estudios de género: la maternidad. Además, recupera la peculiar composición de la obra: un conjunto de escenas que, oscilantes como las olas en la playa, construyen a través del lenguaje de los sueños y la introspección el paisaje interior de Nina.


Graciela Batticuore, Marea
Editorial Caterva, 2019
141 páginas

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Graciela Batticuore ha escrito interesantes ensayos académicos que se desprenden de su exhaustivo trabajo como docente e investigadora de la literatura del siglo XIX argentino. Su interés por la vida y narrativa de figuras insoslayables como Mariquita Sánchez, Juana Manuela Gorriti o Eduarda Mansilla, entre otras, ha impulsado proyectos que concluyeron en valiosos aportes para la historiografía y las lecturas críticas de textos claves de la literatura nacional. En el último lustro publicó, también, varios libros de poesía –La noche y El fin de la noche, entre otros– y este año editó Marea, una novela de peculiar hechura que relata, a través del velado lenguaje de los sueños y de la introspección, un paisaje interior examinado en un recorrido que abarca distintas ciudades y temporalidades.

Dividido en tres partes, el conjunto de escenas que componen Marea se mueve en una oscilación, como las olas en la playa, que van dejando una resaca que recupera, rearma y avanza lentamente, siempre que puede. Narra un proceso, con foco en Nina, una transición entre una etapa que se quiere superar y un presente en el que se consolida otra forma del afecto.

Distintas temporalidades atraviesan esas como estaciones: la de la infancia de Nina, con su búsqueda de una identidad; la del presente, de cara a la niñez de la propia hija; el pasado con H., que aunque padre de la pequeña Julia, juega además el papel de hijo; el presente con M., supeditado a la sintaxis de un nomadismo que recorre calles y países desde los que llegan los mensajes por celular.

La maternidad, tema urgente de la agenda de los estudios de género, ocupa un lugar central: Nina, hija de una madre exigente y de rígida moral, es la contracara de la Nina madre del presente de la escritura, acusada de no disfrutar del “placer de la crianza” por H. Marea parece preguntarse, en ese sentido, qué elementos y vínculos constituyen una familia, cuándo se deja de serlo, cuándo cae el último telón de la simulación. La línea que divide a las buenas y malas madres, se sabe, está siempre fechada. Si no cumplen con las expectativas familiares o sociales son estigmatizadas porque, en un gesto esencializante, contradicen el presunto instinto materno propio de todas las mujeres. En esta representación está ausente la subjetividad y Nina se corre, justamente, de esta construcción: “La maternidad era para su madre un todo, el todo de la vida de una mujer, y ella lo entendió enseguida porque el sentimiento la involucraba. Por eso le llevó varias décadas encontrarse con su propio deseo de tener un hijo”.

El mundo de los viajes termina logrando un contrapunto con el de la intimidad: las charlas con M. que a veces está en Berlín, el viaje de Nina y su hija por España en el que se internan todavía más en el pasado –el de la Historia–, otro a Roma, sola, además de la travesía hacia atrás que impone la crianza de un niño para cada madre. Escribir sobre lo íntimo (eso que debería quedar en una sucesión de imágenes o recuerdos inconfesables pero se cuenta), escribir sobre los sueños perturbadores y reveladores, como se propone la protagonista, puede ser un principio de orden, un modo de reanudarse. Taparse y destaparse el cuerpo con tapados, con telas, con toallas. Afirmar su yo al tomar –literalmente– el volante tras el anuncio repentino de la muerte del padre, figura que cobra altura pero decrece sobre el final cuando Nina piensa que nunca le habló de su abuela, una mujer que crió sola a sus hijos durante la guerra. El cuerpo de la “nona” parece fragmentarse en el avance de los “ataques seniles” que concluyen por apartarla del resto de la familia. Como María Josefa, que desafía el poder de Bernarda Alba en la tragedia de García Lorca, la anciana señala con la materialidad de su cuerpo, que se muestra cuando no debe hacerlo, la pulsión transgresora que en Nina despuntará a partir de sueños y remembranzas.

En Marea Batticuore escribe sopesando cada palabra y busca la reflexión sobre el tiempo y la subjetividad en una prosa que se desprende solo levemente del lenguaje poético.

 

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Escritores que no escriben: apropiación y desplazamiento de la palabra en la escritura y en la cultura contemporáneas

Por: Leonardo Villa-Forte

Traducción: Jimena Reides

Imágenes: Leonardo Mora

 

Para Leonardo Villa-Forte, la llamada “escritura de la apropiación” –aquella que no busca innovar, sino seleccionar, organizar y editar– perturba paradigmas y propone nuevas respuestas a interrogantes de larga data: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Cuál es la relación entre la escritura y su medio? En su análisis, el autor aborda distintos materiales: desde los trabajos de Kenneth Goldsmith –Traffic, Weather, Sports y Day, hechos de transcripciones de contenidos informativos de radios y diarios para el medio libro– hasta Sessão, de Roy David Frankel, que utiliza fragmentos de los discursos de diputados brasileños durante la votación de 2016 que decidió el impeachment de Dilma Rousseff.

 


 

1. Actualmente, el texto vive su apogeo en cuanto a su movilidad. Los textos están esparcidos por todos lados y pueden ir de un lado a otro con mucha rapidez. Las multifunciones que se usan en una computadora o en un smartphone facilitan el desplazamiento, la diseminación y también el deslizamiento entre los formatos pues reúnen, en un único soporte, no solo textos, sino videos, música, fotos y otros materiales. En las pantallas interactivas, los diferentes formatos se abren uno junto al otro; incluso, se tratan juntos en un mismo programa, tal como los de edición de video, que aceptan música, imágenes y texto. Cuando un formato se desliza sobre otro se quiebra la rigidez de las fronteras. Se juntan distintos autores, materiales poéticos y no poéticos, cinematográficos y no cinematográficos, literarios y no literarios, entre otros. Y el texto está en todos lados, incluso al revisar videos o música pues incluso en estos casos hay un link, que es texto, hay un título, el nombre del autor, todos escritos, aunque esté en códigos, lo que lleva a Vilém Flusser a temer por la sustitución del abecedario por códigos alfanuméricos. Sin embargo, no nos detendremos en esta previsión que suena catastrófica para la república letrada, pero sí en la pregunta: ¿De qué forma se encuentra hoy la inserción de la práctica de la escritura en este aún reciente ecosistema multifacético, donde reina el copiar y pegar, el desplazamiento, la pérdida de un obstáculo de origen?

Roger Chartier afirma que

Así, es fundamentalmente la propia noción de “libro” a la que la textualidad electrónica cuestiona. En la cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y usos particulares. Así, el orden de los discursos se establece a partir de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el diario, la revista, el libro, el archivo, etc. Esto ya no ocurre en el mundo digital, donde todos los textos, sin importar cuáles sean, se entregan a la lectura en un mismo soporte (pantalla de la computadora) y en las mismas formas (generalmente las que decide el lector). De este modo, se crea una continuidad que ya no distingue los distintos géneros o repertorios textuales que se tornaron semejantes en su apariencia y equivalentes en sus autoridades. De ahí la inquietud de nuestro tiempo delante de la extinción de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. Su efecto no es pequeño sobre la propia definición de libro tal como lo entendemos, tanto un objeto específico, distinto de otros soportes escritos, como una obra cuya coherencia y totalidad son el resultado de una intención intelectual o estética. La técnica digital entra en pugna con este modo de identificación del libro pues lo convierte en textos móviles, maleables, abiertos, y confiere formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, bases de datos, sitios de internet, etcétera[1].

Al colocar lado a lado, en el mismo soporte y bajo la misma forma de presentación, textos de distinta naturaleza (como “carta”, “ficción”, “artículo”, “anuncio”, “lista de compras”), se debilita la distinción entre los géneros en cualquier categoría externa al texto en sí como una secuencia de letras y palabras. La diferenciación por soporte simplemente desaparece. Es muy posible que ese encuadramiento de las formas tenga relaciones de intensificación con lo que Josefina Ludmer llamó “literatura posautónoma”: dado que el texto literario pierde, en el medio digital, su apariencia específica y se torna uno más entre tantos otros en los más diversos registros, los objetos impresos artísticos y literarios reproducen esa lógica. En una computadora, desde el punto de vista de la distribución y del soporte, la obra literaria tiene el mismo estatus que una invitación a un casamiento.

Michel Foucault nos dice que la construcción de un “autor filosófico” no se da de la misma forma que un “poeta”, así como, podríamos agregar, un “científico” no se construye de la misma manera que un “novelista”. No siempre una editora que publica libros científicos publica novelas. Una revista que hace reseñas de libros de poemas no siempre hace reseñas de libros de filosofía. La tapa de un libro de teología es diferente de la tapa de un libro de historietas. Son distintas instancias que hacen circular los nombres de los autores y los legitiman. Además, parten de diferencias materiales como, por ejemplo, el tipo de tapa de un libro literario y un libro jurídico. O en la diferencia del formato impreso, el tipo de papel, de una revista de celebridades y una revista de medicina. Lo que pasa es que, en el ambiente digital, esos elementos marcadores de diferencias desaparecen. Cuando recibimos en PDF el capítulo de un libro, es decir, una parte del libro, eso nos impide ver la tapa, ver la biografía del autor; muchas veces no hay tapa. Lo mismo sucede cuando leemos un texto compartido por alguien en una red social, que nos llega solo con una referencia (la validación de quien lo copió o fotografió y compartió). Así, textos de diferente naturaleza se convierten en más indefinidos.

Gran parte de los trabajos del poeta y profesor estadounidense Kenneth Goldsmith, como las obras Traffic, Weather, Sports y Day —todas hechas de transcripciones de contenidos originalmente informativos y funcionales, de radios y diarios, para el medio libro— se insertan exactamente en ese lugar: la indistinción producida en el ambiente digital se trae al medio material. Un libro puede ser el soporte tanto de una historia ficcional como de una edición completa de un diario o incluso, el soporte para la transmisión (ahora en texto) de dos día de informes sobre el seguimiento del tránsito en Nueva York. La naturaleza del soporte y la del contenido que se encuentra en él entran en discusión. No existe un soporte específico para el audio. Puede ser el oído del receptor, puede ser el hard drive de Kenneth Goldsmith, puede ser un archivo de Word en su computadora y, si se transcribe, puede ser un libro. Informes de tránsito completos… nada más que eso. ¿Eso sería material digno de ocupar un libro entero? Goldsmith adopta la indistinción de soportes del medio digital como táctica artística. Si la computadora nivela todos los archivos de texto en formato digital, Goldsmith nivelará textos (procedentes de universos distintos) en el formato libro. Y no escribirá ninguno de ellos. La táctica es la apropiación. Un poeta que no crea. Una práctica que llevó a Goldsmith a formular la idea de uncreative writing, que podemos traducir como “escritura no creativa” o, también, resaltando su carácter de reaprovechamiento, “escritura recreativa”. En una época en que la creatividad pasó a valorizarse en todas las áreas, como en la “economía creativa”, y el término “innovación” pasó a figurar en el vocabulario de todos los campos, desde la ingeniería hasta la publicidad, lo realmente innovador y creativo seria, justamente, no crear. Sino apenas seleccionar y editar, como hace un DJ. Eso ya se convertiría, en sí, en un acto artístico.

En el caso de Goldsmith no se puede decir que sean transcripciones pasivas. Luego de seleccionar el contenido sobre el que se trabajará, el poeta toma decisiones sobre la forma en que se presentará el texto, y esas decisiones afectarán la perspectiva que se tiene del trabajo. Por ejemplo, pensemos en Traffic: a pesar de su método archivístico, la obra no contiene la información que presentaría un archivo común. No sabemos cuáles son los días, qué “gran feriado de fin de semana” es ese. Es un día sin referencia dentro del calendario. Del mismo modo, un “espectáculo de realidad”, para usar un término de Reinaldo Laddaga. Y, quién sabe, una vuelta a la hiperrealidad, dado que al discurso se lo aísla de su contexto y solo tenemos acceso a ese y nada más, como un gran zoom hecho por determinado espacio de tiempo en la oralidad de la radio. La forma en que Goldsmith trata el material de Traffic: los informes de tránsito, dividiéndolos en capítulos, o el material de Day, escogiendo dónde debe aparecer cada tipo de noticia de una edición entera del New York Times, demuestran que existe lo que podemos llamar “decisiones autorales” en juego. El autor Goldsmith es el vehículo de un procedimiento, autor-máquina, sí, pero no sin que eso incluya algún grado de interferencial autoral, en el sentido que Goldsmith presenta su material a la manera propia de Goldsmith. Otra persona podría, con el mismo material en sus manos, presentarlo, dividirlo, disponerlo de otra manera, y eso resultaría en una obra diferente. De esta forma, hay una brecha en ese gesto casi maquinal en que la subjetividad de Goldsmith actúa de manera perceptible.

Marcel Duchamp buscaba hacer arte retiniano, es decir, arte que no tuviera como función agradar a los ojos o, incluso, arte que no tuviese como objetivo principal los ojos, la retina. Arte que no fuese, en sí, la imagen que presenta. Duchamp basaba sus elecciones en las cuestiones de indiferencia y en la total ausencia de buen o mal gusto. Sobre las obras de Goldsmith, podemos decir algo similar: el autor no optó por un texto más o menos próximo a una categoría de “buen gusto” o “mal gusto”. Los criterios son otros. Con Duchamp, la obra “puede” ser mirada, vista, observada, solo que esta no trabaja con las nociones de belleza y destreza manual, como lo hace un cuadro de Van Gogh o una escultura de Rodin. De la misma manera, el arte de Goldsmith se puede leer, solo que este no trabaja con la noción de calidad literaria como trabajan Philip Roth o Raduan Nassar. Ni el arte de Duchamp se destaca por el esmero visual ni el de Goldsmith sobresale por el esmero textual: ninguno los dos tiene su fin en el placer estético del ojo o de la legibilidad. Duchamp dice: “Traté constantemente de encontrar alguna cosa que no evocara lo que ya sucedió antes”[2]. Para Duchamp, hacer arte era luchar con su pasado inmediato; en este caso, un pasado compuesto por el arte retiniano de los postimpresionistas y cubistas. De acuerdo con Marjorie Perloff, “como no quería (o no podía) emular las técnicas de pintura de Picasso o Matisse, Braque o Gris, decidió, en un momento crítico, ‘hacer alguna otra cosa’”[3]. Esa parece ser una premisa de la escritura de apropiación: hacer alguna otra cosa, escribir de otra manera. Escribir sin escribir.  Y, en el caso de las obras de Goldsmith —como de otros autores como Craig Dworkin, Vanessa Place y Carlos Soto-Román— hacer “literatura conceptual”, una literatura donde la idea sea más importante que el intento de involucrar al lector en la lectura del texto. Una escritura que busca más pensadores que lectores.

2. Para el crítico y curador francés Nicolas Bourriaud, desde la década de 1990, “una cantidad cada vez mayor de artistas viene interpretando, reproduciendo, volviendo a exponer o utilizando productos culturales disponibles u obras realizadas por terceros”[4]. Bourriaud denomina a dichas actividades prácticas de “postproducción”. Para él, en la actualidad el artista no transforma un elemento en bruto (como el mármol, un lienzo en blanco o arcilla), sino que utiliza un dato, sea este un producto industrializado, un video o incluso un animal. Para Bourriaud:

Las nociones de originalidad (estar en el origen de…) y también de creación (hacer a partir de la nada) se esfumaron en ese nuevo paisaje cultural, marcado por las figuras gemelas del DJ y del programador, cuyas tareas consisten en seleccionar objetos culturales e insertarlos en contextos definidos[5].

Aquí, el sampler se convierte en una figura central. Samplear consiste básicamente en retirar o copiar fragmentos de una o varias fuentes y transferirlos, reposicionándolos en un determinado contexto diferente a aquel de donde se retiraron los fragmentos. Es decir, se asemeja a un reaprovechamiento, un segundo uso dado a cierto material. En literatura, el sample se aproxima a lo que concebimos como una cita. Citar es resaltar un fragmento, ponerlo delante de su conjunto anterior, destacarlo y traerlo a una nueva situación. Citare, en latín, significa poner en movimiento, hacer pasar del reposo a la acción. Cuando citamos, activamos palabras que antes dormían. Pero hay una diferencia crucial entre la cita y gestos más radicales de apropiación: la cita tradicional se hace cuando el contenido copiado se relaciona con un crédito, con la referencia a la fuente: en gestos de apropiación, la aclaración en cuanto al origen puede estar o no. Es decir, el gesto de apropiación varía; en algunos formatos, la fuente puede permanecer oculta. Pero las diferencias no terminan ahí: en general, cuando hablamos de citas hablamos de ese fragmento previamente escrito que se reproduce con el fin de ilustrar una idea, reforzar una posición; aumentar el volumen de sentido de cierta afirmación, además de conferirle autoridad. No hablamos de ese tipo de cita cuando hablamos, por ejemplo, del bricolaje, del mash-up como “montaje de fragmentos”. En estos casos, la cita no es un aumento de sentido a un texto anterior del autor original, justamente porque no existe un anterior que no sea en sí ya una cita o fragmento de otro texto. La cita no viene a ilustrar una idea. Esta es el texto; es la idea. El fragmento se reproduce para ser una de las partes integrantes del trabajo, en el mismo nivel que otros extractos. No se utiliza para aclararlos o reforzarlos.

Pasamos de la “lógica del sentido” —algo que nos ayude en la comprensión— a la “lógica del uso”, donde no hay diferencia de jerarquía o intención entre un fragmento apropiado y otros también apropiados o no. El extracto copiado es un dato, una fuente que se utilizará como ready-made. Está allí no para confirmar o reforzar algo previo, sino como obra en sí. Naturalmente, la forma en que Kenneth Goldmish utiliza la apropiación, instaurando el concepto por encima de una atracción a la lectura, no es la única forma en que los escritores están componiendo obras excepcional y completamente de textos que no son de ellos. El reciente Ensaio sobre os mestres, del profesor y escritor portugués Pedro Eiras, está formado por más de cuatrocientas páginas de pensamiento, ficción, poesía y teoría literaria, compuestas por medio de colajes de fragmentos de varios autores, sin que el mismo Pedro Eiras agregue nada, absolutamente nada “de su puño”. Cada capítulo del libro gira en torno a un tema, como “El Maestro”, “El Discípulo” y “Clases y Conversaciones”. El siguiente extracto se tomó del capítulo “La Muerte”:

En todo caso, fue una de las angustias de mi vida —de las angustias reales en medio de tantas que han sido ficticias— que Caeiro murió sin que yo estuviera allí. Esto es estúpido pero es humano, y es así. Yo estaba en Inglaterra. Ni Ricardo Reis estaba en Lisboa; había regresado a Brasil. Estaba Fernando Pessoa, pero era como si no estuviera. (Fernando Pessoa / Álvaro de Campos 1931: 46)

Nadie lloró su muerte; nadie estaba a su lado, además de la figura vulgar del comisario del barrio y del médico municipal indiferente. (Nikolai Gógol 1834: 123)

“¿Por qué no fuiste al funeral?” “Cuando una persona está muerta, está muerta”. “Deberías haber ido”. “¿Vendrás al mío?” Pensé por un momento y respondí: “No”. (Elena Ferrante 1992: 145) [6].

 

Ahí vemos fragmentos de Fernando Pessoa, Gógol y Elena Ferrante. Ninguno de los pasajes es original y textualmente de Pedro Eiras. Él actúa como una especie de organizador del discurso, un gerenciador de información textual. Y de manera distinta a la estética del choque y de la incongruencia practicada por las vanguardias del inicio del siglo XX, y también de forma diferente a la literatura conceptual, ya que en su obra Eiras busca —y alcanza— una conexión orgánica entre los pasajes que incluso podrían pasar por un texto escrito originalmente por un individuo. El libro de Eiras pide lectores. En el conjunto de fragmentos citados percibimos una narrativa bien establecida: el narrador en primera persona, en el extracto originalmente de Pessoa, está inquieto por no haber asistido a un funeral, entonces tenemos una idea de cómo fue ese funeral con el fragmento de Gógol, y en el tercero, originalmente de Ferrante, hubo un cambio psicológico en el narrador: durante una conversación sincera, se da cuenta de que no necesitaba estar inquieto de esa forma pues, en el fondo, pensándolo bien, hay algunos funerales a los que realmente no iría, como el de su interlocutor.

Con Ensaio sobre os mestres y otras obras, como Endtroducing, de DJ Shadow (en la música), The clock, de Christian Marclay (en el videoarte), y otras en el área textual, como Tree of Codes, de Jonathan Safran Foer, y Nets, de Jen Bervin, es posible notar que en los últimos años el acto de desplazamiento se expandió de la aplicación en objetos cotidianos, como solía ser más común en las vanguardias, a la aplicación en objetos de la cultura: libros, música, películas, etc. Asimismo, el gesto actualmente dirigido al patrimonio cultural no se realiza con la intención de desvalorizar el arte y cuestionar su existencia, sino para utilizarlo en obras nuevas. Esto demuestra, según Bourriaud, “una voluntad de inscribir la obra de arte en una red de signos y significaciones, en lugar de considerarla como forma autónoma u original”[7]. Hoy, la obra se propone, no como antiarte o antiliteratura, sino como un punto donde se cruzan los que forman parte de una gran pantalla (que podrá más o menos aclararse —solo sugerirse— para el lector).

Para el escritor argentino César Aira, “al compartir el procedimientos, todas las artes se comunican entre sí: se comunican por su origen o por su generación. Y al remontarse a las raíces, el juego comienza de nuevo”[8]. El juego que se reinicia es el juego de la identidad del autor, de la naturaleza de la escritura y de la especificidad de los contenidos. El juego se reinicia con las preguntas: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Qué diferencia a un poema de los comentarios en la web? ¿Es solo la forma? La escritura de apropiación lleva a reiniciar el juego. Y perturba paradigmas.

Aunque no sea un ejemplo del objeto compuesto enteramente de apropiaciones, diferenciándose así de otras obras mencionadas, debemos recordar el caso de El aleph engordado. En 2009, el escritor argentino Pablo Katchadjian agregó 5600 palabras al cuento “El aleph” de Jorge Luis Borges y publicó el resultado original con su propia editorial, la Imprenta Argentina de Poesía, con una tirada baja, de alrededor de entre doscientos y trescientos ejemplares, de los cuales dio algunos a sus amigos y otros los vendió de manera informal por un costo bajo. Dos años después, la viuda y heredera de Borges, Maria Kodama, demandó a Katchadjian por plagio y violación de derechos. El caso se extendió durante seis años, con pequeñas victorias de los dos lados, hasta que Katchadjian fue finalmente absuelto.  Si la sentencia judicial hubiese sido desfavorable para Katchadjian, veríamos la apertura de un precedente peligroso para la experimentación literaria y artística en Argentina. Pero el proceso funcionó, para la parte demandante, algunos años después, como un fantasma que sobrevuela en el aire, amenazador. El año en que Kodama comenzó la demanda contra Katchadjian, otro texto de Borges estaba listo para llegar a las librerías. Era la novela El hacedor remake, del español Agustín Fernández Mallo. La editorial Alfaguara publicó el libro y este estaba listo para ser distribuido cuando, a último momento, los editores prefirieron retener los ejemplares en su stock por miedo a sufrir una demanda por parte de la titular de los derechos de Borges, como ocurrió con Katchadjian. Es una triste ironía que tales casos hayan involucrado justamente a la literatura de Borges, el autor que fundó todo un conjunto de textos maravillosos que exploran referencias inventadas, reseñas de libros inexistentes, copias que se reescribieron, imitaciones y la figura del lector-autor (lo que llevó al escritor argentino Alan Pauls a decir que hay “una vocación parasitaria que prevalece en las mejores ficciones de Borges”[9]).

Está claro que, desde siempre, los escritores han citado a otros escritores en sus obras, robado frases y versos o creado otras formas de diálogo y generado intertextualidades. La lectura es la donación de sentido por parte del lector desde siempre. La literatura es un objeto inacabado que pide la actualización del lector. No existe una lectura que no resignifique el texto leído. Lo que sucede es que, con la tecnología, la virtualidad y la digitalización contemporáneas, el texto —y su cantidad, que aumenta exponencialmente— se torna cada vez más maleable, cada vez más desplazable, editable, transmisible, más disponible para la imprevisibilidad de la recepción. Y, como dice Lev Manovich:

Cuando trabajamos con un software y empleamos las operaciones incluidas en este, estas se convierten en una parte integrante del modo en que nos comprendemos a nosotros mismos, los otros y el mundo. Las estrategias de trabajo con datos informáticos se tornan estrategias cognitivas de carácter general[10].

Esa recepción, al apropiarse del texto y producir uno nuevo por medio del anterior, sea en un entorno digital o impreso, modifica la noción de autoría. De esa forma, que las prácticas de apropiación operan como diferencia es justamente el cambio de la lectura como autoría “implícita” a una autoría “explícita”.

En la década de 1960, Roland Barthes cuestionó dos fundamentos de una idea de autoría. Primero, el de que el autor sería un origen de aquello que se proyecta por medio de sus libros. Segundo, el de que el autor y su vida serían fuentes para interpretar tales escritos. Barthes reformula las dos cuestiones; al fin de cuentas, para él, el texto sería un “tejido de citas”. ¿De dónde viene la llamada “voz” o incluso el “estilo” de un autor sino de todo aquello que el autor ya leyó, escuchó, vio, vivió? Cuando el autor escribe, ¿no está utilizando todo ese bagaje y esa experiencia, que no son solo de él? ¿Cómo pensarlo, entonces, como un origen? ¿Por su mano no pasan palabras, frases, ideas y expresiones que tomó de otros? Sí, es obvio, y por eso el autor no es un origen del texto que él transmite ni una biografía del autor puede explicar su texto. Así, vemos en Barthes un pensamiento sobre la apropiación y la autoría. Sin embargo, la diferencia del “tejido de citas” del cual habla para las prácticas de apropiación de las que hablamos aquí es que estas son una especie de radicalización en el siguiente sentido: el tejido de citas se torna consciente, manifiesto, declarado y entusiasmado; el texto se torna, en la práctica y materialmente, ready-made. No se trata de un tejido de citas hechas por defecto o inconscientemente por el autor o algo que simplemente ocurre porque no podría ser de otra manera. Por el contrario, se trata de una táctica muy bien definida y tramada, un gesto consciente de sí, un ataque material, que copia y pega, y que puede ni siquiera tratarse de un tejido, sino de un desplazamiento del objeto entero, sin un collaje de fragmentos. De esta forma, entre el pensamiento de Barthes y las prácticas de apropiación contemporáneas hay un diálogo establecido por una continuidad a través de una diferencia.

Villaforte (1.2)

   

3. En el libro de poemas más reciente de la brasileña Angélica Freitas, Um útero é do tamanho de um punho, hay una sección titulada “3 poemas hechos con ayuda de Google”. Angélica propone expresiones en Google, como “la mujer va”, “la mujer quiere” y “la mujer piensa” —títulos de los poemas—, y entonces se encuentra con un manantial de resultados indexados por Google. La poeta se limita a navegar por esos resultados, tomar lo que le interesa y luego reorganizar su selección, editarla en forma de versos. No se trata de dadaísmo, a pesar de la semejanza gestual. No se trata de eso porque existe una decidida y fuerte intervención autoral que, incluso abriéndose al azar, controla buena parte del resultado final del poema, aunque Angélica Freitas no haya escrito los versos que se tornan de uno. Lo mismo sucede en Ensaio sobre os mestres, de Pedro Eiras. Una lógica curatorial, que también está presente en el proyecto de “literatura remix” que mantuve entre 2010 y 2013 en el blog MixLit en la plataforma WordPress. Todos estos manifiestan lo que podemos llamar autor-curador. El tejido de citas no es resultado de una previsibilidad; el hecho de que necesariamente escribimos con lo que es nuestro y de los otros. Aquí, el tejido de citas es fruto de una actitud deliberada, consciente de los actos de selección y edición, y con etapas de prueba y verificación.

Esta actitud apropiacionista se expresa también en el libro Tree of Codes, del escritor Jonathan Safran Foer, y en el libro Nets, de la poeta y artista Jen Bervin. El primero, publicado en 2010, es una narrativa que nace de un texto original de 1934, Street of Crocodiles, colección de cuentos interconectados de Bruno Schulz. En las páginas del libro, con un orden editorial impresionante, se imprimen los extractos de Schulz que Safran Foer seleccionó para que permanezcan en su narrativa, y en el lugar de los que Safran Foer optó por retirar hay agujeros, recortes que dejan un espacio vacío. El trabajo de Jen Bervin, en Nets, parte de una lógica similar. Ella usa sonetos de Shakespeare, solo que, en lugar de elegir fragmentos que se imprimirán en el libro y otros que, excluidos, dejarán un vacío, Bervin crea un juego de tonalidades. El texto íntegro de los sonetos de Shakespeare está impreso, pero algunas palabras del texto —las elegidas, que forman el nuevo poema de Bervin— están impresas en negro, mientras que las otras aparecen en gris. Las palabras del poema de Bervin se destacan, obviamente, y el aspecto general recuerda a algo relacionado con la topología, con palabras más “altas” que otras. Figura y fondo. Figura: la lectura de Bervin. Fondo: el original de Shakespeare.

Tanto Bervin como Safran Foer no solo leen e interpretan lo que leyeron, sino que modifican lo que leyeron de forma visible y física. Sus procesos hacen que la lectura deje de ser algo que se hace solamente con los ojos para que se convierta en una lectura con las manos. Las diferencias entre las fuentes —Shakespeare y Bruno Schulz— resultan en juegos distintos con la cuestión de la autoría, naturalmente, pero la diferencia entre los procesos en sí queda clara: mientras que Bervin posproduce el gesto de la selección y deja que el texto original conviva con su nueva lectura, Safran Foer recorta y deja agujeros. Son señales de una lectura táctil. Desde el punto de vista de la producción, ambos encaran el texto en su encarnación original con el deseo de doblarlo y desdoblarlo hasta que de allí se pueda arrancar otra poesía o narrativa de los textos que les ofrecieron terminados. Son hackers del texto original. Invasores de discursos. Lectores-autores que expresan un espíritu del tiempo denominado por Marjorie Perfloff de genio no-original. Ya no importa inventar algo o ser el origen, sino insertarse en una onda preexistente. “’Llegar en lugar de ser el origen de un esfuerzo”[11], como dice Gilles Deleuze.

Mientras Safran Foer, Jen Bervin y Kenneth Goldsmith trabajan con fuentes únicas, sin mezclar materias textuales, Delírio de damasco, “3 poemas hechos con la ayuda de Google” y la serie MixLit están compuestos por la aglutinación de palabras tomadas. Una obra textual que incluye diversas fuentes torna sus márgenes porosos, pues apunta hacia afuera. E incluso abre la posibilidad de que otras fuentes encajen dentro de ella. Así, se convierte en maleable, como si fuese en la práctica una obra eternamente inacabada. Podría continuar sirviéndose de fuentes nuevas, editándolas, arrojándolas dentro de sí. Con respecto a la ficción de Rubem Fonseca, repleta de citas, Vera Follain de Figueiredo dice que “el juego constante de remisiones a otros textos diluirá los márgenes que delimitarían su interioridad”[12]. Lo mismo se aplica al mash-up o bricolaje. Sin embargo, no es cierto que podamos llamar lo que sucede en esos tipos de obra “remisiones a otros textos”. Lo que parece más probable es que esas obras “presenten otros textos”, ya que no solo remiten a ellas. Ellas apuntan a otros textos externos pero, además, son los mismos otros textos.

Las obras contemporáneas responden a una situación propia de los días de hoy, que es el alcance avasallador de la realidad, que nos alcanza donde quiera que estemos, a través de los smartphones, de la radio o del pequeño televisor que nos acosa aún en el ómnibus o los ascensores, prácticamente prohibiéndonos que olvidemos el día de día de los famosos, nuestra suerte astrológica o la cotización de la bolsa. Si el exceso de estímulos termina agotándonos, causando así la negativa, la insensibilidad, una total indisponibilidad para el espanto —hasta entonces el fundamento de la poesía—, el escritor, el poeta, el artista recorren los propios estímulos que los agotan para dejarlos hablar por sí mismos, o por medio de rearreglos, reflejando la banalidad y el tedio, como hacen las obras de Kenneth Goldmisth. Por eso, el término “poesía del posespanto”[13], como dice Alberto Pucheu, caracteriza la poesía de A morte de Tony Bennet, del poeta Leonardo Gandolfi, una poesía en que no hay momentos de intenso voltaje emocional, asumida como poesía de “batería baja” por el autor, hecha de partes de letras del cantante Roberto Carlos, diálogos de películas de espionaje, entre otras tantas fuentes cuyo exceso, en nuestras vidas, nos lleva a una sensibilidad casi plana.

Parte del exceso se debe al hecho de que vivimos una incesante producción de pasado. Cada vez más archivos, cada vez más registros, cada vez más novedades sobre nuestros antepasados, novedades extraídas con las que tenemos que estar y entonces reevaluar dónde estamos, dónde estuvimos y qué hacemos a partir del momento en que ya no podemos ignorarlas. El escritor, percibiendo que el universo ficcional/poético/literario queda enterrado debajo de tanta realidad (aunque se presente, muchas veces, con aires de ficción), sin posibilidad de alcanzar y sensibilizar al lector ya insensible debido a tantas noticias, busca generar una intervención más notable en la realidad o servirse de ella para desastibilizarla (modificarla, colocarla bajo sospecha) por medio de la inserción del mirar poético y de la ficción. Si los periódicos presentan la realidad con todo un aparato que le da aires de ficción, el escritor presenta la ficción con un aparato que le dé aires de realidad; espectáculos de realidad, como dice Reinaldo Laddaga. Y eso no sucede, en este momento, como una especie de reacción triste al exceso de realidad, sino como una proposición entusiasmada por el contacto con lo real, con la posibilidad de tratar con un material que otras generaciones no pudieron tratar (posts y mensajes en redes sociales, por ejemplo, en el caso del Livro das postagens, de Carlito Azevedo). Se trata de la oportunidad de dar una nueva vida a las porciones de realidad, que ha sido asumida con aparente ánimo.

Este ánimo parece mover tanto obras que se hacen a partir de la mezcla entre “pedazos” de lo preexistente y fragmentos originales y también aquellas integralmente no escritas/no creadas por quienes las firman. El autor, principalmente de estas últimas, se convierte en un “procesador del lenguaje y sensaciones”[14], como dicen Frederico Coelho y Mauro Gaspar. Procesador: una máquina. Lenguaje: materia que produce tal o cual sensación y pensamiento, que depende de cómo se manipule. El lenguaje procesado resultante en obras menos o más consecuentes, de mayor o menor intensidad, interés y potencia. Pensemos en la obra Sessão, de Roy David Frankel. El libro parte de una transcripción de los discursos de los diputados brasileños durante la votación de 2016 para el impeachment (proceso de destitución) del gobierno de Dilma Rousseff. En el libro, los discursos se reconfiguran en versos. Las declamaciones de los votos se tornan poesía. La memoria de aquel día y de lo que vimos y escuchamos por la televisión es inmediata. Discursos pobres, vacíos, falsos, violentos, puro escarnio. Al mismo tiempo, la forma poética en versos libres que juegan también con la espacialidad de la página —al resaltar, del lado derecho de la página, toda palabra que envuelve conceptos como “nación” y “patria”— no nos prepara para el contenido allí contenido; por el contrario, camuflan, bajo la forma de poema, la materia de la cual están hechos versos. Por medio de esa operación, Sessão causa una falla en el lector, que no ve el piso. El efecto resulta del contraste brutal entre forma y contenido. Y, curiosamente, hay una carga emocional altísima en el libro, pues es imposible, para el lector brasileño, no deprimirse al dar vuelta página tras página y ver, una vez más, que se mantiene la crudeza discursiva. Es como si estuviésemos entrando en contacto con esas palabras por primera vez, al mismo tiempo que reestablecen un recuerdo amargo. Es como el recuerdo de un trauma. Sabemos lo que tenemos por delante pero, incluso con ese entendimiento, no quiere decir que estemos preparados. Sea el lector un opositor a la caída de Dilma o un entusiasta, es imposible no lamentar la baja calidad intelectual, moral y civil expresa en la oratoria de los diputados. El pasado se revive como diferencia: hay algo del recuerdo afectivo que cargamos de aquel día, pero presentado por medio de un nuevo dolor que se revela en la lectura. Los tiempos y los afectos se desdoblan. El autor no escribió nada.


REFERENCIAS

AIRA, César. A nova escritura. En: Pequeno manual de procedimentos. Curitiba: Arte e Letra, 2007.

AZEVEDO, Luciene. Tradição e apropriação: El Hacedor (de Borges), Remake de Fernández Mallo. En: AZEVEDO, Luciene; CAPAVERDE, Tatiana (orgs.). Escrita não criativa e autoria. São Paulo: e-galáxia, 2018.

BOURRIAUD, Nicolas. Pós-produção: como a arte reprograma o mundo contemporâneo. São Paulo: Martins Fontes, 2009.

CHARTIER, Roger. Os desafios da escrita. São Paulo: Unesp, 2002.

COELHO, Fred; GASPAR, Mauro. Manifesto da literatura sampler. 2005. Disponible en: <http://www.maxwell.vrac.puc-rio.br/12382/12382_5.PDF>.

DELEUZE, Gilles. Conversações. São Paulo: Editora 34, 1999.

EIRAS, Pedro. Ensaio sobre os mestres. Lisboa: Sistema Solar (Documenta), 2017.

FIGUEIREDO, Vera Follain de. Os crimes do texto: Rubem Fonseca e a ficção contemporânea. Belo Horizonte: UFMG, 2003.

GOLDSMITH, Kenneth. Uncreative Writing. Nova York: Columbia University Press, 2011.

MANOVICH, Lev. The language of new media. Cambridge, Mass.: MIT Press, 2001.

PERLOFF, Marjorie. O gênio não original. Belo Horizonte: Editora UFMG, 2013.

PUCHEU, Alberto. Do tempo de Drummond ao (nosso) de Leonardo Gandol . Da poesia, da pós-poesia e do pós-espanto. Rio de Janeiro: Azougue Editorial, 2014.

[1] Chartier, 2002, p. 109-110.

[2] Citado por Perloff , 2013, p. 268.

[3] Citado por Perloff , 2013, p. 268

[4] Bourriaud, 2009, p. 8.

[5] Bourriaud, 2009, p. 8.

[6] Eiras, 2017, p.398-399.

[7] Bourriaud, 2009, p. 12-13.

[8] Aira, 2007, p.17.

[9] Citado por Azevedo, 2018, p. 82

[10] Manovich, 2001, p. 116. Mi traducción

[11] Deleuze, 1999, p. 151.

[12] Figueiredo, 2003, p.12.

[13] Pucheu, 2014, p. 70.

[14] Coelho y Gaspar, 2005, sin numeración.

El poder del pre-juicio: «Fragmentos de una amiga desconocida» (2019), documental de Magda Hernández

Por: Leonardo Mora

Imagen: Fotograma de Fragmentos de una amiga desconocida.

 

Fragmentos de una amiga desconocida (2019) es un film documental dirigido por la cineasta colombiana Magda Hernández, basado en la vida y el caso judicial de Cristina Vázquez, condenada a prisión perpetua por presuntos cargos de un asesinato ocurrido en 2001 en Misiones, Argentina. El documental hace hincapié en las graves consecuencias que los prejuicios del sistema judicial en torno a la vida y la conducta de Cristina tuvieron en el proceso que decidió su culpabilidad.


“¿Qué pasaría si un día la policía llega a mi casa y me acusa de un crimen? ¿Qué pasaría si un día tocan a tu puerta, y te arrastra la maquinaria de un sistema incapaz de ver más allá de sus prejuicios?” interroga con preocupación la voz en off de Magda Hernández, en su documental Fragmentos de una amiga desconocida (2019). El film versa sobre la dura situación de Cristina Vázquez, una mujer condenada sin pruebas a prisión perpetua por el supuesto asesinato en 2001 de Erselida Lelia Dávalos, anciana de 79 años, en la provincia de Misiones, Argentina.

En Fragmentos de una amiga desconocida, Magda Hernández ejerce de periodista investigativa durante seis años de intensa labor, se adentra en la compleja situación de la acusada –a quien conocía desde antes del caso por haber sido compañeras laborales– y nos ofrece un trabajo audiovisual que muestra no solo las tergiversaciones alrededor del proceso y del expediente de la acusada, sino también la asesoría de la organización Pensamiento Penal para ayudar a esclarecer el caso. Asimismo, registra de manera íntima a Cristina y a su mundo: ella es retratada como una mujer de semblante triste y resignado que nos comparte breves pasajes, recuerdos y expectativas de su vida antes y durante la prisión, su manera de sobrellevar la cotidianidad con sus compañeras de encierro y, sobre todo, de mantener la cordura con la esperanza de que llegue el día en que pueda verse libre de nuevo.

La directora elabora un interesante contrapunto entre la situación de la acusada y su propia posición al respecto, implementando breves monólogos que transitan desde la estupefacción y la duda por la gravedad del caso, hasta un compromiso denodado por ayudarla, compartir su historia y amplificar su discurso en busca de justicia.  Por eso, el documental hace hincapié en que nunca será suficiente el trabajo de sacar a luz las incontables ocasiones en que los engorrosos sistemas judiciales pueden llegar a perjudicar la vida de personas acusadas sin justa causa, víctimas de procesos sin ardua investigación, indagatorias malinterpretadas, urgencia burocrática de cerrar casos, testigos mentirosos, jueces parciales, y sobre todo, de prejuicios y conjeturas que adquieren condición de objetividad, la cual a menudo es potenciada  –como ocurre en el caso de Cristina– por el uso de un lenguaje amarillista de ciertos medios de comunicación.

Actualmente se espera que la Corte Suprema de Justicia, última instancia judicial argentina, sea capaz de absolver a Cristina por el crimen en el que fue implicada, en gran medida, por especulaciones de terceros sobre su modo personal de vida. Como señaló Indiana Guereño, presidenta de la mencionada organización para el portal Infobae:

Su condena viola todos los principios que protegen la libertad, ya que juzga un estilo de vida que el tribunal imagina conocer, cuando en nuestro sistema penal solo se pueden juzgar actos. Para condenar a las personas que cometen esos actos, estos tienen que ser probados en un proceso donde se respeten las garantías constitucionales. Hasta que eso ocurra toda persona es inocente y tiene derecho a ser juzgada en un plazo razonable.

Sobra señalar que no solo se ha vulnerado irremediablemente la vida de Cristina, sino también la de su familia y sus amigos, quienes relatan en el documental la manera en que les ha afectado este infortunio que, hasta la fecha, lleva más de una década, especialmente desde que ella fue encarcelada en 2008 en el Instituto Correccional de Mujeres de la ciudad de Posadas.

Vale la pena visualizar este emotivo y sincero documental estrenado a mediados de este año en el Gaumont y ahora disponible en YouTube, de acertado ritmo narrativo y claridad en la exposición argumental, que nos recuerda de nuevo asuntos delicados como la fragilidad de la libertad humana, el pasmoso poder del pre-juicio y la sospechosa objetividad que establece el aparato judicial especialmente en sus documentos escritos. En algunos momentos ciertas escenas o la opinión de algunos entrevistados hacen pensar inevitablemente en Kafka y su disección sobre el absurdo y la impertinencia de la ley, especialmente en El proceso. El film también se vale de imágenes citadinas, de transeúntes, sus trayectos, costumbres, actividades, pasatiempos para hacer énfasis en la idea de que nadie en la masa anónima está exenta de tener una vida regulada legalmente de una u otra forma. Pero que solo algunos desafortunados individuos sufren las peores secuelas del frío e impersonal accionar de la justicia institucional cuando necesita ejercer su poder y acude a todas herramientas, hasta las más heterodoxas, para hacerlo.

 

Animales salvajes. «Cocodrilo», de Kim Ki-Duk, y «Nuestra criatura», de Daniel Villabón

Por: Juan Pablo Castro

Imagen: Fotograma de Cocodrilo

Juan Pablo Castro pone en diálogo la rareza de los universos de la obra del director coreano Kim Ki-Duk y del escritor colombiano Daniel Villabón, a partir del análisis de Cocodrilo (1996) –ópera prima de Ki-Duk– y Nuestra criatura (2017), una antología de diez relatos de Villabón. El diálogo se entabla a partir de la pregunta por la liminalidad de esos universos, puesto que el film y los relatos introducen espacios, personajes e instituciones en los que la animalidad (o lo que está a medio camino entre lo animal y lo humano) irrumpe para horadar su estabilidad y sus sentidos cristalizados.


Como habitantes de una periferia conservadora, el cine de Kim Ki-Duk nos interpela de una manera particular. Por un lado, porque los problemas de los que se ocupa –la crueldad, la pobreza, los límites de lo humano– son inextricables de nuestra vida cotidiana; por otro, porque el modo en que ha abordado esos problemas, sus condiciones de producción, comparte con nosotros un horizonte de escasez. Kim Ki-Duk destrabó el cine coreano de los años 90’ y mucho de lo que vino después, no solo en Corea del Sur, es impensable sin él. De ello dan cuenta textos diversos de creadores periféricos –Sergio Bizzio (Rabia), Samantha Schweblin (Pájaros en la boca) o Mario Bellatín (Damas chinas; Salón de belleza) – que, desde sus propias periferias, han entablado un diálogo fructuoso con este director visionario. Sin importar el que aún se encuentre en los comienzos de su carrera, lo mismo puede afirmarse del escritor colombiano Daniel Villabón, quien ya en su segundo libro, Nuestra criatura (2017), una compilación de diez relatos, da muestras de una solidez y una originalidad que señalan nuevos caminos para los artistas de su generación. Su primera novela, La soledad del dromedario (2010), ganó el Concurso Novela Breve de la Universidad Central y sus cuentos se han publicado en Vice y El Malpensante. Como ocurre con Ki-Duk, el universo de Villabón está poblado de personajes marginales, lógicas aberrantes y leves monstruosidades. Me gustaría comparar la rareza de sus universos, tal como se presentan en Cocodrilo (1996), ópera prima de Ki-Duk, y Nuestra criatura (2017), primer gran libro maduro de Villabón, interrogar los textos en función de su liminalidad, a medio camino entre lo animal y lo humano.

Un repositor de supermercado es contratado por la madre de un amigo para participar en el extraño ritual de masturbarse frente su grupo de jubiladas; una pareja de campistas es abusada por un lugareño y debe regresar a su casa en el camión que transporta las reses al matadero; un joven se enamora de una mujer que no hace popó y empieza a encontrar bolitas de excremento de conejo en los rincones de su casa. En los relatos de Daniel Villabón se imbrican dos elementos que, casi imperceptiblemente, articulan su peculiar universo. Dos órdenes se superponen: por un lado, pequeñas instituciones domésticas: matrimonios, noviazgos, círculos literarios o clubes de jubiladas; por otro, cuerpos fuertemente marcados por una animalidad violenta, en fuga constante hacia el horizonte de lo indomesticable. Se entiende por “animalidad”, en la línea abierta por Michel Foucault, ese resto de vida que se resiste a ser asimilado por lo “humano”, una zona de umbral que no consiguen sujetar los mecanismos de disciplinamiento que distribuyen y jerarquizan las categorías de lo viviente entre persona/no-persona; vida que importa/vida precaria, etc.

No se trata entonces, como podría suponerse, de cotidianidades que se deslizan a regímenes aberrantes o extraños, sino de instituciones que chocan, se mezclan o yuxtaponen con formas de animalidad: cuerpos (excrecencias y fluidos), enfermedades y deseos. En ese sentido, los cuentos de Villabón se distancian del género fantástico y la fórmula que tradicionalmente lo describe como el pasaje de un elemento extraño en un orden familiar (pienso en Rosemary Jackson). En Nuestra criatura de lo que se trata es de hacer irrumpir lo animal en lo institucional, horadándolo y resquebrajándolo. Las variaciones de ese contacto tienen, por supuesto, distintas formas de articulación y en esa diversidad radica la maestría narrativa del autor. Los giros, la elección de los puntos de vista provocan una inestabilidad que aleja a estos cuentos no solo del fantástico, sino de los protocolos de la denuncia o la confrontación dialéctica. No encontraremos protagonistas que confronten, resistan o se fuguen de un régimen asfixiante, no es el héroe contra el mundo. Tampoco es el héroe que inocula al monstruo. Más bien veremos amables parejitas domésticas en las que el cuerpo se rebela sin previo aviso y produce leves monstruosidades.

El universo de Cocodrilo, la inolvidable ópera prima de Kim Ki-Duk, se rige por normas análogas. Un grupo de marginales que sobrevive a orillas del río Namhan se gana la vida con astucias y pequeños delitos. El foco está instalado en Cocodrilo, personaje inescrutable que, gracias a su destreza como nadador, vive de recuperar las billeteras de los suicidas que saltan al río. Una noche, Cocodrilo rescata a una mujer que se ha tirado de cabeza al agua e inicia con ella una extraña relación en la que la animalidad y los códigos del matrimonio conviven en una lógica que escapa a la razón, pero que siempre es verosímil. Cocodrilo responde al instinto animal, al deseo desenfrenado y a la violencia; la mujer, por su parte, a las intricaciones del masoquismo. Debe recordarse aquí que la naturaleza del masoquismo, conforme ha sido estudiada por Gilles Deleuze, radica en el contrato y, en ese sentido, se trata de un sistema de reglas frío, una serie de normas e implementaciones concisas[1].

Evidentemente, de lo que se trata en Cocodrilo es de hacer ingresar al universo animalizado del marginal el elemento contractual, doméstico, del vínculo matrimonial, que en Kim Ki-Duk siempre porta una cuota de masoquismo. Así ocurre, por ejemplo, en Hierro 3 –seguramente su mejor película– donde la mujer, pese a haber escapado del marido que la maltrata, se para al frente de las pelotas de golf que el amante golpea buscando lastimarse. Tenemos nuevamente el cruce y, en el proceso, el despliegue del animal en lo institucional y viceversa. ¿De qué otro modo entender esa imagen, tan enigmática y hermosa, que hoy aparece en todas las portadas del filme? Cocodrilo y Hyun-jung bajo el agua del río, sentados en un sillón, como si fuera una salita pequeñoburguesa. Expulsado por la sociedad, el marginal produce un umbral de habitabilidad en el que la vida animal constituye su propia condición de posibilidad.

Villabón - Cocodrilo_

El animal recrea, entonces, en Cocodrilo un territorio de contestación, un más allá en el cual la vida afectiva es, por un instante, posible. En “Ultimátum”, uno de los cuentos de Nuestra criatura, el protagonista recibe de su novia Eulalia la advertencia de que si no se arregla los dientes en dos días ella se irá para siempre. El deseo de no perder a Eulalia lo lleva a participar en un pequeño concurso en el que gana una bicicleta. Y empieza a pedalear desenfrenadamente hasta caer de cara en el asfalto y reventarse los dientes. Se trata de un plan, advierte el narrador: “Me fui al suelo de cara, como lo había previsto”. La idea es demandar a la empresa con la que ganó el concurso por haberle dado una bicicleta defectuosa y con el dinero arreglarse los dientes. ¿Por qué no simplemente vender la bicicleta? Está claro que hay algo en el cuerpo que se rebela. El narrador quiere recuperar a su novia; su cuerpo se revienta y rechaza así la normalización que pretende imponérsele desde el noviazgo. Al final del relato el narrador lo ha perdido todo, Eulalia se ha ido y él ha perdido sus dientes. Está solo pero también se ha liberado del ultimátum. Pensamos en Kafka:

Ordené sacar mi caballo del establo. El criado no me comprendió. Fui yo mismo al establo, ensillé el caballo y monté. A lo lejos oí el sonido de una trompeta, le pregunté lo que significaba aquello. Él no sabía nada, no había oído nada. En el portón me detuvo para preguntarme:

– ¿Hacia dónde cabalga el señor?

–No lo sé –respondí–. Sólo quiero irme de aquí, solamente irme de aquí. Partir siempre, salir de aquí, solo así puedo alcanzar mi destino.

– ¿Conoce, pues, su destino? –preguntó él.

– Sí –contesté yo–. Lo he dicho ya. Salir de aquí, ese es mi destino.

Afirmación de la animalidad que lleva a la soledad y leve monstruosidad del hombre sin dientes (“Mi voz sonaba como un eco cavernoso”). La resistencia, por supuesto, no está libre de riesgos. Y vale la pena insistir en ello: no se trata de una decisión del sujeto, una fuga consciente, sino de una rebelión del cuerpo. La pareja de “La primera noche”, deseosa de transgredir las convenciones sociales, ingresa en un terreno ajeno y es sorprendida a medianoche por un lugareño. Tras ser golpeados y violados, caminan a la carretera, donde el único vehículo que consiguen es un camión que transporta las reses al matadero. Evidentemente, en este caso la cercanía del animal produce la clausura absoluta de la afectividad y el deseo.

Si en Kim Ki-Duk se produce la creación de un espacio en el que, al menos un instante, la vida es posible, en Villabón la fuga conduce a un territorio imprevisible, en el que el sujeto no coincide con su cuerpo y una leve monstruosidad asoma como la libertad en Kafka: la libertad que porta el garrote. Como si comprendiera que el animal es aún demasiado frágil para oponerse a los mecanismos de control, en Villabón es necesario dar un paso más allá, oponer, a la bestia de la normalización, el monstruo. Naturalmente, la fuga hacia ese espacio de alteridad deja huellas en el espacio de lo cotidiano y es ahí donde se encuentra el mayor aporte de estos cuentos. Nadie en la literatura colombiana reciente ha formalizado como Villabón la naturaleza monstruosa de nuestra sociedad, porque al final es en sus pliegues donde siempre ha habitado el verdadero monstruo. Sórdida, conservadora, la sociedad bogotana (que nunca se nombra en estos cuentos) es una mezcla hipócrita de reglas, rutinas y grandes monstruosidades.

[1] Véase en especial su Presentación de Sacher-Masoch, 1973, Madrid, Taurus.

UN ESCRITOR DE FRONTERAS FLUIDAS. ENTREVISTA A JOSÉ EDUARDO AGUALUSA

Por: Martina Altalef

Imagen: Fotografía para prensa (https://www.agualusa.pt/)

 

El escritor angoleño José Eduardo Agualusa visitó Buenos Aires los primeros días de octubre gracias al trabajo conjunto del Instituto Camões, la Maestría en Literaturas de América Latina y Edhasa, casa editorial que publicó las traducciones argentinas de las novelas Teoría general del olvido, El vendedor de pasados, La Reina Ginga y La sociedad de los soñadores involuntarios. El Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas de la Universidad Nacional de San Martín recibió al autor junto a Miguel Vitagliano en un conversatorio llevado a cabo en la librería El Ateneo Grand Splendid. A su vez, dentro del marco del NEAL, Martina Altalef conversó con Agualusa para explorar la figura del escritor, las concepciones de literaturas africanas y literaturas en lengua portuguesa, las relaciones entre las producciones de África y América Latina, la traducción cultural, los fantasmas en la fabricación de memorias y las fronteras como artificio.


 

Al leer tus novelas se puede percibir el trabajo de creación de una lengua propia, un tono, una sonoridad, una constelación de sentidos. ¿Hay, en el horizonte de tu proyecto, una gran “lengua portuguesa agualusiana”?

Cuando comienzo a escribir, eso no está en mi pensamiento. Hay algo que va ocurriendo, que se va formando. Cualquier escritor tiene una suma de opciones. Sin haberlo planificado, en mi obra hay personajes que transitan de un libro a otro y al mismo tiempo fui trabajando siempre con Angola. Tengo libros que se ubican en el siglo XVI o XVII, como La reina Ginga; en el XIX, como A conjura e Nação Crioula, y en los años más recientes, mis libros trabajan con el período que va desde la Independencia hasta la actualidad. No fue algo deliberado. Esa obra, esa lengua se va construyendo, va sucediendo. Considero que si un escritor tiene coherencia, acaba creando una voz propia. Si bien todo escritor parte de otro escritor, toda literatura parte de otra literatura, con el tiempo, cada escritor adquiere su propia voz.

¿Cuál es y cómo se produce la relación entre literatura y viajes en tu desarrollo como escritor?

Nuevamente, no fue algo deliberado. La situación política en Angola me obligó a salir del país, viví en varias ciudades diferentes. Y evidentemente ese recorrido acaba influyendo en la escritura. Creo que los viajes son siempre un descubrimiento. Si no hay descubrimiento, no es viaje. Y para mí ese descubrimiento es ir al encuentro de historias. Los viajes me ayudan como escritor, me renuevan, me abren ventanas.

¿Serías escritor si nunca hubieses salido de Angola?

Nunca lo sabremos. Yo creo que salir de Angola, paradójicamente, me ayudó a ver Angola. Es un país muy intenso. Ahora la situación política y social está más tranquila, pero como regla general Angola es un país muy intenso. Y cuando estoy allí la agitación es tanta que no consigo verla, me ocupo de vivirla. Entonces necesité salir para mirar Angola, para poder reflexionar. Y eso me ayudó a escribir. Además, también es cierto que yo comencé a escribir para comprender Angola, para situarme dentro del país. De alguna forma, también, para recuperar Angola, para vivir en Angola. Entonces, si nunca hubiese salido, no sé si habría ocurrido. Probablemente sería escritor, pero sería diferente, sin dudas.

¿Angola siempre va a ocupar un lugar protagónico en tu literatura?

Hasta ahora ha sido así y no veo que pueda ser diferente.

¿Qué es la União de Escritores Angolanos? ¿Qué significa para vos pertenecer a esa unión?

La União de Escritores Angolanos [UEA] fue fundada inmediatamente después de la Independencia y juntó a un grupo grande de escritores que estaban en Luanda en aquella época. Fue una época de grandes turbulencias y de gran intolerancia política también. Muchos escritores ya estaban fuera del país. No se encontraban en esa identidad política que era la UEA cuando comenzó, que era muy cercana al propio régimen. De todas maneras, la UEA fue importante porque ya en esos años publicó muchos libros, publicó buena literatura. Además de los libros de sus miembros, publicaba también literatura latinoamericana, por ejemplo, en un momento donde casi no se publicaba nada en Angola. La UEA tiene una sede, una casa, donde hay una biblioteca que ha sido importante a lo largo de todo este tiempo y donde se organizan eventos literarios, encuentros con escritores, debates. Y esos debates fueron importantes en los momentos de mayor intolerancia política. La UEA tuvo un papel importante en Angola para apoyar escritores, para divulgar los libros y la lectura. Hoy tiene un papel más desdibujado, infelizmente. Yo creo que debería seguir teniendo ese rol fuerte, pero en los últimos años no ha sido así.

¿Cómo fue la creación del proyecto editorial Língua Geral? ¿Por qué podemos formar una literatura a partir del criterio idiomático, de la lengua portuguesa como eje?

Língua Geral fue un proyecto en el que colaboré cuando surgió pero hace mucho tiempo que no participo. Cuando surgió, había muy pocos autores africanos publicados en Brasil y muy pocos autores de lengua portuguesa en general. La idea era llenar ese vacío, trabajar sobre todo con lengua portuguesa. Língua Geral cumplió ese objetivo. Dirigió la atención hacia esas literaturas que se estaban produciendo en estos países y hoy las grandes editoriales brasileñas publican autores de lengua portuguesa, a muchos de ellos. La mayor parte de los autores más importantes vivos en lengua portuguesa son publicados en Brasil. Ese es el efecto. Língua Geral generó eso. La lengua genera esa serie de libros porque solo se comprende la historia de la propia lengua cuando se la conoce en su globalidad. Si solo conocés la lengua portuguesa de Portugal, no comprendés la lengua portuguesa. Por eso es muy importante que todos los hablantes de nuestra lengua se reconozcan, conozcan y reconozcan a los otros. Ese también era el objetivo de la editorial. Creo que en el caso de Brasil hoy eso se ha conseguido, hoy hay mucho más conocimiento de estas literaturas, sin duda alguna.

Y en sintonía con eso, ¿comenzó a conocerse más literatura brasileña en Angola?

No. Incluso creo que la literatura brasileña fue más conocida en Angola en otras épocas. Era muy leída en los años cuarenta, cincuenta, sesenta, antes de la Independencia. Infelizmente, con la Independencia hubo un corte. Los libros dejaron de entrar. Entonces los angoleños que conocen literatura brasileña son aquellos que viajan a Portugal o a Brasil.

El viaje a Portugal, hacia la metrópoli, ¿continúa siendo un tópico para lxs productorxs de cultura de Angola?

Sí. Tiene mayor intensidad, incluso. Hay más agentes de cultura, más escritores que viajan. No solo hacia Portugal, sino también hacia Brasil. Para los escritores africanos, todos nosotros, Portugal es una oportunidad importante, es el mercado donde la mayoría de los escritores angoleños y mozambiqueños venden mayor cantidad de libros. Después viene Brasil y en tercer lugar está Angola. La relación con la metrópoli no ha cambiado en ese aspecto. El cambio se produce en la medida en que esos autores africanos son muy importantes en Portugal, allí se lee mucho a los autores africanos. Mia Couto es de los autores que más público tienen. También en Brasil. El cambio fue ese, en el nivel del público portugués y del público brasileño.

Recién hablabas de “nosotros, los escritores africanos”. ¿Estás pensando específicamente en quien escribe en lengua portuguesa o en general?

En general. En Brasil hace unos cinco o seis años la atención de los lectores está en los escritores africanos en general. No solo por la cantidad de libros disponibles en las librerías. También en los grandes festivales literarios comenzaron a ser los invitados más importantes. Eso es algo nuevo. En las últimas tres FLIP [Festa  Literária Internacional de Paraty] los libros más vendidos fueron de autores africanos. Impresionante. Y tiene que ver con una exigencia que viene de los lectores. Los lectores brasileños quieren conocer África, quieren volver a hacer esas conexiones. Eso es muy claro al ver los libros publicados. Claro, las grandes editoriales fueron a satisfacer esa búsqueda. Pero también aparecieron muchas editoriales jóvenes, nuevas, independientes que trabajan específicamente literaturas africanas.

En ese sentido, ¿por qué preferís hablar de literaturas africanas en plural?

Porque África es un continente inmenso, muy, muy diverso. Los países son muy diferentes entre sí. Las diferencias son mucho mayores que aquí en América Latina o que en Europa. La literatura egipcia o la marroquí tienen muy poco en común con la literatura sudafricana. O la sudafricana con la angoleña. Son países muy diferentes con literaturas muy diversas y con historias muy distintas también. Incluso al interior de cada país se da esa diversidad. Y hay muchos países con una gran tradición literaria en África. Cuando pensamos en Egipto, comienza con los faraones, hace cinco, seis mil años. Muchas veces escuchamos la idea de que África no tiene tradición escrita. ¡¿Que África no tiene tradición escrita?! ¿Y toda el África árabe?

Teniendo en cuenta esas diversidades, ¿deberíamos hablar de literaturas latinoamericanas en plural también? A través de las lecturas que hacen los personajes de tu obra se forma una idea de literatura latinoamericana bastante homogénea. ¿Cómo podríamos abandonar esa voluntad homogeneizante cuando somos lectorxs extranjerxs?

Las literaturas latinoamericanas se producen principalmente en español y portugués. Eso en términos de las producciones que salen de las fronteras y que se leen en distintos lugares, que es aquella literatura que podemos conocer. Por supuesto que se produce mucho en muchas lenguas, pero estoy hablando de lo más conocido. No quiero decir que no haya diversidad, también en Europa la hay, sin dudas. Pero los países son más parecidos entre sí. La diversidad lingüística y étnica en África es mucho mayor. Si cruzás la frontera entre Angola y Namibia es como haber cambiado de planeta. Los países no tienen nada que ver entre sí. Lamentablemente se da un proceso de dominación del español o el portugués en nuestros países y eso implica el exterminio de muchas lenguas indígenas. Por eso veo que es muy difícil salir de las ideas de homogeneidad. De todos modos, siempre es posible recuperar las lenguas indígenas. Es necesario que haya voluntad política para lograrlo. Tengo la sensación de que en América Latina no existe esa voluntad. En Angola por lo menos en un plano oficial y en un plano de las reivindicaciones sociales existe la voluntad de preservar las lenguas nacionales y de ser pacíficos. No se pone en práctica, pero existe ese espíritu. Aquí creo que ni siquiera existe el espíritu. En Brasil, una parte importante de la población considera que hablar una única lengua es algo bueno. Esa diferencia es enorme. Por otra parte, en Angola recibimos poca literatura latinoamericana. Aquellos autores que influyeron en mi obra son los más conocidos internacionalmente. Es una cuestión de desconocimiento.

En El vendedor de pasados aparece la noción de “exceso de pasados” que recorre toda tu producción. Hay un gran punto de encuentro entre muchas producciones latinoamericanas y africanas contemporáneas en la presencia de fantasmas, muchxs de ellxs nacidxs en las diversas formas de conflictos armados de los años setenta en nuestros territorios. ¿Qué tratan de decirnos esxs fantasmas?

Una de las grandes cuestiones que atraviesan a Angola y a Mozambique, países que atravesaron guerras civiles, es la discusión de qué debe ser olvidado y qué debe ser recordado. Mia Couto defiende hasta hoy que los mozambiqueños pudieron olvidar y que ese olvido fue sabio porque fue un olvido selectivo destinado a no despertar a los fantasmas, a no despertar demonios. Yo entiendo lo que él quiere decir, pero no estoy de acuerdo. Siempre sentí que es mejor discutir y volver al pasado y despertar a esos fantasmas como única forma de conseguir lidiar con el pasado. Si no, el pasado vuelve siempre. Las cosas parecen adormecidas pero retornan. En Mozambique estamos viendo eso, de vez en cuando hay despertares de los conflictos. Creo que por un lado existe ese movimiento para olvidar (en el cual no confío, creo que es un falso olvido) y por otro, no logro olvidar, ni debemos olvidar. Debemos hacer lo contrario, recordar y todos juntos lidiar con esos fantasmas. Y la literatura puede ayudar a las personas a entender eso, a aproximarse a los otros. Porque la primera cosa que hace una guerra civil es desnacionalizar al otro y luego, deshumanizarlo. Primero el enemigo no es angoleño, luego no es humano. La literatura puede operar en sentido contrario, para devolver humanidad, devolver nacionalidad. Me esfuerzo para que mi literatura haga eso. Yo fui víctima de esa lógica, todos los angoleños lo fuimos. Tratar de mirar las cosas desde otro lugar es un gran desafío. Me gustaría ver a más escritores “del otro lado” trabajando en ese sentido.

¿Cuál es ese otro lado?

La guerra civil dividió a las familias, dividió a las personas entre las que estaban del lado del territorio angoleño administrado por el Estado y los que estaban en la guerrilla, que administraba zonas que no estaban bajo el control del gobierno. Lo que yo conocía era casi únicamente el lado administrado por el gobierno. Como periodista tuve aproximaciones a la guerrilla, pero mi conocimiento es menor. Y por eso hago el esfuerzo, en mis libros, de encontrar a esas otras subjetividades, a esas otras experiencias. Y necesitamos más escritores que hagan esto. Escritores de los dos lados, en el sentido de que estuvimos sujetos a un lado o al otro.

Los personajes y las voces narradoras de tu literatura no pueden fijarse en identidades cerradas a partir de categorías étnico-raciales, de clase, de género, de nación. Pero al mismo tiempo invitan a ser leídas en esas claves para quebrar a las categorías. Por ejemplo, el narrador de La Reina Ginga no es ni negro, ni blanco, ni europeo, ni brasileño ni angoleño; es todas esas cosas y al mismo tiempo no es ninguna. ¿Eso hace de él una subjetividad excepcional? ¿O la subjetividad siempre es de “fronteras perdidas”?

La literatura debe servir para derribar muros y construir puentes. En La Reina Ginga es una situación extrema. Yo quería contar con perspectiva africana historias de la corte de la Reina Ginga, de las personas que estaban alrededor de ella, lo cual era extremadamente difícil porque a pesar de que tenemos muchos relatos sobre esa época, son todos relatos del lado colonial. Relatos que no necesariamente apoyan al lado colonial, pero estaban sujetos a él. Relatos de sacerdotes, de soldados, de militares que hablan sobre la reina Ginga. También hay cartas de la propia Reina. Pero son los únicos testimonios del interior de la corte. Entonces era muy difícil tener otra mirada. La solución que encontré fue tener un narrador que pudiera ser visto como traductor. Él es literalmente un traductor, porque trabaja como tal para la reina. Pero más que lenguas, traduce civilizaciones. Fue el libro más difícil que he escrito y demoré una vida entera en escribirlo porque tuve diversas dificultades para entrar en la narración. El tiempo de la narración, los siglos XVI y XVII, es muy remoto. Y también la búsqueda del punto de vista africano. Yo pienso que no hay fronteras, que todas las fronteras son artificiales, las construimos. En la propia naturaleza, todo es flexible. No hay fronteras absolutas, todos está constantemente en tránsito. Nuestra necesidad de fijarlas es artificial y va contra la naturaleza del mundo. “Fronteras perdidas” es una expresión angoleña que en su origen define a aquella persona que no sabe muy bien de qué raza es. Entonces surgió con un cierto tono de desprecio. Pero a mí siempre me gustó porque esa idea de fronteras fluidas, de que nada es fijo, está muy bien definida.

En La Reina Ginga hay un binarismo hombre-mujer que parece nombrar las dinámicas de la opresión o las formas del poder más que a la biología. Además, en tu literatura hay muchas mujeres poderosas y los sexos y los géneros son plurales. ¿Cómo se produce esa fluidez de fronteras en términos de género al interior de tu obra?

Por un lado, esto tiene que ver con la propia realidad angoleña. En el caso del poder de las mujeres, por ejemplo, la verdad es que tenemos una tradición de mujeres poderosas. En el caso de la marcación de géneros, en la tradición no era a la manera occidental. Cuando estudiamos los pueblos que permanecieron aislados o que volvieron a sus formas ancestrales en términos de cultura, como los pueblos del sur de Angola, se percibe que no existe esa tentativa tan violenta de marcación de sexos según la cual se es hombre o se es mujer. Ellos aceptan esa fluidez. Entonces eso que nos parece tan contemporáneo, tan nuevo, no lo es, es algo que esas sociedades arcaicas ya hacían. Y en el caso de La Reina Ginga, en el caso de la sociedad africana en la que la Reina Ginga actuaba y se movía, ya era así. Incluso hay descripciones de los sacerdotes que frecuentaron la corte de Ginga escandalizados por eso. Es decir que había una aceptación social, no había una división clara de géneros. El problema es que Angola fue en efecto colonizada desde el punto de vista espiritual. Muchas personas del ámbito urbano y los sectores que hace mucho tiempo se relacionan con la iglesia católica perdieron la memoria de ese tiempo, entonces creen que, por ejemplo, la sociedad africana no acepta la homosexualidad. Eso es completamente falso, porque para las sociedades tradicionales eso no era un asunto problemático, incluso ocurría lo contrario: los hombres homosexuales cumplían funciones mágicas, tendían a ser considerados personas con características espirituales más depuradas. Pero nuestra sociedad está hasta tal punto colonizada, que ese pensamiento es sobre todo predominante en las ciudades. Y Angola no es ni de cerca una de las sociedades más homofóbicas de África. Existen en África países tremendamente homofóbicos, que defienden la homofobia y que no perciben que eso es resultado del colonialismo y del dominio de la Iglesia Católica concretamente, y ahora de las evangélicas y protestantes. Como dice uno de los personajes de La Reina Ginga, el Diablo no existía en África y es verdad, esa idea de un ser inminentemente malo no existe en las culturas tradicionales. Toda la filosofía africana se centra en fuerzas de la naturaleza, esas entidades representan fuerzas que son al mismo tiempo malas y buenas, son duales.

En relación con las tensiones entre autoría, representación y representatividad, ¿cómo fue la experiencia de narrar desde el punto de vista de Ludo, mujer protagonista de Teoría general del olvido, una violación en primera persona?

Un escritor tiene que ser un ser plural, es parte de la naturaleza de la función escritor. Un escritor tiene que ser los otros, tiene que lograr ponerse en la piel de los otros. Y un escritor hombre se puede colocar en la piel de una mujer, una escritora mujer puede colocarse en la piel de un hombre, no es tan difícil. De nuevo, esto es porque estamos mucho más cerca, porque esa frontera es artificial. Estamos hombres, estamos mujeres, no somos hombres o mujeres. En particular, un escritor no puede serlo. No es más difícil que narrar desde la primera persona de un torturador. Para mí es más difícil ser un torturador, colocarme en esa piel, que ser alguien objeto de la tortura.

Hay una foto que te retrata con una hoja muy fina, casi transparente, colocada sobre tus ojos. Esa hoja funciona como una lente a través de la cual se forma la mirada que produce tu obra. En la lectura, esa lente puede percibirse. ¿Qué significados tiene esa hoja para vos?

Nunca pensé en eso. Yo creo que solo puedo hablar de mis libros después de que la gente los ha leído. El libro solo existe cuando es leído. En ese sentido, nunca había interpretado a esa hoja, pero me gusta la idea de la hoja como lente hacia el mundo. Intento mirar al mundo a través de la naturaleza, y a través de la naturaleza de la naturaleza.

 

Enloquecer para vivir, vivir para sentir. Reseña de «Los nísperos», de Candelaria Jaimez

Por: Eugenia Argañaraz

Imagen: Leonardo Mora

 

Eugenia Argarañaz nos invita a sumergirnos en la lectura de Los nísperos (2019), la primera novela de la escritora cordobesa Candelaria Jaimez. La narración gira en torno a Ana, una mujer que ha sufrido numerosas experiencias traumáticas a lo largo de su vida: además de crecer en un ámbito familiar cerrado y conservador y de vivir amores que se frustran con hombres que no la respetan, Ana pierde a sus padres en un accidente automovilístico y, más adelante, a su única amiga en un aborto clandestino. Por eso, la lectura de Argarañaz pone el foco en el dolor de la protagonista y se pregunta: ¿Cómo se sigue en medio del dolor? ¿Cómo articula Ana sus diversos modos de resistencia? Para Argarañaz, se trata de interrogantes que la autora despliega a lo largo de la obra y que nos acercan, como lectores, a su protagonista.


Los nísperos (Candelaria Jaimez)
Borde Perdido Editora, 2019
101 páginas.

 

El tiempo se puede congelar.

Candelaria Jaimez

Ya no puedo más, ya no puedo más.

Siempre se repite esta misma historia,

Ya no puedo más, ya no puedo más,

Estoy harto de rodar como una noria.

Vivir así es morir de amor,

Por amor tengo el alma herida […]

Melancolía.

Camilo Sesto

 

Recientemente se publicó la primera novela de la escritora cordobesa Candelaria Jaimez (Córdoba, 1973), titulada Los nísperos (2019). La autora, con delicadeza rigurosa y trabajo exquisito, ha logrado plasmar las vivencias de un clan atravesado por la tragedia, que se ensancha capítulo a capítulo en una historia personal en donde su protagonista es una mujer, Ana, que vive experiencias dolorosas e imborrables durante las etapas de la niñez, adolescencia y adultez. En los tres estadios se nos informa acerca de las relaciones que Ana tiene no solo con su familia, conservadora y arraigada a costumbres difíciles de cambiar, sino que también empezamos a conocer cómo es la vida de la joven con amigxs, compañeras de la escuela, amores que se frustran, hombres que no la respetan y, además, con una sociedad que la estigmatiza por querer romper con reglas sociales con las que no se siente cómoda ni feliz. Ana atraviesa diversos duelos: la muerte de un primer amor, la muerte de sus padres en un accidente automovilístico –accidente en el que estaban, también, ella y su hermana– y la muerte de su única amiga en un aborto clandestino. Pero no solo las pérdidas de seres queridos le causan dolor a Ana; también ha sido víctima, durante su adolescencia, de abusos, de un acoso particular del cual pudo escapar y librarse gracias a un grupo de amigas que estuvieron ahí para afrontar juntas la aberración.

 

En la vida de Ana aparecen, constantemente, imágenes del pasado, como la voz del fantasma de su madre que, minuto a minuto, en los momentos de más tensión, se hace presente auditivamente recordándole que, decida lo que decida, lo hace mal y desde la irracionalidad. Vemos así la figura de una madre que, aún muerta, sigue permaneciendo en el día a día de una hija llena de dolor y de pena porque el adoctrinamiento y lo impuesto han sido letales y se vuelve complicado arrancarlos. Esto formará un círculo vicioso porque, una vez que la voz de la madre termine de llevar a Ana al límite, continuará el camino con la otra hija, con la hermana de Ana (Clara), a quien siempre se vio como aquella incapaz de cometer “errores”, incapaz de “equivocarse”: vemos, así, que los encasillamientos, las etiquetas, los rótulos son difíciles de quitar cuando el patriarcado sigue presente cada día de nuestras vidas.

 

*

 

El personaje de Ana genera, en quienes leemos la novela, angustia y malestar. La incomodidad de la que nos hace parte se vincula justamente con eso que sentimos por aquellas que (tal vez) juegan con su fragilidad todo el tiempo, tanto que no les importa romperse porque ya otrxs las han roto antes. Aunque también Ana es una mujer fuerte que nos trasmite temor porque, al leer sus accionares, nos preocupamos por ella, por su dolor, por su tragedia, por su futuro. Queremos cuidarla de eso que acontece y, ¿por qué no?, de ella misma. A Ana podemos amarla, entenderla y también odiarla, y es ahí donde nos preguntamos: ¿Por qué la vida se empecina con ella? O al menos esa es una de las preguntas que quizás atraviesen una gran parte de esta novela experimental[1] y coral; características que remiten a un trabajo con la palabra que nos ubican en senderos donde todo tiene lugar: el amor, el dolor, los abusos, el maltrato a las mujeres, los abortos clandestinos, la familia encapsulada hasta el punto de fracturarse por completo y de allí saltar al vacío; a uno sin tope porque el quiebre parece infinito.

 

¿Hasta dónde puede llegarnos y llevarnos el dolor cuando es tan inconmensurable que no sabemos dónde metérnoslo? Pregunta retórica que solo tiene respuesta en una historia de vida. En este caso, la historia de Ana y de su hermana o, tal vez, la historia única de Ana. Personificar lo no dicho y darle entidad no es fácil en una cultura que siempre se ha caracterizado por hacer notar apariencias y conveniencias. Con este relato, Candelaria, su autora, nos introduce en una típica comunidad donde el lleve y trae es parte de la vida diaria, donde el “qué dirán” pesa fuerte y donde las atrocidades se ocultan porque es mejor acallarlas ante la mirada de aquellos encargados de juicios de valor constantes. Quienes somos del interior y quienes hemos crecido en un pueblo pequeño, sabemos que la frase “pueblo chico, infierno grande” no es netamente algo metafórico, es más bien una parte indispensable de ese todo que atormenta.

 

Muchos son los acontecimientos que marcan a Ana (niña, adolescente y luego adulta) a lo largo de su existencia. Primero la muerte de Damián, una suerte de “amigovio” del que tal vez se llegó a enamorar pero a quien no pudo decírselo porque él antes decidió arrancarse la vida. Después de esta situación suceden hechos que hacen que la memoria de Ana guarde errores ajenos, errores de otrxs que se convierten en fantasmas que la sobrevuelan cada día. Así es como nunca puede entender que el chofer de un colectivo la acose e intente abusarla sexualmente siendo una adolescente o que los ojos externos la observen despectivamente porque ella es “la rebelde”, “la hija problemática”, la que seguramente terminará sola, y acá se entiende por “sola” el rótulo de la nueva solterona del pueblo. Todo eso constituye una acumulación asfixiante que se acrecienta hasta que Ana sufre otra gran pérdida, la de sus padres.

 

“Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” dice una oración del catolicismo de la que Ana se apropia y hace poner en alerta constante a su hermana, su cuñado y hasta a su amiga, “la Brenda”, quien intenta decirle que eso del diablo es falso, puro cuento pero que ojo, hay que cuidarse, ser cauta, porque “con eso no se jode”. Lo que Brenda no ve es que Ana ya conoció al diablo y entonces, a partir de allí, no le teme a nada, no puede más y, a pesar de eso, avanza. El diablo es presentado en la novela como un todo acaparador: el abusador, la violencia que ejecuta la pareja de su amiga quien sufre y no puede salirse de un círculo vicioso, los mandatos familiares impuestos que perturban a Ana a través de la voz en off de una madre fantasmagórica, las mentiras de un amante sin escrúpulos y, sobre todo, una comunidad que señala y ubica a las mujeres en lugares de revictimización constante. En la trama se nos deja en claro que la vida de Ana fue y es distinta a la vida de su hermana. Los tonos de preferencia con que su madre se manejaba para hacérselo notar logran en ella que el silencio se le adhiera al cuerpo.

 

-Contame. Te juro que no digo nada. Con el diablo no se jode, Ana. Capaz le vendes tu alma al vicio. Hay gente que se ha vuelto loca. Lo ven aparecerse y se les chifla la cabeza.

-Quiero vengarme de un hombre.

-¿De quién?

-De uno. No te puedo contar.

-Dale, no digo nada (Jaimez, 2019: 19)

 

La protagonista de Los nísperos empieza a guardar no solo sus secretos sino los secretos de otrxs, acumula en su memoria muchas cosas y es parte de una sociedad que tiene por costumbre cuidar las apariencias y esconder las verdades. El “yo confieso que he pecado mucho” (de acuerdo a la oración religiosa) guarda un vínculo profundo con el níspero de la casa de su abuelo, ya que Ana es también depositaria de las confesiones de otrxs, de los pecados de otrxs, el árbol de níspero actúa como el lugar donde se cobijan recuerdos pero también como el espacio desde donde se resiste. Ella necesita tener su lugar para guardar no solo objetos queridos sino también secretos, esos que no puede contar ni compartir ni siquiera con su familia. Y así, al mejor estilo de su abuelo, ella también entierra en su ser verdades que no le interesa que el resto descubra. “Abajo del níspero, tu abuelo dejó cosas. Viejo loco, enterraba huesos como un perro” (2019: 54) le dice Agustín, uno de los personajes, que se encuentra encantado de conocer los enigmas de una mujer silenciosa.

 

Candelaria Jaimez, en la presentación de Los nísperos en Córdoba, relató que se escribe creando presencias, se escribe dando cuerpo a fantasmas, a bestias que fluyen entre renglones que cobran vida y entonces, desde ahí, se hace imposible desprenderse de los personajes. Su autora, además, elige para su novela un título que podemos equiparar con esa Ana resistente: los nísperos, árbol frutal, persistente al frío y que llega a sobrevivir a temperaturas por debajo de 0ºC. El níspero, a pesar de esa resistencia, no se lleva bien con el viento fuerte, las heladas o los golpes de calor excesivos, subsiste en suelos arenosos con buen drenaje pero los ideales son los suelos arcillosos, según dicen. Tantas son las características del níspero que tampoco se elude el hecho de que puede crecer hasta diez metros con hojas grandes, largas y onduladas, y llega a formar una copa redondeada. No es casual esta elección, ya que podríamos ver a Ana como aquella capaz de crear un escudo para salvaguardarse de tantas situaciones de violencia. De aquí surge este entrelazamiento con el níspero, no solo como protección sino además como confesionario de lo que muchxs jamás descubrirán de Ana. Para ella no hay mejor respaldo y cuidado que ese que le ofrece la naturaleza a través de un árbol.

 

*

 

Leer Los nísperos es como sentarse a ver una película en donde el desquicio (o mejor dicho lo que otrxs a su alrededor ven como desquicio) de su protagonista nos coloca involuntariamente como partícipes de una historia. Pero también es conocer que la vida enloquece y, en ese enloquecer, el sentir puede llegar a hacernos estallar. “Ana miraba a Pablo” era el nombre que, en primera instancia, su autora imaginó para esta novela. ¿Por qué? Tal vez porque mediante la mirada profunda se descubre cuando el vidrio está a punto de quebrarse. Enloquecer gradualmente para así sentir que ya casi se está en lo más abismal de lo abismal, y entonces así Ana miraba a Pablo (uno de sus amores que no la respeta y le es indiferente haciendo uso de la mentira) pero también Pablo miraba a Ana. ¿Cuáles son las diferencias en esas miradas? ¿Se puede mirar distinto? Evidentemente sí y la protagonista lo deja en claro de principio a fin. Se puede mirar tan fuerte hasta comprender que eso que acontece le sucede también a un colectivo de mujeres que son juzgadas, dado que siempre los adjetivos despectivos, cubiertos de estigmas, son la mejor opción para rellenar hojas en blanco.

 

La historia de Los nísperos, parafraseando a Alejandra Kamiya en su relato “La oscuridad es una intemperie”, da cuenta de que la oscuridad no es perfecta y que la luz es su defecto: “Entrar de una oscuridad a otra es como no entrar a ningún lado” argumenta Kamiya; la cita nos permite pensar en esa mujer que decidió abrir ventanas, transgredir límites y vivir aunque ya no pueda más, aunque el espacio se le expanda. “Todas las mujeres tenemos un secreto desde niñas. No importa de qué está hecho, nos constituye como nos constituye la espera y el silencio” (Kamiya, 2019: 98). Leer a Ana es leer su secreto, hacer que no le pese tanto.  Finalmente, leer a Ana en cada página es verla moverse en medio de hojas de papel al estilo álbum fotográfico con todos sus matices y sentir que, pese al dolor y a la ficción, una mujer está compartiendo su libro diario con nosotrxs: lectores y lectoras dispuestxs a seguir mirando. Leer Los nísperos resulta, entonces, indispensable para nuestro presente y para guardar en nuestras memorias los días de aquellas que ya no están.

 

 

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Candelaria Jaimez: Es Profesora en Artes Visuales, Licenciada en Artes y Gestión Cultural. Pintora y escritora. Se dedica a intervenir el espacio público con murales de creación colectiva. Trabaja como docente en nivel primario, medio y universitario. Ha participado en las antologías Dora Narra – Editorial Caballo Negro y Recovecos (2010) y Los Visitantes, Antología de crónicas de viaje – Editorial Caballo Negro (2011).Ha publicado cuentos breves en La voz del interior – Córdoba.

Eugenia Argañaraz: Es Doctora en Letras, Licenciada en Letras Modernas y Correctora Literaria por la UNC (Universidad Nacional de Córdoba). Actualmente es docente en el nivel medio y superior. Conjuga investigación con docencia porque siente que ambos trabajos van de la mano. Lo que más le gusta hacer es leer, en cualquier momento, en cualquier lugar porque la lectura siempre emana libertad.

 

[1] Se hace referencia de este modo a la novela experimental teniendo en cuenta los rasgos con los que escribían, por ejemplo, Luis Martín Santos y Miguel Delibes en la década del sesenta como reacción al realismo social español de los años cincuenta, con presencia de personajes problemáticos, en lo que refiere a su identidad, que intentan encontrarse a sí mismos y a la razón de su existencia. Se empieza a utilizar el punto de vista múltiple que consiste en narrar bajo la perspectiva de varios personajes, haciendo uso de la técnica del contrapunto, según la cual diversas historias se van cruzando.

Una historia de la imaginación en la Argentina

Video y música original: Leonardo Mora
Imagen y texto: MAMBA


 

VISIONES DE LA PAMPA, EL LITORAL Y EL ALTIPLANO DESDE EL SIGLO XIX A LA ACTUALIDAD

Alejandra Laera, a cargo de la curaduría literaria de la muestra, acompañó a Revista Transas a recorrer «Una historia de la imaginación en la Argentina», un viaje a través del tiempo y el territorio. Como si se tratara de pequeños ríos que se ramifican y cruzan anchas regiones, la exposición recorre diversos motivos visuales que surgen en nuestro suelo y son, aún hoy, re-elaborados a partir de un repertorio de formas, repeticiones y actualizaciones. La exposición incluye más de 250 obras de arte, desde el siglo XVIII hasta la actualidad, provenientes de tres geografías distintas: la Pampa, el Litoral y el Noroeste argentinos. Sobre cada una de estas geografías se asientan tres ejes: la naturaleza, el cuerpo femenino y la violencia. El recorrido por la fantasía pampeana comienza con sus nocturnos; el misterio y sus formas imaginarias bañan la vastedad oscura del territorio. Durante el día, las sombras del ombú se esclarecen y su figura deviene monumento metafísico que rompe el vacío. La inmensidad sublime finalmente muta en un enorme cementerio, entre los huesos y la sangre de batallas y mataderos. En el litoral también domina la incidencia bélica, pero combinada con seres y relatos fantásticos que surgen de la mezcla de lo zoomorfo, lo fitomorfo, lo antropomorfo y lo topográfico. En el noroeste, la línea ya no representa un horizonte claro, sino que juega con el trazo, el color y la materia que deja la montaña en la retina. La línea se vuelve dibujo sintético sobre superficies duras y blandas, como una nueva encarnación de los mitos precolombinos y los relatos coloniales, que reaparecen como marcas de agua o estelas geológicas. Desde el altiplano, la figura de la mujer baja transformada en piedra, como virgen de la montaña, para luego volver a la Pampa húmeda, donde hará referencia a la figura de la cautiva y sus reelaboraciones contemporáneas. La muestra cuenta con un libro homónimo que congrega una serie de ensayos y muestras de literatura argentina, el cual estuvo a cargo de Alejandra Laera y Javier Villa.

 

 

 

Un meteorito llamado Quirós. Reseña de «Campo del cielo»

Por: Nahuel Paz

Imagen: Leonardo Mora

 

Nahuel Paz nos presenta la trayectoria del escritor chaqueño Mariano Quirós (Resistencia, 1979) –prolífera y llena de galardones– y reflexiona acerca de su singularidad en la literatura argentina actual. Al respecto, se detiene en su última obra, Campo del cielo, una antología de cuentos en la que aparecen escenas y temas tan variados como la dislocación entre lo urbano y lo rural, los conflictos de una familia disfuncional, personajes subalternos que someten a otros aún más subalternos que ellos, entre otros. Pero, podemos pensar, el hilo conductor que hilvana a estos relatos se encuentra en sus modos de construir el espacio: un Chaco extrañado que no termina de serlo del todo, un territorio que encierra historias por contar y que se construye a la par que esas historias son contadas.  


Campo del cielo, Editorial Tusquets, 2019, 199 páginas.

Campo del cielo es un territorio ubicado en el límite del Chaco Austral con la provincia de Santiago del Estero. En esa zona, hace cuatro mil años, cayó una lluvia de meteoritos. Los wichís y los qom tienen distintas teorías para explicar el fenómeno. Nosotros preferimos el razonamiento que ofrece Quirós en el relato titulado “Los orígenes”: “Tras aquella pelota de fuego hay una historia, algo que merece ser contado”. Así, los personajes del libro se comportan de maneras extrañas, con lógicas cuyo sentido se nos escapa. En una racionalidad que funciona en esa tierra de extravío.

La carrera literaria de Mariano Quirós (1979) está llena de premios, de hecho, y hasta ahora, el único libro del chaqueño que no recibió ninguno es Campo del cielo; pero, justamente, esta obra confirma su singularidad en la literatura argentina. El escritor narra alejado de la urbanidad (en la polisemia que ofrece pensar la urbanidad: ciudad, civilización, cosmopolitismo, sofisticación, etcétera) para internarse (e internarnos) en un territorio lleno de ambigüedades y búsquedas. Por eso, ¿Los premios dicen algo? A veces sí, a veces no. En el caso de Quirós, sí: los premios hicieron de él alguien que va más allá de la mera suerte. Por eso, brindaremos aquí algunas lecturas acerca de este libro, en particular, y sobre la obra del escritor, en general.

La tradición

La narrativa chaqueña tiene un par de escritores faro que podemos enlazar con Quirós: Mempo Giardinelli y Miguel Ángel Molfino. El primero porque describe cierta violencia que suele vincular con el clima chaqueño, especialmente Luna Caliente (1983), El décimo infierno (1999) y Cuestiones interiores (2001). La violencia en Giardinelli (y también en Quirós) parece inmotivada y lleva a los personajes a practicarla desde los instintos más primitivos. De Molfino, en cambio, Quirós pareciera tomar algunos recursos técnicos de la escritura y la descripción de ambientes de los cuentos de El mismo viejo ruido (1994).

Podríamos sumar que hay ciertas relaciones con otros escritores de su generación, como los cordobeses Federico Falco (1977) y Luciano Lamberti (1978) –Quirós usa como epígrafe para La luz mala dentro de mí un fragmento de un cuento de Lamberti–, el santafesino Francisco Bitar (1981) y la entrerriana Selva Almada (1973).

Una estética

Desde su primera novela, Robles (premio CFI, bienal federal), hasta la última, Una casa junto al tragadero (premio Tusquets de novela) y desde su primer libro de cuentos, La luz mala dentro de mí (premio FNA), hasta el último, Campo del cielo, la literatura del chaqueño viene surcando el firmamento de las letras nacionales. Hagamos un intento por desmenuzar el artefacto narrativo de Quirós.

El libro abre con “El nene”, una narración típicamente quirosiana: una familia disfuncional (en muchas de sus historias hace hincapié en el terreno de estos vínculos), un par de hechos oscuros, apenas delineados y un amor filial puro (en medio de la violencia) y doloroso, el texto nos devuelve la necesaria sensación de que la literatura no necesita de la moral para contar nada. El final es de una belleza brutal.

En este ítem encontramos la relación con Lamberti, especialmente en su relato “La canción que cantábamos todos los días”: algo siniestro que se cuenta a medias, la idea principal es que se despachan las partes turbias del relato como quien entrega información sin importancia. Esta oscuridad de Quirós no es nueva, viene desde Robles (un embarazo entre primos) y está presente en toda su obra: en Río negro hay una violación narrada como “quien no quiere la cosa”, junto a un par de muertes violentas. Creemos que esto es parte de su marca registrada: narrar la sordidez como si no pasara nada.

En el segundo cuento, “Un cráter milenario”, aparece otra cuestión de la maquinaria Quirós: los personajes que someten con su poder a los subalternos. Lecko a su perra, India, “Los melli” a Lecko y así en la cadena de domesticación. Este recurso también está presente en otros textos como Torrente, una nouvelle de 2010.

En “TIbisai”, en cambio, el final se dilata hasta que se impone por sí solo. Quienes leyeron a Quirós van a ver venir algo, porque el artilugio está a la vista, desde el inicio, pero el chaqueño sabe llevarlo con elegancia; quienes no lo leyeron notarán algo ya esbozado en “El nene”: un humor ladeado, incómodo, que deja un resquicio entre las situaciones desesperantes que narra y los personajes que se dejan hacer con una pasividad pasmosa.

En “Nicky González habla entre sueños” reaparece otro de los tópicos de Quirós: la dislocación entre la ciudad y el campo/la selva/el monte. Nicky González como un doble patético de Ricky Espinosa, el malogrado cantante de Flema. El tópico que se actualiza en los autores enumerados anteriormente (Lamberti, Falco, Bittar, Almada) tiene en Quirós una vuelta de tuerca ligada con una cierta torpeza en los personajes, quienes parecen perderse monte adentro y querer imponerle al cielo abierto su propia condición de urbanidad.

“El boxeador y su extraterrestre” es un cuento en el que el núcleo está cargado de literatura: en un deporte en el que la rudeza y la competencia llevan a la victoria, el personaje principal busca que le propinen a él el golpe perfecto. Quirós invierte la lógica del boxeo, escapando hacia el terreno del mero relato. En cuanto el lector entiende esta idea ya está enmarañado en su literatura.

Quirós nos revela un territorio mientras lo explora; nos da la clave del artilugio para después esconderlo o irse por caminos que no esperamos y esa es la última clave de nuestra lectura y, creemos también, de su narrativa y de su colección de galardones. Quirós escribe desde zonas inexploradas en un Chaco que no es el Chaco del todo, sino una construcción; recrea un territorio propio y un tono reconocible que lo hace singular. Los cuentos del libro machacan, inquietan. Nos hacen frenar en una esquina para preguntarnos algo, para cuestionar una palabra, un personaje. Nos meten en el monte chaqueño como si lo conociéramos de toda la vida, en la vida de familias que sentimos la nuestra, en sufrimientos y penurias amorosas que se nos parecen. El Campo del cielo de Quirós está hecho de la mejor literatura.

 

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El film imaginado (o Narcisa Hirsch y Michael Snow hablando)

Por: Federico Windhausen

Imagen: Imagen promocional de Taller (Hirsch, c. 1974)

Federico Windhausen reconstruye el itinerario de la conexión conceptual entre la obra audiovisual de Michael Snow, A Casing Shelved (1970) y el film Taller (c. 1974), de Narcisa Hirsch, cineasta alemana residente en Argentina desde temprana edad y figura esencial del cine experimental latinoamericano. Windhausen elabora el diálogo entre ambas obras a partir de una serie de ausencias; la mayor: Taller fue hecha en respuesta a la obra de Snow, a pesar de que Hirsch no la había visto previamente. Décadas después, a partir del proyecto curatorial de Windhausen, «The Imagined Film: Narcisa Hirsch and Michael Snow» (Toronto, 2013), el diálogo entre ambas piezas audiovisuales se convirtió en un encuentro real: Snow y Hirsch vieron por primera vez sus obras y conversaron al respecto.


Este texto es la crónica de una serie de diálogos que tienen, en su centro, dos obras estructuradas por una ausencia. La primera es una obra audiovisual que no incluye (y no puede incluir) imágenes en movimiento. Para muchos es una película, aunque algunos filósofos dirían que tal designación es lo que se llama un error categorial. El segundo trabajo es una película hecha en respuesta a la existencia de esa obra anterior. Se hizo a pesar de otra ausencia – de no haber podido ver esa obra audiovisual. Sin embargo esa carencia no excluyó la posibilidad de buscar un diálogo entre películas, un intercambio intertextual que podría ser tan productivo como poco común. Varias décadas después, con un proyecto curatorial pude agregar a esa conexión conceptual un encuentro real. La parte principal de este texto es una transcripción editada de ese evento, que titulé «The Imagined Film: Narcisa Hirsch and Michael Snow». Pero antes de llegar ese diálogo entre y con los cineastas, empecemos con descripciones de las dos películas.

 

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En 1970, el artista y cineasta canadiense Michael Snow presentó por primera vez una obra titulada A Casing Shelved. La produjo en su taller en Canal Street, a media cuadra de Broadway, en Nueva York. A Casing Shelved consta de una diapositiva fotográfica con una imagen de una estantería (o biblioteca) llena de objetos y una banda sonora (durante muchos años fue un casete de audio) con una narración presentada por Snow que dura 45 minutos. Según el cineasta:

La biblioteca que pinté y usé al comienzo de Wavelength [1967] todavía estaba en el estudio en 1970, pero estaba llena de una gran variedad de objetos relacionados con mi trabajo. Hice una diapositiva de 35 mm y luego, sentado frente a la biblioteca en el lugar donde estaba la cámara, grabé mi voz. Dije todo lo que podía pensar sobre cada elemento de la biblioteca. Antes de la grabación, había decidido las categorías de mi descripción, así como, aproximadamente, el recorrido físico (alrededor del mueble) que tomaría.[1]

La mundanidad de la diapositiva se complementa con el carácter lapidario de su monólogo. En algunos momentos esa narración se asemeja a la típica visita al estudio de un artista en donde presenta y habla sobre sus obras de arte. Pero en la imagen de A Casing Shelved no se puede ver claramente ninguna obra individual – y a veces, Snow entra en un modo más perversamente ensimismado, contándonos sobre objetos (como una lata de café) que simplemente forman detritos y minucias insignificantes dentro de su vida cotidiana en el taller. Su narración parece casual y digresiva pero también intenta ser extensa, lo suficiente como para lograr cierto grado de exhaustividad.

Según Annette Michelson, para quien A Casing Shelved presenta “una redefinición de la noción de un film a través del sonido”, lo que se puede llamar la película “empieza cuando la voz del artista, grabada, comienza a catalogar los objetos, llevándolos a nuestra vista, dirigiendo el ojo del espectador a una lectura de la imagen, haciendo de esa imagen fija una película – y, una vez más, una película narrativa”.[2] El cineasta ha declarado varias veces que estaba usando el sonido para guiar nuestros ojos, para dirigirlos a moverse dentro del espacio del marco de una manera similar a los movimientos de la cámara. Pero, por supuesto, Snow también es consciente de que podemos mirar o no mirar libremente, así como podemos escuchar sus declaraciones con diferentes niveles de atención. Como en muchos de sus otros trabajos que exploran órdenes y dispositivos como el resumen extenso o el recorrido panorámico, Snow establece un contraste ingenioso entre la estructura cumulativa de la obra, que generalmente se presenta de manera sencilla y casi clínica, y la calidad subjetiva de nuestra experiencia estética, que a menudo parece fragmentada e incompleta.

 

Fotograma de A Cashing Shelved, de Michael Snow

Fotograma de A Cashing Shelved, de Michael Snow

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La película de Hirsch se llama Taller (c. 1974) y también se limita a una imagen, filmada en su estudio en el barrio de Recoleta en Buenos Aires.[3] Pero debido a que fue rodada en 16 mm, provoca una relación diferente su relación con lo estático y el movimiento. La película existe en una versión en inglés y otra en español, y en ambos Hirsch comienza al estilo de la obra de Snow, con una discusión de lo que se nos da a ver, es decir, una pared que está predominantemente dominada por otras imágenes, como fotografías e ilustraciones. Aunque los objetos físicos frente a su cámara no se mueven, la iluminación sí cambia, evitando que la toma parezca completamente estática. En un determinado momento las lámparas se mueven detrás de la cámara, generando sombras, y Hirsch usa filtros de gel colocados sobre esas lámparas para transformar los colores en la habitación (tal vez ligeramente inspiradas por el uso de filtros de color en la película Wavelength de Snow).

Lo que Hirsch dice en la banda sonora es principalmente un monólogo, pero se presenta dentro el marco de una conversación con un amigo visitante (Horacio Maira en la versión en español, Leopoldo Maler en la versión en inglés). La conversación se lleva a cabo durante el ritual de la merienda diaria, agregando un toque humorístico en la versión en inglés cuando Hirsch sigue hablando mientras come.

Otra desviación del modelo creado por A Casing Shelved se produce cuando la descripción de Hirsch empieza a hablar del espacio que queda fuera de la pantalla, detallando la escena en su taller de forma circular, como si estuviera recorriendo la habitación con una cámara girándose lateralmente (un movimiento que la cineasta lleva a cabo en el taller en su corto Testamento y vida interior [c. 1977], del que Hirsch menciona algunos aspectos que está desarrollando). Si Snow usa su narración para dirigir nuestros ojos a partes específicas de la imagen, las palabras de Hirsch funcionan solo en los primeros dos minutos del film de manera similar. Luego desarrolla una discusión detallada que presume que la espectadora intentará extender el contenido visual de la película mentalmente, mientras permanece alerta ante ligeros cambios en la imagen proyectada en la sala.[4] Los elementos imaginados de la película incluyen el paneo de la cámara que Hirsch construye a través de la trayectoria de su narración, los objetos de la habitación que la cámara no filma y la escena representada por los sonidos grabados a la hora del té. En la versión en inglés, la cineasta observa que «la sensación de tiempo, [de] espacio» – y de los espacios frontales y dorsales – a veces se confunde. Cuando habla del tema está abordando, sin advertirlo, una especie de enigma fenomenológico que también suele captar el interés de Snow.

Pero en contraste con el enfoque microscópico de Snow en su práctica artística, algo que él mantiene a cierta distancia de su vida personal, el recorrido de Hirsch por el cuarto es una introducción a aspectos seleccionados de su vida en ese momento, no todos los cuales están relacionados con sus películas o su arte. Ella indica, al menos parcialmente, cómo los objetos de su espacio de trabajo surgen de o hacen referencia a su vida familiar, sus amistades, sus filmaciones y otras actividades, algunas de las cuales la distinguen claramente como una mujer con un grado particular de privilegio y libertad. Sin embargo, también parece estar atenta al mundo que habita, una característica que se manifiesta en su narración de varias maneras. Por ejemplo, menciona (en inglés) una “ventana” en el taller:

… una ventana que no va a ninguna parte. Es solo un marco, y detrás del marco hay una foto que también mira hacia el Pacífico en Chile. Y allí termina la pared y comienza otra pared. Y luego tenemos una ventana, una ventana real, y la ventana da a un balcón, y después del balcón está la embajada rusa. No es realmente la embajada rusa. Es el lugar donde va la gente de Rusia cuando viene de visita. Pero nunca vemos visitantes. Me pregunto qué pasa, por qué nunca envían a nadie. Hay muchas palomas como en cuclillas en el techo. Parecen refugiados, creo. Y es un poco gris y está lloviendo en este momento. Y bueno, esa es la ventana a la embajada rusa.

Uno de los temas que emerge en su descripción es la geografía y los viajes, ya que Hirsch traza un mapa de una vida en la que las actividades están marcadas por los lugares y donde los lugares se vuelven importantes por las actividades realizadas dentro de ellos. Como en la película de Snow, los objetos funcionan como un medio a través del cual puede realizar un autorretrato. En el caso de Hirsch, sin embargo, esa auto-representación tiene más que ver con sus relaciones afectivas y su participación en comunidades locales y transnacionales. Pero si Hirsch expone, a diferencia de la insularidad de Snow, elementos de su vida que están más relacionados con lo familiar y lo social, el género y los múltiples papeles de la vida cotidiana, también es evidente que ella se presenta de una manera limitada y selectiva. Esto es consistente con una tendencia general dentro de la filmografía de esta cineasta: el “yo” figura en la obra a través de una interacción dinámica entre la revelación y la ocultación, mediante un juego de toma y daca entre lo que se hace visible y lo que queda fuera de la pantalla.

Complementando ese juego es la estrategia textual que Hirsch realiza con Taller. Hablando de los palimpsestos literarios, Gérard Genette nos ofrece una manera de entender el “texto en segundo grado…o texto derivado de otro texto preexistente” y la “relación que une un texto B…a un texto anterior A…en el que se injerta de una manera que no es la del comentario”. Dentro de la amplia gama de derivaciones, citas y diálogos entre textos clasificados por Genette, puede ser que el más cercano al caso Hirsch/Snow es ese “orden” en el

que B no hable en absoluto de A, pero que no podría existir sin A, del cual resulta al término de una operación que calificaré…como transformación, y al que, en consecuencia, evoca más o menos explícitamente, sin necesariamente hablar de él y citarlo.[5]

Si Taller es una evocación indirectamente explícita de A Casing Shelved, quizás la obra de Hirsch logra agregar algo a la identidad de su precursor, convirtiéndola en una película que no solo fue hecha por un cineasta, sino también imaginada por otra cineasta. Y dejando de lado sus significados más conceptuales, Taller representa otro tipo de injerto, uno de trayectorias históricas y de regiones. Situada al margen de una práctica contracultural con un lugar de por sí precario dentro del campo global de las actividades cinematográficas, Hirsch logra implantar, a través de su film, una obra de los cines vanguardistas del Sur en la terreno de juego del Norte. Igualmente importante para su “operación” es su posición como mujer haciendo cine experimental, inventando sus propias formas de diálogo durante lo que resultó ser los últimos años de la predominancia (por lo menos discursiva) de cierto tipo de cineasta experimental masculino.[6]

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Es probable que Narcisa se haya enterado por primera vez de A Casing Shelved a través de una pariente suya en Nueva York que publicó un artículo sobre la película en 1973.[7] Casi cuatro décadas después, en Berlín en 2012, yo asistí a un congreso de cine al que Michael Snow había sido invitado. Allí le hablé del caso de Taller y le propuse mi idea: en una proyección pública en Toronto, donde él vive, cada cineasta podría ver la película del otro por primera vez y luego, juntos, podrían compartir sus impresiones en una conversación pública. Michael, quien nunca había oído hablar de la película de Narcisa, se rió y aceptó de inmediato.

Lo que sigue es una versión editada de la conversación que moderé después de la proyección de ambas películas en Toronto el 13 de junio de 2013. La transcripción y traducción iniciales fueron realizadas por Azucena Losana, a las que agregué algunos cambios editoriales con la ayuda del buen ojo de Guido Herzovich.

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Narcisa Hirsch: Michael, creo que tenés que hablar primero.

Michael Snow: Realmente disfruté mucho tu película. Y si no estuviéramos en estas circunstancias hubiera pensado que es muy similar a A Casing Shelved. Pero también son muy diferentes. Tenés un visitante, por lo tanto hay un espectador interno. Hay obviamente bastantes diferencias, pero sí, creo que sin saberlo hubiera dicho: «Ah, esto es un poco como A Casing Shelved”. Pero no lo es. Es otra cosa.

NH: Bueno, estaba sentada atrás, así que no podía ver los objetos muy bien. Necesitaría volver a ver la película para observarlos mejor ¡porque son muchos! Pero lo primero que noté, o más bien sentí, es que la película de Michael trata sobre su trabajo, sobre sus herramientas y los objetos que usa para su trabajo, y mi película trata más bien sobre mi vida. Tal vez este es un aspecto más femenino. Tiene que ver con mis amigos porque que hay un espectador/oyente que está allí tomando el té conmigo, con las fotografías de mis hijos en el lugar donde veraneamos, etc. Esto es solo algo que noté como una diferencia principal.

MS: Sí.

NH: Pero por lo demás, creo que es bastante similar porque, como dijo Federico, hice esta película después de enterarme de que Michael había filmado la narración de una diapositiva y lo mío era un intento de superación. Dije “¡haré algo más!” y en lugar de narrar o hablar sobre las cosas que se ven, decidí hablar sobre lo que no se ve. Esa fue mi intención. Sin embargo, siento que hay una similitud aún sin haber visto antes la película de Michael. Esta es la primera vez que la veo. Ni siquiera había visto una fotografía. Es completamente nueva para mí. Todo esto sucedió hace como 40 años, y ¡ahora nos encontramos en este contexto tan peculiar! Esto se lo debemos a Federico que es una suerte de hechicero y organizó este encuentro. Personalmente me siento muy feliz de estar aquí con Michael y Federico, y gracias también a Chris Kennedy. Estar aquí es realmente un honor. Muchas gracias.

MS: Siento lo mismo.

Federico Windhausen: Michael, ¿quieres hablar sobre la relación entre hablar y ver? Narcisa quería hablar sobre lo que no se ve en su película. Eso también es parte de tu película. ¿Se puede decir que hay una perversidad en A Casing Shelved? Porque en el film a veces no se puede ver con claridad de lo que se está hablando.

MS: Bueno, hubo una serie de deseos que me condujeron a hacer este film. Es un intento de hacer una película que no tenga movimiento. La voz guía al espectador sobre la imagen y eso se convierte en una película. Esa era mi ambición, que el movimiento se derive del sonido y no de la imagen, lo cual creo que se logra. Supongo que hay en algunos de mis trabajos un intento de cierto tipo de pureza o algo esencialista que está muy concentrado de alguna manera. Esto tiene relación con una película que llamé One Second in Montreal [1969], que dura aproximadamente 30 minutos, y no hay movimiento, tiene que ver sólo con la duración. Por lo tanto, hay en mi obra muchos de estos intentos de concentrar o de construir un posible acercamiento a este tema en particular.

FW: ¿Dirías entonces que hay un grado de descripción que excede nuestra capacidad de ver de qué se está hablando? Como, por ejemplo, el destornillador. No se puede ver el destornillador. O estás hablando de cosas que a veces quedan dentro de los contenedores que se ven. ¿Fue una estrategia deliberada hablar de cosas que no se pueden ver o que son muy difíciles de ver?

MS: No. Quería hablar sobre lo que se podía ver. Obviamente, a veces había recuerdos sobre cómo llegué allí y ese tipo de cosas. Pero sólo decidí hablar sobre todo lo que podía ver allí.[8]

FW: Esta pregunta es para los dos: ¿la estructura de sus films fue aleatoria? ¿Decidieron lo que iban describiendo y en qué momento? ¿Lo planificaron previamente o simplemente comenzaron a hablar?

MS: Estaba planeado en un sentido general. Pensé en discutir las categorías, porque quería tratar de mover la mirada del espectador de esta taza de café a esa otra taza de café, por lo que fue solo una decisión sobre de qué categorías hablaría, o sobre lo qué había allí y cómo clasificarlo: como una lata o como un cilindro. Todas las descripciones, todas las realidades, surgieron de mirar. Eso es algo interesante. En realidad no lo hice mirando la diapositiva sino la cosa misma.

FW: Narcisa, ¿planeaste lo que ibas a hablar?

NH: Realmente no puedo recordarlo, tenía dos versiones de este film, una en español y otra en inglés. Como la película es principalmente el sonido entonces hay dos películas diferentes, pero la imagen es la misma. Acabo de leer algo de John Cage en donde habla sobre una película que vio y dice: «Esto es hermoso y la belleza te atrapa». Estaba pensando que cuando filmo me encuentro atrapada por el hecho de que la mayoría de las veces necesito referirme a algo hermoso y eso me perturba. Estoy muy perturbada por eso. En A Casing Shelved Michael muestra esos estantes mientras habla sobre el trabajo sin movimiento alguno. Bueno, en mi película hay movimiento a medida de que se mueve la luz de la lámpara naranja, que también aparece en mi película Come Out [c. 1974]. Creo que para hacer una película conceptual hay que llegar a la esencia, como dices, el objetivo es ese. Bueno, siento que en el proceso de mi obra me quedo atrapada en esta idea de belleza y esto me ocurrió en este film.

FW: ¿Estás diciendo que eso te molesta un poco?

NH: Sí.

FW: ¿Porque te convierte en una esteta burguesa?

NH: En cierto modo, sí. Obviamente filmar es algo que necesito en mi vida. Pero al mismo tiempo tengo la sensación de querer llegar a algo más real de una manera platónica, aunque también siento que es innecesario. Pero eso es una dificultad, sí.

FW: Mirando estos trabajos ahora, son artefactos de un período particular en la práctica artística de ambos. ¿Quieren hablar sobre el contexto? ¿Qué estaban haciendo en ese momento y qué representan todas estas películas como registros de un momento particular en su obra?

MS: Bueno, como dije antes, hay un trasfondo. Me pareció interesante usar los elementos que estaban en el estudio y usarlos de otra manera. Esos objetos son un subproducto de hacer arte y yo los uso para hacer arte. En A Casing Shelved hablo de una pieza con diapositivas que llamé Sink [1970] cuyo tema principal es la imagen de un lavamanos manchado de pintura que estaba en mi estudio en ese momento. Simplemente al fotografiarlo lo tomé por sorpresa, de alguna manera, al cambiar la iluminación en cada diapositiva. Es una pieza de 80 diapositivas (un díptico compuesto también por una fotografía del mismo lavamanos). El objeto pasa por todas estas variaciones de cobertura que a veces son extremadamente radicales. Es algo que proviene de la pintura, pero no es una pintura, y fue más o menos al mismo tiempo que A Casing Shelved.

FW: Vale aclarar que A Casing Shelved tiene un registro [en tu narración] de las personas que trasladan la estantería en tu película Wavelength. Hablás en A Casing Shelved de otras personas.

MS: Sí.

FW: Narcisa…

NH: Bueno, [Taller] obviamente es una pieza histórica porque se relaciona con las cosas que estaba haciendo yo, y la película de Michael se relaciona con las cosas que estaba haciendo él, así que es histórica en ese sentido. No tengo mucho que decir al respecto. Volviendo al acto de la belleza de John Cage, como dije, la belleza te atrapa porque si tienes un objeto hermoso el primer paso es querer poseerlo, quieres colgarlo en tu pared si es una pintura, etc. Mientras que con el arte conceptual no pasa eso. Más tarde puede convertirse en un objeto de deseo también, pero inicialmente es diferente. Creo que eso es algo importante hoy en día, especialmente con el arte moderno, porque en el pasado se suponía que el arte tenía belleza y era un objeto que también podía entenderse de la misma manera en que se entiende la belleza. Pero antes de hacer esta película, fui al MoMA [Museum of Modern Art] a ver Wavelength. Fue la primera vez que realmente veía una película experimental. Estaba comenzando a hacer cine experimental en Argentina a fines de los años 60 y principios de los 70, y todo era muy diferente a lo que pasaba en los Estados Unidos o Canadá. Wavelength me impresionó mucho y mi primera reacción fue: «No puedo soportarlo, dura demasiado tiempo, no pasa nada en esta película». Y luego recordé que la persona que me la había recomendado dijo que duraba 45 minutos, entonces me relajé y pensé: «Bueno, esto va a terminar en algún momento». Entonces pude verla de verdad, recuerdo esa sensación muy claramente. Luego me fui y hablé mucho sobre la película y alguien dijo: «Michael Snow es muy conocido… hizo una película en la que muestra un estante lleno de objetos y habla sobre lo que él ve en el estante». Ese fue el momento en el que dije: «Bueno, tengo que hacer algo más», e hice Taller en donde hablo sobre lo que no se ve. Pero como dije antes, Argentina no era como los Estados Unidos o Canadá en ese momento, eran tiempos muy heroicos en términos de la vanguardia y de todas las cosas revolucionarias que estaban sucediendo política y artísticamente. Es por eso que hablo [en Taller] sobre el cine on the ground o el cine underground, para poder atemperar eso.[9] Nosotros en ese momento éramos un grupo muy pequeño de personas filmando en Super 8, mientras que los estadounidenses principalmente filmaban en 16 mm. Pero el Super 8 era mucho más barato y más asequible, por eso lo usábamos. No se podían mostrar las películas como hacemos ahora. La gente se puede sentar a verlas y les pueden gustar o no. En ese momento Argentina era un campo de batalla y la sangre corría. Estábamos en las barricadas y defendíamos cosas a veces sin saber de lo que estábamos hablando. Había un espíritu muy, muy revolucionario. En los Estados Unidos con las películas underground, Jonas Mekas era como un gurú defensor de ese movimiento. En Argentina fue mucho peor porque tenías que estar de un lado o del otro, y esto era un asunto constante en medio de la dictadura militar. Por eso fue tan importante el Goethe-Institut. Jutta [Brendemühl, directora de programación del Goethe-Institut Toronto] está aquí hoy, el Goethe-Institut en Toronto me invitó, y les agradezco por eso. En Buenos Aires fue muy importante que el Goethe-Institut nos apoyara en esa época porque era una institución extranjera y los militares no se atrevían a tocarla demasiado. Al final lo hicieron, porque invitaron a Buenos Aires al polémico cineasta alemán Werner Schroeter. Él hizo algunas cosas [en un taller de cine abierto al público] y el Instituto Goethe recibió amenazas advirtiendo que si ese hombre no se iba de inmediato, pondrían bombas en el instituto. Ese fue el único apoyo institucional que teníamos en ese momento.

FW: Solo para aclarar, viste Wavelength a fines de los sesenta o principios de los setenta en el Museo de Arte Moderno.[10] Pudiste viajar, así que una de las cosas que hiciste fue comprar copias de películas experimentales para llevarlas a Buenos Aires. Entre ellas estaba Wavelength.[11]

NH: En aquella época yo tenía la posibilidad de viajar. Como dije antes, éramos un grupo muy pequeño de gente que, si bien no hacíamos películas juntos, nos ayudabamos con cuestiones técnicas como los equipos para filmar, etc., y cuando había una proyección, generalmente proyectábamos nuestras películas juntos. Marie

Louise Alemann trabajaba para el Goethe-Institut y también tenía la posibilidad de viajar. Pudimos ver algunas de las películas que se estrenaba en ese momento. Fui al Millennium Film Workshop en Nueva York y algunos otros lugares donde había proyecciones y eso fue una influencia muy fuerte para mí. El resto del grupo no viajaba como nosotras. Sin embargo produjeron películas que no eran muy diferentes a las que se hacían en los Estados Unidos, Canadá o Alemania. Eso vino de… vino porque vino. Fue una inspiración de la época. Pero lo que quiero decir es que, por supuesto, fue una batalla. Tenías que decidir de qué lado estabas. Si hacías una película experimental, eso significaba principalmente que nadie la vería y si la veían la atacaban. A nadie se le podría ocurrir comprar películas de ese tipo y tampoco estaban a la venta, lo cual, en perspectiva, creo que fue algo bueno.

FW: Bien, ahora es el momento de hacer preguntas.

Persona 1: [Pide que hablen de la relevancia del arte conceptual argentino y latinoamericano de la década de 1960.]

NH: Bueno, hablando de asuntos políticos, nosotros estábamos muy cerca de todos esos grupos. También tuvimos que, en cierto modo, elegir si estábamos a favor de los militares o en contra de ellos. Hubo todo un movimiento de cine político argentino. Creo que el arte, siempre y cuando sea arte también es político. Pero nuestras películas no eran políticas en el sentido obvio en el que normalmente se concibe lo político como tal. Creo que el cine experimental o underground, como quieran llamarlo (sin darle una categoría porque estoy de acuerdo en que no debería tenerla), tiene más que ver con la poesía que con el cine de las películas narrativas o comerciales que se ven en los cines. Al tratarse de poesía, creo que tiene una ventaja política diferente. Creo que si le hubiéramos mostrado nuestras películas al recientemente fallecido dictador Videla (quizás algunos de ustedes habrán visto la noticia en los diarios), no le habrían gustado, y tal vez las habría prohibido, así como en la Alemania Nazi habrían prohibido también este tipo de arte. Pero nuestras películas tampoco fueron reconocidas por esos cineastas documentalistas como Pino Solanas, que estaban filmando películas muy políticas. A él tampoco le habrían gustado nuestras películas. Creo que más bien estábamos en una tercera categoría que, como dije, tiene más que ver con la poesía.

Persona 2: Michael, aunque tu film es una pieza bidimensional, parece que el ojo [del espectador se está moviendo]. A medida que miramos, las partes se enfocan. [Los ojos] se acercan, más o menos, a [los objetos de la imagen] a medida que hago foco. Aunque la cámara no se mueve, la estoy experimentando como un zoom. Puedo concentrarme y tengo que mirar y ver qué hay en ese estante, e ir a ver lo que puedo ver en otro estante. Entonces trato de averiguar «¿Dónde está la voz observando? ¿Está hablando de esta taza de café o esta otra?” Hay una experiencia realmente diferente de la otra película [Taller] que opera como un ancla. Lo estaba experimentando como en un sentido tridimensional: estoy sentado en una habitación y escucho dónde estás y puedo seguirte. Entonces tenemos la idea de la autorreflexión del espejo: puedo ver la habitación que estamos viendo frontalmente y detrás de mí. No digo que la película de Michael se sintiera bidimensional. Estaba enfocado hacia adelante, y estaba acercándose y alejándose. Taller es la una experiencia de una habitación en el espacio.

MS: Eso me parece correcto.

NH: Es un buen comentario.

MS: Lo que hice fue concentrarme en ese objeto [la estantería] en particular y todas sus cosas y, por supuesto, fue deliberado.

Persona 3: En el momento en que terminaste la película, ¿qué tipo de lugar o en qué tipo de festival se proyectó y qué tipo de comentarios recibiste en ese momento?

MS: Bueno, no fueron comentarios violentos. Hubo una proyección en la Art Gallery of Ontario. Mi esposa Peggy Gale, que está aquí presente, trabajaba en el departamento de cine. Hubo una proyección en la que, después de unos minutos de A Casing Shelved, era como si la gente tuviera globos de pensamiento sobre sus cabezas diciendo: «Ah, ya veo cómo va a ser esto». ¡Y se fueron! Dejaron claro que sabían cómo iba a ser y que no querían ver más. Y bueno, eso pasa.

Peggy Gale: El 20% de la gente se quedó. También vieron cómo iba a ser y pensaron: «Ah, cool«. O como fuera el término en ese momento.

FW: ¿Recuerdas las primeras proyecciones de este film? ¿dónde lo mostraste? Yo lo vi en los años 90 en una galería de arte. ¿Comenzaste a mostrarlo en galerías o en cines?

MS: La intención original fue siempre de proyectarla en salas de cine, pero hice un video y lo mostré un par de veces con auriculares y fue un error. La imagen era pequeña y con una imagen comprimida que no se veía en absoluto no funcionó la idea de guiar los ojos. Los ojos se quedaban fijos en un solo lugar. Definitivamente no fue una buena idea, por lo que ya no se puede ver más en este formato.

NH: Me gustaría decir una cosa más sobre este tema del público. Recuerdo haber visto, como ya dije, Wavelength en el MoMA. Como dijo Michael, la gente se levantaba indignada diciendo: «Ya sabemos de qué se trata». Recuerdo que también teníamos espectadores diciendo: “Mi hijo de cinco años hace cosas mejores que lo que se muestra aquí”. Tuvimos que soportar muchas agresiones. Pero al menos para mí fue un momento muy feliz. Todo el período en el que estuvimos haciendo películas en los años 60, 70 y también a comienzos de los 80 era un momento feliz para ser desconocido. Feliz para ser una especie de sonámbulo, haciendo cosas que ignorábamos de que trataban. Era como ser un sonámbulo bastante feliz porque no teníamos que rendirle cuentas a nadie. Nadie nos presionaba para que termináramos una película. Nadie nos financiaba y fue una gran libertad, un sentimiento de gran libertad.

MS: Estaba pensando que la mayoría de mis películas fueron bien recibidas, pero hubo una ocasión en particular, durante el estreno de mi película Back and Forth en 1969 en el Museo de Arte Moderno. En aquel entonces el teatro estaba abajo y había 15 o 20 espectadores. En el minuto 10 o 15 alguien del público gritó: “Esto es realmente pésimo. Creo que deberíamos decirles que dejen de proyectarlo. No quiero seguir viendo más”. Otro chico que estaba sentado detrás de él comenzó a discutir y le dijo “Siéntate, queremos ver la película”. Ambos se pusieron de pie y uno intentó golpear al otro. Eso fue asombroso, yo estaba viendo esto sentado entre el público. En la película, la cámara se mueve de un lado a otro y ellos estaban parados frente al haz de luz del proyector. Se movían de un lado a otro golpeándose y se podían ver sus sombras sobre la proyección. ¡Lo arruinaron todo! La gente salió corriendo de la sala. Mi esposa en ese momento, Joyce Wieland, llegó tarde y bajó las escaleras cuando todos huían.

FW: Este es un género de anécdotas de los cineastas experimentales: Lo que sucedió la vez que la gente odió mi película. Una última pregunta…

Persona 4: Con respecto a los colores, la película con los años cambia de color. Ahora, mirando en perspectiva ¿recuerdan los colores de sus películas? ¿Ambos films eran originalmente de ese color? En el caso de Michael Snow, en la película se están describiendo los colores, ¿Recuerdas si la película tenía esos colores? Estabas describiendo azul y verde, pero ahora predominan los rojos y los naranjas en la pantalla, ¿la recuerdas así?

MS: ¿Los colores reales?

Persona 4: Sí. Lo que estamos viendo en la pantalla y lo que hay en tu memoria. A veces los colores son mucho más vívidos en nuestros recuerdos. ¿Recuerdan si sus films tenían esos colores?

MS: Si se pueden hacer copias de proyección, los colores suelen estar lo más cerca posible de lo que se pretende originalmente. Es cierto que las películas, como todo lo demás, se desgastan y los distribuidores en ocasiones no prestan suficiente atención y muestran copias que no deberían proyectarse. Me estoy alejando de tu pregunta. También hay variaciones en las cintas de video. Solo se puede tener control sobre un color cuando se desea desde el comienzo y después se hace todo lo posible por lograrlo.

FW: Narcisa, tu película no se ve como solía verse.

NH: Bueno, no tengo el negativo de esa película, así que lo que vemos hoy es lo que queda de la impresión original.[12] Como viste está muy rayada. Realmente tengo que restaurarla. Pero esto es lo que hay. El otro día la mostré [a la versión de Taller en español] en Buenos Aires y cuando proyectamos esa copia tuve que disculparme con los espectadores por todos los rayones [en la imagen]. Alguien del público dijo: «No, eso es lo atractivo de la película, porque están sucediendo pequeñas cosas y comienzas a prestar atención a los rayones». Eso lo hizo más interesante para esa persona que dijo: «No, déjalos porque nos gustan».

FW: ¿La copia en español tiene mejor color?

NH: Un poco sí. Pero en este punto para mí no hay mucha diferencia porque hoy en día hay una definición maravillosa en el HD, el Blu-ray, etc., es una tecnología perfecta. Y todo el fílmico en 16 mm y sobre todo el Super 8 de esa época, es una tecnología tan deficiente que [mostrar esas copias] exige capitalizar sus defectos. Lo mostramos como era en ese momento, y ahora algunos de los jóvenes estudiantes de arte o de cine quieren filmar en Super 8 porque sienten que su materialidad es una novedad. Para ellos, la tecnología de la perfección es tan familiar que ya no les sorprende. No sienten asombro por eso. Les resulta natural verlo o escucharlo mientras que el fílmico les resulta algo extraño. Les produce curiosidad por usarlo.

FW: Buenos Aires todavía tiene laboratorios para revelar Super 8.

NH: Sí, se puede revelar y hay estudiantes que quieren tener cámaras Super 8 y filmar. Eso pasa.

FW: Gracias, Michael y Narcisa. Y gracias a todos por venir.

Chris Kennedy: Quiero agradecer a Narcisa y Michael, y gracias, Federico, por liderar la discusión y traernos estas películas.

 

Unos agradecimientos especiales: Chris Kennedy era el programador del ciclo Free Screen en el cine Bell Lightbox del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF) y el promotor principal de mi idea curatorial. El evento fue posible debido al apoyo de Chris, Brad Deane de TIFF y Sonja Griegoschewski y Jutta Brendemühl de Goethe-Institut Toronto.

[1] Citado en “Michael Snow” (programa), Yale Union, https://yaleunion.org/snow/ (2014).

[2] Annette Michelson, «Toward Snow, Part I», Artforum vol. 9, no. 10 (June 1971), p. 37.

[3] Como fuente de fechas para sus propias películas, Hirsch suele ser notoriamente imprecisa. Además, reproducir sus fechas especulativas sin buscar documentación histórica se ha convertido, lamentablemente, en una práctica habitual. No sorprende entonces que varían considerablemente los años asociados con esta película. En los diarios y programas de funciones de cortometrajes en Buenos Aires el primero registro impreso de una proyección pública de Taller aparece en 1974. Como menciono a continuación, Hirsch probablemente se enteró de A Casing Shelved gracias a una escritora, Andree Hayum, que publicó un artículo sobre esa obra en 1973. Por tanto uso la fecha “circa 1974”.

[4] Hollis Frampton es otro cineasta que hizo una película que parece ser una respuesta a esa obra de Snow. En su película (nostalgia) de 1971, un narrador (Michael Snow) habla del significado autobiográfico (para Frampton, quien escribió el guión) de varias de sus fotografías, muchas de las cuales lo llevan a hablar de sus amistades. Pero el espectador solo puede ver cada fotografía después de que la narración ha dejado de hablar de esa imagen, cuando ya está ofreciendo un comentario sobre la siguiente fotografía (que aún no se puede ver). Típicamente esto produce una situación en la que el espectador conecta la imagen visible en pantalla con la narración anterior mientras intenta recordar lo que se dice en el presente – y tal vez intenta imaginar lo que mostrará la fotografía que viene. Hirsch nunca vio y no recuerda haber oído hablar de (nostalgia).

[5] Gérard Genette, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, traducción de Celia Fernández Prieto (Madrid, Taurus: 1989), p. 14.

[6] Andrea Giunta observa que «La obra de Narcisa Hirsch tiene zonas de contacto con las prácticas que a comienzos de los años setenta se multiplicaban en Buenos Aires interrogando la constitución del sujeto femenino». Estoy de acuerdo, pero agrego aquí que Taller en particular tiene resonancias con lo que llegó poco después al campo del cine vanguardista del Norte. En 1975 la cineasta experimental Laura Mulvey publicó su influyente crítica feminista de la representación visual de la mujer en el cine de Hollywood, en un ensayo teórico que funcionó también como un manifiesto para su propia práctica cinematográfica. Poco después, Constance Penley y otras teóricas feministas del cine comenzaron a publicar críticas (generalmente en términos ideológicos y psicoanalíticos) de algunas de las corrientes primarias del cine experimental. Esas publicaciones contribuyeron a una disminución general en el grado de prestigio otorgado a cineastas como Snow y prefiguran la llegada y ascenso de mujeres cineastas como Leslie Thornton y Su Friedrich, ambas representadas en la filmoteca de Hirsch con obras tempranas. Debo aclarar que la intención de Hirsch no fue construir una crítica de Snow o su generación de cineastas. Más provocador es el hecho – paradójico en algunos sentidos – de que nunca buscó definirse como feminista o asociarse activamente como artista con el feminismo. Sin embargo participó en varios grupos de mujeres, el primero de los cuales condujo directamente a la producción en 1974 de Mujeres, una película de 16 mm en donde varias mujeres, una a la vez, hablan con una imagen de su propia cara. También merece mención que a lo largo de su carrera ha demostrado un prolongado interés en las ideas de Simone de Beauvoir, citada directamente en dos cortometrajes en Super 8 que están estrechamente vinculados, A-Dios y la segunda película que se llama Mujeres. Véase: Andrea Giunta, “Narcisa Hirsch. Retratos”, en alter/nativas: Latin American Cultural Studies Journal [en línea], otoño 1, 2013. https://alternativas.osu.edu/es/issues/autumn-2013/debates/giunta.html; Laura Mulvey, «Visual Pleasure and Narrative Cinema», Screen vol. 16, no. 3 (October 1975), pp. 6–18; Constance Penley, «The Avant-Garde and Its Imaginary», Camera Obscura no. 2 (Fall 1977), pp. 3–33.

 

[7] Andree Hayum, “A Casing Shelved», Film Culture no. 56/57 (Spring 1973), pp. 81-89.

[8] A veces, durante su narración, Snow claramente habla de objetos que no podemos ver. Es posible que mi pregunta fue mal formulada o que el cineasta no me escuchó claramente. Su respuesta me pareció extraña y luego, después del evento, otros espectadores expresaron su confusión sobre su negación de lo que parecía ser, dentro de su obra, una estrategia típicamente lúdica. Hablar de objetos que no se puede ver durante un monólogo dedicado a todo lo que es visible en una imagen sería consistente con los toques perversos que Snow disfruta insertar en sus películas.

[9] En inglés Hirsch usó la frase “to take away the edge of that” que traduzco aquí como “atemperar”. En Taller Hirsch habla de empezar a hacer cine “sobre el suelo” en vez de cine subterráneo o underground. Teniendo en cuenta cuando realizó la película, me parece que podría estar refiriéndose a la visibilidad que podría lograr a tener su cine (y el cine experimental de sus colegas) en el Goethe-Institut de Buenos Aires, donde Hirsch y Marie Louise Alemann lanzaron un ciclo de cine experimental en abril de 1974. Hirsch presentó Taller en mayo de 1974 en el instituto.

[10] Es muy probable que Andree Hayum fue también la persona que le sugirió a Hirsch que vea Wavelength en el MoMA. En un intercambio de correos electrónicos de octubre de 2013, Hayum especuló que Hirsch vio Wavelength por primera vez en 1971 o 1972. Durante esos años, Hayum participaba en un grupo o colectivo informal de mujeres que incluía a Melinda Ward y Regina Cornwell, ambas asociadas con el departamento de Film del MoMA en ese momento. Hayum recuerda que se enteró de Wavelength a través del interés de Annette Michelson y su artículo de Artforum de 1971 (citado anteriormente). Cornwell finalizó su tesis doctoral sobre la obra de Snow en 1975.

[11] Hirsch compró la gran mayoría de las películas en su colección personal de cine experimental en Nueva York alrededor de 1981, no durante la década del setenta como se suele declarar. Según mis investigaciones, la cineasta publicó artículos y anuncios en 1981 y 1982 para dar a conocer públicamente su compra y ofrecer las películas para proyecciones locales en Buenos Aires. Hirsch se había olvidado de esas publicaciones y sostiene que su oferta fue en gran medida ignorada.

[12]  Lo que dijo Hirsch fue incorrecto. Los negativos para las versiones en inglés y español de Taller se encuentran almacenados en su propio archivo de películas.

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Memorias digitales y desaparición. El caso Ayotzinapa

Por: Silvana Mandolessi*

Imagen de portada: #IlustradoresConAyotzinapa

Silvana Mandolessi –profesora de Estudios Culturales de la Universidad de Lovaina (KU Leuven) y actualmente directora del proyecto “Todos somos Ayotzinapa: el rol de los medios digitales en la formación de memorias transnacionales de la desaparición”– se pregunta, aquí, cómo pensar las memorias en la era digital. Su texto aborda los debates actuales sobre la llamada “memoria digital” (objetos de memoria creados y diseñados por y para medios digitales) y, en particular, indaga en los objetos de memoria digitales a propósito del caso Ayotzinapa, la masacre en la que, en septiembre de 2014, seis estudiantes normalistas mexicanos fueron asesinados y otros 43 desaparecieron.


La tarde del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la escuela normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, del estado de Guerrero, México, se dirigía a Iguala a “botear” autobuses para asistir a la marcha del 2 de octubre en conmemoración de la Masacre de Tlatelolco. Dos autobuses, previamente tomados, salen de la escuela y al llegar a la terminal de Iguala toman tres más. Cuando se dirigen de vuelta a Ayotzinapa, la policía los intercepta y comienza a dispararles indiscriminadamente. Este es solo el primero de una serie de sucesivos ataques que se prolongan a lo largo de toda la noche y en distintos escenarios. A pesar de que los estudiantes repiten que no están armados y no oponen ninguna resistencia, la policía les dispara, a quemarropa y en la escena pública. En total, las víctimas de esa noche fueron más de ciento ochenta. Seis personas fueron ejecutadas extrajudicialmente, entre ellos tres normalistas, más de cuarenta resultaron heridas, cerca de ciento diez personas sufrieron persecución y atentados contra sus vidas y cuarenta y tres normalistas fueron detenidos y desaparecidos forzosamente. Aun hoy continúan desaparecidos.

De acuerdo al informe del GIEI, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, lo que pasó esa noche se trató de un ataque masivo, con una violencia de carácter indiscriminado, un ataque que aparece “como absolutamente desproporcionado y sin sentido”, frente al nivel de riesgo que suponían los estudiantes. “Los normalistas no iban armados, ni boicotearon ningún acto político, ni atacaron a la población como se señaló en distintas versiones” (GIEI, Informe Ayotzinapa, 313). El nivel de agresión sufrida, proporcional al carácter incomprensible, incluye a la decisión misma de desaparecer a los 43 estudiantes. ¿Por qué los desaparecen? Existe una desconexión entre la primera parte del operativo, masivo e indiscriminado, en que los policías no ocultan su identidad, y el segundo, el de la desaparición forzada, al que suponemos un grado de clandestinidad. Incluso varios normalistas sobrevivientes se preguntan, en las entrevistas, por qué ellos habían sobrevivido o por qué los heridos habían sido evacuados, si luego el resto iba a ser desaparecido. De hecho, como se sugiere en el informe del GIEI, el ataque aparece como un ataque contra los buses, más que dirigido contra los individuos, que aparecen en un punto como prescindibles o intercambiables en el despliegue de la violencia.

Ese carácter disponible, prescindible de los cuerpos de los estudiantes va a volver a Ayotzinapa una cifra de la violencia experimentada en México a partir del 2006 –el inicio de la llamada “Guerra contra el Narco”– cuando el entonces presidente Felipe Calderón decidió militarizar la seguridad e iniciar una “guerra” contra los carteles. Hasta la fecha la suma de desaparecidos supera los 40 000. Un emblema, en primer lugar, por la falta de información que rodea el caso: lo que en Ayotzinapa se condensa dramáticamente en la pregunta “por qué” y “quiénes” desaparecieron a los cuarenta y tres normalistas, se traduce en la situación de los otros miles de cuerpos que conforman un paisaje de la desaparición múltiple en el marco del conflicto: en el México contemporáneo, la desaparición excede la definición de “desaparición forzada” promulgada por la Convención, en primer lugar porque el actor que la perpetra ya no es solo el Estado sino también el crimen organizado o ambos actuando en colusión, crimen organizado y Estado vinculados por relaciones fluctuantes, un dispositivo que se “acopla” o se “desacopla” en función de necesidades y pactos coyunturales.

Si los perpetradores son múltiples, también las víctimas: ya no solo militantes, objeto de una represión política que busca eliminar el disenso, sino que se extiende a sectores de la población que no están organizados y que no representan una oposición política al Estado: migrantes, mujeres, jóvenes, los más vulnerables. Los motivos también son múltiples y van desde la trata de personas, los asesinatos selectivos, la explotación de mano de obra o el secuestro extorsivo, a las formas tradicionales heredadas de la “guerra sucia”. En otras palabras, se pasa de un móvil político –aunque no esté ausente como tal– a un móvil económico, territorial y táctico. Los motivos, en cierto punto, se oscurecen por una desaparición que resulta de la lógica burocrática del Estado: en 2017, como señala Yankelevich (Desde y frente al Estado: pensar, atender y resistir la desaparición de personas en México, 2017), según estadísticas de la Comisión Nacional de Derechos Humanos los servicios forenses del país contaban con 16 133 cadáveres sin identificar (más de la mitad de la cifra de desaparecidos a esa fecha), lo que lleva a Mata Lugo a hablar de “desaparición administrativa”:

Aquí la idea de desaparición parece dejar de ser un hecho perpetrado por un agente o grupo del Estado o particular, que cuenta con su aquiescencia o sin ella, para ser planteada como la incapacidad del Estado para determinar la identidad de una persona, ya sea que se encuentre con vida dentro de un centro de reclusión o sin vida (2017).

En este contexto, la desaparición no puede ser identificada con la definición de “desaparición forzada” que surge de los regímenes represivos de los 70; hay un desajuste y a la vez un exceso. “Desaparición”, entonces, deja de ser un término confinado a una definición estática –sea en términos legales, sociales o políticos– y se vuelve un objeto fluido, un objeto sin contornos definidos, cuyos motivos son inciertos, donde la identidad de los actores no puede ser nítidamente determinada; un objeto de mezclas cuyos componentes pueden ser separados, pero no siempre y no necesariamente. Lo que diferencia a todas las diversas instancias de desaparición es tan importantes como lo que las une. La desaparición es un objeto fluido que, como predican Mol y Law (1994), si sigue difiriendo, pero también permanece igual, es porque se transforma de una disposición a otra sin discontinuidad.

Si el objeto “desaparición” difiere en ese contexto de la referencia común de las dictaduras de del Cono Sur, lo mismo sucede con la memoria de las desapariciones. Primero, es posible afirmar que la memoria de las “nuevas” desapariciones recuerdan el legado –el legado de luchas, de saberes y prácticas– de los 70, que se inscribe en los gestos del presente. Segundo, estas nuevas desapariciones, y Ayotzinapa no actúa aquí como “caso” o “ejemplo” sino como punto de condensación, el activismo ocurre en un escenario que difiere en modos substanciales del de los 70 –los nuevos movimientos sociales, los movimientos alter–globalización, la emergencia de la sociedad global, la lógica conectiva. Y tercero, porque los medios digitales en el que los objetos de memoria se crean y circulan está cambiando radicalmente como se forma la memoria colectiva. La pregunta es entonces cómo los nuevos objetos de memoria en torno a la desaparición son los mismos y otros, y cómo esto se materializa en las desapariciones de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.

 

Memorias digitales

¿Qué significa exactamente memoria digital? En un sentido estricto, memorias digitales refiere a objetos de memoria creados y diseñados por y para medios digitales, que por lo tanto no pueden circular fuera de este medio: la reconstrucción digital de sitios de memoria, un museo virtual como “Europeana”, el gesto de dejar el perfil vacío en Facebook el 24 de marzo. En un sentido más amplio, el término refiere al impacto que el giro digital tiene en la construcción y la diseminación de la memoria colectiva. Para algunos críticos el cambio es tan radical que ya no tiene sentido hablar de memoria colectiva (Hosksins, 2018). Otros prefieren señalar las continuidades entre “viejos” y “nuevos” medios, en lugar de rupturas claras. ¿Qué preguntas plantea el giro digital a la memoria, o al menos a los conceptos con los que estamos familiarizados en el campo de los estudios de memoria? Primero, plantea la pregunta sobre la naturaleza misma de los medios digitales o de Internet como un “medio mnemónico”. Por un lado, dada la capacidad de almacenamiento sin precedentes de Internet y el rasgo archivable por defecto, se ha convertido en un lugar común identificar los nuevos medios con una “memoria total” –una especie de Funes que recuerda todo–, un mito que se remonta a 1945, con el diseño del «memex» de Vannevar Bush. Un estado en Facebook, un tweet, una foto en Instagram se archivan automáticamente, donde está en juego no solo una cuestión de almacenamiento sino de disponibilidad, es decir, el hecho de que se puede acceder fácilmente a la información sin necesidad de ninguna indexación compleja, como sucedía en los medios impresos. Pero, por otra parte, Internet está lejos de ser un archivo perfecto, algo que todos hemos experimentado alguna vez al clickear un link y encontrarnos con “error” y comprobar que el sitio no está disponible. Como señala Wendy Chun: “Los medios digitales no siempre están ahí. Los medios digitales son degenerativos, olvidadizos, erasables” (160). Internet como archivo es poco confiable, es impredecible en lo que recuerda. El contenido desaparece, pero también reaparece de maneras arbitrarias. En este sentido, algunos críticos hablan de Internet como un “archivo anárquico”, un “anti-archivo”, de Internet como un medio sin memoria, y uno de los debates más frecuentes gira precisamente en torno a cómo los medios digitales nos fuerzan a repensar la relación entre memoria, información y almacenamiento, resumidos bajo la categoría de archivo. Esto no solo afecta una discusión conceptual, sino que da lugar a debates legales, como los relacionados con la regulación europea de 2012 “The right to be forgotten”, que intenta legislar sobre nuestro derecho a borrar contenido de la web, nuestro derecho –y, por supuesto, la posibilidad misma– de olvidar y ser olvidado en la era digital.

Segundo, lo digital también cuestiona la naturaleza de las comunidades que dan forma a la memoria. Aunque el adjetivo “colectivo” en “memoria colectiva” siempre ha sido un punto problemático, el término adquiría tradicionalmente un carácter relativamente estable, ya sea como sinónimo de comunidad nacional o como un efecto de los medios de comunicación masivos (el “público”, las “masas” como efecto de los medios masivos, que unificaban el cuerpo social). Pero ahora, la erosión del Estado-nación en el marco de la globalización como marco natural de la memoria, y la necesidad de analizar memorias transnacionales, junto a la sustitución de los medios masivos por la ecología digital, hacen que el adjetivo “colectivo” pierda su estabilidad para volverse múltiple, inestable, heterogéneo, contingente en relación con pertenencias efímeras que mutan y se intersectan en el espacio social conectivo. Es por esto que Andrew Hoskins (2018) reemplaza el término colectivo por “conectivo” o, habla de “memoria de la multitud” para describir “new flexible community types with emergent and mutable temporal and spatial coordinates” (86).

Lo digital también cuestiona el espacio o el lugar de la memoria. Desde Halbwachs, que pensaba el espacio como el factor de estabilidad por excelencia –“It is the spatial image alone that, by reason of its stability, gives us an illusion of not having changed through time and of retrieving the past in the present” (156)–, pasando por el ubicuo concepto de “sitio de memoria” de Pierre Nora, la memoria colectiva tuvo siempre una fuerte localización: estaba enmarcada, contenida, emplazada, situada, inscripta en un lugar, ya sea si pensamos en el espacio simbólico de la nación como comunidad imaginada –todo lo imaginada que se quiera pero imaginada dentro de los claros bordes que separan una nación de otra– o si pensamos en las marcas en el espacio urbano: la importancia de los sitios de memoria, monumentos y memoriales, o en marcas más discretas como “stolpersteine”, baldosas o murales, todos ellos marcas de la memoria en el espacio físico que habitamos. ¿Cómo se combinan la permanencia de estos lugares con la fluidez y la movilidad de lo digital? Que el espacio se reconfigure bajo el impacto digital no significa afirmar que las memorias digitales son necesariamente “memorias sin lugar”, descontextualizadas (aunque para algunos lo son). Si consideramos lugar y movilidad como opuestos, la fluidez de la memoria digital implica una pérdida, o una falta, o un desorden, una carencia de significado. Pero desde otra perspectiva, lugar y movilidad no necesariamente se oponen, sino que deben pensarse juntos. Para decirlo de otra manera, los medios digitales implican una nueva forma de experimentar el lugar que, lejos de las conocidas teorizaciones en torno al “no lugar” de Marc Augé, o las de Edward Relph, piensan el lugar como “relacional”, como un evento que no precede a lo que los sujetos hacen en el espacio, sino que precisamente se configura como resultado de esas prácticas. En términos de memoria esto implica pasar de un concepto de lugar como fijo, estable y pre-existente, a “lugar” entendido como el producto de prácticas sociales que conectan puntos múltiples en una red conformada por actores humanos y no- humanos.

Lo digital también implica re-pensar la agencia: ¿Quién selecciona la información y el acceso que tenemos a ella? ¿Quién estructura la ingeniería social? ¿Quién establece las conexiones, las promueve o las dificulta? No solo “agentes humanos” sino, en la misma medida –aunque de una manera infinitamente más oscura– los algoritmos.

Por último, lo digital cuestiona de qué manera los medios tradicionalmente asociados a la memoria cambian su función cuando son “remediados”, para usar el término de Bolter y Grusin, en la era digital. Por ejemplo, la fotografía. Si la fotografía era tradicionalmente un medio ontológicamente «memorístico», hoy en día, esta ontología se cuestiona drásticamente. Las fotos circulan digitalmente como formas de comunicar el presente, más que referir el pasado, como “momentos” más que “mementos”, en la frase de Van Dijck. Aquí nuevamente el debate es muy amplio, pero el hecho de que lo digital ha cambiado la forma en que usamos la fotografía como medio para crear memoria es innegable. Lo que quiero considerar a continuación no es cómo lo digital cambia la supuesta función mnemónica inherente en la fotografía, sino algo más acotado: cómo el dispositivo usado para representar la desaparición –las fotos– cambia su estado y multiplica su significado. Y propongo verlo en dos casos de la memorización en torno a la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa: la iniciativa “Ilustradores con Ayotzinapa” y la obra “Nivel de confianza” de Lozano-Hemmer. No postulo que estos cambios se expliquen por la influencia del medio, por supuesto, sino que deben leerse en las complejas características socio-políticas e históricas del caso de Ayotzinapa y la fluidez de las desapariciones en el marco de la Guerra contra las drogas. Significa, por lo tanto, que los cambios no son solo un cambio de “medio” sino un contexto diferente y una trayectoria de memoria diferente, y “diferente” aquí se refiere a una relación concreta: una que pone en relación a México y Argentina. Con frecuencia, Argentina y México se han opuesto, presentados como dos polos en el espectro de la memoria (por ejemplo, el clásico Activists without Borders (1998), de Keck y Sikkink, aunque su análisis es muy injusto en lo que concierne a México). En estos análisis, Argentina se destaca como el caso de “éxito” y México en cambio como el “fracaso”. Si bien esta oposición simplista oscurece la historia de la memoria de los derechos humanos en México, la comparación sigue siendo útil sin embargo no como contraste, sino más bien porque hay préstamos, circulaciones, tiempos que colapsan y lugares fluidos que ayudan a comprender qué está en juego en el caso de Ayotzinapa.

 

Fotografía y desaparición en el caso Ayotzinapa

Tras lo ocurrido en Ayotzinapa, las fotografías de los rostros de los estudiantes comenzaron a circular. Muy rápidamente se convierten, junto con el número “43”, en la referencia ubicua para señalar el crimen e interpelar al Estado pidiendo justicia. Es importante señalar que antes de Ayotzinapa el rostro no era prominente en las protestas contra la violencia en México. La movilización más importante previa a Ayotzinapa, el «Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad», encabezado por el poeta Javier Sicilia, se negó a simbolizar el conflicto a través de un caso particular y optaron por utilizar texto o el silencio en lugar de imágenes. Fue solo después de Ayotzinapa, como señala Katia Olalde (2016), cuando el término “desaparición forzada” entró definitivamente en el debate público y la violencia adquirió un número y una cara (la de los cuarenta y tres estudiantes), lo que hizo posible representarlo simbólicamente en los rostros. Hubo, por lo tanto, un cambio en el registro semiótico, del texto a lo visual, es decir, del nombre (el signo escrito de identidad) al rostro (el signo visual de la identidad).

Pero lo que me interesa no es la circulación de las fotos como tales sino la transformación de las fotografías en objetos fluidos: las “semejanzas familiares” entre el objeto tradicional y el nuevo. Con objeto tradicional me refiero, principalmente, a la trayectoria que las fotografías de los desaparecidos han seguido en Argentina.

La relación entre fotografía y desaparición ha estado, como señala Luis García, asediada por la pregunta misma acerca del “abismo que las une y las mantiene a distancia”, una pregunta acerca “de las posibilidades y las dificultades de la ‘representación’ del desaparecido a través de la fotografía” (García, La comunidad en montaje, 57).

Como García destaca, las fotos de los desaparecidos tenían –aún tienen– dos funciones principales: una función “documental” y otra “expresiva”. Las fotos fueron utilizadas por primera vez por los familiares, quienes las portaron en sus propios cuerpos, colgada o prendida con un alfiler en las ropas de las madres, para contestar el borramiento que pretendía el Estado y oponerle a la desaparición perpetrada la “prueba” de ese rostro. Este uso como documento se basa en la tradición que considera que la propiedad principal del medio es su carácter de index: el “esto-ha-sido” de Barthes. Pero muy temprano, junto a esta tarea instrumental, las fotografías tomaron una función “expresiva”: el carácter documental retrocede y, en lugar de ser el testimonio de la vida previa de los desaparecidos, su “representación”, se convierten en el testimonio de su sobre-vida, de su vida posterior, su vida póstuma, de su retorno, de su re-aparición, ellas “están allí y ellas son los desaparecidos que re-aparecen” (60-61). En su función expresiva, las fotos de los desaparecidos son, literalmente, su forma de habitar el espacio social y el espacio del presente.

Esta función documental de la fotografía de los desaparecidos estuvo presente desde el inicio en Ayotzinapa, portadas por las madres y los padres, convertidas en pancartas y enarboladas en las masivas marchas que tuvieron lugar.

Figura 1

 

Sin embargo, hay ya una doble “referencia”: no solo los rostros de los “43”, sino que estas fotos nos remiten a la historia de la desaparición forzada de los años 70. No solo existe el carácter indexical inherente, estas fotos son «citas” de una representación ya establecida: reconocemos en ellas la figura de los desaparecidos y los reclamos, las luchas, la historia del activismo que se invoca para dar sentido a la desaparición del presente. Pero es sintomático que otras formas aparezcan para memorializar a los desaparecidos, fotografías no en sentido estricto, o sí, pero con bordes inestables, objetos fluidos que se transforman sin discontinuidad.

 

#Ilustradores con Ayotzinapa

Poco después de la desaparición de los estudiantes, la artista visual Valeria Gallo hizo un retrato textil de Benjamín Ascencio. Luego invitó a ilustradores que quisieran unirse a hacer un retrato basado en las fotos de los estudiantes, con una leyenda que incluyera el nombre del ilustrador y el de uno de los estudiantes. La iniciativa dio como resultado un “banco de retratos” compuesto de dibujos que “remedian” las fotografías iniciales. Estos dibujos se volvieron virales y se han reproducido incesantemente en recordatorios, sitios web, marchas; podemos verlos ocupando el lugar de los dispositivos tradicionales en blanco y negro.

 

https://ilustradoresconayotzinapa.tumblr.com

https://ilustradoresconayotzinapa.tumblr.com

 

En estos retratos el carácter indexical de la fotografía se pierde radicalmente. Los dibujos no son documentos, ni pruebas, ni rastros materiales de sujetos vivos anteriores a la desaparición. En cambio, la función “ficticia” o expresiva pasa a primer plano.

 

 

¿Cuánto importa –cuánto sigue importando– el carácter documental, la adherencia al referente? Uno de los lugares comunes en el debate sobre la fotografía digital es que, gracias a su fácil manipulación –la forma en que las fotografías pueden ser retocadas, corregidas, mejoradas–, las imágenes digitales han perdido su realismo, lo que da paso al mito de que la fotografía digital tiene una ontología diferente a la análoga, y que esta ontología dicta una relación distinta con el referente, basada en la información, el código y la señalética (la esfera simbólica), en lugar de la esferas icónica e indexical de las formas antiguas de fotografía (Mitchell, WJT , Image Science: Iconology, Visual Culture, and Media Aesthetics). WJT Mitchell discute este mito afirmando que el supuesto realismo de la fotografía análoga no es ninguna cualidad inherente al medio sino producto de una noción simplista de realismo. El realismo no está inscripto en la ontología de ningún medio como tal, cuyo potencial para capturar el referente radica en las complejas mediaciones que producen un efecto real, cualquier automatismo descartado. Si la fotografía tiene un automatismo, es tanto una tendencia a estetizar y embellecer, como su adhesión al referente.

Mitchell cuestiona, de hecho, que el referente sea algo dado. En el caso de las fotografías de desaparecidos: ¿Cuál es el referente? ¿Es el rostro? ¿Es a la expresión que capta el momento exacto de la felicidad, previo a la irrupción de la violencia? ¿Es la época, plasmada en la vestimenta, los peinados, los gestos de ese individuo? ¿Es un individuo o la manera en que esta biografía funciona como metonimina, la parte por el todo? ¿Es el accionar del Estado, su carácter criminal?

Cuando planteamos esta pregunta, rápidamente el realismo de la imagen se descompone y el valor de la fotografía como práctica social se vuelve obvia. La propuesta de Mitchell es que más que de-realizar, volverse menos creíbles, o menos legítimas, la digitalización ha producido una “optimización” de la cultura fotográfica, en la que la intervención sobre la fotografía perfecciona el realismo antes que aniquilarlo. Mitchell también argumenta que la principal diferencia de las imágenes digitales no está en su fidelidad, ni en su referencia, sino en su circulación y diseminación. Esto es lo que cambia fundamentalmente bajo el impacto de lo digital: si antes las fotografías estaban confinadas a una circulación restringida y lenta, ahora en cambio pueden circular rápidamente, viralizarse, lo que las dota de una vitalidad incontrolable, una habilidad de migrar a través de las fronteras, de quebrar los controles impuestos. En una época que perfecciona las vallas y los muros, que perfecciona sus mecanismos de control, esta capacidad de la imagen digital de transgredirlos funciona políticamente rediseñando el espacio social o, al menos, oponiendo una resistencia a esa lógica.

Lo que hicieron los ilustradores con las fotografías iniciales fue perfeccionar el realismo de los originales, no en el sentido de embellecerlos sino en la de reponer la mirada con la que nosotros los vemos, la indignidad, el dolor, la rabia. El gesto de los dibujos parece hacer retroceder lo digital a una era anterior, no a la reproducción técnica, sino al retrato, cuando el pintor, enfrentado al enigma de la subjetividad, intentaba capturar esos rasgos que individualizaban el retratado, la “verdad” del enigma detrás del rostro. En el mismo gesto, cada retrato es una llamada a demorarnos en la contemplación, un pedido imperioso a que veamos ese rostro que en su singularidad se multiplica frente a nosotros en todas sus variantes, reproduciendo o imaginando, cada vez, otra vez, los mismos rasgos. Si la profusión de imágenes en la cultura digital provoca una especie de ceguera, estos dibujos nos piden demorarnos, observar qué colores se han utilizado, qué otras figuras aparecieron, qué tan delgadas o gruesos son los trazos, o incluso, en los dibujos que se apartan más de la fotografía original,  hasta qué punto todavía vemos un rostro allí, volviendo a la pregunta que hiciera James Elkin  en un libro que se titula no casualmente The Object Stares Back: On the Nature of Seeing (1996): “¿ What is a face? I want to know what counts as a face […], what is on the border between a face and something that is not a face, and what kind of thing is definitely not a face” (161). O también, mirar es una metamorfosis, no un mecanismo.

El segundo punto, como subraya Mitchell, radica en su capacidad digital para circular, romper barreras, multiplicarse y volverse ubicuas. La función «expresiva» de estas fotografías podría hacernos pensar en proyectos muy conocidos como Arqueología de la ausencia, de Lucila Quieto o Ausencias, de Germano. Sin embargo, mientras que las obras de Quietos o Germano son una unidad formal cerrada, Ilustradores es una base de datos cuyos rasgos son los de los “rogue archives”, archivos abiertos, incompletos, permanentemente en construcción, alimentados por la producción cultural de quienes los construyen y los mantienen. Ese carácter abierto y móvil de Ilustradores contesta de manera ubicua el gesto del Estado inscripto en la desaparición. Otra distinción fundamental es el hecho de que estos dibujos son hechos por personas que no tienen un vínculo intrínseco con los desaparecidos. No son hijos, no los une un lazo biológico. No existe un álbum familiar en el caso de Ilustradores, sino personas que establecen una relación con los desaparecidos al dedicarse a la actividad de transformar las fotos en un testimonio personal y un reclamo de justicia. Forman parte de una comunidad mucho más amplia y difusa, la de la sociedad civil global, cuyos valores y normas se transmiten a través de los medios digitales. Los medios digitales son el canal que vehiculiza las demandas de la sociedad civil global, que pone en acto el trabajo de justicia global.

 

Nivel de confianza

 

 

“Nivel de confianza” (2015) es un proyecto del artista mexicano Rafael Lozano-Hemmer. El proyecto consiste en una cámara de reconocimiento facial que ha sido entrenada para buscar incansablemente los rostros de los estudiantes desaparecidos. Cuando uno se para frente a la cámara, el sistema utiliza algoritmos –Eigen, Fisher y LBPH– para determinar qué rasgos faciales de los estudiantes coinciden con los del participante, lo que brinda un «nivel de confianza» sobre la precisión de la coincidencia. Los rostros están en el centro de la escena, pero mediados por la tecnología de reconocimiento facial.

Los sistemas de reconocimiento facial sustituyen el significado de los rostros por una matemática de los rostros, por lo que reducen su complejidad y multidimensionalidad a criterios medibles y predecibles. De hecho, la tecnología de reconocimiento facial implica procesos complejos para reducir y normalizar el rostro, lo que perfecciona las técnicas de vigilancia. En Level of Confidence, las fotografías no se transforman en otro objeto, sino que se usan para poner en contacto tres elementos: el rostro de los estudiantes, el espectador y el régimen escópico. Más que una invitación a ver, como en Ilustradores, lo que plantea Lozano-Hemmer es la incomodidad de ver, la imposibilidad de ver, el punto en que el régimen escópico se alinea con los mecanismos de surveillance.

Nosotros, como espectadores, no podemos elegir cómo ver. El espectador debe pararse frente a la cámara para ser sometido al reconocimiento y debe esperar hasta que se complete el proceso, que al final falla. No podemos elegir desde dónde mirar, ni cómo situarnos en relación a lo que miramos, de hecho, aunque miramos a los estudiantes a la cara, el ritmo de la cámara nos impide demorarnos y nos reduce en cambio a ser un objeto de observación. La sensación recuerda a pasar el control de seguridad en el aeropuerto.  En las marchas las fotografías de los desaparecidos, portadas en pancartas, diseñan un espacio compartido, en el que una comunidad espectral comparte el mismo despacio. Aquí también compartimos un mismo espacio con los estudiantes desaparecidos, pero en una confrontación que distancia (la mediación del dispositivo, el fracaso del reconocimiento) y une (ambos somos sometidos a la tecnología de surveillance). En ambos casos, la sensación es de impotencia, de frustración, como si fuese el reverso de “Aliento”, del artista Oscar Muñoz, en el que al acercarnos a unos espejos y respirar sobre ellos, aparecen los rostros no identificados de colombianos desaparecidos.

Lozano-Hemmer combina la lógica digital, la base de datos y el algoritmo. En este caso, el dispositivo está programado para fallar, ya que sabemos de antemano que no somos uno de los estudiantes. Ese fracaso nos confronta al fracaso de la búsqueda real, al desconocimiento, cinco años después, sobre su paradero.  “Nivel de confianza” se convierte en un objeto de memoria irónico, incluso desde el título mismo. Es simultáneamente una denuncia del poder arbitrario del Estado, un impulso para mantener el reclamo de justicia abierto y un encuentro subjetivo con los rostros de aquellos a los que miramos y quienes nos miran.

James Elkin decía, sobre el rostro, que el recuerdo de un rostro es siempre evanescente y, al mismo tiempo, que un rostro es, definitivamente, el objeto que vemos mejor. Vemos más de lo que creemos ver, más de lo que somos capaces de describir o listar cuando miramos un rostro. El rostro es el sitio de la visión más perfecta de la que somos capaces. Y esto porque, a diferencia de los otros objetos que pueblan el mundo, el rostro es siempre algo incompleto, un “work in progress” que necesita ser visto, tocado con nuestra mirada. Los rostros digitales de los cuarenta y tres estudiantes intensifican aún más esa cualidad: son objetos incompletos, efímeros, evanescentes –con la temporalidad fluida de lo digital– y al mismo tiempo, habitan ese espacio con la permanencia de lo ubicuo, multiplicando y sosteniendo en el tiempo el reclamo de su aparición.

 


Bibliografía

Chun, Wendy Hui Kyong. “The Enduring Ephemeral, or the Future is a Memory”. Critical Inquiry 35.1 (Autumn 2008): 148-171.

Elkins, James. The Object Stares Back: on the Nature of Seeing; San Diego: Harcourt Brace, 1996.

García, Luis Ignacio. La comunidad en montaje: imaginación política y postdictadura. Buenos Aires: Prometeo, 2018.

Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. Informe Ayotzinapa. Investigación y primeras conclusiones de las desapariciones y homicidios de los normalistas de Ayotzinapa, 2015.

Halbwachs, Maurice. The Collective Memory. Translated by Francis J. Ditter and Vida Yazdi Ditter.  New York: Harper & Row, 1980.

Hoskins, Andrew (ed). Digital Memory Studies. Media Pasts in Transition. New York: Routledge, 2018.

Hoskins, Andrew. “The memory of the multitude: the end of collective memory”. Hoskins, Andrew (ed). Digital Memory Studies. Media Pasts in Transition. New York: Routledge, 2018. 85 –  109.

Mata Lugo, Daniel Omar. “Traducciones de la ‘idea de desaparición (forzada) en México”. Yankelevich, Javier. Desde y frente al Estado: pensar, atender y resistir la desaparición de personas en México. Ciudad de México: Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2017. 27- 73.

Mata Rosas, Francisco (coordinador y compilador) y Felipe Victoriano (editor de textos y compilador). 43. México: UAM, Unidad Cuajimalpa, 2016.

Mitchell, W. J. T. Image Science: Iconology, Visual Culture, and Media Aesthetics. Chicago and Lodon: University of Chicago Press, 2015.

Mol, Annemarie and John Law. “Regions, Networks and Fluids: Anaemia and Social Topology”. Social Studies of Science 24 (1994): 641–71.

Olalde, Katia. Bordando por la paz y la memoria en México: Marcos de Guerra, aparición pública y estrategias esteticamente convocantes en la “Guerra contra el narcotráfico” (2010-2014). Tesis Doctoral, Universidad Autónoma de México, 2016.

Yankelevich, Javier. Desde y frente al Estado: pensar, atender y resistir la desaparición de personas en México. Ciudad de México: Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2017.

 

 

*Silvana Mandolessi es profesora de Estudios Culturales en la Universidad de Lovaina (KU Leuven) y actualmente dirige el proyecto “Todos somos Ayotzinapa: el rol de los medios digitales en la formación de memorias transnacionales de la desaparición”. Este proyecto ha recibido financiación del Consejo Europeo de Investigación, en el Programa Marco de Investigación e Innovación de la Unión Europea Horizonte 2020 (“Digital Memories”, Grant Agreement N° 677955).

 

“Volvían la vista hacia la montaña, sin lograr darle la espalda” Sobre La montaña, de Jean-Noël Pancrazi

Por: Elisa Fagnani y Bruno Gold

Imagen: Archivo.

El Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas de UNSAM problematiza la obra La montaña, del escritor franco-argelino Jean-Noël Pancrazi, con motivo del conversatorio que se realizará con la presencia del autor y del especialista Sergio Galiana el viernes 27/09 a las 19 hs en el Edificio Volta, aula 415. La novela, narrada en primera persona, relata las vivencias de un niño de ascendencia francesa, nacido en Argelia y exiliado en Francia durante la Guerra de Independencia de Argelia. Esos exiliados de los que forma parte el narrador, llamados pieds-noirs, vuelven su mirada hacia Francia con una mezcla de resignación y desencanto. Reconvertidos en franceses por un poder que no puede borrar el rastro de su intervención en Argelia, los otrora descendientes de colonos franceses se ven forzados a integrarse en una sociedad que no los reconoce, lo que convierte su identidad en un limbo que condensa todas las contradicciones de la lógica colonial.


 

La montaña, Editorial Empatía, 2018, 80 páginas.

 

La montaña es una de las últimas novelas Jean-Noël Pancrazi, escritor franco-argelino, pied-noir, nacido en Setif, Argelia en 1949 y exiliado en Francia desde 1962. Desde entonces, Pancrazi se desempeñó como docente en escuelas secundarias y se convirtió en un escritor prolífico y sumamente reconocido. Escribió novelas, cuentos y ensayos, y realizó colaboraciones con distintos artistas. La novela aquí abordada recibió los premios Méditerranée, Marcel-Pagnol y François-Mauriac. Fue publicada por primera vez en Argentina en el 2018 por la Editorial Empatía, cuya traducción estuvo a cargo de Sofía Traballi.

En La montaña nos encontramos con la historia de vida de un niño, luego hombre, nacido en Argelia pero de ascendencia francesa. Sus raíces implican que, luego de la Guerra de Independencia argelina, deberá exiliarse de su país natal para volver a Francia que es, teóricamente, su país de origen. Desamparados y convertidos en apátridas por un Estado que los rechaza, estos exiliados –llamados pieds-noirs– vuelven su mirada hacia Francia con una mezcla de resignación y desencanto. Reconvertidos en franceses por un poder que no puede borrar el rastro de su intervención en Argelia, los otrora descendientes de colonos franceses se ven forzados a integrarse en una sociedad que no los reconoce, lo que convierte su identidad en un limbo que condensa todas las contradicciones de la lógica colonial.

Desde lo histórico, la novela narra el final de una guerra extraña, llevada a cabo entre los estallidos de las bombas en las ciudades y con una lógica que poco se asemeja a la de un campo de batalla. Finalizada formalmente en 1962, Guerra de Independencia de Argelia deja un regusto amargo tanto a los vencedores como a los vencidos. Su resultado es el exilio –forzado, voluntario, negociado– de casi un millón de colonos de origen francés que regresan a Francia luego de la firma de los pactos de Evian en 1962. Ese exilio abre un abismo que parece nunca terminar de cerrarse. En Francia, un millón de personas quedan escindidas de su nacionalidad en un mundo en el que la lógica del Estado-nación todo lo consume. Del otro lado del mar, un Estado nuevo se erige sobre la memoria de más de medio millón de muertos y recupera su lengua, su cultura, sus tradiciones.

Entre estos universos, los pieds-noirs se constituyen en una imagen molesta que les recuerda a unos y a otros que algo solía ser distinto. Por un lado, remueve conciencias de un pasado al que Francia ya no mira con tanto orgullo sino que, progresivamente, rechaza como algo sórdido, ajeno; y por el otro, en Argelia, los pieds-noirs son un recordatorio del sometimiento colonial perpetrado por la potencia europea. Lo más interesante de esta novela reside en el gesto de recuperar ambas miradas: la de un niño argelino que ve su infancia quebrada por la violencia del fin de un orden colonial del que él, según parece, formó parte y la de un hombre francés (el padre del protagonista), instalado en Argelia con su familia, que es forzado a irse con lo puesto de un país al que supo llamar hogar y al que nunca podrá regresar. Un territorio perdido para siempre en la memoria de lo que fue y de lo que ya no será.

Leer La montaña, afirma Luciano Lamberti en el majestuoso prólogo que antecede la novela, “es como estar en el medio de la creciente de un río […] y mirar el cielo y las caras de los que están en la orilla, que te consideran perdido y acabado”. Esta frase introductoria sintetiza con extrema agudeza el ritmo de esta novela que, sirviéndose de la(s) memoria(s) como fuente primaria, construye un aluvión de imágenes que se entremezclan y superponen al tiempo que dejan ver la cronología de una vida. De la niñez a la muerte, la novela transcurre entre los dos países apenas mencionados. Narrada en un tiempo que es pasado y presente simultáneamente, la novela no se limita a ser una narración desde o sobre el exilio, sino que se constituye en ese ostracismo forzado: un tiempo que parece remontarse siempre al pasado pero que nunca se cierra, porque todo es recuerdo y añoranza.

La escritura de Pancrazi, efectivamente, tiene el ritmo de un río: un río correntoso, pero silencioso. Intenso pero sin exabruptos; con algunos remansos pero de un fluir constante que permite un diálogo continuo entre las imágenes que construye. El manejo de la intensidad se da a partir de un minucioso trabajo con la puntuación por parte del autor y extremadamente cuidado por la traductora. Las frases son largas, por momentos agobiantes. Abundan las comas y, fundamentalmente, los puntos y coma, que funcionan como un respiro en la vorágine de imágenes. El respiro que habilita la puntuación es muy breve: es insuficiente para recuperar el aire por completo, pero permite y estimula la continuidad de la lectura. En palabras de Lamberti, leer esta novela es “ahogarse por momentos, y por otros salir a flote”, y es por esto que su lectura es más efectiva de un tirón.

La novela empieza y termina en el mismo escenario, habitado primero por el niño y luego por el anciano protagonista. Este espacio condensa el nudo de la novela: la montaña es el lugar en el que los compañeros del colegio del protagonista fueron asesinados cuando niños. Este episodio con el que se abre la novela es el punto de inflexión que marca el resto del relato. El protagonista, que ese día decidió no acompañar a sus compañeros, es el único testigo de lo sucedido. Desde el pie de la montaña ve como sus amigos son llevados hasta lo más alto de la montaña para, finalmente, morir degollados. A partir de ese momento, el narrador –y todos sus vecinos– quedarán entumecidos por un ruido que, de tan ensordecedor, se vuelve silencio, quietud, pasividad. Y es precisamente este el tono característico de la novela: La montaña parece estar escrita en sordina, en un tono monocorde en el que los vuelcos característicos de los rápidos de un río no alcanzan el estallido porque están sofocados por el entumecimiento, ese chillido prolongado que sucede al sonido de una explosión. El protagonista/narrador se convierte en un observador pasivo de sus propias memorias: “Apenas quedaría en pie un niño ensordecido por los disparos, que caminaba solo, desorientado, sin saber a quién darle la mano” (Pancrazi, 2018: 57).

Luego de esta primera escena brutal, se narra una cronología confusa en la que podemos ubicar tres momentos: el exilio de Argelia a Francia durante la niñez, el pasaje a la adultez en Francia, la vuelta a Argelia durante la vejez. Luego de la tragedia, el protagonista y su familia vuelven progresivamente a ese país de origen que, en la práctica, no es tal. El último en volver es su padre, que se resiste a abandonar una tierra que siente “suya”, no porque mantenga con ella un vínculo de propiedad, sino porque es argelino, no francés. Como mencionábamos anteriormente, Pancrazi complejiza el par binario colonizador/colonizado, lo que les significa a sus personajes la imposibilidad de aspirar a una identidad definida y reconocida. Luego de la independencia, el protagonista y su familia son, para los argelinos, franceses/colonos que deben abandonar el territorio usurpado: “Yo no era para él más que un chico europeo que temblaba de impotencia, de rabia y de tristeza en el patio de un molino harinero que ahora les pertenecía; ya era bastante, debía pensar, que toleraran mi presencia aquí” (Pancrazi, 2018: 46). Por otra parte, en Francia se encuentran con una actitud persecutoria por parte de los empleados públicos, que les exigen presentar documentos que ardieron en el fuego de la guerra. Los actores de la colonización, nos muestra Pancrazi, no pueden definirse a partir de categorías unívocas. El entramado identitario es mucho más complejo que eso, por lo que se vuelve inviable pensar tanto la novela como las identidades de sus personajes a partir de los pares binarios que suelen estructurar los discursos sobre la colonización.

Como dijimos, la materia constitutiva de la novela son las memorias del narrador. A partir de esa recuperación, el narrador intenta reconstruir una cronología que, inevitablemente, queda trunca, porque la memoria siempre es una memoria fragmentada. En ese gesto de reconstrucción el tiempo se aplana, se condensa y todo sucede en simultáneo. Los recuerdos se suceden, uno detrás de otro, y en esa alternancia y superposición aparecen los ecos tan característicos de La montaña. La obra presenta un trabajo meticuloso con los sonidos y en ese punto aparece nuevamente la figura del río ensordecido. Hay una incapacidad de asimilar los ruidos de las ciudades, de los tiros, de las bombas, los gritos. Por este motivo los sonidos y las figuras se vuelven reminiscencias: constantemente sumido en ese estado de somnolencia, todo lo que rodea al protagonista se vuelve ecos, resplandores. [Ya en Francia] “yo sentía que me faltaba algo, como si buscara a mis amigos en las filas de pupitres, como si ellos me siguieran, me pidieran que tomara su lugar si algún día decidían ausentarse” (Pancrazi, 2018: 49). Estos ecos, sin embargo, no aparecen como un estado transitorio que eventualmente será superado, sino que son el estado mismo que posibilita la escritura. Cuando hacia el final de la novela el protagonista vuelve a Argelia, ya entrado en años, afirma que “una y otra vez había dejado pasar la ocasión de visitar [su casa de la infancia], como si temiera perder, en ese cara a cara con el pasado, las posibilidades de mi imaginación, la libertad de reinventarlo todo” (Pancrazi, 2018: 70). Si la memoria es el motor de la escritura, el encuentro de quien recuerda con la realidad material a la que se remiten sus memorias significa arriesgar la posibilidad de imaginar y (re)inventar. En la distancia indefinida entre lo real y los recuerdos surge la posibilidad de la creación artística, gesto que, en el encuentro con la realidad, corre el riesgo de esterilizarse.

 

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La crónica bordada de Sebastián Hacher

Por: Mónica Bernabé (IECH-UNR)

Imágenes: Sebastián Hacher

Mónica Bernabé analiza la narrativa heteróclita del periodista Sebastián Hacher: para la autora, mezcla de literatura, arte y etnografía en la que conviven prácticas heterogéneas. Para pensar la relación entre los cuerpos en peligro, las minorías y la migración, Bernabé se detiene especialmente en el proyecto denominado “Inakayal vuelve”. Una iniciativa que busca desandar el camino que hicieron los prisioneros y prisioneras mapuches en la llamada “conquista del desierto”, a través de la intervención colectiva de sus fotografías mediante la “iluminación” (colorear las imágenes que eran, originalmente, en blanco y negro) y el bordado. Para la autora, Hacher propone desandar esa historia de muerte desde la eficacia de un arte archivístico que conecta aquello que no pudo ser conectado –ni contado– por más de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos que retornan para re-conocerse en los rostros de sus sobrevivientes.


“El hombre que teje” es una crónica (si es que podemos seguir usando ese término en este caso) que desde su mismo título deja presentir lo raro. El oxímoron se intensifica cuando descubrimos que el bordador aprendiz en talleres donde reinan las mujeres es también el periodista que durante quince años escribió sobre violencia y movimientos sociales en Cosecha Roja. Es el mismo que durante cuatro años recorrió las noches de La Salada desafiando matones en los pasillos del miedo ¿Qué relación existe entre el cronista de una ciudad oscura y brutal con el que enhebra hilos y letras al ritmo de una Surah del Corán recitada en árabe?

Llamemos, provisoriamente, “proyecto Hacher” a esa mezcla de literatura, arte y etnografía de la que resulta un híbrido donde convergen prácticas heterogéneas. Paso a enumerar: crónica periodística, reportaje fotográfico, autobiografía, bordado artístico, investigación de archivo, diario de viaje, trabajo de campo, arte colaborativo, militancia social, producción multimedia, narrativa documental, diseño pop. Estamos ante un programa experimental desde el que emerge un artista singular que apenas se deja ver en el juego de los desdoblamientos.  Lo adivinamos, por dar un ejemplo, cuando incrusta, en el seno del relato, el video de un programa de la televisión alemana en donde Björk –medio en serio, medio en broma– hace gala de poseer un “control artístico absoluto”. El mismo control que el cronista descubre en Chiquita Martínez, la Björk del ñandutí en Paraguay, un modelo a imitar cuando, sin poner demasiada atención en el dinero, la labor artística se realiza en el tiempo libre, después de concluidas las tareas de la casa o al final de la jornada laboral. Entre el bordado y el tejido, la escritura se acopla al ritmo de una práctica ejecutada por las mujeres desde tiempos inmemoriales: el cronista, entonces, va pergeñando una escritura extraña al patriarcado de las letras nacionales.

Como en un bordado, el hombre que teje trama una imagen de sí que tiene verso y anverso: versiona un modelo de escritor que desafía patrones e incomoda a los que necesitan definir y llenar los casilleros de los géneros y de las identidades. Escribir sobre bordado, aprender a bordar, e inventar un territorio incierto, a mitad de camino entre periodismo y artesanía lo lleva a tensionar y traspasar el oficio de cronista para dar testimonio de la cercanía que existe entre un mundo de despojo y destrucción y la epifanía de unas imágenes que resisten a la catástrofe.

Las crónicas del artesano, o los bordados de periodista, o no sé bien qué, están lejos de la literatura en blog o Facebook que, después de algún tiempo y de un trabajo de edición, suelen ser publicadas en la forma tradicional del libro. “Te queremos como autor, pero no nos cierra el libro” le contesta por mail una editora con la que había entrado en negociación para una publicación.  La negativa confirma el lugar incierto de un autor que a comienzos de siglo aprendía el oficio de periodista en las redes sociales y que, cuando decide torcer su práctica, hecha mano a la tela y el hilo sin pasar por el papel y la tinta.  El libro no cierra porque su experiencia de escritura se cumplió y se cumple fuera de la tecnología de imprenta y del canon del arte ilustrado.  De este modo, el autor sin libro entra en sintonía con tantos otros proyectos artísticos contemporáneos (rémora tal vez de viejas estrategias vanguardistas) en donde la escritura des-borda los límites de la ciudad letrada al tiempo que establece una relación íntima con las imágenes. En caso de ser publicado, el libro del cronista bordador nunca podrá reponer la experiencia de la lectura online, es decir, no podrá reproducir (dicho benjaminianamente) la experiencia de leer, ver y escuchar que propician las entregas de Anfibia, sitio en donde Sebastián Hacher fue diseñando una suerte de programa estético-político, un proyecto que se constituye –como el tejido de las redes– entre distintas formas de contar y construir la realidad.

Detengámonos en el trabajo artesanal y la profundidad casi mística, como decía Valery, que provoca la coordinación de alma, ojo y mano. Aquí, el modo manual no debe ser entendido en oposición a las sofisticadas operaciones de los programadores en internet. El trabajo de Hacher no se adscribe a la polaridad artesanía/tecnología que forma parte del lugar común que contrapone la era posindustrial a la nostalgia de un pasado edulcorado en el que reinaba lo auténtico y original. El artesanado de Hacher nos recuerda a Richard Sennett cuando argumenta sobre la relación entre las antiguas tejedoras y los programadores de Linux. Para el sociólogo norteamericano, las prácticas rebeldes de quienes desarrollan el software de código abierto son similares a los patrones comunitarios del trabajo artesanal: descansan en las formas colaborativas de descubrimiento y solución de problemas y en el carácter impersonal y anónimo de las contribuciones.

Lo mismo podríamos decir de los periodistas independientes de Indymedia, la red global participativa que nace en 1999 en las arenas de la “batalla de Seattle”. No es menor el hecho de que Hacher haya sido uno de los fundadores de la filial argentina de la red –entre el 2001 y 2002, nuestro bienio rojo– con la consigna de “dormir con los borceguíes puestos y la cámara cerca”. En aquellos días aciagos en que cayeron Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, lograron torcerle el cuello a las agencias del poder desactivando las maniobras para el ocultamiento del crimen. (http://revistaanfibia.com/piquetes-en-la-prehistoria-de-las-redes-sociales/).

Pero vayamos al tema que nos convoca: los cuerpos en peligro, las minorías y los migrantes; tema que, desde los comienzos, es central en la producción de Hacher. En particular, en el proyecto denominado #Inakayalvuelve, que conecta directamente con la resistencia de la minoría mapuche en Argentina.  El proyecto, que es definido como “una investigación performática, el tendido de una red, una experiencia transmedia de no ficción”, discute los cimientos mismos del Estado-nación re-bobinando, a la manera de una proyección al revés, la llamada “conquista del desierto” (1878-1885) para que al dorso emerja la imagen del genocidio mapuche largamente ocultado. Hacher propone desandar la historia desde la eficacia de un arte archivístico que conecta aquello que no pudo ser conectado por más de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos que retornan para re-conocerse en los rostros de sus sobrevivientes.

#Inakayalvuelve puede ser pensado como ejemplo del “giro etnográfico” que Hal Foster analizó a propósito del arte neoyorkino a fines del siglo XX. Pero también forma parte de las formas contemporáneas del “arte fuera de sí” que Ticio Escobar vincula con los rituales indígenas del pueblo ishir y de los grupos chiriguano-guaraní. Arte y ritual: pura performatividad que empuja hacia el mundo. ¿Acaso #Inakayalvuelve no despliega el combate entre el fin de la autonomía y el instante precario en el que se manifiesta una diferencia estética?

Mi primera hipótesis es que la práctica artística de Hacher, en particular el bordado de las fotografías del siglo XIX tomadas a los indios cautivos en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, conecta con las preguntas que David Viñas formuló en el contexto de la última dictadura militar y su celebración del centenario de la llamada “conquista del desierto”, preguntas que, después de casi cuarenta años, aún siguen provocando: “¿La Argentina no tiene nada que ver con los indios? ¿Y con las indias? ¿O nada que ver con América Latina?”, “¿No hubo vencidos? ¿No hubo violadas? ¿O no hubo indias ni indios?, “Quizá, los indios ¿fueron los desaparecidos de 1879?”.

La segunda hipótesis sostiene que si ciertamente estamos ante un ejemplo de arte etnográfico, aquí –al sur del continente– no sería el resultado de la envidia del etnógrafo, como lo piensa Foster, sino, más bien, un ajuste de cuentas con los historiadores y los relatos de la nación de los que el indio fue borrado. El arte etnográfico de Hacher es un arte de “contra-conquista”, en el sentido en que Lezama Lima pensaba el barroco americano: activación de la potencia que anida en las imágenes del pasado para el ejercicio de la justicia estética. Sin embargo, hay otras preguntas que inquietan: ¿Este particular giro etnográfico vendría a configurar una nueva forma de indigenismo, un neo-indigenismo, ahora atravesado por las tecnologías digitales, abierto a la navegación por internet y a la apertura infinita de archivos?

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Sabemos de los dilemas de la representación de lo indígena. Son innumerables los trabajos y las discusiones críticas que, particularmente a partir de la década de los ochenta, han problematizado los modos en que se ha ejercido el mecenazgo intelectual y político de los sectores indígenas en América Latina. Incaísmo, indianismo, andinismo, neo–indigenismo, cholismo, mestizaje e hibrideces varias hacen del indigenismo un concepto excesivamente ambiguo y riesgoso. Sin embargo, en la larga historia de los movimientos de pueblos y de cuerpos, los diversos indigenismos constituyeron una forma de figuración de un tiempo y un espacio otro, una posibilidad —para decirlo con las palabras de Didi-Huberman— para la emergencia de una parcela de humanidad despojada. El indigenismo latinoamericano de buena parte de siglo XX fue una manera específica de figurar a los otros y también fue una forma de exponerlos. Reparar en los pueblos expuestos, entonces, implica examinar el doblez, el pliegue de esa exposición. Cuando los pueblos son objeto de exposición reiterada en imágenes estereotipadas es porque están, precisamente, expuestos a la desaparición. El indigenismo es la forma en que una serie de pueblos —en trance de desaparición— comienzan a aparecer, a ser figurados en la política y en el arte bajo la abstracción deformadora de un tipo, de una fórmula, de una representación altamente codificada.

La diferencia argentina en la larga historia del indigenismo latinoamericano se explicaría, en parte, por una radical negación que, como decía Viñas, adquiere las dimensiones siniestras de la desaparición: en ese proceso, lejos del indigenismo clásico, lo mapuche fue catalogado exclusivamente como objeto para la investigación positivista. La nueva nación funda un museo de ciencias naturales e incorpora los cuerpos de los vencidos al servicio del reconocimiento osteológico, restos fósiles remanentes de un estadio superado de la evolución de la especie. El indio fue archivado como naturaleza absoluta, lo mismo que las piedras y la composición geológica de los suelos en la que habitaron, esas “tierras sin dueño, tierras de nadie” (como dice la niña que habla en el corto Nueva Argirópolis de Lucrecia Martel) y, a partir de 1879, bienes raíces de los administradores del capitalismo latifundista, desde el general Roca hasta Luciano Benetton y Joseph Lewis.

El arte de Hacher es un arte de restitución: pretende devolver algo de la vida arrebatada a los cuerpos archivados. Como los antropólogos del colectivo Guías que trabajan en la identificación de los huesos del museo para poder devolverlos a sus comunidades de origen, el bordado de las fotografías que tomaron los científicos positivistas a los prisioneros procura restituirles el alma. En este gesto, Hacher complica a los indigenismos tanto latinoamericanos como argentinos (aquellos que van de la Eurindia del Centenario hasta las carrozas pop que abrieron el desfile de Fuerza Bruta en los festejos del Bicentenario).  Con actitud de etnógrafo, el cronista practica una observación participante y se mimetiza solidariamente con las indias y los indios para interrogar por las identidades: la suya y la de los otros.

Mimetizarse: según la maestra María Moreno es la treta número uno del decálogo Mansilla, nuestro primer etnógrafo en tierras ranqueles. Hacher puede vivir en el vértigo como cualquier puestero de La Salada, en el borde del borde del conurbano profundo donde conoce a Jaime, el migrante peruano procedente de Pucallpa. Hacia allá viaja para, como él mismo dice: “Meter los dedos en el enchufe del continente” y beber y soñar con la ayahuasca como un indio shipibo en la espesura de la selva amazónica. Y luego, trasladarse a la estepa patagónica para danzar en respuesta al llamado milenario de la tierra con los mapuches de la comunidad Pillan Mahuiza en territorios recuperados cerca del río Carreleufú.

En ese mismo gesto, cumple también con otra de las tretas del decálogo Moreno-Mansilla que es la de ir a los extremos. Jamás lo veremos caer en la prosa circunspecta y el tono neutro de la noticia rápida y efímera, nunca la metáfora fácil con pretensión poética. El cronista de la Salada necesita tanto de la palabra certera que pueda desafiar a los matones que mal disimulan el caño de la nueve milímetros en la sobaquera, como de la palabra justa que convoca al silencio para pensar por las formas del festón griego en el gineceo del taller Formosa. Las máximas del conocimiento in situ, de vivir peligrosamente y experimentar con el mundo de los otros hacen que su arte se oriente hacia una crítica cultural subversiva del mundo propio.

Las fotografías de los cautivos del museo están atravesadas por las paradojas del anacronismo: esos rostros del pasado nos devuelven la imagen de los excluidos del presente, en la exhumación del material de archivo el cronista nos señala los actuales prisioneros del sistema. Reducidos a la condición de “vida desnuda”, que es el objeto último de la biopolítica, los nuevos bárbaros son condenados a la marginación interna,  sujetos desechables, sin garantías, gente sin estado dentro del mismo territorio nacional. Para Hacher, ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Veamos su intervención sobre la foto de dos prisioneras: la mujer de Foyel y la hija de Inakayal:

 

Sebastián Hacher

Sobre ellas Hacher escribe:

La mirada de la mayor es de una tristeza enorme. La niña parece no querer entregarse a la cámara. Tiene puesto un rosario y está un poco fuera de foco. Pienso en los niños de mi familia, en mis padres. Nos imagino a nosotros en la misma situación: diezmados, despojados de nuestras casas, nuestras vidas, hacinados. En el abrazo de esa foto veo a mi madre, a mi sobrina. Deben tener la misma edad que ellas. Y quizás el mismo amor que sienten ellas.

Ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Pinto la imagen con una mezcla de furia y cariño. Sus ojos son oscuros, dice Gerardo cuando las imprime. Podría aclararlos, pero prefiero dejarlos así.

De los ojos de la niña saldrán hilos de fuego.

Ojalá puedan quemarlo todo.

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De la percepción a la reflexión. Oscar Masotta y la desmaterialización del happening

Por: Alejandro Virué

Imagen de portada: afiche de «Parámetros», de Roberto Jacoby.
Todas las fotos fueron tomadas por el autor en la exposición «Oscar Masotta. La teoría como acción» (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona).

Alejandro Virué nos introduce, a través de un ejercicio crítico y de imaginación, en el mundo del happening a fines de la década del sesenta. Aún más: logra, en este breve ensayo, llevarnos por los itinerarios de reflexión teórica y experimentación de Oscar Masotta a propósito del género, para mostrar cómo el escritor, en sus distintas apuestas por replicar ese tipo de experiencias en un país periférico como Argentina, apostó por trascender el happening mediante el «arte de los medios de comunicación masiva». Para Virué, en las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y el arte de los medios, se verifica un corrimiento del eje desde la afección sensible (propia del arte) hacia la reflexión.


I. Un ataque a los sentidos en Nueva York
Nueva York, 1966.

Imaginemos entrar a un edificio del West Side en Manhattan con destino al tercer piso. Para eso hay que subir por escaleras largas que dan a salones prácticamente vacíos que parecen deshabitados. En la última de ellas empiezan a escucharse sonidos electrónicos mezclados con otros inclasificables. Se huelen sahumerios. Al entrar al salón, que está en penumbras, los ruidos se vuelven ensordecedores. En la pared del fondo, una luz rojiza alumbra a cinco personas vestidas con túnicas, una de ellas ubicada en posición de yoga, otra tocando un violín de manera monocorde, las demás emitiendo sonidos guturales amplificados por micrófonos. Los sonidos electrónicos se mezclan con las voces y el violín. El volumen es insoportable. Los cinco iluminados parecen estar poseídos, en trance, drogados. Están ahí desde hace horas y se quedarán en esas posiciones, repitiendo sus acciones, por varias horas más. El ruido es tan fuerte que se torna insoportable y vuelve imposible cualquier tipo de comunicación verbal. Ese exceso sonoro produce un efecto paradójico: secuestra el sentido del oído hasta volverlo inútil. Obliga a agudizar la vista en una suerte de compensación. Pero la luz es escasa y solo permite ver a esos sujetos en trance. “¿Cuánto duraría esto? O bien, ¿cuánto me quedaría?” (Masotta, 2004: 300), se pregunta un joven Oscar Masotta. Veinte minutos después, entre confundido y desilusionado por la experiencia, en la que no cree, se va.

Lo que acababa de presenciar era un happening del artista norteamericano La Monte Young. A pesar de su desencanto inicial, unos días después Masotta reivindica la experiencia, al punto de decidirse a replicarla en Buenos Aires meses después. Para el intelectual porteño, La Monte Young lograba con su happening dos efectos “profundos”: una reestructuración del campo perceptual, a partir de la escisión de uno de los sentidos respecto de los otros, que sumado a la monótona escena de los performers bajo la luz roja producía un efecto similar al de los alucinógenos; y una toma de conciencia respecto de la estructura misma de la percepción. Al exacerbar la continuidad de los sonidos, al punto de obturar la capacidad de discriminación del oído, se volvía evidente la importancia de la discontinuidad en la configuración sensorial como tal. En palabras de Masotta, el happening “nos permitía entrever hasta qué punto ciertas continuidades y discontinuidades se hallan en la base de nuestra relación con las cosas” (302).

Entusiasmado, Masotta vuelve a Buenos Aires en mayo de 1966 decidido a hacer un happening. Pero la Argentina no era un país de happenistas (335). Ni siquiera el Instituto Di Tella, la institución más vanguardista del momento, incluía obras del género entre su oferta. A la escasa familiaridad del público local con los happenings se sumaba un problema curioso: pese a la presencia austera del género, el término se había popularizado en la prensa para referirse a cualquier evento irracional y escandaloso (337). El ímpetu por replicar la experiencia que le provocó el espectáculo de La Monte Young terminaría adquiriendo una dimensión pedagógica y modernizadora, la determinación, por parte de Masotta, “de introducir definitivamente entre nosotros un género estético nuevo” (305). Es por esto que reúne a artistas e intelectuales amigos y organiza una serie de ciclos que, además de happenings originales, incluirán réplicas de otros realizados en Francia y Estados Unidos, conferencias teóricas y obras que pretenden ser, incluso, una superación del género.

Lo que inicialmente podría interpretarse como concesiones que el intelectual argentino se vio obligado a hacer para volver asequible el género a un público que, por falta de información o prejuicios ideológicos, parecía no estar del todo preparado para recibir, termina convirtiéndose en un intenso trabajo de experimentación y de reflexión teórica, como puede verse en la serie de ensayos sobre el tema que Masotta publica en esos años. La posición de desventaja que suponía realizar happenings en un país periférico como la Argentina deviene, entonces, impulso creativo. El punto culminante de este desarrollo será la ambiciosa pretensión del escritor de haber logrado, con esas experiencias y desde la Argentina, crear un nuevo género, al que juzga una superación del happening y que bautiza “arte de los medios de comunicación masiva”.

En este texto pretendo dar cuenta de ese recorrido. Para eso, en primer lugar haré una breve caracterización del género, basándome en el célebre ensayo de Susan Sontag y las reflexiones del propio Masotta. Luego, analizaré los proyectos en torno al happening en los que se involucra el escritor, deteniéndome especialmente en los problemas que se le presentan por pertenecer a un país periférico y en las soluciones creativas que encuentra no solo para sortearlos sino, incluso, para convencerse de estar haciendo un aporte novedoso y superador al desarrollo del arte de vanguardia desde Buenos Aires.

II. El happening y su rol en el desarrollo de la vanguardia

Aunque algunos autores sostienen que el primer happening fue realizado por John Cage en 1952 (Bigsby, 1985: 45), cuando el músico superpuso en una misma sala una lectura de poemas, una ejecución de piano y una coreografía de danza, el término fue acuñado recién en 1959 por uno de sus discípulos, el artista plástico Allan Kaprow, que presentó Eighteen Happenings in Six Parts en la Reuben Gallery de Nueva York. El artista dividió la sala en tres áreas, donde un grupo de performers realizó una coreografía de movimientos mínimos, acompañados por sonidos electrónicos y una serie de proyecciones audiovisuales en una pantalla. El objetivo del experimento, según declaró el propio Kaprow, era conectar al público con las cosas sin mediaciones conceptuales ni jerarquizaciones. Los sonidos y las imágenes proyectadas no estaban subsumidas al desarrollo de una acción dramática por parte de los performers. Las personas eran tratadas como un objeto más.

El primer ensayo exhaustivo del género (“Los happenings: un arte de yuxtaposición radical”) formó parte del célebre libro Contra la interpretación, de Susan Sontag, publicado a principios de 1966. Habían transcurrido apenas siete años desde el happening de Kaprow pero el género había proliferado en la escena cultural neoyorquina, principalmente por obra de artistas plásticos, como Jim Dine, Robert Whitman, Al Hansen, Yoko Ono y Carolee Shcneemann, y algunos músicos, como Dick Higgins y La Monte Young.

En su ensayo, la norteamericana describe los happenings como “teatro de pintores” o “pinturas animadas” (Sontag, 2012: 343). Una de sus razones es estrictamente empírica: la mayoría de los happenistas neoyorquinos eran pintores. Pero Sontag va más allá, al punto de sostener que “la aparición de los happenings puede ser descripta como una consecuencia lógica de la escuela de pintura de Nueva York de los años cincuenta” (343), que recurrió a lienzos de gran tamaño a los que adhería materiales comúnmente ajenos al arte plástico, generalmente en desuso, como patentes de autos, recortes de diario, pedazos de vidrio y hasta medias de los artistas. La crítica ve en estos procedimientos una voluntad de proyección tridimensional, que encuentra en los assemblages de Robert Rauschenberg y Allan Kaprow su expresión más radical. El happening sería, desde esta perspectiva, el paso del deseo de tridimensionalidad que ya se veía en los assemblages a su actualización dura y pura en una habitación. Este pasaje permite la incorporación de un material que el lienzo impedía: los hombres. Y aquí radica una de las diferencias fundamentales entre el happening y el teatro: las personas se incorporan como un objeto más, sometido a las mismas leyes que el papel o el vidrio.

Allan Kaprow en su environment "Yard" (1967)

Allan Kaprow en su environment «Yard» (1967)

Al carácter fundamental que adquieren los materiales se suma, por la inexistencia de una trama, un uso peculiar del tiempo. El happening “opera mediante la creación de una red asimétrica de sorpresas, sin culminación”, asimilándose a la “a-lógica de los sueños” (340). Sontag ilustra esta característica con la reacción generalizada que observa en el público:

He advertido, tras asistir a un buen número de ellos en el curso de los dos últimos años, que el público de los happenings, un público fiel, atento y, en su mayoría, preparado, suele no darse cuenta de cuándo ha terminado el happening, y se le debe indicar que es hora de marcharse (340).

El otro elemento que denota la libertad que establecen los happenings respecto del tiempo es su “deliberada fungibilidad”: la obra se consume en el momento mismo de su ejecución y, a diferencia de otras artes de la interpretación, como una obra teatral o un concierto, no hay guion o partitura a la que referirse. No hay un más allá del momento presente de su realización.

La importancia de los materiales utilizados le permite a Sontag incluir al happening en la serie del arte plástico. La inconsistencia temporal en el universo teórico del surrealismo. Sin embargo, el rasgo del género que más sorprende a la crítica es el tratamiento del público. Ya sea a través del sometimiento a ruidos ensordecedores o luces molestas, ya sea a partir de una disposición particular de la audiencia, a la que se le puede exigir desde mantenerse de pie durante toda la obra hasta estar amontonada en una pequeña habitación, “el suceso parece ideado para molestar y maltratar al público” (339). Para Sontag, este “modo insultante de comprometer al público parece otorgar a los happenings, a falta de otra cosa, su sostén dramático” (340).

En “Después del pop: nosotros desmaterializamos”, ensayo que escribe en 1967, Oscar Masotta utiliza el happening como un caso emblemático de su teoría de la vanguardia. Allí postula una serie de propiedades que, a su juicio, debe poseer toda obra de vanguardia que se precie de tal: (a) Que pueda reconocerse en ella una reflexión respecto de la historia del arte, es decir, que pueda ubicársela como el resultado de una secuencia de obras; (b) que permita una apertura a nuevas posibilidades estéticas y, al mismo tiempo, realice una negación de un género anterior; (c) que esa negación no sea arbitraria, sino que esté fundamentada en el desarrollo mismo del género que niega; (d) que cuestione, a partir de su hibridación, los límites de los grandes géneros artísticos (Masotta, 2004: 347/348).

Es fácil comprobar la pertinencia del happening en esta caracterización. Como señalaba Sontag, el happening puede pensarse como una realización cabal de la voluntad tridimensional que se manifestaba en el arte plástico previo, algo que Masotta detecta, a nivel local, en el movimiento informalista y las “ambientaciones” de Marta Minujín. Pero esto mismo es lo que lo niega como pintura, al sustituir el lienzo por una sala e incluir elementos propios del teatro, como actores y música, sin poder ubicarse, tampoco, al interior de ese género por carecer de una trama.

La tesis más sugestiva del texto de Masotta refiere a las nuevas posibilidades estéticas que el happening habilita: “En el interior mismo del happening existía algo que dejaba entrever ya la posibilidad de su propia negación, y por lo mismo, la vanguardia se constituye hoy sobre un nuevo tipo –un nuevo género– de obras” (349). El último emergente de la vanguardia mundial habría nacido nada más y nada menos que en Buenos Aires. Masotta llama al género “arte de los medios de comunicación de masas” y considera que “contiene en sí nada menos que todo lo que es posible esperar de más grande, de más profundo y más revelador del arte de los próximos años y del presente” (349/350).

 

III. Los happenings de Masotta y su “superación” por el arte de los medios

En los ensayos que Masotta le dedica al tema, que aparecen en sus libros Happenings (1967) y Conciencia y estructura (1969), pueden rastrearse los inconvenientes que se le presentaron al intelectual para llevar a cabo su objetivo de instalar el happening en la Argentina. En primer lugar, como adelanté, Masotta encuentra un desfasaje entre la proliferación del término en la prensa masiva y los escasísimos happenings que se realizaban en el país.  Como señala Ana Longoni: “Ya en 1962, en su primer número, Primera Plana lo anunciaba como ‘una extraña forma de teatro’ que tenía lugar en Nueva York” (Masotta, 2004: 57). Para el momento en que Masotta organiza sus ciclos, el término se usaba para designar cualquier evento artístico “algo irracional y espontáneo, intrascendente y festivo, un poco escandaloso” (337). El escritor encuentra en la carencia de una crítica local especializada que legitime las producciones de vanguardia (como existía en Inglaterra, Estados Unidos o Francia) una de las razones del fenómeno. Esto repercute sobre la crítica de los medios masivos, que al no poseer fuentes teóricas de calidad en las que basarse termina siendo “mal informada y adversa” (339). Masotta incluye en este último grupo a los periódicos más innovadores de la época, como Primera Plana y Confirmado. Los acusa, en última instancia, de poco comprometidos: “Les interesa más exhibir una información que en verdad o no tienen o han obtenido apresuradamente que usar simplemente de la información que tienen para ayudar a la comprensión de las obras” (339/340). Si bien este diagnóstico del estado de la crítica puede explicar la dudosa calidad de la información que circula en torno al happening, no da cuenta de la proliferación del término. Masotta atribuye esto último a “una cierta ansiedad o alguna predisposición por parte de las audiencias masificadas” (340). La prensa respondería, entonces, aunque de manera ineficiente, a una demanda existente de sus consumidores. En este sentido, el ímpetu innovador y pedagógico de Masotta al organizar sus ciclos de happenings y conferencias estaría correspondido por un deseo genuino e insatisfecho del público local.

Tapa del libro "Happenings", compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967).

Tapa del libro «Happenings», compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967)

A esta coyuntura se agrega, por otro lado, un clima de sospecha generalizado respecto del arte de vanguardia desde ciertos sectores de la izquierda. Los estudios más importantes en historia de las ideas de la época (Gilman, Longoni, Sigal, Terán) coinciden en que “la percepción generalizada de estar viviendo un cambio tajante e inminente en todos los órdenes de la vida” (Longoni, 2014: 22) con la que empieza el período deriva, una vez afianzada la revolución cubana, en un “militante antiimperialismo” (Terán, 2013: 139), que tendió un manto de sospecha sobre las ideas y producciones provenientes de Europa y Estados Unidos, principales centros de producción del arte experimental. Aun si en estos grupos se dieron grandes discusiones respecto del rol de la vanguardia artística, y en una publicación como Cuadernos de Cultura, del Partido Comunista, podían encontrarse defensas explícitas –como la que realizó el artista Jorge de Santa María en 1969 al otorgarle “un efecto de crítica social” (Longoni, 2014: 221) – la posición predominante era de rechazo por “entendérsela como un modo extranjerizante o ejercicio meramente lúdico y superficial” (25).

Es probable que esta coyuntura haya influido en algunos de los desplazamientos más significativos entre el happening de La Monte Young y Para inducir el espíritu de la imagen, como llamó Masotta al suyo. Si bien mantendría el esquema general (una ambientación sonora perturbadora, la sala en penumbras, un grupo de personas iluminadas frente al público), antes del evento agregaría un suplemento explicativo: le anticiparía a la audiencia con lujo de detalles aquello que experimentaría unos minutos después. A diferencia de su propia experiencia como espectador del happening de La Monte Young, que apelaba de forma directa a los sentidos, sin mediaciones verbales ni anticipos, la audiencia del suyo oiría un relato pormenorizado de aquello que vería. De esta forma, Masotta operaba sobre sus expectativas y violentaba de manera explícita algunos de los rasgos del género, como su inmediatez, el factor sorpresa, la incertidumbre respecto de su duración.

La otra gran modificación que introduce Masotta es, si se quiere, temática. Los cinco performers de La Monte Young parecían practicar alguna variante de espiritualismo oriental, o por lo menos eso sugerían sus túnicas, los sahumerios encendidos, las poses de meditación. El argentino elige reemplazarlos, en principio, por entre treinta y cuarenta personas reclutadas “entre el lumpen proletariado: chicos lustrabotas o limosneros, gente defectuosa, algún psicótico de hospicio, una limosnera de aspecto impresionante que recorre a menudo la calle Florida” (Masotta, 2004: 302).  A la distribución de roles entre actores y público Masotta le sumaría una dimensión socio-económica: espectadores de clase media y media-alta pagarían por ver en el escenario a un grupo de lúmpenes. Quizás juzgara que, de esa forma, resguardaría su obra de la sospecha generalizada que, como vimos, la mayoría de los intelectuales de izquierda tenía respecto del arte experimental. El propio Masotta parece sugerirlo cuando dice que en el espectáculo de La Monte Young había “una mezcla intencionada –para mi gusto, un poco banal– de orientalismo y electrónica” (299, el resaltado es mío).

"Segunda vez", recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

«Segunda vez», recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

Pero además de estas adaptaciones coyunturales, propias de cualquier proceso de importación cultural, hay otras que parecen responder a ciertas inquietudes estético-intelectuales de Masotta respecto del género. En el esquema inicial, Para inducir el espíritu de la imagen duraría dos horas. Más adelante decide reducirlo a una sola. En su balance sobre el evento, que narra de manera detallada en “Yo cometí un happening” (una respuesta a la crítica encubierta que publicó Gregorio Klimovsky en el diario La Razón), juzga desacertado ese cambio y lo atribuye a sus prejuicios idealistas, que hacían que se interesara más “por la significación de la situación que por su facticidad, su dura concreción” (305). Podría pensarse, sin embargo, que en esa jerarquización del significado por sobre el hecho en sí (algo que puede verse, también, en el relato anticipatorio con el que comienza su happening) ya está operando una de las diferencias fundamentales que Masotta encuentra entre el happening y el arte de los medios:

Mientras el happening es un arte de lo inmediato, el arte de los medios de masas sería un arte de las mediaciones, puesto que la información masiva supone distancia espacial entre quienes la reciben y la cosa, los objetos, las situaciones o los acontecimientos a los que la información se refiere. Así la ‘materia’ del happening, la estofa misma con la cual se hace un happening, estaría más cerca de lo sensible, pertenecería al campo concreto de la percepción; mientras que la ‘materia’ de las obras producidas al nivel de los medios de información de masas sería más inmaterial, si cabe la expresión, aunque no por eso menos concreta. El pasaje entonces desde el happening a un arte de los medios de información de masas arrastraría una transformación de la materia estética: esta se haría, cada vez, más sociológica (201, 202).

 

Si bien sería absurdo incluir Para inducir el espíritu de la imagen dentro del arte de los medios de masas, por el sencillo hecho de que en su ejecución no intervinieron medios masivos, no es osado pensarlo como una obra de transición entre uno y otro género. Por un lado, como ya dije, la descripción detallada del evento con la que Masotta inicia el happening introduce una mediación entre los espectadores y el hecho performático que, inevitablemente, condiciona su recepción. El hecho de que Masotta reduzca el tiempo de exposición del público a los ruidos ensordecedores y la observación de los performers en la tarima, por su parte, disminuye el efecto que, se supone, estos generarían sobre la percepción. Por último, la introducción de una referencia explícitamente política, al elegir un grupo de performers de extracción social manifiestamente baja, corre el eje del efecto sobre los sentidos a la significación social del happening. De hecho, cuando finaliza el espectáculo y sus amigos de izquierda, como los describe, se acercan molestos a preguntarle por su sentido, Masotta les contesta “usando una frase que repetí siguiendo exactamente el mismo orden de las palabras cada vez que se me hacía la misma pregunta. Mi happening, repito, ahora, no fue sino un acto de sadismo social explicitado” (312). La pregnancia de esta descripción en algunas de las investigaciones recientes que tomaron el happening como objeto (Claire Bishop, en Artificial Hells, incluye la obra de Masotta en un capítulo titulado “Social Sadism Made Explicit”; Mario Cámara, en Restos épicos, lo ubica junto a una serie de obras que denomina “Serie sádica”) demuestran que más que su intervención sobre el terreno de los sentidos, lo que primó en la recepción de Para inducir el espíritu de la imagen fue su significación política.

El otro happening que realizó ese año explicita aún más el desplazamiento del interés de Masotta de la inmediatez y la intervención sobre lo sensible que se espera del happening a las mediaciones y la problematización de la comunicación de las que se valdría el arte de los medios masivos. El helicóptero, como lo llamó, involucró dos locaciones diferentes: la sala el Theatrón y una antigua estación de trenes de Martínez. Aunque la totalidad del público fue citada en el Instituto Di Tella a la misma hora, allí se dividió a la audiencia en dos grupos, a los que se les asignaron vehículos diferentes. El objetivo era que ninguno de los espectadores pudiera ver la totalidad del happening, aunque solo se percatarían de esto al final. En el teatro se proyectó un corto en el que una persona, completamente vendada, se agitaba violentamente con el propósito de liberarse; simultáneamente, un baterista y otros músicos tocaban en vivo, las acomodadoras daban indicaciones a los gritos durante el evento y el público era fotografiado una y otra vez. En la estación de trenes, mientras tanto, la actriz Beatriz Matar saludaba al público desde un helicóptero que sobrevoló el lugar durante varios minutos. El happening culminaría con la reunión de las dos partes en la estación de trenes. El objetivo era simple: que los espectadores de cada una de las secuencias les narraran a los otros aquella que no presenciaron. El happening, escribe Masotta, “se resolvía así en la constitución de una situación de comunicación oral: de manera ‘directa’, ‘cara a cara’, ‘recíproca’, y en un mismo ‘lugar’, los dos sectores de la audiencia se comunicaron lo que cada uno no había visto” (359). El énfasis, como es evidente, estaba puesto en las mediaciones: solo a partir de las narraciones de los otros cada espectador podría lograr una apropiación global de la situación.

Afiche del happening "El helicóptero", de Oscar Masotta

Afiche del happening «El helicóptero», de Oscar Masotta

Como puede verse, en los dos happenings de su autoría Masotta le otorga un rol central a las mediaciones narrativas. A los motivos que ya explicité, hay que agregar uno fundamental: si bien su objetivo explícito era instalar el happening en el ambiente cultural local, en el transcurso de la preparación de sus ciclos, y a partir de las discusiones con los artistas e intelectuales que convocó para llevarlos a cabo (Roberto Jacoby, Eduardo Costa, Miguel Ángel Telechea, Oscar Bony, Leopoldo Maler y Alicia Páez), el escritor empieza a dudar de la actualidad del género: “A medida que aumentaba nuestra información crecía la impresión de que las posibilidades –las ideas– se hallaban agotadas” (252). Estas dudas respecto de la posibilidad de hacer un aporte original al género resultarán en otro de los hitos de transición hacia el arte de los medios: en vez de hacer un ciclo de happenings originales, el grupo resuelve hacer un happening de happenings: recrear, en un mismo evento, una serie de obras que se realizaron en otros países y que consideran relevantes dentro del género. A partir de libros, grabaciones y el relato de Masotta de uno de los que presenció en Nueva York, el grupo replicaría happenings de Carolee Schneemann, Claes Oldenburg y Michael Kirby. Sobre happenings, el nombre que eligen para el evento, ya da una pauta de sus intenciones; la idea era realizar un comentario acerca de otros happenings:

Los acontecimientos, los hechos, en el interior de nuestro happening, no serían solo hechos, serían signos. Dicho de otra manera: nos excitaba, otra vez, la idea de una actividad artística puesta en los ‘medios’ y no en las cosas, en la información sobre los acontecimientos y no en los acontecimientos (253)

 

La recreación de esos happenings célebres, además, violentaba otro de aquellos rasgos característicos del género: su fungibilidad. Roberto Jacoby, uno de los integrantes del grupo, muestra la plena conciencia que tenían al respecto: “Los copiamos como si fueran obras de teatro sujetas a guión, lo cual era una manera de matar el happening o transponerlo a las reglas de la reproductibilidad” (68).

Será precisamente Jacoby el que realice el pasaje definitivo al arte de los medios masivos. La invitación a realizar un ciclo de happenings con la que Masotta reúne a un grupo de artistas e intelectuales en abril de 1966 coincidió con algunas ideas que Jacoby venía masticando hacía un tiempo, como la de hacer “una exposición que fuera sólo el relato de una exposición” (70). A mediados de año, Roberto Jacoby, Eduardo Costa y Raúl Escari anuncian, a través de un manifiesto –gesto clásico de las vanguardias artísticas–, la creación del grupo de Arte de los Medios de Comunicación. Su obra inaugural, que terminó conociéndose como antihappening, consistió en la elaboración de una gacetilla compuesta por relatos y fotografías montadas de un happening inexistente. El propósito era que los medios hicieran circular esa información como si fuera verídica, constituyendo la obra en el proceso mismo de transmisión. El circuito se completaría con la reconstrucción que cada lector hiciera a partir de las reseñas de la prensa. Esta operación, que ponía en evidencia el artificio que interviene entre los hechos y su comunicación –al punto de poder divulgar como un acontecimiento real algo completamente montado por un grupo de artistas–, puede resultarnos algo inocente en la actualidad, a la luz de la proliferación de fake news.

Pero el grupo no se proponía, simplemente, advertir acerca del poder de los medios de engañar a sus audiencias, sino más bien extender los límites de la obra de arte, incluyendo la materia de la que estas pueden valerse y sus vehículos tradicionales. Son paradigmáticas, en este sentido, las presentaciones de literatura grabada en el Instituto Di Tella, en las que se reprodujeron grabaciones de relatos orales recogidos en la ciudad de personajes ajenos al circuito literario tradicional, como un lustrabotas, una psicótica con delirios de persecución y la abuela de uno de los artistas. Las obras no solo desplazaban el medio arquetípico de la literatura del libro al cassette sino que cuestionaban el hecho literario en sí mismo, a partir de relatos no necesariamente ficticios, narrados por no-escritores.

En sus Lecciones de estética, Hegel presenta la tesis de que el arte pertenece al pasado. Con esto no quiso decir que las obras artísticas fueran a dejar de existir, sino que su función, que para el filósofo no era otra que manifestar la verdad, ya no podría darse de manera inmediata. Arthur Danto ilustra esta idea con las latas de sopa de tomate Campbell’s de Andy Warhol: cuando las miramos lo primero que nos preguntamos es si son arte o no. Su inclusión en ese universo depende, en última instancia, de un argumento; deben darse razones (históricas, estéticas, institucionales) que certifiquen tal pertenencia. En otras palabras: arte y filosofía del arte, obra y crítica se vuelven mutuamente dependientes. Sin la segunda no existe la primera. La conmoción, de producirse, es eminentemente intelectual. Hegel diría que el arte ha sido sustituido por la filosofía.

En las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y su supuesta superación por el arte de los medios hay un eco de estas ideas. Si lo innovador del happening consistió en la extensión de la materia del arte –al utilizar materiales plebeyos e incluir al hombre como uno más de ellos–, la imposibilidad de convertirse en objeto de museo por su carácter irrepetible y la extensión de los límites de aquello que puede considerarse obra, las mediaciones narrativas que incluyó Masotta en los suyos y la superposición entre obra y transmisión que llevaron a cabo sus colegas con el arte de los medios masivos corren definitivamente el eje desde la afección sensible, uno de los atributos definitorios del arte, hacia la reflexión. En palabras del escritor: “El objeto estético nuevo lleva en sí mismo no tanto –o bien tanto– la intención de constituir un mensaje original y nuevo como permitir la inspección de las condiciones que rigen la constitución de todo mensaje” (221). La pregunta que estas obras le hacen, en definitiva, a sus receptores, involucra su propio status (¿Es esto una obra de arte?), lo que obliga a reflexionar sobre la constitución misma del hecho artístico.

Escribir/leer poesía: Tálata Rodríguez y Carlos Battilana

Video: Leonardo Mora
Foto de Tálata Rodríguez y Carlos Battilana: Luciana Caresani


Compartimos con ustedes el registro audiovisual de la actividad «Escribir/Leer poesía», que ofició como cierre del seminario «El latido del texto: lecturas de literaturas latinoamericanas», dictado por Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk en la Maestría en Literaturas de América Latina de la Universidad Nacional de San Martín.

Poetas: Tálata Rodríguez y Carlos Battilana

Moderadora: Jéssica Sessarego

 

 

Carlos Battilana (Paso de los Libres, Corrientes, 1964). Es autor de los libros de poesía: Unos días (1992), El fin del verano (1999), La demora (2003), El lado ciego (2005), Materia (2010), Narración (2013), Velocidad crucero (2014) y Un western del frío (2015). También publicó la antología Presente Continuo (2010), las plaquettes Una historia oscura (1999) y La hiedra de la constancia (2008). Sus poemas han aparecido en antologías argentinas y latinoamericanas. Publicó Crítica y poética en las revistas de poesía argentinas (1979-1996), en 2008 en forma digital. Realizó la compilación y el prólogo de Una experiencia del mundo, de César Vallejo, para la editorial Excursiones en 2016, y en co-autoría compiló Genealogías literarias y operaciones críticas en América Latina (2016). Ejerció el periodismo cultural y colaboró en diversos medios (Diario de Poesía, Hablar de Poesía, ADN, Bazar Americano, Poesía Argentina, entre otros). Forma parte del staff de la revista Op. Cit. Revista de Poesía. Se desempeña como docente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires y de Introducción a los Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Hurlingham. Este año saldrá publicado su libro de ensayos El empleo del tiempo. Poesía y contingencia por la editorial El Ojo del Mármol, y en 2018 el libro de poemas Una mañana boreal, por la editorial Club Hem de La Plata.

 

Tálata Rodrígez nació en Bogotá en 1978, de padre colombiano y madre argentina. En 1986, como reto propuesto por su padre para que aprenda a leer, publicó su primer libro Los pájaros de la montaña soñadora, compuesta por poesía y dibujos. Se radicó en 1989 en Buenos Aires, donde se dedica desde los quince años al activismo cultural. Durante años escribió las letras de varios cantantes argentinos, hasta darse cuenta que sus textos se pueden sostener por si mismos. Durante su tiempo de bartender, empezó un día a recitarlos delante de su clientela, que la incitó a seguir y un amigo le propuso grabar el primer video para que se notara cómo lo recita; luego se publicaron nueve poemas y textos como libro objeto multimedial Primera Línea de Fuego (2013, ed. Tenemos las Máquinas). El poema-videoclip “Bob” ganó en el 2014 en la categoría “Arcoiris” del premio Norberto Griffa a la Creación Latinoamericana (BIM14). En el 2015 se estrena su performance “Padrepostal” en el marco del ciclo MisDocumentos en Buenos Aires y publicó Tanta Ansiedad (ed. Lapsus Calami-Caligrama) en España y Nuestro día llegará (ed. Spyral Jetti) en Argentina. Sigue produciendo videoclips con videastas locales. Tálata Rodriguez, escritora, realizadora de contenidos audiovisuales

 

 

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La representación de los Pueblos Originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento

Por: Leticia Rigat

Imagen de portada: tapa del libro

Leticia Rigat nos presenta un fragmento de su libro La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento (2018), el cual fue seleccionado en el concurso «Llamado a Ediciones para la publicación del Libro de investigación sobre fotografía latinoamericana del Centro de Fotografía de Montevideo (Uruguay)”. Su trabajo parte de los ejes conceptuales «cuerpo», «fotografía» y «cultura» para analizar cómo la fotografía latinoamericana contemporánea –en la obra de Julio Pantoja (Argentina, 1961), Luis Gonzáles Palma (Guatemala, 1957) y Antonio Briceño (Venezuela, 1966) – aborda de manera crítica la representación que la fotografía del siglo XIX y principios del XX cristalizó, en sus retratos, de los Pueblos Originarios de América Latina. Así, la autora propone que las normas de representación que estructuraron la producción de esas imágenes adquieren nuevos sentidos en el corpus analizado, para mostrar así cómo esos grupos fueron desplazados e identificados como una otredad “salvaje” y “exótica”.


El libro La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento fue seleccionado en el concurso “Llamado a Ediciones 2018 para la publicación del Libro de investigación sobre fotografía latinoamericana del Centro de Fotografía de Montevideo (Uruguay)”. El trabajo propone una reflexión en torno al uso de la fotografía en la construcción identitaria y su incidencia en la producción de imaginarios sociales. Partiendo de tres ejes conceptuales: cuerpo, fotografía y cultura, buscamos analizar cómo en la fotografía latinoamericana contemporánea se produce una nueva significación en la representación de los Pueblos Originarios de América Latina en contraposición a cómo se los retrataba a fines del siglo XIX y principios del XX. Período en el que intereses científicos y coloniales occidentales buscaban crear una imagen de los Otros-indígenas desde el exotismo y el salvajismo, como aquello que estaba en los márgenes de los procesos de modernización y proyectos civilizatorios en los Estados-nacionales posrevolucionarios.

Basándonos en estos usos de la fotografía en dicho período, nos propusimos compararlos con producciones contemporáneas, a partir de las obras de tres fotógrafos latinoamericanos contemporáneos: Julio Pantoja (Argentina, 1961), Luis Gonzáles Palma (Guatemala, 1957) y Antonio Briceño (Venezuela, 1966). En sus obras es posible reconocer una dimensión crítica de la situación actual de los pueblos originarios a partir de la resignificación de ciertas normas de representación que sirvieron para la identificación y exclusión de dichos grupos. Estos desplazamientos en la representación producen un giro histórico, estético y conceptual que marcan un reconocimiento del Otro desde su diferencia cultural.

Partiendo desde aquí consideramos cómo la colonización de las poblaciones originarias de América Latina es representada y denunciada por ciertas obras actuales de la fotografía contemporánea. En estas producciones el cuerpo es colocado en el centro de la representación y en ellas podemos reconocer muchas características de los retratos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX con las que se buscaba identificar y delimitar tipos humanos. En este sentido, consideramos que las normas de representación que estructuraron la producción de este tipo de imágenes son resignificadas en los casos analizados para poner de manifiesto cómo estos grupos eran desplazados e identificados como Otro. Una mirada crítica sobre el pasado pero para hablar del presente, para problematizar lo actual, buscando una descolonización de la mirada, del saber y de las iconografías que gestaron nuestros imaginarios.

En la presente publicación proponemos un fragmento de dicho trabajo, pudiendo ser consultado en su totalidad de manera digital en la página web del Centro de Fotografía de Montevideo (CdF).

 

La búsqueda de una identidad latinoamericana en la fotografía de América Latina

 Los estudios sobre “fotografía latinoamericana” son relativamente recientes, no fue hasta la década de 1970 que comienzan a aparecer trabajos de investigación, coloquios y exhibiciones que ponían en escena este concepto. El Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía realizado en México en 1978 puede considerarse como el punto inicial a partir del cual se crearon números Consejos Nacionales de Fotografía en distintos países de la región y la réplica de reuniones, coloquios, exhibiciones con la denominación “Fotografía Latinoamericana”.

Desde aquel momento inicial al presente, las investigaciones en el tema, las exhibiciones, coloquios, bienales y debates se han incrementado notablemente, y han ido variando determinados enfoques en torno a la fotografía y a Latinoamérica. De los primeros casos, podemos decir que en su mayoría se trataba de investigadores europeos o norteamericanos que reproducían los ejes verticales de los centros a las periferias, y en función de tópicos como lo exótico, lo tercermundista, el subdesarrollo, la violencia, etcétera.

Es a partir de la década de 1980 cuando comienza a producirse un verdadero giro tanto en las producciones fotográficas como en las investigaciones latinoamericanas: fotógrafos, curadores e investigadores buscan revertir esta visión desde afuera para centrarse en una definición, una historiografía y en una producción que refleje una autorreflexión crítica sobre la fotografía realizada en y desde América Latina.

Precisamente, en 1978 se celebra el Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía en México (organizado por el Consejo Mexicano de Fotografía y con los auspicios del Instituto Nacional de Bellas Artes y la Secretaría de Educación Pública), el cual contó con una amplia participación de fotógrafos y ponentes de distintos países. El principal eje de interrogación del mismo fue: ¿Qué identifica o caracteriza a la fotografía latinoamericana?

La respuesta a dicha pregunta por la identidad de la fotografía de la región giró en torno al documentalismo de compromiso político y social, abogando por el realismo y condenando las intervenciones y manipulaciones de las imágenes. Esto último queda ilustrado por la presentación de Raquel Tibol, quien esgrimiendo a favor de la fotografía como medio de expresión autónomo frente a las artes plásticas afirma:

La fotografía, por el hecho mismo de que sólo puede ser producida en el presente y basándose en lo que se tiene objetivamente frente a la cámara se impone como el medio más satisfactorio de registrar la vida objetiva de todas sus manifestaciones; de ahí su valor documental, y si a esto se añade sensibilidad y comprensión del asunto, y sobre todo una clara orientación del lugar que debe tomar en el campo del desenvolvimiento histórico, creo que el resultado es algo digno de ocupar nuestro puesto en la revolución social a la cual debemos contribuir[1].

 

Convoca a los fotógrafos de la región al encuentro y al diálogo, para que con “elocuencia crítica” contribuyan a expresar el Ser latinoamericano, expresando en los siguientes términos lo que considera “la plataforma común del fotógrafo latinoamericano”: atareado con frecuencia en asuntos nacionales marcados por presiones económicas, políticas y militares, las dependencias del imperialismo y de la explotación oligárquica en la que vive la gran mayoría de los países de la región[2].

Una afirmación en la que puede leerse una postura poscolonial en la que denuncia y critica las dependencias y continuidades coloniales, que se ven reflejados también en colonialismos internos. Un espíritu expuesto en la ponencia de Tibol pero que puede reconocerse también en ‘las notas’ que los fotógrafos enviaron para explicar su labor y los fundamentos de sus obras, notas que han sido incluidas junto a las fotografías que integraron la muestra, en la publicación de las memorias del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía bajo el título Hecho en Latinoamérica.

En las afirmaciones de los fotógrafos puede notarse una constante reivindicación de las cualidades técnicas de la fotografía para la representación fiel de lo real. Una concepción en torno a lo fotográfico como mímesis perfecta de lo real, que valoriza a la imagen desde sus posibilidades técnicas de registro directo, sin intervenciones, ni manipulaciones (documentalismo moderno) que lleva a una reafirmación de la fotografía como documento de denuncia comprometido con un movimiento de cambio. Asimismo en muchas de las notas pueden encontrarse cuestionamientos a las continuidades coloniales y las presiones imperialistas. Por ejemplo Jorge Acevedo (México) afirma en este sentido que el trabajo fotográfico debe buscar una expresión de la realidad y sus contradicciones:

Necesariamente esta producción artística deberá ponerse al servicio de la crítica y de la denuncia de la explotación, la marginación y la colonización y no será posible ponerla en práctica sin un largo camino que vaya limpiando esta misma de la ideología imperante y en la ruptura constante del modelo estético convencional el cual nos atrapa[3].

 

Asimismo, la fotógrafa mexicana Margarita Barroso Bermeo manifiesta que el fotógrafo debe estar comprometido y ser consecuente con su época para poder generar a través de la fotografía una protesta:

Mi intención es mostrar una realidad que muchos pretenden ignorar, o que de alguna manera se nos trata de ocultar o deformar por considerarla hiriente, indignante, o molesta. […] Al hacerlo, estoy autotrasnformando mi conciencia hacia una postura más crítica y más humana; al mostrarlas, trato de ayudar a los demás a lograr lo mismo[4].

 

Desde Chile, Patricio Guzmán Campos advierte que los latinoamericanos debemos compromiso y militancia en las luchas de nuestros pueblos:

El fotógrafo comprometido con su pueblo y su época en su lucha por conquistar su independencia y liberarse de la opresión imperialista, deberá ser fiel a él y saber interpretarlo. […] Debemos estar siempre atento en la denuncia y ayudar mediante nuestra capacidad y sensibilidad, a luchar contra la injusticia social en que viven y trabajan las mayorías nacionales de nuestros pueblos indoamericanos[5].

 

Por su parte, Pedro Hiriart (México) se detiene también en la idea del fotógrafo comprometido con su entorno social latinoamericano, sujeto a presiones exteriores, con imposiciones culturales y mecanismos de enajenación: “La obra es una búsqueda de identidad y un intento de subversión. Búsqueda de la identidad, borrada primero y negada sistemáticamente después. Subversión de la imagen para transformarla de un arma de control en un instrumento critico liberador”[6].

Julia Elvira Mejía (Colombia), destacando que su interés es captar lo cotidiano en su contexto social, afirma:

Este contexto social ha sido descrito en Latinoamérica por medio de situaciones de pobreza, desorden, y basura sin fin ni remedio, de invasiones masivas de valores ajenos, de explotaciones turísticas de culturas autóctonas, de represiones militares, de manifestaciones de fervor religioso que conservan la esperanza y la opresión[7].

Bajo este mismo tono puede reconocerse en muchas de las declaraciones de los fotógrafos una constante denuncia de la situación social latinoamericana en cuanto a choques de culturas, violencias, pobreza y marginación. En cuanto a los pueblos originarios y los afrodescendientes, hay una marcada crítica a su explotación como curiosidad turística y a su representación desde el exotismo. Son notables también las manifestaciones de los fotógrafos cubanos por la reivindicación de la revolución y sus líderes, y de la fotografía como instrumento de la historia, liberador y para crear conciencia.

En 1981, nuevamente en México, tuvo lugar el Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía, organizado por el Consejo Mexicano de Fotografía (creado al finalizar el primer coloquio). En esta ocasión, su director, Pedro Meyer volvía a destacar a la fotografía documental como la expresión por excelencia de la fotografía en América Latina y a la identidad latinoamericana en relación a la colonización (en términos políticos) y a las dependencias y sometimientos de nuestra región por el imperialismo.

Desde los tiempos de la Conquista y la Colonia española cuando éramos ‘el nuevo mundo’, hasta llegar a ser denominados ‘latinoamericanos’, todos aquellos pueblos al sur del Río Bravo habitamos una vastísima extensión territorial, que engloba en sus límites países de habla hispana, portuguesa, inglesa y cientos de lenguas autóctonas. Estos pueblos nos encontramos con regímenes -en este año 1981- que van desde un país socialista como Cuba, hasta las dictaduras fascistas de Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay; o pueblos que recientemente surgen de un doloroso proceso revolucionario como Nicaragua; otros que actualmente se debaten frente a la represión más furibunda contra su proceso de liberación como es el caso de El Salvador; o en Guatemala, polvorín sujeto a un súbito estallido social […] Así podemos inventariar cada una de las naciones que forman esta geografía denominada América Latina y que sólo daría cuenta de lo heterogéneo de nuestras realidades compartidas[8].

Afirmando que reconocer que la historia de la humanidad es multicultural permite superar la fase de etnocentrismos, convoca a reconocer las diferencias de los pueblos pero asimismo la unidad latinoamericana y el necesario compromiso con lo propio, reconociendo la represión y explotación sistemáticas (internas y externas) que a lo largo de los siglos hemos padecido. Sugiere así una descolonización del saber y la mirada:

Hasta fechas recientes nos veíamos obligados, por falta de alternativas, a dirigir la mirada, en busca de orientación y hasta de apoyo, a los centros del poder cultural de las metrópolis, a los centros donde la fotografía estaba aparentemente más desarrollada. Finalmente, y a pesar de todo, ya no estamos mirando hacia las metrópolis para recibir su guía y favor. La orientación y el apoyo en busca de nuestro desarrollo nos los estamos proporcionando unos a otros. Con interés seguimos los pasos de lo que ocurre en todas partes del mundo, pero ahora es a nivel de información. Los estímulos nos están viniendo de nuestras propias tierras, de nuestros pueblos hermanos, de nuestras realidades culturales, políticas y sociales[9].

 

Posicionando una reflexión sobre desde dónde miramos y pensamos a Latinoamérica, plantea una serie de interrogantes, a los que las distintas ponencias y diálogos buscaron dar respuesta:

¿Para quién y en dónde estamos fotografiando? ¿Cuáles son los parámetros para valorar nuestras obras? ¿A quiénes y dentro de cuáles contextos interesa mostrar la obra? ¿Cuáles son los mecanismos más idóneos para difundir la obra fotográfica nuestra? ¿Estamos interesados y dispuestos a crear ‘objetos artísticos’ sujetos al libre comercio?[10].

 

Entre las intervenciones que se presentaron podemos nombrar: Néstor García Canclini (Argentina) con la lectura “Fotografía e ideología: sus lugares comunes”;  Lázaro Blanco (México): “La calidad contra el contenido”; la analista mexicana, Raquel Tibol interviene con: “Mercado de arte fotográfico: liberación o enajenación”; Lourdes Grober (México): “Imágenes de miseria, folclor o denuncia”, comentada por el escritor y analista mexicano Carlos Monsiváis y Max Kozloff; el fotógrafo cubano Mario García Joya “Mayito” con “La posibilidad de acción de una fotografía comprometida dentro de las estructuras vigentes en América Latina” comentada por el escritor Mario Benedetti y por Rogelio Villareal; Roland Günter (Alemania): “La fotografía como instrumento de lucha” comentada por Martha Rosler y Stefanía Bril; Sara Facio (Argentina): “Investigación de la fotografía y colonialismo cultural en América Latina”; entre otras.

La sola lectura de los títulos ya permite deducir el eje temático de los diálogos. Al igual que en el encuentro de 1978, la práctica documental es reivindicada, no obstante comienza a cuestionarse la supuesta “objetividad fotográfica”; se manifiesta así la importancia del entorno sociopolítico y económico de la región, y que en las representaciones fotográficas hay un aspecto ideológico que interviene y no debe pasarse por alto, en lo que es posible leer las críticas a la objetividad fotográfica, propia del discurso del código y la reconstrucción, señalado por Dubois.

En este sentido, García Canclini, sirviéndose de la metáfora de la cámara oscura propone una lectura de la fotografía y la ideología (en términos marxistas), no como meros reflejos de lo real sino precisamente como “reflejos invertidos de la vida real”. Advierte así que la fotografía no copia la realidad y carece de objetividad, no se mueve en el terreno del campo de la verdad sino en el de la verosimilitud. Desafiando de esta manera lo que se venía pregonando para el documentalismo latinoamericano, propone un análisis que debe contemplar dos niveles:

Por una parte examinará los productos culturales como representaciones: cómo aparecen registrados en una fotografía los conflictos sociales, qué clases se hallan representadas, cómo usan los procedimientos formales para sugerir su perspectiva propia; en este caso, la relación se efectúa entre la realidad social y su representación ideal. Por otro lado, se vinculará la estructura social como estructura del campo fotográfico, entendiendo por estructura del campo las relaciones sociales que los fotógrafos mantienen con los demás componentes de su proceso productivo y comunicacional: los medios de producción (materiales, procedimientos) y las relaciones sociales de producción (con el público, con quienes los financian, con los organismos oficiales, etc.)[11]

 

Concluye su exposición afirmando que las prácticas fotográficas pueden contribuir a formar una nueva visión, al conocimiento social y a transferir al pueblo “los medios de producción cultural”. La fotografía comprometida puede acabar con los estereotipos, “con las maneras reflejas de representar lo real que las ideologías dominantes nos imponen, y suscitar miradas nuevas, críticas, sobre esta tierra tan poco fotogénica”[12].

En términos similares, Víctor Muñoz (México) afirma: “La práctica fotográfica produce representaciones que materializan aspectos de las representaciones imaginarias de nuestras relaciones con las condiciones de existencia” puesto que “esta cruzada, está constituida entre otros espacios sociales, por el ideológico”[13].

Por su parte, Roland Günter en “La fotografía como instrumento de lucha” advierte que la fotografía puede convertirse en un medio importante para representar la realidad de una manera más exacta y más compleja, por ejemplo hacer visible la conexión entre la explotación y la pobreza, la relación de estructuras sociales en la población con su modo de vida y su cultura popular, amenazada por el consumo y el colonialismo. Abogando por una estética realista, Günter afirma que el conocimiento es un poder transformador, refiriéndose con ello no al saber experto sino:

El conocimiento elemental acerca de los destinos humanos y de los importantes mecanismos que favorecen estos destinos, que los oprimen o destruyen. […] La fotografía y la palabra pueden si trabajan conjuntamente hacer una contribución muy importante, fomentar el conocimiento social y propagarlo[14].

 

Comentando el trabajo de Günter, Martha Rosler también reivindica a la fotografía como arma para la lucha social, pero advierte que no hay que olvidar los significados, discursos e ideologías que intervienen en los códigos de lo visible, puesto que la fotografía, también puede reforzar y confirmar estereotipos perjudiciales: “Así, representando visualmente las características asociadas con un grupo percibido negativamente, puede parecer que la fotografía “demuestra” la verdad de tales perjuicios. Aun cuando un texto presente en forma clara un significado distinto, los mitos reforzados culturalmente pueden prevalecer en último término”[15].

En este sentido refuta a Günter afirmando que puede ser peligroso suponer que, al representar a la gente en forma detallada y específica, se puede “superar la enajenación por medio de la distancia, de tal manera que la gente ya no es extraña, sino amistosa, de tal manera que se crea un sentimiento fraternal”. Toma como ejemplo a la exhibición “The Family of Man” que se organizó en Nueva York pero que circuló alrededor del mundo durante la Guerra Fría bajo el lema “Un solo mundo”, mientras su patrocinador  –Estados Unidos– estaba tratando de forjar un “nuevo orden mundial” de dominación neoimperialista.

Sumado a lo anterior, en las ponencias se buscó definir y convocar a una fotografía comprometida. En este sentido Mario García Joya (Cuba) observa que la así llamada fotografía comprometida debe expresar los intereses de los pueblos y “su mensaje debe contribuir a la reivindicación de los valores más auténticos de la cultura latinoamericana, a la desajenación de las clases explotadas y al mejoramiento del hombre en general”[16]. A lo que agrega que los fotógrafos latinoamericanos deben tener un núcleo de intereses comunes:

Nuestra mayor esperanza la depositamos en que, con el tiempo, podamos concretar una acción coordinada a nivel continental. Para ello es necesario apoyar la consolidación de los grupos nacionales de fotógrafos que, con una plataforma común a favor de la descolonización cultural, la reivindicación de los valores propios, la búsqueda de una identidad en la cultura nacional […][17].

 

A lo anterior cabe agregar las declaraciones de Rogelio Villarreal (México), quien afirma que para crear una verdadera fotografía comprometida en Latinoamérica, los fotógrafos deben asumir un compromiso con sus pueblos vinculándose con los movimientos populares, “para que los fotógrafos en verdad comprometidos sepan expresar, con toda su inteligencia y sensibilidad los intereses y aspiraciones de las clases trabajadoras […]”[18].

Asimismo, en otras intervenciones se destacó que este compromiso no es únicamente “el registro directo” a través del dispositivo fotográfico, si en esto se pasa por alto que en las representaciones median ideas anteriores, y se reproduce una visión estetizante de lo que se busca fotografiar. Bajo esta premisa Lourdes Grobet (México) inicia su exposición afirmando que a su entender la fotografía no puede ser considerada arte, por el contrario, la fotografía es un medio de comunicación, con el que se puede registrar la realidad y poner ese registro al servicio de la sociedad. En base a ello busca diferenciar cuándo las imágenes hechas de la miseria son denuncia y cuándo son folclóricas:

Es la actitud del fotógrafo lo que marca la línea a seguir cuando se enfrenta a la miseria, lo que puede determinar si las imágenes resultantes alcanzan a trascender la miseria de los fotografiados y reivindicarlos, o si se quedan en una mera explotación visual de su apariencia, en una explotación más de los miserables[19].

 

En este sentido Grobet afirma que para que una fotografía de denuncia sea verdaderamente liberadora no requiere necesariamente al realismo, ni la toma directa, con lo que relativiza el binomio documental-ficción que sirvió para el establecimiento del documental como modalidad discursiva:

Un testimonio además de ser un documento es también la interpretación hecha en un momento por el fotógrafo. Escoger el lugar y el momento y encuadrar antes de disparar la cámara ya implica un acto de selección. Pero habrá momentos en que el fotógrafo que busca denunciar la miseria, que busca hacer un documento útil, tenga que recurrir a procedimientos menos directos, menos ortodoxos para evidenciar una situación dada[20].

 

En resumidas cuentas, advierte que lo que diferencia una fotografía de denuncia de una “folclórica” es la actitud del fotógrafo, su grado de compromiso y conciencia de la situación. A lo que Carlos Monsiváis (México) refuerza, advirtiendo:

No predico rumbos para la fotografía. Pero sí me gustaría una visión desde dentro del proceso de cohesión y/o dispersión de las clases subalternas, que con plena honestidad se dedique al registro crítico de la miseria, otro hecho central de este continente. En la tarea cultural y artística de estos años, a la fotografía le corresponde también el abandono y la crítica del exotismo y la pobreza romántica, el rechazo de toda pretensión de neutralizar al mundo, la negativa a asumir, con gozo estetizante, la parte por el todo.

 

En esa línea, la visión crítica debe superar la búsqueda estetizante[21].

En síntesis, puede observarse que en este Segundo Encuentro Latinoamericano de Fotografía, la práctica fotográfica en la región (en especial el documentalismo), continúa siendo reivindicada como un medio social de cambio para generar conciencia. No obstante, se tematiza fuertemente la cuestión de lo ideológico, de las codificaciones culturales del sentido, donde el fotógrafo debe asumir una actitud crítica y comprometida con los propios actores sociales, con conciencia plena de las situaciones a fin de no reforzar, ni reproducir estereotipos; con el objetivo de encontrar una mirada latinoamericana que permita liberarnos del colonialismo. En todo ello es posible reconocer una resonancia a la críticas posmodernas de la fotografía y se pone de manifiesto que la imagen fotográfica no es neutra, ni objetiva, sino una representación atravesada por imaginarios sociales, y que tiene una intencionalidad. Desde esta concepción, la fotografía puede ser un arte crítico que permite una comprensión del mundo y un cambio social.

Tres años después, en 1984 se llevó a cabo el Tercer Coloquio Latinoamericano de Fotografía, esta vez en la Casa de las Américas de Cuba, en el que participaron ponentes y fotógrafos soviéticos, latinoamericanos y europeos. Los interrogantes y argumentaciones rondaron en términos generales en lo mismo que en los encuentros anteriores. Entre las lecturas se encontraban: “La expresión de lo fotográfico” por Raquel Tibol; “Premisas para la investigación de la fotografía latinoamericana” por María Eugenia Haya; “¿Para quién y para qué fotografiamos?” de Pedro Meyer; y “Estética e imagen” por Néstor García Canclini, entre otras.

Tanto en las muestras fotográficas como en las exposiciones teóricas continua predominando la reivindicación de documentalismo, no obstante comienza a hacerse notar un interés por explorar nuevos géneros, temas y formatos; resaltando la necesidad de crear más espacios para mostrar las producciones, como así también la de fundar centros de fotografía y espacios para la formación, y una revisión historiográfica sobre la fotografía latinoamericana por fuera de las historias universales de fotografía con su visión eurocéntrica.

Es posible observar ciertas constantes en los tres primeros coloquios. En primer lugar, el interés por pensar la fotografía latinoamericana desde una perspectiva propia, buscando descolonizar el pensamiento sobre la fotografía, pero así también la mirada sobre nuestras realidades y cómo las representamos (y las han representado). Así también, el deseo de pensar si hay algo que caracteriza a la fotografía realizada en América Latina; y si lo hay, cómo se articula con los complejos contextos sociales, culturales, económicos y políticos de cada nación en particular y de Latinoamérica en general. En cierto sentido, todo ello estuvo atravesado por la reflexión en torno a qué es Latinoamérica, qué es ser latinoamericanos, en pos de comenzar a narrar nuestra propia historia asumiendo la responsabilidad de no reproducir los cánones coloniales.

En 1996 y a casi veinte años de celebrarse el Primer Coloquio, tuvo lugar el V Coloquio Latinoamericano de Fotografía, cuya sede vuelve a ser México. Desde las presentaciones puede reconocerse ya un ‘camino de reflexiones transitado’ en el que se reivindica a la fotografía “como parte de la producción cultural de América Latina”[22] y a los Coloquios como un espacio de encuentro y diálogo “para reflexionar, estudiar, escuchar y discutir sobre la fotografía como un lenguaje que nos une como hombres y mujeres contemporáneos”, lo que implica “una reflexión sobre nuestro momento y nuestro tiempo, sobre la realidad o las realidades que estrechan o fragmentan la posibilidad de una acción conjunta para estructurar y construir, en el nuevo milenio que toca a la puerta, un mundo de mayor equilibrio y justicia para todos” y reafirmando con ello a la imagen como un arma de lucha[23].

De esta manera, en las presentaciones se convocaba a retomar aquellas inquietudes que se habían presentado en el primer coloquio de 1978:

Lo que es Ser latinoamericano, para discutir sobre el SER latinoamericano, para preguntarnos si un concepto geográfico define la mirada o si genera una entidad; si las circunstancias históricas que nos unen o el lenguaje común marcan una importancia en la forma de ver, gestando un sueño casi bolivariano traducido a la mirada, o si lo que importa ahora es conciencia ética de su acción transformadora[24].

 

En este sentido, se buscó revisar cuáles habían sido los discursos y discusiones que sustentaron este pensamiento sobre la fotografía latinoamericana.

El encuentro, además de una gran muestra fotográfica, contó con la lectura de dos ponencias magistrales, que tematizaron desde un punto de vista histórico y teórico a la fotografía; y la realización de mesas centrales y especializadas en las que se buscó profundizar la reflexión en torno a los usos de la imagen fotográfica.

La primera de las ponencias magistrales, titulada “Tres carabelas rumbos al próximo milenio”, estuvo a cargo de Pedro Meyer. En la misma reconoce que desde aquel Primer Coloquio de Fotografía de 1978 se han suscitado profundos cambios, tanto en la fotografía como en América Latina. Haciendo referencia a la globalización, con sus grandes y aceleradas migraciones, como así también a los cambios que acarrea la digitalización, Meyer propone una serie de interrogantes:

Si hablamos de ‘fotografía latinoamericana’, ¿a cuál fotografía nos estaremos refiriendo?, ¿a la que se origina en determinado territorio?, ¿a la que se crea a partir de cierta sensibilidad y herencia cultural?, ¿a la que solo retrata las caras de América Latina? Mi pregunta sería: ¿Qué condición debe reunir una obra para adquirir la carta de ciudadanía latinoamericana?[25].

 

Genera con ello un desplazamiento de sus propias intervenciones en los coloquios anteriores en cuanto a la búsqueda de una definición homogénea y abarcadora de la fotografía latinoamericana, para pensar ahora no ya en términos geográficos y situados, sino en el nuevo contexto mundial de globalización, sobre lo cual afirma:

[La fotografía latinoamericana] ha perdido esa nitidez conceptual con la que originalmente la habíamos trazado. Pienso que a medida que pasa el tiempo tendremos que ir encontrando nuevas fórmulas que presenten el tema de la identidad de manera más actual. Tendremos que ampliar el espacio que da cabida a lo que consideramos ‘latinoamericano’ y al mismo tiempo responder a las necesidades particulares de identidad que se presentan distintas para cada individuo y para cada región[26].

 

En cuanto a los cambio en la fotografía, auspicia que las nuevas tecnologías pueden colaborar en ampliar el espacio de circulación de la fotografía latinoamericana; como así también se desplaza de la idea del documentalismo como medio de registrar fielmente lo real, para reivindicar otras formas de las prácticas fotográficas en las que se muestren “las ficciones de los real y de las imágenes”.

La segunda conferencia magistral “El elogio del vampiro” fue leída por Joan Fontcuberta; sobre su teoría y cuestionamientos hemos hecho referencia en la primera parte del presente trabajo, en su intervención en el V Coloquio de 1996, ya exponía su visión sobre la necesidad de abandonar la idea de que la fotografía es un espejo, una representación fiel de lo real. Recordemos que para este momento los debates en torno a la digitalización de la fotografía ya habían alcanzado resonancias internacionales, poniendo en cuestionamiento muchos de los conceptos sobre los que se había levantado el pensamiento sobre lo fotográfico y la fotografía.

Las mesas temáticas se organizaron en torno a premisas como: “Medios Alternativos”, “La modernidad en la fotografía latinoamericana”, “Nuevas referencias históricas en Latinoamérica: Pasado”, “Nuevas referencias históricas en Latinoamérica: Presente”, “La experiencia de la transterritorialidad”, “Tendencias y alternativas de la fotografía documental”, entre otras.

Si se observan en detalle los títulos de las mesas de debate, no solo pueden deducirse los temas abordados en general en el coloquio, sino también los cambios respecto a los encuentros anteriores. Los debates giraron en torno a nuevas cuestiones, que abrían el campo para pensar la fotografía realizada en América Latina desde nuevos ángulos, marcando una diferencia entre el pasado y el presente; donde el nuevo orden mundial y la globalización llevan a incorporar autores y visiones internacionales que sirven para volver a pensar los discursos que sirvieron para la reflexión de la fotografía latinoamericana hasta el momento. Se hace evidente asimismo, la necesidad de pensar las nuevas tecnologías y los cambios en las prácticas fotográficas con el advenimiento de la digitalización y nuevos medios de circulación.

En efecto, puede observarse un espíritu de época en torno a la reflexión sobre la fotografía, que es común a distintos pensadores de todo el mundo. Profundos cambios maduraron en la fotografía latinoamericana a partir de la década de 1990, tanto en los temas como en los modos de representación, marcados hasta el momento principalmente por el documentalismo de estilo moderno.

En base a lo anterior, es posible afirmar que, desde los años 1990 y bajo la denominación Fotografía Latinoamericana, se ha buscado definir una identidad latinoamericana abordando una posición crítica respecto al contexto sociopolítico de la región, lo que se ve reflejado tanto en los modos de representación como en las temáticas abordadas, y la recuperación y resignificación del pasado en el presente, principalmente en lo que respecta al pasado prehispánico, al colonialismo y al poscolonialismo (en un contexto marcado por las vivencias de las dictaduras cívico militares, y la implementación de las políticas neoliberales).

En este sentido la conjunción de ambos conceptos, “Fotografía” y “Latinoamérica”, comienza a plantearse con resonancias menos homogéneas y homogeneizantes. Como bien afirma Castellote: “Lo primero será reconocer que el término ‘latinoamericana’ no implica una unidad de la que esperar una coherencia y una comunidad de intereses y de sensibilización. El mismo término tiende a ser considerado un reduccionismo y, por ello, una etiqueta clasificadora”[27].

Como hemos visto en los capítulos precedentes, en las últimas décadas del siglo XX tuvieron lugar ciertos cambios que han abierto caminos a nuevas prácticas fotográficas y la renovación de los lenguajes: las transformaciones en el arte y la idea de un arte contemporáneo profundamente crítico de su contexto; los cambios en el documentalismo a partir de los cuales se incorpora nuevas formas de representación por fuera de los cánones modernos; el avance del mundo global (con la implementación progresiva de políticas liberales en países que habían sido categorizados como segundo, tercer y cuarto mundo); el giro poscolonial que llevaba a repensar las identidades desde lo local, lo nacional y lo propio; y finalmente, la digitalización de los dispositivos de producción de imágenes y la llegada de los nuevos medios de comunicación con base en Internet (cuyas consecuencias sobre la percepción del tiempo y del espacio han modificado los modos de socialización, las comunicaciones en general, la emergencia de nuevos sujetos, nuevas prácticas, nuevas formas de relacionarnos con las imágenes e interpretarlas, etc.).

En relación con lo anterior, en América Latina es posible observar que la violencia vivida a partir de las dictaduras militares que comienzan a establecerse en los años 60 y luego la implementación de las políticas liberales en la década de 1990[28] fueron factores que generaron un fuerte cambio en la forma de pensar la propia identidad. Ambos puntos pueden considerarse como dos ejes centrales para reflexionar sobre las temáticas abordadas en distintas producciones fotográficas (la temática considerada en sí misma como un rasgo de contemporaneidad) y que marca a su vez los modos de representación, en un contexto donde se producen profundos cambios en los lenguajes fotográficos.

Como vimos anteriormente, en los años 1980 cobra un papel importante la cuestión de la reconstrucción del pasado y los discursos sobre la memoria, como explica Huyssen, los discursos sobre la memoria y el debate sobre el significado de determinados acontecimientos históricos cobra un impulso sin precedentes en Occidente, un giro hacia el pasado que contrasta con los imaginarios de principio de siglo, cuyas promesas de progreso no hacían más que mirar hacia el futuro[29]. Esta promesa de modernización y los impactos devastadores que tuvieron en la región políticas como el Plan Cóndor y la posterior apertura al neoliberalismo dieron lugar también a discursos que proponen una revisión identitaria que busca recuperar parte de nuestra historia, en términos de origen y colonización, una colonización que es revisitada en el presente como una visión crítica del contexto contemporáneo.

En este sentido, podemos observar ciertas producciones fotográficas de las últimas décadas en las que estas cuestiones se tornan centrales, y en las que, como observa Andrea Giunta, es posible observar un “retornar el pasado desde las imágenes” pero no como una mera repetición, sino desde el análisis, desde el cuestionamiento de las iconografías gestada como parte del imaginario de la nación, un cuestionamiento de los valores que deconstruyen los cánones coloniales: “El pasado es visitado, recuperado desde sus síntomas en el presente, ya no es un pasado cuestionado para anticiparse a un futuro prometido (como en la modernidad) sino su interrogación desde el presente, para comprender el tiempo en que vivimos”[30]. A partir de esta idea, buscamos analizar distintos casos en los que se problematiza la cuestión de los Pueblos Originarios y en las que a su vez puede ‘leerse’ una resignificación de los modos de representación, deconstruyendo imaginarios que sirvieron a crear una imagen de otredad.

 

2. LOTERIA I G.PALMA (1)

Lotería I

Luis González Palma

LOTERIA I 1988-1991

Técnica: Fotografía más técnica mixta. Medida: 150 x 150cm.

 

 

3. LAS MADRES 1 - PANTOJA (1)

Las madres 1

Julio Pantoja

“Cada vez que entro al monte le hablo en guaraní a la madre tierra y le pido que nos proteja y que cuide a los animales” Rogelia Evarista Pacheco, Bernarda Villagómez, y Rogelia Marcial, son dirigentes de la comunidad avi-guaraní “Hermanos Unidos”, viven en Calilegua, Jujuy.

 

 

4. MUJERES, MAIZ Y RESISTENCIA 2 - PANTOJA (1)

Mujeres, maíz y resistencia 2

Julio Pantoja

Rosario Martínez, campesina.

Trabaja en la “milpas” de su familia cuidando y cosechando del maíz durante todo el año.

Tanivet, Oaxaca, México, 2011.

 

 

5. Rató. Espíritu de las aguas y cascadas. Cultura Pemón (2005)- BRICEÑO (1)

Rató. Espíritu de las aguas y cascadas. Cultura Pemón (2005)

Antonio Briceño

Rató. Espíritu de las aguas y cascadas. Cultura Pemón (2005)

 

 

6. MÍRANOS 1 - BRICEÑO (1)

Míranos 1

Antonio Briceño

Míranos (2010)


 

[1] TIBOL, Raquel. Hecho en Latinoamérica. Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1978: 19.

[2] Ibídem: 20.

[3] En Hecho en Latinoamérica. Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1978. Páginas sin numeración.

[4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

[8] En Hecho en Latinoamérica 2. Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1981: 9.

[9] Ibídem: 12.

[10] Ibídem.

[11] Ibídem: 18.

[12] Ibídem: 20.

[13] Ibídem: 95.

[14] Ibídem: 44.

[15] Ibídem: 49.

[16] Ibídem: 57.

[17] Ibídem: 61.

[18] Ibídem: 66.

[19] Ibídem: 81.

[20] Ibídem: 82.

[21] Ibídem: 87.

[22] TOVAR, Rafael “Presentación” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 7.

[23] MENDOZA, Patricia “Presentación” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 9.

[24] Ibídem.

[25] MEYER, Pedro “Tres carabelas rumbo al nuevo milenio” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 17.

[26] Ibídem.

[27] CASTELLOTE, Alejandro. Mapas abiertos: fotografía latinoamericana. Madrid: LUNWERG. 2007: 5.

[28] Tal como explica Huyssen: “En América latina, el desvanecimiento de la esperanza de modernización adoptó diversas formas: “la guerra sucia” en Argentina, la “caravana de la muerte” en Chile, la represión militar en Brasil, la narcopolítica en Colombia. La modernización transnacional se modelo a partir del Plan Cóndor en un contexto de paranoia por la Guerra Fría y una clase política antisocialista. Las frustradas esperanzas de igualdad y justicia social de la generación de los setenta fueron rápida y eficazmente transformadas por el poder militar en un trauma nacional en todo el continente. Miles de personas desparecieron, fueron torturadas y asesinadas. Otras miles fueron empujadas al exilio” (Huyssen, 2001:7).

[29] HUYSSEN, Andreas “Medios y memoria” en FELD, Claudia y STITES MOR, Jessica (comp.). El pasado que miramos. Memoria e imagen ante la historia reciente. Buenos Aires: Paidós, 2009.

[30] GIUNTA, A. Ob. Cit.: 28.

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Performatividad y trans-versalidad artística: performance, género y construcciones de la subjetividad trans en aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada

Por: Andrés Riveros Pardo

Foto de portada:  Christer Strömholm

En el marco del seminario “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” –dictado por Mario Cámara–, Andrés Riveros Pardo propone una lectura de aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada que pone el acento en los cruces (de las disciplinas, los géneros, los soportes, las escrituras). Así, para el autor, estas dos artistas –al hacer de su arte un vehículo para poner en práctica su género– construyen su subjetividad no solo a través, sino dentro del arte.


Nadie me quita lo producido

Effy Beth

Es que sigo creyendo que no soy una individua

fuera de lo escrito o de lo actuado

Camila Sosa Villada

 

 

Dos artistas, dos transiciones, varias acciones artísticas que se interconectan y que, a la vez, generan nuevos vínculos que abren las posibilidades de los cuerpos y las formas de entenderlos/habitarlos. Effy Beth y Camila Sosa Villada son reconocidas artistas que han trabajado la mayor parte de su trayectoria narrando las experiencias alrededor de sus transiciones sexo-genéricas e, igualmente, han llevado registro de estas a través de diferentes obras y géneros artísticos. Esto les dio la posibilidad de abarcar el cambio desde miradas diversas, que mutan, se transgreden constantemente y que llevan en su forma la misma esencia de variabilidad e inestabilidad de les objetos-sujetxs que buscan problematizar.

Effy dirigió su mirada hacia el performance. Muchos de los que llevó a cabo fueron muy reconocidos y tuvieron gran repercusión dentro de los ámbitos académico y artístico. Por ejemplo, en Soy tu creación recopiló más de ochocientos retratos que el público realizó de ella y en Nunca serás mujer, obra en la que extrae toda la sangre que debería haber menstruado hasta el momento de su cambio hormonal, logró hacer visibles muchas de las experiencias y afectos involucrados en su transición hormonal. En el blog dedicado a esta acción, la misma Effy explica un poco más acerca de este proceso:

Reparto la sangre en 13 dosis representando las 13 menstruaciones desde abril del 2010 a abril del 2011, y realizo con cada una de ellas una serie de acciones relacionadas con lo que viví cada mes respecto a la construcción de mi identidad de género. Las acciones son performáticas en su totalidad, aunque algunas en particular son también intervenciones urbanas, y foto-performance[1].

 

Desde esa perspectiva llevó a cabo muchas otras acciones performáticas, como Awomen o Genital Power: Cortala!, que también fueron tanto obras como obras-herramientas y que funcionaron no solo para comunicar su visión sobre los cuerpos, las experiencias de vida y las subjetividades disidentes, sino que fueron en sí mismas partes fundamentales de su proceso de transición.

Esta artista, cuyo género asignado al nacer fue el masculino, es capaz de crear diferentes acciones que captan diversos momentos de su pasado, las transformaciones que ella misma está sufriendo y su posterior tránsito entre géneros. Su capacidad de hacer que sus obras no solo sean visiones y representaciones de estas corporalidades, sino que tengan la potencia de ser actos performativos del género, resalta esta misma característica fundamental de lo que llamamos “género” y pone de manifiesto la idea de producción de identidades, en vez de apelar a la idea tradicional y, al parecer, insuficiente, de la estabilidad “biológica” y “natural” de los cuerpos. Es de vital importancia mencionar la potencia transformadora de sus obras, las cuales no se limitan a denunciar o a hacer activismos —solamente—, sino que llevan en sí mismas una potencia para generar espacios de reflexión y transformación: se están transformando, transforman y “transicionan” con ella y con quienes se involucran en ellas.

 

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

 

Beth (como ella lo menciona en algunos de los escritos registrados en textos creados como homenajes) también hace uso del video, la fotografía y el cómic para ampliar las posibilidades de su obra. A través de ellos hace más evidentes ciertas posturas y condiciones de los cuerpos que están construyéndose constantemente y ciertas características del cambio que se ven limitadas a la hora de realizar únicamente performances. En video-performances como Pequeña Elizabeth Mati (Little Mermaid doblado al español)[2], por ejemplo, interviene videos de su infancia para poner de manifiesto la violencia y las presiones sociales que imponen los padres y las madres a les niñes para que representen un cierto género o demuestren que pueden reencarnar ideales heteronormativos y binarios. A través de subtítulos en los que cambia los diálogos que se escuchan en el audio de los videos, Effy pone en estos mismos las palabras que realmente hubiera querido decir en ese momento o la forma en la que realmente estaba escuchando los mandatos que sus padres le imponían por haber “nacido” como varón.

Su repentina muerte deja varios de sus proyectos artísticos a la deriva. Uno de ellos, Varias miradas sobre la chica que nació con la concha salida, que luego vendría a llamarse a.C/d.C: un libro de Effy Beth, se transformó en un libro en el año 2018. Esta obra conjunta resume de forma más interesante la manera en la que Effy producía su obra a la vez que se producía a sí misma. Este proyecto fotográfico buscaba representar el cambio quirúrgico de la reasignación de sexo. Siempre teniendo en cuenta la característica política y pública de los cuerpos y del género, ella no representa su cambio desde ella misma y su visión, sino que involucra la mirada de les otres, como ya lo había hecho en muchos de sus performances anteriores. De esta forma, convoca a un grupo de artistas a través de una mecánica bastante específica en la que lxs invita a tomarle dos fotografías: una que la muestre antes de su cirugía y otra, más de un año después, en la que se vea el resultado del procedimiento; en este caso, entonces, las fotos mostrarían su vagina. A continuación, transcribo algunas aclaraciones que hace Effy acerca de la toma de las fotografías para el proyecto (las cuales aparecen en el libro de 2018):

La fotografía con el pene será a realizarse dentro de los 30 días luego de aprobada la propuesta, y la fotografía con la vagina será realizada un año o dos años después. Las fotografías estarán realizadas en base a los bocetos enviados, y tanto el boceto como la fotografía resultante se mantendrán en secreto hasta el momento de la publicación del libro. El día que se tomen las fotos, se selecciona cuál es la que quedará en el libro y todas las demás serán borradas en el momento.

 

Effy no lograría llegar a la toma de la segunda foto planeada. Sin embargo, el libro en el que ella planeaba registrar esta obra fue publicado con ayuda de su madre y de les artistas elegidos para fotografiarla. Este texto deja un testimonio asombroso de la construcción social y cultural que tiene el performance –especialmente en América Latina– y que tienen los cuerpos, como lo menciona Silvio de García en su artículo “Arte acción en América Latina: cuerpo político y estrategias de resistencia” (2010):

Es entonces cuando en la performance o el arte acción de Latinoamérica nos encontramos con el “cuerpo político”, es decir, con un cuerpo que no solo es instrumento de significaciones, sino que opera en sí mismo como reflejo de determinadas demarcaciones de lugar, asociadas al flujo de los acontecimientos históricos y sociales […]. Dicho de otro modo, se asume el cuerpo como una construcción social, no como una forma dada y desarrollada aisladamente, sino como producto de una dialéctica entre el “adentro” y el “afuera”, entre el cuerpo individual y el cuerpo social (3).

 

Son, entonces, les otres, les fotógrafes y sus miradas, quienes terminan por completar su cambio. Si la fotografía puede llegar a ser la prueba fehaciente de un hecho o de un evento, si la pensamos en su función más periodística, en esta obra esta técnica no alcanza a evidenciar la transición de Effy. Sin embargo, quienes realizan la obra con ella pueden dar cuenta de su vida y de la materialidad de su proceso a través de la poesía, la escritura, la intervención fotográfica o la elección de otras fotos de ella que pudieran dar cuenta de esta transición. Es la interconexión de las artes, la que ella misma había practicado, la que puede representar de forma más exacta la construcción de un cuerpo marginal, que no se conforma con el discurso biológico, sino que explora las posibilidades, las formas y desvanece, a través de la acción, los límites y las barreras impuestas. Tal como dice Martín Villagracia, uno de les artistas que la fotografió para este proyecto: “Effy nunca fue la construcción exclusivamente de sí misma. De alguna manera, siempre fue un proyecto colectivo en el que participaba todo aquel que compartía su experiencia”. De esta forma, se puede evidenciar el propósito netamente performativo de la obra de Effy.

 

Effy 1

 

Sosa Villada, por su parte, se ha referido a este mismo tema en poemas de su primer libro La novia de Sandro (2015) y en El viaje inútil: Trans/escritura (2018), en el que hace énfasis en la manera en la que la literatura, la lectura y la escritura han hecho parte de su proceso de transición, de su obra y de su vida. Finalmente, en la obra de teatro Carnes Tolendas, puesta en escena en el año 2013, que mezcla registros y fragmentos de obras de Federico García Lorca como La casa de Bernarda Alba (1945), Doña Rosita la soltera (1935), Yerma (1934), Bodas de sangre (1933) y algunos de sus poemas junto con frases representativas de su madre y su padre durante fases de infancia, de su transición y de su reconocimiento genérico.

A través de diferentes lenguajes artísticos como el teatro, la poesía, el ensayo y la prosa, Camila Sosa Villada también narra el proceso que la lleva de Cristian a Camila. Es también, como en el caso de Effy, una artista que ve en la transversalidad de las artes y los géneros artísticos una forma de hacer igualmente performativa la variabilidad genérica de los cuerpos no hegemónicos. A través de la incursión en diferentes artes, las barreras que se instauran alrededor de las artistas se desvanecen y abren la puerta a nuevas posibilidades. Su propio cuerpo y subjetividad son, para Sosa, construcciones que se llevan a cabo a través de diferentes experiencias que devienen en sus actuaciones, sus letras, sus personajes y, por lo tanto, están en cada libro y parlamento. Ella, obra maleable y siempre en proceso de construcción, es la expresión artística que cuenta a través de su obra. Su familia, su pasado y las situaciones por las que pasó son la materia prima de donde viene el material para convertirse en lo que ahora es o quisiera ser. Por ejemplo, en su libro más reciente, Las malas (2019), pone de manifiesto y convierte en obra su experiencia en el ejercicio de la prostitución y el recuerdo de los grupos de travestis que se toman las calles y las plazas para poder llevar a cabo su oficio. En sus palabras, tomadas de El viaje inútil: Trans/escritura:

Escribir sobre esas travestis como las últimas revolucionarias además de los amantes y también como la última bohemia que conocí. Y la última poética que parte de algo tan inesperado como las zonas rojas y una comunidad marginada como hemos sido las travestis. Esto es el equilibrio del que hablé antes. Es necesario poner en palabras esa pieza que falta en el inconsciente colectivo. Develarlo ponerle palabras a eso para que la gente lo lea y lo escuche (90).

 

Entonces, cuando la misma experiencia se convierte en obra, se visibiliza. Y esto mismo sucede con el género y las transiciones sexo-genéricas: solo pueden ser o entenderse desde su práctica, como diría Judith Butler, y no desde su nombre, como nos han hecho creer con los discursos hegemónicos y binarios de la exclusividad del varón y la mujer como únicas variables y posibilidades genéricas. Lo que busco explorar aquí es la forma en la que la transversalidad de artes que practican Beth y Sosa son maneras de poner en práctica las formas de construcción de la subjetividad trans y de hacerlas visibles a través de su puesta en escena en el universo social, “exterior” y público. Al hacer esto las obras son en sí mismas variabilidad, transgresión y posibilidad de apertura. Como parte del proceso de construcción de una subjetividad trans, estas artistas han tenido que experimentar con su propio cuerpo, instrumento político por excelencia de las subjetividades queer, trans o no binarias, para poner en evidencia la idea del cuerpo como una construcción siempre inacabada que, como la obra de arte, toma total relevancia a la hora de enfrentarse a la mirada externa. Esta característica la comparten con la idea de “performance” y de “cuerpo social” antes mencionadas y con la noción de “cuerpo” dentro de la teoría performativa del género estudiada por Butler, especialmente en Cuerpos aliados y lucha política: hacia una teoría performativa de la asamblea (2015):

El cuerpo no es tanto una entidad como un conjunto de relaciones vivas; el cuerpo no puede ser separado del todo de las condiciones infraestructurales y ambientales de su vida y su actuación. Esta última está siempre condicionada, lo cual no es más que una muestra del carácter histórico del cuerpo” (69 – 70).

 

Tal vez podamos encontrar un gran ejemplo de esto en las palabras de la madre de Effy Beth, Dori Faigenbaum, en una entrevista con la emisora de radio La retaguardia luego de la muerte de Effy y en la que se refiere al carácter social y relacional de las obras de su hija:

Ella era también como muy precisa en cómo pensaba todo y me parece que el impacto de toda su obra es que ella no iba a convencer a nadie de nada, sino que iba a trabajar con la representación social de la gente que pasaba frente a su persona, esto quiere decir: “Yo no te voy a convencer de que el sida es esto u otra cosa, el género es esto u otra cosa, sino que te voy a poner a vos en situación de que pienses y de que digas qué juzgas, qué prejuzgas, o qué opinas en relación a ciertos temas, y si vas a seguir pensando lo mismo después de decirlo en voz alta[3].

 

 

Recuento y encuentro: un poco más acerca de las conexiones entre la obra de Effy Beth y la de Camila Sosa Villada

 Tal vez sea correcto empezar este recuento admitiendo que Effy Beth nunca incursionó en la literatura como tal, mientras que la obra de Sosa Villada se basa, principalmente, en la escritura de poesía, guiones de teatro, prosa y ensayos. Sin embargo, lo que me interesa resaltar dentro del trabajo de cada una de ellas es la forma en la que han logrado no solo relatar, sino poner en evidencia, con su obra y con su mismo cuerpo/subjetividad, la manera en la que se vive o se experimenta la transición sexo-genérica en las disidencias. Por esta misma razón, he elegido centrarme en las obras aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada. En estas, considero, se muestra de forma más explícita este proceso a través de diferentes mecanismos y sobre todo, como mencioné anteriormente, la trans-versalidad de diferentes géneros y artes. En el primero de estos textos se documentan los resultados del proyecto de Effy ya descrito y se hace un “recuento” del mismo por parte de les fotógrafes y artistas elegides por ella. Igualmente, este texto contiene un pequeño diario de los primeros días de Effy luego de someterse a la cirugía de reasignación genital. Este breve recuento parece de suma relevancia porque pone en palabras la experiencia más personal y afectiva por la que pasan quienes toman esta clase de decisiones. Por otro lado, Camila Sosa Villada también hace mucho énfasis, en el texto ya citado, en los procesos que fue experimentando dentro de su vida a la hora de descubrir que no estaba de acuerdo con el género con el que había sido asignada en su nacimiento y además, con otros temas que la constituyen como una subjetividad disidente al haber nacido sin gran capacidad económica, con un padre autoritario y al haber tenido que ejercer la prostitución. El primer cruce que podemos ver entre ambas obras, además del material escrito que nos dejan, es precisamente la constitución de los cuerpos, los géneros y las realidades que los transitan como algo que está siempre en movimiento y que sucede en varios ámbitos y espectros.

Es importante hacer un brevísimo recuento de su obra para encontrar algunos hitos que las llevaron hasta este punto y para —claro está— entrar un poco más informades en sus expresiones artísticas. En cuanto a las diferentes performances y otras piezas de Effy se podría decir mucho, ya que a pesar de su temprana muerte logró crear numerosas acciones que la posicionaron como una de las artistas más reconocidas dentro del “círculo disidente”. Sin embargo, una de las obras en las que mejor se puede observar la cualidad social y “externa” de sus acciones posteriores sería el performance Soy tu creación. Allí Effy ya empieza a jugar con la construcción social del cuerpo y con la problematización de la mirada a la hora de reconocer a une otre y hasta a une misme. En el texto Que el mundo tiemble: Cuerpo y performance en la obra de Effy Beth (2016) en el que se recopila mucha de su producción artística, se encuentra este pasaje escrito por ella, que revela un poco más los pormenores de la acción: Acostada en un colchón, con poca ropa, simulando máxima intimidad y predispuesta a entablar conversación con quien sea que se me acerque, voy a pedir que se me retrate de manera simple para yo poder verme a través de otros ojos” (54). El performance hace visible el cuerpo a través de la acción del dibujo y convierte la mirada en un fenómeno compartido: quien mira construye al otro y a la vez, quien es reconocido puede moldear su subjetividad con base en la forma en la que le otre mira. Aunque los resultados de los retratos varían es importante resaltar dos de ellos: muchos de les asistentes “binarizan” la corporalidad de Effy llevándola hacia lo femenino e, incluso, exagerando sus senos. Igualmente, se da paso a una corporalidad híbrida: muchos de los retratos realizados muestran a Effy como una sirena. Esto resulta interesante porque enfrenta las dos maneras en las que solemos reconocer el cuerpo, el género y la genitalidad, a saber, a un cuerpo que reconocemos como femenino solemos asignarle una genitalidad femenina o, por otro lado, al no reconocer inmediatamente la genitalidad de una corporalidad disidente la enfrascamos y limitamos al ámbito de la fantasía, de lo que no estamos seguros. Un terreno de incomprensión que preferimos dejar a la imaginación. En las conclusiones de esta obra y de su resultado Mira Colectiva, consignado en el texto antes mencionado, Effy resume la forma en la que hace visible y casi palpable la verdadera constitución de lo que solemos llamar como “interno” y “externo” en términos de identidad y de subjetividad: cómo se difumina esa línea divisoria ya casi inexistente:

Paradójicamente al momento de pensar este proyecto tengo plena convicción de que somos nuestra propia creación con lo que los demás nos dan, y no al revés. Somos los constructores que continuamos individualmente lo que nuestros padres, amigos y sociedad nos ayudaron a construir mediante la ida y vuelta de una mirada crítica. En la obra invierto la función social y la limito hacia un solo sentido: primero digo yo soy yo, y luego los demás construyen o destruyen sobre eso. Esto es lo que me transforma de ser humano a objeto pasivo. Entrego mi persona a capricho del ojo ajeno (63-64).

 

Con esta acción Effy parece demostrar la importancia de la mirada en la construcción de la subjetividad y, por lo tanto, hace “externo” lo que consideramos como “interno”. Al hacer de la mirada un acto cuyo resultado termina en un papel y que puede ser experimentado a través de los sentidos y de “la superficie” se hace evidente el hecho de que construimos con y a través de la mirada y que lo que nos ve o la forma en la que nos ven también nos constituye: no existe algo como un antes o un después en la construcción de la subjetividad, sino que como dice Butler en su texto El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), lo que consideramos “interior” hace también parte de discursos sociales y de realidades “externas”. Es decir que puede llegar a ser tan solo una ficción regulatoria que jerarquiza ciertos planos de la subjetividad por encima de otros, siendo el género, por ejemplo, uno de ellos:

En otras palabras, actos, gestos y deseo crean el efecto de un núcleo interno o sustancia, pero lo hacen en la superficie del cuerpo, mediante el juego de ausencias significantes que evocan pero nunca revelan, el principio organizador de la identidad como una causa. Dichos actos, gestos y realizaciones […] son performativos en el sentido de que la esencia o la identidad que pretenden afirmar son invenciones fabricadas y preservadas mediante signos corpóreos y otros medios discursivos (266).

 

En El viaje inútil Camila Sosa Villada hace un recuento de las experiencias y condiciones sociales y familiares que la marcaron y acompañaron tanto en su tránsito sexo-genérico como en su decisión de convertirse en artista. Acciones que van íntimamente conectadas. Las condiciones sociales, como mencioné antes cuando hablé de la obra de Effy, hacen parte de la constitución de su subjetividad. Es la precariedad[4] la que moldea muchas de las condiciones que determinan aspectos de su subjetividad en los años de su infancia y los que la hacen encontrar una salida posible en el arte y la literatura. Estas condiciones “externas” resultan ser de suprema relevancia para lo que ella será “internamenteen años posteriores como escritora:

Contra toda la soledad y la tristeza de vivir en ese pueblo, donde el único entretenimiento es sentarse a mirar los autos pasar por la ruta, en ese pueblo donde nos hemos tenido que anclar las dos, en ese pueblo donde todo llega tarde, donde no tenemos luz eléctrica, ni gas, ni esperanza de nada, ahí resultó que sin quererlo, sin sospecharlo siquiera, mi mamá me enseñó a leer. Y yo aprendí (19 – 20).

 

Este texto muestra cómo se difumina esta supuesta línea divisoria entre el discurso y la subjetividad. Esto demuestra la compleja relación que se da, aún más en la infancia, entre estos elementos que se materializan y toman forma en la conducta y en la relación con les demás. Es por esto que el terreno de la lucha de les artistas y corporalidades trans se da en el ámbito político, porque es justo allí en donde entra a jugar el discurso del género y la sexualidad que se ha internalizado durante el proceso de la infancia. Bien lo menciona Jack Halberstam es tu texto “Trans*: una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género” (2018) cuando se refiere al devenir trans y a la forma en la que se puede ver claramente en los primeros años de vida que el género “viene de otra parte, en vez de formar la verdad del cuerpo” (83), porque es internalizado después de que la madre, el padre o el grupo social lo declaren. En el siguiente párrafo explica un poco mejor esta idea basado en algunas premisas de Wendy McKenna y Suzanne Kessler descritas en su texto de 1978 Gender: An Ethnomethodological Approach:

Un cuerpo infantil puede escapar a la matriz de la supervisión paternal y pedagógica, pero un sistema de normatividad opera ejerciendo una presión sobre las conductas no normativas y por medio de la interiorización de criterios de conducta que son transmitidos de forma silenciosa e incluso por medio de gestos. En otras palabras, se espera de las criaturas de cualquier origen que interioricen modelos de género y los reproduzcan de modo que encajen con sus posiciones culturales, raciales y de clase, y en relación con los modales, con lo que gusta y es apropiado según el género y lo que no, con las interacciones convencionales dentro de una matriz heterosexual, e incluso con sus propias esperanzas y temores del futuro (85).

 

Camila Sosa Villada comenta, en una entrevista para el medio Agencia Presentes, algo muy parecido a la hora de referirse a las primeras veces en las que decidió empezar a vestirse de la manera asignada al género femenino:

Fue un proceso muy natural, vino con el paso del tiempo. Nunca tuve que ponerme a pensar sobre mi identidad, estaba ahí y fue poco a poco. Primero asumí que me gustaban los chicos, luego apareció Cris Miró en la tele, entonces las cosas cambiaron. Porque todas esas cosas que yo hacía en secreto –vestirme con la ropa de mi mamá, pensarme como mujer– cobró una dimensión social. Yo podía ser como Cris, había alguien que lo había hecho posible. Se veían en la tele todo el tiempo travestis que aparecían en lo de Mauro Viale, mujeres decididas a todo, empoderadas. De repente no me sentí sola, estaba inmersa en un movimiento. Fue muy fácil ese proceso íntimo. El social fue más complicado…[5]

Camila Sosa Villada (fuente: https://latinta.com.ar/2016/09/la-cultura-va-un-paso-adelante/)

Camila Sosa Villada (fuente: https://latinta.com.ar/2016/09/la-cultura-va-un-paso-adelante/)

 

En El Viaje inútil se interconectan temas como la pobreza, la condición social y la raza, lo que hace que el cuerpo trans no sea solamente determinado por el género, sino también por diferentes condiciones y discriminaciones. La exclusión como herramienta queer para forjar lazos y reivindicar la experiencia disidente la llevan a enmarcar sus vivencias dentro de las diferentes formas de rechazo a la que ha sido sometida como mujer pobre y “negra” que pertenece a una disidencia. Así lo expresa en este poema extraído de su primer poemario La novia de Sandro:

Soy una negra de mierda, una ordinaria, una orillera, una cuchillera, el mundo me queda grande, el tiempo me queda grande, las sedas me quedan grandes, el respeto que queda enorme, soy negra como el carbón, como el barro, como el pantano, soy negra de alma, de corazón, de pensamiento, de nacimiento y destino. Soy una atorranta, una desclasada, una sin tierra, una sombra de lo que pude ser. Soy miserable, marginal, desubicada, nunca sé cómo sonreír, cómo pararme, cómo aparentar, soy un hueco sin fondo donde desaparece la esperanza y la poesía, soy un paso al borde del precipicio y el espíritu me pende de un hilo. Cuando llego a un lugar todos se retiran, y como buena negra que soy, me arrimo al fuego y relumbro, con un fulgor inusitado, como una trampa, como si el mismo mal se depositara en mis destellos.

 

De la misma forma en la que cruza estos límites para narrar la manera en la que esto la ha marcado, también logra llevar al ámbito performático todos estos cruces tanto en la experiencia vivida con sus padres y familiares, como con extractos de obras literarias con las que pudo sentirse identificada en su infancia o en su juventud. Esto lo realiza, en Carnes Tolendas una de sus principales obras de teatro en la que es la escritora y la actriz que representa todos los papeles. En esta obra entremezcla las voces de su padre[6], de sus familiares y de sus recuerdos para hacer evidente la manera en la que fue constituida desde la autoridad y la definición estricta de los roles de género. De la misma forma, nos recuerda la manera en la que diferentes historias de personajes de la literatura también han marcado su vida y su subjetividad, sobre todo, uno tan emblemático para las disidencias como lo es Federico García Lorca. Ejemplo de esto es su crítica a esta misma autoridad que presenta en obras como La casa de Fernanda Alba y cuyo extracto es recitado por Sosa: “Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a ese porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana”[7]. Que cada una de esas voces pasen por su garganta y sean interpretadas por ella misma no es casualidad: demuestra que estos discursos permanecen en ella a través de su vida y de las etapas de su transición y que por tanto, existen en la medida en que son reproducidas, no antes; característica que tienen en común con el género y su cualidad performativa.

De la misma manera que Sosa Villada narra el peso de su transición a través de estas voces, Effy busca narrar su cambio en tres momentos importantes para ella: el cambio dado por el tratamiento de reasignación hormonal asumido en 2010, la desidentificación con sus genitales y, por último, el cambio corporal que implica la cirugía de reasignación genital. Cada una de estas etapas fue puesta en la esfera pública por la artista a través de diferentes acciones performáticas o por medio de obras que implicaron otra clase de recursos. La primera de ellas fue tratada en Nunca serás mujer, obra que se basó en la visibilización de la “menstruación” que Effy podría haber producido durante un periodo de trece meses, como respuesta a los comentarios de algunas personas que le decían que nunca iba a ser mujer, debido a que no sería capaz de menstruar. A través de este acto también hizo evidente otras preocupaciones de los cuerpos reconocidos como femeninos y de las subjetividades trans: su vínculo inevitable con organismos reguladores como los médicos, las obras sociales y el Estado a través de documentos que supuestamente dan cuenta de la identidad de las personas como la cédula o en DNI; el acoso callejero, y al igual que Camila Sosa Villada, los problemas familiares que implica asumirse trans o no binarix dentro de esta institución asumida como binaria[8].

Para la segunda etapa, Effy exterioriza la “desentificación” de algunas subjetividades trans con sus genitales de nacimiento a través de Genital panic: cortala!, una acción que lleva a cabo en la Marcha del orgullo LGBTIQ y que, como ella explica en la notas acerca de esta performance, es un remake trans de la performance Genital Panic de VALIE EXPORT. Allí, a comparación de la acción original, se muestra el pene de la artista a través de los pantalones agujereados y no es expuesto al nivel del rostro de lxs asistentes a un cine, sino que es amenazado por la misma artista, con unas tijeras podadoras. Ella continúa su explicación, en el texto consignado en el libro Que el mundo tiemble: “En vez de genitales femeninos, dejo a la vista mis genitales masculinos, y en vez de un arma cargo una tijeras. Cuando logro la atención de alguien aprieto mi genitalidad con el filo de las tijeras” (164).

Por último, Effy llegaría a narrar la cirugía de reasignación genital a través del breve diario que deja en el texto antes mencionado. En él cuenta su experiencia justo después del procedimiento[9], así como el proceso post-operatorio, que involucra curaciones, fajas, hinchazones, irritabilidad, falta de apetito y la inserción de dildos de diferentes calibres en la nueva cavidad vaginal para evitar infecciones. Al respecto, Effy escribe en el texto que aparece en aC/dC: Un libro de Effy Beth, consciente del malestar generado tras el sexto día de internación: “He vuelto a nacer y mi llanto es la misma que la de un bebé, que llora la angustia natural de estar procesando su propia existencia”.

Aunque este texto parece ser básico para entender la transición de Effy, es claro que toda su obra, así como la de Villada, es importante para narrar los cambios y la forma en la que se constituye la subjetividad de lxs sujetxs trans. No es en los procesos de reasignación hormonal o genital que se construye o en el momento exacto en el que deciden probar las prendas del “género opuesto”, sino que es un proceso constante de transgresión de los diferentes tipos de regulación y limitación de sus expresiones. No hay un trozo de vida o una experiencia, entonces, que sean básicos para contar una vida trans, sino que, como hemos visto en el caso de estas dos artistas, se narra precisamente en el mismo cruce de fronteras, sean de tipo genérico, de tipo social, familiar o artístico.

 

Camila Sosa Villada, «Carnes Tolendas».

 

Trans-versalidad en los géneros artísticos y cruces entre el performance y la performatividad: una conclusión

Si concordamos con Judith Butler en que la práctica del género es su misma ontología, entonces podemos afirmar que el género que une es se produce en el espacio político y no antes. Por esta misma razón, se puede decir que es acción y no esencia. Butler nos recuerda esto en El género en disputa:

En vez de una identificación original que sirve como causa determinante, la identidad de género puede replantearse como una historia personal/cultural de significados ya asumidos, sujetos a un conjunto de prácticas imitativas que aluden lateralmente a otras imitaciones y que, de forma conjunta, crean la ilusión de un yo primario e interno con género o parodian el mecanismo de esta construcción. (270)

Entonces, los asuntos relacionados con el género transgreden siempre la barrera de lo íntimo y es necesario que las obras que se refieren a su variabilidad o que ponen en tela de juicio su estricto binarismo sean igualmente públicas y exteriores. La cualidad performática de géneros artísticos como el teatro y el mismo performance facilitan esta condición y llevan estos temas supuestamente autobiográficos a lugares en los que la mayoría de personas puede sentirse interpeladas. En su texto Prácticas de Sí: subjetividades contemporáneas en las expresiones artísticas trans actuales en Buenos Aires (2014) Pablo Farneda comparte la visión de la autora Estrella de Diego acerca de este tema. En general, afirma que a la hora en que la experiencia se inscribirse en el arte, sobre todo en el performance, que implica una suerte de autorreferencialidad de la vida de lx autorx, el yo autobiográfico puede llegar a desdibujarse debido al desfasaje que implica el hablar de lo que somos y percibir lo que en realidad percibimos que somos:

En  su  libro  sobre  autobiografía  y  performance  titulado No  soy  yo, Estrella  de  Diego se pregunta: ¿Cómo aproximarse al sujeto “esencial” si hablar de uno mismo implica cada vez  hablar  de  los  demás, incluso de todos esos demás que habitan el sujeto? (…) Cada proyecto  autobiográfico  implica  la  ausencia  de  lo  que  somos  ahora.  De lo que estamos siendo mientras relatamos” (2011: 41 – 48).  En  esta  omisión  se  funda,  para  la  autora,  la imposibilidad  de  clausurar  el  yo  como  esencial  y  el  relato  autobiográfico  o  cualquier autorretrato  como  verdad  individual,  dado  que  nunca  nos  encontramos  allí  donde  nos enunciamos y viceversa, nunca nos enunciamos allí donde nos encontramos (54).

 

De esta manera, al entender que las artes biográficas son más que relatos de un yo y que pueden llegar a representar los discursos y ficciones que nos afectan como cuerpo social, podemos entender que la obra de estas dos artistas (y de muchxs otrxs más) no hablan solamente de su experiencia con su género o con la variabilidad del mismo, sino que sirven para señalar tensiones en lxs espectadores y en la sociedad. Jack Halberstam resume este hecho en su texto Trans*: “Este es un marco perfecto para el cuerpo trans*, que, en última instancia, no busca ser observado y conocido, sino que más bien desea poner en duda la organización de todos los cuerpos” (120). Esto por la cualidad performática de los géneros artísticos que atraviesan el discurso para devenir acciones e igualmente, porque hacen aún más evidente que la división interna-externa de los cuerpos es inexistente. Por esto es que las acciones que ellas realizan en sus cuerpos pueden hablar de su subjetividad y que los elementos que constituyen su subjetividad y su forma de entenderse pueden dar cuenta de los cambios en sus cuerpos y en su entorno. Y esto no solo se limita a estos dos espectros, sino, como ya mencione, se puede expandir al ámbito social, cultural y público.

Si la performatividad inherente al género requiere de acciones performáticas para tocar los temas que lo atañen, esto implicaría que el terreno para tratar sus variaciones y su elasticidad es la acción y no tanto el discurso. Esto resulta básico para las subjetividades trans, ya que su misma auto-denominación como personas trans requiere de la transgresión de las limitaciones y de los sistemas normativos que regulan los cuerpos y sus expresiones. Esto implicaría una construcción constante de la subjetividad, que pasa por diferentes estados en diversos niveles que se conectan y que a la vez, no se limitan a ellos: “la superficie” del cuerpo se modifica con los cambios quirúrgicos y hormonales o a través de prendas o accesorios; el interior del cuerpo también lo hace a través de otros cambios hormonales e igualmente, se presentan ciertas modificaciones en ámbitos más psicológicos como la forma de ser afectade.

La acción constante que podemos percibir en estas subjetividades es el desvanecimiento y el cruce de toda clase de límites. En el caso de la obra de Villada y de Beth podemos darnos cuenta de que el ir de género artístico en género artístico es tan performática y performativa como los cambios que podemos ver en sus cuerpos. Ir del performance a la literatura, de la fotografía al cómic, de la novela a la poesía o ensayo en el mismo libro y en toda su obra es parte importante de la des-limitación de las experiencias. En el caso de Sosa Villada vemos cómo va del ensayo a la poesía y al teatro y, por otro lado, vemos cómo en a.C/d.C se muestran características importantes de la obra de esta artista y de su misma subjetividad a través del cruce de las diferentes voces de les artistas que la acompañaron, la suya propia, fotos, montajes y géneros literarios como la poesía, la narración autobiográfica y el testimonio.

Al hacer de su arte un vehículo para poner en práctica su género, estas dos artistas están construyendo su subjetividad no solo a través, sino dentro del arte: es un proceso que se da en el mismo cuerpo y que se hace a través de la transversalidad de los géneros artísticos para evidenciar la transición sexo-genérica de cuerpos no-estables que pueden modelarse, encarnarse, modificarse en y por medio de la de le otre, y del derecho a expresarse en la escena pública. De la misma forma en que ponen de manifiesto esta cualidad del género y de sus mismas subjetividades, al hacer una obra que trata de limitaciones del cuerpo social, también evidencian las injusticias y la precariedad a la que son sometidos ciertos grupos de los que la sociedad no se siente responsable, a saber, las minorías sexo-genéricas, las travestis que deben ejercer el trabajo sexual, les jóvenes que han tenido que abandonar el núcleo familiar por sus preferencias sexuales, etc. La acción de ponerles en la mira social sirve para reivindicar la lucha de dichas existencias y de sus vidas como merecedoras del llanto[10] y de luto. Como Butler lo anuncia en su texto Cuerpos aliados y lucha política, el hecho de que el género sea de por sí político hace que la lucha que defiende la posibilidad de manifestarlo a través de la misma expresión genérica sea igualmente performativo:

No se puede separar el género que somos y la sexualidad en que nos implicamos del derecho que cada uno de nosotros tiene a afirmar estas realidades en público, con plena libertad y protegidos frente a los violentos. En cierta manera, el sexo no es anterior al derecho de hacer precisamente eso. Es un momento social en nuestra vida íntima, y que debe ser reconocido en términos igualitarios. No solo el género y la sexualidad son en cierto sentido performativos, también lo son su expresión política y las reclamaciones planteadas en su nombre (63).

 


 

[1] Este proyecto está descrito y narrado en el blog Nunca serás mujer, al que se puede acceder a través de la siguiente dirección: http://nuncaserasmujer.blogspot.com/

[2] Obra registrada en el blog: http://tengoeffymia.blogspot.com/

 

[3] Entrevista disponible en: http://www.laretaguardia.com.ar/2015/09/a-effy-no-la-mato-la-sociedad-ella.html

[4] Butler, en Marcos de guerra: Las vidas lloradas (2009), se refiere a ese término como “la condición políticamente inducida que negaría una igual exposición mediante una distribución radicalmente desigual de la riqueza y unas maneras diferenciales de exponer a ciertas poblaciones, conceptualizadas desde el punto de vida racial y nacional, a una mayor violencia” (50).

[5] Entrevista disponible en: http://agenciapresentes.org/2018/01/12/camila-sosa-villada-trans-ya-una-forma-militancia/

[6] Por ejemplo, al inicio de la obra usa la voz él para decir: “Porque esta casa es así, he dicho yo, a esta casa yo le levanté el cimiento, yo le levanté las paredes, yo te mantengo a vos y al maricón que tenés por hijo. Así que en esta casa se me va a empezar a respetar y a hacer las cosas que se tienen que hacer cuando se tienen que hacer y como yo diga que se tiene que hacer. ¿Me estás entendiendo, mujer?”. Fragmento tomado de Carnes Tolendas disponible en https://vimeo.com/19229673

[7] Fragmento tomado de Carnes Tolendas disponible en https://vimeo.com/19229673

[8] En su texto Trans*: Una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género Jack Halberstam se refiere al tema de la familia en las infancias trans* y dice: “La familia designa un sistema que se supone protege, ampara y apoya a sus miembros, pero, como cualquier sistema de pertenencia, a menudo también excluye, avergüenza y ataca violentamente a los extraños. La presencia de criaturas que se identifican con el otro género y de criaturas de género ambiguo en el seno de las familias pone en cuestión todas las ideas habituales sobre el género, la infancia y la corporalidad, y en última instancia plantea dudas sobre la validez de la familia en sí misma” (70).

[9] Effy explica un poco más acerca de este proceso en a.C./d.C de la siguiente manera: “Duración 5 horas. Ingreso al quirófano a las nueve de la mañana. Se me administra anestesia local las primeras 3 horas y luego un sedante en el momento de introducir el injerto. Egreso del quirófano a las 14 horas, ya despierta y con las fajas en las piernas que me habían puesto al inicio de la operación. Tengo un tutor puesto en el interior de mi vagina. Sobre la vagina tengo puestas dos gasas, y sobre las gasas tengo puesto apósitos pegados con cinta”.

[10] En Marcos de guerra: las vidas lloradas, Butler se refiere a las vidas precarias y a su condición de ser lloradas como un requisito para asumirlas: La aprehensión de la capacidad de ser llorada precede y hace posible la aprehensión de la vida precaria. Dicha capacidad precede y hace posible la aprehensión del ser vivo en cuanto vivo, expuesto a la no-vida desde el principio” (33).

 

“Casandra, que nació en una isla en medio del trópico, ese soy yo”. Reseña de «Llámenme Casandra»

Por: Bruno Gold

Imágenes: Marcial Gala fotografiado por Dirk Skiba, Buenos Aires, 2019

La última novela de Marcial Gala trenza temporalidades en el viaje de un joven soldado cubano a Angola, en cumplimiento de sus obligaciones revolucionarias internacionalistas. Bruno Gold analiza el entramado que va conformando la identidad de Rauli/Casandra, protagonista de una narración que imbrica tiempos y espacios, desarma gestas de masculinidades, ve fantasmas ancestrales, resuena en una multiplicidad de referencias a la literatura clásica, produce sincretismos entre dioses olímpicos y deidades africanas, mapea una Cuba posrevolucionaria y una Angola en proceso de independización. El martes 13 de agosto de 2019 a las 19hs el Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas realiza un conversatorio con el autor para comentar esta novela. La actividad es gratuita y abierta al público en general.


Llámenme Casandra (Marcial Gala)

Clarín-Alfaguara, 2019

272 páginas

 

Llámenme Casandra (2019) es la última novela del escritor cubano Marcial Gala. La obra narra la historia de Rauli/Casandra, unx niñx cubanx que se sabe mujer atrapada en el cuerpo de un hombre, y que posee el don de la clarividencia. La historia desarrolla el complejo entramado identitario de un niño que se ve rechazado y marginalizado en la Cuba posrevolucionaria, mientras la isla está enfrascada en su participación militar en Angola.

¿Cómo narrar aquello que, por herético, ha sido callado? Eso parece preguntarse este contra relato de la revolución y de sus gestas. O quizás se trate de una historia simplemente negada por salir del lugar común, por profana, por sincera. Llámenme Casandra elige negar el lugar habitual de la crítica a la revolución. No es una obra que focalice en los acontecimientos sino justamente en aquello que estos olvidan: la cultura. La novela propone una crítica al racismo y la homofobia presentes en la sociedad cubana, aunque sus gestas hayan pretendido esconder la existencia de esa discriminación. Rauli/Casandra, marcadx por la exclusión y por la indiferencia, sigue un camino que parece ya señalado para él/ella de antemano. Al conjurar un tiempo pasado y a su vez presente, ve su vida como una repetición inevitable: con resignación, elige cerrar cada punto de fuga posible y entabla un diálogo curioso en el que observa su pasado y su futuro por igual.

Con maestría, Marcial Gala trenza tiempos disímiles para crear un mosaico que refleja las instancias de la vida de Rauli: su niñez, marcada por la relación con su madre y la amante de su padre; su adolescencia, entre la marginalización y el empoderamiento identitario; finalmente su juventud, signada por la partida hacia Angola y los abusos perpetrados por los mandos del ejército cubano. En este relato se desarrolla un entrecruzamiento cultural que muestra las particularidades de la sociedad cubana posrevolucionaria. La presencia de los rusos en el país, el “regreso” a África como lugar de origen, la proliferante influencia helénica y, sobrevolándolos a todos ellos, la revolución como tópico y como condena. Una censura moral y política que se condensa en la frase “los maricones no pueden ser revolucionarios” y que atraviesa la obra en su totalidad.

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Agostinho Neto y Fidel Castro. Imagen de archivo.

Envuelta en el espíritu internacionalista de plena guerra fría, la obra reproduce algunos de los tópicos comunes del marxismo defendidos por el castrismo. Pero entre sus temas (el ideal socialista, la búsqueda de igualdad, la defensa de los valores laicos) se cuelan la intolerancia y el desprecio de un hombre nuevo que queda trunco antes siquiera de comenzar a existir. Raulí es despreciado por su físico y su identidad, al tiempo que su cuerpo es ultrajado por la violencia y la lujuria de los generales del ejército cubano en Angola. El repetido cambio de tiempos lleva a que la construcción del conflicto identitario y su exclusión no sean cuestión de momentos precisos, sino que se extiendan a lo largo de la obra, haciéndose sentir en cada uno de sus capítulos. Siguiendo esta estrategia, Gala logra dar a la narración una idea de continuidad que construye, como el presagio de Casandra, su final, antes siquiera de que este llegue.

Mientras el protagonista está inmerso en esta profunda crisis identitaria, las figuras de sus padres presentan un sinfín de contenidos y matices. La madre, rodeada de soledad tras la temprana muerte de su hermana, primero, y la de su marido más tarde (la primera real, la segunda simbólica), acepta la condición de mujer de su hijo y pretende que este es su hermana revivida. Instala así una doble dinámica de aceptación/rechazo de la identidad de Raulí que a la larga contribuye a construir la propia figura del protagonista. El padre, por otra parte, ortodoxamente cerrado a la transformación de su hijo, rechaza su conflicto y lo niega. En este rechazo, sin embargo, la figura del padre funciona cubriendo lo que a sus ojos representa la “falta de hombría” del joven. Su figura repite entonces la noción de aceptación e impugnación, pero de forma diferente: es el padre quien va a solicitar al ejército que dé de baja a su hijo y quien lo acompaña al colegio cuando es discriminado por “no ser suficientemente hombre”. En la relación de Raulí con sus padres y con los mandos del ejército, se reproducen buena parte de las fisuras que recorren las identidades aparentemente “macizas” de quienes le rodean.

La novela narra su final desde el comienzo. A través de ese recurso, corre del centro el cierre de la historia y se enfrasca en el detenido entretejer de temporalidades que conforman la historia de vida de Casandra/Raúl. Es así que la obra funciona como un palimpsesto de principio a fin: deja ver que aquello escrito por debajo (la revolución, el internacionalismo, la patria socialista) escribe sobre ellos una nueva historia y proyecta sobre esa duplicidad toda la potencia de las contradicciones inherentes a la cultura posrevolucionaria.

De esta amalgama, que constituye la mayor riqueza de la obra de Gala, emerge una crítica feroz a la pretensión revolucionaria de transformar al «hombre» en un «hombre nuevo», para olvidar así su cultura, sus valores y su visión de mundo. Estos quedan ocultos detrás de un velo y parecen estallar frente a la menor disidencia, frente a la menor individualidad. Eso es lo que, en algún sentido, comienza a asomar con el tiro de gracia que dispara contra el protagonista un comandante despechado y demasiado preocupado por que no se manche su honor; demasiado preocupado como para aceptar sus propias fisuras, sus propios abusos, su propia miseria.

Ardió Troya, ciudad cantada y loada, ciudad olvidada. Perdida mil veces antes de su caída por los presagios de la Casandra mitológica, a quien Apolo otorgó el don y la maldición del futuro que nunca ha de ser creído por otros. Arde también Cuba, con llamas mucho más profundas, que nunca logran asomar a la superficie. Marcial Gala relata en esta extraordinaria novela cómo ese ardor interno corroe la ilusión y la memoria de un momento heroico, que no alcanza a transformar la cultura.

Descolonizar los sentidos

Por: Andrea Giunta

Imágenes: Ignacio Jaunsolo

Este ensayo de la historiadora del arte Andrea Giunta acompaña la exposición de la artista uruguaya Pau Delgado Iglesias, Estar igual que el resto, que se realiza en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo (MNAV) del 20 de junio al 1ero de septiembre de 2019. La autora agradece a la artista y al director del MNAV, Enrique Aguerre, la autorización para publicarlo en la revista Transas.


Con sus rasgos recortados por la luz que ingresa desde la izquierda, Lizzis narra cómo elaboró imágenes que nunca vio. “¿Cómo es un hombre?, ¿cómo es una mujer?”, solía preguntarle a su madre. Y aunque le interesaba saber si los diferenciaba el largo del cabello y prestaba atención a lo que escuchaba para determinar qué era la belleza, también sostiene, mientras sonríe, que sentía el deseo o la necesidad de que la dejasen descubrir a las personas por sí misma. Me interesa esta tensión entre guiarse por opiniones codificadas por otros, a partir de las convenciones y la visión externa, o abrirse a un descubrimiento personal en el que la vista –siendo Lizzis ciega desde su nacimiento– no puede jugar un rol en los procesos de identificación.

Las preguntas que se acumulan son diversas y tienen que ver con la apariencia. Cómo nos vemos, cómo nos ven. En este caso lo segundo, ya que lxs entrevistadxs por Pau Delgado Iglesias nunca verán su rostro en un espejo o en una foto. ¿Para quién se maquilla una mujer? ¿Qué sentido tiene para una persona ciega enmascarar el rostro? Lizzis sabe que el maquillaje transforma, pero ¿cómo? Ella nunca vio los colores, tiene que imaginarlos. ¿Cuántas palabras se necesitan para describir el rojo? ¿Es posible construir la idea, la imagen de un color para alguien que nunca lo vio? La ciencia constata formas de simulación del color que permiten experimentarlo a quienes no pueden verlo[1]. La tecnología crea dispositivos que hacen posible, por ejemplo, que los celulares describan imágenes. Ayuda, por medio de aplicaciones, a posibilitar construcciones mentales e identificaciones[2]. Hay detectores del color del dinero para ciegos[3]. Existen aplicaciones que permiten identificar la información de los letreros de la calle[4]. Ciencia y tecnología buscan cubrir la distancia entre ver y no ver; comunicar mundos que parecen, en principio, incomunicables.

Para imaginar los colores, las personas ciegas de nacimiento tienen que recurrir a metáforas, a asociaciones con experiencias como el mar, el peligro, la temperatura. Tienen que partir, en cierto sentido, de representaciones que se configuran desde otros sentidos: olores, gustos, sonidos, sentimientos y que constituyen una trama que se cruza de distintas maneras para lograr una representación mental del color. Una de sus entrevistadas en Inglaterra cuenta que cuando era chica repetía los colores en voz alta, para ver si podía asociarlos al sonido. Los decía esperando sentir algo respecto del color por un procedimiento sinestésico, a partir de la vibración auditiva de la palabra. Los dispositivos para traducir el color se multiplican. Lizzis no sabe qué es una imagen, pero puede seguir una descripción. La palabra juega un rol central y las redes la incorporan para expandir el acceso a Facebook.

En 2014, Pau Delgado Iglesias comenzó la investigación que culmina en su videoinstalación perceptual Estar igual que el resto, palabras que pronunció, casi como una conclusión, Lilián, una de sus entrevistadas en Perú. La frase parece sugerir que las personas ciegas quieren ser como las personas comunes. La tarea que ella emprende no es ajena a una anterior, centrada en el concepto y en la experiencia de la belleza masculina. En Cómo sos tan lindo (2005-2010) nos invitaba a ver los resultados de una sesión de fotografías en la que participaban varones que respondían a un anuncio de casting en un periódico que convocaba a varones «atractivos».[5] Ella no realizó la selección. Quienes acudieron a la convocatoria tenían construido un parámetro afirmativo en torno a su propia belleza: ellos se consideraban atractivos. Sin embargo, en el proceso de interacción con los entrevistados, constató que la valoración no era ajena a criterios culturales (éticos, raciales, nacionales, sociales, económicos, políticos) que vulneran la primera persona a secas. No son atractivos a partir del gusto singular por ellos mismos; construyen esta valoración desde parámetros socialmente consensuados y autorizados.

Pau Delgado Iglesias Instalación

Foto: Ignacio Jaunsolo

La conclusión la condujo a otra pregunta: ¿Es posible, para quienes nunca vieron, tener un juicio sobre la belleza o sobre la atracción sexual? ¿Cómo elaboran sus sistemas de diferenciación y de valoración estética quienes nunca pudieron ver un rostro, el color de los ojos o del pelo? Encontró, contra lo que originalmente pensaba, que los estereotipos siguen funcionando y que si bien es posible liberarse de sentidos físicos, como, por ejemplo, la vista, no parece ser posible hacerlo respecto de los sociales. La mirada, la percepción de uno mismo y de los otros está socialmente determinada, aun en el caso de quienes no ven. La conclusión se matiza cuando recorremos algunas de sus conversaciones con personas ciegas.

Esta investigación continúa sus preocupaciones (feministas) respecto de cómo se construyen las diferencias, los conceptos que regulan nuestros gustos, nuestros valores (diferenciar, cabe señalar, jerarquiza y discrimina). Nuestras formas de clasificar en forma inmediata a las personas parten, sobre todo, del sentido de la vista[6]. Vemos y sabemos porque ponemos en funcionamiento clasificaciones y normas que hemos elaborado a partir de los sistemas de valores sociales que ordenan a las personas y a las cosas. Generan jerarquías. En tal sentido, la belleza y el gusto no son naturales; se elaboran desde una experiencia en la que incide lo que nos dicen. La artista investiga un contexto extremo, en el que la normativa de la visión no debería en absoluto incidir. Ella conversa con ciegos de nacimiento que comparten un sistema visual que aprendieron por medio de la palabra de los otros, desde los valores que se adhieren a los descriptores de las apariencias: rubios, morochos, pelirrojos, altos, bajos, flacos, gordos, morenos, blancos, maquillados.

¿El gusto que se asocia a estos términos moldea los afectos? Esta es una pregunta relevante, válida no solo para quienes no ven, sino también para quienes ven. Para abordarla, construye un archivo a partir de las conversaciones con veintidós personas ciegas de Uruguay, Perú, Cuba, Suiza, Chile, Argentina, Paraguay e Inglaterra, que recorta y contrasta en su video. Su edición produce la deslocalización geográfica y la relocalización temática.

La pregunta podría ser: ¿Es la visión el sentido central, insustituible, para configurar la sexualidad y los afectos? Una pregunta que atraviesa también la obra que en 1986 realizó Sophie Calle, en The Blind, en la que pedía a doce personas ciegas de nacimiento que describiesen su imagen de belleza. La foto de cada una, sus palabras y el objeto, la persona o el lugar que identificaban con la belleza se presentaban enmarcados y juntos.

¿Pueden eliminarse las instancias sociales que sobredeterminan la clasificación de los cuerpos? Para elaborar una respuesta la artista construye un escenario de observación, casi un laboratorio. Explora los afectos y los gustos desde un grado cero, investigando cómo estos se articulan entre cuerpos que no se han visto.

Su archivo se estructura desde un formato visual regulado: el intenso contraluz dificulta la visión del rostro de las personas entrevistadas. Se genera así una mirada desviada que nos lleva a reproducir, de algún modo, la experiencia de una escucha casi a ciegas. La voz y ciertos datos marginales (una cortina, la ciudad que se ve desde la ventana, las plantas) predominan sobre el rostro de lxs entrevistadxs. Nos aproxima así a una situación perceptiva que remite a la de una persona ciega.

En la selección de sus entrevistados utilizó la metodología del trabajo en red y recurrió a las referencias que le proveían aquellos con los que conversaba y las instituciones locales de las ciudades en las que investigaba. La Unión Nacional de Ciegos del Uruguay (uncu) le dio acceso a redes. Dado que para la sociedad, en términos generales, las personas ciegas no existen, o no son sujeto de una investigación sobre la sexualidad, para ellas resultó por lo general una propuesta interesante, atractiva.

Las entrevistas se editaron en bloques temáticos que permiten considerar la ceguera como una metáfora de las demandas sociales. Los entrevistados son ciegos, pero se maquillan, utilizan las redes sociales y les importa el comentario respecto de la apariencia de quien tienen al lado. Aunque en principio no pareciera tener sentido que el color del pelo sea un factor relevante para quien no ve, pasa a serlo cuando la sociedad lo activa como parte de un sistema de valores. Las personas ciegas no quieren ser una excepción que refuerce su exclusión.

Los y las protagonistas de estas entrevistas desmontan presupuestos. Quienes no ven no pertenecen a un lugar puro, incontaminado. Cuando “abrazan” y “escanean” el cuerpo de los otros con sus manos —como señalan Sofía y Nicole—, también están “cosificando”. No es cierto que no puedan vivir plenamente su sexualidad. Aunque describen el proceso de elaboración de la imagen propia como un viaje en el que se ven a partir de lo que otro ve, buscan liberarse de tal condicionamiento. Así, cuando sacan una cuenta de Instagram y suben fotos, eligen vivir en un mundo visual.

El tacto y el olfato son sentidos que definen experiencias relevantes. Para las personas ciegas la visión no cuenta en la comunicación sexual. No existe la experiencia o la confianza que se expresan a partir del contacto visual con el otro. Sus parámetros son distintos. René cuenta que sabe que va a cortarse el pelo cuando crece hasta tapar sus ojos y le resulta molesto. No se guía por lo que le dicen. Prioriza la forma en la que experimenta el cuerpo. En cuanto a la ropa, la elige por los logos de las organizaciones que apoya. Le gustan los gatos por sus movimientos, por sus vibraciones; por eso comparte sus imágenes en su cuenta de Facebook. Aunque no pueda verlos, le permiten aproximarse al universo de afectos animales y objetuales que descalzan la centralidad de lo humano.

El diseño es central en el argumento de esta instalación. El extenso pasillo de diecisiete metros del Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo, que atravesamos a oscuras, apela a una experiencia física. Por un instante, durante los segundos en los que caminamos, estamos muy cerca de la percepción de un ciego. Nos desplazamos escuchando la música que Nick McCarthy y Sebastian Kellig grabaron especialmente para esta instalación, en los Sausage Studios de Londres[7]. La fusión por momentos recuerda la interacción de imagen, movimiento y sonido explorada en The Infinite Mix: Contemporary Sound and Image, presentada en The Store, en Londres, durante 2016. Definitivamente, en Estar igual que el resto, lo que escuchamos es tan importante como lo que apenas vemos. Pero la comparación falla en la falta de espectacularidad de la imagen. A diferencia de The Infinite Mix, Estar igual que el resto deslumbra por lo reductivo: la dificultad de la visión se exacerba ante la necesidad de ver más. La mirada se extrema para sumergirse en la experiencia de los datos breves y de la oscuridad, en la que se inscriben las voces que transmiten experiencias. La relación entre la imagen y el sonido nos transforma, acelera nuestro deseo de ver.

La visión juega un rol central en la representación de los cuerpos. El análisis propuesto por Laura Mulvey acerca de la mirada externa, fija, masculina, del cuerpo femenino en el cine de Hollywood[8] podría encontrar en la experiencia de los ciegos un punto de contrastación. ¿Quienes no ven construyen las representaciones del cuerpo del otro desde un punto de partida distinto de quienes ven? Desde los años sesenta el feminismo artístico desarmó la mirada unifocal, externa y totalizadora sobre el cuerpo femenino. Podemos metafóricamente referirnos a un ojo interno, íntimo, que navegó los cuerpos y los afectos reconfigurando sus conceptualizaciones. La sexualidad, el erotismo, los roles culturales, los condicionamientos sociales y políticos, la necesidad de articular el lenguaje desde los intersticios y las leves fisuras de los sistemas de control fueron explorados desde una mirada descentrada.

Se produce así un imaginario que descalza los afectos normados para introducirnos en una experiencia nueva de la empatía, el trauma, la violencia, el erotismo, la relación entre el cuerpo y el paisaje, la desclasificación de los usos del cuerpo, el activismo feminista. Al abordar un ángulo diferenciado de los sistemas que jerarquizan las relaciones afectivas, nos sumerge en el otro lado de los afectos normados, de los sentimientos y las perspectivas que cuentan para el sistema oficial de los afectos. Las palabras de los entrevistadxs nos aproximan a una forma oblicua de elaborar las representaciones de la belleza. Se trata de un sistema comparativo en el que juegan el relato, las adjetivaciones, las valoraciones. En la construcción de la representación de los cuerpos que no ven, las clasificaciones de quienes ven juegan un rol central.

Pau Delgado Iglesias considera las propuestas de Donna Haraway sobre la relación entre visión y poder, cuando ella reclama la necesidad de una mirada feminista que desvíe los puntos de vista estereotipados[9]. Aunque la vista parecería ser el sentido definitivo, la pregunta por la visión de quienes no ven ilumina que esta no es plana, natural. Sobre la mirada biológica priman las estructuras de poder. Las políticas de la mirada nos atraviesan a todos, aun a quienes no ven. Haraway propone abordar posiciones móviles para desclasificar el concepto de visión monolítica, la violencia que implican las prácticas de visualización. En este caso nos encontramos frente a sujetos que podrían ser libres de dichas violencias y que, sin embargo, las asumen y las reproducen al construir mentalmente los parámetros clasificatorios del ojo que ordena el mundo. Ver, conocer, dominar.

Una epistemología feminista de la mirada implica introducir lo multidimensional. Delgado Iglesias persigue dicho conocimiento cuando aspira a encontrar un momento deconstructivo del poder colonial de la mirada, un conocimiento localizado en otros sentidos, una textura subjetiva. La primera conclusión es que esos sujetos a los que inicialmente imaginó como “puros”, desprovistos de los condicionamientos de quienes naturalizan la visión y el poder que de ella se deduce, reproducen las estructuras de la mirada. Al constatar esto, ese otro distinto se equipara a nosotros. Conocer esto socava, paradójicamente, la seguridad del vidente. Poder ver no significa ver más que quienes no pueden ver. Se produce, como resultado, una desjerarquización fisiológica. El deseo de estar igual que el resto, en un sentido, se cumple. El poder colonial y patriarcal de la mirada se desarticula desde el camino descentrado que se sigue para elaborar el sentido ausente. La “prueba” de lo biológicamente visto se diluye. Cobran relevancia las tensiones y resistencias que producen las estructuras comparativas que permiten aproximarse a lo visto de una forma que nunca será lineal ni definitiva.

Si, como señala Haraway, el feminismo se ubica del lado de la interpretación, de la traducción, de la comprensión parcial, esta mirada desenfocada, más que reproducir mecanismos de poder, permite relativizar el poder de la mirada: su lógica no es autónoma, no se trata de un ojo poderoso que abarca y controla el paisaje que encuentra frente a sí, sino de una imagen que se elabora desde los fragmentos y los desvíos. Una trama, más que un punto de vista. El proceso de configuración de esa otra forma de visión se produce a partir de un diálogo tenso y productivo entre los sentidos.

vista instalación 02

Foto: Ignacio Jaunsolo

El proceso de traducción empodera voces que inicialmente no cuentan. Voces que, portadoras de un conocimiento que no proviene de la vista, abordan la textura desde la que se configura el discurso visual. La visión no es natural, es una construcción social. Y el conocimiento elaborado desde las políticas de la subjetividad de quienes no ven lo destaca. El concepto del cuerpo se construye en la interrelación de percepciones que se codifican desde lo simbólico. La investigación de Pau Delgado Iglesias demuestra que el conocimiento del cuerpo no es plano. Como señalaba Michel Foucault, su naturalización es un instrumento de control sobre los cuerpos[10]. La dinámica de esta experiencia, de esta obra en la que se montan voces e imágenes, demuestra que se trata de un conocimiento altamente regulado, que involucra relaciones de poder.

Me interesa en este punto reponer la relación entre Nicole y Sofía. Ellas son pareja. Son la excepción entre los entrevistados, que se inscriben en el canon heteronormativo. Es interesante observar la relación corporal que las vincula durante el encuentro, el contacto afectivo que involucra acariciarse, sostenerse, abrazarse. El beso con sonido. En la forma de relacionarse, ellas erosionan el poder de la mirada en las relaciones entre las personas. Se trata de una textura afectiva que se vincula al pensamiento utópico sobre la sexualidad.[11] Ellas ponen en escena un imaginario antinormativo, no solo porque no ven, sino también porque están juntas. Apenas las vemos cuando hablan; sus siluetas se recortan contra la luz. Percibimos los rasgos de una, pero de la otra casi nada. Observamos cómo se acercan, cómo se tocan. Lo háptico se vuelve óptico[12]. Se trata de una visión texturada, imprecisa, en la que los fragmentos construyen las condiciones de la percepción y del sentido. Si la difícil visibilidad de quienes hablan nos distancia, el contacto entre ellas, tanto como lo que narran, nos aproxima. Donde existe resistencia, porque apenas vemos, se produce, al mismo tiempo, un extraño acercamiento.

Los afectos entre personas ciegas no son asunto público. No aparecen en los noticieros, ni son frecuentes en la ficción o en la pornografía. Están ausentes en la agenda de la publicidad. Escapan al ámbito de la privatización del deseo. Tampoco en sus afectos se proyectan deseos colectivos. Ante estos fragmentos de entrevistas escuchamos, apenas vemos. El contraluz, el oscurecimiento de sus rostros y sus cuerpos son estrategias visuales desde las que Pau Delgado Iglesias elabora un dispositivo que restablece una relación de igualdad entre ellxs y nosotrxs. En estas entrevistas nos volvemos personas ciegas. Se genera así un ecosistema de la mirada y una zona performática plena de potencialidades, en la que nuestras ideas sobre la ceguera se transforman.

Estar igual que el resto propone un espacio de reconfiguraciones ya desde la inmersión en una ficticia ceguera mientras recorremos los diecisiete metros de la primera sección de la instalación. El sonido agrega una forma de interpelación a nuestros sentidos. Apenas vemos, pero escuchamos, y el ritmo decreciente del volumen y sus estaciones —los parlantes de los que proviene el audio— activan un camino por el que avanzan nuestros cuerpos que se dejan, de algún modo, conducir hacia las pantallas por el sonido pautado, repetitivo. La edición de las entrevistas construye un contexto de experiencias comparadas que nos permite conocer sobre un asunto que desconocíamos, sobre el que probablemente nunca nos preguntamos. La fluidez en la que se encadenan estas palabras-testimonios (fluidez señalada por la dificultad de ver a quienes hablan, de establecer un comienzo y un fin en cada una de las historias) nos ubica en una situación móvil, en la que nuestras certezas se desacomodan. Estas condiciones hacen posible un lugar nuevo desde el cual repensar las relaciones sociales normativas. Estar igual que el resto nos coloca en un espacio habitado por nuevas formas y contactos afectivos que ingresan como un torrente a nuestros imaginarios.

Esta obra inscribe, finalmente, una pregunta política: ¿Cómo pensar los afectos, la identidad, la libertad en un momento en el que se define un giro hacia lo posthumano?[13] Como señala la artista:

El énfasis que de algún modo a mí más me interesa es lo que la experiencia de las personas ciegas nos refleja respecto de nuestra propia identidad como personas videntes. ¿Cuál es nuestra real agencia en la cultura en la que vivimos?, ¿qué “libertades” tenemos?[14].

La economía de la instalación (recorrido, oscuridad, sonido, imágenes, testimonios, opacidad) nos propone una aproximación inmersiva y reconfiguradora. Estamos con ellxs, quienes describen experiencias que nos resultan, al mismo tiempo, familiares y distintas. Se abre así un espacio nuevo desde el que se inscribe la posibilidad de una dimensión afectiva en la que el sentido regulador de la vista se destrona. En el dispositivo de la obra somos llevadxs a convivir, en un estado fluido de percepciones predominantemente auditivas, con afectos descolonizados de certezas.


[1] Viénot, F., H. Brettel, L. Ott, A. Ben M’Barek, J. D. Mollon: “What do colour-blind people see?”, Nature 376 (1995), 127-128. doi: 10.1038/376127a0

[2] Dominguez, A. L., y J. P. Graffigna: “Colors identification for blind people using cell phone”, Journal of Physics: Conference Series, 332 (2011). doi: 10.1088/1742-6596/332/1/012040

[3] F. Andika, and J. Kustija: “Nominal of money and colour detector for the blind people”, IOP Conference Series: Materials Science and Engineering, 384 (2018). doi: 10.1088/1757-899X/384/1/012023

[4] Navada, B. R. & K. V. Santhosh: “Design of mobile application for assisting color blind people to identify information on sign boards”, Journal of Engineering & Technological Sciences, Vol. 49, Issue 5 (2017), 671-688. Disponible en: <http://journals.itb.ac.id/index.php/jets/article/view/3648>. (Consulta: 25/3/2019)

[5] Para una descripción de la obra ver Pedro da Cruz, «La artista Paula Delgado y otra mirada sobre el cuerpo. Cómo sos tan lindo se exhibe en el nuevo EAC», WordPress, 18 de setiembre, 2010. Disponible en: <https://artepedrodacruz.wordpress.com/2010/09/18/la-artista-paula-delgado-y-otra-mirada-sobre-el-cuerpo-como-sos-tan-lindo-se-exhibe-en-el-nuevo-eac/>. (Consulta: 25/3/2019)

[6] Recordemos que Pau Delgado Iglesias recurre a distintos lenguajes (fotografía, video, activismo, performance) para abordar lo que en una de sus obras denominó “rituales feministas para la salud social”. A los veinticuatro años ella fue parte del Movimiento Sexy, que también integraron Federico Aguirre, Julia Castaño, Martín Sastre y Dani Umpi. Para la artista, el arte es un lugar político no partidario, centrado en el hacer colectivo y público.

[7] Nick McCarthy es el ex guitarrista y tecladista de la banda escocesa de indie rock Franz Ferdinand.

[8] Mulvey, Laura: “Visual pleasure and narrative cinema”, Screen 16, Issue 3 (1975), 6-18. doi: 10.1093/screen/16.3.6

[9] Haraway, Donna: “The persistence of vision”, en Nicholas Mirzoeff (ed), The visual culture reader, New York: Routledge, 2002, pp. 677-684. Disponible en: https://analepsis.files.wordpress.com/2011/08/104915217-mirzoeff-nicholas-ed-the-visual-culture-reader.pdf  (Consulta: 25/3/2019).

[10] Foucault, Michel: Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, México: Editorial Siglo Veintiuno, 1998. Foucault, Michel: Historia de la sexualidad. 1, 2 y 3, México: Editorial Siglo Veintiuno, 1998.

[11] Muñoz, José Esteban: Cruising utopia: the then and there of queer futurity, New York: NYU Press, 2009.

[12] Marks, Laura U.: The skin of the film: intercultural cinema, embodiment, and the senses, Durham: Duke University Press, 2000.

[13] Francica, Cynthia: “La subjetividad femenina y lo viviente en la literatura y el arte contemporáneos”, Corpus 8, número 2 (2018). doi: 10.4000/corpusarchivos.2708

[14] Comunicación con la artista por correo electrónico, 7/5/2019.

 

El coraje y la comunidad. Hombres de piel dura, de José Campusano

Por: Juan Pablo Castro

Imágenes: fotogramas de Hombres de piel dura, de José Campusano

Luego del estreno en el Festival de Rotterdam y su gira por otros festivales, incluyendo la última edición del BAFICI, el jueves 08 de agosto se estrena en las salas argentinas el nuevo film de José Celestino Campusano, Hombres de piel dura. En esta reseña, Juan Pablo Castro analiza la peculiar mirada del cineasta sobre el campo argentino, sus formas de sociabilidad y los conflictos que se le presentan a un joven homosexual del lugar. También repone el método de trabajo del cineasta, que forja sus guiones a partir del intercambio con una comunidad (en este caso, la población rural de los contornos de Marcos Paz), como si además de cineasta fuera un antropólogo.


En la imagen del campo ofrecida por José Celestino Campusano en Hombres de piel dura, su más reciente filme, se encuentran dos viejas obsesiones suyas -la marginalidad y el culto del coraje- con una fructífera novedad: la perspectiva de género con la que aborda los problemas de ese campo asolado por el prejuicio y la violencia sexual. Sobre esa base, el prolífico director que se dio a conocer por su descarnada disección del conurbano bonaerense construye un relato de iniciación en el que los golpes recibidos por el protagonista -Ariel, interpretado por Wall Javier- adoptan las formas de la opresión y el abuso sexual. Con un giro por demás interesante: si en el típico relato de aprendizaje el protagonista es iniciado en una actividad determinada -la escritura, la sexualidad, el delito, o todas ellas, como ocurre en El juguete rabioso, paradigma latinoamericano del género- en Hombres de piel dura la iniciación se realiza en sentido contrario: Ariel, un joven homosexual de clase acomodada, inicia a dos labriegos -hombres de piel dura- en las delicias del goce homosexual. El problema es que después de consumar lo que podría parecer un simple desfogue utilitario, los hombres quedan predados del joven: “el problema -le dice Julio, uno de los labriegos, mirándolo a los ojos- es que me gustás”.

Ariel (Wall Javier) y Julio (Juan Sallmeri), en Hombres de piel dura.

Ariel (Wall Javier) y Julio (Juan Salmeri), en Hombres de piel dura.

A lo largo de su trayectoria, José Campusano ha manifestado un creciente interés por el cine como herramienta de conocimiento antropológico. Así, su método de producción se aparta, con minuciosa deliberación, de los protocolos de escritura y producción exigidos en el cine de estudio. Campusano no escribe un guion para llevárselo a una productora que se lo pasa a unos actores que representan a los personajes que él imaginó. Contra esa forma de trabajo aislado y tan proclive al monólogo o al plagio, Campusano esgrime un método etnográfico en el que el guion surge del intercambio con una comunidad. Esta suele encontrarse generalmente alejada de los medios de expresión que puedan llamar la atención del Estado, y él y su equipo la interrogan en torno a los problemas que sus propios miembros les plantean. Esos problemas suelen centrarse en el malestar que, como un secreto a voces, involucra a la comunidad, pero no ha encontrado el vehículo para convertirse en una manifestación de colectividad. Hombres de piel dura se enfoca en las distintas caras de un problema que la película se esfuerza por no simplificar: el abuso sexual perpetrado por miembros de la iglesia rural; la justicia por mano propia; la homofobia y la hipocresía del pensamiento conservador. Esas aristas se encuentran en un tejido que pone los hechos en una relación de continuidad sin la cual quedarían como destellos aislados, fatalmente proclives a la invisibilidad.

En ese sentido, el proceso de producción convierte a las películas de Campusano en la experiencia compartida con la que una comunidad manifiesta sus problemas a través del cine. Los actores suelen ser los protagonistas de las historias que cuentan, son ellos mismos, pero amparados por el leve manto de la ficción, y el cambio de nombre. Por supuesto, en la transición entre el material en bruto y la película como producto final -editado y montado- hay una serie de transformaciones, recortes y condensaciones siempre sujeta a distintos riesgos: simplificar, moralizar, juzgar, e incluso tergiversar. A mi entender la sabiduría de Campusano consiste en conocer y barajar esos riesgos de una manera en la que el resultado es al mismo tiempo una buena ficción y un documento de la comunidad. Hombres de piel dura no es la excepción.

Literatura marginal de lado a lado

Introducción: Lucía Teninna
Cuento: Ferréz
Imagen: Mídia Ninja

El viernes 02 de agosto la Maestría en Literaturas de América Latina y la Maestría en Periodismo Narrativo de la UNSAM realizarán un encuentro sobre literatura y margen entre dos escritores que han hecho del tema el objeto principal de sus ficciones: el brasileño Ferréz y el argentino Leonardo Oyola. Transas presenta aquí la introducción al primer libro de cuentos del brasileño, Nadie es inocente en São Paulo, de la crítica que coordinará la charla, Lucía Teninna, y uno de los cuentos que integran el libro: «Fábrica de hacer villanos».


Nadie es inocente en São Paulo es el primer libro de cuentos de Ferréz, publicado en portugués en 2006. Con 19 cuentos en total, el escritor paulistano, referente de la Literatura Marginal de las periferias de São Paulo, nos vuelve a acercar una paleta muy variada de los universos de exclusión que conviven en las favelas de dicha ciudad. Pero esta vez no lo hace a través de personajes ligados al crimen y al tráfico como en sus dos novelas anteriores (Capão Pecado y Manual práctico del odio); los personajes principales de estos textos son, por el contrario, trabajadores, escritores, religiosos, desempleados, pasajeros de ómnibus, raperos, vecinos, es decir, todos aquellos que circulan de manera invisibilizada por esa gran megalópolis.

Se trata de narraciones breves y muy dialogadas, repletas de jergas propias del territorio favelado, a la manera de una letra de rap, estilo que se caracteriza por un trabajo consciente en relación con dejar de lado la gramática correcta del portugués a fin de valorizar el uso que se hace de esta lengua en el habla cotidiana de los habitantes de las periferias. La presencia del hip hop es una marca registrada de los textos de Ferréz, escritor que a su vez ha grabado un cd de rap (Determinação, 2003) y participó como invitado en muchos otros discos. Además del lenguaje de la calle, en estos cuentos, como ocurre en las letras del rap brasileño, se pueden encontrar frases con un mensaje explícito ligados a la concientización en relación con la dominación que se ejerce sobre los periféricos con el “sistema” como principal responsable, aunque también con la complicidad de los medios de comunicación, del fútbol, la religión y la deficiencia estructural. Pero la característica más novedosa de este libro en cuanto a sus vínculos con el hip hop tiene que ver con que muchos de los cuentos podrían transformarse en letras de rap, es decir, podrían ser rapeados, dado que están construidos desde frases cortas y rimadas, dispuestas desde una estructura lírica más que de prosa. Pero no todo es celebración. Llama la atención que en dos de sus cuentos se hace referencia a los límites de la palabra del rap: por un lado, en “Fábrica de hacer villanos”, la violencia policial enmudece la misión de un rapero, por otro, en “Golpe de energía”, los prejuicios de la prensa ensordecen las voces de los grupos de rap.

Este conjunto de cuentos continúa la operación que el escritor había desarrollado en sus dos novelas anteriores ligada al establecimiento de un pacto referencial de lectura además del ficcional. La mención a las calles de su barrio, la coincidencia entre lo relatado y la historia de vida del escritor, dejan al lector en una duda constante respecto de qué elementos son biográficos y qué elementos son pura ficción. Pero mientras que en esas dos novelas la vinculación de los elementos de la trama con la realidad estaba procesada por la presencia de un narrador extra-diegético, en este libro de cuentos no hay tamices para indicar que quien habla la mayoría de las veces es Ferréz, dado que aparece como personaje de muchos de ellos. La escritura aquí está ligada a un territorio y a un cuerpo específicos, como se puede leer en “Prospecto”, una especie de prefacio/cuento donde se explica que el contenido de este libro viene a cumplir la función de un medicamento para un “cuerpo ya cansado y una mente ya desconcertada”.

Pero no todos los textos se escriben desde el punto de vista periférico. Nadie es inocente en São Paulo impacta a los lectores de Ferréz con el cuento “Golpe de energía”, una narración en primera persona protagonizada por un periodista de clase media alta que vive en un barrio pudiente de la ciudad de São Paulo. Por primera vez la literatura de Ferréz hace la misma operación que este escritor siempre criticó respecto de los círculos letrados que han escrito sobre las favelas y que profundizará en su novela Dios se fue a Almorzar: hablar en voz de otro que pertenece a un mundo social diferente. Y esta operación se complejiza aún más en “Buba y el muro social”, donde el narrador ya no es humano sino que se metamorfosea en un perro de raza que pasa a vivir de un barrio rico a una favela.

El trabajo alrededor del referente en este libro muchas veces es dejado de lado. El escritor paulistano se anima aquí a trabajar la ficción desde diferentes puntos de vista. Incluso incursiona en lo grotesco, “Érase una vez”, por ejemplo, transforma el lugar más recurrido y alienante para un habitante de la periferia, una parada de ómnibus, en un rincón de extrema expresión y expansión de la imaginación a partir de una telaraña.

Nadie es inocente en São Paulo consiste en un libro repleto de voces, de ruidos, de sensaciones y, sobre todo, de seres que luchan por sobrevivir en una ciudad marcada por la división entre ricos y pobres donde nadie se salva.

 

 

FÁBRICA DE HACER VILLANOS

Estoy cansado, mamá, voy a dormir.

Este estómago de mierda, me parece que es una gastritis.

Una frazada finita, parece una sábana, pero algún día va a mejorar.

El ruido de la música a veces molesta, pero por lo general ayuda.

Por lo menos sé que hay muchas casillas llenas, muchas personas viviendo.

Ayer terminé una letra más, tal vez el disco salga algún día, si no tendré que seguir pateando.

 

Despertate, negro.

¿qué pasó? ¿qué hay?

Despertate rápido.

Pero ¿qué pasa?

Vamos, rápido, carajo.

Ey, esperá, ¿qué está pasando?

Levantate rápido, negro, y bajá al bar.

Pero yo…

Bajá al bar, carajo.

Ya voy.

Trato de encontrar mis ojotas, tanteo con el pie debajo de la cama, pero no las encuentro.

Todo el mundo está abajo, el bar de mi madre está cerrado, hay cinco hombres, se trata de Doña Yeta, la policía militar.

A ver, ¿por qué en este bar sólo hay negros?

Nadie responde, me quedo callado yo también, no sé por qué somos negros, no lo elegí.

Vamos, la puta madre, vayan hablando, ¿por qué sólo hay negros acá?

Porque… porque …

¿Porque qué, monita?

Mi madre no es ninguna monita.

Callate la boca, monito, digo lo que se me antoja.

El hombre se irrita, arranca el parlante, lo tira al piso.

Hablá, monita.

Es que todo el mundo en la calle es negro.

¡Ah! ¿escuchó eso, cabo? Que todo el mundo en la calle es negro.

Es por eso que esta calle sólo tiene vagabundos, sólo tiene drogadictos.

Pienso en hablar, soy del rap, soy guerrero, pero no puedo dejar de mirar su pistola en la mano.

A ver, ¿de qué viven ustedes acá?

Del bar, amigo.

Amigo es la puta negra que te parió, yo soy señor para vos.

Sí, señor.

Mi madre no merece esto, 20 años de jornalera.

Y vos, negrito, ¿qué estás mirando? ¿estás memorizando mi cara para matarme, eh? Podés  intentarlo, pero vamos a volver, vamos a quemar a los niños, prenderle fuego a las casas y a dispararle a todo el mundo de esta mierda.

¡Ay, Dios mío!

Mi madre empieza a llorar.

¿Y vos de qué trabajas, monito?

Estoy desocupado.

Listo, sos un vago, ¿no querés hombrear bolsas de cemento, no?

Él tal vez no sepa que todo el mundo de mi calle es albañil ahora, o tal vez no lo sepa.

¿Sabes lo que sos?

No.

Sos una basura, mirate la ropa, mirate la cara, chupado como un negro de Etiopía, vos robás, carajo, déjate de joder.

Soy un trabajador.

Trabajador un carajo, sos una basura, basura.

Sale un escupitajo de su boca a mi cara, ahora sí soy una basura.

Yo canto rap, debería responderle en ese momento, hablar de revolución, hablar de la injusta distribución de la riqueza en el país, hablar del racismo, pero…

Bueno, montañas de mierda, la cosa es así, voy a apagar la luz y le voy a disparar a alguien.

Pero oficial…

Cállese la boca, carajo, usted es de la fuerza, tiene que obedecer.

Sí, señor.

¿O hay algún familiar suyo acá, alguno de esos negros?

No.

¡Ah! Pero si ellos lo agarran en la calle, se cogen a su mujer, les roban a sus hijos sin dolor.

Seguro, oficial.

Entonces apague la luz.

Suena el disparo, abrazo a mi madre, es tan delgada como yo, tiembla como yo.

Todo el mundo grita, después todos se quedan quietos, el sonido del patrullero se va alejando.

Alguien enciende la luz.

Hijo de re mil puta, le disparó al techo, grita alguien.

 

Café y cloroformo. Un comentario acerca de «Droga, cultura y farmacolonialidad: la alteración narcográfica», de Julio Ramos y Lizardo Herrera

Por: Matías Di Benedetto

Imágenes: Leonardo Mora

Droga, cultura y farmacolonialidad (2018) –antología de Julio Ramos y Lizardo Herrera, publicada por la Universidad Central de Chile– reúne diversos materiales de archivo que se preguntan por el sentido de una experiencia singular que, a través de una sustancia (legal o ilegal, natural o artificial), se «deshace» de sus ataduras habituales. Se trata de materiales heterogéneos (discursos testimoniales, literarios, filosóficos, antropológicos, científicos, médicos, religiosos, jurídicos y policíacos) que componen lo que sus compiladores denominan el «archivo narcográfico».

En su pormenorizada lectura de la obra, Matías Di Benedetto propone que la experiencia de las drogas se reviste de cualidades que coinciden con una retórica específica del relato de viaje, ya que las narcografías trazan un esquema de acción que pone el acento en la movilidad y el cambio. De este modo, el viaje que se conforma a través de esos discursos permite pensar, también, la operación de lectura que realizan los compiladores de la obra: un modo de leer que muestra y recorre un mapa de circulación, un peregrinaje por las diferentes zonas del imaginario de las drogas.


Droga, cultura y farmacolonialidad: la alteración narcográfica (Julio Ramos y Lizardo Herrera eds.), Universidad Central de Chile, 2018, 348 págs.

 

***

En un pasaje de Calle de dirección única, Walter Benjamin describe la meticulosa rutina de un escritor que se sienta a la mesa, dispuesto a dejarse llevar por sus reflexiones mientras, dicho sea de paso, bebe una taza de café. En ese fragmento titulado “Policlínica”, cuyos lazos con la famosa comparación del cameraman y el cirujano en “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica” son palpables, la aparición de la mencionada sustancia subraya dos cuestiones. En primer lugar, la necesidad de un consumo específico ligado en este caso a la productividad intelectual del sujeto. En segundo lugar –y este es el aspecto que nos interesa destacar–, la apuesta por una poética del agotamiento, de los vaivenes de energía del individuo cuyos requerimientos apuntan al consumo de un suplemento. Es decir, los altibajos de las cargas vitales resultan remedados aquí por una sustancia, atenta menos a la satisfacción fisiológica que a su funcionalidad en tanto andamiaje del pensamiento:

El autor deposita la idea sobre la mesa de mármol del café. Larga contemplación: pues utiliza el tiempo en el que aún no tiene delante el vaso, esa lente bajo la que atiende al paciente. Luego desempaca paulatinamente su instrumental: estilográficas, lápiz y pipa (…) El café, preventivamente servido y de igual forma saboreado, pone al pensamiento bajo cloroformo. Lo que este piense ya no tiene que ver con la cosa misma más que el sueño del narcotizado con la intervención quirúrgica (2014: 102, el subrayado es nuestro).

El proceso de escritura, por lo tanto, reconoce en el uso de la cafeína una materia prima imprescindible, tan necesaria casi como el “instrumental” del “autor”. De hecho, llama la atención la presencia de una “pipa” que sobresale del conjunto de herramientas; a ella volveremos en breve. Por ahora quedémonos con los efectos cuasi industriales asociados con el café en tanto promotor de un estado narcótico: el café traza líneas de continuidad, según Benjamin, con ese compuesto químico producido en grandes cantidades por los emporios farmacéuticos, el cloroformo, utilizado como medicamento en las intervenciones quirúrgicas. De este modo, el efecto anestésico de la bebida, cuya raíz proliferante hace mella en el cuerpo del escritor, lo deja a la intemperie del sentido. La idea depositada en el quirófano de la reflexión ya no es la misma que trajo consigo a la hora de sentarse a trabajar: acaba de plegarla a las irradiaciones, a los estímulos propios de una mercancía destinada a alterar la racionalidad europea. Hablamos aquí del café pero es un lugar intercambiable, una pieza que puede ser removida para dejarle el lugar libre, por ejemplo, al tabaco. La “pipa” del escritor es, entonces, otra herramienta del trabajo intelectual. En esto pensaba Fernando Ortiz cuando insistía, en su Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, en el papel fundamental que había conseguido para sí esta mercancía colonial en su proceso de transculturación hacia Europa. Y este, coincidentemente, es el punto de partida de la fundamentación con que Julio Ramos y Lizardo Herrera sostienen la heterogeneidad del archivo recopilado en Droga, cultura y farmacolonialidad: la alteración narcográfica.

Para dar cuenta de esta selección de discursos que desbordan todo tipo de limitación disciplinaria –escritos capaces de camuflar, en su deriva descentrada, los protocolos de investigación acerca del impacto, en las subjetividades e incluso en diferentes análisis socio-económicos y biopolíticos, de la “cultura de la droga”– Ramos y Herrera despliegan una específica retórica del relato de viaje. La experiencia de las drogas se reviste de cualidades coincidentes con este tipo de narraciones al trazar un esquema de acción que acentúa la movilidad y el cambio por sobre la fijeza y la inmutabilidad. El viaje que conforman estos discursos describe con claridad la operación de lectura esgrimida por los compiladores: muestra un mapa de circulación, un peregrinaje por las diferentes zonas del imaginario de las drogas, tales como el México de la narcoviolencia o los sembradíos peruanos de la planta de coca observados por Freud y Von Tschudi, los avatares fármaco-coloniales en Puerto Rico, los guetos del norte de Filadelfia, sin olvidarnos de Bogotá, de la Sierra y del pueblo de Santa María.

A partir de allí, la metáfora del viaje traza, en la selección de textos, itinerarios temporo-espaciales, secuencias en donde se entrechocan las diferentes cartografías referidas al consumo de sustancias, naturales o artificiales, café o cloroformo para decirlo otra vez con Benjamin, en la teoría cultural. Se conforma así un relato narcográfico que aúna territorios y tiempos disímiles, heteróclitos, superpuestos, afines más bien a edificar una argamasa de fragmentos en disputa para, desde esa fricción, motivar la sujeción de una idea rectora. Por lo tanto, más allá de que se trate de una selección de artículos, no es posible dejar de lado la invitación a una travesía capaz de mostrarnos la “condición farmacolonial del discurso moderno”. Con el objetivo de alcanzar este cogollo del asunto, los compiladores observan de qué manera el antropólogo cubano ya mencionado da cuenta de cómo el tabaco, en su proceso de transculturación, desestabiliza las formas de racionalidad europeas. Con su llegada, al igual que sucede con la pipa (o con el café) en el fragmento citado de Benjamin, la modernidad europea sufre un estímulo de doble valencia: promueve un crecimiento exponencial de las economías de los imperios a la vez que incide en la alteración del sensorio occidental. Se trata en sí de una “transculturación del cuerpo/mente del sujeto imperial” vista como clave interpretativa: mediatiza la importancia que toma la droga en tanto que epicentro de los “procesos de acumulación, subjetividad y conocimiento de la misma modernidad”.

La reflexión acerca de la farmacolonialidad, que ocupa la primera sección de la compilación, pone a dialogar cuatro artículos: “De la transculturación del tabaco” del mencionado Fernando Ortiz, “Mi museo de la cocaína” de Michael Taussig, “El colonialismo de la cocaína: rebeliones indígenas en América del Sur y la historia del psicoanálisis” de Curtis Marez y “La religión de la ayahuasca” de Néstor Perlongher. El intento de explorar la genealogía de este término parte de una disidencia ante la Historia convertida en concomitancia: el rol primordial que ha tenido, en la conformación de las economías extractivistas de las “sustancias transgresoras” (tales como el oro y la coca), la mano de obra esclava de negros e indígenas. Este es el punto nodal al que llegan tanto Ortiz como Taussig o Marez; mano de obra que en en los albores del capitalismo se torna la mercancía por excelencia, en el sentido de que es algo en lo cual se invierte capital esperando obtener una renta. Asimismo, es la contracara necesaria de una concreción, el eslabón imprescindible en la cadena de sucesos que llevan a Europa a atravesar, de la mano de la utilización y superexplotación de fuerza de trabajo esclava en tanto modo de producción capitalista, el umbral de la Modernidad.

A este engranaje determinante de la maquinaria esclavócrata se le suma en dicha primera sección de Droga, cultura y farmacolonialidad el interés por la recuperación del valor ritual, mágico, que el consumo de drogas mantenía en el seno de esas sociedades pre-hispánicas, instancia previa a los procesos de transculturación ligados a su transformación en mercancía. Perlongher carga las tintas contra la utilización de las “drogas pesadas”, en carrera extraviada hacia un “éxtasis descendente” como los personajes, nos recuerda, de Drugstore Cowboy de Gus Van Sant, ya que no fueron capaces de construir(se) un dique formal propinado por la toma colectiva de la bebida sagrada durante el ritual del Santo Daime. Esta ceremonia le provee al sujeto de una “poética barroca”: el despliegue espiralado de voces y movimientos alrededor del acto de consumo de la bebida se traduce en una instancia capaz de dejar atrás los excesos y los “satoris de zanjón” para convertirse, inversamente, en “trampolín” de una recuperación de lo sagrado en tanto que experiencia corporal.

La segunda sección desafía los alcances de una farmacopea de la transgresión que liga alteración sensorial y estética. Para ello, va a poner en entredicho las relaciones entre narcóticos y literatura; por ejemplo mediante uno de los capítulos del libro de Avital Ronell Crack Wars. Literatura, adicción, manía, titulada “Hacia un narcoanálisis”. La evidencia fundamental de la que parte dicha filósofa radica en las similitudes entre lo literario y la estimulación de los cuerpos producida por las drogas. Madame Bovary de Gustave Flaubert o bien El almuerzo desnudo de William Burroughs asumen rasgos de objeto alucinógeno y  obsceno respectivamente y, por lo tanto, son tratados jurídicamente como tales, con alevosía en cuanto dejan de lado el esbozo de la real mediante sus mecanismos representativos. La famosa escena del carruaje en la novela de Flaubert, nos dice Ronell, “corre la cortina” sobre lo narrado y hace que la ley vigile, con recelo, el comportamiento de los sujetos en dicho simulacro de lo real. Para Emma Bovary, la literatura asume cualidades tanto de antidepresivo como de alucinógeno y por lo tanto resulta condenada como agente adictivo y corruptor que hace del cuerpo un “cuerpo-basura”, arrojado al “no-retorno de la desechabilidad”.  La efectiva relación entonces entre ficción y alteración de lo sensorial es recuperada por Juan Duchesne Winter en “El yonqui, el yanqui y la cosa”. Al leer desde esta perspectiva Junky de Burroughs, el crítico puertorriqueño se apoya en un paradigma de la circularidad instrumentalizado como concepto capital del consumo, condición ineluctable de ese cuerpo desechado. En esa “gramática de la adicción” signada por la droga como “deseo de más droga”, el binomio droga-cuerpo reconfigura la experiencia sensorial.

Los fragmentos de Susan Buck-Morss incluidos en esta selección, reunidos bajo el título de “Estética y anestésica: una reconsideración del ensayo sobre la obra de arte”, extraídos de su libro editado bajo el título de Walter Benjamin, escritor revolucionario, aluden al proceso de inversión de la estética como disciplina, a su refuncionalización en virtud de un bloqueo de la realidad que, en vez de erigirse como la reflexión que establece lazos con lo real, obtura como efecto directo de este nuevo régimen anestésico cualquier tipo de respuesta política por parte del sujeto. En este sentido, se desprende de estos planteos el particular rol que juega aquí el procedimiento del montaje, central en el pensamiento benjaminiano, y que establece correspondencias con el consumo de sustancias. Es decir, ambas desmantelan el anquilosamiento sinestésico provocado por los avances técnicos que inundan de imágenes el campo de acción de la percepción de cada uno de los sujetos, llevando adelante un proceso de “sobreestímulo”, revirtiendo de alguna manera con ese fin dicho mecanismo de repliegue que lleva a cabo el aparato perceptivo.

El montaje en tanto que fármaco del discurso pone de relieve no solo su relación con la literatura, sino que a su vez hace de la exploración de las dimensiones interiores del individuo su objetivo principal. En ese punto ambos órdenes, el técnico y el de la sustancia, se tocan en función de una particular configuración estética: dan por tierra con la transformación del sistema cognitivo sinestésico en anestésico y ponen a la letra en estricta sintonía con la toxicidad de la literatura. Recordemos, a modo de ejemplo, la excepcional tarea de puesta en uso del montaje que realiza el mismo Ramos en su cortometraje documental titulado Detroit´s Rivera. The Labor of Public Art. El montaje de imágenes entre la obra del muralista mexicano y el archivo de cine industrial silente dedicado a la instalación de la Ford en territorio amazónico, nos ubica como espectadores no solo de un relato de expoliación de los sujetos caucheros sino también de los diferentes usos de las sustancias empleadas por la experimentación científico-económica occidental representada en el documental por la Parke Davis, en este caso para potenciar la labor de los obreros.

La tercera sección se relaciona con las diferentes aproximaciones teóricas a la figura del adicto, específicamente a una de sus nociones colindantes, como es la del vicio. Para ello, la inclusión del artículo de Henrique Carneiro “La fabricación del vicio” desempeña un rol fundamental al promover una historización (siempre política, claro está) de los conceptos médicos y de qué manera fluctúan sus significados según los intereses de turno, tanto de diferentes grupos sociales como de determinadas instituciones. Tal es así que Carneiro parte de la operación de “demonización del drogado”, ligada particularmente a la especulación acerca de la crisis de voluntad que conlleva el acto de consumo, rasgos propios de un modelo clínico ubicable en los albores del siglo XIX como es el de la toxicomanía, hasta llegar a la conceptualización moderna de las drogas. Estas, actualmente, se definen en tanto que “tecnologías”, sustancias que logran programar y planificar “estados de humor, de placer, de excitación, de facultades sensoriales, perceptivas, intelectivas, cognitivas, mnemotécnicas y emocionales”. Este compendio químico de procesos mentales, de sensaciones y placeres prefabricados, establece un posible “locus de la adicción”, el cual no puede ser ya, nos dice Sedgwick Kosofsky en el otro texto que conforma este apartado “Epidemias de la voluntad”, la sustancia misma ni tampoco el cuerpo del adicto. Cualquier comportamiento y actividad, cualquier afecto, es susceptible de ser patologizable, pues toda “estructura de una voluntad” nunca es lo suficientemente impoluta y puede definirse finalmente como adicción.

 

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Semejante estado de cosas deriva en una consideración de lo que, siguiendo a los juristas colombianos Rodrigo Uprimny, Diana Esther Guzmán y Jorge Parra Norato, puede definirse como “La adicción punitiva”. En este último artículo de la tercera parte de la selección, el abordaje de la variable punitivista desproporcionada que desata el prohibicionismo en cuanto a las penas por narcotráfico se refiere, muestra cómo la espiral de violencia se liga irremediablemente al marco normativo “global” encargado de combatirlo. Esta contradicción amerita, señalan los autores, un cambio en la perspectiva con la que se aborda dicha problemática desde el Estado, un señalamiento de la urgencia con que se debe correr el eje de la “represión penal” para volverse hacia los “eslabones débiles de la cadena de la droga” mediante una serie de políticas públicas.

Sin embargo, todo lo calamitoso que orbita alrededor de los narcóticos, sobre todo desde el punto de vista de su judicialización, no oblitera las particularidades que adquiere la dimensión de lo medicamentoso al interior del actual “régimen farmacopornográfico”, estadio final de una “mutación del capitalismo” en donde se combina el control de las subjetividades mediante las drogas, entendidas como diseño de estados mentales, junto con la industria del porno, principal motor de las economías. En ese vaivén entre las dimensiones subjetivas y una “química de los afectos”, se visualiza una caligrafía circunscripta al aspecto somático de la experiencia. Ahí mismo, nos dice Paul Beatriz Preciado en “La era farmacopornográfica”, se trazan por sobre (y hacia el interior de) las superficies de los cuerpos líneas de sentido de un concepto central en el escenario de las economías modernas, definición que viene a suplantar el estatuto dominante que tenía la noción de fuerza de trabajo antiguamente: “potentia gaudendi” se traduce como la capacidad de excitación corporal que define las vidas como simples fuentes de “capital eyaculante”. Esta “bio-economía” resuena a su manera en el siguiente artículo, “El fármacon colonial: la Bioisla” de Miriam Muñiz Varela. Tal y como sucede con los efectos secundarios detallados en el prospecto de cualquier medicamento, la idea del “fármacon” y su carácter oximorónico definido por Derrida le sirve a la autora para dar cuenta de un esquema de acción bio-tecnológico, operativo en Puerto Rico, que se adjudica a través de la persecución y apropiación de patentes y copyrights, la capacidad de delimitar “lo viviente”. Es decir, una jerarquización de los saberes y los discursos que tiene como objetivo principal la producción de la “vida misma como en el posfordismo”.

La adicción como interrupción y escape, como salida de emergencia de lo cotidiano tiene sus propias reglas en tanto que mercado regulado a través de una violencia transformada en moneda de cambio. Los últimos trabajos agrupados en la cuarta y última sección relevan el mundo del narcotráfico desde el punto de vista de las máquinas de guerra actuales y sus efectivas técnicas necropolíticas, como señala Achille Mbenbe. Phillipe Bourgois, Fernando Montero Castrillo, Laurie Hart y George Karandinos en “Habitus furibundo en el gueto estadounidense” desentrañan la funcionalidad que adquiere la habilidad con los puños al interior de las relaciones sociales en uno de los barrios más pauperizados de Filadelfia. Empañadas por una “rabia corporalizada” cuya visibilización demuestra la idoneidad en lo que a “técnicas del cuerpo violentas” se refiere, las interacciones entre los miembros de esta comunidad resultan tamizadas por un proceso de acumulación primitiva en la estela de pensamiento del propio Marx, cuya extracción de “recursos del vecindario” (como lo es la capacidad de pararse de manos) tiene como objetivo el sostenimiento de una dinámica violenta que garantiza los beneficios de otros sectores sociales tales como “abogados, jueces, compañias contratistas que construyen las cárceles, guardas sindicalizados, doctores, psicólogos, trabajadores sociales y grandes compañias farmacéuticas, así como los traficantes de nivel intermedio, la narcoélite latinoamericana y sus servicios financieros de lavado de dinero”.

Sayak Valencia, en “El capitalismo como construcción cultural”, analiza las transformaciones a las que somete a este sistema económico de explotación contemporáneo mediante una operación de encumbramiento destinada a las herramientas de “necroemponderamiento”: si la riqueza antes se traducía en la acumulación de mercancías, ahora mismo durante el régimen de este “capitalismo gore”, la destrucción del cuerpo se torna el producto por excelencia. La acumulación de muertos no solo sostiene el flujo monetario y de sentido de las economías criminales sino que a la vez genera todo un conjunto de “prácticas gore”, ligadas claramente a una cultura del narcotráfico en donde se produce una resignificación de la criminalidad. Así, la reconfiguración del sistema productivo y del concepto de trabajo conlleva un despliegue de subjetividades asociadas a la figura del “gángster heroico”, en la línea de Tony Soprano o de los mundos virtuales que nos ofrece el famosísimo videojuego Grand Theft Auto. En relación con estos planteos, el último ensayo del libro titulado “La narcomáquina y el trabajo de la violencia: apuntes para su decodificación” de Rossana Reguillo pesquisa de manera meticulosa la fantasmagoría propia de esa máquina del narco, condición primordial para su “ubicuidad ilocalizable” en tanto que rasgo central. Sin embargo, su carácter monolítico de ninguna manera se ve interrumpido por su inasibilidad; al contrario esto es lo que le permite poner en funcionamiento una serie de, para decirlo de alguna manera, maquinaciones encargadas de soliviantar a los sujetos al empujarlos a determinadas formas de violencia.

 

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Pero Reguillo no se queda parapetada en su indagación acerca de la(s) violencia(s), más bien toma impulso y va más allá, hacia el otro lado, territorio de la “contramáquina”. Este conjunto de “dispositivos frágiles, intermitentes, expresivos y fragmentados que la sociedad despliega para resistir” los embates de la narcomáquina, funcionan según diagramas “residuales” en los que observamos la intervención de organismos y asociaciones no gubernamentales, comunicados de prensa y estrategias de visibilización en el espacio público, o bien según representaciones “emergentes” que apelan a la “viralización” y la “expresividad performativa” mediante blogs como NuestraAparenteRendición, crónicas como las de Cristián Alarcón, Marcela Turati o Diego Osorno, junto con el trabajo de fotoperiodistas como Fernando Brito o las performances de la artista Violeta Luna.

En conclusión, podemos agregar que la insistencia en la relación entre ebriedad y pensamiento, a la que aludimos en el comienzo con la cita de Benjamin, resulta central a la hora de confeccionar una historia de la categoría de sujeto en Occidente. Dicho aspecto es tenido en cuenta por los editores de esta selección; se trata de uno de los ejes interpretativos con los que dialogan constantemente casi todas las “narcografías”. Si la droga, como anotaba José Martí en su poema “Haschish” de 1875, al proceder a personificar sus efectos “narcotiza y canta” los vericuetos de toda subjetividad, en esa específica articulación contrapuntística se muestra el significado central de toda la selección. Las drogas, en este sentido, implican tanto la destrucción de los cuerpos por obra del capitalismo, así como también se erigen en tanto coto vedado a estas inclemencias en focos de resistencia al mismo capital, a partir de sus usos rituales propios de los indígenas hasta los típicos de la contracultura. De escurridiza conceptualización, las drogas mantienen sin respuesta la pregunta acerca de su valor constitutivo: ¿cimbronazo de la racionalidad eurocéntrica o bien simplemente un botiquín de placebos de lo real?

«Por ser del Sur». Los viajes por Latinoamérica de Lucía Vargas Caparroz

Texto: Lucía Vargas Caparroz*
Imagen: fotografía, Aylin Rodriguez Vinasco; edición, Leonardo Mora


Por ser del Sur es el segundo libro de Lucía Vargas Caparroz, escritora argentina radicada en Colombia. Se presentó, el primero de mayo de este año, en la Feria del Libro de Bogotá, por la editorial Pensamientos Imperfectos. El libro recopila sus diarios de viaje por Latinoamérica –desde 2015 a 2017– y las crónicas que la autora publicó, durante 2018, en El Espectador (uno de los periódicos más antiguos de Colombia). El libro toma su título de la última crónica, inédita hasta ahora, en la cual la autora habla de su retorno al hogar en la Patagonia. Las ilustraciones fueron hechas por Paula Cano, basadas en las fotos de los viajes de Lucía.

A continuación, presentamos tres fragmentos, que son representativos de los tres momentos del libro: un fragmento del diario de viaje por Latinoamérica, otro del diario de retorno a Buenos Aires durante seis meses de 2017 y, por último, una crónica sobre el páramo, en Roncesvalles (Tolima, Colombia), publicada en El Espectador e incluida en la antología Bogotá Cuenta. Una ciudad que se escribe (IDARTES, Colombia).

 

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30 de enero de 2016, La Paz, Bolivia.

 

El mini bus que nos llevaba venía lleno de gente, así que me senté cerca de la única ventana que había, justo al lado de una mamá con su bebé, que no debía tener más de seis meses. Al principio me miraba algo desconfiado, con sus ojos rasgados hacia los lados y su boca llena de migas de galleta. Pero algo que aprendí en ese viaje es que la sonrisa es un lenguaje universal, para todas las culturas y todas las edades. Entonces desenfundé una de las más sinceras para él. Me respondió muy coqueto mostrándome sus cuatro dientes blancos, iguales a pequeños arroces saliéndole de las encías. La alianza se afianzó cuando estiró su mano y me ofreció el último resto de galleta amorfa, llena de baba. La madre se dio cuenta y me miró sonriente. Por cortesía, acerqué la cara a su manito y mientras se la sostenía, le hice un ñam ñam ñam simulando aceptar el regalo. Él sonrió feliz y escondió la cabeza en el pecho de su mamá. El juego había empezado. Miró mis pulseras, la manga de mi abrigo que colgaba, todo era un juguete y cada cosa que tocaba tenía un sonido diferente, que yo hacía para escucharlo reír. Estuvimos así un buen rato, hasta que decidió agarrar mi dedo índice y recostarse a descansar en el pecho de su mamá.
A estas alturas, ya pasados dos meses y medio de estar lejos de casa y de los afectos, toda muestra de cariño sincera y espontánea era más que un regalo, era una bendición. Durante los días anteriores venía sintiendo esa especie de nostalgia por el contacto humano que no había sentido antes y creo que se enfatizó en una ciudad en la que se nota una timidez general por el acercarse al otro. A pocos metros de llegar a la parada, escuché la voz de mi guía:
“En la esquina que viene bajamos, por favor”.

Solté mi dedo de entre las manos de mi nuevo amigo, que no reaccionó ante nuestra separación.

Fue algo tan rápido: conocernos, jugar, querernos, soltarnos.

 

***

12 de septiembre de 2017, CABA, Argentina.

 

Vivo en Once. He vuelto a mi casa en horas «no adecuadas» para una mujer sola. Creo que, en cuestiones de seguridad, cualquier barrio es una lotería. Tenemos la chance de salir enteros de todas o nos puede tocar vivir alguna de cerca. Ayer me tocó vivirla.
Eran las 12:30 de la noche y el 24 en el que me había subido sobre Av. Corrientes, casi esquina Scalabrini, venía bastante lleno. No tanto como para traer gente parada, pero con todos los asientos ocupados. En el asiento del frente, el prioritario, junto a la puerta de entrada del bondi, venía un tipo joven. Yo estaba sentada dos asientos más atrás, conversando con un chico colombiano que acababa de conocer en la parada. El tipo se movía intranquilo, oscilando entre quedarse sentado y acercarse al chofer. Como no le daban bola, decidió pararse en medio del colectivo, diciendo en voz alta: «Me escuchan, por favor, es un segundo. Hay tres autos que me vienen siguiendo desde Villa del Parque. Me quieren secuestrar. Necesito que alguien se baje conmigo, si es en grupo mejor». Nadie respondía. El tipo le buscaba la mirada a unas mujeres que iban sentadas a su lado, pero todas lo esquivaban. Yo había tocado el timbre en la parada de mi casa, el colectivo comenzó a frenar justo cuando él terminaba de hablar. Me tenía que bajar, pero pensé que nadie haría nada. Nadie diría nada. El tipo no podía más de los nervios. Tenía las venas de los brazos hinchadas, casi no podía articular las palabras, los ojos húmedos y abiertos en estado de alerta. Por fin, le dije: «En la esquina hay guardia policial las veinticuatro horas, bajate acá». Se lo dije sin pensar, sin calcular las consecuencias. Se acercó a mí, se bajó conmigo, corrimos por la avenida hasta la esquina y vimos al policía parado, de brazos cruzados, afuera del kiosco Open 24. Me acerqué pero el tipo me frenó: «Necesito que me dejes llamar a mi casa desde tu celular, no confío en nadie, ni siquiera en ellos. Esto es un secuestro express, los únicos que pueden pinchar teléfonos son ellos». Le expliqué que no tenía posibilidad de llamar desde mi celular, que no tenía número argentino, que había venido de Colombia hacía poco, que mi teléfono solo funcionaba para WhatsApp y solo si tenía wifi. El tipo no entendía, me escuchaba, pero no me entendía. Miraba para todos lados, se metía las manos en los bolsillos y las volvía a sacar, se le caían las llaves de su casa, las levantaba enseguida. Se lo expliqué lento, despacio, mirándolo a los ojos y tratando de que me mirara. Cuando por fin me entendió, dijo: «Ok, vamos a ese bar de la esquina. No me dejes solo, por favor». Caminamos hasta el bar, que ya estaba cerrando, le hice señas al de la caja para hacer una llamada y su respuesta fue un “no”, con la cabeza y los ojos cerrados. Casi como un «perdoname, me duele en el alma, pero no puedo ayudarte», pero que no llegó a ser eso ni por lejos. «Ahí hay un kiosco, vení conmigo». El tipo me señaló un cartel luminoso en medio de la cuadra. Caminamos hasta allá, el kiosquero tardó en entender qué era lo que estaba pasando. Cuando estás nervioso no podés pensar, no te podés explicar, el miedo te aturde: –¿Qué necesitás, pibe? No entiendo. Esperá que llamo a la policía. –No, usted no me está entendiendo, padre. Le vengo diciendo hace quince minutos que quiero llamar a mi mujer o a mi mamá. Mi familia tiene plata, es dueña de una fábrica de bordados.

Justo cuando quise salir del kiosco y volver a la puerta de mi casa, se estacionó una camioneta al lado de la puerta del kiosco. De allí salieron dos tipos a «limpiar» un cartel publicitario que estaba a unos metros de nosotros. Tuve miedo, no supe qué hacer. Caminé hacia el mostrador del kiosco y me agaché, me saqué la bufanda y la guardé en la mochila. Miré a mí alrededor: el kiosquero tenía un bate de beisbol junto a la caja. Al rato apareció y me dijo: «No podés quedarte acá». Salí y le dije que no sabía qué hacer. El tipo me vio, me dijo que necesitaba llamar por teléfono, que necesitaba estar con más gente porque estos tipos lo tenían rodeado. Yo no supe si era cierto o si era su paranoia, pero recuerdo haber mirado a nuestro alrededor y haber visto una ambulancia esperando en la esquina y una camioneta Eco Sport en la otra, exactamente como lo había denunciado en el colectivo. El kiosquero se disculpó y lo despachó: «Disculpá flaco, acá no te puedo ayudar. Tomá diez pesos y corré a la estación de servicio para llamar por teléfono». La estación de servicio estaba a unas cuadras, había gente viniendo del Abasto, al parecer era horario de salida del cine. Los tipos de la supuesta limpieza se habían vuelto a subir a la camioneta, pero no arrancaban. El tipo me pidió que lo acompañara, pero le dije que no podía hacer más, que quería volver a casa, que tenía miedo de que me levantaran de rebote. Lo acompañé hasta la esquina, le dije que fuera corriendo, que iba a quedarme mirándolo hasta que llegara. Le dije que no tuviera miedo, que era cerca. No me salió decirle otra cosa. – ¿Cómo te llamás?– me preguntó.  –Lucía. –Yo me llamo Lucas… Ese es mi nombre completo, acordátelo, por favor, por si me pasa algo –Esta bien, Lucas. –Gracias Lucía, de toda esa gente en el colectivo, fuiste la única que me escuchó y me ayudó. Gracias.

Me miró un rato largo hasta que se dio vuelta y corrió a la estación. Lo miré perderse detrás de unos autos que estaban estacionados cerca. El kiosquero miraba también: «Andá a tu casa nena, yo lo sigo. Ahora llamo a la policía y les aviso que está ahí. Pobre, está paranoico, debe ser de guita, por eso”.

Caminé hasta mi casa con el peso de mil preguntas encima, que volvieron eterna una cuadra: ¿Cuántas personas corren con miedo por las avenidas más iluminadas de Buenos Aires, diciendo «no llames a la policía”? ¿Cuántos kiosqueros no les creen? ¿Cuántos de nosotros les creeríamos o pensaríamos que «está paranoico»? ¿Desde cuándo ser distinto («tener guita» o “ser militante”, por ejemplo) te hace blanco de esos que se creen dueños de la libertad? ¿Cuántos cajeros en los bares nos cierran los ojos y nos niegan con la cabeza, aún cuando estamos parados frente a ellos con las manos juntas pidiendo por favor? ¿Cuántas personas nos escuchan pero no, dan vuelta la cabeza y miran por la ventanilla? ¿Cuántas veces vamos a tener que escuchar el nombre completo de un extraño, seguido de la frase «acordátelo, por si me pasa algo»? ¿A cuántos ya les pasó algo? ¿Por qué algunos viven con ese miedo que los hace correr con las venas hinchadas, con los ojos desorbitados?
Volví a casa, entré, me acosté en mi cama. Reconocí el espacio mientras lo recorría con la mirada: mi escritorio, mis libros. Toqué la frazada, sentí el calor. Cerré los ojos e inevitablemente todo me llevó a la pregunta que nos hacemos todos hace días: ¿Dónde? ¿Dónde está Santiago Maldonado?

 

 

 

***

El tiempo se mide en centímetros

Aquellos que sabían
de qué iba aquí la cosa
tendrán que dejar su lugar
a los que saben poco.
Y menos que poco.
E incluso prácticamente nada.

En la hierba que cubra
causas y consecuencias
seguro que habrá alguien tumbado,
con una espiga entre los dientes,
mirando las nubes.

Del poema Fin y Principios, de Wislawa Szymborska

 

Voy a conocer un páramo por primera vez. Somos tres los visitantes, Sebastián, Rafael y yo, la extranjera. Don Arbey maneja la camioneta. “El sol está como para un milagro”, dice Sebastián, mientras mira el paisaje del páramo Yerbabuena, despejado de neblina. Tiene razón. De las tres semanas que llevamos en Roncesvalles, no podría recordar un cielo tan limpio. Sentándote afuera de cualquier casa, entre las cuatro y las cinco de la tarde, casi podrías calcular el tiempo que se demora la niebla en caer. Te somete la visión de las cosas, los ojos se comprimen y el horizonte se amontona en lo poco que podés ver. A 2700 metros sobre el nivel del mar, se siente la cercanía al cielo.

“Se hizo pequeño el mundo”, dirá don Arbey durante una de aquellas tardes de tinto en la tienda. Y sí, el mundo en Roncesvalles es pequeño. Al mediodía, cuando aún todo es nítido, se pueden ver las diez cuadras que arman la vía más importante. El municipio se ensancha apenas un par de calles más que le corren paralelas a la principal. Después hay casas sueltas, que se van acoplando a la geografía que lo construye. Este es un lugar absolutamente nuevo para mí.

“Aquí hasta las piedras son diferentes”, dirá nuestro chofer al bajarnos de la camioneta, mirando el suelo del páramo. No me doy cuenta y, de pura emoción, empiezo a levantar la voz. Enseguida me advierten: “Hable pacito. Aquí no se puede gritar porque llueve”. El equilibrio del ecosistema en el páramo es tan sensible como esas cosas que se quiebran aún antes de dejarlas caer. Aprieto la boca, comprimo los labios igual que una nena chiquita a la que le piden silencio. Ellos sonríen y siguen hablando bajo. Dicen que, si tenemos suerte, podríamos llegar a ver al oso de anteojos. Aún con la boca cerrada siento que se me cae la mandíbula, que se me hinchan los ojos en el grito que no puedo soltar.

–¿En serio?– pregunto al fin. –Claro, aunque están en extinción. Este es su hábitat.

Subimos lento, con cuidado. El suelo es una gran esponja que suelta agua en cada pisada, tiene encima todo un mundo de algas y plantas que retoñan discretas, desperdigadas como pequeñas hormigas verde fosforescente. Me da pena pasar, me siento más intrusa que nunca. El ruido del agua de pequeñas vertientes secretas acompaña el silencio con el que avanzamos.

Me voy desprendiendo del abrigo, quiero sentirlo todo. El sol de acá es picante, tiene ese sabor al mezclarse con el aire fresco. Ahora alcanzo a ver el monte desbordado de frailejones. Lo picante choca con la suavidad del primer tacto con las hojas. Sonrío, parecen las orejas de un burro. Tienen la misma pasividad, al menos. Lo suave lo dan esos casi invisibles pelitos blancos, que matizan el color verde claro que hay por debajo. Sebastián me explica que crecen un centímetro por año. Muchos de ellos son tan altos como yo. Pienso en los treinta años que necesité para crecer un metro ochenta y en los ciento ochenta años que les llevó crecer a varios de ellos. Sigo el recorrido del tronco con las manos y la rugosidad llega, inmediata. Lo opaco de las hojas viejas cae por debajo de las nuevas que se alzan en la cúspide. Tienen la dignidad de lo que se sabe memorable, de lo que cimienta.

Roncesvalles fue un municipio muy afectado por la violencia, la cual se percibe en la vida de la gente, todavía. Como cuando alguien recuerda a un amigo y dice: “Se lo llevó la guerra”, con la misma naturalidad de quien habla de un pariente que se mudó a la capital. Son muchos los amigos, son muchos los parientes que no están. Son la rugosidad del tronco, lo curtido por los años.

Seguimos subiendo y nos hacemos sobre una piedra, saco un par de fotos panorámicas. No podría calcular cuántos frailejones veo. Así, desde arriba, con este sol milagroso, todos parecen brillar de verde, como esperanzas nuevas. La concentración en reverbero.

Hay una nube de tormenta palpando la cercanía, viene desde el sur. Si llega, solo es agua. Menos mal que solo es agua. Lluvia que caerá sobre ellos solamente para hacerlos crecer un centímetro más el próximo año, la próxima generación.

Nos subimos a la camioneta para irnos, sin haber visto al oso de anteojos. Pero hoy conocí un páramo por primera vez. Hoy vi frailejones y los vi encumbrarse frente a mí. El milagro está cumplido.

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Crónica publicada el 10 de julio de 2018 en El Espectador (Bogotá Colombia) y en la antología Bogotá Cuenta. Una ciudad que se escribe, presentada en FilBo 2019, por IDARTES.

 

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*Cynthia Lucía Vargas Caparroz (Buenos Aires, 1987) es Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad del Salvador (USAL), en Buenos Aires, Argentina. En 2015 comenzó su viaje por Latinoamérica y, tras llegar a Colombia en 2016, publicó su primer libro titulado Todo el tiempo nuevo (Tyrannus Melancholicus Taller, Bogotá, Colombia). Desde julio de 2018 ha publicado las crónicas de sus viajes por Colombia en El Espectador, recopiladas en su segundo libro titulado Por ser del Sur (Pensamientos Imperfectos Editorial, Bogotá, Colombia). Ha publicado en diversos medios físicos y digitales, en Argentina y Colombia.

Actualmente, vive en Bogotá y trabaja como gestora cultural, promotora de lectura y tallerista a nivel nacional e internacional.

Carlos Alonso. Pintura y Memoria, en el Museo Nacional de Bellas Artes

Texto: Gonzalo Aguilar
Video: Leonardo Mora
Imagen de portada: Carlos Alonso, Fragmento de «Carne de primera N° 1», 1972.


Revista Transas amplía su sección de Archivo a través de videos filmados y editados por Leonardo Mora. En esta primera entrega presentamos un recorrido por la muestra Carlos Alonso. Pintura y memoria, que se realizó en el Museo Nacional de Bellas Artes. La muestra es de una gran importancia porque permite revisar la obra de un artista que llegó a ser canónico en la historia reciente del arte argentino -sobre todo entre los sesenta y los ochenta- pero que después tuvo una proyección menos relevante. Último eslabón de una tradición prestigiosa que se remonta a Antonio Berni (con quien tiene, de todos modos, muchas diferencias) y sobre todo a Spilimbergo, en los sesenta se hizo famoso con la ilustración de clásicos literarios (sobre los que se llevó a cabo una importante exposición en 2008) y fue admirado entre los artistas y el público en general por su talento para el dibujo, los retratos y las escenas cargadas de dramatismo. En los ochenta, su influencia ha sido muy poderosa en el campo de la historieta (pienso en Luis Scafatti o en varios dibujantes de la revista Fierro).

Pese a su importancia innegable, la presencia de Carlos Alonso en las últimas décadas se fue desvaneciendo. La dependencia de la figuración, el apego a la pintura y el uso de un repertorio temático demasiado explícito lo llevaron a un segundo plano. Con la muestra del Museo Nacional Bellas Artes, Carlos Alonso ha retornado y la eficacia política de su arte plantea nuevos interrogantes porque surge en un contexto totalmente diferente. Antes que la invención de un campo experimental parece importar más su capacidad para afectar al espectador. Antes que la ambigüedad y la opacidad, su destreza para trabajar temas argentinos, como el matadero o la violencia. Si la exposición hubiese contenido más material documental, esa distancia habría sido más evidente. Pero, por el modo de exhibición, por la organización de la obra del artista, Pintura y Memoria nos trae a un Carlos Alonso que pide intervenir en el presente.

Las malas de Camila Sosa Villada: la ética travesti y la vida después del límite

Por: Andrés Riveros Pardo

Imagen: El excluido (1927), Álvaro Echavarría.

Las malas (2019), de la escritora, dramaturga y actriz trans Camila Sosa Villada, puede leerse como un homenaje a la comunidad travesti que acogió a su autora en sus años universitarios. En la lectura atenta de Andrés Riveros Pardo, esta comunidad es la verdadera protagonista de la historia. Las vivencias únicas de esta población (históricamente marginada), la condición política de esos cuerpos disidentes y las redes de cuidado que allí se entretejen (y que trascienden los vínculos de sangre) revelan nuevas formas de resistencia y de reivindicación de aquellas vidas que han sido catalogadas, desde siempre, como «no dignas de ser vividas». Para Riveros Pardo, la autora hace hincapié en la potencialidad de cruzar los límites del género que solo pueden lograr las personas travestis o trans. Así, esta «porosidad» de las barreras impuestas por el binarismo deviene también en nuevas formas de ver (y llegar a) les otres.


Las malas (2019), editorial Tusquets, colección Rara Avis, 224 páginas.

Como ya lo había adelantado en El viaje inútil: trans/escritura –su texto publicado en 2018, en el que entrecruza el ensayo y la autobiografía para hacer un recuento de las experiencias y condiciones que la marcaron en su tránsito sexo-genérico y en su decisión de convertirse en artista–, Las malas (2019) de Camila Sosa Villada rinde un sentido homenaje a las travestis que conoció en Córdoba capital al ejercer la prostitución. La comunidad que la había acogido durante parte de sus años universitarios es la protagonista de esta historia, en la que las vivencias únicas de poblaciones históricamente marginadas, la condición política de los cuerpos disidentes y las redes de cuidado que traspasan los vínculos de sangre se unen para contarnos una nueva forma de resistencia y de reivindicación de las vidas que durante mucho tiempo han sido catalogadas por el sistema patriarcal, hétero-hegemónico y neoliberal como no dignas de ser vividas. En sus propias palabras, tomadas de El viaje inútil, Camila dice acerca de este grupo y de su propósito narrativo:

Escribir sobre esas travestis como las últimas revolucionarias además de los amantes y también como la última bohemia que conocí. Y la última poética que parte de algo tan inesperado como las zonas rojas y una comunidad marginada como hemos sido las travestis. Esto es el equilibrio del que hablé antes. Es necesario poner en palabras esa pieza que falta en el inconsciente colectivo. Develarlo, ponerle palabras a eso para que la gente lo lea y lo escuche .

Como lo ha demostrado con toda su obra, para Sosa Villada el cuerpo y la subjetividad son construcciones que se llevan a cabo a través de diferentes experiencias que, a la vez, devienen en sus actuaciones, letras, personajes y, por tanto, están allí, en cada libro o parlamento. Ella, obra maleable y siempre en proceso de construcción, es la expresión poética que cuenta en sus libros y creaciones teatrales. Su familia, su pasado y las situaciones por las que pasó son la materia prima de donde vienen sus obras más recordadas y a la vez, el material para convertirse en lo que desea ser. Es por esto que para ella resulta importante narrar esos pedazos de vida y a esas cómplices que también la ayudaron a construirse. Todas esas circunstancias que hicieron parte de su vida junto al grupo de travestis del Parque Sarmiento no son solo el material en el que se basa el libro, sino también la potencia transformadora que la ha ayudado a derribar las barreras que la sociedad le impone.

De la misma forma en que la autora narra algunos episodios de la vida de este grupo comandado por la Tía Encarna (una travesti que desafía la edad promedio de vida de quienes pertenecen a esta comunidad en Latinoamérica), la historia intercala momentos autobiográficos que van marcando el camino que la condujo hacia ellas. La vida de Sosa Villada, cuenta, estuvo manchada por la violencia, la rigidez de los roles de género y las carencias socio-económicas: un padre autoritario y alcohólico, una madre que tuvo que asumir muy joven una vida llena de responsabilidades y desgarros. Todas estas circunstancias parecen ser contadas para demostrar al lector que el cuerpo travesti o trans no es solamente determinado por el género, sino que también es el resultado de diferentes injusticias y discriminaciones. Por esto, la posibilidad de traspasar estas condiciones para construir nuevas historias es básico para ella y para las integrantes de esta disidencia. En el caso de la autora, comenzar a leer y a escribir le da la oportunidad de huir y de mentir: la escritura como vida posible se parece a la capacidad de transitar entre géneros para construir otras realidades y otros futuros:

Yo digo que fui convirtiéndome en esta mujer que soy ahora por pura necesidad. Aquella infancia de violencia, con un padre que con cualquier excusa tiraba lo que tuviera cerca, se sacaba el cinto y golpeaba toda la materia circundante: esposa, hijo, materia, perro. Aquel animal feroz, mi fantasma, mi pesadilla: era demasiado horrible todo para querer ser un hombre. Yo no podía ser un hombre en este mundo.

La posibilidad de cruzar los límites del género y de sus realidades individuales y materiales que solo pueden lograr las personas travestis o trans es en lo que la autora parece hacer énfasis en este libro. La constante ruptura de la barrera entre lo privado y lo público lo logra cuando narra la forma en la que estas travestis rondan las calles. Como anuncia Judith Butler en su texto Cuerpos aliados y vida política: hacia una teoría performativa de la asamblea (2015), la vida de las personas se da en la interseccionalidad entre lo mío y lo de le otre, entre el yo y el elles: “Si voy a llevar una buena vida, será una vida en unión con otros, una vida que no es tal sin esos otros”. Esta línea es la que cruzan a diario las travestis para hacer de su existencia algo político, visible y compartido con les demás. El simple hecho de salir a la calle es ya un acto performativo que reivindica su derecho a una vida digna. Esto lo muestra Sosa Villada en los diferentes episodios en que las travestis van por la calle no solo a merced de las violencias, sino cuando hacen de cada uno de estos recorridos algo festivo y alegre. La casa de la Tía Encarna, el refugio en el que estas personas viven y se resguardan, está siempre en contacto con el exterior, con una fachada que poco a poco se llena de manchas resultado de protestas contra su existencia, pero con una puerta siempre abierta para las compañeras heridas o lastimadas, para les amantes y para les amigues.

Igualmente, Sosa Villada trata la ruptura de los límites de los cuerpos y deseos diversos y su relación con la animalidad. Como lo trata Gabriel Giorgi en Sueños de exterminio (2004), las subjetividades disidentes representan para la sociedad cuerpos ininteligibles, que de tan inasibles parecen colindar con lo monstruoso: “Un cuerpo único: un cuerpo extraño a todo linaje y a todo territorio, un ejemplar sin especie. Es un desborde de las reglas de lo ininteligible hecho cuerpo…”. La autora también trata este transitar entre límites humanos y animales a través del personaje de María La Muda, una prostituta sordomuda que vive la mayor parte de su vida encerrada en la casa ayudando en diversas labores a la Tía Encarna y que cada vez pasa más tiempo en su habitación, debido a que se da cuenta de que se está transformando en pájaro. El silencio y el ostracismo de ahora María La Pájara también parecen dar cuenta de la situación de encierro de algunas travestis que, como este personaje, terminan confinadas a los barrotes de un deseo que parece ser siempre negado para las corporalidades disidentes: “En la pizarra mágica que usaba para comunicarse con nosotras, escribió: KIEN ME BA A QUERER. Qué podía responderle. El hombre que no quisiera a una mujer que prometía ser pájaro era un hombre estúpido y olvidable”.

De la misma forma, toca este tema cuando habla de Natalí, una travesti que decide encerrarse en su cuarto cada noche de luna llena porque afirma que justo en esos momentos es capaz de cometer crímenes espantosos. Esta relación con la loba, con la bestia, la lleva a encarcelar su verdadera naturaleza y la conduce hacia consecuencias fatales: No podíamos hacer nada por ella, aunque era la más valiente de todas las travestis que he conocido, porque era dos veces loba, dos veces bestia”.

Uno de los límites traspasados en los que más se centra la novela es el de la femineidad y la maternidad, debido a que gran parte de la historia se enfoca en el encuentro que tiene este grupo con un bebé abandonado entre los árboles de uno de los parques que frecuentaban. El bebé, que termina siendo bautizado como El Brillo de los Ojos y adoptado por La Tía Encarna, encuentra en esta comunidad una familia que lo protege. Como lo mencioné antes, resulta importante centrarnos en el acento que pone la autora en los vínculos no sanguíneos de las familias diversas y en el hecho de que una travesti pueda llegar a convertirse en madre, rol que se considera inherente a las “mujeres”. Esto es un desafío a los límites de lo que se entiende como “natural” y pone esta categoría en duda. Así como María La Pájara y Natalí desdibujan las barreras de lo que se considera humano, la maternidad de La Tía Encarna abre las puertas a nuevas formas de relacionarse, que no se basan en los géneros definidos, sino en el amor y el cuidado:

La Tía Encarna desnuda su pecho ensiliconado y lleva al bebé hacia él. El niño olfatea la teta dura y gigante y se prende con tranquilidad. No podrá extraer de ese pezón ni una sola gota de leche, pero la travesti que lo lleva en los brazos finge amamantarlo y le canta una canción de cuna. Nadie en este mundo ha dormido nunca realmente si una travesti no le ha cantado una canción de cuna.

Este juego con la porosidad de las barreras impuestas por el binarismo deviene también en una forma de ver a le otre. Si la manera travesti/trans de ver el mundo, como parece plantearlo Sosa Villada, se basa en desdibujar los muros que sirven para separar lo que se supone que “es normalde lo que “no es normaly de lo que se considera público de lo privado, las posibilidades de apertura de la existencia y de las relaciones son mucho más amplias. Cuando se rompen estos límites se vive en la relación y esto plantea otras problemáticas que aumentan la perspectiva de lo que consideramos como nuestra responsabilidad. En el caso de las relaciones sociales, esto nos lleva a reconocer la vulnerabilidad y la precariedad de les otres. Como menciona Judith Butler: Mi propia existencia, mi supervivencia, depende de este sentido de la vida más extenso, de un sentido de la vida que incluye la vida orgánica, los entornos que están vivos y nos sustentan, y las redes sociales que apoyan y ratifican la interdependencia”. Es por esto que luego de leer Las malas quedamos con la sensación de haber visto y reconocido otra forma de hacer comunidad: una nueva ética que defiende a le otre con ferocidad y rabia, que sabe de vulnerabilidad y que, por eso, desmiente todo privilegio y aboga por espacios comunes de cuidado entre personas y especies. Una forma de celebración de la vida que reivindica el deseo, el cuerpo y el amor de algunes cuya voz nunca ha sido tenida en cuenta. Una conexión que desafía los límites del género para abrir nuevas posibilidades de abrazar.

Las malas, entonces, demuestra que el encierro de esta comunidad que poco a poco se reduce también determina la forma en la que sus integrantes van desplegando sus alas. Así, demuestra que ninguna barrera puede contener su fuerza: Camila sigue su propio camino y su verdad, la Tía Encarna, como un camaleón, varía entre géneros para criar a un niño que brilla con luz propia, las travestis se unen en el amor pese a la pérdida de muchas que se quedan atrás. El refugio no es un simple moridero, sino que significa la posibilidad de apertura. Y aunque, en un principio, parezca que el amor y el deseo están lejos de sus puertas, Sosa Villada demuestra, como lo ha hecho en La novia de sandro (2015), El viaje inútil y en la obra teatral Carnes tolendas (2013), que estos siempre superan los límites que condenan a los cuerpos y a las subjetividades travestis a ser finales fatales (como lo pronosticó su propio padre: “¿Sabe cómo lo vamos a encontrar su madre y yo un día? Tirado en una zanja, con sida, con sífilis, con gonorrea, vaya a saber las inmundicias con las que iremos a encontrarlo su madre y yo un día) y que más bien convierten una y otra vez sus existencias en fantásticos relatos en marcha[1].

[1] Término usado por Donna Haraway en su texto La promesa de los monstruos: Ensayos sobre Ciencia, Naturaleza y Otros inadaptables (2019) para referirse a los nuevos parentescos que implican las figuraciones feministas.

Máquinas de lectura poética: Conversación con Fernando Murat

Por: Leonardo Mora

Imagen: Leonardo Mora

Recientemente, Revista Transas tuvo la oportunidad de conversar con el profesor, periodista y escritor argentino Fernando Murat acerca de diversos temas literarios y, especialmente, sobre su labor como tallerista de poesía en la Biblioteca Nacional. El profesor Murat, quien actualmente es docente en la carrera Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes (UNA), también nos compartió varias ideas acerca de la concepción del ejercicio poético a nivel creativo y crítico que aplica en los talleres, como ciertas figuras literarias que han perfilado su trabajo como lector de poesía. También nos habló sobre su propia producción publicada y próxima a salir, como el libro de crítica literaria Fábulas morales y soluciones extraordinarias.

Fernando Murat se ha desempeñado anteriormente como profesor en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Además, fue secretario de redacción de la agencia Diarios y Noticias (DyN) y editor de la mesa para América Latina de la agencia de noticias italiana Ansa.


Revista Transas: Profesor Murat, ¿usted considera que la poesía se puede enseñar?

Fernando Murat: Yo creo que uno puede transmitir mecanismos de lectura: formas, sistemas, estrategias para abordar objetos; en este caso, la poesía, dentro de lo que es el marco más amplio que es la literatura. Si uno puede enseñar poesía… En lo que yo llevo, lo que en verdad se puede transmitir son formas de leer. Quien está escuchando o quien participa en el curso va a percibir una ingeniería de trabajo que le permita a él mismo después abordar ese objeto que, en principio, para el lector común y para el crítico también, es uno de los objetos que se presenta con más opacidad de la literatura.

Digo que la poesía es uno de los elementos más opacos que la literatura presenta porque es un objeto que tiende a silenciar al crítico… O el crítico suele tener una relación casi mimética con el poema y termina escribiendo un texto que cuenta el poema de otro modo –que es bastante común–, se pega de la lengua del poema o al sentido del poema y no logra generar un trabajo sobre el poema, salir del poema y estructurar una lectura. Algo que dé cuenta de eso que está ahí, el poema o la poesía o el corpus de textos, según cuál sea el objeto que uno está trabajando.

A mí me parece que uno lo que puede transmitir son estrategias de lectura, formas de leer, sin que eso implique que uno tenga que, cuando formula la lectura, bajar el instrumental teórico que agobia al que está escuchando. Yo soy partidario de que ese instrumental que uno tiene de años de lectura, ese material sedimentado, esté en funcionamiento en la lectura que uno hace, y no necesariamente explicitarlo. Que la teoría sea un instrumental para leer ese objeto que estamos leyendo en ese momento. Sea Rubén Darío, sea Susana Thénon, cualquiera sea el texto que uno está leyendo, que el instrumental esté trabajando en la base de lo que uno va a formular. Uno de los riesgos de la crítica es la “crítica aplicada”, la lectura aplicada. Tengo un cuerpo teórico y lo aplico a este objeto de la literatura y de la poesía porque me sirve, porque es más sencillo. Eso tiende a cerrar el texto, a no esperar cuál es la demanda que el objeto tiene, sino ir con un aparato previo, para montarlo sobre el objeto. Entonces el objeto va a responder siempre a la misma pregunta. En realidad, se trata de esperar que el objeto formule su demanda para ver cuál es el instrumental que yo tengo para eso. Eventualmente, la teoría no tiene un trabajo bien explícito en la lectura, sino que ya tengo los instrumentales en mi cabeza funcionando, y la lectura es la lectura.

Se pueden transmitir estrategias de leer, formas de leer, formas de organizar una lectura, formas de sistematizarla, formas incluso de “formar” un sistema. Nosotros ahora en la UNA, en la parte que versaba sobre modernismo y vanguardia, les propuse [a los/las alumnos/as] formar un sistema de textos que no dependiera ni de la obra ni del autor, sino que se efectuara a partir de los textos que adentramos en ese sistema. Entonces hicimos entrar a Rubén Darío con un poema, a Delmira Agustini con otro poema, a Vicente Huidobro… Y vimos cómo ese sistema trabaja esos poemas y cómo cada poema que ingresa unifica la estructura misma del sistema. Esto es una forma de leerlo. Y este método está dando ciertos resultados. Les cuesta un poco, pero funciona.

RT: En esta estrategia de los sistemas y de los elementos para abordar el análisis de un poema, ¿cuáles son los teóricos con los que usted siente más afinidad?

FM: Hay dos personas con las que yo aprendí casi todo lo que se podía aprender. Una es Ramón Alcalde, profesor mío de Griego. Nos hicimos amigos en la UBA cuando yo era chico y de él aprendí la rigurosidad en el trabajo con la literatura. Incluso de él aprendí la rigurosidad de no estar muy atento a las modas de la teoría, sino de estar atento a los sistemas, esencialmente.

Y la otra persona de la cual yo tengo que decir que aprendí muchísimo y que le debo casi todo es Josefina Ludmer, con ella sí aprendí a formular un sistema. Ella es una máquina de lectura y poeta en acción. También agregaría dos teóricos y críticos en los cuales me basé mucho. Aunque en definitiva uno va tomado elementos de todos lados. Si tengo que nombrar a un crítico que me haya iluminado, fue Walter Benjamin. Su trabajo sobre Baudelaire es algo que uno estudia y se dice a sí mismo: “Todo está acá, es increíble”. Auerbach, con Mímesis, David Viñas con Literatura argentina y realidad política… Distintas formas de leer, distintas estrategias, pero en definitiva máquinas muy severas de lectura, con distintos resultados, con distintos instrumentales también, pero con la severidad del crítico. Yo diría que si tengo que nombrar paradigmas que me sirvan a mí, que sean un alimento en lo cotidiano, diría que a ellos siempre los llevo encima. Cada vez que leo, los tengo a ellos con mirada atenta, eligiendo lo más apropiado para el caso. También mencionaría la pasión para leer de Enrique Pezzoni. Fue un profesor que yo no conocí, pero fue un primer profesor “en serio” que yo tuve en la facultad apenas entré. Fue una sorpresa comprender la literatura en ese universo que planeaba Pezzoni, especialmente esa pasión por leer y esa pasión por la rigurosidad.  A él también le debo algo.

Fernando_Murat_Transas

Fernando Murat

RT: ¿Para usted cómo funciona el trabajo en el taller de poesía, teniendo en cuenta la heterogeneidad de las personas que conforman esos grupos?

FM: Tomando como ejemplo el taller de la Biblioteca Nacional –que es el que vos conocés, aunque esa experiencia se puede dar en otras zonas– debo decir que a mí no me gusta mucho el taller de escritura “correctivo”, el de la consigna fácil para que se la lleven a la casa y traigan un cuento o un poema. No confío mucho en esa práctica. Tampoco confío mucho en la corrección, en corregir a los escritores, sino más bien en acompañar a los escritores por donde ellos estén decidiendo ir y luego uno ve qué puede hacerse con eso. En este taller que he mencionado, lo que nosotros hacíamos era recibir los textos antes y formular lecturas sobre los textos. Leer esos textos de las personas que participaban en el taller del mismo modo que habíamos leído hasta ese momento textos de Borges, textos de Rubén Darío, textos de Bécquer, habíamos leído una cantidad de cosas… La práctica de lectura sobre los textos que traían era una práctica que desarrollábamos a su vez en la producción de los asistentes, tal y como la habíamos formulado con los poetas de renombre.

Eso a mí me dio muy buenos resultados, porque lo que yo percibí –en este taller en particular y en otros también– es que nunca hay que apartar como un axioma importante la siguiente idea: nunca subestimes a tu auditorio. No hagas caso cuando te dicen: “Bueno no, mirá, es muy heterogéneo, hay que llevar otra cosa”. Por ejemplo, la recepción en el taller de la biblioteca, en cuanto a la parte teórica, había sido muy positiva, muy alta, querían más de eso. Y entonces eso también te entusiasma, porque la gente que no está en una instancia académica asumía el proceso de crítica paulatinamente y de forma creciente, pues había que escuchar y trabajar sobre formas de leer, en vez de desplegar cuentitos sobre la literatura.

Entonces yo trato de generar una práctica de lectura sobre los textos que traen, para que en esa práctica de lectura se genere alguna otra cosa en el interior del taller. Eso yo vi que no se hace habitualmente y a mí me ha dado muy buenos resultados. Ahí el tema no es “esto lo hiciste mal o esto lo hiciste bien” porque, en definitiva, quién sabe lo que un escritor está haciendo mal o está haciendo bien. En realidad yo les decía: “Sería bueno saber si vamos a tener en el futuro una literatura de los editores o una literatura de los escritores”. ¿Qué vamos a saber del estado de la literatura actual dentro de cincuenta años? [Vamos a saber] si en realidad tenemos la literatura de los editores o la literatura de los que se supone que tienen algún tipo de saber especializado para corregir eso en un sistema en el que, parecería misterioso, hay cierto consenso de que el único que no sabe lo que está haciendo es el que lo hace: el escritor. Parecería que el escritor tiene que ir a preguntarle qué tiene que hacer al editor, qué tiene que hacer al profesor, qué tiene que hacer al tallerista… parecería que el escritor es el único que no sabe de eso que parece que sí sabe. Bueno, para mí el escritor sabe. Pues uno puede ayudar, pero no corregir. No es ese el mecanismo que, para mí, hay que seguir con el escritor y mucho menos con poetas.

Es más, la experiencia mía en los talleres es que me encuentro con grandes poetas. Uno los mira y dice: “Bueno, leamos cuál es tu necesidad, qué querés específicamente y te voy a ayudar en lo que yo pueda, en lo que vos pidas, desde mis prácticas de lectura, pero no como un asunto de corrección”. Aunque, de hecho, alguna vez fui recriminado por no hacer correcciones específicas. Hubo una experiencia con un poeta que estaba entre nosotros que leyó un poema en una ocasión. En la guía que yo generaba en el curso, cada vez que aparecían los poemas que leíamos, trataba de ver cuál era la concepción de la poesía que había de ese poema. En este caso, deduje que de alguna forma había una concepción casi sanitaria de la poesía. La poesía era un instrumento que venía a compensar algún tipo de desequilibrio. La poesía aparecía ligada a la salud. Una zona donde se podía canalizar una energía que, en otros términos, iría contra el sujeto. Ese poema tenía algunos problemas, pero era un poema interesante. Entonces en esa ocasión hubo otro lector que salió a corregir rápidamente a este poeta. Y yo le dije: “Por favor, no corrijamos, dejémoslo”. Ese poeta luego me envió dos poemas más y uno de ellos es uno los poemas más maravillosos que he leído en los últimos veinte o treinta años. Es decir, bajo qué autoridad va uno a corregir a un poeta. Yo tengo una concepción de esa tarea que se basa en el total respeto y reconocimiento.

RT: Profesor, para finalizar: ¿Nos puede contar un poco acerca de sus publicaciones y trabajos en preparación?

FM: Te comento brevemente. Yo tengo un libro titulado Un día de diversión en la calle Brasil, que es de poemas, poesía ficción. Tengo un segundo libro que es Diario de viaje, una novelita en varios tiempos y ahora estoy armando un libro de poesía que se llama Dios mira como si nada. Y otro libro que en realidad es un solo poema muy extenso, llamado Tren San Martín. Y en la parte de crítica tengo un libro para salir que se llama Fábulas morales y soluciones extraordinarias, que trata de literatura más extranjera. Además sigo pensando en un ensayo sobre Rodolfo Walsh, ya en el pase a la literatura argentina. Básicamente estoy en esto y trabajando las prácticas de la poesía que van generando paradigmas de lectura, para producir posteriormente algo más orgánico.

 

“Esa noche, estábamos vivas. Tal vez no hubiese otras noches” Sobre La mujer descalza, de Scholastique Mukasonga

Por: Martina Altalef y Elisa Fagnani

Imagen: Scholastique Mukasonga, archivo de FolhaPress.

El Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas de UNSAM inicia sus actividades abiertas al público el dos de julio a las 19hs con un acercamiento a La mujer descalza, de la escritora ruandesa Scholastique Mukasonga. Esta novela perfila a Stefania, protagonista y madre de la autora, al tiempo que construye sus memorias de infancia en una Ruanda completamente afectada por el conflicto entre tutsis y hutus. A 25 años del genocidio, Elisa Fagnani y Martina Altalef nos presentan aquí una lectura de La mujer descalza que, por un lado, describe de manera precisa el desgarrador trasfondo histórico de la novela. Por otro, pone el acento en los modos en que la obra desmonta –»con fuerza y belleza», en palabras de Altalef y Fagnani– la «historia única» del relato eurocéntrico sobre África, en el que solo caben las catástrofes, la hambruna, los paisajes exóticos, las guerras étnicas sin sentido. De ese modo, y recuperando los términos de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, Fagnani y Altalef muestran cómo la novela construye un «relato otro» que se opone a la visión homogeneizante de esa historia única, en el que el retrato de la mujer-madre, Stefania, condensa la vida tutsi y, por ello, cuenta también la historia de Ruanda.


La mujer descalza, Editorial Empatía, 2018, 146 páginas.

La mujer descalza (Gallimard, 2008) es la segunda novela de Scholastique Mukasonga, escritora tutsi, sobreviviente del genocidio perpetrado en 1994 en Ruanda. La autora vive en Francia, escribe en francés y trabaja como asistente social. En 2018 la editorial argentina Empatía presentó una traducción al español a cargo de Sofía Irene Traballi, que estudiamos y celebramos. La narración (re)construye una memoria de Stefania, madre de Mukasonga, asesinada por los hutus durante la masacre. Esta escritura es la demorada sepultura que no pudo darle y gracias a ella trenza una biografía materna que da vida a la propia voz autoral.

Mukasonga –nombre ruandés fusionado a Scholastique, nombre que le dio su bautismo cristiano– nació en Gikongoro, en el sur de Ruanda, en 1956. Debido a la persecución que sufrieron los tutsis, su infancia transcurrió en el exilio en Nyamata, un territorio asignado para este pueblo. En 1973 se exilió en Burundi, donde completó sus estudios y en 1992 se trasladó a Francia, desde donde escribe. Mukasonga no presenció el genocidio que se desarrolló en Ruanda entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, período de menos de cuatro meses en que alrededor de un millón de tutsis fueron asesinados en manos de civiles hutus. Pero su familia fue azotada por la masacre y en ella se funda su historia. Esta novela es el relato de aquello que orbitaba el genocidio, de los otros modos de aniquilar a una nación y su cultura y es también narración de formas de la supervivencia tutsi. La tensión entre vida, genocidio, resistencia y supervivencia es constante en el entramado de personajes que sostienen una existencia fantasmática mientras se preparan sin descanso para ser atacadxs, expulsadxs, para escapar o refugiarse. En ese entramado se destaca el retrato de una mujer-madre, que condensa en sí esta tensión sobre la que se construye la escritura.

El relato hegemónico –blanco, europeo, colonial– explica la masacre a partir de una histórica rivalidad étnica entre hutus y tutsis. Ese relato, sin embargo, ignora que estas dos etnias, lejos de rivalizar y de entenderse mutuamente como una amenaza extranjera, comparten una matriz de amplios elementos culturales y sus lenguas tienen una raíz común. Ignora, también, que hutus y tutsis vivían en este territorio en relativa armonía con una organización política propia hasta la llegada de los europeos. Los colonizadores interpretaron como feudal la organización de estas comunidades –extrapolando un concepto europeo que no se adapta a las configuraciones de las naciones africanas– y la explotaron para consolidar su dominio a través de despotismos descentralizados: otorgaron poder a la minoría ganadera tutsi y relegaron a la mayoría agricultora hutu a un lugar de dominación. El relato hegemónico tampoco da cuenta de que la independencia de Ruanda, en manos de hutus en 1962, estuvo articulada por élites belgas. Este hecho decantó en la persecución y el exilio de miles de tutsis hacia los márgenes de Ruanda y, en muchos casos, hacia campos de refugiados en las fronteras de los países limítrofes, fundamentalmente del Congo.  A su vez, la narración oficial invisibiliza el rol central de los medios de comunicación –controlados por élites belgas– en la preparación del genocidio. En las décadas previas a la masacre se llevó adelante una campaña del terror, mediante el esparcimiento de creencias xenófobas para estimular el miedo de la población hutu en Ruanda: los tutsis eran extranjeros que se proponían invadir el territorio ruandés para recuperar las tierras que les habían sido expropiadas en la década del 60.

Pensamos la potencia de este relato de Mukasonga con los términos de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Si lo que dicta el eurocentrismo es contar una “historia única”, un relato sobre África en el que solo caben las catástrofes, la hambruna, los paisajes exóticos, las gentes incomprensibles enfrascadas en guerras étnicas sin sentido, La mujer descalza se construye como un “relato otro”. En la historia única no hay lugar “para sentimientos más complejos que la pena ni la posibilidad de conexión entre iguales” (Ngozi Adichie, 2018: 13), en ella África subsahariana es “un lugar de negativos, diferencias, oscuridades, de gente que, en palabras de Rudyard Kipling [autor de El libro de la selva], son ‘mitad demonio, mitad niño’” (Ngozi Adichie, 2018: 15). La mujer descalza desmonta con fuerza y belleza esa historia única.

La vida familiar de la niña Mukasonga durante su exilio en Nyamata es el motivo central del texto. Si bien menciona en numerosas ocasiones la colonización belga, el genocidio y la violencia que sometió a esta comunidad, la trama central es la recuperación y construcción de las memorias de una niña ruandesa. Cuenta la historia de su familia y las de sus vecinxs, las cosechas, las formas de educación y alimentación, las tradiciones orales, las fiestas, las ceremonias, los roles sociales de esta cultura y la imposibilidad de activar esas prácticas fuera del territorio originario. También, habla sobre la escolarización y la evangelización de lxs niñxs ruandesxs, sobre las presencias y violencias militares. Devela las narraciones que la historia única deliberadamente buscó aniquilar. Y, además, desmonta, en el ejercicio de narrar, los mitos y estereotipos sobre lxs ruandesxs esparcidos por el colonialismo eurocéntrico y exotizante. Le devuelve la profundidad y la complejidad a una historia que, para ser funcional al discurso hegemónico, debió simplificarse y reducirse a los estereotipos y silenciamientos analizados por Chimamanda.

La mujer descalza, entonces, (re)construye la memoria de Stefania, madre de Mukasonga, asesinada por los hutus durante el genocidio. El libro se abre con una dedicatoria: “A todas las mujeres / que se reconocerán en el coraje / y en la esperanza tenaz de Stefanía”. Desde allí desata una narración cuyo objetivo es dar sepultura y recuperar la identidad de esta mujer tutsi que, en la historia oficial, no es más que un número arrojado por las estadísticas de la masacre. Para ello, revive el pasado de su familia y la vida durante el exilio en Nyamata. Así, Mukasonga se construye en la escritura y da luz a su voz autoral.

Christian Kupchik, autor de la introducción a la edición argentina, cita a Georges Perec en el epígrafe del paratexto: “La escritura es el recuerdo de su muerte / y la afirmación de mi vida / o el recuerdo de mi infancia”. Esta cita pone de manifiesto una de las operaciones centrales de la obra de Mukasonga: la ficción, mediante la recuperación y enunciación de memorias veladas, tiene el poder de iluminar zonas de la realidad y del pasado que de otro modo resulta imposible enunciar, y en esta operación la autora constituye y afirma su propia identidad. La mujer descalza da vida a lxs exiliadxs de Nyamata, sobre los cuales rondó la muerte constantemente en vida y que, finalmente, fueron brutalmente asesinadxs. La escritura sirve para velar a su madre, para cubrir su cuerpo –un pedido que Mukasonga no pudo cumplir porque ya no estaba allí– con palabras en una lengua que su madre no entendería, porque la lengua original del libro es el francés. Esa madre, contadora de historias que no sabía leer ni escribir, es sepultada por palabras y en ese mismo gesto da vida a una escritora. Por ello –y a pesar de ello– la narradora incluye términos en kinyarwanda, lengua originaria que nombra a las casas, a los alimentos, a los objetos más íntimos de la vida familiar. Con ellos, se filtra la oralidad en la obra.

La escritura de Mukasonga es, a su vez, una forma de subvertir la relación de dominación a la que fue sometida su comunidad. Los soldados belgas, afirma la narradora, no apuntaban al corazón de las mujeres tutsis, sino a los senos: “Querían decirnos, a todas las mujeres tutsis: ‘no den vida, porque es muerte lo que dan trayendo niños al mundo. Ya no son dadoras de vida, sino dadoras de muerte’” (Mukasonga, 2018: 29). Este fragmento corresponde al recuerdo del asesinato de Merciana, una mujer tutsi peligrosa porque sabía leer y escribir y era “jefa” de su familia. Antes de matarla, los militares le sacaron la ropa. La primera desnudez retratada en La mujer descalza forma parte de un castigo ejemplar –“todo el mundo” había sido testigo de ese asesinato– en el que se imbrican etnia y género, castigo perpetrado contra la nación tutsi en el cuerpo de una mujer. En relación con esto, debemos tener presente que la violación de mujeres tutsis por parte de hombres hutus fue una macabra herramienta de los perpetradores del genocidio, que esperaban embarazar a las mujeres con hijos de hutus para aumentar el volumen de esta población.

La mujer descalza, de un modo amplio, se dedica a retratar a las mujeres tutsi, sus prácticas, sus vínculos, sus costumbres, sus trabajos. Lo primero que leemos tras la dedicatoria es la enumeración de las “inúmeras tareas cotidianas de una mujer”, tareas que Stefanía debe interrumpir para preparar a sus hijxs para el horror del exilio y la muerte. Uno de los preparativos fundamentales es pedir a sus tres hijas más pequeñas que cubran su cuerpo al morir, porque la tradición indica que nadie puede ver el cuerpo de una madre muerta. Si no la taparan, la muerte de la madre perseguiría y atormentaría a las hijas eternamente. La niña Mukasonga recuerda cómo la muerte rondaba a los tutsis en aquel momento, pero identifica que la principal amenazada era, en efecto, su madre. En calidad de mujer-madre, Stefanía condensa la vida tutsi y es por ello que al retratarla esta novela cuenta una historia sobre Ruanda. Entonces, Mukasonga elige contar la historia desde el cuerpo de las mujeres.

La formación de cadenas que enlazan a madres, hijas y hermanas es otro aspecto central de la novela. Aunque las niñas van a la escuela y las madres solo dejan el espacio doméstico para ir a misa, la sociabilidad femenina es inquebrantable y los roles de las mujeres se mantienen estables. Cuando Mukasonga gana un pan por haber tenido buenas notas en la escuela, solo puede pensar en compartirlo con su madre y sus hermanas. Estas constelaciones de trabajos, historias y afectos se construyen siempre con la madre como eje. La maternidad conecta a las mujeres con la tradición tutsi pero, sobre todo, con los alimentos y la tierra. El amor materno trabaja incansablemente para asegurar la comida en los puntos más inhóspitos de los escondites y los caminos de fuga. La tierra y el territorio se figuran como aliados, protectores, sostenes para la supervivencia y –en instantes que brillan– para la resistencia. Incluso los agujeros en el suelo sirven para resguardar alimentos y para esconderse de los militares. De todos modos, los territorios están constantemente en disputa; los modos de nombrarlo, también. En estas memorias, Nyamata –la tierra sin vacas, sin leche, sin alimento para niñxs–, ubicada dentro del territorio ruandés, es y no es Ruanda, porque es tierra de exiliadxs. La novela dispara constantemente interrogantes sobre qué es Ruanda y dónde están sus límites.

El proceso de esta escritura-sepultura es permanente, las palabras “tejen y retejen la mortaja de tu cuerpo ausente” (Mukasonga, 2018: 17). En ese sentido, se producen dos desdoblamientos simultáneos que operan en la permanencia y la actualización de la (re)construcción de la memoria y en la caracterización de su protagonista. El personaje se llama alternativamente “madre” y “Stefania” y ese doble tratamiento produce un desdoblamiento de la voz autoral-narrativa: la confusión es productiva para leer una escritura ficcional-no ficcional. Hay también un desdoblamiento de temporalidades, propio de la construcción de la memoria: los tiempos verbales oscilan entre el pretérito y el presente incluso dentro de la frase y así los fantasmas del pasado se mueven en todas las instancias de la novela. En ese sentido, la escritura no olvida su carácter de constructora de la memoria: “Mamá no dejaba nada librado al azar. Al caer la noche solíamos realizar un ensayo general” (Mukasonga, 2018: 23). Esa práctica de los pasos a seguir en caso de ataque, en caso de que fuera inexorable la huída de lxs hijxs (madre y padre habían decidido morir en Ruanda), es un “ensayo general”. Como si fuera teatro, como si fuera una búsqueda del tesoro. La novela nos cuenta cómo Stefania, mujer-madre tutsi, performaba ante el horror.

Toda la potencia de la novela se condensa en sus primeras páginas. Allí da batalla a la historia única con magistral destreza. Luego, los capítulos medulares se detienen en extensas descripciones de los trabajos, las plantaciones, la cultura y lxs personajes de Nyamata. En ese punto es posible preguntarse para quién se escribe esta novela, por quién espera ser leída. Al cerrar el apartado inicial –que funciona como una suerte de advertencia previa al primer capítulo– Mukasonga apela a su madre con el vocativo “Mamita” y allí le dedica esta mortaja de palabras extranjeras. Las lenguas de los pueblos que habitan el territorio ruandés no tienen escritura propia y, por lo tanto, siempre se escribe en la lengua del colonizador. Pero, a su vez, al adentrarse en los capítulos más descriptivos de la narración, se hacen presentes muchos elementos que parecerían contados para la mirada europea. Si la inyección permanente de términos en kinyarwanda resquebraja al francés que teje la textualidad, las abundantes explicaciones de sus significados se erigen para combatir la visión estereotipada, pero están directamente dirigidos a un público lector occidental. La traducción como uno de los procedimientos de esta escritura juega con ese doble filo y permite que la obra explote todo su carácter poscolonial: está escrita con, contra, desde y después del colonialismo.

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Quilichao, Tierra de Oro (2019): Un viaje al corazón del campo colombiano

Por: Leonardo Mora
Imágenes: fotogramas de la película Quilichao

 

En un viaje a Mandivá, Santander de Quilichao (Colombia), el director Diego Lugo conoció a dos ancianos campesinos –Ana Rosa Meléndez y Graciano Meneses– y les pidió permiso para grabarlos en su cotidianidad. De allí surgió el material que da origen al film Quilichao, Tierra de Oro (2019). En su reseña, Leonardo Mora (productor y editor adjunto del filme), nos cuenta cómo la película se adentra en el mundo parsimonioso de aquellos campesinos, sus hijos y algunos vecinos, abocados a la elaboración a pequeña escala de la panela (un derivado de la caña de azúcar). A través de distintos recursos estilísticos, Quilichao, Tierra de Oro se propone, en palabras de Mora, no solo retratar las situaciones de la vida diaria de sus personajes, sino también contribuir a la construcción de la memoria y la identidad del medio rural.


Por casualidades de la vida, me reencontré en la ciudad de Buenos Aires en febrero del año en curso con un viejo amigo colombiano, de nombre Diego Lugo, estudiante de Artes en la Universidad del Tolima y muy buen fotógrafo. Varios años atrás, nos habíamos conocido con Diego por pertenecer a bandas de rock y trabajar conjuntamente en la ciudad de Ibagué, capital del departamento del Tolima y situada casi en el centro de Colombia. Diego había hecho recientemente la hazaña de atravesar por carretera, con poco dinero, gran parte del subcontinente latinoamericano, iniciando desde Colombia. Pasó por diversas poblaciones de Ecuador, Perú, Bolivia, el norte argentino, hasta que finalmente arribó a la eterna ciudad de la furia.

Después de algunas conversaciones en las cuales compartimos anécdotas y aprendizajes, Diego me reveló otra de sus aventuras anteriores: se trataba de un viaje hecho en marzo de 2017, hasta Mandivá, una vereda de Santander de Quilichao, municipio colombiano ubicado en el norte del departamento del Cauca. Allí conoció a dos ancianos campesinos, Ana Rosa Meléndez y Graciano Meneses, quienes tenían un pequeño terreno y fabricaban panela (un producto tradicional derivado de la caña de azúcar) de manera artesanal. Luego de establecer confianza y camaradería con ellos, Diego les pidió permiso para grabarlos durante su cotidianidad, en su modesta vivienda, junto a otro fotógrafo que recientemente había conocido, de nombre Fabián Araújo Paz. Después de haber grabado cerca de treinta horas de material –casi cuatrocientos gigas de peso digital– Diego hizo el mentado viaje a Argentina, posteriormente me contactó y se le ocurrió que quizás yo pudiera ayudarlo a seleccionar y a editar tal material para lograr un filme. Cuando él me confío el visionado de las imágenes, me di cuenta de su extraordinario valor y su sensibilidad para captar circunstancias humanas, su talento fotográfico sin más pretensiones que grabar la vida pura del campo, y acepté colaborarle.

Quilichao - Foto Fija - Diego Lugo (16)

De esta forma empezamos a entrar en el mundo parsimonioso de aquellos ancianos campesinos, sus hijos y un par de vecinos, el cual esencialmente giraba en torno a sus labores diarias en su pequeño terreno, entre las cuales se destacaba la elaboración a pequeña escala de la panela: las imágenes contenían asuntos como el arreglo del pequeño trapiche de tracción animal para estrujar la caña de azúcar, la cocción de la melaza, su condensación hasta alcanzar el dulce y rígido producto final, junto a otros quehaceres propios de la vida rural. Duramos cerca de tres meses trabajando con la yuxtaposición de las imágenes, capturando los detalles visuales más bellos y significativos, encontrando su orden justo, hasta que finalmente nació un filme completo, al que Diego tituló Quilichao, Tierra de Oro. Para la bella música que acompaña las escenas, recurrimos a la generosidad del talentoso guitarrista argentino Jorge Caamaño, quien el año pasado había grabado su primer disco en solitario, llamado Trascender (2018), un alto homenaje a maestros de la guitarra argentina. Más adelante, en el camino se nos sumó otro viejo amigo de juventud, Herbert Neutra, gran crítico musical y de cine, quien supo entender el lenguaje visual propuesto por el material de Diego, y ahora hace las funciones de productor asociado desde la ciudad de México.

Al ver la totalidad de Quilichao, Tierra de Oro, el espectador puede encontrar que este trabajo se inscribe de alguna manera en esa tradición fílmica, tan cercana al neorrealismo, que respeta enormemente las situaciones de la vida diaria de determinados personajes, relega un poco la importancia de la trama o la línea argumental, y potencia lo que equivocadamente se ha llamado “tiempos muertos”. En nuestro filme, la propuesta esencial radica en adentrarse sin afán y sin esperar nada en las escenas más que la vida misma, determinada por el ámbito rural. Quilichao, Tierra de Oro necesita de ojos sensibles, pacientes y con el interés íntimo de aproximarse a un modo vital predominante en las provincias del país colombiano, pero que también está presente en muchos lugares alrededor del mundo, especialmente en la vida latinoamericana. No es pretencioso afirmar que desde esta perspectiva nuestra película es universal. Si hemos de buscar referentes con características similares dentro del cine contemporáneo, pensamos en Pedro Costa y su honda humanidad en filmes como Juventud en marcha (2006), Paz Encina y la búsqueda de las raíces de su tierra en Hamaca Paraguaya (2006), los hermanos peruanos Álvaro y Diego Sarmiento y la contemplación de ciertas comunidades amazónicas en Río Verde, el tiempo de los Yakurunas (2016) o Alfonso Cuarón y la puesta en escena de una infinitesimal cotidianidad en Roma (2018).

Quilichao - Foto Fija - Diego Lugo (5)

Uno de los significados de la palabra Quilichao, de cuño indígena, pero actualmente objeto de debate para establecer su origen y la etnia correspondiente dentro del territorio colombiano, es “tierra de oro”. La posición geográfica de Santander de Quilichao es especial, dado que representa un cruce de caminos y el paso obligado entre el sur y el norte de Colombia. En cuanto a su población, encontramos gran diversidad étnica, representada por afrodescendientes, indígenas, blancos, mulatos, entre otros grupos humanos. Las dinámicas económicas giran en torno a la explotación de caña, la ganadería, la agricultura, pero también se adelanta minería ilegal de oro, la cual genera graves repercusiones para el medio ambiente. El flagelo del narcotráfico también afecta la vida de la población. A su vez, Santander de Quilichao es área de conflicto armado entre la guerrilla de las FARC y el ejército nacional, debido a la movilidad hacia la costa del Océano Pacífico, clave para el tráfico de drogas y armas. En algunas partes de la zona se sabe de la presencia de minas antipersona y del desplazamiento forzado de personas por parte de grupos ilegales alzados en armas. Todo el infortunado panorama anterior, como en general sucede en el ámbito colombiano, es agravado por asuntos como la corrupta gestión política a nivel local y nacional, pletórica de vicios como el clientelismo, o los intereses particulares de medios de comunicación oficiales que falsean la información, influyen de manera nefasta en el criterio de la población e impiden un tratamiento más certero y profundo de sus problemáticas.

Es por ello que un filme como el que presentamos en esta ocasión, además de sus pretensiones artísticas, también tiene el propósito de contribuir a la construcción de memoria e identidad desde el medio rural, dado que Colombia es un país de hondas raíces e idiosincrasia campesinas, las cuales sufren, como ya hemos esbozado, enormes problemas que en las ciudades apenas se alcanzan a visibilizar y a comprender. Históricamente, Colombia ha dado muestras de problemas hasta la fecha no solucionados: grave fragmentación social, la incapacidad para solucionar sus desacuerdos por medios diferentes al enfrentamiento, la violencia y la guerra, la ausencia del Estado para garantizar unas mínimas condiciones justas de vida, la concentración de la tierra en unas pocas manos y su explotación indiscriminada. Por eso, invocamos el poder de la estética para generar sensibilidades, interrogantes, búsquedas, impugnaciones, llegar a rincones de la condición humana inalcanzables por las disciplinas científicas y humanísticas, e indagar acerca de lo que también nos constituye como nación, como cultura, como pueblo, siempre teniendo en cuenta el contrapunto con el sentir y el vivir del contexto latinoamericano, con tantas cosas en común desde Tijuana hasta Tierra del Fuego.

 

Trailer:

 

Breve entrevista al realizador:

 

 

«Sumar» de Diamela Eltit: el excedente radical de la ficción

Por: Julio Ramos
Imagen: Bárbara Pistoia

 

El célebre crítico Julio Ramos comparte con Revista Transas esta versión ampliada de la presentación de la novela Sumar (Seix Barral, 2018), de Diamela Eltit, que leyó en New York University, en la que la escritora vuelve a indagar en la relación entre vida, literatura y política a partir de la historia de un grupo de vendedores ambulantes que deciden marchar a La Moneda para reclamar por la supervivencia de sus trabajos.

Ramos analiza los múltiples sentidos de la suma que Eltit trae en esta novela, que atañe no solamente a la multitud que se manifiesta sino también a las múltiples voces que conviven en la de la narradora.


Quisiera hablarles hoy sin más fundamento que la memoria de la conmoción que la lectura de los escritos de Diamela Eltit ha suscitado en varios momentos de la vida de un lector, pero reconozco que ese efecto tan vital de la lectura empalma inmediatamente con varias discusiones decisivas que, de hecho, organizan un horizonte común de preocupaciones y vocabularios, protocolos de pensamiento y compromiso político-afectivo.*  Ese horizonte seguramente tiene mucho que ver con las genealogías múltiples y comunes de la reflexión sobre un entramado que junta vida, literatura y política.   Creo que la pregunta sigue siendo pertinente: ¿cómo se juntan o se separan vida, literatura, política?

Me refiero, para darles sólo un ejemplo, al efecto que produjo en varios de nosotros, a mediados de la década del 90, la lectura de un libro insólito titulado El infarto del alma,  sobre el viaje de Diamela Eltit y la fotógrafa Paz Errázuriz al Hospital Siquiátrico de Putaendo, donde las viajeras, en una especie de peregrinación a los extremos más vulnerables de la vida,  descubren –para su sorpresa y la de sus lectores—a un grupo de pacientes emparejados, conjunciones de cuerpos y vidas desiguales, cabe suponer, de locos enamorados, movilizados por las irreducibles aunque frágiles lógicas de la reciprocidad requeridas para la sobrevivencia.[1]  Desde sus primeros libros, Diamela Eltit ha puesto la atención más aguda de su trabajo en el pulso y el agotamiento de la vida ubicada en los límites de los órdenes simbólicos o en las fronteras de la literatura misma: vidas en entornos sometidos a presiones de violencia y control extremos, bajo formas brutales del poder, en zonas-límite donde colapsan incluso los nombres, los propios y los comunes, las palabras que todavía nos quedan para expresar lo que hay de irreducible o de intransferible en la humanidad misma.  Allí se develaba una nueva relación entre la práctica literaria y los cuerpos múltiples de la condensación política.  Su pregunta, tal vez más urgente ahora que nunca antes, interroga lo que puede decirnos hoy por hoy la práctica literaria sobre la proximidad de los sujetos y las formas que surgen en los extremos de estos órdenes, sus estremecimientos y abismos.  En El Infarto del alma, el fragmentario testimonio del viaje puntualizado por los destellos de una escritura que conjugaba la elipsis y el intervalo poético con la fotografía y la reflexión teórica, inauguraba un raro protocolo de experimentación que posiblemente relacionaríamos hoy con las expansiones de la literatura contemporánea: operaciones formales y combinatoria de materiales que desbordan los géneros reconocibles de la literatura y nuestros hábitos de lectura.  Al conjugar imagen y palabra, El infarto del alma potenciaba un trabajo colaborativo entre la fotógrafa y la escritora que colectivizaba incluso la categoría fundante del autor, instancia allí de un junte colaborativo.

La novela que comentamos hoy, Sumar, como sugiere el título, interroga las formas y las categorías que integran los cuerpos en una suma política, aunque ahora en el marco de una ficción especulativa, de entorno distópico, sobre las transformaciones del trabajo y el peligro de extinción de todo un gremio: los vendedores ambulantes, “hijos del genocidio industrial”, como los llama la narradora de esta novela sobre la progresiva desmaterialización del trabajo y de la vida en los regímenes cibernéticos y farmacológicos contemporáneos.  En las palabras de la ambulante que narra la novela, la tocaya de Aurora Rojas, “formamos una asamblea integrada por antiguos acróbatas, sombrereros, mueblistas, sastres o recicladores o ebanistas, o piratas, labriegos o excedentes o cocineras o mucamas o artesanos o expatriados que ahora solo trabajábamos con un ahínco feroz en las veredas”.  Los ambulantes son los últimos custodios de una vida material que se esfuma bajo los regímenes hipostasiados, inmateriales y descarnados, de una economía que rediseña la vida de las ciudades de acuerdo a un modelo higiénico y securitario, bajo un plan casi inescapable que supone, para los ambulantes, la reducción de las veredas, la pasteurización de la vida callejera,  la persecución policiaca de su sonoridad reverberante, los colores brillantes,  el olor vibrante y saltarín de la fritanga:  formas de una sensibilidad que en otro lugar Diamela Eltit ha identificado con el disperso caudal de los saberes cómicos de la calle, fuente sensorial de su anarco-barroco.[2]  Con más tiempo, convendría considerar en detalle el desafío que la ficción de Diamela opone a un discurso teórico fundado en la idealización del mercado informal y del trabajo precario ejemplificado por los ambulantes, tradición que acaso comienza con los estudios programáticos de Hernando de Soto sobre la economía informal en el Perú,  en los momentos iniciales de un debate anti-estatista de cuño neoliberal,  y que pasa luego, con signo político muy distinto, al abordaje de las prácticas plebeyas, resignificadas por el gesto crítico de Verónica Gago en su libro sobre las ferias del mercado negro de La Salada en la Argentina.[3]   En efecto, la ficción de Diamela Eltit elabora espacios altamente conceptuales, esferas imaginarias, donde la novela trabaja puntualmente un interfaz de la teoría política contemporánea, especialmente a partir de toda una gama de discusiones inspiradas por la irrupción de nuevas formas de activismo y emplazamiento urbano frecuentemente identificadas con los movimientos OCUPA a partir del 2011. Me refiero, por ejemplo, a las amplias discusiones sobre la cuestión de la asamblea y las nuevas formas de intervención desatadas en las políticas de la multitud.[4]  La ficción desafía las categorías y las condensaciones de la teoría mediante una serie de operaciones que distancian la novela de las prácticas más reconocibles o habituales de la meta-ficción contemporánea, muy marcada por la deriva borgeana de la ficción hacia la voz ensayística o auto-reflexiva.  En un sentido inesperado, la novela de Diamela repotencia la escritura de la ficción como un trabajo artesanal de la lengua mediante el relevo de voces como materia mínima del acto de novelar.  Esto se nota particularmente en la distribución meticulosa de las formas del discurso referido y otras operaciones que inscriben los tonos, cuerpos y mundos de las voces múltiples; voces de otros que cohabitan la voz de la narradora, la tocaya multiplicada de Aurora Rojas.   Y digo que se trata de un trabajo artesanal, consciente del desfase o anacronismo que supone este tipo de práctica narrativa en una novela sobre las lógicas cibernéticas de la desmaterialización.

En Sumar, los ambulantes se organizan en una gran marcha para recorrer 12.500 kilómetros en 360 días, movilización de la “última multitud”, impulsada por el deseo de la destrucción final del centro neurálgico del poder, La Moneda –arquitectura del Estado y cifra de las transferencias del capital financiero– cuya quema ha sido visualizada en los sueños y premoniciones de la narradora.  A pesar del agotamiento de los cuerpos, de la tos asmática o del dolor en los riñones que atrasa o detiene el paso, las tocayas se suman contra un orden capaz del exterminio final de los ambulantes y del trabajo mismo, según lo conocemos, en la subsunción absoluta de las formas corpóreas, concretas, de la vida.  La multitud se encamina a la destrucción de La Moneda, pero la progresión lenta y anárquica de la marcha, es vigilada por la omnipresencia de una nube, condensación mayor de la inteligencia artificial, custodiada por drones que capturan la imagen y cifran el movimiento de los cuerpos en los mapas virtuales de la configuración neuronal de los sujetos.   Se trata, en efecto, de un régimen de control donde cada una de las partes lleva la marca de las mutaciones del todo.  ¿Cómo zafar de ese orden?

Una pregunta de Diamela Eltit, en esta novela sobre el peligro extremo (y perfectamente actual) de la subsunción absoluta de la vida, tiene entonces que ver, primeramente, con lo que queda afuera de la nube, es decir, el excedente vital que fundamenta la creación o movilización de formas alternativas de proximidad y sinergia de los cuerpos, la grieta o punto ciego de la nube, donde expanden su espacio de acción los cuerpos disidentes, las partes insubordinadas de la condensación o la estructura.  Lo que supone, simultáneamente, un debate sobre los espacios restantes de la acción política, es decir, sobre los órdenes alternativos que articulan las partes en lógicas y operaciones colectivas de la participación.  Y al mismo tiempo, esto supone también una pregunta sobre la forma de la novela como ensamblaje político y modelización alternativa de las voces y los tiempos en la superficie misma de la dimensión material de las palabras.  Me refiero, como les decía, a los relevos de la voz en la novela en un complejo entramado puntualizado por las coordinaciones y subordinaciones de voces y esferas de vida.

La narradora de esta ficción ambulatoria es la tocaya y frecuentemente el relevo indistinguible de Aurora Rojas: “crítica, desconfiada, disidente”, opositora no solamente del orden de la nube, sino de las maniobras internas de la dirigencia de la marcha y del predominio de los intereses más fuertes sobre el sentido común de la asamblea.  La narradora –colectora de sueños, conjuros y cachivaches– está dotada por la vocación y el saber del reciclaje, donde el estilo combinatorio aúna materiales desechados, de utilidad redimible, que consignan tiempos arcaicos y a la vez actuales, restos de formas de vida y sobrevivencia, como los ambulantes mismos.  En su propio cuerpo, en su cerebro, la narradora lleva una multitud: cuatro nonatos de una deliberada tendencia anarquistas, vidas de lo que aun-no-existe, es decir, en estado virtual, aunque de fuerza material, física, que la narradora-madre se ve obligada a administrar o controlar.  Así, de hecho, se potencia la vida en esta novela, entre dos tipos de energía o fuerza: por un lado, la potencia material, múltiple, aunque dispersa y a veces casi exhausta de los cuerpos, y por otro lado, la consistencia inmaterial de formas de condensación y control que proliferan, se agregan y se suman.   El control entonces se multiplica no tan sólo en las operaciones de la nube y de los drones, a cada vuelta del camino, sino también en las subordinaciones internas que regulan el paso y ordenan la energía de la marcha que, como pueden imaginarse, tiene vanguardia y retaguardia:  las mujeres ambulantes marchan atrás, al frente van los pilotos que aceleran el tiempo como si se tratara de una carrera.  Es decir, el emplazamiento de los cuerpos en la movilización política y la distancia entre las voces de la asamblea distribuye u ordena los cuerpos de acuerdo a principios regimentados de valor, de acuerdo a su potencial de acción o performatividad política.  De ahí que la compulsión contemporánea de cierto activismo sea también objeto de crítica y burla.   Fíjense, por ejemplo, en el peso que cobra Casimiro Barrios en la novela, figura emblemática de una dirigencia que centraliza la marcha y la asamblea, en cuya figura, el poder de la elocuencia empalma con un carisma sexualizado, seductor, al que se le suma luego el vigor performático y la inteligencia actualizada de Angela Muñoz Arancibia y de su compañero, el rapero Dicky, los artistas de la marcha.  Los performeros de la marcha le suman una alegría radical y sentido a la vida callejera, pero no logran reconocer, en su afán de actualidad y protagonismo, los ritmos distintos, los tiempos asincrónicos o incluso arcaicos de ontologías y formas de vida que convergen y se dividen en la marcha.

Como operación de una lógica política, entonces, sumar, agregar, implica el despliegue de los principios de la juntura o el ensamble, pero al mismo tiempo supone una distribución desigual de fuerzas.  La novela Sumar no subsume los restos de la profunda división que consigna el intrigante epígrafe que antecede la narración.  Me refiero a la carta que escribe el padre de Ofelia Villarroel Cepeda, obrera desaparecida, arrestada a pocos días del golpe del 1973, durante una redada militar en la fábrica Sumar, taller textilero, destacada como experimento de socialización del trabajo y de la producción bajo la Unidad Popular, y recientemente conmemorada como patrimonio cultural y valor archivístico.   El padre de la obrera, Santiago Villarroel Cepeda, escribe una carta para reclamar lo que resta de su hija Ofelia, sepultada en una fosa de ubicación imprecisa, en “una caja de una persona del sexo masculino”.  La carta expresa la tensión profunda entre la escritura protocolar del padre y un dolor irrevocable.  El epígrafe introduce un excedente documental del cuerpo desaparecido, el resto que queda fuera, inscrito en el borde mismo de esta ficción de Diamela Eltit donde la historia de las transformaciones y de la precarización rampante del trabajo empalma con el origen violento, militar, del neoliberalismo en Chile.   Aunque la carta no vuelve a mencionarse explícitamente en la ficción, se sugiere que los nonatos que la narradora porta en su cerebro, son los custodios o archiveros del secreto, el arresto y desaparición de la obrera textil en la fábrica Sumar, lo que nos recuerda también que la suma, la asamblea o el agregado político, están siempre transitados por la huella de una resta, el excedente radical de Diamela Eltit.

 

* Texto leído en la presentación de la novela Sumar (Seix Barral, 2018) de Diamela Eltit el 28 de noviembre de 2018 en New York University. Mi agradecimiento a la autora y a Rubén Ríos Ávila por la invitación a participar en esta conversación, donde también fue un placer compartir con la poeta y ensayista Aurea María Sotomayor. Agradezco la lectura y sugerencias de Luis Othoniel Rosa y Carlos Labbé.

[1] Ver J. Ramos, “Dispositivos del amor y la locura”, Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica (Rosario, Argentina), octubre 1998; reproducido en María I. Lagos, ed. Creación y resistencia: la narrativa de Diamela Eltit (1983-1998), Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2000.

[2] Sobre el anarco-barroco de Eltit, ver la nota de Nelly Richard, “Una alegoría anarco-barroca para este lamentable comienzo de siglo”, Papel Máquina, Nº 5, Santiago de Chile, 2010, pp. 31-39.

[3] Ver Hernando de Soto, El otro sendero. La revolución informal. Lima: Editorial La Oveja Negra, 1987; y Verónica Gago, La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular.  Buenos Aires: Tinta Limón, 2014.

[4] Ver Judith Butler, Notes Toward a Performative Theory of Assembly. Cambridge: Harvard University Press, 2015; y Michael Hardt y Antonio Negri. Assembly. London: Oxford University Press, 2017. Javier Guerrero señala la relevancia del libro de Butler en la discusión de la novela de Eltit en “Los paisajes cerebrales de Diamela Eltit”, Literal.  Latin American Voices/Voces Latinoamericanas, 30 de septiembre de 2018. Disponible en línea:

literalmagazine.com/los-paisajes-cerebrales-de-diamela-eltit/

 

 

 

 

 

“EN LOS MOMENTOS DE ESCRITURA, YO ERA ELI Y ALUCINABA”. Entrevista a Pablo Giorgelli, director de Invisible

Por: Karina Boiola y Martina Altalef

Imágenes: Fotogramas de Invisible (2017)

Invisible (2017) es la segunda película del director argentino Pablo Giorgelli. Con guión de María Laura Gargarella y Giorgelli, el film nos presenta a Eli, una adolescente de clase trabajadora que vive en el barrio de monoblocks de La Boca. La historia de la protagonista se construye a partir de la omnipresencia de su soledad, en un mundo regido por y para adultxs ausentes de la vida de la joven. En ese contexto, Eli descubre que transita un embarazo, producto de su vínculo con un varón adulto, hijo del dueño de la veterinaria en la que trabaja. Invisible nos muestra entonces el periplo interno de Eli -y su corporificación- frente a la necesidad de tomar una decisión vital, en el contexto de clandestinidad del aborto en la Argentina. A partir de allí, la película reflexiona sobre el desamparo en la adolescencia y la situación socioeconómica que marca la vida de la protagonista. En el marco del acompañamiento que hizo Revista Transas al debate sobre el Proyecto de Ley IVE que se llevó adelante en Argentina durante 2018, Martina Altalef y Karina Boiola conversaron con el director para desentrañar qué nos cuenta y cómo se gestó este film.


 

¿Cómo comenzó tu interés en la historia de Eli, enfocada en el embarazo en la adolescencia, las decisiones de la protagonista y las dificultades para acceder a la interrupción del embarazo?

 

Curiosamente la película no arranca por ese lado. No me propuse hacer una película sobre el embarazo y el aborto desde el primer momento. Uno no tiene tan en claro las ideas, las películas, los proyectos. De golpe, tenés un universo, un personaje, una sensación, a veces algo muy indefinido. Muchos de los que hacemos películas estamos todo el tiempo al acecho, a  ver cuándo, dónde está escondida la próxima película. Las Acacias (2011), mi película anterior, tuvo un recorrido que nunca nos hubiéramos imaginado, nos sorprendió: prácticamente se estrenó en todo el mundo, ganó muchos premios y tuvo mucha difusión. Después de eso necesité un tiempo para volver a encontrar qué tenía ganas de hacer. Entonces, lo primero que me vuelve –en aquel momento decía “lo que me aparece”– es la cuestión de la adolescencia. Tenía ganas, deseo, enamoramiento por volver a echar una mirada a la adolescencia desde mis ojos de adulto, repensarla, explorarla, reconectarme con mi propia adolescencia pero también mirar la adolescencia de hoy. Y el primer personaje que se reveló fue femenino, para mi sorpresa. Tenía otros, pero decidí empezar a tirar del piolín de ese personaje femenino. Entonces empecé a conectar con el universo adolescente, con cuestiones que están más cerca de lo femenino, con el barrio de monoblocks –lo primero que se me viene a la cabeza cuando pienso la adolescencia es ese barrio– y ya no puedo imaginar a ese personaje en un barrio que no sea ese. Todo empieza a confabularse para que ese personaje y ese universo crezcan hasta que en un momento descubro que la película que me interesa tiene que ver con el desamparo, la vulnerabilidad, la incertidumbre, la búsqueda de la propia identidad, propios de la adolescencia. La adolescencia de hoy no es tan radicalmente diferente a la mía. Fui adolescente en los ochenta. No veo en esencia algo distinto a los pibes de hoy. Tienen celular, otras cosas que nosotros no teníamos, pero no es tan distinta la cuestión esencial. Diría que es la misma; lo que cambia son las herramientas. Yo fui adolescente en la primavera democrática, después de la dictadura. En el 83 tenía 15 años. Viví esa explosión de libertad que era Buenos Aires. Ambigua, porque pasaban cosas horribles, pero pasó algo espectacular en ese momento en Buenos Aires. Una potencia, el surgimiento de miles de cosas que estaban ahí. Música, cine (menos, era una época difícil para el cine pero había). Una explosión linda.

 

Y una vez que el embarazo entró en la historia, prácticamente para protagonizarla, ¿cómo encararon el trabajo con todos los tópicos que se desprenden de él?

 

El siguiente personaje que se me empezó a dibujar fue el de la madre. Recién ahí sentí que tenía una película, en ese vínculo. Había muchas escenas de ella y la madre que no están en la película porque después en el proceso de escritura e investigación y con el tiempo de maduración, nos aparece –a Laura Gargarella y a mí– preguntarnos qué pasa si ella está embarazada. Y en este país, en el contexto de ilegalidad. Eso nos ayuda a contar mejor y de manera más profunda el estado de desamparo y vulnerabilidad. Por supuesto que cuando eso surge, todo cambia. Tuvimos que parar de escribir para repensar el tema del embarazo y la posibilidad de abortar: nutrirnos, investigar, entender. Entender sobre todo desde qué punto de vista lo íbamos a contar. En ese tiempo hablamos con profesionales, referentes vinculados a la temática, periodistas, gente de ONGs y con adolescentes. Muchas adolescentes de La Boca que pasaron por situaciones parecidas a la de Eli. Embarazos, embarazos no deseados. Algunas habían abortado, otras no. Algunas habían abortado el primero y tenido el segundo. Otras, dos abortos seguidos. Miles de casos. Y eso me ayudó a entender la especificidad. Cada situación tiene que ver con las personas, el contexto, las posibilidades, las ideas, los deseos. Empecé a preguntarme quién carajo es uno para decir lo que está bien y lo que está mal o lo que debería hacer otro. Y, por supuesto, en otro nivel uno también piensa el tema como una problemática de salud pública, de políticas del estado. Ese doble proceso me dio muchas herramientas para reescribir el guión con el embarazo y la posibilidad de abortar.

 

Otro elemento que destaca en esta historia es el vínculo sexoafectivo de Eli con un varón adulto. ¿Podrías hablarnos de algunas decisiones estéticas que la película toma a la hora de seleccionar estas instancias narrativas que le suman tintes específicos al hilo embarazo-adolescencia-aborto?

 

Para mí la forma de la película es igual de importante que su contenido. Es indivisible. Encontrar el tono, la forma, el alma me toma tiempo, requiere mucho cuidado. En la escritura del guión surgió el punto de vista, desde dónde está contada la película y quién la cuenta. Lo más frecuentes es que la cuente el autor o la cuente el personaje. Cuando entendí que la película tenía que ser contada por ella, en primera persona, para acceder a su intimidad y mirarla como si fuéramos mosquitos invisibles, pude terminar de definir casi todo el planteo formal de la película. Todo tenía que estar subordinado a esa realidad imaginaria, todo tiene que ser orgánico y verosímil respecto de ese personaje y sus modos de ver y habitar el mundo. No el mío, yo tengo una distancia enorme con Eli a pesar de que compartimos el mismo barrio de monoblocks, Catalinas sur. Yo tengo 51, ella 17; yo soy hombre, ella es mujer; ella tiene y vive solo con su madre; yo tuve una hermana, un padre, una madre. Viví mi adolescencia en los ochenta. Tenemos un montón de diferencias. Entonces entendí que para poder escribir la película en primera persona, no podía sino convertirme en ella, yo tengo que ser Eli. Ese es otro desafío. Cómo hago para convertirme en Eli, adolescente, mujer, que vive en la Ciudad de Buenos Aires hoy en día. Uno como autor debe desaparecer, dar un paso al costado para que sea el personaje quien cuenta su historia. El guión lo escribí yo, con María Laura. Hay una construcción, pero está hecha desde el punto de vista imaginario de ese personaje en el que me convierto a la hora de escribir. No me interesaba hacer una película militante, aunque termina siéndolo. No sé si en el sentido de pañuelos verdes y celestes, sino una película política. Tiene una postura política clara, es crítica de este sistema de clandestinidad, de esta sociedad en la que el embarazo adolescente aumenta, en la que un sector de la adolescencia está desamparado, con un Estado ausente. Eso sí está construido más desde el lugar del autor. Siempre soy yo, pero yo no soy siempre yo. Por otro lado, él tampoco es un monstruo. Puede resultar poco simpático para algunos, no tengo dudas, pero no es un monstruo. Él hace lo que necesita, lo que le conviene, defiende sus intereses. Entiendo que a costas de algo, lo que sea. Para mí esa relación no está planteada como una Eli víctima ingenua de un adulto. Por supuesto que hay algo de desigualdad y de poder. Sobre todo en una cultura patriarcal como la nuestra. Hay algo, pero tampoco es que Eli es una ingenua que cayó en la garra de un chacal. Ella también eligió a ese tipo.

 

Ahora bien, hay una presencia -fuerte pero frágil, frágil pero fuerte- de la amiga de Eli. Si bien no elimina el rasgo de soledad, la acompaña en ese estar solas. En ese núcleo narrativo, la película se hace eco de un tópico fuerte de los feminismos. ¿Qué produjo la experiencia de hacer esta película como director varón? ¿Hubo alguna rearticulación de roles o especificidad del trabajo marcada por los géneros de les miembres del equipo de filmación?

La experiencia fue alucinante porque me gusta hacer esto y es como el trabajo de un actor. Convertirse en otro por un rato. Hay un momento en que el actor es un general, una dama antigua, un niño y realmente es eso, no es el actor. En los momentos de escritura yo era Eli y alucinaba. Fue una experiencia muy estimulante, hermosa. Con Las Acacias también fui ese camionero. Desde ese lugar escribí las dos películas que hice, no se escribieron desde afuera. Ninguna de las dos está contada desde el punto de vista del autor. Entonces yo soy el personaje siempre. El día que haga una película desde el punto de vista del director, ese autor omnipresente que observa a sus criaturas, puede ser distinto. Uno pasa por todos esos estados, te angustiás, te emocionás, estás inquieto. Estás en un estado de disponibilidad permanente, absorbés las cosas como si fueras Eli.

Algo que resalta del personaje de Eli es que les espectadores pueden fácilmente sentir empatía por su angustia, una constante en toda la película: en muchas escenas la vemos pensativa y preocupada, sin poder expresar al mundo adulto lo que le pasa. ¿Cómo fue el proceso de construcción de este personaje? Y, en ese sentido, ¿cómo fue la preparación y el trabajo de Mora Arenillas para el papel?

De eso se trata la película. Ella recorre un proceso. En ninguna de las instancias nadie la contiene, nadie la acompaña. Podría ser una decisión perfectamente lógica y natural la que toma ella (al respecto de su embarazo). Pensé bastante en cómo terminar la película hasta que llegué a este momento. Siempre sentí que la película era un poco más compleja, que nos interpelaba desde otro lugar, por eso termina así. El trabajo con Mora Arenillas fue muy bien. Ella vino muy pronto al casting. Hice un casting que duró casi un año y medio. En películas de personaje como esta, me tomo mucho tiempo para elegir, no puedo fallar. Si te equivocás ahí no funciona la peli. Morita vino muy al principio. Era muy chica todavía, tenía 15 años, entonces la descarté por una cuestión de edad. Un año y medio después pedí que la volvieran a llamar porque se había quedado en mi cabeza. Me parecía perfecta y ella trabaja muy bien con esa cosa de habitar el espacio sin remarcar, sin subrayar nada. Es muy difícil estar presente, habitar un espacio y ya. Y otra cosa muy difícil en el cine es contar un conflicto interno. Si no lo exteriorizás de algún modo te quedás sin contar lo que sucede. Eso es algo que yo creo que la cámara es capaz de ver. Mora trabajaba eso muy bien, me parecía ideal. Trabajamos sobre poder contar esa procesión que va por dentro sin verbalizarla.

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Al ver la película percibimos que la protagonista está constantemente sola, como si la historia del personaje se construyera a partir de una omnipresencia de su soledad. ¿Qué nos muestra Invisible sobre las conexiones entre la soledad y ser no visible? ¿Qué ocurre con la voz de Eli en este sentido?

Esa es la película. Es una película sobre el desamparo, la soledad, la imposibilidad de conectar con el otro, con otros, y de recibir a otros también. Esa es una condición que, para mí, de algún modo es resultado de un contexto, una época, una cultura, un sistema económico y social. La película habla del capitalismo, del mundo que tenemos. Esta película transcurre en Buenos Aires, pero podría haber ocurrido en casi cualquier otra ciudad grande. Con características diferentes. En Europa hay aborto legal hace cuarenta años, eso sí hubiera cambiado la película, pero solamente en lo que hace a la cuestión del embarazo y el aborto. En relación con el desamparo, con el vínculo entre adolescentes y adultos, con la precarización laboral, con gente que tiene que enfrentar un sistema que cada día los empuja un poco más hacia afuera, eso está en todos lados. En Inglaterra, en Turquía, en Asia, en América Latina. Gente que lucha para no caer del sistema, para no ser excluida. Algunos se pasan la vida luchando, otros caen. Eso somos nosotros.

Hay una figura paterna ausente, una madre…

La madre es también es una víctima de ese sistema. Es una figura que tiró la toalla, no puede más, se retira, se queda en la casa, se aísla. Eli es eso veinte años antes. ¿Qué va a pasar con ella a los 50? Madre soltera, con una hija, con un sistema que sigue apretando, ajuste, devaluación, fugas de capital, ricos más ricos, pobres más pobres, represión, gente de derecha. Todo eso está en la película. Ella va al colegio y lee un texto sobre la deuda externa, lo que escucha en la tele es eso. Al final es una película sobre el desamparo de una joven perteneciente a una clase trabajadora que lucha cada día contra ese capitalismo que la excluye cada día un poco más. Esa sería una definición de la película, más que una película sobre el aborto. No diría que es una película sobre el aborto, es mucho más que eso.

 

Invisible se estrenó el 8 de marzo de 2018, una fecha sumamente significativa para los movimientos de mujeres y las luchas feministas y, a su vez, en pleno debate por la legalización del aborto en nuestro país. ¿Cómo se resignifica, si lo hace, la historia de Eli en ese contexto? ¿Cómo considerás que el cine, o la ficción en general, aporta e incide en ese debate?

El aporte que hace cualquier disciplina que piense temas imprescindibles para nuestra sociedad desde otra perspectiva, que los dé vuelta, los explore y los vuelva a poner patas para arriba o para abajo, de cualquiera que trabaje con esa “materia sagrada”, es enorme. Se puede romper moldes que uno trae, anteojeras que no dejan ver más allá. Eso es lo más valioso que tiene la representación artística sobre cualquier asunto. En este caso embarazo, aborto. Ocurre lo mismo con una comedia o una película que no sea de pretensión realista. El aporte del arte es ayudarnos a pensar por nosotros mismos lo que ya tenemos pensado de otro modo. Me interesaba hacer una película conformada por preguntas más que por conclusiones. Para que la complete el que la ve, con la propia experiencia, los propios sentidos, la propia mirada del mundo. El espectador es responsable de lo que ve. Me interesa ese espectador más activo. La película está trabajada para dejar espacios que permitan completar aquello que no está deliberadamente expuesto. Entonces espero que la película aporte su granito para repensar el embarazo adolescente, el desamparo en la adolescencia, el capitalismo, el abandono, la ausencia del Estado, la legalización del aborto. Para eso hay que dejar de lado los propios prejuicios, dogmas, las ideas preconcebidas y entender que detrás de todo eso siempre hay una persona. Eli es una persona. Si hay una posibilidad de cambiar el mundo es a través de esto. Cuando todos pongamos en práctica nuestro lado artístico, el mundo puede llegar a cambiar.

 

Datos técnicos:

Drama. Argentina/Francia, 2017. 86’, SAM 16. Dirección: Pablo Giorgelli. Guión: María Laura Gargarella y Pablo Giorgelli. Producción: Tarea Fina y Aire Cine (Argentina). Elenco: Mora Arenillas (Eli), Mara Bestelli (madre), Diego Cremonesi (Raúl), Agustina Fernandez (Lore), Paula Fernández Mbarak (Gloria), Jorge Waldhorn (Antonio).

Disección de un templo decadente: aproximaciones a la novela «Mano de obra», de Diamela Eltit

Por: Leonardo Mora

 

En el marco del seminario “Las marcas del trabajo. Representaciones y prácticas del Cono Sur”, dictado por Alejandra Laera para la Maestría en Literaturas de América Latina de UNSAM, leímos la novela Mano de Obra, de la chilena Diamela Eltit.

En esta reseña crítica, Leonardo Mora analiza la forma en que la escritora representa las condiciones alienantes de ciertas labores contemporáneas a partir de su recreación del supermercado. Las figuras del empleado obsesivo, el supervisor policíaco y algunos estereotipos de la clientela le sirven a Mora para presentar, en pequeña escala, una dinámica que a su juicio permea toda la sociedad.


En 2002, la editorial Seix Barral publicó la novela Mano de obra, de la representativa escritora chilena Damiela Eltit, una obra de alta elaboración estética y crítica con respecto a ciertas dinámicas que hacen parte de la esfera del supermercado como lugar estratégico dentro del sistema de producción capitalista moderno. De las dos partes en que se divide la obra, El despertar de los trabajadores y Puro Chile, el presente texto se enfocará en la primera, considerando especialmente la calidad del monólogo que la constituye: una inmersión profunda en las implicaciones de los intercambios humanos al interior de un supermercado, por medio de una expresión poética e intelectual que alcanza un nivel casi ontológico que supera toda exposición circunstancial o superficial de los acontecimientos o su reconvención ingenua.

Sobre la oscura percepción del personaje monologante de El despertar de los trabajadores, nos llama la atención la escasa atención que ha recibido en muchos textos sobre esta novela. En contraste, la primacía del análisis recae en las alusiones a la denuncia política, las referencias a la degradada cuestión laboral y sus desleídas formas de organización sindical en el contexto chileno. Creemos también que otros aspectos valiosos, como el complejo entramado conceptual que incluye alusiones y desarrollos teológicos, o la sátira barroca que en ciertos momentos cobra desmedida crueldad, merecen un abordaje y una exposición un tanto más específica.

Damiela Eltit es una escritora que ha manifestado en su producción literaria gran inclinación por insertar elementos políticos emparentados con álgidos momentos de la historia de su país, y su vez por la búsqueda y la experimentación constante a nivel formal en la composición de su prosa; este último aspecto, influenciado también por la necesidad de contrarrestar la opresión y censura de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), la cual se ensañó brutalmente con determinados grupos y figuras de la intelectualidad y el trabajo artístico en Chile. La fuerte posición de denuncia política, ética, económica y social de Mano de Obra, acusa la decadencia que albergan aspectos como el laboral y el productivo en el supermercado moderno, y el consumismo que lo alienta por parte de los clientes y la demanda, pero este alinderamiento es acertado en la medida en que se aleja de consignas panfletarias o de la promoción sesgada de determinadas militancias: la novela demuestra inteligencia, criterio y una metódica elaboración lingüística que puede notarse en múltiples aspectos y momentos, como en el uso amplio de elementos de la jerga chilena que fortalece la poética agresiva de la novela[1] y la minucia filosófica del monólogo interior aludido.

 

Consumo, luego existo

Entrando en materia de la novela, el monólogo del personaje anónimo se nos presenta como un empleado-guardián que sufre y se resiente debido al mal comportamiento de la clientela del supermercado, la cual vulnera constantemente el orden y la integridad de los productos clasificados y acomodados, y por ende el sentido de perfección que desea constituir el lugar. Al respecto, vemos que el nivel de alienación del personaje con sus obligaciones es excesivo: ha sido convertido en un tornillo más de la maquinaria capitalista que simboliza con creces el supermercado, el cual debe ajustarse perfectamente para que las cosas marchen sin mácula, sobreponerse a la angustia del desorden, y evitar que el prestigio del paraíso artificial no se mancille. En esa entrega servil a roles extremos que asume con la gravedad de un enceguecido soldado, el empleado se ve sujeto a una comedia absurda en la cual sus decisiones y sus opiniones no cuentan más que para calmar las ansias de la clientela y para dar parte a los supervisores, quienes reptan vigilantes los pasillos y se ensalzan en una risible jerarquía de poder que desplegarán categóricamente a la menor oportunidad: tal es su fijación por someter a sus subordinados, y por desquitarse de sus mismas frustraciones y miedos personales, como lo sugiere la novela en varios apartes.

Con respecto de la alienación del personaje anónimo, Maria Elvira Luna Escudero-Alie plantea:

El narrador de la primera parte de la novela es un ser alienado que se ha identificado a tal punto con su espacio laboral que resiente cualquier alteración ocasionada por los clientes, y cualquier acción que él interpreta como peligrosa y que pueda costarle el trabajo. El narrador se siente vigilado, acechado y rodeado del peligro que vislumbra por todas partes, especialmente detrás de las miradas disimuladas de sus supervisores, sus temidos enemigos, a los cuales sonríe con una sonrisa congelada e idiota que enmascara su perenne terror de ser despedido.[2]

Una constante entre las personas que desempeñan un cargo o un puesto de trabajo, y que en Mano de obra es una situación expuesta con rigor, es el borramiento de la voluntad y el criterio individual por la asunción de una situación que integra pero a su vez jerarquiza e impone determinados intereses particulares camuflados en un proyecto productivo que busca un supuesto bienestar general. En la medida en que el sentido crítico y reflexivo del individuo sea menor, más fácil le será aceptar dócilmente las disposiciones que le permitan cierta estabilidad material, y llevar a cabo el rol solicitado en la esfera laboral. En el caso de la novela, hay una tensión entre la labor del monologante, quien a pesar de pertenecer a esa tiranía impuesta por el supermercado, internamente no se resigna a su condición e implementa como válvula de escape  cuestionamientos en clave irónica que le permitan aceptar mejor su triste destino de empleado.

Valga señalar un elemento concreto que de alguna manera apunta a esta tensión y que Damiela Eltit, a través de su personaje aborda en sus implicaciones más finas, gracias a la capacidad casi proustiana de disección con que lo dota: el distintivo en que se consignan los nombres propios de los empleados y que llevan sobre sus delantales. Una forma en que los altos mandos del supermercado pretende darles especificidad ante la jauría de clientes, quienes podrán llamarlos por sus nombres, “visibilizarlos” y, dado el caso, acusarlos con mayor facilidad ante sus superiores, cuando no sean satisfechos sus deseos por el servicio, en su excitación casi sexual por comprar, por integrarse a un sistema en donde sólo se es importante por la capacidad adquisitiva. Y dado que el cliente trae dinero, la llave del paraíso, entonces automáticamente cobra potestades de fiscalizador, de juez supremo al que nada podrá negársele, porque puede pagar por todo, y esa es la máxima virtud promovida en el mundo contemporáneo. Como señala acertadamente Mónica Barrientos:

Lo importante en el mundo actual es ganar dinero sin tasa de medida. El recto funcionamiento del sistema exige consumir, comprar y vender independientemente de las necesidades concretas y prioritarias de la ciudadanía. La sociedad de consumo ha creado mecanismos capaces de multiplicar hasta el infinito necesidades creadas artificialmente por los poderes publicitarios. Cada necesidad satisfecha crea inmediatamente nuevas y costosas necesidades en una cadena sin fin. Pero ¿de qué manera estos elementos han cambiado la memoria histórica de un colectivo que en la actualidad se reconoce como vendedores y clientes? Esta pregunta, y quizás otras que puedan aparecer a lo largo de este escrito, son las que recorren de manera transversal la novela Mano de obra de la escritora chilena Diamela Eltit[3].

En Mano de obra, nadie al interior del supermercado se salva de las invectivas y de la fuerte crítica; los múltiples tipos de clientes y su caracterización son quizás los más expuestos. Un primer ejemplo son los desagradables niños y niñas que todo lo quieren obtener, desordenar y hasta destrozar, de la mano de padres permisivos que poco pueden hacer para contrarrestar el flamante espectáculo de plástico y colores que enloquece a sus vástagos, quienes predeciblemente, en su gran mayoría, no representarán más que arcilla que sus mismos padres y el sistema moldearán para que ellos también rindan pleitesía a los juegos del mercado, se integren en el mecanismo de la compra y el gasto, fomentando de esta manera una falsa autoafirmación a través de su capacidad monetaria. He aquí garantizada la reproducción por generaciones de una situación de rebaño sin criterio y proclive a la fácil manipulación.

En el otro extremo de la línea existencial, vemos referida también una jocosa, cruel, pero verídica conducta de los ancianos en el supermercado, errantes entre tanta información que apenas pueden captar sus sentidos y su mente embotada, y tratando de instalarse a duras penas dentro de las dinámicas generadas por el consumismo más desbordado:

Con la tozudez dramáticamente impositiva que caracteriza a los ancianos, ellos decidieron, en medio de razonamientos de la aritmética nublada que organiza sus pensamientos, que la poca vida que les resta va a ser dilapidada (en esta bacanal feroz y corporal que se proponen) entre las líneas intensas de los pasillos y la obsesiva reglamentación de los estantes[4].

Desde sus dificultades motrices y mentales, los ancianos saben que son un grupo proclive a la marginación, a su pronta extinción física, y entonces son referidos por la autora como seres temerosos que se disculpan a todo instante por las incomodidades que pueden generar, pero que aun así buscan legitimar su individualidad al abordar a otros clientes y generar conversaciones intrascendentes; acaso también para paliar su soledad, su abandono, el desinterés que traslucen, “y liquidar, desde una lineal voluntad decrépita, el tiempo urgente que los oprime” (pág. 39). Todo un capítulo de la novela, titulado Nueva Era, es compuesto por Eltit para desplegar con saña el comportamiento de los ancianos en el supermercado, haciendo particular énfasis en su torpeza, su insensatez, y su insignificancia para los requerimientos modernos y usos novedosos del supermercado.

 

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El supermercado como escenario de lo sagrado      

Otro de los aspectos que cobra gran importancia con respecto al funcionamiento del supermercado son sus características de espacio sagrado, diseñado para la complacencia, el bienestar y el asombro. La profusa luz artificial del lugar es un punto importante en la medida en que, además de aumentar la magnificencia de los productos ofrecidos en los estantes, se equipara a la claridad divina, al manto del creador que proporciona bienaventuranza y paz para todos los clientes, y a la anulación de cualquier tipo de sombras o lugares oscuros en donde se pueda ejercer algún evento ilegal, negativo, “maligno”. El diseño de las luces es estratégico para manipular las emociones y los sentimientos de los clientes, para introducirlos de lleno en el ritual de compra, para ofrecerles un show encantador, con las actuaciones perfectas de los empleados a todo nivel, que les haga olvidar el duro mundo afuera de las mágicas paredes del supermercado.

Sobre el componente lumínico visto de manera teológica, Mónica Barrientos menciona:

Dentro de este espacio, la escena se presenta bajo el exceso de luz artificial que invade al Súper, cual Dios vengativo, que todas las mañanas inicia la tarea de tomar venganza sobre los cuerpos “gracias a la jerarquía de su omnipotencia” (p.61). Se produce, por lo tanto, la caída teológica porque la luz cae sobre cualquier ángulo, lo que permite una anulación de las jerarquías. En esta escena, atrofiada por el juego de la luz y el exceso, se desenvuelven los personajes para mostrar todas sus posibles formas.[5]

Desde luego, este templo funciona en la medida en que solicita y concentra la magnificencia del dios dinero y su hálito sagrado, el cual promete brindar la felicidad para quien lo ostente en abundancia. En interesante clave filosófica, Ernst Becker nos ayuda a esclarecer la concepción del dinero, el poder y la esfera sacra, que campea de manera tan evidente como en el supermercado, especialmente cuando los productos que se desean obtener no son los de primera necesidad, sino los que representan mayor futilidad, o alternativas para lograr las imperativas comodidad y seguridad en todo trámite cotidiano, esa que tanto obsesiona, inutiliza y embrutece al individuo en las sociedades contemporáneas:

Lo que relaciona al dinero con el dominio de lo sagrado es su poder. Desde hace mucho sabemos que el dinero da poder sobre los hombres, libertad de su familia y de las obligaciones sociales, de los amigos, de los jefes y los subordinados; este elimina el parecido entre los hombres; crea una cómoda distancia entre las personas, fácilmente satisface sus demandas sin comprometerlas de una manera directa y personal; sobre todo ofrece la capacidad literalmente ilimitada de satisfacer casi cualquier tipo de apetito material[6].

Dados los consumos de nuestra época diversificados y potenciados por la magia de la publicidad y las necesidades creadas que repercuten en todas las conciencias, desde las más prosaicas hasta las más reflexivas, el enorme poder que otorga el dinero resulta más que apropiado para cosificar, dominar y apropiarse de casi toda la realidad, sin trámites emocionales, sin intercambios propiamente humanos, sin contemplaciones de ninguna índole, sin los lastres de la ética y con indiferencia de que las voluntades a comprar sean las de nuestra propia familia, pareja, amigos, allegados. Las genuflexiones nunca habrán de faltar para quien se encumbra en montañas de dinero, porque los valores, como la libertad y la independencia, también tienen un precio.

 

Propiedad y vigilancia

Otro aspecto que también se desarrolla ampliamente en la novela es la cuestión alrededor de la vigilancia. Los vigilantes y los supervisores se amparan en la tecnología de las cámaras de seguridad que permiten auscultar y registrar cada detalle y movimiento, para ejercer tajantemente su autoridad en caso tal que alguna regla se infrinja. Felipe Oliver analiza acertadamente estos elementos de poder:

Más allá del aparato publicitario empeñado en mostrar al supermercado como un espacio amable y dadivoso, en donde la familia transita por entre los anaqueles, con todas las delicias al alcance de la mano, nueva versión del jardín del Edén, el almacén no deja de ser un panóptico. Su arquitectura cerrada, la amplitud de los pasillos, la claridad de los colores, la distribución estratégica de los empleados y las múltiples cámaras de seguridad así lo atestiguan. Si el control consiste en repartir cuerpos en el espacio como afirma Foucault, el supermercado es una de las figuras mejor logradas de rigidez. Un guardia en la puerta para registrar las entradas y salidas; responsables en cada departamento para «atender» (vigilar) a los clientes; cajeros y empacadores vigilándose mutuamente; supervisores patrullando a empleados y clientes; y arriba el lente de la cámara observándonos a todos”.[7]

Un pasmoso ordenamiento racional para garantizar el funcionamiento y prevenir o eliminar toda clase de “pecado” en ese perfecto jardín del Edén que es el supermercado actual. Una cultura de la vigilancia y la delación que llega al paroxismo, y que siempre habrá de recordarnos, por más que se use como ejemplo, el carácter vidente de la estelar novela 1984, de George Orwell, en la cual el dominio y el control de la vida por una instancia superior representa un extremo aconductamiento que se instala hasta en las fibras más personales y morales, para decidir y regular sobre cada aspecto, eliminando así todo vestigio de libertad. Y para ello, la implementación poco ortodoxa de variadas esferas del conocimiento (arquitectura, diseño, artes, publicidad, economía, retórica, ingeniería) que garanticen el eficaz funcionamiento del supermercado como el sagrado templo moderno por antonomasia, en el que Dios no ha muerto, sino que se ha encarnado en la todopoderosa figura del dinero como garante de nuestra integridad, de nuestro sentido último en la vida, de una falsa inmortalidad empacada al vacío.

 


[1] Diana Niebylski desarrolla en un interesante ensayo la cuestión del lenguaje soez y grosero en la jerga chilena, implementados por Eltit predominantemente en la segunda parte de Mano de obra: NIEBYLSKI, Diana. Entre el elogio banal y el insulto soez. La vulgaridad como amenaza a la colectividad obrera en Mano de obra de Damiela Eltit. En Revista Taller de letras N° 57. Segundo Semestre. Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Pág. 121-129. Santiago de chile, 2015.

[2] ESCUDERO-ALIE, María Elvira Luna. El espacio de la marginalidad y el desamparo en Mano de obra de Diamela Eltit. En Crítica. Cl. Revista Latinoamericana de Ensayo. Año XX. Disponible en: http://critica.cl/literatura-chilena/el-espacio-de-la-marginalidad-y-el-desamparo-en-mano-de-obra-de-diamela-eltit

[3] BARRIENTOS, Mónica. Vigilancia y fuga en Mano de obra de Damiela Eltit. Espéculo. Revista de estudios literarios. N° 31. Revista Digital Cuatrimestral. Noviembre 2005 – febrero 2006. Año X. Universidad Complutense de Madrid. Madrid, 2005. Texto sin páginas, disponible en: http://webs.ucm.es/info/especulo/numero31/diamela.html

[4] ELTIT, Damiela. Mano de obra. Ed. Planeta. Seix Barral, Biblioteca breve. Santiago de Chile, 2002. Pág. 38.

[5] BARRIENTOS, Mónica. Op. Cit. Texto digital sin páginas.

[6] BECKER, Ernst. La lucha contra el mal. Fondo de Cultura Económica. Colección Popular. Ciudad de México, 1977. Págs. 138 y 139.

[7] OLIVER, Felipe. Mano de obra. El supermercado por dentro. En Revista La palabra. No. 26. Universidad pedagógica y tecnológica de Colombia, sede Tunja. Enero – Junio de 2015. Pág. 78. Disponible on-line en: http://revistas.uptc.edu.co/revistas/index.php/la_palabra/article/view/3206/2930

 

 

Apocalypse now. Sobre «El fin de lo nuevo. Un panorama aleatorio del cine contemporáneo», de Domin Choi

Por: Mario Cámara

Imagen: Leonardo Mora

 

A finales del año pasado, la editorial Libraria publicó el libro El fin de lo nuevo. Un panorama aleatorio del cine, del pensador y docente Domin Choi. Mario Cámara nos ofrece una reseña de esta interesante perspectiva que contribuye a pensar la cinematografía a partir de los diálogos y las pugnas sin fin entre la modernidad y la posmodernidad, lo clásico y lo nuevo, o lo culto y lo popular.


El libro de Domin Choi, El fin de lo nuevo. Un panorama aleatorio del cine contemporáneo, editado por Libraria a fines de 2018, es resultado de un curso que el mismo autor ofreció en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Este dato no es menor puesto que, capítulo a capítulo, la prosa de Choi mantiene algo de esa artillería verbal, del gesto provocativo, profanatorio y en ocasiones arbitrario que caracteriza el discurso cinéfilo. Sin embargo, tal vez la categoría de cinéfilo no sea enteramente apropiada. La imagen de tapa lo grafica, porque decir “cinéfilo” nos puede llevar a pensar en un tipo de cine, en el cine que suele estrenarse en los festivales. Y el dibujo de la tapa, que mezcla personajes de Mad Men, Matrix, Iron Man, junto con David Lynch y Bill Murray en su rol de Don Johnston en Flores rotas de Jim Jarmusch, nos adelanta que se trata de un libro que rompe fronteras entre el cine festivalero y el cine mainstream, y entre cine y series de televisión. Unos y otros son tratados con la misma dignidad, unos y otros funcionan en una constelación crítica compleja que busca dar cuenta de transformaciones no sólo en un determinado régimen de lo visual, con sus despliegues en el campo de lo imaginario y con el impacto de las tecnologías digitales, sino en el plano de la política, de la subjetividad, de la globalización.

Quisiera centrarme por ello en unos pocos puntos. Comienzo por el título, “El fin de lo nuevo”, porque entiendo que marca desde el inicio la posición crítica que asume Choi a lo largo del libro. Como todos sabemos, el sustantivo “fin” posee dos significados opuestos, por un lado significa el fin de algo, el fin de un ciclo, su culminación, pero también alberga el sentido de establecer un objetivo o ponerse algún tipo de meta. La posición de Choi, lo que el libro nos presenta, sobre lo que reflexiona, o más bien su punto de partida, tiene que ver con la culminación de la idea de novedad o del valor de la novedad en la creación cinematográfica tal como funcionó durante eso que llamamos modernidad. El fin de lo nuevo debe leerse por ello como el agotamiento de lo nuevo. Aunque dicho esto, el gesto crítico de Choi es complejo, incluso paradójico, porque a pesar de sostener que en el presente la novedad no es un valor o que está agotada, dedica un libro entero a pensar el cine contemporáneo. De este modo creo que se pueden plantear dos cuestiones: el valor de la novedad como perteneciente al pasado, pero al mismo tiempo, lo nuevo que el cine de nuestro presente ha producido, lo nuevo que tiene para decirnos.

En el subtítulo, por otra parte, aparece una categoría temporal que hoy está, como diría Choi, “de moda”, y esa categoría es la de “contemporáneo”. Para el planteo del libro hubo un corte histórico que dio paso a algo que puede ser denominado contemporáneo o también posmodernidad, de hecho, aparecen pensadores como Jean François Lyotard, Fredric Jameson o Giorgio Agamben, que son algo así como los fundamentos teórico-críticos temporales del libro por sus reflexiones sobre la posmodernidad y lo contemporáneo. Pero no se trata solo de puntualizar un período histórico, caracterizado por el fin de los grandes relatos por ejemplo, o por observar una nueva lógica del capitalismo tardío, sino de advertir una sensibilidad o, en plural, un conjunto de sensibilidades que estarían atravesando el presente como resultado de ese corte histórico. Y creo, en este sentido, que hay un aspecto que resulta central . En nuestro presente, y de acuerdo a Choi, el futuro se ha desvanecido, no hay imaginación de futuro y el capitalismo ha triunfado de un modo incontestable.

El libro despliega, en este sentido, un diagnóstico oscuro sobre el presente, el final del libro es elocuente en este sentido, sostiene Choi: “vivimos hoy, en un clima preapocalíptico, las cosas están muy enrarecidas, las promesas de la política no se cumplieron y las del cine tampoco” (212). Esto último, por supuesto, es un reclamo a la modernidad, que no fue capaz de construir una alternativa política al capitalismo, y al cine desde la perspectiva que, por ejemplo, Godard plantea en sus Histoires du cinema, es decir en relación a la deuda que el cine tiene con la realidad de los campos de concentración. En otro momento afirma: “Hay que perder toda esperanza. De este modo a la gente no le importaría nada y se abocaría a la destrucción total del capitalismo y la democracia liberal” (129). Sentencias como las precedentes atraviesan la totalidad del escrito. Entiendo que El fin de lo nuevo propone, en relación a esta ausencia de futuro, una primera y gran división que es la de una producción cinematográfica nostálgica versus la de una producción melancólica, es decir una producción que permite entender el pasado como una instancia deseable y una producción para la que el presente es un conjunto de ruinas. La nostalgia por el pasado, la melancolía por el presente. Tendríamos entonces cambio de época por un lado, un presente oscuro por el otro, y esta suerte de estructura de sentimiento doble que contiene a la nostalgia y a la melancolía.

Choi define que en el cine clásico debíamos mirar detrás de la imagen, que en el cine moderno mirábamos en la imagen. Sus ensayos intentan pensar qué ver en el cine en el cine contemporáneo. En el segundo capítulo nos ofrece una de las primeras claves, precisa que vivimos en una época nostálgica e irónica, en la que el pasado retorna o bien es releído. Una parte del cine del presente, y de las series del presente, recuperan aspectos de ese pasado. Un ejemplo, que aparece en este capítulo y también en el décimo, es Mad men, definida como una serie nostálgica (p. 55), pero también como un proyecto genealógico (p. 196). Una oscilación crítica que me parece interesante, la nostalgia como un sentimiento que nos dice que todo tiempo pasado fue mejor o la genealogía que observa la configuración contingente, no historicista, de un determinado estado de cosas. Pero este retorno al pasado, no significa solo el retorno a una época, sino el uso, la cita, el pasticheo (por usar una categoría posmoderna) del cine de esa época. Continuo con el ejemplo de Mad men. Allí Choi encuentra no solo una revisión de la década del sesenta en Estados Unidos con todos sus hitos y movimientos sociales y políticos, sino una serie de citas cinematográficas como por ejemplo La noche de los maridos de Delbert Mann, Piso de soltero de Billy Wilder, Mujeres frente al amor de Jean Negulesco. Sin un uso jerárquico de ese universo cinematográfico, el cine del presente se sirve del archivo del cine del siglo XX, incluidos sus procedimientos, como Choi observará en Birdman, la película de Alejandro G. Iñarritu: “viendo Birdman se tiene la impresión de que el cine de autor se ha convertido en un género más. Un cineasta competente como Iñárritu con pretensiones autorales en Hollywood puede hacer con elementos modernistas una película bien hecha como Birdman, pero que, sin embargo, no se reconoce en esa tradición. Efectivamente, continua Domin, acá hay algo nuevo, están a disposición estos elementos del cine modernista y alguien como Iñárritu los toma y hace Birdman” (p. 38).

Usar el archivo del cine moderno supone, y esto es lo segundo que plantea el libro en términos de qué ver en el cine contemporáneo, un alto grado de autoconciencia. Otro ejemplo analizado es la saga de Shrek, que se nutre e invierte los relatos maravillosos. Conciencia de estar tomando materiales del archivo, pero aquí aparece un tercer el elemento, esa conciencia supone un cierto distanciamiento, una cierta ironía frente a ese material y, como consecuencia de esa ironía, algún tipo de deconstrucción, algo que, una vez más, la saga de Shrek exhibe con mucha claridad, o la serie Stranger Things. ¿Hasta qué punto hay una política en el uso del archivo, en la autoconciencia, en el distanciamiento, en la deconstrucción? Creo que es algo que intenta responder el libro y que en las respuestas que va dando, no hay contradicción, pero sí tensión entre un uso meramente instrumental, como parecería ser el caso de Birdman y un uso más “liberador”, como sería el caso de Mad Men. Una reformulación posible, que permite el libro, consiste en sostener que el cine contemporáneo navega entre el pastiche y la genealogía.

En el vasto mapa que construye Choi para pensar el cine contemporáneo hay diversos territorios, incluso archipiélagos, deltas, continentes, pero la relación con el pasado frente ausencia de futuro, siempre resulta central. Además del pastiche y la genealogía, hay una forma que, aunque Choi no la defina de ese modo, podríamos afirmar que es una especie de actualización, como si ciertas producciones permitieran volver a pensar determinados núcleos que resultaron centrales para la modernidad. Dos ejemplos: en la saga de Toy Story, la cuestión de la mercancía y la auratización desde la perspectiva de Walter Benjamin; en la saga de Iron Man la cuestión del sublime capitalista y del sublime del arte desde la perspectiva vanguardista de Lyotard, pasando por el futurismo italiano y las prótesis tecnológicas.

Y cuando no se trata de una relación con el pasado, cuando no hay actualización ni uso del archivo, lo que aparece es el apocalipsis, los films y las series de zombis que nos van preparando para el fin del mundo. Con los zombis podríamos pasar de las temporalidades a los tópicos. ¿Cuáles son los temas sobre los que reflexiona el cine contemporáneo? Uno que acabo de referir, el fin del mundo, ya sea a través de los muertos vivos, o de distopías en torno a la imposibilidad de procrear como en Hijos del hombre, la tensión multiculturalista como en Pérdidos en Tokio, de Sofia Coppola, Viaje a Darjeling de Wes Anderson o Felices juntos de Wong Kar-Wai, o las conspiraciones, por ejemplo la figura del hacker en la serie Mr. Robot. En la dimensión conspiracional y multicultural es donde el libro se vuelve menos oscuro, donde Choi depone sus finas dotes de ironista.

Celebro El fin de lo nuevo. Un panorama aleatorio del cine contemporáneo porque ampliará el universo de los lectores de un autor polémico, arriesgado, que se anima a pensar desde Toy Story hasta Shrek, que expone, a lo largo de once capítulos, de un modo derivativo, asociativo, vertiginoso, erudito, una enorme cantidad de problemáticas que surgen a partir de la producción cinematográfica del presente. Bienvenidos entonces a este bloque cinéfilo.

 

«Close reading». Una lectura de cerca

Por: Gayatri Spivak

Traducción colectiva: Equipo Transas (Karina Boiola, Luciana Caresani, Jimena Jiménez Real, Mauro Lazarovich, Andrés Riveros, Jéssica Sessarego, Malena Velarde, Alejandro Virué)

Edición: Martina Altalef

Imágenes: Leonardo Mora

 

En 2017, en el marco del seminario Problemas de literatura. Escenas de poder y traducción en América Latina, dictado por Mónica Szurmuk, dedicamos unos minutos de cada clase a discutir y traducir el texto que aquí presentamos, que fue originalmente una conferencia que Gayatri Spivak dictó en una convención de la Modern Language Association.  El trabajo fue doblemente reflexivo: el texto expone los problemas que se presentan al poner en relación dos lenguas, problemas que se nos presentaron cuando quisimos reescribirlo en español. Pero la conferencia va más allá de cuestiones lingüísticas. Spivak aprovecha la ocasión para pensar la traducción en relación a los derechos humanos, institución que, más allá de sus pretensiones universalistas, supone una instrumentación particular relativa a cada una de las naciones que los reconoce.

 ¿Cuál es la lengua “original” de las instituciones que se suponen universales? ¿Cómo se relaciona esa lengua con las de destino? ¿Cómo se les hace justicia a las lenguas minoritas? ¿Cómo promover su conservación sin condenarlas a ser una pieza de museo? ¿Cómo leer de cerca una cultura ajena?

Estas son algunas de las preguntas que plantea Spivak en este texto que publicamos por primera vez en español.


 

Quienes estamos aquí solemos afirmar con presumida sorpresa: «La Ley se funda en sus propias transgresiones». Puede ser un aforismo conveniente, que lleva en sí la memoria –casi siempre una memoria textual, no necesariamente elaborada por le hablante– de las reflexiones de Lacan sobre la Ley del Padre, o las meditaciones de Derrida sobre el perjurio, o mejor, sobre el par-jure porque, en última instancia, Derrida respetó la irreductibilidad de las expresiones idiomáticas en los límites de la traducibilidad de las filosofías.

La memoria textual de un grupo no es suficiente. ¿De qué ley específica estamos hablando? ¿Y qué transgresión, de qué modo, de qué ley es la que fundamenta la Ley? Seguimos hablando de la Ley y el Estado mientras aquello cada vez más conocido como «complejo penitenciario-industrial» prospera con las consecuencias de suponer que las transgresiones son excepciones a la normalidad social, representadas y protegidas por la ley. Que la ley se funda en la posibilidad de su transgresión es solo trivialmente verdadero. La singularidad de la ley, quiero decir, su repetible diferencia, se escapa tanto de las tradiciones legales más jerárquicas (Europa y sus ex colonias) cuanto de las más contenciosas (Gran Bretaña y sus ex colonias).

Expresión idiomática irreductible, singularidad en movimiento. Mantengamos estas ideas en mente mientras nos enfocamos en la cuestión de los derechos humanos. Recordemos además que los derechos no son leyes. Incluso una aparente descripción o tabulación de la ley natural como una declaración de los derechos humanos debe inevitablemente y puede apenas ser un instrumento productivo en los litigios de interés público de diversos tipos y niveles, que incluya lo local y lo global en nombre de lo universal. Resultaría mucho más difícil sostener que los derechos están condicionados por la posibilidad de sus propias transgresiones. Es debido a que la Ley en general tiene fundamentos metafísicos que podemos pensar la transgresión en general en su nombre. Esta línea proviene de la noción de «deducción trascendental» de Kant (1724-1804) y sus diversos «otros», incluyendo no sólo a Spinoza (1632-77) y a Locke (1632-1704), sino también a Derrida. El concepto de derechos, alineado como está tanto a lo humano como a la naturaleza, no es directamente metafísico en el mismo sentido. Su transgresión puede nombrarse como antónimo: responsabilidad.

Mi asunto hoy es la traducción, por lo cual no me demoraré en estas cuestiones.

Las siguientes palabras figuran al final del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que, a diferencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es formal y legalmente vinculante: «El presente Pacto, igualmente auténtico en chino, español, francés, inglés y ruso, se depositará en los archivos de las Naciones Unidas». Estas son palabras legales, establecen neutralidad. Étienne Balibar escribe sobre el problema

que concierne a la «neutralidad» del espacio público y la presencia en su propio centro de marcas de identidad, y por lo tanto, marcas de diferencia social, cultural y sobre todo antropológica… Umbrales supuestamente manifiestos y naturales resultan ser, al examinarse, completamente convencionales, construidos por normas y estrategias, por relaciones de fuerza inestables que atraviesan grupos, subjetividades, poderes… (La traducción es nuestra).

Si seguimos las implicancias de las observaciones de Balibar, veremos que, como ciudadanes, debemos visibilizar la cuestión del poder necesariamente encubierta por los requerimientos de la ley sin por ello anular la disposición legal. En el caso del pacto, esto nos llevará al asunto de la traducción como una cuestión de poder. Aún si la traducción se produce en la neuro-máquina, nunca no hay un original. «Original» es el nombre de la relación con una lengua cuando otra lengua está también en perspectiva. Comenzamos a preguntarnos ¿cómo encajan estas lenguas en los juegos de poder? y nos damos cuenta de que, a menos que ingresemos en la trama de las innumerables guerras de maniobras que forman la World Wide Web, en este caso con un entramado de treinta a cuarenta años –el pacto se adoptó en 1966 y «entró en vigencia» en 1976–, no podemos comenzar a indagar la cuestión del origen aquí. La World Wide Web da un simulacro de conocimiento, una traducción empobrecida que aplana el mapa físico del poder y lo transforma en un terreno de igualdad de condiciones. La imparcial Internet ofrece la información alfabéticamente ordenada de que Afganistán ratificó el acuerdo el 24 de enero de 1983 y Zimbabue el 13 de mayo de 1991.

Cada una de estas fechas es una narrativa del poder que pueden ensamblar aquelles miembros de la Asociación de Lenguas Modernas de América (MLA, por sus siglas en inglés) que consideren que la ley está condicionada por sus propias transgresiones. El carácter de la separación del trabajo intelectual de la administración del conocimiento en general está tan establecido en la sociedad red que estos ejercicios sorprendentes no impactan fuera del círculo maravillado de sus lectores. Ellos dan lugar a una seria y buena lectura. Pero este género de escritura contiene, en alguna parte de su glamour asertórico, la idea de que produce una diferencia performativa. Solíamos decir que gran parte del capital invertido por las agencias transnacionales regresaba a ellas. Eso es todavía cierto. Sin embargo hoy en día ese tipo de circulación centrípeta, desplazada hacia otra esfera, desafortunadamente también está garantizada en una variedad de trabajos intelectuales.

La única esperanza parece estar en lo que Derrida escribió el año siguiente a la adopción del pacto internacional: «Pensamiento es ahora para nosotres un nombre perfectamente neutral, un blanc textuel, un índice necesariamente indeterminado de una época futura de differance» . Acá Derrida es intertextual con Mallarmé; en ese momento está trabajando con «La Doble Sesión».

Cualquiera que haya leído a Mallarmé con cuidado conoce el poder mágico significado por la palabra blanc en su texto. No es sólo la blancura, ni sólo el vacío. Podría ser un imaginar hipertextual. Es una suerte de representación de algo, como lo que hoy podríamos llamar «link», que se abre, de todas maneras, hacia una posibilidad todavía no programada.

Tal, pensó Derrida, es la responsabilidad de pensar; y nunca revisó esa postura. Pensar es un enlace hacia algo que puede aparecer para le lectore y que le escritore no necesariamente puede imaginar. Esta relación, descrita como blanc textuel, es inconcebible cuando la traducibilidad es al mismo tiempo completamente impuesta y completamente denegada por la declaración «El presente Pacto, igualmente auténtico en chino, español, francés, inglés y ruso, se depositará en los archivos de las Naciones Unidas». Mal de archivo. La uniformidad e inmovilidad de la muerte. No el campo de fuerza de poder que es la vida, sino una vida-muerte .

 

 

Foto para artículo Spivak 1

 

 

Ahora bien, he hablado hasta aquí de aquello que es, al menos en términos nominales, legalmente vinculante, el pacto. Se incluyen aquí «derechos culturales» y debemos considerarlos en cualquier reflexión prolongada al respecto. Por el momento, permitanme decir que en términos del pacto, la dependencia de la ley a su transgresión podría aplicarse. Pero ¿qué bien generaría eso? El pacto no puede citarse si no hay una previa violación. El debate sobre la contradicción performativa, que de por sí no hace nada, ya está saturado.

La verdadera pregunta para nosotres hoy es, sin dudas, ¿qué es violar un derecho? Vos me sacaste algo a lo que tengo derecho o no me permitís ejercer un derecho. Es tu responsabilidad proteger mis derechos. Cuando ese «vos» era el Estado –una abstracción– ese lenguaje podía pensarse. El Estado burgués –el «vos» ideal de le ciudadane– era una herramienta. En principio, al menos, la responsabilidad del Estado era una garantía estructural. En el caso del Estado absolutista, el soberano –una abstracción concreta y una ipsidad– no alberga el lenguaje de los derechos. A lo sumo, la situación allí podría expresarse de la siguiente manera: Te protejo, hasta cierto punto, porque pertenecés a mí y esa es mi responsabilidad. La otra cara del hecho de que solo yo tengo derechos. Les agentes de los derechos humanos, tanto les pequeñes como les grandes, guardan mayor similitud con la última situación que con la primera. No obstante, dado que los movimientos de los derechos humanos surgieron dentro de esta última, entendemos sus actividades en el marco del discurso de una estructura utópica, social-demócrata, que provee bienestar, en un sentido genérico. Esto parece importar poco cuando la tarea que nos ocupa es la gestión del desastre. Y, en su mayoría, los ejemplos ofrecidos son testimonios de la benevolencia vigilante del soberano como estructura. Permítannos dejar las muchas cosas que deben decirse aquí, por falta de tiempo. Esta intervención está dedicada a los derechos de la lengua y los derechos de la cultura: su cultura, su lengua. Y es en el área de esos derechos que la representación discursiva de la estructura democrática del soberano desplazado comienza a fallar.

Lengua y cultura: podríamos decir también género y educación, género y religión. ¿Qué es tener derechos en esas áreas? Voy a repetir un argumento que suelo utilizar: tener derechos, aquí, es intentar proclamar que una lengua y una cultura, cualesquiera sean, no se ubican en el lugar del original. «Original» es el nombre de la relación con una lengua cuando hay otra lengua en perspectiva.

Pero, y este es un punto que ya he mencionado antes, no se puede saber que no se es el «original» a menos que se hayan abordado la traducción y la traducibilidad. Aunque la lengua se da en la cultura y la cultura se da en la lengua, debemos mantener lengua y cultura separadas aquí. Quiero citar dos pasajes muy disímiles y discutir la situación de los derechos lingüísticos. Después voy a discutir la cuestión de los derechos culturales brevemente.

El primer pasaje es de Towards a New Beginning: A Foundational Report for a Strategy to Revitalize First Nation, Inuit and Métis Languages and Cultures — Report to the Minister of Canadian Heritage by The Task Force on Aboriginal Languages and Cultures [Hacia un nuevo comienzo: informe fundacional en vistas de una estrategia para revitalizar las lenguas y las culturas de los First Nation, de los Inuit y los Métis. Informe para el Ministerio de Patrimonio Canadiense, realizado por el equipo de trabajo para las lenguas y culturas aborígenes, en junio de 2005].

 

Las lenguas y las filosofías de los First Nation, de los Inuit y de los Métis son únicas en Canadá. Y por esa razón, no siempre vemos las cosas desde la misma perspectiva en que lo hacen otres canadienses. Ni tampoco debería esperarse eso de nosotres. Nuestros enfoques diferentes sobre asuntos surgidos respecto de nuestra relación con otres canadienses y con los gobiernos de Canadá se enraízan en las diversas filosofías que nuestras lenguas y culturas distintivas reflejan. Recordamos las palabras de la Asamblea de los First Nation: nuestras lenguas ancestrales son la clave de nuestras identidades y culturas, porque cada una de nuestras lenguas dice quiénes somos y de dónde venimos.
Los First Nation, los Inuit y los Métis raramente ven el pasado de la misma forma en que lo hacen otres canadienses. Las diferencias en la perspectiva entre los Pueblos Originarios de Canadá y otres canadienses se han destacado una y otra vez, informe tras informe.

 

La próxima cita es del capítulo «Deconstruyendo América» del libro ¿Quiénes somos? Los desafíos de la identidad nacional americana, de Samuel Huntington:

 

En una encuesta realizada en Orange County en 1997, el 83% de las familias de origen hispánico dijo que quería que se les enseñara inglés a sus hijes en cuanto comenzaran la escuela. En otra encuesta de Los Ángeles Time, de octubre de 1997, el 84% de les hispániques californianes dijo estar a favor de limitar la educación bilingüe. Alarmades por estas cifras, les polítiques hispanes y les líderes de las organizaciones hispanas duplicaron sus esfuerzos en contra de la iniciativa por los derechos civiles [Civil Rights Initiative] y lanzaron una campaña masiva para convencer a les hispanes de oponerse a la iniciativa de la educación bilingüe… Estos desafíos deconstruccionistas al Credo , la primacía del inglés y la cultura dominante fueron abrumadoramente rechazados por el público estadounidense.

 

Les originaries canadienses [Canadian Aborigins] demuestran el punto señalado por Huntington. Elles son «deconstruccionistas», en el sentido de Huntington: promueven «programas de mejora del estatus e influencia sobre grupos subnacionales raciales, étnicos y culturales». De hecho, les canadienses están insatisfeches incluso con el nombre individual aborigen. En el nivelado campo de juego de la ley, tanto les canadienses como les hispanes de los Estados Unidos están hablando de los derechos lingüísticos de las minorías. Esa uniformidad en la ley debería protegerse. Como lectores, sin embargo, miramos ambas situaciones y también vemos una diferencia. La denuncia de Huntington en su libro, sujeto al pasaje citado, es que las leyes de derechos civiles, muy idealistamente fieles al «Credo Americano», abrieron una puerta para que les polítiques hispanes y otres polítiques no blanques convirtieran la demanda por la igualdad civil y política en su contrario: demandas específicas a través de bloques de votos por la diferencia cultural. Su sugerencia implícita es que era mejor cuando a la gente de color se la mantenía en su lugar: «‘Volverse blanco’ y la ‘Anglo-conformidad’ eran las formas en las cuales les inmigrantes, les negres y otres se convertían en estadounidenses». Louis Althusser nos enseñó en 1965 que un texto puede responder una pregunta que él mismo no formula. Esa idea no solo aplica a los grandes textos. La pregunta que el texto de Huntington responde es ¿qué haría que la clase baja hispana («la masa estadounidense» para Huntington, dada su superioridad numérica por sobre los «elitistas» que apoyan la acción afirmativa) quisiera una educación bilingüe? Suponiendo que sus estadísticas sean correctas, la respuesta sería: leyes y una episteme dominante que permita la movilidad de clase, en otras palabras, igualdad de oportunidades. Huntington no puede pensar la clase. «Grupos con intereses comunes y elites gobernantes no electas han promovido las preferencias raciales, la acción afirmativa, y las lenguas de minorías junto con programas de subsidios culturales, que violan el Credo Americano y sirven a los intereses de les negres y los grupos inmigrantes no blancos». Este no es el espacio para adentrarnos en una discusión detallada sobre el asunto. Simplemente voy a repetir algo que ya he dicho: la movilidad de clase en la esfera pública nos permite museizar y curricularizar la lengua y la cultura; cambiar la impuesta performatividad bilingüe por una performance con un enriquecimiento de clase, que pueda ser accesible a voluntad.

Este argumento no se aplica a los pueblos originarios canadienses, dado el histórico lugar mundial de su lengua. Nuestra tarea es preservar la diversidad lingüística del mundo. ¿Cómo puede eso avanzar a través de la lengua de los derechos? Una pregunta interesada.

Hace algunos años escribí sobre «el pasaje, en la migración, del ethnos al ethnikos, de estar en casa a ser une alien residente» («Moving Devi» 121). Le ciudadane alóctone es en este punto también, como lo son paradójicamente los pueblos originarios canadienses, recodificados en sus propias mentes, como minorías, como lo diferente. Hoy propondría que, aunque las humanidades deben considerar este pasaje del ethnos al ethnikos, se debe dejar la pregunta sobre las lenguas en vías de extinción por fuera de la pregunta por la identidad, precisamente porque le ethnos puede darse el lujo de ser generose con su lengua dominante.

Towards a New Beginning nos demuestra una y otra vez que la idea de derechos lingüísticos depende de la historia del Estado y del correcto establecimiento de esa historia por las Naciones Unidas. El ejemplo de Huntington concierne a la ley federal de los Estados Unidos, la episteme nacional. Resulta apropiado que las Naciones Unidas piensen en los derechos lingüísticos como un refuerzo a la identidad cultural a través del estímulo a la lengua. Aquí la institución de la educación terciaria ayuda a las Naciones Unidas al tomar una calculada distancia de ello; el verdadero problema con las lenguas en peligro de extinción es la historia del mundo. Les advierto que estoy aprendiendo los pasos para pensar sobre estas distinciones gracias a mi asociación con Elsa Stamatopoulou, Jefa de la Secretaría del Foro Permanente de las Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas.

Como comparativista, considero que no se aprenden idiomas para reafirmar la identidad. Por el contrario, una se aventura a tocar a le otre. Curiosamente, los First Nation, los Inuit y los Métis dicen que sus ancianes ofrecen esa enseñanza, la primera lección de responsabilidad. Paradójicamente, aun cuando el comité de las Naciones Unidas trabaja con empeño para preservar la capacidad de los pueblos de sostener esto, la institución debe hacer posible el aprendizaje de sus lenguas para otras personas, y no solamente con propósitos etnográficos. Los propósitos, si se quiere, del close reading. ¿Qué significa leer de cerca la riqueza de la oralidad?

 

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Voy a repetir aquí la descripción del sentido común del aprendizaje de la lengua materna que suelo usar: se repetirá lo que sabemos. El lenguaje existe porque queremos tocar a le otre. Le infante inventa un lenguaje. Los padres y las madres lo aprenden. A través de esta transacción le infante ingresa a un sistema lingüístico que tiene una historia previa a su nacimiento y que seguirá desarrollando una historia tras su muerte. Pero le adulte en que ese infante se convertirá concebirá esa lengua como su posesión más íntima y la incorporará con una marca, así sea pequeña, en su historia impersonal. Solo la lengua materna se aprende de este modo. Activa un mecanismo una sola vez en la vida.

Si describimos esta invención en términos psicoanalíticos, como hizo Melanie Klein, afirmaremos que este ingreso a la existencia es también la incorporación de un código ético que será de por vida. Cuando aprendemos una lengua en profundidad literaria, reproducimos un simulacro de su psicología inventiva. Marx lo reconoce en su concepto-metáfora de la revolución como el aprendizaje de una lengua. Le revolucionarie «hace suyo el espíritu del nuevo lenguaje y produce en él libremente solo cuando se mueve en su interior sin evocar lo antiguo y cuando en él se olvida de la lengua que tiene enraizada» .

Trabajar con los materiales de Stamatopoulou ha comenzado a mostrarme cómo la cuestión de los derechos lingüísticos debe correrse de su marco de la identidad –un residuo de la historia colonial– para dar otra batalla en las escuelas.

He dicho lo que sigue en varias ocasiones recientes: en una conferencia sobre globalización en Trondheim, en nuestro propio Congreso de Traducción en Columbia, y en un encuentro internacional sobre sociedad civil. «La globalización es un medio, no un fin. Incluso la buena globalización implica uniformidad y debe destruir, por lo tanto, la especificidad cultural y lingüística. Esto daña la vida humana y vuelve insostenible la globalización en términos de pueblos».

En Trondheim, los músicos se lo tomaron en serio. En Nueva York, un ex alumno, intelectual académico, simplemente lo malinterpretó como una reiteración de la contra-globalización descriptiva que denominé parábasis permanente, tomando el término de la comedia griega mediante Friedrich Schlegel y Paul De Man. En la última ocasión, Stamatopoulou me preguntó si podía citarlo, un elogio imposible de superar. Pensamos ahora en la práctica institucional sostenida de un aprendizaje diversificado de la lengua con profundidad creativa. Esto no es antropología, la cual sigue siendo una ciencia social.

Un modelo de administración del conocimiento nunca nos permitirá repensar la enseñanza y el aprendizaje de lenguas de esta forma. Amit Baduri hace una observación convincente cuando señala que en un estado liberalizado en el que el mercado es el modelo y la gestión el principio ordenador, nunca aparecerá la «demanda» de agua para les pobres. La manutención de les pobres queda, entonces, en manos del soberano caritativo como estructura, cuya textualidad económica ha sido abundantemente desmantelada por mentes mejores que la mía.

Permítannos considerar la analogía con la administración del conocimiento. Hace poco escuché una declaración poderosa y elocuente de una experta en administración del conocimiento: «No se necesita especificidad si se fortalecen las bases». La historia disciplinar que nos lleva a analogías con prácticas corporativas es paralela a la historia política que establece analogías entre el arte de gobernar y las prácticas corporativas. Es esta la proveniencia compartida de la «administración (como) conocimiento».

Debemos recordar que la historia económica es también la historia del capital. He citado a Marx en varias oportunidades en este sentido. «La naturaleza del capital presupone que viaje a través de diferentes fases de circulación, no del modo en que lo hace en la idea-representación, en que un concepto se convierte en otro a la velocidad del pensamiento, al instante, sino más bien en situaciones separadas en períodos de tiempo» .

Con el microchip, la barrera se remueve. El capital puede trasladarse ahora a la velocidad del pensamiento. El comercio mundial todavía necesitaba interrupciones. Y el capital financiero en sí mismo carga con una contradicción acerca de su residencia. Ni puede crear una única moneda ni puede no avanzar hacia un único sistema de intercambio. De ahí, una globalización todavía atada a un mundo diferenciado, pero, al mismo tiempo, comprometida en el movimiento hacia la uniformización. Esta es la globalización capitalista contemporánea. Por eso involucrarse en proyectos globales, buenos o malos, es de una inmensa conveniencia. Pero, por sus requerimientos de uniformidad –aunque necesite diferenciación de monedas por estado-nación– debe destruir la variedad lingüística y cultural. Es la mala globalización. Sin embargo, si queremos conservar los resultados de aquello que podríamos llamar buenos proyectos dentro de la mala globalización, debemos insistir obstinadamente en la enseñanza con profundidad de las lenguas, más allá de su mera preservación. Si el aprendizaje de una lengua es un instrumento, nos recuerda que la globalización, por fuera del furor capitalista, es un instrumento, no un fin. Así, la digitalización de todas las disciplinas es también un instrumento. El fin es la responsabilidad para con el blanc textuel.

El título de nuestra conferencia es «Los Derechos Humanos y las Humanidades». En las disciplinas de humanidades es como si las lenguas del mundo, muy especialmente las que se encuentran en peligro de extinción, reclamaran su derecho a ser enseñadas, en profundidad. Repito, esto es diferente a decir que leer el texto de le otre es adquirir una práctica ética, aunque también sostengo eso.

Los derechos culturales son un cajón de sastre. Abarcan desde tomar peyote en el trabajo hasta, por supuesto, el tristemente famoso hiyab y más allá. Aquí, el acceso a la movilidad de clase permite a miembros de una «cultura» museizar, curricularizar. Porque la paradoja de la cultura dominante es que se traduce a sí misma aún al apropiarse de las emergentes; rehace lo arcaico. Esto es lo que Barthes llamaría la letrada marcha del cambio cultural, que ningune lectore puede capturar sin cortarle un pedazo al texto.

Recientemente escuché a una taciturna habitué del Foro Económico Mundial sugerir que la mejor forma de acabar con la violencia contra las mujeres era hacer competir a los estados-nación del mundo: organizarlos en filas según el nivel de garantización de los derechos de las mujeres contra la violencia y hacerlos competir por ayuda internacional y prestigio comercial. Aquí el soberano benevolente está en loco parentis. Ese sistema de filas ya existe; fue instituido en torno al tráfico de mujeres por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos. No voy a discutir las políticas de estos rankings. Simplemente diré que esas curiosas iniciativas asumen que la cultura de la competencia, hoy dominante a nivel global, es sencillamente la naturaleza humana. A partir de este texto estoy releyendo «La filosofía y la crisis de la humanidad europea», la conferencia que dio Edmund Husserl en Viena en 1935, en la que la «humanidad europea» se asume como la única cultura con telos. Muchos han pensado que es esta peculiar construcción teleológica de la auto determinación del capital la que crea el simulacro de esa misma teleología. Trasladada a la psicología, se trata de la cultura de la competencia; no es la esencia de la naturaleza humana. Cuando mi amigo Lawrence Venuti sugiere que el derecho a traducir es el derecho a interpretar, con lo que parece referirse al derecho a interferir, yo digo que no. Al saber que une ha interpretado/interferido, une debe devolverle la responsabilidad al original. ¡La idea no es, por su puesto, eliminar la interpretación! En el mismo espíritu, ya que une habrá competido, la idea es construir frenos y contrapesos contra el desenfrenado espíritu de la competencia. Esto no es para eliminar la competencia, pero sí para a) no imaginar que es la naturaleza humana, y b) no apoyar a una sociedad en la que el diario matutino reporta que los jefes ejecutivos ganan cuatrocientas veces más que les trabajadores.

Puesto que la cuestión de los derechos culturales no puede teorizarse como una cosa homogénea, me tomaré la libertad de resguardarme en una cita propia:

 

La agencia supone colectividad, que es donde un grupo actúa por sinécdoque: la parte que parece estar de acuerdo es tomada por el conjunto entero. Dejo a un lado el excedente de mi subjetividad y me metonimizo a mí misma, me cuento como la parte por la cual estoy conectada con ese particular predicado para poder reclamar colectividad y comprometerme en una acción validada por ese mismo colectivo… Cuando las personas no están empoderadas públicamente para dejar a un lado la diferencia y sinecdoquizarse para formar colectividad, el grupo tomará la diferencia misma como su elemento sinecdótico. La diferencia se escurre en la «cultura», indistinguible, a menudo, de la «religión». Y entonces la institución que provee agencia es la heteronormatividad reproductiva (RHN, por sus siglas en inglés). Esta es la más amplia y más antigua institución a nivel global.
(«Scattered Speculations»)

 

Este es, casi siempre, el terreno de los derechos culturales.

A partir de estos supuestos, mi último movimiento será establecer dos ejemplos.

Mi primer ejemplo es Kabita Chakma, un estudio de caso que aparece en el Internal Displacement in South Asia (Guhathakurta and Begum, 184-85). En este libro activista, Kabita Chakma emerge como las bases del movimiento. Ella es una activista de gran encanto, una joven mujer en la que aún se puede sentir el aroma de las manifestaciones universitarias, ubicada cómodamente en la clase media alta de Bangladés y que recita sus elegantes versos, que compone en su lengua materna y explica en bengalí. Los chakmaks son un pueblo de las montañas, tienen una aristocracia ilustrada, paradójicamente todavía excluida y oprimida; una situación compleja en la que la cuestión de los derechos culturales debe comprenderse con la misma inteligencia textual de la que hablé en el contexto del pacto internacional. Para nuestros objetivos, les pido que mantengamos la postura según la cual les chakmas son oprimides por el bengalí dominante.

Cruzo ahora la frontera hacia el noreste de India. Allí, como resultado del sostenido imperialismo cultural de los bengalíes, tras la Independencia, las comunidades autóctonas expulsaron a les residentes bengalíes más antigües. ¿Cómo vamos a resolver el estatus de la lengua y la cultura aquí? Todo es más sencillo en blanco y negro.

Había pensado que compondría esta charla sobre la traducción bengalí de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En el camino, me di cuenta de que yo no podía hacer un viaje indentitario sobre el bengalí. Mis estudiantes de comunidades nativas del oeste bengalí se entrometieron. No sé cuándo «perdieron su lengua». Un grupo, les sabars, no tienen en absoluto el concepto de derechos, son apenas campaña electoral. Les otres, les dhekaros, son litigiosos de una manera errática pero están familiarizados, en líneas generales, con una retórica de partido progresista. Mi conexión con elles es a través del bengalí, que es su lengua y no lo es. El nuevo estado vecino de Jharkhand pertenece a una comunidad grande y en crecimiento llamada sental. La lengua estatal allí es el olchiki, en la cual proliferan nuevas publicaciones. Esto es sin dudas una victoria, aunque, por los intereses de la minería, ese estado no preste atención a la destrucción de las pinturas rupestres de cuevas paleolíticas. Pero, una vez más, el bengalí dominante en la región no se ve afectado por estos otros desarrollos y la cuestión de los derechos culturales, tan fácilmente ganada, se ha vuelto irrelevante. La textualidad de la situación se vuelve más complicada porque el terreno del hindi dominante comienza a unos cientos de millas al oeste. Y el hindi es la lengua nacional.

 

Foto para artículo Spivak 3

 

No remarcaré el aspecto obvio después de todo. Todas las traducciones de la Declaración Universal de los Derechos Humanos a las lenguas no europeas son gestos simbólicos de equidad que une comparativista que enseña humanidades considera inútil explicar. Nadie que no conozca una lengua hegemónica europea tendrá idea de qué está ocurriendo en estas famosas traducciones. En cierto punto de nuestras carreras, supimos que si íbamos a la India Office Library en Londres, seguramente aparecería algún fragmento de un manuscrito que podría generar un buen debate sobre el discurso colonial. Las políticas de la traducción se han convertido en algo parecido a eso. El hecho de que el inglés sea la lengua del poder, que aquellos que administran los derechos humanos puedan apreciar el falso bengalí y que sus propios beneficiarios nunca lo harán, que a menudo haya malapropismos vergonzosos en la traducción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, puede probarse muy fácilmente. «Raza, color, sexo» en el artículo 2 crea un problema. «Privacidad» en el artículo 12 no tiene remedio. «Toda persona que trabaje» en el artículo 23(3) no puede traducirse con facilidad porque le traductore siente nervios por abandonar la sintaxis del inglés (hay un «original» después de todo). «Comunidad» se demuestra intraducible en los artículos 27 y 29, especialmente en «vida cultural de la comunidad». Estos son señalamientos superficiales. Hay aquí, por supuesto, problemas mucho más profundos. A pesar de ello, el documento cumple su propósito como punto de referencia a usar contra la opresión. No soy impráctica. Sin embargo, algo sigue ahí. Muches de ustedes me han escuchado decir varias veces que la Declaración Universal de los Derechos Humanos debería usarse no solo para resolver los problemas de les pobres sino también para señalar su propia distancia del imposible de que «todes o cualquiera» tengan la capacidad de declarar los derechos de otres, cosa que la propia declaración hace. El señalamiento de esa distancia es el trabajo de la MLA.

Todavía no es necesario ensayar esto de nuevo. Pero sí es apropiado, en contexto, mencionar nuevamente el banal gesto igualador que ocluye la pregunta por el poder y declara una equivalencia homogeneizante a través de estadísticas de las lenguas en Verständigung (Habermas 18-34 y otras). Por implicación, esto promete una intertraducibilidad transparente de todas las lenguas del mundo:

 

Nombre nativo
Inglés
Total de hablantes
322 000 000 (1995)
Uso por país
Europa
Lengua oficial: Gibraltar, Irlanda, Malta, Reino Unido.
Asia
Lengua oficial: India, Pakistán, Filipinas, Singapur.
África
Lengua oficial: Botswana, Camerún, Gambia, Ghana, Kenya, Lesoto, Liberia, Malawi, Mauricio, Namibia, Nigeria, Sierra Leona, Sudáfrica, Swazilandia, Tanzania, Uganda, Zambia.
América del Sur y América Central:
Lengua Oficial: Anguila, Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Bermuda, Islas Vírgenes Británicas, Dominica, Islas Malvinas, Granada, Guyana, Jamaica, Montserrat, Puerto Rico, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente, Trinidad y Tobago, Islas Turcas y Caicos, Islas Vírgenes de los Estados Unidos.
Norteamérica
Lengua oficial: Canada, Estados Unidos.
Oceanía
Lengua oficial: Samoa estadounidense, Australia, Belau, Islas Cook, Fiji, Guam, Kiribati, Islas Marshall, Micronesia, Nauru, Nueva Zelanda, Niue, Islas Norfolk, Marianas del Norte, Papua Nueva Guinea, Islas Salomón, Tokelau, Tonga, Tuvalu, Vanuatu, Samoa occidental.
Antecedentes históricos
Pertenece al grupo germánico de la familia indoeuropea, y, dentro de él, al subgrupo germánico occidental. Es el idioma oficial de más de 1700 millones de personas y cuenta con más de 330 millones de hablantes natives. Se pueden distinguir tres etapas en la evolución de la lengua inglesa. Se cree que los celtas vivieron en el territorio que hoy llamamos Gran Bretaña a partir de los siglos VI y V AC. Gran Bretaña apareció por primera vez en los registros históricos durante la campaña militar de Julio César en el 55-54 AC. Fue conquistada en el 43 DC y permaneció bajo dominio romano hasta el 410 DC. Luego llegaron del continente europeo las tribus germánicas, que hablaban las lenguas pertenecientes a la rama germánica occidental de la familia de lenguas indoeuropeas. Primero, los jutos de Jutlandia (la actual Dinamarca) en el siglo III DC; luego, en el siglo V, los sajones de Frisia, las islas Frisias y Alemania noroccidental; finalmente, los anglos, procedentes del actual Schleswig-Holstein (un estado alemán), que se asentaron al norte del Támesis. Las palabras «Inglaterra» e «inglés» proceden del término «anglo». Durante la época del inglés antiguo (primera etapa), del 450 al 1100 DC, Gran Bretaña experimentó la expansión del cristianismo y, a partir del siglo VIII, la invasión y ocupación de los vikingos, también llamados «daneses».
El suceso más importante de la segunda etapa, la época del inglés medio (1100-1500 DC) fue la conquista normanda de 1066. Los normandos eran los «hombres del norte», es decir, los vikingos de Escandinavia asentados en la región francesa de Normandía desde el siglo IX, que se habían asimilado a la cultura y a la lengua francesas. El inglés recibió una gran influencia del francés en este periodo. En la tercera etapa, la época del inglés moderno (de 1500 en adelante), el inglés se expandió por el mundo con las múltiples colonizaciones del Imperio Británico. Fue en este periodo cuando vivió William Shakespeare (1546-1616), y en 1755 Samuel Johnson terminó A Dictionary of the English Language (‘Diccionario de la lengua inglesa’), que incluía cerca de 40.000 entradas, contribuyendo así a la estandarización del inglés. El inglés que se extendió por el mundo dio lugar a muchas de sus variantes; la más prominente de ellas es el inglés estadounidense. El sistema de escritura del inglés estadounidense debe mucho a An American Dictionary of the English Language (‘Diccionario estadounidense de la lengua inglesa’), publicado por Noah Webster en 1828. Otras variantes son el inglés indio, el inglés australiano y la gran variedad de lenguas criollas y pidgin que se basan en el inglés.

 

Nombre nativo
Bengalí
Total de hablantes
196.000.000 (1995)
Uso por país
Lengua oficial: Bangladés, Bengala Occidental/India
Antecedentes históricos
Pertenece al grupo índico de la familia de lenguas indoeuropeas y lo hablan más de 120 millones de personas en Bangladés y más de 68 millones en la provincia india de Bengala Occidental. Tiene más de 190 millones de hablantes, incluides quienes tienen el bengalí como segundo idioma. Junto con el bengalí, solo existen cinco lenguas que tengan tantos hablantes. El bengalí moderno posee dos estilos literarios. Uno se llama «Sadhubhasa» (que significa «idioma elegante») y el otro, «Chaltibhasa» («idioma actual»). El primero es el estilo literario tradicional, que se basa en el bengalí medio del siglo XVI, mientras que el segundo es una creación moderna, que parte de la forma culta del dialecto que habla en Calcuta la gente instruida. Ambos estilos no presentan grandes diferencias entre sí. El alfabeto bengalí en su forma impresa actual se conformó en 1778. Su sistema de escritura tiene su origen en una variedad del alfabeto devanagari y asumió sus características distintivas en el siglo XI.
(Declaración Universal)

 

¿Ven por qué no podemos comenzar ni terminar aquí? Comenzar aquí es empezar el juego de nosotres y elles, en el que quienes hablan bengalí lo privilegian solo por no ser inglés y se quejan de la falta de especificidad en la historia del bengalí, del error cometido al decir que Bengala Occidental es una «provincia» y no un «estado» de la India y de la vagancia histórica palpable en la descripción de dos «tipos» de bengalí. Excluimos todas las lenguas amenazadas. Pero, terminar trayendo todas y cada una de las lenguas amenazadas a este nivelado campo de juego de completa intertraducibilidad es destruir el mapa físico de la historia, la política, la economía y, también, la cultura. ¿Podemos desplazarnos dentro del doble vínculo, en la necesidad de reconocer que la singularidad complementa la universalidad, que la diferencia ni divide la declaración específicamente universal ni pertenece a ella? Hace tiempo escribí que toda libertad está ligada a la especificidad en su ejercicio [«Thinking» (‘Pensar la libertad académica…’) 458]. Los caricaturistas daneses no lo pensaron detenidamente. El concepto del caso bastaba para ese debate. Pero no más allá de él. El sitio por el que desplazarse en el doble vínculo es el aula . La MLA participa de ello. Ayúdennos a cambiar estas largamente arraigadas ideas sobre la enseñanza de lenguas, la enseñanza de cultura. Libérenlas de su lugar en el tótem y de la identidad y la religión; cambien la postura estructural de la institución de las lenguas. La tarea está en sus manos, y sus manos son, por supuesto, nuestras (si ignoramos la cuestión del poder).

 

[El artículo original fue publicado como «Close Reading» en la revista PMLA, vol.12. No. 5 (Oct. 2006): 1608-1617. Se publica aquí con la expresa autorización de la Modern Language Association.]

 

OBRAS CITADAS:

Althusser, Louis. Para leer el capital. Londres: Verso, 1983.

Balibar, Étienne. “Dissonances within Laïcité”. Constellations 11 (2004): 353-67

Declaración Universal de Derechos Humanos. Oficina del Alto Comisionado por los Derechos Humanos. Oficina de las Naciones Unidas en Génova. 19 de mayo de 2006 <http://www.unhchr.ch/udhr/>.

Derrida, Jacques. Mal de archivo: una impresión freudiana. Chicago: University of Chicago Press, 1996.

Derrida, Jacques. De la gramatología. Traducción: Gayatri Chakravorty Spivak. Baltimore: John Hopkins University Press, 1976.

Guhathakurta, Meghna, and Surayia Begum. «Bangladesh: Displaced and Dispossessed.» Internal Displacement in South Asia: The Relevance of the UN’s Guiding Principles. Edición: Paula Banerjee et al. Londres: Sage, 2005.

Habermas, Jürgen. Pensamiento postmetafísico. Fráncfort: Fuhrkamp, 1988.

Huntington, Samuel P. Quiénes somos: los desafíos a la identidad nacional «americana». Nueva York: Simon, 2004.

Husserl, Edmund. “La filosofía y la crisis de la humanidad europea.” La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Traducción: David Carr. Evanston: Northwestern University Press, 1970. 269 – 99.

Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales. Oficina del Alto Comisionado por los Derechos Humanos. Oficina de las Naciones Unidas en Génova. 19 de mayo de 2006 <http://www.unhchr.ch/html/menu3/b/a_cescr.htm>.

Marx, Karl. “El dieciocho brumario de Luis Bonaparte.” Contemplaciones desde el exilio: escritos políticos. Edición: David Fernbach. Vol. 2. Londres: Penguin, 1992.

Marx, Karl. Grundisse: elementos fundamentales para la crítica de la economía política. Traducción: Martin Nicolaus. Nueva York: Vintage, 173.

Spivak, Gayatri Chakravorty. «Moving Devi.» Cultural Critique 47 (2001): 120-63.

Spivak, Gayatri Chakravorty. “’On the Cusp of the Personal and the Impersonal’: An Interview with Gayatri Chakravorty Spivak.» Con Laura E. Lyons y Cynthia Franklin. Biography 27 (2004): 203-21.

Spivak, Gayatri Chakravorty. “Remembering Derrida.” Radical Philosophy 129
(2005): 15-21.

Spivak, Gayatri Chakravorty. «Scattered Speculations on the Subaltern and the Popular.» Postcolonial Studies 8 (2005): 475-86.

Spivak, Gayatri Chakravorty. «Thinking Academic Freedom in Gendered Post-coloniality.» The Anthropology of Politics. Edición: Joan Vincent. Oxford: Blackwell, 2002.

Task Force on Aboriginal Languages and Cultures. Towards a New Beginning: A Foundational Report for a Strategy to Revitalize First Nation, Inuit and Métis Languages and Cultures — Report to the Minister of Canadian Heritage by The Task Force on Aboriginal Languages and Cultures, junio de 2005. Ottawa: Aboriginal Languages Directorate, Aboriginal Affairs Branch, Dept. of Canadian Heritage, 2005. Task Force on Aboriginal Languages and Cultures I Groupe de travail sur les langues et les cultures autochtones. 19 de mayo de 2006 <http://www.aboriginallanguagestaskforce.ca/>.

 

Vivir, hacer arte, hacer memoria. Reseña de “La vida narrada” de Leonor Arfuch

Por: Luciana Caresani

Imagen: Videoinstalación Investigación del cuatrerismo (Albertina Carri, 2015)

 

En esta reseña Luciana Caresani escribe acerca de La vida narrada. Memoria, subjetividad y política (2018), el último libro de la docente, investigadora y crítica cultural Leonor Arfuch. Una obra útil y necesaria que invita a la reflexión para seguir problematizando acerca de las derivas de la memoria, la literatura y el arte contemporáneo e indagar en los entrelazamientos de las memorias subjetivas con la memoria pública desde el presente, hecho que a su vez entra en consonancia con el aniversario por los 35 años de recuperación democrática en la República Argentina.


La vida narrada. Memoria, subjetividad y política (Leonor Arfuch)

Eduvim. Serie Zona de Crítica, 2018

195 páginas

 

¿Cómo pensar la relación entre los significantes “memoria”, “subjetividad” y “política” en la actualidad? ¿Cómo problematiza el arte comprometido con su contexto histórico con dichos significantes? Y más aún, ¿cómo operan estos campos entrelazados en un espacio como el nuestro, en donde las memorias y el trauma de la experiencia que dejaron los vestigios de las dictaduras todavía deja huellas en el imaginario colectivo? Estos y otros interrogantes son algunos de los ejes que atraviesan el libro más reciente de Leonor Arfuch, La vida narrada. Memoria, subjetividad y política (2018), un trabajo que compila las investigaciones de la autora de los últimos cinco años y que recoge, a su vez, buena parte de los temas que atraviesan su obra. Doctora en Letras por la UBA, donde es Profesora titular e investigadora en el área de Estudios Culturales, Arfuch nos ofrece, desde el comienzo del prólogo de su libro, realizar un recorrido que invita a ser pensado como una conversación.

Inflexiones de la crítica, la primera de las tres partes que componen el libro, se halla integrada por tres capítulos en los que la autora irá esbozando el terreno teórico y los debates actuales que hilvanan su investigación. En el primero de ellos, El “giro afectivo”. Emociones, subjetividad y política, Arfuch revisa los antecedentes de este fenómeno (que ha ganado mayor terreno en los años recientes) en el campo de las humanidades y de las ciencias sociales (especialmente en el mundo anglosajón), y cuyos inicios la investigadora señala hacia finales de los años ochenta, coincidente asimismo con la caída de las grandes utopías revolucionarias que atravesaron el siglo XX, el famoso “retorno del sujeto”, el auge de los géneros canónicos (memorias, biografías, autobiografías, diarios íntimos, correspondencias) y sus diversas derivas en los medios hasta llegar al campo de la literatura, el cine y las artes visuales con el documental subjetivo y la autoficción. Trayecto que a su vez le permite a Arfuch adentrarse de lleno en el concepto de “espacio biográfico” (término acuñado por la autora y que atraviesa buena parte de su obra) el cual excede los géneros discursivos y que permite describir una trama simbólica y de época para pensar la subjetividad contemporánea. Cabe destacar el interés especial de la investigadora por confrontar dichas tendencias con otras posiciones de la crítica cultural que retoman la discusión en términos éticos y políticos (dos ejes claves que atravesarán todo el libro) en una perspectiva transdiciplinaria que abarca desde el análisis del discurso, la semiótica, la teoría literaria, la crítica cultural hasta diversos enfoques filosóficos, sociológicos y psicoanalíticos. A partir de estos interrogantes éticos, estéticos y políticos que se deslindan del denominado “giro afectivo”, Arfuch retoma los aportes de dos autoras: por una parte, Sarah Ahmed, quien piensa las emociones como prácticas sociales y culturales y que se asumen desde el cuerpo social en tanto brindan cohesión al mismo. Por otra parte, la autora recupera el concepto de “intimidad pública” de Lauren Berlant, dando cuenta de fenómenos producidos en el horizonte mediático y cultural al tiempo que desdibujan los límites entre el ámbito público y privado.

Finalmente, hacia el final de su primer capítulo, Arfuch subraya el contrapunto entre una posición “anti-intencional” o “pre-discursiva” y por otro lado aquellas que articulan lo corporal, lo discursivo y lo social como sus consecuencias políticas. Y es allí donde la autora esboza sus premisas teóricas concernientes a las emociones y a la política, cuestionando tanto la separación entre lo emocional y lo cognitivo o intencional en las ciencias sociales. A su vez, destaca la importancia de la performatividad del lenguaje, planteando que discurso y afecto no son excluyentes sino co-constitutivos, y dando lugar a la pregunta de qué hacen las emociones ante este estado del mundo y qué hacemos nosotros con ellas.

En el capítulo segundo, De biógrafos y biografías: la pasión del género, la autora establece un estado de la cuestión acerca del género biográfico, trazando un recorrido que va desde las Vidas paralelas de Plutarco pasando por John Aubrey, Marcel Schwob, Jorge Luis Borges, Lytton Strachey y Michael Holroyd hasta llegar a autores más contemporáneos como Roland Barthes y François Dosse. Dicho trayecto le permite pensar en el afán de la tentación biográfica, el deseo de dejar huella, más allá de las obras o del recuerdo de seres cercanos, en una narrativa que perdure y nos sobreviva: “¿qué nos lleva a atisbar, como lectores, esas vidas ajenas, confundidas tal vez con sus obras o en su simple devenir? ¿Qué es lo que sostiene la pasión del género al cabo de los siglos y hasta hoy?” (Arfuch, 2018: 32). Y ante estos interrogantes, una buena respuesta parecería hallarse en la noción de “valor biográfico”, término acuñado por el autor ruso Mijaíl Bajtín para no solamente organizar la narración de la vida de otro, sino que también permite ordenar la vivencia y la narración propia de uno mismo, un valor que puede ser la forma de comprender, ver y expresar la vida propia. Es entonces a partir de ello que la autora rescatará el carácter intersubjetivo, la dimensión ética de la vida en general junto con su cualidad de “forma”, una puesta en forma (narrativa o expresiva) que es también una puesta en sentido.

Narrativas de la memoria: la voz, la escritura, la mirada es el tercer capítulo del libro que se compone por dos partes: una primera teórica en la que se esboza una perspectiva transdiscipliaria para el análisis, destacando el rol configurativo del lenguaje y la narración como una idea de sujeto cercana al psicoanálisis (concepción no esencialista de la identidad) que valora el concepto de “identidad narrativa” esbozado por el filósofo francés Paul Ricoeur. En la segunda parte, la autora recorre las narrativas de la memoria según fueron surgiendo desde la post-dictadura cívico militar argentina hasta la actualidad, presentando algunos hitos en ese devenir y problematizando un terreno no menor, el de la memoria pública, y sus resistencias a llamarse “colectiva”. Por ello, al hablar de narrativas de la memoria destaca la necesidad de explicitar desde dónde se habla (en este caso víctimas, sobrevivientes, exiliados, hijos o nietos de desaparecidos, generaciones, militantes, etcétera) como la consideración del género discursivo en el cual toma cuerpo esa palabra.

La segunda parte del libro, centrada en la literatura y en las narrativas de la memoria vinculadas a la infancia en dictadura, reúne tres ensayos (escritos en los últimos años) en los que se analiza la voz de hijas e hijos de desaparecidos y exiliados. Son obras atravesadas por una fuerte marca autobiográfica, incluyendo el modo de la autoficción.  Esta parte, que abre con el capítulo cuarto, (Auto) figuraciones de infancia, se centra en diversas obras que atraviesan los tópicos de infancia y dictadura, un corpus que traduce según la autora un “estado de memoria” en la Argentina, a más de treinta años del retorno de la democracia. Dicho corpus está compuesto por los films (auto) ficcionales Infancia clandestina, de Benjamín Ávila (2011) y El premio, de Paula Markovitch (2011); la tesis sobre la revista infantil Billiken, publicado bajo el título La infancia en dictadura de Paula Guitelman (2006) junto con el libro ¿Cómo es un recuerdo? De Hugo Paredero (2007), recogiendo entrevistas realizadas a 150 niños en el período de recuperación democrática argentina en 1984.

El capítulo quinto del libro, Memoria, testimonio, autoficción. Narrativas de la infancia en dictadura se centra en las narrativas de mujeres cuya infancia se vio atravesada por la dictadura, que fueron víctimas directas de ella y que hoy tienen mayor edad que sus padres militantes. En este caso, son las novelas autobiográficas o autoficciones de Laura Alcoba, La casa de los conejos (2008), Pequeños combatientes (2013) de Raquel Robles y dos obras heterodoxas que nacieron de un blog de las redes sociales para luego pasar a transformarse en libros: Diario de una princesa montonera (2012) de Mariana Eva Pérez y ¿Quién te creés que sos? (2012) de Angela Urondo Raboy. Leonor Arfuch destaca además su especial interés en estas obras por dos motivos: en primer lugar, por la potencia de su condición auto/biográfica, el modo en que abordan una experiencia singular. Y en segundo lugar, porque estas permiten articular la noción clásica de “archivo” (cartas, documentos, fotografías, recuerdos, poemas, textos, etcétera) con las “tecnologías del yo” (en términos de Foucault) y la incorporación de elementos de las redes sociales.

 Por su parte, el capítulo El exilio de la infancia: memorias y retornos, se halla estructurado en los relatos de mujeres de entre treinta y cinco y cincuenta años para quienes la experiencia del exilio marcó vidas y obras tras las dictaduras chilena y argentina respectivamente: se trata de un corpus que también obedece a una mirada de género (gender), y que lo integran Conjunto vacío (2014), novela gráfica y autoficcional de la artista visual Verónica Gerber-Bicceci, El azul de las abejas (2014), tercera novela autobiográfica de Laura Alcoba y los films documentales y testimoniales El edificio de los chilenos (2010) de Macarena Aguiló y La guardería (2016) de Virginia Croatto. Frente a este corpus seleccionado, Arfuch destaca por un lado la necesidad de colocar la problemática del exilio en el marco de la reflexión actual sobre migraciones forzadas y, por otro, señalar el modo particular en el cual el pasado cobra vida desde el presente de la enunciación y cómo las nuevas formas autobiográficas y autoficcionales (fuera de los límites marcados por el canon) aportan su potencia en el trabajo sobre la memoria.

La tercera y última parte que compone este libro, De la vida en el arte, busca ampliar su análisis marcado por el ámbito literario para pensar en los cruces entre arte y sociedad en otros lenguajes artísticos, pasando por las dimensiones del trauma y la memoria. Es por ello que el capítulo Albertina, o el tiempo recobrado analiza las videoinstalaciones Operación fracaso y El sonido recobrado (2015) exhibidas en el Parque de la Memoria por la cineasta Albertina Carri, en un homenaje a la figura de sus padres militantes desaparecidos, a través de diversos usos de material de archivo tanto personal como público. En ese gesto de Carri de leer al padre con imágenes y las cartas de la madre bajo cobijo en la voz de la hija, Arfuch vuelve a adentrarse sobre las mismas problemáticas antes mencionadas: el cruce entre lo íntimo y lo publico bajo el homenaje, la figura de la herencia, la palabra y la letra perdidas asomándose al mundo de la infancia, el dolor de la pérdida y del duelo sin restos.

Recuperar la investidura afectiva de los objetos en el arte contemporáneo para pensar nuevas formas de problematizar la memoria es el eje del capítulo Arte, memoria y archivo. Poéticas del objeto. Más específicamente, Arfuch se centrará aquí en los trabajos de la artista visual chilena Nury González, titulados Sueño Velado (2009) y La memoria de la tela (2010), entre otros; y en la argentina Marga Steinwasser, en particular su obra Trapo (2007), partiendo de la primacía que arte y memoria tienen en el horizonte contemporáneo, ya sea plasmado en políticas oficiales como en las prácticas artísticas comprometidas con el presente. De ambas artistas la autora destaca el rescate de lo viviente, de aquello que es capaz de reencarnarse en un objeto vibrante, testimonial pero no fijado en la melancolía.

Su último capítulo, Identidad y narración: Devenires autobiográficos es una suerte de cierre conceptual de los planteos teóricos esbozados a lo largo del libro como una premisa para pensar los vínculos estrechos entre construcción identitaria y narración autobiográfica. Más específicamente, la autora se adentra en dos exhibiciones presentadas simultáneamente en Buenos Aires en el año 2012 y sus repercusiones en la esfera local para pensar el arte público o crítico. Se trata de las instalaciones del artista francés Christian Boltanski, Migrantes (realizada en el viejo Hotel de Inmigrantes) y Flying books (en la vieja Biblioteca Nacional, en un homenaje a Borges) y de la artista inglesa Tracey Emin, quien presentó la muestra How it feels en el MALBA, integrada por videoinstalaciones sobre relatos de experiencias traumáticas en su vida (que van desde el aborto, la discriminación o la depresión). De estas muestras Leonor Arfuch destaca el entramado que une a estas obras perturbadoras, que fueron capaces de cuestionar memorias, afectos y sensibilidades imponiendo una inquietud reflexiva. Y a su vez, ambas experiencias artísticas lograron (en su propia dimensión ética, estética y política) abordar las relaciones complejas entre lo individual y lo colectivo, rescatando esa pregunta por el Quién…? que inspira todas las historias.

Finalmente, en el Epílogo. Horizontes futuros de la memoria, Arfuch se interroga sobre las modulaciones del recuerdo en el futuro, haciendo un llamado de atención a los tiempos actuales en los que hay signos notorios de giro a lo no-memorial en la institucionalidad política de nuestro país. Asimismo, la autora vuelve a destacar esta necesidad de escucha como hospitalidad hacia el otro, en este caso hacia las nuevas voces de hijas e hijos de represores de la última dictadura cívico militar, otras formas de vidas narradas que sufrieron de una forma u otra a la clandestinidad. Un final que apuesta al futuro para que nuevas voces de jóvenes sigan tomando la posta en materia de memoria en el porvenir.

 

Arte y literaturas de matriz africana: memorias y narrativas

Por: Elisa Fagnani y Florencia Ordoqui

Imagen: Fotografía tomada por Tim Mossholder de la obra «Our Ladies of Guadalupe» de Lindsey Ross.

Los días 15 y 16 de noviembre se realizaron, en el marco de la Maestría en Literaturas de América Latina de la Universidad de San Martín, dos paneles en los que participaron distintxs referentes del arte y las literaturas de matriz africana. En este artículo, las coordinadoras de los encuentros, Elisa Fagnani y Florencia Ordoqui, desarrollan algunas de las reflexiones que se compartieron en ellos.


Las actividades académicas que se llevaron adelante el 15 y el 16 de noviembre pasados estuvieron motivadas por la visita a Buenos Aires de Jhonmer Hinestroza Ramírez, quien es Magister en lingüística de la Universidad Nacional de Colombia, y director de la Corporación Cuenta Chocó, así como también el máximo referente de la difusión de la literatura afro e indígena en el departamento del Chocó, Colombia. Junto a Hinestroza Ramírez dialogaron: las artistas afro-feministas de la Colectiva Kukily, quienes trabajan de manera interdisciplinaria utilizando sus habilidades en teatro, cine, performance, danza, audiovisuales y música para investigar y ahondar en una nueva estética; la periodista afrocolombiana Lisa María Montaño Ortiz, nacionalizada argentina en 2016,  integrante de la Comisión Organizadora del 8 de Noviembre y su Área de Género, y de la Red de Mujeres Afrolatinoamericanas, Afrocaribeñas y de la Diáspora; y la profesora especialista en literaturas africanas, así como referente del movimiento de caboverdeanxs de la Argentina, Miriam Gomes, quien colaboró en la redacción del informe sobre Racismo y Discriminación entregado al relator especial para el racismo de la ONU, y presentó ante el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU-Ginebra el Informe sobre la situación de los DDHH de africanos y afrodescendientes en la Argentina.

Hubo un interrogante que resonó con fuerza en ambos paneles y fue en referencia al lugar de enunciación: ¿quién es él/la que narra? ¿Qué se quiere narrar? ¿Quién puede narrar, y qué?

El hecho de comenzar por estas preguntas invitó a cuestionar sobre cuáles son lxs sujetxs que tienen voz en una sociedad organizada bajo los principios de la blanquitud, la masculinidad y la heterosexualidad. Pero ¿qué es el lugar de enunciación? Este concepto es acuñado por la filósofa brasileña Djamila Ribeiro quien sostiene que el lugar de enunciación no es un lugar individual, es decir que no se refiere a unx sujetx diciendo algo, sino que se trata de las condiciones sociales que permiten o no que ciertos grupos accedan a la ciudadanía y ejerzan los derechos correspondientes. Se trata, entonces, del lugar que ocupan los distintos grupos sociales en las relaciones de poder y de cómo estos están atravesados y definidos por las categorías de raza, género y clase; categorías que funcionan, a su vez, como dispositivos de opresión que codifican lxs distintxs cuerpxs y las relaciones que estxs pueden establecer. En definitiva, se trata de reflexionar sobre el lugar social que nos fue impuesto y de cómo el hecho de “pertenecer” a determinados colectivos dificulta, cuando no impide completamente, trascender las jerarquías del sistema blanco-hetero-occidental y acceder a ciertos espacios reservados para las minorías hegemónicas. En la medida en que todxs tenemos un lugar de enunciación, es importante reconocer desde dónde estamos construyendo conocimiento y sobre qué o quién estamos hablando. Al mismo tiempo, saberse desde un locus social, permite a las personas blancas dar cuenta de cómo es construido ese lugar, de las jerarquías y privilegios que se articulan en él y cómo impactan de modo directo en la construcción de los lugares de los grupos sociales subalternizados.  De aquí que reflexionar sobre el espacio desde el que hablamos se vuelva una posición ética: la dialéctica entre el enunciado y el lugar de enunciación está siempre configurada a partir de relaciones de poder y dominación.

En nuestro primer encuentro -en el que dialogaron Jhonmer Hinestroza Ramírez y la Colectiva Kukily- se reflexionó críticamente sobre las distintas expresiones artísticas que tienen como protagonistas a personas negras pero que están producidas y dirigidas por personas blancas. Esta reflexión nos llevó en vuelo directo al problema del racismo y a la necesidad de adoptar una postura ética que promueva la re-configuración de los espacios de poder y la re-distribución de las herramientas necesarias para llegar a ocupar, en igual medida, dichos espacios.

Somos conscientes de que las características atribuidas tanto a lxs sujetxs de piel blanca como a lxs sujetxs de piel negra son construcciones coloniales que se erigen sobre una exaltación selectiva de las diferencias en pos de legitimar un acceso desigual a los espacios de poder. Las estratificaciones y las jerarquías que construyó el colonialismo europeo sobre nuestrxs cuerpxs y territorios determinaron qué vidas y qué cuerpxs importan, qué sujetxs pueden hablar. El resultado fue -y continúa siendo- la invisibilización y negación de toda forma de vida y perspectiva del mundo diferente a la blanca-europea-occidental. Es en virtud de esta herencia colonial que insistimos en que lo afro o lo indígena  no deben ser entendidos como “lo otro”. Hablar de otredad presupone la existencia de una “mismidad” encarnada, en este caso, por lxs sujetxs blancxs-europexs-occidentales. A esta mismidad le corresponde el lugar de poder, la verdad, el entendimiento claro y la capacidad de producir conocimiento; en contraste, a la otredad le corresponde el lugar de la emocionalidad, de la incapacidad de producir conocimiento científico y, por ende, la posibilidad (única) de ser objeto de conocimiento. Bajo la aún vigente concepción colonialista ser unx sujetx negrx implica ser aquel al que se le ha negado toda riqueza cultural y vitalidad posibles; se relaciona casi exclusivamente con características negativas y, en el mejor de los casos, con rasgos exóticos.

En este sentido, durante los paneles se puso de manifiesto la necesidad de estimular la producción y circulación de saberes afro por parte de lxs integrantes mismxs de la comunidad. Cuando nos preguntamos por el lugar de enunciación se hace evidente la importancia de la auto-narración: ¿quién puede hablar sobre qué? ¿Quiénes acceden al privilegio de narrar y de narrarse? ¿Son (o somos) siempre lxs mismos sujetxs privilegiadxs lxs que producimos las narrativas y los saberes que circulan, aun cuando esos saberes refieren a grupos sociales subalternizados?

Las artistas afrofeministas “Kukily” presentaron algunos fragmentos de la performance “Bustos”. El objetivo y el sentido político de la obra residen en la construcción de bustos de mujeres negras como símbolos de poder a partir de la sororidad, del cuidado, y de la recuperación de los valores rituales tradicionales de algunas comunidades africanas. La obra se propone, a su vez, interpelar el espacio urbano “blanqueado” por la estética europea característica de la Ciudad de Buenos Aires; preguntarse e imaginar cómo sería una ciudad con una estética afro, cómo serían los tonos, los colores, las texturas. Resulta sumamente interesante como la mera presencia de un cuerpo afrodescendiente frente a la Facultad de Derecho es un acto político en sí mismo, que pone de manifiesto la historia de la negación sistemática de estos cuerpos (negación exacerbada en Argentina, donde la idea imperante en el imaginario colectivo es que no hay afrodescendientes en el país). De aquí que construirse como símbolos de poder permite visibilizar una parte oculta de nuestra historia: historia de saqueo y negación en pos de una blanquitud que insiste en ponderarse como la identidad nacional argentina.

Respecto de la producción artística de matriz africana, se debatió ampliamente, además, sobre la existencia y circulación de literatura afro en Argentina y en Colombia. Jhonmer Hinestroza Ramírez trajo a este diálogo la importancia del legado de Rogerio Velásquez Murillo, escritor negro, referente de la literatura de raíces afro, que sin embargo ha sido invisibilizado por la academia colombiana. Jhonmer Hinestroza Ramírez enfatizó sobre la importancia de abrir espacios a estas narrativas que, entre otras cosas, dan cuenta de la heterogeneidad de la población negra, indicando como una grave consecuencia del colonialismo racista la homogeneización de las personas negras, y por lo tanto la negación de su heterogeneidad en cuanto a cosmovisiones, producción cultural y científica, tradiciones, etc. Sabemos que esta producción literaria existe; pero resulta evidente, también, que en los currículos académicos poco y nada aparecen estas narrativas y, si lo hacen, es para encarnar nuevamente el lugar de la subalternidad. Creemos que el desafío reside no solamente en estimular la circulación de estas literaturas e incluirlas en nuestras prácticas docentes, sino en hacerlo sin caer en lecturas estereotipadas y exotistas. En este sentido, Hinestroza Ramírez también insistió en este punto: no debemos entenderlas como “otras literaturas” sino -y más aun en el mundo actual globalizado- como parte fundamental del corpus académico.

En este punto aparece la pregunta por el canon: ¿quién/es establecen el canon? ¿Qué agencia tenemos para poder transformarlo y desafiar las lógicas de una institución escolar/universitaria que se empeña en visibilizar y darle valor siempre a las mismas narrativas? Miriam Gomes hizo particular hincapié en la importancia de la implementación de políticas públicas que contemplen dicha problemática. Asimismo, en su presentación, nos ofreció un relevamiento de autorxs  afrodescendientes que al día de hoy no son incluidos en los currículos escolares y de cómo la falta de estas narrativas influye en el falso relato acerca de la desaparición de lxs afrodescendientes en el país.

Por último, la periodista Lisa María Montaño Ortiz puso énfasis en la carga ideológica del lenguaje de uso cotidiano respecto del racismo y leyó fragmentos de discursos y prácticas que se transmiten desde los medios de comunicación (cine, tv, radio, teatro, instituciones académicas, redes sociales) que refuerzan estereotipos sobre qué y cómo es ser una persona negra. En Argentina, sentenció Lisa, está completamente naturalizado utilizar expresiones como “trabajo en negro” y “tengo un día negro” (sin mencionar la aberrante expresión “negro de m…, que exalta un racismo explícito y directamente violento). En estos modos de expresarse resulta evidente cómo la palabra negro y la idea de negritud aparecen siempre vinculadas con connotaciones negativas. Basta echar un vistazo a las definiciones de la palabra “negro” que propone la Real Academia Española: 7. adj. Oscuro u oscurecido y deslucido, o que ha perdido o mudado el color que le corresponde. Está negro el cielo. Están negras las nubes; 8. adj. Muy sucio; 9. adj. Dicho de la novela o del cine: Que se desarrolla en un ambiente criminal y violento; 10. adj. Dicho de una sensación negativa: Muy intensa. Pena negra. Frío negro; 11. adj. Dicho de ciertos ritos y actividades: Que invocan la ayuda o la presencia del demonio. Magia negra. Misa negra; 13. adj. Infeliz, infausto y desventurado. 15. adj. coloq. Muy enfadado o irritado. Estaba, se puso negro. 19. f. coloq. Mala suerte. Pobre chico, tiene LA negra.

A modo de conclusión, queremos insistir en la importancia que tienen estos debates en el marco de las instituciones académicas, las cuales, siendo espacios de producción y legitimación del conocimiento, aún anidan una memoria colonial que reproduce andamiajes teóricos que, muchas veces,  poco tienen que ver con la historia de nuestros territorios y sus voces. Pensar el lugar de enunciación es también pensar en quién escucha, porque solo si hay quienes escuchen seremos sujetxs hablantes.

 

El abuso en primera persona. Reseña de “Por qué volvías cada verano”, de Belén López Peiró

Por: Jimena Reides

Imagen: Representación de una ordalía por agua, habitual en los juicios por brujería, circa 1600.

 

“¿Por qué volvías cada verano?” es la pregunta que más se repitió sobre Belén López Peiró tras atreverse a denunciar a su tío, el comisario de un pueblo bonaerense, por los abusos cometidos contra ella a lo largo de su adolescencia. Se trata asimismo del título que la autora ha elegido para transmitir su testimonio, una indagación en torno a las condiciones que llevan a las mujeres a guardar silencio tras situaciones de abuso. ¿De qué herramientas se dispone para hablar? ¿Por qué se siente tanto miedo al hacerlo? ¿Por qué volvías cada verano? es la crítica de un sistema en el que el acto de denunciar es menos una garantía de escucha que una extensión del abuso.  


Por qué volvías cada verano (Belén López Peiró)

Editorial Madreselva

2018

124 páginas.

 

A la luz de todo lo que sucedió en la Argentina esta última semana, con respecto a la acusación de una actriz por una violación que sufrió a  manos de un adulto que trabajaba con ella cuando tenía 16 años, muchas mujeres han comenzado a contar sus propias experiencias de abuso sexual. En ese contexto, parece inevitable mencionar el libro de Belén López Peiró, Por qué volvías cada verano, que narra en primera persona los abusos que la autora recibió por parte de su tío cuando era adolescente.

En este libro, Belén López Peiró cuenta cómo fueron las distintas situaciones de abuso con su tío, comisario de un pueblo y “hombre de familia”. Debido al crédito otorgado por esos títulos, cuando ella se animó a confesar y a denunciar todo lo que había pasado, nadie le creía. De más está decir, su tía y su prima la trataron de mentirosa y dijeron que estaba inventando todo. De ahí el título de la novela, una pregunta hecha recurrentemente a la autora sobre por qué decidía volver a pesar de los abusos. Y esa pregunta iba acompañada de acusaciones sobre cómo ella estaba celosa de su prima: “Porque ella tenía muchos amigos, porque podía salir a bailar y tenía mucha ropa. Ah no, pará. Ya sé por qué lo hacés. Porque ella tiene una familia que la quiere. Y vos no”.

En relación con esto, cabe mencionar a la periodista Luciana Peker, que en su libro Putita golosa (2018) dice: “Y las mujeres —o las que pueden y se animan y son acompañadas o son fuertes— ya no se callan más. El abuso ya no es un sapo que se traga, sino que se frena”. Cuando Belén se anima a contar su experiencia, se puede ver claramente la reacción de quienes la rodean. Por un lado, están las personas que no le creen y la juzgan, que la desprecian, y por otro lado aquellas que le dan su apoyo. Pero por lo general, se pone en duda su palabra, le preguntan por qué iba nuevamente durante el verano a esa casa a pesar de los abusos, por qué no lo contó antes.

La historia está contada a través de distintas voces: la de sus familiares y también la de los empleados del poder judicial que fueron tomando cartas en el asunto después de que ella hiciera la denuncia. Mediante esta narración, la autora logra plasmar el modo en que fueron respondiendo las personas que la rodean frente a su confesión. Asimismo, la novela se divide entre estos pasajes que relatan la historia de abuso con las distintas partes del expediente judicial que inició, incluidas las declaraciones testimoniales que fueron prestando los testigos.

Los cuestionamientos a la autora también se empecinaban en los motivos por los que no había hablado antes o “había dejado” que los abusos se le infligieran: como si ella hubiese tenido la posibilidad de frenarlos. Se puede ver una vez más cómo una víctima de abuso es cuestionada por lo que cuenta y la forma en que se deslegitima  su confesión, cuestión que se agudiza teniendo en cuenta la posición de poder que tenía su tío al ser comisario y la apariencia de conducta intachable que tenía delante de los habitantes del pueblo. Tal como se afirma en un extracto de la novela: “…con este tipo no se jode. Tiene a la policía comiéndole de la mano y es uno de los dueños del club. […] Ahora también prepara con el cura las misas de los domingos y ayuda a las señoras de cáritas para que los pibes tengan un plato de comida”. Como expresa Catharine MacKinnon en su libro Feminismo inmodificado (2014), la situación de acoso sexual surge a partir de esa situación de poder, de jerarquía, que se da en las relaciones entre hombres y mujeres, teniendo también en cuenta que el género es en sí mismo una jerarquía.

Y ese poder ejercido por el hombre también trae como consecuencia el silencio de la mujer, la amenaza que siente al momento de considerar si hacer público el abuso o no, porque tal como expresa MacKinnon, “es un hecho que el conocimiento público del abuso sexual casi siempre es más perjudicial para la abusada que para el abusador”. En cuanto una mujer que sufrió abuso decide denunciar el hecho, siempre se la juzga y se cuestiona la veracidad de lo que está contando.

También la autora menciona en distintos pasajes cómo la afectó el abuso en cuanto a sus relaciones sexuales ya que, tal como expresa, sus relaciones son con vergüenza y dolor. Luego del abuso sufrido, ella ya no se siente dueña de su cuerpo y siente culpa, culpa de que la juzguen por disfrutar del sexo después de lo que le pasó, culpa “por no ser la víctima que todos esperan”. En relación con esto, deben recordarse las palabras de Rita Segato en su libro La guerra contra las mujeres (2016), en el que la autora señala: “Uso y abuso del cuerpo del otro sin que este participe con intención o voluntad, la violación se dirige al aniquilamiento de la voluntad de la víctima, cuya reducción es justamente significada por la pérdida de control sobre el comportamiento de su cuerpo y el agenciamiento del mismo por la voluntad del agresor”.

En conclusión, esta cruda novela es una lectura obligatoria para entender mejor la situación que atraviesan las víctimas de abuso y el porqué de su accionar: por qué callan, por qué deciden hablar cuando lo hacen y las consecuencias que traen los abusos en su vida en cuanto al aspecto psicológico, físico y también social, pues los abusos no solo dejan marcas en la psiquis y en el cuerpo, sino en el modo de relacionarse con los demás.

 

Un (bio)drama político: “Los Amigos” de Vivi Tellas

Por: Verónica Perera

Imagen: foto de «Los Amigos» (Alternativa Teatral)

 

“Los amigos”, el nuevo biodrama de Vivi Tellas que se presenta en el teatro Zelaya, tiene como protagonistas a dos inmigrantes senegaleces que se radicaron en Buenos Aires. Verónica Perera analiza la relación entre lo “teatral” y lo fuera del teatro, que en el biodrama de Tellas se fusionan de manera particular y muestran el carácter político de la intimidad en escena.


Como suele suceder en los biodramas de Vivi Tellas, no sabemos con precisión cuando empieza y cuando termina “Los Amigos”. Para el más reciente de estos documentales escénicos (que Tellas llamó “Archivos” hasta 2009 y directamente “Biodrama” desde entonces), nos reunimos alrededor de Mbagny Sow y Fallou Cisse mientras hacemos  cola en un jardín para entrar a la íntima sala Zelaya del barrio porteño del Abasto. Los vemos conversar y tomar té con hierbas. Los vemos conversar, pero nosotrxs, público de Buenos Aires, no entendemos lo que dicen. No entendemos porque estos jóvenes senegaleses hablan en su wolof natal. A lo largo de la hora siguiente, sin embargo, esa frontera cultural, esa lengua tan ajena para una audiencia porteña, se desdibuja hasta casi desaparecer. No solamente porque una vez en la sala, nosotrxs en las butacas y ellos en el escenario, cambian al idioma español, sino porque con la sucesión de diálogos, relatos, fotos, filmaciones, objetos, la canción infantil y las plegarias de la obra nos acercan un mundo inmigrante y africano para volverlo íntimo, cotidiano, amable y amigable. No sorprende, entonces, que como ocurre generalmente en los biodramas de Tellas, la función, más que terminar, se abra a una reunión entre actores y espectadorxs, donde al té con hierbas se le suman vino, maní y magdalenas. La música alta, todxs en el escenario alrededor de la mesa, la conversación animada y los intercambios de sonrisas arman la fiesta y nos hacen olvidar que estábamos en el teatro, o traen al teatro algo que generalmente excede su contrato más convencional.

En realidad, me animaría a decir, el motor de Tellas en los biodramas está siempre ahí: en el afuera del teatro. En la Introducción a Biodrama. Proyecto Archivos, Pamela Brownell y Paola Hernández argumentan que este “macroproyecto artístico” de Vivi Tellas acciona un doble movimiento. Por un lado, el biodrama es un concepto que busca “la teatralidad fuera del teatro”, como ha dicho la propia Vivi en más de una entrevista. Pero también se trata de “cargar al teatro de lo no-teatral”. Se trata de volver a “lo real”; de reconocer a las personas como archivos, como reservorios de experiencias, saberes, textos, imágenes capaces de ser traducidos a una dramaturgia que, aunque precisa, oscila permanentemente entre lo acordado y lo espontáneo. ¿Cómo pensar, entonces, la relación de “Los Amigos” con el “afuera del teatro” y con la “carga no teatral del teatro”? ¿Qué busca, qué trae, que sale de este biodrama? Quiero argumentar, en lo que sigue que a “Los Amigos” entran dos cuerpos que se afirman y despliegan (su) vida—y en ese mismo tránsito, sale un decir sutil pero potente y político. O mejor dicho, un decir que se vuelve político contra el escenario de una Argentina crecientemente xenófoba, donde el odio como afecto público y gramática de subjetivación, parafraseando a Gabriel Giorgi, “pone en discusión los sentidos y las formas de lo público y los límites mismos de la dicción democrática”[i].

El texto dramático de Vivi Tellas comienza con intercambios que podríamos llamar explícitamente políticos. Fallou le plantea a Mbagny tres temas: la llegada de los árabes al África, la esclavitud y la colonización europea. Con semejantes tópicos, y desde una zona que cruza el aula universitaria con la sobremesa del domingo, los jóvenes senegaleses inician una conversación histórica donde despliegan saberes, opiniones, diferencias, matices. El primer libro sobre la historia de África por un africano se escribe recién en 1972. El Islam: ¿es religión o es cultura? La llegada de los árabes, ¿fue motivada por el comercio o para difundir la fe del Corán? La construcción de la imagen de Egipto con una élite no negra sino equivocada y arbitrariamente caucásica. Aceptadas las diferencias (“Vamos” hacia la misma dirección pero por caminos diferentes”, dicen) y saldada la conversación con un apretón de manos, Fallou se para frente al micrófono para leer ante el público una suerte de Manifiesto donde denuncia a políticos y periodistas ignorantes que estereotipan africanos como mafiosos. Mbagny y Fallou se reconocen de “una patria que no los protege”, pero se reivindican ciudadanos del mundo.

Pasadas las dos primeras escenas, sin embargo, “Los Amigos” se distancia de todo género, formato o tono catalogable como “político”. Lejísimos está de Brecht, o del teatro documental clásico de Peter Weiss, o del teatro popular o comunitario argentino, también del teatro del oprimido de Augusto Boal. Los documentos y los objetos son personales y del archivo doméstico: la pelota de básquet que se infla en escena y cuyos rebotes reflejan los latidos del propio corazón (o así lo decía el profesor); las mochilas de la escuela (compradas en Once pero reemplazando las que llevaban tiempo atrás); la túnica para rezar. Las fotos son de un álbum naíf y familiar: mamá y papá enamorados deseándose cosas buenas el día de un bautismo; la abuela que bromea con “el más negro de la casa”; la hermana mejor amiga; la cabra que murió dos días antes de la partida de Fallou. Hay relatos de accidentes graves y rescates corajudos pero narrados con humor, lejos de cualquier épica. Hay anécdotas que evocan la ansiedad y la desprotección de los primeros pasos en Buenos Aires y hasta menciones a la presencia policial en la vida de los vendedores ambulantes (Mbagny vende billeteras en la calle), pero la gramática es ajena a cualquier reivindicación, denuncia por derechos vulnerados o violencia institucional.

“¿Porqué eligieron a la Argentina?” gritó una espectadora cuando terminó el último aplauso antes que fuera posible armar la mesa para seguir conversando en el escenario. Su ansiedad es colectiva, intuyo. Durante la hora que acaba de pasar, nos acercamos a Mbagny y de Fallou, escuchamos fragmentos de sus vidas, vimos las evidencias. Pero queremos más. Y la curiosidad al salir de la obra rodea, fundamentalmente, creo, la experiencia migrante. ¿Por qué dejaron Senegal? ¿Hay crisis económica y falta de trabajo? ¿Cómo hicieron, material y emocionalmente, ese tránsito? ¿Cómo los recibió la Argentina? ¿Conocían a alguien al llegar? ¿Los discriminan? ¿O mejor dicho, quiénes y de qué manera los discriminan? ¿Cuántos senegaleses migrantes hay en nuestro país? “Los Amigos” exhibe mucho del archivo íntimo de dos amigos senegaleses; pero se guarda claves fundamentales de la experiencia migrante africana; silencia las condiciones y los dilemas que marcan las vidas afro en Buenos Aires.

¿Por qué, con semejantes silencios, insisto en llamar “político” a este biodrama? Su politicidad aparece cuando lo pensamos, otra vez, en relación al afuera del teatro. Su fuerza política emerge cuando lo vemos a contrapelo de esa esfera pública que, como parte de una nueva avanzada neoliberal, reedita los viejos mantras del odio a los otros de la nación, al tiempo que crea nuevas figuras para el repertorio xenófobo. A “los abusadores de hospitales públicos, universidades nacionales y una generosísima seguridad social” (“¡con la plata de mis impuestos!), y a “los que le quitan el trabajo a los argentinos” se les sumaron, por ejemplo, descripciones como “Las villas de la Argentina tomadas por la resaca de los peruanos narcotraficantes”, o “los que vienen a delinquir y nos complican la vida”, nada más y nada menos que desde el centro de las voces gubernamentales. No son exabruptos individuales. Son permisos culturales y reflejo de los expandidos límites de lo públicamente decible. La imaginación política (y las fantasías de limpieza y seguridad) de la doctrina Chocobar y los balazos por la espalda le reserva a los inmigrantes las “deportaciones exprés”[ii] y aumentadas exponencialmente[iii]. O las aplicaciones para que los celulares de las fuerzas represivas puedan detectar inmigrantes indocumentados o sus antecedentes penales[iv]. Contra este escenario social, entonces, la presencia de Mbagny y Fallou en el escenario íntimo de la sala Zelaya, no es poco. Es, más bien, una línea de fuga, una creación de resistencia desde adentro del teatro.

 

 

[i] Giorgi, Gabriel. 2018. “La literatura y el odio. Escrituras públicas y guerras de subjetividad”. Revista Transas. Letas y Artes en América latina. http://revistatransas.unsam.edu.ar/2018/03/29/la-literatura-y-el-odio-escrituras-publicas-y-guerras-de-subjetividad. Ultima visita: 5 de diciembre, 2018.

[ii] En enero 2017, un decreto presidencial modificó la Ley de Migraciones, reduciendo de cuatro años a cuatro meses el tiempo necesario para los procedimientos de detención y deportación de los inmigrantes sometidos a cualquier tipo de proceso judicial penal y también de quienes hayan cometido faltas en los trámites migratorios. Ver https://www.pagina12.com.ar/152664-migrar-no-es-un-delito. Ultima visita: 30 de noviembre, 2018.

[iii] Las deportaciones de inmigrantes que hayan delinquido pasó de 4 en 2015 a 150 en 2018, estimándose 200 para fin de año. Ver https://www.lanacion.com.ar/2187741-con-una-fuerte-suba-de-las-deportaciones-el-gobierno-ajusta-el-control-de-extra. Ultima visita: 6 de diciembre, 2018.

[iv] Ver https://www.infobae.com/politica/2018/08/19/el-gobierno-producira-una-app-para-detectar-inmigrantes-ilegales-o-con-antecedentesas-penales/ Ultima visita: 6 de diciembre, 2018.

 

Cuando lo diferente es difícil de etiquetar. Reseña de “Jotón”

Por: Vanina Dalto

Imagen: João Silas

En esta reseña, Vanina Dalto comenta los avatares de la extranjería, la maternidad y el lenguaje que protagonizan Jotón, la primera novela de la escritora e investigadora argentina Natalia Crespo.


Jotón (Natalia Crespo)

Editorial Modesto Rimba, 2016

189 pág.

Jotón es la primera novela de la escritora e investigadora Natalia Crespo, quien ya está preparando su segunda novela. Se ubica en el contexto socio-económico del año 2001, cuando se produjo en nuestro país, entre otras catástrofes sociales, una extensa fuga de cerebros que arrastró a los protagonistas de esta novela: un matrimonio porteño con su pequeña hija. Se trata de una novela intimista y experimental cuyos acontecimientos más relevantes se centran en explicar la vida de esta familia fuera de su país. El nuevo destino será la ciudad de Houghton, ubicada en Michigan, frontera con Canadá, lugar donde Eduardo, el marido de la protagonista, consigue un puesto de trabajo como científico en la Universidad. Por otra parte, Marisa, su esposa, tendrá que adaptarse a esta nueva realidad y encontrar un lugar como profesora de español en medio de sus responsabilidades como madre. En este punto, no confluyen de manera armónica los intereses de este matrimonio en relación a lo que dejaron atrás, a la crianza de su hija, al desarrollo profesional y al personal.

La experiencia de abandonar el país, aun cuando no es forzada, expone la crudeza de dejar atrás “el terruño” y resignifica el ADN cultural que nos constituye. En la literatura argentina y latinoamericana abundan notables experiencias de expatriación, desde Sarmiento hasta Puig. Muchas de ellas, tal vez anónimas, quedaron registradas en el tango y el folclore.

El desplazamiento pone en evidencia el contraste de dos mundos y allí la maternidad cumplirá un rol fundamental. La pregunta que cabe hacerse es: ¿cómo se transmite lo socio-cultural a una hija que corre el peligro de olvidar sus orígenes? Se inicia, así, la preocupación prioritaria de Marisa que constantemente piensa en la crianza de su hija en un mundo que le es hostil y extraño. No sucede lo mismo con Eduardo, quien se encuentra maravillado por lo foráneo y ubica su paternidad en un segundo lugar.

“Para ella, lo más difícil de su condición de extranjera es eso: ni tropicalizarse, ni agringarse, nadar con soltura entre las dos opciones. Asumir su extranjería sin excederse, sin banderas de protesta ni panfletos pro-minority.” (Crespo, 2016: 98).

Lo que Crespo nos presenta no solo es la oposición de dos culturas, sino también la importancia de sostener la argentinidad en el afuera, ya que el deseo mayor de Marisa es que su hija Lucía no sea “jotonesa”. Nos permitimos utilizar el título propuesto por la autora: “Jotón”, que deviene de Houghton, la ciudad antes mencionada. Es atractiva la propuesta con respecto a este juego fonético-lúdico para remarcar la extrañeza y no dejar de aferrarse a su lengua madre desde un término hispánico como lo es Jotón. Entonces, no es solo un problema de culturas diferentes, sino también es una cuestión lingüística que evidencia el extrañamiento. Todo esto sumado a la hipocresía que presenta el “Nuevo Mundo” que, por un lado, tiene una política “inmigrants friendly”; y por el otro, manifiesta un rechazo total hacia lo extranjero. Planteo que nos resulta, hoy por hoy, muy actual en tiempos de Trump, cuando las fronteras se convierten en trincheras del odio. Reproducimos a continuación un diálogo entre Marisa y Lara, su futura empleadora en la Universidad, que devela los prejuicios y las inclemencias de vivir y trabajar en el exterior:

“—A nosotros nos alegra mucho que vengan extranjeros a Houghton. La diversidad cultural nos encanta —responde Lara con voz estridente—. Además, me encanta tener una oportunidad de practicar mi español, aunque sea español del Cono Sur.

[…]

—Literatura latinoamericana es un tema bonito pero, ¡Oh my God! ¡Latinoamérica! A mí me da repelús todo lo que está pasando con los latinos. La manera excesiva en que han llegado a los Estados Unidos. Pero te aclaro: yo sé muy bien que no son todos iguales.” (2016: 76, la negrita es propia).

Se deja entrever en este diálogo con cierta sutileza el racismo que los latinos sufrimos en USA, la estigmatización y en algunos casos la discriminación.

Otra temática que se cuela entre las páginas y que resulta muy actual es la referencia continua a los trágicos sucesos ocurridos durante el 2001; y que hoy, 2018, se vuelven a revivir con tanto dolor. Por ejemplo, en los primeros capítulos se presenta otro juego lúdico textual que refiere a la problemática de las cacerolas en plena crisis del 2001: hay un trabajo con los verbos “cacerolear”, “cartonear”, “cajonear”, “carterear”, “caretear”, “cirujear” (Crespo, 2016: 87). Este trasfondo narrativo surge en una conversación entre Marisa y su amiga argentina Mónica a través de SKYPE. El personaje de Marisa no deja de tener contacto con la realidad argentina, va y viene en sus recuerdos e intenta asumir su experiencia sin excederse ya que para ella “la extranjería no deja de ser un charco de agua” (2016:113).

Luego, en la segunda parte, sucede algo previsible, pero no por eso, aburrido de leer: la soberbia y la pedantería de Eduardo desatan el final del matrimonio y dejan traslucir su posición machista aún en el extranjero. Existen solo dos episodios importantes en la novela que reflejan la mirada de Eduardo sobre la vida en Jotón y su comportamiento como esposo-padre, ya que en general en la obra se adopta un narrador heterodiégetico que focaliza de manera casi hegemónica en  Marisa. En esta sociedad americana que él tanto ama y admira, sin reparar en ello, el fácil acceso a las armas como la que se compra Eduardo en el shopping, marca que no todo lo que brilla es oro en los hábitos del American way of life. Pero eso ya no importa porque para él la vida únicamente pasa por el prestigio, el reconocimiento, el buen pasar y una buena educación para su hija:

“Al fin de cuentas, eso ha hecho siempre, arreglárselas solo, sin ayuda de nadie. Marisa, en cambio, se la pasó dependiendo de otros y ahora no hace más que lloriquear de la mañana a la noche, sin lograr olvidarse de una vez por todas de sus padres y de la Argentina. Porque ¿qué es su pasado para ellos hoy en día, felizmente instalados en Houghton, con dos trabajos bien pagos, prestigiosos y asegurados, con  una casa preciosa y una educación de excelencia para su hija? Una rémora. Un lastre. Y él está harto de explicarle cómo son las cosas a la pedorra de su mujer. En realidad, la base del problema es que no todos tienen la garra necesaria para adaptarse al Primer Mundo.” (Crespo, 2016: 134).

Finalmente, el trabajo narrativo de Crespo es sumamente minucioso en el sentido de configurar una novela circular que empieza con la partida de los protagonistas y termina con el regreso de Marisa y su hija a Buenos Aires, dejando atrás esos años oníricos e inimaginables en Jotón.

La novela finaliza con una aliteración que resalta la letra O en donde se refuerza nuevamente el trabajo con el lenguaje: “¡Tiene un cero, señora! ¡Un cero redondo y gordo!” (2016:197), le dice un ciruja en la calle que la desafía y confronta con su propia verdad. “Redondo y Gordo”, refiriendo a la segunda sílaba de Jotón, donde se potencializa esa O de un nombre que no solo aplasta, sino que además llega a asfixiar a Marisa. Porque Jotón puede ser tan redondo como el destino o como el mundo.

 

Un fantasma recorre Europa: “1945” de Ferenc Törok (Katapult Film)

Por: Facundo Bey[1]

Imagen: Fotograma de 1945.

En esta reseña, el filósofo y politólogo Facundo Bey explora las preguntas desatadas por la película 1945 del director húngaro Ferenc Törok, recientemente estrenada en la Argentina. Insertándose en un entramado de obras artísticas que abordan el tema, el film vuelve a instalar la cuestión tan vigente hoy en día de la complicidad de la ciudadanía de a pie en crímenes de lesa humanidad.


El 29 de septiembre pasado llegó finalmente a las pantallas grandes de la Argentina este multipremiado film del director húngaro Ferenc Törok que fue, en realidad, estrenado el año pasado en Berlín. La historia, una adaptación del breve relato “Hazatérés” (“Regreso al hogar”), incluido en el libro Lágermikulás (El crujido de las botas vacías, 2004) del escritor Gábor T. Szántó (1966), natural de Budapest, retrata en blanco y negro la llegada de dos judíos ortodoxos a una pequeña ciudad húngara en la que se está por celebrar un casamiento entre una campesina y el empleado de una perfumería cuyo temperamental padre es, a un mismo tiempo, propietario del comercio en el que trabaja el joven y alcalde del lugar.

La marcha espectral de estos dos desconocidos desata las tensiones invisibles que colman el aire saturado del pueblo, en el que, junto a sus personas simples y características conviven los fantasmas de una silenciosa culpa colectiva que estos visitantes extraños sacuden con su sola presencia. Los protagonistas del film no son, sin embargo, estos ilustres visitantes ni su misterioso cortejo, en el que son acompañados por un carretero que transporta una frágil caja con la que llegaron en tren a la estación del pueblo, sino los rumores que circulan lenta pero brutalmente, con la pesadez y la furia de la marcha de un paquidermo. Los murmullos toman vida propia, se apoderan de todo, vuelven a fundar lo real. Más que como una peste que avanza sobre los hombres y mujeres, salpicando mortíferamente sus danzas y sus alimentos, los ecos levantan el telón detrás del que se oculta la escena final de una podredumbre provincial maquillada hipócritamente con resignación, dinero y salvación ultramundana.

¿Cuál es la pregunta que esta película propone al espectador? Como es sabido, la inmediata posguerra dio lugar con increíble velocidad y lucidez a centenares de films que tematizaron la naturaleza de las relaciones humanas antes, durante y después de esa gran catástrofe mundial, quizás con una capacidad igual o mayor que la literatura. No solo me refiero al neorrealismo italiano y los insoslayables Roberto Rosellini o Vittorio De Sica, sino a otros directores italianos que filmaron, con estilos muy distintos, grandes obras, sobre todo durante los años ’60, como Luchino Visconti, Luigi Comencini, Pier Paolo Pasolini, Dino Risi, Francesco Rosi, Valerio Zurlini y Mario Monicelli; o a la maestría de los alemanes Bernhard Wicki, Wolfgang Staudte y, más tarde, Michael Verhoeven; al francés Robert Bresson e incluso a la magnífica incursión en este terreno de su coterráneo Jean-Pierre Melville con su L’armée des ombres (La armada en las sombras, 1969); al polaco Andrzej Wajda y su inolvidable Krajobraz po bitwie (Paisaje después de la batalla, 1970); al demoledor Ormens ägg (El huevo de la serpiente, 1977) del sueco Ingmar Bergman; o a los directores soviéticos Andrei Tarkovski y Elem Klimov.

Esta enorme y valiosísima producción aquí consignada difícilmente pueda ponerse cara a cara con la recuperación temática de los últimos años del cine, caracterizada por un exagerado recurso a los efectos especiales durante las escenas de combate. Desde el punto de vista de la literatura contemporánea, merecen destacarse el autorreferencial (lo que no significa un demérito) Un roman russe (Una novela rusa, 2007) de Emmanuel Carrére y Wil (Voluntad, 2016) de Jeroen Olyslaegers, entre las novelas que buscaron regresar sobre la tentativa de comprender en qué modo aún podría hablarse de un carácter humano de relaciones entre hombres reducidos a engranajes de máquinas de guerra y ceniza.

libros

El amberino Olyslaegers explora en Wil, por medio de una historia que despierta la incómoda complicidad del lector desde un primer momento, la dificultad para determinar inocentes y culpables entre los ciudadanos de la urbe belga que lo vio nacer y que colaboraron de un modo más o menos directo con las fuerzas de ocupación nacionalsocialistas desde sus posiciones, por mínimo que pudiera ser su poder efectivo en cuanto individuos, pero sin subestimar los subsuelos morales de la sed de supervivencia. La película de Törok, podría decirse, retoma esta cuestión a partir del libro de Szántó, pero elige hacerlo desde un lugar muy distinto, de un modo más difuso que el que emplea la narrativa de Olyslaegers pero, a su vez, más determinante. El húngaro sumerge al espectador en la cotidianidad, pero utilizando esta familiaridad para disolver lentamente cualquier empatía naïve mediante los propios gestos y acciones de los personajes: sus silencios, sus palabras, sus miradas, su carácter evasivo y, finalmente, su desmoronamiento colectivo.

En el pueblo de 1945, una vez terminada la segunda guerra mundial, nada ni nadie descansa en paz, ni los vivos ni los muertos. La aparente apacibilidad del lugar descansa en una violencia tácita, en un pacto de complicidad que no sólo ha silenciado a sus habitantes, sino que los ha dejado enmudecidos y entumecidos. Los vivos tomaron el lugar de los muertos y de lo que ha muerto cuando asumieron que podrían continuar con sus asuntos como si nada hubiera pasado. Los muertos, por su lado, reviven ya sin miedo, alzándose protegidos por la memoria y el sufrimiento. El miedo de los victimarios y sus cómplices despierta un monstruo que solo sobre el final se muestra de pie en su esplendor más terrorífico y que, tras un rito de justicia que enciende la visión de un aquelarre, se hunde estúpido en la tierra frente a la indiferencia de las víctimas (nuevamente victimizadas por meduseas miradas grises) quienes, al ritmo de la verdad y su desolada desnudez, vuelven sobre sus pasos para abrirse camino y seguir.

Sin dudas, el film logra poner entre signos de interrogación durante su desarrollo el lugar fáctico de lo humano en las relaciones entre las personas, en un contexto mundial excepcionalmente fértil y urgente para plantear y replantear cuáles son los sentidos comunes que con crudeza justifican desde hace siglos la expoliación material presente y futura de hombres y mujeres cuya mera existencia se presenta como clandestina en el espejo perverso de la ciudadanía, del derecho y del interés nacional, nociones que gozan del prestigio de ser hijos de la mater pace, cuyos propios progenitores son nada menos que el odio, la codicia, la soberbia y la destrucción.


[1] Mg. en Ciencia Política (Instituto de Altos Estudios Sociales-Universidad Nacional de General San Martín), Doctorando en Filosofía (Escuela de Humanidades-UNSAM; Becario CONICET), Investigador (Centro de Investigaciones Filosóficas; Universidad de Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Gino Germani), y Profesor de Ciencia Política (USAL).

El pavor de la tecla: Vidales y la letra de la máquina

Por: Juan Cristóbal Castro

Imagen: vbelinchón

En esta nota, el profesor Juan Cristóbal Castro analiza las imágenes en torno a la máquina de escribir presentes en la obra del poeta colombiano Luis Vidales para pensar las relaciones entre el cuerpo, la máquina y la literatura.


Una máquina de escribir puede ser un revolver o un abanico

Rodolfo Walsh

I

Hay miedos que no podemos controlar, bien sea porque desconocemos su naturaleza o porque nos gusta secretamente dramatizarlos para fines personales. En una escena del poema “Una carta a Pepe Mexía” de Luis Vidales, escrito para su libro Suenan timbres (1926), el sujeto lírico quiere contarle al célebre ilustrador antioqueño, supuesto destinatario del escrito, varias cosas en “versos claros y sencillos”. Sin embargo, le advierte sobre el temor de que sus palabras “no vayan a salir” de su cabeza “como de una máquina norteamericana”. El símil acude entonces a lo que podríamos pensar como una imagen de peligro, una forma de amenaza no necesariamente consciente o intencional en la que se esconde una difícil realidad para el escritor tradicional, a saber, que las palabras de la creación estén por lo visto mediadas por un intruso mecánico y extranjero, que de paso es del imperio en un momento donde la pérdida de Panamá seguía teniendo agrios recuerdos en Colombia.

La cita en el poema pareciera sugerirnos que la cabeza y el cuerpo deben permanecer inmunes frente al contacto de la técnica, pero lo curioso es que se compara la sencillez y la claridad de la enunciación con el acto del artefacto, como si en su rapidez tuviera un valor de verdad, de verdad pura y transparente, de verdad inmanente, sin ruido o interferencia. Entonces el problema reside menos en la intrusión misma del objeto mecánico, que en el posible desprestigio que pueda sufrir la conciencia y el lenguaje articulado para enunciar la realidad, instancias hasta ahora privilegiadas por la pluma del letrado latinoamericano cuando escribe sobre el papel. Semejante recelo y aprensión puedo entonces recordarnos por qué el mismo Sigmund Freud pensó alguna vez el inconsciente como una máquina de escribir: en él las palabras podían surgir como letras sin control sobre la página, letras liberadas tanto de la gramática y la sintaxis como de la inspección detallada del ojo en la continuidad del trazo.

Quisiera entonces pensar este acto de descontrol de la letra en la obra del poeta Luis Vidales como producto de la atrofia de una doble relación: por una parte, la de la mano y el cuerpo con un nuevo tipo de régimen de escritura, y por otro, la de la cultura de las Bellas Artes —y por supuesto Bellas letras— con un instrumento u objeto más industrial y profano, como es la misma máquina dentro de las nuevas condiciones de trabajo mecanizado; por eso el miedo que nos describe el autor frente al instrumento tecnológico pudiera obedecer menos a un súbito arrebato nacionalista que a las nuevas condiciones de escritura que pareciera darse en Bogotá para esas fechas.

II

Es muy probable que la máquina de escribir haya llegado a Colombia a finales del siglo XIX de manera más visible. No dudo que antes algún empresario o coleccionista privado haya comprado alguna en Norteamérica, trayéndola a su país natal, tal como sucedió en muchos países de América Latina. Lo que sí es cierto es que en 1894 hay una publicidad famosa de las máquinas de escribir Hammond que vendía la empresa Camacho Roldán & Tamayo y salió en el periódico El Heraldo de Bogotá. Ya a comienzos del siglo XX podemos encontrar su uso más estandarizado en algunas oficinas públicas, como en la misma Policía Nacional, y a partir de 1909 se empieza a diseminar en varias instituciones del Estado. Quizás por eso, al final de la Vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, el famoso cable escrito por la burocracia estatal que comprueba la desaparición de los personajes devorados por la selva se dé al parecer en máquina de escribir, si seguimos la tesis que esgrime Felipe Martínez Pinzón en Una cultura de invernadero (2016). Tampoco resulta casual que el mismo Eduardo Zalamea confesara que comenzó a trabajar su Cuatro años a bordo de mí mismo (1934) en un aparato de marca Continental junto con otros “ruidos callejeros” (308). La invasión imperial era por lo visto más que evidente.

 

Periódico El Heraldo, anuncio sobre la Hammond

Periódico El Heraldo, anuncio sobre la Hammond

 

También ya en las empresas privadas venían usándose, por no mencionar los institutos profesionales de instrucción (como la Escuela de Artes y Labores Manuales para señoritas), y por eso su publicidad se hace cada vez más frecuente en los periódicos desde finales del siglo XIX y comienzos del XX. No sólo Camacho Roldán & Tamayo tendrían el monopolio de la distribución y venta de algunas de estas máquinas, especialmente la Hammond, sino también J. V. Mogollón & Cía, o la misma Bedout, que también fue representante de la Remington. Además, muchas de estas empresas ya estaban siguiendo modelos fordistas de trabajo serial y de producción masiva. Curiosamente, en 1914 se patentó una máquina silábica que inventó el Sr. Pedro Roble Pardo, la cual fue llamada «Colombia» y tenía un teclado con sílabas, en vez de presentar todas las letras separadas como lo hacían los modelos de la época. La construcción de esta particular máquina de escribir tardó siete años y fue presentada al público ese mismo año. Además, el autor afirma que este invento fue financiado por la Asamblea Nacional de la época; lamentablemente, como podemos deducir del desarrollo de la tecnología en la actualidad con el teclado estandarizado, la idea no prosperó mucho, salvo por el hecho de generar cierta fascinación en el momento con tintes nacionales; y así en consecuencia la guerra contra estas “máquinas norteamericanas” había fracasado.

 

Máquina de escribir silánica “Colombia”.

Máquina de escribir silánica “Colombia”.

 

La presencia del aparato en las primeras décadas del siglo XX se hacía cada vez más relevante, tal como vemos en un curioso testimonio de la Revista de Misiones en agosto de 1929, editada por padres católicos misioneros. Ahí vemos cómo el Cacique Arquía, quien estaba a cargo de la comunidades que habitaban las regiones comprendidas entre Arquía y el Toló, le pide al padre Severino, prefecto apostólico de Urabá, “una máquina de escribir para aprender”. El propósito podría lucir algo curioso, pero al final resulta más que revelador, considerando la incidencia que tienen las tecnologías sobre nuestros cuerpos. Para ellos la máquina podría hacerlos “más capaces”. Les ayudaría también a entrar a la “civilización” al ser más útiles y de ese modo “desarrollar” sus cerebros; no deja de ser peculiar que junto al aparato pidan también como regalo “dos revólveres para defender las personas y los intereses de la tribu”; como sabemos, junto con las letras siempre han llegado las armas, y, si revisamos con cuidado la misma historia de los primeros productores de la máquina de escribir, descubriremos que fueron también grandes fabricantes de armamento.

Pero esta evolución no puede verse sino en relación con otra tecnología. Me refiero a la linotipia, que para ese entonces fue sustituyendo a la tipografía en Bogotá. Inventada por Ottmar Mergenthaler en 1886, sirvió para mecanizar el proceso de composición de los textos que van a ser impresos. Como la máquina de escribir, se valió de un teclado y sustituyó el “tipo” por la “tecla”. En la novela La Casa de vecindad (1930) de José Antonio Lizarazo, escrita por estas fechas, el protagonista queda desempleado por culpa de su uso. Él y Juana, la otra protagonista, terminan así arrojados fuera de la circulación de la escritura mecanizada; no sólo execrados de la sociedad, sino del nuevo régimen laboral de la letra y la aceleración. Ella, que sabe de mecanografía y no consigue un puesto de secretaria, y él, que era tipógrafo en una era del linotipo. “Las invenciones son muy útiles y buenas, (…) pero quitan pan a los pobres”, dice el narrador. En la obra, escrita en un estilo sobrio y realista, vemos que el diario y las cartas son el único lugar de visibilidad del personaje principal. En ellos, este se auto-examina, se confiesa, se reconoce, y por eso ve la pluma misma frente a su escritorio “como si estuviera contemplando un espectáculo trascendental”.

Así, se instaura entonces un nuevo régimen de inscripción donde los dedos, las letras como unidades discretas, la escritura serial y automatizada, van a tener predominancia. Un régimen que tiene como antecedentes la escritura telegráfica, sobre todo a partir del modelo de Hugues y Boudot, y por supuesto la anotación taquigráfica. Este régimen extrema lo que ya había abierto la imprenta, es decir, la ruptura de “ese íntimo lazo entre el gesto manual y la inscripción gráfica”, reduciendo “el trabajo manual (…) a la implementación de secuencias predeterminadas”, para usar las palabras del antropólogo Tim Ingold, y donde además se impone el “gesto que coloca conceptos o sus símbolos en una secuencia ordenada”, según nos advierte Vilém Flusser.

Este invento, que para Friedrich Kittler en Discourse Networks 1800/1900 “desvincula la mano, el ojo y la letra”, va a trastornar toda una relación armónica que había entre estas partes del cuerpo en el trabajo artesanal. Por eso el mismo Flusser definiría este trastorno e incomodidad en “El camino hacia lo no cósico” como una “atrofia de las manos”, al verse toda ella ahora suplantada por la mera punta de los dedos, cambio clave para entender por cierto su teoría de las imágenes técnicas.

Atrofia que es a su vez una forma de discontinuidad, y por supuesto de perdición: el cuerpo del escritor permanece incontrolado, fuera de orden, out of joint, y en esa ruptura, en esa suerte de differance, se cuelan también los procesos de automatización. Es bien conocida la tesis del mismo Richard Sennett a este respecto, quien en El artesano (2008) señala que el oficio artesanal se define a partir de un ejercicio que conecta la mano con la cabeza, pero luego con la modernidad industrial empieza a darse esa desconexión, ese desbalance, esa perturbación. “La civilización occidental ha tenido un problema de honda raigambre a la hora de establecer conexiones entre la cabeza y la mano, de reconocer y alentar el impulso propio de la artesanía”, dice con cuidado.

¿Pero es este el miedo de la máquina que dramatiza Vidales?

 

III

La máquina que usó Luis Vidales fue una Corona portátil, una de las más exitosas para la época, predilecta por los reporteros gracias a su flexibilidad y practicidad, y cuyo costo en Colombia fue apenas de cincuenta pesos. En los poemas de Vidales “Música de mañana” y “El cerebro” del libro Suenan timbres (1922) aparece en escena bajo un lenguaje corrosivo e irónico.  Le sirve para pensar, desde su particular uso del humor sarcástico y provocador, las nuevas condiciones técnicas y culturales de la modernidad que viene viviendo Bogotá en esos momentos. Si en el primer poema cuestiona el lugar de la alta cultura en tiempos de reproductibilidad técnica, en el segundo reflexiona sobre los cambios del cuerpo gracias a las nuevas prácticas tecnológicas donde vivimos.

 

 

Máquina Corona en Por Art Typewriter Collage, Foto: David Hins

Máquina Corona en Por Art Typewriter Collage, Foto: David Hins

 

 

Detengámonos muy brevemente en un extracto del primer poema:

La máquina de escribir es un pequeño piano de teclas redondas.
Vendrán grandes «virtuosos» de la máquina de escribir.
Serán gentes de largas melenas y de ojos melancólicos.
En las noches de luna. Sonatas. Y nocturnos. Y gigas. Vibrarán las máquinas de escribir.
Y su ritmo -bajo las estrellas- nos llenará el alma de deseos y de recuerdos. (153)

 

El poema escrito en versos libres, cercano a la prosa, juega con la metáfora que establece una comparación entre dos instrumentos: uno de comunicación y de invención reciente, como es la máquina de escribir, y otro de arte, de mayor antigüedad, como es el piano. La relación, salvando esas diferencias, se sostiene en dos hechos. El primero es que ambos se valen de los dedos y el segundo es que generan cierta sonoridad: mecánica y serial la primera, melodiosa y continua la segunda. Frente a este vínculo que nos evidencia el lugar del cuerpo y sus sentidos, se opone la desvinculación cultural: un instrumento mecánico de escritura en oposición a uno de expresión artística, recreacional, y aquí Vidales no es ingenuo al proponer esta suerte de corto circuito deliberado.

Otra diferencia entre los dos aparatos la ve el antropólogo Tim Goldon en “la dirección del proceso de significación” de sus respectivos sistemas de anotación. Al leer un escrito, nos dice, “se asimilan los significados inscritos en el texto”, mientras que al leer un texto musical lo importante es la ejecución, es decir, “la representación de las instrucciones inscritas en la partitura”. Así, el caso de la máquina “nos conduce hacia dentro, hacia los dominios del pensamiento reflexivo”, al contrario del piano que “nos conduce hacia fuera, a la atmósfera sonora que nos rodea”. Sin embargo, Vidales nos propone una equivalencia que abre una posibilidad de pensar desde otras coordenadas los instrumentos. Además juega con el hecho de burlarse de una tradición elitista, exclusiva, de las bellas artes, que hasta ese momento había sido fetichizada como práctica recreacional en las clases altas bogotanas. Se mofa así al vincularla con este aparato meramente técnico y estandarizado, todavía visto con desprecio por los escritores. Con ello está descolocando toda una concepción de la cultura que establece jerarquías de orden y valores. Vemos así, por un lado, el lugar del cuerpo y los sentidos ante un nuevo aparato, y por otro, las transformaciones culturales ante una nueva realidad moderna.

El segundo poema nos ayuda a pensar mejor las implicaciones de las transformaciones tecnológicas en el mismo medio de escritura, algo que solemos pasar por alto al naturalizarlo como algo normal e incluso insignificante. Lo llamativo es el lugar del cuerpo en estas nuevas condiciones de labor mecanizada. Cito:

El cerebro es una máquina de escribir.

Las teclas redonditas –en hieras– dan contra la pared

interna de la frente.

Cuando la punta de la pluma hace presión sobre el papel

y corre, yo siento el ruido de las teclas.

Hay letras –la b, la l, la m– ya deterioradas, que mi

máquina escribe mal.

Y el sombrero –el gran sombrero– es la funda de mi

máquina de escribir. (171)

 

El poema, escrito en tono directo, con registro descriptivo, con lenguaje coloquial y en versos libres como el anterior, va relacionando metafóricamente el cuerpo humano con la máquina. Pone en escena el famoso dictum de Nietzche cuando, después de usar una máquina, sentenció que las tecnologías determinan nuestra forma de pensar. Las distancias entre lo interior y lo exterior se diluyen en el extracto del poema, y por eso las “teclas redonditas (…) dan contra la pared interna de la frente”, así como el sujeto lírico siente el mismo “ruido de las teclas”. La cabeza y la mano son las partes que entran en este proceso de transmutación, y de ahí que la funda del aparato al final del poema sea el mismo sombrero de la persona que lo usa. Los desplazamientos y mezclas reordenan las relaciones entre el hombre y la máquina, entre el cuerpo mismo y su utensilio.

En la tercera estrofa hay un momento interesante en que entre los guiones pone de relieve las letras mismas. Si bien no llega al punto de poner en evidencia eso que el crítico Rubén Gallo una vez consideró como “escritura mecanogenética”, es decir, como un tipo de escritura literaria o poética que va más allá de describir a la máquina y altera la misma estructura sintáctica del idioma para ponerla en escena, ya vislumbra una nueva visibilidad del alfabeto, producto de estas condiciones (Mexican Modernity); lo curioso es que estas letras aparecen escritas mal, deterioradas por el aparato.

Las relaciones entonces entre órganos y máquina se difuminan e integran de manera particular. Sabemos que es una línea de reflexión en los poemas del autor de Suenan Timbres. En “Cinematográfica” vemos cómo la percepción humana del paisaje queda mediada por el cine, o en “Instantáneas” el sujeto lírico es una cámara fotográfica. Para Vidales, lo corpóreo siempre está penetrado por sus prácticas y las inscripciones de las nuevas tecnologías intervienen sobre él. El medio, como pensaría McLuhan, no es una extensión del cuerpo, sino que está vinculado, como propondría Kittler, con sus discursos y prácticas técnicas. Además el poeta se inscribe, como buen artista moderno que es, dentro del programa de Walter Benjamin, quien veía en su famoso trabajo “El autor como productor” la necesidad de pensar la “técnica literaria” como “la función que tiene la obra dentro de las condiciones literarias de producción”.

Pero quedan algunas implicaciones culturales que reflejan estos poemas y que vale la pena mencionar, así sea de pasada. Además de mostrar estas transformaciones del cuerpo, el autor le da un rango de visibilidad hasta ahora inadvertido o menospreciado a un objeto y una práctica, que no es sublime, ni sentimental o íntima. Todavía la escritura a mano tenía y tiene el valor de ser una escritura auténtica, relacionada con la tradición republicana, cercana a lo más íntimo y esencial: Andrés Bello en su famoso “Discurso Inaugural” recomendaba a los poetas americanos “tomar la pluma”, y Juan María Gutiérrez en “La literatura de Mayo” pedía que los poetas nacionales deberían tocar las liras del sentimiento con “manos puras de toda mancha”; por no hablar de José Enrique Rodó, quien veía que la mano del poeta era la que tendía puentes para el tránsito imprescindible de la “idea a la forma y de lo real a lo ideal”.

Si bien en el poema “La madre” de Rafael Núñez, uno de los momentos en que hace presencia la escritura a mano en la literatura colombiana, la pluma es incapaz de copiar la idea de la maternidad, igual está cerca de su necesidad vital. Asimismo en la novela de Jorge Isaac para Efraín, a quien por cierto le encantan las arias de piano, la pluma era infructuosa para recordar los momentos vividos con María, pero aun así estaba cercana al sentimiento, a lo propio. Bien lo describe un gran amigo de Luis Vidales, en una de sus fabulosas crónicas, cuando destaca el poder de la escritura a mano:

Una carta escrita a máquina no sería tan expresiva, no nos impresionaría tanto, como una carta manuscrita. Nunca perdonaríamos a nuestra madre o a nuestra novia que nos escribieran en máquina su correspondencia íntima. Al través de los correctos caracteres mecánicos no percibiríamos con aquella precisión las huellas del amor que nos profesan, el temblor de las lágrimas o el grito lejano de la alegría. Todo esto sólo lo sentimos bien en los adorables garabatos que una mano temblorosa ya dejó sobre el papel sencillo o que unos dedos finos trazaron sobre la cartulina perfumada (“El espíritu y la letra”, 33).

 

El poder de la expresión para Luis Tejada está del lado de lo “adorables garabatos”, por más complejo que sea la tarea de acercarse al sentimiento mismo, a la intimidad, tal como vimos en Núñez o Isaac. Todavía la mano era el refugio para los creyentes y afortunados: para finales del siglo XIX la caligrafía en Colombia seguía las pedagogías clásicas de influencia católica con cartillas como las de Eustacio Santamaría, privilegiando la letra bastarda e inglesa, y sólo en las décadas del XX es que aparece la Palmer, al igual que se hacía cada vez más frecuente el uso y aprendizaje de la taquigrafía, formas ya profesionalizadas de este tipo de escritura manual. Sin embargo, seguía siendo una práctica privilegiada de quienes podían ir a una buena escuela, considerando los problemas de la educación pública del momento que tan bien reflejara por cierto Tomás Carrasquilla en su cuento “Dimitas Arias”. En todo caso, cómplice y a la vez testigo de una imposibilidad, la escritura a mano reposaba al lado de las expresiones más íntimas y subjetivas, cosa que con los poemas de Vidales se pone en entredicho.

Además con la presencia de la máquina también se da un corto circuito en el sistema de relaciones que unía antes la voz articulada con la mano, el ojo y la escritura sobre el papel. Este circuito partía de una voz que silenciosamente le ordenaba a la mano ejecutar trazos gramaticales sobre el papel, vigilando a su vez cada movimiento con el ojo durante el proceso, relación que venían naturalizándose a finales del siglo XIX cuando los silabarios modernos irían uniendo la enseñanza de la escritura con la de la lectura, supeditando todo a la representación de la oralidad internalizada, clara y aprehensible del idioma.

Un cortocircuito que no había que desdeñar, por más insignificante que pueda parecernos hoy en día, pues tenía y tiene implicaciones mayores sobre la cultura. Es verdad que ya la letra estaba entrando en crisis con la pérdida del estatuto metafísico que le daba el sonido armonioso de esa oralidad ubicada en la conciencia, sin desmerecer por supuesto la pérdida de la operatividad privilegiada que gozó el intelectual “letrado”, escritor a mano en los comienzos de las repúblicas, cuando trabaja cerca de las instancias de poder del Estado. Pero ahora la amenaza se acrecienta, confrontando todavía más ese estatuto ontológico al usar la escritura, la letra misma, como mera marca de unidades discretas, azarosas, bajo la figura del cómputo o del dígito de la tecla, sin obviar ahora el lugar del secretario profesional (y sobre todo de la secretaria) que burocratizaron la escritura a tal punto que quedó supeditada a una simple práctica de producción y circulación de informes, comunicados y folletos empresariales.

Ahora bien, como sabemos, luego la máquina de escribir se convertirá en un dispositivo importante que colaborará en varias funciones estatales. Servirá en la recolección y registro de información de sus archivos institucionales, ayudará en la estandarización verbal de la lengua que siguió protocolos administrativos que buscaban depurar los procesos de transmisión, circulación y comunicación, y promoverá la implementación del modelo fordista y taylorista del capitalismo moderno dentro de la escritura. Ya para las primeras décadas del siglo XX, fecha de publicación de los poemas de Vidales, se estaban dando estos cambios. Frente a ello, el poeta colombiano responde pensando en otras posibilidades de su uso, tomando además el aparato como despliegue metafórico para abrir otras relaciones entre cuerpos y objetos, llenándolo de una magia secreta que el mundo secular ha ido rehuyendo, negando o dirigiendo. Dicho de otro modo, y ya para concluir, sus poemas empiezan a trabajar un nuevo régimen de la letra donde, a la vez que reconoce sus usos en los cuerpos, abre otras posibilidades de conexión para pensarlos, trabajarlos, poetizarlos.

El miedo entonces por el aparato cede a la rebelión. El poeta ataca con el poder alquímico del lenguaje figurado en la capacidad que tiene de darle movimiento a “las cosas inanimadas”, relacionando así lo que no es relacionable, abriendo puentes, espacios. Y lo que parecía al principio darle pavor, no era más que un recuerdo para poner en escena un cambio. La lucha contra el imperio no se había perdido.

 

 

Composición figurativa en Pepe Mexía: historia de la caricatura en Colombia

Composición figurativa en Pepe Mexía: historia de la caricatura en Colombia

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Jacanamijoy, huairahuahua, hijo del viento

Por: Ángela Martin Laiton

Imagen: «Caminos de semillas en el aire», Carlos Jacanimijoy.

En el presente texto Ángela Martin Laiton, estudiante de la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM), recrea una entrevista con el pintor del Putumayo colombiano Carlos Jacanamijoy. Con forma de charla, entre sorbos de té de coca, Martin Laiton fusiona entrevista con biografía para contarnos momentos, decisiones y escenas del itinerario artístico de Jacanamijoy, quien combina una historia propia de ancestralidad como descendiente de la tradición Inga con inclinaciones desde su infancia a la pintura europea.


En el antiguo asentamiento norte del Tahuantinsuyu, con capital en el Cuzco, un niño sentado en una tulpa, banco en quechua, dibuja con los tizones del fogón el rostro de su papá. Todo recuerdo primigenio del chico se remonta a la tulpa, allí ocurren las cosas más importantes para los ingas. “En la tulpa y alrededor de ella están los quehaceres de las cocinas, la tradición oral, los rituales, se nace, se muere. Todo pasa en ese lugar», me dice el niño pintor, más de treinta años después, mientras me mira con ojos de pájaro en el taller de su casa. El lugar huele a pintura, hay más de seis cuadros gigantescos alrededor. Todo es verde, amarillo y azul en esa tarde fría bogotana, Carlos Jacanamijoy habla pausado con el acento putumayense marcado, mientras bebemos té de coca.

Descendientes directos del inca Huayna Cápac, al sur de Colombia conviven los Katmensá y los Ingas; pueblos originarios guardianes del macizo colombiano, en la región andino-amazónica. Según crónicas firmadas por el Inca Garcilaso de la Vega, la ocupación de esta zona se produjo “en las postrimerías de la edad de oro del imperio, periodo de expansión y auge iniciado por Pachacútec hacia 1400. La penetración de la frontera sur del actual territorio de Colombia ocurrió durante el reinado de Túpac Inca Yupanqui, hacia 1520, cuando se produjo la toma de Pasto”[1]. Los habitantes del territorio resistieron la invasión española, con la llegada de Capuchinos a evangelizar, muchos ingas huyeron, pues no se caracterizan por ser un pueblo guerrero. “No somos guerreros, pero sí fuertes” dice Jacanamijoy, descendiente de la tradición inga. Su padre don Antonio Jacanamijoy es un chamán antiguo de la zona; con él y su abuela, Carlos aprendió todo sobre su propia ancestralidad.

El proceso de colonización hizo de los ingas viajeros, muchas familias salieron del territorio a andar diversos países de América Latina y departamentos colombianos. El aprendizaje del viaje está marcado en la vida de Carlos Jacanamijoy; supo llevar su tradición ancestral a donde fuera. En la ruta también conoció la discriminación a los pueblos indígenas y las distinciones que quieren hacer los mestizos de sí mismos.

“De manera inocente me fui metiendo a ser artista porque parte de la labor es esa, ver hacia dentro de uno mismo y transformarse como ser humano. Ser consciente del ADN que llevamos. En el Museo del Oro somos orgullosos de ver el Poporo Quimbaya por ejemplo. Pero salimos y vemos un embera ahí en la calle y ya no pensamos igual. No nos amamos, no queremos el territorio o la tierra que estamos pisando, de la que somos parte orgánica, parte biológica, no la queremos”.

Dice sentado en una tulpa con las manos puestas sobre las rodillas, viendo fijamente a los ojos.

Jacanamijoy - Aun no ha dejado de palpitar

«Aun no ha dejado de palpitar», Carlos Jacanamijoy

Una mañana tratando de arreglar la antena de un televisor viejo de su casa, vio un comercial sobre una colección de artistas europeos. Hipnotizado por las imágenes viajó días después hasta Pasto, la ciudad más cercana, y compró con su papá algunos ejemplares. Pasaba los ojos a diario por la tradición de la pintura europea; los ingas no han practicado nunca la pintura, lo de Carlos era una muestra perfecta del sincretismo cultural que ocurrió en todo el territorio americano. Jacanamijoy no dejó de dibujar desde ese día; recreaba paisajes hiperrealistas, copiaba a los naturalistas, revisaba las vanguardias. Retrataba a las personas de su casa mientras aprendía la técnica.

Años después informó a su familia la decisión definitiva de viajar a Bogotá, quería estudiar artes. El único de doce hijos al que le había dado la ocurrencia de viajar a la capital para estudiar con los blancos. Los padres de Carlos de alguna forma se mostraron entusiastas, estaba en el imaginario de las personas del lugar que quienes iban a la universidad, salían de allí vestidos de traje con un cartón que los hacía abogados.

“Cuando llegué graduado a mi pueblo todo el mundo me decía doctor, yo les respondía que no, que no soy un doctor. Me respondían: ¿entonces cómo le decimos?, entonces me decían: Joven Don Carlos. Hasta hoy todavía me dicen así”.

El reto fue gigantesco al principio, la brecha educacional entre lo rural y lo urbano siempre ha sido abismal en el territorio nacional. La educación prestada en los territorios rurales nunca se ofrece con la misma calidad que a las personas de las grandes urbes.  Jacanamijoy lo notó en sus primeras clases. Un indígena en la universidad era una rareza en los años ochenta, nadie podía terminar de deletrear el apellido putumayense. Nadie sabía dónde quedaba el Putumayo, la gente de las ciudades colombianas siempre ha acudido a ignorar el resto del país para crear un imaginario inexistente de su propia realidad cultural.

Carlos asistió a varias universidades, finalizó su educación en Bellas Artes en la Universidad Nacional de Colombia. En 1991, ante los ojos atónitos de los asistentes a la ceremonia de grado, la familia Jacanamijoy irrumpió en el auditorio vistiendo atavíos ceremoniales de la tradición inga, collares coloridos y coronas de plumas brillantes. Ese mismo año se creó la nueva Constitución Política de Colombia en la que se reconoce al país como multiétnico y pluricultural. También se reconocieron derechos especiales a las comunidades indígenas. En una entrevista para la Revista Credencial en 2012, el pintor afirmaba:

“Era un tiempo en que a los indígenas ni siquiera nos nombraban, ni existíamos. Empezamos a existir a partir de 1991 porque ni en la primaria, ni en el bachillerato, ni en la universidad, nunca nombraban a los sesenta y pico grupos indígenas de Colombia. Nombraban a los Incas, a los Aztecas, a los Mayas, pero nosotros no servíamos para nada, era como si no existiéramos”.

Cuando don Antonio Jacanamijoy vio las pinturas que Carlos estaba produciendo después de graduarse se mostró confundido, entre risas el pintor recrea la conversación: “¿Cómo así que usted estudió eso, pero si usted ya pintaba. Para qué fue a que le enseñaran lo que ya sabía hacer? Incluso mi papá creía que yo pintaba mejor antes, porque antes yo hacía paisajes, pintaba retratos en técnica naturalista, incluso hiperrealista. Copiaba retratos, yo copiaba esas cosas técnicas muy lindas y las hacía, los retrataba a ellos. Cuando mi papá vio mi obra después de graduarme veía manchas. Me decía: no entiendo si estudió por qué ahora pinta más feo.” Pero la técnica que usa Carlos no surgió de la noche a la mañana, cuando se graduó decidió ir en busca de su propia voz. “El reto principal en las artes está ahí, en la pregunta de si hay algo para decir y cómo se va a contar”.  Pensando en eso volvió al Putumayo, y conversando con los suyos hizo su propia búsqueda. En medio de ella recordó la tarde en que invitó a su abuela a la ceremonia de grado:

“Me dijo que ella estaba muy vieja que para qué venía para acá. Entonces se me ocurrió en ese momento, porque ella estaba sentada en una tulpa comiendo algo. Le dije: por qué no me regala ese banco. Ella me contestó: ¿Este banco feo?, este banco para qué y a una vieja como yo para qué me va a llevar a la ciudad en donde usted se va a graduar de doctor. Después de eso me regaló el banco de una. Y yo cuando me gradué lo que estaba buscando era mi propio lenguaje, original y todas estas pretensiones que tenemos los artistas. Vi el banco después de cinco años y me conecté mucho con que la idea estaba ahí en lo primigenio”.

Aún no ha dejado de palpitar, es el título del primer cuadro que pintó Jacanamijoy y considera relevante en su carrera artística. El inicio de una serie llena de colores vivos en la tela, la selva amazónica, las plantas de poder, los objetos ceremoniales, todo puesto en contexto. Una obra que busca la celebración y afirmación de los saberes ancestrales sin caer en la iconografía precolombina o la anécdota folclórica. El artista putumayense, apropiado de los saberes ancestrales de su pueblo, representa en los óleos objetos de ritos tradicionales, como la tulpa o el sebucán; el nacimiento de los árboles, el vuelo de las aves y la vida de la selva amazónica sin recurrir al paisajismo. La obra está atravesada por colores recurrentes en tonos muy vivos, basados en azules, verdes, amarillos y rojos. Aún no ha dejado de palpitar, es una pintura al óleo sobre lienzo, una imagen de fortaleza ante la conquista. El indígena sigue presente, exprimiendo el sebucán para extraer el veneno de la yuca amarga molida.

A Carlos Jacanamijoy nunca lo abandonó el niño de la tulpa, a diferencia de lo que creen la mayoría de mestizos, los indígenas no dejan de ser indígenas por vivir en la ciudad. El sincretismo que resultó después de la colonia narra con fuerza todo lo que somos como latinoamericanos. Por eso un hombre como Jacanamijoy puede pintar en técnicas europeas saberes ancestrales ingas. Hay críticos de arte, tanto latinoamericanos como europeos, quienes le adjudican el apellido a su producción artística como indígena, o creen que todo su trabajo es producto de la toma de yagé. Son nuevas formas del racismo, la exotización descarada de lo que no se dibuja plenamente occidental. Lo de Jacanamijoy es lo que vuelve, el retorno al ombligo del mundo indígena, una flor amazónica, un trago de yagé, lo que aparece: “He pintado lo que ven los taitas, pero que yo no veo”.  Un viento chamánico, que a través del soplo, se usa para sanar a los enfermos. Por eso un pueblo viajero como el Inga, habita cualquier territorio, lo hace suyo. Ser indígena es más que venir de la selva, es llevarla consigo siempre, una resistencia de más de quinientos años.

Jacanamijoy - Entre luz y sombra sin temor

«Entre luz y sombra sin temor», Carlos Jacanamijoy.

[1]De la Vega, Inca Garcilaso. Comentarios Reales. Libro VIII, capítulo VII. Pág 413. Disponible en:  http://museogarcilaso.pe/mediaelement/pdf/3-ComentariosReales.pdf

Sobre pliegues poéticos: De punta a punta (2018), un poemario de Jorge García Izquierdo

Por: Leonardo Mora

Imagen: Leonardo Mora

De punta a punta (2018) es el primer poemario de Jorge García Izquierdo, autor radicado actualmente en Buenos Aires. El siguiente texto a cargo de Leonardo Mora desea elaborar una aproximación a la voz poética y a las formas implementadas en la obra.


De punta a punta (Jorge García Izquierdo)

Prosa Editores, 2018

73 páginas

 

Jorge García Izquierdo es un joven poeta español que recientemente ha publicado en Buenos Aires su primer libro titulado De punta a punta, con la intercesión de Prosa Editores. En el presente texto intentaremos cristalizar y brindar algunas ideas concretas sobre tal obra, pero reconociendo siempre el riesgo y las dificultades en la tarea de establecer los elementos que constituyen la voz  y las formas de un poemario.

En primera instancia, la experiencia al leer De punta a punta permite ver un cuidadoso trabajo de composición en los poemas; los versos, mayormente breves, denotan conocimiento y experiencia en el manejo de diversos recursos estilísticos. Aunque el poeta es cauto y limpio en la expresión, ello no riñe al momento de generar mundos sugerentes y ambiguos, ricos en metáforas de gran profundidad. Con respecto al temperamento poético, valga traer una interesante confesión de Jorge Luis Borges consignada en el prólogo de su poemario La cifra (1981):

Al cabo de los años, he comprendido que me está vedado ensayar la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección, la obra sabiamente gobernada o de largo aliento. Mi suerte es lo que suele denominarse «poesía intelectual». La palabra es casi un oxímoron; el intelecto (la vigilia) piensa por medio de abstracciones, la poesía (el sueño), por medio de imágenes, de mitos o de fábulas.

Siguiendo esta suerte de bifurcación provisoria, creemos que la naturaleza de De punta a punta pertenecería más al ámbito del sueño, porque sus poemas se ajustan a las características que aduce el autor argentino: esencialmente se elaboran con imágenes. Los versos manifiestan de manera prolífica elementos casi siempre desde un plano visual (detalles del cuerpo de la persona amada, objetos, colores, animales, fenómenos telúricos, etc.) para luego entrelazarse  con la expresión de sentimientos, estados de ánimo o evocaciones de seres en notoria clave nostálgica. Además, gran parte de los escenarios en que se instalan los poemas campean en un ámbito onírico y fantástico:

 

El mundo

se cae cada día y muere,

mientras las flores advierten

que se ha quedado viejo.

Muere la tierra a diario

y resucita entre clavos de fuego.

Espantos entre madera y sangre.

 

Mueren árboles por tablas,

flores por soplidos.

Está ya el mundo mayor,

de cuerpo negro.

Sotanas y más sotanas con falda.

Grita el demonio apostasía

y mueren por fieles carpinteros.

 

(“El mundo viejo”).

 

Otro aspecto recurrente en el poemario de Jorge García Izquierdo es el influjo de una cotidianidad aparentemente anodina, de objetos muertos, la cual es asimilada por la voz poética de manera lúcida y sensible, hasta lograr con creces uno de los mayores cometidos de la poesía: magnificar la realidad, trasponerla a un sentido más espiritual, diseccionarla infinitesimalmente, a través del manejo adecuado de la palabra, y lejos del nulo asombro o de la miopía mental que rige en las conciencias más adocenadas y obtusas:

 

Como en el despertar

de una cobaya doméstica,

desayuno el agua de una planta.

Y entre tantas jaulas de cristales

se oye el ruido de tu muñeca y

la velocidad de tus pulseras.

 

Las casas vacías gritan de soledad:

la ventana sola, las esquinas solas,

la puerta sola, el silencio solo.

 

(Versos del poema Soledad).

 

De punta a punta no sólo poetiza situaciones íntimas y personales, sino que también manifiesta otras de tipo social y político (y aquí valga señalar la faceta militante del poeta). Algunos poemas poseen preocupaciones en tales esferas, pero en ningún momento se advierten visos proselitistas o condicionamientos particulares. Antes bien, los versos se plasman desde una óptica sensible y reflexiva que asiste a circunstancias condenables de la realidad, que se indigna pero mantiene la capacidad de hablar con lirismo sobre ello. El compromiso y la ética en términos activos preocupan a la voz poética, porque la sensibilidad, cuando es real, debe manifestarse en todas las esferas de la vida, debe romper los límites de la individualidad, reconocer la otredad, trabajar por un  verdadero sentido de empatía que contribuya a la armonía social; los tiempos que corren son álgidos y la historia trae de nuevo tragedias que se creían sobrepasadas:

 

Somos una mujer sin dientes pidiendo monedas.

Una extranjera,

una emigrante con otro acento

o una propia que viene con la mochila llena.

 

Que si carne o pescado,

que si rosa o azul.

Todavía. Morir delante del sur.

Desaparecer pecando.

 

Caer delante de los tacones muertos.

Una mitad de las calles silenciada,

una policía brava.

Somos millones de cuerpos sin miedo.

 

(Versos del poema Sin miedo).

 

De cualquier manera, tanto en lo “privado” como en lo “público”, De punta a punta manifiesta notable originalidad e imprevisibilidad en su composición. Al decir de la crítica argentina Alicia Genovese en su libro Leer poesía, “el lugar común, la metáfora congelada por el uso, el formato estrictamente codificado producen un borronamiento de lo singular que tiende a tranquilizar la percepción en una secuencia repetitiva”. En ese sentido, el libro de Jorge García Izquierdo contiene un interesante y potenciado nivel de ambigüedad, que impide la aparición de fórmulas o sentidos gastados, y en contraposición ofrece incontables caminos de tránsito para el pensamiento y el goce estético. Aún más, por su lenguaje, por su talante, el poemario está bastante lejos de ser un compendio de anécdotas en vertical: como plantea Irene Gruss en Notas para echar una tanza, hay una gran intención de “no literalidad”; el motivo de cada poema ha pasado por una metamorfosis o por un alejamiento que le permite consolidarse a partir de la afirmación de un “yo lírico” antes que un “yo literal”.

Sin más intentos -siempre sospechosos- de conceptualización sobre un poemario como De punta a punta, solo resta extender la invitación a leerlo destacando su factura de gran nivel (más aun teniendo en cuenta la corta edad del autor), la cual solicita detenimiento para adentrarse en el mundo poético propuesto: es un viaje que vale la pena y sobresale en medio de la vasta producción actual, la cual no pocas veces surge de una idea equivocada que encuentra en la brevedad de los poemas modernos la vía libre para persistir en la falta de rigor, la superficialidad y la ingenuidad que puede poner en entredicho los criterios tanto de escritura como de lectura. Un poema no es un vómito, ni siquiera lágrimas, señala con acierto Denise Levertov.

 

Una curaduría interdisciplinar. Reseña de “Enredadera” (3.a edición)

Por: Araceli Alemán[i]

Imagen: Portada oficial de Enredadera

De la mano de Araceli Alemán, entramos al complejo mundo de la tercera edición de Enredadera. Mujeres en la literatura y el teatro, una obra interdisciplinaria que convoca a actrices, directoras, escritoras y artistas audiovisuales para difundir los libros de autoras argentinas contemporáneas. El espectáculo se presenta los miércoles y sábados de noviembre a las 20.30 en La Libre, una librería de San Telmo, ubicada en Bolívar 438. La propuesta dio sus primeros pasos con Naty Menstrual y con Gabriela Cabezón Cámara, y hoy presenta en tres puestas escénicas fragmentos de las poderosas narraciones de Fernanda García Lao.


Parte 0 – El baño

Llego temprano. Como siempre, a todo. Tiene sentido esta vez: el teatro es una librería. Me sorprende Johann Jakob Bachofen parado en una mesa central. Creo que nunca había visto El matriarcado en libro físico. Me da felicidad, y eso que no soy fetichista. Están cerca Luciana Peker, Margaret Atwood (no veo El cuento de la criada, sino Penélope y las doce criadas), una cantidad de libros que no conozco pero intuyo que me gustarían y, por supuesto, las escritoras de las ediciones anteriores del ciclo: Naty Menstrual y Gabriela Cabezón Cámara.

Hay vino para servirse y escucho la sorpresa de alguien al que le preparan un café que no tiene que pagar: “es de regalo”. Hay mucha gente, dicen que más de la habitual. Se arma una fila frente al baño y yo estoy primera. Observo como en cámara lenta cuando Fernanda García Lao cruza la puerta del baño y se dirige hacia donde está el micrófono para que, en unos minutos, a oscuras lea el poema que marca el inicio de la función. En persona, parece más menuda cuando está seria y en silencio.

Parte 1 – “Naufragio”

Una actriz enfundada en un vestido celeste baila de espaldas en un rincón mientras bajamos y nos acomodamos en el lado más estrecho del sótano. Es Candelaria Sesin, actriz y organizadora del ciclo junto con la directora de este segmento, Danae Cisneros.

No identifico el primer texto, pero sé que es de ella. (Más tarde, confirmaré que pertenece al libro de cuentos Cómo usar un cuchillo [Entropía, 2013]). Ese absurdo entre hilarante y tremendo. Y la historia: que pasen cosas y no la nada misma, tan hostil a veces para el lector/espectador. La cantante de cruceros, de espaldas primero, de frente después, también acostada en un banco y sumergida debajo del mar, acaba enredada, literalmente, en una red de pesca. No se aleja más de un metro del rincón, y su espacio es gigante. La constricción es productiva. La energía de sus movimientos y emociones es la justa y necesaria para que el público se desborde de risa.

Parte 2 – “Pasión en remojo”

Giramos hacia el otro lado del sótano. Melina Benítez, la actriz que hace de actriz, tiene una mano ensangrentada y vendada. ¡Esto sí que lo reconozco! Es La piel dura (El cuenco de plata, 2011). No sé por qué me entusiasma tanto la asociación en mi mente. Pienso en los aedos y en los rapsodas y en los niños y en la memoria y, más fundamentalmente, en el placer de escuchar historias que conocemos. El director de ficción es Martín Kahan, el único hombre en este universo de féminas. La directora de no ficción es Agustina Suárez. Felicito mentalmente su elección de tal flanco del sótano: algunos ven la escena de frente; otros, como yo, de costado. Me gusta esta perspectiva de la relación actriz-director, siento que quedo en medio de uno y otro. El director se dirige al público de un modo que se me empiezan a formar respuestas en la boca. Cuando se derrama el agua de la palangana a la mesa y de la mesa al piso, todo se detiene. Me conmueve, me silencio interiormente, ya no reconozco la escena.

Parte 3 – “Doy rara”

De vuelta en la planta baja de la librería, al fondo. Otra escena de actriz frustrada, aunque diferente. Marina Carrasco, por la peluca naranja y por todo lo demás, en efecto, da muy rara. La directora, Nadia Sandrone, en la charla abierta después de la obra, entre García Lao, las directoras y actrices, revelará su cautivación cuando leyó en La piel dura la frase que da título a esta parte. Sus pulgares tipearán en un celular invisible desde un colectivo invisible que lo tienen que hacer, que el texto es increíble. Marina Carrasco, a su lado en el sótano, asentirá.

Cuando se publicó la quinta novela de García Lao, Fuera de la jaula (Emecé, 2014), Silvina Friera vaticinó en Página 12 el futuro y el pasado: “No hubo, no hay ni habrá otra igual. Fernanda García Lao es la escritora más rara de la literatura argentina”. La afirmación no tiene nada de hiperbólica.

 

Parte 4 – El after

Todas las participantes del diálogo de cierre afirman, cada una a su manera, el compromiso con la coyuntura política, específicamente en materia de género. No hay declaraciones grandilocuentes, sino la explicitación de una militancia pragmática y cotidiana desde el trabajo de cada una. Esto, que no es poco, no explica todo lo que Enredadera es.

Una curaduría de la obra de García Lao en una librería a cargo de actrices, dramaturgas y artistas audiovisuales es un plan maestro. No puedo enfatizar esto lo suficiente: les pediría que “hagan un esfuerzo lingüístico” (como escribe García Lao en “No hay mantra”, el primer relato de Cómo usar un cuchillo). Por un lado, transformar sus relatos y poemas en teatro es devolver a García Lao a su propio origen teatral; o, mejor, es develar el origen que se actualiza en un contexto diferente con cada nueva publicación de la autora, cuyo lenguaje nunca cesa de estar densamente corporeizado. Movimiento en potencia y en acto. Por otro lado, transformar la librería en museo vivo acerca esta producción artística por fuera de los marcos disciplinares a la noción de Museología Radical de Claire Bishop (Libretto, 2018): un espacio que nos ayuda a comprender y sentir colectivamente lo que ya se encuentra implícito en las obras con el objetivo de cuestionar el presente y concientizar, “en lugar de meramente consolidar el prestigio privado”. Enredadera moviliza nuestras percepciones hacia un borde desde el cual podemos “reiniciar el futuro”.


[i] Lic. en Letras. Egresada del Programa de Actualización en Comunicación, Género y Sexualidades, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente estudia aspectos lingüístico-cognitivos en la narrativa de Fernanda García Lao para su tesis doctoral.

«Que te llames feminista no es importante si tienes un mínimo de consciencia de lo que es ser mujer en esta sociedad». Entrevista a Anna Raimondo.

Por: Laura Novoa.

Imagen: «Nueva frontera del bienestar del ecosistema vaginal» de Marzia Dalfini para Anna Raimondo.

En septiembre de este año la artista Anna Raimondo presentó la exhibición Seremos serias de la manera más alegre en el Centro de Arte Sonoro de la Argentina (CASo). La crítica y musicóloga Laura Novoa tuvo la oportunidad de conversar con ella sobre la muestra, su trayectoria como artista sonora, la importancia de la perspectiva de género en su obra, sus performances en diferentes ciudades del mundo, como Roma, Valparaíso y Bruselas y su opinión sobre el movimiento feminista local.


“¿Soy una artista de radio? ¿Soy una artista sonora? ¿Soy performer? ¿Podría decir que trabajo con estéticas relacionales?”, se pregunta la artista Anna Raimondo. Nacida en Nápoles en 1981, encontró su lugar en el campo del arte contemporáneo cruzando de manera fluida diversas disciplinas bajo una perspectiva de género.

Graduada en periodismo en Bolonia, Raimondo se dedicó un tiempo al periodismo cultural, especialmente en el medio radiofónico. En  Madrid hizo un programa de música vinculado con cuestiones de género y varias secciones de radio de arte contemporáneo. Aunque habla con fluidez distintos idiomas, el acento y algunos problemas de traducción —y otros obstáculos semánticos— la llevaron a explorar otras áreas dentro del género radiofónico. En Londres terminó una maestría en Arte Sonoro,  comenzó a componer paisajes sonoros y continuó explorando el campo sonoro usando el lenguaje como un material más. La dimensión estética y política de la escucha es un elemento fundamental en su obra. “Diría que soy una artista —se definió en una oportunidad— que trabaja con la escucha como una experiencia estética y política; una artista que trabaja principalmente con el sonido y performance como dispositivos para construir espacios públicos”.

La radio fue, además de un espacio de escritura interactiva, su plataforma de experimentación, una suerte de trampolín para luego saltar al espacio público: interactuar con los transeúntes como una nueva audiencia.

«Seremos serias de la manera más alegre» es el título de la exhibición que Raimondo presentó en el Centro de Arte Sonoro de la Argentina (CASo), curada por Florencia Curci, en el tercer piso de la Casa del Bicentenario.

El título de la exposición está tomado de una frase de la filósofa española María Zembrano, con la modificación al femenino de la palabra “serios” del original. “Esa frase —explica Raimondo— se me presentó como una especie de minimanifiesto porque sintetiza la intención de la exhibición: es como un reflejo del movimiento feminista muy comprometido. Pero también sirve para celebrar nuevas perspectivas y nuevas maneras de encontrarse y hacer política”.

Adoptaste para el título de tu exhibición el color verde que aquí se transformó en el símbolo de la lucha a favor de la legalización del aborto, ¿intentaste articular tu exhibición con la lucha feminista en Argentina?

El verde fue, por supuesto, una elección política para hacer resonancia con todo lo que pasa acá. La idea que tuvimos con la curadora Florencia Curci fue armar algo que tuviese sentido en el contexto local. Mostrar aquellos trabajos míos que tuviesen un compromiso con lo que está pasando acá, o con una perspectiva de género, con un deseo de apropiación del espacio público a través de un cuerpo de mujer. Y, al mismo tiempo, una reivindicación de la alegría, de la ironía y de la accesibilidad de la obra de arte. Para mí es importante que las obras generen contenido y que tengan grietas de interpretación a las que todo el mundo pueda acceder. Así que juntamos mis trabajos más frontales. Hay una estética de intervención en los que hemos seleccionado frente a otros más poéticos. En este momento necesitamos decir nuestra verdad sin demasiada retórica. La poesía está, desde luego, pero con un espíritu más de intervención, de activación.

¿Cuándo surgió la necesidad de incorporar una perspectiva de género en tu trabajo?

Desde siempre. En realidad, yo no nací feminista. Para nada. Nací en una familia en un contexto muy heteronormativo del sur de Italia. Mi madre dejó de trabajar cuando nací yo. Tuve la fortuna de empezar a hacer radio-activismo cuando era estudiante. Luego me metí en la radio comunitaria militante. Al principio me interesaba mucho el discurso antipsiquiátrico porque tenía un interés muy fuerte hacia lo normativo y cómo eso impacta en varias franjas de la sociedad. El mundo radiofónico es mi herencia, fundamental no solo en todo mi trabajo sino en mi ser.

Más tarde, en Roma, tuve la posibilidad de acercarme a un colectivo que hacía radio un día entero. Se llamaba “El martes de las mujeres feministas y lesbianas”, y allí empecé a estar más cerca del movimiento feminista con todas sus pluralidades. Me saqué “las gafas”, me volví  más consciente, y no hubo vuelta atrás. Una vez que te das cuenta es inevitable ser feminista. Después, que te definas o te llames feminista, no es importante, si tienes un mínimo de consciencia de lo que es ser mujer en esta sociedad.

En el catálogo de tu muestra te presentás como artista y feminista, además de hija y hermana de ginecólogos, con un feminismo propio y con muchas contradicciones. En este presente, ¿qué visión tenés del activismo sonoro?

Llevo un feminismo muy personal como productora. No me siento activista, pero llevo un diálogo constante con el activismo, algo que hice parte de mi vida. Pero necesité distanciarme. Tengo muchísimo respeto para las activistas en general, pero en un momento preciso de mi vida encontré el lenguaje del activismo demasiado estrecho para mí. Diría que por una cuestión casi económica. Cuando empecé a dedicarme a la investigación más estética, formal —siempre política, pero desde una perspectiva diferente–, empecé a ganar dinero, aunque fuese muy poco; cuando era activista, no. Por eso destaco el hecho de que no soy activista, porque tengo mucho respeto por el activismo. Sé que hoy no lo soy verdaderamente, aunque en este momento estoy volviendo a formas más radicales, como las intervenciones colectivas, o formas más activistas. Pero no me definiría como tal.

En la exhibición vemos una serie de registros en video que son las diferentes acciones que realizaste en Roma, Valparaíso, Londres y Bruselas, donde residís actualmente. ¿Hay dos dimensiones en tu obra: la performance y el registro?

La documentación yo la defiendo como obra, en el sentido que circula y es el trabajo filmado por Naya Kuu, videasta que también trabaja mucho en Buenos Aires. Pero la obra fue la performance, lo que se hizo en el momento. El video es una huella. Esta es otra cuestión importante en mi trabajo.

Raimondo

Remera perteneciente a la intervención ‘Feminismo cotidiano’ (Marruecos).

Apenas el espectador ingresa en la sala se encuentra con «Like a virgin», una interpretación muy personal de la Virgen. ¿Qué te interesó de ese ícono y cómo se relaciona con la exhibición?

«Like a virgin» lo hice específicamente para Buenos Aires. Antes de la Virgen hay una entrevista que me hice a mí misma mientras preparábamos la exposición. Luego está el GIF de la Virgen María que abre el símbolo del rezo en forma de vagina para revindicar su feminismo. Entre sus manos aparece un corazón y una sonrisa. Para mí, más allá de la provocación que puede evocar ese GIF, es una manera de reinterpretar de manera personal y con mucho cariño a la Virgen María. Es un ícono que está muy presente en mi vida desde la infancia. Aun ahora, cuando tengo un problema, le rezo a la Virgen. Pero dándole otra vuelta al asunto, llegué al punto de que la Virgen María dio a luz sin penetración. Mirándolo ahora como feminista y mujer, desde la perspectiva de mis amigas que tienen hijos solas, o de mis amigas lesbianas que tienen hijos, me dije: es un símbolo del feminismo radical, del límite del feminismo, donde no necesitamos a los varones ni siquiera para dar a luz.

Hay una parte de tu trabajo dedicada a tus investigaciones sobre las sirenas. En Mi porti al mare, por ejemplo, se te ve deambulando por Bruselas, una ciudad sin mar, con una cola de sirena que te impide moverte sola y le pedís a la gente que te ayude a ir al mar, o que lo “activen” de alguna manera. ¿Cómo surgió la acción y qué significados le das al mar en esta intervención en particular y en tu obra en general?

 

Para mí el mar es un elemento que está muy presente en mi trabajo. No solo me remite a la fluidez, a la feminidad, sino a la cuestión de borrar fronteras: aunque intentamos meter barreras, el mar continúa, fluye siempre. Cuando hice Mi porti al mare había vuelto a Bruselas desde Cerdeña, con el sol bajo las venas. Era junio, llovía sin cesar, y yo necesitaba el mar. Tenía que empezar un proyecto de residencia para una exposición y me dije: «¡Quiero activar el mar como sea!». Dando vueltas al asunto, la sirena me pareció una buena manera. Por un lado, evoca el mar, y por otro lado, me remite a toda una serie de cuestiones de género, de fragilidad y de activación de la feminidad que forma parte de mi trabajo en general.

La voz y la escucha también son elementos fundamentales en tu obra.  ¿De qué manera los trabajaste en Encouragements?

En el video que hice de Encouragements en Bruselas intenté juntar diferentes voces y encontrar un dispositivo justo para eso. Lo que venía después era escucharlas en contextos inesperados. Empecé contactando a un grupo de mujeres que considero poderosas, de diferentes ámbitos y perspectivas alrededor mío (mi abuela; mi amiga que me introdujo al budismo, que es una mujer trans; algunas personas más involucradas en el activismo; mujeres que acababan de ser mamás), y les pedí que me enviaran frases de empoderamiento o de aliento que habían recibido de otras mujeres. Algunas frases como «Apechuga y pa’ delante» la decía la abuela de una amiga, otras tenían que ver más con la sexualidad.

Lo que hice después fue aprenderlas de memoria y armé una especie de conversación telefónica con unos auriculares que llevaba puestos. Tenía un potencial performativo muy llamativo en la calle.

En How to make your day exciting también exploraste la escucha inesperada en un espacio público.

Sí. Ahí subí al subte de Londres con el volumen al máximo en los auriculares, escuchaba gemidos de orgasmos femeninos sacados de películas porno. Convertí mi escucha privada en pública. Con el mismo material hice un kit en mp3, equipado con audífonos e instrucciones, e invité al público a realizar su acción.

 

¿A qué te referís cuando decís “activación” en relación con la escucha?

La escucha genera una comunicación invisible. Yo paso a tu lado, te digo algo, aunque no nos miremos a los ojos y no sabes quién soy, yo te estoy contagiando. Me parece muy potente como potencial artístico y también político. Yo no creo en la escucha pasiva. Desde el momento en que escuchamos, interpretamos.

En uno de los encuentros en el CASo hablaste del potencial de la escucha como un territorio más libre, sin tantos condicionamientos, en relación con su falta de tradición. ¿Podrías ampliar un poco más este punto?

Creo que, por un lado, estamos acostumbradas desde niñas a que nos eduquen en una alfabetización visual, que parte de nuestra propia imagen: el espejo, la foto, incluso la escritura. También la lectura, dibujar, reconocer las imágenes, los íconos. Pero no tenemos la misma educación en la escucha. Es un territorio mucho más libre, donde nos podemos posicionar con más libertad. Por otro lado, me gusta mucho el punto de vista de la filósofa Salomé Voegelin que habla de la escucha no tanto como fenómeno físico, sino como una manera de conocimiento. Lo que me encanta de la escucha es que no entra un referente claro, no tenemos un objeto que se nos impone frente al cual tenemos que interpretar. Estamos mucho más libres. El otro día estaba escuchando la pieza de una artista y pensaba que podría ser un carnicero. Y, nada que ver, era otra cosa.

¿Se puede y de qué manera escuchar puntos de vista sociopolíticos y estéticos?

Cuando se habla de sonido, se habla sobre todo de la voz. Pero para mí no es solo eso. Cada proyecto lo hago de una manera específica. «Nuevas fronteras del bienestar del ecosistema vaginal», por ejemplo, es una serie en la que empecé planteando cómo la escucha me permite mapear ciudades, lugares, a partir de una perspectiva de género. Es como abrir un espacio de intercambio con ciudadanas que me van mapeando la ciudad,  a partir de sus lugares significativos. A mí me gusta mucho la utilización del «lugar significativo» porque no tiene un valor de por sí. A partir de ahí vamos matizando: lugares amigables y lugares hostiles, e indagando el porqué. De esa manera, lo que hago es activar, a través de la práctica artística, un tipo de conocimiento que es diferente al de la cartografía tradicional.

Es una geografía más subjetiva, performativa, hecha de anécdotas.

La parte sociopolítica, el horizonte geográfico-cultural, se traduce a las experiencias de las mujeres que encuentro y en cómo escuchamos el paisajes sonoro de sus lugares. Hay una parte de entrevistas muy importante al comienzo, fundamental en este proyecto, pero luego hay una parte más de deriva: caminar esos lugares, escucharlos. A la hora de grabar, intento traducirlos.

 

¿Vas a hacer una versión local del proyecto Nuevas fronteras del bienestar del ecosistema vaginal?  En las versiones anteriores incluiste mujeres de distintas edades y sectores socioeconómicos ¿Con qué criterios seleccionarías las mujeres en Buenos Aires?

Tengo muchas ganas de hacerlo en Buenos Aires. Aquí seguramente partiría de los movimientos activistas. Contactaría a “Casa Brandon”, “Ni una menos”, “Archivo de la memoria Trans”, y a amigas.

Intento que la perspectiva no sea de un solo tipo de mujer o un solo tipo de feminismo. Alcanza con que detecte una perspectiva de género, aun sin que medie ninguna definición.

Estás regresando a Bruselas, tu lugar de residencia actual, después de tu primera estadía en Buenos Aires, y me gustaría que compartieras algunas de tus reflexiones con respecto al movimiento feminista local.

 

Se armó una red muy poderosa aquí. El feminismo local ha sido verdaderamente el movimiento de disidencia contra lo que está pasando en el gobierno de Macri. No solo lo escuché entre mujeres, sino también entre varones. Fue una disidencia masiva y decisiva, que buscó formas de comunicación muy artísticas y creativas para manifestar esa disidencia.

Quiero volver a Buenos Aires por muchas cosas. Por un lado, por el movimiento artístico conectado con una perspectiva de género, y también por el impacto del movimiento feminista a nivel global.

 

 

Salir a la superficie. Reseña de «Subacuática».

Por: Eugenia Argañaraz[i]

Imagen: Joselyn Díaz

 

Eugenia Argañaraz nos ofrece una reseña de la novela Subacuática, de Melina Pogorelsky, en la que lo líquido de la natación del relato conecta con la fluidez narrativa de la novela. Una historia sobre la paternidad, los roles de género y el duelo.


Subacuática (Melina Pogorelsky)

Odelia Editora, 2018

109  páginas

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar

que es el morir (…)

Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre

 

 

Subacuática es la primera novela para adultos de Melina Pogorelsky, autora con una gran trayectoria en el mundo infanto-juvenil y con un desempeño arduo en la difusión y mediación de la Literatura para niñxs y jóvenes. Con esta novela sorprende, ya que la historia no se reduce simplemente a un hecho doloroso (como lo es la muerte de una madre), sino que además se narran los pormenores que un padre debe atravesar para ser un “buen padre” y para consagrarse en el rol de “madre” intentando, así, rellenar huecos vacíos. Resulta llamativo repensar el proceso de escritura que dicha autora realizó con este texto, dado que el objetivo no es generar un dramatismo extremo e incluso no se quiere hacer de la tragedia un suceso aún más atroz. Pogorelsky logra contar con humor y ligereza qué sucede cuando una madre deja de existir y qué acontece con la orfandad materna, con la pérdida y con el dolor extremo, lo cual otorga una respiración especial a la narración.

La gama de temas es amplia: la representación de la depresión de Pablo, el padre, una depresión distinta que lo logra mantener en pie; sus nuevas experiencias como viudo; y hasta cómo vive su sexualidad en el presente del relato.

Observamos, además, luchas interminables y, sobre todo, nuevos retos que son exteriorizados por el padre en la crianza de su hija Lola. Desde ese lugar surgen interrogantes internos que no se muestran explícitamente en las líneas de la narración: ¿soy un buen padre/madre? ¿Cómo llego a serlo? Preguntas que dan cuenta de un objetivo claro planteado por parte del protagonista sin dejar de lado la profunda oscuridad en la que se encuentra sumergido, consecuencia del desborde que vive diariamente en su vida. Pablo da lugar a una historia breve pero punzante y hasta hiriente y que la narración elige mostrar desde lo simbólico y rutinario de las vidas. Este personaje es tan cuidadoso en la demostración de sus sentimientos que llega a proyectar a la perfección la sombra de la madre muerta.

Varios son los personajes que aparecen y reaparecen en la vida del padre, ahora solo: su suegra, su hermana, dos jóvenes mujeres que lo harán redescubrirse a nivel sexual y Alejandra (una de las madres del club de natación), quien parece ser la “indicada” para en algún punto sumarle vida a la pérdida, al dolor y al vacío del día a día.

El texto nos convoca y llega a despertar una curiosidad extensa acerca de la configuración del proceso de escritura en donde, inevitablemente, palabra y movimiento se alían. Se presenta un hilo argumental diferente: en tan solo ciento nueve páginas la autora consigue condensar una historia de dolor con la crianza de una niña pequeña en manos de un hombre que, de golpe, obligadamente, debe romper con los estereotipos de una sociedad que ha impuesto la maternidad a un solo género. Pablo empieza a ser padre de tiempo completo, dado que la crianza de Lola se concilia con su trabajo realizado, en muchas ocasiones, desde el hogar. En medio del inicio de su paternidad, empieza a transitar sus días como viudo, título que adquirió el mismo día en que nació su hija. Desde esta forma de lo paterno es que el hilo narrativo nos permite avistar cómo se han ido planteando los roles en nuestra sociedad: roles para los que se prepara a la mujer, no al hombre. Es interesante, en esta instancia, el modo en que Pogoreslsky diagrama los puntos para que el género masculino —no preparado para lo materno— se adapte a la crianza de una hija en medio de una de las tristezas más abismales que puedan existir. Este hecho también brinda singularidad al texto, puesto que nos hace repensar y reflexionar sobre por qué solo las mujeres somos “las encargadas” de desarrollar, en la mayoría de los casos, la crianza de los hijxs.

La novela es expuesta en tres capítulos o apartados. Dichas partes refieren al ejercicio de la natación: “Matro’’, “Pullboy’’ y “Subacuática’’. Cada uno de estos capítulos reflejan un ritmo y vínculo directo con lo corporal, con el movimiento, con el hecho de poder transgredir lo que resulta arriesgado. Como sabemos, la matronatación alude a un tipo de relación más ensamblada entre la mamá y su bebé. Estas clases afianzan siempre el lazo materno; sin embargo, en este caso se alude a la conjunción entre Pablo y Lola en la pileta, donde ambos conocerán a Alejandra y a su hijo Tobi. El agua, aquí, es el conducto que los lleva a concretar esa unión tanto interna como externa, ya que en medio de dicho ejercicio Pablo mira y observa a Alejandra.

La profundidad está a la vista en esta narración que no se queda atrás y nos hace sumergir por completo en los pensamientos y sentires de quienes desarrollan las acciones. El agua, el nadar, el movimiento resignifican para Pablo la sumersión hasta encontrar el momento justo para él. Media hora es la que le alcanza para repensar su vida mientras Lola nada en el andarivel de “Las mojarritas”. Más adelante, el capítulo “Pullboy” (una técnica de nado) realiza una conjunción perfecta con la implementación de quienes la desarrollan. Es el método que Pablo elige para dispersarse en esa media hora de la que dispone y, así, hacerse presente en la profundidad con el objetivo de reflexionar, ya que le resulta casi imposible pensar en él, en su vida de padre solo y viudo, cuando sale a la superficie. Sabe que allí, bajo el agua, puede realizar los movimientos justos para olvidar (tal vez) por un momento su hoy; ahí está su palabra y su movimiento; movimiento que, como ya lo ha expresado la autora, se demuestra andando y por eso es que nombramos para movernos, contamos para movernos y llevamos adelante hechos y circunstancias con movimientos.

Quienes nadan conocen que la técnica del Pullboy logra que el nadador se concentre en la ejecución de su brazada, permitiendo focalizar, de esta manera, en su trabajo. Lo más interesante es que se llega a mejorar la horizontalidad del cuerpo y ayuda a los nadadores a trabajar su posicionamiento corporal. En ese dejarse llevar por el agua, Pablo, además de adaptarse a su rol de padre y madre, se adapta también al dolor de la pérdida. Por otro lado, junto con Lola y el resto de lxs niñxs que nadan a la par de sus madres (como es el caso de Alejandra y Tobi) se visualiza que no son presentados como simples cuerpos que se mueven en una pileta; son más bien cuerpos capaces de repensarse poniéndose en movimiento para no permanecer estáticos y fijos. Esa conciencia corporal es provocada por el agua, que cumple, en este relato, una función primordial a modo quizá de “flujo de la conciencia”.

Es incluso en el capítulo “Pullboy” donde Pablo se afianza como padre de Lola, reniega y putea, donde los recuerdos de su vida con Mariela (mamá de Lola) se reiteran en su mente unos tras otros. Evocaciones en que el agua está presente de modo constante. En este apartado, Pablo se anima a experimentar nuevas cosas en su etapa de viudez y de padre primerizo. “Pullboy’’ no es un simple apartado, la narración llega a adquirir formas fluidas, de un movimiento que se conjuga con lo acuático, ya que hay diversos subcapítulos referidos a lo corporal, y allí vuelve a aparecer la matronatación, actividad en la cual Pablo se acerca a Alejandra, madre cansada de su rutina, separada y a la que la soledad la colapsa y acapara al igual que a él. Pullboy es entonces el tipo de nado justo para este padre que busca su equilibrio todo el tiempo a través del movimiento físico y no tanto mediante las palabras:

Qué bien estaba nadando, la puta madre. Con cada brazada se sentía más poderoso. Notaba el sutil cambio en su cuerpo, pero, sobre todo, percibía cómo cada día el agua se le iba transformando en un medio mucho más cercano y casi natural. Se asombró al pensar que había vivido todos estos años sin ir a la pileta…A veces le costaba recordar que hubo una vida sin Lola…Uno se acostumbra. Qué bien estaba nadando, la puta madre (Pogorelsky, 2018: 73).

Así, movimiento tras movimiento, la novela encuentra un andarivel, permitiéndole al lenguaje corporal incursionar en huellas que se conjugan con las acciones propias del dolor y del cometido de no ser solo padre, sino también madre. “Pullboy” implica movimiento, deslizarse, pero también encierra libertad porque ser madre no es como nos cuentan ciertos lugares comunes, tampoco ser padre es así. Frente a esta circunstancia, Pablo nadará repensándose hasta salir a una superficie para quizá ver el panorama un poco más claro y posicionarse lejos del dolor.

En cuanto al último capítulo, titulado “Subacuática’’: representa una metáfora del buceo hacia otro lado, otra dimensión. Aparece la voz de la madre muerta, voz en off que se hace presente aquí y dice: “El piso de la pileta se abre y me meto”, “atravieso el cráter y me hundo más”, “tendría que salir a la superficie, lo sé… pero no puedo” (2018: 108). La imagen de la pérdida, de la muerte, se ha hecho presente en la vida de los personajes, está en la superficie; mientras que el pensar y el sentir figuran subacuáticamente, en lo profundo, bajo el agua, en el agua, dentro del agua donde la mente se entrega no solo al poder de los recuerdos para liberarlos y volverlos a abrazar en el afuera, sino además a lo irreparable, a aquello de lo que no se vuelve y que implica un bucear absoluto, una entrega total. Esta última metáfora se explicita en las líneas narrativas de un modo transparente y fugaz como lo es la llegada efímera (en algunos casos) de la muerte a la vida.

El trabajo con el lenguaje hace pertinente referir nuevamente al título prefijado. La autora nos lleva hacia lo hondo, el sub como el prefijo que marca, desde el principio, lo profundo y por qué no lo infinito, el interior. Etimológicamente “sub” es una partícula que procede del latín que indica un estar por “debajo de”. Luego de este prefijo le sigue la palabra acuática, articulación inconfundible con el agua. El agua, para la filosofía china y, específicamente para el taoísmo, representa inteligencia y sabiduría y, en el budismo, es conjugada con uno de los cinco movimientos. En lo que respecta a nuestra cultura occidental, el agua ha sido tomada como signo y símbolo de lo memorial, de aquello que fluye pero que no se olvida. Tal es el caso de Juan. L Ortiz, Juan José Saer, Haroldo Conti y Roberto Arlt que han narrado desde las orillas, han contado, de alguna manera, desde la sensación de que el escribir se iba convirtiendo en algo así como navegar. Arlt en una de sus Aguafuertes fluviales de Paraná reflexiona: “Y mientras escribo y miro el terraplén con declive de guijarros, en la sombra, me pregunto en dónde radicará el motivo original de que los ríos de las novelas, de la literatura; los ríos de los cuentos y de los relatos escritos son tan distintos a los ríos reales…” (Arlt, 2015:41). Cita contundente para reflejar el lugar que ha ocupado el agua en nuestra literatura.

Otro ejemplo a mencionar es el cuento “Nadar de noche” de Juan Forn, donde observamos a la natación como aquella actividad reveladora que vincula al agua y a su extensidad con lo infinito, con lo inexplicable, con el encuentro necesario con un padre que ha muerto. Pogorelsky sabe conjugar en su relato lo memorial con el pensamiento, la escrituralidad con el cuerpo y este con los movimientos de buceo. Nos invita a adentrarnos en la oscuridad de ciertos momentos de la vida de un individuo, reflejando la crisis de una sociedad que impone quehaceres-mandatos y justo allí, nos hace conocer a un personaje, Pablo, que intenta salir a la superficie desde lo más hondo de su interior, desafiando a la marea —como lo ha explicado Julián López en la contratapa de Subacuática—, para regresar al extremo más profundo de su existencia y así salvarse. Importa, entonces, continuar sobreviviendo en la hostilidad de la vida pero siempre desde el buceo recóndito y punzante.

Ya Virginia Woolf en su novela Las olas (1931) distingue al agua como símbolo de tiempo fluyente. De allí es que nos interesa indagar en la forma en que el tiempo nunca se detiene, al igual que el movimiento del agua. En el mar las olas avanzan inexorables hacia la orilla hasta morir en la arena. En todos estos casos el agua se convierte en metáfora referida al paso del tiempo.

La escritora bonaerense recrea aquí una trama en la cual condensa la batalla entre la mente y el movimiento y donde destaca el símbolo agua como ya lo hicieron las grandes escritoras Virginia Woolf (Las olas) e Iris Murdoch (El mar, el mar), además de los argentinos que ya hemos descripto. Así, de las conexiones entre autorxs, casuales, impredecibles, maravillosas, surgen el agua y el mar representando al tiempo, tiempo que (de manera inevitable) conduce a la muerte. El agua como principio y final de todo. Útero, tumba, vida y muerte. Y, primordialmente, el agua en entrelazamiento con personajes que son vínculo perpetuante de inmensidad, anhelo de regreso reflejado siempre en lo más reservado de nosotros.

[i] Eugenia Argañaraz nació en 1986 en Córdoba. Es Lic. en Letras Modernas por la UNC y en estos momentos se encuentra finalizando su Doctorado en Letras también en la UNC. Actualmente se desempeña como docente en el nivel superior. Es Prof. Adscripta del equipo de investigación en el CIFFyH-UNC: “Canon y margen en el sistema literario argentino”, dirigido por el Dr. Jorge Bracamonte.

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Qaica ca machaqca. Rap y resistencia lingüística entre jóvenes qom del Gran Buenos Aires

Por: Victoria Beiras del Carril, Paola Cúneo y Cristina Messineo*

Imagen de portada: Facebook de Eskina Qom (Gráfica G. Bouquet)

 

Las autoras reflexionan sobre ciertas formas propias del habla qom que se introducen y refuncionalizan en las composiciones del grupo de rap Eskina Qom del Gran Buenos Aires. Esta banda de “rap originario” –como la definen los propios actores– construye y redefine una particular identidad juvenil y étnica. El uso performativo e indexical del lenguaje (en este caso a través de la lengua indígena) en su máxima potencia, es decir, señalando e invocando marcos prototípicos de modos y géneros de habla tales como los consejos (nqataxacpi) y las rogativas (natamnaxacpi), ponen en escena una experiencia que los vincula con formas propias y distintivas de ser qom.


Durante 2012, en Derqui, a 60 km. de la capital donde se ubica uno de los principales barrios qom/toba del Gran Buenos Aires, cinco hermanos, primos y amigos formaron Eskina Qom, la primera banda de “rap originario” local.  Comparten con otras bandas del género temáticas de denuncia a situaciones de marginación, discriminación, violencia y desigualdad y, en términos de performance, el freestyle y el battling.  En distintas regiones de Latinoamérica, jóvenes que se autoidentifican como indígenas están generando discursos y prácticas en torno y a través del rap, un modo de arte verbal que se constituye como canal emergente de prácticas comunicativas e identitarias en contextos multilingües e interculturales.

En sus derivas futuras, pasando por distintas formaciones hasta la actual integrada por dos hermanos, Eskina Qom articuló diversas experiencias vinculadas con la lengua vernácula y las volcó en la composición de sus rimas, en la difusión de su música en redes sociales y en sus presentaciones en distintos escenarios barriales y del rap local. A través de sus letras, estos jóvenes toba/qom se apropian de la lengua indígena de un modo distintivo y en este movimiento ponen en tensión ―y complejizan― el vínculo entre lengua e identidad. En este tipo de arte verbal se condensa el repertorio lingüístico en idioma qom de esta generación. Si bien ellos no son hablantes fluidos de la lengua, todas sus composiciones están atravesadas por elementos del léxico cotidiano, juegos de palabras, órdenes domésticas, canciones de cuna y bromas entre pares emitidas en qom l’aqtaqa. Estos usos particulares son parte de una experiencia que los vincula con formas propias y distintivas de ser qom.

Nos interesa reflexionar aquí sobre ciertas formas propias del habla qom que se introducen y refuncionalizan en las composiciones de Eskina Qom. Se trata específicamente de la frase qaica ca machaqca (literalmente, ‘no hay ninguna cosa, no haya nada más’) utilizada o bien para responder a un saludo o a un agradecimiento, o bien como fórmula de cierre en ciertos géneros del arte verbal qom, que son reactualizados en el rap. Dicha frase no tiene en sí misma un significado fijo o referencial, sino puramente comunicativo que cobra su particular sentido en cada contexto de emisión, y presupone siempre un interlocutor o una audiencia competente comunicativamente, que conozca las normas comunicativas e interaccionales qom. Consideramos que esta apropiación forma parte de una estrategia que construye un espacio singular de agenciamiento y de conexión con “las costumbres qom”, reivindicadas en estos términos por los jóvenes raperos.

Esta banda de “rap originario” –como la definen los propios actores– construye y redefine una particular identidad juvenil y étnica.

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Las y los jóvenes qom nacidos a partir de la década de 1980 en diversas zonas del Gran Buenos Aires se vinculan de distintas formas con la lengua indígena (qom l’aqtaqa) que viajó con sus padres y abuelos desde el Gran Chaco. La gran mayoría comprende ciertas emisiones y las produce en ámbitos comunicativos específicos, pero la lengua en la que fueron escolarizados y usan de manera cotidiana es el español. Los adultos con los cuales se criaron priorizaron el español en la comunicación con sus hijos. Aun así, les transmitieron algunos de sus patrones comunicativos mediante canciones de cuna, advertencias y órdenes domésticas. De esta manera, los jóvenes poseen una competencia receptiva de la lengua indígena que les permite devolver un saludo y aún entender un chiste, pero el manejo de la gramática y la mayor parte del vocabulario toba quedan fuera de su alcance. Tienen, no obstante, la habilidad de desplegar sus saberes bilingües, mediante el uso de palabras “torcidas” (según los adultos) que combinan de manera creativa con el español en juegos verbales y bromas entre pares.

 

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 Eskina Qom pone en práctica la “mezcla” de idiomas y variedades en la composición de sus letras y rimas, y así expresa oposiciones a las concepciones hegemónicas, tanto intra como intergrupales, que reclaman la competencia gramatical de la lengua “pura” como prueba de una identidad indígena auténtica. Pero no es en el mero uso de la lengua indígena donde estos jóvenes encuentran identificaciones, sino en los usos bilingües y mezclados que definen fronteras étnicas de una manera propia y distintiva. Porque son usos que están constituidos por su propia experiencia de indigeneidad,[i] que en este caso incluye formas particulares de apoderarse de la lengua y darle continuidad en un contexto urbano en el que sigue perdiendo lugar ante el español. De este modo, observamos cómo los jóvenes interpretan lo que les es transmitido y son agentes activos en la (re)generación de prácticas lingüísticas y en la emergencia de nuevas etnicidades.

 

Qaica ca machaqca: Recontextualización de voces

En la “mezcla” de lenguas y en la confluencia del rap en tanto género, que permite una construcción a partir de fragmentos y del sampleado como técnica musical de naturaleza híbrida, se habilita la emergencia de un espacio discursivo que posibilita la yuxtaposición de voces y de géneros. En la concepción clásica de Bajtín, los géneros discursivos constituyen marcos relativamente estables, transmitidos históricamente, que orientan la producción discursiva. Si bien están fuertemente convencionalizados y ligados a las prácticas sociales, al mismo tiempo, son flexibles y abiertos a la manipulación en cada ejecución (Bajtín 1979). Al hacer foco en esta manifestación artística contemporánea, observamos que el carácter estable es realmente relativo y que los géneros no son estáticos sino que se manifiestan de maneras creativas y únicas en cada ejecución (Finnegan 1991). Desde una perspectiva etnográfica, que se aleja de la idea de géneros fijos, “puros”, normativos e independientes del tiempo y la cultura (Bauman 1975), nos interesamos por las dinámicas de la ejecución y la práctica. En este marco pensamos el rap qom como género emergente y como recurso para la ejecución, disponible a los jóvenes indígenas para llevar a cabo ciertos fines sociales en un contexto determinado.

En estos contextos, los géneros poseen una “capacidad social”, es decir que dan forma/moldean y a la vez son formados/moldeados por la edad, el género, la clase social, la etnicidad, el tiempo, el espacio, etc. (Bauman y Briggs 1990). En tanto los géneros son fuertemente dialógicos, una emisión o fragmento puede yuxtaponer lenguaje extraído de contextos culturales, sociales y lingüísticos alternativos y, de esta manera, invocarlos.

Dentro de esta perspectiva, vemos que el rap pone en juego otros géneros de la comunicación qom, como ciertas fórmulas del habla cotidiana (el saludo y la repuesta a un agradecimiento) la rogativa y el consejo en un proceso de recontextualización y refuncionalización de géneros valorados. Los estudios sobre recontextualización de géneros (cf. Bauman 1975, Bauman y Briggs 1990, Briggs y Bauman 1992) demuestran justamente que un género no es un objeto lingüístico invariante sino un conjunto de prácticas discursivas que relacionan una ejecución particular con ejecuciones previas. Ahora bien, ¿qué es lo que el texto recontextualizado trae consigo de su/s contexto/s anterior/es y qué forma, función y significado emergente se le adjudica cuando se lo recontextualiza?

En el siguiente verso, observamos el uso de la frase fija qaica ca machaqca, en lengua qom, que aparece como introducción, estribillo, y título de la canción.

 

Qaica ca machaqca (En el disco Rap Originario)[ii]

 

Me incremento con la fuerza de mi gente que me hace más ligero, fueron más de cientos

Siento que los hijos sin aliento de un guerrero que guerrea y acarrea todo el día

Qaica qaica qaica qaica ca machaqca

qaica qaica qaica qaica ca machaqca

Sepan apreciar

qaica qaica qaica qaica ca machaqca

qaica qaica qaica qaica ca machaqca

Sepan apreciar

Con respeto me presento, uso tu dialecto pa’ que entiendas el contexto

Busco soluciones al respecto

 

Como señalamos arriba, la frase qaica ca machaqca funciona en la comunicación qom como una respuesta fija al saludo cotidiano. Su significado es ‘está todo bien’, ‘no pasa nada’, ‘no hay problema’.

A: ―La’ ỹaqaỹa

B: ―La’ ’ena’enaxa

A: ―No’on, qaica ca machaqca

Hola, hermano.

Hola, ¿cómo estás?

Bien, todo bien.

 

Además, otra de las rutinas comunicativas en las que se utiliza esta fórmula es en la respuesta al agradecimiento:

A: ―Ña’ achic

B: ―Qaica ca machaqca

Gracias.

De nada.

 

Imagen: Facebook Corco Bravo

Imagen: Facebook Corco Bravo

 

 

Aconsejar y pedir entre los qom. La fuerza performativa del lenguaje

Los consejos (nqataxacpi) y las rogativas (natamnaxacpi) son dos géneros orales reconocidos como modos de habla “propiamente qom”, y poseen un rol crucial en la construcción de relaciones y en la regulación del control social.

 

Nqataxac (el consejo) y la regulación del espacio social

El nqataxac ha sido ampliamente estudiado, no solo por la importancia social que posee si no por su capacidad de integrarse y refuncionalizarse en los escenarios sociopolíticos, religiosos y artísticos actuales.

Desde el punto de vista social, es una forma de habla que guía a los niños y jóvenes a conformar un conjunto de conductas y precauciones respecto del mundo circundante. De este modo, constituye una de las principales herramientas pedagógicas del proceso de socialización infantil, porque una parte del conocimiento transmitido por los adultos es adquirido por los niños y jóvenes a través de este tipo de discurso.

Si consideramos que la educación se caracteriza fundamentalmente por ser no autoritaria y que se evita el castigo físico hacia los niños, los consejos constituyen medios eficaces para transmitir ciertos contenidos culturales, reglas sociales y pautas morales de manera no coercitiva y juega un rol fundamental en la regulación del comportamiento en la vida cotidiana y en el control social. Especialmente orientado a reproducir y explicar las reglas sociales y los valores éticos del grupo, su función es prevenir ciertas conductas que podrían sobrepasar los límites social y culturalmente establecidos.

Los peligros que encierra la noche, la importancia de madrugar, el respeto por las entidades no humanas, la necesidad de dormir orientado hacia la salida del sol, el favorecimiento de la endogamia, la prevención del divorcio, la hospitalidad, la amistad y el respeto por los ancianos constituyen algunos de sus tópicos principales. Los temas del nqataxac se relacionan también con el aprovechamiento de los recursos del monte, las técnicas de caza y recolección y la demarcación de ciertos espacios cosmológicos. En la actualidad, es un género altamente productivo que no sólo se utiliza en la educación infantil, sino también como un medio de persuasión en la política y en la prédica religiosa. Así también, el consejo puede constituir un recurso comunicativo poderoso en la construcción de relaciones intersubjetivas e interétnicas. Muchas veces los consejos permiten crear nuevas relaciones o consolidar otras ya establecidas.

El siguiente es un consejo relacionado con las pautas y conductas respecto del matrimonio (Messineo 2014: 41-44):

Consejo: ’Am ’auadoneguet qome aca qa’añole yoqta ’analoxoua

(Casate con una jovencita que sea de tu misma edad)

Na nqataxaqpi

lqataxaqpi na qom

da ỹapaxaguen na llalec

da ña nsoqolec qata qa’añole

 

 

Ñi ỹa’axaiquiolec

da ỹapaxaguen

ñi llalec nsoq nache

enac da l’aqtaq

 

’Am ’auadoneguet qome aca qa’añole

ỹoqta

’analoxoua

qataq… saishet da

’adoua aca

saishet da ’adhuo’ lashe

qataq da mashe ’auadon

nache ’aỹotaoga catae’ ’adma

qata ’auadon da mashe ’auaỹaten da ’ane ’epe

qata ’auaỹaten da ’auo’onataxan

qata ’aualaxaguet ca qadta’a

qata ’aualaxaguet aca ’qadate’e

 

qaq da sano’on

aso ’adhua

nache ’anqo ’ona ca pi’oxonaq

’anqadenot

Qanataden ỹaqto no’oita

Qaica camachaqca

Estos (son) los consejos,

los consejos de los qom

que enseñan a sus hijos

cuando todavía son jovencitos y jovencitas.

 

El anciano

enseña

a su joven hijo, y

(le) dice estas palabras:

 

Casate con una jovencita

que realmente

sea de tu misma edad

y… no

te cases…

si (ella) no es tu pariente

y cuando ya estés casado

entonces apartate a tu chocita

y casate cuando ya sepas cazar

 

y sepas trabajar

y obedece a tu padre

y obedece a tu madre.

 

y si se enferma

tu esposa

entonces debés ir al médico

para que la cure.

Le darán medicina para curarla.

Y ya no habrá más problema.

 

En el ejemplo, qaica ca machaqca funciona como fórmula performativa de cierre o coda, que posee la única función de indicar el final del evento comunicativo, señala el cierre o el final de la ejecución, con el significado de ‘nada más’ (equivalente a ‘acá termina’).


Natamnaxac (la rogativa) o el arte de pedir

La rogativa es una invocación utilizada como pedido o súplica ante situaciones de caza, pesca o recolección, de necesidad o trabajo, de enfermedad, nacimiento o muerte. Antiguamente utilizadas por los mariscadores (cazadores, pescadores, recolectores y meleros) y por los piʔoGonaqpi (chamanes), las rogativas poseen vigencia en la actualidad y juegan un rol fundamental en las relaciones entre entidades humanas y no-humanas a la vez que constituyen un poderoso recurso para pedir protección y compasión en diversas situaciones de la vida cotidiana.

De uso extendido y general, el término natamnaGakpi (rogativas) deriva del verbo natamen ‘orar, rezar’, y constituye también el nombre que se utiliza en contextos religiosos tanto católicos como evangélicos para denominar al rezo y a la oración. Las rogativas persiguen propósitos definidos y buscan obtener resultados concretos, como por ejemplo curar los elementos de caza y pesca, pedir permiso para mariscar y obtener buenas presas en la marisca, implorar por la salud y el bienestar de una persona enferma o por alguien que se halla en situación de desgracia o conflicto. Veamos un ejemplo:

Ruego a no’ouet (el ser del monte)

’am no’ouet

aỹem ’achoxoden na na’aq

’anataden

na ỹasoshic

’anataden

na ỹaqaỹa

yaqto’ no’oitta

qaica ca machaqca

 

Vos, espíritu del monte,
compadecete de mí en este díacuráa mi sobrino
curáa mi hermano
para que esté sano.
Nada más.

Desde el punto de vista comunicativo, se trata de un discurso persuasivo que busca convencer al destinatario –la entidad invocada– de que algo se realice. De tono suplicante, la rogativa posiciona al enunciador en una actitud de imploración y humildad que, en términos de la lengua qom, aparece expresada mediante la forma verbal ʔachoGoden ‘compadecete de mí’ (Cúneo y Messineo 2017).

Al igual que en el consejo, las rogativas pueden concluir con la frase qaica ca machaqca, que señala el cierre o el final de la ejecución.

 

***

Nos preguntamos qué es lo que se está intentando transmitir al utilizar esta fórmula como parte de las composiciones del “rap orginario”. Las respuestas deben ser varias, pero desde la perspectiva del lenguaje no solo con función denotativa sino también performativa, estos jóvenes “hacen cosas con las palabras”. Traen a escena el lenguaje de uso cotidiano y la tradición de géneros discursivos mediante la sola mención de la frase en toba qaica ca machacqa. Y aquí vemos el uso performativo e indexical del lenguaje (en este caso a través de la lengua indígena) en su máxima potencia, es decir, señalando e invocando marcos prototípicos de modos y géneros de habla.  Es lo que Urban (1991) denomina la función metacultural del lenguaje, mediante la cual el ejecutante (narrador, cantante) conecta el discurso actual (el rap) con otros disponibles en su comunidad para infundir en la audiencia un sentimiento de pertenencia.

Según Bauman y Briggs (1990), el análisis de los procesos y prácticas de recontextualización constituye un medio para investigar e iluminar problemas sociales y culturales más amplios ―en nuestro caso, algunas formas de relaciones sociales y de autodefiniciones étnicas. En tanto decontextualizar y recontextualizar un texto son actos de control, de poder, observamos que mediante el control y la puesta en acto [enacting] de géneros discursivos se indexan también roles sociales (Foley 1997). Entonces, la ejecución de una forma textual ―en nuestro caso, del rap― puede llevar consigo marcos prototípicos de modelos genéricos invocados ―fórmulas del habla cotidiana, la rogativa y el consejo. Es así que las elecciones son estratégicas y reflejan objetivos ideológicos y políticos (Briggs y Bauman 1992).

 

Lenguas, identidades

La “mezcla” de lenguas que activan estos jóvenes a través del rap desafía la noción de lengua “pura” como diacrítico de la identidad, impuesta tanto por la sociedad hegemónica como por la generación de adultos qom. Es decir, se opone a las construcciones que reclaman que “sólo la presencia plena de la lengua vernácula sería una credencial irrefutable de la existencia de un sujeto aborigen auténtico, con identidad cultural propia” (Lazzari 2010).

Para estos jóvenes, entonces, la indigeneidad no residiría en el uso “adecuado” de la lengua indígena. Lo que los «hace» qom son otros elementos que, aunque incluyen sus propias formas de esencialismo estratégico (cf. Muehlmann 2008), son dinámicos, diversos, heterogéneos y distintos de los hegemónicos. Y es a través del juego verbal bilingüe que se presentan y se ponen en discusión las ideologías lingüísticas y los significados étnicos y sociales  (cf. Sherzer 2002: 96-106).

Observamos que en, el plano referencial, en sus letras reproducen ciertos discursos del sentido común asociados a formas “tradicionales” de ser indígena (como el anclaje al territorio, la lengua, la cosmovisión, formas de organización social, la vestimenta). No obstante, a nivel indexical, a través del uso de recursos lingüísticos y (meta)comunicativos, como la reactualización de rasgos genéricos, se observa innovación, insubordinación, resistencia y creatividad lingüística.

***

El recorrido que hicimos en este escrito también nos muestra que los conceptos de vitalidad lingüística o muerte de lenguas son relativos, que las situaciones de las lenguas no son estáticas ni definitivas y que el uso de las mismas implica procesos dinámicos que dependen, tanto del deseo y la voluntad de sus hablantes por mantenerlas o recuperarlas, como de las políticas lingüísticas del país en el que esas lenguas se hablan. Es fundamental tener en cuenta la complejidad que subyace a la relación lengua/identidad étnica y hacer hincapié en la correspondencia no directa o no unívoca de este vínculo.

La noción de bilingüismo que adoptamos incluye no sólo la habilidad productiva de las dos lenguas sino también el uso receptor de una ellas, así como los sentimientos de pertenencia e inclusión social dentro de un colectivo. Esta situación excede el campo exclusivamente lingüístico, porque “saber una lengua”, involucra, en este sentido, rasgos que trascienden el código lingüístico y se vincula con escenarios sociales e identitarios particulares (Messineo y Hecht 2015).

[i] Estamos de acuerdo con Marisol de la Cadena y Orin Starn en que “la indigenidad surge sólo en campos de diferencia y mismidad social más amplios; adquiere su significado ‘positivo’ no de algunas propiedades esenciales que le son propias, sino a través de su relación con lo que no es, con lo que le excede o le falta […]  Esto no quiere decir que la condición indígena sea de algún modo derivativa o carente de visiones y direcciones poderosas de sí misma. Lo que quiere decir es que las prácticas culturales, las instituciones y la política indígenas se hacen indígenas en articulación con lo que no se considera indígena en la formación social particular en la que existen” (2009: 196).

[ii] https://soundcloud.com/amambay100000/caixa-machaqca


*Becaria e investigadoras del Instituto de Lingüística, FFyL, UBA. CONICET.

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Una cámara en la mano y una maraca en la otra [ESP]

Por: Paulo Maya

Galería de imágenes: Edgar Corrêa Kanaykõ

Traducción: Juan Recchia Paez

El antropólogo Paulo Maya comenta una selección de imágenes, o “foto-manifiestos” de Edgar Corrêa Kanaykõ, fotógrafo del pueblo indígena Xakriabá del Norte de Minas Gerais (Brasil), que se encuadran en el “territorio de lucha” armado en la Explanada de los Ministerios en Brasilia en lo que fue en abril del 2017 la 14a edición del Campamento Terra Libre.


En abril de 2017, la Articulación de Pueblos Indígenas del Brasil (APIB, por sus siglas en portugués) movilizó en Brasilia más de 4000 manifestantes y cerca de 200 pueblos y organizaciones indígenas de diferentes partes del país para la realización de la 14ª edición del Campamento Tierra Libre. El ATL (por sus siglas en portugués), cuya bandera es “unificar las luchas y fortalecer el Brasil indígena”, posee una larga historia de combate en defensa de territorios indígenas contra el modelo agroextractivista vigente, basado en commodities agrícolas y minerales, que amenaza la soberanía de los pueblos indígenas en Brasil. El esfuerzo por viabilizar un modelo desarrollista con inversiones polémicas en obras de infraestructura —sobre todo en las áreas de transporte y generación de energía— apoyado en la demoníaca alianza del sector económico y político con el gobierno que enfrentan los derechos constitucionales y otros ya conquistados, manipulando así instrumentos político-administrativos (PEC, Ordenanzas, Decretos, entre otros), han sido señalados como los principales recursos utilizados para impedir el reconocimiento y la demarcación de tierras indígenas, para reabrir y rever procedimientos de demarcación ya finalizados, o bien, como para invadir y explotar tierras demarcadas.

La selección de imágenes presentada en esta edición de TRANSAS de Edgar Corrêa Kanaykõ (nacido en 1990), fotógrafo del pueblo indígena Xakriabá do Norte de Minas Gerais (Brasil), encuadra este “territorio de lucha” armado en la Explanada de los Ministerios en Brasilia, capital política del Brasil. Edgar Kanaykõ forma parte de una nueva generación de indígenas que, a diferencia de la de sus padres, se graduó en la universidad y adquirió una familiaridad singular con los nuevos medios, en especial con el video y la fotografía, utilizando las redes sociales como plataforma para la divulgación. Esta generación se destaca por la articulación de estos dispositivos con la lucha política por los derechos indígenas y estrategias de creación y valorización de la cultura. Edgar llama a su trabajo como “Etnofografía” (término utilizado en su página del Facebook así como en las publicaciones de su perfil de Instagram). Él utiliza las imágenes, fijas y en movimiento, como nuevas herramientas que pueden ser llevadas tanto hacia la lucha política como a la constitución de otra mirada sobre las culturas indígenas.[i]

 

Graduado del curso de Licenciatura “Formación Intercultural para Educadores Indígenas” de la Facultad de Educación de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG) y magister en Antropología y Arqueología de la misma universidad, Edgar se mueve con gran maestría entre el territorio del cerrado[ii] de su pueblo Xakriabá en el norte de Minas Gerais y el territorio mayoritariamente “blanco” de las universidades brasileñas. Como a buena parte de los indígenas les gusta decir: tiene un pie en la aldea y otro en el mundo. Tuve la suerte de ser su profesor durante la graduación, además de orientar en conjunto su monografía de final de curso. Apenas Edgar llegó a la universidad, se mostró un estudiante curioso, siempre atento, que cuestionaba y realizaba anotaciones y dibujos sobre las clases; demostraba un gran interés  por los conocimientos científicos y, sobre todo, por los conocimientos tradicionales. En su monografía sobre historias y modos de cazar de su pueblo, defendida en 2013, presentó un primer ensayo audiovisual. También recuerdo, vivamente, a Edgar fotografiando las manifestaciones que hicimos en diferentes ocasiones en la UFMG y fuera de ella, en la ciudad de Belo Horizonte, a favor de políticas educacionales y territoriales para los pueblos indígenas. Desde entonces, Edgar se dedica al desarrollo de una estética propia que lo coloca hoy como uno de los principales fotógrafos indígenas del país. [iii]

Seleccionadas por él mismo, las quince fotografías, coloridas y en blanco y negro, están dispuestas en el orden de los hechos de la manifestación del día 25 de abril de 2017, cuando la policía reprimió la primera marcha del Campamento Tierra Libre de la semana con gas lacrimógeno, spray de pimienta y balas de goma. La protesta de ese día estuvo marcada por la tentativa de manifestantes de depositar cerca de 200 cajones negros marcados con una cruz blanca en el famoso espejo de agua del Congreso Nacional. Los cajones representaban centenas de líderes indígenas asesinados por conflictos de tierra. Según el Consejo Indigenista Misionera (CIM, Conselho Indigenista Missionário), solamente en 2015, 55 líderes indígenas fueran asesinados en el país. Sônia Guajajara, miembro de la coordinación de la Articulación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB, Articulação do Povos Indígenas no Brasil) y candidata a vicepresidencia de la República en las elecciones de septiembre de 2018 por el PSOL (Partido Político), comentó sobre los cajones: “Son nuestros parientes asesinados por las políticas retrógradas de parlamentarios que no respetan la Constitución Federal”.[iv]

Edgar utilizó una cámara Nikon D3200 y dos lentes, uno de 18-55 mm y otro de 50 mm, para fotografiar todo el 14º ATL entre los días 24 y 28 de abril de 2017. La serie presentada aquí se refiere, entonces, a una pequeña edición de una gran cantidad de fotografías. Otra característica de esta selección es que se refiere a un único evento ocurrido en el encuentro, a saber, la marcha con los cajones negros en la Explanada de los Ministerios hasta el espejo de agua en el Congreso. Se trata, entonces, del registro de un acontecimiento, “la marcha de los cajones”, dentro de otro acontecimiento, el ATL 2017.

Cuando entrevistaron a Edgar sobre si había realizado algún tratamiento sobre el conjunto de estas fotografías, él afirmó haber realizado algunos “ajustes” (exposición, contraste, luz, sombra…), pero “tratamientos”, según él, sería algo mucho más elaborado. Esto denota un fuerte deseo de retener el frescor de la captura de las imágenes al calor de un acontecimiento en el cual el fotógrafo se compromete en cuerpo y alma. Las fotos aquí reunidas no son fotos sacadas por un fotógrafo sobre un evento que él va a “cubrir” o registrar, sino que son fotos realizadas por un fotógrafo que actúa como manifestante: sus fotos son, por lo tanto, una forma auténtica de manifestación. Foto-manifiesto, o para utilizar una noción didihubermaniana, foto-aparición, en oposición a la foto-simulacro.

Un hombre guarani-kaiwoá con una cámara en la mano y una maraca[v] en la otra; una mujer xakriabá que fuma tabaco en una pipa con el rostro cubierto de humo en continuidad con las nubes raras del cielo de Brasilia; la presencia imponente de Raoni Metukire encarnando una legión de líderes indígenas en el mundo; niños y niñas que se esconden o miran directamente a la cámara del fotógrafo revelando al mismo tiempo un temor y un coraje delante de lo que está por venir; mujeres y hombres que cargan o tiran flechas a los cajones negros en clamor de justicia social; cuerpos que sienten pero no temen el poder de las armas utilizadas por el enemigo y cantan y danzan en defensa de la bandera más importante de todas: ¡DEMARCACIÓN YA! La fuerza de estas imágenes proviene de este compromiso que se encarna en diferentes pueblos y cuerpos capturados de forma magistral por Edgar. La foto de una indígena xakriabá tapándose la boca con un pañuelo y con la mirada clavada en el horizonte que cierra la serie es, sin dudas, una de las imágenes más potentes del ensayo. Cómo no emocionarse al saber que la joven Nety Xakriabá participaba por primera vez de una gran protesta como aquella del ATL y que, jamás había imaginado —como ha contado en el viaje de vuelta a la Tierra Indígena Xakriabá— que todo aquello podría haber ocurrido cuando sus parientes, viajaban en diferentes ocasiones a Brasilia y otros lugares en busca de derechos y justicia.

En una entrevista titulada “Apariencias o apariciones” para la Revista de Fotografía Zum, Georges Didi-Huberman habla sobre su método curatorial utilizado en la exposición “Sublevaciones”, inaugurada en París en 2016 y que pasó, en versión modificada y reducida, por Brasil. La exposición propone, por medio de un “montaje de imágenes”, evocar la fuerza política de resistencia de los gestos humanos en diferentes sublevaciones, revueltas, manifestaciones, revoluciones e insurgencias; en suma, movimientos populares. Cuando se le pregunta sobre el aspecto problemático de la espectacularización de las manifestaciones, sobre todo en los tiempos de las “redes sociales”, Didi-Huberman afirma la necesidad de diferencias entre “aparición” y “apariencia” y de esta manera continúa: “Es necesario que todo en la política se vuelva visible para todo el mundo. De ahora en adelante, la cuestión, evidentemente, está en saber cómo producir apariciones y no apariencias. Discúlpenme: no tengo la receta. No obstante, observo que en una misma manifestación popular puede haber apariencias y apariciones. Puedo decepcionarme con el trabajo de las apariencias. Pero nada es más precioso que un evento de la aparición”[vi]. Las fotografías de Edgar Kanaykõ revelan a su modo un gran “trabajo de aparición” de la lucha y resistencia política de los pueblos indígenas en Brasil.

[i] Pueden visitar la página de Edgar en Facebook: @kanayko.etnofotografia, y su perfil en Instagram: @edgarkanayko y Twitter @edga_kanaykon, como también su canal Etnovisão de Youtube: https://www.youtube.com/channel/UCqlN3LCUUc_6_pVm_kAb4ZQ

[ii]  El cerrado es una amplia región de sabana tropical de Brasil (ocupa el 22% de la región brasileña): incluye el Estado de Goiás (en el interior del cual se encuentra el Distrito Federal), Mato Grosso, Mato Grosso do Sul y Tocantins, la parte occidental de Minas Gerais y de Bahía, la parte sur de Maranhão y Piauí, y pocas partes de São Paulo y Paraná. (nota del traductor)

[iii] Pueden visitar el trabajo de indígenas que se han destacado en las redes sociales y proyectos culturales utilizando la fotografía como soporte narrativo: Tukumã Kuikuro, Kamikia Kisedje, Ray Benjamin [Baniwa], Vherá Poty [Guarani Mbya], Alberto Alvares [Guarani] e Patrícia Ferreira [Guarani Mbya]. Sobre el trabajo de Patrícia Ferreira, vale la pena visitar el proyecto “Jeguatá: caderno de imagem” https://www.jeguata.com/

[iv] Protesta pacífica de pueblos indígenas atacada por la policía en el Congreso: https://mobilizacaonacionalindigena.wordpress.com/2017/04/25/protesto-pacifico-de-povos-indigenas-e-atacado-pela-policia-na-frente-do-congresso/%20(acesso%20em%2017%20de%20agosto%20de%202018 (acceso el 17 de agosto de 2018)

[v] Maracá es un tipo de sonajas indígenas utilizadas ampliamente y por diferentes pueblos indígenas tanto en rituales tradicionales como en manifestaciones políticas.

[vi] https://revistazum.com.br/entrevistas/entrevista-didi-huberman/ (acceso 17 de agosto de 2018). Cf. Didi-Huberman, Gerges. Levantes. São Paulo: Ed. Sesc SP, 2017.

En contexto general:

 

«En abril de 2017, en Brasilia, pueblos de todas las regiones del país y de las más diversas etnias reunieron a miles de líderes, jóvenes y mujeres indígenas que hicieron el Campamento Tierra Libre más grande de la historia para reclamar por sus derechos, que vienen siendo vilipendiados sistemáticamente» (resumen de la película ATL2017).

 

Decir haciendo: a la memoria de Roberto Burgos Cantor

Por: Andrés Riveros Pardo

Foto de portada: Natalia Bustamante Castro

El 16 de octubre pasado falleció el escritor colombiano Roberto Burgos Cantor, autor de 14 obras que ha sido reconocido con importantes galardones como el Premio Nacional de Novela, el Premio de Narrativa José María Arguedas y el Jorge Gaitán. En esta semblanza, a partir de sus recuerdos como estudiante de Burgos Cantor, Andrés Riveros Pardo le hace un sentido homenaje.


Despacito y como a cuentagotas; así salían las palabras de la boca de Burgos Cantor durante las clases que daba en la Especialización de creación narrativa, ahora Maestría, de la Universidad Central de Colombia. Cada frase era precedida por un pequeño silencio. En ese tiempo yo tenía veintiún años y estaba esperando que alguien me diera la fórmula mágica para convertirme en escritor. Justo por eso creo que no supe aprovechar todos los consejos que nos daba, a mí y a otros diez estudiantes −si no me falla la memoria−, en esa pequeña sala de reuniones en la que nos encerrábamos cada jueves y que quedaba a solo unos pasos de su oficina. Allí nos contaba sus experiencias y leía nuestros textos-párvulos con mucha paciencia. Yo estaba esperando resultados rápidos, todavía era muy joven.

Aunque suene extraño, cuando lo recuerdo pienso en el centro de Bogotá. Y no solo porque la sede de esta universidad esté ubicada en la Calle 21, sino porque había algo en su forma de hablar que sonaba a que todo cuanto decía merecía ser tallado en piedra gris. Y me parece extraño ese aire capitalino porque Burgos era pura playa, pura Cartagena con colores brillantes y pieles tostadas por el sol. Y no solo por el acento que delataba su origen, sino porque allí mismo, en ese espacio lleno de melancolía, tienen lugar muchos de los textos que escribió durante su vida; como algunos de los cuentos reunidos en Lo amador (1980), Una siempre es la misma (2009) o la historia de la casa en la que Germania, una de las protagonistas de El patio de los vientos perdidos (1984) entretenía a los hombres de la ciudad.

Este último libro, su primera novela, lo compré en San Librario, librería de viejo ubicada en la calle 76. Lo hice sin pensarlo porque me parecía una obligación leer algo de su obra mientras asistía a sus clases y también porque en el momento de agarrar el libro, de tapas ya gastadas, el librero me dijo que ese escritor era una joya desconocida por muchos. Lo leí como asombrado porque sonaba justo como él, una prosa pausada se mezclaba con monólogos internos y largas reflexiones llenas de poesía. Y es que él mismo decía: “lo único que le devuelve la libertad a la prosa es la poesía. Si no la prosa se vuelve muy doméstica, ‘muy prosaica’; la poesía le permite libertad y le confiere mucho ritmo”.

En este libro, como en los que mencioné antes, aparecen personajes como los boxeadores, las mujeres solitarias y los hombres desencantados, casi parias, dentro de espacios tan colombianos que nos hacen mirar hacia atrás; viajar a través de nuestro pasado común. Esta relación que Burgos Cantor tiene con nuestra historia está perfectamente reflejada en su libro La ceiba de la memoria, publicado en 2007 y finalista del Premio Rómulo Gallegos en el año 2010. En esta novela reflexiona acerca de traumas tan dolorosos como el proceso colonial colombiano y la esclavitud en la Nueva Granada. De esta forma, también, se convierte en uno de los pocos escritores colombianos que, durante la mayor parte de su carrera, le dio voz a uno de los grupos más vulnerados tanto cultural como políticamente en Colombia: las comunidades negras. Así, y en primera persona, narra:

Cuándo vine. Cuándo. Yo no vine. Me trajeron. A la fuerza. Peor que prisionera. Sin mi voluntad. Arrastrada. Me arrancaron. Me empezaron a matar. Mis palabras las perdí. Se escondieron en el silencio. O quisieron quedarse. Como se quedaron los ríos. Los árboles. La tierra. Los bosques. La hierba. Los animales. El león. El elefante. El conejo. El buey. Quizá yo también me quedé. Estoy allá. (35)

Y no solo se vincula con los conflictos colombianos, también logra relacionarlos con el Holocausto y los campos de concentración en Auschwitz. Y es que sus obras más contemporáneas están llenas de guiños a momentos y personajes de la historia universal. En 2016, por ejemplo, publicó su novela El médico del emperador y su hermano en la que retrata el ocaso de la vida de Napoleón luego de su derrota en Waterloo, a través de su médico personal, Francesco Antommarchi. De esta forma, nos demuestra su habilidad para devorar la historia de diferentes países y unirla con los hilos de dolor por los que estamos atravesados.

En 2017 publica Ver lo que veo, libro en el que trata temas de marginalidad y desplazamiento en Colombia y con el que gana el Premio Nacional de Novela en 2018. Este texto, debo reconocerlo, aún no ha pasado por mis manos, debido a que pocos de sus libros suelen salir de Colombia; sin embargo, creo que es importante mencionarlo en este mini-recuento de su obra, porque este reconocimiento único lo sitúa como uno de los escritores más importantes de este país. Callado y sin alardear, como siempre demostró que se podía hacer historia, hoy se hace visible en un panteón del que ya se había adueñado hace varios años.

Burgos Cantor murió en su Cartagena natal mientras escribía una nueva novela que tal vez nunca vea la luz. Y creería −con perdón− que él no lamentaría el hecho de jamás verla publicada, sino más bien, por no poder seguir trabajando en ella, pasando días enteros entrelazando palabras como el artesano que era; porque amaba escribir en limpio, sin primeras versiones o revisiones, sin largas relecturas. Porque para él eso era la libertad.

Ahora que hago memoria, como parece ser obligatorio para hablar de él, me doy cuenta realmente de por qué pensaba que no le había sacado provecho a sus palabras durante las clases que nos encontraron. Y es porque Burgos Cantor hablaba bajito, como en susurros, porque para él lo importante no estaba en decir, estaba en hacer: sus más grandes enseñanzas están en sus actos, en sus libros, en sus ejercicios de memoria y en esa forma tan suya de pensar el mundo desde la poesía. Es por eso que hoy me atrevo a hacer una pequeña semblanza, que tal vez no esté escrita desde la perspectiva de quien fue su gran amigo o uno de sus mejores alumnos; pero sí desde la voz de alguien que lo admiró siempre, que nunca llegó a comunicárselo y sobre todo, de alguien que puede, también bajito y sin muchas pretensiones, decir que sus enseñanzas pueden y deben ir más lejos de lo que ya lo han hecho.

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La narrativa quechua contemporánea (corpus y cartografía 1974-2017)

Por: Gonzalo Espino Relucé[i]

Imagen: Carlos Chirinos

Gonzalo Espino Relucé identifica la literatura quechua como una de las más significativas del sistema andino y del espacio de las literaturas peruanas. El presente texto propone una cartografía de la narrativa quechua escrita, que corresponde a la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI. El corpus trabajado realiza calas que evidencian relaciones con la narrativa, que empieza por su apego a la tradición oral quechua (Rufino Chuquimamani, José Obregón Morales, entre otros), la traducción (Gloria Cáceres, Washington Córdova) y las narrativas quechuas que dan autonomía, ficción y contorno al sistema propuesto: Porfirio Meneses, Sócrates Zuzunaga y Macedonio Villafán y los penúltimos, Pablo Landeo, Orlando Romero (incluido los ichuk kwentukuna).


En siglo XXI, asistimos a una literatura quechua consolidada que, como sistema, muestra una libertad y aventura creativa sin igual, que rompe con arcadia que se le atribuye, que ha cobrado la suficiente autonomía de su par denso (la memoria y tradición oral), es decir, aparece con un sujeto de enunciación diferenciado e identificable; que ha tomado la escritura y nos viene ofreciendo una literatura que en los años veinte del siglo pasado se  anunciaba como aquello que vendría. Se trata de un proceso que se puede caracterizar como disperso, diverso y desigual. Es una literatura escrita que se configura entre los años 70 y los 80 del siglo XX, que  expresa la diversidad lingüística, con desarrollos dispares, muchas veces discontinuos, y con publicaciones artesanales que no siempre circulan en el mercado de la ciudad letrada.

Estas escrituras portan una sensibilidad, un pensamiento y una manera de vivir en el mundo andino. La narrativa quechua como proceso tiene en la poesía su referente mediato. A continuación trazo, como resultado de la investigación, el corpus de la narrativa quechua contemporánea, para dar una imagen del proceso vivido en el devenir del siglo XX y XXI.[ii] Esta cartografía está constituida por relatos que condensan las diversas posibilidades presentes en la escritura contemporánea: se trata de una narrativa que deja entrever el pensamiento andino y nos acerca a una suerte de inventario de lo que ocurre en el espacio quechua. Como escritura muestra su quiebre con el habla, aunque puede evocar formas tradicionales; la letra le da forma y limita, en ella se advierte su capacidad de experimentación y originalidad. Al tiempo que configura un corpus que aquí expondremos.

Contexto, característica y pautas: corpus

El desarrollo de la narrativa quechua concuerda con la inusitada autoridad que adquiere el idioma nacional, no solo porque se oficializa (1975) sino también porque se siente orgullo por lo andino y hay una demanda por el florecimiento de las lenguas nacionales. Esto durante el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado: período de reformas que afectó las estructuras del poder (1969-1974).  El quechua se ha puesto de moda en los 70: el impacto de la literatura hegemónica que se estudia en escuelas y universidades y lo que se lee en el circuito literario dominante será visible en estas creaciones. La narrativa quechua escrita goza de sus aprendizajes de la modernización. Todos los narradores quechuas hacen sus primeras entregas en castellano.

La escena social que se asocia a la aparición definitiva de la narrativa quechua se caracteriza por el retorno a la democracia, la guerra interna y el autogolpe de Fujimori[iii]. De un lado, el modelo democrático –que viene acompañado del capitalismo salvaje, la pérdida de la institucionalidad, la corrupción, incremento de la pobreza– visibilizará a los peruanos de la diáspora (hawansuyo, el quinto suyo) y las crisis económicas, y abarca el fantasma del fujimorismo. De otro, la provocación que Sendero Luminoso hace al país, que es respondida por la fuerzas del orden, el Estado, cuyo costo fue más de 69 280 víctimas, entre muertos o desaparecidos, de las cuales los indígenas andino-amazónicos fueron los más vulnerados, incluso con poblaciones esclavizadas por parte de SL (cf. CVR 2004).

Características y propuesta

En mi artículo “Elementos para el proceso y corpus de la narrativa quechua contemporánea”[iv], propongo un abordaje teórico, establezco los precedentes y al mismo tiempo caracterizo a la narrativa quechua. A continuación cito a dicho artículo y presento un esquema operativo. Esta narrativa tendría las características que mencionaré a continuación. 1) La lengua quechua «es la materia del lenguaje” y estas “narrativas se escriben desde la variedad lingüística propia del quechua”. 2) La escritura “está basada en el binomio lengua-cultura” y la lengua “contiene el pensar andino […] reitera, resquebraja o reinventa la propia cultura andina. Las ficciones de estas narrativas tienen de creación original, memoria y tradición oral, la forma como se representa (vive, siente y concibe) la vida entre los quechuas”. 3) La narrativa quechua demandó “una readecuación del narrador”. Se produce un cambio cualitativo, la relación con su oyente ahora se fija en la letra, que impone una lógica ficcional, pero que no se disocia de la relación rimay-uyariy (hablar-escuchar) a una que corresponde con qillkay-uyariy (escribir-escuchar [lector]), es decir, con alguien que lee desde la letra. 4) El quechua traza su ruta comunicacional. La reivindica y la reinventa, opta por “una postura bicultural y monocultural” como un programa de encuentro con su lector. 5) La temática andina quechua será su referente, el sujeto narrador se autopercibe como autónomo y libre para ficcionar desde su lugar de enunciación, sabe que lo suyo ya “no será voz-palabra, será voz-letra”. Su escritura que no tiene límites temáticos, por lo que se entiende libre para crear, desde una autonomía que no obvia sus compromisos con el lenguaje, su propia cultural y la realidad real.

Nuestra cartografía tiene apego a los quechuas que se hablan en el Perú, por eso insistimos en nuestra proposición: relacionar ­­­­­­­con lengua. El balance es el desarrollo desigual, aunque identificamos cuatro ejes desarrollados: los ejes Cuzco-Collao, Ayacucho-Chanka (el más activo), Ancashino y el quechua wanka. La movilidad de los narradores implica un aprendizaje de la narrativa hegemónica y sus logros narrativos en castellano, que  identificamos como narrativa andina (Porfirio Meneses, Cholerías ,1946); Macedonio Villafán, Los hijos de Hiliario ,1978) y Sócrates Zuzunaga, quien publica sus escritos en los 80, conocido por La noche y su aullidos (2011); los tres publican sus cuentos y novela corta en 1998).  Por otro lado, Washington Córdova, que publicará Colección Runasimi (2007-2010) y Gloria Cáceres Vargas con Warma kuyay y otros cuentos (2011), las traducciones de la narrativa contemporánea en español.

No existe una correlación entre la publicación y el año de nacimiento. Como ya se puede advertir, los escritores quechuas publican tardíamente.  Identifico al menos tres momentos: el primer grupo que publica narrativa pertenecería a los que nacieron entre los las décadas de 1920 y 1930, entre ellos, Meneses, Tapia y Santillán. El segundo grupo, cuyos integrantes nacen entre las décadas de 1940 y 1950: Chuquimamani, Cáceres, Oregón, Zuzunaga, Villafán. Y el tercer grupo, entre las décadas del cincuenta y el sesenta, tiene que ver con los que publicaron ya en el siglo XXI: Landeo, Ccasa, quienes son coetáneos a la publicación de la primera revista quechua de crítica y creación, Atuqpa chupan (2011-).  En general, la mejor narrativa se publica en la Universidad Federico Villarreal, Pakarina Ediciones y Ministerio de Educación, aun cuando la producción total provenga de iniciativas personales, institucionales y artesanales que vienen de Cuzco, Huamanga y Huancayo. El proyecto villarrealino fue primera en sacarla de la modestia editorial.

Primeros tejidos y sus narradores

Las publicaciones tardías evidencian un problema de circulación y de posicionamiento para la narrativa quechua. A diferencia de José Tapia Aza y Orlando Santillán Romero, Porfirio Meneses sí se construyó una imagen literaria avalada por su larga producción literaria. Si los escritores quechuas, en efecto, cursan estudios superiores, sus espacios de realización literaria no son necesariamente la ciudad letrada, la metrópoli, Lima. Desarrollan estrategias que se vinculan con la consolidación de lo que en general llamamos literatura andina, cuyas mayores expresiones encontramos en Oscar Colchado, con sus obras Cordillera Negra (1985) y Rosa Cuchillo (1997). Prefieren la periferia, la provincia, a ser parte de aldea letrada. Viven y se instalan como narradores desde sus provincias (Huaraz, Huamanga, Puno) y escriben en castellano. Son hijos de comuneros o de campesino ricos o migrantes de clase media; conocen la vida comunitaria, su aprendizaje no es sociológico ni “desde fuera”, en ellos hay una nítida sensibilidad quechua. Se trata de narradores andinos biculturales e interculturales. Pertenecen ya a la nómina que las representaciones hegemónicas consideran como sus narradores (Premios Copé, Concurso Nacional de Literatura Quechua, Derrama Magisterial) y se han convertido en referentes regionales. Me refiero a los narradores Rufino Chuqimamani Valer, Gloria Cáceres Vargas, José Oregón Morales, Sócrates Zuzunaga Huaita y Macedonio Villafán Broncano. Sus producciones definen el cuento moderno.

Durante los ochenta, las experiencias de escritura están asociadas a programas de educación intercultural, no son propiamente escritura creativa, su anclaje en la tradición oral es evidente como lo es respecto de su articulación pedagógica. Tanto Chuquimani como Cáceres vienen de esas canteras. Su más visible represente será Rufino Chuquimamani Valer (San José de Sollocota, Azángaro, Puno, 1946), quien publica un conjunto de relatos de la tradición oral del quechua-collao, de escritura transparente. Me refiero a Unay pachas… (1983-1984), aunque sus cuentos se encuentran dispersos. Sin dudas,  el más notable de todos ellos es “Puku pukumatawan k’ankamantawan/ El puku puku y el gallo” (1988), que se sabe narrar en todos los parajes del Collao (la mancha quechua altiplana de Perú y Bolivia).

Gloria Cáceres Vargas (Colta, Paucar del Sarasara, Ayacucho 1947) ha publicado poesía, cuentos y traducción.  En el 2010 lanzó Wiñay suyasqayki, huk willaykunapas/ Te esperaré siempre y otros relatos. Su escritura quechua retiene imágenes y miradas de los niños y niñas migrantes que retornan a sus pueblos. Los relatos están asociados a los tránsitos entre la ciudad y el lar origen, el retorno; los seres queridos, la soledad, la amistad, el amor perturbador, la ansiedad y la burla, en una suerte de reinvención que intensifica y abarca momentos significativos en la estancia andina. Su valor está en “la riqueza de la memoria y la forma en que Gloria logra que la subjetividad narrativa de una niña nos da un hermoso relato tanto en lo temático como en lo estilístico” (Roncalla, 2012).

José Oregón Morales (Sallqapampa, Tayacaja, Huancavelica, 1949) publica el primer libro de narrativa quechua, Kutimanco y otros cuentos (1984) y, diez años después, Loro qulluchi/ Exterminio de loros (1994). Su publicación es extensa: incluye cuentos, novelas y teatro. La narrativa de Oregón Morales resulta interesante por sus continuos tránsitos entre la fabulación oral y la letra, él mismo se presenta como “cuenta cuentos” y al mismo tiempo como escritor. Sus relatos se leen, como se dijo, desde hace tiempo. Kutimanco y otros cuentos será el primer libro orgánico de narrativa quechua. La paradoja es que esta primera colección de cuentos se escribe en el ya accidentado escenario de la década del ochenta, cuando Oregón decide llevar al libro aquello que desde siempre había escuchado en la comunidad campesina de Sallqapampa. Los transcribe, los lee para los integrantes de la comunidad, quienes le expresan sus opiniones y le hacen ver ausencias, y los vuelve a revisar. El programa básico es el rimaynashun, un programa dialógico escritor-comunidad; en esa lógica aparece el quechua, que es al mismo tiempo sujeto de la cultura. Con esa autoridad concluye el libro de 1984, una colección de relatos orales “trascreados”, propiamente escritos. Loro qulluchi marca una nueva realización temática con la presentación de los otros problemas del universo andino quechua y afronta nuevos escenarios naturales y sociales (p.e., la plaga de “loros”). En este segundo libro, Obregón Morales consigue que sus cuentos tengan la fascinación de la ficción, la lógica del relato y alcanza la eficacia del cuento que convierte a la narrativa en acto autónomo, fresco y renovado, sin renunciar a pensamientos y miradas quechuas que organizan, a la par, la clave “etnopoética” para su lectura.

Tres narradores quechuas: Meneses, Zuzunaga y Villafán

Los relatos de Porfirio Meneses Lanzón (Huanta 1915-Lima 2009) no reclaman. Sin ser descriptivos, son de tono cotidiano y de escritura omnisciente. Meneses trae toda su experiencia como cuentista a Achikyay willaykuna/ Cuentos del amanecer (1998) y su narrativa quechua tiene la contundencia de la singularidad. Se trata de seis cuentos en los que la vida cotidiana se vuelve especial: una mujer harta de los maltratos de su marido borracho, un guardia civil que será discriminado, un glotón que termina por encontrar pareja, un artesano que se convierte en evangélico, o las esperas y retornos a las estancias y pueblos andinos.

Sócrates Zuzunaga Huaita (Páucar del Sara Sara, Ayacucho, 1954) comparte su producción quechua con la que escribe en español, que es la más difundida. Su novela sobre la guerra interna, La noche y sus aullidos (2013), lo ubicó en un lugar privilegiado en el canon de la llamada “literatura peruana”. El relato quechua tiene en Zuzunaga a uno de sus mayores representantes y su libro Tullpa willaykuna (2010) así se nos revela. Los suyos son cuentos modernos. De temática heterogénea, su escritura quechua sabe del manejo del tono conversacional que atrapa la letra como memoria oral; instala siempre un “escucha” que emerge del propio texto, replica al oyente que hace posible el acto de narrar (rimay-uyariy): tal estrategia a su vez invita al lector a ubicarse en esa dimensión del que lee-escucha, ahora desde la factura del papel.

“Akatanqa hina runacha”, que traduce como “Un escarabajo humano”[v], es uno de los relatos más tiernos, intensos y desconcertantes. Narra la historia de Akatanka, un hombrecito que vive de limosna y al que suelen humillar; su muerte devuelve al “waynallaraq kachka-n” (“buen mozo que había sido”). El cuento fábula sobre la condición humana en sus límites: es menos que un perro (“waqtasqa allqucha hina”:80). Se estructura a partir de una lógica lineal, aunque compleja; si la imagen de Akatanqa Satuko representa al wakcha, concentra otras relaciones como el ahora-wakcha wakcha y el ayer-maqta kallpayuq, entre la lástima y burla de los niños y borracho(s) y la memoria compartida, aunque callada, respecto a la memoria individual.

 “Akatanqa hina runacha” resume su mayor tratamiento narrativo, todo en una impecable economía narrativa. Esta complejidad nos saca de la imagen del opa por la de wakcha. El cuento celebra la condición humana, la condición de runa. Y con ello asistimos a uno de los relatos más intensos, desbordantes, y en una estructura cuyos rastros quechuas se descubren en la letra que camina a su inevitable universalización.

Macedonio Villafán Broncano (Tarica, Ancash, 1949) viene de una comunidad donde el mito pervive, lugar donde aún se puede escapar de la maldad de la escasez para acceder a la abundancia que poseen los dioses. Ha  publicado Los hijos de Hiliario (1998), cuentos donde la ficción y  la memoria se funden. Le sigue su libro ganador del concurso de narrativa quechua, Apu Kolkijirka, (1998, 2014) y su novela Cielo de la Vertiente (2013, 2016).

La primera edición de Apu Kolki Hirka lo conformaban la novela corta que le da título y un grupo de ocho cuentos breves de humor. Fabula los avatares de los pobladores alrededor de la mina. La novela estructuralmente propone la mirada del Apu con relación a lo que ocurre con la comunidad Kutacancha, que a la par sería la historia de otras comunidades con asentamientos mineros. La elección del apu como narrador de la historia revela dos aspectos nucleares: la voz del narrador y la configuración del relato. Esta voz, la del apu, si bien comporta la condición de testigo, al mismo tiempo, va anudada a su condición mítica.

En Apu Kolkijirka, la voz narrativa se ciñe al par lengua-cultura, por lo que sugiere el manejo de algunas categorías andinas: entre la más evidentes, Apu, pacha, awki, y el huidizo par dialéctico (Espino 2012)[vi], dado que esta se comporta como clave para la consistencia narrativa. Apu o Jirca será la deidad de una comunidad y, según su poder, abarcará un extenso o limitado territorio.  Es una divinidad visible, protectora, y mantiene el equilibro social, establece relación con la comunidad y puede beneficiar (provee), o maldecir (quita).

Esta novela corta se inicia con un tono confesional: “Noqa awkis Kolki Hirkam kaa,” (“Yo soy el viejo Colquijirka, la montaña o cerro de plata,”: 43, 13). Es testigo y concreción material: “Unay ayllurunakunapa kuyayninmi kaa; hatun Apun Wamaanin.” (“Soy venerado de antiguos ayllus, su gran Apu o Dios Montaña.”: 43, 13). Ocupa un espacio desde donde puede ver, sabe de su condición de abuelo. La deidad se reconoce como sabio de la comunidad, por tanto repositorio de la memoria que hay que comunicar.

No hay relaciones de armonía entre la gente y la mina, entre los runas y el apu, se vive —en el relato— un orden social violentado, inestable y de relaciones injustas. Esta novela corta vuelve al programa social, evidencia que al forastero o dueño le interesa desmesuradamente el botín; no le interesa la gente, le importa la plata. Es esto lo que se resquebraja. Los primeros mandones establecieron la mita minera que significó: “Mitaq runakuna manam markankunaman kutillaayaqnatsu; allaapam wanuykuyaq hatun machay sokabonchoo, mallaqaywan, alalaywan, qeshyakunawan.” (“¡Oh tristeza, oh llanto! Los runas volvieron a mitas. Y los mandones mestizos les hicieron padecer más aun recordándoles su huida.” (:52, 24). Esto es expoliación, explotación, miseria y muerte. Mita runakuna será vivida a lo largo del tiempo por indios y campesinos. Los forasteros han perturbado las relaciones entre gente-naturaleza. Si en el pasado lejano las relaciones eran armoniosas y de respeto, con la llegada de los forasteros (españoles invasores, criollos, gringos) todo se ha trastocado. Antes de la llegada de los españoles, se trabajaba con satisfacción porque “Kushikuymi urya kaq tsay pastachaw.” (“El trabajo era alegría en aquellos tiempos” (:44, 14).

El Apu Kolki Hirka, celebra —y comparte— el hecho de que la minera se retire, aunque ha empobrecido al pueblo de Kutacancha. Los tiempos pasados no alcanzan el fulgor de la Pakarina, pero aparece en una utopía, la del tiempo (pacha), que va reconstruyendo sus tejidos en ese sano encuentro entre los dioses y su gente. Lo que hace que Macedonio Villafán Broncano desde esta estrategia narrativa vuelva sobre la cuestión social: una historia social que se dibuja desde el sentido mítico y qué mejor que un apu para contarla. El Jirka se convierte en testigo y a la vez en el reconstructor, en el ahora, de este tejido vulnerado, anima la relación entre runa-naturaleza, la gente y sus dioses. Como proyecto narrativo no será un asunto de moda, sino un testamento de la cultura, de la comunidad; tampoco se ciñe a la lógica de las propuestas críticas que bien serían parte de esa literatura extractivista. Es simplemente archivo, memoria andina que demanda el respeto a los espíritus de la naturaleza; mejor aún, al equilibrio entre humanos-naturaleza.

Penúltimos: narrados de este tiempo

El entusiasmo que provoca la narrativa quechua y su desarrollo se puede advertir en las últimas publicaciones de generaciones diferentes que acceden a la escritura quechua; en este caso podemos referirnos a publicaciones como la revista quechua de creación y crítica, Atuqpa chupan, Allpa, y a las narrativas virtuales, Hawansuyo.  Las nuevas hornadas están representadas por Pablo Landeo Muñoz y Valentín Ccasa Champi, junto con la de Hugo Carrillo: sus trabajos vienen en el quechua chanka y cusqueño. La narrativa de Landeo y Ccasa se caracteriza porque apelan a la tradición ancestral altoandina; sus escrituras son transparentes, no buscan el virtuosismo de una letra muerta, ni la exquisitez sugerente de las voces, por eso en sus relatos hay eso que llamamos una originalidad que proviene de su condición quechua en el tratamiento de temas tradicionales.  La de Valentín Ccasa (Comunidad de Pakanza, Sicuaní 1969) se constituye a partir de relatos de tradición oral que recrea en su escritura; pienso en Maman uywaw ukumaricha (2004): trabaja sobre relatos tradicionales altoandinos que los funde en una escritura contemporánea y los reinventa para sus lectores. Pablo Landeo Muñoz (Huancavelica, 1959) ha configurado su figura como escritor de una manera certera, ha publicado poesía, crítica y es uno de los principales animadores de la escritura quechua. Wankawillka (2013) es una colección de seis relatos que atrapa los lenguajes de la palabra: se ríe del diablo, afila el de diminuto cuchillo, denosta la avaricia del cura, , imita el horror de la madrastra. La edición en castellano, por el contrario, hacer emerger a un autor que narra con serenidad pero que aprovecha la progresión y la sorpresa que dan contundencia narrativa. A pesar de la compulsa de los caracteres, más que leer “escuchamos” sus relatos andinos contemporáneamente. Los de Pablo Landeo tienen ese encanto en el que no solo la palabra llega sino que también el lenguaje, a través de gestos que será lo que califica como cuento —y recreación de mito—:

Huk biayahiru-s diyabluwan (…). Diyablu-s sayakkuykun” dice un vejete con un diablo, dice el diablo…. (:17).

O:

Usunqa kuchilluchanta ñaka-ñakayta afilarun. Tukuruptin-si, Usunpa maki chawpinpi kuchilluchaqa manchakuyllapaq llipipipirqun Osón afiló un minúsculo cuchillo. Después de una difícil jornada, casi invisible, el arma refulgía mortal en la pequeñísima palma del héroe.”[dice] (:22:)

O como alguien presente desde aquello que no puede atestiguar pero imagina:

-Allinmi wawqichallay –nikun-si runachaqa diyabluta (Ji, ji, ji, ji! Wawqichallay niykun diyabluta)-. “-Bien, amiguito –dijo el hombre. Ji, ji,ji… Le dijo, ‘amiguito’ al diablo.”(: 18, 40).

De esta suerte, sus relatos traen burla, parodia, que expresa el poder de la palabra que subvierte el orden doméstico (“Urkunpi lusiruyaq”) e institucional que se revela en la escritura de Landeo (“Kurawan sallqa runacha”). Diablos y curas burlados, hombrecitos inigualables, pero épicos, deshumanizados tratos, llenos de humor, sabia picardía, parodia y sucesivas sorpresa, cuentos de ayer renovados en la letra quechua, trasparente en su prisma exacto para hablar y posesionarse de la escritura; ese signo en cautiverio que empieza a liberar en la qillqata de Pablo Landeo, como voz de un ñuqayku (sólo nosotros) que se deja escuchar singularmente en un ñuqanchis (nosotros y también tú), asunto que en su novela Aqupampa (2016) pone en escena a migrantes que traen el ayllu a la ciudad.

Ichuk kwentukuna: humor y picardía

Uno de los elementos claves de la narrativa quechua contemporánea es la narrativa pícara. Esto redefine el gesto adusto que se atribuye a los andinos, es decir, muestra el humor; en ello apelo y extiendo las ideas de Manuel J. Baquerizo (1996, 83) en cuanto a la narrativa, asumo la descripción que hace de las “canciones orales”. Este autor afirma que en ellas “abundan el humor, la ironía, el juego y la burla” y que “desmiente un viejo prejuicio que sólo veía tristeza y sensiblería en la canción indígena”. Se afirma la exclusividad modeladora y didáctica, que tras de sí esconde la adustez y no se fija en la plasticidad de la palabra que se dice-escribe. En lo que se refiere a la escritura, se trata de un relato desestructurador y cáustico que viene contenido en un tipo de forma que Macedonio Villafán (1998: [103]-117) llama “ichuk kwentukuna”, relatos breves que sorprenden porque apelan al doble sentido, a la sacada de vuelta de la información o a la descarada manera de expresarse.  Tanto José Oregón Morales como Macedonio Villafán y Sócrates Zuzunaga no solo narran sino que en sus escritos nos han puesto sus mejores muestras. Los ocho “ichuk kwentukuna” de Macedonio Villafán que vienen en su libro de 1998 nos llenan de humor por las consecuencias que tiene la escritura, la migración o la pechada cuando se enfrentan las familias. Los de Sócrates Zuzunaga, (2001: 94-102, 127-135) “Tayta Serapiopa asina willakuykuna”, pertenecen a Taita Serapio, libro que circula en español y que nos propone 19 ichuk kwentukuna en lengua quechua y tienen el mismo gusto socarrón.

Coda

Estos relatos trazan un proceso que la narrativa quechua escrita contemporánea afirma y configura como proceso y se convierte en un sistema que sofoca la llamada literatura peruana. Se afirma como tendencia importante en las letras quechuas, ahora sí, del Perú multicultural. Hijos de campesinos quechuas y migrantes que pasaron por la academia, han vuelto a la palabra para hacerla suya y develar sus universos: no cabe duda que asistimos a un nuevo momento de la circulación de la cultura quechua. Es de otro lado interesante observar cómo la escritura quechua ha permitido familiarizarnos con las lenguas quechuas Chanka, Cuzqueño, Wanka y Ancash. Si la narrativa escrita en quechua se incrementó en los últimos años, y mostró a su vez una mayor libertad creativa; podemos afirmar la configuración de un corpus definitivo que esperamos se extienda y se convierta en una dinámica creativa permanente.

 

Narrativa quechua:

Anta warmikuna kawsayninkumanta willkunku. Cusco: CADEP/ Centro Guaman Poma de Ayala, 2010.

Arguedas, José María. Pongoq mosqoynin / El sueño del pongo. Lima: Ediciones Salqantay, 1965. “Pongoq mosqoynin (Qatqa runapa willakusqan). El sueño del pongo (cuento quechua)”. Obras Completas. Lima: Editorial Horizonte, 1983; t. I, 249-258.

Berrocal Evanán, Carmelón; Macera, Pablo; y, Andazábal, Rosaura.  Flora y Fauna de Sarhua. Pintura y Palabra (Textos en quechuañol), Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos/Banco Central de Reserva del Perú/Instituto Francés de Estudios, 1998.

Cáceras Vargas, Gloria. Wiñay suyasqayki, huk willaykunapas/ Te esperaré siempre y otros relatos. Lima: UAP, 2010.

—–. Warma kuyay y otros cuentos. Trad. al quechua de cuentos de José María Arguedas. Lima: UNE Enrique Guzmán y Valle, Ed. San Marcos, 2011.

Carbajal Valdivia, Adolfo. Chillikucha. Lima: Arteideas editores, 2007.

Ccasa Champi, Valentín.  Maman uywaq ukumaricha.  Cusco: Dirección Regional – Instituto Nacional de Cultura, 2004.

Chuquimamani Valer, Rufino. “Puku pukumatawan k’ankamantawan” en ¿Quiénes somos? El tema de la identidad en el altiplano,  Rodrigo Montoya (Ed.). Lima: Mosca Azul Ed. 1988; pp. 95-110.

—–. Unay pachas… Qhishwa simipi Qullasuyu aranwaykuna. Lima: Ministerio de Educación, 1983; vol. 1.

—–. Unay pachas… Qhishwa simipi Qullasuyu hawariykuna. Cusco: Centro Bartolomé de Las Casas, 1984, vol. 2.

Córdova Huamán, Washington (Trad.). Colección Runasimi.  Ed. Bilingüe quechua-castellano. Traducción Washington Córdova Huamán. Lima: Editorial San Marcos, 2007-2010 [Abraham Valdelomar, El Caballero Carmelo; César Vallejo,  Paco Yunque y  José María Arguedas,  El sueño del pongo, Pongopa musquynin y La agonía de Rasu Ñiti, Rasu Ñitipa wañuynin;  Félix Huamán Cabrera, El toro que se perdió en la lluvia, Paraparapi chinkaq toro y Ladraviento, Wayraq Anyaynin; Óscar Colchado Lucio, Kuya kuya. Dante Castro, Tiempo de dolor / Ñakay pacha; El ángel de la isla, Isla angel y Pishtaco, Naka’aq y a Julián Pérez,  Muchacha de coposa cabellera, Chukchasapa sipas/ Historia de amantes e Iskay wayllukuqkunamanta willakuy. Hijos del viento, Wayrapa churinkuna.]

—–. Tungsteno de César Vallejo. Lima: Ediciones Pakarina, 2016.

Flores, J. José. [1933] Huambar poetastro acacau-tinaja en El discurso carnavalesco en Huambar poetastro acacau-tinaja de J. José Flores, edición de Víctor Flores Ccorahua. 2ª ed. Lima: Ed. San Marcos, 2009; pp. 153-243. <http://hawansuyo.com/2013/04/23/huambar-poetastro-acacau-tinaja-parte-1-juan-jose-flores/>

Landeo Muñoz, Pablo. Aqupampa. Lima: Pakarina Ediciones, 2016.

——. Wankawillka. Lima: Pakarina Ediciones, 2013.

Lira, Jorge A. Tutupaka llakkta o el mancebo que venció al diablo.  Anónimo quechua. Recopilación y traducción de Jorge A. Lira; prólogo de Washington Delgado. Lima: Ed. Carlos Milla Batres, 1974 (Festibros).

Meneses Lazón, Porfirio.  Cuentos del amanecer/ Achikyay willaykuna. Ed. bilingüe.  Lima: Ed.  Universidad Nacional Federico Villarreal, 1998 (Premio Concurso Nacional de Literatura Quechua, Cuento 1997).

Meneses Lazón, Porfirio; Meneses, Teodoro L.; y, Rondinel Ruíz, Víctor. Huanta en la cultura peruana. Edición antológica bilingüe con una extensa selección de Literatura Quechua. Lima: 1974.

Oregón Morales, José.  Kutimanco y otros cuentos. Chilca (Huancayo, Perú): Ediciones Tuki 1984. 5ª. ed. Huancayo: Ediciones Tuky,  2008.

—–. Loro ccolluchi. Exterminio de loros y otros cuentos. Lima: Lluvia Editores, 1994.

Pérez Carrasco, Mauro. “Misita huchan” en Huanta en la cultura peruana. Lima: 1974; pp. 183-184.

Salvo Solís, Digno Félix. “Qepa Jirka”, Rima rima, Ankash Kichwa Akadënyapa Rebistan, n° 1.  Huaras (Perú), 1987, pp. 15-16.

Santillán Romero, J. Orlando. Asikunapaq willakuykuna. Cuentos pícaros para quechua hablantes. Huancayo: Imp. Ed. Punto Com, 2013.

Tapia Aza, José. Majt’illu. Ed. bilingüe.  Lima: Ed.  Universidad Nacional Federico Villarreal, 1998; pp. 13-66 (Premio Concurso Nacional de Literatura Quechua, Cuento 2000).

Villafán Broncano, Macedonio. Apu Kolkijirka. Ed. bilingüe quechua-castellano. Lima: Ed.  Universidad Nacional Federico Villarreal, 1998; pp. [54]-117. Apu Kullki Hirka/ Dios Montaña de plata. 2ª ed.  Huaraz: Universidad Nacional Santiago Antúnez de Mayolo, 2014. (Premio Nacional de Literatura Quechua, 1997).

Yachachiq Rufinowan Qillqay Yachaqkuna. Ch’uyanchay: ¿imaraykutaq kayhinata qillqayku? Cusco: Asociación Civil Pacha Hunñuy / Centro Guaman Poma de Ayala, 2010. (Rec)

Zuzunaga Huaita, Sócrates. Tullpa willaykuna. Ed. bilingüe.  Lima: Ed.  Universidad Nacional Federico Villarreal, 1998 (Premio Concurso Nacional de Literatura Quechua, Cuento 1997).

Referencias:

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CVR. Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú. Lima: Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú CVR, 2004.

Contreras, Carlos (y) Marcos Cueto. Historia del Perú contemporáneo. Lima: IEP Instituto de Estudios Peruanos, 2013

Espino Relucé, Gonzalo. “Elementos para el proceso y corpus de la narrativa quechua contemporánea”,  Letras, v. 89, n. 129. Lima, junio 2018; pp. 98-127 <http://revista.letras.unmsm.edu.pe/index.php/le/article/view/544>

—–. “Narrativas disidentes. Narrativas andinas del desarraigo. (Mario Malpartida, Nilo Tomaylla y Macedonio Villafán)” en Moradas narrativas. Latinoamérica en el siglo XX, Aymará de Llano (Ed.). Mar del Plata: Editorial Martín, 2012.

Flores Ccorahua, Víctor. El discurso carnavalesco en Huambar poetastro acacau-tinaja de J. José Flores. 2ª ed. Lima: Ed. San Marcos, 2009.

García-Bedoya M., Carlos. Indagaciones heterogéneas. Estudios sobre literatura y cultura.  Lima: Pakarina Ediciones, 2012.

Rodríguez Monarca, Claudia. “Las “otras literaturas” de Latinoamérica. Criterios de inclusión y exclusión en el canon literario” en Documentos Lingüísticos y Literarios 28 (2005): 77-81 <www.humanidades.uach.cl/documentos_linguisticos/document.php?id=104>

Roncalla, Freddy “Imayma Chayasaq, Gloria Caceres Vargas” en Hawansuyo (junio 2012) <http://hawansuyo.blogspot.com/2012/06/winay-suyasayki-gloria-caceres-vargas.html >

Ugarteche, Oscar [1998]. La arqueología de la modernidad. El Perú entre la globalización y la exclusión.  2ª ed. Lima: Desco, 1999.


[i]  Moche, poeta y crítico literario. Especializado en literaturas amerindias y literaturas populares (no canónicas) de América Latina. Doctor y magíster en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y maestro en Ciencias Sociales con Mención en Lingüística Andinas y Amazónica por FLACSO-Escuela Andina de Postgrado. Profesor principal y actual director de la Unidad de Posgrado de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Contacto: gespino@unmsm.edu.pe

[ii]  El presente trabajo forma parte de los resultados del proyecto de investigación “Memoria de la narrativa quechua escrita (1984-2015)”, financiado por el VRIP-CSI-UNMSM (Código160303071) y los proyectos “Proceso de la poesía quechua contemporánea (2017)” y “Proceso de la poesía quechua contemporánea II Educación y poesía (2018)”, financiados por Vicerrectorado de Investigación y Posgrado – Universidad Nacional Mayor de San Marcos y desarrollado por el grupo de investigación “Discursos, Representaciones y Estudios Interculturales (EILA)”, que coordino.

[iii] Urgarteche 1999, Contreras- Cueto 2013.

[iv] Espino 2018: 98-127

[v] Zuzunaga 2010: 80-83, 114-117

[vi]  Espino 2012

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Prácticas escénicas mapuche contemporáneas o cómo pensar las propuestas políticas del arte en contextos de violencia estatal

Por: Miriam Álvarez y Lorena Cañuqueo.

Fotografía de portada:Matías Marticorena.

Lorena Cañuqueo y Miriam Álvarez proponen un análisis de “las nuevas prácticas escénicas mapuche” que se ejecutaron en Argentina y Chile como modo de respuesta a la violencia estatal. Las autoras comentan los trabajos del Grupo de Teatro Mapuche “El Katango” en su búsqueda de reactualizar tradiciones míticas mapuches para pensarlas no como leyendas del pasado, sino como narraciones que permitan explicar su presente, y el Festival Teatral de Pueblos Originarios, donde un nuevo teatro busca otra forma de hacer política y fortalecer, desde la emoción y la propuesta poética, formas originales de crear comunidades de sentido que incluyan a indígenas y no indígenas.


 

El 25 de noviembre de 2017 es una fecha que implicó un giro en las políticas del estado nacional hacia el Pueblo Mapuche. Ese día, fuerzas especiales de Albatros pertenecientes a la Fuerza Naval argentina acataron la orden de disparar contra un grupo de jóvenes mapuche[i] que permanecían resistiendo un posible desalojo de un territorio recuperado. Una de las balas terminaría con la vida de Rafael Nahuel, un joven mapuche de 22 años. Sin embargo, ese no era el inicio sino el punto máximo en una escalada represiva que el gobierno nacional había diseñado como política hacia las demandas territoriales de las comunidades mapuche, aplicada a través del Ministerio de Seguridad de la Nación. Antes y después del asesinato de Rafael, los voceros gubernamentales y sus aliados mediáticos sostuvieron la teoría de “enfrentamiento”, argumentando que los mapuche y el Grupo Albatros eran parangonables en recursos. Aun cuando se construya en base a hechos no demostrados y se trate de argumentos inadmisibles, ese relato le ha permitido al gobierno nacional sostener que los mapuche “atentan contra el orden constitucional”.[ii] Por lo tanto, desde la retórica gubernamental, el asesinato de Rafael, así como la desaparición y posterior muerte de Santiago Maldonado en el contexto de represión por parte de Gendarmería Nacional a la Lof en Resistencia Cushamen -entre otros hechos represivos, de persecución y amedrentamiento hacia referentes y comunidades mapuche- se enmarcan en una supuesta defensa del orden democrático.[iii]

La lectura que realizamos en este artículo de las propuestas escénicas contemporáneas mapuche, parte de una trayectoria de activismo que viene construyéndose desde principios de este siglo y que se enmarcó en la Campaña de Autoafirmación Mapuche Wefkvletuyiñ -estamos resurgiendo, una red de activistas mapuche y no mapuche. Wefkvletuyiñ tuvo como objetivo cuestionar la construcción identitaria que reforzaba estereotipos sobre los indígenas que el estado y el propio movimiento mapuche realizaba. En particular, buscaba visibilizar la presencia urbana de los mapuche y dar cuenta de la compleja trama de relaciones que se establecían en el presente entre ser mapuche y construir desde diferentes lugares de enunciación esa identidad. Fue desde el teatro, la comunicación y la investigación académica que se apostó a deconstruir esa imagen que excluía a gran porcentaje de la población mapuche. A su vez, eso nos permitió analizar el proceso de incorporación violenta del territorio mapuche al estado argentino silenciado en la historiografía nacional, así como sus consecuencias: los desmembramientos familiares, los desplazamientos forzados, el confinamiento en campos de concentración (Delrio 2005; Pérez 2016; Nagy y Papazian 2011), el sometimiento y el despojo territorial, la disposición arbitraria de personas como mano de obra esclava de familias aristocráticas bonaerenses e incipientes centros económicos (Mases 2002; Escolar 2008), así como la reclusión de familias completas en museos (Colectivo GUIAS 2011).

La desestructuración de la sociedad mapuche y el modo en que a partir de ahí quedaron diseñadas las relaciones respondieron a una misma lógica de disciplinamiento social que no sólo fueron dirigidas a los indígenas, sino que también implicó, en palabras de Diana Lenton, una manifestación del biopoder en la sociedad en general (Lenton 2014). Las características de su aplicación encuadran en la figura del delito de genocidio que, sin embargo, aún avanzado el siglo XXI, sigue siendo silenciado y soslayado en los círculos académicos y políticos como evento fundante de la matriz estatal argentina (RIG 2010). Los despliegues realizados entre 1870 y 1880 por el estado argentino para incorporar el territorio ocupado por población indígena, unificado como “Campaña al Desierto”, debe ser leído entonces como un momento de inflexión dentro de la construcción de la nación. Los efectos de esa política genocida se manifiestan en la serie de dispositivos ideológicos que, en el presente, naturalizan prácticas racistas y estigmatizantes que posibilitan que se asocie lo indígena a lo “salvaje”, “exótico”, “atrasado”, “violento” y, con el viraje de la política gubernamental, incluso con la categoría de “terrorista”.

Son, justamente esas consecuencias y sus silenciamientos, invisibilizaciones y naturalizaciones en el sentido común las que comenzaron a ser indagadas y cuestionadas desde el teatro. Parte de las propuestas artísticas que compartimos aquí tuvieron por finalidad deconstruir nociones sobre la identidad mapuche a partir de reconstruir la propia historia, pero también establecer puentes que permitieran repensar nuestra sociedad desde la lectura crítica en los tiempos presentes de estos procesos históricos.

 

Teatro y discursos identitarios mapuche

En el último tiempo, tanto en Argentina como en Chile, donde se emplaza la población mapuche, se pueden constatar diferentes prácticas escénicas mapuche que de manera sistemática vienen trabajando para instalar una nueva poética teatral y, a su vez, una nueva forma de hacer política. Dubatti (2007) nos explica que hoy estamos ante el “canon de la multiplicidad”, afirmando que la definición acerca de lo que se considera teatro se ha convertido en un problema: por un lado, podemos encontrarnos con puestas teatrales que nos proponen espectadores y actores juntos y, por otro lado, un teatro sin actores donde sólo aparecen proyecciones digitales. En consecuencia, en este escenario emerge una complejidad inédita que nos obliga a redefinir el teatro a partir de nuevas prácticas y desde un nuevo contexto histórico. En esta dirección, Diéguez (2008) afirma que, en los últimos años en Latinoamérica, debido a diferentes situaciones políticas, económicas y sociales, fueron surgiendo diferentes prácticas escénicas que han tenido que recurrir a nuevos procedimientos estéticos para poder “decir” las situaciones dramáticas que se estaban viviendo, motivo por el cual se debieron transgredir las formas escénicas tradicionales.

Entendemos que lo que denominamos “las nuevas prácticas escénicas mapuche” que han venido instalándose en la escena artística desde el año 2002 encuadran en estas necesidades de generar nuevos procedimientos estéticos para poder articular relatos que intervengan en las discusiones políticas.[iv] Si bien existen puestas teatrales desde fines de la década del 1980, en el último tiempo se ha generado una serie de propuestas dramáticas que tienen por objetivo cuestionar formas de alteridad que desarrolla el discurso hegemónico, junto con proponer nuevas imágenes sobre los indígenas. Sin embargo, aunque la apuesta sea criticar la imagen exotizante de los cuerpos y prácticas mapuche, muchas veces las propuestas teatrales terminan reproduciéndolo como consecuencia misma de forma de producción de la hegemonía (Segato 2007). Pese a ello, lo importante es que el teatro ha servido como lenguaje poético para discutir con nociones de aboriginalidad[v] Nos interesa desarrollar aquí algunas líneas de debate que observamos que estas puestas escénicas abren en diálogo con el Estado-nación, con las organizaciones políticas mapuche, los medios de comunicación y la sociedad en general. En este sentido, es necesario aclarar que estas formas dramáticas no buscan arraigarse en lo ancestral mapuche, ni piensan el arte como espacio de ritual. Es decir, que estamos frente a una propuesta renovadora que se propone instalar a través de lo poético, lo performático y lo político, la pregunta acerca de la identidad mapuche: ¿qué es ser mapuche hoy?.

 

El grupo de Teatro Mapuche El Katango: la reactualización de las narraciones mapuche

El Grupo de Teatro Mapuche “El Katango” buscó generar con el teatro una nueva poética teatral que narre la realidad mapuche, pero además que conforme procedimientos poéticos teatrales mapuche. Se buscó entonces, no solo un relato escénico, sino una “forma mapuche” de instalarlo. La primera puesta teatral se basó en el mito de origen del Pueblo Mapuche que buscó reactualizar dicho mito no como leyendas del pasado, sino como narraciones que permitan explicar el presente mapuche. Dice el texto de la obra en uno de sus fragmentos finales:

Y hoy Kay kay tal vez comience otra vez a agitar las aguas. Porque como aquella vez los mapuche volvemos a ser solo “che”, ¿nos estamos olvidando nuevamente de la tierra, de ser gente de la tierra, de ser “mapuche”? ¿No deberíamos escuchar a nuestros espíritus del pasado? (Fragmento de la obra Kay Kay egu Xeg Xeg, 2006: 65).[vi]

La segunda puesta teatral de este grupo, se llamó Tayiñ Kuify Kvpan -Nuestra vieja antigua ascendencia-, la obra propone una escenificación de la muerte interrelacionada con lo cotidiano: el tejido, la conversación, la comida, marcos en los cuales se abordan los despojos sufridos por el Pueblo Mapuche desde relatos actualizados desde la memoria social mapuche que se encontraban silenciados por la narrativa oficial e incluso dentro del seno de las familias mapuche:

Anciana: Qué íbamos a pensar nosotros que nos iba a pasar esto. Llegaron los malones wigka y se llevaron todo. La humareda quedó no más, todos desparramados, unos por allá, otros por acá, qué sé yo (Álvarez, 2004. p. 2).[vii]

El planteo de la puesta nos permite identificar contenidos vinculados con la espiritualidad, la historia, la disputa política y la vida social de los mapuche. La obra nos remite al pasado del Pueblo Mapuche pero, a su vez, nos trae al presente. Se trabaja con recuerdos-imágenes, momentos del pasado relacionados con ceremonias antiguas, como el ritual de los muertos, que aparecen entrelazados con prácticas de la cotidianidad del presente. Por otro lado, la obra nos remite a los conflictos territoriales iniciados a fines del siglo XIX y continuados en la actualidad, que se hacen presentes a través de imágenes proyectadas y eso transcurre en un espacio circular donde el público y los actores quedan mezclados, reflejando la emergencia de ese canon de multiplicidad del que habla Dubatti.

Pewma, la historia silenciada

Para los mapuche, el pewma representa una forma particular de sueño, porque es donde se predicen cosas importantes. Si alguien tiene un pewma, se presta atención a su presente, porque seguramente ese sueño está marcando un camino. La propuesta escénica aborda esta forma particular de soñar a través de la historia de dos mujeres que migraron a la ciudad, Carmen y Laureana. Ambas, a través de acciones cotidianas como tejer, lavar ropa y cocinar, intentan alejarse del pasado doloroso de sus familias. Sin embargo, el pewma las inunda y lo silenciado cobra vida en las imágenes del sueño. Esta obra tuvo como objetivo trabajar con relatos recopilados por investigaciones propias y de otros investigadores desde la memoria social mapuche con respecto al genocidio indígena. Por un lado, se narraban situaciones que han sido transmitidas intergeneracionalmente -incluso a través de los silencios y secretos- de las violaciones sufridas en el proceso de las campañas de avance estatal, tal como podemos graficar en el siguiente fragmento de la obra:

Laureana: Que no me van a sacar a mi hijo. Lo voy a esconder otra vez en mi vientre para que no lo vean. Aunque me corten los pechos por no caminar más. Aunque me corten de los garrones. Me voy a quedar acá tiradita, arrolladita, para que no me vean. Sino me llevan y me encierran en los alambrados. Me voy a morir ahí. (…) (Álvarez, 2010.p.34).

Por otro lado, la obra buscaba generar imágenes que reflejaran la dimensión de ese proceso de violencia estatal sobre los cuerpos indígenas, al mismo tiempo que proponía generar una narrativa que contuviera a actrices y espectadores atravesados por ese proceso.

 

 

 "Pewma -sueños-", del Grupo de Teatro Mapuche El Katango de Bariloche, Río Negro (Fotografía: Bárbara Marigo)


«Pewma -sueños-«, del Grupo de Teatro Mapuche El Katango de Bariloche, Río Negro (Fotografía: Bárbara Marigo)

 

El Festival Teatral de Pueblos Originarios

Durante el 2009 se organiza por primera vez en Argentina un festival teatral de los Pueblos Originarios en la ciudad de Fisque Menuco -pantano frío, denominación en mapuzungun que se le da a la región donde se emplaza la ciudad de General Roca, en la provincia de Río Negro. La coordinación estuvo a cargo de un teatrista mapuche, Juan Queupan, quien durante ese primer encuentro estrenó su obra Una leyenda del Río Negro, basada en la leyenda escrita por Juan Raúl Rithner.  El festival se llevó a cabo desde el año 2009 y hasta el 2017. La obra teatral presentada de Queupan, es abordada desde el género de la leyenda, intentando dar vida a un teatro diferente, para lo cual toma la leyenda y la adapta para una puesta teatral. La obra propone una relación con elementos de la naturaleza y relata la historia de tres jóvenes mapuche: Neuquén, Limay y Raihue con sus miedos, sus deseos y sus rivalidades. También nos muestra la relación que estos jóvenes mantienen, por un lado, con sus mayores y, por el otro, con la naturaleza:

Viento: ¡Neuquén! ¡Limay! ¡Se acabó la búsqueda del mar, solitarios! ¡No hay  más Raihue, soñadores! Ni para mí ni para ustedes ni para nadie… ¡Para nadie! (Fragmento de la obra “Una leyenda del Río Negro”1988)

 

"Festival Teatral de Pueblos Originarios", Fisque Menuco, Río Negro (Fotografía: Juan Queupán)

«Festival Teatral de Pueblos Originarios», Fisque Menuco, Río Negro (Fotografía: Juan Queupán)

 

En cuanto al Festival como espacio permitió que varios grupos teatrales mapuche nos encontráramos y pudiéramos discutir sobre una nueva forma de hacer teatro y de hacer política. Para eso generó el encuentro entre teatreros mapuche de Gulu Mapu -Territorio del Oeste, hoy dentro del estado chileno- y el Puel Mapu –Territorio del Este, actualmente dentro del territorio argentino-. De esos Festivales formó parte Andrea Despó, quien escribe y actúa la obra teatral Sueños de agua, basada en la historia de María Epul de Cañuqueo machi y “camaruquera” mapuche de la zona de Cerro Negro, ubicada en el límite entre el Departamento Paso de Indios y Mártires, en Chubut. Machi es guía espiritual del Pueblo Mapuche, quien tiene el rol de curar los males físicos y emocionales de las personas. Doña María era, además, “camaruquera”, es decir, la persona que lleva adelante la ceremonia del camaruco.[viii] La propuesta escénica aborda momentos del pasado de la vida de esta machi, reconstruye su trabajo de curandera de la zona, su relación con los pobladores del lugar, así como su relación con figuras del estado nacional en la década de 1940. Dice un fragmento de la obra:

Contaba que un día salió de su casa. No supo que rumbo tomó. Se perdió. Era muchacha chica. Y cuando vino a tomar a conocimiento dice que estaba adentro del agua. Estaba ahí, y no podía salir. Estaba sentada. No sentía frío. No sentía nada. No podía hablar. La habían agarrado los sueños de agua (Despó, 2005).

 

"Sueños de agua", de Asociación Metateatro de Trelew, Chubut (Fotografía: Juan Namuncura).

«Sueños de agua», de Asociación Metateatro de Trelew, Chubut (Fotografía: Juan Namuncura).

 

Del Gulu Mapu, participaron las puestas teatrales del Grupo Teatral Rumel Mulen quienes estrenaron en la convocatoria del Festival del año 2015 la obra Kalül Ñimin -hilando la memoria tejiendo el presente-. La puesta trabaja desde la memoria social sobre las contradicciones que los mapuche deben afrontar en la actualidad a través de la historia de dos mujeres y genera imágenes corporales a través de texturas y diseños del tejido mapuche –witral– y sonoridades que emulan al ül -canto tradicional-.[ix]

 

"Kalül Ñimin -hilando la memoria tejiendo el presente-", del Colectivo Rumel Mulen de Santiago de Chile (Fotografía: Lorena Cañuqueo)

«Kalül Ñimin -hilando la memoria tejiendo el presente-«, del Colectivo Rumel Mulen de Santiago de Chile (Fotografía: Lorena Cañuqueo)

 

Producto de estos encuentros teatrales, creadores del Puel Mapu han entablado relación con el trabajo teatral de Paula González Seguel, quien desde el teatro documental también busca indagar en situaciones conflictivas y soslayadas de la vida cotidiana mapuche para enlazarlas con los procesos de violencia y represión que a diario sufren comunidades y miembros del Pueblo Mapuche en Chile.[x]

 

Prácticas escénicas mapuche: el arte y la política

Las producciones dramatúrgicas mapuche que hemos descripto se caracterizan por la búsqueda de procedimientos poéticos que reflejen estéticas, imágenes, cuerpos y dimensiones de tiempo y espacio propios del pensamiento mapuche. A su vez, los integrantes de estas producciones participan de espacios de debates políticos acerca de la identidad mapuche a través de sus propuestas. Así, abordan cómo se revitaliza la pertenencia y la identidad en un pueblo que ha sido largamente sometido por los estados nacionales; y, a la vez, problematizan cómo realizar esas puestas desde la creación de una poética propia (recurriendo a danzas, rituales, el idioma, narraciones, formas de hablar, gestualidades y corporalidades). Entendemos que este repertorio de prácticas corporales conforma en escena un nuevo teatro que busca otra forma de hacer política, toda vez que impugna y al mismo tiempo propone nuevos marcos de interpretación sobre las secuelas de un proceso de violentamiento -que se sigue replicando en el presente-, sobre los estereotipos construidos por el imaginario nacional y busca fortalecer desde la emoción y la propuesta poética nuevas formas de crear comunidades de sentido -que incluya a indígenas y no indígenas-. En esa búsqueda, se trabaja desde la investigación teatral, la discusión de estéticas y en forma articulada con trabajos académicos, sobre la memoria social mapuche.

Estas propuestas teatrales contemporáneas ponen en jaque las ideas tradicionales de identidad indígena al correr la discusión sobre lo mapuche al terreno de lo artístico a partir de pensar la problemática indígena desde lo poético. De esta forma, se indaga en la deconstrucción de la imagen fosilizada y anclada en estereotipos estigmatizantes de los indígenas, sedimentada en el sentido común y difundida por los medios de comunicación y los discursos hegemónicos, aún en el presente. A su vez, estas manifestaciones artísticas exploran en nuevas formas estéticas que integran de manera heterogénea distintos lenguajes expresivos. Así, las posibles nuevas poéticas teatrales mapuche contribuyen a un colectivo social más amplio a reflexionar acerca de la continuidad del Pueblo Mapuche, a pesar de los desplazamientos y las fragmentaciones familiares sufridas, así como en nuevas maneras de construir una sociedad a partir de evidenciar los silencios de la historia y las violencias estatales sobre los mapuche.

 

[i] Mapuche es una palabra en mapunzugun -idioma mapuche- que puede traducirse como “gente que forma parte de la tierra” y no un gentilicio del idioma castellano, por eso no corresponde pluralizar en castellano, puesto que la palabra ya indica un colectivo.

[ii] Pese a la insistencia de los medios en reproducir tal hipótesis, aún el Poder Judicial no ha podido demostrar que Rafael hubiese portado armas en el momento de la represión, pero sí se sabe con certeza que corría cerro arriba y que recibió un disparo en el muslo que le perforó órganos vitales, es decir, fue baleado por la espalda. Sin embargo, los dos jóvenes mapuche que transportaron desde el cerro a la ruta el cadáver de Rafael tienen pedido de captura acusados del delito de usurpación y atentado a la autoridad. El miembro del Grupo Albatros imputado por el crimen de Rafael espera las resoluciones judiciales en libertad, tal como garantiza el principio de inocencia, que parece invertirse cuando se trata de activistas indígenas.

[iii] En este marco, los gobiernos provinciales de Chubut, Río Negro y Neuquén junto al Ministerio de Seguridad de la Nación crearon un comando unificado que tiene como objetivo articular acciones represivas en contra de una organización supuestamente terrorista, denominada Resistencia Ancestral Mapuche. Nuevamente, no se ha podido demostrar la veracidad de tal imputación, aunque sirve para generar consensos sobre políticas represivas contra los mapuche en la Patagonia argentina.

[iv] A partir del 2002, con el Primer Encuentro de Arte y Pensamiento Mapuche que se desarrolló en Bariloche donde se presentaron tres puestas teatrales mapuche, es que se vienen dialogando acerca de otra forma de hacer política desde el arte en diálogo con el activismo mapuche. Para un registro de ese encuentro, ver: https://hemi.nyu.edu/cuaderno/wefkvletuyin/encuentro.htm

[v] Aboriginalidad se refiere al proceso de creación de la matriz estado-nación, en el cual el indígena es construido como un “otro interno” dentro de los márgenes de esa configuración (Beckett 1988). Su particularidad respecto a otros mecanismos de creación de alteridades basadas en rasgos etnicizantes y racializados es que se parte de que esas “otredades” son autóctonas. El proceso de construcción de aboriginalidad está mediado y condicionado por las concepciones sociales sedimentadas, los recursos en disputa y los medios políticos disponibles, lo que da como resultado rasgos específicos en cada contexto que explican la diferencia entre diferentes “geografías” y contextos etnogenéticos (Briones 1998).

[vi] Un registro de la obra se puede ver en: https://hemi.nyu.edu/cuaderno/wefkvletuyin/KayKay.htm

[vii] Un registro de la obra se puede ver en: https://hemi.nyu.edu/cuaderno/wefkvletuyin/TKK.htm

[viii] Camaruco se denomina a la ceremonia comunitaria que se realiza una vez al año.

[ix] Un registro de la obra se puede ver en: https://www.youtube.com/watch?v=l_WxTsivDoE

[x] Un registro de “Ñuke. Una mirada íntima hacia la resistencia mapuche”, trabajo reciente de Kimvn Teatro se puede ver en: https://www.youtube.com/watch?v=CcSujMd2dBk

La alegría de estar sobre el puente. Entrevista a Antonio José Ponte

 Por: Irina Garbatzky

Portada: Construção da Ponte Luís I, Emilio Biel, c. 1883


Una noche en Portugal, Antonio José Ponte sueña con un puente, el Dom Luis Primeiro, al que ve diariamente. Conversa, en el sueño, con uno de los trabajadores nocturnos con los que se ha cruzado allí. Ingeniero hidráulico además de escritor, Ponte dice haber soñado con el motivo del doble: su apellido significa “puente” en portugués. Si su nombre entraña la idea de relación (“un puente es relación sobre el vacío”, dice en el libro donde se lee la anécdota), no es menor que Antonio José Ponte sea hoy uno de los escritores cubanos más reconocidos de la generación que comenzó a publicar durante la crisis de los noventa. Poeta, narrador, ensayista y también guionista de cine, su literatura tiene a esta altura, además, una tradición de estudiosos y lectores en Argentina, a partir de varias ediciones que tuvo en nuestro país, como El abrigo del aire, junto a Mónica Bernabé y Marcela Zanin (2001), Las comidas profundas o Corazón de Skitalietz, por Beatriz Viterbo (ambos en 2010), o bien Un seguidor de Montaigne mira a La Habana, por Corregidor, con prólogo de Teresa Basile (2014).

Su narrativa, recopilada en Un arte de hacer ruinas y otros cuentos (FCE, 2005), y sus ensayos –como El libro perdido de los origenistas (Renacimiento, 2007) o La fiesta vigilada (Anagrama, 2007), entre otros–, se caracterizan por una escritura híbrida, entre la autobiografía, el pensamiento crítico y el propio archivo de lo leído y lo visto.

A propósito de su visita a Argentina durante abril de 2018, comenzamos esta conversación.

 

Creo que una entrevista con vos debería comenzar por la pregunta acerca de qué significa para vos el «aire», una palabra tan recurrente en tu literatura.

Aire… No sé si está tanto en lo que he escrito como están las ruinas, por ejemplo. Pero está reconocible desde el título del ensayo que escribí para el centenario de la muerte de José Martí y está en el centro de ese ensayo. Aire como oxígeno, que es a lo que se refiere la frase del poeta Eliseo Diego cuando habla de Martí como oxígeno, como autor imprescindible. Bueno, no hay autores imprescindibles, autores que no podamos vivir sin haber leído. Lo que es oxigenante para un lector no lo será para otros. No hay totalitarismo biológico en la lectura.

Y está también en ese ensayo el aire como vacío, el aire como emblema que contradice lo lleno y pleno de una ideología cuando se hace ideología de Estado. La búsqueda de un espacio que la ideología de Estado no pueda copar y donde solo haya aire.

Es también el aire como levedad frente a lo plúmbeo. El aire como escapatoria, el aire de lo incontenible y de lo irreprimible. Para decirlo con una mala metáfora, gastadísima: aire como libertad. Libertad de lectura, de pensamiento, de ideas.

 

¿Cómo ingresa en tus ensayos el valor de la anécdota? En El libro perdido de los origenistas decís: “como buen celador de museo, me interesan menos las obras que la disposición de éstas. Así que ejerzo menos la crítica literaria que la biografía. […] Me intereso menos por la intransferible obra de cada escritor que por sus figuras”

El celador de museo del que hablo en el prólogo a El libro perdido de los origenistas intenta hacer pasar el libro, antes que por crítica cultural, por crítica de la administración cultural. Ese celador imaginado avisa de que no hablará del valor de las piezas exhibidas en las paredes de un museo imaginado, o por lo menos no se ocupará de ellos principalmente, sino del orden que se le ha dado o va dándose a las piezas. Es decir, de las exclusiones e inclusiones. Es decir, de los trabajos oficiales de exclusión y, en algunos casos, de recuperación.

Por los años en que escribí los ensayos que formaron luego El libro perdido… habíamos pasado de la censura y silencio sobre José Lezama Lima a su recuperación y utilización oficialista. Las autoridades políticas estaban de pronto interesadas en privilegiar un nacionalismo y Lezama Lima, su figura y su obra, podría servirle para ello. ¿Por qué ese repentino nacionalismo? Por diluir las coincidencias ideológicas que pudieran conducir al mismo fin que en Europa Oriental y en Rusia, por encontrar razones autóctonas que garantizaran la pervivencia del régimen cubano. Y también porque Moscú había dejado de pagar ya. Menos Marx y Lenin entonces, y más Martí. Y yo veía cómo Lezama Lima empezaba a ser aprovechado, lo mismo que Martí, por el mismo régimen que lo había censurado y le había hecho imposible la vida en sus últimos años.

Y, puesto que el utilitarismo de las autoridades se detenía poco en las obras, siguiendo el rastro de sus trabajos tampoco yo me interesaba en esas obras, sino en las figuras, en cómo las hacían rebrotar después de haberlas borrado. No creo que esto sea un rasgo trasladable a otros libros míos, aunque puedo estar equivocado. Ya sabes, lo que dice Blanchot de que el escritor lleva tatuado en la frente esta frase «Noli me legere»…

Sin embargo, lo anecdótico, el valor de la anécdota es algo que me acompaña siempre. Me he preguntado por qué me interesa tanto el chisme literario, me lo pregunto a veces, aunque es una pregunta desprovista de culpa: no siento ningún remordimiento por la curiosidad chismográfica. Una causa de esa curiosidad pudo haber estado en el modo de acercarme a ciertos autores (Lezama Lima, Borges, Paz, Piñera, por citar a cuatro grandes prohibidos) de los cuales apenas se tenían noticias en mi país, dada la censura política. Supongamos que alcanzaba a conseguir un libro suyo, después de la lectura de los datos biográficos de contracubierta o de solapa, y después de leer lo que hubiera podido de encontrar de biografía del autor en sus páginas, ¿qué me quedaba? Me quedaba mucho por saber y averiguar, empezando por hallar la razón por la cual no podía mencionarse públicamente ese nombre de autor.

Joseph Brodski habla en un ensayo suyo de lo imprescindible que se le hizo ver los retratos de los poetas ingleses y estadounidenses incluidos en una antología que leyó en Leningrado. Esa antología, lo mismo que tantos libros que alcanzaba a leer yo en La Habana, era un objeto de otra galaxia.

Otra posible causa: mi desesperación por la diferencia entre lo que hablan en privado los escritores, sus opiniones literarias, y las que luego escriben para el público. En la mayoría de las ocasiones esas opiniones tienen más sabor, son más sabrosas y agudas, mientras no son escritas.

Y, por citar un apólogo, cito una de las anécdotas jasídicas recogidas por Martin Buber, aquella de un discípulo que busca empecinadamente a un maestro durante largo tiempo, hasta el día en que lo encuentra, rodeado de gente, y lo ve, no lo escucha, atándose una sandalia. Y no tiene que escucharlo, el discípulo se marcha de allí porque ya tuvo suficiente con ver al maestro atándose su sandalia, el gesto le vale más que el diálogo que podría haber tenido con él.

No quiero decir que la anécdota, la atadura de sandalia, sea más importante que la obra, el diálogo con el maestro, pero sí que la anécdota es también magisterio, y que el magisterio puede estar tanto en los gestos como en los discursos de los maestros.

Lo que me lleva a otra cuestión, no es solamente que los maestros —Lezama, Borges, Paz, Piñera— estuvieran silenciados, sino que estaban muertos o lejanísimos. Había, pues, que construirse los maestros. Se había roto la transmisión de la cultura, la habían roto los comisarios políticos de la revolución cubana, y había que fabricar maestros. Con sus textos rapiñados y contrabandeados por aquí y por allá, con anécdotas de quienes los habían conocido o leído profusamente, con chismes, con todo lo que viniese a mano.

 

Hablando de Brodski, en otra entrevista hablaste de una herencia soviética para los escritores cubanos. Brodski, Mandelstam, Ajmátova… ¿Cómo eran concretamente esas lecturas? ¿Cómo llegaban, cómo se encontraban con eso? ¿Cómo se traducía un paisaje tan extraño como el de la Unión Soviética al del trópico?

Cuando las autoridades impusieron una cultura sovietizante en Cuba, a algunos escritores no les quedó otra salida que, si iban a ser reprimidos y censurados a la soviética, aproximarse a los modelos de escritores reprimidos y censurados soviéticos. Puedo mencionar el caso de Heberto Padilla, quien vivió en Moscú en los años 60 como funcionario cubano. Allí conoció de primera mano el posestalinismo y conoció también de primera mano los testimonios de los crímenes y la represión del estalinismo. Padilla escribió un grupo de poemas inspirados en ese ambiente, poemas que hablan del aplastamiento del artista y del individuo por parte del Estado totalitario o totalizante. Y esos poemas le trajeron las consecuencias que ya conocemos.

Otro ejemplo más temprano: en 1961, en la reunión de Fidel Castro con artistas y escritores, cuando el comandante en jefe soltó la fórmula de dentro de la Revolución todo y contra la Revolución nada, el poeta soviético Evgueni Evtushenko, que estaba allí presente, le auguró a Padilla lo que vendría en censura política. Evtushenko (a quien, por cierto, Brodski ha acusado de delator) conocía muy bien a dónde llevaba una fórmula de esa clase.

Sin embargo, es improbable que Lezama Lima o Piñera, censurados en una Cuba sovietizante, echaran mano de ejemplos como los de Pasternak o Ajmátova para consolarse o sacar fuerzas. Ese paralelo vendría después y lo estableceríamos escritores de generaciones posteriores. Leíamos a las grandes víctimas intelectuales del estalinismo, leíamos a las grandes víctimas intelectuales del castrismo, comprendíamos la equivalencia (salvando las debidas distancias) entre estalinismo y castrismo, y no era difícil entonces encontrar equivalencias entre Pasternak y Ajmátova y Lezama Lima y Piñera.

Pero para que diéramos con los textos de esos escritores rusos (a Evtushenko puedo tildarlo de soviético, a estos otros no) tuvo que ocurrir en Moscú la apertura de los archivos policiales y la publicación de mucho de lo que había esperado hasta entonces para ser publicado. Quedó claro entonces que, tapados por toda la morralla del realismo socialista soviético que llenaban las librerías cubanas, existía una grandiosa literatura hecha por nombres silenciados, por gente que había sido perseguida y torturada y hasta asesinada, como fue el caso de Mandelstam. Del mismo modo que, tapados por la morralla del realismo socialista cubano y de todas las otras mediocridades publicadas en Cuba pertenecieran o no al realismo socialista, había la gran literatura viva hecha por escritores prohibidos y perseguidos y exiliados.

Mi primera lectura de esos escritores rusos debió de ser Doctor Zhivago. La novela de Pasternak estaba en la biblioteca de mis abuelos paternos, una edición argentina, si mal no recuerdo. No me impresionó mucho, sin embargo. Pero cuando leí las cartas del verano de 1926 entre Pasternak, Marina Tsvietáieva y Rilke… Una edición mexicana, en traducción de Selma Ancira. ¡Qué cartas la de Tsvietáeiva! ¿Y quién era esa escritora que conseguía imponerse y opacar a dos corresponsales como Pasternak y Rilke? ¿Qué había escrito ella? Leer esas cartas despertó a todos mis sabuesos buscalibros, tenía que encontrar cómo fuera los libros de esa rusa…

Incluso hoy, lejos de esa lectura de la gran literatura rusa del siglo XX en clave cubana, esos nombres me sirven de modelo. Creo que encuentro en ellos una pasión cultural que protege de entender a la cultura como mercadería. Ajmátova y Pasternak y Tsvietáieva y los Mandelstam —Ósip y Nadezhda— y Brodski, leídos como tengo que leerlos en traducciones, me han sido útiles frente a lo peor del castrismo y frente a lo peor del capitalismo.

 

¿Qué lugar ocupa la lectura en tu proceso de escritura? En tus libros trabajás mucho con el glosado, ese efecto de volver a contar el relato leído en un libro, visto en una película. Hace poco leí una entrevista a Laura Wittner en donde ella recordaba la experiencia de caminar con un amigo por la calle y que le cuente Por el camino de Swann. La rara experiencia que puede ser esa glosa.

He leído mucho más de lo que he escrito, y sigo leyendo mucho más de lo que escribo. Leer es rumiar lo leído. Es releer, que es leer con remordimientos, y es siempre suponer que el texto que leemos no nos está diciendo toda la verdad, que se guarda algo, que habría que torturarlo más perfectamente para que hable del todo; pero es saber también que no hay todo, que no existe ese todo del texto, que no hay textos totalitarios (aunque haya textos para totalitarismos). Es tener siempre la sensación de que, no importa delante de cuál página estés, hay otra, otras, relacionadas con esa que tendrías que conocer y que quizás no llegues a conocer nunca.

Y todo esto se traduce en un comprar más o menos desenfrenado que sería preciso atajar, y en unas prevenciones de interiorista porque ya no queda espacio en los estantes para guardar lo que quisiéramos meter en casa. Y se traduce también en el recuerdo de las bibliotecas perdidas o bastante perdidas, de las cuales ya llevo dos y espero que no me toque más esa experiencia.

Supongo que responder qué lugar ocupa la lectura en el proceso de escritura pasaría por declarar cuánto de lo leído se traduce en escritura propia, cuánto robamos o nos legamos de otros a nosotros mismos. No lo sé. Glosar termina por ser un buen recurso para esos robos o esos procedimientos autotestamentarios, y sí, me da gusto glosar. Es también un recurso para sacar fuerzas en medio de la timidez de autor, una salida irónica para arriesgarse a decir ciertas cosas que de otro modo… No en balde Borges es tan gran glosador.

Uno glosa y saca doble alegría de glosar, la alegría encontrable en un primer autor, en el autor glosado, y luego la alegría propia, de glosador. Así que es una celebración por partida doble de la inventiva o de la imaginación o de la sensibilidad que encontramos en determinadas páginas. Y es una capa más, un barniz más podría decirse en el caso de los viejos maestros de la pintura, que hacen de las obras de arte realidad. Porque recordamos o referimos algo que nos ha sucedido o hemos visto, damos testimonio de ello, pero glosamos lo que vimos o nos sucedió dentro de un libro o dentro de una música o dentro de una película. Es nuestro modo de hacer recuerdos de las obras, un modo activo.

Cuando se lidia con un texto de otro del cual no es difícil zafarnos, cuando estamos tan enredados en unos párrafos o unos versos como Laooconte y sus hijos están enredados en serpiente, tenemos que intentar la relectura, la traducción cuando se puede, la memorización también cuando se puede, y la glosa, que es una manera más, junto a la traducción y la memorización y la relectura, de lidiar con algo escrito que no quiere soltarnos y en cuyas garras estamos.

Y qué linda esa experiencia de Laura Wittner, a quien conocí personalmente y leo y me gustan mucho sus poemas. Por el camino de Wittner…

 

En La fiesta vigilada hay un pasaje donde hablás de los puentes, a partir del insomnio. Decís: “Quien gaste en pensamientos sus noches en vela, no va a encontrar mejor imagen donde poner los ojos. Porque un puente es relación sobre el vacío, lo mismo que el trabajo de la cabeza insomne”. Pensaba en los sentidos múltiples del vocablo “relación” para la literatura latinoamericana, especialmente para aquellas narraciones que armaban puentes entre un continente y otro. ¿Hay algo de la idea de “relación” en un texto como La fiesta vigilada?

Creo que antes me acogería a la acepción que tiene esa palabra en tantas obras históricas: relación de hechos. Algo entre memoria de lo ocurrido e informe a las autoridades, que era como se utilizaba el término hace siglos. Porque cuando trabajaba en La fiesta vigilada entendí en algún momento que estaba haciendo algo parecido a lo que hacen los documentalistas cinematográficos cuando incluyen en la obra lo que lo va ocurriendo y lo que les va ocurriendo, muchas veces con la apariencia de no estar haciendo distingos, buscando el sentido que pueda salir de juntar fotogramas por inconexos que parezcan.

Más difícil me resulta imaginar (entonces o ahora) ese texto como un puente entre La Habana, donde lo escribí, y Barcelona, que era donde terminaría publicándose. A menos que estuviéramos hablando de un puente que sirviera, no para llegar a la orilla contraria, sino para tocar esa orilla con tal de volver a la orilla en que ya se estaba. Un puente bumerang, un puente lazo. Diseñado, no por el discípulo de Eiffel como el puente del cual hablo en ese libro, sino por Moebius.

Y es que mi informe escrito a las autoridades, mi relación, no sería de ningún modo autorizada a publicarse en mi orilla, así que el único modo de acceder a un puñado de lectores cubanos, a no muchos, era mediante un puente de Moebius. Sin embargo, ¿puedo decir que lo escribí teniendo en mente a lectores cubanos? ¿O a lectores españoles? Me temo que lo escribí en primer lugar por la alegría de estar sobre el puente, que es siempre una alegría de estar de pie en el aire (y vuelta al aire de una pregunta anterior).

Volví a sentir esa alegría hace poco, no en un libro sino en un puente, el de Carlos, en Praga. Fue subir a él, no para llegar a la orilla opuesta, sino para recorrerlo una vez y otra, en ambos sentidos, sin querer bajarme a tierra.

Estar sobre un puente tiene algo del sueño repetido de caminar por el aire. Tiene también de insomnio y de pesadilla. Pienso en un ensayo de la escritora gastronómica estadounidense M. F. K. Fisher acerca del Golden Gate Bridge y el derecho de los suicidas. O en el título de un tratado de la antropóloga Anita Seppilli: Sacralità dell’acqua e sacrilegio dei ponti. Tropecé con él en una nota al pie de Furio Jesi y no he podido encontrar todavía el libro, pero es tan hermoso y tan completo su título, tan trabado, que a lo mejor el libro termina por ser decepcionante cuando uno lo lee. Es un título tan lindo que mete miedo…

 

También en La fiesta vigilada hay un pasaje sobre una estadía en Berlín. Una entrevista que te hicieron y en la que comentás que en ese mismo espacio habían recibido a un escritor de Sarajevo, otro de Moscú, otro de Hanoi. ¿Cómo ves la literatura cubana en el marco de la literatura mundial? En uno de sus últimos ensayos Josefina Ludmer propone volver a pensar el lugar de la literatura cubana en el siglo XXI. Una producción que dejaría de estar exclusivamente marcada por los avatares políticos de la isla para leerse en consonancia con la literatura global.

Si juntas La Habana, desde donde yo viajaba entonces, a Sarajevo y Hanoi, son capitales de guerra. Si juntas La Habana a Moscú, capitales de cambios, aunque sean de cambios muy problemáticos.

De un escritor cubano se espera que dé noticias de la guerra: de ahí el valor superior en mercado del escritor residente en la isla por sobre el escritor exiliado. Cuando lo que se esperan son noticias del frente, mejor quien esté en las trincheras que en la retaguardia, ¿no?

La de La Habana ha sido, por supuesto, una guerra retórica, nada comparable a las de Sarajevo y Hanoi. La invasión estadounidense que tanto prometiera en sus inaguantables discursos Fidel Castro, y que el hermano menor, telegráfico por inculto, no deja de anunciar también, no ha llegado. Kennedy al final no dio la orden para que el ejército estadounidense entrara en combate en Bahía de Cochinos, así que es falso que haya sido derrotado allí el imperialismo yanqui, tal como dice la propaganda castrista. Y Jrushov desestimó el ataque nuclear a Estados Unidos desde Cuba al que Fidel Castro lo animara en octubre de 1962.

No obstante, algo semejante a una guerra ocurre entre la resistencia de la población y la resistencia del aparato del régimen. La población empobrecida y sin libertades soporta, aguanta, y no protesta en las calles. Si acaso, huye, se marcha del país. Y el aparato del régimen se impone, incumple cuanta promesa tenga que incumplir, se olvida completamente del bienestar de la población con tal de no perder poder.

Si esto alcanzara a describirse como un experimento de laboratorio de física, como un experimento de mecánica clásica, habría que recordar este apotegma de Lenin (lo cito vía Simon Leys, porque espero no volver a leer a Vladimir Ilich): «No puede derrocarse un régimen que está dispuesto a ejercer un terror ilimitado».

Cuando se trata de literatura cubana actual, editores (y, al parecer, lectores) extranjeros quieren saber acerca de ese campo de fuerzas, de la guerra en que vive cada día la gente dentro de Cuba, no por invasión estadounidense y ni siquiera por bloqueo o embargo (sea cual sea el término que se elija para nombrar las restricciones estadounidenses hacia Cuba). Quieren saber de la guerra allá adentro. Del asedio, del cerco impuesto por el propio gobierno castrista en tanto no llegan los cambios que llegaron en Moscú, por ejemplo. Porque Cuba existe en esa franja de tiempo entre la invasión estadounidense que no llega nunca y unos cambios que tampoco llegan. Y, entendidas así las circunstancias, lo que se le pide al escritor cubano es que sea una mezcla de corresponsal de guerra y de narrador costumbrista…

Conozco los esfuerzos de Josefina Ludmer por sobrepasar un reclamo tan bajo, los leí y hablamos de ello cuando nos vimos en Yale University, hace años. Y hablando de este tema, creo que valdría la pena ponderar también lo poco que hemos contribuido los escritores cubanos a romper con esos tópicos, cómo no hemos sabido imponernos eficazmente a un mercado que dicta y menoscaba.

 

En ese libro también decís, y en otras entrevistas también, que te considerás un “ruinólogo”. ¿Qué significaría para la literatura esa profesión?

Habría que tomar ese título cum grano salis. Estuve por una temporada pensando tanto en las ruinas, leyendo las reflexiones sobre ruinas que encontraba y, rumiando esos pensamientos y lecturas, que llegué a pensar en la construcción de ruinas. En un arte de hacer ruinas, como titulé un cuento escrito por entonces. Piensa entonces que es menos rara la existencia de ruinólogos, ocupados en explicarse y explicar las ruinas, que la existencia de quienes construyen ruinas.

Yo lidiaba con la decadencia de una capital que se desplomaba sin que se construyera nada nuevo, con la decadencia de una ideología y de un régimen, con la decadencia de un líder carismático… Con la decadencia de una literatura también. Dondequiera que ponía la vista encontraba ruinas, como Quevedo en el soneto donde mira los muros de su patria.

Y esa obsesión de ruinólogo está en algunos de mis libros desde los títulos: Asiento en las ruinas o Un arte de hacer ruinas y otros cuentos. Está desarrollada en una sección de La fiesta vigilada, y asoma en algunos momentos de otros libros.

Pero es una obsesión terminada, hasta donde puedo suponer. Tan terminada como La Habana está terminada para mí.

 

Tu literatura ha sido leída bastante en contexto con la crisis cubana de los años noventa, pero creo que en tus textos hay también mucho humor en general. Una tradición melancólica, que pone en escena al cuerpo, a veces presentándolo de formas más insospechadas que en otras. En Cuentos de todas partes del imperio, por ejemplo, está ese cuento precioso “A petición de Ochún”, donde irrumpe de manera impactante la carne y lo animal.

Me alegra que detectes humor en mis textos. Mucho humor, incluso.

Hay algunos autores de los que, únicamente en último lugar, podría pensarse de ellos que han escrito textos humorísticos, y que yo leo principalmente como escritores humorísticos.

No son satíricos y van más allá de la ironía, aunque haya ironía en sus obras, pero están considerados como escritores de lo terrible. Pienso en Kafka, por ejemplo. En dos manieristas como Thomas Bernhard y Cioran. En Lichtenberg. En Nietzsche. Pienso también en Piñera.

Los leo a todos ellos como si fueran humoristas y saco de la lectura de sus libros un raro optimismo. Pero supongo que el último atributo que muchos les darían a esos autores sería el de escritores humorísticos.

Entiendo al humor como un recurso de impersonalidad, un recurso para mantenerse lo más íntegramente posible frente a lo terrible.

«Porque tu alma fue impersonal hasta los huesos», dice de Fernando Pessoa la portuguesa Sophia de Mello Breyner Andresen, en un poema suyo que he traducido. Y celebra en Pessoa esas dos cualidades que amo y que trato de cultivar en lo que escribo: la impersonalidad y la visualidad.

Dicen exactamente esos versos del poema dedicado a Pessoa: «Y creí firmemente que tú veías la mañana/ Porque tu alma fue visual hasta los huesos/ Impersonal hasta los huesos/ Según la ley de máscara de tu nombre».

 

 

“Lo que abunda no daña / cuando no es mal ni cizaña”. Apuntes sobre La flor, de Mariano Llinás

 Por: Patricio Fontana

Imagen: fotograma de La flor (Mariano Llinás)

En la última edición del BAFICI, el cineasta Mariano Llinás presentó su trabajo La flor: arriesgado y extenso filme de 14 horas que se nutre de diversas vertientes formales y temáticas, provenientes tanto de la tradición argentina como de coyunturas y diálogos de tipo global. En el siguiente texto, Patricio Fontana discute los alcances y las limitaciones de la película bajo la óptica de la cinematografía moderna y el rol activo de los espectadores que solicita el realizador argentino.


Hace dos años, en diversas localidades del país, la productora “El Pampero cine” presentó la primera parte de una película que, según se anunciaba, en su versión final –todavía en realización– duraría 14 horas: La flor, dirigida por Mariano Llinás. Dos años después, durante la última edición del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), se proyectó la versión final de esa película; los productores y el director habían cumplido: las 14 horas de La flor eran ya una realidad.

La película de Mariano Llinás termina con gauchos, con cautivas, con Desierto, y con fragmentos de textos sobre la Argentina escritos por una inglesa; antes, en la segunda parte, durante el decurso de una enrevesada historia de espionaje y contraespionaje, se citan al menos dos sextinas de El gaucho Martín Fierro (la agente Fox, por ejemplo, parafrasea las palabras que dice el sargento Cruz cuando elige ponerse del lado de Fierro: “La agente Fox no va a permitir que se le haga esto a unas valientes”). La película, entonces, de algún modo clausura o agota o le da un punto y aparte a una serie de motivos de la cultura argentina que hunden sus raíces en el siglo XIX (en textos de Esteban Echeverría, de Domingo Faustino Sarmiento, de José Hernández, pero también en cuadros como «La vuelta del malón», de Ángel Della Valle; luego, en películas como Nobleza gaucha, de 1915). ¿Podremos, después de ver esta película, tolerar algún plano más de la llanura pampeana o alguna historia más con gauchos o con cautivas? Pero, al mismo tiempo que trabaja con tradiciones locales, la película se abre generosamente –irreverentemente, para usar, de manera acaso inevitable, una palabra que Borges usa en “El escritor argentino y la tradición”– a lo extranjero: varios idiomas, varios países del mundo, varios momentos de la historia… Lo vernáculo y lo foráneo, entonces, conjugados de manera muy eficaz y fluida (sin que se noten las suturas). De hecho, Fox, sin saberlo, cita el Martín Fierro, pero no en castellano sino en francés. Ese breve momento de La flor es un cabal y sucinto ejemplo de esa cruza o solapamiento entre lo típicamente argentino (el Martín Fierro) y lo extranjero (la lengua francesa) que varias veces se realiza en La flor. En este sentido, Llinás demuestra una vez más que sabe manejarse muy cómodamente tanto con lo local (gauchos, cautivas, llanura…) como con lo foráneo: por ejemplo, al urdir en su película un episodio apócrifo (el de las arañas) de la autobiografía –las Memorias– del célebre veneciano Giacomo Casanova; es decir, se atreve a intervenir sin mayores escrúpulos un famoso texto de la literatura europea. Algo de esto estaba ya en Historias extraordinarias, pero acá esa cualidad se extrema, se expande, se acentúa.

Por lo demás, a propósito de la presencia en La flor de Giacomo Casanova, habría que decir también que si en Historias extraordinarias se establecía un paralelo más o menos evidente entre la ambición del arquitecto Francisco Salamone y la de Llinás, en esta el paralelo es entre el director y el aventurero veneciano; y esto, entre otras cosas, porque para la existencia de la película fue fundamental la relación de mutua seducción –una trama afectiva y profesional– entre Llinás y las cuatro mujeres que, desde 2003, conforman el grupo “Piel de lava”: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes. Ellas son las protagonistas casi absolutas de La flor; y ellas, acaso tanto como Llinás, son responsables primeras de la existencia de la película. De lo que se trata, entonces, es de las relaciones (de seducción, de amor, de odio, de rechazo, de poder…) entre un hombre (Llinás) y cuatro mujeres (Carricajo, Correa, Gamboa y Paredes). De esas relaciones surge la película pero, también, de esas difíciles pero productivas relaciones habla la película (ese –el de los inextricables vínculos entre un hombre y varias mujeres– es uno de los temas del filme, y esto no solo en la historia de Casanova sino, por ejemplo, en la de Casterman y las agentes a su cargo). Por ello, en los créditos finales se asegura que la película es el resultado de la colaboración entre “El Pampero cine” y “Piel de lava” (vale decir, se asegura que la película no es una producción de “El pampero cine” en donde esas cuatro mujeres tan solo actúan).

Como Historias extraordinarias, La flor no es meramente una película extensa sino que es una que hace de esa extensión un problema. Ambas, entonces, no son únicamente películas extensas sino que son películas sobre la extensión. El problema de lo extenso aparece en La flor no solo bajo su forma temporal sino también espacial: el Desierto, Siberia. También, en el arranque de la parte tres (en la que Walter Jakob encarna a una suerte de alter ego de Llinás), como el problema de la prolongación del rodaje en el tiempo: cinco años, seis años… Existiría en este sentido un correlato entre el inevitable desgaste o, si se quiere, los esperables altibajos de una relación larga (la del director con las cuatro actrices durante los varios años de filmación: tema central del episodio que inaugura la parte tres) y el posible cansancio de los espectadores ante un película que, entre otros excesos, los obliga a ver a esas actrices en pantalla más allá de lo acostumbrado. Saturación del director, entonces, y también saturación de los espectadores. No por nada, si la última historia –la de las cautivas- tiene a esas cuatro actrices como exclusivas protagonistas, la anterior –un idilio en blanco y negro entre unos “gauchos turísticos” y una madre y una hija- las deja de lado, las aparta: una suerte de recreo para el espectador (y también para el director) antes de ese relato final que vuelve a darles exclusividad absoluta (y en el que la cámara, y los espectadores, se vuelven a enamorar de sus rostros, de sus cuerpos: en donde ellas vuelven a ser imprescindibles para la película). De lo que se trata es de aguantar, de soportar, de tolerar, de buscar estrategias para no cansarse y seguir adelante.

Pero si en Historias extraordinarias se coqueteaba con la posibilidad de que la película se extendiera aún más (seguir siempre de viaje, en la ruta: a eso aludían las imágenes finales) en esta es importante que se termine, que concluya. Historias extraordinarias aludía a la posibilidad del filme infinito (como, en literatura, el libro de arena que pergeñó Borges); La flor, por el contrario, más bien trabaja con la idea de algo muy extenso que sin embargo debe, necesariamente, terminar: ese es el desafío, esa es la promesa. En los créditos de cierre, en contraste con Historias extraordinarias, el equipo celebra largamente la finalización del rodaje. Además, cerca de una hora y media antes, el director les había advertido a los espectadores que solo faltaban dos historias más, y nada más; les pedía un poco más de paciencia. Pero creo que, a propósito de La flor, la palabra clave no sería en este caso extensión –o no sería tan solo extensión– sino, antes bien, agotamiento. No por nada, al menos dos veces en la tercera parte, se lee o se oye (o se lee y se oye) la expresión latina ad nauseam; expresión que, chapuceramente, podríamos traducir como «hasta el agotamiento» (Wikipedia: “la locución alude a algo que continúa hasta llegar —en sentido figurado— al punto de producir náuseas”). Eso es lo que hace la película en distintos niveles: agotar. Agotar procedimientos de diversa índole, géneros (el fantástico, el de espías, el de aventuras, etcétera), tradiciones culturales; también, agotar al espectador incluso físicamente (si se me permite el oxímoron, diría que, al término de sus 14 horas, La flor produce un agotamiento feliz). Tanto del lado de la realización como del lado del espectador se debe soportar, aguantar: vencer distintas modulaciones del agotamiento o del cansancio –y esto, como dije, a cambio de un placer cinematográfico atípico, inusual–. Hay, pues, algo del orden de la resistencia en la disposición que tanto los realizadores como el espectador deben tener para con la película. A propósito de esto, podría postularse que los espectadores participan de La flor como quien vive una aventura, en el sentido que Georges Simmel le otorgó a esta palabra. La aventura es, entre otras cosas, algo que nos saca del confort de nuestras casas (y de nuestras certidumbres), algo que experimentamos como muy diferente de la vida de todos los días: algo extraordinario, algo que nos desorienta. Pero, también, la aventura es algo que termina integrándose, de alguna manera, al todo de la vida. Después de experimentar esta aventura cinematográfica que es La flor: ¿cómo nos relacionaremos con ese patrón cinematográfico que solemos llamar largometraje? ¿De qué manera integraremos la visión de la película de Llinás a nuestro vínculo cotidiano con el cine y lo audiovisual?

En un ensayo sobre el “cine moderno” que escribió en 1982, Pascal Bonitzer apuntó: “¿Qué es lo que falta en este cine? ¿Cuál es el deseo que no se satisface? Los murmullos hablan de él, el aburrimiento lo delata: es el deseo de historia, el deseo de emociones”. Sin duda, primero Historias extraordinarias y ahora La flor deben considerarse en relación con cierto regreso del cine contemporáneo –y, más ampliamente, de lo audiovisual: pienso, por supuesto, en el fenómeno de las series– a las historias y a las emociones (y, en consecuencia, también a los géneros); algo que se hace evidente en un cineasta ineludible de la contemporaneidad: Quentin Tarantino (influencia decisiva en Llinás; lo que de ningún modo implica decir que Llinás es un mero remedo sudamericano de Tarantino). Las películas extensas de Llinás (las cuatro horas de Historias extraordinarias; las catorce de La flor) responden excesivamente a ese deseo que, según Bonitzer, el cine moderno defraudaba: lo cumplen en demasía, dan de más. Podría pensarse, entonces, que no por falta de historias y de emociones sino por exceso de ellas, el cine de Llinás, también, como el cine moderno, aunque por razones totalmente inversas, está allí para incomodar al espectador, para perturbarlo. Por supuesto, no estoy aludiendo en principio al posible componente moderno del cine de Llinás (aunque quizá sea necesario reflexionar sobre ese punto) sino al modo particular como este director crispa o convulsiona la escena audiovisual contemporánea extremando algunas de sus características: cuestión de magnitudes.

En el BAFICI, La flor ganó el premio a la Mejor Película de la Competencia Internacional. Durante este año (julio o agosto), la película se proyectará en la Sala Leopoldo Lugones del Complejo Teatral de Buenos Aires. Según anuncia la página del Complejo, el estreno de La flor se realizará en coincidencia con la retrospectiva “Piel de Lava” en el Teatro Sarmiento y con el estreno de la obra Petróleo.

Una mujer fantástica. Entre lo fantástico y lo universal

 Por: Karen Glavic

Imágenes: Una mujer fantástica

Karen Glavic reseña Una mujer fantástica, la película del director chileno Sebastián Lelio ganadora del Oscar a mejor película de habla no inglesa. Desde el éxito mundial cosechado por el film la autora revisa sus intentos de representar otras formas de construir femineidad y los problemas a los que se enfrenta al encarar la pregunta sobre lo que significa ser mujer.


Mi primera impresión de Una mujer fantástica fue que si yo tuviera que definir el plot en una línea sería: “La nueva y la ex disputan un auto, un departamento y un perro”. Salir de esta primera sensación no ha sido fácil, sobre todo cuando me parece que es necesario considerar varios aspectos para hablar de la película. Tras recibir el Oscar a mejor película extranjera en 2018, mi definición apurada de la trama no ha cambiado, pero sí ciertos efectos que no son posibles de evadir, o al menos que no quisiera. El pasar por esta simplificación inicial no es casual, y quisiera referirme, al menos, a tres puntos que me parecen relevantes para la discusión.  Sin duda, ha sido lo extrafílmico lo que ha cobrado protagonismo. Es a ratos lo que ha pasado en torno a Una mujer fantástica más importante que lo que el filme propone. Y creo que no es deseable evadir el ejercicio de mirar ambas cosas a la vez, aun cuando para otros casos defendería la idea de que la cinta hable por sí misma.

Retratos de familia

Sebastián Lelio ha retratado historias familiares en sus películas. La sagrada familia (2006) es un destacado intento temprano por exponer en un formato semiexperimental, que utiliza recursos documentales y muchísimos (y a rato agotadores) primeros planos, una atmósfera íntima en la historia sexual y amorosa de una familia de clase acomodada que pasa un fin de semana santo en la playa. Entre la representación de un catolicismo arraigado y naturalizado en la sociedad chilena, la competencia sexual padre e hijo y una suerte de descripción del despertar sexual de este último a través de la figura de la “hembra” que provoca y se instala como parte de la tríada, Lelio arriesga y expone de manera más arrojada de lo que se puede ir observando en el transcurso de su filmografía, de ciertos conflictos sobre los cuales, al menos, se teje cierto halo de tabú o recelo. Uno de los nudos que me parecen más interesantes y conmovedores de este filme es, de hecho, una relación homosexual que se da en paralelo, entre una pareja de amigos del joven personaje principal, que está cruzada por un conflicto de clase y violencia, que se desencadena ante la posibilidad de “desclosetar” la relación, y retrata los costos que tiene ser un gay visible de clase alta, versus uno pobre y con menos recursos culturales y simbólicos.

Sin ser una cinta que tome posición por describir la abyección ni bastante menos, La sagrada familia es mucho más claramente una apuesta por evidenciar ciertos claroscuros de las relaciones afectivo-sexuales. Hay una opción narrativa y fílmica más densa y opaca, con un relato de la violencia construido de manera mucho más compleja, con fronteras menos maniqueas entre buenos y malos. Es un relato de familia con entretelones, con secretos, con complicidades entre opuestos, con no dichos, y esto la hace más cercana a la observación real de conflictos íntimos o sociales.

Podría decirse que Lelio traza un camino sostenido de avance y consagración hacia un cine más universal, sin abandonar las temáticas complejas o menos exploradas. Es conocido el reconocimiento que le valió Gloria (2013) a nivel nacional e internacional, al construir un personaje femenino potente, que expone los conflictos de la sexualidad femenina en la madurez. En ese sentido, Una mujer fantástica puede leerse como una continuidad en la búsqueda de otras formas de construir la feminidad; o, al menos, de observar pliegues con menor publicidad (aunque no es posible eludir que lo trans ha sido abordado en el cine chileno y a nivel internacional).

En entrevista con el diario El País, Sebastián Lelio declaró que su punto de partida para concebir Una mujer fantástica fue el amor. El amor cruzado por la muerte, por la imposibilidad: “¿Qué pasa si la persona que tú amas se muere en esos brazos, y esos brazos resultan ser el peor sitio para que tu pareja muera porque por alguna otra razón tú eres la indeseada? Esa pregunta fue el motor, y en la escritura dimos vueltas hasta que llegamos a la mujer transexual». Un hallazgo que añade sorpresa y poesía a un concepto antes visto en el cine. «Es un caballo de Troya: el revestimiento de lo clásico pero con un corazón hípermoderno, y en esos elementos surge una cuestión estética y ética que hace de la película lo que es»[1]. Esta cita despeja las dudas que podamos haber tenido respecto de una pre-idea “militante” o política en la propuesta de Lelio. Por cierto, que el filme no sea planteado de este modo no es en sí mismo un problema, y lo que se busca aquí, no es tanto acusarla de poco compromiso, sino más bien mostrar e interrogar ciertas operaciones que operan en el filme y en su fuera de campo.

Si atendemos a la declaración de Lelio, podemos deducir que la opción por un personaje transexual guarda relación con obtener un mejor rendimiento para la pregunta inicial. Para extremar las posibilidades o situaciones en las que “morir en los brazos de quien amas” pueda ser “el peor lugar para morir”. En la misma entrevista el realizador señala que al llegar a la posibilidad de incluir a una persona trans en el guion, un par de personas le sugirieron a Daniela Vega, y a partir de dicha sugerencia se concreta el encuentro. Luego de esto, la película toma forma para ella, en eso no hay duda. La cantante lírica es Daniela, el rostro y posiciones corporales calmas y enfáticas también lo son.

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You make me feel like a natural woman

La nota de El País cierra con una pregunta que me parece relevante: ¿Qué es una mujer? Lelio declara que en el proceso de trabajo, tras notar que “Daniela era Marina” este fue el cuestionamiento que apareció. Pregunta no menor si reconocemos en alguna coordenada cuales han sido las discusiones del feminismo de los últimos setenta años, pregunta no menor si es que miramos un poco -y sin apabullarnos rápidamente- al feminismo desde sus inicios, al psicoanálisis o a la misma filosofía.

Desde su título, Una mujer fantástica anuncia que estamos frente a la historia de una mujer, que no solo es mujer, sino que también es fantástica. Las opciones narrativas y estéticas para narrar este carácter extraordinario son múltiples, pero antes de detenerme en el adjetivo quiero pensar un poco en ese ser mujer.

Como adelantamos, Marina vive la muerte de su pareja Orlando (Francisco Reyes), un hombre cis hetero, sastre, de extracción social acomodada, 20 años mayor, que deja a su familia tradicional para establecer una relación sentimental con ella. Una noche, luego de circular por restoranes y clubes de cierto exotismo, él le regala un viaje que representa en unos boletos impresos y olvidados que a lo largo del filme nunca aparecen, una promesa a las Cataratas de Iguazú que se interrumpe por la temprana muerte del personaje. Es un aneurisma lo que lo asalta de manera repentina en una noche en la que se describe la relación de amor entre ambos, a través del viaje-promesa y un encuentro sexual que señala sutilmente el cuerpo trans de ella, pero por sobre todo encuadra el cariz amoroso de la relación.

Mientras Marina intenta llevar a Orlando al hospital, este se accidenta y rueda por las escaleras. Al llegar a la atención de urgencia los médicos alertan la presencia de golpes en su cuerpo y despliegan las primeras sospechas en torno a Marina. Desde este momento se desencadena la violencia contra ella, proveniente de lo que podríamos llamar un dispositivo biopolítico: los médicos y  policías vierten en ella sus miradas, la interrogan, la persiguen. Los personajes antagónicos del filme han sido tildados en varias críticas de esquemáticos, estereotipados, poco creíbles, algo tontos. Lo cierto es que no se entiende muy bien por qué el médico que atiende a Orlando estaría “autorizado” para preguntar a Marina si su nombre es un apodo, como ocurre en una de las secuencias del filme. Un médico que no la atiende a ella y con quien solo se cruza para recibir información en calidad de familiar. Otra cosa es que la policía, al solicitarle su documento de identificación se mofe y tensione la no coincidencia del cuerpo femenino con el nombre masculino del registro, sobre todo porque podría haber un antecedente: ella sale abruptamente del hospital tras avisar de la muerte de Orlando a la familia, pues nota que su lugar junto a él se va haciendo cada vez más difícil y distante. La policía y los médicos sospechan de su huida.

Una mujer fantástica no tiene un estilo híperrealista, por lo que podríamos intuir que, a modo de construcción ficcional, estos polos opuestos tan marcados y con algunos episodios algo inverosímiles, puedan estar pensados con el fin de enfatizar la dificultad que vive una persona trans por el solo hecho de serlo. La sospecha, la violencia a la que se ve enfrentada y sometida por las instituciones de control, de un lado, y por la sociedad, por otro. Una suerte de decisión de golpear al espectador, de no mostrarle matices, con el fin de poner en evidencia el horror sin tapujos. Claramente no me inclino por suavizar la violencia, que seguramente interpela de sobra a la comunidad LGBTIQ+ que vio Una mujer fantástica y agradece la visibilidad, sino que opto por pensarla, por matizarla. Hago esto con el fin de mostrar ámbitos de la complejidad, no para salir del problema por el costado, que como efecto, me parece, puede lograrse mucho más cuando los problemas se exhiben de manera tan esquemática. 

Luego del primer enfrentamiento de Marina con la policía y los médicos que atienden a Orlando, viene el conflicto con su familia. Tanto su hijo Bruno (Nicolás Saavedra) como su ex pareja Sonia (Aline Kuppenheim) las emprenden en su contra, en una escalada de violencia que comienza con unos: «¿Qué eres?», «¿Te operaste?» o «No te imagino con Orlando», pasando por la exigencia y pedida de vuelta del auto, el departamento y el perro (todos de propiedad del difunto y en posesión de Marina), hasta el amedrentamiento y la violencia física, que se narra en distintas escenas, y estalla luego de que ella asiste al velorio a pesar de que la familia se lo han prohibido. Bruno y otros dos personajes masculinos secuestran a Marina, la suben a un auto por la fuerza y la amordazan con cinta adhesiva, mostrando el extremo de odio al que un cuerpo diverso puede verse sometido.

A mí no termina de convencerme que este extremo de violencia provenga del grupo que la propina. Lelio sigue figurando personajes de vida acomodada, y la escena se sucede en un sector del barrio alto de Santiago. Si bien me parece que es totalmente posible que grandes niveles de violencia simbólica que proscriben y prescriben a estos cuerpos a la invisibilidad a través de morales conservadoras y del bloqueo de la obtención de derechos puedan venir de estos sectores, el matonaje y violencia física que se expone en la película es menos convincente que eficaz y golpea profundamente a quien mira. Finalmente, lo que le ocurre a Marina le ocurre a otras personas trans. Seguramente le ocurrió alguna vez de alguna manera a Daniela Vega, hay, en el fondo, una interpelación a un carácter universal de estas situaciones, se expone su siempre latente posibilidad, más allá de quien la haga efectiva. Todos podemos contener y portar este germen de odio y violencia, y todo cuerpo-otro es posible víctima.

Esta universalidad de la violencia se hermana con otra aspiración universal: la de ser mujer. Tal como es narrada la historia entre Marina y Orlando no hay antecedentes de cómo se gestó ni tampoco preguntas en torno a lo trans que puedan darse en ese “entre-dos”. El filme nos informa que la relación es y ocurrió. Podría ser un punto a favor: no hay apelaciones ni tribulaciones, pero, ¿qué relación se establece sobre la base de toda certeza y sin preguntas sobre una misma y el conjunto? No es esto algo que Una mujer fantástica decida abordar, a diferencia de otras exploraciones que el cine chileno ha realizado sobre la temática trans en los últimos años, entre las que se encuentran Naomi Campbel de Nicolás Videla y Camila José Donoso, El diablo es magnífico del mismo Videla en solitario, y el documental En Tránsito de Constanza Gallardo. En todos estos últimos hay una explicitación del tránsito, una pregunta por ese transitar, una interrogación sobre ese cuerpo y género disidente que se porta.

El filme de Lelio no se hace preguntas sobre el devenir trans en término corpo-genéricos y nos informa que estamos frente a una mujer. Incluso se escucha en una de las escenas “(You make me feel like) A natural woman” de Aretha Franklin, mientras marina conduce por última vez el auto de Orlando antes de devolverlo a su exesposa. A partir de esta situación, me pregunto: ¿a estas alturas de la discusión feminista hay algo así como mujeres naturales? y de nuevo: ¿qué es una mujer? y, por sobre todo: ¿cómo es una mujer fantástica?

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Transfantástica 

Cuando Monique Wittig despachó la ya famosa frase «Una lesbiana no es una mujer» en los años setenta del siglo pasado, no solo estaba instalando la pregunta respecto a aquello que constituye el ser mujer, sino que estaba respondiendo también a una tradición feminista heterosexual, con poco lugar para cuerpos disidentes. Si pensamos en una de las posibles lecturas de este enfrentamiento con Simone de Beauvoir, hay en Wittig una interpelación por la reducción de las mujeres a su lugar de madres, que fija toda posibilidad de resistencia entre serlo y no serlo. Wittig plantea que de suyo una lesbiana incumple con ese “ser mujer” descrito desde lo materno, en la medida en que incumple el mandato reproductivo de la familia heterosexual. Lo interesante del gesto de Wittig (que debe seguir movilizándonos) es la pregunta por cuáles son las hebras que anudan el vocablo mujer a la maternidad, en qué sistema de orientaciones sexuales y cuerpos operan. Cada vez que se invoque el ser mujer podríamos preguntarnos si acaso no estamos siempre haciendo coincidir lo femenino con lo materno.

Las teorías sobre la performatividad de género ya nos han informado sobre el lugar de los actos de habla en la descripción de lo biológico y lo genérico. Es de amplia y reconocida fama la lectura de Judith Butler en El género en disputa sobre los actos de habla que configuran el ser niña o niño, otorgándole estatuto discursivo a la antigua matriz sexo-genérica en su conjunto. En alerta a estas derivas del feminismo es que no podemos mirar a Una mujer fantástica sin preguntarnos por sus efectos políticos y discursivos, por su trama ideológica. Por la decisión de relatar a una mujer cuando ha escogido a una mujer trans.

Mónica Ramón Ríos, en línea similar, se pregunta sobre los el lugar del adjetivo “fantástica” junto al sustantivo mujer:

“Muchos críticos que dejan fascinar su retina con más facilidad que yo anotaron que Una mujer fantástica es un título raro, pero ninguno de ellos notó que nos presenta de suyo una anfibología. Claro, el adjetivo fantástica adosado al sustantivo mujer puede denotar una mujer fuera de lo común, extraordinaria, en la línea de “mujer maravilla” o suprahumana; por otra parte, connota la fantasía, indicando que aquella mujer no existe. A raíz del primer significado que anoto me pregunto, ¿qué la hace suprahumana? ¿No estaría acaso el segundo significado estableciendo una distinción falsa (…)[2]

Me parece interesante traer la reflexión respecto de los efectos de ser una mujer, de un lado, y una mujer fantástica, por otro. Si seguimos en la línea de argumentación que hemos señalado antes, la pregunta que debiéramos formularnos es si una mujer trans es una mujer. Lo mismo cabe para una lesbiana, e incluso lo mismo podría caber para una mujer heterosexual. ¿Cuáles son las coordenadas que hoy refieren el ser mujer? ¿A qué aspiramos cuando nos identificamos en ese significante? Me parece que el filme apunta a decir que Marina-Daniela Vega es una mujer como cualquier otra. El que no haya desde ella una pregunta por su cuerpo, sino que más bien esta recaiga en la patologización y criminalización externa, apunta a dar por entendido que más bien depende las aspiraciones o deseos individuales la construcción de una identidad. En el fondo, hay un reclamo universal de encarnación particular por el “todas podemos ser mujeres” que no se pregunta por las muchas capas que ese ser mujer contiene o, por lo deseable o no, que para el “conjunto de mujeres” pueda significar dicha aspiración. En específico –y este es el problema- la situación ficcional que se construye en el filme no sale del atolladero que la demanda de inclusión conlleva: para ser mujer desde un cuerpo trans hay que normalizarse, hay que universalizarse, hay que omitir lo trans como enunciado.

Si observamos como la cámara de Lelio retrata a Daniela Vega la situación es más evidente. Y esto es tanto efecto de su talento estético como de una decisión discursiva. Los muchos planos al rostro de Vega que llenan la pantalla, la escena de baile, el canto lírico, o la ya característica escena en que la actriz parece enfrentar un huracán, la sitúan como una mujer que no solo es graciosa frente a la pantalla, con atributos femeninos claros, sino que también enuncian el lugar de lo fantástico como capacidad, como posibilidad de ser excepcional. Marina sufre poco en pantalla. Se ve siempre espectacularmente contenida y derrama unas pocas lágrimas hacia el final del filme. Soporta, habla poco. Se ve contenida, resiliente (esa algo odiosa palabra que gusta de ser usada para definir la capacidad de “sobreponerse a la adversidad”), y sus desvíos son escenas de ensoñación en bailes coloridos pero personales (aunque tiene corpus de baile), una escena de sexo casual, en específico, la sugerencia de una felación practicada a un desconocido en un club, mientras el personaje sufre por el duelo negado por la familia de su pareja.

Marina es una mujer fantástica. Una. No hay en ella trazas de lo colectivo. Podríamos estar frente a una mujer excepcional en dos acepciones: única y fantástica. Y esto es muy descriptivo y a la vez es muy posible de aparejar a la demanda de universalidad que tiene como campo de inscripción la sociedad actual, el neoliberalismo: se trata de ser un individuo/a. En último término una pareja. Y lo que el conflicto que la película nos explicita es que, precisamente, si los términos en los cuales se regulan las posesiones de una pareja no están claros, quien sobreviva a otro no está a salvo. Claro que acá hay una demanda patrimonial que puede leerse desde la comunidad LGBTIQ+, pero lo cierto es que una (bio)mujer en la posición de “amante” o de segunda pareja ante la esposa, no corre una suerte muy distinta. Es por eso que mi primera reacción fue esquematizar el plot en términos de “la nueva y la ex”.

En los cuerpos trans hay una resistencia al sistema heteropatriarcal[3] que podríamos evidenciar de suyo. Son cuerpos que ponen en cuestión la coincidencia de género, sexo y orientación sexual; pero que además permiten sumar una serie de variables que acá no son tomadas en consideración o no son problematizadas. Cuando Marina es revisada en el Servicio Médico Legal y es obligada a mostrar sus genitales, no hay información sobre el estado de estos, sobre su lugar simbólico. El mensaje al espectador es que aquello no es de nuestra incumbencia, sino que es su decisión. De hecho, en otra escena ya “icónica”, se ve a Marina desnuda sobre la cama con un espejo en sus genitales que refleja su rostro “(¿posible cita trans de la Venus de Velásquez?[4])”, haciendo coincidir su mirada o dirección de la mirada con aquello que hay bajo ese espejo, que al mismo tiempo oculta. Quizás el gesto discursivamente no es tan equívoco, si lo ponemos en el contexto de una discusión[5] sobre la Ley de identidad de género (LIG) en Chile, en la que después de un proceso de años en el Congreso, aún se debate sobre la obligación de intervención genital o la necesidad de hormonarse para cambiar el sexo registral.

Es cierto que hemos excedido lo que Una mujer fantástica propone en tanto que documento, pero la idea ha sido sobre todo poner en circulación preguntas que sus temas arrojan, ya sea en lo cinematográfico, lo estético, lo discursivo y lo ideológico. Mucho de lo que ha ocurrido con la película ha pasado fuera de ella o en su nombre, en esto y a pesar de los muchos matices que se pueden adjuntar, las demandas que se le pueden hacer, y las distancias que podamos tomar de su propuesta, hay un punto de ganancia para el cine chileno, para el equipo de realizadores y para Daniela Vega. Hay también un avance en visibilidad de la temática trans, pero es necesario también poner en evidencia cuales son las operaciones discursivas que el filme acciona, su propio régimen de exclusiones: ni los cuerpos trans ni las mujeres son fantásticas, de hecho sería deseable que no lo fueran, en pos de correr las fronteras de identificación que hermanan dicha pretensión a una universalidad heteropatriarcal y también materna.

 

Notas

[1] Gregorio Belinchon. “Una mujer fantástica logra el Oscar para Chile”.  Disponible en: https://elpais.com/cultura/2018/03/05/actualidad/1520218277_143950.html

[2] Mónica Ramón Ríos. Una mujer con adjetivo, La tempestad https://www.latempestad.mx/mujer-fantastica-lelio/

[3] Sobre el tema de las formas de visibilidad y devenir de los cuerpos trans, me parece de actualidad y relevancia esta columna de la abogada y activista trans Constanza Valdés “Ser mujer trans y lesbiana en Chile” disponible en http://esmifiestamag.com/ser-mujer-trans-y-lesbiana-en-chile/

[4] Pablo Solari. “Realismo quimérico”, El agente cine https://elagentecine.cl/2017/04/18/una-mujer-fantastica-2-realismo-quimerico/

[5] Sobre la discusión de la Ley de identidad de género, me parecen de mucho interés otro aporte de Constanza Valdés http://www.quepasa.cl/articulo/actualidad/2017/06/la-primera-victoria-trans.shtml/ y Manuelle Fernández, profesore de Filosofía https://antigonafeminista.wordpress.com/sobre-la-postergacion-de-ley-de-identidad-de-genero/

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“Soy de Brasilia, pero juro que soy inocente”. Entrevista a Nicolas Behr.

 Por: Lucía Tennina

Traducción: Juan Recchia Paez

Foto: Projeto Remanescencias

Nicolas Behr, conocido como el “poeta de Brasilia”, se reunió un diciembre de 2016 con la investigadora Lucía Tennina en la terraza de su casa con vista al lago Paranoá, en el barrio llamado Lago Norte, en Brasilia, para hablar sobre su poética, su métrica, su historia, sus gustos, sus disgustos y su propia Brasilia. Acompañamos el diálogo con una breve selección de sus textos y poemas referidos en la entrevista.


 

Brasilia, ciudad maquetada y construida para ser la Capital Federal de Brasil en tan solo cuatro años (1956-1960), durante el gobierno de Juscelino Kubitschec (JK) con la guía urbanística de Lúcio Costa y la marca arquitectónica de Oscar Niemeyer, impulsada desde un afán progresista que la pensó, de hecho, con forma de avión, de la manera más calculadamente posible al punto tal de que sus calles no se identificaron con nombres sino siglas, números y letras con los puntos cardinales como eje, sus habitantes no se pensaron en barrios orgánicos sino en minibarrios pre-definidos exclusivamente residenciales llamados “supercuadras” con “blocos” (edificios) de cuatro o seis pisos (no más), montados sobre pilotes (“pilotis”), esto es, con las plantas bajas libres, rodeados de mucha vegetación, con un parque infantil, una escuela y una biblioteca y con una “cuadra comercial” donde se concentran todas las necesidades básicas, una ciudad organizada por sectores (sector de hospitales, sector de electrónica, sector de farmacias, etc etc), una ciudad pensada para autos más que para peatones, una ciudad que a primera vista impacta como calculada, abstracta, artificial. Brasilia, ciudad inspiradora de los poemas de Nicolas Behr, poeta nacido en Cuiabá (estado de Mato Grosso), emigrado a Brasilia a sus 16 años, que dedica la mayor parte de sus libros a esa ciudad pero incorporándola a su poética de manera tal que muestra su costado corporal, afectivo e indomable, gozándola al punto tal que muestra su atractivo, ironizándola hasta llegar a sus zonas oscuras, leyéndola y rescribiéndola sin que se salve ninguna sigla.

Nicolas, “el poeta de Brasilia”, ¿cómo te sentís con ese apodo?

Formo parte de la primera generación que asumió Brasilia como musa, yo le canto a Brasilia, amo Brasilia, me gusta Brasilia, hablo sobre Brasilia, Brasilia es mi tema. Yo formo parte de la generación que hizo literatura sobre Brasilia. Hay otros que hicieron música sobre Brasilia, otros que hicieron teatro sobre Brasilia. Quiero decir, Brasilia se transformó en un objeto de arte, de musa, un objeto de inspiración. Y yo formo parte de esa generación y eso fue en el pasaje de los 70 a los 80, esa toma de conciencia de que la ciudad era nuestra, vinimos acá transferidos, forzados, incluso nuestros padres vinieron de esa forma, pero intentamos crear raíces también. Yo realmente ocupé ese espacio de “poeta de Brasilia” porque me resulta fácil escribir sobre Brasilia porque es una ciudad muy nueva, muy racional, muy armada, artificial, que propone muchas asociaciones interesantes: ir en contra de las siglas, ir en contra del poder, ir en contra de la racionalidad, ir en contra de lo armado. Cuando yo llegué de Cuiabá, me encontré con que en este lugar vos estudiás, en este lugar trabajás, en este lugar te divertís, aquí rezás. Es decir, con una segmentación. Y yo me rebelé mucho contra eso. Estoy fascinado por Brasilia, es una obsesión poética mía, bien clara. Pero, a la vez, intento huir de ella y decir “¡no! yo tengo un libro sobre infancia, uno sobre adolescencia, uno sobre poesía erótica, etc.” Es una limitación también. No me gusta que me llamen “el poeta de Brasilia”. No es que no me guste, porque yo creé ese rótulo pero me estoy rebelando contra él. Mi miedo está en la cuestión del estilo, porque el estilo es un tipo de limitación. El peligro de terminar plagiándote a vos mismo. Repetirse y cansarse. Pero no hay cómo huir de uno mismo y no quiero tampoco pasar a autodiluhirme, a autoplagiarme. Si hay una cosa fuerte que hice en el pasado y voy tomando eso y diluyéndola, eso es justamente lo que no quiero. Estoy muy atento a eso.

No naciste en Brasilia sino en Cuiabá, una pequeña ciudad del nordeste brasileño. ¿Dónde fue que llegaste a vivir?

En las cuatrocientasi, siempre, fui un joven de clase media de las cuatrocientas. Llegué con quince años, catorce para quince. La ciudad era muy joven, fue un privilegio llegar aquí en el comienzo. Y ahí comencé a escribir sobre muchas cosas, de la adolescencia y de todo, de política también. Pero poco a poco me fui yendo cada vez más para Brasilia. Y fui estudiando la ciudad, viviendo la ciudad, conociendo la ciudad. Monté una biblioteca sobre la ciudad, leí mucho, me interesan mucho la historia, las ideas, el planeamiento, el crecimiento.

¿Y vos comenzaste a escribir sobre Brasilia, no?

Sobre la angustia de estar en Brasilia. Una angustia existencial. Al comienzo no era exactamente sobre Brasilia, era estar en Brasilia, pero la ciudad era más un escenario, no era exactamente sobre Brasilia. Yo estaba en Brasilia, sufriendo en Brasilia, Brasilia era un escenario. Y de a poco fui sintiendo que el problema era la ciudad, era yo y la ciudad, la relación, cómo entenderme con esa ciudad. Y así fui ocupando un nicho, ese “poeta de Brasilia”.

¿Será que más allá de Nicolas Behr, queda lugar para que otros poetas escriban sobre Brasilia?

Mucha gente me dice: “¡ya hablaste de todo!” Hay algo que dicen mucho, que no me gusta, “no se puede escribir sobre Brasilia porque Nicolas Behr ya escribe sobre ella”. Es pesado. ¿Por qué no dar otro punto de vista sobre la ciudad? Me dicen “mirá, cometí una osadía, escribí sobre Brasilia”. ¿Qué es eso? Yo nunca pedí autorización para escribir sobre Brasilia. Muchos escribieron sobre Brasilia, muchos con una visión de afuera tal vez. El mejor texto de Brasilia es de Clarice Lispector, pero se trata de una persona de afuera. De adentro hay mucho. Escribí lo que estás viviendo.

¿Por qué creés que el mejor es ese texto?

Es profundo. Había en la época un deslumbramiento grande con Brasilia y ella mostró el otro lado, el lado de la soledad, del cemento, el lado frío. En mi diccionario se puede ver la entrada Clarice, ella fue el desencanto. Esa cosa inhóspita, fría, muy interesante. El texto de ella es el mejor texto sobre Brasilia. Ella pasó aquí dos, tres días solo, bebiendo en el hotel, fumando. Malhumorada, no le gustaba. El texto de ella me parece fantástico, ese texto es muy bueno, sobre las ruinas de Brasilia. Me influenció mucho, lo leí de joven.

¿Y vos vivirías en otra ciudad?

No sé. Me gusta Brasilia. Ahora estuve en Cuiabá, donde pasé mi adolescencia, me pasé el domingo entero caminando por todos los lugares que frecuentaba, casa de amigos, escuela, cementerio, los lugares por los que andaba en bicicleta. Todo cambió mucho la escuela, el gimnasio, los amigos, las personas, los paseos, pero las calles continúan en el mismo lugar. Quiero escribir sobre eso. Me gusta escribir sobre ciudades. Quiero escribir sobre ese fenómeno de la aglomeración urbana.

En tu obra, también hay varias menciones sobre Rio de Janeiro.

Sí, es la ciudad que más me gusta después de Brasilia porque es el caos. Brasilia es el orden, aquella cosa ordenada, es el mayor ejemplo de totalitarismo de la racionalidad. Es interesante que en el país del “jeitinho”ii apareció una ciudad como Brasilia. ¿Cuál es el mensaje de Brasilia? A veces pienso, ¿por qué fue en Brasilia? La mala disposición en relación con Brasilia es, principalmente de los países ricos, es que Brasilia no fue construida ni en los Estados Unidos, ni en Europa, ni en Japón, ni en Canadá, sino en el cerradoiii. Y entonces pienso qué es lo que lo llevó a Le Corbusier que estuvo aquí en el 36 a pensar a Brasilia en Brasil. Pero una cosa que intento hacer es poner a Brasilia en una dimensión mitológica. Brasilia es muy joven, tiene sed de historia, sed de mito. Yo transformé el lago Paranoá en el Mar Mediterráneo. Yo quería ser historiador de niño, arqueólogo, entonces traje la guerra de Troya para el lago Paranoá. Ese libro está agotado, se llama Brasilíada. Brasilia tiene sed, hambre de historia, de mito, es una ciudad muy joven, aún artificial, en cierto sentido.

¿Hay además una versión sobre el origen de Brasilia ligado a un sueño, no?

No, eso fue para justificar para la población católica el sueño de Don Bosco. JK era minero y quería llevar Brasilia para Minas Gerais y los goianos (habitantes del Estado de Goiás) empujaban para acá, para el planalto central. Pero el sueño de Don Bosco no hablaba de una ciudad sino de un lugar en un lago en el paralelo 14. Pero fue muy manipulado ese sueño para justificar a una población analfabeta en la época y católica que la ciudad estaba prevista, era un sueño y ahora estamos realizando el sueño de un santo. No, los factores económicos fueron los que trajeron a Brasilia para acá. El capitalismo brasileño quería ocupar el vacío del centroeste. ¿Por qué Brasilia funcionó? Porque hubo una fuerza económica por detrás. Pero Brasilia fue creada para ser una ciudad pequeña de empleados públicos y luego se transformó en un polo regional y económico. Y de los trabajadores que vinieron, los organizadores de Brasilia creían que un tercio volvería para San Pablo, un tercio volvería para el Nordeste y un tercio se quedaría. Y todos se quedaron. Y ahí comenzó ese problema social. Brasilia se transformó en un espejo de Brasil. La utopía, la ciudad utópica se transformó en un núcleo rico con una periferia pobre.

¿Y cómo explicás tu “yo devoré Brasilia”, esa Brasilia digerida?

Creo que “yo devoré Brasilia” para entender Brasilia, porque llegué aquí y la ciudad fue un shock muy violento. Una ciudad muy agresiva. Una ciudad muy inhóspita. Una ciudad queriéndome matar. Porque yo venía de una ciudad orgánica, una ciudad con calles, una ciudad que crecía de allá para acá. Y llegué a Brasilia, y aquella cosa de los blocos, las cuadras, números, racional y me sentí muy perdido y me dije: “No me voy a matar en esta ciudad. Esta ciudad no me va a matar, voy a dialogar con ella”. Y dialogué, dialogo todavía. Pero siempre hay un conflicto, siempre dialogo con Brasilia, claro que hoy en día estoy más domesticado, pero el conflicto permanece. Porque Brasilia es una propuesta, Brasilia es una idea y yo soy bastante crítico porque encuentro que muchas cosas pueden mejorarse y están siendo mejoradas. Hoy Brasilia es una ciudad que ya no es más una maqueta. Yo salí del matorral para caer en una maqueta. Pero hoy ya no es más una ciudad artificial. ¿Y qué humanizó la maqueta?, el arte, las personas, los árboles, el tiempo. Encuentro que Brasilia hoy ya tiene una cosa más armoniosa. Antes era muy inhóspita, muy difícil.

Más allá de las palabras, hay algo etnográfico que se percibe en tu producción, como, por ejemplo, evidencias de que fuiste entendiendo a Brasilia desde sus medios de transporte.

Sí, a pie en el comienzo, luego en ómnibus y en auto. La mejor parte fue a pie, caminaba mucho, mucho a pie. Después fue en colectivos, muchos colectivos. Yo vivía la ciudad con intensidad. La ciudad no era mía yo vivía la ciudad. Y después compré un auto, ahí mi vida se empobreció un poco. El auto empobreció el contacto con la ciudad. Pero antes de eso, andaba mucho en colectivo porque trabajaba en el centro de la ciudad, además. Hoy en día vivo acá en esta casa, pero extraño las supercuadrasiv. Cuando tengo que ir a algún lugar, a veces llego antes, para caminar por las supercuadras, me gustan las supercuadras, es una invención brasileña, una invención de Lúcio Costa, claro que influenciado por Le Corbusier, pero Le Corbusier no colocó pilotes y Lúcio Costa colocó pilotes menores. Entonces la supercuadra es una invención brasileña, se trata de una habitación colectiva que no se transformó en conventillo, es decir una invención brasileña que salió bien. Así que tengo un orgullo muy grande por Brasilia, no sé si el brasileño lo entiende, pero Brasilia fue la mayor realización del pueblo brasileño. Los brasileños no hicieron nada más grandioso, tal vez Itaipú, pero nada como Brasilia, es una organización colectiva. Siempre llamo la atención sobre eso. Y encuentro fantástica la epopeya que implicó, el esfuerzo que fue construir Brasilia y, algún día me gustaría escribir algo, aunque no sé escribir novelas, pero me fascina esa idea de construir una ciudad.

En ese contexto, un espacio importante en muchos de tus poemas es la terminal.

Yo viví ahí, en el centro, trabajaba ahí cerca, era mi mundo, mi mundo era la terminal.

Pero me llama la atención la centralidad que le das al transporte siendo que el ómnibus no permite mucha movilidad por Brasilia hoy en día.

En aquella época permitía porque no existían tantos autos, entonces el sistema de transporte público era mejor que el de hoy. Era mucho mejor, no había tantos autos y los colectivos andaban más, no estaban tan llenos, eso fue en los años 70. Y yo compré un auto en 1986 cuando me casé, pero andaba mucho en colectivo, hacía todo en colectivo. Y creo que la cultura del auto dejó al ómnibus en un segundo plano, el peatón quedó en tercer plano y en primer plano el automóvil que es el comienzo del fin de Brasilia, y no le veo solución a corto plazo porque la población no quiere transporte público. Los brasilienses prefiere pasar horas y horas en un embotellamiento a que batallar por un transporte público que es muy pequeño, que no existe. Brasilia fue construida para ser una vidriera de la industria automovilística. JK trajo a Brasil Ford, Volkswagen, Chevrolet. Y esa industria automovilística necesitaba de un showroom, entonces Brasilia se constituyó como un showroom del automóvil. La ciudad del automóvil, con esa hideway que corta Brasilia, esa autopista, el Eixão, que es nuestra espina dorsal. Yo escribí mucho sobre el Eixão porque tiene una tensión muy grande, es nuestra espina dorsal.

Más allá de los transportes, hay una Brasilia corporal en tus textos.

Sí, palpable. Visible. Tengo un poema en este libro “AZ” sobre las supercuadras, que eran sueños, entonces cuando vos entrás en una supercuadra, estás entrando en una idea y todo eso de ahí fue un sueño. Tengo ese amor, esa visión de valorizar la ciudad, esa cosa corporal de caminar, de tocar, de agarrar alguna cosa concreta que ya no es más sueño, ahora es concreta.

Y llega a ser como una mujer también.

Sí, hay una sensualidad. Ese poema de Susana, por ejemplo, que es de esos que solo suceden cada cien años. Porque parece que para un buen poema se necesita suerte. Ese poema es bien conocido. A mí me gusta también. Esa cosa de la erotización, de transformar Brasilia en una mujer, de la erotización de la ciudad, todo es humanización de la maqueta. Es disociar Brasilia de la idea de poder. Son dos cosas: humanizar la maqueta y disociar Brasilia de la idea de poder, eso es central en mi obra y en la obra de mucha gente, consciente o inconsciente, ellos quieren mostrar que aquí existe creación, rebeldía, creatividad, rock, vida underground, contracultura. Porque en el imaginario brasileño, en el inconsciente colectivo brasileño, Brasilia es el poder. Brasilia también es poder, claro. Brasilia está umbilicalmente ligada al poder porque fue construida para ser la sede del poder, no hay salida. Pero hay un conflicto permanente entre la población y el poder, porque la ciudad necesita de los salarios, sin el poder Brasilia no sobrevive. Y yo creo que esos conflictos son muy interesantes para la poesía, para la creación porque la poesía es una tentativa de, si no de resolución del conflicto, de explicación del conflicto. El conflicto siempre es bueno, es tenso y de la tensión viene la creación. Es de la tensión de donde nace alguna cosa.

Sin embargo, en tu caso, el conflicto también te llevó a parar de escribir por un tiempo, ¿verdad?

Así fue, creo que me expuse mucho. Nadie en Brasilia se expuso más que yo entre los años 1977 y 1980, físicamente, vendiendo libros en la calle. Quedé muy expuesto, confieso que me expuse de másv. Y dejé de publicar. Entré en el movimiento ecológico, fui ambientalista, aún lo soy, pero fui militante del movimiento ambientalista, trabajé en ONGs ambientalistas. Y fui publicitario. Vendía libros y en los 80 pasé a ser redactor publicitario. En el 86 empecé a trabajar en las ONGs ambientalistas y en los 90 salí de las ONGs para crear mi vivero de plantas. Tengo una empresa de jardinería, un vivero. Entonces en los 90 empecé esa empresa con mi mujer. En 1992 volví a publicar. Pasó un buen tiempo realmente. Y me quedo pensando por qué pasé trece años sin publicar. Hay una frase de Caetano Veloso que dice así: “crea fama y acuéstate en la cama”. Creo que yo pensaba eso, no sé, desde la inmadurez. Pero me gusta haber vuelto, volví con mucho gas y no voy a parar más. Entonces, publico de más, tal vez, publico mucho, pero yo creo que la actividad literaria tiene mucho de remoción de escombros. Creo que es muy bueno publicar, porque se crece y me gusta publicar.

También publicaste otras cosas, ¿esa exposición de la que hablás tiene que ver con que hacías carteles y venta ambulante?

Sí, sí. En la puerta de las escuelas, en la puerta de los shows, en la puerta de los teatros, de los cines, salía mostrando los libros en los bares, en las películas, en los festivales, yo era omnipresente. Y a todos los lugares iba en colectivo o a pie, los lugares solían estar cerca así que estaba en todos los lugares.

¿Y tu venta de libros de mano en mano venía acompañada de declamaciones también?

Yo hacía así: había un show de música e iba allá, hablaba con el músico y le preguntaba si en el intervalo podía leer alguna cosa. Y decía: “Hola a todos, estoy con mi librito para quien quiera. Es bien barato y el autógrafo es gratis.” Era muy divertido, era muy cara rota. Vendía en los shows, vendía en la entrada, vendía en el intervalo, donde podía. Donde voy llevo siempre un libro.

Y, en estos recorridos, formaste parte de varios grupos en diferentes momentos.

Yo tenía el grupo Cabeças, era un grupo de música que tenía un palco, que tenía un encuentro mensual, los domingos, en los 80, 81, 82, todo último domingo del mes nos encontrábamos en un palco y ahí había música, teatro, poesía, lecturas, era nuestro “Woodstockcito”. Era ya el final de la contracultura de los años 70, jóvenes disponibles y protestando contra la dictadura, todo muy difícil. Pero nosotros éramos muy jóvenes y sin grandes responsabilidades. Yo veo que todo conspiró a favor, pero pienso que la disponibilidad era lo fundamental.

Y después de ese parate de trece años apareció “Braxilia”.

Braxilia, fue un error dactilográfico. Yo estaba tipeando y en lugar de escribir Brasilia con “s” puse una “x” y se me ocurrió que podía ser la “X” del plano piloto. Entonces Braxilia fue la ciudad que inventé, Braxilia es una utopía dentro de la utopía, Braxilia es como una ciudad cualquiera, no es la capital. Braxilia es el nombre que Brasilia va a tener cuando deje de ser capital. En 2166, Brasilia va a dejar de ser capital, porque nosotros tenemos un ciclo de doscientos años más o menos. Salvador fue capital por 214 años, Rio de Janeiro 197 años y Brasilia va a serlo por 216 años. Entonces Braxilia es esa otra Brasilia, más subterránea.

¿Y por qué apareció, después de tantos años sin escribir, Braxilia?

Yo siempre tuve un problema contra la autoridad, un problema con el poder. Y creo que vino de eso, de ese cuestionamiento. Porque donde vayas en Brasil, las personas creen que vos trabajás en el gobierno, que estás involucrado con el gobierno, y ahora cada vez más. Si vivís en Brasilia, estás involucrado en alguna cosa equivocada. Tanto que hice una remera que se vendió bastante en mi local, que dice: “soy de Brasilia, pero juro que soy inocente”. Ya usé mucho esa remera. Y creo que la idea tiene que ver con mostrar que Brasilia no es sólo el poder, tengo ese conflicto permanente. La ciudad tiene ese conflicto porque es una situación muy incierta. No gustar del poder, pero necesitar de él para sobrevivir.

Y pensando en esa relación con el poder. ¿Cuál es tu relación con esa idea de la poesía marginal, que también es de la “generación mimeógrafo”?

La poesía marginal es una cosa típica de los años 70. Muy típica, yo comencé a escribir en el 76, y leí en una revista una nota que decía que ellos, los poetas marginales, usaban mimeógrafos. Y en mi colegio había un mimeógrafo. En 1977. Y yo imprimí ahí, en la semana que murió Elvis Presley, me acuerdo bien, dos días antes o después, hice Yogurt con harinavi. Era una manía de los poetas jóvenes, hacer libros mimeografiados. Pero la gente te decía: “¿por qué no los mandás a alguna editorial?” No, me gusta hacerlo. La poesía brasileña de esa época estaba acorralada entre dos grupos dogmáticos. El grupo del CPC, Centro Popular de Cultura, con una poesía de izquierda, comprometida, muy panfletaria y hasta muy política, ideológica. Y del otro lado la poesía concreta, dogmática, con un manifiesto. Creo que la poesía marginal, la poesía mimeografiada, rescató la poesía de los modernistas de la primera fase, de Oswald principalmente, el “poema piada”vii (“poema broma”). Intuyo que fue para salir de ese ahogo de dos grupos. Porque la poesía marginal no tuvo manifiesto, no tuvo líder, nadie sabía cuándo comenzó, cuando terminó, pero fue un fenómeno y dio una aireada en la poesía, le sacó el traje y la corbata a la poesía. Oxigenó la poesía. Y hubo una ruptura y mucha gente empezó a escribir, y a publicar, se transformó en una fiebre. De la misma manera que después pasó con los blogs, aquella época fue una fiebre. Entonces yo, acá en Brasilia era muy activo, publiqué 15 libros. Del primero llegué a vender unos ocho mil, vendía mucho, era terrible y obsesivo.

Ocho mil en muy poco tiempo.

En tres años. Tuve una interrupción, estuve preso en 1978, desde agosto de 1978 hasta marzo de 1979 no pude vender libros. En esa época valían poco, hoy serían 3, 4 o 5 reales, dependiendo del lugar, podían ser hasta 2 reales. O llegaba y decía “gente, está todo a un real”. Porque el costo era muy bajo, entonces podíamos hacer muchos. Y yo vivía con mis padres, entonces sobrevivía con eso. Viajé por Rio, San Pablo, Nordeste vendiendo libritos en todos los lugares. En Goiânia, vendiendo libros, fue muy bueno. Fue una época muy buena, la época más creativa de mi vida. Creo que era porque era una cosa muy compulsiva, obsesiva. Hoy estoy comprometido pero tengo otras responsabilidades. En aquella época no tenía un cable a tierra, por ejemplo. Hoy ya tengo un cable a tierra. Porque es muy peligroso cuando el poeta que no tiene cable a tierra, vivir en estado de poesía es muy peligroso porque se pueden perder la noción de las cosas. Yo creo que es bueno que el poeta tenga alguna relación con lo banal cotidiano, porque la poesía puede matar. Leminski, Torquato Neto, murieron en el auge de su creación. Si hubieran tenido alguna cosa banal para hacer, una cuenta de luz para pagar, una cosa así cotidiana, boba, mediocre, pequeña para hacer. Encuentro muy peligroso vivir en estado de poesía.

Esa es una temática que aparece en tus poemas.

Mucho, porque toda creación produce autodestrucción. El subproducto de la creación es la autodestrucción. Entonces, grandes poetas, tenemos a Renato Russo, tenemos a Jim Morrison, tenemos a Janis Joplin, todos ellos con un gran potencial creativo pero también un gran potencial autodestructivo y yo pasé por eso. Tengo un libro que está casi agotado que se llama “Peregrino do estranho”, que es sobre esa fuerza psíquica terrible que ya se llevó a mucha gente. Termino el libro hablando sobre esa cuestión de la muerte, del suicidio, y digo: “si yo me matara, estaría matando a la persona equivocada”. Hablar sobre esto es catártico, pero es un tema muy presente, muy cercano a los poetas, la muerte, el suicidio. El poeta ve todo con una lente de aumento, sufre mucho porque se angustia con la raza humana, con las injusticias, con las dificultades, con la vida, y él es, tal vez, impotente al lidiar con eso. Leí bastante sobre eso.

Ya que nombraste a Renato Russo, quisiera que me cuentes cómo llegó a un poema tuyo.

Sí, sí, hay un poema que fue musicalizado por Nonato Veras. Letra mía y música de Nonato Veras, a él le gustaba mucho cantar ese tema y está en el disco de Legião, es un honor para mí estar en el disco de Legião. “Nuestra señora del cerrado, protectora de los pedestres que atraviesan el Eixão a las seis de la tarde, haga que yo llegue sano y salvo a la casa de Noelia”. Porque yo siempre curzaba el Eixão para llegar a la casa de ella. En relación con Renato, no sé, no quiero ser superficial, pero creo que él estaba apurado en volverse mito. Él, tal vez, haya sido feliz con la ilusión o el autoengaño de que muriendo sería muy valorizado. Y lo fue. Pero no es necesario morir, ¿para qué hay que morir? Yo quiero vivir bastante, ya me acobardé, tal vez, tengo nietos, hijos, tengo mi local, tengo mi vida.

Tu local es como tu cable a tierra.

Sí. Entonces siempre les aconsejo a los poetas que construyan un cable a tierra. Que es una cosa banal, pequeña que también puede ser poética.

¿Puede ser que el cerrado también sea otro cable a tierra?

Yo nací en el cerrado. Hay un poemita mío que se volvió muy conocido. Ahora estuve en el cerrado de Matto Grosso que casi no existe más, porque se transformó todo en soja. Es este de aquí el que me gusta: “Los fabricantes del desierto/ se aproximan/ y el cerrado se despide/ del paisaje brasileño // una cáscara gruesa / envuelve mi corazón”. El cerrado está siempre presente porque nací en el cerrado y me gusta mucho, soy militante, tengo plantas de allá en mi local. Muchas plantas. Traje de Matto Grosso muchas semillas de cerrado. Es una pena que el cerrado se está yendo, un sitio que tiene millones de años en cuarenta años va a estar casi terminado, estamos acabando con un ecosistema que duró millones de años. Es una cosa dramática, y allá en Matto Grosso lo vi mucho. ¿Cómo es esa relación entre el hombre y la naturaleza? Es violenta. Fui a una estancia a buscar semillas de una planta y ahí un campesino me dijo: Cuando vuelvas por acá todo va a ser puro pasto. Me puse muy triste porque el cerrado es visto sólo como un suelo para ser plantado. Hay una insensibilidad muy grande frente a la diversidad que trae. ¿Por qué, es necesario? Si ya sos millonario ya tenés todo, ¿por qué vas a destruir esa área? “Ahh, porque quiero tener bueyes y soja o cosas así”, me contestó. Y me puse muy triste.

Me gustaría que me cuentes un poco más sobre tu local.

Era un hobby. Yo trabajaba para una ONG ambientalista, FUNATURA, fundación pro-naturaleza y teníamos una pequeña “chacra”, que ustedes llaman “finca”, acá cerca, mis padres también tenían un pedazo de tierra y empecé a hacer plantines, empecé a seleccionar semillas por ahí y llegó un momento que tenía tantos plantines que tenía que venderlos y regalárselos a los vecinos, a los amigos. Y me gustó. Y en 1992 conseguimos un punto de venta acá en la ciudad, antes era más lejos, fuera del Distrito Federal. Y tengo una socia maravillosa, mi esposa, que me ayudó mucho también. Y funcionó. Y salió bien. No fue fácil el pasaje de ser botánico a viverista, el pasaje de la planta como un ser vivo a la planta como un producto. No fue fácil, fue doloroso, ver la planta, que es un ser vivo maravilloso, pero es un producto que se puede reproducir y vender. Entonces mi local, además de todo lo que es normal que tenga, tiene algo una cosa diferente. Un árbol diferente, una palmera diferente, principalmente para la recuperación de áreas degradadas. Siempre hay plantas nativas. Porque lo que vende efectivamente siempre es naranja, mango y palta, pero yo tengo siempre un Piquí, u otras plantas que venden también pero que no sustentan. Pero es lo que me interesa, lo que me gusta para no ser un viverista más, como otros. Ésa es nuestra diferencia. No solo es un local sino que es un centro de información ecológica. Un centro de información sobre adobos, sobre usos de bioinsecticidas, es una central de información. Encuentro muy interesante este trabajo porque es un entrepuesto de distribución de plantas. Las personas vienen y traen un plantín, yo también produzco un poco, antes producía mucho más, hoy en día la gente trae los plantines, yo los transplanto, los mejoro y después se llevan la planta. Funciona de octubre a marzo, ahora estamos en el auge. Mirá vos que interesante, la gente trae el plantín, nosotros lo mejoramos, lo colocamos en una buena maceta y queda muy bonita. Es un tratamiento interesante que me gusta mucho.

¿Y cuál es la relación que existe entre tu actividad de viverista y la escritura?

Yo vivo mucho en el mundo real. Una vez una persona me dijo “falta poesía en tu poesía”. Porque es muy real. Yo trabajo con dinero, compra y venta, o sea una cosa muy material donde no hay mucho intercambio simbólico porque la poesía es intercambio simbólico y en el negocio son intercambios materiales. Vos pagás y te llevás algo. Sin embargo me gusta porque es por fuera del medio poético, fuera del ámbito académico, estoy en el mundo del negocio, de lo real y tengo contacto con personas, para decirlo de algún modo, iletradas. Muchas veces iletradas o con poca lectura. Tengo mucho contacto con gente que nunca leyó poesía, que no le gusta la poesía o que no sabe lo que es poesía o tiene una visión prejuiciosa sobre la poesía. Entonces, eso, no diría que me inspira pero sí me alimenta tener contacto con esa gente, pues mi poesía tiene los pies sobre la tierra, no es muy imaginaria, gracias a ese contacto que tengo. Me gusta ese contacto, porque tengo contacto con la embajada pero también con la gente que trae las cosas en el camión. Existe una cosa muy interesante que podés ver, porque para esas personas la poesía es incomprensible, es para pocos, es hermética, la poesía buena es la poesía hermética. Y además piensan que el poeta es un loco, un enfermo, un esquizofrénico, un anormal. Sin embargo yo creo que el poeta es un error de la naturaleza, realmente. Es un ser incompleto: así como todo el mundo necesita del otro, el poeta necesita de los otros. Necesita más por una cuestión de un daño psíquico que sufrió en la infancia o en el útero, no se sabe adónde. Existe esa teoría y me la paso pensando en eso, ¿por qué algunos crean y otros no crean? Y ¿por qué algunos tienen la necesidad de compartir y otros no? ¿Por qué unos tienen la necesidad de mostrar y otros no? ¿Por qué unos se exponen y otro no? ¿Por qué unos necesitan del aplauso, del elogio constante? Existen varias teorías. A mí me gusta compartir y me quedo pensando un poco, haciendo una comparación apresurada, por ejemplo Drummond, si él no hubiese compartido todo aquello, ¡qué pérdida para la humanidad! Así que me gusta compartir, pero, ¿por qué me gusta compartir? Ahí hay varias razones, por ejemplo cuando una persona me dice que le gusta mi libro donde cuento lo que hice en mi infancia en una ciudad pequeña, yo ya me siento recompensado. Esas personas, esos personajes son memorias de mi infancia y yo me siento recompensado cuando me ven y me dicen o me paran en la calle. Una vez, fui a una estación de servicio a cargar nafta y el hombre que me atendió me dijo: “¿Vos sos el escritor que escribió aquel libro? Me gustó mucho tu libro.” Un empleado de una estación de servicio, para mí eso es una recompensa muy buena. No tiene nada que ver con el ego, porque el ego es un enemigo del escritor, del artista. El mayor enemigo de un escritor es el ego. El ego tiene que ser domesticado, es importante el ego, el ego es querer ver tu nombre en la tapa, en su lugar. Sin embargo, se logra crear cuando se consigue distraer al ego, cuando se consigue mandar a pasear al ego, ahí se crea. Lo veo así. Tengo muchas historias con el ego de escritores que observo mucho. El ego tiene su lugar pero no puede ser mayor del lugar del artista. A veces el ego hace sombra al artista y se vuelve más importante que el artista, que la persona. Porque lo que interesa no es el ego, ni es la persona, lo que importa es la obra. Lo que interesa y es importante es la obra. Y me gusta desmitificar eso. Y voy a lugares como Ceilândia y les parezco importante a las personas. Y a mí me parece muy absurdo eso, muy entretenido, cómico. Desmitifico eso, voy mucho a las escuelas, me gusta exponerme, me gusta pelearme y discutir con los chicos en las escuelas, con los jóvenes, para crear una tensión y ver si sale alguna cosa.

En tu producción también hay una referencia a las ciudades que llamaban satélites. De hecho hay un libro sobre Ceilândiaviii.

Sí, tengo un libro sobre Ceilândia. Yo quería hacer un libro sobre cada ciudad, pero me quedé en Ceilândia. Quería hacer uno sobre Taguatinga, sobre São Sebastião, sobre Planaltina, Sobradinho, Gamaix. Ceilândia es una cosa especial porque es la ciudad más estigmatizada. Ella lleva una mácula. Así como Brasilia lleva la mácula del poder, Ceilândia tiene la mácula de la violencia. Pensar en Brasilia es pensar en el poder y pensar Ceilândia es pensar en la violencia. Cuando llegué acá en 1974, todos los programas de radio, de violencia, de televisión, todo lo que veía era en Ceilândia, y me daba miedo, mucho miedo de Ceilândia. Hasta el día de hoy está en el imaginario del brasiliense todavía Ceilândia como una ciudad muy violenta. Algunas partes lo son de hecho. Pero yo para perderle el miedo a Ceilândia empecé a ir hacia allá, me hice amigos allá y escribí ese libro sobre Ceilândia, me gusta mucho y me siento orgulloso de saber llegar, de encontrar las direcciones, sé entrar y salir. Porque nosotros vivimos aquí en Brasilia vivimos muy en guetos, así en feudos, hay poca interacción, muchas personas ni saben por dónde queda ni cómo se llega a Ceilândia. Y Ceilândia es una ciudad enorme, yo voy siempre allá a aquella feria permanente, llevo muchos extranjeros y amigos. Porque es una ciudad muy viva, muy fuerte, las cosas repercuten más en el plano piloto, sin embargo, es en la periferia donde las cosas suceden. Tiene mucha más fuerza creativa.

Y también vas a los “saraus”x de las periferias, ¿verdad?

Me gustan los saraus más por la convivencia con otros poetas que por la lectura. Los saraus son un fenómeno social, un momento de reconciliación, de encuentro del poeta con su público, del poeta con otros poetas. Si pudiese haría un libro con todos los poetas del sarau. Porque uno escucha el poema y hay mucho barullo, hay gente conversando. El sarau es un fenómeno de afirmación poética. Existe una poesía para el sarau, es una poesía jocosa, de buen humor, creativa, es una poesía que valoriza mucho la oralidad y habla mal sobre el libro, pero lo que sustenta la oralidad es el libro, porque sin el libro la oralidad se pierde. No es que soy crítico en relación a los saraus, pero veo que la cuestión de la calidad literaria muchas veces es más una descarga. Sin embargo tiene su lugar, es un fenómeno social importante de afirmación de la personalidad y de la periferia y de la negritud. Pero en términos literarios, en términos de creación poética, de lenguaje, yo pienso que no es muy reflexivo. Si pienso en la eficiencia en la transmisión de la poesía en el sarau, yo sigo prefiriendo el libro, porque el libro se toma, se agarra, uno se sienta en el sofá, se recuesta, lo va a leer; el sarau pasa. Muchas veces pasan cosas buenas, pero luego acaba y pasa. ¿Y dónde está el libro? Ah no hay libro, ¿está en alguna página de internet, en algún lugar? Además, a esto se suma la cuestión de que las personas están desatentas. Llevar para el sarau una poesía reflexiva no es el lugar del sarau. La poesía del sarau es jocosa, de buen humor, es una broma, es reflexiva en el sentido de ser humorada, de cuestionar, ella cuestiona. Sin embargo falta, no sé si es el lugar del sarau, una poesía más trabajada y más compleja, compleja en términos de creación, de lenguaje. De todos modos, al sarau también llevo los libros y los intercambio con otros poetas por alguna cosa. Porque los libros se pagan, siempre tienen un patrocinador. No los hago por editorial porque termino comprándoles mi libro a las editoriales, y me vuelvo dependiente de la editorial. Entonces, los hago yo; es un problema hacerlos con una editorial, tengo tres libros con editorial y me la paso comprándoles los libros. Además uno está agotado, y ellos no quieren reeditarlo.

Por más que hay una clara diferencia, que ya mencionaste, en la relación entre tu obra y la poesía concreta; también hay en tu obra un cierto concretismo, ¿puede ser? Pienso, además, que Décio Pignatari también fue publicista.

Sí, Leminski también fue publicista, Decio Pignatari, Osman Lins, Orígenes Lessa, muchos otros, Antonio Torres fue redactor publicitario. Y yo vendía muchos libritos y hacía muchos textos cortos, pequeños. Y, entonces le dije a un amigo compositor, Clodo [Ferreira] (compositor de letras de música, tiene letras con Fagner, es famoso) le dije: “quiero trabajar en la agencia de publicidad”. Y pasé seis años en varias agencias escribiendo textos. Es una cuestión de sobrevivencia. Yo lo fui mucho tiempo más por una cuestión de supervivencia. Acuerdo con lo que muchos dicen que es que aquí hay mucho de concretismo. Más que influencia, yo diría que hay una confluencia, como dice Mário Quintana. Creo que cada uno toma del otro alguna cosa. Quiero decir, cada uno tiene una idea y toma del otro una forma o una manera, sólo que ese otro no lo puede percibir. Es como cuando te copiás en la escuela, te copiás en la escuela pero lo hacés diferente, con otro sentido para que el profesor no perciba que te copiaste. La poesía es muy así, te copiás del colega sin que el profesor lo perciba, en este caso el lector. Muchas veces lo percibís, muchas veces es muy claro. Yo creo en esa historia de Ezra Pound, de que tenemos el maestro, el seguidor y el diluidor. Y yo me creo un diluidor de Leminski, por ejemplo, me enorgullezco de eso, porque nadie quiere ser un diluidor, todos son maestros. Tenemos a Manoel de Barros que es el maestro, que es un sol donde gravitan a su alrededor muchos poetas. E intentamos huir de ese sol, no volvernos un sol, pero sí tener un estilo propio. Y ese estilo se acaba transformando en una limitación también. Vemos a Manoel de Barros, gran poeta y todo, sin embargo él sólo podía escribir de esa manera, y terminó preso. Yo también estoy preso dentro de mi modo de escribir. Pero qué le vamos a hacer, no tenemos cómo escapar de nosotros mismos. Si intento hacer otro tipo de poesía, dejo de ser yo.

i “Las cuatrocientas”. El sector residencial de Brasília se organiza en las “alas” del avión, “ala norte” y “ala sur”. En cada una de esas alas, a su vez, se distribuyen supercuadras de este a oeste, las supercuadras norte (sqn) y las supercuadras sur (sqs), que se organizan por números (las 100, las 200, las 300, las 400, las 500, las 600, las 700, las 800 y las 900). Divididas por un eje central (“eixão”) -una autopista que corta la ciudad-, de un lado están las supecuadras pares y hacia el oeste las impares. La división numérica es, también, socio-económica, las supercuadras 100, 200 y 300 están pensadas para un nivel socioeconómico más alto que las 400, que están destinados a sectores populares o de clase media baja.

ii El “jeitinho” brasileño es una expresión informal que define al ser brasileño que remite a su no ajustarse a las normas, principalmente.

iii El cerrado es una amplia región de sabana tropical de Brasil (ocupa el 22 % de la región brasileña), incluye el Estado de Goiás (en el interior del cual se encuentra el Distrito Federal), Mato Grosso, Mato Grosso do Sul y Tocantins, la parte occidental de Minas Gerais y de Bahía, la parte sur de Maranhão y Piauí, y pocas partes de São Paulo y Paraná.

iv El plano piloto de Brasilia cuenta con dos barrios residenciales nobles, además de las supercuadras: Lago Norte y Lago Sur

v El 15 de agosto de 1978, en plena dictadura militar, diez días después de su vigésimo cumpleaños, Nicolas fue detenido bajo la acusación de publicar libros mimeografiados de su autoría con contenido obsceno. Fue juzgado y absuelto el 31 de marzo de 1979. Después de ese hecho, estuvo trece años sin publicar.

vi Primera publicación del poeta.

vii Un tipo de poesía corta y humorística surgida durante el modernismo brasileño de la mano de Oswald de Andrade.

viii Ciudad ubicada al sur-oeste del Plano Piloto, considerada parte de la periferia de Brasilia.

ix Ciudades localizadas en las periferias del Plano Piloto, denominadas Regiones Administrativas.

x Peñas poéticas de poesía que suelen desarrollarse en espacios de ocio, como bares y plazas. Es una práctica cada vez más común en las periferias de Brasil.

nicolas-behr_diptico

Selección de poemas y textos de Nicolas Behr
Traducción: Lucía Tennina

Clarice Lispector

“Brasilia está construida en la línea del horizonte. Brasilia es artificial. Tan artificial como debe haber sido el mundo cuando fue creado”. Así comienza el mejor texto sobre la ciudad. Escrito por alguien que pasó acá unos pocos días, insomne, fumando y bebiendo en el Hotel Nacional, en 1962. Y dando unas vueltas por la ciudad de ruinas precoces. Como una invitación de bienvenida tuve la felicidad de leerlo (y ser influenciado por él, ¡obviamente!) todavía joven. Con su estilo misterioso, el timbre seco, Clarice va en contramano, desencantada con el proyecto modernista. En realidad, va más allá: nadie como Clarice tradujo el espanto que el artificialismo de Brasilia causaba entonces. (En BrasiliA-Z. Ciudad palabra, Ed. Independiente, Brasília, 2014, pp.39-40).

 

Mi poesía
es lo que estoy
viendo ahora:
un hombre
atravesando
una supercuadra

(“Yo devoré Brasília”, Revista Brasiliense, n.1, Brasília, 2004, p.103)

 

bloques
ejes
cuadras

señores
esta ciudad
es una
clase
de geometría

(En Poesília. Poesía Pau-Brasília, Ed. Independente, Brasília, 2002, p.86)

 

Señores turistas,
me gustaría
dejar en claro
una vez más
que en estos bloques
de departamentos
viven aún
personas normales

(En Poesília. Poesía Pau-Brasília, Ed. Independente, Brasília, 2002, p.62)

 

El plano
pilatos
se lava las manos
y la suciedad
se va toda
al paranoá

(En Poesília. Poesía Pau-Brasília, Ed. Independente, Brasília, 2002, p.47)
Supercuadras: al entrar en una supercuadra, atención: usted está entrando en una idea. Toque esos pilotes con cuidado, dado que fueron un sueño. Esos bloques un día fueron apenas garabatos, intenciones. Nuestras supercuadras son la única experiencia de habitación colectiva modernista que salió bien. Las otras, en Alemania, Polonia y en la Unión Soviética, se volvieron conventillos. ¿Y por qué funcionaron en Brasilia? Lucio Costa. Prefirió edificios pequeños, que aquí denominamos bloques, con pilotes libres. Baja densidad poblacional, mucha arborización. Al salir de una supercuadra, mire hacia atrás y siéntase orgulloso (En BrasíliA-Z. Cidade palabra, Ed. Independiente, Brasília, 2014, p. 146).
Brasilia
no es más
que lo que estás viendo
por más que vos
no estés
viendo nada
(En Braxília revisitada. Vol 1, Ed. Independiente, 2004, p.9)
Ejes
que se cruzan
personas
que no se encuentran
(En Braxília revisitada. Vol 1, Ed. Independiente, 2004, p.11)
Tres de la madrugada en el eixão

sin tener para dónde ir
sin tener para donde correr
gritar no sirve
morir no vale la pena

(En Braxília revisitada. Vol 1, Ed. Independiente, 2004, p.16)
Mi poesía es lo que
estoy viendo ahora:

un hombre corriendo
en dirección de un
auto en el eixão

(En Braxília revisitada. Vol 1, Ed. Independiente, 2004, p.29)
Brasilia
no envejeció

se abrasileró

(En Braxília revisitada. Vol 1, Ed. Independiente, 2004, p.76)
Bajo a los infiernos
por las escaleras mecánicas
de la terminal
de Brasilia

(En Poesília. Poesía Pau-Brasília, Ed. Independente, Brasília, 2002, p.33)

 

SQS415F303
SQN303F415
NQS403F315
QQQ313F405
SSS305F413

sería eso
un poema
sobre Brasilia?
sería un poema?
sería Brasília?
(En Poesília. Poesía Pau-Brasília, Ed. Independente, Brasília, 2002, p.9)
Ceilândia recuerda
eva (evita) perón

“donde hay
una necesidad
hay un derecho”.

(En Ocho poemas para Ceilândia, Ed. Independente, Brasília, 2009, p.12)

 

Aquella noche
suzana estaba
más W3
que nunca
toda un eje
llena de L2

suzana,
va a ser supercuadra
así allá en mi cama
(Laranja seleta: poesia escolhida (1977-2007), Língua Geral, Rio de Janeiro, 2007, p.76)

Un viaje de aprendizaje. Reseña sobre «Mamá India» de Soledad Urquía

 Por: Jimena Reides

Foto: J.L. Gérome. Le charmeur de serpents

Jimena Reides reseña para Revista Transas la novela Mamá India de Soledad Urquía, una  obra que indaga sobre el viaje al Oriente y el encuentro con lo otro.


Libro: Mamá India

Año de publicación: 2016

Autora: Soledad Urquía

Número de páginas: 112

En 2016 Soledad Urquía —una joven escritora cordobesa— publica, a través de la editorial Tenemos las Máquinas, su primera novela, Mamá India, que narra la historia de un viaje hacia este país asiático que se torna en una crónica de viaje narrado en primera persona. Tal como otras crónicas de viajes a Oriente que se fueron publicando a lo largo del tiempo, podemos ver a través de este viaje ese mundo extranjero, remoto, que es tan distinto al universo occidental que conocemos. Porque a pesar de que algunas personas viajan para tener una experiencia transcendental inmediata, “consumismo espiritual” en palabras de la narradora, hay otras que están realmente comprometidas con encontrar el anhelado sentido.

¿Qué se busca cuándo se viaja? ¿Cuál es el objetivo de irse a un país completamente distinto al que uno pertenece? En su primera novela, Soledad Urquía nos cuenta la historia de un viaje a la India en el que no falta la búsqueda de la anhelada Verdad en un viaje que es fundamentalmente autodescubrimiento, un intento de encontrar el sentido, pero que también nos sumerge en ese mundo desconocido con términos habituales en el país, tal como sadhu, zafu y bahjans. La introspección y la meditación son esenciales para intentar encontrar ese conocimiento, a pesar de que, en exceso, también pueden acarrear resultados negativos, “la introspección excesiva puede transformarse en una cárcel”. A lo largo de la narración, contada como si fuese en cierto modo una bitácora de viaje, se va presentado a los distintos personajes que la narradora va conociendo en su viaje. Cada uno de ellos tiene un pasado particular, una historia distinta que contar. Entre capítulos, también podemos encontrar cartas escritas en un cuaderno.

La novela surge a partir de la idea que tiene la autora de narrar sus experiencias durante el viaje. A pesar de que no se sabe con exactitud cuáles relatos son verídicos y cuáles no, puede verse cómo todas las anécdotas están cargadas de esa subjetividad propia de las crónicas de viaje. Este libro sirve para darle cierto orden cronológico a esas experiencias vividas. Es por ello que la autora se interna en ese nuevo mundo por conocer, para poder formar parte de este como una más. No hay lujos en esta nueva vida: la narradora viaja en trenes descritos por poseer un “aire con olor constante a especias, incienso y superpoblación”, alquila pequeños cuartos que no se caracterizan por su higiene y sus comodidades y pasa largas horas meditando. Hay un despojo de la vida occidental conocida por poner énfasis en lo material. En la India, esas cosas pasan a un plano insignificante. El objetivo es que Oriente deje de verse como algo extraño y distante para convertirse en un entorno familiar.

Podemos ver además en la novela la introducción de los distintos personajes que van apareciendo en la vida de la narradora. Por medio de las vivencias que se tienen con estas personas, se observan también los disímiles motivos que los llevan a emprender ese viaje a lo lejano desde el mundo occidental, para señalar de alguna forma esas distinciones existentes entre el Oriente y el Occidente cosmopolita y, asimismo, esa transición que recorren al dejar de lado las comodidades mundanas, si quiere decirse, para encontrarse con uno mismo y para hallar el verdadero sentido de las cosas.

En relación con ese tiempo que se pasa en las sesiones de meditación y a la importancia que se le da a esta actividad, se puede advertir la dicotomía que existe entre “la vida seria” versus “la vida en la India”, ya que muchas personas acuden a los maestros para luego regresar a la vida Occidental. Se pueden ver, podría decirse, las expectativas que tienen los demás sobre nosotros, los cuestionamientos que se hacen cuando no se cumple con las convenciones sociales y esa posibilidad de dejar a un lado los mandatos impuestos. Y uno de los mandatos sociales que se rompe en esta novela es aquel que espera que una mujer occidental esté acompañada de un hombre si decide recorrer la India y no solo como ocurre en este caso. La soledad se vislumbra como algo que no es dable, es algo inaceptable para una mujer, y esto también representa algo exótico, pero para los locales.

A través de la lectura de la novela, podemos descubrir que la formación académica de la autora no tiene una relación estrecha con las enseñanzas del Maestro que se mencionan en el libro y que, de hecho, ella se volcó a estudiar una carrera vinculada con las ciencias duras, más específicamente Ingeniería Química. El viaje a la India marca un antes y un después para la narradora en muchos sentidos. Tal como lo describe en uno de sus fragmentos, fue “un corte que no fue dramático pero sí contundente”. A medida que va transcurriendo el viaje, la autora empieza a sentir que toda la vida anterior —la vida occidental— es un sinsentido y comienza a cuestionarse sus decisiones de vida anteriores, por ejemplo en lo relativo a la carrera que estudió y el trabajo que tuvo hasta que decidió emprender el viaje. También, una vez que se decide volver, está el temor por regresar; pensar en ese viaje de vuelta es algo que se va posponiendo pero que será inevitable en algún momento, y eso es algo que desespera. Pero definitivamente “el que se fue tampoco es el mismo que decide regresar”. La persona que viaja a Oriente atraviesa una profunda transformación.

El propósito de esta novela es narrar un viaje interno, ese tipo de viajes que cambian a una persona, que la transforman y, por este motivo, uno ya no volverá a ser el mismo. Mamá India intenta narrar aquello llamativo y atrayente del lugar, ese “algo” que hace que la narradora que se quede más tiempo que lo esperado en un principio. La India se muestra como un lugar hipnotizante, fascinante, que atrae a las personas y las cautiva con sus particularidades. Ese “algo”, lo exótico de la India también lleva a su madre a viajar a la India para visitarla y hacer todo “como lo hace la narradora”. Es la concepción de ese Otro del que hablaba Edward Said en Orientalismo, esa contracara a lo conocido, que es la sociedad occidental; es esa idea e imagen que una percibe en un lugar completamente distinto. Al encontrarse en ese espacio que es tan distinto al habitual (nuestro “hogar”) se intenta reconstruir el sentido de pertenencia que uno tiene de hecho en tal sitio. Así, puede afirmarse que la narradora abandona ese lugar que reconoce como su casa para adentrarse en un país completamente marcado por otra cultura.

“El Trabajo está escrita desde el resentimiento personal”: Revista Transas y Alejandra Laera en diálogo con Aníbal Jarkowski

 Introducción: Karina Boiola

Foto: Leonardo Mora


 

Aníbal Jarkowski (Lanús, 1960) es crítico literario, profesor de la cátedra de Literatura Argentina II de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y es vicerrector y docente del colegio Paideia. Es autor de las novelas Rojo amor (1993), Tres (1998) y El trabajo (2007). En esta última, Jarkowski vuelve al pasado reciente argentino, a una época caracterizada por la especulación financiera, el aumento de los índices de pobreza y marginalidad y la desocupación: el menemismo. Como lo anuncia su título, la novela hace de la cuestión del trabajo –y de su falta– el motivo central de sus reflexiones. Así, El trabajo nos muestra las consecuencias de la aplicación de políticas económicas neoliberales en la vida cotidiana de sus personajes, ya que el desempleo y la búsqueda laboral, repetitiva e infructuosa, configura su rutina, sus formas de sociabilidad y sus motivaciones. Desencajados en una realidad económica adversa, los personajes de la novela –entre los que se destacan Diana y el narrador– deben replantear sus estrategias para sobrevivir. En este contexto, las mujeres son las más perjudicadas: su cuerpo se convierte en moneda de cambio para acceder al mercado laboral, convirtiéndose así en objeto de consumo del deseo masculino.

La siguiente entrevista se hizo en el marco del seminario “Las marcas del trabajo”, dictado por Alejandra Laera en la Maestría en Literaturas de América Latina. El objetivo del seminario fue explorar las diversas manifestaciones del mundo del trabajo en la narrativa del cono sur (especialmente en Argentina) y las representaciones de la propia escritura como trabajo. La lectura de El trabajo de Aníbal Jarkowski se hizo analizando su reflexión en torno a la cuestión del trabajo del escritor y de los alcances y responsabilidades de la literatura. A través de un particular manejo de los tiempos, de descripciones vaciadas de un referente claramente identificable para el lector y de sus elecciones léxicas, El trabajo pone en tensión la estética realista, para proponer así otra forma de representar la crisis social y económica de la década del noventa.

Revista Transas: Como lo anuncia el título, la cuestión del trabajo, o la falta de trabajo, es muy importante en tu novela. ¿Por qué decidiste escribir sobre este tema? ¿Qué aspectos te interesan sobre el trabajo, la búsqueda de trabajo, la falta de trabajo?

Aníbal Jarkowski: Yo escribo muy lentamente, y esta novela, si bien se publicó en 2007, la empecé a escribir muchísimo antes y, en buena medida, por efecto del aumento de la desocupación que trajo el menemismo. Lo primero que fui percibiendo fue la crisis social. Después se me ocurrió convertirlo en novela. Creo que es una novela que está escrita desde el resentimiento personal. Ese resentimiento fue una especie de combustible para escribir. Por supuesto que con eso solo yo no podía escribir una novela. Pero ahí está el origen y lo que me sostuvo durante mucho tiempo. Ya había caído Menem, había emergido la Alianza, pero yo sentía que nada de eso se había modificado. Así que es una novela en la que, si bien yo fui más allá de eso, estuvo atada a sensación sobre lo que estaba pasando.

RT: ¿De dónde venía ese resentimiento?

AJ: Yo estaba particularmente resentido porque mucha gente cercana la pasó muy mal. De hecho, mi viejo se quedó sin trabajo. Él había trabajado en una fábrica metalúrgica, de acoplados de camiones, desde el año 1958/59 y, de pronto, le ofrecen irse, mi viejo duda mucho, pero la fábrica se va a pique y finalmente cierra.  Quedó completamente desorientado: no se puede jubilar todavía, entonces empieza a buscar trabajo. Consigue uno en Nestlé, pero de noche. Mi vieja había muerto, vivíamos mi hermano, mi viejo y yo, y él empezó a trabajar de noche. Pasaron cosas muy delirantes. Por ejemplo, un sábado a la mañana no volvía del trabajo y nosotros no sabíamos qué hacer. Hablé con un primo y me propuso ir a la fábrica a ver qué había pasado. Y cuando llegamos el sereno nos dijo: “se retiró normalmente, con el turno”. Se nos ocurrió preguntar, entonces, en la comisaría, por si había tenido un accidente en la calle o algo por el estilo. Fuimos a la más cercana, ahí en Saavedra, y efectivamente mi viejo estaba detenido. Cuando preguntamos por qué, nos dijeron que por ebriedad, a lo que dije: “Pero si salió a las 7 de la mañana del trabajo, cómo va a estar borracho”. Estuvimos el sábado, hasta la noche, esperando en la puerta de la comisaría y alrededor de las 22, recién, lo soltaron a mi viejo. Resulta que estaba en la parada del colectivo, esperándolo para volver a casa, y vino un coche de la policía y levantó a todos los que estaban ahí. Los acusaron de lo mismo, les pidieron que firmen y los dejaron irse. Pero a mi viejo se le ocurrió no firmar, porque no estaba borracho, estaba saliendo de trabajar. Entonces tuvo que quedarse todo el día ahí. Cuando lo largaron se sintió muy humillado de que su hijo hubiera tenido que ir a buscarlo a la comisaría. Después lo echaron de esa fábrica también y consiguió un trabajo en una de acondicionadores de aire.  Y ahí hizo algo completamente fuera de lugar: el dueño de la fábrica llamó a todos en el comedor de la fábrica, planteó una situación de crisis y propuso una reducción del salario. Mi padre, quizás por una cuestión un poco anticuada, citó la consigna: “cuando las cosas van bien, no hay repartición de los dividendos. ¿Por qué cuando están mal tenemos que cargar nosotros con eso?”. Fue la última frase porque lo echaron también de ahí.  A partir de entonces empezó una secuencia muy absurda, de buscar trabajo de cualquier cosa. Tenía coche entonces se le ocurrió que podía ser remisero, cosa que era ridícula, muy complicado conocer ese ambiente ya a su edad, y así estuvo otros dos años hasta que pudo jubilarse. Pero ya se había derrumbado psicológicamente. Y apenas después de jubilarse empezó a tener infartos, lo operaban, lo sacaban, lo operaban, y murió finalmente de uno de esos infartos en Mar del Plata. Así que todo fue como un proceso de decadencia. Esa fue la motivación, si querés, más personal.

RT: ¿Y de dónde surge la idea de retratar a las trabajadoras mujeres y a las chicas que salen a buscar trabajo?

AJ: Yo vivo en el barrio de Villa Crespo. Entonces tomaba el subte –sigo tomándolo todas las semanas– para ir al Instituto de Literatura Argentina (de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en calle 25 de mayo), y según la hora –a veces lo tomaba temprano a la mañana– veía cómo iban vestidas las chicas que iban a trabajar al Microcentro. Eran impecables, pero una ropa muy poco práctica: zapatos de taco para trabajar ochos horas. Y después yo volvía, a eso de las 19, desde el Microcentro, y las mismas chicas que habían ido como unas princesas a trabajar volvían demolidas de la city: ropa arrugada, caras de cansada, muchas querían leer y se quedaban dormidas con el libro en la falda. Por otro lado, en Villa Crespo, muchos negocios empezaron a cerrar. Hubo otro dato que es que de camino al colegio [N. de RT: Paidea, del que aún hoy es vicerrector, y que también está en Villa Crespo] veía un edificio en el que había una suerte de oficinas en las que se citaba para ofrecer trabajo. Entonces veía las colas de chicas que esperaban para tomar su entrevista. Yo al colegio entro 7.30, cruzaba unos minutos antes por ahí y aunque las entrevistas empezaban a las 9 ya había una cola de alrededor de 30 personas para un puesto. Después cotejaba en el diario y veía que había efectivamente un puesto administrativo ofrecido. Enfrente había otra fábrica y también: las colas que se formaban en busca de trabajo eran interminables.

RT: En un momento decís que tu intención fue retratar esa crisis social provocada por la crisis económica…

A.J.: Sería un poco complicado usar la palabra “denunciar”. En todo caso sería una denuncia a partir de la bronca, no como una estrategia, à la Rodolfo Walsh. Fue algo muy emocional. Me metí con eso y seguí, aun cuando la situación se fuera modificando un poco a partir de 2003, 2004, pero yo seguía pensando en esa novela a partir de esa percepción tan cotidiana. En la novela, en un momento, se dice que en el sector de clasificados de los diarios las ofertas de prostitución eran muchísimo más que las de trabajos formales. Por cada recepcionista, por cada administrativa, había 50 o 60 avisos de pedido de prostitución. No solamente oferta de lugares sino también pedidos de clientes, y por supuesto eran pedidos sórdidos, tramposos, pero para una persona desesperada en una situación de crisis y desocupación, lo que ofrecían allí era muchísimo mayor que lo que podían pagar en una oficina. No es que inventé nada, ni siquiera tuve que exagerar, no es que yo dije “voy a cargar las tintas porque quiero que caiga el gobierno, estoy denunciando algo”. Era todo como un registro. Yo presté atención a algo que estaba pasando, estaba muy sensibilizado con eso.

RT: Eso que decís es muy palpable en la novela, porque nunca se menciona explícitamente determinada política económica, o un determinado gobierno, pero sí sabemos que es una situación de crisis, pero se ven claramente las consecuencias que tiene en las personas la situación de desempleo generalizado. También algo que se siente, se ve mucho en la novela, son todos los detalles que incluís con respecto a la falta de trabajo, al cuidado del gasto. ¿Qué estrategias te resultaron más efectivas para representar esta situación de crisis económica?

AJ: Hay cosas que sí decidí. Pero hay otras cosas que no son tan sencillas de decir “sí, yo las decidí”. Por ejemplo: la tres partes, fue una buena solución que encontré para presentar una especie de narrador omnisciente. Eso lo decidí yo. También decidí que los diálogos no excedieran el renglón, la idea era hablar brevísimamente. La otra decisión otra fue evitar el análisis social. De hecho: me encontré después con otras personas que se interesaron por la novela, y una vez me hicieron un reportaje muy largo un grupo de sociólogos y filósofos. Ellos todo el tiempo me citaban fuentes bibliográficas y me preguntaban si yo las conocía, ¡y yo no tenía ni idea!

RT: También nos preguntábamos el rol de la mujer en este mundo del trabajo, cómo aparece y cómo pensás los temas por los que va pasando la novela, porque Diana [la protagonista] se hace bailarina de burlesque, una actividad que en la novela tiene como ese doble juego de erotismo, pero también espacio de creación, aunque es un ambiente laboral un poco sórdido…

AJ: Sí, supongo que perfectamente podría haber trabajado con personajes masculinos que también estuvieran desocupados. Si di tanta centralidad a personajes femeninos fue porque a las mujeres se les planteaban, no solamente los problemas de tener que ir a pelearse por un puesto, sino que también eran las que eran más exigidas desde un punto de vista de objeto sexual, para conseguir el trabajo se les exigía usar cierto tipo de ropa, la famosísima buena presencia que después se volvió como un lugar común. No es que a los hombres no les pidieran buena presencia, pero la buena presencia se resolvía con corbata y camisa. Para las chicas no era solamente eso.  Empezaba a haber una especie de estereotipo muy erotizado: la idea de la minifalda, las medias, el zapato de taco, las blusas, era un uniforme sobreentendido. En la novela hay poco trabajo, pero además ese trabajo está muy asociado con una especie de glamour financiero que fue el menemismo. Fue un mundo muy de objetos sexuales el menemismo, son los años en que empieza Tinelli, los años de Menem como sex symbol, desde de los mitos urbanos (Menem llevándose vedettes a la Casa de Olivos), hasta la televisión, las publicidades. En términos laborales esa también era la imagen de un cierto tipo de negocio, no vinculado a la fábrica y la producción, sino a la especulación financiera, las multinacionales, ese era el mundo.

RT: Bueno, Diana visibiliza un montón de esos temas. Pero también nos preguntábamos por la jerarquía entre el narrador y la protagonista: cómo es esa relación, si hay o no, algo de paternalismo.

AJ: Si me das a elegir, me parece que hay más una cosa de maternalismo o de vampirismo. El narrador se salva cuando la encuentra a ella. Él está perdido, y ella es la que le permite volver a ser escritor, imaginar guiones. Ellos hacen un pequeño equipo, en el que las ideas más interesantes siempre las tiene ella. Por eso digo que la relación es más bien “maternalismo”, aunque no porque ella sea particularmente maternal. Quizás sea más bien de vampirismo: él vampiriza las buenas decisiones que toma ella. Esa sería la idea más o menos. Pero forman una alianza que es precaria, porque en el momento definitivo él no está.

RT: Te hago una pregunta con eso que venías hablando. A mí me dio la impresión que en el presente que describís vos hay un montón de resabios del pasado que empiezan a volver y en Diana se nota eso porque tiene cosas de barrio, a pesar de que lo perdió, y habla como si fuese otra época. También recurre al burlesque, que parecería ser una cosa como de otra época. ¿Por qué decidiste colar en ese presente elementos que remiten más bien al pasado?

AJ: Yo creo que esos resabios de un mundo perdido eran maneras que sobrevivían en medio del glamour del neoliberalismo. Eso se ve, por ejemplo, en las casas de lencería. Ahí se compraba de todo: desde la ropa para los chicos, los botones, las cintitas, la ropa interior. Pero en aquellos años –yo vivía en Caballito– empezaron a aparecer casas de lencería en Acoyte y Rivadavia, y también en microcentro; y no eran tienditas, eran casas de lencería bastante sofisticadas. Los negocios tenían algo muy de la época como luces dicroicas, pisos de madera lustrados, una iluminación muy fuerte. Había muchas transformaciones, quebraban tienditas de barrio quiebre y, al mismo tiempo, florecía ese tipo de tiendas de lencería. Lo que hablaba también de una instrumentalización de la lencería, cosa bastante exótica para esa Buenos Aires en crisis, no eran ropas prácticas para la crisis. Esa fue una marca totalmente de época. Ahora bien, yo creo que había también resabios del pasado que a mí me gustaban mucho, que eran mi manera de ver el desajuste tecnológico. En el libro no hay computadoras, no hay teléfono. Es un mundo caído de la tecnología, un mundo de precariedades. Yo veía un mundo en apariencia esplendoroso que no se correspondía con el mundo que yo percibía. Más allá de que para muchos fue una época de glamour. Fogwill, por ejemplo, tiene novelas donde están los tipos que se van a Miami a consumir y todo eso, pero no era el mundo que yo quería escribir.

Alejandra Laera: Hablaste bastante sobre la manera de representar un momento particular sin hacer una denuncia. Diste muchos ejemplos como para que nosotros pudiéramos recuperar todas esas referencias. Pero son referencias que están relativizadas en la novela. Es decir, vos no solamente te corrés de la denuncia, sino que también te corrés de una función representativa que en un sentido general podríamos llamar realista. Eso se observa en los lugares, en los tiempos que maneja la novela también, que vos tan claramente ubicaste en esta charla en los tiempos menemistas. Es que algo que, si bien el lector lo puede inferir, a la vez no se dice directamente.

 

AJ: Si bien yo nunca tuve la intensión de hacer una denuncia lo que yo percibía era una situación social, no algo meramente coyuntural. Decidí no nombrar nunca Buenos Aires, ni incluir ninguna calle, ningún dato que pudiera reenviar directamente a nadie a eso que yo estaba representado. No solamente yo no quería hacer una denuncia, sino que quería evitar escribir una novela que intentara conmover a los lectores, yo no estaba buscando la simpatía de los desclasados, de los que estábamos sufriendo. Quería hacer una buena novela sin manipular las emociones y, para eso, necesitaba evitar escribir una novela realista (en el mal sentido), escrita para que el lector dijera “ah yo conozco esa calle, yo conozco ese negocio”. Más allá de mi intención de trabajar con hechos y problemas reales yo tengo cierta aspiración de… (no se rían), de escribir bien, y esa aspiración hace que yo intente construir un lenguaje para cada novela. Quería construir un nuevo lenguaje que se correspondiera con el universo que yo estaba creando. Estaba más bien poco preocupado en que la forma de hablar de mis personajes se correspondiera con el registro de la época, me interesaba que fuera sólo que fuera coherente dentro de la obra. Eso tiene que ver con mi aspiración de construir cierto tipo de belleza a través de mis novelas. Yo no quería someter al lector a que llore, y “si no tiene trabajo, llore más”, sino lo que buscaba era mostrar que sabía de lo que estaba hablando, sabía que la situación era terrible, pero no quería que mi novela fuera terrible, quería que quien la leyera encontrara algún tipo de pequeña felicidad, de belleza, o de emoción artística.

RT: Hay, en embargo, una referencia directa a un cuadro de De la Cárcova, ¿no?

AJ: Si, totalmente. Incluí algunas referencias culturales que eran incanjeables para mí. Una de ellas era el cuadro de (Ernesto) de la Cárcova, “Sin pan y sin trabajo”. Para mi ese cuadro era fundamental, era la entrada del autor y la ideología. Quizás fue brutal, pero quería hacer una bajada ideológica. Yo no podía no traer entonces a un cuadro tan emblemático de la tradición realista de la pintura argentina. Más allá de las diferencias estéticas que hay entre mi obra y ese cuadro, ese fue mi modo de poner algo ideológico en la novela. No se me hubiera ocurrido, por ejemplo, pensar en un cuadro de Berni, como podría haberlo hecho, algo de Kuitca, o en el cuadro de algún pintor soviético. Tuvo que ser de la Cárcova, un ícono de la protesta social. Más allá de las diferencias estéticas yo me siento muchísimo más cerca de él, que de otros pintores. Por eso (en El Trabajo) se le da al número (que Diana, la protagonista, representa) el nombre de ese famosísimo cuadro, aunque la obra no sea expresionista ni nada de eso. Fue una forma de extender mi solidaridad, de señalar que estábamos en el mismo camino los que, expresionistas o no, protestábamos.

AL: Algo interesante es lo que decían recién sobre el cuadro Sin pan y sin trabajo, porque eso indica cómo belleza y armonía no necesariamente van juntas. Me parece que esa tensión entre el tema que vos tratás, el problema que vos tratás, y la búsqueda de lo que llamás belleza es lo que hace que esa belleza se ensucie también ¿no? Que quede horadada y entonces no resulte estetizante.

AJ: Claro. Que no sea estetizante, no hacer un elogio de la pobreza, no hacer un elogio de la persona que busca trabajo, sino más bien la representación casi fría de eso. Pero también es verdad que el cuadro de de la Cárcova está muy cargado de pintura y yo creo que, al escribir, más bien despojé. Es mucho más despojada la novela, si se pudiera comparar una cosa con la otra. Es más despojada y en ese sentido hay una gran diferencia en la idea de belleza. Borré marcas referenciales que De la Cárcova explota claramente: la fábrica, la policía, los caballos, la protesta obrera, la mujer amamantando, muy flaca, el bebé, la desprotección, el tipo sentado sobre dos patas de la silla. Es muy dramático y, es verdad, es otro ideal de belleza.

AL: ¿Vos pensás que la elección de un narrador hombre, en ese sentido, es como una puesta de distancia que de algún modo evita una pura emocionalidad, o no?

AJ: No. Si yo supiera -o si hubiese sabido en aquel momento- hacer una narradora femenina, podría haberlo hecho y no haber sido pura emoción. Diana tampoco es pura emoción. Así que más bien tendrá que ver con mi pericia para manejar ciertos personajes y por qué me parece que luce mucho mejor construir a los personajes femeninos desde un narrador que tomar a una narradora mujer.

AL: ¿Por qué?

AJ: Supongo que tiene que ver con las limitaciones personales. Ojalá yo pudiera escribir lo que quiero. Le creo a lo que me va saliendo. Y supongo que en un primer impulso la imagen de este escritor medio en decadencia era más cercano a mí que el mundo de estas chicas a las que veía buscar trabajo. Porque de hecho yo no buscaba trabajo en ese momento, trabajaba como docente. ¿Por qué no hay narradoras en los cuentos de Borges, por ejemplo? ¿Por qué hay pintores que manejan una paleta de colores muy restringida? Porque tienen un proyecto, pero también por lo que pueden manejar. Yo encontré la posibilidad de construir personajes femeninos desde narrador intelectual (todos mis narradores tienen algún tipo de acreditación respecto de lo que escriben), un personaje escritor. Me pareció interesante poner a ese personaje que escribe a la par de otros trabajadores. Ahora estamos en una época interesante por la cuestión del feminismo, las denuncias contra la violencia de género han puesto un poco más nerviosa la cuestión. Es cierto que es una lucha muy difícil pero incomparablemente exitosa con respecto a esos mundos de mi novela, donde las mujeres no tenían un planteo al respecto. Olmedo y Porcel eran una referencia para la cultura de masas.

RT: En relación con eso, en un momento de la obra el narrador es juzgado por indecencia, por publicar un libro que es tildado de pornográfico. Su abogado dice que las obscenidades se mencionan para denunciarlas, y al narrador está claro que no le interesa denunciar nada. Ahora: cuando el juez elige condenarlo, su figura no es la de un censor malvado sino todo lo contrario, alguien con ideales que se expresa intencionalmente. Siento que es una ambigüedad que atraviesa toda la novela.

AJ: Ahí hay dos cosas. Una es la tradición de juicios contra escritores (Baudelaire, Flaubert, Oscar Wilde, o en Argentina Germán García). La otra es que yo quería que el personaje se diera cuenta de que el juez no era simplemente un reaccionario, un tipo funcional a su sueldo. Hay un artículo bárbaro de Susan Sontag sobre la pornografía, que analiza muy buenos escritores pornográficos y, en un momento casi moralista, dice que la pornografía tiene una particularidad: hace vacilar el ser, la unidad de una persona. Ese es un costo que uno no tiene por qué pagar si no quiere, porque supone una conmoción psicológica o espiritual, que no es bueno que se imponga a todas las personas. Es una experiencia que puede producir mucha angustia.

RT: Al respecto de lo que decías, se me ocurría cómo pensar el final de la novela, porque precisamente ahí hay un énfasis en contar una experiencia de vida y cómo fue la vida de Diana con una representación que se atenga a lo verosímil, y termina leyéndose mal por parte de los espectadores (o de un espectador), porque la novela termina con ese final terrible en el que Diana es abusada. En ese sentido, parece como que ni siquiera lo erótico o el dispositivo de una obra teatral, del arte en general, no fuera apto para todo el mundo, como lo que hablábamos recién de la pornografía. Por eso te quería preguntar cómo pensas ese final con relación a lo que estábamos hablando.

AJ: Creo que Diana está pagando el costo de su independencia laboral y económica, de su desarrollo personal, su actitud que le permite sobrevivir cuando el país se derrumba y ella encuentra una alternativa donde puede reunir ciertas denuncias muy claras con una dimensión artística. Para mí la novela no podía sino tener un final así. Yo no quería que la gente llorara, solidarizándose desde la página uno, pero tampoco quería hacer una idealización de Diana. Algo como: “fíjense, hagan como Diana y libérense”. Eso tiene costos muy altos.

AL: ¿Cuánto tiempo te llevó escribir la novela?

AJ: Unos ocho años, siete, ocho años.

AL: ¿Y cómo trabajás la escritura? ¿Tenías esa idea en la cabeza y empezás a escribir? ¿Corregís mucho, tardás mucho por página?

AJ: Sí, bueno yo escribo a mano. La compu es el final del final, pero yo escribo a mano solamente, con lapicera. En general, lo que sí hago, es empezar con una pequeña idea, con la historia más en bruto, y trato de armar cierto esquema que luego voy modificando.

AL: Antes de empezar a escribir…

AJ: No, cuando ya estoy medio en eso. No es que la pensé y ahora se hace. No porque además no es mi caso, es el caso por ahí de Saer, que es un genio. Mi caso es muy a los tumbos, corregir, por ahí termino una novela y la corrijo tres veces. No es que pienso, voy y escribo, sino que la pienso a medida que la voy escribiendo.

AL: ¿Tachando?

AJ: La paso en limpio, a mano. La copio, voy tirando. Es una idea totalmente neurótica, pero yo creo que hacer pasar la idea por la mano y la tinta habla de una relación más intensa del cuerpo con lo que vos escribís. Entonces a mí me gusta que sea en tinta y me gusta volver a pasarla. Ayer, por ejemplo, estaba corrigiendo un capítulo y lo hice tres veces seguidas. Un capítulo que debe haber tenido, no sé, siete u ocho versiones. Para mí hay una relación muy fuerte con la corrección, porque tu cabeza conectada con el movimiento de la mano y la tinta se llevan mejor. No tengo ningún apuro aparte porque mi vida no depende de estos libros. Yo trabajo de muchas cosas. También trabajo así porque tengo una especie de ética de que ya hay muchos libros buenos. Si yo voy a sacar otro, que sea bueno. Por lo menos lo mejor que yo pueda.

AL: Bueno, eso no es muy frecuente ahora. Esa es una posición, una concepción de la publicación, casi te diría. Hay otra ahora, bastante al uso, que yo no termino de compartir pero que no me parece desatendible, y es que escribir novelas es como cualquier otro trabajo en términos, al menos, de actividad. Pueden ser novelas buenas o malas, no importa, si es lo que uno puede y decide hacer.

AJ: Yo tengo una ideología muy arcaica, una cosa de que la literatura es sagrada. La verdad es que estoy totalmente de acuerdo con que hay otra alternativa de desidealizar los libros, claro que sí, pero no es mi caso. Yo tengo una gran reverencia por los grandes libros que a mí me hicieron lector. Sacralizo la literatura y no me parece que eso esté tan mal.

AL: ¡Esa es una buena respuesta!

AJ: En un punto digo, mirá, así como no veo la necesidad de que los teléfonos se cambien todos los años, no me parece que tengan que salir libros todo el tiempo.

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Cinco décadas de poesía recuperada en «Sangue negro» (2001) de Noémia de Souza (ESPAÑOL)

 Por: Rodrigo Arreyes

Obra (imágen): Malangatana Ngwenya

Noémia de Souza es una figura capital en la historia y en la literatura de Mozambique: fue la primera poeta negra en publicar en su país y formó parte de una fuerte resistencia política contra la injerencia colonialista portuguesa, lo cual alimentó directamente su producción literaria y periodística. Para ello, recorrió la constelación de la lengua portuguesa. Estudió en Brasil, produjo desde Portugal, colaboró con publicaciones angoleñas. Rodrigo Arreyes nos adentra en la difícil trayectoria de esta comprometida poeta, a partir de Sangue Negro (2001), antología de sus poemas.


Tres años antes de asumir la presidencia de su país, en la primera Conferencia Nacional de la Mujer Mozambiqueña, en marzo de 1973, Samora Machel explicaba que la emancipación de la mujer “no era un acto de caridad” y que cada una formaría parte de la lucha armada para liquidar la opresión capitalista que aplastaba a la humanidad. El principal eje de la rebeldía iba a ser ese, no obtener cierto nivel de vida social ni conseguir diplomas (los llamaba “certificados de emancipación”) ni ser promiscuas ni usar polleras cortas. En esta conferencia no había “explotación de la persona por la persona” en vez de “explotación del hombre por el hombre”. Y más: Machel explicaba que le parecía vulgar pedir que el hombre haga las mismas tareas que la mujer, pues esta, antes bien, debía ocuparse de manejar un camión, por ejemplo, o aprender a usar ametralladoras. ¿Con ese plan iba a conseguir el fin de la opresión de la mujer por el hombre? ¿Qué había sucedido con las mujeres mozambiqueñas antes de participar del congreso del futuro presidente? Son preguntas para introducirnos en el tiempo en que Noémia de Sousa ya no vivía en Mozambique.

 

Libre de las convicciones y las tradiciones del discurso de Machel: así la describió Cremilda de Araújo Medina al entrevistarla en la ANOP (“Agência Noticiosa Portuguesa”) para su libro Sonha Mamana África. Es curioso ver la manera en que la crítica traza a Noémia de Sousa. Antes de romper en lágrimas contando que escribía un poema en homenaje a Samora Machel por su asesinato, a pedido del documentalista Camilo de Sousa, tan solo responde las preguntas de la entrevistadora “en los intervalos del bombardeo del télex internacional”, siendo “torturada por los plazos de cierre de las noticias”. Dice que no, “no escribo poemas en una tierra que no es mía”. Finalmente, aclara que prefiere ser madre en Europa y que no regresaría a Mozambique. Olvido o como sea, lo que Cremilda de Araújo Medina nos trae es una reminiscencia de un verso de la misma Noémia: Ah, essa sou eu:/ órbitas vazias no desespero de possuir vida,/ boca rasgada em feridas de angústia,/ mãos enormes, espalmadas,/ erguendo-se em jeito de quem implora e ameaça,/ corpo tatuado de feridas visíveis e invisíveis/ pelos chicotes da escravatura…/ Torturada e magnífica,/ altiva e mística,/ África da cabeça aos pés,/- ah, essa sou eu.

 

Noémia de Sousa huyó de Mozambique en 1951, antes de la expulsión del poder colonial portugués. Creadora de una extensión del MUD (ligado al Partido Comunista de Portugal), no formó parte de la lucha armada, pero sus poemas formaban un enfrentamiento entre la cultura de los vivos y la cultura de muertos en vida, como en “Deixem passar o meu povo”, su traducción del título del spiritual negro de Harlem: E enquanto me vierem de Harlém/ vozes de lamentação/ e meus vultos familiares me visitarem/ em longas noites de insónia,/ não poderei deixar-me embalar pela música fútil/ das valsas de Strauss. En Portugal y en Francia vivió un exilio que duraría el resto de su vida. Tras desembarcar y ser recibida en el puerto por dos agentes de la PIDE, medio siglo pasaría hasta la publicación de su primer poemario, Sangue Negra (2001). No obstante, a pesar del tiempo que desordena su obra, en Mozambique no dudaron en bautizarla “la madre de todos los poetas de Mozambique”. Esa diferencia fundamental la ubica como una otra entre los poetas hombres de su país. Para citar el caso más emblemático de poeta mozambiqueño, José Craveirinha, pese a su destino de perseguido político, publicó varias obras desde el primer periodo de persecución política y cárcel hasta Maria, el homenaje a su esposa, quien cuidaba a sus hijos mientras estaba en la cárcel. Sus poemarios difundidos por el mundo le valieron el premio Camões y lo consagraron como mucho más que un “padre” de los poetas de Mozambique (por ejemplo, cuenta Araújo Medina que Samora Machel se refugiaba varios días de sus tareas en compañía de Craveirinha o que muchos mozambiqueños lo interpelaban porque la realidad revolucionaria no se asemejaba a las esperanzas que antes proponían sus poemas).

 

Empujada por el intelectual Manuel Ferreira, Noémia de Sousa tuvo varias oportunidades para publicar su poemario en Lisboa, pero, según responde en 1986 a Araújo Medina, ella insistía en que su obra fuese publicada en Mozambique. ¿Por qué no Portugal u otro país europeo? Así, la Asociación de Escritores de Mozambique editó Sangue Negra en su país tan solo en el año 2001.

 

¿Acaso la indiferencia de sus compañeros hombres (ver el poema “Abri a porta companheiros”) fue lo que impidió la publicación de su poesía durante décadas o fue una decisión personal de una poeta en el exilio, una mujer del tercer mundo reubicada en el primer mundo?

 

Con la independencia y el comienzo del fin de los privilegios portugueses, luego de que Eduardo Mondlane falleciera al recibir un libro-bomba, Samora Machel continuó representando a su pueblo en el sueño marxista-leninista del hoy partido gobernante, FRELIMO (Frente de Libertação de Moçambique). Al este de la Sudáfrica del apartheid, este movimiento popular armado libró la más exitosa batalla de todas las batallas contra siglos de invasiones, secuestros y esclavitud. No fue solo una revuelta marxista apoyada por la infiltración de la Unión Soviética que combatía el imperialismo del país vecino. En este contexto, en un país revolucionado, de fuerte tradición oral y casi cien por ciento de analfabetos (según la historiadora Kathleen Sheldon, entonces un 91% de la población), el inicio de la trayectoria de Noémia de Sousa conjugaba la profundización de la resistencia negra, el marxismo internacional y el nuevo torbellino de corrientes literarias de Occidente (Estados Unidos, Portugal, Brasil, por ejemplo). ¿Qué habrá significado este trayecto de arrojamientos y enlaces de la “madre de todos los poetas de Mozambique”? Su vida europea no la europeizó sino que la desplazó a una escenario político armando “papagaios de papel” para el viento de la vanguardia. Su tierra plurilingüe no le transmitía la epopeya occidental: la de los dictadores reivindicadores de la cultura europea, la de los intereses económicos sin identidad, la de las jerarquías religiosas occidentales y sus supuestas escalas de humanismo. Todo lo contrario─ y, como queremos explicar, más, mucho más que lo contrario─ le inspiraba conexiones locales como “A Billie Holiday, cantora” o “Samba” o el famoso “Súplica”. Su poesía, etiquetada por la censura y por la crítica blanca como “planfletaria”, abre el camino para que Occidente vuelva sobre sus propios pasos: (…)com olhos bem de ver/ esse pedaço de pau preto / que um desconhecido irmão maconde/ de mãos inspiradas/ talhou e trabalhou/ em terras distantes lá do Norte.  Era la llamada “madre” de una generación de poetas de un país de poetas, un país donde el colonialismo había encasillado a varias de esas culturas orales (a veces matriarcales) como un lenguaje malvenido hasta las últimas consecuencias. Sobre ese silenciamiento se construía el castillo de naipes civilizatorio. La peligrosa presencia legitimadora de estas lenguas de personas torturadas, humilladas y perseguidas atraviesa y mozambicaniza el portugués como un alimento contra las paredes de un estómago vacío, rompe las cadenas de sus muertos: Viemos…/E para além de tudo,/por sobre Índico de desespero e revoltas,/fatalismos e repulsas,/trouxemos esperança./Esperança de que a xituculumucumba já não virá/em noites infindáveis de pesadelo,/sugar com seus lábios de velha/nossos estômagos esfarrapados de fome,/ E viemos…./Oh sim, viemos!/Sob o chicote da esperança,/ nossos corpos capulanas quentes/embrulharam com carinho marítimos nómadas de outros portos,/ saciaram generosamente fomes e sedes violentas…/ Nossos corpos pão e água para toda a gente./.

 

Aunque la independencia ─y la literatura y el pensamiento de la independencia─ la empezaron los hombres y las mujeres como Noémia (excluida entre los excluidos: pobre, negra y mujer), al calor del pedido de la lucha armada, lo cierto es que el poder quedó en mano de ellos. ¿Qué forma de opresión le molestaba más, la del racismo o la del hombre contra la mujer? ¿Sufrir dos tipos de opresiones supone alguna división o es parte de lo mismo en cualquier dimensión? ¿Qué nos permite ver esa inclinación o qué nos permite fijarnos en un punto, dejar de lado otro punto y seguir adelante como si nada? Con los poemas de Noémia de Sousa sentimos la marcha de una intelectual y, además, exiliada, que no dudaba que, aunque los feminismos fuesen en teoría o en la práctica una causa del esclavo (en la división clásica del amo-esclavo), no por eso era asumida por todos los hombres esclavizados (contra ellos dirige su ironía en “Poema para Rui de Noronha”: Vens-me sangrando de teus amores, Poeta,/tens amores inumanos/ com desesperos suicídas e orgulhos brâmanes/ te tomando toda a vida de homem). A su vez, como la entrevistada del libro de Cremilda de Araújo Medina, era una embajadora en un medio en que la causa contra el racismo y el colonialismo no se conjugaba por cuenta propia con la lucha de las mujeres de la metrópoli.

Les ofrecemos aquí una selección de poesías de la compilación

 

Lección

Le enseñaron en la misión,

cuando era chiquito:

“¡Somos todos hijos de Dios; cada Hombre
del otro Hombre es el hermano!”

 

Le dijeron eso en la misión,
cuando era chiquito,

 

Naturalmente,

no fue un niño para siempre:
creció, aprendió a contar y a leer
y empezó a conocer
mejor a esa mujer vendida;
que es la vida
de todos los desgraciados.

 

Y entonces, una vez, inocentemente
miró a un Hombre y le dijo “Hermano…”
pero el Hombre pálido lo fulminó duramente
con sus ojos llenos de odio
y le respondió: “Negro”.

 

Deja que pase mi pueblo

 

Noche tibia en Mozambique
Y sonidos remotos de marimbas llegan hasta aquí

– ciertos y constantes –

provenientes de no sé dónde.

En mi casa de madera y cinc

abro el radio y me dejo llevar…

pero las voces de América remueven mi alma y mis nervios.
Y Robenson y Marian me cantan

spirituals negros de Harlem.

“Let my people go!”

-¡oh, deja que pase mi pueblo,

deja que pase mi pueblo!-
dicen.
Y abro los ojos y ya no puedo dormir.
Adentro mío, suenan Anderson y Paul
y no son dulces voces de agitación.
“Let my people go”!

 

Nerviosamente,

me siento en la mesa y escribo…

Adentro mío,

deja que pase mi pueblo,

“oh, let my people go…”

Y ya no soy más que un instrumento
de mi sangre en un torbellino

con la ayuda de Marian

con su voz profunda: ¡mi hermana!

 

Escribo…
En mi mesa apoyan sus brazos bultos familiares.

Mi madre con sus manos curtidas y el rostro cansado

y revueltas, dolores, humillaciones,

tatúan de negro el papel blanco virgen.

Y Paulo, a quien no conozco,

pero es de la misma sangre y la misma savia amada de Mozambique,

de miserias, ventanas enrejadas, adioses de magaíças (*),

y algodón, mi inolvidable compañero blanco.

Y Zé -mi hermano- y Saúl,
y vos, Amigo de dulce mirada azul,

que agarrás mi mano y me obligás a escribir
con la hiel de la revuelta.

Todos se apoyan en mis hombros,

mientras escribo, a lo largo de la noche,

con Marian y Robeson vigilando a través del ojo iluminado del radio:

“Let my people go,
Oh, let my peolpe go!”

 

Y mientras lleguen de Harlem

voces lamentando

y mis bultos familiares sigan visitándome

en las largas noches de insomnio,

no me dejaré llevar por la música fútil

de los valses de Strauss.
Escribiré, escribiré,

con Robeson y Marian gritando conmigo:

Let my people go,
¡OH, DEJA QUE PASE MI PUEBLO!

 

A Billie Holiday, cantora

 

Era de noche y en la habitación aprisionada por la oscuridad
solo había entrado la luna, taimadamente,

para derramarse en el piso.

Soledad. Soledad. Soledad.

 

Y entonces,

tu voz, hermana mía americana,

vino del aire, de la nada, nacida en la misma oscuridad…

Extraña, profunda, caliente,
traspasada por la soledad.

 

Y así empezaba la canción:

“Into each heart some rain must fall…”
Empezaba así
y solo había melancolía
de principio a fin,
como si tus días no tuvieran sol
y tu alma, ahí, sin alegría…

 

Tu voz hermana, en su trágico sentimentalismo,
bajando y subiendo,
llorando para luego, aún trémula, empezar a reír,

cantando con tu inglés negro arrastrado

los singulares “blues”, con un fatalismo

racial que duele,

tu voz, no sé por qué magia extraña,

arrastró a mi soledad por grandes distancias…

 

¡En la habitación oscura, ya no estaba sola!

Con tu voz, hermana americana, llegó
todo mi pueblo esclavizado sin piedad
por este largo mundo, viviendo con miedo, receloso
de todo y de todos…
Mi pueblo ayudando a erigir imperios

y siendo excluido de la victoria…

Viviendo segregado una vida ingloria,

de proscripto, de criminal…

 

Mi pueblo transportando a la música, la poesía,

sus complejos, su tristeza innata, su insatisfacción…

 

Billie Holiday, hermana mía americana,

siempre seguí cantando, con tu estilo amargo

los “blues” eternos de nuestro pueblo desgraciado…

Siempre seguí cantando, cantando, siempre cantando,
¡Hasta que la humanidad egoísta nos escuche en tu voz,

 

y gire los ojos hacia nosotros,

pero con fraternidad y comprensión!

 

Ábrannos la puerta, compañeros

 

Ay, ábrannos la puerta,

ábranla rápido, compañeros,

que afuera andan el miedo, el frío, el hambre,

y hay rocío, hay oscuridad y bruma…

¡Somos un ejército entero,

todo un ejército numeroso,

que les pide comprensión, compañeros!

 

Y la puerta sigue cerrada…

 

Nuestras recias manos negras

de talle grosero,

nuestras manos de dibujos rudos y ansiosos

ya se cansaron de tanto golpear en vano…

 

Ay, compañeros,

abandonen por un momento la mansedumbre

estancada del comodismo gregario,

¡Y vengan!

Si no es así,

los invitamos a tirar,

sin siquiera moverse,

la llave mágica que tanto codiciamos…

La aceptaremos igual

Si nos humillan entregándola con desdén.

 

Lo que importa

es que no nos dejen morir

miserables y congelados

afuera, en la noche fría poblada de xipócués…

 

“Lo que importa

Es que nos abran la puerta.”

 

Patrón

 

¡Patrón, patrón, oh, patrón mío!

¿Por qué me pegás, sin lástima,

con tus ojos duros y hostiles,

con tus palabras que hieren como flechas,

con todo tu aire rico en desprecio censurador

por mis actos forzosamente serviles,

e incluso con la bofetada humillante de tu mano?

¿Pero por qué, oh, patrón? Contame:
¿Qué te hice?
(¿Fue haber nacido así con este color?)

 

Patrón, no sé nada… Como ves

a mi nada me enseñaron,
solo a odiar y obedecer…
¡Solo obedecer y odiar, sí!

¡Pero cuando hablo, patrón, te reís!
Y también se ríe aquel señor
patrón Manuel Soares del Rádio Clube…
Yo no me explico tu portugués,

patrón, pero conozco mi landim,

que es una lengua tan bella
y tan digna como la tuya, patrón…

¡En mi corazón no hay otra mejor,
tan suave y tan delicada como ella!

¿Entonces por qué te reís de mi?

 

¡Ah, patrón, yo levanté

esta tierra mestiza de Mozambique
con la fuerza de mi amor,

con el sudor de mi sacrificio,

con los músculos de mi voluntad!

¡Yo la levanté, patrón,

Piedra por piedra, casa por casa,
árbol por árbol, ciudad por ciudad,
con alegría y con dolor!

¡Yo la levanté!

 

Y si tu cerebro no me cree,
preguntale a tu casa quién fabricó cada ladrillo,
quién se subió a los andamios,
quién ahora la limpia y tanto la embellece,
quién la trapea, la barre y la encera…

Además, preguntale a las acacias rojas y sensuales
quién las plantó y las regó,

y, más tarde, las podó…

Preguntale a todas las largas calles ciudadanas,

Simétricas y negras y resplandecientes

Quién les pasó el alquitrán,

indiferente a la malanga de sol infernal…
Y también preguntá quién las barrerá,

mañana temprano, con la cacimba que cubre todo…

Preguntá quién se muere en el muelle,
día a día, todos los días,
para resucitar en una canción…

Y quién es el esclavo en las plantaciones de sisal
y de algodón,
en este vasto Mozambique…

El sisal y el algodón que serán “pondos” para vos

y no para mi, patrón mío….

Y el sudor es mío,
el dolor es mío,

el sacrificio es mío,
la tierra es mía
¡Y mío también es el cielo!

 

¡Y me pegás, patrón!
Me pegás…
Y mi sangre se propaga, hasta ser un mar…
Patrón, cuidado,
que un mar de sangre es capaz de ahogar
todo… ¡también ahogarte a vos, patrón!
También a vos…

Nuestra voz
Nuestra voz se irguió consciente y bárbara
sobre el blanco egoísmo de los hombres
sobre la indiferencia asesina de todos.

Nuestra voz mojada por la cacimba del sertón

nuestra voz ardiente como el sol de las malangas
nuestra voz atabaque llamando
nuestra voz lanza de Maguiguana
nuestra voz, hermano,
nuestra voz traspasó la atmósfera conformista de la ciudad
y la revolucionó
la arrastró como un ciclón de conocimiento.

 

Y despertó remordimientos de ojos amarillos de hiena
y con ella se escurrieron sudores fríos de condenados
y encendió luces de esperanza en almas sombrías de desesperados…

 

¡Nuestra voz, hermano!
Nuestra voz, atabaque llamando.

 

Nuestra voz luna llena en la noche oscura de la desesperanza
muestra voz faro en el mar tempestuoso
nuestra voz limando los barrotes, barrotes seculares
¡Nuestra voz, hermano! ¡Nuestra voz miles,
nuestra voz millones de voces llamando!

 

Nuestra voz gimiendo, sacudiendo bolsas inmundas,

nuestra voz gorda de miseria,
nuestra voz arrastrando grilletes,

nuestra voz nostálgica de ímpis,

nuestra voz África
nuestra voz cansada de la masturbación de los batuques de la guerra
¡Nuestra voz negra gritando, gritando, gritando!

Nuestra voz que descubrió lo profundo,

donde croan las ranas,
la amargura inmensa, inexplicable, enorme como el mundo,
de la simple palabra ESCLAVITUD:

Nuestra voz gritando sin cesar,
nuestra voz señalando caminos,
nuestra voz xipalapala
nuestra voz atabaque llamando,

¡Nuestra voz, hermano!
¡Nuestra voz millones de voces clamando, clamando, clamando!

,

Cinco décadas de poesia recuperada em «Sangue negro» (2001) de Noémia de Souza (PORTUGUÊS)

 Por: Rodrigo Arreyes

Traducción: Rodrigo Arreyes

Obra (imágen): Malangatana Ngwenya

Noémia de Souza é uma figura capital na história e na literatura de Moçambique: foi a primeira poeta negra a publicar no próprio pais e fez parte de uma forte resistência política contra a ingerência colonialista portuguesa, o que alimentou diretamente sua produção literária e periodística. Para isso, recorreu a constelação da língua portuguesa. Estudou no Brasil, produziu desde Portugal, colaborou com publicações angolanas. Rodrigo Arreyes nos adentra na difícil trajetória desta comprometida poeta, a partir de sua obra Sangue Negro (2001), antologia de sus poemas.


Três anos antes de assumir a presidência do país, durante a primeira Conferência da Mulher Moçambicana, em março de 1973, Samora Machel explicava que a emancipação da mulher não era um “ato de caridade” e que cada uma devia formar parte da luta armada para liquidar a opressão capitalista que esmagava o ser humano. O eixo principal da rebeldia era esse, não obter determinado status social de vida nem conseguir diplomas (por ele chamados «certificados de emancipação») nem ser promíscuas ou usar saias curtas. Nessa Conferência não existia «exploração da pessoa pela pessoa» em vez de «exploração do homem pelo homem». E ainda mais: Machel explicava que ele considerava vulgar pedir que o homem realizasse as mesmas tarefas que a mulher, pois antes era melhor que ela dirigisse um caminhão, por exemplo, ou que aprendesse a usar metralhadoras. Era esse um plano seguro para alcançar o fim da opressão da mulher pelo homem? Que fatos atravessavam as mulheres moçambicanas antes de participarem do congresso do futuro presidente? São perguntas para conhecer o tempo em que Noémia de Sousa não vivia em Moçambique.

 

Livre das convicções e das tradições do discurso de Machel: assim foi descrita por Cremilda de Araújo Medina quando entrevistada na ANOP (“Agência Noticiosa Portuguesa”) para o livro Sonha Mamana África. É curiosa a forma que em a crítica traça Noémia de Sousa. Antes de se desfazer em lágrimas, de Sousa conta que estava escrevendo um poema em homenagem a Samora Machel por causa do seu assassinato, a pedido do documentarista Camilo de Sousa, e que apenas respondia as perguntas da entrevistadora «nos intervalos do bombardeio do telex internacional», sendo «torturada pelos prazos de fechamento do noticiário». Dizia que não, «não escrevo poemas em uma terra que não é minha». Por fim, explicava que preferia ser mãe na Europa e que não voltaria para Moçambique. Esquecimento ou seja lá o que for, o que Cremilda de Araújo Medina semeia é uma reminiscência de um verso da própria Noémia: Ah, essa sou eu:/ órbitas vazias no desespero de possuir vida,/ boca rasgada em feridas de angústia,/ mãos enormes, espalmadas,/ erguendo-se em jeito de quem implora e ameaça,/ corpo tatuado de feridas visíveis e invisíveis/ pelos chicotes da escravatura…/ Torturada e magnífica,/ altiva e mística,/ África da cabeça aos pés,/- ah, essa sou eu.

 

Noémia de Sousa fugiu de Moçambique em 1951, antes da expulsão do poder colonial português. Fundadora de uma extensão do MUD (ligado ao Partido Comunista de Portugal), não formou parte da luta armada, porém seus poemas compunham um enfrentamento entre a cultura dos vivos e a cultura dos mortos em vida, como em “Deixem passar o meu povo”, sua tradução do título do spiritual negro de Harlem: E enquanto me vierem de Harlém/ vozes de lamentação/ e meus vultos familiares me visitarem/ em longas noites de insônia,/ não poderei deixar-me embalar pela música fútil/ das valsas de Strauss. Viveu exilada em Portugal e na França durante o resto da sua vida. Após desembarcar e ser recebida no porto por dois agentes da PIDE, meio século passaria até a publicação do seu primeiro poemário, Sangue Negro (2001). Contudo, apesar do tempo que desordena sua obra, em Moçambique não duvidaram em chamá-la de “mãe de todos os poetas de Moçambique”. Essa diferença fundamental a coloca como mais uma entre os poetas homens do seu pais. No caso do poeta moçambicano mais emblemático, José Craveirinha, apesar do seu destino de perseguido político, ele sim publicou diversas obras desde o primeiro período de perseguição política e cárcere até Maria, em homenagem à esposa que cuidava dos filhos enquanto ele sofria a reclusão. Os seus poemas divulgados pelo mundo foram reconhecidos com o prêmio Camões e então o proclamaram muito mais do que um “pai” dos poetas de Moçambique (por exemplo, conta Araújo Medina que Samora Machel se refugiava por vários dias acompanhado por Craveirinha ou que muitos moçambicanos o interpelavam porque a realidade revolucionária não se assemelhava às esperanças antes propostas pelos poemas).

 

Incentivada pelo intelectual Manuel Ferreira, Noémia de Sousa teve algumas oportunidades de publicar seus poemas em Lisboa, mas, segundo responde em 1986 a Araújo Medina, ela insistia em que sua obra fosse publicada em Moçambique. Por que não Portugal ou outro país europeu? Sendo assim, a Associação de Escritores de Moçambique editou Sangue Negro no seu país apenas em 2001.

 

Acaso foi a indiferença dos seus companheiros homens (ver o poema «Abri a porta companheiros») o que atrapalhou a publicação durante décadas ou foi só uma decisão pessoal de uma poeta em exílio, uma mulher do chamado terceiro mundo realocada no primeiro mundo?

 

Com a independência e o inicio do fim dos privilégios portugueses, depois da morte Eduardo Mondlane ao receber um livro-bomba, Samora Machel continuou no comando do seu povo no sonho marxista-leninista do hoje partido governante, o FRELIMO. Ao leste da África do Sul do apartheid, esse movimento popular armado começou a batalha de maior sucesso entre todas as batalhas contra séculos de invasões, sequestros e escravidão. Não foi somente uma revolta marxista apoiada pela infiltração da União Soviética, que combatia o imperialismo do pais vizinho. Nesse contexto, um país revolucionado com forte tradição oral e quase cem por cento de analfabetos (91% da população, de acordo com a historiadora Kathleen Sheldon), o início da trajetória de Noémia de Sousa conjugava-se com o aprofundamento da resistência negra, o marxismo internacional e o novo redemoinho de correntes literárias do Ocidente (Estados Unidos, Portugal, Brasil, por exemplo). Qual seria o significado desse trajeto de convicções e ligações da «mãe de todos os poetas de Moçambique?» A sua vida europeia não a europeizou, mas sim a formou em um cenário político armando «papagaios de papel» para o vento da vanguarda. A sua terra plurilíngue não transmitia a epopeia ocidental, a dos ditadores que louvavam a cultura europeia, os interesses econômicos sem identidade, as hierarquias religiosas ocidentais e as suas supostas escalas de humanismo. Muito pelo contrário, e como gostaríamos de explicar, mais, muito mais do que o contrário, lhe inspirava conexões locais tais como «A Billie Holiday, cantora” ou “Samba” e famoso “Súplica”. Sua poesia, apontada pela censura e pela crítica branca como “panfletária”, abre o caminho para que o Ocidente regresse seguindo os passos avançados: (…)com olhos bem de ver/ esse pedaço de pau preto / que um desconhecido irmão maconde/ de mãos inspiradas/ talhou e trabalhou/ em terras distantes lá do Norte.  Foi batizada “mãe” de uma geração de poetas em um país de poetas, onde o colonialismo oprimiu várias dessas culturas orais (às vezes matriarcais) como uma linguagem indesejável até as últimas consequências. Sobre o silenciamento foi construído o castelo de cartas civilizatório. A perigosa e legitimadora presença da língua das pessoas torturadas, humilhadas e perseguidas atravessa e moçambicaniza o português como um alimento contra as paredes de um estômago vazio, rompe as correntes dos seus mortos: Viemos…/E para além de tudo,/por sobre Índico de desespero e revoltas,/fatalismos e repulsas,/trouxemos esperança./Esperança de que a xituculumucumba já não virá/em noites infindáveis de pesadelo,/sugar com seus lábios de velha/nossos estômagos esfarrapados de fome,/ E viemos…./Oh sim, viemos!/Sob o chicote da esperança,/ nossos corpos capulanas quentes/embrulharam com carinho marítimos nômades de outros portos,/ saciaram generosamente fomes e sedes violentas…/ Nossos corpos pão e água para toda a gente./.

 

Embora a independência – e a literatura e o pensamento da independência – tenha sido iniciada por homens e mulheres como Noémia (excluída entre os excluídos: pobre, negra e mulher), perante o pedido da luta armada, a verdade é que o poder ficou na mão deles. Que forma de opressão era pior, o racismo ou o a do homem contra a mulher? Sofrer dois tipos de opressões supõe alguma divisão ou forma parte do mesmo em qualquer dimensão? Como somos capazes de ver essa inclinação e depois fixarmos um ponto, não outro e avançar como se nada tivesse acontecido? Com os poemas de Noémia de Sousa sentimos o movimento de uma intelectual e, além disso, exilada, que não duvidava que, mesmo que os feminismos fossem em teoria ou na prática uma causa do escravo (na divisão clássica do amo-escravo), não por isso era assumida por todos os homens escravizados (contra eles dirige a sua ironia em “Poema para Rui de Noronha”: Vens-me sangrando de teus amores, Poeta,/tens amores inumanos/ com desesperos suicidas e orgulhos brâmanes/ te tomando toda a vida de homem). Ao mesmo tempo, como a entrevistada no livro de Cremilda Araújo Medina, era uma embaixadora em um meio onde a causa contra o racismo e o colonialismo não se conjugava por conta própria com a luta das mulheres da metrópole.

 

Oferecemos aqui uma seleção de poesias da coletânea

 

Lição

Ensinaram-lhe na missão,
quando era pequenino:
“Somos todos filhos de Deus; cada Homem
é irmão doutro Homem!”

Disseram-lhe isto na missão,
quando era pequenino,

Naturalmente,
Ele não ficou sempre menino:
cresceu, aprendeu a conhecer
melhor essa mulher vendida
– que é a vida
de todos os desgraçados.

E então, uma vez, inocentemente,
Olhou para um Homem e disse “Irmão…”
Mas o Homem pálido fulminou-o duramente
com seus olhos cheios de ódio
e respondeu-lhe: “Negro”.

 

Deixa passar o meu povo

Noite morna de Moçambique
e sons longínquos de marimbas chegam até mim
– certos e constantes –
vindos nem sei eu donde.
Em minha casa de madeira e zinco,
abro o rádio e deixo-me embalar…
Mas vozes da América remexem-me a alma e os nervos.
E Robeson e Maria cantam para mim
spirituals negros do Harlém.
“Let my people go”
– oh deixa passar o meu povo,
deixa passar o meu povo! -,
dizem.
E eu abro os olhos e já não posso dormir.
Dentro de mim soam-me Anderson e Paul
e não são doces vozes de embalo.
“Let my people go!”

Nervosamente,
sento-me à mesa e escrevo…
Dentro de mim,
deixa passar o meu povo

“oh let my people go…”
E já não sou mais que instrumento
do meu sangue em turbilhão
com Marian me ajudando
com sua voz profunda – minha Irmã!
Escrevo…
Na minha mesa, vultos familiares se vêm debruçar.
Minha Mãe de mãos rudes e rosto cansado
e revoltas, dores, humilhações,
tatuando de negro o virgem papel branco.
E Paulo, que não conheço
mas é do mesmo sangue e da mesma seiva amada de Moçambique,
e misérias, janelas gradeadas, adeuses de magaíças,
algodoais, o meu inesquecível companheiro branco.
E Zé – meu irmão – e Saúl,
e tu, Amigo de doce olhar azul,
pegando na minha mão e me obrigando a escrever
com o fel que me vem da revolta.
Todos se vêm debruçar sobre o meu ombro,
enquanto escrevo, noite adiante,
com Marian e Robeson vigiando pelo olho luminoso do rádio
– “let my people go
oh let my people go!”

E enquanto me vierem do Harlém
vozes de lamentação
e meus vultos familiares me visitarem
em longas noites de insônia,
não poderei deixar-me embalar pela música fútil
das valsas de Strauss.
Escreverei, escreverei,
com Robeson e Marian gritando comigo:
Let my people go
OH DEIXA PASSAR O MEU POVO!

 

A BILLIE HOLIDAY, CANTORA

 

Era de noite e no quarto aprisionado em escuridão
apenas o luar entrara, sorrateiramente,
e fora derramar-se no chão.
Solidão. Solidão. Solidão.
E então,
tua voz, minha irmã americana,
veio do ar, do nada nascida da própria escuridão…
Estranha, profunda, quente,
vazada em solidão.
E começava assim a canção:
“Into each heart some rain must fall…”
Começava assim
e era só melancolia
do princípio ao fim,
como se teus dias fossem sem sol
e a tua alma aí, sem alegria…

Tua voz irmã, no seu trágico sentimentalismo,
descendo e subindo,
chorando para logo, ainda trêmula, começar rindo,
cantando no teu arrastado inglês crioulo
esses singulares “blues”, dum fatalismo
rácico que faz doer
tua voz, não sei porque estranha magia,
arrastou para longe a minha solidão…

No quarto às escuras, eu já não estava só!
Com a tua voz, irmã americana, veio
todo o meu povo escravizado sem dó
por esse mundo fora, vivendo no medo, no receio
de tudo e de todos…
O meu povo ajudando a erguer impérios
e a ser excluído na vitória…
A viver, segregado, uma vida inglória,
de proscrito, de criminoso…
O meu povo transportando para a música, para a poesia,
os seus complexos, a sua tristeza inata, a sua insatisfação…
Billie Holiday, minha irmã americana,
continua cantando sempre, no teu jeito magoado
os “blues” eternos do nosso povo desgraçado…
Continua cantando, cantando, sempre cantando,
até que a humanidade egoísta ouça em ti a nossa voz,
e se volte enfim para nós,
mas com olhos de fraternidade e compreensão!
Abri a porta, companheiros

Ai abri-nos a porta,
abri-a depressa, companheiros,
que cá fora andam o medo, o frio, a fome,
e há cacimba, há escuridão e nevoeiro…
Somos um exército inteiro,
todo um exército numeroso,
a pedir-vos compreensão, companheiros!

E continua fechada a porta…

Nossas mãos negras inteiriçadas,
de talhe grosseiro
– nossas mãos de desenho rude e ansioso –
já cansam de tanto bater em vão…

Ai companheiros,
abandonai por momentos a mansidão
estagnada do vosso comodismo ordeiro
e vinde!
Ou então,
podeis atirar-nos também,
mesmo sem vos moverdes,
a chave mágica, que tanto cobiçamos…
Até com humilhação do vosso desdém,
nós a aceitaremos.

O que importa
é não nos deixarem a morrer,
miseráveis e gelados,
aqui fora, na noite fria povoada de xipócués…
“o que importa
é que se abra a porta.”

 

 

Patrão

 

Patrão, patrão, oh meu patrão!
Porque me bates sempre, sem dó,
com teus olhos duros e hostis,
com tuas palavras que ferem como setas
com todo o teu ar de desprezo motejador
por meus atos forçadamente servis,
e até com a bofetada humilhante na tua mão?

Oh, mas porquê, patrão? Diz-me só:

que mal te fiz?
(Será o ter eu nascido assim com esta cor?)
Patrão, eu nada sei… Bem vês

que nada me ensinaram,
só a odiar e obedecer…
Só a obedecer e odiar, sim!
Mas quando eu falo, patrão, tu ris!
e ri-se também aquele senhor
patrão Manuel Soares do Rádio Clube…
Eu não percebo o teu português,
patrão, mas sei o meu landim,
que é uma língua tão bela
e tão digna como a tua, patrão…

No meu coração não há outra melhor,
tão suave e tão meiga como ela!
Então porque te ris de mim?
Ah patrão, eu levantei

esta terra mestiça de Moçambique
com a força do meu amor,
com o suor de meu sacrifício,
com os músculos da minha vontade!
Eu levantei-a, patrão
pedra por pedra, casa por casa,
árvore por árvore, cidade por cidade,
com alegria e com dor!
Eu a levantei!

E se o teu cérebro não me acredita,

pergunta à tua casa quem fez cada bloco seu,
quem subiu aos andaimes,
quem agora limpa e a põe tão bonita,
quem a esfrega e a varre e a encerra …

Pergunta ainda às acácias vermelhas e sensuais
como os lábios das tuas meninas,
que as plantou e as regou,
e, mais tarde, as podou…
Pergunta a todas essas largas ruas citadinas,
simétricas e negras e luzidias
quem foi que as alcatroou,
indiferente à malanga de sol infernal…
E também pergunta quem as varre ainda,
manhã cedo, com a cacimba a cobrir tudo
Pergunta quem morre no cais
todos os dias – todos os dias -,
para voltar a ressuscitar numa canção …
E quem é escravo nas plantações de sisal
e de algodão,
por esse Moçambique além …
O sisal e o algodão que hão de ser “pondos” para ti
e não para mim, meu patrão …
E o suor é meu,
a dor é minha,
o sacrifício é meu,
a terra é minha
e meu também é o céu!

 

E tu bates-me, patrão meu!
bates-me …
E o sangue alastra, e há de ser mar…

Patrão, cuidado,
que um mar de sangue pode afogar
tudo … até a ti, meu patrão!
Até a ti …

 

NOSSA VOZ

 

Ao J. Craveirinha

 

Nossa voz ergueu-se consciente e bárbara

sobre o branco egoísmo dos homens

sobre a indiferença assassina de todos.

Nossa voz molhada das cacimbadas do sertão

nossa voz ardente como o sol das malangas

nossa voz atabaque chamando

nossa voz lança de Maguiguana

nossa voz, irmão,

nossa voz trespassou a atmosfera conformista da cidade

e revolucionou-a

arrastou-a como um ciclone de conhecimento.

 

E acordou remorsos de olhos amarelos de hiena

e fez escorrer suores frios de condenados

e acendeu luzes de esperança em almas sombrias de desesperados…

 

Nossa voz, irmão!

nossa voz atabaque chamando.

 

Nossa voz lua cheia em noite escura de desesperança

nossa voz farol em mar de tempestade

nossa voz limando grades, grades seculares

nossa voz, irmão! nossa voz milhares,

nossa voz milhões de vozes clamando!

 

Nossa voz gemendo, sacudindo sacas imundas,

nossa voz gorda de miséria,

nossa voz arrastando grilhetas

nossa voz nostálgica de ímpis

nossa voz África

nossa voz cansada da masturbação dos batuques da guerra

nossa voz gritando, gritando, gritando!

Nossa voz que descobriu até ao fundo,

lá onde coaxam as rãs,

a amargura imensa, inexprimível, enorme como o mundo,

da simples palavra ESCRAVIDÃO:

 

Nossa voz gritando sem cessar,

nossa voz apontando caminhos

nossa voz xipalapala

nossa voz atabaque chamando

nossa voz, irmão!

nossa voz milhões de vozes clamando, clamando, clamando.

Nemecia

 Por: Kirstin Valdez Quade

Traducción: Jimena Reides

Foto de portada: Night at the fiestas

«Nemecia» es el relato de la escritora norteamericana Kirstin Valdez Quade, que encabeza su aclamado debut literario, Night at the fiestas (2015). Tanto el relato como el volumen han obtenido una serie de premios y galardones desde su publicación, siendo reconocidos a través de la National Book Foundation y publicados en medios como Narrative o The New Yorker. La publicación de «Nemecia» en Revista Transas, en traducción de Jimena Reides, marca la primera traducción al español de Kirstin Valdez Quade.


EN EL PRIMER RECUERDO QUE TENGO DE MI PRIMA NEMECIA, ESTAMOS caminando juntas en el cultivo de frijoles. Estuve llorando, y mi respiración es aún temblorosa y ahogada. Ella me toma la mano con fuerza y me dice alegremente—: Espera, María, espera hasta que lo veas —. No recuerdo por qué estaba molesta o qué fue lo que me mostró mi prima ese día. Solo recuerdo que la tristeza se alejó como una ola y que un arrebato de expectativa nuevo y tranquilo la reemplazó, y que los zapatos de Nemecia tenían tacos. Tuvo que caminar inclinada hacia adelante, sobre los dedos del pie, para evitar que estos se hundieran en la tierra.

Nemecia era la hija de la hermana de mi madre. Vino a vivir con mis padres antes de que yo naciera porque mi tía Benigna no podía cuidarla. Luego, cuando la tía Benigna se recuperó y se mudó a Los Ángeles, Nemecia ya había vivido con nosotros durante tanto tiempo que se quedó. Esto no era algo raro en nuestro pueblo de Nueva México en aquellos años entre guerras; si alguien moría, atravesaba un momento difícil, o simplemente tenía demasiados hijos, siempre había tías, hermanas o abuelas con espacio para un niño extra.

El día después de que nací, mi tía abuela Paulita llevó a una Nemecia de siete años a la habitación de mi madre para que me conociera. Nemecia llevaba la muñeca de porcelana que alguna vez había pertenecido a su propia madre. Cuando quitaron la manta de mi rostro para que pudiera verme, estrelló la muñeca contra el piso de tablones. Encontraron todas las piezas; mi padre las unió con pegamento, limpiando la superficie con su pañuelo para quitar lo que sobraba entre las grietas. El pegamento tomó un color marrón al secarse, o tal vez se secó con un color blanco y simplemente se tornó marrón con el tiempo. La muñeca reposaba en la cómoda de nuestra habitación, con la cara redonda y una sonrisa plácida detrás de la red de resquebraduras y con las manos plegadas de forma meticulosa a lo largo de un encaje blanco, una mezcla extraña y terrorífica de lo joven y lo viejo.

Había un aire de tragedia y de glamour alrededor de Nemecia, que ella misma cultivaba. Se delineaba los ojos con un lápiz negro y usaba cuentas de cristal y pantimedias de seda, regalos de su madre en California. Se gastaba la mensualidad en revistas y colgaba las fotos de actores de películas mudas con un alfiler alrededor del espejo de nuestro tocador. Creo que jamás vio una película, al menos no hasta después de dejarnos, pues el cine más cercano se encontraba recién en Albuquerque, y mis padres bajo ninguna circunstancia hubieran pensado que las películas eran adecuadas para una jovencita. Sin embargo, Nemecia exhibía las miradas hacia arriba y los pucheros de Mary Pickford y de Greta Garbo en el pequeño espejo de nuestra habitación.

Cuando pienso en Nemecia y en cómo era en ese entonces, la imagino comiendo. Mi prima era voraz. Necesitaba cosas y necesitaba comida. Tomaba pequeños bocados, tragaba todo con la elegancia de un gato. Nunca estaba satisfecha y la comida jamás se veía en su figura.

Contaba chistes mientras se servía ración tras ración, para que estuviéramos distraídos y no nos diéramos cuenta de cuántas tortillas o cuántos cuencos con guiso de chile verde había comido. Si mi padre o mis pequeños hermanos le hacían bromas por su apetito, se sonrojaba. Mi madre hacía callar a mi padre y decía que estaba creciendo.

Por la noche, robaba comida de la alacena: puñados de pasas de uva, charqui, trozos de jamón. Su sigilo era innecesario; mi madre la hubiera alimentado con gusto hasta que estuviese llena. Aún así, todo estaba en su lugar por la mañana: el papel manteca doblado con esmero alrededor del queso, las tapas de los frascos cerradas herméticamente. Era una experta en cortar rebanadas y comer con la cuchara, de modo que sus robos eran imperceptibles. Me despertaba con ella arrodillada sobre mi cama, con una tortilla untada con miel contra mis labios—. Aquí tienes —susurraba, e incluso si todavía estaba llena de la cena y no me había despertado, comía un bocado, pues ella necesitaba que yo participara en el delito.

Verla comer hacía que yo odiara la comida. Los mordiscos rápidos y eficientes, el movimiento de su mandíbula, la forma en que la comida se deslizaba por su garganta; me repugnaba pensar que su cuerpo tolerara tales cantidades. Sus modales delicados y el ladeo refinado de su cabeza, como si aceptara cada bocado, lo empeoraba de algún modo. Pero, si yo era alguien que comía poco, si resentía mi dependencia de la comida, eso no importaba, ya que Nemecia comía mi porción y nunca se desperdiciaba nada.

 

LE TENÍA MIEDO A NEMECIA porque conocía su mayor secreto: cuando tenía cinco años, hizo que su madre entrara en coma y mató a nuestro abuelo.

Sabía esto porque me lo dijo un domingo muy tarde mientras estábamos acostadas en nuestras camas. Toda la familia se había reunido para comer en nuestra casa, como lo hacía cada semana, y pude escuchar a los adultos en la sala, todavía hablando.

—Yo los maté —me dijo Nemecia en la oscuridad. Hablaba como si estuviese recitando, y al principio no sabía si me estaba hablando a mí—. Mi madre estaba muerta. Estuvo muerta durante casi un mes, yo la maté. Después volvió, como Jesucristo, excepto que fue un milagro más grande porque estuvo muerta durante más tiempo, no solamente tres días —. Su voz era seria.

—¿Por qué mataste a nuestro abuelo? —murmuré.

—No lo recuerdo —dijo—. Debo de haber estado enojada.

Miré con dificultad en la oscuridad, luego parpadeé. Con los ojos abiertos o cerrados, la oscuridad era la misma. Perturbadora. No podía escuchar la respiración de Nemecia, solo las voces distantes de los adultos. Tenía la impresión de que estaba sola en la habitación.

A continuación, Nemecia habló—: Sin embargo, no puedo recordar cómo lo hice.

—¿También mataste a tu padre? —pregunté. Por primera vez, me di cuenta del manto de seguridad alrededor mío que nunca había percibido y se estaba disolviendo.

—Oh, no —me dijo Nemecia. Su voz sonaba decidida nuevamente—. No fue necesario, porque se fue por su cuenta.

Su único error, dijo, es que no mató al niño milagroso. El niño milagroso era su hermano, mi primo Patrick, que tenía dos años más que yo. Era un milagro porque incluso mientras la tía Benigna dormía, muerta para el resto del mundo durante esas semanas, sus células se multiplicaron y sus rasgos aparecieron. Pensaba en él haciéndose fuerte por el agua con azúcar y el cuerpo desfallecido de mi tía, con su alma resplandeciendo firmemente dentro de ella. Me lo imaginaba dando vueltas en el líquido calmo.

—Estuve tan cerca —dijo Nemecia, casi con melancolía.

Había una fotografía de Patrick de niño enmarcada sobre el piano. Estaba sentado entre la tía Benigna, a quien yo nunca había conocido, y su nuevo esposo; todos vivían en California. El Patrick de la fotografía tenía cachetes regordetes y no sonreía. Parecía contento de estar allí, entre una madre y un padre. Parecía no estar al tanto de la hermana que vivía con nosotros en otra casa, a casi mil quinientos kilómetros de distancia. Desde luego no la extrañaba.

—Mejor que no le digas a nadie —dijo mi prima.

—No lo haré —dije, mientras el miedo y la lealtad crecían en mí. Estiré la mano hacia el espacio oscuro entre nuestras camas.

 

AL DÍA SIGUIENTE, EL MUNDO se veía diferente; cada adulto con el que me encontraba parecía haberse encogido ahora, frágil debido al secreto de Nemecia.

Esa tarde, fui a la tienda y me quedé quieta junto a mi madre mientras trabajaba en el desordenado escritorio de persiana detrás del mostrador. Estaba haciendo el balance de las cuentas, mientras se golpeaba el labio inferior con el extremo del lápiz. Como era costumbre, al final del día, un halo de cabello encrespado había brotado alrededor de su rostro.

Mi corazón martillaba y tenía la garganta cerrada—. ¿Qué sucedió con la tía Benigna? ¿Qué le pasó a tu padre?

Mi madre se giró para mirarme. Apoyó el lápiz, se quedó quieta por un momento, y luego sacudió la cabeza e hizo un gesto como si estuviese alejando todo de ella.

—Lo importante es que obtuvimos nuestro milagro. Milagros. Benigna vivió, y el bebé vivió —. Su voz sonaba decidida—. Al menos Dios nos concedió eso. Siempre le agradeceré por eso —. No parecía agradecida.

—Pero, ¿qué ocurrió? —. Mi pregunta fue menos enérgica esta vez.

—Mi pobre, pobre hermana —. Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas y sacudió la cabeza nuevamente—. Es mejor olvidarlo. Me duele pensar en eso.

Pensé que lo que Nemecia me había dicho era verdad. Lo que me confundía era que nadie jamás la había tratado como a una asesina. En todo caso, eran especialmente amables con ella. Me preguntaba si sabían lo que había hecho. Me preguntaba si tenían miedo por lo que podría hacerles a ellos. Mi madre con miedo a una niña; la idea era exagerada pero explicaba, tal vez, la pequeña atención extra que le prestaba a mi prima que tanto me molestaba: el roce de las yemas de sus dedos en la mejilla de Nemecia, el modo en que los labios se demoraban contra el cabello de Nemecia cuando nos daba el beso de las buenas noches.

Quizá todo el pueblo estaba aterrado al ver a mi prima, y yo también veía a Nemecia, mientras hablaba con su maestra en la escalera de la escuela, mientras ayudaba a mi madre antes de la cena. Pero mi prima jamás cometió un error y, aunque algunas veces pensaba que veía destellos de precaución en los rostros de los adultos, no podía estar segura.

Todo el pueblo parecía haberse puesto de acuerdo en mantenerme en la oscuridad, pero pensé que si alguien podía expresar su desaprobación (y con seguridad desaprobaba el asesinato), esa sería mi tía abuela Paulita. Le pregunté sobre ello una tarde en su casa mientras preparábamos tortillas, teniendo cuidado de no traicionar el secreto de Nemecia—. ¿Qué le pasó a mi abuelo? —. Pellizqué una bola de masa y se la pasé a ella.

—Fue algo inimaginable —dijo Paulita. Enrolló la masa con golpes violentos y bruscos. Pensé que iba a continuar, pero solo dijo nuevamente—: Algo inimaginable.

Salvo que podía imaginarme a Nemecia matando a alguien.

El infierno, demonios, llamas, esos eran los horrores que no me podía imaginar. Pero la furia de Nemecia… Eso era completamente posible.

—¿Pero qué sucedió?

Paulita dio vuelta el disco de masa, lo volvió a enrollar y lo tiró sobre la superficie de hierro caliente del horno, donde comenzó a ampollarse. Me apuntó con el palo de amasar—. Tienes suerte, Maria, de haber nacido después de ese día. Tú estás intacta. El resto de nosotros nunca lo olvidará, pero tú, mi hijita, y los mellizos, están intactos —. Abrió la puerta delantera del horno con un gancho de hierro y atizó el fuego de adentro.

Nadie hablaba sobre lo que había pasado cuando Nemecia tenía cinco años. Y enseguida dejé de preguntar. Cada noche, pensaba que Nemecia tal vez diría algo más sobre su delito, pero nunca lo volvió a mencionar.

Y cada noche, me quedaba despierta lo más que podía, esperando que Nemecia viniera a buscarme en la oscuridad.

 

CUALQUIER COSA NUEVA QUE TUVIERA, Nemecia la arruinaba, pero no lo suficiente como para que quedara inusable o siquiera algo que fuera muy perceptible, sino solo un poco: un rasguño en la madera de un lápiz, una rasgadura en el dobladillo interno de un vestido, un pliegue en la página de un libro. Una vez me quejé, cuando Nemecia tiró mi nueva rana saltarina a cuerda contra el escalón de piedra. Le lancé la rana a mi madre, exigiéndole que viera la raspadura en la lata. Mi madre volvió a colocar el juguete en la palma de mi mano y sacudió la cabeza, decepcionada—. Piensa en otros niños —dijo. Se refería a niños que conocía, los niños de Cuipas—. Tantos niños que no tienen cosas nuevas tan hermosas.

Con frecuencia me quedaba al cuidado de mi prima. Mi madre estaba contenta por la ayuda de Nemecia; estaba ocupada con la tienda y con mis hermanos de tres años. Creo que nunca se imaginó que mi prima me deseaba el mal. Mi madre era extremista sobre la seguridad de sus hijos; más adelante, cuando tenía quince años, se negó a atender en la tienda a un peón anciano de mi vecino durante un año porque me había silbado, pero confiaba en Nemecia. Nemecia, casi una huérfana, la hija de la amada hermana mayor de mi madre. Nemecia era la primera niña de mi madre y, lo supe incluso en ese entonces, la favorita.

Mi prima era intensa con su amor y con su odio, y algunas veces yo no podía ver la diferencia. Parecía que la provocaba sin quererlo. Cuando más enojada estaba, arremetía con bofetadas y pellizcos que me ponían la piel roja y azul. Algunas veces, su enojo duraba semanas, una agresión que se desvanecía en largos silencios. Sabía que me había perdonado cuando comenzaba a contarme historias; historias de fantasmas sobre La Llorona, que acechaba arroyos y gemía como el viento cuando se acercaba la muerte, historias sobre forajidos y las cosas terribles que le hacían a mujeres jóvenes y, lo peor, historias sobre nuestra familia. Luego me abrazaba y me besaba y me decía que aunque todo era verdad, cada palabra, y aunque yo era mala y no me lo merecía, todavía me amaba.

No todas sus historias me asustaban. Algunas eran maravillosas: sagas elaboradas que se extendían durante semanas, aventuras de niñas como nosotras que se escapaban. Y cada una de sus historias solo nos pertenecía a nosotras. Me trenzaba el cabello por la noche, se alteraba si un chico me molestaba, me mostraba cómo caminar para que pareciera más alta—. Estoy aquí para cuidarte —me decía—. Es por eso que estoy aquí.

 

CUANDO CUMPLIÓ CATORCE, la piel de Nemecia se volvió roja y aceitosa y se llenó de pústulas. Se veía más frágil. Comenzó a reírse de mí por mis cejas gruesas y mis dientes torcidos, algo de lo que no me había dado cuenta hasta ese entonces.

Una noche, entró en nuestra habitación y se miró en el espejo durante un largo rato. Cuando se alejó, cruzó hacia donde estaba yo sentada sobre la cama y hundió la uña en mi mejilla derecha. Aullé y sacudí la cabeza—. Shhh —me dijo amablemente. Con una mano, me acarició el cabello y sentí que me ablandaba con su contacto mientras movía la uña a través de mi piel. Dolió un poco solamente y, ¿qué me importaba la belleza a los siete años? Mientras estaba sentada cómodamente entre las rodillas de Nemecia, con mi rostro en sus manos, su atención me arrastró como imaginaba que lo haría una ola: de modo cálido, lento y salado.

Noche tras noche, me sentaba entre sus rodillas mientras ella abría y volvía a abrir la herida. Un día comenzó a jugar con eso y me dijo que parecía una pirata; otro día, me decía que era su deber marcarme, pues había pecado. Ella y mi madre trabajaban una contra la otra: mi madre esparcía un ungüento sobre la costra cada mañana; Nemecia la abría cada noche con las uñas—. ¿Por qué no cicatriza, Maria? —se preguntaba mi madre mientras me alimentaba con dientes de ajo crudo. ¿Por qué no le dije? No sé exactamente, pero supongo que necesitaba involucrarme en la historia de Nemecia.

Para cuando Nemecia finalmente perdió interés y dejó que mi mejilla sanara, la cicatriz me llegaba desde al lado de la nariz hasta el labio. Me hacía ver afligida, y se volvía púrpura en invierno.

 

DESPUÉS DE SU CUMPLEAÑOS NÚMERO DIECISÉIS, Nemecia me empezó a ignorar Mi madre dijo que era normal que pasara más tiempo sola o con amigos. En la cena, mi prima todavía era divertida con mis padres, y parlanchina con las tías y los tíos. Pero esos arrebatos secretos y extraños de furia y adoración (toda la atención que alguna vez había puesto en mí) se terminaron por completo. Se había alejado de mí pero, en lugar de alivio, sentía un vacío.

Quise obligar a Nemecia a que volvamos a nuestra antigua confidencia. Le compraba caramelos y le daba codazos en la iglesia como si compartiéramos alguna broma secreta. Una vez, en la escuela, corrí hacia donde estaba con algunas muchachas más grandes—. ¡Nemecia! —exclamé, como si la hubiese estado buscando por todos lados, y le agarré la mano. No me alejó ni me gritó; simplemente sonrió distraída y se giró nuevamente hacia sus amigas.

Aún compartíamos nuestra habitación, pero se iba a dormir tarde. Ya no contaba historias, ya no me cepillaba el cabello, ya no caminaba conmigo hasta la escuela. Nemecia dejó de verme, y sin su mirada fija ya no me distinguía a mí misma. Me quedaba acostada en la cama esperándola, quedándome quieta hasta que ya no podía sentir las sábanas sobre la piel, hasta que era un ser incorpóreo en la oscuridad. Eventualmente, Nemecia entraba y, cuando lo hacía, yo no podía hablar.

Mi piel perdió su color; mi cuerpo, su masa, hasta una semana de mayo cuando, mientras observaba por de la ventana del aula, vi a la anciana señora Romero caminando por la calle, con el chal ondulando a su alrededor como alas. Mi maestra pronunció mi nombre repetidamente, y me sorprendió encontrarme en mi cuerpo, sentada con solidez en mi pupitre. En ese momento lo decidí: iba a encabezar la procesión de Corpus Christi. Iba a llevar alas y todos iban a verme.

 

EL CORPUS CHRISTI había sido la festividad religiosa preferida de mi madre desde que era niña, cuando cada verano caminaba con otras niñas a través de las calles de tierra lanzando pétalos de rosa. Todos los años, mi madre nos hacía a Nemecia y a mí vestidos nuevos de color blanco y nos enrollaba las trenzas con cintas en forma de corona alrededor de las cabezas. Siempre me había encantado la ceremonia: la solemnidad de la procesión, el sacramento sagrado en su caja dorada sostenido en lo alto por el sacerdote bajo el toldo adornado con borlas doradas, las oraciones en los altares a lo largo del camino. Ahora solo podía pensar en encabezar esa procesión.

El altar de mi madre era su orgullo. Cada año, armaba la mesa plegable en la calle frente a la casa. El Sagrado Corazón se erguía en el centro del encaje tejido al crochet, flanqueado por velas y flores en frascos de conserva.

Todos participaban en la procesión, y las niñas del pueblo la encabezaban con canastas con pétalos para repartir ante el Cuerpo de Cristo. Ese día, nos transformábamos de niñas llenas de polvo y con el cabello desaliñado en ángeles. Pero era la niña que lideraba la procesión quien realmente era un ángel, porque llevaba las alas que se guardaban entre hojas de papel tisú en una caja sobre el ropero de mi madre. Esas alas eran hermosas, de gaza y alambre, y se ataban con una cinta blanca en la parte superior de los brazos.

Se tenía que confirmar antes qué niña encabezaría la procesión, y era elegida según cómo recitaba un salmo. Yo ya tenía diez años, y este era el primer año que podía participar. Durante los días previos a la lectura, estudié a la competencia. La mayoría de las niñas venían de ranchos de afuera del pueblo. Incluso si tenían una hermana o familiar que pudiera leer lo suficientemente bien como para ayudarlas a memorizar, sabía que no podían pronunciar las palabras correctamente. Solo mi prima Antonia era una amenaza real: había liderado la procesión el año anterior y siempre se comportaba con gracia, pero podía recitar un salmo fácil. Nemecia era demasiado grande y, de todas formas, jamás había demostrado interés.

Me decidí por el Salmo 38, que había elegido del Manna maná cubierto de cartón de mi madre debido a su impresionante extensión y a las palabras difíciles.

Practicaba con fervor, en la bañera, caminando hacia la escuela, en la cama por la noche. Por cómo me lo imaginaba, iba a recitarlo en frente de todo el pueblo. El Padre Chavez levantaría su mano al final de la Misa, antes de que las personas pudieran moverse, toser y recoger sus sombreros, y diría—: Esperen. Hay algo más que deben escuchar —. Una o dos niñas irían delante de mí, vacilarían al leer sus salmos (unos cortos, insignificantes). A continuación, me pondría de pie, caminaría con gracia hacia el frente de la iglesia y, allí, delante del altar, hablaría con una elocuencia que luego la gente describiría como de otro mundo. Ofrecería mi salmo como un regalo para mi madre. La vería mirarme desde el banco de la iglesia, con los ojos llenos de lágrimas y un orgullo solo dirigido a mí.

En cambio, por supuesto, nuestras lecturas se hicieron en la escuela dominical antes de la Misa. Una a una, nos pusimos de pie ante nuestros compañeros de clase mientras nuestra maestra, la señora Reyes, seguía las palabras con su Biblia. Antonia recitó el mismo salmo que había leído el año anterior. Cuando fue mi turno, me equivoqué con la frase «porque mis iniquidades han aumentado sobre mi cabeza: como una carga pesada, me agobian». Cuando me senté con los otros niños, las lágrimas se agolparon detrás de mis ojos y me dije que nada de eso importaba.

Una semana antes de la procesión, mi madre me fue a buscar a la salida de la escuela. Durante el día, raramente dejaba la tienda o a mis pequeños hermanos, por lo que supe que era importante.

—La señora Reyes vino a la tienda hoy —dijo mi madre. Por su rostro, no podía saber si las noticias habían sido buenas o malas, o siquiera sobre mí. Me apoyó la mano sobre el hombro y me llevó a casa.

Caminaba con rigidez bajo su mano, esperando, con los ojos fijos en las puntas de mis zapatos cubiertas de polvo.

Finalmente, mi madre se giró y me abrazó—. Lo lograste, Maria.

Esa noche celebramos. Mi madre trajo botellas de gaseosa de jengibre de la tienda y la compartimos, pasándola por toda la mesa. Mi padre levantó su vaso y brindó por mí. Nemecia me tomó la mano y la apretó.

Antes de que termináramos de cenar, mi madre se paró y me hizo señas para que la siguiera por el pasillo. En su habitación, bajó la caja de su guardarropa y levantó las alas—. Aquí tienes —dijo—, pruébatelas—. Me ató las cintas alrededor de los brazos sobre el vestido a cuadros y me llevó nuevamente a donde estaba mi familia esperando sentada.

Las alas eran livianas y rozaron la entrada. Se movían con mucha ligereza mientras caminaba, del modo que imaginaba que podían moverse las alas de un verdadero ángel.

—Date la vuelta —dijo mi padre. Mis hermanos se deslizaron de sus sillas y vinieron hacia mí. Mi madre los agarró de las muñecas—: No pongan sus manos grasosas sobre estas alas—. Giré y di vueltas para mi familia, y mis hermanos aplaudieron. Nemecia sonrió y se sirvió una segunda porción.

Esa noche, Nemecia se fue a la cama cuando fui yo. Mientras nos poníamos el camisón, dijo—: Tenían que elegirte, sabes.

La miré, sorprendida—. No es verdad.

—Lo es —dijo con sencillez—. Piénsalo. Antonia fue el año pasado, Christina Moya el año anterior. Siempre son las hijas de la Sociedad del Altar.

No se me había ocurrido antes, pero por supuesto que tenía razón. Me hubiera gustado discutir pero, en cambio, comencé a llorar. Me odiaba por llorar delante de ella, y odiaba a Nemecia. Me metí en la cama, me di vuelta y me quedé dormida.

Un poco después, me desperté en la oscuridad. Nemecia estaba a mi lado en la cama, su aliento cálido sobre mi cara. Me dio palmaditas en la cabeza y susurró—: Lo siento, lo siento, lo siento —. Sus caricias se hicieron más fuertes. Su respiración era cálida y silbaba—. Yo soy la niña milagro. Ellos nunca lo supieron. Yo soy el milagro porque yo viví.

Me quedé quieta. Sus brazos estaban tensos alrededor de mi cabeza, mi rostro estrujado contra su rígido esternón. No podía escuchar algunas de las cosas que me decía, y el aire que respiraba tenía sabor a Nemecia. Fue solo debido a los temblores que pasaron a través de su delgado pecho hasta mi cráneo que finalmente me di cuenta de que estaba llorando. Después de un rato, me soltó y me volvió a poner sobre la almohada como si fuese una muñeca—. Ya está —dijo, colocándome los brazos sobre el cobertor—. Duérmete —. Cerré los ojos y traté de obedecer.

Pasé la tarde antes del Corpus Christi viendo a mis hermanos jugar en el jardín mientras mi madre trabajaba en su altar. Estaban cavando un pozo. En otro momento, los hubiera ayudado, pero al día siguiente era Corpus Christi. Hacía calor y había viento, y mis ojos estaban secos. Esperaba que el viento se calmara por la noche. No quería polvo en mis alas.

Vi a Nemecia salir al porche. Se protegió los ojos del sol y se quedó quieta por un instante. Cuando nos vio agachados en la esquina del jardín, se acercó, con un andar amplio y adulto.

—Maria. Mañana voy a caminar contigo en la procesión. Te voy a ayudar.

—No necesito ayuda —dije.

Nemecia sonrió como si no dependiera de ella—. Bueno —. Se encogió de hombros.

—Pero voy a encabezarla —dije—. La señora Reyes me eligió.

—Tu madre me dijo que tenía que ayudarte, y que tal vez yo llevaría las alas.

Me puse de pie. Incluso estando parada, solo le llegaba a los hombros. Escuché que la puerta se cerraba, y mi madre estaba en el porche. Vino hacia nosotros, con pasos apurados, la cara preocupada.

Mama, no necesito ayuda. Dile que la señora Reyes me eligió a mí.

—Solamente pensé que habrá otros años para ti —. El tono de mi madre era suplicante—. Nemecia será demasiado grande el año que viene.

—¡Pero tal vez jamás vuelva a memorizar nada tan bien! —. Levanté la voz—. Quizá esta sea mi única oportunidad.

Mi madre me explicó—: Maria, por supuesto que vas a memorizar algo. Solo es un año. Te volverán a elegir, lo prometo.

No podía decir nada. Veía lo que había ocurrido: Nemecia había decidido que usaría las alas y mi madre había decidido dejarla. Nemecia guiaría al pueblo, alta con su vestido blanco, con las alas enmarcándola. Y detrás estaría yo, pequeña y enojada y fea. No lo querría el próximo año, después de Nemecia. Jamás volvería a quererlo.

Nemecia puso su mano sobre mi hombro—. Es sobre el sacramento sagrado, Maria. No es sobre ti —. Habló con amabilidad—. Además, vas a guiarla. Solo que yo estaré allí contigo. Para ayudarte.

Hijita, escucha…

—No quiero tu ayuda —dije. Estaba tan sombría y salvaje como un animal.

—Maria…

Nemecia sacudió la cabeza y sonrió con tristeza—. Es por eso que estoy aquí —dijo—. Viví para poder ayudarte —. Su cara estaba calma, y un tipo de santidad se instaló en ella.

El odio me inundó—. Ojalá no hubiese pasado —dije—. Ojalá no hubieras sobrevivido. Este no es tu hogar. Eres una asesina —. La miré a mi madre. Mis palabras me atragantaban; eran furiosas—. Está tratando de matarnos a todos. ¿No lo saben? Todos alrededor de ella terminan muertos. ¿Por qué nunca la castigan?

Mi madre palideció, y de repente tuve miedo. Nemecia se quedó quieta por un instante, y luego su rostro se tensó y corrió adentro de la casa.

DESPUÉS DE ESO, TODO SUCEDIÓ con mucha rapidez. Mi madre no gritó, no dijo una palabra. Entró a mi cuarto y llevaba la bolsa de viaje que usaba cuando tenía que quedarse en el hogar de un familiar enfermo. Mi rostro mostraba más resentimiento del que sentía. Su silencio era aterrador. Abrió mi cómoda y comenzó a empacar cosas en el bolso: tres vestidos, todas mis bombachas y camisetas. También puso mis zapatos de domingo, mi cepillo para el cabello y el libro que yacía junto a mi cama; lo suficiente para una ausencia muy larga.

Mi padre entró y se sentó a mi lado en la cama. Tenía puesta su ropa de trabajo, con los pantalones polvorientos por el campo.

—Te vas a quedar con Paulita por un tiempo —dijo.

Sabía que lo que había dicho era terrible, pero nunca me imaginé que se iban a deshacer de mí. No lloré, sin embargo, ni siquiera cuando mi madre dobló el pequeño edredón que había sido mío desde que nací y lo puso sobre la bolsa de viaje. Sujetó todo junto.

La cabeza de mi madre estaba inclinada sobre el bolso y, por un instante, pensé que la haría llorar, pero cuando me atreví a mirar su rostro, no pude darme cuenta.

—No será por mucho tiempo —dijo mi padre—. Es solo la casa de Paulita. Está tan cerca que es casi la misma casa —. Examinó sus manos durante un largo rato, y yo también miré las medialunas de tierra debajo de sus uñas—. Tu prima ha tenido una vida difícil —dijo finalmente—. Tienes que entenderlo.

—Vamos, Maria —dijo mi madre suavemente.

Nemecia estaba sentada en la sala, con las manos entrelazadas y apoyadas sobre el regazo. Deseé que me sacara la lengua o me echara una mirada furiosa, pero solo me vio pasar. Mi madre mantuvo la puerta abierta y luego la cerró detrás de nosotras. Me tomó la mano y caminamos juntas por la calle hasta la casa de Paulita, con su jardín de malvas róseas polvorientas.

Mi madre llamó a la puerta y luego, al entrar, me dijo que fuera a la cocina. Escuché que cuchicheaba. Paulita entró por un instante para servirme leche y dejarme unas galletas, y luego se volvió a ir.

No comí. Traté de escuchar, pero no podía descifrar las palabras. Oí que Paulita chasqueaba la lengua, del modo que lo hacía cuando alguien se había comportado vergonzosamente, como cuando se descubrió que Charlie Padilla le había estado robando a su abuela.

Mi madre entró en la cocina. Me dio palmaditas en la muñeca—. No es por mucho tiempo, Maria —. Me besó en la cabeza.

Escuché que la puerta de Paulita se cerraba; escuché sus pasos lentos dirigirse hacia la cocina. Se sentó frente a mí y tomó una galleta.

—Es bueno que vinieras a visitarme. Nunca te veo mucho.

No fui a la Misa al día siguiente. Dije que no me sentía bien, y Paulita me tocó la frente pero no me contradijo. Me quedé en la cama, con los ojos cerrados y secos. Podía oír las campanas y las entonaciones mientras el pueblo pasaba por la casa. Antonia encabezó la procesión, y Nemecia caminó con los adultos; lo sé porque le pregunté a Paulita días después. Me pregunté si Nemecia había optado por no liderarla o si no se lo habían permitido, pero no me animé a preguntar.

Me quedé con Paulita durante tres meses. Me malcriaba, me daba dulces, dejaba que me quedara despierta hasta tarde con ella. Todas las noches, apoyaba los pies sobre el apoyabrazos del sofá para detener la hinchazón, balanceaba la copa de whisky sobre su estómago y acariciaba el vello gris y rígido de su barbilla mientras me contaba historias: sobre Cuipas cuando era niña, sobre la época en que se escapaba a fiestas cuando se suponía que debía estar durmiendo. Amaba a Paulita y disfrutaba de su atención, pero el enojo con mis padres estallaba incluso cuando me estaba riendo.

Mi madre pasaba a verme, trataba de hablarme pero, en su presencia, la atmósfera amena de la casa de Paulita se echaba a perder. Me insistió muchísimas veces para que la visitara en la tienda, y una vez lo hice, pero me quedaba callada, queriendo irme en realidad, despreciando sus intentos.

Hijita —me decía, mientras me ofrecía dulces sobre el mostrador.

Me quedaba dura con su abrazo y dejaba los dulces. Mi madre me había enviado lejos, y mi padre no había hecho nada para detenerla. Habían elegido a Nemecia; habían elegido a Nemecia por sobre su verdadera hija.

Nemecia y yo nos veíamos en la escuela, pero no hablábamos. Las maestras parecían estar al tanto de los cambios en nuestro hogar y nos mantenían alejadas. La gente fue atenta conmigo durante todo este tiempo, con una amabilidad extraña, compasiva. Pensé que sabían lo enojada que estaba, que sabían que ya no tenía esperanzas. Yo también sería amable, pensaba, si me encontrara conmigo misma en la calle.

La familia se reunía los domingos, como siempre, en la casa de mi madre para cenar. Así fue como comencé a pensar durante esos meses: la casa de mi madre. Mi madre me abrazaba y mi padre me besaba, y yo me sentaba en mi antiguo lugar pero, al final de la cena, siempre me iba con Paulita. Nemecia parecía sentirse como en casa más que nunca. Se reía y contaba historias y tragaba bocado tras bocado con elegancia. Parecía más adulta, más refinada. Nunca me hablaba ni me miraba. Todos hablaban y se reían, y parecía que solo yo recordaba que estaban comiendo con una asesina.

—Nemecia se ve bien —dijo Paulita una noche mientras caminábamos a casa.

No respondí y ella no volvió a hablar hasta que cerró la puerta detrás de nosotras.

—Un día volverán a ser amigas, Maria. Ustedes dos son hermanas —. Sus manos temblaban mientras encendía la lámpara.

Ya no pude soportarlo—: No —dije—. Eso no va a pasar. Nunca seremos amigas. No somos hermanas. Ella es la asesina, y yo a la que mandaron lejos. ¿Por lo menos sabes quién mató a tu hermano? —le cuestioné—. Nemecia. Y también trató de matar a su propia madre. ¿Por qué nadie sabe esto?

—Siéntate —me dijo Paulita con severidad. Nunca antes me había hablado con ese tono—. Primero que nada, no te enviaron lejos. Podrías gritarle a tu madre desde esta casa. Y, por Dios, Nemecia no es una asesina. No sé de dónde sacaste esas mentiras.

Paulita se inclinó para sentarse en una silla. Cuando volvió a hablar, su voz era tranquila, sus ojos viejos, de un color castaño claro y acuosos—. Tu abuelo decidió que le daría a tu madre y a Benigna cincuenta acres a cada una —. Paulita apoyó la mano en la frente y exhaló lentamente—. Dios mío. Entonces, tu abuelo pasó una mañana a ver a Benigna por el tema de la escritura. Todavía estaba en el camino, ni siquiera había llegado a la puerta, cuando escuchó los gritos. Los alaridos de Benigna eran así de fuertes. Su esposo le estaba pegando —Paulita hizo una pausa. Presionó la yema de los dedos contra la mesa.

Pensé en el sonido de un puño sobre la carne. Casi podía oírlo. La llama de la lámpara se agitó y la luz osciló a lo largo de los amplios tablones del piso de la cocina de Paulita.

—Esa no era la primera vez que pasaba, sino que solo la primera vez que tu abuelo lo veía. Por ello, abrió la puerta, enojado, listo para matar a ese hombre. Hubo una pelea, pero el esposo de Benigna estaba borracho y tu abuelo ya no era joven. El esposo de Benigna debe de haber estado más cerca del horno y del atizador de hierro. Cuando los encontraron… —la voz de Paulita permaneció monótona—. Cuando los encontraron, tu abuelo ya estaba muerto. Benigna estaba inconsciente en el suelo. Y encontraron a Nemecia detrás de la caja de madera. Había visto todo. Tenía cinco años.

Me pregunté quién se había encontrado primero con tal brutalidad. Seguramente alguien que conocía, alguien con quien me cruzaba en la iglesia o afuera del correo. Tal vez alguien de mi familia. Tal vez Paulita—. ¿Y qué hay del padre de Nemecia?

—Estaba allí, de rodillas, llorando sobre Benigna. «Te amo, te amo, te amo» —repetía.

¿Cómo no se me había ocurrido jamás que, con cinco años de edad, Nemecia habría sido demasiado pequeña para atacar a un hombre y una mujer adultos al mismo tiempo? ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

—Fue terrible para tu madre, sabes. Ese día perdió a su padre, y también perdió a su hermana. Oh, esas niñas se amaban tanto —. Paulita se rio sin alegría—. Pero Benigna no va a regresar. Apenas escribe ya.

Si mi madre no le tenía miedo a Nemecia, entonces el amor que le mostraba a mi prima era solo eso: amor. Amor por su hermana, amor por su padre, amor por una niña aterrada y abandonada, amor por una vida entera que mi madre había perdido para siempre. Incluso era posible que entre todas esas pérdidas, cuidar a Nemecia era lo que había salvado a mi madre. Y no había absolutamente nada —ninguna lectura ni proeza de fuerza— que yo pudiera hacer para cambiar eso.

En la escuela, miré al otro lado del patio en busca de los signos que Paulita me había mencionado, pero Nemecia se veía igual: elegante, risueña, distante. Me sentí humillada por creerle, y me molestaban las exigencias que tenía para con mi compasión. La lástima y el odio y la culpa casi me ahogaban. En todo caso, odiaba más a mi prima, la que una vez había sido una niña aterrada, la que había dicho que la tragedia le pertenecía. Nemecia siempre sacaba lo mejor de todo.

 

NEMECIA SE FUE A CALIFORNIA tres meses después del Corpus Christi. En Los Ángeles, la tía Benigna compró muebles usados y convirtió el pequeño cuarto de costura en una habitación. Le presentó a su esposo y al niño milagro a Nemecia. Había una palmera en el patio delantero y un sendero de gravilla pintado de rosa. Sé esto por una carta que mi prima le envió a mi madre, firmada con un autógrafo, Norma.

Volví a la casa de mi madre y a la habitación que era toda mía. Mi madre se quedó de pie en el medio del piso mientras desempacaba mis cosas en la cómoda ahora vacía. Parecía perdida.

—Te extrañamos —dijo, mirando por la ventana. Y agregó—: No está bien que una niña esté lejos de sus padres. No está bien que nos hayas dejado.

Quería decirle que yo no me había ido, sino que me habían hecho ir, que me habían llevado lejos y me habían depositado en la casa de Paulita.

—Escucha —. Luego se detuvo y sacudió la cabeza—. Ah, bueno —dijo, tomando aire.

Puse mis camisolas en el cajón, una encima de la otra. No miré a mi madre. La reconciliación y las lágrimas y los abrazos que me había imaginado no llegaron, por lo que me mostré indiferente hacia ella.

 

NUESTRA FAMILIA SE SOBREPUSO RÁPIDAMENTE del espacio que había dejado Nemecia; tan rápido que con frecuencia me preguntaba si ella había significado algo para nosotros después de todo.

La vida de Nemecia se convirtió en glamorosa en mi mente; hermosa, trágica, la historia de una huérfana. Me imaginé que podía tomar esa vida para mí misma. Todas las noches, me contaba la historia: una yo más linda, desterrada a California, y un muchacho que me encontrara y me salvara de mi infelicidad. Cuipas descansaba entre las hierbas extensas y susurrantes, los coyotes aullaban en la distancia, y la historia de Nemecia encendía mi cuerpo.

Fuimos a la boda de Nemecia, mi familia y yo. Hicimos el largo viaje a lo largo de Nuevo México y Arizona hasta Los Ángeles, yo en el asiento trasero entre mis hermanos. Durante años, había fantaseado con Nemecia viviendo una sesión de fotos de una revista, corriendo en la playa, tendida en una chaise longue junto a una piscina nivelada y azul. Mientras cruzamos el Desierto de Mojave, sin embargo, comencé a ponerme nerviosa: de que no la reconocería, de que me hubiera olvidado. Me vi esperando que su vida no fuese tan hermosa como la había imaginado, que finalmente había sido castigada.

Cuando nos acercamos hacia la pequeña casa, Nemecia salió corriendo descalza y nos abrazó mientras salíamos del auto.

—¡Maria! —gritó, sonriendo, y me besó ambas mejillas, y caí en una timidez que no pude quitarme de encima toda esa semana.

—Nemecia, hijita —dijo mi madre. Retrocedió y miró a mi prima con felicidad.

—Norma —dijo mi prima—. Mi nombre es Norma.

Era asombroso cómo había cambiado por completo. Su cabello era rubio ahora, su piel estaba bronceada con un color oscuro y parejo.

Mi madre asintió lentamente y repitió—: Norma.

La boda fue la cosa más hermosa que había visto, y me retorcí de celos. En ese momento debo de haber comprendido que yo no tendría una boda propia. Como todo lo demás en Los Ángeles, la iglesia era grande y moderna. Los bancos eran de un color amarillento y lisos y brillantes, y el crucifijo vacío brillaba. Nemecia me confesó que no conocía al párroco, que ya no iba casi nunca a la iglesia. En algunos años, yo también dejaría de ir, pero me consternó en ese momento escuchar a mi prima decir eso.

No hablaban español en la casa de mi tía. Cuando mi madre o mi padre decían algo en español, mi tía o mi prima respondían en inglés con determinación. Me sentí avergonzada por mis padres esa semana, por el modo en que su inglés torpe los hacía parecer confundidos e infantiles.

El día antes de la boda, Nemecia me invitó a la playa con su amiga. Dije que no podía ir; tenía quince años, era más joven que ellas, y no tenía traje de baño.

—Por supuesto que vas a venir. Eres mi pequeña hermana —. Nemecia abrió un cajón desordenado y me lanzó un traje de baño enredado de color azul. Recuerdo que me cambié en su habitación, giré el espejo de cuerpo entero, me estiré a lo largo de su cama de satén rosa y posé como una chica de calendario. Me sentí más adulta, sensual. Allí, en la habitación de Nemecia, me gustó la imagen de mí misma con ese traje de baño pero, en la playa, el coraje me abandonó. Alguien nos tomó una foto, paradas con un hombre bronceado y sonriente. Aún tengo la fotografía. Nemecia y su amiga se ven a gusto en sus trajes de baño, con los brazos colgando alrededor del cuello del hombre. El hombre —¿quién es? ¿Cómo terminó apareciendo en la foto?— tiene su brazo alrededor de la pequeña cintura de Nemecia. Yo estoy al lado de ella, con la mano sobre su hombro, pero parada como si tuviera miedo de tocarla. Ella está inclinada hacia el hombre y lejos de mí, su sonrisa es amplia y blanca. Sonrío con mis labios cerrados, y mi otro brazo está doblado en frente de mi pecho. Mi cicatriz se ve como una mancha gris en mi mejilla.

 

CUANDO SE FUE A LOS ÁNGELES, Nemecia no se llevó la muñeca que descansaba sobre la cómoda. La muñeca vino con nosotros cuando nos mudamos a Albuquerque; la guardamos, supongo, para los niños de Nemecia, aunque nunca lo dijimos tan en voz alta. Más tarde, cuando mi madre falleció en 1981, la traje de su casa, donde mi madre la había conservado sobre su propia cómoda por años. Quedó sobre la mesa de mi departamento durante cinco días antes de que llamara a Nemecia y le preguntara si quería recuperarla.

—No sé de qué hablas —me dijo—. Nunca tuve una muñeca.

—La que está llena de grietas, ¿recuerdas? —. Alcé la voz con incredulidad. Parecía imposible que pudiera haberse olvidado. Había estado en nuestra habitación durante años, mirándonos en nuestras camas todas las noches mientras nos quedábamos dormidas. Se encendió un destello de enojo —estaba mintiendo, tenía que estar mintiendo—, y luego desapareció.

Toqué el dobladillo amarillento del vestido de la muñeca mientras Nemecia me contaba sobre el crucero que ella y su esposo iban a hacer por el Canal de Panamá. —Diez días —me dijo— y luego vamos a quedarnos tres días en Puerto Rico. Es un barco nuevo, con casinos y piscinas y salones de baile. Escuché que te tratan como reyes —. Mientras hablaba, pasé mi dedo a lo largo de las estrías de las rajaduras en la cabeza de la muñeca. Por el sonido de su voz, casi podía imaginarme que nunca había envejecido, y me parecía que había pasado toda mi vida escuchando las historias de Nemecia.

—Entonces, ¿qué hay de la muñeca? —pregunté cuando ya era casi momento de colgar—. ¿Quieres que te la envíe?

—Ni siquiera puedo recordarla —me dijo y se rio—. Haz lo que quieras. No necesito cosas viejas dando vueltas por la casa.

Estuve a punto de molestarme, de pensar que era a mí a quien estaba rechazando, todo nuestro pasado en común en Cuipas. Estuve tentada de volver a sentir la misma vieja envidia por la facilidad con la que Nemecia había dejado que esos años la alejaran, dejándome con el recuerdo de sus historias. Pero para ese entonces ya era lo suficientemente grande como para saber que no estaba pensando en mí en absoluto.

Nemecia pasó el resto de su vida en Los Ángeles. La visité una vez cuando tenía algunas vacaciones acumuladas, en su larga y baja casa, rodeada de una Santa Rita. Coleccionaba muñecas de diferentes partes del mundo y Waterford Crystal, que exhibía en vitrinas de vidrio. Me hizo sentar a la mesa del comedor y sacó las muñecas, una por una—. Holanda —me dijo, y la colocó delante de mí—. Italia, Grecia —. Traté de ver algún tipo de evidencia en su rostro de lo que había presenciado cuando era niña, pero no había nada.

Nemecia sostuvo una copa de vino hacia la ventana y la giró—. ¿Ves cuán clara es? —. Fragmentos de luz se movieron a través de su rostro.

 

 

“Nemecia” by Kirstin Valdez Quade. From Night at the Fiestas by Kirstin Valdez Quade published by W.W. Norton. Copyright fi 2012 by Kirstin Valdez Quade. First appeared in Narrative. Reprinted by permission of the Denise Shannon Literary Agency, Inc. All rights reserved.

Icho Cruz o las volutas de la memoria

 Por: Isabel G. Gamero

Foto: Icho Cruz

 

Ubicada a 47 kilómetros de la ciudad de Córdoba, Icho Cruz es una típica localidad de las sierras, con sus arroyos, sus colinas y sus bosques. También es el título de la ópera prima de Candelaria Sesín (1987), quien además de dirigirla, la ha escrito en colaboración con sus actores. Historia de recuerdos y secretos familiares, Isabel G. Gamero destaca en su reseña para Revista Transas el carácter abierto y la prolijidad de la propuesta. Logros que la hacen desbordar de los estrechos límites de la región donde transcurre hacia una dimensión más amplia, casi universal.


Hay obras cerradas, saturadas de palabras, objetos y contenidos, con líneas y formas tan claramente definidas como las de una naturaleza muerta. Estas obras narran o explican, sin fisuras, todo lo que sucede en la escena y no dejan espacio libre para que el espectador las interprete a su manera, las sienta o pueda, incluso, discrepar con ellas. Éste no es el caso de Icho Cruz de Candelaria Sesín que, más que explicar, muestra o deja entrever una constelación de conflictos familiares no explicitados, desdibujados por el paso de los años y las trampas de la memoria, inaccesibles, como la llave que los protagonistas de la obra desearían tener.

 

Justamente son los objetos perdidos, las historias a medio contar o las palabras que se eligen no decir los que esbozan unas líneas borrosas y abiertas (hacia el pasado o hacia el futuro), que dan vida y sentido a Icho Cruz. Ante la ópera prima de Candelaria Sesín (Córdoba, 1987), el espectador no puede más que sentirse interpelado e identificado, ya que es posible proyectarse en las vivencias, gestos e incomodidades de los protagonistas y completar sus silencios y los huecos vacíos que dejan sus palabras con nuestros propios recuerdos, con las historias veladas que hay en todas las familias, que casi todos los primos, sobrinos y nietos conocemos pero que, en muchos casos, preferimos dejar atrás.

 

La trama es tan sencilla y natural como lo que presenta la escena: una vieja mesa de madera, dos troncos que sirven de asiento, una parrilla, desvencijada y oxidada y, al fondo, una pila de leña. El piso entero está cubierto de hojarasca de tonos otoñales, a lo lejos se escucha el rumor de un río y el canto de algunos pájaros. Los efectos de iluminación y sonido, mínimos, sutiles, muy trabajados y realmente bien conseguidos logran dar la ambientación adecuada y permiten, incluso, cambios espaciales. Desconozco cómo lo han logrado, pero dentro de la sala huele a campo, a yerba; hace fresco, parece que estamos al aire libre, en plena naturaleza, cerca de un río.

 

Volvamos a la trama: dos primos se reencuentran, tras varios años sin verse, para hacer un asado en el patio de la casa de su abuela, en el pueblo donde pasaron los veranos de su infancia. El diálogo fluye de forma casual y desordenada, en ocasiones se interrumpe o fluctúa de un tema a otro, sin aviso, creando volutas, como las del humo de la parrilla; subiendo y bajando como el caudal del río en las distintas estaciones.

 

Los temas que tratan los primos (interpretados con solidez por Nicolás Balcone y Julián Marcove, quienes también contribuyeron a escribir la obra) son diversos, cotidianos, íntimos e inesperados; no voy a desvelarlos en esta reseña. Sí resulta pertinente decir que mucho de lo que sucede o se rememora en la escena son historias de la propia familia de la autora, Candelaria Sesín, quien creció en tierras cordobesas, cerca de Icho Cruz. Sin embargo, pese a ser en parte biográficas, las historias y emociones que se muestran en esta obra adquieren una dimensión más amplia, casi universal. Entre los espectadores que asistimos al estreno había (hasta donde puedo saber) personas de procedencia argentina, italiana, española y francesa y todas nos sentimos reflejadas en algunos momentos de Icho Cruz, que despertó recuerdos y emociones de nuestras propias historias familiares.

 

La obra remueve así sensaciones relacionadas con la nostalgia de la infancia y de la adolescencia, con el peso de lo que se dice y de lo que se calla, con las cargas familiares y deja una extraña sensación de haber perdido, sin darnos cuenta, algo de enorme importancia, que ni siquiera sabemos muy bien lo que es, pero que ya no podemos recuperar, aunque aún nos duela. Esto se debe a que el mismo polvo y la herrumbre que recubren y estropean los muebles viejos de las casas de nuestras abuelas también invaden, desdibujan y deforman nuestros recuerdos; y en esos casos resulta conveniente volver a ellos, pasarles un trapo para quitarles las capas de polvo, tratarlos con mimo.

Escrita por Candelaria Sesín, con apoyo de los dos actores, una versión más breve de Icho Cruz se presentó en 2016 en el festival “El Porvenir”, organizado por el Centro Cultural Matienzo y dirigido a creadores menores de treinta años. Posteriormente, y tras la buena recepción del público, la directora y los actores decidieron hacer una versión más larga de esta obra que es la que se puede ver, hasta el próximo 22 de septiembre, en el Teatro Beckett de la capital.

 

Icho Cruz de Candelaria Sesín, desde el 31 de julio al 22 de septiembre de 2017, todos los viernes a las 11 de la noche en el Teatro Beckett de Buenos Aires (Guardia Vieja 3556)

Zonas de dolor

 Por: Juan Pablo Castro

Foto: Tonatiuh Cabello

 

Racimo (Diego Zuñiga)
Literatura Random House. Barcelona, 2015.
256 páginas

Recientemente en Argentina se publicó una nueva edición de Racimo (2015), la novela del joven escritor chileno Diego Zúñiga. En su reseña para revista Transas Juan Pablo Castro medita sobre las secuelas de la corrupción estatal, la relación entre la imagen fotográfica y la memoria y los límites del escritor al asumir el sufrimiento ajeno.


11 de septiembre de 2001. El fotógrafo Torres Leiva avanza por la carretera que atraviesa el desierto al norte de Chile. Se le ha encargado la tarea de reportear sobre una virgen que, en una iglesia de pueblo, llora lágrimas de sangre. La imagen, le ha dicho el editor, es lo único que importa. No la razón por la que llora, no los relatos de los feligreses, la imagen de la efigie ensangrentada. Torres Leiva sabe de antemano que conseguirla es imposible, pero va igual, porque “es trabajo”. Al llegar a la iglesia, el fotógrafo y su compañero de ruta (García), cronista del diario La Estrella, encuentran el portón sólidamente cerrado. Una mujer de la zona les advierte que la virgen no llorará hasta que ellos se hayan ido.

Después de una espera inútil aceptan volver con las manos vacías, pero antes Torres Leiva encuentra una ranura por la que alcanza a vislumbrar el interior de la iglesia. Desde ese punto, envuelto en la penumbra, ve a un hombre hincado de rodillas y, más allá, el rostro sanguinolento de la virgen. Torres Leiva enfoca la cámara, dispara, pero la luz es muy tenue, demasiado débil para hacer que las formas se impriman en el negativo. De modo que el fotógrafo debe volver con el testimonio de su vivencia, íntima e insólita, pero sin la prueba que lo valide. Esta pequeña escena inicial, fabulilla platónica o kafkiana, es el punto de partida de una novela que imbrica hábilmente los protocolos del policial con los problemas de la memoria y el trauma. Nuevamente en el camino, los reporteros se detienen ante un cuerpo que se desploma al lado de la carretera. Se trata de Ximena, una niña que, como varias otras de la región, ha sido raptada, y lleva dos años desaparecida.

Historia de recuerdos cenagosos, Camanchaca retrata las pulsiones más oscuras de una familia de clase media, tan ejemplar y perversa como ninguna. Elíptica y asordinada en la mejor tradición de la directora salteña Lucrecia Martel, la narración bordea los límites de un pecado que no termina de nombrarse. Racimo puede leerse en continuidad con esa línea –con  su uso del blanco y del silencio, de la provincia, el dolor y el deseo– y, al mismo tiempo, como un experimento radicalmente distinto. Si Camanchaca hurgaba en la humillación personal, Racimo hace el esfuerzo por acercarse a los abismos del dolor ajeno. No en vano el relato empieza ese 11 de septiembre tremebundo, en que el terror (fundamento del Estado moderno) y el terrorismo (quintaesencia de la barbarie) colisionan, exhibiendo el instante en que se convierten en lo mismo. En ese marco de confusión y de gritos que se pierden en el vacío de un tímpano roto, el texto ubica la serie de feminicidios perpetrados en la zona de Alto Hospicio, provincia de Iquique, entre 1998 y 2001. La pregunta que la novela nos formula parece bifurcarse en dos vertientes. ¿Cómo es posible para el escritor y para el lector acercarse al dolor de los demás?

Como antes en Camanchaca, la niebla y el humo vuelven a poblar los escenarios de Racimo. En algunas secuencias, a esa opacidad corrosiva se agrega un espesor adicional, componente también “marteliano” si los hay, como es la dimensión del sonido. Relámpagos a los que nunca alcanza el trueno, estallidos que susurran en la distancia, voces que callan antojadizamente, en Racimo siempre hay algo que interrumpe la ilusión de que todo sentimiento es comunicable. Esa textura anestésica, en la que la imagen y el sonido se desfasan, produce un campo fecundo para el pensamiento, campo en el que Racimo no deja de remarcar el carácter impenetrable del sufrimiento ajeno.

De acuerdo con la hipótesis del escritor argentino Ricardo Piglia, la diferencia entre el policial de enigma y la llamada “serie negra” radica en que el primero separa el crimen de su motivación social, mientras que el segundo lo afinca en esa zona de riesgo. Racimo , en este sentido, como un reclamo contra la defensa que ciertos sectores de la opinión pública chilena sostienen respecto del gobierno pinochetista, pese a la evidencia del terrorismo estatal y las consecuencias de su política económica. En Racimo, la pobreza, la depresión, la falta de oportunidades –(sin)razones que las autoridades locales aducen como causa de una supuesta fuga voluntaria de las niñas–, no son una deuda que el sistema tiene pendiente, sino los efectos de la “miseria planificada” que Rodolfo Walsh denunció en su “Carta abierta a la junta militar” para el caso argentino.

En la novela hay dos testimonios. Dos víctimas han escapado, según la perspectiva, del horror de un hombre o de todos los hombres. Dos versiones sobre lo que ocurre en Alto Hospicio. La pregunta, evidentemente, no es a cuál de ellas creerle, sino cuál es el motivo por el que el narrador presenta ambos testimonios como ciertos. La incógnita traduce la fábula del comienzo y encierra una teoría sobre la prueba y el testimonio. La palabra de la víctima no sólo no es una prueba de un hecho determinado, sino directamente su contrario. La prueba, cuantificable y constatable, es como la foto que Torres Leiva nunca entrega, un objeto perteneciente al ámbito del capital, a su régimen de instituciones y transacciones. El testimonio, por su parte, se estima o desestima independientemente de los índices materiales que lo sostengan, razón que lo hace pertenecer al ámbito de la fe. En virtud de ese fundamento, dos testimonios pueden convivir aun postulando proposiciones contrarias. En esa zona místico-política, en la que resuenan los ecos del último Derrida, residen a la vez el límite y la potencia de la novela. En sus dos primeras novelas, Zúñiga ha abordado dos formas casi contrarias de entender la literatura. Entre la narración del yo y el tratamiento de un tema de impacto público parece haber, sin embargo, un vaso comunicante: el dolor como zona de contacto entre la memoria personal y el abismo del otro. En el medio están los géneros menores –la crónica y el policial– y la destreza técnica que nos hace permanecer a la espera de la próxima novela de Zúñiga.

TransLiteraturas

Por: Marie Audran y Gianna Schmitter

Fotos: Cimicifuga Racemosa en «Drugs and Medicines of North America», de  John Uri Lloyd y Curtis G. Lloyd.

En este artículo, Marie Audran y Gianna Schmitter sostienen que la categoría pos, con la que se interpretó la política, la historia y el arte de la segunda mitad del siglo XX, no da cuenta de las producciones culturales más recientes: lo ultracontemporáneo. Proponen, en su lugar, el prefijo trans para señalar la dificultad de clasificar en naciones, géneros y marcos institucionales precisos un buen número de obras hispanoamericanas de los últimos años.


¿Fin o devenir de la literatura?

Desde los 80, el discurso crítico parece aprehender las creaciones artísticas y filosóficas de los 60 hasta hoy en día desde la noción de posmodernidad. ¿Por qué seguir hablando desde el prefijo pos? Como bien dice Marc Gontard en Écrire la crise: esthétique postmoderne (2014), este prefijo parece expresar un “período que ya no sabe inventar el futuro”, que piensa desde el pasado y que a menudo levantó polémicas alrededor de la noción de “fin” (“fin de la historia”, “fin del arte”, “fin del libro”, etc.).

La efervescencia y la innovación de la creación literaria latinoamericana de los últimos diecisiete años parecen contradecir la hipótesis del fin. Sin embargo, resulta difícil nombrar lo que viene. Lo “ultra-contemporáneo”, es decir la literatura y el arte que se produjeron a partir del 2000, ubica el ejercicio crítico en el espacio-umbral de lo que deviene. Si la posmodernidad marcó la crisis de la modernidad y, con ello, de la racionalidad y de los grandes relatos en un contexto de posguerra, postotalitarismos, poscolonialismos y posbloques acompañado por la emergencia del neoliberalismo y de la globalización, la literatura que surge a partir de entonces y se despliega hasta el presente no hace más que deconstruir(se), reescribir(se) y reubicar(se). Con ello, hoy en día es necesario preguntarnos: ¿cómo se posicionan las producciones artísticas de nuestra época frente a su tiempo?

En este artículo proponemos la categoría de las transliteraturas para pensar las producciones literarias hispanoamericanas de lo ultra-contemporáneo. Tras constatar que la categoría de lo pos parece ya no tener la misma operatividad que pudo tener en la última mitad del siglo XX, avanzamos la hipótesis de que las literaturas actuales emergen en, desde y a través de lógicas y poéticas trans, como las llama Miriam Chiani en el libro Poéticas trans. Escrituras compuestas: letras, ciencia, arte (2015). Esto es: transcorporales, transmediales, trangenéricas, transnacionales. Estas literaturas no se sitúan necesariamente en oposición a lo pos, ni tampoco en un posicionamiento pos, sino que hacen dialogar en su seno diferentes tradiciones artísticas y estéticas, transgrediendo fronteras de géneros, de medios y materialidades, de lenguas, etc. Su dinámica es la del devenir, de producir en el presente, y se inscribe así más en una lógica del arte contemporáneo que en una lógica literaria institucionalizada, como lo postulaba también Reinaldo Laddaga en Espectáculos de realidad: ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas dos décadas (2007). Proponer la categoría operativa de las transliteraturas permite dar cuenta de las dinámicas y lógicas de las producciones literarias hispanoamericanas de lo ultra-contemporáneo.

Constataciones: literaturas latinoamericanas “trans

Trans vs. pos

El prefijo trans evoca el desplazamiento, el movimiento, el pasaje, la mutación intrínseca a nuestro contexto ultra-contemporáneo. El movimiento de lo trans acompaña y expresa la transición, reconfigura los espacios y los territorios a todas las escalas: de la escala global a la escala local, de lo colectivo a lo íntimo, del espacio político y social al espacio físico y moral, en todos los espacios mediáticos: de la literatura a las redes sociales. Lo trans sugiere un movimiento horizontal, nómade, rizomático, que crea nuevas conexiones: nuevas redes de manera continua y desjerarquizada. Si el pensamiento pos se concentró en la identidad, parece que el pensamiento trans celebra el devenir y lo múltiple de cada uno. De esta manera, se inserta en una dimensión eminentemente política, ya que configura un marco desde el que repensar al Estado-nación, a los relatos nacionales, a las estrategias populistas; un marco desde el cual contrarrestar a los negacionistas, al fascismo, al conservadurismo, y a los relacionistas. El pensamiento trans es un pensamiento del devenir y del reconocimiento de los posibles.

Literaturas TransNacionales

Hoy más que nunca la literatura se vuelve transnacional por los blogs, la ciberliteratura, Twitter, etc.; también por los desplazamientos (exilios o viajes) y redes de escritores que se constituyen. Parece que los autores releen y reescriben el canon literario de sus países y cambian los paradigmas, provocan, juegan, desacralizan y profanan (como  puede verse en los trabajos de Pablo Katchadjan). Algunos autores viven afuera pero publican en su país de origen, otros viven en su país natal y publican afuera, en función de su vida privada o conforme con ciertas lógicas del mercado editorial. ¿Qué es, entonces, un autor argentino? ¿Mexicano? ¿Peruano? ¿La idea de la literatura nacional sigue siendo pertinente? ¿Es nacional, mundial o se vuelve comunitaria? Con estas reflexiones como trasfondo, sería interesante releer “El escritor argentino y la tradición” de Borges (1951) y preguntarse si acaso existe una “tradición” trans en la literatura latinoamericana. ¿Borges, en particular, y las vanguardias, en general, serían los precursores de esta transliteratura?

Las temáticas de las TransLiteraturas

TransCorporalidades

Las transliteraturas ensayan ciertas temáticas recurrentes. Encontramos cuestiones de género/gender abordado desde un movimiento que va de la deconstrucción hacia la transconstrucción (las transgresiones de la masculinidad, de la feminidad; lo queer). El cuerpo se vuelve plataforma de excesos y mutaciones. Son personajes que están en metamorfosis, en devenir: travestis, transexuales, transgéneros y queers; delirando, en crisis, enfermos, vulnerables, excéntricos, tránsfugos, subalternos; personajes que regresan, espectrales, fantasmas y revenants como en las novelas y los cuentos de Mariana Enríquez, entre los cuales podemos destacar Chicos que vuelven (2010). También se encuentran muchos casos de trasplantados. En Romance de la negra rubia (2014), Gabriela Cabezón Cámara crea una protagonista negra que se trasplanta la cara de su novia suiza millonaria: “Soy un caso de inversión: nací negra y me hice rubia, nací mujer y me armé de tremenda envergadura, envidia de mucho macho y agua en la boca de tantos y tanta boca loca. Me cogí a medio país, que también eso es poder”. Fernanda García Lao en cambio describe los cuerpos de sus personajes como “campos de batalla” desde los cuales se construyen de forma rizomática corporalidades alternativas. El cuerpo se desarticula para rearticularse con otros: Violeta, protagonista de La piel dura (2011), sufre un trasplante de mano que cambia su destino; Guillemette y Fernand, en la novela epistolar Amor invertido (2015), configuran una pareja cuyos corazones fueron intercambiados mediante un trasplante.

Beya

Van narrando las peripecias y preguntas que generan sus cuerpos y deseos trans. Cada trasplante subraya el poder performativo del cuerpo. Cada movimiento transcorporal engendra corporalidades alternativas. El cuerpo dialoga con el texto y el texto con el cuerpo, generando “cuerpotextualidades” o “cuerpografías”, términos que proponen Marie-Anne Paveau y Pierre Zoberman en un ensayo titulado Corpographèse (2009). Los cuerpos tanto físicos como textuales mutan simultáneamente: al transgredir el corpus –cuerpo textual– se transgrede el cuerpo y viceversa. En un mundo en que “todo es lenguaje”, como propone Drucaroff en Los prisioneros de la torre (2011), el cuerpo resulta ser un lugar de resistencia, de poder, de certidumbres. Se hace lugar de enunciación performativo, cruce de experiencias, problemáticas y materias. Se hace trans, “nómade” (Braidotti), “cyborg” (Haraway), “protésico” (Preciado). Del corpus al cuerpo: transgredir el corpus permite, a veces, integrar “otras” corporalidades no canónicas de la literatura.

Afiches

Los afiches de Mental Movies (versión argentina)

TransMedialidades

Siguiendo con esta idea, la literatura traspasa los marcos institucionalizados y las materialidades y tiende hacia el fuera de campo, como lo plantea Graciela Speranza en su libro homónimo, y hacia “textualidades no cerradas sobre la palabra”, para retomar a Claudia Kozak en Deslindes…. Las transliteraturas se inscriben en un trabajo con los diferentes medios, creando obras inter y transmediales, es decir obras que reúnen en el seno de un solo soporte, como el libro, materiales que transgreden el libro y lo expanden hacia otros medios. Pensemos por ejemplo en la artista colombiano-argentina Tálata Rodríguez con su poemario Primera línea del fuego, donde los poemas tienen un videoclip en YouTube (para más información, publicamos una entrevista con Tálata  aquí). El proyecto chileno 80 días –un pequeño libro compuesto por textos y fotografías que emergieron tras recorridos por la zona entre Plaza Italia, Río Mapocho, Avenida Matta y la Estación Central de Santiago de Chile durante 80 días– cuenta con una página web homónima, donde no solamente se pueden leer los textos y ver las fotografías, sino también escuchar piezas musicales compuestas para este proyecto, en las que se insertan la lectura de los textos. O, para mencionar un último ejemplo, el proyecto Mental Movies: unas cajas que albergan cinco posters de supuestas películas con un guión en el revés del afiche, acompañado por un CD con las bandas sonoras.

Poema Spam

Ejemplo de un poema spam de Charly Gradín, “El peronismo (spam)”, http://www.peronismo.net46.net/

TransEscrituras y TransAutoridades

Pero las transliteraturas interrogan igualmente las transescrituras. Ante nuevos casos de escritura ligados a los desarrollos tecnológicos –como las blogonovelas de un Hernán Casciari, las twitteronovelas de un Mauricio Montiel Figueras como por ejemplo El hombre de tweed y La mujer de M., los poemas spam de Charly Gradín, o aún la nouvelle Escribir en Canadá. Una biografía de Guadalupe Muro de Luciano Lutereau, que recolecta los posteos de Guadalupe Muro en su propio muro Facebook– se abre la pregunta sobre si la categoría de “géneros literarios” sigue siendo pertinente para aprehender la literatura de lo ultra-contemporáneo, donde cada obra parece atravesada por una transgenericidad tanto lúdica como transgresora. Se trata de transautoridades, es decir que la figura del autor cambia. El autor se hace nómade, plural, cyborg. Forma rizomas con la máquina, con internet, con sus lectores, y a su vez está involucrado en una dinámica de expropiación, de transversalidad, de intercambio. Se trata de compartir: el autor utiliza las redes sociales y a través de los blogs crea una comunidad inclusiva y abierta, como lo podemos ver en los ejemplos de la literatura huiqui y la escritura open source de un Jorge Harmodio que practica la expropiación de textos, o la ya mencionada literatura spam y los poemas que utilizan los algoritmos de Google. Estos casos de ciberliteratura, del uso del copy and paste, de collages, de expropiaciones, intervenciones y reciclajes, todos estos procesos de creación de las “escrituras no creativas”, como los llama Goldsmith, transforman el sentido y el estatus de la literatura y de la escritura. En este contexto, hay que preguntarse lo que deviene la literatura, lo que  diferencia la literatura de la escritura, lo que hace que la escritura se vuelve literatura. Las literaturas de lo ultra-contemporáneo muestran prácticas que desestabilizan estas nociones. La “escritura sin escritura” y el congreso de dobles de Mario Bellatin demuestra entre otras que es la crítica literaria la que transforma la escritura en literatura.

 Huiqui

La página de Literatura Huiqui

 

TransLecturas

En este contexto, la lectura tiende hacia una translectura: a través de las redes sociales, los huiqui o los numerosos encuentros literarios organizados, la lectura se puede volver una experiencia colectiva y comunitaria. El lector puede transformarse en autor a través de la intervención y la participación (reescritura libre, huiqui, narración transmedia, etc.). Esta literatura que otorga un lugar importante al cuerpo y a la performance genera una lectura enfática que descentra al lector hacia un entre-dos, que lo transforma y hasta puede conllevar un trance. Asimismo, estas transliteraturas, por el borramiento y la puesta en crisis de las categorías, transforman la lectura crítica y académica que deben encontrar nuevas maneras de aprehenderla y de leerla.

Kinderspiel: serios y cándidos en «La vendedora de fósforos», de Alejo Moguillasnky

Por: Alejandro I. Virué y Mauro Lazarovich

Fotos: La vendedora de fósforos, de Alejo Moguillansky (portada y fotograma)

En su nueva película, ganadora de la competencia oficial argentina del último BAFICI, Alejo Moguillansky monta, en torno a la preparación de la ópera La vendedora de fósforos, de Helmut Lachenmann, los trabajos y los días de una joven pareja de artistas y su pequeña hija.


Lo 1° sentarse en el πano

 & lo de + sería lo de –

Nicanor Parra

 

Al principio hay una advertencia: el film documenta el detrás de escena de la ópera La vendedora de fósforos, de Helmut Lachenmann, que formó parte del ciclo Colón Contemporáneo en 2014. Se presenta también al elenco: músicos que hacen de músicos, dirigentes gremiales que representan a dirigentes gremiales, funcionarios públicos en el papel de funcionarios públicos y, por último, Walter y María (Marie) padres de una nena (la hija  de Alejo Moguillansky): pareja joven, sin trabajo y de inclinaciones artísticas. En el comienzo hay también dos entrevistas laborales: la del personaje de María Villar, que se convierte en la asistente de la maravillosa pianista Margarita Fernández, joya de la película, que hace de sí misma; y la de Walter Jakob, que pasa a ser el régie de la ópera. Una ópera que además del cuento de Andersen involucra a un militante revolucionario alemán de los sesenta y, curiosamente, un texto de Leonardo Da Vinci, acompañados solamente por una música perturbadora, que Jakob no duda en calificar de ruidos y que claramente no disfruta ni entiende. Falta un detalle: la puesta en escena de la ópera es interrumpida por un paro general de transporte y un conflicto gremial.

El dinero (que no se tiene) y el trabajo (o su falta) son dos temas centrales de la película. Walter y Marie no tienen con qué pagar el café que se sientan a tomar para ver si consiguen trabajo (que necesitan para conseguir dinero, y así); entonces dejan la tarjeta de crédito, sin fondos, “a crédito” por una cuenta que, finalmente, nunca pagan. Más plata es también lo que reclaman los músicos del teatro y lo que exigen, a su vez, los gremios del transporte que, paradójicamente –la película desborda en paradojas–, tienen atrapados a los músicos en el teatro. Los dos temas sirven también como puntapié para reflexionar sobre el arte. Arte o economía: en el film de Moguillansky una cosa siempre está interrumpiendo a la otra. “Quiero que hablemos de mi sueldo”, le dice Marie a su jefa, y ella le contesta: “Y yo quiero hablar de Schubert”. Se interrumpen, pero son partes fundamentales de una misma discusión.

La política, cuando aparece, lo hace siempre fuera de cuadro o en blanco y negro. En La vendedora de fósforos la política es: la carta de un exiliado en una Alemania en crisis, una foto de un guerrillero alemán (un terrorista, dice Lachenmann, sin querer criticarlo), un afiche político que apenas se divisa en el fondo del cuadro, los colectivos fantasmas que, en un momento, dejan de pasar. Ocupará, sí, el centro de la escena cuando se suba al escenario (al escenario del Colón, encima), en ocasión del debate interno de los músicos/empleados: ¿ensayan porque priorizan que la ópera sea lo más bella posible o paran hasta que les prometan que van a cobrar las horas extras que les corresponden? ¿Se pone en riesgo una obra, su estreno, la perfección de su puesta en escena por un reclamo codicioso o se utiliza la supuesta nobleza del arte para justificar una actitud avara? La política, digamos, es una forma de hablar del arte.

Es el mismo debate interno del compositor, que ve que un conflicto gremial impide la reproducción de su obra, de resonancias morales y políticas. La política interrumpe el mensaje político de la representación de Lachenmann. Pero ahí falta una capa: son los problemas del tercer mundo, la política del subdesarrollo, los que ponen en jaque la obra del alemán y, más todavía, los que vienen a enfrentarlo con sus contradicciones ideológicas. “Ésta es mi última ópera –comenta, entre triste y divertido–, la próxima voy a escribir una pieza para un violín solo.”

Dijimos: si algo falta es dinero pero, en el momento que el dinero aparece, cuando Marie roba (“toma prestada”) una plata de su jefa, se compra un piano. Una apuesta por lo vano y lo inútil: un piano que recién se está aprendiendo a tocar en una casa llena de deudas. Resuena allí El cielo del centauro (2016), la última película de Hugo Santiago, que pone una trama terriblemente compleja, con gran derroche de recursos, al servicio de algo finalmente minúsculo, casi insignificante, pero indudablemente hermoso. La apuesta por las cosas que, en su belleza, se justifican a sí mismas.

No sólo La vendedora de fósforos enarbola también esa bandera sino que ella misma actúa, en buena medida, como su condición de posibilidad. No es gratuita la sensación de película chiquita y sensible (“vulnerable”, dijo alguien del público) que deja en algunos espectadores. El propio director, cuando la presentó en el Bafici, se refirió a su obra como una película extremadamente pulida, hecha a partir de un gran conjunto de escenas (restos) que terminarían quedando afuera del montaje final. Esa selección, que probablemente le haya hecho ganar en solidez, no le quita, sin embargo, ni su voluntad lúdica, ni su estilo disperso. Todo el tiempo Jakob y Villar se preguntan “¿esto es una ópera?” y la duda, por supuesto, es una forma de reflexionar sobre la película misma, que por momentos no parece más que una exposición de materiales diversos, un fragmentario montaje caprichoso: la obra de Moguillansky va tomando y dejando temas, todos organizados, eso sí, con ritmo y coreografía, de nuevo a la Hugo Santiago.

Las referencias al cine y la música son infinitas, tantas que se suman al ruido de la ópera y de las calles del centro de Buenos Aires. En La vendedora de fósforos están Robert Bresson (se recrea con gran belleza una escena de Au Hasard Balthazar) y Matías Piñeiro (con El hombre robado), a quien roba una actriz y el estilo juguetón y delicado. Ese tono puede verse, por ejemplo, en las escenas con nenas hermosas que se repiten una atrás de la otra en el casting improvisado que dirige Jakob, donde se reiteran en loop los anhelos tristes de la vendedora de fósforos: la belleza parece siempre del lado de lo inocente. Hay también un estilo, un poco clásico, como de elegancia antigua. Contra el ruidoso Lachenmann, el bálsamo de Margarita Fernández interpretando Beethoven y Bach (incluidos en los créditos de la película como actores de reparto). En la película de Moguillansky se percibe cierta búsqueda de belleza pura, como de gracia inocua, o exquisita nadería. La apuesta estética y política de La vendedora de fósforos está ahí: en el elogio del juego y la niñez, tanto en la forma de articular los materiales, como en el modo en que los personajes, algo infantiles todos, se relacionan con el trabajo y el dinero.

La vendedora fotograma

La vendedora de fósforos termina, como el cuento de Andersen, con un final aleccionador y moral, casi un reto. Se trata, a fin de cuentas, de un relato para niños, una parábola. En la versión del cuento de Andersen que leen en la película hay un reproche: no son sólo los padres los culpables, sino que todos como sociedad somos cómplices de la muerte de una niña inocente y buena. ¿Y la “adaptación” de Moguillansky? En la última escena de la película, Margarita Fernández oye monologar largamente a Lachenmann que, escuchando a Ennio Morricone –su compositor preferido, como le confiesa, secretamente, a un músico de la orquesta–, conmovido como un chico, habla y habla. El alemán sigue atrapado en la paradoja de su juventud: ¿cómo conciliar el arte de vanguardia, su pasión, con la justicia social, su vocación política/ideológica? En la voz de Margarita Fernández, que lo para en seco y le dice que su arte no es provocador (como quiere el alemán), sino que se trata apenas de un juego de niños (Kinderspiel), y en la mirada rendida de Lachenmann, que recibe la puñalada, y la acepta, y no piensa rebatirla, la película desliza una duda, y pone en crisis la moraleja del cuento original. Hablando de Morricone, Lachenmann dijo alguna vez: “El entretenimiento miente, pero miente con honestidad. Los así llamados compositores ‘serios’, como yo, estamos siempre tratando de mentirnos a nosotros mismos”. Por su parte Margarita, se sabe, es una de las mejores intérpretes de una de sus obras más vanguardistas (Güero), en la que el piano, más que tocarse, se roza. El de Lachenmann es un juego de niños que Margarita Fernández disfruta y que Moguillansky explota para armar el suyo.

Formas de la (in)justicia. Reseña de «Cícero impune», de José Campusano

Por: Juan Pablo Castro

Foto: Cícero impune, de José Campusano (fotograma)

Juan Pablo Castro escribe sobre la nueva película de Campusano, ganador del premio al mejor director en la edición del BAFICI de 2016. A diferencia de sus películas anteriores, que cuestionaban la forma de aproximación de los grandes medios de comunicación a contextos marginales ajenos a la ley, Campusano pareciera plantear, esta vez, la justicia por mano propia como la única salida posible.


 

Con nueve largometrajes filmados y varios en proceso de pos-producción, José Campusano se ha ganado un nombre en el cine independiente argentino. Sus primeras películas –Vil romance (2008), Vikingo (2009), Paraíso de sangre (2011), Fango (2012)- tomaron como referente los barrios marginales del conurbano bonaerense, renovando su figuración a partir de una propuesta que confrontaba los estereotipos del cine burgués y el discurso mediático. Ambientada en Puerto Madero, Placer y martirio (2015) marca el principio de un alejamiento de esa zona de conocimiento directo, que avanza con El sacrificio de Nahuel Puyelli (2016), rodada en la Patagonia. Cícero impune (2017) es el primer largometraje que Campusano filma en Brasil; está íntegramente hablado en portugués y sus actores son brasileños.

El filme cuenta la historia de un brujo de provincia que, valiéndose de sus vínculos con la policía y la política, abusa de las jóvenes que lo visitan en procura de sus “poderes sanatorios”. Filmada en la ciudad de Río Branco, donde los hechos efectivamente ocurrieron, el procedimiento consiste en presentarlos como un relato que articula los registros ficcional y antropológico. Por un lado, la ya tradicional trama amorosa que vertebra todas las películas de Campusano; por otro, la indagación en las problemáticas de una comunidad con un tejido social débil y en peligro de disolverse.

Después de enterarse de que su novia, Valeria, ha sido violada, César se aboca en la búsqueda de justicia que lo llevará de la humillación de las comisarias donde se niegan a tomarle la denuncia al temblor de los bajos fondos, donde consigue un arma para hacer justicia por mano propia. En todos los niveles de este periplo, la misoginia, por parte de hombres y  mujeres, corroe los lazos de la comunidad como un vicio rampante. Merced a sus contactos, Cícero viola impunemente con complicidad dela ley. Pero el problema central de la película es la impunidad social con la que el brujo se desenvuelve. Después de violar a Valentina, Cícero la visita en su colegio, donde, a plena luz del día, le ordena visitarlo cada vez que él la llame por teléfono. En la misma línea, buena parte de las víctimas del brujo le son enviadas por otras jóvenes de las que ha abusado previamente.

Si hay algo que caracteriza las primeras películas de Campusano es el esfuerzo por dotar de complejidad a un universo y unos tipos sociales que el cine y la televisión allanan por medio de estereotipos estigmatizantes. En la recreación de los barrios que esas películas invocan conviven los códigos de honor y la delincuencia, la virtud y la vileza  y el delito tiene múltiples facetas. Personaje negativo como pocos es el adolescente Villegas de Vikingo, a quien vemos robar, torturar, distribuir droga entre los niños y, finalmente, abusar de una joven de un barrio vecino. En vista de que Cícero impune  se ocupa de una problemática análoga, me gustaría contrastar los modos en que ambas películas abordan la problemática de la violación en relación con las respuestas que la comunidad presenta como modos de combatirla. Recuérdese que se trata de contextos ajenos a la ley, donde la policía o bien es cómplice (Cícero impune) o directamente no figura (Vikingo).

En Vikingo, el adolescente Villegas comete una violación en la que no queda claro si participa el sobrino del protagonista. Cuando éste necesita comprar un repuesto, el dueño del taller le informa sobre lo ocurrido y le advierte que “los problemas de tu familia los tenés que arreglar vos”, amenazándolo luego con que “acá a los violadores los prendemos fuego y los tiramos al arroyo”. Vikingo le responde que de ser cierta la acusación él mismo se encargará de castigar a su sobrino, pero le recuerda al mecánico que él no debe tocarlo. Ese diálogo -precario, insuficiente, sin duda-, que sin embargo interrumpe el espiral de violencia que perpetuaría la justicia por mano propia, instala un código de legalidad germinal a partir del cual es posible imaginar mecanismos de justicia en zonas de abandono. Ese germen de organización paralela a las formas de la justicia ordinaria (tanto en términos de “juricidad” como de violencia) es precisamente lo que ha desaparecido en Cícero impune. En esta película, de la violación se pasa a la comisaría -previsiblemente corrupta- y de ahí directamente a la justicia por mano propia (el linchamiento del violador por parte de un grupo de vecinos de la zona).

Entre una y otra lo que ha desaparecido es la mediación de la comunidad como ente de regulación en los problemas que la aquejan. Cícero impune no permite imaginar otra resolución que la que reproducen los medios y el cine comercial. Evidentemente, ese eslabón se ha eliminado porque el universo donde ambas historias se desenvuelven es distinto, pero también porque se ha perdido el conocimiento del mundo narrado. Al perder de vista las mediaciones que complejizaban el imaginario del discurso mediático, el universo popular es casi una excusa para contar una historia de venganza.

El trabajo bajo tierra y las posibilidades del cine. Reseña de «Viejo Calavera», de Kiro Russo

Por: Juan Recchia Páez

Fotos: Viejo calavera , de Kiro Russo (fotogramas)

En esta edición baficera, Juan Recchia Páez reseña para Transas la película Viejo Calavera, ópera prima del director paceño Kiro Russo. La película, que venía de ganar el premio mayor del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, obtuvo en Bafici el Premio Especial del Jurado.


Los mineros de Bolivia todos trabajan

con su coca y su cigarro en los profundos socavones. 

(Wayno popular compuesto por Alberto Arteaga)

 

 

Viejo Calavera es el primer largometraje del director paceño Kiro Russo quien forma parte del grupo Socavón Cine, una Comunidad Audiovisual Boliviana cuyo objetivo ellos mismos delinean como: “Contemplar nuestros contextos, nuestros lugares, la gente, sus historias. En el cine y en la vida.”[1]  La acción por medio de la cual Socavón Cine pretende “contemplar” escenarios de la realidad boliviana propone una nueva forma de presentar, en la pantalla grande, el mundo andino. El objetivo de introducir la cámara fílmica en espacios marginales o alejados de los centros urbanos posibilita, en la película, un tratamiento muy particular del problema de la minería a partir de una conjunción entre lo moderno y lo tradicional. No se trata de un problema nuevo, sino que, más bien, tiene antecedentes en la historia del cine boliviano[2] (que muchas veces es visto como un arte muy vinculado con problemáticas sociales) y dicha temática se inscribe en la historia de la colonización andina que tiene como hito el caso de la explotación minera en Potosí.

Sin embargo, la mirada de la película lejos está de realizar una lectura de la realidad nacional en términos románticos, idealizados o meramente reivindicativos de lo local por sobre las imposiciones transnacionales. La acción de la contemplación por parte de este grupo de realizadores audiovisuales rompe con la noción de regionalismos y presenta situaciones particulares en las que costará aplicar los conceptos fosilizados de lecturas binarias con las que comúnmente se lee el trabajo minero en términos excluyentes de explotados y explotadores.

La tradición andina “más pura” está representada, en la película, por la figura de la tía abuela y por la muerte del padre de Elder, Juan, que da comienzo a la historia. En un paralelo de oposiciones entre los sonidos de la discoteca urbana “La diosa” donde Elder Mamani (nuestro personaje principal) se presenta borracho y ladrón; el escenario de la puna es un paisaje oscuro en el que reverberan los silencios con los que la tía busca “a su hijito”. La voz de la tía representa la vieja tradición oral del lamento que ya no es escuchada (ella no tiene interlocutores) y se repite, una y otra vez, entre los cerros para resaltar una ausencia: “Juan se ha ido”. La muerte de Juan puede leerse como un salto generacional que desencadena las acciones principales y sobre todo, es la causa por la cual el abuelo Francisco obliga a Elder a volver a vivir al campo y a trabajar en la mina de Huanuni donde se gesta la tradición familiar.

La historia de la Empresa Minera Huanuni de extensa trayectoria “a la vanguardia del movimiento minero boliviano” (como relata su propia historia[3]) está marcada por luchas y disputas entre intereses públicos y privados desde su nacionalización con la Revolución Nacional en 1952 hasta junio de 2006 cuando, por disposición gubernamental, vuelve a formar parte de la  Corporación Minera de Bolivia. Viejo calavera no hace énfasis en este proceso histórico sino que se limita a abrir la ficción resaltando que se trata de un “viejo” espacio impregnado (de comienzo a fin) por la constancia de la lucha ante la muerte. Descender a la oscuridad de la mina, se presenta, en primer lugar, como un acto diario del trabajador minero que con sudor y coca lo lleva adelante. La repetición se torna esencia del trabajo bajo tierra: máquinas, tornos, agujereadoras, carros llenos de material, grasa, agua, barro, vapores. El grupo de trabajadores mineros conforma una comunidad en tanto, como grupo social, exponen la dificultosa y ardua tarea de la minería subterránea.
Sin embargo, los trabajadores en la película no sólo son mineros sino también son actores, no hay personajes representados por actores o actrices foráneas.[4] La cámara los capta, muchas veces, tomándoles testimonios en primera persona y ellos hablan como si estuvieran mirándonos a los espectadores. Planos totalmente oscuros con círculos de luz en el centro por donde caminan los trabajadores. Un túnel que se puebla con lucecitas, pequeños fuegos brillan en el piso húmedo y sus rostros se exponen como retratos del claro oscuro (tintes de una estética barroca que tiene mucho desarrollo histórico y toda una tradición latinoamericana desde el siglo XVI en adelante).  La cámara del cine digital con alto nivel tecnológico para captar imágenes con tan poca luz, es el dispositivo que permite retomar una estética del relato bajo tierra que tiene sus antecedentes en los fotoreportajes de la recolocación minera producto de la crisis del sector hacia 1985. La fotografía de Mateo Caballero “Minero” se puede leer como un antecedente donde “el interior-mina se convierte en un espacio hecho a la medida del retrato, con un solo punto de luz pintando de frente la escena, y por detrás el socavón, dando un extraño sentido de profundidad a la fotografía.” [5] Como vemos en la imagen siguiente, a diferencia de la fotografía de Mateo Caballero, la luz en las tomas de Kiro Russo proviene de la cámara filmadora y, por ende, el minero ya no se encuentra sólo en el socavón con su pequeña linterna, está acompañado por la lente cinematográfica.

Viejo calavera 2

La mirada de la película reactualiza estos antecedentes y no presenta al grupo de mineros como una comunidad dominada o al servicio de intereses foráneos (y es aquí donde la condición colonial comienza a reescribirse): en sus recreos y momentos de ocio, son registradas también varias de sus opiniones y los conflictos internos que los atraviesan. Los mineros llevan adelante sus trabajos por propia voluntad y a sabiendas de que este consiste en “dejar los pulmones por el beneficio de nuestra familia, de nuestro país.” Son ellos quienes disponen del trabajo y construyen sus propias reglas, y por eso cuestionarán reiteradas veces la decisión de Francisco de meter a Elder Mamani, su nieto, a trabajar en la mina. La comunidad minera impone las reglas éticas y necesarias para la vida social bajo tierra y decidirán, en su conjunto, un petitorio a las autoridades para que, avanzados los conflictos, se despida a Elder Mamani, quien no presenta “habilidades en materia de minería”. La escena de lectura del pedido de transferencia de Elder hacia otro sector se puede pensar en paralelo a la forma del requerimiento (texto escrito creado en el contexto de las Leyes de Burgos que funcionaba en la conquista como procedimiento formal para exigir el sometimiento a los reyes españoles y a sus enviados). La letra escrita, la ley, es el medio de exclusión y marginalidad a partir de la cual se reposiciona a los sujetos y se constituye el disciplinamiento social.

El film desplaza este interrogante, en la actualidad, hacia un personaje marginal no sólo en el espacio urbano donde reinan la ostentación y la música de bailanta entre discotecas y nocturnidad; Elder Mamani es excluido también por la comunidad minera. La película sitúa en el centro la figura del marginal o “lumpen” y todos los escenarios (excluyendo los breves momentos que Elder pasa con su tía) se encuentran regidos por la ley del trabajo. Quien no trabaja, es propicio a las borracheras, llega hasta a empañar la lente cada vez que discute y habla de manera inentendible. Es un “calavera”, un sujeto que no responde al respeto social necesario para la convivencia adecuada en sociedad o en comunidad. El problema del devenir modernos se presenta como una máxima en la voz de uno de los mineros (“Cambiar para vivir”) y coloca en el centro esta dificultad personal que puede leerse en términos históricos como uno de los traumas más importantes de sociedades tradiciones andinas y su adaptación (o no) al contexto capitalista mundial.

El accidente en la mina es el acontecimiento que pareciera dar un giro resolutivo al argumento de la historia y a la tensión entre Elder y la comunidad. Después de su caída, Elder habla a sus compañeros y expone una decisión propia: “No me interesa la mina”. Estas escenas presentan un quiebre de manera tal que hacen que la película continúe con una primera escena a plena luz del día. En la piscina se recrea un espacio lúdico en el que los compañeros de trabajo entablan otras relaciones entre sí: juegan a la lucha de sumo, hacen carreras de nados, cuentas anécdotas y varios chistes. Cuando parece reescribirse el vínculo entre Elder y los mineros, la borrachera de la noche vuelve a introducir la malasaña del calavera, que con un cuchillo en mano los ataca mientras ellos cantan a viva voz la canción popular de reivindicación revolucionaria: “Los mineros volveremos”, compuesta por Cesar Junaro y Luis Rico.

¿Se trata, efectivamente, de un marginal incorregible? ¿Elder es un traidor de su comunidad o será que, al contrario de lo que canta el wayno citado al comienzo, no todos los mineros de Bolivia trabajan? Como una reescritura de estas músicas regionales, la mirada de la película parece decirnos que no siempre el destino del Minero es morir en el socavón; sino más bien, el destino de un minero puede ser, también, vivir a través del Socavón.

 

[1] Se pueden seguir las realizaciones de este grupo por su página web: http://socavoncine.com/language/es/

[2] «El Coraje del Pueblo» (1971) de Jorge Sanjinés y el grupo Ukamau es el film ineludible donde el tono político se hace más radical y se abandonan los métodos del film de ficción propias del cine comercial de los países industrializados. Esta película, la primera en color que filmó Sanjinés, relata los hechos de la masacre de San Juan, registrada en junio de 1967 a cuya consecuencia murieron docenas de trabajadores mineros. El testimonio directo de los propios protagonistas y sobrevivientes del acontecimiento, substituye al guión imaginario previo.

[3] http://www.emhuanuni.gob.bo/index.php/institucional/iniciando

[4] “Para armar el elenco se organizó un casting del cual participaron unas 300 personas, de las cuales la mayoría eran trabajadores de la mina y habitantes del pueblo. Russo afirma que era importante que los participantes no se convirtieran en actores sino que fuesen ellos mismos y que en la película dejaran plasmada su idiosincrasia. Donde se ve claramente esto es en el lenguaje, lo mineros hablan de la forma en que lo hacen en su cotidianidad.” (Entrevista a Kiro Russo en http://talentsba.ucine.edu.ar/2017/04/25/talentsba-cronica-de-la-exhibicion-y-charla-sobre-viejo-calavera-de-kiro-russo-por-karina-korn/ )

[5]Fragmento del artículo “Instantáneas del olvido. De la mirada icónica a la lectura fotográfica en Bolivia” de Oswaldo Calatayud Criales y Juan Carlos Usnayo disponible en http://www.scielo.org.bo/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S2077-33232014000200002

Mi último fracaso: un relato de las mujeres coreano-argentinas y los conflictos de la emigración

 

Por: Jorge García Izquierdo

Foto: Mi último fracaso, de Cecilia Kang (portada)

 

A partir de un relato íntimo y autobiográfico, Mi último fracaso, la ópera prima de Cecilia Kang, nos muestra a la comunidad coreana en Argentina, más precisamente a sus mujeres, y las peculiaridades y tensiones del encuentro de dos culturas, en principio, tan diferentes.

 

Cecilia Kang, una joven argentina hija de coreanos -o una joven coreano-argentina, de esto trata la película- se inicia en el mundo del largometraje después de dirigir el corto Videojuegos con este documental en el que su condición de mujer, de mujer joven y de mujer joven hija de emigrantes coreanos en Argentina es esencial para comprender las identidades que atraviesan el relato. Según la misma directora, la película trata de las »mujeres de la colectividad coreana en Argentina» y de »las relaciones sentimentales de estas mujeres y cómo les afecta la dualidad cultural» (https://www.spreaker.com/show/mi-ultimo-fracaso). Pero la película es también un desnudo de la propia Cecilia Kang, de la historia de las mujeres que le han rodeado y, por tanto, de su propia historia vital: su profesora de pintura Ran, su hermana mayor Catalina, sus padres, sus amigos coreanos y también argentinos.

 

En la década de 1980 los padres de Cecilia tomaron la decisión de emigrar a Argentina con su hija. Esta decisión puso en juego en su familia, como en tantas otras familias coreanas que hicieron el mismo viaje sólo de ida, múltiples conflictos relacionados con la migración y con el choque de dos culturas tan diferentes. El primero es el de la decisión misma de emigrar, el conflicto con el que abre la película: la hermana de Ran, que fue profesora de pintura de Cecilia en su infancia, cuenta cómo sentó en el seno familiar su decisión de migrar a  Argentina para desarrollar su carrera pictórica. Allí la película formula su primer interrogante: ¿cómo reaccionan la familia y amigos ante la decisión de abandonar el espacio en común? ¿Cuánto influyen esos juicios de rechazo o apoyo a la voluntad de emigrar? El conflicto se agrava ante la presencia de una fuerte tradicionalidad cultural por parte de este contorno afectivo: ¿se casará con un coreano allí en la Argentina? Pero Ran supera esa barrera y en la siguiente escena –sin  un corte muy concreto que separe Corea de Argentina, porque de eso trata, de cómo la identidad de estas inmigrantes coreanas fluye en ese espacio entre una orilla y otra de Seúl y Buenos Aires– se ríe con Cecilia de cómo ha roto esa obligatoriedad social del matrimonio y, además, ha creado en Buenos Aires una vida autónoma a partir de lo que ella soñaba hacer.

 

Enseguida se presenta la otra gran cuestión que en el documental aparece reflejada en torno a Catalina y el resto de la familia de Cecilia: el proceso de adaptación a Buenos Aires y, en definitiva, el de cualquier migrante que tiene que aprender un idioma distinto, dejar sus afectos a tanta distancia  y abordar de súbito todo lo diferente que llega. No obstante, los problemas que va presentando el documental tienen una resolución positiva. No son pocas las escenas en las que se ve cómo la familia Kang se ha adaptado a Argentina sin dejar de lado su identidad como familia coreana: fotografías del Papa Francisco, una escena en la que Cecilia y su madre realizan un dulce típico argentino (una chocotorta), el buenísimo y fluido español de Catalina, el asado que realiza el padre en el encuentro de toda la familia con los amigos o, en ese mismo encuentro, los amigos argentinos que Cecilia y sus hermanas han obtenido a lo largo de su tiempo aquí. Esta adaptación positiva no deja de lado tradiciones coreanas que también aparecen en el largometraje: el lavado de las lechugas en el patio entre madre e hija o la escena en el karaoke coreano con otros jóvenes coreano-argentinos hijos del mismo proceso migratorio. La belleza del film juega con los espejos en algunas escenas en las que aparece solamente Catalina en relación a esta doble identidad: público argentino viendo a una coreano-argentina a través del cristal de la diferencia identitaria y cultural.

En este sentido, la película sigue la estela de una serie de films que están apareciendo en los últimos años en Argentina, como La salada, de Juan Martín Hsu y Los Arribeños, de Marcos Rodríguez, en los que el centro del relato no son los porteños en Buenos Aires sino los inmigrantes que han venido construyendo esta ciudad y este país durante más de un siglo en favor de la visibilización de la diversidad cultural e identitaria de la población bonaerense y argentina.

 

El relato migratorio de la obra tiene otra dimensión concreta que no está difuminada en ningún momento. En el mismo documental se explicita que la finalidad de la película es la muestra no sólo de la migración coreano-argentina en Buenos Aires sino, más concretamente, de las mujeres coreano-argentinas en la ciudad porteña. Este es el tercer gran conflicto que tienen que superar estas mujeres: al patriarcado occidental de Argentina le suman las tradiciones coreanas que relegan a la mujer a un plano fundamentalmente doméstico. En este sentido, la institución principal que se aborda es el matrimonio, en este caso en relación a Catalina: la madre está preocupada por la vida sentimental de su primogénita y porque aún no ha encontrado un novio estable con el que poder casarse; por su contra, Catalina no parece estar buscándolo, sino que centra su vida en su dedicación profesional como médica. Aparte de Cati, el problema del peso del matrimonio está en todas las mujeres que aparecen en la obra, como se ve claramente en la escena en la que varias chicas jóvenes hijas de coreanos que emigraron a Argentina debaten sobre si quieren casarse y cuentan la presión familiar para hacerlo con un chico que sea coreano, mientras que una de ellas ni siquiera piensa en casarse.

En definitiva, la obra reflexiona sobre cómo la cultura argentina -occidental y diferente- incide, paradójicamente, en el mantenimiento de las tradiciones y culturas extranjeras, en este caso la coreana. Este contraste entre ambos pensamientos lo podemos encontrar ya en una de las últimas escenas, en las que un par de amigas de Catalina relatan a la cámara con un cierto tono de sorpresa y compasión la presión porque tenga cuanto antes marido y que sea coreano.

 

Mi último fracaso estuvo en las pantallas del cine INCAA-Gaumont hasta el 27 de abril después de haberse estrenado en el BAFICI 2016 en la sección de la Competencia Argentina, estar en el cine del MALBA con más de mil espectadores a las espaldas, participar en el Festival del Mar del Plata y, además, recibir dos premios del Festival de Cine Migrante.

 

 

«Ni androides ni ovejas eléctricas: una foto movida allá por el año 2600». Reseña de El espíritu de la ciencia ficción

 

Por: María Stegmayer

Foto: Roberto Bolaño en Gerona, abril 1981. El Mundo

El espíritu de la ciencia ficción es una novela inédita de Roberto Bolaño. Aunque fue escrita a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, hemos tenido que esperar al año 2016 para ver su publicación por parte de Alfaguara. María Stegmayer nos ofrece una lectura en la que evalúa los méritos y límites del nuevo libro del autor chileno.

“Una ‘verdadera’ historia literaria” ─escribe Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi─ “tendría que estar hecha sobre los libros que no se han terminado, sobre las obras fracasadas, sobre los inéditos: allí se encontraría el clima más verdadero de una época y de una cultura”. Con la frase aun repiqueteando en los oídos ensayamos en lo que sigue una lectura del nuevo inédito del escritor chileno que se agrega ─ahora por el sello Alfaguara─ al ciclo de publicaciones póstumas que inauguró hace ya más de una década la bestial 2666. La edición incluye, además, en esta ocasión, una serie de reproducciones mimeografiadas: apuntes manuscritos, croquis, borradores y hasta dibujos de los que  el lector interesado podrá exprimir, al final del libro, un quantum nada desdeñable de felicidad.

 

Fechada en Blanes en 1984 ─año que puede leerse al pie del “Manifiesto Mexicano”, que funciona como último capítulo o coda de la novela y ya había sido publicado, con ligerísimas variaciones, en un monográfico de la revista Turia (2005) dedicado al autor y en La Universidad Desconocida (2007)─ El espíritu de la ciencia ficción (2016) se compone de tres secciones que se van alternando: el diálogo entre un escritor premiado y la periodista que lo entrevista la noche de entrega de premios, un relato de iniciación protagonizado por dos adolescentes a la caza de aventuras literarias y amorosas en la Ciudad de México de los años setenta, y la imperdible serie de cartas que le dirige uno de ellos a sus escritores favoritos de ciencia-ficción. Es probable que la escueta enumeración anterior alcance por sí misma para confirmar que, cuando escribió esta novela, Bolaño ya era Bolaño o, mejor aún, que sin duda lo sería. Y es que en este proyecto que lo mantuvo ocupado y obsesionado largamente, tal y como atestigua su correspondencia de aquellos años, pero que finalmente decidió abandonar, ya se presiente la feroz convicción de los que insisten, la terquedad de quienes no se detienen porque saben, para bien o para mal, hacia dónde van.

 

¿Cómo considerar entonces este nuevo inédito? Un gancho de contratapa, que reencontramos en el prólogo que firma el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael, es que puede hallarse en El espíritu de la ciencia ficción una anticipación ─me inclino más por una puesta en escena tentativa─ de materiales, tópicos y motivos narrativos que más tarde se plasmarían, entre otras, en su novela más celebrada, Los detectives salvajes. Y allí están, en efecto, los personajes y la ciudad, los amaneceres hipnóticos de Ciudad de México y las caminatas nocturnas por Avenida Insurgentes, las buhardillas lúmpenes y las fiestas pletóricas de poetas, el enigma y la investigación como motor literario, el bovarismo de quienes se alimentan de libros y la pobreza de los que comen sobre mesas improvisadas con ellos, la amistad, el descubrimiento del sexo y, entreverado con todo esto, las derrotas y recompensas del amor. Resortes, bisagras, ocurrencias, procedimientos, piezas sueltas: los materiales de la máquina-Bolaño están dispuestos e incluso, por momentos, parecen comenzar a combustionar en este libro que no puede dejar de medirse, en primer lugar, con los otros libros de un protagonista clave  de los últimos acontecimientos literarios latinoamericanos. Pero la novela se termina y la impresión que subsiste es que la chispa no prendió: la sensación tiene que ver menos con el fastidio que podría producir lo inconcluso que con la impaciencia que nos asalta frente a lo que no termina de arrancar. El dispositivo reclama una pieza más, un ajuste que lo ponga en movimiento, algo que nos empuje decididamente al otro lado del umbral. Y que no se malentienda. No es que falte materia prima, técnica, método, sentido del humor o astucia narrativa. Todo eso está, sí. Pero  de la misma forma en que se juntan los ingredientes en un trago mal mezclado, de esos que ─admitámoslo─  no nos costaría mucho dejar por la mitad: leemos y extrañamos la feliz mutación alquímica que hace del mejor Bolaño un virus, una fiebre infalible, una enfermedad que una vez inoculada nos arrastra y nos sacude para dejarnos a la vez transformados y sedientos. En este sentido, tal vez no sea un dato menor que, como advertíamos, el propio Bolaño haya desistido un poco harto de un proyecto que decidió dejar atrás. Pero la discusión sobre qué debería (o no) publicarse, no será abordada aquí..

 

La pregunta que obliga a confrontar esta lectora desilusionada es por qué, a diferencia de otros, este texto no termina de funcionar.  Si Los detectives salvajes  podía leerse en clave de una sentimentalidad interesante,  El espíritu, aún si se salva, parece al filo de atascarse en los pasillos de la cursilería mal entendida.   Lo que en él se sigue llamado ciencia-ficción (contraseña o pliegue secreto de toda la apuesta narrativa de Bolaño)  parece convertirse  después, al fusionarse con el policial ─otro género tachado de “menor” que Bolaño cultivará con inimitable estilo─, en el surco perfecto por el que sus lectores resbalaríamos sin remedio.

 

En el ensayo que dedica a Los detectives salvajes, pero sobre todo a la intensidad de esa experiencia de lectura, Alan Pauls lo dice con envidiable lucidez. Recapitula el verano en que lo leyó y reflexiona: “¿Cuánto hacía que una novela no reivindicaba para sí la fuerza de la voracidad, la energía bulímica, la capacidad imperial de ocupar, colonizar, anexárselo todo? ─ es después de ese verano (…)cuando me doy cuenta no solo de que yo, que me jactaba de estar de este lado de la calle, ya estoy en pleno mundo de los poetas (primer escándalo), sino que deseo algo de ese mundo (segundo escándalo) y, lo que es peor, que eso que me descubro deseando de ese mundo, y deseándolo contra mis convicciones más fervientes, incluso contra toda mi formación artística e intelectual, no es una Obra ─no es el efecto de una manera de entrar y atravesar el lenguaje─ sino algo tan discutible, tan ideológico, tan juvenil, como una mitología existencial; es decir: eso que a falta de una palabra mejor seguimos llamando una Vida. Tercer escándalo”. En la lectura de Pauls, lo que él llama la “solución Bolaño” resulta indisociable de la abolición de una distancia: es ahí donde encuentra sitio el mito existencial de la Vida Artística, la fusión arte-vida de la cual Bolaño es a un tiempo, siempre según Pauls, el mitógrafo, el mitócrata y el mitólatra ejemplar.

 

Tal vez lo más interesante de El espíritu de la ciencia ficción sea que ofrece una clave de lectura que podría agregarse al triple escándalo que venimos de citar. Lo que Bolaño parece enunciar aquí muy tempranamente y con total contundencia es que, en el límite, todos los escritores latinoamericanos ─los que de verdad valen la pena─ no son otra cosa (no podrían serlo) que escritores de ciencia-ficción. Cuarto escándalo, entonces, porque se trataría de una ciencia-ficción no ortodoxa, anómala, anacrónica y fuera de lugar. Una sin naves espaciales ni cyborgs ni alienígenas, ni tecnología sofisticada, ni confianza en el progreso: una ciencia ficción escrita por fantasmas, para fantasmas y en escenarios fantasmales, premeditada en cuartuchos desordenados, avizorada en melancólicos paisajes de patíbulo, entrevista en desiertos sin fin. En cualquier caso, en lugares y escenarios donde todas las cosas son dobles (son lo que son y son, ominosamente también, su contrario), donde los vivos conversan con los muertos y donde criaturas al borde de la locura escupen mensajes indescifrables para el que pueda o quiera oír. Una literatura de ciencia-ficción hecha de visiones y pesadillas que cuartean el tiempo presente, de gestos cansados, automáticos, de señas y jeroglíficos que llegan del pasado para anunciar que el futuro está entre nosotros. ¿No es acaso 2666, empezando por el título, la más ambiciosa obra de ciencia-ficción que concibió el autor?

 

Ya en Amuleto Auxilio Lacouture, que siguió a Arturo Belano y a Ulises Lima por las calles de Ciudad de México, refiere: “por la avenida Guerrero, ellos (caminan) un poco más despacio que antes, yo un poco más deprisa que antes (…) la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975 sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo” (Amuleto. Barcelona: Anagrama, 2005, p. 77.). Y en Los detectives salvajes, Cesárea Tinajero vaticina: “allá por el año 2.600. Dos mil seiscientos y pico” (Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 2007, p. 596).

 

El espíritu de la ciencia ficción es la primera invocación de esa literatura por venir. La que se escribirá sobre lo que no deja de hundirse o borronearse. Su tema: la historia paradójica de Latinoamérica. Su símil: una foto movida; una imagen defectuosa, una anomalía que se dispara, sin embargo, en mil direcciones con salvaje e indestructible vitalidad. Se pregunta en una de sus cartas Jan, uno de los dos adolescentes que protagonizan El espíritu…: “¿Cuántos libros de ciencia ficción se han escrito en el Paraguay? A simple vista parece una pregunta estúpida, pero se acopló de una manera tan perfecta al instante en que fue formulada que aun pareciéndome estúpida volvió a insistir, como una pegajosa canción de moda”. En la cita que abre este escrito, Ricardo Piglia oponía la verdadera historia de la literatura a esas historias literarias “hechas de libros que están terminados y funcionan como monumentos, puestos en orden como quien camina por una plaza en la noche”. La insistencia de las preguntas es la única y la mejor arma, parece advertirnos a su vez el autor de El espíritu de la ciencia ficción. Y la visión o la epifanía ─la verdad esquiva de la ciencia-ficción latinoamericana que Bolaño inventa─ reaparecerá a partir de ahí miles de veces.

Sobre El sonámbulo amateur, de José Luiz Passos

 

Por: Verónica Lombardo*

Fotos: Sotiris Lamprou

Verónica Lombardo reseña O sonámbulo amador, la celebrada novela del pernambucano José Luiz Passos. Publicada en el año 2012, la obra propone a los sueños como formas de la memoria y como viajes al pasado a partir de los cuales se ilumina el presente.

La novela de José Luiz Passos O sonámbulo amador, traducida al español como El sonámbulo amateur y publicada por Edhasa, es de una textura porosa e inestable. La escritura —actividad que al protagonista se le impone en términos terapéuticos para organizar su universo caótico y descentrado— asume la lógica del sueño: la palabra inestable construye una temporalidad y una lógica propias, que convierten al lector en el arquitecto de una fábula simple atravesada por una red de complejas variables.

I. El sueño

Jurandir es narrador y protagonista de esta novela cuya prosa indolente redunda en un distanciamiento del personaje respecto de los hechos que expone y en cierta inestabilidad en cuanto a las posiciones que asume. Su voz resuena en un presente hueco. Allí la muerte de su hijo, André, ha deshecho su matrimonio y ha reconfigurado su pasado en una escritura que opera, como los sueños, por condensación y desplazamiento.

Una palabra apática inaugura el Primer cuaderno —suerte de primer capítulo—con el relato de una rutina oficinesca tan resignada como agobiante, cuyo catalizador es Minie, joven amante de Jurandir. El atributo de esa voz es la cancelación: el narrador cancela las escenas, cancela las opiniones, cancela las situaciones. Como si todo fuera espasmo y aborto permanente. Como si una situación no pudiera concluir sino en un desplazamiento hacia otro episodio que se sobreimprime al anterior.

El tono de la prosa también es cancelatorio porque es en la voz del narrador donde se efectúa el pasaje abrupto de los hechos de “la realidad” a los del sueño, de ese presente vacío a ese tiempo fuera del tiempo que va a esparcirse en esquirlas de tiempos coexistentes, en realidades posibles. Ninguna situación es concluyente, nada se resuelve, porque todo se diluye en el efecto de ese pasaje de un tiempo al otro cuya única marca escrituraria es un salto de párrafo.

Una prosa con la lógica de lo onírico rige la novela no solo porque el sueño “se relata” sino porque el relato reviste cierta cadencia e ininteligibilidad propias de la ensoñación y el desvarío. Esta palabra permeable al pasaje hace que el verosímil radique en una fluctuación permanente que remite, en definitiva, al espacio intersticial que Jurandir habita entre el pasado y el presente, entre los dueños de la empresa y los empleados, entre un amor ajado y otro reluciente, entre la salud y la enfermedad, entre la vida privada y el compromiso preofesional. De esta manera, la realidad mediocre de la oficina de la tejeduría se entrama con una existencia de sonámbulo en la que los días se escriben monótona y desapasionadamente, más allá dealgún pico de emoción junto a Minie, o bien, de algún recuerdo desestabilizador de André que rápidamente es cancelado.

El sonambulismo —plasmado en el ritmo de la prosa, en las incongruencias lógico-temporales de los hechos narrados y en la apatía dominante de la voz que relata—es la única condición de posibilidad del texto. Jurandir solo puede enfrentar la muerte accidental de su hijo André en un estado de conciencia parcial, de sedación terapéutica, de anestesia no deliberada. Entonces, el sueño es el mecanismo que le permite sostener la vida que es, en definitiva y a los efectos narrativos, la escritura de la experiencia.

II. La locura

Mi vida no está aquí. Iba y venía. Mi vida no está aquí.

Jurandir

De la lógica del sueño a lógica de la locura, podríamos afirmar, hay muy pocos pasos. Y en la novela, el pasaje se efectúa durante el viaje del abogado Jurandir hacia Recife, donde habría de intervenir en el litigio de la tejeduría con la familia de un empleado accidentado, quemado. El rostro desfigurado de estejoven arrasado por la máquinalo devuelve a la tragedia de su propio hijo, muerto en un accidente de moto. En este nuevo viaje a la tragedia es él quien se accidenta y en la imagen de su auto volcado e incendiado se efectúa su pasaje, o bien, su “ingreso” al espacio de la locura. Este hecho bisagra se abre a una nueva coordenada espacio-temporal que inaugura el Cuaderno 2 y supone, a su vez, el inicio de la escritura que le permitirá reorganizar y estructurar la experiencia, o bien, revincular los hechos vividos, soñados o imaginados en la puesta en signo.

La clínica psiquiátrica de Belavista constituye el espacio donde Jurandir será tratado después del accidente. Su rol de paciente se encuentra desdibujado: es amigo y camarada del enfermero Ramires, actor en la obra del Dr. Énio (su psiquiatra) cuyas aficiones políticas se canalizan en los roleplaying de los internos, cómplice de Madame Góes, la interna que le facilita la supervivencia en el marco institucional. Esta dilución de las jerarquías y la contaminación de los vínculos hacia el interior de Belavista admite la horizontalidad de las funciones impuestas del sano sobre el enfermo, del saber del médico sobre el “no saber” del paciente, del “normal” sobre el “anormal”. La locura y la cordura son discursos que se vuelven análogos y jerárquicamente compensados en la materialidad de una prosa que desestabiliza los valores asignados y que permite llevar adelante el acto de lectura asumiendo un código de interpretación “desnormalizador” y, a su vez, inteligible.

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III. La escritura

Aunque padeciera los males de una comunidad reclusa, me encantaba tener compañía siempre dispuesta escucharme contar lo que se me antojara. En esto era tan arbitrario como cualquier enamorado de esa existencia sonámbula.

Jurandir

Esta escritura desestabilizada, incongruente y porosa es el personaje y es la novela misma. Un Jurandir desarmado se presenta a través de un discurso desarticulado cuya única organización es una serie de Cuadernos que responden a las cuatro etapas enunciativas de la novela: la decisión de aceptar el caso del muchacho accidentado y viajar a Recife para tomar parte; el viaje, el accidente y el ingreso al psiquiátrico; su relación con Ramires y su complicidad en las empresas políticas del enfermero; el fin del encierro y su posterior libertad.

Con mayor organicidad hacia el final del Cuaderno 4, el discurso de este sonámbulo amateur es legalizado y autorizado. El tiempo del sueño acechante deja paso al sueño evocado que opera a modo de memoria y resulta tranquilizador, estabilizador. Jurandir vuelve a su casa y también a la conciencia de tener una existencia sonámbula conformada por ese “tiempo liminar” que es el del sueño enloquecido, el del recuerdo que no cesa y el de la dimensión dolorosa de la herida que siempre es presente. El espesor de la herida es directamente proporcional a esa realidad insoportable, materializada en el desvarío de la palabra.

Por otro lado, la novela parece tener el timing del habla terapéutica: los saltos, las asociaciones, la memoria enterrada pronunciándose ponen en evidencia al fantasma del protagonista: su amigo Marco y su hijo André acuden de manera permanente a ese presente alephiano que la novela propone. Ambas presencias alteran la lógica espacio-temporal de la narración a la vez que suturan la herida y configuran el mapa de esa subjetividad quebrada y enferma.

IV. La cultura y la tradición

Las filiaciones que la novela entabla con la tradición literaria brasileña son, por lo menos elocuentes. Desde la elección del nombre del protagonista hasta la referencia de Antonio Conselheiro en Lantânio, el personaje de la obra del Dr. Énio, establecen un camino de referencias ligadas a la literatura y a los temas del nordeste.

Jurandir —“el que viene traído por la luz”— es el nombre que asume el protagonista de Ubirajara, la novela de José Alencar, cuando es recibido como huésped por la tribu vecina. Este nuevo Jurandir que viene a conquistar su verdad a Belavista también puede leerse iluminado por aquel huésped “legendario” que será absorbido por la identidad del aguerrido Ubirajara. El guerrero sonámbulo le peleará a una realidad hostil cuyo escenario es también el Brasil nordestino, carente, originario, gestante y constitutivo.

Por otro lado, la mirada sociopolítica que ofrece la narración se tramita en el marco de una ficción: la obra de teatro que el Dr. Énio está permanentemente escribiendo y dirigiendo. A la luz de Los sertones, de Euclides Da Cunha, Énio va a delinear a su propio Conselheiro, Lantânio. De esta manera, la novela se inscribe en un debate sobre la brecha sociocultural que hace de Brasil una nación de peligrosos contrastes y sobre la posibilidad de que una revuelta resuelva la desigualdad estructural.

La ficción como emergente de la cultura desenvuelve en sus propios personajes las problemáticas que engendra. Cultura y tradición conviven en Jurandir y lo someten a la tensión de la que es objeto: cuestiones de clase, tradición familiar, su lugar como abogado entre la compañía y el asalariado, su condición de nordestino que se va para volver a su tierra (o para no volver).

Jurandir, el que viene de la luz, es casi una anomalía y como tal, deberá sanar en un espacio colectivo y común: ese hospicio, ese Brasil. Sanará, en definitiva, lo que sea posible sanar en esa irresoluble existencia sonámbula.

 

* Verónica Lombardo es Licenciada y Profesora de Enseñanza Media y Superior en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Es integrante de la cátedra de Literatura Brasileña en la carrera de Letras donde investiga temas vinculados con el sertón como tópico y como espacio de representación. También traduce textos y es editora de contenidos.

Escribir las lecturas. Sobre las ficciones críticas de Josefina Ludmer

 

Por: Daniel Fara*

Foto: Lucio Ramírez

Entre el homenaje y el análisis riguroso, Daniel Fara encara un recorrido cronológico por la obra crítica de Josefina Ludmer, una de las críticas literarias más importantes de la historia argentina, fallecida hace poco más de cuatro meses.


Tal vez habría que aprender a leer en Latinoamérica, y no sólo

«literatura». Aprender, además, a escribir las lecturas; a poder

 (abierto el vértigo de la significación) pensar ese vértigo;

constituirlo sin que nos enmudezca; ser capaces de contarlo;

entregarnos pero sobreponernos; trascenderlo.

JOSEFINA LUDMER, “Contar el cuento”

 

En 1972, Josefina Ludmer publica Cien años de soledad: Una interpretación, que había escrito en 1970.El libro de García Márquez, editado en pleno boom de la literatura latinoamericana, suscitó de salida un grueso corpus de crítica impresionista cuyo discurso, único, hegemónico, apuntaba a la promoción editorial; se reconocían muy pocas variantes en lo que iba de un autor a otro. A esto se añadía la atribución general de una actitud “comprometida” al libro, que aparecía, dado ese encuadramiento, como una obra de denuncia de la represión, la inequidad social, la entrega a las multinacionales y otras miserias debidas a las dictaduras en América Latina. En otros términos, los artículos que no se limitaban a elogiar el “realismo mágico” (un concepto voluntarista que pretendía atribuir la imaginación de los escritores al exotismo y la exuberancia del continente), ponían el carácter militante de la obra por encima de sus valores literarios. Hay excepciones que aún –después de largas búsquedas- pueden leerse, pero aparecieron para confirmar la regla y no suscitaron el interés de los medios de difusión cultural.

Mientras los críticos consultaban el manual de instrucciones y se leían entre ellos, Josefina Ludmer se dedicó a leer en profundidad la novela. Digamos de paso que, cumplidas las exequias del boom, la crítica standard siguió absteniéndose de leer los libros y Ludmer continuó abocada a lecturas sorprendentemente reveladoras de sentido.

Cuando apareció, Cien años de soledad: Una interpretación tuvo críticas que, en lo superficial, destacaban el esfuerzo dedicado al análisis por parte de la autora, pero que, en el fondo, demostraban la distraída atención que se le había prestado a la obra. La muestra más cabal de que así fue se dio con el encasillamiento del libro dentro de la “crítica psicoanalítica”. Esta clasificación, significativamente errónea, se adhirió a la publicación como una etiqueta que, hasta hoy, no ha sido posible despegar del todo. También se tornó un lugar común el atribuirle al libro cierta rémora estructuralista, juicio falaz, revelador de mala conciencia. Analizar tanto la clasificación como el comentario despectivo se hace fundamental, no tanto para desacreditar a un sector intelectual sino para describir los métodos innovadores registrados por el texto que nos ocupa.

Si empezamos por los “rezagos estructuralistas”, hay que decir que Josefina Ludmer no adhirió al estructuralismo por moda (como algunos intelectuales que adoptaron los métodos de ese movimiento con la misma rapidez con que luego abjurarían de él por considerarlo passé), pero no dejó de tener en cuenta que el análisis estructural del relato había aportado elementos muy valiosos al campo de los estudios sobre literatura. Así, la autora pudo utilizar, sin cargo de conciencia ni comisión de anacronismo, algunos de esos elementos para analizar e interpretar una novela que los solicitaba ya que el apoyo en la estructura (familiar) es, justamente, una de las condiciones de posibilidad de Cien años de soledad. Hablar de atraso, entonces, por la adopción parcial de esas técnicas es impropio, despectivo con la autora y con los aportes de la propia corriente crítica.

De la “crítica psicoanalítica” lo mejor que puede decirse es que no existió nunca, salvo que con esa denominación se aluda al abuso que ciertos psicólogos eminentes llevaron a cabo de conceptos y figuras extraídos de los campos de la literatura y la antropología.

Como ese atropello suele ser diplomáticamente ignorado por la crítica literaria, el que Ludmer afirmara al comienzo de su libro que la novela de García Márquez estaba armada “sobre un árbol genealógico y sobre el mito de Edipo” bastó a muchos para considerar, en el acto, que el libro era una incursión psicoanalítica en el texto, en tanto consideraban propios de la psicología a ambos temas. Ahora bien, que estudiosos como Freud o Jung utilizaran mal ciertos tópicos no bastó para que dejaran de pertenecer a su fuente literaria. El mito de Edipo, la escena primitiva, la ritualidad y la transgresión en las relaciones de parentesco formaban parte ya de la literatura oral y fueron objetos de reflexiones estéticas aun antes de pasar a la escritura. Justamente, la labor de Ludmer consiste, antes de dedicarse al análisis de su objeto, en devolverle al mito de Edipo su carácter literario. Concretamente saca al personaje de la tristemente famosa ecuación freudiana que lo convierte en un ser incestuoso para decir que lo importante es considerarlo un lector, que lee una y otra vez su oráculo y que trata de analizarlo e interpretarlo, tal vez como lo haría un crítico literario.

Dada esa restitución de Edipo a la literatura, la autora entra al análisis propiamente dicho de la novela dejando claro algo de fundamental importancia:

 

Todo gran relato analiza, dramatizándolas, las condiciones de su propia aparición: disocia sus elementos internos y los relaciona; dice qué es lo que lo funda; simboliza su desarrollo y su institución como trabajo; escenifica su propio funcionamiento.

 

La lectura hecha por un analista, vocacional o profesional –nos está diciendo Ludmer– no puede ignorar ni dejar de lado ese carácter autorreflexivo del texto porque, si lo hace, no será pertinente. En otras palabras: no podrá fundamentarse nada de lo que se diga sobre un texto si sus autoalusiones –relativas al sistema constructivo de la ficción– no fueron tomadas en cuenta. Hasta aquí el compromiso ético, si se quiere, del analista. No obstante, seguir al pie de la letra lo que el libro explica sobre sus condiciones de producción no condiciona al análisis al punto de convertirlo en una mera versión erudita de lo que, mucho mejor, contaba ese libro. Distinto de eso, la autorreflexividad ofrece al lector-interpretante toda una ampliación de miras. Apoyado en ese nivel no declaradamente metatextual, el análisis podrá realizarse sobre pero también más allá de lo que el texto cuenta, ya que ahora será posible acceder a niveles que no estaban a la vista pero tampoco estaban ocultos (Ludmer afirmó y recalcó muchas veces que analizar un texto no equivale en absoluto a resolver un enigma). La motivación de nombres propios, las reiteraciones, las oposiciones y otros elementos técnicos llaman la atención del estudioso y abren campos de significación que no se revelan ante una lectura prejuiciosa ni ante otra que ignore esa red que, a la vez, va por encima y por debajo del texto. Esos campos son polisémicos hasta el punto de autorizar las interpretaciones más variadas. A partir de reconocer tal dinámica es que Ludmer arma una interpretación cuidadosa pero a la vez osada. O más bien ejerce el derecho de organizar significaciones trascendentes sin abandonar nunca la obligación de fundamentar su lectura de modo pertinente dentro del corpus tratado.

A partir de estas premisas, la interpretación de Cien años de soledad desarrolla un sistema de acceso revolucionario ya que se opone a toda crítica sociológica, psicológica, formalista, que saque al texto de su sistema literario y lo trate en un campo ajeno. Será dentro de ese sistema y únicamente allí, que el libro genere una ideología. Y allí habrá que encontrarla y analizarla.

Pese a las atribuciones erróneas o malignas, esta ópera prima (Josefina Ludmer publicaba desde 1963 pero artículos en revistas literarias) se convertirá en una guía obligada para entrar con propiedad al complejo mundo de esta popular novela.

 

En 1977, Sudamericana publica Onetti. Los procesos de construcción del relato. El libro incluye tres trabajos: uno extenso, titulado “Homenaje a La vida breve”, escrito en 1975; el segundo, “Contar el cuento”, es un análisis, también de 1975, de la novela Para una tumba sin nombre y había servido de estudio-prólogo a una edición del libro de Onetti; cierra el volumen un ensayo breve sobre un cuento del mismo autor (“La novia robada”) que se titula “La novia (carta) robada (a Faulkner)”.

Digamos, por ahora, que “Homenaje a La vida breve” sigue la línea iniciada en el libro arriba comentado mientras que, tanto “Contar el cuento” como “La novia (carta) robada (a Faulkner)” son pasos importantes hacia la forma ensayística que Ludmer adoptará en La gauchesca. Un tratado sobre la patria (1988) y El cuerpo del delito. Un manual (1999).

Antes de comentar las tres obras contenidas en Onetti es necesario decir algo sobre el corpus onettiano. Sobre la obra narrativa de Juan Carlos Onetti (1909-1994), numerosa pero de muy gradual aparición, se realizaron una infinidad de estudios, pero aun los más renombrados (debidos a Jorge Ruffinelli, Hugo Verani y Fernando Aínsa) se manifiestan como deficientes por su carácter impresionista y su escasa o nula penetración en el corpus abordado. Ni siquiera la aparición de los trabajos de Ludmer, geniales, por cierto, pudieron sacar a la crítica de sus consideraciones seudofilosóficas, psicologistas, biografistas.

En cuanto al público, el narrador uruguayo fue tenido durante mucho tiempo como un escritor para escritores, aunque sólo buscaba lectores inteligentes. A partir de la década del ‘80 las revistas culturales quisieron convencernos de que Onetti era un autor popular. El único resultado fue que el apellido del autor se hizo conocido pero la recepción de sus libros no aumentó en consecuencia.

Entre los lectores realmente interesados en esa narrativa y capaces de profundizar en ella se halla, por supuesto, Josefina Ludmer. “Homenaje a La vida breve” sigue la línea del trabajo sobre la novela de García Márquez, pero a los procedimientos empleados en ese estudio se suman otros: el abordaje de la materialidad del significante, la detección diferente de la duplicación en todos los niveles de la novela y muchas técnicas, que exceden lo meramente valorativo, tendientes a explicar el carácter rupturista de La vida breve (1950) respecto al modo de contar una historia dentro de otra y, también, su función de texto bisagra, que resignifica las publicaciones anteriores del autor y crea una secuela de cuentos y novelas, que se prolonga hasta su último libro. Se trata de la saga sanmariana o ciclo de textos que ocurren en Santa María, un lugar inventado por Onetti, es decir, por Brausen, el protagonista de la obra.

José María Brausen, un hombre de edad mediana, comprueba que su vida se derrumba. A su mujer, Gertrudis, le han realizado una mastectomía y, dado su carácter y la pasividad de él, la vida matrimonial ya desgastada de la pareja termina en una separación. En ese momento de crisis, un amigo de Brausen le pregunta si no escribiría un guión para una película y él acepta desganadamente, al principio, pero luego empieza a interesarse en la creación, no porque se considere un escritor sino porque ve en ella una posibilidad de realizar en su fantasía las cosas que no puede ni podrá lograr en la realidad. Inventa un lugar que llama Santa María, una ciudad de provincia en un país indeterminado, y ubica allí a un médico, el doctor Díaz Grey. De ahí en más se consagra con tal intensidad a producir una historia paralela (en la que Díaz Grey consigue lo que a él le está negado) que ya no leemos sus comentarios sobre el guión: directamente los capítulos protagonizados por Brausen alternan con otros que ocurren en Santa María, como si la ficción se hubiese corporizado sin perder el paralelo constante con lo que le acontece al protagonista. En el final, cómplice de un crimen, Brausen huye con el criminal y van a refugiarse… a Santa María. El penúltimo capítulo hace pensar que Brausen será baleado por la policía y en el último, Díaz Grey, independizado, sigue vivo y pasa a ser el protagonista. En el libro siguiente, Para una tumba sin nombre, las acciones ocurren en Santa María, en cuya plaza se halla un monumento ecuestre con una placa que identifica al jinete como “Brausen, fundador”. Además de eso, en vez de dinero circulan brausenes y la gente acostumbra a decir “Si Brausen quiere”, ya que se lo reconoce como demiurgo.

Tal como procediera en su interpretación de Cien años de soledad, Josefina Ludmer evita, en el abordaje a la obra onettiana, todo juicio de valor, toda consideración no fundamentada en el texto. Por otra parte, no pretende enseñarle a leer al lector, sólo escribe y somete a consideración una lectura posibilitada por el empleo de diversos procedimientos, que no es de ningún modo una excrecencia sino otra creación a partir del texto analizado, a la que se puede llamar ficción crítica. Y en cuanto a esto último, va más lejos en cuanto a la audacia de sus propuestas. Tal vez dar ejemplos puntuales de su trabajo ilustre mejor que un comentario el por qué hablamos de audacia.

Se ha perdido un pecho. Esta asimetría irrumpe en la vida de Brausen que sólo atina a defenderse reponiendo lo faltante en su elaboración fantasiosa. La mujer que visita a Díaz Grey en su consultorio le muestra al médico, para seducirlo, sus dos pechos. Como fracasa –el médico permanece impasible– se viste nuevamente y pide, sin vueltas ahora, una receta para conseguir morfina, ya que es adicta a la droga. Brausen imagina esa escena mientras juega con una ampolla de morfina que debe inyectarle a Gertrudis para que se atenúen sus dolores. Cuando llega la mujer, Díaz Grey está en la sala de espera, un no lugar, lo que podría expresarse como “él en la sala”. Esta expresión, vaciada de significado, librada a la calidad de mero significante, deja de ser ilegible cuando la mujer se presenta como “Elena Sala”.

Gertrudis se va a vivir con su madre; otra vez se produce una desaparición, un desequilibrio. Ahora Brausen, amén de recurrir a la elaboración de una fantasía compensatoria, se decide a visitar a una vecina que recién se ha mudado al departamento de al lado, una ex prostituta que también es víctima del desequilibrio y que va enloqueciendo por esa causa. Ahora bien, el narrador protagonista no se presenta ante su vecina con su verdadero apellido. Le dice que se llama Arce y que le trae noticias de Ricardo, el hombre que la abandonó. Arce y Brausen tienen una semejanza fónica que importa tanto como la diferencia entre los dos apellidos: Brausen es el vecino, un hombre tranquilo, que tiene un empleo y vegeta en su situación de tal. Arce se presenta como un macró.

Ludmer vuelve al pecho ausente, un miembro fantasma que el cuerpo seguirá sintiendo como formante. En equivalencia, la ausencia del pecho se instaura en el espacio de lo que no se puede nombrar en forma directa sino elípticamente, al modo de un rebús. La vecina se llama Enriqueta pero responde al apodo de “Queca”. El apócope (otra resta) debió ser “Queta”. El fonema /t/ ha reemplazado a /k/ en la segunda sílaba, esto en un modo arbitrario a la vez que incompleto. Para completarlo habría que producir un reemplazo en la primera sílaba. Si /t/ dio /k/ ahora deberá sustituirse /k/ por /t/ con lo cual “Queca” se convertirá en “teta”, ese fantasma innombrable por vía normal. Por supuesto, la lectura parece discutible y forzada, pero no se le puede negar una condición de posibilidad en tanto es fundamentable en el nivel material de los significantes y, además, aparece contextualizada por las circunstancias que la han originado, esto es, la pérdida del pecho y su conversión en espectro.

Ludmer no se queda en momentos puntuales del texto, sino que propone, también, ejes integradores. Por ejemplo, pone el acento en la espacialidad, implícita en todo lo que se mencionó como significativo.

Volviendo a Santa María: en el consultorio del médico, al momento en que Elena Sala se quita la blusa, se menciona que entre sus pechos cuelga un medallón con una foto. Este momento recrea a otro, propio de la “realidad” de Brausen. Este recuerda la primera visita de Gertrudis a un doctor ya que un bulto en el seno la preocupa. Se desviste, de la cintura hacia arriba, para ser revisada y Brausen, que ha quedado en la sala de espera (de nuevo, “él-en-la-sala”) y no ve lo que ocurre      en el consultorio, pero lo imagina y “se fija” en que Gertrudis también tiene algo que le cuelga entre los pechos, aunque en este caso se trate de una cadenita con un crucifijo.

De nuevo la significación de lo no dicho, o dicho de pasada, es una representación que podríamos llamar proyectiva. El espacio predominante en la obra es el “entre”, sobre todo para Brausen, que se halla entre la Queca y Gertrudis, entre Díaz Grey y Arce, entre su departamento y Santa María y, sobre todo, entre la realidad y la ficción. ¿Qué realidad y qué ficción? se pregunta Ludmer. La “realidad” de Brausen es una ficción generada por el texto, por ende, la ficción que crea el personaje (Santa María) no es menos real (o menos ficticia que él).

 

Como dijimos, los dos textos restantes marcan un pasaje hacia el ensayo. En “Contar el cuento” trata de abordar lo esencial de Para una tumba sin nombre, una novela que además de fijar a Santa María como futuro espacio, teatro de acciones para los restantes libros de Onetti, tiene por tema a la narración. Una historia que pasa de la oralidad a la escritura y la total incapacidad de existencia de una “verdad” en esa historia, que es, finalmente, un texto literario, son interpretados de un modo más libre. Ludmer alude a sí misma, si bien elípticamente; hay desarrollo de un estilo, una valoración del corte en lo que va de un párrafo a otro e inclusive la transformación de un pautado de situaciones que se convierte en la estrofa de un poema. El último texto avanza más aún en ese sentido. Veamos sólo el título, suficiente para probar los cambios de tono y de actitud. “La novia (carta) robada (a Faulkner)”. Con su alusión, directa, a Faulkner, a quien Onetti consideró siempre como su maestro, e indirectas a Poe, a Lacan, y al propio Onetti –ya que suprimidos los paréntesis se llega al título del cuento que se va a analizar–. Ese título tiene también un valor poético, el que Josefina Ludmer va a buscar en sus dos obras siguientes.

 

Hemos hablado mucho de lo breve y ahora hablaremos muy poco de lo extenso. Solo daremos un panorama general acerca de El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988) y El cuerpo del delito. Un manual (1999).

Amén de lo dicho acerca del deseo de encontrar una forma ensayística puede decirse que esa forma resultará inédita y sumamente atractiva para una intelectualidad que, excepto por los ensayos borgeanos, nunca superó los rudimentos del género.

Y esto no se limita a un cambio de tono: Ludmer entra al campo de lo cultural y de lo político. Vincula la producción de la literatura gauchesca con hechos históricos, considera el delito como tema literario y espacio de cruce por excelencia entre la literatura popular y la culta, y, por supuesto, rompe con todos los moldes al prolongar hasta bien entrado el siglo XX su estudio sobre la gauchesca, al contar con un humor muchas veces negro, desde el propio delito, la historia de la literatura argentina, a la que hizo un aporte invalorable.

* Daniel Fara (Buenos Aires, 1953). Ha escrito ensayos, cuentos y poemas. También ha realizado traducciones de poetas franceses del siglo XIX. Estudió Letras y actualmente da clases en universidades y profesorados. Vive en Merlo, provincia de Buenos Aires, Argentina.

Restos épicos. Relatos e imágenes en el cambio de época

 

Por: Mario Cámara

Foto de portada: Cildo Meireles. «Tiradentes: Totem – Monumento ao preso político», 1970

El Premio Fondo Nacional de las Artes en su edición 2016 ha otorgado al crítico literario argentino, Mario Cámara, el primer premio en la categoría Ensayos. A la espera de la publicación, por Libraria Ediciones, Revista TRANSAS presenta para su lectura una breve introducción donde el autor comenta los orígenes del libro, sus tópicos y desplazamientos en torno a la necesidad de defender un texto que narra una tortura, y de comprender la naturaleza de un lenguaje y una escena –la militancia, la revolución– que retornan sin previo aviso. Cámara formula qué implica trabajar con imágenes del arte y de la literatura cuya lectura nos acercan a lo perturbador y amenazante. Se trata de focalizar en restos de sintagmas revolucionarios y sus emblemas a contracorriente –el obrero, el militante, el intelectual, el pueblo, entre muchos otros– con el fin de enredar los presentes políticos en los cuales estas producciones han actuado, y por lo tanto, con el objetivo de contaminar sus temporalidades.


Apertura

 

 

“Yo no hablaría así de política.

Plantearía la cosa en otros términos”.

Osvaldo Lamborghini

           

 

Este libro reconoce un doble origen o impulso. El primero se puede precisar en el tiempo, tiene un año, un sitio específico, un rostro. El otro es más extendido y difuso. El primero sucedió en 2004, cuando con mis colegas de la revista Grumo decidimos traducir al portugués el relato de Osvaldo Lamborghini “El niño proletario”, que narra la historia de la tortura, la violación y el asesinato de un niño pobre por parte de un grupo de niños burgueses.

La revista Grumo se proponía como un puente entre Argentina y Brasil, y qué mejor que dar a conocer a Osvaldo Lamborghini, pensamos esa vez, que nunca había sido traducido al portugués. Antes de publicar el texto, y como varios de nosotros íbamos a participar de unas jornadas en la PUC (Pontifícia Universidade Católica) de Río de Janeiro, hicimos fotocopias y las distribuimos durante una de las tardes en que se desarrollaba el congreso.

La respuesta general fluctuó, al menos para mi sorpresa, entre el desdén y el repudio. Todavía recuerdo que una amiga y colega brasileña me recriminó: “¿Es necesario escribir esto?”. Y a mi inicial asombro se sumó mi dificultad para explicar que sí, que era necesario, que lo había sido; que, si uno observaba la tradición argentina, veía que el grupo de Boedo victimizaba demasiado a los pobres, que el escritor Elías Castelnuovo era demasiado llorón, y que había sido obligatorio para la literatura argentina invertir esa tradición lacrimógena. Sin embargo, era complejo justificar frente a un brasileño que la tortura y la muerte de ese niño proletario en verdad debían leerse de modo desplazado o aun invertido, que la clave estaba en esa primera persona parsimoniosa que, con serenidad y elegancia, narraba los infinitos padecimientos que le aplicaban él y sus amigos a ese niño.

Más allá de las lágrimas de la izquierda, de cortar con el liberalismo bienpensante o de “denunciar” a la burguesía asesina, el relato instala, como afirma Ricardo Strafacce, “un malestar que ni la cita de Rubén Darío (‘Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo’) […] ni la ‘luna joyesca’ […] (o joyceana) podían disimular”.

El segundo impulso es el resultado de una serie de experiencias populistas recientes en Latinoamérica que, invocando vocabularios e imágenes que parecían definitivamente olvidados, han ido complejizando las distinciones entre un pasado revolucionario y un presente democrático. Decenas de signos esparcidos en los lenguajes públicos, tales como “militancia”, “patria”, “emancipación” y “revolución”, adquirieron, de repente y en el curso de los últimos años, una segunda vida. Esa existencia fue leída alternativamente como un efectivo regreso o como una farsa.

¿Qué memorias del pasado se ponen en juego cuando una de las características marcantes de ese pasado revolucionario fue la lucha armada? ¿Cuál es el legado de Héctor Cámpora o de los bandidos rurales? ¿Cómo resuenan esos nombres y esas imágenes en el presente? En su libro Las cuestiones, Nicolás Casullo daba por muerto aquel período y sostenía: “La emblemática revolución socialista o comunista pensada como pasado es un dato crucial en el proceso de caducidad de los imaginarios que presidieron la modernidad. […] Ese tiempo pasado de la revolución es, hasta hoy, un pensar no pensado, o quizás, en muchos aspectos, no pensable, en tanto nuevo mundo que se establece. Se asemeja a una suerte de conjugación cultural que hace años entró en errancia sin recaudos, en desmembramiento verbal, en desmemorización de aquel referente que supo ser la actualidad por excelencia. Lo no pensable de una historia tiene que ver sin duda con condiciones del presente, pero también con las formas catastróficas que adquiere el fin político de un proyecto histórico”. ¿Son las invocaciones del presente una desmentida, un retorno fantasmático o una resignificación de lo que Casullo daba por extinguido?

La necesidad de defender un texto que narra una tortura, y de comprender la naturaleza de un lenguaje y una escena –la militancia, la revolución– que retornan sin previo aviso es lo que articula la totalidad de este libro. Estas dificultades, de explicación y de entendimiento, me indujeron a pensar en el tiempo. ¿Por qué, en un período hegemonizado por una experiencia del tiempo que conducía directo hacia el futuro y la revolución, la literatura torturaba y asesinaba a un niño proletario?, ¿por qué, además, ese texto había sido leído con fruición en esos años? Las palabras que describían esa muerte desafiaban la temporalidad futura de los sesenta, la ponían en crisis y la desarmaban. Eran, para utilizar palabras que Oscar del Barco le dedicó a Sade, “la imposibilidad referencial”, es decir, la demostración de que un futuro libre de crimen era una quimera. Los vocabularios del presente, mientras tanto, iban desarmando un orden consensual para el cual ya no había régimen de futuro, pero tampoco de pasado. ¿Cómo se reactivaban la palabra “patria” o la palabra “militante”?, ¿era efectivamente una reactivación o una farsa?, ¿el pasado retornaba apenas como farsa?, ¿y cómo pensar en esos retornos desde la literatura y el arte?

Tanto en el pasado como en el presente, el tiempo se presentaba agujereado y contradictorio, permeable a una azarosa lógica de los acontecimientos. Aquel crimen y estos sintagmas ponían en crisis tanto un régimen de presente-futuro como uno de presente-presente y mostraban que la división temporal entre los heroicos tiempos revolucionarios y los sensatos tiempos democráticos podía y debía ser problematizada. Al sostener esto no estoy pensando en un régimen de historicidad tal como lo plantea François Hartog, es decir, como un modo variable de articular pasado, presente y futuro. Más bien, se trata de una temporalidad hecha de remolinos, flujos y reflujos, de retornos y sobrevivencias, de síntomas y promesas, pero también de ruinas y silencios. “Todo objeto tiende a un fin”, sostiene Raúl Antelo citando a Walter Benjamin, pero no sabemos cuál es o debería ser ese fin, ni si se concretará; ni siquiera sabemos qué significa que se concrete. En nuestro presente, las herencias son difíciles de escrutar y en muchos casos están desquiciadas. El fuera de quicio, ese tiempo salido de sus goznes que enunció Hamlet y retomó Jacques Derrida para pensar una ciencia de los espectros que se contrapusiera a la pura presencia de un presente igual a sí mismo, tal como parecía anunciar la caída del muro de Berlín durante los noventa, no contiene en sí mismo el germen de ninguna resistencia, pero tampoco lo contrario. Como apunta Daniel Link, “el fantasma está siempre allí como señal de la inconfortabilidad de toda caverna, de cualquier casa, y de lo infinito del mundo”. El fantasma está allí, en el presente, pero aun en un régimen de desaparición y sin enunciar ninguna buena nueva desintegra las consistencias y las certidumbres del tiempo. Este libro, su gesto crítico, no solo busca responder y comprender, sino describir y construir una serie acotada pero diversa de desquicios temporales y sus posibles sentidos estéticos, políticos e históricos.

Perseguir un crimen, pero también posibles fantasmas, produjo un primer recorte en los objetos con los cuales debía trabajar. En efecto, no tuve en cuenta las construcciones en donde lo político se hubiera inscripto apenas como un suplemento expresivo de una determinada ideología, sino precisamente lo contrario. Era necesario que hubiera referentes reconocibles de la historia política latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, pero que al mismo tiempo esas presencias no significaran una literatura o un arte que reafirmaran las premisas emancipatorias hegemónicas en los sesenta y setenta, o las premisas democráticas que fueron imponiéndose luego de las dictaduras, a partir de los ochenta. Ello impuso rastrear inscripciones de sintagmas revolucionarios y sus emblemas –el obrero, el militante, el intelectual, el pueblo, entre muchos otros–, tanto en el presente como en el pasado, pero que se hubieran dado de un modo desplazado o contraclimático. La premisa fue indagar objetos literarios y artísticos en los cuales la inscripción política referencial apareciera a contracorriente. Es decir, tratar con objetos que problematizaran algunas consignas del arte crítico que habían tenido como fundamento la creencia en una relación directa entre eficacia estética y eficacia política. Que un objeto estético se situara a contracorriente significaba colocarse en el interior de dicha tradición para, desde allí, cuestionar de diversos modos tal creencia, produciendo una literatura y un arte críticos fundados en la ambivalencia de sus proposiciones, y asumiendo por este motivo un carácter inesperado en los contextos de sus apariciones.

Procuré reflexionar, por ejemplo, en torno a obras en cuyo interior se pudieran percibir núcleos de sentido posfundacionales en pleno período histórico fundacional; y de reflexionar, en el período histórico que se abre con las transiciones democráticas, en torno a obras que, sin caer en la ilusión de la restitución total o de la transparencia histórica absoluta, aun así reinscribieran signos de aquel pasado fundacional.

Desplazamientos y contracorrientes ofrecían la posibilidad de enredar los presentes políticos en los cuales estas producciones han actuado, y por lo tanto de contaminar sus temporalidades. Para ello, indagué en palabras e imágenes que hubieran cuestionado el momento revolucionario en el instante mismo de su primacía, e interrogué imágenes y acciones que han ido reinscribiendo, desde diferentes perspectivas, sintagmas y emblemas revolucionarios a partir del período de las transiciones democráticas. Estos cuestionamientos y reinscripciones fueron el modo de problematizar la separación absoluta entre pasado y presente, y de deconstruir tanto una percepción escatológica del tiempo como una que lo presentara como inmóvil e incapaz de transformación alguna.

En términos más acotados, los objetos con los cuales voy a trabajar, por la inscripción de referentes políticos reconocibles y por el modo desplazado o contraclimático de esas inscripciones, permiten pensar en una serie de reformulaciones del lugar de la literatura y el arte producidos a partir de los años sesenta y setenta: el rol del artista como portavoz o como aquel que percibe con mayor comprensión y claridad los mecanismos de opresión social, las compensaciones imaginarias o la “justicia poética” para con los pobres y los excluidos; la sutura de la experiencia para que emerja coherente y digerida en el objeto estético. Por otra parte, estas producciones recuperan un lugar propio del arte sin que ello reconstruya una postura estrictamente autonomista. El arte y la literatura se ubican en un no lugar, poroso a la recepción de todo material, pero se configura allí un tipo de experiencia que se reclama como propia y singular. Se trata de una experiencia que tensiona las inscripciones históricas con lo que podríamos definir como su contrario o con una cierta diferencia. Por un lado borra, neutraliza, singulariza, socava, en este caso los emblemas emancipatorios, sin por ello desactivarlos; por el otro, los recorta y remonta, los reenmarca, y por eso los transforma, los relee y los reescribe. Esa articulación irresuelta es el sitio de la literatura y el arte que los emblemas emancipatorios y los sintagmas revolucionarios que voy a estudiar permiten pensar.

 

2

 

La noción de resto atravesará la totalidad de los capítulos. La idea de resto se puede rastrear, en primer lugar, en una constelación que incluye las supervivencias, tal como son recuperadas, sobre todo, por Georges Didi-Huberman, la categoría de origen que propone Walter Benjamin y la idea de resto diurno que elabora Sigmund Freud. Destaco de tal constelación al menos dos ideas: la que permite pensar en una reactivación y la que permite pensar en una recursividad o retorno a. Reactivación y recursividad son las formas en que ese resto se ofrece como disponibilidad para que los hechos históricos considerados caducos puedan –mediante determinados procedimientos, el montaje por ejemplo– recuperar potencia o uso en el presente desde el cual se los lee o en el cual se inscriben. Esa potencia y ese uso, sin embargo, no deben ser entendidos como restauración, sino más bien como reemergencia desplazada que escenifica un uso inaudito y una potencialidad desconocida, frecuentemente más asociada a la idea de revuelta que a cualquier programa de tipo revolucionario.

En una segunda constelación, el resto se configura como evento traumático, es decir, adquiere un carácter sintomático que resiste su simbolización y, sin embargo, persiste o funciona como fósil enigmático, presencia muda de un pasado histórico que se presenta como pura caducidad. Una figura que se asocia con esta idea de resto es la de ruina. “La ruina –sostiene Gérard Wajcman–, objeto de memoria. Objeto de la memoria. Objeto del tiempo de la memoria. Objeto del tiempo del arte de la memoria”. Es decir, se trata de pensar el resto como incapaz de articulación con el presente, como vestigio que sin embargo incomoda o perturba con su presencia.

Es esta doble serie en torno al concepto de resto la que me permite encontrar y delimitar los tratamientos desplazados de sintagmas revolucionarios. Y son estas figuras las que logran agujerear las consistencias temporales mencionadas, enmarañando pasados y presentes en un movimiento de vaivén perpetuo que los torna densos y plurales. Por lo tanto, este libro se enfocará principalmente en los contextos inesperados, las escenas consideradas revulsivas o carentes de sentido, los anacronismos o montajes inusitados, es decir, en la aparición de emblemas revolucionarios allí donde no se los espera, provistos de lenguajes o actitudes que no son los que nos hemos acostumbrado a escuchar o ver, o bien tratados de un modo diferente al que esperamos que sean tratados.

Los tratamientos desplazados de figuras emblemáticas provenientes del horizonte emancipatorio se agruparán en cuatro ejes. En el primero, las figuras estudiadas son sometidas al martirio, al insulto o a algún tipo de profanación. La irrupción de esta violencia funciona como tajo del tiempo histórico que se autopresenta como teleológico y naturalmente destinado a la emancipación del hombre. Este eje trabaja con la idea fuerza de lo real, teniendo en cuenta que tal concepto ha sido convocado por la literatura y el arte como una dimensión con la que se establecía un contacto efímero y desestructurante tanto en lo que concierne a la subjetividad como al ámbito de lo social. En tal configuración se expulsa al lector y al espectador del recurso a la cultura y a la tradición como instrumento decodificador. Desde esta perspectiva, lo real, más que como un sitio concreto, aparece como un paisaje inconmensurable, dotado de una temporalidad kairológica. La emergencia de lo real desordena categorías, destruye los vectores temporales que apuntaban al futuro, impugna la capacidad de representar la voz de un “otro” y descubre la potencia de la revuelta y la destrucción. Es eso lo que se puede observar en el happening que Oscar Masotta presenta en 1967, Para inducir el espíritu de la imagen, o en la instalación de Oscar Bony La familia obrera (1968). Masotta y Bony se referirán a sus intervenciones como ejercicios de sadismo, teniendo en cuenta el sitio que hacían ocupar en ellas a los protagonistas: simples extras vestidos de pobres y exhibidos frente a un público que los observaba, en el caso de Masotta; y una verdadera familia de un obrero metalúrgico mostrados sobre una tarima en un museo, en el caso de Bony. Ambas configuraban cierta escenificación o producción del malestar.

En el segundo eje, dichas figuras, a través de procedimientos de montaje, adquieren una nueva dimensión, articulando temporalidades históricas que iluminan su presente y reescriben el pasado desde el cual emergen. El concepto de montaje se piensa aquí como un procedimiento que puede deshacer o problematizar una temporalidad que se presenta como irreversible. En este sentido, los acontecimientos pueden ser encadenados en otras líneas temporales que iluminen nuevos sentidos. El montaje supone un desplazamiento que incluye la desconexión de la línea temporal en que el acontecimiento estaba inserto y la reconexión que pretende construir otro punto de vista. ¿Cómo se utiliza el montaje para pensar el tiempo de la revolución en el Brasil de la dictadura y en el Brasil que comienza a imaginar la democracia por venir? La figura de Tiradentes se recupera desde la propia dictadura y desde el arte. ¿En qué cadenas temporales la insertan el artista plástico Cildo Meireles, con su obra Tiradentes: Totem-monumento ao presao político (1971); Joaquim Pedro de Andrade con su film Os inconfidentes (1972); y Silviano Santiago, ya al borde de la democracia, con su novela Em liberdade (1981)?

En el tercero se reenmarcan figuras estigmatizadas, se reactivan potencias de revuelta y se disputan sentidos hegemónicos. Se trata, en este caso, de abordar una temporalidad hecha de sobrevivencias. Para ello, se toman como punto de partida ciertos conceptos de Judith Butler y Vilém Flusser en torno a la producción de sentidos diferenciales para la imagen fotográfica, producto de su inscripción en contextos y soportes diferentes. El trabajo con archivos fotográficos de presos en la cárcel de Carandiru o de obreros en la construcción de Brasilia que realizó la artista Rosângela Rennó constituye un buen ejemplo. El desplazamiento de esas fotografías transformó su sentido originario y disciplinar. Rennó seleccionó, amplió las imágenes y creó un dispositivo de exhibición que convocaba una nueva memoria histórica y contraía una potencia singular para aquellos cuerpos y aquellos rostros. Hélio Oiticica, muchos años antes que Rennó, había realizado una experiencia similar al reutilizar fotografías de bandidos muertos que aparecían en los periódicos. Con esas imágenes, construyó una serie de homenajes que confrontaban con los relatos de la prensa escrita. El eje busca reflexionar, de este modo, sobre una serie de intervenciones –los homenajes de Oiticica y una fotografía de Eva Perón– que, a través de un conjunto de procedimientos, reactivaron significados reprimidos.

Y en el cuarto eje, las figuras emblemáticas y los sintagmas revolucionarios adquieren una presencia fantasmática, como si fueran espectros sobrevivientes, dotados de esquirlas discursivas que aluden al pasado al cual pertenecen. Se trata de la inscripción de un tiempo cargado de ruinas o de una imagen del pasado como ruina, y para ello se trabaja con la perspectiva de la fosilización, tomando en cuenta las reflexiones de Walter Benjamin ya referidas. Se trata, asimismo, de retornos, en la estela de las elaboraciones de Freud y Georges Didi-Huberman, mencionados anteriormente. Sin embargo, establezco diferencias. Mientras que en los años de entreguerras Walter Benjamin intentó imaginar la emergencia de una imagen que interrumpiera el flujo de la historia, a la que dio el nombre de imagen dialéctica, ciertos retornos o sobrevivencias, más que transmitir un saber o una tradición, asumen la apariencia de lo intempestivo y están dotados de una escasa o nula capacidad de transmitir algún tipo de inteligibilidad. Un ejemplo de ello son las voces incomprensibles de los militantes de organizaciones armadas que pueblan un poema como “Punctum” (1996), o el joven protagonista del cuento de João Gilberto Noll “Algo urgentemente” (1980), que acompaña el breve período de clandestinidad de un padre militante de una organización armada, sin poder entender no solo en qué consiste esa militancia, sino qué creencias hacen que su padre participe de ella. ¿Cómo pensar en esas imágenes que insisten en no decirnos nada y en esos espectros que parecen definitivamente desactivados?

En el conjunto de las producciones por recorrer, obreros, militantes y demás figuras emblemáticas de la época de la emancipación son las que llevan adelante una relectura sobre su propio presente o sobre el pasado al cual parecen pertenecer, y son ellas las que se encargan de fundar nuevas temporalidades, o ejecutan soliloquios indescifrables. Inadvertidas en muchas ocasiones o escandalosamente presentes, estas figuras suplementan y perturban las imágenes, y las líneas temporales que apuntaban al futuro, al mismo tiempo que mantienen en un suspenso amenazante ese pasado para que no deje de ofrecer cada vez un nuevo rostro en nuestro presente, a veces monstruoso, otras desconocido o incomprensible, pero siempre perturbador.

Sentada en su verde limón

 

Por: Marcial Gala

Fotos: Stéphane Lorcy

Marcial Gala es poeta, narrador, ensayista y uno de los referentes fundamentales de la literatura cubana actual. Nació en La Habana (1965), donde realizó estudios de ergoterapia psiquiátrica y arquitectura. Entre sus libros destacan: Enemigo de los ángeles (1995), El Juego que no cesa (1996), Dios y los locos (1997), El hechizado (2000), Moneda de a Centavo (2009), Es muy temprano (2010), Monasterio (2013) y La Catedral de los negros (2013). Es miembro de la Unión de escritores y artistas de Cuba, UNEAC. El que sigue es un fragmento de su novela Sentada en su verde limón. Publicada en 2004 por Editorial Letras Cubanas, está prevista una nueva edición por la editorial argentina Corregidor en los primeros meses de 2017.


Acababa de terminar el doce grado y le gustaba leer, preferentemente autores cubanos contemporáneos. Nos conocimos en la biblioteca provincial y nuestra primera conversación versó sobre Florencia y sobre Savanarola el monje. Quedó fascinada. ¿Cómo tú sabes Ricardo? me dijo sin asomo de ironía. Luego compré una botella de vino y nos sentamos en el viejo muelle de Cienfuegos a beber y a cantar canciones de Joaquín Sabina, al final la besé en la boca y decidimos ser amigos para siempre, aunque cayera la bomba atómica. Pasaron unos meses y cuando la volví a ver, era rockera, andaba con el pelo sucio y un viejo pulover de Iron Maden. Me asombró verla así. ¿No te has enterado Kirenia, los rockeros en Cuba se acabaron hace años? Ahora la onda es ser rastafari, jinetera o culturosa, una rockera en Cuba es como un ajo en saco de cebollas, le dije y la invité a mi casa. Luego de tomar café, oímos música y luego fui a buscar más ron y más hierba, pero al desnudarnos dijo que tenía la regla. Ricardo tú eres como un hermano para mí, dijo después y con la familia una no hace ciertas cosas.

– Hace demasiado calor para pensar- le dije- voy a refrescar.

Me vestí.

– Quiero ir contigo- dijo de pronto.

 – Ok.

Dos cuadras más adelante se encontró un pequeño gato y lo tomó  en los brazos y se agachó a acariciarlo y se le veían los blumeres y ambos estábamos borrachos y alguien gritó puta y yo me cagué en su madre y ese alguien paró el carro y se quería fajar conmigo, pero ella tomándome por el brazo me suplicó vamos y nos fuimos Prado abajo y no había más marihuana y nos estábamos hartando de todo, sintiendo el tren de la vida sobre nuestros hombros, sintiéndonos casi aplastados por la irrealidad, sentados en los bancos de un fantasmal Prado rodeados de gentes también fantasmales. Mierda, tuve deseos de gritar, pero me contuve.

– Kirenia- dije- estamos entrando por uno de esos canales sombríos que nos llevan directo a la nada, no te asustes si a partir de ahora todo toma aspecto de salirnos mal.

Yo me sentía elocuente, no sé. Para acabar hundí mi sucia lengua en la boca de Kirenia. La llevé para el destruido CV deportivo, sitio preferido de masturbadores, cagadores furtivos y otros espécimenes, nos metimos en la playa a templar con el agua al cuello y Kirenia afirmaba haber escuchado a una gaviota gritar nuestros nombres, pero por más que me esforcé no oí nada. Luego al salir del agua, seguimos cantando temas de Joaquín Sabina, le cambié las zapatillas Adidas de Kirenia a un revendedor de ron por dos botellas de Damují y seguimos bebiendo y de pronto Kirenia empezó a llorar, no recordaba donde estaba. Me llamó Ania y alegó amarme mucho, mucho. Mucho como un cartucho dije yo para joderla y la llevé hasta su casa y me dijo que debía haberme puesto preservativo pues no me conocía lo suficiente.

– Vete para la mierda Kirenia- le dije.

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Dos días después volvió a visitarme, estaba muy seria y me pidió disculpas por todo lo que había pasado entre nosotros. Me extendió su delgada mano y me rogó que fuera su amigo, nada más que eso, pero cuando lo acepté, me dijo abrázame y volvimos a templar y el mundo es lindo y en colores, al menos mientras dura un palo. Se sentía suave, se sentía especial: cagándose en la madre de Dios a cada rato para demostrarle al mismo padre celestial su independencia, fabricando unos poemas de lo más extraños, llenos de afirmaciones absurdas y de gerundios mal empleados.  Venía a verme y yo nunca sabía qué era lo que esperaba de mí. A veces le daba por ser la dama sofisticada y entonces se vestía con unos ropajes de calidad poco común, otras veces era la puta triste y otras era la lesbiana en busca de pareja y entonces nos quedábamos los dos mirando pasar las muchachitas por el Prado y yo le decía  ¿Kirenia quieres que te presente a una chica linda? Ella se reía y yo al cabo fui una tarde a visitarla con Liset, veintiún años y un cuerpo de hetaira griega. Liset era hija de Harris y se presentó a sí misma bajo el curioso título de la exestudiante Liset. Venía cargada, traía parkisonil, hierba y un litro de alcohol de noventa y nos fuimos para su casa y yo puse a Billie Holliday para llenar la noche de afectación y que la vida se nos empezara a ir despacio como los dientes a un hombre que envejece. Liset jineteaba y después llegó el Pepe de turno con una botella de ron dispuesto a participar en el jolgorio, Liset no estaba para él, a las claras se le notaban sus intenciones de jamarse a Kirenia. Así que embarajó al yuma y se las arregló  para dejarlo sin botella de ron y mandarlo al hotel como un corderito.

– ¿Y ese quién es?-  preguntó  el extranjero antes de irse señalándome a mí, y Liset le dijo que yo era su hermano. Para ese entonces ya Kirenia estaba borracha y se dejó desnudar y abrazó a Liset y me abrazó a mí y nos dijo que nos quería como a nadie en el mundo. Así era ella, siempre estaba queriendo a la gente más que nadie. En fin me las templé a las dos, pero no fue la gran cosa, al final fue un asunto bastante triste verlas quedarse dormidas como alargadas y flacas ballenas.

    – No apagues esa música-  fue lo último que dijo Kirenia.

Era triste. Es triste ser tan triste, pensé. Me he vuelto todo un pensador, pensé asomado al balcón de mi casa con marihuana en la boca y mirando a lo lejos.

Se pasa la vida fumando marihuana, dicen de mí en el CDR.

    Cómo si uno tuviera dinero para tanto, digo yo.

    Dicen de mí: es mierda lo que pinta.

    Dicen de mí: ese hombre no vale un quilo.

    Dicen de mí: vive como un animal.

    Dicen de mí: es un hediondo.

    Dicen de mí: si la pobre madre estuviera viva se volvía a morir para no verlo.

Hasta maricón es, dicen de mí, pero este es el cuento de Kirenia así que me reservo lo otro que dicen de mí.

Al día siguiente, Liset llevó a Kirenia a casa de Harris, a esa casa llena de polvo e instrumentos musicales y le dijo, mira, el mejor músico de la ciudad y mi padre.  Kirenia, se presentó ella con una sonrisa. Harris sonrió también y la invitó a sentarse en uno de los viejos sillones y luego le preguntó si había leído a E.E Cummigs.

– No.

– Él tiene un poema que habla de tus manos-  dijo Harris y siguió sonriendo y a Kirenia le parecía que nunca en su vida había visto un hombre tan negro y tan grande. Allí en la sala de esa casa, entre los delicados instrumentos músicos parecía tan anacrónico como un animal fabuloso en una plaza pública.

– Eres hermosa- dijo él de pronto, pero no de una hermosura fácil, tu belleza es de las que uno descubre pasito a paso como el amanecer cuando surge vestido de raso. A las claras se veía que se estaba burlando de ella. No me gustan los viejos, estuvo a punto de decir Kirenia pero se contuvo, el hombre era viejo y no era viejo a la vez y Kirenia lo miraba, sin poder sustraerse a la impresión de que esos ojos carmelitas lo sabían todo.

– Bueno me voy- dijo Liset y se puso de pie.

Kirenia también se paró.

– Adiós- dijo Kirenia.

– No te vayas todavía- susurró Harris y Kirenia volvió a sentarse.

– ¿Te quedas? – preguntó Liset extrañada y Kirenia se limitó a afirmar con la cabeza.

– Bueno- dijo Liset y le dio un beso al padre y otro a Kirenia y salió. Durante unos segundos se miraron sin decir nada y luego Harris empezó a hablar de Nueva York, pero no de la gran ciudad fácilmente imaginada por todos, sino de un Nueva York secreto, mágico.

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Harris había nacido en la urbe, hijo de un inmigrante del caribe anglófono y una cubana y a esa ciudad estaban asociados los primeros recuerdos de su vida. Hablaba como si estuviera convencido de que ese tema, su propia vida, nunca podría aburrir a Kirenia y era verdad, Kirenia lo escuchaba sin decir palabras, muy interesada.   ¿Quieres beber algo? Preguntó Harris de pronto y sin esperar la respuesta volcó un poco de licor en dos vasos y le tendió uno de ellos a la muchacha. Ella lo probó, era whisky. La bebida le quemó la garganta y le provocó un agradable calor. Se sentía bien.

– ¿Liset es su única hija?- preguntó  por decir algo.

– Sí- dijo Harris y luego le pidió a Kirenia que le contara algo de su propia vida.

– No tengo casi nada que contar, sólo tengo dieciocho años y me he pasado la vida estudiando en escuelas en el campo y deseando ser poeta, pero todo el mundo dice que en este tiempo ese no es un deseo cuerdo, que uno debe desear ser médico o especialista en informática.

Harris rompió a reír.

– Eres toda una loquita- dijo pero luego al ver la cara de Kirenia, aclaró: – Lo digo en el buen sentido de la palabra. Me gusta que seas así.

– ¿Ese es Dizzi Guillespi?- preguntó Kirenia mirando un retrato desde el cual el músico afroamericano abraza a Harris y sonríe.

– Si no le han cambiado el nombre es él, el viejo Diz que vestía y calzaba y ahora es sólo abono para jardines.

Kirenia miró con curiosidad a Harris:

– ¿Siempre habla usted así?

– ¿Así cómo?

Ella dibujó con las manos un enrevesado gesto:

– De esa forma un poco pintoresca.

– Eso depende de cómo tenga el día, hoy tengo mi sentido macabro alegórico en su apogeo.

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 Tenía cincuenta y cinco años  y luego de darle la vuelta al mundo, había  terminado en Cienfuegos tocando en un bar de mala muerte para un público constituido en su mayor parte por aficionados de los más diversos países  que venían a  Cienfuegos con el confesado objetivo de escucharlo. Gracias a él, la ciudad se había convertido casi en una meta turística. Supongo que a ellos dos, algún Dios con un muy peculiar sentido del humor los había destinado a encontrarse, supongo que esas cosas suelen pasar y no hay quien las evite, Kirenia y yo seguimos tomando ron y yendo al malecón a mirar las gaviotas y a contarnos cosas pero me hablaba cada vez más de Harris, me decía que era una lástima que un hombre así tomara tanto. Yo no le decía nada, yo esperaba y cuando caía la noche y los pescadores por mucho que se esforzaran no podían vernos entonces decía a templar que se fue la luz, y allí mismo en el muelle como si no se hubieran inventado las camas nos acostábamos y yo le quitaba la ropa y ella me hablaba de Italia, soñaba con ver la capilla Sixtina.

– Yo estuve en Italia y es mejor soñar con San Pedro que ir a verlo- le dije- y en Italia conocí a una eslovaca y me gasté todo el dinero que gané vendiendo cuadros, fumando marihuana en un cuartucho tan estrecho que me parecía estar en la Habana Vieja.

– ¿Eso fue en Roma?- preguntaba Kirenia.

– En Milán- respondía yo y me movía más rápido hasta que Kirenia empezaba a suspirar y decía que rico y entonces yo preguntaba ¿te gusta? Y ella me decía que sí y que me moviera más rápido y luego decía ¡ay! y yo le decía que esa eslovaca era el amor de mi vida y que tenía los pendejos pelirrojos y padecía de cáncer y ella decía pobrecita y hacía un frío delicioso y nos veníamos juntos y luego seguíamos tomando vino y ella volvía a hablarme de Harris y a decirme que el músico no era como yo sino un hombre muy moral y muy caballero sí señor, muy medido y me va a llevar al ISA a ver si puedo coger teatrología. No te imagino de teatróloga, le dije.

– ¿Y de qué tú me imaginas?- me preguntó.

– De puta de burdel- le respondí y la muchacha me echó el vino en el rostro y me dijo que yo a veces me olvidaba de que ella lo que tenían eran 18 años y se fue caminando muy seria. Yo no hice nada por retenerla. Seguí bebiendo mi vino y a la media cuadra volvió.

– No quiero verte más- dijo y yo me encogí de hombros y la vi irse, la espalda más triste del mundo era la de ella.

 

Fragmentos de identidad en el camino. La particular crónica de viaje de Cynthia Rimsky en Poste Restante.

Por: Jéssica Sessarego

Imagen: Shannon Rankin

Recientemente la editorial argentina Entropía ha publicado una edición de la novela Poste Restante (aparecida originalmente en 2001), de la autora chilena Cyntia Rimsky. Jéssica Sessarego nos invita a efectuar un recorrido por esta interesante crónica de viaje, la cual a partir de una construcción formal rica y diversa permite reflexionar al lector sobre los complejos reordenamientos de vida y cosmovisión que generan las migraciones. La obra integra ejes que van desde una búsqueda personal por efectos de procedencias y ascendencias familiares, hasta las dinámicas más cotidianas y aparentemente triviales que surgen de las vivencias en entornos distintos al lugar de origen.


Poste Restante (Cynthia Rimsky)

Editorial Entropía, 2016

241 páginas

 

¿Yo? ¿Ella? ¿Una anónima chilena que se cuela cual personaje secundario en un pequeño recorte de la trama? Jugar con los pronombres permite a Cynthia Rimsky elaborar su crónica Poste Restante como una pregunta por la identidad; o como un largo y complejo tablero en el que las diversas fichas de la identidad se dispersan, se chocan, se rozan, se besan. Un puñado de letras alcanza para instalar el tema: ¿es lo mismo Rimsky que Rimski? ¿Son la misma familia, son las mismas personas?

La crónica se inicia cuando a la protagonista, casualmente una chilena llama Cynthia Rimsky, le entregan un álbum familiar comprado en un mercado persa. El mismo lleva la palabra “Rimski” inscripta en el lomo. ¿Serían antiguos miembros de su familia? ¿Le habrían cambiado el apellido a su abuelo al pasar por la frontera, como a tantos otros? ¿Habría en algún lado alguien que pudiera reconocer a los individuos de las fotos como parientes suyos? Este interrogatorio sin destinatario fijo es la excusa para abrir un largo viaje a Medio Oriente, los Balcanes, el mundo entero, cuyas paradas implicarán una nueva entrada en la crónica.

Pero tampoco dichas “entradas” serán las de un diario de viaje ordinario. Hay fotos, mapas, cartas enviadas a la protagonista por parientes y amigos, fragmentos fechados y a veces localizados, fragmentos con títulos cual relatos breves.

Lectores ansiosos buscarán correspondencias entre los pronombres, los tipos de fragmentos y las variedades de títulos, y sentirán una vaga frustración al encontrar más de una vez la tercera persona en las entradas de diario (108, 174) y la primera en los relatos titulados a la manera de cuentos (96). Las descripciones de las fotos, que una asociara inicialmente a los repetidos apartados “Álbum de familia”, aparecen también en cualquier otro fragmento. Entre medio de las cartas de terceros, de pronto hay una carta escrita por la protagonista. Pero así se sostiene este libro, no como un camino continuado sino como una sucesión de postes colocados en los bordes, postes autónomos, únicos, irrepetibles, y que a la vez dejan entrever la ruta que avanza silenciosa a su lado.

Entre tantas preguntas cabe rescatar una indispensable para cualquier reseña: ¿Quién es Cynthia Rimsky? Nacida en 1962 en Santiago de Chile, ésta reconocida escritora hoy reparte sus días entre su país natal y Buenos Aires, siempre y cuando no esté de viaje. Si bien ya había escrito algunos relatos cortos, su primer libro publicado fue Poste Restante, en 2001, el cual marca de algún modo toda su obra posterior, plagada de viajes  o más bien de migraciones, de conexiones entre lugares y personas, de géneros combinados, de anécdotas autónomas. Esta crónica, o novela al decir de muchas reseñas, o diario, o improvisado itinerario, tiene origen en un viaje real que Rimsky realiza a contramano del recorrido hecho por sus abuelos hace medio siglo atrás: de Santiago va a Londres, de allí a Israel, luego a Egipto, a Chipre, a Rodas, a Turquía, llega a Ucrania, pasa por la ciudad de Praga, alcanza Polonia, Austria, finalmente Eslovenia y retorna a Santiago. Hay quienes dicen que el texto es producto de la planificación del viaje antes que del viaje mismo, cosa que esta reseñadora no pudo corroborar pero que no deja de ser posible y ser parte de la eterna ambigüedad de la escritura entre la no ficción y la ficción. Similar cruce se da en su obra Los perplejos (2009), en que se intercala una biografía novelada de Maimónides con su propio y errante viaje tras los pasos del biografiado. En Ramal (2011) el protagonista es un personaje de ficción, pero curiosamente comparte varias anécdotas personales con la Rimsky personaje de Poste Restante, como ser la del antepasado dentista que atendía en la calle Maruri y que se negaba a trasladar su consultorio al barrio alto, en el cual podría haber cobrado más caro.

Hoy en día la autora se dedica a dar talleres de escritura en torno a la no ficción y a los viajes, tanto en Chile como en Argentina. Además de los libros mencionados, publicó La novela de otro (2004), Fui (2016) y El futuro es un lugar extraño (2016), además del relato “Cielos vacíos” dentro del volumen Nicaragua al cubo (2014). Ha recibido varios premios, como ser el primer lugar en los Juegos Literarios Gabriela Mistral, el segundo del Premio Municipal de Santiago y la beca Fundación Andes.

Editorial Entropía es la primera en publicar Poste Restante en nuestro país, cosa que hacía falta ya que no es nada fácil conseguir la versión chilena. El título de la obra alude al servicio que brindan muchas oficinas postales de recibir la correspondencia para aquellos que no tienen residencia fija. Este servicio era utilizado por la viajera, que reproduce en el libro los sobres de las cartas que le envían a “poste restante”. Pero incluso aquí aparece la vuelta de tuerca que confunde el sentido de cada apartado: un breve epígrafe debajo de la imagen aclara que la carta fue devuelta a Chile, es decir, que no llegó a la viajera, al menos no mientras viajaba. ¿A qué se debe esto? ¿Qué guiño nos hace Rimsky en este comentario? El lector debe estar atento si no quiere perderse en los múltiples juegos de la narradora, que pocas o ninguna vez sigue el camino lineal esperado ni mucho menos da explicaciones.

Los detalles, lo pequeño, lo que nadie observa es la prioridad en esta crónica. Como en el film Belleza Americana (1999) de Sam Mendes, el sentido y la magia pueden esconderse en una bolsa plástica girando en el aire. Literalmente: dentro de la visita a Ucrania se encuentra el fragmento titulado “Bolsas plásticas”. Allí, una narradora omnisciente explica que en ese país en los negocios no entregan jamás bolsas plásticas, y que no solo deben comprarse sino que salen caras y hasta las hay que pueden considerarse un objeto de lujo (alusivamente denominadas “Armani”, “Versace” y “Boss”). Este pequeño hecho acaba por tener más significación que el nombre de los  pueblos que visita o de las familias que conoce, puesto que recuerda un acto preciso y repetido de la madre de la viajera en Chile:

“Antes de partir su madre cogió una bolsa plástica que había tirado en la cocina y le enseñó a doblarla tal como aprendió de su madre a aprovechar los restos de comida para hacer un nuevo plato, a no botar los alimentos porque en otro lugar del mundo pasan hambre, y a reutilizar el pan añejo. Su madre no recuerda el apellido de su abuelo ni el nombre del pueblo donde vivió, pero atesora las bolsas plásticas en un país donde sobran”. (170)

Así, los diversos relatos irán configurando una constelación de relaciones entre la vida cotidiana de culturas diversas, mostrando las marcas que la migración ha dejado en Chile pero sobre todo construyendo la idea de que la historia de todo migrante es una fantasía, una acumulación de memorias inventadas, objetos desconocidos, nombres olvidados, fotos ajenas; y no por eso menos valiosa, sino todo lo contrario: una historia que vale la pena ser (re)vivida en carne propia.

Al contrario de las guías turísticas que nos hacen imaginar el desplazamiento como un cúmulo de felicidades fáciles, continuadas, rápidas, Rimsky se detiene en lo moroso, en lo difícil, en las repeticiones. Relata su ir y venir por una misma calle todos los días que permanece en determinado pueblo, describe el mal estado de las habitaciones en que se aloja, menciona desprejuiciadamente las estafas y aprovechamientos varios que sufre, transcribe los diálogos desencontrados con quienes no comparte el idioma, y es en estos hechos donde se fortalece y se hace tangible la experiencia. Los lectores la acompañamos lentamente en cada pincelada de su historia familiar extraída a fuerza de observación y paciencia a los espacios, personas y costumbres más recónditos, a sabiendas de que el resultado final no será una totalidad clara, inteligible, tranquilizadora; en cambio será, lo sabemos desde las primeras palabras, una pintura hermosa.

Despojos de lo humano: el fin de la ciudad y sus abismos. Reseña de “La máquina natural”

 Por: Javier Madotta

Foto: Richard Droker

 

El escritor marplatense Ignacio Fernández publicó en 2015 su novela prima, titulada La máquina natural. Luego de un aparente “apocalipsis” moderno, una oscura fuerza militar está reorganizando a la humanidad. La virginal cabaña en la cordillera de los Andes que habita Francisco, el protagonista, es penetrada por tres sobrevivientes de la civilización y fugitivos del nuevo orden. Ejecutada con pulso firme y versatilidad, la trama se desplaza entre recuerdos e inminencias, humor y nihilismo. El texto cuestiona el lugar del hombre en la naturaleza con eficacia, sin distracciones científicas ni pretensiones dogmáticas: cruda ficción.

 


 

La máquina natural (Ignacio Fernández)

Ediciones de Baile del Sol, 2015

173 páginas

 

La máquina natural inaugura la obra del escritor argentino Ignacio Fernández.  El título refiere al poder de la naturaleza, a sus mecanismos inapelables y al lugar mínimo del hombre en sus designios. Pienso en mecanismo porque será interrogado el corazón de un sistema: nuestra vida cotidiana, sus gestos, nuestros falsos dioses; y anoto lugar porque el espacio es central en esta cosmovisión en la que la humanidad es un grano de sal en el universo. Vía metafórica o literal, ambos caminos son válidos para recorrer la novela.

Luego de una catástrofe eléctrica, tres fugitivos de un reclutamiento mundial (el Hereje, Fernández y Ángeles) llegan a pedir ayuda a la cabaña de Francisco, un ermitaño que vive en la ladera argentina de la cordillera de los Andes. Este hombre, solitario y en simbiosis con la nieve y la montaña, aislado del mundo urbano, redacta noticias inventadas en un diario llamado El Apocalipsis, que es distribuido en un pueblito cercano. Los extraños en fuga, invirtiendo la figura evangélica, irrumpen con la mala nueva: una organización supranacional de ejércitos está al mando del mundo y regirá ley marcial para los rebeldes. Vagas reminiscencias de ghettos y períodos infames de reorganización aparecen como fogonazos en la oscuridad de un laberinto a través de estas páginas.

A pesar de que el género post apocalíptico está trabajado hasta la saturación, tanto en la literatura como en el cine, creo que allí nace el acierto sorpresivo de este proyecto: en su riesgo, su tránsito por el borde. Juega al límite, muy cerca de la repetición, de la obviedad, y sin embargo, es posible emerger fresco de la novela, con el despertar intenso de los sentidos, como en un chapuzón helado mar adentro. La construcción de dos destinos opuestos agregan la cuota necesaria de tensión: el progreso hacia la muerte de Francisco se articula con la lucha por la vida de Ángeles embarazada.

La prosa de Ignacio Fernández es clara, detallista, reflexiva. Se esmera en otorgar veracidad a cada afirmación. Es un texto que goza ser escrito. Esto es claro en frases en apariencia intrascendentes, como por ejemplo: “El Hereje está rebañando con un pedazo de pan la olla del guiso pernoctado”. Así, el narrador no escapa al momento poético, aunque evita el drama. Ante lo trágico de un asesinato, elige describir la parábola de las esquirlas del rostro baleado o  el ojo suelto que rueda por el piso, antes que indagar en las emociones posibles en esa escena. De alguna manera, este procedimiento narrativo opera sobre la idea de que la naturaleza ha sido liberada en su interior y deja al hombre en un sitio de subordinación, en el que su animalidad prevalece.

La temática del apocalipsis es retomada con ironía. No es el fin de los tiempos, pero será el fin de la etapa tecnológica basada en las conexiones eléctricas. Sin embargo, todo lo que conocerá el lector es la falta de electricidad y cómo esa carencia pone de cabeza a todo el sistema de organización humana vigente. Las reflexiones sobre la humanidad en tal situación de crisis se unen a una escritura precisa y punzante, tan ácida como humorística, que bucea en el lirismo pero también en lo crudo de lo carnal.

La violencia, que se jerarquiza como el impulso más natural del hombre, está representada en el personaje del Hereje. El narrador cuenta, con cierto darwinismo,  que ante la incertidumbre reinante es la fuerza la que manda. Afirma, por ejemplo, que “La perfección es destrucción”. O también: “Porque la violencia es leal”. Jaurías salvajes y ancianos errantes son dos de los colectivos que quedan a la deriva en esta nueva realidad. Además, otra comunidad que se observa vagar sin rumbo, es la de los niños, luego reclutados con ferocidad. Una escena al final muestra la ejecución de un joven militar, pueril y asustado, y es el Hereje su verdugo: hay una nueva ley vigente, y la impiedad se instala como la pasión humana dominante.

Es posible proyectar a los personajes como símbolos. Francisco se irá transformando en la figura de un sabio, a la vez que se disuelve su voz en la del narrador. El Hereje, la naturaleza desatada como fuerza violenta, antagoniza con Fernández, que es el hombre de razón y ciencia, compasivo, sensible. Ángeles, la chica embarazada a punto de parir, se instala como la posibilidad de la vida, incluso en las circunstancias adversas que se narran. Aparecerá un personaje menor, el cura, que es utilizado para focalizar y materializar la crítica a las instituciones, en especial y como es evidente, a la religión (católica). Otros dos personajes secundarios serán Anselmo, el “jinete del Apocalipsis”, que se encarga de llevar en burro el diario al pueblo, y Paulina, la partera, borracha desde que murió su hijo en un accidente absurdo.

Según hemos escrito arriba, el escritor explora las dimensiones, las distancias, el mapa de nuestros recorridos. Nos lleva desde la costa Atlántica hasta el Océano Pacífico. Subyace una pulsión por retroceder el tiempo, de desandar destinos. Esta voluntad o negación está expresada literalmente, de modo poético, por Ángeles, cuyo deseo es “ver, montados a lo largo de las crestas de las olas, los destellos del sol que se hunde y creer realmente que no es un ocaso sino un amanecer que retrocede”, y construye a partir de esa frase una circularidad en la historia, que aparece en el principio y en el final, donde la inmersión del astro en el océano Pacífico será un verdadero ocaso. Por otro lado, esa sabiduría inesperada en Francisco piensa: “El camino nos nutre a todos”. La sentencia, ante el retroceso vertiginoso en el tiempo por la falta de combustible, hace a las distancias inmensurables. Dirá: “mira a sus pies y no ve nada en concreto, pero ahí se acaba el mundo ¿Qué hay más allá? ¿Cómo se cruza esa distancia?”. Y más adelante, la respuesta: “más allá estaba el silencio verdadero del mundo: se podía percibir el apacible vértigo de cómo sería el mundo sin humanos”. La tierra arrasada, regresando a su punto nodal, transforma drásticamente la noción de espacio, reduciéndola a la vanidad de mera abstracción, de una simple categoría.

En cuanto al enclave del relato en la temporalidad histórica, los autos que utilizan los fugitivos nos dan un atisbo de pista, pues son siempre modelos viejos (por ejemplo el Renault 12 que usan para el escape). He referido ya que se edifica memoria en la bruma de episodios traumáticos como los campos de concentración y las dictaduras. Y si bien el territorio de soporte es Argentina, de costa a cordillera, ¿se ocupa el texto de construir una mirada local sobre esta crisis mundial? En absoluto. Se intenta una definición rápida de cierto modo de argentinidad en una frase: “El mundo estaba en todas partes y en ninguna pero ellos estaban en el centro: qué desesperación más argentina”. ¿O acaso situar la novela en este país es un modo de hablar sobre esa centralidad desesperada? ¿O será que el tiempo histórico no se difiere, y el atraso que se vislumbra es el del país de mar plateado?

Explorando el despojo del ser de sus pasiones, afirma el narrador que “Todavía conservaban vicios residuales de la civilización como la vergüenza y la esperanza”. En ese aspecto, La Máquina natural resulta un cuestionamiento a las ficciones humanas contemporáneas. Y en particular, a la religión y el periodismo. Dice el narrador: “Sus noticias, las religiones, los nombres, la nieve: todas esas ficciones que se agotan por su propia naturaleza y que necesitan ser alimentadas una y otra vez”. En cuanto a la parodia del periodismo, allí es donde observo su mejor imaginación y destreza: se insertan en la novela cinco fragmentos de noticias del diario Apocalipsis, a medida de lo que la gente quiere leer, porque en definitiva, todo es una cuestión de entretenimiento. Vale la pena resumirlos: cuatro presidiarios se fugan y, al ser detenidos, tres de ellos explotan en forma de murciélagos y uno en pajaritos blancos; un perro maltratado por sus dueños les salva a su bebé, lo que genera una discusión científica sobre la piedad canina; se descubre la inexistencia de un país diminuto denominado “Bután”; los gobiernos del mundo prohíben la muerte por un día; por último, el creciente aumento de correspondencia dirigida simplemente a Dios trae algunos problemas logísticos y la perplejidad de un ciudadano al que se le devuelve la misiva al no poder localizar al destinatario.

            Para terminar esta pátina desprolija, acaso más gravosa que la padecida por el Ecce Homo de García Martínez (ver http://www.lanacion.com.ar/1501502-una-anciana-arruino-una-obra-de-arte-del-siglo-xix), quisiera dejar una cita más, que refleja el pesimismo radical de este texto en su mirada sobre la modernidad: “Ahora mismo somos el último eslabón de la cadena evolutiva humana, pero este eslabón ya no tiene contacto con el primero. Perdimos la curiosidad del conocimiento más elemental porque el mundo ya estaba ahí cuando nosotros llegamos”. Se ridiculiza la impotencia del hombre ante la catástrofe: “Pero no parecía tratarse de un retorno al estado de naturaleza […] Era incivilizado matar para comer. El frío y la oscuridad se combaten girando perillas, pulsando botones ¿Qué es todo esto?” La pregunta es retórica: el hombre es un diente de león en Sudestada. El conocimiento actual es inútil, en el sentido amplio. Dígase sin titubeos: en La máquina natural, al narrador “nada de lo humano le es ajeno”, ni indistinto, ni se salva de su pensamiento corrosivo. O más bien, casi nada: sobrevive la literatura.

Ecce Hommo

 

 

 

Gabriel Payares: “Venezuela no está en el foco del mundo literario”

Por: Andrea Zambrano

Foto: Lisbeth Salas

 

El escritor venezolano Gabriel Payares, quien se ha consolidado como una de las voces más significativas de la nueva escena literaria latinoamericana, habla sobre la experiencia de vivir en Buenos Aires, la posición de Venezuela en la dinámica literaria regional, y el libro de relatos que está próximo a publicar. 

 


El universo como patrimonio fue la formulación que, sobre el problema del escritor y la tradición nacional, Borges defendió a lo largo de su trayectoria intelectual. Ante las acusaciones que se hicieran de su producción literaria, siendo esta catalogada de desarraigada, descomprometida y bizantina, el bonaerense apostó por la idea de un universalismo y un cosmopolitismo espiritual, frente a los esfuerzos que el sector más nacionalista de la escena cultural del momento llevó a cabo a fin de erigir un arquetipo sobre lo que debía entenderse como el ser argentino.

Contra esta idea de impregnar la narrativa de color local, como condición sine qua non para construir una esencial literatura nacional, se halla anclado de manera tajante el joven escritor venezolano Gabriel Payares, quien asegura no estar interesado en hacer cuadros de costumbres ni mucho menos viñetas políticas y sociales de su país. Por el contrario, cree fervientemente en la idea de que la literatura es en sí misma un abordaje salvaje de pulsiones íntimas y personales, y que no debe funcionar necesariamente como documento histórico o evidencia palpable de la realidad.

Si para Borges la autenticidad del Alcorán no pasa por la recreación del camello como panorama validador de lo nacional, para Payares la legitimidad de la literatura venezolana no pasa por la recreación del mar y las palmeras como paisaje revelador del Caribe. “Cuando el caribeño está de fiesta es porque escoge no ver las profundas tristezas que lo aquejan.” Para el escritor de 33 años de edad, estos intentos por romantizar lo local tienen que ver con una mirada extranjera más que con una propia y nativa.

Nacido en Londres en el año 1982 pero criado en Caracas desde los 3 años de edad, Gabriel Payares se recibió como Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela y como Magister en Literatura Latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar. Actualmente, es tesista de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Tres de Febrero de la ciudad de Buenos Aires.

Dos libros de cuentos publicados, Cuando bajaron las aguas (Monte Ávila Editores, 2009) y Hotel (Editorial Punto Cero, 2012), lo han hecho merecedor de importantes premios nacionales tales como el Concurso de Autores Inéditos de la Editorial Monte Ávila (2008), y el 66° Concurso de Cuentos del Diario El Nacional (2011). Fuera de Venezuela, obtuvo primera mención en la decimotercera edición del Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar (2014), otorgado en la ciudad de La Habana. Parte de sus relatos fueron publicados bajo el sello editorial Alfaguara en el año 2013, en una antología compilada por el crítico venezolano Carlos Sandoval, que lleva por nombre De qué va el cuento.

 

En el relato Cuando bajaron las aguas, haces referencia a un hogar víctima de un fuerte grado de descomposición y de una violencia “más brutal que la Seguridad Nacional de los relatos del abuelo”, frase con la que aludes evidentemente a un período convulso de la historia de Venezuela durante la década del 60’. ¿El hogar al que haces referencia en el cuento tiene que ver con la idea de patria?

GP: En ese relato se habla de una inundación que perfectamente podría ser en el llano venezolano o en alguna localidad venezolana similar. Muchos lo interpretaron como una alegoría directa a la tragedia del estado Vargas del año 1999. Y no lo es. Podría ser un relato de Vargas, sí, pero podría ser de otra localidad, de hecho no hay en el relato una referencialidad espacial específica, más allá de la referencia a la Seguridad Nacional que te dice que el relato transcurre en Venezuela, y que es una historia que tiene que ver con el pasado. Sería interesante analizar ese hecho como cierta necesidad venezolana de ver reflejada una realidad inmediata. Como si la literatura tuviera que funcionar necesariamente como un mecanismo de denuncia. A fin de cuentas, la literatura es un compromiso consigo mismo. Aunque la realidad es que se intenta siempre reconvertir toda elaboración narrativa en un discurso político.

¿Es entonces la introspección, y no la realidad social, el motor de la producción literaria?

GP: Balzac decía que la novela es la historia íntima de las naciones. El escritor busca en su interioridad los elementos para evaluar lo universal. Uno escribe básicamente de sí, de lo que ha vivido, de sus experiencias, de la digestión de diversas lecturas, obsesiones y contextos, y con todos esos elementos elabora una especie de artefacto que responde a sí mismo, pero que también puede ser evaluado desde diversos puntos de vista, desde diversas interpretaciones. No creo que lo universal y lo singular puedan verse como facetas discernibles o separables, al contrario, hay que verlas como en una especie de unión taxonómica producto de un hecho estético, de un hecho artístico como lo es la elaboración literaria, que es, en sí misma, un proceso de producción muy íntimo.

¿Crees, como Borges, que el patrimonio de todo escritor es el universo y no concretamente lo nacional?

GP: El color local es algo que no necesitas si estás bien anclado. Ahora, la dicotomía universal/local es una dicotomía tramposa. El autor busca encontrar lo universal que yace en lo local. A mí lo que no me interesa es hacer viñetas políticas o sociales de mi país, porque para eso está la realidad y para eso hay otros tipos de discursos que cumplen muy bien su labor, como el periodismo por ejemplo. No creo que la literatura deba funcionar como un libro de texto, debe funcionar más bien como una especie de laboratorio, de experimentación. En ese sentido, sí estoy con Borges. Si la idea es leer lo local en la producción literaria, no necesitas el decorado de palmeras. Para narrar Venezuela no necesito describir las palmeras del Caribe con el fin de romantizar lo nacional, porque ese ejercicio no tendría nada que ver con nuestra mirada como venezolanos. Para mí el Caribe no son las palmeras, el Caribe son otras cosas. Para muchos extranjeros, el Caribe es una especie de sitio feliz, de lugar de esparcimiento, de vacacionistas. Pero nosotros sabemos que el Caribe es un lugar que tiene grandes tristezas. Cuando el caribeño está de fiesta es porque escoge no ver las profundas tristezas que lo aquejan.

En Nagasaki (en el corazón) parece haber un paralelismo entre una catástrofe histórica a la que nos remite el título y una catástrofe generacional. El personaje de la historia asegura “habitar en ella (su generación) su propio destierro” ¿Pretendes con este relato dar cuenta de una especie de desencajamiento de tu generación respecto a la actual? ¿Crees formar parte de una generación que apunta a reflejar únicamente ese inmediatismo político en sus narraciones?

GP: La idea germinal de este cuento gira en torno a las segundas veces. La bomba de Nagasaki me hizo pensar en esa segunda vez como metáfora ideal para recrear esos retornos que suelen ser actos cargados de crueldad. Sin embargo, hay algo que sí he sentido respecto a la idea generacional. Quizá suene algo pretencioso, pero he sentido que las preocupaciones narrativas que me habían estado surgiendo durante el momento de elaboración de ese libro, eran muy disonantes con el momento. Me explico: creo que en la época del chavismo se invisibilizó a la clase media venezolana, la cual nunca se sumó al proceso y terminó convirtiéndose en un sector social muy huérfano. De allí que algunos escritores intentaran visibilizar a esa clase a través de dos formas: en primer lugar, la narrativa urbana, en donde se escribió sobre la Venezuela pre chavista, con gran parte de relatos ambientados en Caracas o en un escenario aterrizado en los 90’. En segundo lugar, la llamada narrativa del exilio, centrada en figuras como la de Gustavo Valle y demás escritores que habían salido del país durante la década de los 90’. Considero valioso el trabajo de estos escritores de visibilizar dicho sector social, no obstante, lo trágico es que terminaron siendo reconvertidos o reducidos a la dicotomía chavismo-antichavismo, sobre todo con una etiqueta tan desafortunada como la del “exilio”. Lamentablemente, muchos escritores han tenido que lidiar con la etiqueta fácil que la interpretación apresurada les ha confinado.

Si bien hay varios referentes urbanos, el más constante es Buenos Aires, evidenciado de forma explícita tanto en Sudestada como en Réquiem en Buenos Aires. ¿Por qué esta necesidad de recrear un imaginario porteño? ¿Por qué elegir este paisaje para cobijar el acontecer de las historias y los personajes?

GP: Ahora la experiencia es un poco distinta. Los cuentos que he estado escribiendo actualmente tienden a regresar a Venezuela. Lo primero que te puedo confesar es que en esa época yo sentía que mi país se beneficiaría mucho mirando hacia el sur. Sin embargo, la experiencia de un año y medio que tengo en Buenos Aires me ha enseñado mucho, pero sobre todo de Venezuela, y creo que la idea ha sido siempre construir un sitio, una especie de Atalaya, desde donde mirar lo propio, y con ello quiero decir mi país, mi personalidad, mi vida y mis obsesiones. Al final, el escritor tiene que producir su obra como si fuera un extranjero para su idiosincrasia, para ver cómo funciona lo venezolano cuando se lo despoja de su contexto. Una especie de taxidermia, de biopsia.

En una entrevista anterior afirmaste que en Venezuela “nos hace falta más tragedia y menos épica”, aseverando que “somos un pueblo de imaginarios épicos e independentistas”. ¿Es por esto que te sientes más atraído por esa mirada reflexiva y melancólica propia de la literatura sureña?

GP: Las naciones del sur, como todos los países, también tienen su épica. Las naciones se fundan siempre a la luz de una épica, una narrativa y una nostalgia. Lo que pasa es que la nuestra, la venezolana, es una épica profundamente militar, y, en tanto épica, es discurso manipulador.  Cuando afirmé eso en aquella entrevista, me refería a la necesidad que tenemos de deshacernos de esa narrativa épica, de ese discurso fundador, ya que Venezuela parece estar fundándose continuamente. Quizá habría que abandonar esa pieza fundacional discursiva del imaginario y empezar a jugar con la tragedia, que es lo singular, lo que le ocurre al individuo, a fin de ponernos en el lugar del otro, sufrir con el otro, convertirnos en un pueblo compasivo, lo cual nos llevaría necesariamente a un crecimiento como nación. Con respecto a la mirada sobre Buenos Aires, sentía en aquel momento –eso puede haber cambiado– que el sur tenía la oportunidad de digerir esos procesos históricos de una forma que nosotros todavía no. Y, de hecho, creo que todavía en Venezuela sigue habiendo una necesidad épica discursiva acompañada de una necesidad mesiánica. Chávez fue una figura que vino a contarnos la historia venezolana a su manera, a iluminar cosas y a oscurecer otras. El relato-país, como narrativa que se hace desde el poder, está mediado por un discurso épico. La literatura, al no hacerse desde el poder, está llamada a subvertir eso.

¿Crees pertinente, desde tu rol de escritor, tomar en cuenta al chavismo como proceso político fundamental para avanzar en la construcción de una narrativa nacional?

GP: Es mucha la tarea que nos deja el chavismo. Quizás es el final del gobierno chavista, pero es el inicio del chavismo como corriente y pensamiento político. Sin duda, el chavismo tiene que jugar un papel importante al momento de levantar el relato-país, para que, finalmente, podamos trascender históricamente y no seguir repitiéndonos. Yo no creo en los accidentes históricos. Hay que reconocer que el chavismo trajo de vuelta unos relatos que estaban totalmente subyugados al relato progresista de la Venezuela petrolera. Lo difícil es leer esos relatos desde la inmediatez, desde esa coyuntura política y esa crisis de la que parecemos no salir. Haciendo la cola para conseguir alimentos, no es, por ejemplo, el escenario perfecto para pensar el país. Pero una vez exista la distancia crítica para empezar a elaborar, yo creo que sí lograremos construir una narrativa nacional. Los escritores estamos convocados a hacerlo. Al final somos un solo país, y el reto está en eso, en elaborar una narrativa que permita conservar tanto los elementos visibilizados como los invisibilizados por el chavismo.

Recientemente escribiste un artículo en el que analizas la invisibilidad literaria de tu país. ¿Crees que Venezuela ocupa un lugar periférico dentro de América Latina, a pesar de contar con proyectos literarios significativos en el continente como el premio Rómulo Gallegos y la Biblioteca Ayacucho?

GP: Sin duda. Los grandes proyectos editoriales venezolanos son proyectos para publicar a extranjeros y no a nacionales. La Biblioteca Ayacucho es un proyecto descomunal que fundó Ángel Rama, uruguayo exiliado en Venezuela, gran crítico de América Latina. El tercer mundo tiene su tercer mundo, y en América Latina la región centroamericana y la región del Caribe, con excepción de Cuba y ahora Puerto Rico, son regiones menos significativas en el continente en cuanto a visibilidad. Un escritor venezolano tiene muchas más trabas para publicar afuera que un escritor argentino por ejemplo. Algunos proyectos venezolanos como la Editorial Monte Ávila, el premio Rómulo Gallegos y la Biblioteca Ayacucho fueron iniciativas destruidas por la crisis de los 90’ y por el neoliberalismo, para más adelante ser recuperadas, hay que decirlo, por el chavismo. Pero fue un avance que no logró ir mucho más allá. Venezuela no está en el foco del mundo literario. De hecho, creo que los escritores venezolanos que han tenido una buena acogida recientemente en España, lo han logrado producto de que se han adherido a unos criterios políticos coyunturalmente convenientes. La cultura para nosotros los venezolanos ha jugado un rol muy terciario. Hemos sido grandes promotores de la literatura latinoamericana en detrimento de la nuestra propia. El premio Rómulo Gallegos lo ha ganado un solo venezolano en la historia, Uslar Pietri, y eso hay que pensarlo.

En Epílogo, Londres, 1982, se muestra una especie de autobiografía reflexiva en la que se evidencia cierta nostalgia por unos orígenes desvanecidos. ¿Es este relato un ajuste de cuentas con tu identidad?

GP: No tengo mayores recuerdos de esa ciudad. No tengo una experiencia en Londres digerida, y eso es lo que intento plasmar en el relato, buscar unos puntos de enunciación que, para ese tiempo, apuntaban hacia afuera. En el momento de publicación del libro yo no había tenido la oportunidad de ir a Londres. El libro salió en el año 2012 y fui a Londres a finales de 2013, con el fin de conocer el sitio donde había nacido. Fue una experiencia muy linda ya que, finalmente, Londres no me dijo nada. Fui al lugar donde nací y a la casa donde pasé mis primeros días, y fue una experiencia rara, porque eran sitios que, si bien estaban en mi historia, no me pertenecían. Al final, me fui de Londres sin recuperar nada mío.

Sylvia Molloy asegura que siempre se es bilingüe desde una sola lengua, y que el escritor elige en cuál reconocerse y cuál afantasmar. ¿Sientes, como Molloy, que escribes desde una ausencia?

GP: Aunque me reencontré con mi lengua natal, Londres fue una ciudad ajena para mí. Mi teoría es que el inglés en mi vida es mucho más importante si está ausente. La ausencia de esa lengua, la ausencia de ese origen, la ausencia de Londres para mí es mucho más productiva en la medida en que se mantenga ausente. Yo no podría, no quiero de hecho, escribir nunca en inglés, solo lo veo como una herramienta. Quizá un cuento como Epílogo, Londres 1982, lo que hace es reconocer la ausencia de ese origen marcable, identificable. Este relato tiene una especie de extravío que a ratos puede ser doloroso, sufrido, pero también tiene sus potencias. Yo creo que al final de cuentas uno escribe para recuperar algo y, fundamentalmente, yo escribo de lo perdido.

Algunos de tus relatos fueron publicados en una antología editada por Alfaguara ¿Qué opinión te merecen los reconocimientos?

GP: La publicación de Alfaguara para mí significó una alegría. Pero no me siento más legitimado en el mundo literario latinoamericano por haber publicado un cuento en esa editorial. Lo que hacen estas grandes editoriales es insularizar la literatura latinoamericana, porque además no hay ahora editoriales fuertes que le hagan frente a las grandes transnacionales. Ellas tienen el monopolio del idioma y lo que hacen es vender los autores en cada país. Para que un autor local sea circulado en otros países de la misma región latinoamericana, tiene que circular primero en España. De manera que sigue habiendo un colonialismo editorial fuerte. Respecto al premio otorgado en La Habana, me alegró mucho el hecho de ser el primer venezolano premiado en la trayectoria de ese concurso. Lo triste fue no poder ir a Cuba a recibirlo personalmente y a participar de la feria. Lamentablemente, no hay mucho apoyo para los escritores, o al menos no lo hubo para mí. Escribí a la embajada de Venezuela en Cuba y no recibí respuesta alguna.

¿Por qué cuentos hasta ahora? ¿Te sientes más identificado con este género?

GP: Yo creo que la cuentística es un género importante que está en segundo plano, justamente por estos criterios coloniales y dominantes del mundo editorial que han priorizado, en mayor medida, al género europeo por excelencia: la novela. Latinoamérica ha sido frondosa en grandes cuentistas, y creo que es importante intentar revivir y visibilizar el género del cuento. No obstante, también podría decirte que se trata de una escogencia profundamente íntima y personal.

¿En qué otros proyectos te encuentras trabajando actualmente?

GP: Estoy por publicar un nuevo libro de cuentos en Venezuela que llevará por nombre Lo irreparable, insistiendo en esta idea de lo roto y lo quebrantado. Allí saldrá el cuento Las ballenas con el que obtuve el reconocimiento en Cuba. Además, estoy trabajando en una novela. Es un género que estoy actualmente tanteando porque es una narrativa radicalmente distinta. El cuento tiene una especie de marea que te lleva y que puedes abandonar, mientras que la novela tiene un aparataje arquitectónico que estoy abordando por primera vez, y que ha resultado ser para mí una experiencia grata, de cambio. Por otra parte, también he flirteado con la poesía, que es mucho más descontracturada. Juega más a desestructurar, a romper, a perderse. Podría decirse que es más esquizofrénica.