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Fronteras cubanas: Antonio José Ponte y la revolución en tránsito

 

Por: Juan Pablo Castro

Imágenes: Alex Webb

Uno de los problemas al que se han enfrentado los escritores cubanos de las últimas décadas es el del tránsito de la revolución a la pos-revolución. Juan Pablo Castro analiza la inflexión que esta cuestión tiene en la obra de Antonio José Ponte, especialmente en su novela La fiesta vigilada, a partir de las ideas de frontera y ruina. La particularidad de posicionarse críticamente sobre Cuba dentro de Cuba y de establecer una genealogía que incluye escritores nacionales, como Martí y Lezama Lima, son leídas como una estrategia de Ponte para erigirse como el “último escritor cubano vivo”.


Pensar el tránsito de la revolución a la pos-revolución en el momento mismo en que ocurre ha sido uno de los problemas centrales para los escritores e intelectuales cubanos durante los últimos veinte años. Tanto para quienes escribieron sus primeros textos envueltos por las sombras del “Período Especial” (1990-2006) como para aquellos más jóvenes, que vivieron el paso del gobierno de Fidel a Raúl Castro -en el que cabe destacar el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos (2014)-, la pregunta por el porvenir de la revolución ocupa un lugar central. Miembro destacado de la facción veterana, Antonio José Ponte (1964) aborda el problema con un desplazamiento hacia el pasado y un programa de acción que bien podría conceptualizarse como una arqueología destituyente. El asunto es notable en su novela más conocida, La fiesta vigilada (2007), que puede leerse tanto como una revisión impugnatoria de la historia y la cultura revolucionaria como una intervención para desarmarlas. El texto narra la expulsión de Antonio José Ponte, protagonista y narrador, de la Unión de Escritores y las reflexiones que el hecho le suscita y que despliega hacia un afuera de genealogías y conexiones globales: un mapa cuyos componentes entretejen una relación inédita de Cuba con el mundo. Me propongo interrogar ese mapa, sus límites y fronteras, sus pasajes y los tiempos que le otorgan densidad como territorio imaginado. Fronteras temporales, con las que Ponte periodiza una contra-historia cultural de Cuba; fronteras espaciales: ¿dónde se ubica Cuba en el mundo globalizado al que ingresa de manera parcial y problemática?

CUBA. Havana. 2008. Vedado.

La Habana, 2008. Vedado.

Límite

Habana. Un arte nuevo de hacer ruinas (2006), filme documental de Florian Borchmeyer y Matthias Hentschle debe su título al relato “Un arte de hacer ruinas”, donde Ponte inaugura una de sus hipótesis más conocidas respecto del deterioro de La Habana y su relación con el proyecto revolucionario. De acuerdo con su llamativa visión, el principal responsable de la precarización edilicia de la capital cubana sería el propio Estado revolucionario, movido por el fin de legitimar su poder bajo el pretexto de una supuesta amenaza de guerra exterior. Señala Ponte, entrevistado por los realizadores del filme:

Yo tengo una teoría: todo el discurso de Fidel Castro desde hace muchos años, desde el inicio, se basa en la invasión norteamericana. La ciudad de La Habana, manteniéndose en ruinas, corresponde exactamente con ese discurso (…) Para legitimar arquitectónicamente ese discurso político la ciudad tiene el aspecto de haber sido ya bombardeada.

 La secuencia inicial del filme de Borchmeyer es representativa de una concepción de la frontera como correlato de esa hipótesis. Una reja se desliza de un extremo al otro (se trata de la puerta corrediza de un ascensor) y su estruendo, al cerrarse, evoca el choque de unos barrotes contra el marco de una celda. El elevador inicia un movimiento ascendente. La cámara está tan cerca de la rejilla que al pasar por la división de los pisos la imagen se oscurece por completo. Al detenerse, se abre la reja y aparecen los créditos: suena el bolero “Ruega por nosotros” y el filme da un giro a la presentación de imágenes de archivo. Tras esta breve digresión volvemos a la azotea a la que ha conducido el ascenso y allí vemos, a un lado, la ciudad tugurizada y al otro, el mar, inabarcable. La metáfora parece clara, pero termina de completarse cuando la cámara se fija sobre una jaula de palomas. Habla el primer entrevistado del filme: “En la reencarnación, si existe, me gustaría ser pájaro, para tener la libertad de volar y moverme adonde quiera”. Evidentemente, el anhelo de libertad subraya su falta. Cárcel-jaula-isla, las imágenes se articulan en la primera secuencia de Habana. Arte nuevo de hacer ruinas en torno a una concepción de la frontera en su costado más coercitivo y limitante. Señala Ponte en La fiesta vigilada: “Tomadas las azoteas de los edificios y fabricadas en ellas unas covachas que no se sabría si adjudicar a humanos o a palomas, cuando resulta imposible ocupar un afuera queda aún el recurso de las cajas chinas (…)”. Cortar, segmentar, encogerse: devenir menor hacia un adentro, hacia el corazón del territorio, ya sea porque salir es imposible (“resulta imposible ocupar un afuera”) o porque hacerlo -resuena aquí un eco kafkiano- sería en última instancia infecundo. Evidentemente, como correlato de este imaginario fronterizo se despliega una concepción del poder: ilimitado, presente en todos los confines de la tierra. Tómese por ejemplo el relato de Ponte “A petición de Ochún” (incluido en el libro Cuentos de todas partes del imperio (2000)), donde se narra el fusilamiento de un cubano en plena selva africana por cuenta de la propia ley marcial de su país. Se trata, en palabras de María Guadalupe Silva, del “reencuentro en las regiones más improbables con lo que Cabrera Infante solía llamar ‘el largo brazo de Fidel’, y que también se podría entender como la vasta geografía política de la civitas cubana: la extensión ‘imperial’ de su Ley” (Silva, 2014: 73). El carácter liminar de la frontera tiene, entonces, un componente geográfico (el mar) y uno político-histórico: la larga serie de sucesos que se inscriben en el agua que circunda a Cuba y la separa, a mayor o menos distancia, de todos los otros puntos del planeta. La prohibición de salida, el éxodo de Mariel y el embargo económico se han amoldado a la forma de esta frontera.

De ese estatuto de límite -en apariencia infranqueable- participa uno de los tópicos que más fuerza tiene en la novela: la crítica a la censura, que también tiene su marca histórica en 1961, con las “Palabras a los intelectuales” de Fidel Castro. Como la anécdota es conocida, baste con señalar el modo en que el episodio es registrado en la novela. Tras la censura del documental P.M, de Sabá Cabrera y Orlando Jiménez, y en respuesta al escándalo provocado por ella, Fidel habría citado a los intelectuales para cruzar unas palabras con ellos:

Para el histórico encuentro se eligió el teatro de la Biblioteca Nacional. Bajo apariencia de brindar una anchura magnánima, lo importante era cercar oficialmente el pensamiento artístico. Dentro de la revolución, todo. Contra la revolución, nada. ‘La nostra formula é questa: tutto nello Stato, niente al di fuori dello Stato, nulla contra lo Stato’, había pronunciado en 1925, también en un teatro, Benito Mussolini en La Scala de Milán. (Ponte: 101)

El hilo que vincula la censura de P.M con la expulsión de Ponte de la Unión de Escritores es explícito: “Néstor Almendros fue expulsado de la revista donde publicara sus elogios [de P.M], clausuraron el suplemento periodístico (…) y las autoridades políticas decidieron fundar una asociación que agrupara a escritores y artistas. (En una terraza de esa asociación tuve mi cita final con los dos funcionarios)”. Y la serie se completa con el recuento de una tercera censura, realizada esta vez por el régimen de Batista. El Mégano contaba “en una mezcla de ficción y documental las miserables condiciones de vida de los hombres del campo”, motivo por el cual los organismos del régimen pre-revolucionario -festivo y cabaretero- lo habrían enviado a las bóvedas que contenían los secretos de Estado. Señala Ponte que tras el triunfo de la revolución, el Che Guevara solicitó ver el filme (“se preguntaba por los límites imaginativos del poder anterior”), pero éste, fatalmente, lo decepcionó. “Le encontraba muy poco poder explosivo, dejaba demasiado en entredicho el sistema nervioso del régimen anterior. ¿Significaba entonces que el ejército rebelde había triunfado sobre una dictadura obligada a cuidarse de una peliculita como aquella?”. Evidentemente, más allá de la constatación de la censura como institución activa en la Cuba socialista, lo que parece interesar a Ponte es el modo de funcionamiento de ese organismo, que parece desbordar regímenes y gobiernos y que se organiza siempre en forma arbitraria, paranoide y azarosa. El paralelismo entre esas instancias pone en evidencia que, más allá de los tropiezos o brutalidades de un régimen específico, lo que interesa demostrar es la artificiosidad de aquellos órdenes -en definitiva, de cualquier orden político-, demasiado tiempo prolongados y, por tanto, naturalizados. Ponte se ocupa de evidenciar los momentos de pasaje, las vacilaciones y los quiebres, vale decir, los momentos en que la historia tomó un rumbo que bien pudo ser distinto. Opone de este modo a una perspectiva mítica, teleológica y totalizante de la Historia (que culminaría con la revolución triunfante) una mirada histórica, hecha de secuencias y fragmentos. Las cosas, parece decir, pueden ser de otra manera. Interesa destacar que allí donde el límite se percibe con más fuerza, ya opera un pensamiento de frontera.

CUBA. Santiago. 2008.

Santiago, 2008.

UMBRAL

Tal vez no sea necesario insistir demasiado en el aspecto poroso de toda frontera, en su existencia como zona de pasaje y contagio. El hecho es que, lejos de ser los habitantes de una infranqueable “institución carcelaria”, si hay algo que caracteriza a los personajes de La fiesta vigilada es su capacidad de desplazamiento transnacional y, en vinculación con ella, su identidad inestable. Llamaremos a estos personajes figuras de pasaje, de acuerdo con el concepto propuesto por Cristina Iglesia, quien, para el caso argentino, los define como: “pequeños grandes héroes (…) cuyas vidas se juegan, con igual intensidad, de un lado y del otro de la frontera” (Iglesia, 2003: 68). Tal vez la figura que mejor encarne esta ambigüedad en la novela de Ponte sea la del espía, al que en cierto modo se dedica una de las cuatro partes de la novela, nada menos que la primera, titulada “Nuestro hombre en La Habana (remix)”.

A primera vista, las figuras de pasaje parecerían poner en entredicho el carácter limitante de la frontera, en la medida en que franquearla supone la existencia de grietas en la solidez del régimen. Pero al tomar algunos ejemplos, como el cruce de la agrupación Buena Vista Social Club o la orquesta de Celia Cruz, de gira por los Estados Unidos, se advierte que de lo que se trata es de realizar un desmontaje de esos mitos creados por la industria cultural (mundial) que presentan una imagen de Cuba conciliada, exportable. Dos argumentos movilizan a Ponte: primero, el hecho de que la imagen festiva que transportan ofrece una perspectiva museificada, un decorado tropical armado para turistas y sostenido sobre un régimen de exclusión -“apartheid”, lo llama el texto- que solo incluye a los cubanos como componentes de un mercado sexual o como elementos de utilería; segundo, por tratarse de una fiesta intervenida. Señala el texto:

La troupe cubana de la noche del Lincoln Center no sólo está compuesta de músicos. Viajan con éstos, quizás en proporción mayor, oficiales y funcionarios dedicados a espiar tanto en el camerino como en la pieza de hotel. Evitadores de contactos de los artistas, garantes de que ninguno se acoja al exilio, su misión es configurar al grupo como isla cerrada. Constituyen una barrera coralina. (132)

Pero si hay una figura de frontera en La fiesta vigilada, se trata de Antonio José Ponte, cubano exiliado en Cuba, donde se lo conoce con el mote de “nuestro hombre en La Habana”. Es sabido que durante el “Período Especial” se produjo un fuerte desembarco de capital humano hacia el extranjero y que Ponte ha sido uno de los pocos (el único, parece sugerir la novela) en permanecer en la isla. El motivo de esa permanencia es paradójico “Igual al Maupassant de esa anécdota[1] mi permanencia en Cuba estaba dictada por el deseo de olvidar. Dentro de Cuba, no veía Cuba”. Dentro de Cuba Ponte escribe El libro perdido de los origenistas, que recoge una apretada tradición de escritores nacionales (Martí, Lezama Lima, Virgilio Piñera),  con quienes convive un abanico de lecturas foráneas que, en un gesto que Gonzalo Aguilar llama cosmopolitsmo del margen -un uso de la cultura del centro, desde la periferia, del modo en que Borges lo formuló en “El escritor argentino y la tradición”- incluye las novelas de Graham Greene, Jhon Le Carré y las teorías de Simmel y Cocteau sobre las ruinas.

Pero tal vez lo que de  manera más evidente constituya a Ponte como personaje de frontera sea su vínculo con la figura del espía. Tanto para los escritores cubanos que se encuentran en el extranjero como para los del interior, Ponte es conocido como “nuestro hombre en La Habana”, identidad que él mismo asumirá, de principio a fin, a juzgar por el epígrafe de Our man in Havana: “Las nubes corrían desde el este, y él se sintió formar parte de la lenta erosión de La Habana”. De hecho, como se ha dicho, el argumento central (la expulsión de Ponte de la Unión de Escritores) será narrado en clave de novela de espionaje: “con solo regresar a casa, yo iba a encontrarme enredado en una historia de espías y fantasmas”. Y, lógicamente, esa pequeña historia de espionaje se encuentra asociada a la vigilancia a la que será sometido Ponte. Pero una identidad fundada en el espionaje y la vigilancia es, por definición, una identidad paradójica, corroída desde su origen. Ya que el espía:

Ese traidor en potencia, ese foco de contaminación y de sentimientos ambiguos, por su parte, ilustra el drama de la nacionalidad: amante de su patria, está condenado a vivir en el anonimato y en la anomia que le impone el extranjero, tal como los individuos, no menos anónimos, viven sujetos a los lazos de las comunidades imaginarias nacionales. El espía es un traidor y un héroe, es quien perdió su identidad, para identificarse ambiguamente con su patria, quien, dentro del anonimato masivo de la comunidad, puede representarla legítimamente porque en él se condensa lo anónimo mismo. (Panesi, 2004: 145-146)

El corolario es notable: sólo hay un lugar desde el cual se puede enunciar la inenunciable muerte de la Revolución y éste es el interior de Cuba y bajo la legitimidad única que ofrece la censura y la inscripción en una tradición nacional: allí se ubica Ponte, y desde allí trama una geopolítica que repiensa las relaciones de Cuba y el mundo en términos de prácticas que, paradójicamente, desarticulan la idea de lo nacional[2]. La Caída del Muro marca el fin de una forma de pensar las relaciones globales, dando origen a una relación compleja que podríamos llamar, siguiendo los postulados de la crítica norteamericana Rachel Price, la relación “planeta/Cuba”. En sus términos:

Una década y media al interior del siglo XXI, la estética contemporánea parece más interesada en producir una relación que podría articularse en términos de algo así como planeta/Cuba, reflejando tanto las preocupaciones ambientales globales como los desafíos específicos de una pequeña nación entre muchas otras, con la barra representando la historia universal negativa que pertenece a todos los lugares. (Price, 2015: pp 10-11)

¿Alrededor de qué prácticas se teje el mapa de ese mundo imaginado por Ponte? En una mirada que no puede ser considerada distópica en virtud de la potencia desestabilizadora que entraña, el espionaje es uno de sus componentes fundamentales. Apostando a una relación de contigüidad basada en el ambivalente ejercicio de la vigilancia, Cuba aparece emparentada con Berlín Oriental, ciudad a la que supera por su número de espías. Del mismo modo, a través de su reflexión sobre las ruinas, el texto establece un parentesco con Roma (¡la Roma Imperial!), que para Ponte guarda con Cuba un vínculo irónico en torno al estatuto del imperio. Como señala Guadalupe Silva: “La sola insinuación de un imperialismo cubano resulta ofensiva en la tradición de sus representaciones, no solo porque se burla de las exageradas expectativas políticas del país (Cuba como vanguardia del continente), sino porque sugiere la existencia de un sistema expansivo y totalitario” (Silva, 2014: 72). Como ha sido planteado tempranamente por Simmel, las ruinas de Roma sirven a la reflexión sobre la fugacidad de los imperios, pero -agrega Ponte- al estar habitadas, las ruinas de La Habana solo permiten un sentimiento de indignación, un sentimiento ponzoñoso.

El planeta/Cuba de La fiesta vigilada subraya las grietas de un orden que parece natural: en un movimiento que incluye la participación de la novela europea (en un género menor como es la novela de espionaje) y su desdoblamiento como práctica internacional con connotaciones ambiguas, Ponte desarticula el mito del nacionalismo cubano. Como sostiene Hugh Thomas en su libro Cuba or the Persuit of Freedom (1971), el discurso nacionalista cubano se remonta al siglo XIX, donde tiene su origen en “el extraordinario desembolso de energía, recursos económicos y humanos requeridos por las guerras de independencia” (citado por Silva, 2014). Ese nacionalismo fundacional será, sin embargo, motivo de disputa en virtud del internacionalismo comunista durante el periodo revolucionario. Y habrá que esperar al advenimiento del “Período Especial” para que el gobierno retome la exacerbación del sentimiento nacionalista como dimensión cohesiva que contrarreste el desmembramiento de la URSS (Rodríguez, 2002: 179). En el umbral de esa crisis hacia la apertura del gobierno de Raúl Castro, Antonio José Ponte opera dentro de la pugna por el sentido de lo nacional y su relación con determinadas formas de exterioridad política. En sus términos:

Esa mirada doble a la que la política me obliga en este momento a pensar al cubano dentro y fuera de la geografía de la isla, también lo tengo que hacer en el tiempo: hacia el presente, el pasado y el futuro. Este es el único modo de que la nacionalidad no devenga en coartada política, es decir, que la nacionalidad se convierta en un pretexto retórico en lo que escribes. (Ponte-Rodríguez, 2002: 182)

Por último, es notable como la frontera se traslada y extiende al aspecto formal de la novela, que el autor emparenta con el de un filme documental:

Cuando empecé a hacer el documental con Florian, yo trabajaba en otro documental paralelo, pero en escritura. Un documental, no sólo en el sentido de la forma, sino también en el sentido de la intención. Porque buscaba documentar la realidad cubana, lo que ocurría en ese momento. Creo que ni la novela pura ni el ensayo puro me hubieran servido para conseguirlo. Tenía que entrar en esas hibridaciones, en las mixturas que el libro tiene. Y que sólo podía explicarme a partir del cine documental, de la fabricación de un documento con la forma más abierta posible. (Rodríguez-Ponte).

Street scene along Malecon.

Escena callejera frente al Malecón.

POTENCIA

“Comprendí que se había ido tan lejos en busca de un destino literario, con el fin de hacerse distinto”

Quisiera señalar un aspecto que se ha esbozado previamente y a esta altura quizá resulte evidente. La línea que separa a Ponte de los escritores en el exilio es -desde luego, una vez más, desde su propia perspectiva- su elección por los escritores nacionales, que opone a la preferencia de temas extranjeros asumida por aquellos. En contra de quienes escriben novelas ubicadas en Rusia, Ponte, autor del ensayo El libro perdido de los origenistas, se erige como continuador de una tradición nacional que empieza en Martí e involucra los nombres de Virgilio Piñera, Lezama Lima y la revista Orígenes. Sobre esa oposición se trama una pulsada de valores cuyas variables -valor material y valor simbólico- establecen una relación de proporcionalidad inversa. Los que se van ya no usan lentes de marco soviético sino Armani, se visten mejor y mejoran su aspecto físico. Arruinado en la isla, Ponte asegura, sin embargo, en la primera página de la novela, haberlos sobrevivido. De modo que, consecuentemente, también su permanencia en las ruinas lo hace acceder a un valor simbólico que no le es disputado -en la novela- por rival alguno. Ponte parece trazar una delicada línea alrededor de su personaje y esta se convierte en la condición de posibilidad de esa figura que, desde adentro, se erige como el último escritor vivo del planeta/Cuba.

[1] Se refiere a la anécdota según la cual el escritor francés almorzaba frecuentemente en la Torre Eiffel, a la que detestaba, “por el deseo de olvidar su existencia” (16).

[2] Esta forma de pensar las relaciones globales ha sido ampliamente trabajada por Gonzalo Aguilar en los libros fundamentales Episodios cosmopolitas en la cultura Argentina (2009) y Más allá del pueblo (2015).