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“Lo que abunda no daña / cuando no es mal ni cizaña”. Apuntes sobre La flor, de Mariano Llinás

 Por: Patricio Fontana

Imagen: fotograma de La flor (Mariano Llinás)

En la última edición del BAFICI, el cineasta Mariano Llinás presentó su trabajo La flor: arriesgado y extenso filme de 14 horas que se nutre de diversas vertientes formales y temáticas, provenientes tanto de la tradición argentina como de coyunturas y diálogos de tipo global. En el siguiente texto, Patricio Fontana discute los alcances y las limitaciones de la película bajo la óptica de la cinematografía moderna y el rol activo de los espectadores que solicita el realizador argentino.


Hace dos años, en diversas localidades del país, la productora “El Pampero cine” presentó la primera parte de una película que, según se anunciaba, en su versión final –todavía en realización– duraría 14 horas: La flor, dirigida por Mariano Llinás. Dos años después, durante la última edición del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), se proyectó la versión final de esa película; los productores y el director habían cumplido: las 14 horas de La flor eran ya una realidad.

La película de Mariano Llinás termina con gauchos, con cautivas, con Desierto, y con fragmentos de textos sobre la Argentina escritos por una inglesa; antes, en la segunda parte, durante el decurso de una enrevesada historia de espionaje y contraespionaje, se citan al menos dos sextinas de El gaucho Martín Fierro (la agente Fox, por ejemplo, parafrasea las palabras que dice el sargento Cruz cuando elige ponerse del lado de Fierro: “La agente Fox no va a permitir que se le haga esto a unas valientes”). La película, entonces, de algún modo clausura o agota o le da un punto y aparte a una serie de motivos de la cultura argentina que hunden sus raíces en el siglo XIX (en textos de Esteban Echeverría, de Domingo Faustino Sarmiento, de José Hernández, pero también en cuadros como «La vuelta del malón», de Ángel Della Valle; luego, en películas como Nobleza gaucha, de 1915). ¿Podremos, después de ver esta película, tolerar algún plano más de la llanura pampeana o alguna historia más con gauchos o con cautivas? Pero, al mismo tiempo que trabaja con tradiciones locales, la película se abre generosamente –irreverentemente, para usar, de manera acaso inevitable, una palabra que Borges usa en “El escritor argentino y la tradición”– a lo extranjero: varios idiomas, varios países del mundo, varios momentos de la historia… Lo vernáculo y lo foráneo, entonces, conjugados de manera muy eficaz y fluida (sin que se noten las suturas). De hecho, Fox, sin saberlo, cita el Martín Fierro, pero no en castellano sino en francés. Ese breve momento de La flor es un cabal y sucinto ejemplo de esa cruza o solapamiento entre lo típicamente argentino (el Martín Fierro) y lo extranjero (la lengua francesa) que varias veces se realiza en La flor. En este sentido, Llinás demuestra una vez más que sabe manejarse muy cómodamente tanto con lo local (gauchos, cautivas, llanura…) como con lo foráneo: por ejemplo, al urdir en su película un episodio apócrifo (el de las arañas) de la autobiografía –las Memorias– del célebre veneciano Giacomo Casanova; es decir, se atreve a intervenir sin mayores escrúpulos un famoso texto de la literatura europea. Algo de esto estaba ya en Historias extraordinarias, pero acá esa cualidad se extrema, se expande, se acentúa.

Por lo demás, a propósito de la presencia en La flor de Giacomo Casanova, habría que decir también que si en Historias extraordinarias se establecía un paralelo más o menos evidente entre la ambición del arquitecto Francisco Salamone y la de Llinás, en esta el paralelo es entre el director y el aventurero veneciano; y esto, entre otras cosas, porque para la existencia de la película fue fundamental la relación de mutua seducción –una trama afectiva y profesional– entre Llinás y las cuatro mujeres que, desde 2003, conforman el grupo “Piel de lava”: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes. Ellas son las protagonistas casi absolutas de La flor; y ellas, acaso tanto como Llinás, son responsables primeras de la existencia de la película. De lo que se trata, entonces, es de las relaciones (de seducción, de amor, de odio, de rechazo, de poder…) entre un hombre (Llinás) y cuatro mujeres (Carricajo, Correa, Gamboa y Paredes). De esas relaciones surge la película pero, también, de esas difíciles pero productivas relaciones habla la película (ese –el de los inextricables vínculos entre un hombre y varias mujeres– es uno de los temas del filme, y esto no solo en la historia de Casanova sino, por ejemplo, en la de Casterman y las agentes a su cargo). Por ello, en los créditos finales se asegura que la película es el resultado de la colaboración entre “El Pampero cine” y “Piel de lava” (vale decir, se asegura que la película no es una producción de “El pampero cine” en donde esas cuatro mujeres tan solo actúan).

Como Historias extraordinarias, La flor no es meramente una película extensa sino que es una que hace de esa extensión un problema. Ambas, entonces, no son únicamente películas extensas sino que son películas sobre la extensión. El problema de lo extenso aparece en La flor no solo bajo su forma temporal sino también espacial: el Desierto, Siberia. También, en el arranque de la parte tres (en la que Walter Jakob encarna a una suerte de alter ego de Llinás), como el problema de la prolongación del rodaje en el tiempo: cinco años, seis años… Existiría en este sentido un correlato entre el inevitable desgaste o, si se quiere, los esperables altibajos de una relación larga (la del director con las cuatro actrices durante los varios años de filmación: tema central del episodio que inaugura la parte tres) y el posible cansancio de los espectadores ante un película que, entre otros excesos, los obliga a ver a esas actrices en pantalla más allá de lo acostumbrado. Saturación del director, entonces, y también saturación de los espectadores. No por nada, si la última historia –la de las cautivas- tiene a esas cuatro actrices como exclusivas protagonistas, la anterior –un idilio en blanco y negro entre unos “gauchos turísticos” y una madre y una hija- las deja de lado, las aparta: una suerte de recreo para el espectador (y también para el director) antes de ese relato final que vuelve a darles exclusividad absoluta (y en el que la cámara, y los espectadores, se vuelven a enamorar de sus rostros, de sus cuerpos: en donde ellas vuelven a ser imprescindibles para la película). De lo que se trata es de aguantar, de soportar, de tolerar, de buscar estrategias para no cansarse y seguir adelante.

Pero si en Historias extraordinarias se coqueteaba con la posibilidad de que la película se extendiera aún más (seguir siempre de viaje, en la ruta: a eso aludían las imágenes finales) en esta es importante que se termine, que concluya. Historias extraordinarias aludía a la posibilidad del filme infinito (como, en literatura, el libro de arena que pergeñó Borges); La flor, por el contrario, más bien trabaja con la idea de algo muy extenso que sin embargo debe, necesariamente, terminar: ese es el desafío, esa es la promesa. En los créditos de cierre, en contraste con Historias extraordinarias, el equipo celebra largamente la finalización del rodaje. Además, cerca de una hora y media antes, el director les había advertido a los espectadores que solo faltaban dos historias más, y nada más; les pedía un poco más de paciencia. Pero creo que, a propósito de La flor, la palabra clave no sería en este caso extensión –o no sería tan solo extensión– sino, antes bien, agotamiento. No por nada, al menos dos veces en la tercera parte, se lee o se oye (o se lee y se oye) la expresión latina ad nauseam; expresión que, chapuceramente, podríamos traducir como «hasta el agotamiento» (Wikipedia: “la locución alude a algo que continúa hasta llegar —en sentido figurado— al punto de producir náuseas”). Eso es lo que hace la película en distintos niveles: agotar. Agotar procedimientos de diversa índole, géneros (el fantástico, el de espías, el de aventuras, etcétera), tradiciones culturales; también, agotar al espectador incluso físicamente (si se me permite el oxímoron, diría que, al término de sus 14 horas, La flor produce un agotamiento feliz). Tanto del lado de la realización como del lado del espectador se debe soportar, aguantar: vencer distintas modulaciones del agotamiento o del cansancio –y esto, como dije, a cambio de un placer cinematográfico atípico, inusual–. Hay, pues, algo del orden de la resistencia en la disposición que tanto los realizadores como el espectador deben tener para con la película. A propósito de esto, podría postularse que los espectadores participan de La flor como quien vive una aventura, en el sentido que Georges Simmel le otorgó a esta palabra. La aventura es, entre otras cosas, algo que nos saca del confort de nuestras casas (y de nuestras certidumbres), algo que experimentamos como muy diferente de la vida de todos los días: algo extraordinario, algo que nos desorienta. Pero, también, la aventura es algo que termina integrándose, de alguna manera, al todo de la vida. Después de experimentar esta aventura cinematográfica que es La flor: ¿cómo nos relacionaremos con ese patrón cinematográfico que solemos llamar largometraje? ¿De qué manera integraremos la visión de la película de Llinás a nuestro vínculo cotidiano con el cine y lo audiovisual?

En un ensayo sobre el “cine moderno” que escribió en 1982, Pascal Bonitzer apuntó: “¿Qué es lo que falta en este cine? ¿Cuál es el deseo que no se satisface? Los murmullos hablan de él, el aburrimiento lo delata: es el deseo de historia, el deseo de emociones”. Sin duda, primero Historias extraordinarias y ahora La flor deben considerarse en relación con cierto regreso del cine contemporáneo –y, más ampliamente, de lo audiovisual: pienso, por supuesto, en el fenómeno de las series– a las historias y a las emociones (y, en consecuencia, también a los géneros); algo que se hace evidente en un cineasta ineludible de la contemporaneidad: Quentin Tarantino (influencia decisiva en Llinás; lo que de ningún modo implica decir que Llinás es un mero remedo sudamericano de Tarantino). Las películas extensas de Llinás (las cuatro horas de Historias extraordinarias; las catorce de La flor) responden excesivamente a ese deseo que, según Bonitzer, el cine moderno defraudaba: lo cumplen en demasía, dan de más. Podría pensarse, entonces, que no por falta de historias y de emociones sino por exceso de ellas, el cine de Llinás, también, como el cine moderno, aunque por razones totalmente inversas, está allí para incomodar al espectador, para perturbarlo. Por supuesto, no estoy aludiendo en principio al posible componente moderno del cine de Llinás (aunque quizá sea necesario reflexionar sobre ese punto) sino al modo particular como este director crispa o convulsiona la escena audiovisual contemporánea extremando algunas de sus características: cuestión de magnitudes.

En el BAFICI, La flor ganó el premio a la Mejor Película de la Competencia Internacional. Durante este año (julio o agosto), la película se proyectará en la Sala Leopoldo Lugones del Complejo Teatral de Buenos Aires. Según anuncia la página del Complejo, el estreno de La flor se realizará en coincidencia con la retrospectiva “Piel de Lava” en el Teatro Sarmiento y con el estreno de la obra Petróleo.

Kinderspiel: serios y cándidos en «La vendedora de fósforos», de Alejo Moguillasnky

Por: Alejandro I. Virué y Mauro Lazarovich

Fotos: La vendedora de fósforos, de Alejo Moguillansky (portada y fotograma)

En su nueva película, ganadora de la competencia oficial argentina del último BAFICI, Alejo Moguillansky monta, en torno a la preparación de la ópera La vendedora de fósforos, de Helmut Lachenmann, los trabajos y los días de una joven pareja de artistas y su pequeña hija.


Lo 1° sentarse en el πano

 & lo de + sería lo de –

Nicanor Parra

 

Al principio hay una advertencia: el film documenta el detrás de escena de la ópera La vendedora de fósforos, de Helmut Lachenmann, que formó parte del ciclo Colón Contemporáneo en 2014. Se presenta también al elenco: músicos que hacen de músicos, dirigentes gremiales que representan a dirigentes gremiales, funcionarios públicos en el papel de funcionarios públicos y, por último, Walter y María (Marie) padres de una nena (la hija  de Alejo Moguillansky): pareja joven, sin trabajo y de inclinaciones artísticas. En el comienzo hay también dos entrevistas laborales: la del personaje de María Villar, que se convierte en la asistente de la maravillosa pianista Margarita Fernández, joya de la película, que hace de sí misma; y la de Walter Jakob, que pasa a ser el régie de la ópera. Una ópera que además del cuento de Andersen involucra a un militante revolucionario alemán de los sesenta y, curiosamente, un texto de Leonardo Da Vinci, acompañados solamente por una música perturbadora, que Jakob no duda en calificar de ruidos y que claramente no disfruta ni entiende. Falta un detalle: la puesta en escena de la ópera es interrumpida por un paro general de transporte y un conflicto gremial.

El dinero (que no se tiene) y el trabajo (o su falta) son dos temas centrales de la película. Walter y Marie no tienen con qué pagar el café que se sientan a tomar para ver si consiguen trabajo (que necesitan para conseguir dinero, y así); entonces dejan la tarjeta de crédito, sin fondos, “a crédito” por una cuenta que, finalmente, nunca pagan. Más plata es también lo que reclaman los músicos del teatro y lo que exigen, a su vez, los gremios del transporte que, paradójicamente –la película desborda en paradojas–, tienen atrapados a los músicos en el teatro. Los dos temas sirven también como puntapié para reflexionar sobre el arte. Arte o economía: en el film de Moguillansky una cosa siempre está interrumpiendo a la otra. “Quiero que hablemos de mi sueldo”, le dice Marie a su jefa, y ella le contesta: “Y yo quiero hablar de Schubert”. Se interrumpen, pero son partes fundamentales de una misma discusión.

La política, cuando aparece, lo hace siempre fuera de cuadro o en blanco y negro. En La vendedora de fósforos la política es: la carta de un exiliado en una Alemania en crisis, una foto de un guerrillero alemán (un terrorista, dice Lachenmann, sin querer criticarlo), un afiche político que apenas se divisa en el fondo del cuadro, los colectivos fantasmas que, en un momento, dejan de pasar. Ocupará, sí, el centro de la escena cuando se suba al escenario (al escenario del Colón, encima), en ocasión del debate interno de los músicos/empleados: ¿ensayan porque priorizan que la ópera sea lo más bella posible o paran hasta que les prometan que van a cobrar las horas extras que les corresponden? ¿Se pone en riesgo una obra, su estreno, la perfección de su puesta en escena por un reclamo codicioso o se utiliza la supuesta nobleza del arte para justificar una actitud avara? La política, digamos, es una forma de hablar del arte.

Es el mismo debate interno del compositor, que ve que un conflicto gremial impide la reproducción de su obra, de resonancias morales y políticas. La política interrumpe el mensaje político de la representación de Lachenmann. Pero ahí falta una capa: son los problemas del tercer mundo, la política del subdesarrollo, los que ponen en jaque la obra del alemán y, más todavía, los que vienen a enfrentarlo con sus contradicciones ideológicas. “Ésta es mi última ópera –comenta, entre triste y divertido–, la próxima voy a escribir una pieza para un violín solo.”

Dijimos: si algo falta es dinero pero, en el momento que el dinero aparece, cuando Marie roba (“toma prestada”) una plata de su jefa, se compra un piano. Una apuesta por lo vano y lo inútil: un piano que recién se está aprendiendo a tocar en una casa llena de deudas. Resuena allí El cielo del centauro (2016), la última película de Hugo Santiago, que pone una trama terriblemente compleja, con gran derroche de recursos, al servicio de algo finalmente minúsculo, casi insignificante, pero indudablemente hermoso. La apuesta por las cosas que, en su belleza, se justifican a sí mismas.

No sólo La vendedora de fósforos enarbola también esa bandera sino que ella misma actúa, en buena medida, como su condición de posibilidad. No es gratuita la sensación de película chiquita y sensible (“vulnerable”, dijo alguien del público) que deja en algunos espectadores. El propio director, cuando la presentó en el Bafici, se refirió a su obra como una película extremadamente pulida, hecha a partir de un gran conjunto de escenas (restos) que terminarían quedando afuera del montaje final. Esa selección, que probablemente le haya hecho ganar en solidez, no le quita, sin embargo, ni su voluntad lúdica, ni su estilo disperso. Todo el tiempo Jakob y Villar se preguntan “¿esto es una ópera?” y la duda, por supuesto, es una forma de reflexionar sobre la película misma, que por momentos no parece más que una exposición de materiales diversos, un fragmentario montaje caprichoso: la obra de Moguillansky va tomando y dejando temas, todos organizados, eso sí, con ritmo y coreografía, de nuevo a la Hugo Santiago.

Las referencias al cine y la música son infinitas, tantas que se suman al ruido de la ópera y de las calles del centro de Buenos Aires. En La vendedora de fósforos están Robert Bresson (se recrea con gran belleza una escena de Au Hasard Balthazar) y Matías Piñeiro (con El hombre robado), a quien roba una actriz y el estilo juguetón y delicado. Ese tono puede verse, por ejemplo, en las escenas con nenas hermosas que se repiten una atrás de la otra en el casting improvisado que dirige Jakob, donde se reiteran en loop los anhelos tristes de la vendedora de fósforos: la belleza parece siempre del lado de lo inocente. Hay también un estilo, un poco clásico, como de elegancia antigua. Contra el ruidoso Lachenmann, el bálsamo de Margarita Fernández interpretando Beethoven y Bach (incluidos en los créditos de la película como actores de reparto). En la película de Moguillansky se percibe cierta búsqueda de belleza pura, como de gracia inocua, o exquisita nadería. La apuesta estética y política de La vendedora de fósforos está ahí: en el elogio del juego y la niñez, tanto en la forma de articular los materiales, como en el modo en que los personajes, algo infantiles todos, se relacionan con el trabajo y el dinero.

La vendedora fotograma

La vendedora de fósforos termina, como el cuento de Andersen, con un final aleccionador y moral, casi un reto. Se trata, a fin de cuentas, de un relato para niños, una parábola. En la versión del cuento de Andersen que leen en la película hay un reproche: no son sólo los padres los culpables, sino que todos como sociedad somos cómplices de la muerte de una niña inocente y buena. ¿Y la “adaptación” de Moguillansky? En la última escena de la película, Margarita Fernández oye monologar largamente a Lachenmann que, escuchando a Ennio Morricone –su compositor preferido, como le confiesa, secretamente, a un músico de la orquesta–, conmovido como un chico, habla y habla. El alemán sigue atrapado en la paradoja de su juventud: ¿cómo conciliar el arte de vanguardia, su pasión, con la justicia social, su vocación política/ideológica? En la voz de Margarita Fernández, que lo para en seco y le dice que su arte no es provocador (como quiere el alemán), sino que se trata apenas de un juego de niños (Kinderspiel), y en la mirada rendida de Lachenmann, que recibe la puñalada, y la acepta, y no piensa rebatirla, la película desliza una duda, y pone en crisis la moraleja del cuento original. Hablando de Morricone, Lachenmann dijo alguna vez: “El entretenimiento miente, pero miente con honestidad. Los así llamados compositores ‘serios’, como yo, estamos siempre tratando de mentirnos a nosotros mismos”. Por su parte Margarita, se sabe, es una de las mejores intérpretes de una de sus obras más vanguardistas (Güero), en la que el piano, más que tocarse, se roza. El de Lachenmann es un juego de niños que Margarita Fernández disfruta y que Moguillansky explota para armar el suyo.

Formas de la (in)justicia. Reseña de «Cícero impune», de José Campusano

Por: Juan Pablo Castro

Foto: Cícero impune, de José Campusano (fotograma)

Juan Pablo Castro escribe sobre la nueva película de Campusano, ganador del premio al mejor director en la edición del BAFICI de 2016. A diferencia de sus películas anteriores, que cuestionaban la forma de aproximación de los grandes medios de comunicación a contextos marginales ajenos a la ley, Campusano pareciera plantear, esta vez, la justicia por mano propia como la única salida posible.


 

Con nueve largometrajes filmados y varios en proceso de pos-producción, José Campusano se ha ganado un nombre en el cine independiente argentino. Sus primeras películas –Vil romance (2008), Vikingo (2009), Paraíso de sangre (2011), Fango (2012)- tomaron como referente los barrios marginales del conurbano bonaerense, renovando su figuración a partir de una propuesta que confrontaba los estereotipos del cine burgués y el discurso mediático. Ambientada en Puerto Madero, Placer y martirio (2015) marca el principio de un alejamiento de esa zona de conocimiento directo, que avanza con El sacrificio de Nahuel Puyelli (2016), rodada en la Patagonia. Cícero impune (2017) es el primer largometraje que Campusano filma en Brasil; está íntegramente hablado en portugués y sus actores son brasileños.

El filme cuenta la historia de un brujo de provincia que, valiéndose de sus vínculos con la policía y la política, abusa de las jóvenes que lo visitan en procura de sus “poderes sanatorios”. Filmada en la ciudad de Río Branco, donde los hechos efectivamente ocurrieron, el procedimiento consiste en presentarlos como un relato que articula los registros ficcional y antropológico. Por un lado, la ya tradicional trama amorosa que vertebra todas las películas de Campusano; por otro, la indagación en las problemáticas de una comunidad con un tejido social débil y en peligro de disolverse.

Después de enterarse de que su novia, Valeria, ha sido violada, César se aboca en la búsqueda de justicia que lo llevará de la humillación de las comisarias donde se niegan a tomarle la denuncia al temblor de los bajos fondos, donde consigue un arma para hacer justicia por mano propia. En todos los niveles de este periplo, la misoginia, por parte de hombres y  mujeres, corroe los lazos de la comunidad como un vicio rampante. Merced a sus contactos, Cícero viola impunemente con complicidad dela ley. Pero el problema central de la película es la impunidad social con la que el brujo se desenvuelve. Después de violar a Valentina, Cícero la visita en su colegio, donde, a plena luz del día, le ordena visitarlo cada vez que él la llame por teléfono. En la misma línea, buena parte de las víctimas del brujo le son enviadas por otras jóvenes de las que ha abusado previamente.

Si hay algo que caracteriza las primeras películas de Campusano es el esfuerzo por dotar de complejidad a un universo y unos tipos sociales que el cine y la televisión allanan por medio de estereotipos estigmatizantes. En la recreación de los barrios que esas películas invocan conviven los códigos de honor y la delincuencia, la virtud y la vileza  y el delito tiene múltiples facetas. Personaje negativo como pocos es el adolescente Villegas de Vikingo, a quien vemos robar, torturar, distribuir droga entre los niños y, finalmente, abusar de una joven de un barrio vecino. En vista de que Cícero impune  se ocupa de una problemática análoga, me gustaría contrastar los modos en que ambas películas abordan la problemática de la violación en relación con las respuestas que la comunidad presenta como modos de combatirla. Recuérdese que se trata de contextos ajenos a la ley, donde la policía o bien es cómplice (Cícero impune) o directamente no figura (Vikingo).

En Vikingo, el adolescente Villegas comete una violación en la que no queda claro si participa el sobrino del protagonista. Cuando éste necesita comprar un repuesto, el dueño del taller le informa sobre lo ocurrido y le advierte que “los problemas de tu familia los tenés que arreglar vos”, amenazándolo luego con que “acá a los violadores los prendemos fuego y los tiramos al arroyo”. Vikingo le responde que de ser cierta la acusación él mismo se encargará de castigar a su sobrino, pero le recuerda al mecánico que él no debe tocarlo. Ese diálogo -precario, insuficiente, sin duda-, que sin embargo interrumpe el espiral de violencia que perpetuaría la justicia por mano propia, instala un código de legalidad germinal a partir del cual es posible imaginar mecanismos de justicia en zonas de abandono. Ese germen de organización paralela a las formas de la justicia ordinaria (tanto en términos de “juricidad” como de violencia) es precisamente lo que ha desaparecido en Cícero impune. En esta película, de la violación se pasa a la comisaría -previsiblemente corrupta- y de ahí directamente a la justicia por mano propia (el linchamiento del violador por parte de un grupo de vecinos de la zona).

Entre una y otra lo que ha desaparecido es la mediación de la comunidad como ente de regulación en los problemas que la aquejan. Cícero impune no permite imaginar otra resolución que la que reproducen los medios y el cine comercial. Evidentemente, ese eslabón se ha eliminado porque el universo donde ambas historias se desenvuelven es distinto, pero también porque se ha perdido el conocimiento del mundo narrado. Al perder de vista las mediaciones que complejizaban el imaginario del discurso mediático, el universo popular es casi una excusa para contar una historia de venganza.

El trabajo bajo tierra y las posibilidades del cine. Reseña de «Viejo Calavera», de Kiro Russo

Por: Juan Recchia Páez

Fotos: Viejo calavera , de Kiro Russo (fotogramas)

En esta edición baficera, Juan Recchia Páez reseña para Transas la película Viejo Calavera, ópera prima del director paceño Kiro Russo. La película, que venía de ganar el premio mayor del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, obtuvo en Bafici el Premio Especial del Jurado.


Los mineros de Bolivia todos trabajan

con su coca y su cigarro en los profundos socavones. 

(Wayno popular compuesto por Alberto Arteaga)

 

 

Viejo Calavera es el primer largometraje del director paceño Kiro Russo quien forma parte del grupo Socavón Cine, una Comunidad Audiovisual Boliviana cuyo objetivo ellos mismos delinean como: “Contemplar nuestros contextos, nuestros lugares, la gente, sus historias. En el cine y en la vida.”[1]  La acción por medio de la cual Socavón Cine pretende “contemplar” escenarios de la realidad boliviana propone una nueva forma de presentar, en la pantalla grande, el mundo andino. El objetivo de introducir la cámara fílmica en espacios marginales o alejados de los centros urbanos posibilita, en la película, un tratamiento muy particular del problema de la minería a partir de una conjunción entre lo moderno y lo tradicional. No se trata de un problema nuevo, sino que, más bien, tiene antecedentes en la historia del cine boliviano[2] (que muchas veces es visto como un arte muy vinculado con problemáticas sociales) y dicha temática se inscribe en la historia de la colonización andina que tiene como hito el caso de la explotación minera en Potosí.

Sin embargo, la mirada de la película lejos está de realizar una lectura de la realidad nacional en términos románticos, idealizados o meramente reivindicativos de lo local por sobre las imposiciones transnacionales. La acción de la contemplación por parte de este grupo de realizadores audiovisuales rompe con la noción de regionalismos y presenta situaciones particulares en las que costará aplicar los conceptos fosilizados de lecturas binarias con las que comúnmente se lee el trabajo minero en términos excluyentes de explotados y explotadores.

La tradición andina “más pura” está representada, en la película, por la figura de la tía abuela y por la muerte del padre de Elder, Juan, que da comienzo a la historia. En un paralelo de oposiciones entre los sonidos de la discoteca urbana “La diosa” donde Elder Mamani (nuestro personaje principal) se presenta borracho y ladrón; el escenario de la puna es un paisaje oscuro en el que reverberan los silencios con los que la tía busca “a su hijito”. La voz de la tía representa la vieja tradición oral del lamento que ya no es escuchada (ella no tiene interlocutores) y se repite, una y otra vez, entre los cerros para resaltar una ausencia: “Juan se ha ido”. La muerte de Juan puede leerse como un salto generacional que desencadena las acciones principales y sobre todo, es la causa por la cual el abuelo Francisco obliga a Elder a volver a vivir al campo y a trabajar en la mina de Huanuni donde se gesta la tradición familiar.

La historia de la Empresa Minera Huanuni de extensa trayectoria “a la vanguardia del movimiento minero boliviano” (como relata su propia historia[3]) está marcada por luchas y disputas entre intereses públicos y privados desde su nacionalización con la Revolución Nacional en 1952 hasta junio de 2006 cuando, por disposición gubernamental, vuelve a formar parte de la  Corporación Minera de Bolivia. Viejo calavera no hace énfasis en este proceso histórico sino que se limita a abrir la ficción resaltando que se trata de un “viejo” espacio impregnado (de comienzo a fin) por la constancia de la lucha ante la muerte. Descender a la oscuridad de la mina, se presenta, en primer lugar, como un acto diario del trabajador minero que con sudor y coca lo lleva adelante. La repetición se torna esencia del trabajo bajo tierra: máquinas, tornos, agujereadoras, carros llenos de material, grasa, agua, barro, vapores. El grupo de trabajadores mineros conforma una comunidad en tanto, como grupo social, exponen la dificultosa y ardua tarea de la minería subterránea.
Sin embargo, los trabajadores en la película no sólo son mineros sino también son actores, no hay personajes representados por actores o actrices foráneas.[4] La cámara los capta, muchas veces, tomándoles testimonios en primera persona y ellos hablan como si estuvieran mirándonos a los espectadores. Planos totalmente oscuros con círculos de luz en el centro por donde caminan los trabajadores. Un túnel que se puebla con lucecitas, pequeños fuegos brillan en el piso húmedo y sus rostros se exponen como retratos del claro oscuro (tintes de una estética barroca que tiene mucho desarrollo histórico y toda una tradición latinoamericana desde el siglo XVI en adelante).  La cámara del cine digital con alto nivel tecnológico para captar imágenes con tan poca luz, es el dispositivo que permite retomar una estética del relato bajo tierra que tiene sus antecedentes en los fotoreportajes de la recolocación minera producto de la crisis del sector hacia 1985. La fotografía de Mateo Caballero “Minero” se puede leer como un antecedente donde “el interior-mina se convierte en un espacio hecho a la medida del retrato, con un solo punto de luz pintando de frente la escena, y por detrás el socavón, dando un extraño sentido de profundidad a la fotografía.” [5] Como vemos en la imagen siguiente, a diferencia de la fotografía de Mateo Caballero, la luz en las tomas de Kiro Russo proviene de la cámara filmadora y, por ende, el minero ya no se encuentra sólo en el socavón con su pequeña linterna, está acompañado por la lente cinematográfica.

Viejo calavera 2

La mirada de la película reactualiza estos antecedentes y no presenta al grupo de mineros como una comunidad dominada o al servicio de intereses foráneos (y es aquí donde la condición colonial comienza a reescribirse): en sus recreos y momentos de ocio, son registradas también varias de sus opiniones y los conflictos internos que los atraviesan. Los mineros llevan adelante sus trabajos por propia voluntad y a sabiendas de que este consiste en “dejar los pulmones por el beneficio de nuestra familia, de nuestro país.” Son ellos quienes disponen del trabajo y construyen sus propias reglas, y por eso cuestionarán reiteradas veces la decisión de Francisco de meter a Elder Mamani, su nieto, a trabajar en la mina. La comunidad minera impone las reglas éticas y necesarias para la vida social bajo tierra y decidirán, en su conjunto, un petitorio a las autoridades para que, avanzados los conflictos, se despida a Elder Mamani, quien no presenta “habilidades en materia de minería”. La escena de lectura del pedido de transferencia de Elder hacia otro sector se puede pensar en paralelo a la forma del requerimiento (texto escrito creado en el contexto de las Leyes de Burgos que funcionaba en la conquista como procedimiento formal para exigir el sometimiento a los reyes españoles y a sus enviados). La letra escrita, la ley, es el medio de exclusión y marginalidad a partir de la cual se reposiciona a los sujetos y se constituye el disciplinamiento social.

El film desplaza este interrogante, en la actualidad, hacia un personaje marginal no sólo en el espacio urbano donde reinan la ostentación y la música de bailanta entre discotecas y nocturnidad; Elder Mamani es excluido también por la comunidad minera. La película sitúa en el centro la figura del marginal o “lumpen” y todos los escenarios (excluyendo los breves momentos que Elder pasa con su tía) se encuentran regidos por la ley del trabajo. Quien no trabaja, es propicio a las borracheras, llega hasta a empañar la lente cada vez que discute y habla de manera inentendible. Es un “calavera”, un sujeto que no responde al respeto social necesario para la convivencia adecuada en sociedad o en comunidad. El problema del devenir modernos se presenta como una máxima en la voz de uno de los mineros (“Cambiar para vivir”) y coloca en el centro esta dificultad personal que puede leerse en términos históricos como uno de los traumas más importantes de sociedades tradiciones andinas y su adaptación (o no) al contexto capitalista mundial.

El accidente en la mina es el acontecimiento que pareciera dar un giro resolutivo al argumento de la historia y a la tensión entre Elder y la comunidad. Después de su caída, Elder habla a sus compañeros y expone una decisión propia: “No me interesa la mina”. Estas escenas presentan un quiebre de manera tal que hacen que la película continúe con una primera escena a plena luz del día. En la piscina se recrea un espacio lúdico en el que los compañeros de trabajo entablan otras relaciones entre sí: juegan a la lucha de sumo, hacen carreras de nados, cuentas anécdotas y varios chistes. Cuando parece reescribirse el vínculo entre Elder y los mineros, la borrachera de la noche vuelve a introducir la malasaña del calavera, que con un cuchillo en mano los ataca mientras ellos cantan a viva voz la canción popular de reivindicación revolucionaria: “Los mineros volveremos”, compuesta por Cesar Junaro y Luis Rico.

¿Se trata, efectivamente, de un marginal incorregible? ¿Elder es un traidor de su comunidad o será que, al contrario de lo que canta el wayno citado al comienzo, no todos los mineros de Bolivia trabajan? Como una reescritura de estas músicas regionales, la mirada de la película parece decirnos que no siempre el destino del Minero es morir en el socavón; sino más bien, el destino de un minero puede ser, también, vivir a través del Socavón.

 

[1] Se pueden seguir las realizaciones de este grupo por su página web: http://socavoncine.com/language/es/

[2] «El Coraje del Pueblo» (1971) de Jorge Sanjinés y el grupo Ukamau es el film ineludible donde el tono político se hace más radical y se abandonan los métodos del film de ficción propias del cine comercial de los países industrializados. Esta película, la primera en color que filmó Sanjinés, relata los hechos de la masacre de San Juan, registrada en junio de 1967 a cuya consecuencia murieron docenas de trabajadores mineros. El testimonio directo de los propios protagonistas y sobrevivientes del acontecimiento, substituye al guión imaginario previo.

[3] http://www.emhuanuni.gob.bo/index.php/institucional/iniciando

[4] “Para armar el elenco se organizó un casting del cual participaron unas 300 personas, de las cuales la mayoría eran trabajadores de la mina y habitantes del pueblo. Russo afirma que era importante que los participantes no se convirtieran en actores sino que fuesen ellos mismos y que en la película dejaran plasmada su idiosincrasia. Donde se ve claramente esto es en el lenguaje, lo mineros hablan de la forma en que lo hacen en su cotidianidad.” (Entrevista a Kiro Russo en http://talentsba.ucine.edu.ar/2017/04/25/talentsba-cronica-de-la-exhibicion-y-charla-sobre-viejo-calavera-de-kiro-russo-por-karina-korn/ )

[5]Fragmento del artículo “Instantáneas del olvido. De la mirada icónica a la lectura fotográfica en Bolivia” de Oswaldo Calatayud Criales y Juan Carlos Usnayo disponible en http://www.scielo.org.bo/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S2077-33232014000200002