Sobre «Irrupciones» del Grupo FoCo

Imagen: Carolina Magnin. «De visu», 2018

Por: Mario Cámara

En esta nota, Mario Cámara reseña Irrupciones del grupo FoCo (Grupo de Estudios en Fotografía Contemporánea, Arte y Política), publicado este año. El autor revisa el modo en que los siete ensayos que componen el libro hacen que “las imágenes nos hablen, nos miren, nos toquen”.


John Berger, en Aquí nos vemos, nos recuerda que «existe una forma delicada de lo empírico que se identifica tan íntimamente con su objeto que se convierte en teoría»; mientras que Georges Didi-Huberman, en su breve prólogo a Desconfiar de las imágenes, de Harum Farocki, nos advierte que «La cuestión es, más bien, cómo determinar, cada vez, qué es lo que la mano ha hecho exactamente, cómo lo ha hecho y para qué, con qué propósito tuvo lugar la manipulación. Para bien o para mal, usamos nuestras manos, asestamos golpes o acariciamos, construimos o destruimos, damos o tomamos. Frente a cada imagen lo que deberíamos preguntarnos es cómo (nos) mira, cómo (nos) piensa y cómo (nos) toca a la vez». En Irrupciones, libro editado por el grupo de investigación FoCo, con ensayos de Jordana Blejmar, Paola Cortés Rocca, Ángeles Donoso Macaya, Hernán López Piñeiro, Vanesa Magnetto, Julieta Pestarino, Natalia Fortuny, Melina Konstatakos, Leticia Rigat, Cecilia Iida, Agustina Lapenda, Santiago Mazzuchini y Laura Ramírez Rivillas, se conjugan con felicidad las citas precedentes. En los siete ensayos que componen el libro podemos percibir una identificación íntima con las fotografías estudiadas que de muchas maneras diferentes nos hacen ver cómo esas imágenes nos miran, cómo nos piensan y cómo nos tocan. Ahora bien, qué podemos entender por «intimidad»; en primer lugar, una insistencia en el mirar, una concentración en lo que la imagen simplemente nos muestra, pero también en la interrogación por los modos en que esa imagen fue tomada, en la historia de esa imagen en particular (o de ese conjunto de imágenes), en la historia de quién tomó esa fotografía, en lo que la fotografía recorta, en lo que apenas ingresa en la imagen, recortado, vislumbrado, entrevisto, en las transformaciones que pudo haber tenido (la manipulación de la que habla Didi-Huberman) durante el revelado o la producción, en el encuadre, en la composición, pensada o resultante, en los materiales con la que es producida, en los soportes en los que es mostrada o en los espacios donde habita. Todo ello, y quizá más, son las formas de la intimidad que de una u otra manera podemos advertir en los ensayos de Irrupciones. Con este ejercicio y esta insistencia logran, los ensayos, hacer que las imágenes nos hablen, nos miren, nos toquen.

En el ensayo que abre el libro, titulado “La corteza de la historia”, Jordana Blejmar se detiene sobre la serie de fotografías Lignum Mortuum (2015, “La muerte del árbol” o “madera muerta”) de Paula Luttringer, haciéndonos saber que, además de fotógrafa, Luttringer es sobreviviente de la última dictadura militar argentina. Jordana Bejmar nos propone que esas fotografías pueden ser leídas como “reivindicación de una relación estética con el entorno” y “de fragilidad y protección mutua frente a la intemperie”. La palabra «mutua» resulta clave en el inicio del texto porque le va a permitir a Jordana enhebrar el trabajo de la fotografía con la historia personal (y política y por lo tanto colectiva) de Luttringer. El entorno de Villa Epecuen, la inundación que sufrió por desidia, el papel que en esa inundación tuvo la dictadura constituyen el trasfondo histórico de las imágenes. Pero lo mutuo es, por supuesto, doble, apunta a hacernos percibir el sentimiento de fragilidad y el deseo de protección de la propia fotógrafa frente a ese paisaje desolado, pero también a hacernos ver que es el propio paisaje, que nos enfrenta con restos de troncos, árboles caídos, el que nos ofrece su condición de fragilidad. 

Paola Cortés Rocca, en “Ruido de magia. Imágenes, archivo y obsolencia”, recupera un archivo familiar, o más que familiar, afectivo, recupera o recuerda, entre Don Drapper y Luis Alberto Spinetta. Ese archivo está contenido en un conjunto de diapositivas. Un objeto que en nuestro presente parece anacrónico pero que Cortés Rocca exhuma para transportarnos a otra temporalidad, una en la que la que ver fotografías era un ritual familiar o incluso colectivo. En el ensayo nos asomamos al dispositivo, el marco de la diapositiva que la protege de la manipulación, el sonido del aparato que pone en acción un conjunto de imágenes, la felicidad de un retorno a escenas festivas. Y si el primer ensayo nos hacía volver a ver y repensar las fotografías de árboles caídos, este segundo nos hace pensar en los rituales que desplegamos en el acto de ver una fotografía.

Ya en “Sobre reverberaciones documentales” de Ángeles Donoso Macaya deambula en el archivo de Paz Errázuriz con una perspectiva de género que busca desmantelar la noción de autor, de lo único, de lo particular. Para ello construye el concepto de «reverberación documental», que básicamente significa enfrentar las imágenes de Paz Errazuriz vinculándolas con registros similares que circularon en el espacio público del Chile de los ochenta. Podemos ver imágenes de marchas, de protestas, escenas de represión (fotos de marchas y de actos de solidaridad y de protesta). Aquí, más que extraer alguna novedad, se trataría de poder leer el carácter repetitivo de las imágenes, su «inevitable parecido con otras tantas fotos» de esos años.

Imagen: Lucía Peluffo, Una tentativa de equilibrio, 2019-2021. 

Si Cortés Rocca y Donoso Macaya navegan en archivos, en el cuarto ensayo, “La vida de las imágenes. Dislocaciones y relocaciones”, de Hernán Lopez Piñeyro, Vanesa Magnetto y Julieta Pestarino, el objetivo es pensar la circulación de las imágenes en obras de Manuel A. Fernández y Nicolás Martella, de Lucía Peluffo y de Carolina Magnin. Como ellos mismos afirman, el museo se desplaza al libro, el libro a la fotocopia y luego a la galería; la piel al microscopio; los retratos a las paredes. ¿Dónde vemos las imágenes? ¿En qué soportes? ¿Cuántas vidas posee una imagen? y cuando se traslada ¿qué nuevos sentidos adquiere? Esas son algunas de las preguntas que emergen del ensayo. 

En “Paisajes políticos o memorias del paisaje”, Natalia Fortuny y Hernán López Piñeiro, trabajan con fotografías de Marcela Cabezas Hilb y de Santiago Porter y el cortometraje Las aguas del olvido (2011) de Jonathan Perel. Al igual que el texto de Jordana Blejmar, aquí también se articula el paisaje, la historia personal y la historia reciente. Una breve cita de Jens Andermann, “la naturaleza invoca a la historia como su propio fuera-de-campo, como la ausencia que no obstante carga de significación al conjunto visual aparentemente autónomo y autosuficiente» (68) funciona como disparador para leer los paisajes del sur de nuestro país, retratados por Cabezas Hilb, que emergen bucólicos y también cargados del terror que la propia artista vivió siendo niña cuando sus padres retornaron del exilio para participar de la contraofensiva de Montoneros, mientras destacan, en Las aguas del olvido de Perel, la memoria infausta que carga sobre sí el Río de la Plata, los miles de cuerpos arrojados allí por la dictadura, conviviendo con la memoria acuática y material que despliega otra temporalidad, no humana.

Imagen: Santiago Porter Bruma, 2017. 

En “Territorios fotográficos” Melina Constantakos, Natalia Fortuny y Leticia Rigat leen series de Rodrigo Claramonte, Erica Bohm, Pablo Zotalis y Margarita García Faure para pensar la visibilización de lo que podríamos denominar, robándole la fórmula a Georges Perec, «especies de espacios», tanto los soñados e imaginados, el espacio exterior de Erica Bohm por ejemplo, como aquellos fronterizos, lugares-otros, sostienen los autores, que percibirán allí huellas materiales y temporales, y formas de vida inhabituales.

Imagen: Rodrigo Claramonte, Un lugar común, 2015-2020.

Finalmente, en “Archivos fotográficos: cuerpos, espacios políticos y desobediencias” de Cecilia Iida, Agustina Lapenda, Santiago Mazzuchini y Laura Ramírez Rivillas, el archivo vuelve para pensar las memorias sexodisidentes de Neuquén y Santa Fe, el “Archivo de la Memoria Popular Villa 20” y la serie de Celeste Rojas Mugica, “Inventario Iconoclasta”, sobre la insurrección chilena que comienza en 2019. Y si Ángeles Donoso se metía en el archivo de Paz Errázuriz para observar reverberaciones documentales, aquí los archivos apuntan a la visibilización de, invocando a Judith Butler, vidas precarias, las comunidades trans, las vidas en un barrio popular, revisitadas para pensar tramas afectivas, formas de resistencia, sublevaciones, formas de exposición y figuración.

Irrupciones recorre de este modo un amplio abanico de los modos de existencia de lo fotográfico, archivos, memorias familiares, fotografía artística y sus vinculaciones con la memoria personal y colectiva, de su capacidad de dar lugar a la historia y a la materia, de sus recorridos y sus dislocaciones, de los afectos que provoca, inquietud, horror, empatía, nostalgia, entre otros. Irrupciones es, en conclusión, un brillante ejercicio de los modos de ver contemporáneos. 


Irrupciones. Grupo FoCo

Fascículos FoCo-artexarte

Buenos Aires, 2024

160 páginas

 

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EL CRÁNEO DE KLOCOSK: ONELLI Y LOS TEHUELCHES

Por: John Bell

Este texto, escrito por el australiano John Bell, explora la relación entre el etnógrafo Clemente Onelli y los miembros de la comunidad Tehuelche. Para ello, analiza detenidamente el libro Trepando los Andes, estudiando tanto el accionar como el lenguaje del explorador italiano, con la idea de discutir las problemáticas del proceso científico llevado a cabo por el mismo. A través de este texto, John nos invita a reflexionar acerca del intervencionismo en la cultura y el espacio de las comunidades nativas y sus consecuencias.


“Llegué a Sheuen-Aiken, donde mis compañeros indígenas se habían instalado en una toldería de tehuelches, mis antiguos amigos. La indiada estaba triste porque acababa de morir el centenario Klocosk, cuyos cabellos blancos y rudos y sus cigomas lucientes y grises de color de sílex y las pupilas semiabiertas y con la fijeza del fakir indiano, había consignado en una placa fotográfica el año anterior: cuando vi que empezaba los preparativos para abrir la sepultura fui a acampar lejos a fin de dejarles la completa libertad que ellos requieren para esa ceremonia; pero fijé bien en la mente el arbusto característico y la forma de la barranca a cuya pie lo iban a sepultar, para fines ulteriores. Al año siguiente los indígenas habían abandonado Sheuen-Aiken y pude así desenterrar el cráneo que ha enriquecido mi colección antropológica.” (104-5; 2004)

 

Es difícil imaginar una expresión más elocuente de la mirada científica sobre el pueblo tehuelche a principios del siglo XX: la intimidad condescendiente, la pretensión de dominar sus costumbres y la dependencia simultánea de la depredación. Este extracto pertenece a la crónica de viaje Trepando los Andes de Clemente Onelli. En la edición original del libro, la anécdota está acompañada por dos fotos: una es el retrato de “Klocosk en vida” y la otra es de su cráneo.

Onelli, quien fue compañero del Perito Moreno, primero en el Museo de La Plata y después en la Comisión de Límites, llevó a cabo la labor de director del Jardín Zoológico de Buenos Aires tras ser nombrado por Roca en 1904, siendo este el mismo año en el cual se editó Trepando los Andes. Dedicó su vida a la clasificación de fósiles, territorios, animales y, de paso, pueblos. La etnografía fue una disciplina más que le interesó, como buen científico de la época, un hobby atrapante que podía permitirse al margen de sus otros estudios.

Fines ulteriores

En el extracto de Trepando los Andes citado arriba, Onelli considera a los tehuelches como sus «compañeros» y «antiguos amigos». Los llama compañeros porque viaja siempre escoltado por hombres que conocen los caminos del sur, y amigos porque vuelve a los mismos poblados una y otra vez.

 

 

Extracto de la edición original de Trepando los Andes (1904).

 

La comunidad está llorando la muerte de uno de sus ancianos, el «centenario» Klocosk. Onelli llegó a conocerlo personalmente, lo cual se evidencia en el retrato fotográfico que le tomó en una de sus visitas anteriores y en el recuerdo de su aspecto físico, que cuenta con una abundancia de detalles que expresa cierto cariño hacia el anciano. Conociendo los usos de la comunidad a la hora de enterrar a sus muertos, se aleja para respetar su intimidad. Sin embargo, es un respeto más fingido que real: una estratagema. Onelli se fija bien en el sitio del entierro para volver en otro momento y exhumar a Klocosk, respetando los ritos funerarios de los tehuelches solamente para después profanarlos. Convierte así a ese anciano de «cigomas lucientes» en una pieza de “colección antropológica”. Parece una obviedad que un amigo dispuesto a robar la tumba de tu pariente no es realmente un amigo, pero él no ve ninguna contradicción en su comportamiento. Su trabajo como antropólogo facilita el del coleccionista; su colección complementa su trabajo de campo. Toma apuntes y huesos.

Onelli se siente a gusto entre los tehuelches, producto de su capacidad de hablar su idioma y de la observación detenida de su modo de vivir. Aun así, su actitud frente al entierro de Klocosk refleja la brecha conceptual y ética que lo separa de sus anfitriones. Hay un desencuentro fuerte entre la comprensión tehuelche del evento como un entierro solemne y la mirada del científico italiano que lo ve como una oportunidad para ampliar su colección de restos humanos. Su astucia en ese momento es poco favorecedora precisamente porque parece entender la gravedad del acontecimiento para los tehuelches. Por eso se retira mientras realizan la ceremonia.

En realidad, aunque comprende el significado del entierro para ellos, no lo respeta; su posterior violación de la tumba es una expresión de desprecio hacia su cosmovisión. Es su intimidad con esa cosmovisión lo que le permite violarla. En un pasaje anterior del libro, reconoce que ellos debieron modificar sus costumbres a causa de las depredaciones de los blancos: “la profanación de esos sepulcros antiguos por los exploradores los ha obligado a enterrar a sus muertos en lugares menos visibles” (71; 2004).

Sus intervenciones cambian las prácticas del pueblo que Onelli estudia, pero esto tampoco le impide seguir robando tumbas. Aquí se nota su mirada de europeo finisecular; para él, las formas tehuelches son interesantes, pero no le exigen respeto. Puede hacerse amigo de ellos sin jamás considerarlos sus iguales. La antropología va codo a codo con la agrimensura pues ambos forman parte del proyecto argentino que entregó los territorios tehuelches a los estacioneros blancos. Ni siquiera sus restos tendrían un descanso tranquilo en esas tierras.

Por amor a la etnología

Un capítulo anterior de Trepando los Andes permite examinar en más profundidad su método como antropólogo. Onelli llega “a las tolderías del cacique tehuelche Quilchamal”, situadas a orillas del río Guenguel, en lo que hoy es la provincia de Chubut. Necesita arrendar caballos para la próxima etapa de su viaje y contratar a un guía que lo acompañe. Realiza estas negociaciones en cada poblado con que se cruza, mientras el guía que lo acompañaba hasta ese punto vuelve a su comunidad con sus animales. Los hombres de Quilchamal han salido de caza por unos días y él se ve obligado a esperar su retorno. Las mujeres permanecen en el poblado y el italiano aprovecha su estadía para hacer un registro de sus costumbres.

No hay ninguna descripción de la foto disponible.

Imagen: Comisión de límites entre Argentina y Chile. El perito Francisco Moreno, Clemente Onelli, sir Thomas Holdich, y otros miembros de la Comisión recorriendo la región comprendida entre el lago Lácar y el fiordo Última Esperanza, 1901. AGN_DDF/ Caja 2626, inv: 51856.

De entrada, su trabajo de campo se mezcla con el voyeurismo y una peculiar fantasía orientalista. A solas con las mujeres, se siente “un gran kan de la estepa asiática… rodeado por un harén con más de cincuenta odaliscas” (63; 2004) y aprovecha para espiarlas mientras se bañan en el río “por amor a la etnología, desde el fondo de mi carpa, con los anteojos de viaje” (66; 2004). Esa frase “por amor a la etnología” es a la vez una aclaración de sus intenciones y un chiste que invita al lector a compartir su fantasía. En la oración siguiente, hace mención de “los ancianos que espiaban las abluciones de la casta Susana en el baño bíblico”, vinculando la etnografía de manera explícita con la violación de la intimidad.

A continuación, deja un registro bastante minucioso de las costumbres de las mujeres tehuelches. Estructurando el texto con una descripción del amanecer y los cambios de la luz a medida que el día avanza; cada tarea tiene lugar a una hora determinada. De ese modo, pretende describir un día típico: presenta las costumbres tehuelches como vivencias que, a su vez, son elementos de una rutina. Así, las mujeres se bañan mientras “las estrellas luchan aún por desaparecer”; a las diez de la mañana es “la hora en que el indígena empieza a comer”. Es llamativo su uso del presente en este pasaje — a diferencia del resto del libro, que Onelli narra en pasado —; es el presente eterno de las costumbres, de las cosas que se hacen todos los días.

Dentro de este esquema caben registros detallados del interior de un toldo tehuelche — su disposición, los objetos que contiene, los materiales de los que está hecho — y del aseo y la apariencia de las mujeres. Después, cataloga los remedios tehuelches para varias enfermedades. En las partes referentes a los cuidados de las mujeres, Onelli recurre de manera insistente a un vocabulario francés: péplum, boudoir, toilette, maquillage, embonpoint. Este cruce de la elegancia francesa con las prácticas de las mujeres tehuelches tiene un matiz burlón, pero es al mismo tiempo la expresión de una fantasía relacionada con la del kan y el harén. Escribe así: “En los toldos, el ojo profano del hombre puede observar libremente lo que en la ciudad son los misterios sagrados del boudoir de una mundana” (68; 2004), invocando otra vez la imagen de una violación: el etnógrafo es un intruso que goza de su incursión en espacios que no le corresponden.

Un diccionario limitado

Onelli interpreta los fenómenos que observa para dar un registro de su significado para los tehuelches: lo que Clifford Geertz llamaría descripción densa. Sin embargo, si no logra entender algo, el italiano supone que el fenómeno en cuestión carece de sentido para los tehuelches también; que se sigue dando irreflexivamente por simple costumbre. Así, escribe de una inmersión ritual que los hombres realizan tres veces por año, que “han perdido” su significación: “recuerdan solamente que su baño de octubre facilita la incubación de los huevos de avestruz” (67; 2004). No se le ocurre la posibilidad de que los hombres prefieran no abrirle los secretos de dicho ritual, o que tenga un significado en el marco de su cultura que no se explica en palabras. Carece de la flexibilidad que le permitiría reconocer su propia ignorancia y prefiere caracterizarla como propia de los tehuelches.

Imagen: Autorretrato de Clemente Onelli en Santa Cruz. Del libro Tehuelches: Danza con fotos, de Osvaldo L. Mondelo.

El italiano es capaz de reconocer los desafíos que presentan sus distintas culturas a la hora de entenderse con los tehuelches. Receta «un colirio de sulfato» a una niña en su calidad de “médico de la toldería” y busca una manera de decirle a la madre que debería aplicarle el remedio tres veces por día. Como hizo en su registro de la rutina de las mujeres, aprovecha el movimiento del sol para fijar los horarios de los tratamientos. Sin embargo, la mujer no entiende el sol de la misma manera, como una especie de reloj celestial, y le pregunta a Onelli: “¿Y si el día está nublado?”. Este desencuentro saca del científico una confesión poco común de los límites de su conocimiento: “No supe contestar, tanto más cuanto mi diccionario tehuelche era muy reducido” (70; 2004). Más allá de la dificultad para traducir conceptos tan distintos del tiempo, ese tipo de malentendido era casi inevitable debido a su dominio sólo parcial de la lengua. La probabilidad de malinterpretar ciertas cosas debería condicionar la contundencia de sus declaraciones sobre los tehuelches; Onelli debería estar consciente de las limitaciones de su perspectiva.

Sin embargo, Onelli insiste en que los tehuelches ignoran la razón de sus acciones: tienen un “cerebro apático y privado de ideas”, y según él, “es trabajo inútil pedir a los tehuelches noticias de costumbres antiguas y de tradiciones heredadas por sus antepasados” (75; 2004). La primera frase es una expresión directamente racista que caracteriza a los tehuelches como seres sin capacidad de pensar; la segunda confunde la transmisión de cultura entre generaciones con una prohibición entre los tehuelches de nombrar a sus muertos.

Según Onelli, porque “muerto uno de ellos ya no se lo nombra”, la generación actual no aprende nada de la anterior, mientras que la estabilidad de las costumbres tehuelches indica todo lo contrario. El etnógrafo aficionado quiere violar el tabú sobre los muertos y no puede; en lugar de reconocerlo, dice de los tehuelches que “no saben, no conocen nada”. Su motivo no es la simple descripción, sino responder una inquietud; quiere saber si “a la muerte de antiguos indios se sacrificaban víctimas humanas propiciatorias”. Otra vez surge el profanador de tumbas: el italiano tiene esta duda porque ha encontrado los “huesos carbonizados de pequeñas criaturas” en los “numerosos cairns prehistóricos que he registrado”. Su investigación avanza sin ningún reparo en herir las sensibilidades tehuelches. Sin embargo, sus prohibiciones son más difíciles de violar que los restos de sus antepasados.

Tomar parte activa y directa

En el curso del mismo capítulo mencionado en la sección anterior, Onelli narra otra experiencia, también entre las mujeres tehuelches: hace unos años tuvo “la suerte de tomar parte activa y directa” en un entierro. Fue testigo de un asesinato en su campamento: “un cristiano” puso fin a su pelea con un hombre tehuelche pegándole dos tiros. El asesino se fue del “teatro del crimen”, pero él permaneció en el lugar acompañado por el muerto y su caballo, “el único viviente velando el cadáver”. A la mañana siguiente, tres mujeres llegaron al sitio para enterrar a su pariente. Este evento le pareció una gran oportunidad: “era la primera vez que un cristiano asistía a un entierro con el ceremonial tehuelche” (72; 2004).

No se limitó a observar: viendo que “el trabajo iba despacio”, les ofreció cavar la fosa con su pala y pico. Fue una atención de su parte – vio que las herramientas que manejaban las mujeres les dificultaban la tarea – y al mismo tiempo una demostración de su superioridad puesto que “el cristiano trabajaba más pronto y mejor”. Colaboró también en la preparación del cadáver: “entre todos doblamos el cuerpo en la posición hierática exigida por la costumbre”; y ayudó a llevarlo hasta su tumba. Esta última tarea la realizó mal: “nuevo en el oficio, con las manos doloridas por el uso de la pala, dejó caer el ángulo que él llevaba” (73; 2004) y el cuerpo se desprendió de su mortaja al suelo. Las mujeres sospecharon una falta de respeto y Onelli les ofreció alcohol para calmar la tensión provocada por su torpeza. El entierro se realizó sin más contratiempos y las mujeres “se fueron lentamente cantando su nenia dolorosa”.

Imagen: Mujeres Tehuelches con sus hijos en Paso Ibañez. 1893. Del libro: Tehuelches: Danza con fotos, de Osvaldo L. Mondelo.

Los hechos que narra Onelli tuvieron lugar en un contexto creado por él: su campamento. Su manera de contar el asesinato deja numerosas preguntas sin respuesta: ¿Conocía al «cristiano» y al hombre tehuelche? ¿Cómo fue que los dos se encontraron en su campamento? ¿El hombre tehuelche era uno de los guías que lo acompañaban en sus viajes por la Patagonia? ¿Realmente no entendió el italiano  el motivo de la disputa?

Onelli suministró el escenario de la violencia; por algo los dos hombres se encontraron en su campamento. Su decisión de no intervenir ni durante la pelea ni después – dejó que “el cristiano” galopara “a sus quehaceres” – afectó el curso de los acontecimientos. Sin embargo, Onelli no reflexiona sobre su presencia, sobre su implicación como actor en el incidente. Para él, ser testigo es una actividad neutra: el asesinato no lo interpeló. Narrativamente, sirve como prólogo de la parte del relato que realmente le interesa: el entierro del hombre que yació muerto en su campamento.

El entierro, como el asesinato, se realizó en un espacio creado por Onelli. El trabajo del etnógrafo normalmente implica su inserción en un contexto social que le es ajeno: ser aceptado por la comunidad le permite llevar a cabo su trabajo de campo, modelo que sigue en la primera sección del capítulo, en su descripción de las costumbres de las mujeres. Sin embargo, no participó en el entierro gracias a su presencia en una comunidad: “la tribu acampaba a pocas leguas” y las mujeres se vieron obligadas a trasladarse a su campamento para sepultar a su pariente. Uno puede suponer que por eso el italiano se sintió con la libertad de involucrarse en el ceremonial: él fue, de un modo, el anfitrión.

A diferencia de su comportamiento durante la pelea, esta vez no dudó en participar. En su descripción del entierro, se identifica como actor en los acontecimientos. Reconoce, además, que su participación cambió la forma del ritual – una persona ajena cavó la fosa usando herramientas distintas a las que tenían las mujeres tehuelches – y generó un momento de fuerte incomodidad, debido a su torpe inexperiencia en esa situación. Cabe preguntarse si el italiano realmente “asistió a un entierro con el ceremonial tehuelche”, como pretende; sin dudas, la forma del entierro habría sido distinta si no fuera por su intervención. Onelli, en cambio, ve su participación como una extensión de su trabajo de campo: no solamente observó la sepultura, sino que también tomó parte en ella. Compró el derecho de participar con “un buen trago de caña y un paquete de tabaco”, como si fuera la entrada a un recital muy codiciado. Aquella transacción representó un cambio menos llamativo que el de su participación física, pero igual de profundo: transformó el marco conceptual del entierro. En lugar del cumplimiento solemne de un deber hacia un pariente, la oferta de Onelli lo convirtió en un fenómeno interesante al cual un curioso ajeno quiso asistir. El italiano le puso un precio; le dio un público. Además, por momentos, su insistencia lo transformó en el protagonista de la ceremonia. Hay un humor innegable en su modo de narrar su participación: el “cristiano”, convencido de su propia superioridad, de que “trabajaba más pronto y mejor”, resultó ser un pobre sepulturero. Onelli se burla de su propia arrogancia. Sin embargo, aunque la implicación de cualquier etnógrafo influye sobre los fenómenos que estudia, su apuro al presenciar el entierro – sus ganas de hacerlo “mejor” que las mujeres tehuelches – fue de otro orden. Su prepotencia cristiana superó su integridad como investigador.

Violaciones

Trepando los Andes es un documento valioso no solo por su registro de la cultura tehuelche a principios del siglo XX, sino también como expresión de la mirada científica hacia los pueblos originarios argentinos de aquella época. La franqueza de Onelli a la hora de exponer su punto de vista es valiosa también: su propia superioridad le pareció tan evidente que se expresó sobre el tema sin reservas. Robar el cráneo de Klocosk no le dio vergüenza; al contrario, le pareció una prueba de su propio ingenio.

Una y otra vez, en Trepando los Andes, su trabajo como etnógrafo toma la forma de una violación – violaciones literales (su profanación de tumbas), imaginadas (su conversión de la intimidad de las mujeres en una fantasía sexual) y frustradas (sus intentos fallidos de romper el tabú sobre nombrar a los muertos) – o de una torpe intervención (su participación en el entierro). Reconoce la amenaza existencial que los blancos representaron para los tehuelches: “se han visto desalojadas y casi aniquiladas por el invasor blanco y los temibles auxiliares que lo acompañan” (65; 2004). Esta aniquilación, Onelli la contempla con tranquilidad, como un inevitable proceso histórico, como si su trabajo como agrimensor no tuviera nada que ver con ello. En realidad, colaboró activamente en el desalojo, y su registro etnográfico de las costumbres tehuelches refleja su violencia.

 

Una patria portátil: las tareas de la crítica (sobre «La Internacional del Pecado. Desvíos de lo cosmopolita en Copi, Néstor Perlongher y María Moreno», de Germán Garrido)

Por: Gabriel Giorgi

En este texto, Gabriel Giorgi reseña el libro La internacional del Pecado. Desvíos de lo cosmopolita en Copi, Néstor Perlongher y María Moreno, de Germán Garrido (Beatriz Viterbo, 2024). La lectura analiza sus gestos críticos, traza genealogías y reflexiona en torno a la potencia que activan los desvíos de lo cosmopolita en el presente.


Una “patria portátil para disidentes sexuales”: difícil imaginar un momento más oportuno que el presente argentino para subrayar esta fórmula que María Moreno inyectó en nuestra lengua y que define, quizá como pocas, un arte queer de afirmación de la existencia. Semejante “patria portátil” va desde aquellos micromundos del clóset, en otras eras de nuestra memoria y de nuestras culturas (que igual siempre están con ganas de retornar), hasta la “Interespacial Homosexual” que Copi directamente reenvió hacia el cosmos, hacia una galaxia tomada por las guerras de las maricas. Putos, tortas y travas entre lo micro y lo macro, entre la esquina del armario y la del barrio (“la esquina es mi corazón” escribía Pedro Lemebel) hasta los extramundos queer que encontraremos en Copi, o ese Tlatelolco y Tenochtitlán fantaseado del primer poema de Néstor Perlongher (“Defensa de los homosexuales de Tenochtitlán y Tlatlexlolco.”)

Justo ahora: cuando se nos quiere borrar del mapa otra vez (y cuando además, de paso, se quiere borrar a la nación del mapa: cuando los “tonos antinacionales” de los que hablaba Josefina Ludmer en los 90s se vuelven política pública). Dado que lo vertiginoso de este momento, a diferencia de otros momentos previos, es que se ataca a toda disidencia, pero no en nombre de la nación sino descartando también a la nación para que sólo quede el reino del dólar, su teología universal –en este momento, digo, volver a la “patria portátil” de María Moreno: interesa la fórmula porque conserva la patria, la vuelve una condición para la afirmación de la existencia, pero tuerce sobre sí misma y le revela sus vueltas subterráneas.

Me gustaría situar en esa apuesta el libro de Germán Garrido, La Internacional del Pecado: en esa intersección a la vez muy nueva, pero con genealogías enormes. Es un libro que trae un debate de larga data en la crítica cultural argentina y latinoamericana –el que gira en torno al cosmopolitismo– con nombres monumentales como el de Sylvia Molloy o Silviano Santiago, al que reinventa en  el contexto donde el fin de la globalización da lugar a imaginarios planetarios que van desde el anti-globalismo hasta arremetidas cada vez más insistentes contra un “marxismo cultural” ensoñado que nuestros neofascistas, tan poco imaginativos, cultivan de maneras cada vez más estentóreas. Y, por supuesto, sobre el fondo de los “fines de mundo” que le ponen fecha a la experiencia histórica de lo global tal y como la conocemos. Cosmopolitismo, imaginarios planetarios, fin del mundo de la globalización: ahí emerge la pregunta por el cosmos que insiste en los “desvíos de lo cosmopolita” que Garrido interroga. Ni la nación “diversa” ni el cosmopolitismo de la era global: los desvíos de lo cosmopolita iluminan eso que en las vidas queer se vuelven modos de hacer mundo a contrapelo de las geografías y las cartografías ya dadas.

Un gesto que traza otro vector de las pertenencias y de los modos de habitar. Ahí Copi, Perlongher, María Moreno.

Escribe Garrido: estos desvíos de lo cosmopolita son “los singulares modos en que sociabilidades queer, reales y ficcionales, trazaron sus propias coordenadas planetarias más allá de la cultura y el territorio nacionales, así como las normas e imaginarios heteropatriarcales sobre las que la nación se asienta” (15) Es, pues, la sociabilidad, la comunidad, los modos de hacer lazo (y no el “yo”, el sujeto enredado en el espejo de la identidad) lo que aquí hace mundo. Y lo que se juegan son “coordenadas planetarias”: algo que involucra no solamente los espacios y los territorios sino las gramáticas mismas del hacer mundo; no sólo cómo se trazan los perímetros de los territorios queer, las redes de sociabilidad, los circuito de yire o lo que ahora se llaman los “safe spaces”, sino cómo desde ahí imaginar y construir mundos que sean más habitables, más tolerables, más interesantes que los que nos ofrecen. Justamente: porque somos las caídas del mapa es que hacemos territorio. Ahí la cosmopolítica como gramática para construir mundos.

Lo que hace Garrido es contraponer estos desvíos a uno de los modos de lo cosmopolita que se está terminando con la avanzada de las ultraderechas y el colapso del orden que asociamos a lo global: ese cosmopolitismo gay que plantó bares, barrios y modos de existencia en las ciudades y que se convirtió en un emblema de cierta vida democrática. Y que hizo claramente un cierto diseño de cuerpos a medida del capital: eso “gay” que Perlongher y Lemebel denunciaban como cuerpos modelados por el capital y sus normas. Eso quizá ahora esté empezando a reconvertirse en otra cosa en el contexto del ascenso de las ultraderechas. Es allí donde veo la intervención de este libro.

Me quiero detener en dos gestos críticos que quiero subrayar porque en ellos veo lo que esta Internacional del Pecado le trae a la imaginación critica: a las tareas críticas que nos tocan. Por un lado, me parece clave el foco que Garrido pone en el universo de la publicación, los modos de la vida pública que pasan por revistas, fanzines, suplementos, por lo que no se centra necesariamente en el libro, sino que remite a una ecología de lo escrito que es inseparable de la sociabilidad, que no tiene distancia respecto a ella, y que apuesta fundamentalmente a la creación de públicos y a la hechura de la vida pública. Eso que Garrido piensa fundamentalmente alrededor de los “contrapúblicos” trabajados por Michael Warner. Me interesa mucho eso porque hace a los modos en que las ecologías de lo escrito interfieren y desvían modos imperantes de pensar y de actuar. Eso es lo que acá hace mundo. Y ahí es donde una figura como la de María Moreno, una candidata poco esperable para una discusión sobre cosmopolitismo, emerge con una fuerza inesperada porque precisamente la vemos en eso expansivo que se dispara desde Alfonsina o El Teje. O en las publicaciones del FLH, Somos, Nuestro mundo, por caso. Ahí pasa algo clave: las artes de la publicación cambian la relación entre imaginación y mundo, justamente porque se interviene sobre las condiciones mismas de la vida social. Ese “entre” es una vía de los desvíos de lo cosmopolita.

El otro gesto crítico es el que trabaja la trama de conversaciones sobre cosmopolitismo desde los archivos queer. Me parece que Garrido pesca una inflexión clave de esa trama y que pasa por ese momento en el que las “salidas al mundo” o el “deseo de mundo” no cumple con sus promesas de inclusión, de ciudadanía, de integración, donde la imaginación del cosmopolitismo más clásico –o más careta, o más tilingo– se desfondan, ahí es donde aparece ese hacer mundo que es esa capacidad para tramar algo así como  nuevas infraestructuras de la vida, esas infraestructuras que en situaciones de crisis, de abandono que desbaratan las condiciones vitales de comunidades, sostienen la vida en común –pensemos en la crisis del VIH, que es una inflexión decisiva para los desvíos que piensa Garrido, pero también en las movilizaciones y redes activadas después de la masacre de Barracas, justamente cuando lo que se pone en movimiento es la infraestructura del cuidado, cuando nuestras existencias mismas son amenazadas. Por eso en este momento en el que la reflexión más simbólica, cultural y política de las fantasías globales se desfondaron y donde otra dimensión –la de lo planetario y lo cosmopolítico– empieza a hablarle a nuestra imaginación crítica y a nuestra forma de elaborar conceptos, ahí Garrido re-sitúa lo queer y le da, creo, un nuevo impulso. 

Para terminar. “Yo soy de acá”, dice María Moreno. Dice también que no viaja. Y que odia Europa. Es una militante del monolingüismo. ¿Qué tiene que ver María Moreno entonces con el cosmopolitismo? Bastante, dice Garrido, en un sentido nuevo. Ya no se trata de aquel cosmopolitismo que las oligarquías argentinas derramaron sobre las clases medias argentinas, un poco como si fuese una teoría del derrame de escenas imaginarias. Tiene que ver con el cosmopolitismo justamente porque funda su loquibambia, su patria portátil, que sigue siendo patria (yo soy de acá) pero no la que se sueña desde el patriarcado ni desde la cartografía triste de la heteronorma. Lo que dicen los desvíos de lo cosmopolita de Garrido es que nunca dejamos de pensar en la pertenencia, nunca dejamos de pensar de donde somos, ni de trabajar los modos en que habitamos donde habitamos. Porque la infraestructura de la vida –la posibilidad misma de la vida– se juega en ello. Ese pensar y ese trabajo, sin embargo, no se hace con las herramientas de quienes nos detestan. Tenemos a Copi, a Perlongher, a María Moreno, tenemos a muchas más: con esas herramientas del desvío hacemos mundo.

Ahí entonces la Internacional del Pecado como manual de reorientación y como cuaderno de tareas críticas.


La Internacional del Pecado. Desvíos de lo cosmopolita en Copi, Néstor Perlongher y María Moreno

Germán Garrido

Editorial Beatriz Viterbo, Rosario

2024

Reseña: «Te devora la ciudad. Itinerarios urbanos y figuraciones espaciales en el rock de Buenos Aires», de Ana Sanchez Trolliet

Por: Martín Servelli

Martin Servelli reseña Te devora la ciudad. Itinerarios urbanos y figuraciones espaciales en el rock de Buenos Aires, editado por la Universidad Nacional de Quilmes. El texto propone una lectura personal y epocal alrededor del rock y algunas derivaciones del itinerario del género en el período que va de 1965 a 2004.


Fue durante mi adolescencia, a principios de la década del ochenta, cuando descubrí la ciudad de Buenos Aires, en la que había nacido, pero que hasta entonces no había sido para mí un verdadero espacio vivido, sino un telón de fondo ajeno y exterior. Bajo el estímulo de la música y las ideas del punk, que llegaban a estos lares con el retraso característico, emprendí un recorrido intelectual voraz que mezclaba anarquismo, dadaísmo, simbolismo, beatniks, rastafarismo, psicodelia, vanguardia, cine de autor y toda aquella manifestación artística que cuestionara los modos de vida de una sociedad sometida por el Sistema (en mayúsculas). Este hervidero de ideas no surgía de los espacios tradicionales de transmisión del saber sino de los recorridos urbanos y los espacios de sociabilidad nocturna. Viernes, sábados y domingos, cuando las responsabilidades cotidianas se distendían, salíamos en grupo a ocupar la ciudad, a transitarla, a recorrer sus bares y tugurios siguiendo el derrotero de nuestras bandas preferidas. Habitaba un mundo paralelo, que aún hoy se conoce como el under porteño. La metáfora espacial, que resumía un haz de sentidos asociados a las manifestaciones contraculturales, ponía de relieve que efectivamente se trataba de un lugar, una localización (nómade), la invención de un espacio creativo radical donde articular y sostener nuestra creatividad, donde tramitar nuestro sentido en el mundo, lo marginal como lugar de resistencia. Por esos años, desde la editorial del suplemento Cerdos & Peces, el periodista Enrique Symns llamaba “A tomar la ciudad” convencido de que el uso y la apropiación del espacio urbano constituía en sí mismo un acto político. El sustrato común de este caldo de cultivo era, en suma, la cultura rock.

También los “náufragos” de los sesentas (pioneros del rock vernáculo), habían emprendido sus caminatas nocturnas buscando evadir los “usos burgueses” del tiempo que imponía la vida urbana y ampliar sus capacidades creativas, al potenciar la vida comunitaria de un grupo que se movía en bloque por la ciudad. Y más acá en el tiempo, las tribus de seguidores del rock barrial ocuparon literalmente las ciudades en las que se realizaban los multitudinarios recitales para convertirlas fugazmente en un refugio, un espacio de pertenencia y liberación.

Ciudad y cultura se activan mutuamente y el rock ofrece una perspectiva privilegiada para indagar los modos concretos que asume esta relación a lo largo del tiempo. En esa encrucijada se instala el libro de Ana Sánchez Trolliet, Te devora la ciudad, basado en su investigación doctoral. La autora se propone reconstruir la historia de la ciudad de Buenos Aires desde la particular perspectiva que ofrece la cultura rock en un ciclo que abarca desde mediados de la década de 1960 hasta el 2004, año que marca un punto de inflexión con el trágico incendio del local República Cromañón. La investigación constituye un avance significativo en lo que respecta a la incorporación de la cultura rock al ámbito de los estudios académicos locales, un campo de estudios que ya cuenta con una amplia tradición en lengua anglosajona. Los dos ejes centrales que pautan este recorrido son las formas de vincularse con la ciudad material, por un lado, y las formas de representarla simbólicamente, por el otro. El primero remite a los modos de ocupar el territorio porteño, la circulación de objetos y personas, los itinerarios de artistas, músicos e intelectuales, los ámbitos de sociabilidad, los lugares de consumo típicos del rock; el segundo a las figuraciones espaciales presentes en las obras musicales, las visiones e interpretaciones sobre la ciudad que surgen de las letras de las canciones, del arte de tapa de los discos, de las declaraciones de músicos y revistas especializadas.

El trabajo se inscribe, en términos generales, en una corriente de los estudios académicos que propone nuevas maneras de pensar el espacio desde una perspectiva interdisciplinaria, lo que se ha dado en llamar el “giro espacial” en las humanidades y las ciencias sociales. Esto es, interpretar al espacio y la espacialidad de la vida humana con la misma perspectiva y poder interpretativo que se le da al tiempo y a la sociedad. Bajo este abordaje, las dimensiones, histórica, social y espacial resultan interdependientes e inseparables de cualquier análisis crítico del fenómeno urbano. Tal como señala el geógrafo cultural Edward Soja, incluso en el campo de los estudios urbanos, donde el espacio urbano constituye el centro de la investigación, éste ha tendido a ser considerado como un entorno arquitectónico, o un envase físico para actividades humanas, mientras que los procesos de desarrollo urbano son descriptos en términos sociales e históricos, sin atender a las cualidades dinámicas, generativas y explicativas de la espacialidad urbana.[i]

Te devora la ciudad incorpora el enfoque espacial como eje central del análisis, prestando especial atención a las interacciones entre espacio y sociedad, a las diversas maneras en que la disposición del espacio y las características de la ciudad impactan en la construcción de identidades y en las formas de estar en el mundo.

La Máquina de hacer pajaros en el Luna Park, inédita.

El libro está dividido en dos partes separadas por un excurso y seguidas por un epílogo. La primera parte comprende un período que va de 1965, año aproximado del surgimiento del rock en la ciudad de Buenos Aires, hasta 1970, cuando se disuelven los principales grupos del momento (Almendra, Manal y Los Gatos). La segunda parte se ubica en el momento de tránsito de la dictadura a la democracia, durante los años ochenta, y abarca un período caracterizado por una presencia masiva del rock en la ciudad y la eclosión del llamado under porteño. La elección de este período de tránsito o pasaje resulta particularmente productiva para analizar tanto los modos en que se procesaron los traumas de la dictadura, como el impacto de las expectativas hacia el futuro que inauguraba el ciclo democrático. Por su parte, el excurso problematiza el apelativo “nacional” asignado a la música rock de factura vernácula, al ponerla en relación con otras vertientes musicales, como la proyección folklórica y la nueva canción latinoamericana, más vinculadas a sectores juveniles pertenecientes a la militancia revolucionaria. Mientras que los jóvenes militantes encontraron en la música rock un carácter extranjero y disolvente asociado al imperialismo cultural norteamericano, los jóvenes rockeros destacaron los aportes originales de los músicos argentinos, que dotaron al rock producido localmente de una idiosincrasia propia. Por último, el epílogo desarrolla lo que da en llamar la “conurbanización de la cultura rock”, esto es, el desplazamiento de los itinerarios de los músicos, el público y las imaginaciones urbanas desde el centro de la ciudad hacia la periferia urbana, con el auge del denominado “rock barrial” o “rock chabón”.

Desde los “náufragos” que convirtieron, a mediados de los sesentas, a determinadas calles y plazas céntricas en lugares de permanencia y sociabilidad hippie, hasta el desembarco de los espectáculos de rock en grandes predios al aire libre, se dibuja el primer ciclo del recorrido que emprende la investigación. A despecho del carácter urbano y esencialmente porteño del fenómeno en sus orígenes, las letras de este período dejan traslucir una retórica eminentemente antiurbana, como demuestra la autora en precisos análisis de las canciones y portadas de álbumes de grupos y solistas como Pedro y Pablo, Almendra, Arco Iris o Moris. La excepción a la regla encarna en el conjunto Manal, que incorporó en su estética y su poética las representaciones de zonas industriales degradadas como las de Avellaneda y el Riachuelo.

Ya en la década del ochenta, el rock crece en visibilidad y poder de convocatoria, los recitales se tornan multitudinarios y se convierten en un espacio de sociabilidad crucial para los jóvenes. Por otra parte, son los años del surgimiento de una escena alternativa o underground que generó su propio circuito de “antros culturales” bajo la influencia de nuevas corrientes musicales e ideológicas como el punk. Con respecto a la imaginación urbana, es decir, los modos en que la ciudad aparece representada simbólicamente en las letras y artes de tapa, se asiste al ocaso de una estética pastoral, mientras que la vida metropolitana se reviste de peligros que testimonian una época signada por el miedo. Sánchez Trolliet se detiene, en este tramo de su libro, a analizar las figuraciones de los espacios domésticos como la habitación, la cocina y el baño en la senda abierta por los estudios de Gastón Bachelard en torno a la poética del espacio, “los valores íntimos del espacio interior”.[ii]

El libro documenta los desplazamientos de los espacios de consumo y producción del rock con detalladas cartografías que brindan un soporte empírico a las brillantes hipótesis desplegadas en sus páginas. Las fuentes de que se nutre dan cuenta de la centralidad que revisten las publicaciones periódicas para un análisis histórico del período considerado, tales como los semanarios masivos de la década del sesenta (Primera Plana, Panorama, Confirmado, Gente, Atlántida, etc.) o las publicaciones dedicadas a la cultura rock (Expreso Imaginario, Pelo, Hurra, Cerdos & Peces, entre otras). El enfoque permite abordar una historia de la ciudad (la ciudad del rock) cuya dinámica atraviesa tanto los períodos dictatoriales como los democráticos para establecer su propia cronología, con el propósito de comprender cómo los jóvenes interesados en esta música se vincularon con la vida social, cultural y material de Buenos Aires.


[i] Edward W. Soja, Postmetrópolis. Estudios críticos sobre las ciudades y las regiones, Madrid, Traficantes de Sueños, 2008.

[ii] Gastón Bachelard, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, 2022.


Te devora la ciudad

Itinerarios urbanos y figuraciones espaciales en el rock de Buenos Aires

Ana Sánchez Trolliet.

Editorial: UNQ

Cantidad de páginas: 346

«El agua es una máquina del tiempo» de Aline Motta

Por: Karina Bidaseca

Este texto, escrito por Karina Bidaseca, fue leído en la presentación del libro El agua es una máquina del tiempo (2024) de Aline Motta, traducido al español y publicado por editorial Mandacaru. Su lectura pone en diálogo la obra de Motta con intelectuales afrofeministas como bell hooks o Audre Lorde para reflexionar sobre los cruces entre memoria, racismo y ancestralidad dentro de una «poética del mar».


I. Levitar

“Violencia como principio

racismo como base

genocidio como meta.”

Aline Motta, 2024:114

Las imágenes del film El agua es una máquina del tiempo de la artista Aline Motta, nos estremecen hasta lo más profundo de nuestro ser. Letras y artes visuales en estado de disolución, vehículos de memoria, promueven una plasticidad de lenguajes artísticos; la liberación de una misma.

La mirada que la artista multifacética nacida en Niteroi en 1974 lanza sobre Rio de Janeiro, la elegante y sofisticada ciudad del colono y de la realeza, se muestra teñida ahora de sangre. La batalla de Guanabara, las masacres de las poblaciones negras e indígenas se concatenan con la muerte de Ambrosina por tuberculosis ensuciando la piel de sus edificios. En su recorrido habitan las huellas de las luchas que tuvieron que librar esclavizadxs y amerindixs para resistir al embate colonial.

Ambrosina es su tatarabuela, y parte de ese linaje matriarcal de la familia en la que Aline proyecta la ancestralidad en su deseo de ritualizar la muerta simbólica. 

Su obra me trae resonancias de la gran escritora afroamericana bell hooks, cuando en Trycicle. (1992) escribe:

“Si realmente me pidieran que me definiera, no comenzaría con la raza;

Yo no empezaría con la negrura;

No comenzaría con el género;

Yo no empezaría con el feminismo.

Comenzaría por despojarme de lo que fundamentalmente informa

mi vida, que es que soy una buscadora en el camino.

Pienso en el feminismo y pienso en las luchas antirracistas como

parte de él. Pero donde me paro espiritualmente es, firmemente, en

un camino sobre el amor” (bell hooks).

Su mirada habita la escritura fanoniana: “Las máscaras blancas caen cuando la pulsión de muerte asola en el encuentro con la mirada humillante del blanco que cebrea el cuerpo racializado: las miradas blancas, las únicas verdaderas, me disecan”, escribió el autor en “Piel negra, mascaras blancas” (1994: 115).

Absorta, narra la historicidad de un cuerpo que se transmuta en otro cuerpo dejando el rastro de la ancestralidad.

   “La hija que se vuelve ancestral de la madre

memoria y vehículo

el agua es una máquina del tiempo” (Aline Motta, 2024: 237).

Toda una “literatura de rastros”, al decir del poeta martiniqués Édouard Glissant.

La inmersión por aire y agua son dos planos que estructuran el relato desgarrador del tiempo. En el video, por momentos, el dron que circunda la zona urbana de Rio de Janeiro se detiene, aproxima y aleja como un cuerpo que levita a merced de las energías cósmicas. Les caminantes se vuelven volátiles. Los autos invierten el sentido de la marcha. Se dislocan los sentidos. El tiempo adquiere otra densidad. El tiempo es un afuera del tiempo.

En ese intersticio de fugas, emerge el recuerdo del dolor, de la frustración y la impotencia; pero también de la risa y la ternura radical. Activando la fuerza de la poesía visual que resuena, quebrada por las respiraciones pausadas. Y las voces, y las vísceras, y las lágrimas, el agua es el medium. Lo es en gran parte en las obras de Aline.

II. En el fondo del océano

Su experiencia viva de deterioro y mutilación, la lleva a la afrofeminista Audre Lorde a recorrer las heridas del propio cuerpo, a atacar su representación para mudar radicalmente de piel.

«El racismo y la homofobia son condiciones reales en todas nuestras vidas en este lugar y en este tiempo. Les pido a todas las que están aquí que busquen en ese lugar del conocimiento en sí mismas y que toquen el terror y el odio de cualquier diferencia que vive ahí. Ven que cara lleva. Es entonces que tanto lo personal como lo político puede empezar a iluminar todas nuestras opciones» (Lorde, 1988: 93).

Escuchamos la voz de la protagonista: “Discutir racismo en mi familia era como entrar en esa parte del mar en que no se hace pie. (…) En la orilla no necesitábamos atravesar las olas”, recita Aline Motta (2024: 49). Y, dos páginas por delante, nos confiesa: “Me da rabia haber aceptado el dinero” (2024: 51).

“Las heridas no deben ser una fuente de vergüenza ya que son necesarias para el crecimiento y despertar espiritual” (p. 246) Para sanar, nos dice hooks, uno debe aceptar la propia herida. La piel, la herida colonial del racismo cotidiano y las cicatrices coloniales, la memoria encarnada en el cuerpo, ocupan un lugar central en tu camino artístico. ¿Cómo la artista logró atravesar esas heridas para sanar espiritualmente en una sociedad como la brasilera cuyo mito fundacional es la democracia racial?

Su voz grita que el racismo ha sido una constante, aunque paradójicamente, un lugar al cual se impedía llegar. Como el cuarto oscuro de las casas familiares, como el oleaje más turbulento del océano, la tranquilidad se hallaba en el silencio de la orilla, en la negación como mecanismo de supervivencia.

El historiador poscolonial camerunés Achille Mbembé dedicó sus libros a pensar la clínica del sujeto escindido. El trauma colonial es el peso del cual debemos liberarnos, concluye. Los flujos políticos de (des)pliegues afectivos permiten liberarnos de la maquinaria colonial que introyectó el opresor y que llevamos dentro.

Ante tanto desamparo, la escritura de bell hooks nos ofrece la radicalidad del amor como propuesta política. En su conmovedor libro Todo sobre el amor (2021) nos habla de cómo curarnos del dolor de un mundo que lidia con la herida colonial. Para la autora “la cultura contemporánea está impregnada de un peligroso nihilismo, que atraviesa las fronteras de raza, clase, género y nacionalidad. A todos nos afecta tarde o temprano” (p. 104).

«La dimensión radical del amor y la comprensión son cualidades más complejas de lo que parecen. El amor así entendido es mucho más “útil” y más difícil que pensar en la idea de bueno o malo, correcto o incorrecto, o decidir de qué lado se está»,  escribió bell hooks en Tricycle (1992).

III. El agua es memoria

Dejó un rastro de leche y sangre…

Ambrosina Cafezeiro Gomes.

En “Memorias de la plantación”, Grada Kilomba habló de la radical subversión epistémica de objeto en sujeto: “Soy yo quien describe mi propia historia, y no quien es descrita. Escribir, por tanto, emerge como un acto político. (…) como un acto de tornar-se, en cuanto escribo, me torno la narradora y escritora de mi propia realidad.” (2019: 28). ¿Cómo ha sido la experiencia encarnada con la escritura para Aline Motta?

Escrevivência que surge desde las letras de la gran escritora Conceição Evaristo,

“Escrevivência, em sua concepção inicial, se realiza como um ato de escrita das mulheres negras, como uma ação que pretende borrar, desfazer uma imagem do passado, em que o corpo-voz de mulheres negras escravizadas tinha sua potência de emissão também sob o controle dos escravocratas, homens, mulheres e até crianças. […]. E se a voz de nossas ancestrais tinha rumos e funções demarcadas pela casa-grande, a nossa escrita não. Por isso, afirmo: “a nossa escrevivência não é para adormecer os da casa-grande, e sim acordálos de seus sonos injustos” (Evaristo, 2020, p. 30).

En la trilogía Pontes sobre abismos [Puentes sobre abismos], Se o mar tivesse varandas [Si el mar tuviese balcones] y (Outros) Fundamentos [(Otros) Fundamentos] Aline Motta logra evocar lo que podría haber sucedido si el océano “Atlántico Negro” como lo llama Paul Gilroy, hubiese sido un espacio de comunicación y de memorias compartidas, y no el vientre de la barca esclavista que interpreta Glissant (2017). “¿Qué continúa, qué vive en el presente de estos desplazamientos que comenzaron hace siglos?”, se pregunta Motta (2022: 220) “Busco a través del agua una comunicación entre lenguas y culturas emparentadas”, continúa.

Las poéticas del mar emergen con fuerza en escritores como en la aseveración: “The unity is sub-marine”, de Edward Kamau Brathwaite. Me recuerda a Glissant cuando narra la escena del abismo entre los grilletes oxidados de la esclavitud, el moho y las profundidades del océano para recuperar las historias en común de los continents y volver a Mamá Africa. Qué puede decirnos “La máquina del agua” sobre la memoria afrodiaspórica?

El agua es memoria viva que habilita el proceso de pensar y comunicar los fragmentos reunidos. El agua activa la mirada liberadora que las devuelve a su linaje, a su memoria ancestral, al mundo. Desde la “zona de no ser” de experimentación racial fanoniana hacia una superficie de liberación a través de la potencia erótica y política del amor y la exigencia del derecho a la opacidad.

Lo opaco como un derecho frente a lo transparente como una imposición de Europa; en su trilogía, Aline Motta utiliza los espejos que reproducen rostros y paisajes, desplazan imágenes en el espacio, produciendo un espejismo de continuidad histórica. Tanto en su arte como en su producción crítica, desafía al espejismo para encontrar su propia historia en el fondo del océano, entendiendo éste como un nuevo modo de comunicación, como una nueva “poética del mar”. Una comunidad submarina.


El agua es una máquina del tiempo

Aline Motta

Editorial Mandacaru, Buenos Aires

2024


Bibliografía

Bidaseca, Karina (2022). “Espejismos en el mar. Huellas fanonianas y glissantianas en las letras y las artes visuales de Grada Kilomba y Aline Motta”. En: De Oto, A. y Bidaseca, K. Frantz Fanon y Édouard Glissant. Once ensayos desde el sur. Mendoza: Qellqasqa/Clacso. Disponible: https://biblioteca-repositorio.clacso.edu.ar/bitstream/CLACSO/171370/1/Frantz-Fanon-Edouard-Glissant.pdf

Evaristo, Conceição (2020). «A Escrevivência e seus subtextos». En: Duarte, C. L; Nunes, I. R. (org.). Escrevivência: a escrita de nós. Reflexões sobre a obra de Conceição Evaristo. Ilustrações Goya Lopes. Rio de Janeiro: Mina Comunicação e Arte, p. 26-47.

Fanon, Frantz (2017). Piel negra, mascaras blancas. Madrid: Akal.

hooks, bell (1992).  Agent of Change: An Interview with bell hooks. Interview with bell hooks by Helen Tworkov. https://tricycle.org/magazine/bell-hooks-buddhism/

Kilomba, Grada (2008). Memórias da plantação: episódios de racismo cotidiano. Cabogó.

Lorde, Audre (1984). “Usos de lo erótico: lo erótico como poder”. En: Sister Outsider. Essays and  Speeches. US. Ten Speed Press.

Motta, Aline (2024). El agua es una máquina del tiempo. Buenos Aires: Ed. Mandacarú.


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Canciones sonrientes e imágenes paganas. Roberto Jacoby, Federico Moura y Virus

Por: Mario Cámara

Mario Cámara analiza el libro “Superficies de placer. Mis letras para Virus y otras canciones” (2023) de Roberto Jacoby. La lectura reconstruye dos historias míticas y una época: la trayectoria del propio Jacoby, la del grupo Virus y los ochenta.


El trabajo en colaboración entre Roberto Jacoby y el grupo Virus contiene los elementos precisos para constituirse en una historia mítica, después de todo se trata de uno de los artistas más importantes del arte argentino y latinoamericano, integrante destacado del Instituto Di Tella, del Grupo de Arte de los Medios y de la experiencia Tucumán Arde, y de uno de los grupos de rock centrales para pensar nuestros años ochenta. En el libro Superficies de placer. Mis letras para Virus y otras canciones, de reciente aparición, Jacoby nos revela parte de esa trama además de su posterior trayectoria como letrista y hasta como cantante. El relato, intrincado, es más o menos el siguiente, en 1980 Roberto Jacoby se encuentra con su amigo Daniel Melgarejo, dibujante de las tapas del mítico sello Mandioca de Jorge Álvarez durante los años sesenta[i] que, viviendo afuera de Argentina, estaba haciendo una corta visita al país. Durante el encuentro Jacoby le cuenta que había estado escribiendo «unos textos medio literarios, poemas y letras de canciones»[ii] y Melgarejo decide, e insiste, ponerlo en contacto con Federico Moura, quién, a su vez, no hace mucho tiempo ha regresado a la Argentina luego de vivir durante casi un año en Río de Janeiro.  Alejado del diseño de indumentaria, Moura se ha incorporado como cantante del grupo Virus, conformado por dos de sus hermanos y los hermanos Serra.[iii] Aclaremos que Jacoby ya conocía a Federico Moura de inauguraciones y tertulias asociadas al Di Tella. Como se puede observar, el encuentro tiene algo de azaroso pero se produce y prospera. Así lo cuenta Jacoby:

Me llama entonces Federico y viene a casa a ver lo que tengo, se lleva algunas cosas y me trae algunas otras ya grabadas que no le convencían. Yo comienzo a transformarlas pero respetando el estilo de cada canción.[iv]

Lo que Jacoby no nos cuenta, sin embargo, es por qué está escribiendo letras de canciones en los años ochenta.[v] Es decir por qué un artista pionero del conceptualismo en Argentina que, además, desde fines de los sesenta se ha alejado de la producción artística y se ha dedicado a la investigación social e incluso al periodismo, se le ha dado por escribir nada menos que letras que pueden funcionar en clave de rock. Nada sabemos de eso pero sí sabemos que el vínculo de Jacoby con el mundo del rock no era nuevo. En 1967, por ejemplo, y en plena dictadura de Onganía, conduce, junto a Javier Arroyuelo [vi] , un programa radial en donde difunde música de Velvet Underground, Vanilla Fudge, Frank Zappa y Mothers of Invention, Pink Floyd, Chuck Berry, Cream, The Doors, Procol Harum, entre otros muchos grupos, además de los clásicos The Beatles y The Rolling Stones. Ese mismo año, en el Di Tella, organiza en conjunto con Daniel Armesto y Miguel Ángel Tellechea, Be at Beat Beatles, un espectáculo performático que rinde homenaje a la banda de Liverpool a cinco años de su primera grabación, el simple Love Me Do. Sabemos además que en 1978 asiste a algunos de los shows de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota. Y que en 1986, o sea paralelamente a su trabajo con Virus, publica en la revista Crisis “Notas dispersas sobre la cultura del rock: el sonido, la imagen y la furia”, donde no solo demuestra sus saberes sobre el género, sino que es capaz de pensarlo en su relación con las vanguardias y como un fenómeno cultural de masas.

Por ello, lo que se produce entre Jacboy y Virus es al mismo tiempo un cruce imposible y un encuentro absolutamente natural que tiene antecedentes en la historia del rock. Ofrezco dos ejemplos, en 1967 Andy Warhol fue decisivo para la conformación de los Velvet Underground. Ofició como manager del grupo, sugirió la incorporación, decisiva, de la cantante Nico como vocalista, y confeccionó la famosa cubierta de la banana para el primer disco del grupo.[vii] En 1975, Vivienne Westwood y Malcom McClaren, dos jóvenes diseñadores de vanguardia, dotaron del estilo característico estilo trash a los Sex Pistols.[viii] En la historia cultural argentina de los años sesenta y setenta, sin embargo, parece haber pocos antecedentes de este tipo de cruces, quizá el ya mencionado editor Jorge Álvarez, que editó al mismo tiempo a Rodolfo Walsh en su sello editorial y al grupo Manal en su sello discográfico, u Oscar Bony, quien realizó algunas tapas para discos de rock, pero en general el mundo del arte y el mundo literario parecían circular por carriles separados al mundo del rock.[ix] La fortuna del cruce entre Jacoby y Federico Moura consistió en el encuentro entre un artista evidentemente inclinado al rock y un rockero inclinado al arte.[x] Pero a diferencia de la relación entre Warhol y Velvet Underground, en la que Warhol fue muy visible, la colaboración entre Jacoby y Virus se mantiene casi en «secreto», tal como sostiene Jacoby:

si bien no fui un ghost writer, un escritor fantasma, yo no hacía mucha bandera con mi rol de letrista de una banda tan emblemática. Incluso utilizaba un seudónimo imperceptible, ya que sustituía la «y» de mi apellido por una «i» para separar mi rol de autor de mi personalidad habitual.[xi]

Ese funcionamiento semiclandestino le otorga a su colaboración la apariencia de una intervención dirigida a la cultura de masas, sobre todo si la leemos retrospectivamente y observamos que Virus se fue transformando en un grupo de alto impacto en la cultura joven. Si es posible postular que Patricio Rey desde sus inicios fue un grupo para iniciados, Virus fue desde el comienzo un grupo para iniciantes. Decenas de miles de adolescentes se fueron sumando desde 1981 a cada uno de sus discos. Jacoby no solo sabía de rock sino, como demuestra en el artículo publicado en la revista Crisis, de la importancia social del rock en términos políticos y estéticos.

Mi trabajo junto a Virus representaba para mí una actividad política. Me proponía cosas de dimensión biopolítica. Por ejemplo, que en lugar de sentarse en plateas la gente tenía que estar de pie, bailar, liberar el cuerpo.[xii]

Regreso a Velvet Underground, en su primer disco las canciones trataban sobre sadomasoquismo o drogas duras de un modo relativamente explícito, crudo, estoy pensando por ejemplo en “Venus in fours” o en “Heroin”[xiii]; lo mismo se puede decir de Patricio Rey cuyas letras, desde el comienzo y aunque menos explícitas, son alegorías más o menos transparentes que buscan poetizar escenas del under yque incitan, durante sus shows, a crearuna atmósfera de fusión corporal. Las guitarras distorsionadas de los primeros, incluso los aportes experimentales de John Cale, y los riffs de los segundos, especialmente de Skay, no tienen nada que ver con el sonido limpio que propone Virus, probablemente uno de los primeros grupos masivos cuyo estilo musical se inscribe en lo que se conoce como new wave. Tampoco tendrán nada que ver las letras, que apuestan a la ironía y al juego. Y por último, la articulación entre letra y música en Virus estimula el baile, no el pogo. Bailar, en los años ochenta y en Argentina era, como apunta Sergio Pujol, “uno de los pecados del decálogo rockero”[xiv] (184).

El primer disco de Virus, Wadu Wadu, se lanza el 29 de abril de 1981, en plena dictadura y con una serie de canciones que “desentonan” con la escena rockera de ese momento. Si quitamos a los Redondos, que todavía no han lanzado su primer disco, y hacemos un corte transversal, observamos que Spinetta Jade está lanzando Los niños que escriben en el cielo, un disco marcado por el jazz rock; y Seru Giran, Peperina, un discomelódico y virtuoso en lo musical pero incapaz de hacer bailar a nadie.[xv] Ni el contexto musical, ni la situación política acompañaban la irrupción de Virus. Wadu Wadu parecía «una bofetada al gusto del público» y de algún modo lo fue porque en una de sus primeras presentaciones masivas, el megaconcierto Festival Prima Rock de Ezeiza, el 21 de septiembre de 1981, donde participaron desde Spinetta hasta Cantilo y Punch, el público le arrojó unos cuantos naranjazos. Los relatos mencionan que Federico Moura en lugar de amedrentarse arengó al público a que se levantara del piso y se pusiera a bailar.[xvi]

Algunas de las canciones que provocaron la furia del público en Prima Rock, o el desconcierto de los oyentes en radios, o incluso comentarios críticos de colegas rockeros, eran, por ejemplo, «¡Soy moderno, no fumo!”[xvii], que juguetona y subrepticiamente enumeraba unas cuantas marcas de cigarrillos. Sobre el origen de esa canción Jacoby cuenta lo siguiente:

En una celebración, Federico se había encontrado con la venerable periodista de modas Felisa Pinto, famosa por sus dictámenes inapelables sobre lo que estaba bien o mal; al convidarle un cigarrillo, ella le respondió tajante: «Soy moderna, no fumo». A Federico le causó tanta gracia que quiso usarla como estribillo de una canción. Era chistoso pensar que para ser moderno bastaba con dejar de fumar, pero ese principio saludable era realmente muy, muy moderno en aquel momento.[xviii]

El relato de Jacoby, autor de la letra, exhibe en primer lugar el trabajo en colaboración con Federico Moura, pero también la “gracia” que le causó a Moura semejante afirmación y lo “chistoso” de asociar modernidad con no fumar. Más allá del juego de palabras, de las marcas de cigarrillos encriptadas, al transformar el hecho de no fumar en un signo de modernidad la letra no solo apuesta por la ironía sino que la construye desde el absurdo, el de un personaje que se considera moderno por el simple hecho de no fumar. Al mismo tiempo, hay algo de desafiante en el enunciado. En la interpretación de Federico Moura la modernidad se transforma en un signo de distinción dentro de la cultura rock.

Detengámonos en otra de las canciones del primer disco, “Loco coco”

Lo que al loco lo copó

Fue esa loca que localizó.

La locura le caló

Y el Coco se rayó.

En el local hay mil colados,

No se banca la calor,

Como al Coco lo colgaron

Con alcohol se colocó.

Loco no te hagas el coco,

Coco no hagás el loco.

Lo que al loco lo copó

Fue esa loca que localizó.

La locura le caló

Y el Coco se rayó.

Pobre Coco anda como loco

Porque el toco lo colmó.

Curte un poco el look barroco

Y ni el rock lo conquistó.[xix]

Aquí Jacoby no solo despliega “todo un glosario del habla de la época» (25), sino que se ata a una compleja rima interna, de restricciones oulipianas[xx], para contar la historia de un «muchacho apodado con el característico sobrenombre Coco que se entusiasma con una loca (la denominación inglesa gay no se usaba mucho en la Argentina en 1981). La loca ve que Coco está muy drogado y lo rechaza. Coco se queda muy frustrado porque no tolera la frustración, tanto que adopta una indumentaria extravagante y se desinteresa del rock. El estribillo es un coro que le sugiere que no siga pensando en la cuestión y que no se ponga insoportable” (26). Más allá de la atracción por una loca, el uso del glosario de la época y la autoimposición de la rima dotan a la letra de un principio constructivo que la convierte, nuevamente, en un absurdo y deja ver la ironía del narrador.

“Soy moderno, no fumo”, “Loco Coco”, a las que podríamos sumar «Se zarpó» o “Me fascina la parrilla”, estas dos últimas grabadas para el segundo disco de Recrudece, componen un conjunto de canciones a las que quiero denominar sonrientes. Ellas nos invitan a asumir un estado de alegría, una alegría del absurdo y por lo tanto provocativa, que funciona como gesto soberano contra el terror sembrado sistemáticamente por la dictadura y contra una cultura del rock vista como excesivamente seria. Esas canciones sonrientes configuran una lírica vital e irónica que Virus despliega durante los últimos años de la dictadura y el inicio de la democracia. Consciente de ello, el propio Jacoby propondrá retrospectivamente el concepto “estrategia de la alegría» para, entre otras cosas, explicar la performance de Virus durante ese periodo. Estrategia cuyo despliegue podemos observar en los tres primeros discos del grupo, Wadu Wadu (1981), Recrudece (1982) y Agujero Interior (1983)[xxi]. En ese lapso breve, la apuesta por la alegría constituye algo así como la construcción de un ecosistema afectivo dotado de una rítmica y una poética que ofrece a una joven generación una nueva afectividad, una nueva manera de moverse y una nueva lengua.

El deseo como política

Virus no sólo formó un público iniciante –los miles y miles de adolescentes que se iban sumando con cada disco- sino que habilitó que ese público pueda escuchar, y entender, a las nuevas bandas que estaban surgiendo o incluso disfrutar de la transformación musical de cantantes y bandas que ya tenían una trayectoria pero que estaban atentos a los cambios que se iban produciendo. En algún sentido, Virus abre la puerta a grupos como Soda Stereo o Los Twist, cuyo primer disco se llama no casualmente La dicha en movimiento, a Los Abuelos de la Nada con un Miguel Abuelo recién retornado de Francia cantando, y contoneándose, que “si queres bailar tendrás que improvisar»[xxii] en ese himno latino que es Sintonía americana, y al Charly García que luego de una corta temporada en New York regresa con su disco Clics Modernos y declara, al igual que el protagonista de la canción de Virus, su ingreso a la modernidad. De manera explícita o implícita, todos estos grupos y cantantes reivindicaron el derecho al baile como condición ineludible de los nuevos tiempos. El derecho al baile, sin embargo, no implicaba no hablar de lo que había sucedido en años recientes, sino que habilitaba a hacerlo con desparpajo, por ello Los Twist podían cantar “Pensé que se trataba de cieguitos” para referirse al accionar de los tenebrosos grupos de tarea durante la dictadura, mientras que Charly García hacía bailar con un tema como “Nos siguen pegando abajo”, que también ponía en escena el accionar represivo de los grupos paramilitares.

En este punto de mi narración estos nuevos tiempos necesitan de una mirada que exceda el recorte meramente musical. Dejo asentado, de todos modos, que varios de los grupos y cantantes mencionados, incluido Virus, sobre el cual volveré más adelante, ejecutan torsiones que los van alejando de “la dicha en movimiento”. Alcanza con mencionar la furia rockera de Piano Bar de Charly García y las melodías indies de Signos, segundo disco de Soda Stereo. Virus reemergerá en 1984 con Relax sin la participación de Jacoby, pero con un sonido y una lírica alejada de las canciones sonrientes a las que nos tenía acostumbrados. En el siguiente disco, Locura (1985), con Jacoby nuevamente como letrista, el grupo profundizará en esa senda que alcanzará su cenit en Superficies de Placer (1987). Pero mientras que una zona del rock se vuelve más lírica o más furiosamente rockera[xxiii], el desparpajo atraviesa otras zonas de la cultura argentina, principalmente la escena underground y en su interior, la escena queer. Sobre esa escena queer me interesa realizar un acotado recorte sincrónico para construir una serie que convoca a tres figuras: el actor y performer Batato Barea, el activista, periodista, artista y curador Jorge Gumier Maier y el poeta, ensayista y activista Néstor Perlognher. A ese trío busco transformarlo en un cuarteto sumando la figura de Federico Moura y teniendo en cuenta tanto las letras proporcionadas por Roberto Jacoby como su actitud escénica. Considero que desde esta serie, desde el desparpajo queer se puede iluminar la propuesta y la poética de Moura en esta segunda etapa de Virus, mucho más circunspecta y evasiva pero, propongo, igualmente disruptiva. Como si Moura, sus canciones y sus movimientos suaves, ocuparan una zona “vacante” en ese amplio territorio en crecimiento de las disidencias sexuales. 

Comienzo entonces con Batato Barea, ese clown-travesti-literario, tal como lo ha definido Irina Garbatzky (2013), que irrumpe precisamente en 1984 con el grupo performático Los peinados de Yoli, integrado además por Fernando Arroyo (Tino Tinto), Mario Filgueira (Peter Pirello), Patricia Gatti (Doris Night) y Annie del Barrio (Lucy Makeup). Como apuntó alguna vez el activista Roberto Jauregui, “más allá de gustos y posibilidades el music hall tiene en Los peinados de Yoli a grandes destructores de abulias”.[xxiv] Las puestas en escena del grupo consistían en un conjunto de breves representaciones de vaudeville de entre uno y cuatro minutos y su estilo podía definirse como una suerte de glam sudaca.[xxv] Concluida la experiencia de Los peinados de Yoli, Batato Barea atravesará los ochenta ejercitándose como declamador de un canon de poetas heterogéneo, compuesto por Alejandra Pizarnik, Marosa di Giorgio y Alfonsina Storni, entre otras. Al decir de Irina Garbatzky, «Batato Barea asumió la actitud de la declamadora con la intención de hacer aparecer el fantasma de la homogeneización de las voces y destituirlo».[xxvi] A través de esa práctica declamativa, que será su legado y que también podemos encontrar en sus compañeros Humberto Tortonese y Alejandro Urdapilleta[xxvii], Barea procuró interferir en una cadencia y en una entonación dogmática y establecida para llenarla de declinaciones y sonoridades queer.

Si Batato Barea es la gran declamadora de los ochenta, Gumier Maier, además de artista, activista, periodista y curador, fue simplemente el “puto”. Mi recorte aquí, por supuesto, es mezquino y se circunscribe a su participación como periodista en la revista El porteño. Es decir, más que enfocar su activismo performático o su práctica artística, destaco apenas su incursión en una publicación de tirada masiva[xxviii]y el debate, en sordina pero audible, con una cierta idea de lo que debía ser un «homosexual” -recato, buena conducta, pareja estable- que de algún modo se profesaba desde la CHA (Comunidad Homosexual Argentina). Así lo contará Gabriel Levinas, editor de El Porteño, en un texto de María Moreno:

Gumier Maier hacía su columna de El Porteño en oposición a la CHA de Jáuregui. La CHA sacó, me acuerdo, una especie de manual de conducta para los homosexuales, algo muy ortodoxo donde se decía más o menos que se tenía que tener pareja y no andar putaneando por ahí. Parecía una nota escrita por la Iglesia. Al número siguiente salió una nota de Gumier diciendo: “Yo no soy gay, soy puto”. Y en la próxima columna se publicó ahí mismo un poema dedicado al Ojete que hizo no sé qué autor norteamericano.[xxix]

Su primera columna en El Porteño llevó como título «La homosexualidad no existe” y se publicó en agosto de 1984.[xxx] Se trata de un breve ensayo que acude a los estudios de Kinsey pero también a Margaret Mead y el psicoanálisis para proponer que el concepto “homosexualidad” no solo es una construcción histórica que configura un tipo identidad a la que se le atribuye una potencial peligrosidad, sino que ese estigma deja a salvo al resto de la sociedad “no homosexual”, la dota de “normalidad”. Sin embargo, propondrá, la sexualidad es variable y gradativa, un continuum de puro deseo. Reconocer la variabilidad del deseo tendría como resultado, necesariamente, deconstruir esa separación entre una marginalidad peligrosa y un centro seguro. La operación discursiva de Gumier Maier anuda con claridad, y en una publicación con una tirada de 25.000 ejemplares, sexualidad y política, o mejor, politiza la sexualidad al hacer visibles sus usos ideológicos.

Néstor Perlognher funciona en mi serie como una suerte de “tía académica» de Gumier Maier. Juntos, aunque con registros diferentes, poseen un mismo objetivo sobre el que no dejan de golpear: las clasificaciones que acorralan el deseo y definen identidades. Y juntos entienden que la separación entre vida privada (sexualidad) y vida pública (militancia partidaria) debe ser reformulada. Lo privado también es político. En 1984 Perlongher vive en San Pablo desde hace tres años. Encuentra allí una realidad política y cultural propicia para su poesía y su reflexión crítica:

La “apertura” arrancada, junto con la amnistía de perseguidores y perseguidos, hacia 1979, era en gran parte fruto de una multiplicidad de estallidos sociales que blandían los valores de la autonomía y el derecho a la diferencia. Las expresiones más vocingleras de estas rebeldías pasaban (y, en menor medida todavía pasan) por los llamados “movimientos de minorías”: feministas, negro, homosexual, movimiento de radios libres, etc., -y más discreta y subterráneamente, por mutaciones apreciables en el plano de las costumbres, de las micropolíticas cotidianas, de las consistencias neotribales”. Cierto clima –diríase- de “revolución existencial”, perceptible tanto en el “plano de la expresión” (proliferación, por ejemplo, de publicaciones alternativas y underground) como en el “orden de los cuerpos”: agrupamientos dionisiacos en las tinieblas lujuriosas de las urbes.[xxxi]

El breve fragmento además de descriptivo es programático. Perlongher enuncia allí un modo de pensar la política que incorpora el deseo, o mejor aún, transforma el deseo y el orden de los cuerpos en factores micropolíticos.[xxxi] Colaborador, al igual que Gumier Maier, de El Porteño, donde publicó, en mayo de 1984 «El sexo de las locas».[xxxiii] En este texto realiza un recorrido histórico que busca mostrar el «terror a la homosexualidad” y se pregunta, ¿Qué pasa con la homosexualidad, con la sexualidad en general, en Argentina, para que datos tan inocuos como el roce de una lengua en un glande, en un esfinter, sean capaces de suscitar tanta movilización -concretamente, la erección de todo un aparato policial, social, familiar, destinado a ’perseguir la homosexualidad?[xxiv] Al igual que Gumier Maier coloca en el centro de sus cuestionamientos el concepto de “homosexualidad”. Pero en lugar de acudir al psicoanálisis, la referencia es el posestructuralismo de Deleuze y Guattari. Ni homosexualidad ni heterosexualidad, la propuesta es devenir y mutar para que cada cual pueda encontrar su punto de goce.

La travesti-clown (Batato), el puto (Jorge Gumier Maier) y la tía (Néstor Perlongher) constituyen formas de visiblización de lo que María Moreno llamará irónicamente «la cuestión homosexual». Federico Moura, a diferencia de Batato Barea, Néstor Perlongher y Jorge Gumier Maier, nunca hizo pública su condición homosexual. Fue, si lo pensamos con la ayuda de Silviano Santiago, un homosexual astuto, uno de esos que no siente la obligación de salir del placard pero sí trabaja con la ambigüedad y desde ahí provoca. Y será ese lugar el que paulatinamente irá ocupando con la colaboración de Roberto Jacoby.

El cuarteto que imagino, finalmente, se encontraría configurado de la siguiente forma: Gumier Maier y Néstor Perlongher traen al debate público formas de anudar deseo y política, Batato Barea y Federico Moura puede ser leídos desde esa reflexión y encarnan, cada uno a su modo, diferentes formas de la declamación. Batato Barea interviniendo en la tradición poética y declamatoria argentina; Federico Moura interviniendo sobre la tradición del rock, con una hexis corporal que perturba, especialmente a partir de 1984, la tradición afirmativa del rock, tanto de sus letras como de las formas que asumen los cuerpos sobre el escenario. Ambos visibilizan dos formas de la ambigüedad, una más estentórea encarnada en ese clown, travesti, glam, la otra más andrógina, suave y hasta elegante encarnada por Moura.

Volvamos ahora a Virus para desarrollar el argumento que busqué construir en los párrafos anteriores. Si en su primera etapa predominaba la ironía, el absurdo y las críticas al sistema del rock argentino y sus estrellatos, en su segunda y última etapa la poética predominante se funda en un sentimiento amoroso deseante y corporal, a veces dolorido por la ausencia. Jacoby, desde las letras, se encarga de construir una nueva paleta de sensaciones delicadas o sugerentes, y un nuevo catálogo de situaciones y relaciones. En su libro Superficies de placer, al referirse a ”Destino circular” propone como claves de lectura la dialéctica del amo y el esclavo o aún el síndrome de Estocolmo, mientras que ”Pecado para dos” es definida como una reflexión sobre las políticas del cuerpo y el encadenamiento mutuo del dominante y el dominado, en ”Tomo lo que encuentro” nos dice que puede ser leído como «la fuga de un amor tóxico», y en «Sin disfraz” propone:

El antiguo Hotel Savoy en la Avenida Callao era famoso por sus bailes de carnaval. Yo imaginé esos bailes como un territorio liberado para el mal (y no para el ‘mar’, como aparecer muchas veces en la letra cuando la postean en Internet); eso que se considera el ‘mal’ o lo ‘anormal’ en el mundo diurno, pero que en la oscuridad y, más aún, en el carnaval se hace deseable y posible.

Me detengo en la referencia al carnaval, que en la letra no aparece. Néstor Perlongher, desde San Pablo, y pocos años después de «Sin disfraz», encuentra en el carnaval la positividad de otra lógica. El carnaval sería producción de deseo y perturbación del tejido social. Lo que el carnaval libera “es la posibilidad de asociación directa entre el afecto y la expresión”26, y agrega:

un clima general de potlatch, de desborde, de arrebato. Pasar el año entero juntando lentejuelas, bordados y brocados, fosforescencias de telgopor, para disolverlos en el rocío diminuto del brillo momentáneo…[xxxv]

No sería exactamente la inversión de la lógica diurna, ni la inversión de las clasificaciones sociales, de clase o de género, tal como lo ha leído Bajtin. Se trata de un espacio otro, una heterotopia, para utilizar la categoría propuesta por Michel Foucault, en donde es posible el despliegue de otra lógica no reglada por una lógica capitalista de los intercambios, sino por el don, a eso se refiere Perlongher cuando utiliza la categoría de plotatch. A la evocación de Perlongher podemos sumar fiestas, carnavales y murgas argentinas. Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi, por ejemplo, indagan a través de testimonios sobre una mítica fiesta en el Delta que habría sucedido durante los años setenta en la Isla Tres Bocas. Postulan que ese mito cumple la función de consolidar una tradición y una identidad distintiva [xxxvi]. Mientras que Ivana Bordei, Carla Pericles y Magalí Muñiz, en testimonio a Paula Bistagnino, y en el marco del Archivo de la memoria trans afirman que “Esperábamos todo el año los seis días de corso en los que podíamos salir a la calle y ser nosotras en libertad: nos encontrábamos, nos divertíamos, nos poníamos todo. Era como un sueño de divas, algo que sólo se podía vivir en el Carnaval o el exilio” [xxxvii]. En las murgas de San Telmo, hasta Gumier Maier y Batato Barea desfilaron.

Jorge Gumier Maier, Alejandro Urdapilleta, Batato Barea en murga de San Telmo (1988). Imagen: Facundo de Zuviría
Archivo de la Memoria Trans – Preparadas para el carnaval

“Sin disfraz”, sin embargo, parece ir en otra dirección, dirigirse a otro tipo de carnaval. Mientras que en los carnavales o las murgas de San Telmo o, aún, los carnavales a los que refiere Néstor Perlongher, impregna una lógica travesti, la loca, la marica latina de la que habla Pedro Lemebel en, por ejemplo, Loco afán, el protagonista de «Sin disfraz” se dirige nada menos que de frac al aristocrático hotel Savoy, donde efectivamente se celebraron carnavales durante los años cincuenta. Observando sus salones podemos imaginar que más que un carnaval de locas travestis allí tuvieron lugar fiestas de tintes venecianos.

Salón cafetería Hotel Savoy
Interior, escaleras Hotel Savoy
Fotograma video recital Lima, 1986. Federico Moura canta “Sin disfraz” con camisa de raso estampado

“Sin disfraz” es, sin embargo, otra heterotopía, pariente de los carnavales mencionados pero en clave de delicadeza, en un tono menor, desplegada en cámara lenta. Música para soñar, como si el ritmo anunciará algunas de las futuras drogas de diseño, éxtasis o md, insumos indispensables para las futuras fiestas electrónicas y raves.[xxxviii] Estos escenarios, un poco vagos y ambiguos constituyen un imaginario recurrente en la poética de esta nueva etapa de Virus. Pensemos por ejemplo en el clásico «Imágenes paganas»[xxxix] cuya letra voy a reproducir en su totalidad a continuación:

Vengo agotado de cantar
En la niebla
Por la autopista junto al mar
Hay gitanos
Van celebrando un ritual
Ignorado
Mis propios dioses ya no están
Espejismos

Un remolino mezcla
Los besos y la ausencia
Imágenes paganas
Se desnudan en sueños

En el espejo
Reflejos viajeros
Un apagón sentimental
La ruta pasa
Vuelve el deseo y la ansiedad
De este cuerpo
Mi boca quiere pronunciar
El silencio

Un remolino mezcla
Los besos y la ausencia
Imágenes paganas
Se desnudan en sueños

Un remolino mezcla
Los besos y la ausencia
Imágenes paganas
Se desnudan en sueños

Un remolino mezcla
Los besos y la ausencia
Imágenes paganas
Se desnudan en sueños

Letra y la música constituyen un delicado himno romántico en el que el propio Moura parece asumir la primera persona, “vengo agotado de cantar”, para enhebrar una serie de imágenes entre levemente exóticas, los gitanos practicando sus rituales, y oníricas, los espejismos, los remolinos, los sueños. En lugar de los salones aristocráticos del hotel Savoy de “Sin disfraz”, lo que se presenta aquí, en forma de estribillo enigmático, son “imágenes paganas». ¿Esas imágenes son los gitanos de la ruta?, ¿fueron inspiradas por ellos o provienen del recuerdo de los besos y la ausencia? Mantengamos el enigma en el centro de la argumentación porque el no saber el contenido exacto de esas imágenes les otorga su pregnancia. Su carácter pagano entra en relación con los rituales de los gitanos, que el protagonista ignora en qué consisten, y también con su afirmación de que sus dioses ya no están. Hay allí una oposición entre el tener una religión y haberla perdido. Los gitanos, vistos al pasar en la ruta emergen como una imagen de deseo, es decir como imágenes arcaicas que preanuncian sin embargo un mundo por venir y se contraponen al mundo caído, sin dioses, del protagonista. Es a partir de esta contraposición que el protagonista es capaz de recordar, casi como en una memoria involuntaria, las imágenes paganas que toman su carácter de tal en un registro onírico. Su contenido no nos es revelado aunque sí su condición pagana. Ese adjetivo, teniendo en cuenta la imagen de los gitanos, también paganos, las constituye, también a ellas, como imágenes de deseo que tallan, por sustracción, un innominado territorio de libertad y plenitud. Como si llenarlas de contenido las expusiera al riesgo de la banalización o la pura identidad. Las imágenes paganas son, para decirlo con el título del último disco de Virus, y de una de sus canciones, «superficies de placer». Recupero la letra de esta canción para cerrar mi recorrido:

Toda mi pasión se elevará

viéndote actuar tan sugerente.

Lejos de sufrir mi soledad

Uso mi flash, capto impresiones.

Me adueño así, superficies de placer.

Dejo crecer mi tremenda timidez.

Gozo entregándote al sol,

Dándote un rol ambivalente.

Puedo espirar sin discreción

Como un voyeur en vacaciones.

Me adueño así, superficies de placer,

Dejo crecer mi tremenda timidez.

Si no cedemos a la tentación de una traducción sexual inmediata, ¿»mi tremenda timidez» sería el pene que se eleva?, la letra puede funcionar como resumen de lo que estoy tratando de presentar. La tremenda timidez, la ambivalencia, lo sugerente son los componentes centrales de ese territorio que es tanto un espacio, y ahora podemos adicionar, como un cuerpo, o el encuentro entre dos cuerpos. Si Batato Barea hacía del exceso su poética y política de la declamación, recordemos su declamación de “Sombra de conchas” en la inauguración de la muestra de Liliana Maresca en el Centro Cultural Rojas en 1989, Moura funda su declamación en su “tremenda timidez” entendiéndola ahora como sinónimo de delicadeza y de sustracción.[xl] Aquí la sustracción, más que en un sentido minimalista, debe ser pensada como apertura hacia un deseo indeterminado, las “imágenes paganas” por supuesto. En las tres canciones analizadas, ese deseo es exhibido y dirigido hacia una consumación que, sin embargo, nos impide ver su imagen final al mismo tiempo que nos invita a seguir sus recorridos y meandros y a proponer nuestras propias imágenes paganas. 

Postcriptum: ¿de quién es el culo?

Retomo, para concluir, la banana de la cubierta del disco de los Velvet para contraponerla al culo diseñado por Daniel Melgarejo para la cubierta de Superficies de placer. Celebración fálica versus celebración anal.

Cubierta original disco Velvet Underground
Cubierta Superficies de placer – Diseño: Daniel Melgarejo

Jacoby recuerda de esta manera el disco y la cubierta:

Si las letras de Virus siempre habían despertado indignación en un sector importante del campo cultural, con Superficies de placer alcanzaron la cumbre. Los detractores parecían decir: ¡Vieron que eran superficiales!, ¡claro!, ¡vieron que solo les interesaba el placer!, ¡era evidente! ¡Ahora ellos mismos lo dicen”. Un crítico acusó al tema que da título al álbum de ser un “bolero romanticón», cuestión que retomaré al final.

Para más escándalo, según se repetía, el álbum presentaba el “culo desnudo de un varón» en la tapa. Pero ¿cómo sabían a qué género pertenecía el culo si todos los humanos tenemos uno, cualquiera sea nuestro género?[xli]

La última frase de Jacoby, algo así como, “¿de quién es ese culo?”, la podremos traducir con la ayuda de Paul Preciado, quien en “Utopía Anal” sostiene que el ano no tiene sexo ni género y escapa a la retórica de la diferencia sexual.[xlii] Preciado nos ayuda a terminar de comprender la dimensión biopolítica del proyecto Virus. Si en sus comienzos trabajó sobre el derecho al baile, es decir sobre la potencia de un cuerpo en movimiento, su trabajo posterior alrededor de una declamación delicada, su poética y política de una indeterminación del deseo se complementó en Superficies de placer con la imaginación de un cuerpo otro, que colocaba al culo en el centro de la escena como la imagen definitiva de una existencia igualitaria, pues cómo dice Jacoby, “todos tenemos un culo”. 


[i] Daniel Melgarejo (1946-1989) fue uno de los artistas plásticos, ilustradores, historietistas, escenógrafos y dibujantes más importantes de su generación. Fue uno de los únicos dos dibujantes del diario La Opinión. Realizó tapas de discos para el sello Mandioca: Moris, Vox Dei, Manal, Spinetta y Sui Generis. Vivió el exilo en España y trabajó junto a Juan Gatti, realizador de las imágenes de difusión de los films de Pedro Almodóvar. Luego puso su talento al servicio de Disney y realizó animaciones para Madonna. Melgarejo falleció de SIDA a finales de las década del ochenta.

[ii] En El deseo nace del derrumbe, Jacoby da una versión ligeramente diferente, no aparece la “letra de canción» como género que estuviera escribiendo, sino, simplemente “poesías» (176).

[iii] La banda debuta oficialmente el 11 de enero de 1980. Es resultado de la fusión de Marabunta (en la que tocaban Julio Moura, Marcelo Moura y Enrique Mugetti) y Las Violetas (en la que tocaban los hermanos Serra) deciden fusionarse en una nueva agrupación. Federico Moura se suma a partir de un viaje relámpago que hace desde Brasil, donde estaba viviendo.

[iv] Roberto Jacoby, José Fernández Vega. Extravíos de vanguardia. Del Di Tella al siglo XXi. Buenos Aires: Edhasa, 2017, p. 157.

[v] En El deseo nace del derrumbe Jacoby cuenta que contrajo una hepatitis que lo obligó a permanecer en cama y que fue en ese tiempo de obligado reposo y ocio que comenzó a escribir. Se trata de un periodo que podemos definir como de repliegue artístico de Jacoby, cuyo retorno «autoral» se dará recién en los años noventa. Su participación como letrista en Virus, sin embargo, podría ser tomada como un primer regreso luego de más de diez años de dedicarse a la investigación social.

[vi] En El deseo nace del derrumbe, Jacoby cuenta lo siguiente sobre Arroyuelo: “Pertenecía a una banda nómade conocida como El Circo, que tenía una de sus estaciones en la vereda del Bar Moderno, en la calle Maipú, a metros del departamento de Borges. La banda del Circo estaba compuesta, además, por Rafael López Sánchez, Pedro Pujó, Daniel Melgarejo, Alejandro y Karel Peralta, Juanita Chupapijas, Mario Rabey, Tanguito y Miguel Abuelo, entre otros” (96).

[vii] Además de la presencia de Warhol, John Cale había tocado con La Monte Young, quien podía considerarse una suerte de discípulo de John Cage. Recordemos que en su viaje a Nueva York, Oscar Masotta asiste a varias performances, entre ellas, una de La Monte Young, de enorme importancia para su performance Para inducir el espíritu de la imagen.

[viii] Warhol fue manager del grupo y sugirió la incorporación de Nico como vocalista, además de confeccionar la famosa cubierta de la banana del primer disco del grupo. Viviene Westwood no era artista sino diseñadora de ropa y junto con Malcom McClaren vistió y diseñó a los Pistols.

[ix] Spinetta y Manal tocaron en el Di Tella pero esa participación no dejó ninguna marca.

[x] Federico Moura había dirigido una línea de ropa, Limbo, a mediados de los 70 que él mismo diseñaba.  Según cuenta Oscar Jalil, “Limbo fue mucho más que una boutique con onda: ahí Federico estableció vínculos con artistas, escenógrafos y actores que terminaron siendo una parte esencial de la idea estética de Virus, como Renata Schussheim, Lorenzo Quinteros y Jean-François Casanovas, entre muchos otros.  /// En Limbo hubo ropas muy pinzadas, prendas de raso, pantalones militares, cosas que no encontrabas en otro lado… Había camisas de voile con pecheras, símil camisas de frac y cuello mao. Las prendas eran novedosas y la clientela reducida. Iban muchos artistas y escritores, como la periodista Felisa Pinto que luego fue letrista de nuestro tema “Soy moderno, no fumo”, además de muchos extranjeros” (https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/musica/el-legado-de-belleza-lucha-y-redencion-de-federico-moura-nid2067735/) (Acceso: 07/02/2024).

[xi] Superficies de placer. Mis letras para Virus y otras canciones. Buenos Aires: Planeta, 2023, pp. 10-11.

[xii] Roberto Jacoby, José Fernández Vega. Extravíos de vanguardia. Del Di Tella al siglo XXi. Buenos Aires: Edhasa, 2017, p. 157.

[xiii] I’m Waiting for the Man trata sobre los esfuerzos de un individuo para obtener heroína; Venus in Furs está inspirada en la novela decimonónica del mismo nombre, escrita por Leopold Von Sacher Masoch, que se adentra en diversas formas de sexo y sadomasoquismo; Heroin narra la experiencia de consumir dicha droga y la sensación de sus efectos; Run Run Run, también narra las vicisitudes de algunos personajes cercanos a la banda en busca de droga.

[xiv] Rock y dictadura. Crónica de una generación (1976-1983). Buenos Aires: Booket, 2005, p. 184.

[xv] Recordemos que para despedir ese año Serú Giran tocó el 25, 26 y 27 de diciembre en el teatro Coliseo, en la Capital Federal. Para esos espectáculos, Charly contrató a las Bay Biscuits, un grupo de teatro-rock integrado por Vivi Tellas, Mayco Castro Volpe, Lisa Wakoluk, Diana Nylon y Fabiana Cantilo (esta sería luego corista estable de Charly). El número iba intercalado en el concierto y fueron recibidas con chiflidos e insultos. Esos chiflidos e insultos dan cuenta del tipo de público que escuchaba a Serú Giran. La contratación y por lo tanto el interés de García anuncian su futuro Clics Modernos y la reacción del público confirma la incomprensión de esa nueva lengua.

[xvi] Unos pocos meses antes, en el Auditorio Belgrano se presenta Cantilo y Punch y como telonero Virus. Sergio Pujol cuenta lo siguiente: ·No hacían punk, aunque su aspecto físico -esa delgadez enfermiza- lo sugiriera. Tampoco tocaban rock pesado. Por supuesto, no eran seguidores del estilo sinfónico ni parecían estar demasiado interesados en proseguir ninguna tradición del rock. (…) La mayoría chiflo a Virus y se reservó los aplausos para el ya legendario Cantilo”. El periodista Alfredo Rosso (Expreso Imaginario) “entendió las cosas de otro modo. Quizá por la información a la que tenía acceso, o tal vez por alguna razón menos erudita, el periodista sintió que aquella sacudida de canciones irónicas representaba un cambio» (Rock y dictadura. Crónica de una generación (1976-1983). Op. Cit., p. 182.

[xvii] En clave “drogológica”, «Soy moderno, no fumo” podía ser leída como el abandono de la marihuana, una droga “hippie” por otras drogas más modernas, como la cocaína. De hecho, los ochenta en Buenos Aires se caracterizan por el ingreso de la cocaína como droga de uso habitual.

[xviii] Superficies de placer, p. 23

[xix] Ibíd. p. 25

[xx] Es la lectura que hace Javier Ignacio Gorrais en ”Rock y literatura: lo ilegible o legibilidades nomádas en el proyecto creador de Virus”, in Trans, Revue de litterature générales et comparée, nº 21, 2017 (https://journals.openedition.org/trans/1402)

[xxi] El lanzamiento del tercer disco de Virus coincidió con la asunción de Alfonsín. Producido por el baterista de Riff, Michel Peyronel, Agujero interior (83) fue el primer gran éxito comercial para la banda, con hits bailables como «Hay que salir del agujero interior», «Carolina» y «En mi garage».

[xxii] La canción es Sintonía americana.

[xxiii] Spinetta graba Prive en 1986 con un sonido mucho más rockero y hasta bailable. Fito Paez graba el lírico Giros en 1985 y dos años más tarde el rockero Ciudad de pobres corazones.

[xxiv] Consultado en Archivo Doris Night, https://inventaralaintemperie.ar/latidos-del-corazon-de-los-peinados-yoli-1984/).

[xxv] Tomo el concepto de “Aquellos raros peinados nuevos: La experiencia liminal del primer grupo punk performático de los años 80”, de María Fernanda Suárez. También me inspiro en un curso dictado por Gonzalo Aguilar en CIA (Centro de Investigaciones Artísticas), dirigido por Roberto Jacoby.

[xxvi] En Los ochenta recienvivos. Poesía y performance en el Río de la Plata. Rosario: Beatriz Viterbo, 2013, p. 158. El libro es una referencia central para entender la trayectoria de Batato Barea.

[xxvii] En la serie de las declamadoras podemos sumar a Néstor Perlongher y si cruzamos la cordillera a Pedro Lemebel.

[xxviii] Gumier Maier tambien escribió en El expreso imaginario y fue uno de los editores de la revista Sodoma, que solo publico dos números.

[xxix] En “La generación del ochenta», publicado en Página 12 el 28 de diciembre de 2003. https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1149-2003-12-28.html

[xxx] El Porteño n° 32. Remito al importante estudio La revolución rosa light. Arte, sexualidad y clase en el Rojas de la posdictadura (2021), de Mariana Cerviño, que me proporcionó mucha de la información que aquí consigno.

[xxxi] Prosa plebeya. Op. Cit., p. 82.

[xxxii] Pero además de vivir en San Pablo, en 1984, en un viaje a Buenos Aires y con la democracia recién recuperada, lee su poema, todavía inédito “Cadáveres” en el Centro Cultural San Martín, lectura sobre la cual María Moreno, amiga de Perlongher, de Gumier Maier y de Jacoby, escribió: “Para algunos el fin de la dictadura fue cuando se llamó a elecciones democráticas, para otros cuando Raúl Alfonsín recibió la banda presidencial. Pero para nosotres fue cuando Néstor Perlongher leyó en el hall del Teatro General San Martín su poema “Cadáveres”. Éramos un grupo de civiles que aun en los años de plomo pensábamos que las fuerzas históricas no eran las únicas responsables de nuestras percepciones, que era necesario crear relaciones alternativas con el propio cuerpo y el de los otros, conectar política y subjetividad, para que el socialismo fuera —lo decíamos sin ironía— vida interior.”, en “Engrudo” (https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/6ad46591-64ae-4217-ba7f-eb262a9e924d/engrudo)

[xxiii] El texto fue compilado en Prosa plebeya. Allí se consigna que fue originalmente una conferencia dictada en el Centro de Estudios y Asistencia Sexual (CEAS).

[xxxiv] Prosa plebeya, op. Cit., p. 39.

[xxxv] Prosa plebeya, op. Cit., pp. 75-6.

[xxxvi] En Fiestas baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura. Buenos Aires: Página 12, 2019.

[xxxvii] En https://agenciapresentes.org/2019/03/03/memoria-travesti-trans-el-carnaval-era-el-unico-momento-de-libertad/

[xxxviii] Charly García compone “En la ruta del tentempie” en 1987. La canción habla, drogología al margen, del consumo de éxtasis y de la corriente de amor expandido que provoca.

[xxxix] Recordemos, de paso, que el carnaval es una festividad pagana.

[xl] La delicadeza puede observase en sus movimientos, que desde 1984 se hacen más lentos y casi mínimos, como si construyera apenas siluetas. Quizá podríamos aventurar que pasa de David Byrne, en su primera etapa, a David Bowie, al menos al Bowie que emerge a partir de su personaje de Duque Blanco. Nuestra otra declamadora del rock, más próxima a Batato Barea, sería Miguel Abuelo, nuestro Ney Matogrosso vernáculo.

[xli] Superficies de placer, op. Cit., p. 115.

[xlii] Agrega Preciado: “El ano es un biopuerto. No se trata simplemente de un símbolo o una metáfora, sino de un puerto de inserción a través del que un cuerpo queda abierto y expuesto a otro u a otros. Es esa dimensión portal la que exige al cuerpo masculino heterosexual la castración anal: todo lo que es socialmente femenino podría entrar a contaminar el cuerpo masculino a través del ano, dejando al descubierto su estatuto de igual con respecto a cualquier otro cuerpo. La presencia del ano (incluso castrado) en el cuerpo con biopenepenetrador disuelve la oposición entre hetero y homosexual, entre activos y pasivos, penetradores y penetrados. Desplaza la sexualidad desde el pene penetrante hacia el ano receptor, borrando así las líneas de segregación de género, sexo y sexualidad”.


Bibliografía:

Bordei Ivana; Muñiz, Magalí; Pericles, Carla (Archivo Memoria Trans). “Memoria travesti-trans: “El Carnaval era el único momento de libertad”, Presentes. https://agenciapresentes.org/2019/03/03/memoria-travesti-trans-el-carnaval-era-el-unico-momento-de-libertad/ (Acceso: 18/04/2024).

Cerviño, Mariana. La revolución rosa light. Arte, sexualidad y clase en el Rojas de la posdictadura. La Plata: Edulp, 2021.

Garbatzky, Irina. Los ochenta recienvivos. Poesía y performance en el Río de la Plata. Rosario: Beatriz Viterbo, 2013.

Gorrais, Javier Ignacio. “Rock y literatura: lo ilegible o legibilidades nomádas en el proyecto creador de Virus”. Trans, Revue de litterature générales et comparée, nº 21, 2017 (https://journals.openedition.org/trans/1402)

Gumier Maier, Jorge. “La homosexualidad no existe”. El porteño nº 32, agosto 1984.

Jacoby, Roberto. El deseo nace del derrumbe. Organización Ana Longoni. Buenos Aires/Madrid: Adriana Hidalgo, Museo de Arte Reina Sofía, 2011.

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Jalil, Oscar. “El legado de belleza, lucha y redención de Federico Moura” (https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/musica/el-legado-de-belleza-lucha-y-redencion-de-federico-moura-nid2067735/) (Acesso: 18/04/2024).

Jauregui, Roberto. “Todo show / Music hall”, consultado en: https://inventaralaintemperie.ar/latidos-del-corazon-de-los-peinados-yoli-1984/ (Acceso: 18/04/2024).

Modarelli, Alejandro, Rapisardi, Flavio. Fiestas baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura. Buenos Aires: Página 12, 2019.

Moreno, María. ”La generación del ochenta», publicado en Página 12 el 28 de diciembre de 2003. https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1149-2003-12-28.html (Acceso: 18/04/2024)

Moreno, María. “Engrudo”. Revista de la Universidad de México, Marzo 2021 (https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/6ad46591-64ae-4217-ba7f-eb262a9e924d/engrudo) (Acceso: 18/04/2024)

Perlongher, Néstor. Prosa plebeya. Selección y prólogo Christian Ferrer, Osvaldo Baigorria. Buenos Aires: Excursiones, 2013.

Preciado, Paul. “Utopía anal”, en Parole que queer. https://paroledequeer.blogspot.com/2015/02/utopia-anal-por-paul-bpreciado.html (Acceso: 18/04/2024).

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Reynolds, Simon. Después del rock. Psicodelia, postpunk, electrónica y otras revoluciones inconclusas. Buenos Aires: Caja Negra, 2010.

Santiago, Silviano. “El homosexual astuto”, en Una literatura en los trópicos. Ensayos escogidos. Buenos Aires: La Cebra, 2018.

Suárez, María Fernanda. “Aquellos raros peinados nuevos: La experiencia liminal del primer grupo punk performático de los años 80”.

Venturini: biografía y ficción

Por: Anabella Coletti

Anabella Coletti reseña «Esta no soy yo» biografía de Aurora Venturini, de Liliana Viola, periodista, editora, albacea y promotora de la obra de la escritora platense. Viola, prejurado del concurso que impulsó la carrera de Venturini, leyó uno de los secretos mejores guardados de la literatura argentina en el original escrito a máquina de «Las Primas».


“Toda biografía es un atrevimiento. Y buscando ser buena y justa, una traición”

Liliana Viola, biógrafa de Aurora Venturini, fue una de las integrantes del jurado de preselección del primer concurso literario que organizó el diario Página/12 en 2007, y que le dio a Venturini la posibilidad de ser una autora reconocida con su novela Las primas. El nombre de ese concurso era “Premio Nueva Novela”, pero Aurora Venturini, a sus 85 años, ya había publicado cuarenta y dos libros a lo largo de 6 décadas y, aunque algunos de ellos recibieron premios, no lograba salir del anonimato. En efecto, había escrito y publicado poesía y narrativa desde 1942 y “Lo único que le interesó del concurso fue la promesa de publicación. Escribía para publicar” (2023: 28). Después de la premiación, su premura por publicar y ser reconocida, se fue acentuando aún más, probablemente a causa de su edad.

El primer contacto que tuvo la biógrafa con la autora fue la lectura del manuscrito tachado y enmendado que Venturini envió con el seudónimo de Beatriz Poltrinari. Aunque el texto le generó incomodidad y desconcierto, recomendó junto a Mariana Enríquez, también jurado de preselección, la lectura de la novela que había sido una de sus favoritas. Que Venturini no haya sido reconocida durante tanto tiempo, a pesar de tener una obra tan amplia, hace que nos preguntemos por el canon literario: quién y qué lo define. ¿Cómo es posible que antes de la premiación haya estado bajo las piedras del derrumbe (Los Rieles) y luego de ella haya sido tan reconocida, incluso traducida a diferentes idiomas? La biografía de Venturini deja a la vista esta discusión que apareció a la hora de determinar el premio: los jurados se enfrentaban a un texto molesto e incómodo que los obligaba a revisar y ampliar el concepto de lo que debe ser la literatura. “Las primas era una novela “no ganadora” que merecía ganar. De golpe me arrepentí. Era un completo delirio (…). Un texto demasiado raro, y por momentos mal escrito. No. Al revés. Excesivamente bien escrito”. Venturini, “enviadora serial de ejemplares a concursos literarios”, finalmente dio con un jurado honesto, como dijo al recibir el premio, y consiguió el reconocimiento que anheló por años.

Viola fue la que se encargó de llamarla para comunicarle que era una de las finalistas del concurso y, después de la ceremonia de premiación en diciembre de 2007, le hizo la primera gran nota de tapa de su vida para el suplemento Radar. Esos primeros diálogos se extendieron en una conversación entre las dos que tal vez finaliza, o se prolonga, con esta biografía. De hecho, en el final del libro queda registrado un intercambio post mortem: Viola, como suele pasarles a quienes escriben biografías, escucha la voz de Venturini que desde el más allá le advierte no creer lo que dice su hermana Ofelia sobre la fecha, el lugar y la causa de su propia muerte. 

Fotograma de «Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini». De Fernando Krapp, Agustina Massa.

En la vida de Venturini, Viola obra como una “realizadora de milagros” porque fue quien logró sacarla del anonimato y gracias a ello consiguió que su voz fuera escuchada. En uno de sus encuentros Venturini le confesó: “ese llamado que hiciste aquella tarde me dio la felicidad que había estado buscando toda mi vida.” Venturini necesitaba agradecerle a Viola la concreción de un deseo esperado durante años y lo fue haciendo, desde el comienzo de la relación, con diferentes propuestas: por ejemplo, le ofreció los treinta mil pesos del premio -que Viola rechazó- o ser su agente literaria y le pagó un pasaje a Europa para que pudiera estar en el lanzamiento de su libro en España. El último gran gesto de agradecimiento fue nombrarla albacea y heredera de su obra literaria escrita hasta ese momento y de la que iba a escribir; pero, como asegura la propia Viola, ese acto era a la vez “un tesoro y una obligación”. 

Venturini construyó a Viola como el personaje colaborador a fin de que el sujeto pudiera conseguir su objetivo, y esto porque fue Viola quien produjo un punto de inflexión en su vida al hacer posible su éxito y su conexión con la posteridad. El papel de la biógrafa fue primero el de dar a conocer, y luego sostener y promover, la literatura de una autora prolífica, que fue silenciada e ignorada por años. Pero Viola no solo fue clave en la conformación de la obra de Venturini sino también en su vida: para dar un ejemplo, un día, como respuesta a un comentario sobre lo lindo de una ropa que llevaba puesta le dijo “Si hubiera tenido una hija, me hubiera gustado que fuera como vos”. Este pequeño gran gesto demuestra que el deseo de escribir esta vida ajena tiene como correlato el vínculo afectivo que se generó en esos años que pasaron juntas: la biografía es el testimonio y el resultado de esa relación.

El lugar que ocupa Viola en la vida de Venturini es evidente, pero ¿es recíproco ese vínculo? ¿Qué le otorga Venturini a la vida de Viola? ¿Sólo su cualidad de ayudante? En “El arte de la biografía”, Virginia Woolf estudia los alcances de “éxito” y “fracaso” que tuvieron las biografías sobre de la reina Victoria y la reina Isabel escritas por Lytton Strachey. Para Woolf la primera logró un éxito triunfal porque “trató a la biografía como un oficio; se sometió a sus limitaciones”, y esto porque todo lo escrito sobre la reina había sido verificado y autentificado, mientras que en la segunda hizo todo lo contrario: como se sabía poco de la reina Isabel, Strachey tuvo que recurrir a la ficción, se vio obligado a inventar. Esto le dio la posibilidad de combinar el mundo de la creación -la ficción- y el de la biografía -los hechos comprobables-, y aunque fue eso lo que la llevó al fracaso, Woolf no duda en referirse a ella como una “obra de arte”. 

El texto de Woolf nos sirve para pensar que tal vez exista una distribución más amplia en los roles de estas dos mujeres ya que con la escritura de Esta no soy yo, Venturini le da a Viola la libertad de creación e invención y gracias a ello las dos logran convertirse en protagonistas de un texto que se instala en esa zona fronteriza entre la ficción y la realidad. 

La verdad de una biografía           

“[…] El tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto a lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento.”

Juan José Saer (2014)

El título del libro –Esta no soy yo– no pone en tela de juicio el valor de “verdad” de esta biografía porque, como dijimos antes, “la biografía impone condiciones, y esas condiciones son que debe estar basada en los hechos […] aquellos hechos que otras personas, además del artista, pueden verificar” (Woolf, 1939: 4). No obstante, en consonancia con las largas discusiones sobre la “cientificidad” del género, y la puesta en crisis de la “ilusión biográfica” (Cf. 1989: Bourdieu), la portada abre el juego a la sospecha y al mismo tiempo deja en claro su voluntad de transgredir la forma canónica que promete exhaustividad, totalidad y, especialmente, verdad. Entonces: ¿el libro nos dará algún dato verídico? Si acaso no es la que vamos a leer, ¿quién es Aurora Venturini?

Diferentes voces en el texto alimentan la idea de que Venturini es tramposa, poco transparente. Algunos testimonios – por ejemplo: su ex secretaria María Laura Fernández Berro, su hermana Ofelia o el escritor Leopoldo Brizuela– advierten que “hay que tomar con pinzas lo que dice”. Además, se cuenta que de chica simulaba enfermedades, que cuando habla de su padre los datos son confusos y contradictorios, que exagera sus logros y que es capaz de calumniar a alguna persona si le quedó un mal recuerdo de ella. Esto nos hace dudar de otros aspectos de su vida. ¿Su exilio en París en el `55, después de la persecución y la cesantía de sus cargos por la llamada Revolución Libertadora, duró 25 años? ¿Realmente conversaba con Sartre y Simone de Beauvoir durante ese tiempo? ¿Tuvo un amorío con Ionesco? No hay documentos, ni fotos, ni cartas que testimonien este período. ¿Pero esto realmente importa?

Las nociones, aparentemente contradictorias, de ficción y realidad –en el sentido de hechos verdaderos: verificables– gravitan sobre todo el texto. La autora de Las primas insiste en varias ocasiones en que si alguien quiere saber sobre su vida, deberá buscarla en su ficción. Es por eso que una y otra –vida y obra– se alimentan de manera recíproca: la ficción entra en la realidad y la realidad en la ficción. Esto ha generado que muchas personas que la acompañaron durante largos trayectos de su vida se hayan distanciado, ofendidas a causa de la conversión de su persona en personaje –así ocurrió con Marta Darhapné, su primera secretaria, de la que Venturini reveló en una de sus novelas un secreto íntimo que le había confiado –. Si bien el último es un ejemplo desafortunado, es a causa del cruce de vida y obra que pudo incluir –y con ello visibilizar en su literatura– a “toda una población nacida para el descarte o reciclaje” que conoció en su trabajo como psicóloga y psicómetra en la Dirección General del Menor de la Provincia, tal como sucede en Las primas.

Viola asegura que Venturini considera “que tiene que refrendar sus personajes con sus experiencias, y lo mismo en sentido contrario. En las entrevistas, entonces, simplemente se ocupa de sostener el hilo de la continuidad”. Ángela y Ofelia, sus hermanas, desaprobaron todos los “disparates” que le dijo a la prensa cuando recibió el premio. Como afirmó Viola en una nota en Telam, Venturini pertenece a una generación de escritoras fabuladoras que recurren a la mentira como una defensa del débil que tiene que construir algo maravilloso para conjurar esa debilidad. Y agregó que, como pasó tantos años sin ser reconocida, es lógico que “llenara su vida de fuegos artificiales” una vez vista. Venturini se construye como un personaje y en las entrevistas hace literatura sobre sí misma. 

Venturini necesita de la literatura para completar o ampliar su identidad porque no le basta con la definición de sí misma sólo a través de los “hechos reales”. Esto se advierte ya en la explicación que le hace a su biógrafa en el llamado telefónico en el que le anunció que Las primas había ganado el concurso de Página/12: “Todas esas mujeres tremendas, la enana, la puta, la que tiene seis dedos, la que está en una silla y se caga todo el tiempo, soy yo”. Según la biógrafa, los “seres diferentes” que conoció en aquellas instituciones hicieron que ella misma se convirtiera en monstruo porque ella es sus personajes: la ficción es parte de su identidad.

Aurora Venturini en su casa.

Si la literatura aparece entonces como prolongación de la vida, el texto que escribe Viola es parte de esa extensión: Esta no soy yo es, entonces, parte de la obra biográfica de Venturini. Y la biógrafa entra en una especie de complicidad con su biografiada: juega el juego que esta le propone. En la entrevista que mencioné, Viola declaró: «Creo que he construido una novela, donde tal vez he puesto un par de mentiras también ¿por qué no?, donde he disfrazado un poco la verdad. No se lo crean todo. Ella siempre sale ganando, al desnudo no va a estar nunca». En esta biografía conviven hechos reales con hechos ficticios o reales ficcionalizados; por lo tanto, el pacto de lectura que probablemente haya que hacer sea dejarse llevar. En este sentido, en esta biografía queda anulada la diferenciación mencionada por Woolf entre los hechos reales y los hechos de ficción: unos y otros no se anulan sino que se potencian. 

En “La ilusión biográfica” Bourdieu también cuestiona la idea de que una vida constituya un todo y que ese todo pueda ser contado como un conjunto coherente para crear sentido, a modo de “presentación oficial de la persona”. Es decir, una vida no puede ser comprendida como “una serie única de acontecimientos sucesivos” (1989: 82). Si una vida no se puede entender desde la oficialidad de carnet que supone una “biografía oficial” –ficha del estado civil, currículum vitae–, entonces la literatura –la invención– puede colaborar con ese entendimiento. En este sentido, la biógrafa detenta un poder respecto de la vida que quiere contar. La biografía que escribió Viola va en consonancia con esta idea y por eso no puede limitarse a lo meramente factual, algo que ya aparece declarado en el título del libro.

Liliana Viola reivindica para esta biografía “el triunfo de la fantasía”. No intenta discriminar qué es cierto y qué es falso en el archivo de Venturini –como tampoco deberíamos hacer los lectores de su biografía– sino que le sigue el juego identitario a su biografiada y nos invita a participar de él. La historia del pequeño hermano deforme es un ejemplo de esto: Venturini lo nombra en entrevistas y novelas (Nosotros, los Caserta), pero sus hermanas dicen que ese niño nunca nació. Aunque Viola no encuentra la inscripción del niño en el Registro civil de la ciudad de La Plata, no niega su existencia cuando dice “En esa época, los cuerpos se silenciaban”. Si bien la biografía se apoya en testimonios que ofrecen la veracidad que se busca del género, la literatura era parte de su vida por ello, su vida y su obra no se pueden leer por separado.

Al final del libro, y como un avatar más de ese juego que mezcla y confunde lo verdadero y lo inventado, la biógrafa se pregunta, como si fuera un relato policial, cuál fue el verdadero motivo de la muerte de la autora. Viola cuenta que debían organizar la presentación del libro Cuentos secretos, pero nadie podía encontrar a Venturini, y ahí empezó el enigma. Antes de escribir Las primas, Venturini se había encargado de contratar su propia cremación: esta es la única información que se conoce. No hay datos claros sobre las causas y la fecha de su fallecimiento, por órdenes de Aurora “están guardadas en el secreto familiar”. Hasta el último día de su vida el enigma, la ficcionalización, en este caso respecto de su muerte.

En el intento de seguir haciendo atractivo su personaje, Viola vuelve al pacto que propuso Venturini – y al de la ficción– y concluye en sus últimas líneas: “si estuviéramos en una novela de misterio, la principal sospechosa de su muerte debería ser yo, que tengo en mis manos un testamento donde me ha dejado en herencia lo más valioso que tuvo: su obra”. Y aún sabiendo los datos reales, que más tarde le reveló Ofelia, la hermana menor de Aurora, elige no develar la verdad sobre la fecha y el motivo de muerte porque ella, como biógrafa, es parte también de esa creación, ya que en este texto, los hechos reales no rehúsan mezclarse con la ficción sino, por el contrario, sirven para respaldar su propia invención de los hechos.

 Aurora Venturini generó una narrativa de sí misma con la que se convierte en personaje, se construye como una mujer misteriosa, juega con las apariencias, en una época en la que no podía chequearse todo. Viola supo leer esta intención –ese anhelo– al contar su vida. A las preguntas que formulamos más arriba, podemos responder que Venturini es en esta biografía un personaje contradictorio, a medias falso, a medias real y Liliana Viola no solo es quien la ayuda a lograr su objetivo de notoriedad sino que, con este texto, participa de su creación.


Esta no soy yo

Por Liliana Viola

Tusquets

336 páginas

Una imagen vale por mil imágenes

Por: Tiziana Panizza

Este texto, escrito por la cineasta e investigadora chilena Tiziana Panizza, fue leído en la presentación del libro Imágenes de imágenes: del cuadro a la pantalla (2022) de Fernando Pérez Villalón. Entre fotografías y memorias familiares, reflexiona junto al libro sobre “cómo miramos aquello que miramos”.


I. Un rapto de tiempo: las fotografías de mi mamá

Cuando era adolescente comencé a tener conciencia de las fotografías que había en mi casa. La mayoría estaban dispersas en cajones, dentro de libros o en cajas de zapatos… Mi hermana cuando bebé tomando mamadera, vacaciones, cumpleaños, posando con jumper colegial, mi viejo más joven mirando al horizonte en la orilla de la playa. Pensé que se perderían, así es que las recopilé, las metí a unos álbumes y cuando me fui de la casa de mis padres a fines de los noventa, me las llevé conmigo. Desde entonces están aquí, en el mueble que está a mi espalda mientras escribo esto y seguirán andando conmigo en cada cambio de casa. Para mitigar la culpa de haberme auto-denominado la guardadora de la memoria familiar, cada tanto en alguna navidad escojo algunas y se las regalo enmarcadas a mis papás y hermanas, que las agradecen felices, aunque nunca me han preguntado de dónde las saqué o si tengo más. 

Pero esas fotos no fueron las únicas que encontré, había otras que eran más antiguas, pequeñas, en blanco y negro con bordecito rococó. No me atreví a llevarme las fotos de juventud de mi mamá, eran imágenes de su adolescencia, del colegio y los años en el pedagógico. También de niña posando con mis abuelos en la entrada del cité donde todos los vecinos eran italianos. No pude llevarme su historia antes de la nuestra, pero lo que sí hice fue dejarlas todas juntas en un cajón. Varios años después las busqué y seguían ahí, así es que las tomé pensando que esta vez no las pondría en un álbum; había un orden de esas fotos que no me correspondía, era su película. Fui al centro de documentación fotográfico de la UDP y compré unos álbumes que encuadernan a mano con papel libre de ácido. Las imaginé resguardadas de tiempo y polvo, la fragilidad de esos pedacitos de papel con imágenes en blanco y negro merecían un trato más justo que un álbum de plástico. Pensé que podía ser un buen regalo de cumpleaños y puse las fotos en una bolsa de género y los álbumes vacíos para que ella hiciera el resto. Imaginé que habría tenido un buen viaje mirando esas fotos, decidiendo el orden y quizá habían surgido nuevos recuerdos.

Al tiempo le pregunté cómo le iba con eso, pero me dijo que no… “Te agradezco el regalo, pero no voy a hacer nada, no puedo mirar esas fotos, no quiero mirarlas”.  Me quedé helada, no entendí, no pregunté y tampoco supe qué decirle.

Imágenes de imágenes: del cuadro a la pantalla de Fernando Pérez, me hizo recuperar este recuerdo. El recuerdo y su enigma, porque ahora me vuelvo a preguntar ¿por qué no querer ver esas imágenes?, ¿cuál es el vértigo que pueden producir? No son tristes, aunque allí está la materialidad tangible de los espectros, de personas que han muerto, como mis abuelos, pero quizá en ellas hay contenida una deriva, una posibilidad de futuro inmenso, incalculable en ese momento y que ahora, a los casi 80 años de mi madre, ya no está.

Pienso ahora que quizá no querer mirar una fotografía es negarse a cambiar de tiempo, evitar la rendija en el continuo presente que provoca la fijeza de esa imagen que interrumpe y absorbe. Mirar una fotografía es un rapto hacia un tiempo dentro de otro tiempo.

El trabajo en el texto de “Las imágenes de imágenes” deambula por esa arritmia que provoca una película cuando suspende su latido al incorporar otra imagen; una pintura o una fotografía. ¿Cómo es eso y cuál es su efecto? se pregunta Fernando Pérez, ¿qué otro tipo de pensamiento se despliega cuando aparece esa imagen, qué nuevas relaciones permite, qué memoria gatilla?  ¿Cómo esa materialidad detiene y afecta el río a cauce libre que es la narración, la acción, el movimiento en un filme?

II. Un luche: marcar con tiza la palabra “tiempo”

El libro establece un set de obstrucciones, una especie de dispositivo o un juego. Quizá un juego como el luche, en el que se delimita con tiza en el pavimento un tablero, una cuadrícula que es como un mapa que traza un recorrido. En el luche de este texto se recorre un espacio con una búsqueda en particular. Una genealogía que permite agrupar películas en cuyas imágenes hay otras imágenes. Muñeca rusa de una imagen dentro de otra, dentro de otra, pero aquí se escribe de manera ordenada con tiza en cada cuadrado de la rayuela, a modo de índice: La Pintura en la pintura/ La Pintura y la pantalla / La Foto en el cine / El cine en el cine. En cada una se propone un ejercicio de la mirada en busca de patrones, y a partir de ahí se clasifica, se compara y analiza para descubrir operaciones y procedimientos en las películas de Herzog, Raul Ruiz, Greenaway, Godard, Antonioni, Vardá, Hitchcock, Downey, Agüero, entre otros.

El tejo cae sobre un casillero, saltando se avanza, pero también va de vuelta. Cuando se llega, se parte nuevamente, porque cada uno de los capítulos se abre a nuevas formas posibles de mirar lo que se ve. En ese recorrido se intuye al autor del libro como un espectador lúcido que pareciera buscar su propio deambular en las imágenes, pensándolas, buscando relaciones, vinculando escenas, disfrutando los descubrimientos que permite esta rayuela. En su escritura meditativa empuja los bordes del ver, se arroja al influjo que provocan en las películas las pinturas de Breguel, Magritte, El Bosco, Klimt, Rembrandt o Caravaggio. Cómo se las filma, cómo se las puede pensar, en qué se parecen y con qué se pueden relacionar. A veces las operaciones para hacer aparecer una imagen dentro de la imagen son sencillas, directas, pero las que más entusiasman al autor son las que permiten una lectura abierta.

«Las mejores películas sobre pintura no son entonces necesariamente las que filman el objeto-cuadro con extrema delicadeza y atención, sino las que lo abren hacia el tiempo y el espacio, las que se construyen como proyecciones luminosas del cuadro más allá de los límites de la tela, y las que lo conciben no tanto como una cosa, sino como un dispositivo capaz de ofrecernos otro modo de mirar, un lente transformador de nuestra percepción de lo real».

En la escritura de este libro no se dan instrucciones sobre cómo debemos mirar, más bien nos hace preguntarnos cómo miramos lo que miramos, quizá para sugerirnos que la experiencia que desata una imagen está sujeta a un sistema de asociaciones que es tan propio como una huella digital. Quizá ese mismo dispositivo, “un lente transformador de nuestra percepción de lo real”, se activa cuando quedamos absortos en una imagen, como cuando nos pegamos mirando el fuego. El cine es fuego. Una disolución en la imagen que reconfigura nuestra percepción del tiempo, esa especie de ausencia es a la vez un extraño estado de conciencia o una hipnosis que parece eterna, aunque sean solo segundos.

«La fotografía, en su inmovilidad de instante congelado, tiene la capacidad de disparar nuestra memoria de un modo distinto, tal vez mas punzante y preciso, que el de la imagen en flujo de un filme, como si nuestros recuerdos se parecieran más a ese corte en el tiempo sacado de su discurrir incesante que a la película, que inevitablemente produce su tiempo propio, nos impone un ritmo en su montaje y en su modo de mirar».

La fijeza de una fotografía “nos libera del hechizo de la película”, dice el texto, y quizá también nos secuestra hacia otro tiempo. El corte de tiempo de un recuerdo se siente como un rapto hacia otro que creemos es el pasado, pero quizá es un lugar nuevo, uno que desconocemos. No es transportarse a “ese momento” del recuerdo sino una reconstrucción que te toma por asalto y nunca es ordenado como los espacios en un álbum o la cronología precisa de la data fotográfica de un celular. Quizá es más parecido al territorio del sueño, un lugar sin coordenadas de tiempo y espacio donde no hay continuidad ni racord y el montaje de una película tampoco debiera tenerlos.  “Absurda una película que intente imitar el tiempo que percibimos si no crea otros” -decía la cineasta Maya Deren- “entonces estar sentados en la butaca del cine es una pérdida de tiempo(s)”.

La lectura de este libro nos empuja a pensar que quizá la aparición de una fotografía o una pintura en el flujo de una película es una irrupción brechtiana, que en lugar de hacernos “despertar” nos secuestra en otro bucle temporal. “El cine arrastra al cuadro hacia un espacio-tiempo geográfico, horizontal, destruyendo la profundidad de su tiempo ‘geológico’”, dice el autor citando a Andre Bazin. Encontrar un tiempo dentro de otro, tal vez el cinematógrafo ha inscrito los giros de su historia a partir de esa búsqueda.

En el flujo de una película, la aparición de una imagen cambia nuestra lectura, abre coordenadas de percepción, se parpadea, se “desordena” el entramado intuitivo, tal vez gatillado por su condición de materialidad diversa, de fragmento.

«Paradojalmente, la contemplación de una foto inmóvil en una película puede a veces intensificar la sensación del tiempo. Mirando una imagen carente de acción, o de una acción detenida, sentimos mejor como el instante se nos escabulle, lo que no advertimos cuando estamos absortos en la trama de una película».

Tal vez es lo que le pasa a mi madre con sus fotografías, estar absorta en la vida (en la película) para quedar cautiva en una imagen del pasado; el vértigo de intensificar ese momento. Quizá de ancianos no tengamos la energía suficiente para enfrentarnos a la imagen del bebé que fue nuestro hijo/a y que perdimos entregándonos al adolescente o al adulto en que se convierten. Se extravían esas versiones infantiles que amamos tanto y a las que se renuncia con dificultad y nostalgia. Pero también perdemos las versiones de nosotros mismos cuando se bifurcan en las derivas cada vez que tomamos decisiones vitales. Mi madre no quiere mirar sus fotos, acaso porque ya no hay tiempo para hacer nuevos virajes. Quizá algo parecido me ocurre con las imágenes de las calles desbordadas de personas en la revuelta de octubre; verlas duele, porque abrían una versión de futuro que no fue, al menos hasta ahora.

III. Modos de fotografiar: la imagen visible, la oculta y la que se olvida

En una película están al mismo tiempo la imagen que se ve, la que no se ve y la que se intuye. En la nitidez de una imagen también se oculta la que no está, y entonces se instala un acertijo o un misterio. La película como la paradoja de un juego de espejos que refleja una imagen mil veces, aunque nunca completa, sino retazos y fragmentos que no siempre calzan. Dice el texto de Pérez:

“Tal vez lo que nos enseña Farocki es no tanto a desconfiar de las imágenes sino a considerarlas siempre en dialogo con lo que no muestran, con lo que esconden. A considerarlas como imágenes parciales, como fragmentos extraídos de una realidad siempre más vasta y compleja.”

Puede que la imagen visible sea un síntoma de la que permanece oculta. De allí el enigma que abre la especulación y nos reconfigura en espectadores alertas, estimulados a activar el poder que tenemos de generar visiones propias, gatilladas por las del filme.  Aunque el texto nos recuerda que esta idea en El Bosco se trata de “no resolver el misterio, sino que permanezcas en él”.

En una escena de Blow up (Antonioni,1966), el fotógrafo toma su cámara y dispara, pero no vemos la fotografía sino hasta otro momento del filme. Ese “intervalo de incertidumbre’” que propone el montaje nos obliga a hacer operar dos puntos de tiempo distantes entre sí. En La insoportable levedad del ser (Kaufman, 1988) se nos muestra la fotografía al mismo tiempo del click de la cámara. La inmediatez de esa imagen al momento de su captura en un filme de los ochenta hoy es una realidad cotidiana cuando hacemos una foto con el celular; antes con las cámaras análogas había que esperar. Los tiempos del revelado y copia a papel de una imagen instalaban ese intervalo en que la imagen congelada de un determinado momento solo aparecía irrumpiendo en otro. Eso mismo ocurre cuando se filma en celuloide y en ese lapso me pasa a veces que olvido lo que filmé. Entonces hay un encuentro doble con esa imagen; la que se encuadra en el momento y luego su recuperación tiempo después en el cuarto oscuro. Filmar y olvidar lo que se filma; en el reencuentro con el material las imágenes se convierten en una especie de metraje encontrado de uno mismo, un tipo extraño de desdoblamiento.

¿Cuántas veces decimos “olvidé que había tomado esa foto”? Y la escudriñamos tratando de adivinarnos ahí. Tal vez hay algo que se desactiva después que obturamos, un deseo poderoso que se quema en la intensidad de ese instante y que luego nos expulsa. Si logramos recordar después, se regresa a ese momento y de pronto “nos vemos” haciendo esa imagen, otro tipo de desdoblamiento.

Debe haber pocos momentos tan vívidos como el que se siente con una cámara en la mano. Es un extraño estado de consciencia en que los sentidos se amplifican como un super poder ante cientos de estímulos filmables, pero cuando atrapas el encuadre y comienza la toma, el resto del mundo desaparece.  Algo parecido anota Pérez acerca del trabajo del cineasta argentino, Claudio Caldini:

“Cuando mejor filmo es cuando no pienso”, declara Caldini, y parece casi como si sus películas estuvieran hechas para mantener a raya al pensamiento, o mejor para pensar de una manera diferente a la que nos imponen las palabras, de una manera vinculada íntimamente al cuerpo, a sus desplazamientos, sus padecimientos, pasiones y extravíos, a sus límites».

Sería interesante entender la imagen de un filme como hija de una especie de trance o de meditación en movimiento, que nos devuelva la idea de que hay maneras de estar, más allá de la maraña del diálogo interno que interpretamos como «pensar”.

IV. Las formas de no-ver

Hay distintas formas de no ver una imagen; “living is easy with eyes closed”, dice la canción de los Beatles, puedes dejar fotografías para siempre en un cajón o en una carpeta del computador a la que le haces el quite. Negarse a ver, “misunderstanding all you see”, lo visible no necesariamente es una evidencia y a veces confunde o duele. Hay quienes dicen que no todo es filmable, que hay imágenes bellas/enigmáticas/inexplicables de las que no hay que dejar registro. Dicen los mapuches que el eclipse no se debe mirar, tampoco una cascada, o los indígenas fueguinos, que nunca miraban de frente un glaciar. Dicen que son lugares como un portal, pasadizos donde se abre el inframundo y los espectros se asoman al mundo de los vivos.

Quizá negarse a mirar una fotografía y hacer un lado la vista impida que entre lo que no estamos preparados para ver. Debería volver a recoger las fotos de mi madre y darles un orden para desactivar el sortilegio de un tiempo que no es el mío, pero que me tiene aquí ahora. Pero no, ahora pienso que es mejor volver esas fotografías al aparente desorden en que estaban; dispersas por toda la casa. Al recopilar las fotos quizá rompí una narración aleatoria, tartamuda, sin cronología. Tal vez no es malo que esa imagen tome por asalto, que la encuentres de pronto entre las páginas de un libro y te secuestre en el flujo de ese tiempo. Que transporte a mi madre sin previo aviso, pero sin vértigo, sin predisponerse a un viaje largo, sino una sola imagen que llega para quebrar el momento y ejercer el poder hipnótico que corta, hace su trabajo y se va.


Imágenes de Imágenes: del cuadro a la pantalla

Fernando Pérez Villalón

Editorial Mundana, Viña del Mar

2022

¿Una geoepistemología alternativa? Notas a partir de Futuros menores, de Luz Horne

Por: Gisela Heffes

Gisela Heffes reseña Futuros menores. Filosofías del tiempo y arquitecturas del mundo desde Brasil, de Luz Horne, publicado en 2021 por Universidad Alberto Hurtado Ediciones. En su lectura, Heffes analiza la novedosa exploración que inaugura el contra-archivo del modernismo propuesto por Horne. Allí, detecta una geoepistemología alternativa por la que Latinoamérica puede asumirse ya no como objeto, sino como productora de conocimiento.


El reciente libro Futuros menores. Filosofías del tiempo y arquitecturas del mundo desde Brasil, de Luz Horne, es un libro luminoso en muchos sentidos. Su propuesta inicial es pensar las palabras (sobre todo su materialidad), y las imágenes, como dispositivos filosóficos para ejercer una reflexión en torno al tiempo y el espacio. Vincular, a su vez, la relación que entablan las palabras y las imágenes con el tiempo en la materialidad. Retoma –a partir de Bergson– la disputa en torno al tiempo filosófico y cuestiona, siguiendo un razonamiento bergsoniano, el lugar de la ciencia: esto es, la ironía de que, a pesar de sus sofisticados instrumentos de medición, resulte, dentro de esta lógica, (in)capaz de medir el tiempo. El saber científico y tecnológico no como inútil pero, acaso, como un saber fuera de foco. Tan –o quizá más– importante que lo anterior es la idea de desplazar ciertos presupuestos naturalizados sobre los lugares geográficos desde donde se pueden concebir el tiempo y el espacio. A saber, qué disciplinas y lugares geográficos se pueden pensar filosóficamente. Este desplazamiento dialoga con la noción de “epistemologías do sul”, propuesta por Boaventura de Sousa Santos, aunque dándole una vuelta, no sólo a nivel epistemológico sino a nivel espaciotemporal, a partir de una reevaluación del posicionamiento geográfico de la producción del saber, una geoepistemología alternativa, si se quiere.

La idea de pensar la filosofía –o pensar filosóficamente– a partir de las estéticas que han emergido y continúan emergiendo en el sur global es clave, al menos para mí, no para revertir o invertir posiciones epistemológicas fijas sino para facilitar un cuestionamiento de las formas temporales y espaciales de un modelo de progreso, un modelo de monumentalidad y un modelo de evolución teleológica impuesto desde la revolución científica. Partiendo de la idea de que, según Bergson, la ciencia explica la materia, pero la vida se le escapa fugazmente (una idea que me parece no sólo brillante sino hermosa), el libro de Horne recorre diferentes propuestas estéticas para encontrar en esa fugacidad, en esos intervalos, en los intersticios, y en sus márgenes, aquello que se le escapa a la ciencia y que es capaz de, justamente, desestabilizar los fundamentos sobre los cuales se apoya la modernidad (23). Una geoepistemología alternativa porque en su misma formulación se esboza un revés, una cartografía inversa a partir de la cual Latinoamericana deja de ser “pura naturaleza” –es decir, objeto de estudio exótico, materia prima– para asumirse como sitio, un espacio, incluso un campo no sólo capaz de, sino productor de conocimiento.

Futuros menores ejerce una crítica respecto del lugar de receptor que se le ha ido asignando a América Latina –su objetivación– y, por lo tanto, de un posicionamiento –una verticalidad– que dispone y organiza espacial y jerárquicamente de/los lugares de saber (lugar que implicaría a su vez una condición de pasividad, siendo, sin duda, el norte generador de saber y el sur objeto de consumo). Esta posición espacial remite, por lo tanto, a formas de la colonialidad: métodos de explotación donde el sur global exporta bienes primarios y de consumo (en este caso, cultura no procesada, rústica) e importaría, en su reverso, materia procesada: cultura refinada. Por el contrario, la idea acá es que la producción cultural y estética latinoamericana, como sugiere Luz, opera como sitio desde donde construir teorías críticas que se despliegan “fuera de la razón monumental moderna” (25). Pero para esto es necesario, a su vez, una operación que sustraiga América Latina de un imaginario-territorio ocupado por la razón instrumental y moderna; y como provocación, indagar cómo sustraerse de un modelo evolutivo, lineal, teleológico y racional sin incurrir en una práctica discursiva –proveniente de Occidente– que perpetúa la disyuntiva o dicotomía sur global = primario, irracional, exótico // norte global = sofisticado, racional, común. Porque, es sabido, esta dicotomía descansa sobre una lógica antropocéntrica (y androcéntrica), lógica inaugurada por Descartes y la revolución científica, lógica que además enfrenta cultura con naturaleza, sujeto con objeto, lo humano con lo no humano. A tal efecto, Futuros menores expone el correlato “filosofía moderna” y “separación entre naturaleza y cultura”, a partir del cual aquella entabla una relación con el mundo fundada “en el instrumentalismo, la propiedad, y la guerra” (29). Una relación, en suma, desigual que inaugura una disposición asimétrica entre el agenciamiento humano y el mundo material y no humano.

El ensayo parte de la idea de que Brasil es un sitio ideal para leer el revés de la modernidad, porque la estética producida allí propicia una lectura de los residuos, los escombros que el progreso fuera dejando sobre su marcha (31). Este revés de lectura incentiva, dentro de la argumentación planteada en el libro, la creación de un “contra-archivo del modernismo”, ya que estos restos materiales interrumpen la homogeneidad temporal, lineal, evolutiva a través de soplos fugaces –esa fugacidad de la que hablaba Bergson y a la que refiere Luz al comienzo, como ese “instante-ya” de Clarice Lispector también aludido en las primeras páginas– “con palabras e imágenes que construyen espacios de inmanencia” y en los que se sostienen “las grandes dicotomías de la modernidad” (31).

Hay algo en la metodología de Futuros menores que merece un pequeño intervalo o desvío. En este revés de lectura cada referente que se evoca y examina no sólo estimula la amplificación de las argumentaciones que se irán desplegando a lo largo de los capítulos siguientes, sino que irán tejiendo y entrelazando esos mismos análisis hasta armar un tejido amplio que, para visualizarlo de algún modo, sería como un gran entramado de hilos, imágenes y palabras. Una matriz reflexiva que descansa a su vez sobre una segunda propuesta –o eje argumental: concretamente, hilvanar una continuidad entre estos proyectos estéticos y ciertos programas filosóficos contemporáneos como el nuevo materialismo y vitalismos, aunque no tanto para acentuar “la historia como catástrofe” sino para proponer una exploración en las “aperturas filosóficas” que emergen “a partir de la crisis epistemológica” (32). Se entiende que al abordar la dicotomía de la modernidad se están cuestionando, asimismo, los ideales humanistas y antropocéntricos del hombre europeo y blanco. Es un intento por rescatar aquello que la soberanía humana ha dejado afuera, esto es, las comunidades indígenas, la naturaleza, lo no humano, considerado acá desde una vertiente material y dentro de un proyecto de colonización que ha ido reduciendo su capacidad de agenciamiento. Este análisis revela una paradoja interesante, a la que Luz regresa, sobre todo, en el quinto capítulo del libro: la idea, siguiendo a Hannah Arendt, de que esa reducción y marginalización de los “otros existentes” significa un forzamiento a vivir “afuera” aunque, a su vez, en “el corazón de lo social” (32). La paradoja se manifiesta íntegramente en el último capítulo cuando, retomando la idea expuesta por Viveiros de Castro en “Os Involuntários da Pátria. Elógio do Subesenvolvimento” (2017), advierte que esos “otros existentes” consisten en la condición de posibilidad para que el capitalismo, en todas sus vertientes tecnológicas actuales, continúe operando, sin detenerse, y ejerciendo su tarea de manera ininterrumpida. Paradoja, en cuanto expone, en esta genealogía de la otredad, su recurrencia y prolongación espaciotemporal.

Futuros menores se apoya en una idea de inmanencia (es decir, la construcción de una filosofía del tiempo que es el objetivo, y una arquitectura del mundo que se basa en lo inmanente [34]) que dialoga con los estudios posthumanistas. Con la creación de este “contra-archivo” que registra los despojos de la modernidad, se ejerce una praxis que intenta descentralizar el antropos, la linealidad temporal, y la idea de un progreso teleológico y de un futuro –por contraste “mayor”– al que se llega por medio de un proceso evolutivo. Se examina por lo tanto cómo una temporalidad no hegemónica –en este caso un futuro “menor”– puede manifestarse a través de una colección de huesos (“los huesos del mundo”) o la basura. Estos materiales orgánicos e inorgánicos –y que invitan a pensar y leer las demarcaciones “entre lo vivo y lo inerte”– operan afuera y adentro a su vez, tanto de lo corporal como de lo terrestre, borrando distinciones y cuestionando dicotomías que van más allá del adentro y del afuera. El marco teórico posthumanista y postantropocéntrico se expande a lo largo del libro a partir de una impugnación del postulado occidental de la excepcionalidad humana: Horne lo plantea, para dar un ejemplo, en el contexto de la construcción de las obras monumentales durante el periodo de la dictadura en los años 70 (capítulo 1). Esta arquitectura monumental dialoga con la idea de desarrollo, de desarrollismo en particular, y con la idea de progreso utópico, en cuanto la utopía teleológica del desarrollismo es una utopía que se erige sobre una noción de vacío, de tabula rasa –Ángel Rama mediante– para la cual resulta imperativo suprimir aquello previamente imperante (esos “otros existentes”) en nombre de la innovación y evolución, una novedad que, en última instancia, eclipsa un proyecto de nación, un modelo económico, una agenda política y una premisa social.  

Futuros menores inaugura un territorio de indagación que conecta discusiones recientes dentro del campo de las humanidades ambientales. Propicia, asimismo, un espacio de apertura y exploración que no fuera hasta ahora transitado. Se destaca, entre muchos, la elegía de las luciérnagas. Horne acude a la imagen propuesta por Pasolini en 1941–y que surge a partir de una crisis ecológica (en este caso la polución y la desaparición de lo no humano, es decir la crisis de la extinción)– como método para reactivar la idea de apertura epistemológica dado que, como queda demostrado, la imagen poético-ecológica apunta a una crisis del consumo y, en consecuencia, a una crisis de la potencial desaparición.

La eco-luz anacrónica es otro aspecto del libro que, en particular, desentraña otros espectros de indagación crítica: ¿cómo esta eco-luz anacrónica puede transformarse en motor para revisar, retrospectivamente, el canon y descubrir nuevos mapas, nuevas genealogías, nuevas configuraciones del campo cultural, nuevos cortes –quizá más transversales y menos verticales– y nuevos sentidos? Es acá donde identifico algunos puntos que dialogan con lecturas ecológicas y ecocríticas, posthumanistas –e incluso postcoloniales. Porque estas posiciones críticas estimulan una revisión del modo en que las imágenes estéticas se han ido forjando, de manera tal que fueran edificando cánones y desplazando –por medio de su disposición y organización epistemológicas– los lugares del saber, de la producción del saber y del consumo de saber. Esta eco-luz anacrónica se inscribe, así, dentro de los esfuerzos más recientes por visibilizar ausencias, por rescatar otros trabajos, otras estéticas, otras imágenes de la supresión y el olvido (recuperar los restos, restituir los escombros) y proponer nuevos archivos –o “contra-archivos”– y por lo tanto nuevas intervenciones espaciotemporales de indagación.

Futuros menores incorpora la producción estética y visual de la arquitecta y artista Lina Bo Bardi (capítulo dos) dentro de este “contra-archivo”. Acá, me interesó sobre todo la idea de autoría porque, en el proceso de colección y exhibición de objetos desechados, no sólo se borran distinciones de tiempo (el pasado en el presente) sino otras distinciones, como arte y trabajo, autor “individual” y autor(es) anónimo(s) y, por extensión, el yo individual y una pluralidad (un nosotros). Este gesto, en su potencialidad, cuestiona o reformula la noción misma de autor, autora, autores y, en este sentido, ese desplazamiento del yo individual podría pensarse como una sustracción que da lugar, en su “borradura”, a una colectividad de voces. Una formulación comunal que al desplazar la noción de autoría individual desplaza a su vez un modelo de temporalidad y espacialidad que se ciñe a una linealidad: un progreso evolutivo que se galardona con el reconocimiento y legitimación de un yo (89).

La noción de colectividad de voces apunta, por otro lado, a la idea de montaje (vía Walter Benjamin), sobre todo a la utilización del montaje como forma de exploración que recupera materia descartada a la par que propone una práctica coral: “Desde temprano en su vida, Bo Bardi muestra un interés por los objetos desechados y por los residuos, por el collage y por la construcción de objetos a partir de materiales recuperados o considerados inútiles” (99). Pluralidad que, desde ya, se manifiesta en la “reivindicación para el diseño industrial de los materiales considerados bajos”, en el interés por lo “popular” y en “una ética de la opacidad” y “menor” que “encuentra en Brasil –como todo lo menor– un cauce político: la piedra se vuelve basura y la basura, una acusación” (103). Porque, sugiere Horne, al pasar a “formar parte de un entramado histórico y geopolítico, el objeto hecho de basura se transforma en un ‘sin nombre’ benjaminiano que cambia el curso del tiempo para contar la historia de los vencidos” (103).

La idea de invención del tiempo moderno como forma de conectar espacios y hemisferios pero también como instrumento de control político sobre los cuerpos es otro de los aportes de Futuros menores. Aquí Horne propone que el concepto de tiempo moderno funciona como una biopolítica que no necesariamente, o no exclusivamente, se vale de las disposiciones espaciales –conocidas y exploradas– para ejercer ese dominio y sometimiento, sino que recurre a una forma –diría, un uso– de la temporalidad para ejercer un dominio sobre los cuerpos, como así también sobre los espacios. Se trata no sólo de una colonización espacial, sino de una colonización temporal y, al mismo tiempo, de una colonización de los imaginarios. Partiendo de esta idea del tiempo como una biopolítica –que es mi lectura del final del libro– se plantea la idea del tiempo como herramienta y sobre todo dispositivo para regular vidas (222).

Un futuro “menor” implicaría atender a lo residual, los remanentes que el progreso, la linealidad y la unidireccionalidad teleológica también fuera impugnando. Un futuro menor alentado por otros espacios e imágenes. Por desplazamientos –y, ante todo, recuperaciones. Saberes producidos desde los márgenes del tiempo y del espacio, y cuyas persistencias y continuidades reemergen hoy infundidas por una urgencia no tanto por reevaluar y reclamar “la historia de los vencidos” sino más bien por cuestionar la noción misma de vencedores. Un presupuesto que se inscribe, sin duda, en la noción de una historiografía “mayor” y, por ende, de triunfo y grandiosidad. Una geoepistemología alternativa, entonces, como revés, es el tipo de lectura que Futuros menores provoca. Una incitación que en su menoridad abarca intersticios múltiples y desatendidos que desbaratan presupuestos culturales imperantes: sean luciérnagas, sean voces anónimas, sean remanentes disueltos en el estrato de una geografía que los acoge para generar saberes, sueños, disidencias y transformaciones en torno a cómo habitar el mundo y cómo el mundo que habitamos debería ser. Su inmanencia, su ontología.


Futuros menores. Filosofías del tiempo y arquitecturas del mundo desde Brasil

Luz Horne

Santiago de Chile, Universidad Alberto Hurtado Ediciones

2021

298 páginas

«La vía subterránea». Vanguardia y política en el cine under argentino

Por: Mariano Véliz

Mariano Véliz reseña La vía subterránea. Vanguardia y política en el cine under argentino, de Paula Wolkowicz, publicado en 2023 por Libraria. Véliz destaca el interés de la autora por visibilizar y legitimar, desde América Latina, un territorio poco explorado por la crítica. En su texto registra la reconstrucción histórica y la construcción de un modelo estético-análitico fundamental para pensar el fenómeno del cine under.


Imagen: Opinaron (A. Fischerman)

La historia del cine argentino se conformó a partir de una serie de inclusiones y omisiones. A lo largo de las décadas, solo algunos nombres (cineastas, integrantes de los equipos técnicos y artísticos, miembros del elenco) y algunos títulos concentraron la atención del campo cinematográfico (desde la crítica y los estudios académicos hasta los miembros de la industria y los espectadores) y propiciaron la articulación de un canon estanco y difícilmente cuestionable. En los últimos años, sin embargo, diversas investigaciones decidieron orientar su mirada hacia territorios que habían resultado poco explorados o no lo habían sido de modo sistemático. De esta serie de acercamientos forma parte La vía subterránea. Vanguardia y política en el cine under argentino, en el que Paula Wolkowicz aborda el cine under filmado en Argentina entre la clausura de la década del sesenta y durante los años setenta.

La conversión de esta corriente del cine argentino en objeto de un estudio exhaustivo supone el primer interés del libro (concebido como una deriva de la tesis doctoral defendida por la autora). La indagación de Wolkowicz evidencia el vacío historiográfico al que había sido condenada esta experiencia radical en el marco del cine argentino. Los títulos de sus películas y los nombres de sus autores (Alberto Fischerman, Rafael Filippelli, Edgardo Cozarinsky, Julio Ludueña, Miguel Bejo, Bebe Kamin y Edgardo Kleinman) se inscriben a partir de aquí en un lugar clave de su historia. Si bien muchos de ellos obtuvieron a posteriori un espacio destacado en el campo cinematográfico nacional e internacional, su producción under resultó, incluso en esos casos, menos difundida y estudiada. En este sentido, la publicación del libro implica no solo un acto historiográfico significativo, sino un ejercicio de legitimación fundamental. Si el canon del cine argentino había expulsado estas producciones, posicionadas como su rostro contra-hegemónico, esta nueva visibilidad colabora con el redescubrimiento del cine under operado de un modo sutil, pero paulatino, desde comienzos del siglo XXI. Ante la doble marginalidad a la que había quedado relegada esta corriente (al no formar parte del cine dominante, pero tampoco del cine militante), en estos últimos años surgió la posibilidad de concebirla como un período relevante de la historia del cine argentino y como un enlace indispensable para pensar nuevos linajes del cine contemporáneo. 

Imagen: Alianza para el progreso (J Ludueña)

La reconstrucción histórica llevada adelante por Wolkowicz se despliega en múltiples dimensiones. Por un lado, a través de una serie de entrevistas con los protagonistas y un trabajo intensivo con los archivos mediáticos de la época, la autora rescata las experiencias de estos cineastas-aventureros que concibieron al cine desde el riesgo y la experimentación. La autora recupera así un abordaje del cine como desafío de las normas político-ideológicas dominantes, pero también de las premisas estético-narrativas establecidas. En sus prácticas estético-políticas se impone una definición del cine como espacio de juego y aventura y, a su vez, como territorio de compromiso y reflexión. Por otro lado, la coincidencia de la producción de este cine under con uno de los períodos más complejos de la historia argentina (el libro privilegia el estudio de los años comprendidos entre 1968 y 1978, aunque amplía sus referencias tanto a momentos previos como posteriores), supone la necesidad de plantear hipótesis acerca de los modos en los que la serie histórica se vincula con esta producción audiovisual. En esta dirección, lejos de cualquier resabio de causalidad directa de las circunstancias políticas sobre el fenómeno del cine under, se configura aquí una variabilidad de enfoques en los que emerge una comprensión compleja de las disidencias y los encuentros entre la historia política argentina y la emergencia de estas narrativas subterráneas.

En su búsqueda de proponer un acercamiento exhaustivo a su objeto de estudio, Wolkowicz recompone ciertas relaciones intertextuales ineludibles. Este proceso modernizador en el cine argentino es incomprensible sin el restablecimiento de sus diálogos con determinadas producciones audiovisuales procedentes del exterior. Por una parte, sobresale la importancia de las realizaciones de Jean-Luc Godard en la segunda mitad de los años sesenta y los años setenta, en especial las pertenecientes a su participación en el Grupo Dziga Vertov que fundó en 1968 con Jean-Pierre Gorin. Por otra parte, la recepción durante los años sesenta, a través de las proyecciones organizadas en el Instituto Di Tella, del cine under norteamericano (Andy Warhol, Stan Brakhage y Jonas Mekas, entre otros) sirvió como estímulo para el hallazgo de modelos productivos y estético-narrativos en claro contraste con los hegemónicos. En relación con este diálogo intertextual, Wolkowicz despliega un análisis que permite vislumbrar que no se trató, en el under argentino, de una réplica de este cine procedente de los Estados Unidos, sino de la puesta en marcha de procesos activos de apropiación histórica y cultural. La inclusión de referencias a la situación política y social del país y el desmontaje de ciertas tradiciones narrativas locales funcionan como indicios de estos mecanismos de apropiación alejados de la mera influencia del modelo exterior.

En este sentido, conviene precisar los modos en los que el cine under argentino se inscribe en la vasta producción cinematográfica de la vanguardia. Desde las exploraciones en el contexto de las vanguardias históricas de las primeras décadas del siglo XX, su relación con el cine fue siempre prolífica y compleja. La vanguardia se proyecta como la sombra que acompaña, desde los contornos, el devenir cinematográfico del siglo XX. El cine subterráneo explorado por Wolkowicz forma parte de este movimiento por su voluntad rupturista (en relación con los códigos y los presupuestos del modelo de representación institucional), por su proposición de un lenguaje experimental y por la búsqueda de alternativas marginales de producción, distribución y exhibición. A través del privilegio asignado a estas indagaciones, los cineastas subterráneos y sus películas se inscriben en este linaje al mismo tiempo ilustre y lateral de la historia del cine.

Imagen: La civilización está haciendo masa y no deja oír (J. Ludueña)

Sin embargo, esta participación en la extensa herencia de las vanguardias supone en este caso un giro relevante: Wolkowicz piensa este fenómeno desde América Latina y propone, por lo tanto, un desvío en relación con las perspectivas circulantes desde los centros de la producción académica sobre cine. Si las investigaciones europeas sobre cine latinoamericano tienden a centrar su interés en las vanguardias políticas (con especial hincapié en el Grupo Cine Liberación), se introduce aquí una ruptura significativa. Esto se debe a que Wolkowicz no asume los presupuestos que indican la existencia inquebrantable de una división internacional del trabajo creativo que alienta que las vanguardias de los países centrales puedan fomentar cuestionamientos de los lenguajes cinematográficos y las surgidas en los países latinoamericanos deban limitarse a funcionar en términos exclusivamente políticos. Por el contrario, Wolkowicz plantea la existencia de una vanguardia argentina que disputa, a través de sus propias realizaciones, esa clase de repartición y se niega a ocupar el espacio dispuesto por las instituciones que regulan el funcionamiento del campo cinematográfico global (con especial injerencia de la crítica, la academia, la curaduría y la organización de festivales).

En el primer capítulo del libro, “La vía subterránea”, Wolkowicz aborda la conformación de una comunidad que nunca se establece como un grupo homogéneo. En esta dirección, en el libro se despliega la tensión entre la identidad colectiva (abierta, polémica, permeable) y las identidades individuales de los integrantes del cine under. Así, el estudio muestra una atención notable a las diferencias y discrepancias y no solo a las coincidencias y las recurrencias. El cine subterráneo no se constituye como una escuela hermética ni como un movimiento con un programa previo, sino que surge y se instaura como una comunidad que comparte la pertenencia a una generación, la existencia de lazos afectivos y laborales entre sus miembros y la insistencia en determinadas afinidades ideológicas, políticas y culturales.

Uno de los aspectos más destacados que explora Wolkowicz reside en el modo en el que los cineastas eligen ocupar un rol como intelectuales críticos. A diferencia de la noción de intelectual comprometido que propone Sartre, central en la producción intelectual argentina desde los años cincuenta, y de la noción del intelectual revolucionario, clave en la lógica cultural de los años sesenta y setenta, emerge en el cine under una noción de intelectual crítico que reivindica la reflexión teórica y la crítica social por fuera de una participación directa en la praxis política. Lejos de subordinar las prácticas culturales a la política y de aceptar cualquier forma de dogmatismo, estos cineastas afrontaron el desafío de pensar sin el sostén de los marcos de sentido imperantes en su contexto. En esta búsqueda por ocupar un espacio en el campo intelectual, Wolkowicz estudia la cobertura de las películas y sus directores en ciertas publicaciones sobre cine y literatura de la época, pero también la aparición de artículos escritos por los propios cineastas en torno a su producción audiovisual. Este intercambio resulta muy significativo porque al publicar sus textos en estas revistas (Cine & Medios, Filmar y Ver, Literal, Los Libros), los cineastas “se constituían a sí mismos como integrantes de un movimiento cultural y político más amplio desde el cual se legitimaban como cineastas, pero fundamentalmente como pensadores críticos dentro del campo” (Wolkowicz, 2023: 81).

En el segundo capítulo, “Intersecciones: el underground y el campo cinematográfico marginal”, Wolkowicz lleva a cabo una cartografía de la producción cinematográfica no hegemónica en la Argentina de la época. En primer lugar, a partir de algunas de las exploraciones del campo artístico argentino del período emprendidas por investigadores como Andrea Giunta, Mariano Mestman y Ana Longoni, la autora traza un mapa de los procesos de modernización del campo artístico y de los simultáneos procesos de radicalización política. Wolkowicz aborda aquí otros cines que propiciaron modos alternativos de producción y exhibición, como el desarrollado por el cine experimental de Narcisa Hirsch, Claudio Caldini, Marie-Louise Alemann, Silvestre Byrón, por el Grupo de los Cinco (Alberto Fischerman, Néstor Paternostro, Ricardo Becher, Raúl de la Torre, Juan José Stagnaro), pero también por el cine de instrumentación política encarnada por dos colectivos extensamente estudiados por la academia y la crítica en Argentina: el Grupo Cine Liberación y Cine de la Base.

En el marco de estos rastreos, sobresale el trabajo analítico de Wolkowicz sobre tres producciones cinematográficas realizadas o concluidas en 1968: The Players vs. Ángeles Caídos (Alberto Fischerman), Invasión (Hugo Santiago) y La hora de los hornos (Grupo Cine Liberación). Se trata de tres referencias ineludibles para pensar el cine under. En algunos casos, como The Players vs. Ángeles Caídos e Invasión, porque funcionan como modelos de determinadas búsquedas y rupturas. En otro, como La hora de los hornos, porque actúa como referente de confrontación al que desafían de manera clara y programática. A través del estudio de estos cruces y desencuentros entre las vastas corrientes del cine no hegemónico de la época, Wolkowicz plantea un mapa de los conflictos existentes y de la variedad de alternativas circulantes. Se trata de una cartografía centrada en las dimensiones que señalan la heterogeneidad del cine argentino del período y que indican la voluntad polémica y discrepante de sus integrantes. Se conforma así, en la perspectiva de la autora, un territorio prolífico y generador de quiebres y disputas, un campo en el que conviven y se enfrentan modelos radicalmente diversos de pensar y experimentar el cine.

En el tercer capítulo, “Entre la vanguardia y la política”, Wolkowicz desarrolla un análisis minucioso de algunos de los principales recursos y premisas estéticas presentes en las películas. En primer lugar, la autora posiciona a la violencia como el eje fundamental para introducir el análisis. La violencia se plasma aquí en una variedad de registros y planos: la violencia representada, la violencia de la representación y la violencia hacia el espectador. En este aspecto en particular sobresale el estudio de las estrategias de agresión y confrontación con el espectador implementadas en el cine subterráneo. Se trata de la aparición de diversas embestidas contra la mirada del espectador que lo obligan no solo a mirar personajes y episodios que se oponen a la satisfacción y la gratificación visual aseguradas por el cine clásico, sino a modificar su propia forma de mirar. El trabajo sobre La familia unida esperando la llegada de Hallewyn (Miguel Bejo, 1971), Beto Nervio contra el poder de las tinieblas (Miguel Bejo, 1978) y La civilización está haciendo masa y no deja oír (Julio Ludueña, 1974) resultan particularmente elocuentes.

Imagen: Beto Nervio contra el poder de las tinieblas (M. Bejo)

Si el cine under priorizó el trabajo sobre la materialidad fílmica y asumió una definición del propio lenguaje como territorio político, Wolkowicz procede a identificar algunas de las operaciones principales desplegadas por los cineastas. En esta búsqueda, que tiene resultados notables por la exhaustividad de su precisión analítica, la autora analiza la fragmentación, la opacidad, el montaje, la reflexividad, la concepción del personaje como construcción y las técnicas de la vanguardia recuperadas en la interpretación actoral. En el conjunto de estos rasgos, Wolkowicz propone pensar el cine subterráneo a partir de una “estética de la chatarra”. En consonancia con algunas de las perspectivas defendidas por el cine under norteamericano, emerge aquí un cine que se propone como retrato de la escoria social. Sin embargo, esta estética de la chatarra no remite solo a esta inclusión de los contornos sociales, sino a la aparición de una estética organizada en torno a los desperdicios textuales, a la recuperación de entramados textuales muchas veces procedentes de la cultura hegemónica y aquí re-inscriptos y subvertidos. Al respecto, Wolkowicz precisa que “Si la escasez, la precariedad y la marginalidad son una realidad inapelable del cine subterráneo, en lugar de intentar ocultarla, los directores optan por mostrarla de una manera exacerbada y la llevan hasta sus últimas consecuencias” (199).

También en este capítulo, Wolkowicz propone retomar la noción de alegoría para explorar de qué maneras las películas del cine subterráneo pueden funcionar como lecturas de la coyuntura social y política argentina de aquellos años. La autora recupera aquí el abordaje propuesto por Ismail Xavier de la alegoría como la emergencia de un cierto enunciado que “señala un significado que va más allá de su apariencia” (232). Wolkowicz identifica el funcionamiento de esta dimensión alegórica en dos planos claves dentro de este corpus: la conformación de una ciudad siniestra y la concepción del personaje como alegoría social. En esta dirección, Wolkowicz precisa que “A partir de una serie de operaciones (una construcción tipológica de los personajes y una relación intertextual con otras figuras tanto de la esfera de la literatura como del ámbito público), las películas dotan a sus personajes de una fuerte carga simbólica que permite establecer claras analogías entre los textos fílmicos y la serie política y social” (243).

En el cuarto capítulo, “Itinerarios”, Wolkowicz completa el estudio del cine under a través de una indagación de la exhibición de sus películas. Se trató, en todos los casos, de una exhibición fragmentaria y discontinua. La autora propone una periodización atenta a las incidencias de la historia política sobre la producción audiovisual. Así, Wolkowicz estudia una primera etapa (1970-1973) caracterizada por la realización de las películas en un marco de censura y control estatal; una segunda etapa (1973-1974) centrada en la primavera democrática y la aparición de políticas de liberación en el campo cinematográfico; una tercera etapa (1974-1978) definida por las políticas represivas que fuerzan a muchos de los integrantes del cine subterráneo al exilio; una cuarta etapa (2000-2014), posterior a un vacío de dos décadas, en la que se comienza un paulatino proceso de reivindicación del cine under, emprendido por diversos ciclos organizados en la Sala Lugones del Teatro San Martín y el Malba y por los principales festivales cinematográficos de Argentina.

En este sentido, el acercamiento propuesto por Wolkowicz supone un abordaje original no solo por su revelación de un corpus poco explorado, sino por la proposición de un estudio exhaustivo en el que el rigor de la historia del cine se encuentra con la productividad de conceptos procedentes de la estética. De este modo, el entramado gestado por la autora logra ser, al mismo tiempo, un logro historiográfico, al posicionar al cine under en un lugar relevante de la historia del cine argentino, y un modelo estético-analítico, al presentar una serie de categorías que permiten vislumbrar las características más notables del cine subterráneo. En la basculación entre los dilemas histórico-políticos, abordados con densidad semántica y precisión conceptual, y las querellas cinematográficas, indagadas con minuciosidad analítica y exactitud teórica, se instala un libro que será, a partir de ahora, una referencia ineludible para pensar el fenómeno del cine under y sus múltiples y presentes reverberaciones. 


La vía subterránea. Vanguardia y política en el cine under argentino

Paula Wolkowicz

Buenos Aires, Libraria

2023

348 páginas

La nostalgia en «El pozo y la pirámide» de Diego Bentivegna

Por: Leo Cherri

El pozo y la pirámide de Diego Bentivegna fue publicado en 2022 por Audisea. Leo Cherri recorre en el poemario el viaje nostálgico de un poeta que interviene archivos, escucha lenguas desconocidas y hace “hablar a los hechos que encadenan el pasado y el presente”.


Leo una nostalgia en El pozo y la pirámide. No sé si es algo propio del poema, o un tono que me invento cuando lo leo.

Quizás se debe a cierta impronta de texto sagrado o cosmogonía que le imprime su primera línea “Al principio…”, escribe Diego Bentivegna, “…el ojo de la cámara / intenta capturar el balanceo de las ramas”. O quizás es la suspensión de ese momento de registro, lo que conjura un aura de letargo –de la representación, de su deseo–, pues “El objetivo quiere grabar el bosque de caldenes”. Pero, inmediatamente la mirada se desplaza: del balanceo de las ramas, del bosque de caldenes y de la cámara ya no sabemos nada, quedan fuera de campo. Lo que resta es el calor, y una mirada que podría quemar el campo.

La nostalgia, decía Emile Ciorán, es la abolición del presente, incluso bajo la forma del lamento. La nostalgia cobra un carácter dinámico: se quiere forzar el pasado, actuar retroactivamente, protestar contra lo irreversible.

Imagen: Juan Doffo.  

Ese irreversible en El pozo y la pirámide es toda una forma-de-vida que la colonialidad y la modernización del mundo ha extinguido. Por más que existan comunidades de distintos pueblos, por más que muchos podamos reconocernos como marrones, quechuas o mapuches, por más que se insista en la preservación de lenguas, culturas, tradiciones y rituales, esa “escritura en la tierra”, ese nomadismo que se recuerda en el poemario ha sido llevado sino a su desaparición, a un estado de minoridad radical. No se trata de una idealización, sino una protesta contra el pasado, una acción reactiva.

La primera parte del libro es un recorrido que va desde las Sierras de Córdoba hacia la tumba de Mariano Rosas en Leuvocó, La Pampa. Resuenan en ese pasaje la escritura de Una excusión a los indios ranqueles, pero también la memoria que se manifiesta no como un fragmento de discurso, sino como una emanación de lo material: escritura, sí, pero también una caja o arcón con documentos, unas voces, unos paisajes.

En la segunda parte del poemario o gran poema, “Cartas a K y otros extractos”, Bentivegna lee y reescribe, encuentra lo poético al intervenir el archivo, escuchando-escribiendo el documento. Son, como explica el poemario al final, fragmentos de las cartas del jesuita italiano Nicolás Mascardi, quien en el siglo XVIII recorrió varios lugares de la Patagonia hasta fundar una misión a orillas del lago Nahuel Huapi, y mantuvo una correspondencia con el polígrafo Alemán Athanasius Kircher.

“En la zona tórrida…” dice Mascardi, y se percibe el contra-eco de Andrés Bello.  La suspensión temporal de El pozo y la pirámide es, también, una suspensión de la representación y una pregunta por la mirada del Otro: cada vez que leemos “ellos” se percibe la violencia de la mirada.

La máquina y el ojo. Es otro par que parece estar funcionando en el poema. La máquina es un dispositivo de captura –de retención de materias y cuerpos–, y el ojo no es una pasividad, sino un órgano de la acción: mirar es atravesar al mundo, recortarlo, enfocarlo, convertirlo en imagen, someterlo. Y una imagen podría quemar un campo, dice la primera página. Imagen que resuena en la tercera parte del libro, apoyada sobre los hechos que, en este caso, aluden a la muerte de Rafael Nahuel, joven mapuche asesinado en medio de un operativo de represión en Villa Mascardi. El fin se enlaza con el origen, el presente hace retumbar el pasado, y el bucle poético se transforma en una continuidad estremecedora que retumba en ese nombre, Mascardi.

Por ese campo arrasado camina Bentivegna. Registra imágenes y escenas –jaurías de perros aullando en una llanura infinita–, al tiempo que recorta archivos, escucha voces de Machis o Lonkos, chispas de vida que, en la caja de resonancia que es su escritura, parecen decir algo más.

El poema, la elegía de Bentivegna, se ubica en un exacto entre-lugar. Ni dispositivo de captura, lenguaje o cámara; ni ojo, palabra-acción, o voz; sino todo eso en un pozo –el mundo puesto en un agujero de sentido–bajo una pirámide –poema mudo o monolito, archi-signo o jeroglífico–, lo que equivale al montaje, a la serie, a la caja de resonancia.

Hay allí una imagen de la poesía y del poeta que trazan un camino alternativo al yolleo que desde hace unas décadas ha hegemonizado, para decirlo de alguna manera, la escena poética local.

En El pozo y la pirámide el poeta parece un arqueólogo, y su mirada penetra capaz de tierra y de polvo. Pero no es que el poema de Bentivegna se proponga mostrarnos cosas del pasado –ritos fúnebres, costumbre migrantes del nomadismo, ritos o sacrificios, profecías–, más bien quiere hacer hablar a los hechos que encadenan el pasado y el presente –hacer hablar a la roca, decía Lezama Lima– a través del poema. La figura del poeta parece superponerse con el deseo nómada de aquél que usa la casa como un animal, de aquél que vive en caza, a la caza de la lengua –como dice Bentivegna en un ensayo sobre “Caupolicán” de Rubén Darío–, migrando con su presa y con las estaciones; pero, también, el poeta se confunde con el explorador escriba, desplazándose entre territorios lejanos, tradiciones en tensión y lenguas desconocidas.

Imagen: Álbumes fotográficos de Antonio Pozzo y Encina, Moreno & Cía

El viaje nostálgico –el nostos podríamos decir–en El pozo y la pirámide no es un regreso sino una salida, o bien, un regreso hacia el afuera o hacia lo Otro. El poema no es más que el archivo o la piedra, también él en situación de caza: acechado o convertido en herramienta de caza, en instrumento musical, en un hecho difícil de asir, en una elegía que quiere retener el sonido de unos pasos de un muchacho que siempre están a punto de perderse.


El pozo y la pirámide

Diego Bentivegna

Buenos Aires, Audisea

2022

94 páginas


http://www.arsomnibus.com.ar/web/artista/juan-doffo

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Ante el arte contemporáneo: la práctica crítica de Florencia Garramuño. Sobre «La vida impropia» (2023)

Por: Sandra Contreras


El siguiente texto fue leído en la presentación de La vida impropia, de Florencia Garramuño, publicado en 2023 por Eduvim. En él, Sandra Contreras concibe al ensayo como la exploración de un archivo heterogéneo que interroga qué nos dicen las prácticas culturales y artísticas del presente. Aquí, detecta un giro afectivo que sienta nuevas posiciones en la voz de la crítica.


Leo el último libro de Florencia Garramuño, La vida impropia, y pienso en las formas en que viene siendo interrogada en las últimas décadas la idea de lo “contemporáneo”. Pienso, claro, en “¿Qué es lo contemporáneo?”, la pregunta que apuntaba Giorgio Agamben hacia principios de este siglo, y para la que ensayaba, como sabemos, en la estela intempestiva de Nietzsche, decisivas respuestas, que rápidamente convertimos en consignas cada vez que queremos dejar en claro que no sucumbimos al pegoteo de la mera actualidad: la que define, por ejemplo, la contemporaneidad como esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él precisamente a través de la distancia que abren el desfasaje y el anacronismo. Pienso, también, en la versión que le dimos por aquí y no hace mucho a la pregunta cuando, en el debate implícito entre la lectura en clave de posautonomía de Josefina Ludmer y los protocolos modernos de la crítica de Beatriz Sarlo, dirimíamos acaloradamente los presupuestos teóricos e históricos, es decir, las formas, con las que leer las literaturas del presente.

Dos modos, entonces, de la pregunta: ¿qué significa ser contemporáneo?, ¿cómo leer lo contemporáneo? Yo creo que La vida impropia introduce una tal vez mínima y casi imperceptible pero sin dudas decisiva, y clave, variación en la serie. Y es que, sin proponerse emprender estrictamente definiciones conceptuales ‒aunque su ambición teórica es evidente‒ y sin postular ni pronunciarse por consignas metodológicas  ‒aunque todo su libro es la puesta en práctica y la exhibición de un potente método de lectura‒, Florencia se pregunta, más precisamente, una y otra vez, qué nos dicen ciertas prácticas culturales y artísticas del presente, esto es, ¿qué dicen, qué nos dicen, para citarla, “del modo en que organizamos y comprendemos la experiencia en el mundo contemporáneo”? Esta nueva declinación de la pregunta por lo contemporáneo ‒no qué es ni cómo leerlo, sino qué (nos) dice‒ es a su vez el nuevo capítulo de una larga exploración sobre las intervenciones artísticas del presente que Florencia anticipó en La experiencia opaca, el libro de 2009 con el que empezaba a pensar la lenta transformación del estatuto de lo literario a partir de las prácticas de escritura de los años setenta y ochenta; pero que encaró, creo que ya más decididamente, desde Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, el libro de 2015 en el que postuló hipótesis fundamentales y ya clásicas sobre las formas en que obras latinoamericanas tan diversas como las de Mario Bellatin, Joao Gilberto Noll, Fernando Vallejo o Rosângela Rennó participan de esa intensa expansión hacia fuera de su campo específico que signa a la literatura y el arte contemporáneos.

Pero si digo que La vida impropia es un nuevo y apasionante capítulo en esta larga exploración es porque, además, veo aquí la construcción de una nueva posición en la voz de la crítica. Quiero decir, la veo ahora a Florencia entablar una suerte de vínculo con las prácticas artísticas que la interpelan, escribir como si se tratara ahora, sobre todo, de escuchar más que de comprender o interpretar sus palabras y sus tonos, como si fuera posible, o deseable, propiciar o exponerse a alguna forma de diálogo. Voy a servirme de dos imágenes del libro para circunscribir un poco mejor lo que estoy queriendo mostrar. En el primer capítulo, cuando lee Historia natural da Ditadura (2006), de Teixeira Coelho, y Delírio de Damasco (2012) de Verónica Stigger, Florencia describe la radicalidad de esas voces narrativas como efecto de una insistencia en “la posición de aquel que está presente ante acontecimientos cuyo sentido muchas veces se le escapa”. En el último, cuando interroga los rostros de los yanomamis que Claudia Andujar expuso en su serie fotográfica Marcados (2006) describe la impresionante capacidad de interpelación de esos retratos como efecto de la forma en que el fotomontaje hace aparecer a ese pueblo ya no “en tanto otro sino parcelado en singularidades expuestas al otro, cuya mirada, por otro lado, estos retratos parecen reclamar”. Entonces: estar presente ante acontecimientos cuyo sentido se escapa; exponerse o quedar expuesto al otro reclamando, al mismo tiempo, su mirada. Algo de esto creo reconocer en la actitud ‒la actitud en el sentido de inclinación y disposición más que de toma de posición‒ que adopta la voz crítica de Florencia cuando, tan atenta como hospitalaria, escribe como situándose ante, como exponiéndose a, lo que dicen o entredicen las obras, cuando practica la escritura como una forma de responder, en el sentido de atender, no de afirmar certezas, a la mirada que reclaman. Un método de lectura, entonces, el de La vida impropia, que se practica como un acto de atención y que es también una práctica de escucha, muy próxima diría, a esa disposición para la escucha de lo que se escribe “hoy” que hacía de Tamara Kamenszain, su gran amiga y maestra, la gran lectora del presente.  

Me importa mucho señalar de entrada la adopción de esta actitud, a la que quisiera describir también como un giro afectivo porque es este giro afectivo, esa disposición de la voz crítica a dejarse afectar, lo que emerge justamente cuando el objeto que interpela a la crítica es la vida. Una vida, como dice Florencia, en el sentido en que Deleuze subrayó esa indeterminación. Una noción de vida impropia, dice Florencia, que en el contexto de la deconstrucción de la subjetividad como uno de los grandes motivos del pensamiento contemporáneo (Florencia piensa leyendo a Roberto Espósito, a Jean-Luc Nancy) se vuelve una reflexión sobre lo común y la experiencia compartida; una noción de vida impersonal, anónima, que emerge en algunas obras contemporáneas no como expresión de subjetividades particulares, individuales o colectivas, sino como subjetivación de una energía o una “chispa” que trasciende a esos sujetos y a los cuerpos individuales. Es la “chispa” que, según la magnífica descripción que en el comienzo del libro Florencia hace de O peixe (2016), el film de Jonathas de Andrade, pasa entre los cuerpos de los pescadores de Alagoas y los cuerpos de los peces que ellos atrapan, la chispa que salta en ese abrazo ritual que es pesca y depredación, pero también confrontación de cuerpos con una vida que se intensifica allí mismo donde está a punto de expirar. No casualmente Florencia entra y nos hace entrar al archivo heterogéneo de prácticas artísticas que compone su libro, a través de esta impactante escena, artificial y real a la vez, ante la que se sitúa y a la que se expone menos con un conjunto de saberes que con un conglomerado hecho de imaginación y pensamiento, y también de sobresalto y emoción.

El archivo heterogéneo del libro ‒así concibe su corpus‒ se distribuye en dos grandes zonas. En la primera parte, se tratan las figuras de lo impersonal y anónimo que Florencia lee en textos escritos, sea en las voces narrativas que exponen a la novela a una radical mutación, como las de Sergio Chejfec, Teixeira Coelho, Verónica Stigger, o Diamela Eltit, o en las voces impropias que configuran los poemas de Edgardo Dobry, Carlito Azevedo, Marília Garcia o Carlos Cociña. En la segunda, las imágenes de coexistencia y colectividades que se abren paso en los acoplamientos de cuerpos, en la pulsión documental o en la exposición de rostros, según las componen y registran, en filmes y fotografías, las cámaras de Jonathas de Andrade, Patricio Guzmán, Kleber Mendonça Filho, Claudia Andujar, Gian Paolo Minelli.

Desde luego, Florencia sabe muy bien que todas estas nociones que va imbricando unas en otras ‒impropiedad, desapropiación, impersonalidad, anonimato‒ tienen una larga tradición en la literatura y el arte modernos y, claro, en el posestructuralismo. El desafío que asume su práctica teórica, entonces, consiste en deslindar, cada vez, con aguda precisión, los rasgos que singularizan la emergencia de esa vida impropia en sus contextos específicos, en los nuevos debates, en los modos de leer de hoy. Así, si en la idea de impersonalidad resuenan programas claves de la poesía del siglo XX, la voz lírica impropia que habla en Monodrama (2015) de Azevedo, Engano Geográfico (2012) de García, Cosas (2008) de Dobry o El margen de la propia vida (2013) de Cociña, se configura ahora más bien como un “punto móvil constantemente dislocado y desubicado”, en el que el lugar del sujeto se vacía para “hacerse hospitalario a una experiencia concebida más allá del prisma de la experiencia individual”. Y si el recurso al documento puede rastrearse hasta las vanguardias históricas, hoy, dice Florencia, una nueva pulsión documental hace de la condición fotográfica de los relatos de Modo linterna (2013) el expediente para abrirse a una experiencia compartida; o inviste, por ejemplo, a los dispositivos de desapropiación de Nostalgia de la luz (2010) de una ética de la solidaridad con la que diversos archivos históricos tocan ya no solo a quienes han sufrido la violencia del estado en carne propia. Del mismo modo, si la novela fue históricamente un género abierto e informe, el grado de expansión que en los últimos años ponen de manifiesto relatos como Delirio de Damasco de Stigger, Historia natural da ditadura de Coelho o Mano de obra (2022) de Eltit ya no puede ser contenido en esa plasticidad porque de lo que se trata ahora, dice Florencia, es de una exploración literaria como modo de pensar la vida en común y la experiencia singular que circula anónimamente. Finalmente, si la representación del pueblo está en el nudo de todos los realismos, y alimenta todos los nacionalismos y redentorismos, los ensayos fotográficos de Andujar sobre la nación yanomami o los de Minelli sobre los habitantes del barrio Piedrabuena, articulan un discurso que expone el ser-en-común de los pueblos no en calidad de existencia reunida sino en su singularidad plural, en su existencia dispersa. De modo tal que, una y otra vez, todo a lo largo del libro, situarse ante las figuras y los dispositivos de la vida impropia implica ahora, en la voz de la crítica, una reconfiguración de lo común, esto es, una vuelta sobre lo común que ya definía el mundo del arte contemporáneo en el libro anterior, pero desde otro lugar. Si en el libro del 2015 lo común refería a esa zona de inespecifidad entre lenguajes, formatos y materiales artísticos en que se moldean la literatura y el arte contemporáneos, ahora, más directamente en diálogo con las filosofías de la comunidad de Jean-Luc Nancy y Roberto Espósito, con las hipótesis de Georges Didi-Huberman sobre la exposición y figuración de los pueblos o las de Erik Bordeleau sobre el anonimato, La vida impropia ‒este libro‒ saca lo común de la pregunta por la forma para situarlo, en otra dirección, en la discusión por las formas de organizar la experiencia, en la política de la coexistencia, del estar-con.

Por esto son claves, creo, y certeramente luminosas, dos figuras que reaparecen una y otra vez en el libro: el umbral y el intervalo. El yo en la poesía de Dobry, como umbral de “un modo de reflexión sobre una experiencia que, siendo personal, puede ser vista como la experiencia de cualquiera”. El yo en la poesía de Cociña como umbral que, en sus dispositivos de desapropiación, “irrumpe como lugar de elaboración de la coexistencia y del contacto”. El intervalo del ser-con que configura la singularidad de la voz en la poesía de Garcia como “singularidad de una relación” hecha de diálogos e interferencias, como singularidad “de una respuesta al otro”. El intervalo “entre personas y cosas” que Stigger y Coelho eligen como la materia primera de su elaboración narrativa. O el intervalo de la coexistencia, el contacto a veces forzado entre cuerpos y materias, que exhiben los filmes de Guzmán y Mendonça Filho, y el intervalo de la colectividad que exponen las instalaciones fotográficas de Andujar y Minelli como exploración del espacio común de la comparecencia.

  

Como se ve, no se trata nada más de unos debates teóricos. Porque si bien lo impropio y lo impersonal cobran valor en el contexto de la preocupación (contemporánea) por lo que viene después del sujeto, y también, naturalmente, en un “paisaje social donde el desplazamiento y la contingencia de las relaciones personales se hace cada vez más evidente”, lo cierto es que, concebido y escrito el libro entre 2015 y 2021, y desde aquí, Argentina, Chile, Brasil, la vida impropia de la literatura y el arte contemporáneos ‒sea la desesperada vitalidad que parpadea en los filmes de Andrade o la potencia vitalista que Eltit visibiliza a través del anonimato‒ emergen, especialmente, como “un arma certera” contra las capturas y reapropiaciones identitarias del neoliberalismo, como una tímida pero potente luz “ante la avalancha de los nuevos fascismos que amenazan con destruir toda coexistencia”, como formas de resistencia nada desdeñables, anota Florencia, “en estos tiempos sombríos como los que nos tocan”. Neoliberalismo, nuevos fascismos, tiempos sombríos. Tal, podríamos decir, para volver a Agamben, la oscuridad del presente que directamente interpela, sin alcanzarla, a la crítica. Recordemos: “contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”. Creo, sin embargo, que la escritura de Florencia en este libro dirime el vínculo con su tiempo menos en el orden de la visión (todo en el ensayo de Agamben parece pasar por las acciones de mirar, observar, percibir) que en el ámbito de la práctica. (Por esto, y entre paréntesis, en el mismo sentido en que Florencia prefiere hablar de prácticas artísticas y culturales en lugar de “obras”, hablo de práctica para referirme a su escritura). En este sentido, en la ecología cultural y social contemporánea, pero también, y especialmente, ante las coyunturas político-económicas del presente de América Latina, el giro afectivo que en La vida impropia inclina la voz de la crítica a la exploración (a la exploración, más que a la investigación, hoy cada vez más cuantificada) implica a su vez una disposición a crear y a suscitar en la escritura el intervalo del ser-con y una invitación, a quienes lo leemos, a pensar e imaginar nuestra común coexistencia. En esta práctica de la convivencia reside, sin dudas, su más radical intervención en el presente.  


La vida impropia

Florencia Garramuño

Buenos Aires, Eduvim

2023

158 páginas

Oslo y el deseo: un realismo disfuncional

Por: Nahuel Paz

La segunda novela de Martín Caamaño ofrece una narrativa de la disfuncionalidad, de las aspiraciones y deseos que conducen inevitablemente a la frustración.


Oslo, de Martín Caamaño, es una novela que se posiciona en una zona que la literatura argentina suele tener definida hasta que se renueva la discusión: el tono realista que se filtra en las subjetividades de los personajes. Tenemos a Oso, que abre una cuenta en Facebook y busca a un viejo amor, Ana; también está Manuela, hija de Ana, ese viejo amor de Oso. Y alrededor de estos tres personajes se presenta un salto al vacío en búsquedas infructuosas que nacen cercenadas.

En este sentido, me permito pensar el realismo de la obra como una categoría que lleva al vacío. Leyendo con agudeza a Georg Lukács, Martin Kohan (2005) entiende al realismo en tanto “justeza promedial” que se resuelve en lo típico y cuyo horizonte siempre es social:

El realismo de Lukács no se sostiene entonces en una confianza llana en el poder de la palabra para designar la cosa, ni en el de la literatura para designar el mundo, sino en un sistema de representación convenientemente delimitado, que excede en todo sentido la eficacia lineal de la sola referencialidad. (Martín Kohan, 2005: 7)

La novela de Caamaño podría funcionar dentro de estos parámetros, como define Kohan los de la Literatura Argentina contemporánea:

Sus personajes son prototípicos, socialmente reconocibles; las referencias (…) no quieren ser sino signos de una indicación social genérica; se elige la tipicidad y no la sobresaliencia (una esquina cualquiera…) El mundo captado se articula como conjunto en un proceso social integral (…). (Martín Kohan: 2005: 13)

En las subjetividades de los personajes encontramos un realismo que se mete en las decisiones que toman, decisiones que parecen impulsivas y luego calculadas, o fruto de un cálculo lateral que no tiene la lógica que deberíamos esperar. Por caso, Oso con su cuenta de Facebook, red social con la que se entusiasma para luego dar paso a cierta abulia. O Ana, que todos los jueves cena en el mismo club, en una rutina que la muestra, justamente, como alguien rutinario, una imagen que sin embargo será deslavada capítulo a capítulo.

Y detrás de todo este juego hay un narrador que va dejando esquirlas de historias con un desapego casi objetivo, para que las/os lectores reconstruyan una cadena de momentos que en su ilación se vuelven desesperantes. Este narrador es clave para intervenir en los sentidos de las representaciones como sistema.

Fabián Casas dice que Caamaño “diseca las pasiones como si fueran un mapa mental”. Yo prefiero dejarle la operatoria a su narrador, que se instala sobre la dispersión, que expone vericuetos al tiempo que los esconde. Es él quien abre, sin denunciar, las mascaradas de los personajes, para concentrarse en las disfuncionalidades familiares que hacen de Oslo una proyección de lo deseado e imposible, de los equívocos repetidos, de las marcas y genealogías. Como si los personajes se difuminaran un poco (aunque no sea solo ni exactamente eso) mientras avanzan.

En Olso las familias no se descomponen, se disgregan por una fuerza que simula la pereza. Las familias de estos personajes se comportan como si no quisieran estar en los lugares que habitan o que se les imponen, como si la suerte se hubiera escindido en alguna parte y Oslo pasara a ser en un lugar deseado otro.

Fotograma de «Vértigo» de Alfred Hitchcock

Sara Ahmed, en La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría (2016), reflexiona sobre la familia como un lugar que presiona en función de una felicidad incuestionable, la familia erigida como garante de una felicidad que es “medible”. De tal modo, si alguien tiene una familia (si forma una familia) debe ser feliz. Se puede asumir que este trabajo de Martin Caamaño ocupa las concepciones que plantea Ahmed: en su novela las familias presionan y obligan a puntos de fuga, como si se vislumbrara esa felicidad que tener una familia debería garantizar, para luego verla escapar por otros sitios.

En el centro de la historia habita una confusión que da comienzo a la disfuncionalidad, en el sentido que le otorgamos cuando algo se desarregla estructuralmente. Por ejemplo, Oso puede ser un escamoteo de Oslo, capital de Noruega y paraíso abstracto de la aspiración desarrollada en general y de Manuela, personaje principal de la obra, en particular.

Las nociones de paraíso y de aspiración se van expandiendo, porque los personajes están todo el tiempo aspirando a otra cosa, a algo que no ocurre, que no se da, que no se puede. La felicidad está en otra parte, en Oslo, Brasil o Mar Del Plata, pero nunca ahí, en el presente y en el lugar que cada uno ocupa. En ese centro aspiracional ocurre el desarreglo, en ese centro disfuncional está Manuela, que es quien quiere y desea irse a Oslo. No sabe bien por qué, pero ella desea estar ahí, mientras en su realidad debe cuidar a su “padre”:

Llega al living y encuentra a su padre en la silla: un bulto que alguien se dejó olvidado. Siempre le pareció un extraño su padre” y en esas relaciones surge el rencor, “El accidente en vez de sembrar la ternura y la compasión aumentó la distancia” (con Manuela). Con las gemelas no. Las gemelas lo quieren. Le festejan todo, hasta cuando las reta. Lo quieren tanto que se fueron a estudiar a capital. (Oslo: 17)

En Oslo los personajes tienen la torpeza de no saber cómo estructurar la disfuncionalidad o de hacer como que no saben. Por ejemplo, cuando Oso entra en la habitación del hijo de su mujer:

Empieza a hablar de forma torpe (…) repitiendo una y otra vez, como una verdad irrefutable, eso de que primero tiene que hacer el duelo, hacer de tripas corazón y hacer el duelo. Cada vez que termina la frase, emberenjenado, le pregunta al hijo de su mujer si entiende (…) Empieza a contarle la historia. Y mientras la cuenta, mientras se escucha a sí mismo contar, le parece que todo lo que relata forma parte de otra vida, una vida ajena, que ya no le pertenece, que ni siquiera está muy seguro de haber vivido. (Oslo: 21)

La historia que cuenta atropelladamente ya no es la suya, sino algo que se escapa. Y así se hace palpable en Manuela que, a su vez, desea a un hombre e irse a vivir a Oslo, pero termina con otro hombre y en Brasil. Este juego se ve en la propia Manuela que intenta discernir la precariedad de su situación en Brasil, entonces comienza a escribir sobre Laura Alvim, una filántropa brasileña que donó su casa para hacer un centro cultural. Le encuentra un parecido con Hedy Lamarr, inventora austríaca que fue también actriz y diva del Hollywood en la década de 1930. Manuela piensa en transfiguraciones y artificialidades:

Pero toda esa desesperación que en el retrato de la diva de Hollywood (Hedy Lamarr) aparece impostada, en el de Laura se transfigura en un desenfado totalmente natural (…) Es como si una fotografía fuese el reverso de la otra. La naturalidad de Laura Alvim contrasta con la evidente artificialidad de Hedy Lamarr, marcando una diferenciación posible entre la representación y la vida. (Oslo: 100)

Montaje: Laura Alvim/Hedy Lamarr

De todo este conjunto surge el planteo sobre realismo y vacuidad mencionado al principio de la reseña: en estas representaciones llevadas hasta el vacío la novela nos presenta una forma de leer momentos, historias y una disconformidad que acumula desasosiegos. Por eso Oslo, Oso, Manuela, Ana, se siguen desarreglando a lo largo de la narración. En Oslo todo será desarreglado hasta que no queden ni vacíos, ni representaciones, ni aire para respirar. 

Martín Caamaño. Foto de Manuel Iniesta 

Oslo

Martín Caamaño

Mansalva

2021

127 páginas


Kohan, Martín (2005). “Significación actual del realismo críptico”. Boletín/12 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, diciembre.

Sobre «Memorias de Brasil y Cuba. Gestos decoloniales, prácticas feministas» de María Elena Lucero

Por: Mario Cámara

Mario Cámara lee cómo, desde una perspectiva decolonial y los estudios de género, María Elena Lucero propone un recorrido ambicioso por obras artísticas brasileñas y cubanas que quiebra los lenguajes canónicos y cose «hiatos de resistencia». Allí donde formas, prácticas y sobrevivencias no pudieron ser ni eliminadas ni reabsorbidas por los procesos de colonización.


Memorias de Brasil y Cuba. Gestos decoloniales, prácticas feministas (2019), de María Elena Lucero aborda un conjunto amplio de producciones visuales provenientes, como el título del libro lo indica, de Brasil y Cuba. Así desfilan producciones de Hélio Oiticica, Artur Barrio y films de Glauber Rocha, Joaquim Pedro de Andrade y Nelson Pereira dos Santos por el lado brasileño; mientras por el lado cubano Lucero aborda obras de Ana Mendieta, Marta María Pérez Bravo, Belkis Ayón Manso, Tania Bruguera y hasta el ensayo de Roberto Fernández Retamar dedicado a Calibán. Analizadas con rigurosidad y de un modo creativo, Lucero distribuye una perspectiva decolonial para la primera parte, dedicada a la producción brasileña y un abordaje que hace uso de los estudios de género, sin dejar de lado la clave decolonial, para la producción cubana. El libro propone un recorrido ambicioso que transita desde los años sesenta del siglo pasado hasta nuestro presente, y exhibe un amplio conocimiento de la bibliografía crítica de las y los autores estudiados y de las perspectivas críticas puestas en juego.

En la primera parte, Lucero sigue la trayectoria de Hélio Oiticica, deteniéndose en algunas de sus obras más emblemáticas: sus Parangolés, Tropicalia, su proyecto Cosmococa ideado en su larga estadía en NY, y sus Penetraveis Magic Square planificados a partir de su retorno a Brasil en 1978. Su análisis focaliza con agudeza las articulaciones entre creación artística y participación del espectador, vertebradoras del campo artístico brasileño durante los años sesenta y destaca que en ese contexto Oiticica trabajó con materiales no convencionales, podríamos decir también materiales pobres, tales como arena, telas, trapos, piedras. Con ellos procuró inducir ejercicios de liberación que condujeran al surgimiento de una nueva corporalidad. Asiduo visitante de las favelas, principalmente de Mangueira, Lucero lee en ese gesto, que lleva a Oiticica del acomodado Jardín Botánico al empobrecido pero vibrante morro, una suerte de desprendimiento respecto de la cultura eurocentrada y un paso más allá de un modernismo pulcro, de fuerte tradición en Brasil. Las telas rugosas, ásperas, con objetos cosidos y colgando, los materiales pobres, configuran, nos propone la autora, una opción estética decolonial que quiebra los lenguajes canónicos.

El recorrido de la sección dedicada a Brasil continúa con la figura de Artur Barrio, artista nacido en Portugal pero que desarrolla toda su carrera artística en Brasil. Contemporáneo de Oiticica, las producciones de Barrio más que a la participación del espectador buscan producir un choque a través del uso de materiales abyectos. Lucero analiza, por ejemplo, Trouxas ensanguentadas, bolsas o paquetes hechos con telas blancas y rellenos de vísceras, huesos, sangre y diversos flujos orgánicos, una obra que Barrio realiza en Río de Janeiro y Belo Horizonte en 1969 y 1970. Las Trouxas, además del uso, al igual que Oiticica, de materiales pobres, son leídas como experiencias que figuran la violencia de la dictadura militar brasileña de aquellos años. El estudio de Barrio, un artista muy poco difundido en Argentina, abarca también Situação T/T, 1 (3era parte) (1970), Áreas sangrentas (1975), Livro de carne (1978). Sobre este último, literalmente un libro hecho de carne cruda, Lucero no dirá: “La operación de Barrio es política. Las hojas de carne en fases de alteración progresiva constituyen una materia natural corrupta/corrompida que se vuelve inerte, muerta. Sustancia dañada, invadida por gérmenes o micro-organismos patógenos. La descomposición/corrupción de la carne emula la desintegración de la masa, el cuerpo colectivo afectado y atacado” (99).

Como anticipé, Lucero incluye en su estudio el cine de Glauber Rocha, líder del movimiento cinema novo y de acuerdo al crítico de cine Ismail Xavier, productor de potentes alegorías de un Brasil violento y colonial. Deus e o diabo na terra do sol (1964), que marca el inicio del cinema novo funciona como una alegoría de las potencias revolucionarias que anidan en figuras míticas del sertão brasileño. Apostando por una “estética del hambre”, en sintonía con un país, Brasil, y una región, el tercer mundo, Rocha, advierte Lucero apuesta por un cine precario, crítico de las condiciones coloniales que todavía imperaban en Brasil, y violento en su poética. En su abordaje, Lucero vincula las reflexiones de Walter Mignolo con la originalidad de cine de Rocha y del cinema novo en general y sostiene que se puede observar en esta producción una “diferencia colonial” “que genera la visualidad perecedera del sertão y la figura del revolucionario mesiánico que lleva adelante su utopía libertaria” (122). El derrotero cinematográfico se concentra en otros dos films antes de culminar, Macunaíma (1969), el film de Joaquim Pedro de Andrade basado en la novela clásica de Mario de Andrade publicada en 1928 y Como era gostoso meu francés (1971) de Nelson Pereira dos Santos.

Como una suerte de zona de transición entre la primera parte volcada al estudio de producciones brasileñas y la segunda centrada en producciones cubanas, Lucero toma en consideración el pensamiento de Roberto Fernández Retamar, un escritor clave para pensar en los procesos de descolonización, especialmente a partir de sus ideas sobre Caliban y las repercusiones que tales reflexiones tuvieron sobre el pensamiento latinoamericano. El capítulo realiza un recorrido original que muestra los aciertos y límites de la lectura de Retamar, desde las objeciones de Gayatri Spivak hasta la complejización de Boaventura de Santos. Pero probablemente lo más destacable sea el cierre del capítulo, cuando Lucero aborda el film Prospero’s Books, basado en La Tempestad de Shakespeare y recupera la figura de la bruja Sycorax, quien dio a luz a Caliban. Tomando en consideración la reflexión de Silvia Federici, Lucero apuntará que Caliban es el rebelde anticolonial, símbolo del proletariado e instrumento de resistencia a la lógica del capitalismo mientras que la bruja encarna al sujeto femenino que el capitalismo no pudo destruir. Con esta suerte de remontaje, Lucero articula una reflexión decolonial y una reflexión feminista, fundada en la rebeldía de Caliban y la resistencia de Sycorax.

La segunda y última parte del libro, que Lucero define como “agencia feminista”, comienza con el análisis de algunas obras performáticas de la artista Ana Mendieta (1948-1985), probablemente una de las artistas más significativas de la cultura latinoamericana del siglo XX. Emigrada a Estados Unidos a través de la Operación Peter Pan, Lucero plantea aquí, tomando en consideración las reflexiones de Coco Fusco, ciertas diferencias entre la práctica de la performance tal como se desarrolló en Europa y Estados Unidos y la performance latinoamericana, que toma en consideración tanto raíces precolombinas, coloniales y católicas como cuestiones tales como la explotación laboral, el racismo, la censura y la violencia de género. En este sentido, Lucero presenta y analiza la perturbadora Rape Scene (1973), en la que Mendieta, basada en la violación de una estudiante universitaria, se presentaba con sus ropas caídas, prácticamente desnuda y de espaldas al público, con el torso apoyado sobre una mesa y un hilo de sangre escurriéndose entre sus piernas. Un año antes, Mendieta produjo el corto Moffitt Building Piece, que documentaba la reacción de transeúntes al pasar por una vivienda desde cuyo interior emana un líquido color rojo simulando sangre. La apelación a la sangre no se detiene, en Sweating Blood (1973) Mendieta muestra su rostro cubierto de sangre, mientras que en She got love (1974) utiliza el color rojo para escribir en un muro blanco la historia de una mujer que pretendía alcanzar el amor. El conjunto de producciones, sostiene Lucero, procura una reflexión frente a las reacciones de un posible episodio de violencia doméstica contra las mujeres y en este sentido, teniendo en cuenta la fecha de realización, afirma Lucero, funciona como una producción que anticipa los debates en torno a la violencia de género.

El recorrido continúa con la obra de Marta María Pérez Bravo (1959), artista y fotógrafa, cuyo trabajo toma como foco visual su propio cuerpo para reactivar historias y leyendas de la tradición afrocubana. Se trata de un cuerpo, como se puede observar en diferentes obras, en Protección (1990) o en Caballo (2000), moldeado y metamórfico, que busca visibilizar la herencia femenina de la negritud mediante el uso de símbolos y datos visuales que incluye en sus imágenes. Con algunas zonas de contacto con Pérez Bravo, la producción de Belkis Ayón Manso (1967-1999), grabados monocromos y a color, exhibe elementos ligados a religiosidad de herencia africana. Lucero lee allí formas y sobrevivencias de prácticas que no pudieron ser ni eliminadas ni reabsorbidas por los procesos de colonización. Destaca, por ejemplo, la presencia de Sikán, princesa sacrificada en una leyenda de procedencia nigeriana, cuya piel fuera transformada en tambor, en numerosas superficies estampadas de las cuales destaca y analiza Akanabionké, Akuaramina, Sikaneta-Sikán (1987). Lucero anuda aquí inteligentemente una perspectiva de género en la presencia insistente de Sikán y una reflexión sobre la negritud y sus estigmas.

El libro culmina con el análisis de la obra de Tania Bruguera (1968), de la que resalta, en primer lugar, algunas intervenciones que ponen en escena cuestiones relativas al género y la migración, desde la reelaboración de Body Tracks de Ana Mendieta, que Bruguera muestra entre 1986 y 1996 con el nombre de Homenaje a Ana Mendieta hasta El peso de la culpa (1997), en la que la acción de tragar pequeñas bolitas de tierra constituye una reflexión sobre el suicidio y la resistencia tanto de los esclavos traídos desde el África como de los potenciales migrantes que deben abandonar sus países natales perseguidos o por efecto de la violencia estatal. El arte de Bruguera, que Lucero encuadra como useful art (arte útil), se ha ido desplegando en acciones públicas, la Cátedra del Arte de Conducta (2003-2009), el Manifiesto Migrante (2011), o la organización de un foro abierto sobre migración que formó parte del movimiento Occupy Boston (2011), acciones todas que también son analizadas por Lucero.

En conclusión, nos deparamos con un libro potente y fascinante, que pone en relación una serie de producciones artísticas latinoamericanas pensadas como «hiatos de resistencia», y que releídas desde una perspectiva decolonial y de género obtienen una nueva vitalidad, como de algún modo sugiere el texto introductorio de Andrea Giunta. A través de experiencias que han comprometido al cuerpo, desde los Parangolés de Oiticica hasta las acciones de Bruguera, Lucero nos permite escuchar allí la emergencia de nuevos vocabularios y plataformas culturales volcadas no solo a releer el pasado, doloroso, colonial, patriarcal, no solo a incidir sobre su presente tramado por la violencia y el estigma, sino, en muchos casos, a imaginar otros futuros posibles.

Memorias de Brasil y Cuba. Gestos decoloniales, prácticas feministas

María Elena Lucero

HAY ediciones, Rosario

2019

274 páginas

Ley y desobediencia en la poesía de Elena Anníbali

Por: Carlos Romero

En este trabajo, realizado como parte del seminario “Legalidades en disputa: el género en derecho y en literatura”, dictado por Daniela Dorfman en la Maestría de Literaturas de América Latina, Carlos Romero analiza poemas de la escritora cordobesa Elena Anníbali desde categorías propuestas por Judith Butler y Sara Ahmed.


Tres poemas

Elena Anníbali nació en 1978 en Oncativo, provincia de Córdoba, donde estudió letras y trabaja como docente de nivel medio. Anníbali es poeta y tiene siete libros publicados. El segundo de ellos, tabaco mariposa (Caballo Negro, 2009), reúne varios poemas con un grupo recurrente de situaciones: las mujeres, sus roles y vínculos en una sociedad patriarcal, la violencia de la que son objeto, la ruptura de los estereotipos y mandatos, los mecanismos de defensa y enfrentamiento, y la posibilidad desafiante de la alegría en medio de lo siniestro.

Aunque estas referencias no agotan los temas que atraviesan tabaco mariposa, sí tienen una presencia clara en la escritura de Anníbali y conforman un rasgo de la identidad del yo poético, que en ciertos casos se pone en juego de forma explícita, construyendo un eje particular respecto del conjunto de los textos.

Mientras el registro general del libro, como ocurre en gran parte de la obra de Anníbali, transita por escenarios y episodios asimilables a los ritmos de un pueblo –donde sin embargo la tragedia es una posibilidad frecuente–, los poemas a los que nos referimos se distinguen porque tensionan esos acuerdos de tono. En ellos la escritura se vuelve más cruda, se ocupa del sometimiento y del dolor, los explora y describe.

Al mismo tiempo, opera un desplazamiento de tipo espacial, en un movimiento que va de la supuesta transparencia de la vida pueblerina, sus tópicos y los planos abiertos de ese estereotipo geográfico, a la intimidad, lo velado, la opresión y el encierro, en una transición que lleva del pago chico al infierno grande.

En esa línea están los poemas “la niña de aprender”, “en el pavimento” y “obediencia”, que se agregan al final de este texto y sobre los que nos proponemos habilitar un intercambio con ciertas reflexiones tomadas centralmente de Jacques Derrida, Judith Butler y Sarah Ahmed acerca de la ley, la identidad, lo prohibido, la culpa y la desobediencia.

Obediencia desbordada

En “la niña de aprender”, “en el pavimento” y “obediencia”, Anníbali está en pleno uso de las posibilidades que Derrida le atribuyó a “esa extraña institución llamada literatura”, en tanto que, como sostuvo en 1989 durante una entrevista con Derek Attridge, “le permite a uno decirlo todo, según todas las figuras”, incluida la capacidad de “franquear prohibiciones”.

Podemos pensar lo que sucede en cada poema –y ese es un aspecto central en la escritura de Anníbali: pasan cosas, se despliegan acciones, se recuerdan otras y se asiste a sus consecuencias– como distintas formas de cruzar los límites de género que la sociedad establece para las mujeres y el conjunto de las identidades feminizadas, en una maniobra que implica un forzamiento de lo establecido por la institucionalidad del patriarcado, una apuesta cuyo resultado nunca es pleno ni permanente y por la que siempre se paga un costo.

En “obediencia”, siguiendo los términos de Derrida, la institución que se ve “desbordada” es la del amor románico, en este caso, por la vía del absurdo; un absurdo macabro, si se quiere, resultado de una interpretación literal de la retórica amorosa, que acaba por ser subvertida y vuelta en contra de quien la emplea:

besame el corazón, pidió
entonces tomé un cuchillo
lo abrí desde la garganta
hasta el estómago
y rompiendo de a una sus costillas
hurgué y hurgué con los dedos
su tórax, hasta encontrarlo

En primer lugar, hay un amante que de forma imperativa dice: “besame el corazón”, y luego hay alguien que acata –“entonces”–, que en apariencia se dispone a complacer el pedido, pero que a la vez lo desobedece por completo, porque se desentiende de la clave romántica de esas palabras. Decide no entenderlas, les quita el sentido que se supone compartido y las resignifica, pasando de lo figurado a lo literal, de lo cursi a lo siniestro. Al mismo tiempo, y a pesar de la resolución fatal de la escena, el gesto inicial tiene mucho de lúdico, de juego infantil: hacer como que no se entiende algo y disfrutar de esa incomprensión.

Resulta aquí oportuna la mirada de Ahmed en La promesa de la felicidad: Una crítica cultural al imperativo de la alegría cuando se refiere a la “conciencia feminista”, a la que ve no solo como el entendimiento de las limitaciones que se le imponen al género, “sino como una conciencia de la violencia y el poder que subyacen a los lenguajes del amor y el comportamiento civilizado”.

A eso que “subyace”, el poema de Anníbali le da entidad en el plano de las acciones –por eso la descripción precisa y hasta procedimental de la secuencia– pero también en el del lenguaje, en una operación por la cual la literalidad de las propias palabras de quien ordena es usada para revelar lo que ellas mismas ocultan en lo que tienen de retórica de amor romántico.

No por nada, Ahmed sostiene que “existe un poderoso vínculo entre la imaginación y los problemas, lo que nos demuestra hasta qué punto, para las mujeres, el deber de felicidad está ligado a la limitación de sus horizontes”. Como si se tratara de la expresión de un ingenio vindicatorio, “obediencia” parece decir: “¿Tu pedido es que te bese el corazón? Bueno, para eso voy a tener que abrirte el pecho con un cuchillo”.

En su descripción de la figura de la “feminista aguafiestas”, Ahmed también se refiere a “los guiones de género”, a los que define como un conjunto de “instrucciones acerca de aquello que mujeres y hombres deben hacer para ser felices”. En ellos, a las mujeres les toca “contener a la felicidad dentro de la casa” y “aprender a hacer felices a los hombres”. En “obediencia” surge una forma ingeniosa, a la par que cruda, de burlar ese manual de indicaciones para la felicidad reglamentada.

Al producirse una desconexión –en los términos de Umberto Eco podría hablarse de una decodificación aberrante– respecto del lenguaje afectado del amor romántico, se pierde el sentido preestablecido de la figura “besame el corazón”, que queda disponible para ser resemantizada. Por eso, con este artilugio, el yo poético logra cumplir la orden a rajatabla y hacer exactamente lo contrario:

acerqué los labios para dar el beso más dulce de mi vida
luego cerré sus ojos
y le dije al oído
que siempre haría lo que él quisiera

Otra lectura productiva puede surgir de lo que Josefina Ludmer llamó “las tretas del débil”, en referencia a las estrategias seguidas por quienes se encuentran “en una posición de subordinación y marginalidad”. Tretas que en este caso, como se dijo, actúan por la vía del absurdo y la subversión: contra toda convención, quien recibe el pedido no lo entiende como debe ser entendido y es esa supuesta ignorancia la que le permite malinterpretarlo y volverlo contra el emisor de la orden.

Justamente, para Ludmer las tretas del débil combinan, “como todas las tácticas de resistencia, sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro, con antagonismo y enfrentamiento, retiro de colaboración”. Por eso lo primero es el pedido, la orden romántica, porque es condición necesaria para la resistencia. “Desde el lugar asignado y aceptado –precisa Ludmer–, se cambia no sólo el sentido de ese lugar sino el sentido mismo de lo que se instaura en él”. El personaje de “obediencia” acepta la orden pero decide no entenderla y por eso puede revelarse.

El poema “en el pavimento”, que tiene ciertos rasgos de fábula, por la animalización de los personajes y la resolución aleccionadora, logra mostrar una secuencia completa de sometimiento, desobediencia y castigo. Lo que está en juego es la pena a pagar, tanto si se siguen los mandatos de género como ante la ruptura de ese orden, resultado de una “culpa” que es predeterminada y atribuida por otros, quienes también disponen y ejecutan la sentencia.

El yo poético describe a unas “perras” que lo aceptan todo con una sumisión que incluso trasciende a la vida: una vez muertas, siguen colaborando con los verdugos, amoldando sus cuerpos a las bolsas de nylon en que las introducen:

las perras son dóciles al entrar
en las bolsas de nylon
obedecen y se pliegan al tamaño
enarcan los huesos
se acomodan a la muerte
al silencio

Pero también aporta su propio testimonio de insubordinación y, al tiempo que se asume como una de esas “perras”, se distingue de ellas:

conozco esa mansedumbre de haberla ejercido
basta tocar la marca roja en el cuello
para evocar soga y dueño
pero yo mordí la mano

Inscribiéndose en la tradición de quien sí puede dar testimonio justamente porque existen quienes no pueden hacerlo (Giorgio Agamben), la narradora de Anníbali cuenta lo que ocurre con las “perras” y las bolsas de nylon porque ya no es una ellas, porque sigue con vida.

En su caso, la supervivencia es resultado del rechazo a esas faltas y sanciones atribuidas, de haberse opuesto –“pero yo mordí la mano”– y llevar desde ese momento los estigmas del alzamiento, donde ya no hay “tretas”, sino rebelión y exilio.

En “la niña de aprender” la desobediencia adquiere otra forma, se expresa mediante la posibilidad del disfrute de la vida en medio de una experiencia tortuosa: el abuso sexual, naturalizado y elevado al rango de institución socialmente establecida para el uso y el aprendizaje de los hombres, en una práctica que pasa de generación en generación, transmitida de madre a hija.

así te llamaban, deolinda,
los que iban a coger con tus trece años
con la piel intacta de noche y tierra
con tus zapatillas de ir a la escuela

En la situación descripta, que muestra en una misma serie los elementos del abuso y de la niñez, el poema despliega a la vez un tercer espacio, uno donde salirse, donde romper la continuidad de la secuencia; un espacio en el que existe la posibilidad de que dos chicas compartan alegrías en su intimidad y con sus propias vivencias, por fuera de los mandatos del sometimiento.

Se trata de un disfrute de la vida que, por no estar contemplado en el relato del abuso, se vuelve desafiante y afirmativo:

el jugo caía, dulce y fresco,
sobre las rodillas de vos
de mí
y nos reíamos al abrirnos
las blusas
y mostrarle los pechos nacientes
al sol

La capacidad de “decirlo todo” que Derrida le atribuye a la literatura funciona en estos poemas de Anníbali no solo en el plano de una tematización posible como la que acabamos de intentar, sino que genera un efecto de corrimiento de fronteras, al habilitar discursos que dicen aquello que no está contemplado por la institucionalidad –incluida la que se ejerce por fuera de la legalidad misma–, ensayando distintas formas de hacer frente al sometimiento y la violencia: usar las órdenes del amor romántico en su contra, morder la mano del verdugo o permitirse momentos para ser feliz a pesar de.

Otras formas de darse vuelta

En su análisis sobre la doctrina de la interpelación de Louis Althusser –Mecanismos psíquicos del poder: Teorías sobre la sujeción–, Butler señala que ese llamado de la ley ante el cual el sujeto responde –“se da la vuelta”– para asumirse como tal, a la vez implica aceptar una culpa como condición misma de su emergencia. “¿Hasta qué punto –se pregunta Butler– el acto reflejo de la conciencia paraliza el cuestionamiento crítico de la ley y representa la relación acrítica del sujeto con la ley como condición de la subjetivación?”.

Este dilema puede ser otra perspectiva desde la cual abordar los poemas de Anníbali, porque en ellos se pone en tensión la relación de las mujeres con el llamado de la ley, en este caso, la ley del patriarcado, que interpela y atribuye culpas y castigos como condición para otorgar una identidad.

Desde este encuadre, cada texto pondrá en práctica diferentes maneras de responder y también de oponerse a esa apelación. Retomando la pregunta de Butler, los poemas pueden entenderse como formas de presentar resistencias al llamado de la ley y, por ende, a la asunción de la culpa atribuida, sin olvidar los límites de esa maniobra y el costo a pagar por llevarla adelante.

Como se mencionó antes, el poema “en el pavimento” contrapone dos actitudes frente al patriarcado. Por un lado, está la sumisión de aquellas “perras en celo” que son asesinadas cuando “algunos/ las agarran del cuello y las hacen morir”, porque “no soportan la libido gloriosa/ que alborota a los machos”.

Estas “perras” –humanizadas por medio de la prosopopeya– son acusadas de perturbar el orden, de alborotar la masculinidad, con “los mechones de pelo en las puertas de alambre/ el olor rijoso del orín/ en los carteles de las tiendas”. Se las presenta entonces como culpables por instinto, responsables de una falta que las precede a la vez que escapa a su voluntad.

Para Butler, “de hecho, la ley es infringida antes de que exista cualquier posibilidad de acceso a ella, por lo cual la ‘culpa’ es anterior al conocimiento de la ley y, en ese sentido, siempre extrañamente inocente”. Por eso, los verdugos de “en el pavimento” parecen no tener deber alguno de responder por sus actos. Y de sus víctimas solo queda sangre seca en el asfalto, mientras siguen asumiendo la pena una vez asesinadas: “obedecen y se pliegan al tamaño/ enarcan los huesos/ se acomodan a la muerte”.

Frente a la docilidad o la impotencia de quienes aceptan una culpa que las precede, el yo poético es una “perra” emancipada, que alguna vez también fue dócil pero ya no:

pero yo mordí la mano
y ahora tengo esta libertad
grande
en que me asfixio

Mientras las “perras” que toman la culpa toman también el castigo, quien rompe ese ciclo y se alza contra el “dueño” cambia la culpa por una “marca roja en el cuello” –recuerdo de su docilidad pasada– y una libertad paradójica, grande y asfixiante a la vez; una forma de dar cuenta del costo a pagar por la desobediencia: la expulsión, el exilio y la soledad, que encuentran su expresión en una inmensidad que oprime.

Cuando Butler imagina cómo sería una “media vuelta” ante el llamado de la ley que le plantara resistencia, piensa que el precio que conlleva es “una disposición a no ser”, a la que también llama “desubjetivación crítica”. El poema de Anníbali parece sopesar esos costos, sin negar ninguno: lo que se obtiene por la decisión vital de morder la mano de la ley es el estigma y una libertad que puede ser agobiante, pero el precio de la sumisión también es constante y por eso se prolonga aún luego de la muerte.

El yo poético dialoga aquí con la feminista killjoy de Ahmed, para quien “la historia del feminismo se convierte así en la historia de esas mujeres que causaron problemas rehusándose a seguir los bienes de otras personas o hacer felices a los demás”, y que por eso cargan un peso.

Si volvemos al poema “obediencia”, la forma de sortear el llamado de la ley está en plano del lenguaje, en el sentido de las palabras, rompiendo todo contrato de amor romántico. Es decir, si bien hay una respuesta ante la interpelación –de hecho, responder es centralmente lo que ocurre en el texto–, la orden fue previamente subvertida en su sentido, como resultado de la interpretación literal de una figura retórica propia del romanticismo cursi. Como si ya estuviese alertado por sus experiencias, el yo poético está preparado, tiene una estrategia para hacer frente al llamado de la ley.

La “media vuelta” de Althusser se cumple entonces como farsa, pero los recursos de la literatura –la posibilidad de “decirlo todo” de Derrida– permiten que ese desenlace no se agote en lo binario: las dos cosas suceden al mismo tiempo, con una ley que ordena y que es obedecida y también desobedecida. Al igual que en el caso de “en el pavimento”, aquí la poesía de Anníbali nos recuerda que el forzamiento no es una cuestión de voluntad, sino que es una tarea que exige dedicación y creatividad, y que nunca parece terminar de resolverse.

En “la niña de aprender”, el llamado proviene de una ley en tanto que mandato, pero no de una legalidad. A quien interpela esta ley-ilegal es a una niña, “la niña de aprender”, la niñez violentada con la que otros aprenden y que es enseñada por su madre a cumplir esa tarea. El poema, ya desde el título mismo, pone así en conflicto dos aprendizajes y escenarios: la niña aprende en la institución educativa– “con tus zapatillas de ir a la escuela”–, mientras que en el ámbito privado su madre la instruye en cómo ser usada para el aprender de otros:

¿te acordás lo que me contaste
atrás del ombú?
mi mamá se sube a la cama
y me dice que los toque ahí

El yo poético, que dirige su recuerdo –de nuevo, la figura del testimonio– a esa niña obligada a prostituirse, es tanto su confidente como su compañera de momentos de felicidad. Porque Deolinda, junto a una par, a otra niña como ella pero no igual a ella, también podía reírse y abrir su blusa de cara al sol.

Como si su “media vuelta” en tanto que “la niña de aprender” no impidiera, o mejor: no consiguiera impedir por completo la capacidad de descubrir su cuerpo y disfrutar de él en sus propios términos. Porque esos momentos de liberación, como dice el poema, ocurrían cuando “todo era una hora/ donde la muerte comenzaba/ a besarnos los ojos”.

Anníbali avanza en la misma dirección que Butler cuando la filósofa y activista feminista se pregunta cómo resistir al llamado de la ley: “¿Existe la posibilidad de ser en otro sitio o de otra manera, sin negar nuestra complicidad con la ley a la que nos oponemos?”. En la alternativa que ensaya, Butler habla de “un modo distinto de darse vuelta, una vuelta que, aun siendo habilitada por la ley, se hiciese a espaldas de ella, resistiéndose a su señuelo de identidad”. Es la “disposición a no ser”, que permitiría “desenmascarar la ley y mostrar que es menos poderosa de lo que parece”.

Sobre ese punto parecen estar girando los poemas de Anníbali, cada uno con una “media vuelta” que negocia las condiciones de su respuesta a la ley, incluso cuando parece no haber margen y con la disposición a pagar el costo de la desobediencia.


Poemas

obediencia

besame el corazón, pidió

entonces tomé un cuchillo

lo abrí desde la garganta

hasta el estómago

y rompiendo de a una sus costillas

hurgué y hurgué con los dedos

su tórax, hasta encontrarlo

estaba aún tibio y era rojo, grande,

hermoso como una fruta no imaginada

acerqué los labios para dar el beso más dulce de mi vida

luego cerré sus ojos

y le dije al oído

que siempre haría lo que él quisiera

en el pavimento

en el pavimento queda

por la tarde

la sangre seca

de las perras en celo

algunos

las agarran del cuello y las hacen morir:

no soportan la libido gloriosa

que alborota los machos

los mechones de pelo en las puertas de alambre

el olor rijoso del orín

en los carteles de las tiendas

las perras son dóciles al entrar

en las bolsas de nylon

obedecen y se pliegan al tamaño

enarcan los huesos

se acomodan a la muerte

al silencio

conozco esa mansedumbre de haberla ejercido

basta tocar la marca roja en el cuello

para evocar soga y dueño

pero yo mordí la mano

y ahora tengo esta libertad

grande

en que me asfixio

la niña de aprender

hola, niña de aprender

así te llamaban, deolinda,

los que iban a coger con tus trece años

con la piel intacta de noche y tierra

con tus zapatillas de ir a la escuela

¿te acordás lo que me contaste

atrás del ombú?

mi mamá se sube a la cama

y me dice que los toque ahí

te movías como una serpiente

sobre la arena

brillante y ronca de haber fumado

toda lumbre oscura

a la hora de convidarme

las frutas

el jugo caía, dulce y fresco,

sobre las rodillas de vos

de mí

y nos reíamos al abrirnos

las blusas

y mostrarle los pechos nacientes

al sol

todo era una hora

donde la muerte comenzaba

a besarnos los ojos


Trabajos citados

Ahmed, Sara. “Feministas aguafiestas”. La promesa de la felicidad: Una crítica cultural al imperativo de la alegría, Caja Negra, 2019, pp. 123-191.

Anníbali, Elena. tabaco mariposa. Caballo Negro, 2009.

Butler, Judith. “‘La conciencia nos hace a todos sujetos’. La sujeción en Althusser”. Mecanismos psíquicos del poder: Teorías sobre la sujeción, Ediciones Cátedra, 2015, pp. 119-145

Derrida, Jacques. “Esa extraña institución llamada literatura. Una entrevista de Derek Attridge con Jacques Derrida”. Derek Attridge. BOLETIN del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, número 18, 2017, pp. 115-150.

Ludmer, Josefina. “Tretas del Débil”. La Sartén por el Mango: Encuentro de Escritoras Latinoamericanas, editado por Patricia Elena González y Eliana Ortega, El Huracán, 1985, pp. 47-54.

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Revisión, corrección y prejuicios: Carolina Maria de Jesus y las decisiones editoriales sobre su obra

Por: Sílvia Ornelas y Agustín Eduardo Vaccaneo

En el marco del seminario “Crítica y performance. Operaciones sobre la literatura brasileña contemporánea”, que dictó Lucía Tennina en la Maestría de Literaturas de América Latina, Sílvia Ornelas y Agustín Eduardo Vaccaneo se detienen en las decisiones editoriales sobre la obra de Carolina Maria de Jesus. ¿Puede existir una escritora analfabeta?


El lanzamiento de Casa de alvenaria, en dos volúmenes, con el que la editorial brasileña Companhia das Letras inaugura la publicación de los cuadernos de la escritora Carolina Maria de Jesus, reaviva un debate sobre la revisión y las decisiones editoriales acerca de sus escritos. La discusión también se hace presente en la Argentina con la publicación de Cuarto de desechos y otras obras a partir de una nueva traducción.

Desde la primera vez que se publicaron sus escritos en 1958, el interés general por la autora se enfocó en su excepcionalidad como escritora negra y en la exposición de las condiciones sociales y culturales en que se sobrevive en los barrios marginados de las periferias. ¿Tiene su obra calidad para valerse por sí misma, sin los índices que la transforman en algo exótico y fetichizan su escritura? Pasaron más de sesenta años desde que Carolina Maria de Jesus despuntó en el mapa de la literatura, pero el espacio que ocupa su obra en el canon sigue en disputa.

Escritora ¿y analfabeta?

Carolina Maria de Jesus fue una de las primeras escritoras negras publicadas en Brasil. Pobre y autodidacta, cartonera y madre, registró en cuadernos lo que observaba e interpretaba de la vida cotidiana en la favela de Canindé.

Sus escritos aparecieron primero en la prensa brasileña, en 1958 y 1959. En 1960, se publicó el libro Quarto de despejo: diário de uma favelada[i], una versión de sus diarios curada por el periodista Audálio Dantas, quien afirma haber seleccionado los “fragmentos más significativos”[ii](de Jesus, 2014, p. 6) de los veinte cuadernos escritos de puño y letra por ella entre julio de 1955 y enero de 1960. Esta publicación conquistó un gran éxito comercial y se tradujo a catorce idiomas. La edición afirma respetar “fielmente el lenguaje de la autora, que muchas veces contradice la gramática, inclusive la grafía y acentuación de las palabras” porque esos elementos traducen “con realismo la forma en que el pueblo ve y expresa su mundo” (de Jesus, 2014, p. 9). Así, Carolina Maria de Jesus pasó a ser reconocida como la “escritora da favela” y por el paradojal epíteto de “escritora analfabeta”.

João Pinheiro, coautor de Carolina, una historieta biográfica, con su autorización.

Su reconocimiento fue desdeñado por la academia, que objetó el valor literario de su obra y la consideró mero documento histórico. El foco de observación prevaleció en su condición sociocultural, no en el estilo o las cualidades artísticas de la obra, hecho denunciado sucesivamente por la autora.

Según cifras aportadas por Luciana de Mello (2021), Carolina Maria de Jesus fue “(t)raducida a dieciséis lenguas, publicada en cincuenta y seis países, con seis millones de libros vendidos, alcanzó en sus días el estatus de escritora estrella pop”. Sin embargo, hay una desproporción en el interés que crea la obra Quarto de Despejo respecto al resto de su producción literaria. Su segundo libro, Casa de alvenaria, publicado tres años después, en 1961, no tuvo el éxito esperado. A pedido de Audálio Dantas, la autora escribió sobre la vida después de abandonar la favela e instalarse en una casa de ladrillosen Osasco, ahora delante de las cámaras, entre autógrafos y entrevistas, tal vez contando con la expectativa del público. Pero Carolina no estaba conforme y deja ver en su texto que no pretendía escribir otro diario más: prefería explorar otros géneros textuales y se sentía limitada, incluso manipulada.

La nueva edición de Companhia das Letras

Ante el redescubrimiento al que asisten en la actualidad escritoras y escritores que se han excluido de la cultura “oficial”, el consejo editorial de Companhia das Letras que supervisó la nueva edición de los cuadernos de Carolina propuso una “edición integral, ampliada con contenidos inéditos y rehecha a partir de los manuscritos originales de la autora”, según el anuncio plasmado en su página web.

Este consejo editorial es coordinado por la lingüista y escritora Conceição Evaristo, importante intelectual brasileña, y Vera Eunice de Jesus, quien, además de ser profesora y poeta, es hija de Carolina Maria de Jesus y la principal responsable de su legado. Aunque dirija una crítica a la edición elaborada por Audálio Dantas, que realizó recortes considerables y modificó la escritura de la autora, a veces sin indicar la alteración, esta edición también optó por mantener la forma original del texto, marcada por muchos desvíos de la norma, en especial respecto a la ortografía:

“A fin de resguardar la integridad de la voz y de la escritura de Carolina, esta nueva edición de Casa de alvenaria conserva toda la diversidad de registros presente en los manuscritos, por considerarlos marcas autorales imprescindibles para la adecuada recepción su obra. De este modo, el criterio básico de la intervención editorial fue mantener todas las grafías que desentonan de los diccionarios del inicio de la década de 1960, cuando el libro fue escrito” (nota sobre la edición, párrafo 2).

A pesar de admitir algunas excepciones, actualizadas “para desanublar la lectura”, el mismo criterio se aplica al uso de los signos de puntuación y a las “construcciones verbales y nominales de concordancia disonante, comprendidas como herramientas de construcción literaria” (nota sobre la edición, párrafo 3).

La propuesta de la nueva edición se destaca, por lo tanto, por la decisión de preservar el texto en su totalidad, sin censura. Llama la atención, sin embargo, que un consejo editorial con una composición tan bien pensada considere los desvíos de la norma como “herramientas de construcción literaria”.

¿Corregir es discriminar?

Regina Dalcastagnè, investigadora, escritora y crítica literaria, perteneciente al Departamento de Teoría Literaria de la Universidade de Brasília, discrepa vehementemente de la decisión editorial de conservar en esta reedición la gramática original de la escritora. Aunque el consejo editorial haya declarado la intención de resguardar la integridad de la voz y de la escritura de la autora, Dalcastagnè afirma que a nadie se le ocurriría vincular la integridad de los escritores de la élite del canon literario a sus errores ortográficos.

¿Por qué suponer que la integridad de la voz de Carolina Maria de Jesus se refleja en esos errores? Si la obra de todos los grandes escritores es meticulosamente revisada, ¿por qué tratar de otro modo los escritos de esta autora?

Dalcastagnè, autora de Literatura brasileira contemporânea: um território contestado, que puso en evidencia la falta de pluralidad en la literatura brasileña, dominada por hombres blancos de clase media, insta a leer su obra por sí misma en lugar de definirla por su origen, porque cree que la escritura de Carolina Maria de Jesus se destaca a pesar de los desvíos de la norma, no por causa de ellos.

Al reeditar la obra de escritores del pasado, actualizar la ortografía según las normas contemporáneas es un procedimiento habitual en el mercado brasileño. Incluso obras de un pasado no muy lejano son revisadas para respetar el Acuerdo Ortográfico de la Lengua Portuguesa de 1990.

Para Dalcastagnè, la decisión de conservar los desvíos gramaticales funciona como modo de darle un carácter exótico a la escritura de Carolina Maria de Jesus, lo que la mantiene en los márgenes del canon de la literatura brasileña e impide apreciarla como literatura a secas, sin necesidad de adjetivarla como “marginal” o “periférica”.

Pretuguês

La decisión de mantener los desvíos de la norma se apoya en la reivindicación de que las faltas de ortografía de Carolina Maria de Jesus son marcas que revelan otras “faltas”: la escasez asociada a la vida en las favelas brasileñas, sin acceso a educación, habitación digna, servicios públicos, oportunidades de empleo formal y, con una frecuencia alarmante, comida.

Es posible vincular la decisión del comité editorial al pensamiento de Lélia Gonzalez, para quien en el Brasil no se habla portugués, sino “pretuguês” (fusión de las palabras “preto”, que significa “negro”, y “portugués”). Gonzalez reivindicaba el lenguaje coloquial y el conocimiento popular en el marco de un proceso de descolonización del saber, asumiendo prácticas lingüísticas propias de amplios sectores que suelen ser descartadas por la academia.

Sin embargo, considerando todos los esfuerzos de Carolina Maria de Jesus para escribir literatura, ¿se puede realmente afirmar que los desvíos de la norma sean “herramientas de construcción literaria”?

Dalcastagnè deja en claro que no propone modificar el estilo de los textos, sino adecuarlos a los parámetros buscados por la propia Carolina Maria de Jesus, que, con el objetivo de escribir según las normas, llegaba a la hipercorrección. A pesar de haber frecuentado la escuela solo dos años, fue ávida lectora y tuvo contacto con clásicos de la lengua portuguesa. La transgresión a la normativa de Carolina Maria de Jesus es involuntaria y no deseada por la autora: se comete desde el desconocimiento de la norma académica, que, por carencias relativas a su condición de vida, fue prácticamente inaccesible para ella. El vínculo entre Carolina Maria de Jesus y las instituciones culturales fue siempre asimétrico y constituyó un eje de debate interno para ella, que denunció sucesivamente lo que consideraba un aprovechamiento de su generosidad y su ignorancia.

Fernanda Oliveira Matos afirma que, “en un intento desesperado de afirmar su autoría y ascender socialmente, Carolina escribirá para los que componen este campo intelectual, este sistema literario que la excluyó, sea el público ligado al proceso de producción de la obra o los lectores con grados de instrucción que ella no logró tener” (2014, p. 20). De hecho, en las modificaciones generadas en el proceso de revisión de sus siguientes libros se observa una gran preocupación estilística. Matos advierte que “(e)n este sentido, las correcciones de la hija Vera Eunice y el manejo de vocabulario más rebuscado —fruto de sus interminables lecturas— representaron piezas fundamentales en su desarrollo como autora” (2014, p. 34).

Edición argentina de Mandacaru (2021)

La primera traducción al español de los escritos de Carolina Maria de Jesus fue publicada por la editorial argentina Abraxas y reeditada varias veces. Respecto a ella, Oliveira et al. advierten:

“La traducción tiende a normalizar, es decir, estandarizar la escritura de Carolina. Así, [la traductora] Beatriz Broide decide no reproducir las faltas de ortografía, que Audálio había conservado en portugués como prueba de autenticidad del documento que editaba, ni algunos rasgos que dan a la escritura de la autora un tono más oral. Igualmente, tiende a reemplazar por usos comunes ‘el vocabulario escogido’, las palabras que ‘no son de uso corriente en el ambiente en que vivía’ Carolina y que esta ‘ingenuamente’ se preocuparía en usar, aunque no lo hiciera siempre ‘con propiedad’” (2021, p. 6).

Oliveira et al. observan además que la edición cubana, de Casa de las Américas, también opta por estandarizar la escritura de Carolina, pero conserva “ciertas irregularidades con el objetivo de subrayar, justamente, su impropiedad” (2021, p. 7) e incluye notas de pie de página con explicaciones innecesarias para explicar la “confusión” del texto original.

Esas traducciones tenían el objetivo de transmitir “lo que ella decía”, sin valorar su estilo. La propuesta de lectura era abordar esos textos como documentos, denuncia, no como literatura.

De la década de 1960 a la actualidad, la percepción respecto a la obra de Carolina Maria de Jesus cambió. De la mano de la llamada literatura marginal que empezó a surgir en las periferias brasileñas a fines de la década de 1990, cuyos exponentes reivindican a la autora como precursora, surgieron además otras lecturas propuestas por la crítica. A partir de la percepción de ese cambio, el Laboratorio de Traducción de Universidade Federal da Integração Latino-Americana (UNILA) realizó la traducción colaborativa de Cuarto de desechos y otras obras, publicada por la editorial Uniandes. Esta vez, el desafío ya no era trasmitir la autenticidad de un documento de denuncia, sino corresponder a la singularidad de esa escritura (Oliveira et al., 2021).

De esta traducción deriva la edición publicada por Mandacaru, una editorial argentina con la propuesta de “publicar escritoras cis y trans, afrodescendientes, originarias y también blancas de lengua portuguesa de Brasil, África y Portugal”, en una adaptación al español rioplatense producida por Lucía Tennina y Penélope Serafina Chaves Bruera.

En el prólogo, que explicita el carácter colaborativo y grupal de la traducción, está el aviso de que esta edición va a contrapelo de las anteriores, que tendieron a “normalizar la escritura de Carolina y a conservar casi exclusivamente las irregularidades que permiten la asociación de la autora con los sectores populares” (de Jesus, 2021, pp. 18-19). Se intenta, por lo tanto, recrear el estilo y respetar la singularidad de sus elecciones para “evitar volver a encasillar a la autora como escritora inculta de la favela” (de Jesus, 2021, p. 22).

Con el propósito de no “volver a colocar a Carolina en el lugar de la falta” y no “contrariar la voluntad de la escritora, quien, con razón, esperaba que sus textos pasaran, como sucede con cualquier autor/a, por un proceso de revisión” (Oliveira et al., 2021, p. 14), la traducción presenta un texto que permite valorar a esta autora en tanto escritora y no como mera representante de una clase social desplazada.

Leer a Carolina

La nueva edición brasileña de Companhia das Letras y la traducción y adaptación al español rioplatense de Mandacaru vuelven a poner a Carolina Maria de Jesus en evidencia y reavivan los debates acerca de las decisiones editoriales sobre su obra. ¿En qué consiste su estilo? ¿Mantener su texto tal cual ella escribió es una forma de exaltar su historia de vida? ¿La única literatura que vale es la escrita de acuerdo con la variedad estándar del idioma? ¿La corrección de los desvíos le quita la esencia a su obra? ¿Cuál es entonces el rol del revisor en una editorial?

El objetivo de la revisión de texto nunca debe ser subordinarlo y despojarlo de su singularidad. La obra de Carolina Maria de Jesus requiere de un trabajo muy cuidadoso y delicado, porque no se trata de normalizar su lenguaje, pero sí de quitarle lo que estorba la lectura, como estorbaría la lectura de cualquier otra producción textual. Si los errores fueron involuntarios, no se debería tratarlos como transgresiones intencionales, en especial considerando que Carolina Maria de Jesus sí jugaba con las palabras.

Es imposible afirmar si una edición de la obra debidamente corregida abriría las puertas del canon a Carolina Maria de Jesus, o siquiera si permitiría leer su obra por lo que es, si ese gesto permitiría quitar los lentes de la fetichización. Lamentablemente, una vez más, se privó al público brasileño de la chance de descubrirlo. De todos modos, aunque desde veredas opuestas, ambas ediciones buscan el mismo objetivo: leer a Carolina Maria de Jesus con sus propias palabras.


[i] Las ediciones de las obras de Carolina Maria de Jesus citadas son las siguientes: Quarto de despejo: diario de uma favelada, 10ª ed., publicada por Ática en 2004; Casa de alvenaria – volume 1: Osasco y Casa de alvenaria – volume 2: Santana, ambas publicadas por Companhia das Letras en 2021; y Cuarto de desechos y otras obras, publicada por Mandacaru Editorial en 2021.

[ii] Para agilizar la lectura, tradujimos las citas referidas del portugués al español.


Sobre la rebeldía, el encanto y los desafíos de huir, una lectura de «O céu de Suely» (2006) de Karim Aïnouz

Por: Lucía Belmes

Esta lectura sobre el segundo film del cineasta, guionista y artista brasileño, Karim Aïnouz, se detiene en la potencia que trae la protagonista del film desde sus acciones que cuestionan la cultura patriarcal en un pueblo pequeño del Nordeste de Brasil. El cielo abierto de Suely se revela en la decisión de aventurarse a un futuro incierto, partir para encontrar un lugar posible desde dónde empezar.


O céu de Suely (2006) es el segundo largometraje de Karim Aïnouz, director de Madame Satã (2002), Viajo porque preciso, volto porque te amo (2010), y A vida invisível de Eurídice Gusmão (2019), entre otros. Este film en primera persona se centra en el personaje de Hermila, una mujer de 21 años, que vuelve a Iguatu, su pueblo natal en el nordeste brasileño. Viaja desde São Paulo junto a su hijo, con la expectativa de que el padre del bebé los encuentre unos días después. Ese viaje de regreso en un principio aparece como la posibilidad de un nuevo comienzo, de asentarse con la familia que Hermila está formando, pero esa ilusión se desarma después de varios días de espera. Desde su llegada, la protagonista va cada noche a la terminal del pueblo y observa inquieta los micros que arriban desde São Paulo. Llama a su novio sin recibir respuestas, va a la casa de la madre del joven quien le dice que al fin y al cabo es solo un chico de 20 años, ¿qué podría esperar? La certeza de que el padre del niño no va a llegar cambia la perspectiva de Hermila, y la trama se va montando de a poco en el deseo de volver a salir de ese lugar.

Se hospeda junto a su tía y su abuela en una casa pequeña; son estas dos mujeres quienes cuidan a su hijo desde la llegada. Hay una escena inicial en la que, después de bañarlo, la abuela le dice a Hermila que el bebé tiene hambre y se sorprende de que ella no le dé de mamar, “mi leche se secó”, responde. En la escena siguiente, vemos a la protagonista acostada en la vereda, fumando y mirando el cielo nocturno, mientras de fondo se escuchan los llantos de su hijo. Cuando la tía se acerca y le pregunta si todas las noches llora así para dormirse, ella sonríe, responde que sí y que a veces le dan ganas de dejarlo por ahí y salir corriendo. Aparece un primer indicio en esos diálogos de lo que se irá revelando como un desvío respecto de lo que se espera, de las prioridades que, se infiere, debería tener esa madre joven. La película va mostrando cómo Hermila se distancia de ciertos mandatos ligados a la maternidad y, a través de acciones singulares, va dando lugar a su propia rebeldía. Ser madre de ese hijo pequeño es una de las aristas sobre las que se va configurando este personaje, ligadas también a la representación de su sexualidad y las formas que encuentra para ganarse la vida. Hermila se nos revela como una mujer deseante. La película trabaja sobre estos aspectos de la protagonista que desafían la moral del pueblo.

El hijo aparece en escena casi siempre cuidado por su tía y su abuela, que lo reciben amorosamente. A Hermila se la muestra en salidas con su amiga, reencontrándose con un viejo amor, averiguando costos de pasajes a los destinos más lejanos. En lugar de aceptar ese ámbito desolado del pueblo como el único horizonte posible, vuelve a proponerse una huida. En primer plano están su deseo, sus búsquedas y sus ganas de salir de la quietud y la precariedad. Asistimos a una mirada sensible y compleja que representa a esta mujer joven atravesada por inquietudes que son cuestionadas por los habitantes del pueblo. Si bien Hermila no manifiesta conflictos de manera explícita respecto de la crianza de su hijo, sí se desarrolla una tensión entre la posibilidad de recuperar cierta autonomía, a partir de la desilusión inicial que implica ese regreso a Iguatu, y el cuidado del niño. Y es en esa tensión que los personajes de la tía María y la abuela Zezita se revelan imprescindibles; son estas mujeres las que brindan el sostén necesario para que la protagonista pueda forjar sus propias posibilidades de futuro. La película la muestra como un personaje desafiante que con creatividad va ideando nuevas opciones para sí misma. Poco a poco va tejiendo sus estrategias para salir de lugares que la oprimen. Hermila, obstinada en la intensidad del deseo y la búsqueda de una vida distinta, construye el personaje de Suely.

Fotograma O céu de Suely

En un principio comienza a vender rifas para ganar algo de dinero, pero no le va tan bien, la situación es precaria, con muy pocas opciones de trabajo. Entonces, se le ocurre cambiar el premio de la rifa, y propone “una noche romántica en el paraíso” con Suely. Se propone recaudar la cantidad de plata necesaria para poder empezar de nuevo, “voy a rifarme y volverme rica, comprar una casa para mí y para mi hijo”, le dice a su tía. Empieza a vender más números, pero también empieza a ser hostigada por vecinos y vecinas que la amenazan con denunciarla a la policía, acusándola de inmoral, de seducir a los hombres y de prostituirse. En una de las escenas, el antiguo novio con el que se encuentra la persigue diciéndole que va a comprar todos los números de la rifa para que nadie más gane ese premio. Ante todas estas reacciones conservadoras, la protagonista se nos revela con una personalidad ingeniosa y determinante, intentando conseguir lo que necesita de las maneras que ella misma crea, en oposición a los habitantes del pueblo que la juzgan desde valores rígidos y machistas. En una escena, su abuela la enfrenta: le dice que ahora, por lo que ella decidió hacer, todos los vecinos la miran diferente. La denigra, la golpea y la echa de la casa. El problema que se pone en juego en esa discusión no es tanto que Hermila encuentre en la rifa la posibilidad de ganar plata en lo inmediato, sino que lo que ella hace con su cuerpo implica que todos en el pueblo la juzguen y empiecen a mirarlas diferente. La protagonista, en ese intercambio con su abuela, responde firme, entre lágrimas, mantiene su voluntad. Sabe lo que quiere alcanzar, y que no tiene tantas elecciones para hacer.

La investigadora y crítica Regina Dalcastagné, en su libro Representación y resistencia en la literatura brasileña contemporánea, se detiene en el film de Aïnouz en un apartado sobre mujeres migrantes. En su análisis propone que, entre los personajes de Hermilia o Macabéa de A hora da estrela, de Clarice Lispector, que se representan como “jóvenes migrantes, mujeres pobres que se mudan solas, sin padre o marido”[1], es posible encontrar un rasgo de rebeldía común. Entre estas mujeres que parten de la región nordestina hacia las grandes ciudades hay una apuesta por la autonomía y por una huida de la vida en el pueblo. Una salida hacia el anonimato de la ciudad. Dalcastagné señala las cuestiones a las que estas mujeres se enfrentan: “sus trayectorias son barridas por diferentes discursos, misóginos, racistas, antinordestinos, todos ellos inmersos en los prejuicios de clase”[2], y concluye en que parece haber una misión didáctica en las ficciones que ponen en juego el sufrimiento que padecen estas mujeres en la metrópolis, en la medida en que si es tan grande la desventura será porque definitivamente ese lugar no es para ellas. La rebeldía de Hermila trae otras aristas en esta serie de representaciones que puede englobar el personaje de mujer nordestina migrante.

Apenas Hermila llega al pueblo, su tía le pregunta cómo es la vida en São Paulo, y ella responde que es buena pero muy cara; sin embargo, la experiencia de regresar a Iguatu no resulta accesible ni liviana. Por el contrario, los días allí conforman rápidamente un clima opresivo, en tanto que no puede actuar sin que la juzguen, y ese hostigamiento la lleva a idear una nueva salida. Se pone en movimiento con ímpetu y creatividad, desafiando la moral conservadora de sus vecinos. Es interesante el modo en que se construye el personaje atendiendo a todas estas tensiones, y cómo en escenas de diálogos concisos, en los que no abundan las reflexiones sino que más bien se la muestra actuando, decidiendo o buscando qué hacer, se revelan los mandatos a los cuales la protagonista se tiene que enfrentar. Retomando el señalamiento de Dalcastagné, en la mirada sobre las mujeres migrantes, se articulan discursos de clase y de género y, en este sentido, la película logra construir un personaje que va configurando genuinamente su forma de rebelarse. No es algo dado desde el principio: Hermila va avanzando a tientas, probando distintas formas, pero con la certeza de que ella tiene que construir sus propias opciones de vida. El anonimato de la ciudad parece un territorio más fértil para eso.

Fotograma O céu de Suely

La protagonista del film de Aïnouz es una mujer persistente en su deseo, vuelve a empezar una y otra vez, y no renuncia a pesar de los maltratos y la soledad. Estos rasgos dialogan con fragilidades, con escenas de duda y angustias, como aquella, hacia el final, en la cual Hermila tiene que concretar el encuentro sexual que ofreció en la venta de las rifas. En ese tramo ella se nos revela vulnerable, a diferencia de otros momentos, y es allí donde encuentra sostén, como en las primeras escenas, en la pequeña trama familiar que conforman su tía y su abuela. Una potencia singular de la película se aloja en esa sensibilidad de la mirada que va acompañando a Hermila en sus intentos, en sus exploraciones, y que se detiene con una atención especial en la red de afectos que le permite abrirse camino.


[1] Dalcastagné, Regina: Representación y resistencia en la literatura brasileña contemporánea. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Editorial Biblos, 2015: p. 166.

[2] Ídem.

Sobre “El archivo como gesto. Tres recorridos en torno a la modernidad brasileña” de Mario Cámara

Por: María Elena Lucero

María Elena Lucero reseña para Revista Transas El archivo como gesto. Tres recorridos en torno a la modernidad brasileña, el último libro del investigador Mario Cámara, publicado en 2021 por la Editorial Prometeo. Lucero señala que el archivo se propone allí como una herramienta operativa, capaz de desentrañar las tramas más opacas y profundas de las cartografías que aborda el texto. A la vez, permite echar luz sobre la gran densidad semántica de las expresiones visuales y escritas con las que trabaja el libro, que indaga en los itinerarios artísticos y literarios de Rosângela Rennó, Arthur Omar, Adriana Varejão, Jean-Baptiste Debret, Lúcio Costa, Oscar Niemeyer, Verónica Stigger, Mário de Andrade, Raúl Bopp y Néstor Perlongher.


El archivo como gesto. Tres recorridos en torno a la modernidad brasileña del investigador Mario Cámara (UNA-CONICET) indaga en los itinerarios artísticos y literarios de Rosângela Rennó, Arthur Omar, Adriana Varejão, Jean-Baptiste Debret, Lúcio Costa, Oscar Niemeyer, Verónica Stigger, Mário de Andrade, Raúl Bopp y Néstor Perlongher. Las manifestaciones culturales, analizadas desde el problema del archivo tal como se menciona en el título, se localizan en el siglo XX. Siglo tumultuoso, enérgico, con cambios acelerados y choques abruptos, de posicionamientos ideológicos radicalizados, revoluciones políticas, pero también de gobiernos autoritarios, a los cuáles Brasil y demás países del Cono Sur no fueron ajenos. Esta cartografía abona el terreno para la delimitación del archivo como una herramienta operativa, capaz de desentrañar las tramas más opacas y profundas, pero a la vez de gran densidad semántica en las expresiones visuales y escritas seleccionadas. El autor propone la figura del «artista/escritor archivista», la cual «consiste en releer y revisar, en redistribuir posiciones y con ello volver a dar una nueva visibilidad, operatividad y narratividad a zonas históricas centrales o marginadas, pero también en desmontar, en el sentido de atentar, el dispositivo archivo y su pulsión jerarquizante y clasificatoria» (2021: 13). De este modo complejiza la noción de archivo e incorpora otras nociones, como contraarchivos, anarchivos, alterarchivos, alternativas a la idea más extendida del archivo, que es desmontada, reterritorializada y reapropiada de modo singular. Una operatoria que la cultura brasileña, con sus barroquismos, excesos e hibridizaciones permite estudiar y explorar a la perfección.

Las búsquedas teóricas se despliegan alrededor de una dimensión clave, la propia historia regional que se tensiona con sucesos políticos, sociales y económicos. Existe un hilo conductor en el trabajo archivístico de Cámara, se trata de la puesta en común de los extremos: si Gilberto Freyre en Casa grande e Senzala nos habla de los antagonismos equilibrados, ahora esos valores antagónicos se tornan polares, turbulentos y hasta destructivos, de modo tal que la destrucción es parte de la creación. La elección de las categorías como omisiones, incisiones y aperturas son idóneas para reflexionar sobre este corpus de materiales visuales y escritos. Resituar los olvidos en el contraarchivo, abrir el pasado en el alterarchivo, son estrategias que se ponen en juego a lo largo de este copioso trabajo de investigación académica y que nos ofrecen un panorama pormenorizado de imágenes y textos que hemos visto, observado o leído en numerosas ocasiones, pero que aquí aparecen diseccionados, desmenuzados, en una operatoria conceptual casi quirúrgica.

La nota dedicada a Marielle Franco, activista y militante asesinada en marzo de 2018, nos alerta sobre las herencias patriarcales y la censura de voces disidentes o contrahegemónicas. Este recuerdo traza un puente hacia otras zonas de la cultura brasileña, donde el autor interviene mediante rescates y búsquedas específicas de voces silenciadas u oprimidas, tal como ocurre en los sujetos marginados que aparecen en las fotografías de Rosangela Renno. Se trata de contraarchivos que eluden las representaciones oficiales, que auscultan en los rincones escondidos de la periferia judicial, policial y carcelaria, pero que a su vez apuntalan los lugares de la memoria experimentando con los mismos soportes fotográficos, esto es, explorando su misma materialidad e iconografía. A partir de 1992 Renno inicia una serie de trabajos sobre el proyecto Archivo universal, donde recupera recortes periodísticos de crímenes y accidentes. Así surgen reflexiones sobre los dispositivos fotográficos y los usos de las imágenes de un modo genérico, en pos de construir ese gran archivo. Inmemorial, Cicatriz y Vulgo, son otros proyectos de una gran potencia estético-política, desplegados en el libro. Cabe destacar que, en casi todos los casos, Cámara interpone diálogos y correlatos con otros y otras artistas, lo cual enriquece el análisis en relación con las obras mencionadas. Archivo, anonimato y sensibilidad colectiva parecen unirse en la mirada exhaustiva que cruza las diferentes secciones. Otro tanto ocurre con las fotografías de rostros de Arthur Omar. En Antropologia da face gloriosa, Arthur evoca la tradición del cinema novo y a Glauber Rocha al referirse al «transe carnavalesco» (recordemos que el “transe” ha sido una constante en numerosas expresiones visuales y literarias en los sesenta y setenta en Brasil). El carnaval, sus rostros extáticos «en transe», se abren a la infinitud, al borramiento de rasgos específicos para alcanzar un climax, un estado sensorial que roza el desborde.

Las incisiones y el barroco. Tal como lo señala Cámara, el barroco es releído a la luz del siglo XX desde una nueva perspectiva. En la modernidad paulista el barroco mineiro ha sido un elemento clave de la producción visual y literaria. Si bien en América Latina el arraigo del barroco deviene del occidente cultural, también procede y actúa como una fuerza deconstructora del logocentrismo europeo. Incisiones, cortes y accionar violento, son elementos que emergen en las telas y en los artefactos de Adriana Varejão. No cabe duda de su contacto con el barroco local, un encuentro que, desde su mejor costado antropofágico, se apropia de ciertos recursos visuales para devorarlos y producir algo nuevo. Mestizaje, cuerpo y carne, atraviesan la obra plástica de una artista que ha examinado la historia brasileña a contrapelo, explorando en lugares recónditos donde, como afirma Lilia Moritz Schwarcz, «colonização combina com hibridização». La colonización es violación de los cuerpos negros e indígenas. Desde las elegantes Figuras de Convite, o Propuesta para una catequesis, en cuyos fondos azulinos danzan los seres antropófagos y caníbales que poblaron los grabados del dibujante belga Theodore de Bry, la Azulejería y hasta las inquietantes cartografías basadas en antiguos mapas, el imaginario gráfico de Varejão se nutre de las incisiones y las hendiduras. No olvidemos el guiño a Jean-Baptiste Debret, otra fuente privilegiada por la artista que, si bien se desplaza del barroco más pomposo hacia el registro documental, fue un referente ineludible de la etapa cientificista de las denominadas “misiones artísticas». Una reeducación de la sensibilidad no exenta de la esclavitud y la segregación racial que se observa en las pinturas de niños “bastardos». El reservorio de carne y sangre (un paisaje común en este cuerpo de obras) es examinado en las Ruinas, arquitecturas desmesuradas que supuran vísceras, las que presionan por debajo de pulcros azulejos. Arquitectura, Brasilia y Gétulio, sinónimos de un Brasil moderno que avanzaba hacia la sangrienta dictadura que se extendería por más de veinte años. Una Brasilia, que, como señala Luz Horne en Futuros menores se erige como un proyecto colonial construido para una luz de utopía y “monumento de la modernidad occidental”.

Las aperturas, esta tercera categoría señalada por Cámara, emergen en la novela de Verónica Stigger, Opisanie Swiata, de 2013. El texto «consiste en construir un relato del modernismo que recoloque la selva amazónica como punto de partida y de llegada» (2021: 99) y se enlaza con la noción de alterarchivo ya mencionada. Como tal, Opisanie reúne numerosos protagonistas de la historia del arte y la literatura: Opalka (un pintor polaco neoconceptual), Bopp (en referencia al escritor Raúl Bopp), el Sr. Andrade y la Sra. Andrade (Oswald de Andrade y Tarsila do Amaral) o Dona Oliva (Olivia Guedes Penteado, mecenas de la Semana del 22). Stigger también es anunciada como curadora de la exposición sobre Maria Martins en el Museo de Arte Moderno de San Pablo, Metamorfoses, en la cual recupera su serie amazónica. Desde varios ángulos, se producen entrecruzamientos entre Europa y América a partir de la noción de viaje, diáspora, desplazamiento y confluencia amorosa, si tenemos en cuenta la historia sellada por Raúl Antelo sobre María y Marcel Duchamp. Cámara nos habla de ficción e hiperficción para citar a estas historias que, reunidas en un colectivo cultural único, van y vienen del pasado al presente, como re-escenificaciones que se suceden en el tiempo. Pensemos en las crónicas sobre el Amazonas en la literatura de Mário de Andrade, autor modernista cuya novela Macunaíma de 1928 fue llevada al cine de la mano de Joaquim Pedro de Andrade hacia finales de los años sesenta (el héroe sin carácter que pierde su amuleto de jade, la muiraquitá y emprende peligrosas aventuras para recuperarlo). También es mencionado otro gran literato brasileño, Raúl Bopp, autor de Cobra Norato. Numerosas citas y apropiaciones desfilan por las páginas de Opisanie Swiata, todas ellas relevadas en este volumen.

La referencia final a Néstor Perlongher, en la última parte del libro, cierra este tejido visual y textual, ecléctico y apasionante. Hacia 1981 el escritor argentino se instala en San Pablo, hasta el final de sus días. Las lecturas sobre Antonio Negri o Félix Guattari (invitado luego a Brasil por Suely Rolnik, cuyo resultado fue la publicación de Micropolítica: cartografías del deseo) en un clima cultural casi festivo aún bajo dictadura, componen el universo intelectual y literario de Perlongher, un universo caracterizado por los nomadismos, los saqueos, las calles, el lumpen y la prostitución masculina. Fiesta, carnaval y supervivencia, entre los afectos, el cuerpo y las emociones, se sincronizan con las experiencias urbanas de Hélio Oiticica en Mangueira, el desborde corporal y catártico del Teatro Oficina dirigido por Zé Celso Martinez Correia y ese Brasil favelado de los turbulentos sesenta.

El archivo como gesto… es un collage multifacético, formado por materialidades diversas, fisuras, cromatismos y carnaduras, con citas literarias eruditas y de la cultura popular, con metáforas, evocaciones y alusiones al realismo corrosivo en la urbe periférica. Constituye un compendio de archivos-otros (muchos archivos-otros) que conviven fluidamente, pero también incómodamente, en este rizomático volumen.

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ESMA, encierro y vida cotidiana

Por: Martín Kohan

Imagen: León Ferrari (1996), de la serie «Nunca Más», MNBA, colección familia Ferrari.

El siguiente texto fue leído en la presentación de «ESMA. Represión y poder en el centro clandestino más emblemático de la última dictadura argentina», libro compilado por Marina Franco y Claudia Feld. Kohan, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2022. Kohan reflexiona sobre las relaciones entre vida cotidiana y encierro en la ESMA y sus inmediaciones. [i]


Yo vivía, en ese tiempo, a siete cuadras de la ESMA: en 11 de septiembre y Jaramillo. A siete cuadras nada más, y completamente ajeno al horror de ese lugar (de ese y de todos los otros). Pasaba por el frente de Avenida del Libertador con la frecuencia propia de la vecindad. Y a partir de 1979, los sábados a la tarde, empecé a ir a la cancha que queda justo enfrente, cruzando Comodoro Rivadavia. No fue sino después, mucho después, más tarde o demasiado tarde, que me enteré (primera revelación) del tipo de atrocidades que a lo largo de esos años habían estado ocurriendo en la ESMA: del otro lado de esas rejas, traspasando esos portones. Di en suponer (pero con el resuelto tenor de las certezas y no como presunción, que es lo que era) que todo ese espanto de desapariciones y torturas y “traslados” a la muerte habrían debido ocurrir en alguna parte más bien alejada dentro del predio, en algún sector más o menos inaccesible, metido más bien profundo, en un fondo o en un trasfondo o tal vez en un medio bien custodiado, corazón de las tinieblas, meollo insondable del horror. No fue sino después, algo después, más tarde o demasiado tarde, que descubrí (segunda revelación) que no había sido así, que el Casino de Oficiales, las celdas del subsuelo, el estacionamiento de atrás, las oficinas de arriba, quedaban en realidad ahí nomás, que era apenas el primer edificio, a metros de la avenida por donde pasaba el 15, pasaba el 29, pasaba el 130, pasaba rugiente el Torino blanco de mi papá. Ni distante ni embutido: ahí nomás. Es decir, con otras palabras, que las noches del horror (noche y día: siempre noche) habían transcurrido no tan lejos, nada lejos, de la vida cotidiana, de esas formas que, de este lado, asumíamos como normalidad. A eso apunta Claudia Feld, en uno de los capítulos de este libro a varias voces, cuando dice: “En definitiva, el sistema instaurado en la ESMA desafió la idea que suele tenerse de que el centro clandestino fue un espacio cerrado y separado de la vida cotidiana que se desarrollaba en la ciudad en torno a él. Existieron articulaciones e intersecciones entre muchos y diversos ámbitos espaciales”.

Hubo encierro y separación, por cierto, en un lugar del que de hecho resultaba prácticamente imposible escapar; pero también hubo deslizamientos y comunicación, sin lo cual el terror imperante en el país no podría haberse concentrado en la ESMA, sin lo cual el terror imperante en la ESMA no podría haberse irradiado en el país. Hay algo que observó Georg Simmel en relación al secreto: que un secreto, por definición, algo oculta; pero que a la vez, para existir como secreto, precisa darse a ver, darse a ver como secreto. El terrorismo de Estado fue ilegal y clandestino; para que el terror fuera tal, para que cobrara real eficacia, la represión debía mostrarse, darse a ver como clandestina: dar a ver que algo pasaba (porque “algo” habrían hecho las víctimas, porque “por algo” sería que se las llevaban).

En esos enlaces, los del centro clandestino de detención con la ciudad de todos los días, se inscriben las claves de lo que en este libro se busca: tratar de entender lo que pasó, es decir, entender cómo fue que pasó, es decir, entender cómo fue posible que pasara (cuando pasa lo inaudito, cuando pasa lo inconcebible, cuando pasa lo imposible, es esa la pregunta: cómo fue posible). Lo plantean Marina Franco y Claudia Feld en el prólogo: “Volvemos sobre esta historia porque todavía queda pendiente explicar la ESMA. Queda por comprender qué hizo de la ESMA un lugar tan singular”. Y más adelante: “las lógicas de la Justicia son distintas a la tarea de comprensión histórica. No es el objetivo de nuestro libro probar los hechos, como sí lo ha hecho la Justicia en muchos aspectos. Intentamos, en cambio, entenderlos y explicarlos”. Entender, explicar: no es tan sólo lo que viene después de establecer los hechos y probarlos, es lo que permite dilucidar previamente cuáles son los criterios pertinentes para el establecimiento y la prueba, de qué clase de hechos se trata y qué clase de pruebas se requiere. De nuevo Franco y Feld: “En definitiva, aún hace falta esclarecer las lógicas y las acciones de los perpetradores, que hoy, a la distancia, pueden parecer solo locura e irracionalidad”. Es lo que sabemos por Adorno y Horkheimer en Dialéctica del iluminismo: que eso que se presenta como una aberración irracional absoluta, responde a la razón, tiene una lógica. Es lo que sabemos por Ricardo Piglia en “La loca y el relato del crimen”: que aun en la formulación demencial, si llegado el caso lo fuera, hay pese a todo un sentido, y ese sentido es preciso escrutarlo, detectarlo, interpretarlo, entenderlo.

En ese sentido, las conexiones entre la ESMA como espacio de encierro y el afuera de la vida cotidiana en la ciudad se vuelven en este libro toda una clave de interpretación. Algo más que una circunstancia a constatar y consignar, incluso algo más que un elemento que se ofrece a la interpretación y al afán de comprensión; es una herramienta en sí misma con la que interpretar y comprender cómo pudo pasar lo que pasó en ese sitio en esos años. Porque ni aun las situaciones más extremas y los hechos más aberrantes (y eso fue lo que ahí existió: las situaciones más extremas y los hechos más aberrantes) pueden sostenerse en el tiempo y formar parte de una existencia sin componer de algún modo cierta forma de cotidianeidad, por dislocada que sea, sin alcanzar cierto grado de normalidad, por trastornada y trastornadora que resulte. Lo inaudito, lo impensable, lo insoportable, lo inadmisible van adquiriendo, sin por eso dejar de serlo, un tenor macabro de regularidad naturalizada, ficción de rutina que se afirma hasta tornarse verdad. Ahí toca poner el foco para indagar en el pasaje de lo imposible a lo posible, en el hecho de que lo imposible pasó.

Leon Ferrari (1995), sin título de la serie «Nunca Más». MNBA, colección familia Ferrari.

Franco y Feld distinguen en el prólogo tres dimensiones del universo verbal: “el lenguaje de la militancia”, “la jerga de los perpetradores” y “el vocabulario cotidiano de quienes no (…) hemos vivido” las experiencias de la ESMA. Es interesante este reparto: lenguaje, jerga, vocabulario cotidiano. Ejercicio de traducción, entonces, donde interrogar precisamente eso: la conversión a cotidiano. Es decir, cómo fue que ese infierno aconteció mientras afuera las vidas seguían; pero también cómo fue que las vidas seguían (así fuera para morir) incluso dentro de ese infierno. Por empezar porque, ahí en el predio, una vez montado el centro clandestino de desaparición y tortura, la Escuela (volver a escuchar la palabra “escuela” en “Escuela de Mecánica de la Armada”, porque se diluye por contexto y se vuelve imperceptible) no dejó de funcionar: “Esta actividad rutinaria no se modificó y llegó a suceder que los oficiales que vivían allí se cruzaran alguna vez con víctimas secuestradas que eran subidas y bajadas por las escaleras con grilletes y los ojos vendados” (cito del capítulo de Hernán Confino, Marina Franco y Rodrigo González Tizón). Como dice Valentina Salvi: “Fue, al mismo tiempo, escuela de formación de oficiales y centro clandestino de detención”. Esos dos planos, el de unas vidas rutinarias y el del destrozo feroz de las vidas, coexistieron en tiempo y espacio.

Pero en el propio ámbito de las violencias más brutales, el de las torturas y las violaciones y la determinación vertical del vivir o morir, se produjo a su vez una especie de cotidianeidad. Empezando por la resolución del Tigre Acosta de instalarse a vivir en la ESMA (he visto pocos espacios tan mustios y mediocres, tan espantosamente anodinos como el lugar en el que funcionó su oficina), hasta llegar al desquicio de la convivencia de rutina entre los torturadores y sus víctimas en torno del proyecto de “recuperación” de prisioneros para su aprovechamiento político diseñado por Emilio Massera. Los espacios de trabajo (las tareas asignadas a los detenidos: desde el chequeo de medios y elaboración de informes hasta la falsificación de documentos) eran contiguos a los espacios de tormento; estaban, literalmente, apenas separados. Se daban así espacios y tiempos compartidos por los represores y sus víctimas en una interacción social impuesta bajo un escalofriante formato de terrible normalidad, incluyendo escenas de esparcimiento al aire libre (más que una atenuación del encierro, su potenciación al absoluto: a cielo abierto y atrapados) o armado de “relaciones estables” entre captores y cautivas. Claudia Feld la define como “una cotidianeidad siniestra y particular”. Valentina Salvi señala su incidencia en el propósito de “normalizar la violencia”.

Leon Ferrari (1995), sin título de la serie «Nunca Más». MNBA, colección familia Ferrari.

Ese dispositivo es fundamental para entender los mecanismos activados por el terrorismo de Estado; la violencia, sin disminuir ni un ápice su carácter intimidatorio y bestial, en cierta forma se normaliza: se integra y atraviesa las vidas en su día a día, da forma a esa “cotidianeidad siniestra” en la cual, a un mismo tiempo, lo ominoso se vuelve normal y lo normal se vuelve ominoso (lo siniestro, vuelto cotidiano, lejos de atenuarse, se agrava y se dilata). Esa cotidianeidad siniestra, perpetrada dentro de la ESMA, se prolongó hacia afuera de la ESMA, al ámbito de la cotidianeidad social. Porque victimarios y víctimas, captores y secuestrados, salían a las calles a pasear, a las confiterías a tomar algo o incluso a visitar las casas de las familias de los detenidos. El horror se extendía y conquistaba así los mundos familiares, las escenas cotidianas. Se derramaba hacia afuera, más allá de la propia ESMA, bajo una lógica de irradiación; pero si encontraba, así fuera turbiamente, una receptividad relativa, una integración posible, es porque ahí afuera de alguna manera ya también imperaba.

Una determinada situación puede ser, al mismo tiempo, clara y equívoca (lo saben bien los lectores de Kafka): se puede ver sus trazos definidos con nitidez y resultar, pese a eso, o por eso mismo, dramáticamente ambigua. ¿Acaso podría existir un contraste más tajante y elocuente que el que escinde a los torturadores de sus víctimas? De ahí precisamente, sin embargo, la “siniestra ambigüedad” (la expresión es de Claudia Feld) de esas escenas en las que los cautivos de la ESMA eran forzados a participar, como si nada, en alguna actividad de la vida común que transcurría afuera (por ejemplo, la presencia de Lisandro Cubas en una conferencia de prensa de César Luis Menotti, director técnico de la Selección Nacional) o en las que las cautivas eran forzadas a presentarse en una visita familiar en condición de pareja de quienes eran en verdad sus captores y hasta sus violadores (llegó a darse el caso de que el padre de una víctima entablara con el represor una relación marcadamente cordial).

La ambigüedad, la equivocidad, lo confuso, lo contradictorio del trato (violencia / reparación / más violencia / buen trato / más violencia) no atenúan el terror: son algunos de sus instrumentos. “Las y los cautivos atravesaban cotidianamente situaciones opacas o que podían resultar confusas en el contexto del cautiverio”, observan Rodrigo González Tizón y Luciana Messina. Y Claudia Feld: “Esta situación de convivencia y confusión tensaba al extremo lo que sucedía en el cautiverio”. Todo aquello que, en semejante contexto, no alcanza a decirse del todo, no alcanza a entenderse del todo, todo aquello que desconcierta y aturde, que enreda y confunde, sirve a la desestabilización y es parte de la administración del padecimiento. ¿De qué aferrarse? ¿De qué precaverse? ¿En qué confiar? ¿A qué temer? ¿Qué de todo lo que ocurre y se hace significa mantenerse con vida, qué de todo lo que se dice y transcurre significa que se acerca la muerte? Los silencios (Feld: “Los represores jamás mencionaban qué estaba ocurriendo”), los eufemismos (“La muerte era negada de modo sistemático, aludida mediante eufemismos y conocida solo a través de rumores”), las situaciones contradictorias al extremo (el agresor-protector, el torturador-pareja) hacen a la lógica del tormento.

Así en la ESMA. Y así hacia afuera. Porque así operó, de hecho, el terrorismo de Estado en su proyección a la sociedad como tal. Dando a ver (porque hay cosas que se veían), dando a saber (porque hay cosas que se sabían); y a la vez ocultando, escamoteando, encubriendo. En la ESMA: la muerte estaba ahí (¿dónde, sino ahí, estaba la muerte?) y a la vez, como dice Feld, “muy pocas veces era visible”, “Los testimonios de sobrevivientes hablan de ruidos, de un ambiente muy tenso, de momentos en que no los dejaban circular por el Casino de Oficiales. Ninguno de ellos presenció directamente estas acciones”. En la Argentina en general: el terror se impuso como manifestación necesariamente ostensible, como mostración de la acción represiva con fines de intimidación; y a la vez, como sabemos, la represión del Estado fue clandestina, fue ilegal, fue secreta, destruyó o sustrajo sus registros, borró sus huellas. Y todo ese ocultamiento, toda esa equivocidad artera, fue parte de la maquinaria del terror. No muertos, sino desaparecidos. No cuerpos, sino ausencias. No información, sino incertidumbre. Toda pregunta esgrimida con pretensión de respuesta cerrada es por ende de por sí una mentira, una forma acaso alevosa de faltar a la verdad.

Leon Ferrari (1995), sin título de la serie «Nunca Más». MNBA, colección familia Ferrari.

Cuenta Lisandro Cubas lo que pasó cuando fue forzado a viajar a Bahía Blanca en un avión en el que iba nada menos que Anaya: viajó clandestinamente, debía “pasar desapercibido” incluso para el mismísimo Anaya. Cuenta Ana María Soffiantini lo que pasó cuando la sacaron de la ESMA para ir a dar una vuelta en auto por la ciudad: ella y una compañera levantaron las manos para mostrar por las ventanillas que iban esposadas, pero “constataron que nadie las había notado”. Cuenta Adriana Marcus lo que pasó cuando las llevaron a comer a un restaurante muy concurrido, cena atroz de torturadores y torturadas, de violadores y violadas: “un grupo atípico de víctimas y represores pasaba inadvertido”. Esa lógica del terror: la de lo que queda a la vista y al mismo tiempo no se ve, la de lo que se exhibe y al mismo tiempo pasará desapercibido, la de la anormalidad más aberrante que puede no obstante integrarse a una normalidad, la de la situación inconcebible que puede sin embargo formar parte de una escena cotidiana. “¿Cómo narrar los hechos reales?”, se preguntaba Ricardo Piglia en 1980 en el comienzo de Respiración artificial. Este libro en más de un sentido retoma esa formulación, la adopta, la prolonga, la amplifica y se plantea: ¿Cómo comprenderlos?


“ESMA. Represión y poder en el centro clandestino más emblemático de la última dictadura argentina»

Dirigido por Marina Franco y Claudia Feld.

Editorial: Fondo de Cultura Económica, 2022

200 Páginas.


[i] Lecturas de fondo, texto leído por Martín Kohan en la presentación de “ESMA. Represión y poder en el centro clandestino más emblemático de la última dictadura argentina», libro compilado por Marina Franco y Claudia Feld y publicado por FCE.

Ensayo de ella. Ensayo de la disyunción

Por: Lucía De Leone

Lucía De Leone reseña Ensayo de ella. Un estudio performático del yo y su relación con los objetos y la naturaleza (2022), obra con guion de Alejandra Laera y dirección de Andrea Servera y Lisa Schachtel. De Leone se detiene en los posicionamientos que la obra despliega para narrar un pedazo de vida, posicionamientos que son multidireccionales y en los que se cuelan, por las distintas capas que forman el recuerdo, experiencias, objetos y lecturas. Ensayo de ella puede verse los domingos 19 y 26 de junio en El Grito (18h, Costa Rica 5459, CABA).


Es domingo a la tarde. En el teatro El Grito (Palermo, Ciudad de Buenos Aires), una sala pequeña enfrenta asientos a un escenario emblanquecido por telas y plagado de objetos. Hay algún que otro taburete que oficia de sillón. Se trata de Ensayo de ella.  Un estudio performático del yo y su relación con los objetos y la naturaleza, con guion de Alejandra Laera, crítica cultural, investigadora del CONICET y docente de Literatura argentina en la Universidad de Buenos Aires. Durante la pandemia, ella hizo algo convencida: aflojarse los fórceps hasta, por fin, sacárselos. La ensayista sabe muy bien que hay épocas que exigen distintos tipos de prácticas y, acaso favorecida por los ritmos del aislamiento preventivo, desempolvó fotos viejas y anudó ideas con deseos para darle una forma espectacular al texto escrito, cuyas primeras versiones nacieron en el taller de monólogos de la dramaturga y actriz Lorena Vega.

No hay nadie a la vista. De golpe, música y dos chicas –encarnadas por Ale y por la actriz Martina Vogelfang– ingresan a escena bailando. Una danza cuyo concepto enseguida delata a la coreógrafa Andrea Servera que dirige la obra junto a la talentosa Lisa Schachtel. ¿Cómo se cuenta una vida?  Hay varias puertas de acceso, claro, pero aquí se saltan las cronologías y se prefiere el relato que sigue el pulso de las intensidades: los afectos, los vínculos particulares que trazamos con los objetos, la relación vivencial con lo natural y, como no podía ser de otro modo, las lecturas conquistadas.

Una taza con café caliente que, ante el menor descuido, puede caerse al piso o sobre las piernas cuando todavía estamos dormidas. Cuatro piernas que se montan en zapatos con taco aguja o plataforma, no bien decidimos el outfit o recordamos el look favorito para el cumpleaños del chico que nos gusta.  Un afán por las alturas: ascender en máquinas a torres y rascacielos que territorializaron imágenes de modernización urbana en distintos momentos históricos (La Torre Eiffel, El Empire State) o trepar con los pies y con las manos hasta la cima de monumentos naturales (una montaña del sur de la Argentina), lo que constituye un antes y un después en la dueña de esa vida que se cuenta después de un cumpleaños, es decir después de un año después. Acostarse sin más sobre un lecho de libros o atemperarse con una frazada de libros.

Algunos de estos son los posicionamientos elegidos para narrar, sobre un escenario, un pedazo de vida. Un posicionamiento, entonces, que, aunque parezca coquetear con la orientación de los ejes cartesianos (horizontal- vertical), es ante todo multidireccional. En primer lugar, no hay una periodización consecutiva para el relato de esa vida, sino que los vericuetos de la existencia se van colando por las distintas capas que forman el recuerdo, la selección y jerarquización de lo que está bueno contar. Lo que está bueno de contarle al público que queda en un ahí nomás íntimo, oliendo los perfumes de las camperas, sintiendo las caricias de las coreografías, pisando con ruido las mismas tablas, distinguiendo las orejitas que marcan los libros, resistiendo el frío de la alta montaña, aceptando la invitación a subrayar esa frase que nos convoca cuando de escribir se trata. Y si el cuerpo elige una postura hacia todos los lados, la escritura, que en teatro es puesta en voz, toma como estructura hegemónica de conexión de ideas las formas de la copulación y la disyunción. Así las partes conectadas también se multiplican, no sólo por la propulsión enumerativa sino porque cada cosa que se pone en estado de coordinación también se abre a la desunión: puede ser esto, lo otro, o lo otro: zapatos con tiras o botas o chatitas; libros nuevos o usados o robados; retratos o fotos de paisajes; la subjetividad femenina es ella(a) o ella(b) o ambas o ninguna; fue ayer o el tiempo es hoy. Todo siempre depende.

Volvamos al subtítulo de la obra: ensayo performático del yo. La primera persona habla de sí misma en tercera, a la que cierta tradición lingüística definió  como la “no persona”. Vemos así más que la fácil desmembración entre la niña y la adulta, toda una apuesta sobre las inflexiones que hacen a las identidades fluidas, mutantes, incardinadas y desorientadas del presente. Ella actúa de ella, ella se performatea, ella se dice de muchas maneras: recordemos que ella fumaba cuando quedaba bien (nos lo muestra la foto), pero ahora que ella no fuma, hace que fuma, actúa que pide fuego, se hace la que quiere una pitada. Y para que esto ocurra es necesario ensayar, es decir, llevar adelante una exploración teórica y crítica, fraguar experiencias corporales, posar,  hacer borradores y tachar.

El procedimiento se repite, pero no para tornarse familiar (practicar las tablas de multiplicación para memorizarlas), sino para extrañar lo cotidiano y hacernos tomar distancia (dejarse arrasar por lo inacabado y el anacoluto de una vida en tránsito). En el mismo proceso del ensayo se nos avisa que se trata de un ensayo.  Hacer hipótesis sobre ella implica probar ideas, evaluarlas, desestimarlas, volverlas a elaborar: “no, así no”; “decilo otra vez”; “repetilo”; “no sale”; “ahora sí” son fórmulas de la prueba y el error que podrían formar parte del guión. No por casualidad la escena fundamental de la obra es el momento en que una de ellas habla de ella misma mientras se mira en la foto donde está ella mirándo(se) a ella en el espejo. Una perspectiva pluridireccionada, un aleph cosmético, que abarca a todas las ellas en todos los tiempos pero hace punctum en su seña particular: la boca roja que se cubre de más rojo con el carmín o el pintalabios o el rush o el labial.

El texto se rige también por un principio de heterogeneidad mediante el cual se arma un archivo personal, pero también epocal y cultural: qué lee ella y cómo lo hace dice mucho de cómo leemos en esta época; la transitividad emocional de los objetos nos pone en contacto con teorías materialistas de la existencia planetaria; la puesta en crisis de lo natural de la naturaleza frente a la reconstrucción artificial del final y ante la configuración de una montaña afectiva, amorosa y hasta erótica nos habla también sobre las preocupaciones socioambientales de la actualidad. Mientras los zapatos se exhiben al mismo nivel que fotos y libros, el monólogo interior convive con el diálogo, el indirecto libre con la doxa, la música integra o abandona las proyecciones.

Con guiños al biodrama, al teatro de objetos y al teatro-danza, entre la performance y el laboratorio escénico, esta obra es un acto de intervención. Y lo es porque deja asentada una posición crítica sobre cómo hacer ficción en la escena contemporánea con los recursos disponibles y los inventados. Y lo es, ante todo, porque la intervención es la que dictamina el curso del texto escrito que se representa con el cuerpo: una canción de PJ Harvey es la base para alojar la propia voz y las citas que provienen de las lecturas que marcaron un camino para la ensayista que experimenta en esta obra: Alfonsina y Estela Figueroa se encuentran con Roland Barthes y Sara Ahmed en el acontecimiento que a Ale le encanta imaginar.

Ante las tantas incertidumbres con las que nos topa nuestra época, no importa tanto si Ensayo de ella sabe o no sabe si esto es amor. Lo que en definitiva interesa es cómo nos induce –con aciertos, con errores, en carretilla o en tacones, a oscuras o con luces de neón– a la preparatoria de una novela. De una novela que se escribe por fragmentos, como se escribe la vida, con el plus que traen los rizos del discurso amoroso.

Sorpresas y heridas. En torno a «Desafiar el sentir. Feminismos, historia y rebelión», de Cecilia Macón

Por: Florencia Angilletta

Florencia Angilletta reseña Desafiar el sentir. Feminismos, historia y rebelión (2021), de Cecilia Macón. Angilletta propone efectos de lectura y saca a la luz los entrecruzamientos que se dan en un texto construido desde y sobre los afectos.


Entrar a un libro es, al seguir las huellas de los modos de leer de Barthes, leer sus “partes blandas”. Entrar a Desafiar el sentir. Feminismos, historia y rebelión por la forma misma en que está escrito, es decir construido, puede ser comenzar por los agradecimientos. Todo libro es una carta de gratitud en el que las citas son los/as invitados/as a participar del texto y los agradecimientos (muchas veces hay coincidencias entre ambos) son el procedimiento explícito en que se tramitan estas redes. En la escritura de Desafiar el sentir se pone de manifiesto el “trabajo de largo aliento” en el que se entrelazan las investigaciones y publicaciones, la docencia, el contacto con colegas y estudiantes, los intercambios intelectuales (y afectivos, desde luego) que propulsan estas escrituras. El agradecimiento como parte blanda es la caja de resonancia de las condiciones de su producción que, en este caso, son especialmente subrayadas y pueden ser un primer modo de leer o proponer una clave de lectura.

La portada del 5 de junio de 1913 del periódico inglés The Daily Mirror muestra a la activista Emily Davison tirada en el piso tras irrumpir en medio de la carrera del Derby de Epson para protestar y pedir por el sufragio femenino.

Digámoslo de otro modo: ¿Cómo leer desde el afecto un libro sobre los afectos? Ese conjunto de materiales, discusiones, cuerpos y prácticas al que llamamos, no de forma estable ni armónica, “giro afectivo”. La forma afectiva, entonces, construye este texto para organizar, a la vez, una serie de discusiones conceptuales y un “archivo de sentimientos”. Al mismo tiempo, encarna la materialidad en la cual se suceden las transformaciones afectivas que los feminismos vienen desarrollando a partir de los últimos años, entrelazados con la lucha y la conquista del derecho al aborto, seguro, legal y gratuito. No casualmente, el título pone de manifiesto esta tensión: el atravesamiento de las propias trayectorias intelectuales-afectivas (los feminismos en plural como comunidad política o modo de poner en común lo político); la historia (un proceso interrumpido y torsionado entre el pasado y el presente); y la rebelión (una expectativa que cristaliza la productividad de estas tensiones, no necesariamente al modo teleológico de un proceso y de un resultante, sino más bien ese estadio de cuestionamiento e interrogación). Desafiar el sentir es un libro, pero también es una reescritura de los efectos de lectura que Cecilia Macón produjo en las textualidades de sus colegas y de los/as jóvenes, quienes muchas veces conocieron (conocimos) estas bibliotecas a través de ella, de su arrojo y de su ímpetu y, al mismo tiempo, de los procesos activistas y políticos concomitantes a esas transformaciones epistemológicas.

Simulacro de votación de 1920 en la sede de la Liga Patriótica Argentina de Buenos Aires. Gentileza Archivo General de la Nación.

Estas escrituras se organizan tanto con los afectos que hacen posible la reescritura de la ciudadanía (de la ley), como con los modos institucionales afectados: los cambios mismos que pueden ocurrir en el lenguaje con el llamado “lenguaje inclusivo” o con las posibilidades tecnológicas a través del análisis de los memes o hashtags, por ejemplo, en ocasión de la lucha por el aborto. Los afectos puestos en juego en la escritura, en ese hecho de lenguaje. El libro hace de sí mismo ese “archivo de sentimientos” e introduce, por ejemplo, la voz de la poeta chilena Teresa Wilms Montt: “nací cien años antes que tú, sin embargo te veo igual a mí”. O cuando señala: “esto no debería estar sucediendo”, frase de Joan Didion, en Noches azules, ante la muerte impensada de su hija. O cuando precisa que Séneca Falls es un pueblo en el Estado de Nueva York con “pocos autos, árboles robustos, comercios con cartelería policíacamente controlada, un nuevo setting tal vez para capítulos extra de Gilmore Girls”.

Desafiar el sentir se organiza en cuatro capítulos: “Nosotras abortamos”, “Declarar sentimientos en 1848”, “Simular para emancipar”, “Ya es ley, el deseo inevitable”. El primer capítulo trabaja con las acciones feministas en Francia en 1970, en particular, vinculadas con los derechos de las mujeres y las distintas performances políticas. El segundo analiza desde los afectos la declaración de derechos y la militancia sufragista conocida como “Declaración de los sentimientos” en 1848 en Estados Unidos. El tercero interviene sobre las experiencias de simulacro sufragista en Argentina en la década del veinte, desde la imagen de Julieta Lanteri al emitir su sufragio en 1911 hasta la simulación realizada en 1920 por 5000 mujeres que votaron en las elecciones legislativas. El cuarto coagula los análisis a partir de las intervenciones de la lucha y conquista por el derecho al aborto, legal, libre, seguro y gratuito en la Argentina, y la constitución de la llamada “cuarta ola”, con las generaciones más jóvenes de feministas.

En Mendoza, una mujer joven participa del simulacro de votación en 1920, vestida de blanco, color elegido por las sufragistas. Gentileza Archivo General de la Nación.

La estructuración formal de los capítulos muestra tensiones que son genealógicas en el “giro afectivo”, que son los modos de leer en tanto operaciones de cruzar materiales culturales y políticos (fotografías, programas televisivos, documentos, leyes, literatura, cuerpos, vidas, hashtags, memes, teorías), geografías (Francia, Estados Unidos, Argentina) y temporalidades (1970, 1848, 1920, 2018). Desde la forma de cada capítulo se interviene en los afectos, no como instancias distintas de la acción (la discusión sobre su supuesta pasividad), ni en la dicotomización razón/pasión (los modos supuestos en que ciertos afectos masculinos producen ámbito público, mientras que otros femeninos codifican ámbito privado). Son los tejidos temporales en tanto operaciones de lectura que alteran las relaciones clásicas y lineales entre pasado, presente y futuro. Un cambio: no es que primero se trata de sentir y después hacer, sino que sentir es hacer, o al menos, incluye una dimensión performativa del hacer. De cómo “hacer cosas con palabras” a cómo “hacer cosas con sentir”. Leemos en Desafiar el sentir:

El orden cisheteropatriarcal se legitima a través de una configuración afectiva que se pretendía inalterable. Comenzando por el clásico gesto que adjudica emociones y pasiones desestabilizadoras a las mujeres y el arma productiva de la razón a los varones, la matriz opresora se continúa con el abismo establecido entre pasiones políticas masculinas –valentía, ira, orgullo– y las consideradas nimias –básicamente, la sentimentalidad–, adjudicadas a las mujeres. (Macón, 2021: 13)

Si Desafiar el sentir es una reescritura de los afectos, que son tanto el motor de los feminismos como los modos de leer nuestra propia vinculación con ellos, y las formas en que la historia puede estar atravesada por la rebelión, una de las apuestas de lectura que produce este libro es la de agencia afectiva feminista. La agencia como una forma de introducir una dimensión que altera las clásicas lecturas en torno a los dispositivos de dominación y resistencia. Así incorpora como reescritura los modos de leer los afectos (y efectos) que produce el “giro afectivo” en los feminismos: ¿dónde está la acción?, ¿dónde reside la potencia?, ¿qué es un acontecimiento?, ¿cómo se altera la escisión moderna entre lo público y lo privado?, ¿qué implica leer desde los afectos?

… desde sus comienzos los movimientos feministas entendieron que el camino hacia la emancipación requiere alterar esa configuración para generar otras posibles […] Lo que se pone en funcionamiento aquí es una agencia afectiva específica donde los afectos no son meros disparadores de la acción, sino que señalan una relación tensionada aunque productiva en términos de capacidad de acción entre afectos y emociones. (Macón, 2021: 13)

La agencia afectiva no implica exhibir un orden afectivo más auténtico o espontáneo –como pretenden ciertas versiones del giro afectivo–, sino inventarse una configuración nueva: intervenir los afectos, más que nutrirse de ellos. […] Lejos de una concepción en la que los afectos son causa de la acción, la agencia afectiva supone la refiguración del orden afectivo como efecto y como causa. (Macón, 2021: 35)

En la primera página de la introducción aparece una palabra que puede ser un modo de leer estas partes blandas y que también evoca algo de la colorigrafía de la tapa realizada por Pablo Font: “sorpresas”. Si en algún punto, una escritura aloja lo que se espera, una reescritura podría incluir además lo inesperado, pero no meramente como la inversión o la contra, sino justamente por las sorpresas que acontecen en la producción misma de esa reescritura. Esas sorpresas son, en buena medida, esta colección de “archivos de sentimientos” que propone este libro, lejos de un manual o de hitos de los feminismos, en la decisión afectiva (que nunca es anti-intelectual) de estos cuatro cortes organizados por las luchas sufragistas y las luchas por el aborto como modos de reescribir la ciudadanía.

Otra de sus apuestas es releer la ciudadanía a partir de los modos en que los afectos no son una cosmética o un complemento sobre el orden cisheteropatriarcal, sino la forma misma en que se produce ese orden y sus divisiones: público/privado, trabajo/labor, valor/invisibilización.

La distinción entre afectos masculinos y femeninos es la que instituye la dicotomía entre una esfera pública y una privada. (Macón, 2021: 48)

No es que se hayan asignado los afectos femeninos al orden privado y los masculinos al público, sino que la distinción entre el orden público y el privado fue constituida a través de la asignación de afectos femeninos y otros masculinos. (Macón, 2021: 75)

Así también, esta operación se construye a partir de las conexiones temporales que desafían el sentir de la historia y sus rebeliones.

Se trata de un archivo de demandas que sostienen la continuidad del presente con el pasado de modo tal que no hace del último ni una instancia remota, aunque pendiente de resolución, ni un trauma estrictamente presente, sino un contacto fugaz, pero carnal y afectivo, por medio de la presencia de quienes son introducidas en tanto activistas insistentes más que como sobrevivientes o figuras casi fantasmales. (Macón, 2021: 201)

En las últimas páginas está escrita la palabra “herida”. Esa resonancia puede abrirse, en al menos, dos dimensiones. En “El movimiento hacia la emancipación de la mujer en la República Argentina”, la dirección de la revista El Mundo escribe antes de la publicación de un texto de Alfonsina Storni: “El voto de la mujer ya no parece una utopía y grandes repúblicas lo consideran como un medio, acaso el mejor, de moderación social en estos momentos de peligro para la democracia. Alegrémonos de que nuestras compañeras del hogar puedan contar con nuevos campos y medios para traernos un poco más del sólido caudal de su inteligencia y experiencia y sobre todo del inmenso poder de sus sentimientos”. Este texto es releído de forma distinta después de Desafiar el sentir, cuyo dispositivo hace resaltar estas palabras: “el inmenso poder de sus sentimientos”.

Activistas homenajeando a “La mujer del soldado desconocido” en el Arco de Triunfo en París. 26 de Agosto de 1970.

Respecto de la otra dimensión, en el primer capítulo del libro se analiza como performance la puesta en escena en 1970 en Francia, en El arco del Triunfo, para homenajear a “la mujer del soldado desconocido”. El 2 de abril de 2022 se cumplen cuarenta años de la guerra de Malvinas. Después de la lectura de Desafiar el sentir, cabe preguntarse por los afectos y los feminismos que acompañan ese día. Quizás la tensión, a lo sumo, se pose sobre las figuras públicas, como las enfermeras, las mujeres que estuvieron cerca de la “escena” Malvinas. Pero la pregunta que nos queda es quiénes recuerdan a las mujeres de los soldados desconocidos. Las desconocidas últimas. Lo que siempre cuesta tanto leer como “público”.

Quizás un libro que funcione como una reescritura sea en definitiva eso. No uno que solo empieza y termina en el afecto con el que dice lo que dice, sino aquel que, en tanto “archivo de sentimientos”, produce efectos de nuevas lecturas. Es decir, produce otras escrituras, otras miradas. En Desafiar el sentir también hallamos esa generosidad: la de un texto que va a producir más textos y conversaciones porque, en definitiva, afecta y desafía. Sorpresas y heridas.


Macón, Cecilia. (2021). Desafiar el sentir. Feminismos, historia y rebelión, Buenos Aires, Omnívora Editora, 256 páginas

Así en la tierra como en el papel Laerte-se: historia de una construcción identitaria

Por: Guillermo Portela

Después de 58 años entre lápices y pinceles, el dibujante brasileño Laerte Coutinho tomó la decisión de declararse como mujer transgénero. Un proceso repleto de preguntas que plasmó en sus dibujos e historietas y que, una década después de ese cambio, es narrado en un documental titulado Laerte-se (2017).


Laerte-se, el documental dirigido por Lygia Barbosa y Eliane Brum, cuenta el proceso de su cambio de género, la relación con su cuerpo, el trato con su familia, las presiones sociales y, lo que entendemos que atraviesa de principio a fin el relato, la representación que escoltó desde sus tiras cómicas y que podemos pensar como un acto performativo que antecede el cambio personal que Laerte alcanzó.

Este artista paulista nació en 1951 y desde los 17 años supo que era gay, pero se ocultó para que nadie lo viera porque, como ella cuenta en una entrevista a Daniel Enzetti (2015), “estaba aterrado y pendiente de lo que podía decirse a mi alrededor”. Se casó tres veces, “siempre con mujeres”, pero “todos los matrimonios terminaron más o menos por lo mismo. Buscaba hombres un rato, y después volvía a casa, a seguir actuando de jefe de familia”.

Laerte se coloca en el lugar del sujeto que crea arte, que produce un lenguaje, y ocupa simultáneamente tanto el lugar del que mira como el sitio del propio cuerpo que es mirado. Así, la capacidad performativa de su lenguaje y de su dibujo es constructora o visibilizadora de una identidad subalterna en constante edificación.

Muriel, la delantera

Para Laerte Coutinho, su proceso de transformación comenzó el año después que murió su hijo Diogo de 22 años en el Carnaval de 2005 en un accidente automovilístico. En este trance, sus dibujos también funcionaron como terapia y reconstrucción hacia el pasado, como una relación contrafactual con su hijo que ya no estaba. En una tira, Laerte, con su nueva apariencia lo menos caricaturizada posible, dialoga con el joven y logra decirle lo que no había podido, “desde que te has ido he cambiado un poco”. “Eso es bueno” (“isso é bom”) le contesta Diogo.

Con una nueva apariencia, la artista reflexiona y se cuestiona en voz alta: “La muerte como disparador, es horrible” (0:17:21). Pero luego del fallecimiento de su hijo, tomó la decisión de declarar públicamente que era una travesti y poco después se calificó a sí misma como transgénero. “Basta, voy a ser mujer. Voy a emprender este viaje” (0:15:08).

De tal manera, daría la impresión que el efecto identitario que se le puede reclamar al arte, y a las tiras cómicas en este caso, en tanto que discurso más descontracturado pero no menos legitimado, tiene que ver con la supuesta posibilidad de materializar como presencia aquello que crea a través de la imaginación y dispone la construcción de la “otra historia de la historia” (Mansilla Torres 2006, 131). El dibujo de Laerte materializa lo que ya no es, pero también aclara que “no necesitamos olvidar la cara que tuvimos” (0:15:12), y se muestra con pelo corto y una sombra de barba. Del mismo modo, su arte anticipa lo que está por venir: “el personaje (Muriel) era mi delantera” (0:18:16), murmura como en un pensamiento en voz alta.

Hugo Baracchini que se publicó originalmente en el cuaderno de informática de Folha. De St. Paul, es una de las principales creaciones de Laerte. Este personaje es un hombre común,

es un ejemplo de la raza humana, no muy ejemplar. Los grandes temas como la vida, la muerte y el sexo lo llenan de dudas. Pequeños temas también. Tiene un coche, una novia llamada Beth y una computadora. Por cierto, las computadoras y todo lo que sucede en el mundo de la informática y la tecnología (y cómo afecta la vida de las personas) son el trampolín para las tiras de este. (Laerte 2005)

Hugo comenzó a mudar en Muriel, “abandonando su existencia como un hombre con simples problemas existenciales para sumarles gradualmente los conflictos de una persona crossdresser, primero, y transgénero después” (Brodersen 2017). Muriel fue espejo de los conflictos propios y ajenos e instaló en la sociedad brasileña una mirada humorística e incorrecta sobre la condición trans.

Laerte vive su identidad transgénero como una construcción cultural y percibe, al igual que Judith Butler, que la performatividad del lenguaje es la “práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra” (2010, 18). Por esto mismo, para ella, las identidades sexuales se edifican y “son convenciones, son posibilidades, son lenguajes” (1:19:11).

Ahora bien, podemos agregar que la potencia del discurso, y el dibujo en este caso, residiría en su capacidad de otorgar su constitución con profundo significado simbólico, social y emocional. Pero Butler también considera “que el discurso mismo es un acto corporal con consecuencias lingüísticas específicas” (2007, 31), donde el cuerpo “adquiere significado dentro del discurso solo en el contexto de las relaciones de poder” (2007, 193/194). Laerte entiende que ser humano es una tendencia, y la cuestión del género “no es algo creado por Dios…entonces pued[e] rever todo” (1:20­:26). En tal caso, desde su cuerpo y dibujos, discute las relaciones de poder que obligan a definiciones identitarias sexo-genéricas estancas: se es hombre o se es mujer. Así, esta artista gráfica vive su identidad como una construcción cultural que puja por una libertad en constante creación.

El cuerpo

Ante esta nueva faceta, la relación con su cuerpo es un dilema que aún parece no resolver. Cuerpo y vestimenta es la carta de presentación frente al otro, y esto genera una suerte de lucha entre apariencia personal y lo que los demás esperan de cómo debe verse uno. Diana Taylor recuerda que la “performance ofrece también una manera de generar y transmitir conocimiento a través del cuerpo, de la acción y del comportamiento social” (2012, 31).

Laerte no se ha operado los pechos o cualquier otra parte del cuerpo; tampoco ha tomado hormonas. Ella comprende que “un cuerpo rara vez está resuelto para siempre” (1:33:49). Tampoco los dibujos están libres de constantes cambios, y siente que no logra pasear su cuerpo con serenidad en una sociedad materialista.  La cirugía de mamas es un tema que la inquieta. De alguna manera, entiende que los pechos “son un documento” (0: 51:16) que la precede. Para explicarlo recurre a una escena de la película Un hombre llamado caballo. Allí, un individuo con claros rasgos anglosajones, representado por Richard Harris, debe probar su disposición y someterse a un martirizante ritual que le garantizará su pertenencia a la tribu indígena. La tortura consiste en clavarle dagas en los pechos y colgarlo de ellas sobre el fuego. La cicatriz, que se perpetuará en su cuerpo, será la marca visible del compromiso y la pertenencia para con la tribu. En igual medida, la cirugía de mamas sería para Laerte una marca de compromiso con aquello que se espera de una mujer transgénero. Presentarse en sociedad así, con vestidos floreados y rubor en las mejillas, con una escueta cadera y sin pechos, es una ruidosa ruptura entre lo que uno es y lo que los otros esperan que uno sea.

No obstante, la artista brasileña no hace caso omiso a la controversia y se debate entre cuatro verbos a la hora de decidir la cirugía de mamas: querer, poder, necesitar y deber. Los tres primeros verbos dependen de ella: ella quiere, ella puede, ella necesita. El cuarto verbo, deber, la perturba especialmente porque depende de los demás, ella se pregunta: “¿Y el deber?… siempre escucho a la fascista hija de puta señalándome y preguntándome: ¿y los pechos?” (0:51:00). Laerte entiende perfectamente que la identidad y

la formación de un sujeto exige una identificación con el fantasma normativo del «sexo» y esta identificación se da a través de un repudio que produce un campo de abyección, un repudio sin el cual el sujeto no puede emerger. (Butler 2010, 20)

Asimismo, los señalamientos que menciona Laerte no son exclusivos de los sectores más conservadores. En relación con esto, Butler (2010) recuerda que las necesidades de “coherencia” en las identificaciones del género van a producir repudios cuando estas se problematicen o se tornen “ambiguas” y poco aprehensibles.

Así, “hasta mismo los que aceptan su lado ‘travesti’ van a tener dificultades en aceptar ese ‘ganar’ y ‘perder’. identificaciones” (Pinto Fernandes de Azevedo 2011, 9). De esta suerte, Hugo Baracchini puede ser Muriel y volver a ser Hugo, tanto como Laerte puede ser el (abuelo) de su nieto, el padre de sus hijos y volver o, mejor dicho, nunca dejar de ser una mujer transgénero.

En este contexto, cuerpo y apariencia se convierten en algo que excede la pertenencia de lo propio. Es un anuncio que difunde una identidad en tanto subjetividades que se construyen en la mirado del “otro”.  Por consiguiente, las modificaciones que se ejecutan sobre el propio cuerpo influyen transformaciones sociales que condicionarán la relación de este con el afuera. “El cuerpo, por tanto, se presenta como un medio de comunicación y expresión, a través de la cual cada individuo expresa sus gustos e intereses” (Conceição de Oliveira/ Zago 2018, 8).

Por otro lado, como menciona Inácio dos Santos (2010), la identidad está signada por las diferencias que tienen las marcas concretas que ayudan a identificar, en las relaciones con el “otro”, quién es, por ejemplo, mujer y quién no. Entonces la construcción de la identidad es tanto social como simbólica, y la puja por afirmar una u otra identidad o las diferencias que las rodean tienen causas y consecuencias materiales concretas. Por lo tanto, el sexo no solo determinaría una norma,

sino que además es parte de una práctica reguladora que produce los cuerpos que gobierna, es decir, cuya fuerza reguladora se manifiesta como una especie de poder productivo, el poder de producir – demarcar, circunscribir, diferenciar – los cuerpos que controla. (Butler 2010, 18)

Laerte sabe de las reacciones que genera su apariencia porque, como ella menciona, nadie puede “dejar el cuerpo de lado, pero tampoco se puede resumir todo al cuerpo. Es central pero no es todo, porque si fuera todo aceptamos la biología como único norte” (0:29:30). Con pinceladas de humor y algunas muchas críticas, Laerte ensayó, pensó, discutió y trabajó su cuerpo en el cuerpo de Muriel y Hugo. La precede una fe en el poder performativo de la escritura y el dibujo que le permite “no solo producir un efecto desde la acción que construye, sino también y sobre todo instaurar una realidad que, antes de su ejecución, era virtualmente inexistente” (Aguilar 2004, 4). Por otro lado, entiende mejor que nadie que la profesionalización del dibujo y la escritura, es decir, la tarea creativa y de expresión acotada a los mandatos del mercado, “es la construcción de pequeñas jaulas y límites” (0:20:26). Sin embargo, en su vida, el tema aún no está cerrado del todo, porque si quiere, y puede, y necesita, entonces tal vez deba.


Bibliografía

Aguilar, Hugo. “La performatividad o la técnica de construcción de la subjetividad”. Universidad de Río Cuarto, (2004).

Brodersen, Diego. “Mudar de vida”. En Página 12 “Cultura y Espectaculo” 17 de julio (2017).

Butler, Judith. El género en disputa /El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós, 2007.

Butler, Judith. Cuerpos que importan: Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Paidós, 2010.

Conceição de Oliveira, Gabriel y Zago, Luis Felipe. “Muriel Total: corpo e gênero nas charges de Laerte Coutinho”. En Intercom – Sociedade Brasileira de Estudos Interdisciplinares da Comunicação 41º Congresso Brasileiro de Ciências da Comunicação – Joinville – SC – 2 a 8/09/2018, pp. 1-15.

Enzetti, Daniel. “Una artista con la falda bien puesta”. En Infonews 20 de julio, (2015).

Inácio dos Santos, Virginia. “Identidade e diferença”. En Mandragora Vol. 16, nº. 2010, pp. 115-117.

Laerte. Hugo para principiantes. São Paulo: Devir Livraria, 2005.

Lygia Barbosa y Eliane Brum. Laerte-se. Brasil: TrueLab para Netflix, 2017.

Mansilla Torres, Sergio. “Literatura e identidad cultural”, En Estudios filológicos n.41 Valdivia septiembre, (2006), pp. 131-143.

Maximo, Carlos Eduardo. Compreensão de professoras da educação infantil acerca da constituição da identidade de gênero da infância. Itajaí. Dissertação (Mestrado em Psicologia) Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande do Sul. 2000.

Pinto Fernandes de Azevedo, Adriana. “Dibujando con transgresión en Latinoamérica”. IX Jornadas de Sociología. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, (2011).

Taylor, Diana. Performance. Buenos Aires: Asuntos impresos ediciones, 2012.

Un viaje de la memoria: sobre «Parajes» (2021) de Cristina Iglesia

Por: Karina Boiola

Imagen: edinudi-ph

Parajes (2021, Editorial Nudista), el último libro de relatos de la escritora, docente e investigadora Cristina Iglesia, puede leerse como si de un viaje se tratara, ya que invita a un recorrido por los lugares, los afectos y las lecturas que marcaron una vida. El libro se presenta el sábado 23 de abril de 2022 a las 18:30h en Caburé Libros (México 620, CABA), con lecturas de Claudia Torre y Loreley El Jaber.


Parajes (2021) es el tercer libro de relatos de Cristina Iglesia, luego de Corrientes (2010) y Justo Entonces (2014). Su autora es, además, investigadora especializada en literatura argentina del siglo XIX, publicó libros de crítica literaria, como La violencia del azar: ensayos sobre literatura argentina (2003) y Dobleces (2018), fue Profesora Titular Regular de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires y enseñó también en las universidades de Neuquén, Lille, Roma, Río de Janeiro, Nueva York, París, San Pablo y Nueva Orleans. Menciono estos datos –que se encuentran en una nota biográfica al final del libro– porque en las páginas de Parajes aparecen distintas inflexiones de la lectora, la investigadora y la docente que es también su autora.

Leer Parajes es como emprender un viaje: quien narra nos lleva a través de un viaje de la memoria, su memoria. Como se descubre en “Isleña”, el último relato del libro (aunque ya se intuye desde antes), en el caso de Parajes narradora y autora coinciden. Por lo que ese recorrido al que invita el libro atraviesa distintos lugares, épocas y recuerdos de su vida, desde la infancia hasta hace unos pocos años atrás, y nos deja entrever, además, algo de sus afectos: amistades y, sobre todo, la presencia de su padre, una figura que se evoca en más de un relato. Una voz distintiva une las escenas, percepciones y observaciones que allí se incluyen: la de una mujer que, ya sea recorriendo distintas ciudades del mundo o en la quietud del campo, en una fiesta que celebra al gauchito Gil, hablando por teléfono con alguien que vive en Nueva York o mirando a un hombre que lee un libro junto a un árbol, narra en primera persona lo que observa, escucha o siente: es una voz que repara en los detalles, que se detiene en ellos.

Los diecinueve relatos breves que componen el libro trazan un itinerario, pueden leerse en conjunto. Cada uno de ellos podría ser, como sugiere el título, un paraje, un lugar donde quien lee, como si de un viaje se tratara, puede detenerse para luego volver a emprender camino. No es casual que, en el relato con el que se abre el libro, “Fuegos”, la narradora mencione que podría haber descubierto un nuevo paraje –o tal vez uno antiguo que ahora le es visible, porque nada es seguro en el campo– del que nadie sabe bien su ubicación ni quiénes lo habitan. Allí, en la línea del horizonte, en el fin del paisaje, “en el fin exacto de mi mundo”, en sus palabras, la narradora distingue un paraje antes desconocido y se percata de que tal vez sus moradores vean por primera vez, como ella lo está haciendo en ese momento, las luces de la casa en donde se encuentra. Ella también podría ser, para otros, un descubrimiento y una sorpresa. Porque el paraje es, como lo son los recuerdos, un lugar donde detenerse, pero es además un espacio incierto, escurridizo, que no se puede asir del todo.

Con esa materia porosa trabaja Parajes: la escritura como un modo de conjurar la “angustia de buscar algo que uno sabe que si se pierde es casi imposible de recuperar”, una frase que la narradora dice a propósito de un disco de Doreen Ketchens que busca en “La mañana”, pero que podrían ser, también, los recuerdos, los fragmentos de una vida. Del silencio del campo al clarinete de Ketchens, de la casa en Barrack Streets, en Nueva Orleans, al departamento de Balvanera. En “La mañana”, los sonidos (o su ausencia) y la música disparan la evocación: encontrar el disco de Doreen, hacerlo sonar en la cocina de la casa en Buenos Aires y cruzar el puente que separa el barrio de Algier del resto de Nueva Orleans, el puente que separa el pasado del presente, es simultáneo.  

Doreen Ketchens tocando Summertime en Nueva Orleans.

Esa idea del viaje que propongo al respecto de Parajes no es azarosa: en el libro se cuentan, en principio, numerosos viajes de la autora por distintos lugares del mundo y de la Argentina. En esos recorridos, por lo demás, no solo hay anécdotas y episodios peculiares, sino que la narradora deja entrever en ellos, de manera sutil y precisa, las emociones que le despiertan esos viajes. “Un día alemán”, por ejemplo, relata una travesía académica atravesada por la tristeza. La narradora había llegado a Berlín, en mayo de 2004, para buscar el único ejemplar de La Plata, de Santiago Arcos –el corresponsal de Lucio Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles– en el Instituto Iberoamericano de esa ciudad. Pero esa mañana, en la biblioteca, descubre que ese único ejemplar ya no existe, que se perdió en la guerra y que solo queda de él una ficha bibliográfica, que se conserva precisamente para resguardar la memoria del vacío dejado por la guerra, que refuerza la sensación de aquello que ya no está. En esa mañana fría para el otoño de Berlín, una ciudad a la que la narradora había llegado “buscando un lugar donde mi tristeza no le importe a nadie”, como dice allí, la persistencia del recuerdo de un libro irrecuperable le resulta conmovedora.  En “Más afuera”, también, el viaje está cruzado –o, más bien, imposibilitado– por la tristeza: la pena, después de varios intentos de comenzar la travesía, le impedía llegar a La Carlota, un lugar rodeado de montes, humedales y río. En ese espacio aislado del resto del mundo –de un mundo que, en 2011, cuando sucede el relato, padecía catástrofes naturales y conflictos bélicos–, la narradora intenta con una radio vieja hacerse de noticias del “afuera”, del “más allá” de las novedades locales. Cuando finalmente logra sintonizar una emisora de Asunción, no se le revelan noticias de Libia o de Japón, como esperaba, sino una súbita comprensión: reconocerse –a través del fastidio que le provocó escuchar que en la radio solo se ocupaban del “círculo obsesivo de las noticias lugareñas”– en la rabia y la frustración de su padre cuando, años atrás, le sucedía lo mismo al usar su enorme radio portátil.

Pero el viaje puede estar también contado desde el disfrute, como en “Coffee to go”. De la minuciosa descripción de la arena oscura de las playas volcánicas de Perissa, en Grecia –produce placer “meter las manos en esa arena oscura, empedregada, formada por minúsculas joyas brillantes”, nos dice–, la narradora pasa a relatar un curioso episodio que le sucedió en un café al paso en Sepolia, un barrio de Atenas. Allí, al pedir two coffees to go or to stay, se desata un pequeño revuelo cuando quien atiende el negocio no logra entender la indicación y debe llamar a un intérprete para que traduzca el pedido. De pronto, las dos mujeres que protagonizan el relato, luego de media hora de intercambios en un inglés griego y un inglés de la Cultural Inglesa de Corrientes, logran pedir sus cafés –ya fríos– y sus rosquillas, que no logran comer porque las invade un ataque de risa imparable. Y el viaje, también, se reconstruye a través de los detalles. En “Gatta egiziana”, la narradora, a diferencia de la mayoría de los turistas que visitan Roma, conoce la existencia de la pequeña gata oculta en una de las columnas del Palazzo Grazioli, imagina que ese animal es una diosa gatuna que vigiló el templo de Isis y que ahora está perdida en esa nueva ciudad y en este siglo, y descubre el tesoro escondido que dicen que la gata señala con su cabeza: los colores de la calle que resplandecen y se transforman en la tarde.  

Una modulación más del viaje: la migración. En “Locutorio”, la narradora se detiene en los rostros de las mujeres que hablan por teléfono, en un locutorio de La Rioja al 500, en Balvanera, con sus familiares en Bolivia o en Perú. Confiesa que ver aquellas escenas de melancolía le provoca la tentación de capturar, con su cámara, las “sonrisas tristes”, las “esperas detenidas” de esas personas que añoran sus afectos y su hogar, pero que se contiene, porque ella también, en el pasado, ha hablado por teléfono con su familia lejana y sabe cómo se sienten esas mujeres. La escritura, menos invasiva que la fotografía, recupera del olvido la sensación de nostalgia, de desarraigo que la narradora del relato ve en esos gestos y esas caras, en las que se reconoce.

Como anticipé, el recorrido que traza Parajes no es solo a través de lugares y geografías, sino que hay en él una travesía que atraviesa distintas temporalidades. “Horses” tal vez sea la historia del origen de este libro o, al menos, la narración de cómo la autora se inicia la escritura, ya que recupera el momento en que, a sus catorce años, se decide a escribir relatos sobre el mundo de las carreras de caballos. El acto de escribir, ya desde chica, estuvo marcado y motivado por la lectura: los cuentos de Sherwood Anderson serían el modelo de esas narraciones; su predilección por los caballos, por sobre cualquier otro animal doméstico, la marca distintiva de esa disposición temprana: “Cuando por fin escribiera mis relatos y fuera famosa”, escribe allí, “todos recordarían esa extraña predilección infantil”. Una chica que ya a los catorce años intuía que toda biografía de un escritor (o de una escritora, en su caso) recupera hasta los más nimios detalles de su vida, porque anticipan y hasta vaticinan su vocación literaria.

Si ese relato expone, además, que no siempre la vida y la literatura van de la mano –la narradora intentó escribir como Anderson, pero fracasó estrepitosamente, porque no era pobre ni estaba triste, como sus personajes–, “Nacer tarde” muestra el modo en que la literatura puede conmover, impactar en la vida. Allí, la poesía de Evgueni Evtuchenko le hace preguntarse a una joven narradora, como lo hacía el escritor ruso, si acaso no había nacido tarde para los sucesos relevantes de la historia. Para responderse, también como el poeta, que sí, que las cosas importantes se estaban acercando. “Las garzas” descubre, por el contrario, que la vida también irrumpe, a veces brutalmente, en la escritura, porque la violencia militar que allí se cuenta la interrumpe, la deja en suspenso: “Ese fue el último cuento que escribí en muchos años, aunque yo no lo supiera al terminarlo”, dice la narradora.

“Desembarco” termina así: “Decidí juntar, en un relato, la memoria de la quinta de naranjos y el mensaje indescifrable de la paloma perdida”. Esto es: el recuerdo de la quinta de naranjas que el padre de la narradora compró en las afueras de Corrientes, a la que llamó Normandía en honor a la pasión que esa operación bélica le despertaba; leer la noticia, en 2012, en Roma, del hallazgo, entre los escombros que había dejado un terremoto, de la pata de una paloma con un mensaje cifrado de la guerra; el descubrimiento de ese recorte periodístico, años más tarde, en un cajón perdido de su escritorio. Esa decisión de componer un relato a partir de recuerdos y evocaciones, de los descubrimientos fortuitos de la memoria y el azar, está presente en cada uno de los textos que componen Parajes: un libro que propone un viaje por los momentos de una vida y por las lecturas y los lugares que la marcaron.

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Adentro/afuera de la historia. Sobre las escritoras argentinas y los linajes literarios

Por: Graciela Batticuore

Imagen: Alexander Mann, Portrait of Helen Gow (detalle)

El siguiente texto fue leído en la presentación de Escritoras de entresiglos: un mapa trasatlántico. Autoría y redes literarias en la prensa argentina (1870-1910), de María Vicens, publicado en 2021 por la Universidad Nacional de Quilmes. Batticuore reflexiona sobre los aportes de este libro no solo para la crítica literaria, sino también para los grandes debates político-culturales de la actualidad: el feminismo y los estudios de género.


La escritura, la lectura, la prensa, los públicos, las genealogías, los viajes, las casas, la amistad entre mujeres. Sobre estas y otras cuestiones discurre el libro de María Vicens: Escritoras de entresiglos: un mapa trasatlántico (2021), publicado por la Universidad Nacional de Quilmes. El título sintetiza el argumento en una imagen sugerente que hace pensar también en barcos, en cartografías, en mujeres de distintas partes, en pasados que se suceden, compiten o se acercan, en movimientos y en posibles cambios, que tienen que ver con el andar de un siglo a otro, de un continente a otro recorriendo ciudades. El itinerario va de Madrid o de Lima a Buenos Aires, la ciudad moderna, cosmopolita y progresista por excelencia en esas décadas, con un pasado tan joven como para decidir recién los nombres que forjarán los clásicos literarios ante el mundo. Es en esa misma ciudad donde en los años 70 se editaba la Obra Completa de Esteban Echeverría o se reeditaba el Facundo de Sarmiento o se hacía popular el Martín Fierro en las campañas, aunque fuera ignorado por la elite letrada, al principio, pero encomiado por ella durante el Centenario. En esa misma Buenos Aires, nos cuenta María Vicens, se encontraron diversas camadas de escritoras que entablaron intensos diálogos a través de la prensa y probaron estrategias para ser leídas y reconocidas como autoras. Juntas trazaron redes de intercambios, practicaron “la sororidad” cuando esa palabra no existía aún en el diccionario. Juntas hicieron familia, podría decirse, ya que María habla en su ensayo de “madres literarias”, de “hermanas en las letras”, de “círculos de amistad” que las legitimaron.

Antes de avanzar quiero nombrarlas sumariamente, porque sobre ellas, sus escritos, sus libros y sus actuaciones públicas o privadas se enfoca este estudio crítico de María Vicens. Encabeza la lista Juana Manuela Gorriti, no porque haya sido la primera o la más importante sino, precisamente, porque fue considerada una “madre literaria” que cobijó, alentó y abrió caminos a las que vinieron después. Josefina Pelliza de Sagasta, Lola Larrosa de Ansaldo, Raymunda Torres y Quiroga, en diálogo con las peruanas Clorinda Matto de Turner, Mercedes Cabello, Margarita Práxedes Muñoz, Carolina Freyre de Jaimes, Teresa González de Fanning; también hay un grupo de españolas entre las que figuran Pilar Sinués de Marco, Emilia Serrano de Willson, Concepción Gimeno de Flaquer, Emilia Pardo Bazán; y más argentinas, modernas y profesionalizadas, como Ada Elflein, Carlota Garrido de Peña, Emma de la Barra (precursoras inmediatas de Alfonsina Storni, Herminia Brumana, Salvadora Medina Onrubia o Delfina Bunge, interlocutoras, a su vez, de una Gabriela Mistral o de Juana de Ibarbourou). Todas ellas conforman lo que muchas veces, en la complicidad de los diálogos con la autora, llamamos “el pelotón de las escritoras de entresiglos”. 

Ahora bien, ¿qué significó para todas estas mujeres escribir, abrirse un camino en la vida literaria? ¿Cómo conjugaron la maternidad, el amor y la familia con el deseo de hacerse leer, de opinar en público, de tener una voz, un tono, un estilo literario, una obra susceptible de ser publicada? ¿De qué estrategias o poses se valieron ellas para romper el cerco de las proscripciones, los prejuicios y mandatos de época que imponían un deber ser femenino? Muchas de las obras que analiza María Vicens en este estudio son desconocidas, incluso para la crítica contemporánea especializada en siglo XIX, por eso quiero señalar que el suyo es, entre otras cosas, un trabajo arqueológico que desentierra o desempolva los escritos olvidados de varias escritoras casi ignotas hasta hoy, que interactuaron intensamente con las más conocidas pero también con los autores de los grandes clásicos nacionales y con los críticos de su tiempo (desde Quesada o Groussac, hasta Rojas o Cané). Pero esto no impidió que ellas fueran reiteradamente excluidas del canon literario, sin que este hecho estuviera necesariamente mediado por una valoración estética o literaria de las obras, sino por una mera perspectiva de época que trazaba una línea divisoria tajante entre los sexos, dejando a las mujeres escritoras casi afuera de la Historia. O bien en un lugar subsidiario, decorativo y “apartado” del resto. Vicens plantea y aborda de lleno esta cuestión sobre el final del libro, haciendo referencia a una conocida decisión de Rojas en su Historia de la literatura argentina, publicada entre 1917-22, donde recorta un pequeño staff de escritoras que agrupa en un un único capítulo destinado a ellas, en el marco de una obra en cuatro tomos en la primera edición. Pero, además, Rojas no fue el único en adoptar esta postura, advierte Vicens, y señala que Manuel Gálvez usó el mismo criterio cuando decidió escribir sus memorias, a pesar de estar casado con una escritora exitosa como Delfina Bunge.

Vicens cita al autor en un capítulo de los Recuerdos de la vida literaria, titulado, precisamente, “Escritoras”, donde dice lo siguiente: “Yo las aparto en este capítulo por comodidad. Y porque, como trato de las generaciones a medida que van pasando, incluir a las mujeres en esos grupos sería como “sacarles la edad” y no quiero incurrir en la descortesía para con ellas, sin contar con su enojo”. María Vicens cita más extensamente este fragmento y comenta: “La alusión a la coquetería femenina remite los comentarios sobre sus colegas mujeres al mundo del flirt y la frivolidad, excluyéndolas de los debates del campo intelectual y de cualquier posibilidad de un análisis de igual a igual”. Estoy de acuerdo: apartar, agrupar, confinar, excluir, minorizar, son esas las operaciones de la crítica en el siglo XIX y el XX, cuando de las mujeres escritoras se trata.

Pero qué aportan estos ejemplos a las reflexiones actuales sobre el rumbo de la crítica o de la vida cultural, podemos preguntarnos. ¿Y para qué sirven los libros de crítica literaria? E, incluso, yendo un poco más lejos, ¿cómo se junta la crítica o la literatura misma con la vida? Esta clase de interrogantes me interesan y estoy segura de que a la autora del libro también, porque abren pensamientos que dan sentido real o espesor al mettier que llena gran parte de nuestros días, a tan solo dos décadas de haberse iniciado el siglo XXI, es decir a cien años de la emergencia de esas escritoras que estudió María Vicens. En otras palabras: ¿cómo es la vida promedio de las autoras de hoy, de las novelistas o de las críticas literarias o de las poetas que desean no solo escribir, sino publicar o ser reconocidas o llegar a tener alguna cuota de éxito en su carrera profesional? Y aclaro que uso adrede este término –éxito–, que también utiliza Vicens en su ensayo, para explicar cómo, entrado el siglo XX, las mujeres empezaron a reclamar no solo el derecho a escribir y a emanciparse, sino a profesionalizarse. O sea que pensaban concretamente en obtener un público y en ganar prestigio y reconocimiento. Para ese momento, dice María, “ser autora implica ser original, saber manejarse en el mercado editorial y, ante todo, tener éxito, más allá de los géneros y los públicos interpelados”. Es más, “para profesionalizarse, hay que tener varios (éxitos)”, subraya Vicens analizando el caso de la escritora Garrido de la Peña, autora de Corazón argentino, publicado en 1932.

Entonces yo vuelvo a mi pregunta: la vida de las escritoras actuales, ¿cómo es?, ¿están/estamos realmente tan lejos o tan ajenas de aquellas prerrogativas, angustias o anhelos de las mujeres de otros tiempos? ¿Será cierto que las mujeres modernas o modernísimas o posmodernas, por así llamarnos, vivimos emancipadas, superadas o exentas de esa clase de coerciones y padecimientos que desvelaron a las escritoras de entresiglos? En un rápido vuelo de imaginación veo pasar, como en una pantalla de cine, a las trabajadoras de hoy, algunas entregadas por completo a la profesión o a la militancia, pero otras escriben todavía junto a la cuna del hijo o de la hija. Veo también a las que preparan la vianda o miran las tareas del cole mientras contestan los mails o ponen a punto la última bibliografía. A las que escriben sobre el aborto o sobre el cuerpo, en el puerperio o en la crianza de los hijos o en la vejez de la madre. Veo pasar a las mujeres que escriben. Pienso que la maternidad no ha dejado de ser uno de los temas cruciales que afectan la vida de las literatas, tengan o no tengan hijos, sea esto por decisión propia o por derivas que impone la vida. Así que me concedo una mirada personal a la panorámica de la memoria y traigo una anécdota de un día o de un rato cualquiera, en diálogo con la autora de este libro.

Llamo por teléfono a María Vicens para intercambiar ideas sobre la Historia feminista de la literatura argentina que estamos coordinando juntas, en estos últimos años arduos que abrió la pandemia. Me entero de que Julita está con fiebre y María no durmió, pero trabaja en el rato de sueño matutino de la nena, a las seis y media o siete, por más cansada que esté. Yo no tuve mejor suerte anoche, aunque mi hijo es un adolescente que sale de casa a la mañana para ir a la escuela o se encierra en su dormitorio para las clases en Zoom, pero ayer tampoco dormimos porque él estuvo descompuesto. Hablo con María por teléfono a las siete de la mañana, nos lamentamos un poco juntas y pienso que somos como dos grandes actrices comprometidas con un público invisible. El show debe seguir y el trabajo continuar. Hay que salir a escena para trabajar, pero en casa, donde la vida doméstica se junta inevitablemente con los papeles y los libros. Leyendo el que hoy presentamos no puedo dejar de pensar en estas cosas, de preguntarme en voz alta qué significan, todavía, el hogar, lafamilia, el famoso cuarto propio, en el 2022. ¿Cómo escriben las mujeres que escriben, un siglo después de los tiempos que analiza María Vicens en este libro? Quizá deba aclarar que en la UBA o en el Conicet no hay oficinas particulares para docentes o investigadores; si el departamento familiar es reducido, tampoco hay cuarto propio en el domicilio, con suerte hay computadoras y un montón de ruidos en la casa o en la calle de una ciudad empobrecida por las malas políticas y la virulencia del capitalismo mundial. Pienso que no estamos finalmente tan alejadas de la suerte de las célebres hermanas Brönte en su sala de Yorkshire. Ni tan exentas de la gracia o las pequeñas desgracias cotidianas que aquejaron por ejemplo a Manuela Villarán de Plasencia, redactora de prensa y poetiza, en su desesperado anhelo de escribir y tener familia. Dejemos que ella lo diga a su manera, ya que la suya es una de las voces que María reivindica en este libro:

Venga la pluma, el tintero,
Y de papel un pedazo:
Es preciso que comience
A escribir hoy un mosaico,
Pero tocan. ¿Quién será?
Suelto el borrador y salgo
Es un necio que pregunta
Si aquí vive don Fulano.
Vuelvo a mi asiento y escribo
Tres renglones. Oigo el llanto
De mi última pequeñita
Que reclama mis cuidados
Acudo a tranquilizarla
Ay con la pluma en la mano; […]
Vuelvo a mi empezado escrito,
Voy medio el hilo tomando…
Me sorprende una visita,
A saludarla me paro,
Los papeles se me vuelan
Y se cae el diccionario.
Por supuesto que me olvido
De lo que estaba buscando […]
Cumplo, pues, con mis deberes
Más allá de lo mandado.
Mi conciencia está tranquila
A pesar de mis trabajos;
Pero esta vida, lectora,
Que ves a vuelo de pájaro
Es lo que yo considero
Un verdadero mosaico
.

No quise eludir la parte acaso más humana o más vivida, incluso personal y emocional, de este libro de María Vicens, porque entiendo que son este tipo de cosas las que animan los trazos de una buena investigación y definen el calor o la pasión de los libros. Lo personal es político, dice un viejo lema feminista. Pero lo personal se intercepta con lo colectivo, agregaría yo. Y el pasado con el presente, también, en un movimiento de ida y vuelta constante. Esta es nuestra ganancia y finalmente a esto quería llegar. Para decir que este libro que habla de un conjunto de mujeres que publicaron en la Argentina entre 1870 y 1910, poco más o menos, son fundamentales para seguir pensando en (y con) uno de los grandes debates político-culturales de la actualidad: el feminismo y los estudios de género, precisamente, que revolucionaron en los últimos tiempos la manera de concebir la vida de las mujeres y las disidencias en sociedad. Esta fuerza ha sido tan poderosa que tomó las calles, las pantallas, las conversaciones y los libros. También es una fuerza que modifica leyes, genera polémicas, interviene en la guerra y en la paz, pero no es un hecho completamente nuevo, aislado, que irrumpe recién ahora en la cultura o la política, sino una marea que viene haciendo su trabajo sigiloso a lo largo de las décadas y en el pasaje de los siglos. Sabemos o imaginamos que las escritoras de hoy en día son parte de una historia que parece haber comenzado con voces resonantes como las de Alfonsina Storni o las Ocampo, mujeres que supieron hacerse un lugar y conseguir un reconocimiento. Ellas suelen ser vistas como “las primeras”, pero el libro de María Vicens recuerda que no fueron las únicas, sino que hay otras precursoras que habían hecho lo suyo con tácticas (o tretas) menos confrontativas, que las nuevas generaciones de escritoras desecharon (las famosas “tretas del débil”, expresión que apunta a la genealogía de la crítica). Dice María Vicens sobre el final del libro: “Lejos de identificarse con sus precursoras y alimentar esa repercusión del pasado, las escritoras argentinas modernas establecen un hiato con sus antecesoras, a la vez lejanas e inmediatas, y miran a su alrededor y al futuro para afirmarse en la escena literaria de su tiempo […]. La escritora moderna abre otra etapa en la historia literaria de las mujeres argentinas, pautada por nuevos tópicos, prácticas, marchas y contramarchas”. El libro de María explica este desarrollo. También repone vacíos, desarticula otras tácticas de olvido de la crítica, recupera y visibiliza una tradición, y en ese movimiento hace un aporte fundamental a los estudios críticos venideros. Creo que depara, además, muchos otros libros y estudios prósperos: más antologías que recuperan la obra de escritoras, nuevos trabajos de investigación, biografías y narrativas varias sobre personajes femeninos del pasado. También abona el camino para fundar una historia crítico cultural y literaria más inclusiva, que integre el feminismo actual con el pasado y sea capaz de movilizar el canon: un ejercicio que es siempre saludable, vivificante y promisorio para la literatura por venir.

Tres artistas, tres hilos, una trenza

Por: Moira Irigoyen

La muestra Paisaje peregrino de Del Río – Bustos – Millán, en el Museo Moderno (Ciudad de Buenos Aires) se impone como un excelente alto en el camino en este verano tórrido. Las tres artistas, que se nutren de cierto imaginario común –la zona del litoral, sus ríos, el trayecto que va de Buenos Aires a Asunción–, desarrollan una potente obra artística que va de la mano de una lúcida visión histórico-política.

Buenas nuevas. En el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, o Museo Moderno a secas (un museo que alguna vez supo tener un aire cansino, como de señor mayor), una brisa doblemente refrescante sube por la Avenida San Juan y se arremolina a la altura del 300. Cierto espíritu out of closet muy propio de este tiempo (de algún modo festivo, por qué no), materializado en la cortina hecha de mostacillas, canutillos y otros abalorios, de Diana Aisenberg, que acompaña una de las tantas curvas del MM.

De algún modo el museo se volvió curvo, generó todo él –sin duda bajo la mano de una dirección acertadísima– un movimiento centrípeto, donde las piezas de Washington Cucurto + la exposición contundente de Alberto Greco, arman una planta baja lo suficientemente atractiva como para demorar la bajada al subsuelo.

Pero es del 2° subsuelo que quiero hablar. De la muestra de Adriana Bustos, Claudia del Río y Mónica Millán, Paisaje peregrino.

En buena medida imponente, tanto como minimalista. Las obras (alrededor de 100, entre piezas únicas y series), dispuestas en un ambiente generoso, arman un recorrido envolvente, en una atmósfera serena e intensa. Se podría pensar en un peregrinar del visitante, como si cada obra fuera de algún modo estación (de un via crucis singular).

Precisamente ese peregrinar (una acción eminentemente móvil, en pleno contraste con la noción de paisaje) es una de las rutas de acceso a la muestra. Como dice la curadora, Carla Barbero: “Es una de las vías de acceso, un cierto sentido místico, una forma de conexión con algo más, sea una fe o una visión sagrada” desliza, en la charla que tenemos el jueves 6/12/21, en la ciudad de Buenos Aires, que está en modo activo, allá afuera. Adentro, el aire detenido de los museos: fresco, amplio (y cómo aprendimos a valorar esos adjetivos en la pandemia…).

Cumplo la ceremonia de peregrinar con Carla, que desplegó una curaduría de gran sensibilidad espacial y artística (por la cantidad de obras, por la selección, por la distribución de esas obras en el espacio). También el arte de la curaduría puede entenderse como servicio, en el sentido venerable de la palabra. Hay un acto de servicio en lograr acercar las obras a sus destinatarios.

La trenza

Tres artistas, tres hilos, una trenza.

Hay en cierto modo una recurrencia del tres: también el ambiente se recorta en tres zonas, reunidas en un círculo central, un sitio con bancos confortables que permiten un estratégico y colectivo descansar. Estratégico pues desde allí se puede seguir observando la muestra, como en una especie de panóptico maternal.

Espacio de la muestra Paisaje peregrino.

Este es un punto nodal de la muestra: su alusión –y su relación intrínseca con– la semilla, con la creación, con lo femenino. La cuestión de la semilla, en sentido amplio, atraviesa muchas obras. “Es increíble que a las mujeres agricultoras les prohíben guardar la semilla”, dice Mónica Millán, frente a una obra que constituye parte de una serie más amplia. “Hoy en día siendo campesina, te pueden apresar porque tengas semillas propias.” Lo dice con conocimiento de causa, pues fue ella, junto a Adriana Bustos, quienes se ocuparon de armar en Asunción, en Misiones y en Florencio Varela, el proyecto “Plantío Rafael Barrett” –escritor de culto de comienzos del siglo XX, admirado por Borges, que produjo su obra más sustanciosa en el Paraguay, con una visión artística y política de envergadura–.

Mónica Millán. Obra del proyecto “Plantío Rafael Barrett” (pastel tiza y pastel óleo sobre tela), 2021.

(Recomiendo, además, que se den un paseíto por el CCK, por la muestra Simbiología. Prácticas artísticas en un planeta en emergencia (hasta 26/06/22) y vean las fotos y banderas del plantío. Las banderas –colocadas en un sitio aséptico como es un museo– generan un efecto electrizante. Cuenta Millán que cuando conocieron a las campesinas de Misiones, ellas no comprendían mucho cuál era la propuesta, pero que cuando dijeron el nombre de Rafael Barrett, hubo un asentimiento inmediato, como un santo y seña, o un imán. O más bien cómo funciona una bandera.)


El centro

Hay una obra que está en el centro de la sala y que se distingue de las otras. Y ello en buena medida porque obliga a un ritual performativo. Es necesario colocarse guantes blancos para tocarla. Como hacen los cirujanos, como seguramente sucede en rituales fúnebres.

Un cuaderno de seda color nácar/marfil/tiza, en cuyas páginas están labrados uno a uno (o mejor, bordados) los datos de un femicidio, o un acto de brutalidad y violencia. La pieza de Claudia del Río es sobrecogedora. Por el contenido, pero también por su carácter de work in progress. Al ritmo que lleva la violencia de género podría decirse que es una obra inacabada, y que nuevas páginas prometen engrosar el cuaderno.

El tiempo

Hay una cuestión con el tiempo, por supuesto, como señala la curadora. Pero cómo es posible que no haya algo con el tiempo… Por lo pronto, hay una decantación. La impresión de la muestra es la de obra decantada. Aquí hay treinta años de trabajo, de atención esmerada, tal como la precisan los bordados o los pinceles de un solo pelo.

Mónica Millán. Naturaleza muerta (bordado, dibujo en carbonilla y encaje sobre tela), 2016-2017.
Mónica Millán. De la serie “El viaje por el río” (acrílico sobre tela), 1996
Mónica Millán. De la serie “El viaje por el río” (acrílico sobre tela), 1996.

También hay decantación en los mapas de Adriana Bustos. Sus mapas, que remedan la cartografía colonial y clásica, son síntesis apretadísima de una visión histórica precisa (y afilada). Esta visión también es decantación, no es posible llegar a ella por la vía rápida. Así también ocurre con la obra Antropología de la Mula, síntesis metafórica notable que traza un paralelismo entre los recorridos de estos animales en la época de la colonia (que transportaban metales preciosos en las minas de Potosí), con la trayectoria de las mujeres que en el siglo XX y XXI transportan droga en su cuerpo (popularmente conocidas como “mulas”), doblemente sometidas a la ley del más rico y  del más fuerte.

 Adriana Bustos. Imago mundi (acrílico, grafito, oro y plata sobre tela), 2014.
 Adriana Bustos. Antropología de la mula (fotografía, toma directa), 2007.

Es imposible hablar de la relación con el tiempo sin mencionar la presencia del tejido y del bordado. Prácticas, en buena medida, colectivas. Se observan sobre una mesa unas mantas perfectamente dobladas, color beige claro, con rebordes festoneados en hilos que parecen de seda. Es el tipo de obra que pide una aclaración. Millán nos dice: “Aquí quise poner en evidencia el tiempo que lleva confeccionar estas mantas, desde el momento en que se cosecha el algodón, luego se lo lava, se lo hila, se lo teje, luego se completa con todos los detalles de terminación; entre el inicio del proceso y el final pasan aproximadamente unos seis meses, eso es lo que tarda en volverse esta pieza”. Y entonces la instalación, ahora nuevamente observada por la visitante, pasa a refulgir en su materialidad. Como si fuera la conciencia la encargada de iluminarla.

En cualquier caso, la ruta de la conciencia es una vía abierta en esta muestra. Desde el “Viva el anacronismo” hasta “El arte es una artesanía desesperada” de Claudia del Río, hay una valoración de la conciencia, del acceso intelectual a lo real. Y esta conciencia es rabiosa y decantada.

Otras obras de Claudia del Río, collage con noticias periodísticas ligadas a violencia de
género, Vestido 7. De la serie “Desfile” (óleo, acrílico y grafito sobre papel), 2007.
Otras obras de Claudia del Río, collage con noticias periodísticas ligadas a violencia de
género, Vestido 7. De la serie “Desfile” (óleo, acrílico y grafito sobre papel), 2007.

El territorio

Estaría dejando un flanco muy abierto si no mencionara un eje fundamental que cruza la muestra. Se trata de su relación con el litoral, con el trayecto que va desde el Río de la Plata (acá situado en el centro de la muestra, que es como decir el centro del mundo, carcajea Carla), río arriba, hasta Paraguay, Asunción. Ese trayecto. En el barro que alimenta las pinturas de Claudia, en los ríos serpenteantes de los mapas de Adriana, en la obra completa de Mónica, con sus pájaros de todos los colores, el paisaje del litoral es el que se impone como marca de agua de la muestra.

Los ríos, entonces –el Uruguay, el Paraná, el Paraguay, el Bermejo, el Pilcomayo– son capaces de separar estados y ser instrumento de soberanía política, pero a la vez son cauce común, corriente que une. Traer la cultura de los pueblos que habitaban esta zona con anterioridad a la conquista de los españoles, es el movimiento de tracción histórica que propone la muestra. Todos estamos ávidos de conocer quiénes fueron nuestros ancestros, de modo que este movimiento de reversión solo se agradece.

Mónica Millán. Paisaje (carbonilla sobre tela), 2009-2010.

La obra de los venados –que abre o cierra la muestra, según el recorrido realizado– exquisita en su meticulosidad, deja plasmado el paisaje de la selva misionera de un modo singular. Más por su transparencia, por su capacidad de evocación, que por sus colores fehacientes. Hay una quietud en la tela, un tiempo detenido, y sin embargo – como señala la autora–, está la sensación de que algo está por suceder. Esa tensión, mínima pero radical, es la que separa a una “naturaleza muerta” (propia del universo pictórico) de la naturaleza viva, que es la única que aquí se concibe.

***

Hay algo de urgencia en glosar las muestras. Porque existe un deadline, y porque, a diferencia de los youtubes que quedan girando en la órbita de la web, la experiencia de asistir a una muestra no se puede reproducir por medios audiovisuales.

Los museos, sustraídos a la lógica del comercio, con sus ambientes amplios y frescos y su afición a la belleza, parecen revelar –bajo la luz otra que arrojó la pandemia– un aire de familia con los templos, espacios de descanso, de recogimiento y de potencia.


La muestra Paisaje peregrino, de Claudia del Río (Rosario, 1957), Adriana Bustos (Bahía Blanca, 1965) y Mónica Millán (San Ignacio, 1960) puede verse en San Juan 350 (CABA) hasta el 27 de marzo de 2022.

Nombrar lo nuevo, reseña de ¿Qué será la vanguardia? (2021) de Julio Premat

Por: Paula Klein*

Paula Klein reseña ¿Qué será la vanguardia? de Julio Premat y señala cómo esta reciente publicación nos propone calzarnos los lentes del anacronismo crítico para pensar el concepto de la vanguardia, no ya desde la lógica de su agotamiento, sino de sus posibilidades en el presente.


La de la vanguardia se transforma para Premat en una pregunta sobre cómo periodizamos la historia literaria y cómo nombramos los nuevos fenómenos que irrumpen en el campo literario. Pero la vanguardia funciona también como una herramienta para analizar un ethos de escritor: una “postura” retórica y pragmática, y una manera de ocupar un lugar en la escena literaria. Los escritores de vanguardia son los que intervienen de manera combativa en la definición de los “posibles literarios” contemporáneos.

La vanguardia cuestiona también nuestra percepción de la temporalidad, la manera en que percibimos nuestro presente, entre el pasado y los deseos que proyectamos hacia el futuro. Debatiéndose entre una vocación utópica y la constatación nostálgica de que lo nuevo ya no tiene posibilidad de ser, Julio Premat nos invita a pensar la “herencia de la vanguardia” como un “resto épico” (p. 216): algo mínimo, una reliquia o un indicio capaz de reactivar en el presente “un pasado en el que el futuro sí parecía posible” (p. 216). Desde el punto de vista del lector, la vanguardia opera como un dispositivo de creación de valor, en tanto supone una intervención en el canon, un ordenamiento y una valoración estética de la literatura actual.

En la primera parte del libro, que lleva por título “Coordenadas”, Julio Premat nos propone interrogarnos sobre qué puede ser la vanguardia en la literatura argentina actual. A partir de una lectura productiva del seminario de 1990 de Ricardo Piglia y del libro al que da lugar –Las tres vanguardias: Saer, Puig, Walsh (2007)–, el autor sugiere que el concepto de vanguardia nos permite establecer periodizaciones y pensar el presente desde una duración larga. Según una idea clásica de Pierre Bourdieu, la vanguardia aparece como un terreno de enfrentamientos, como el sitio de batallas en las que se define qué es lo que tiene valor y qué es lo nuevo (p. 16). Julio Premat reactualiza también la lectura de Walter Benjamin que piensa la vanguardia como una respuesta formal a una situación social, y como el modo en que los escritores definen su práctica y su colocación en el campo literario frente a otras poéticas. El autor retoma, asimismo, dos modelos e interpretaciones de la vanguardia en los años sesenta, que operan de manera simultánea creando una tensión. En primer lugar, el modelo “de aquellos que anhelan el borrado de la frontera arte-vida (Pop Art, happening, under, Kerouac)” (p. 15). Por otra parte, “una concepción del arte como una forma que tiende a lo abstracto, fuera de todo contexto, como un puro sistema de signos (Beckett, Nouveau roman, Tel Quel)” (p. 15). Julio Premat sugiere dos interpretaciones opuestas de este fenómeno. Una interpretación contextualista que lee la vanguardia como una reacción a circunstancias sociales, económicas e históricas y que deriva, por lo tanto, hacia una percepción política en la línea de los escritos de Peter Bürger (p. 15). Por otro lado, una interpretación que tiende al formalismo y subraya el decadentismo, la esterilidad o el agotamiento del concepto (cf. Jean-Marie Schaeffer) (p. 15).

En un giro borgeano que evoca la célebre conferencia “El escritor y la tradición”, Julio Premat afirma que la pregunta por la vanguardia es una pregunta sobre la tradición, entendida como un conjunto de coordenadas espacio-temporales desde las cuales leemos. ¿Qué relación a la tradición construyen los autores que consideramos vanguardistas? Se trata de escritores que, en un determinado contexto histórico, desafían el paradigma de los posibles y desplazan el “horizonte de expectativas” (H. R. Jauss) establecido para crear algo nuevo. La vanguardia puede entonces ser pensada, como lo sugiere Arturo Carrera en el prólogo de la poesía completa de Rodolfo Fogwill, como “la parodia crítica de la tradición”, pero también como una lectura activa, a destiempo o incluso destructiva de la tradición, tal como lo sugieren algunos de los escritores retomados por Premat y, en particular,Héctor Libertella o Ricardo Piglia. ¿Qué será la vanguardia? propone así estudiar las redefiniciones tardías de este concepto y pensar sus actualizaciones contemporáneas a la manera en que lo hacía Ricardo Piglia en su seminario, i.e. para pensar en poéticas que rompen o bien que se salen del marco de nuestras expectativas.

La segunda parte del libro, titulada “Lecturas”, propone un corpus con una serie en forma de tríptico y dos periodizaciones principales. En los años 1990, Ricardo Piglia, Héctor Libertella y César Aira son los tres autores principales que, desde la óptica de Julio Premat, recuperan o inventan vanguardias. Otros datos relevantes para postular la presencia de una “corriente” vanguardista en las letras argentinas a partir de 1990 son, entre otros, el rol que ocupa Babel. Revista de libros (1988-1991) en la construcción de un canon literario alternativo, así como la irrupción del grupo “Shanghai” –integrado por autores como Alain Pauls, Daniel Guebel, Matilde Sánchez. Charlie Feiling y Sergio Chejfec– en el centro de la escena literaria.

Para pensar los años 2000, Premat propone una serie de “Propensiones” o tendencias que aparecen encarnadas en su libro por un puñado de escritores. El autor analiza, respectivamente, la problematización de la novela de hijos o memorialista, de la escritura feminista y de la literatura del yo, en obras de Félix Bruzzone, Gabriela Cabezón Cámara, Sergio Chejfec, Pablo Katchadjian, Mario Ortiz, y Damián Tabarovsky. No sin ironía, Premat propone una “generalización efectista e incluso un título seductor: 1990, Argentina: las vanguardias o 1990-2018: el retorno de las vanguardias”. Los catálogos de editoriales “independientes” como Malsalva, Interzona, Entropía, Belleza y Felicidad, Eloísa Cartonera, Colección Chapita y otras, resultan también fundamentales para pensar la escena literaria actual y las nuevas vertientes que cada editorial busca reforzar y construir (p. 33).

En lo que respecta a Ricardo Piglia, el primero de los escritores escogidos en la serie de los años 1990, Premat señala que el autor no sitúa su reflexión sobre las vanguardias “en la línea temporal sino en un espacio de confrontación, que además de ser militar tiene que ver con la tradición política evocada” (p. 62). Más allá de sus novelas, lo que le interesa a Premat es la reflexión de Piglia sobre los “modos de ser escritor”, un cuestionamiento que recorre sus ensayos y que reaparece con fuerza en sus Diarios a partir de la dinámica “Piglia/Renzi”. Entre las múltiples cualidades y facetas que hacen de Ricardo Piglia un nombre digno de inaugurar esta serie vanguardista de los años noventa, el autor destaca una propuesta: la de pensar “el ensayo como relato, como autobiografía, como proyección fantasmática, como laboratorio de una voz literaria” (p. 83).

En segundo lugar, encontramos la obra de Héctor Libertella, un autor que, desde su participación crítica en Literal hasta sus novelas, irrumpe en el campo literario proponiendo “ficciones teóricas” con un “air du temps telquelista” (p. 25). La tercera obra abordada en esta serie es la de César Aira. Con su “ocupación anómala de los terrenos de la vanguardia llamada histórica” y su “ritmo febril de invención” (p. 23), Premat subraya la importancia de su obra y de su legado para la literatura argentina actual y la que vendrá. A través de procedimientos como la “puesta en duda de la buena escritura y del concepto de obra, estrategias provocadoras de edición, proliferación de intrigas, filiación imprevisible en la que Duchamp y Roussel ocupan el lugar de referentes” (p. 23), Aira reactiva la retórica de la vanguardia histórica. Asimismo, sus ensayos sobre autores como Copi, Alejandra Pizarnik, Osvaldo Lamborghini o Manuel Puig actúan como espacios de creación de una “novela familiar o genealógica vanguardista” (p. 24). Más allá de la marcada heterogeneidad e incluso de los lugares antitéticos que estos tres autores ocupan en el campo literario argentino, Julio Premat destaca la impronta de Borges como un rasgo común de sus poéticas vanguardistas. Para decirlo con el autor: “Piglia, Libertella y Aira son avatares tardíos de una práctica autorreflexiva singular, de la cual Borges es, claro está, el máximo exponente” (p. 39).

En lo que respecta a la serie de los años 2000, Premat sugiere relaciones entre los tres autores propuestos por Ricardo Piglia como la encarnación de poéticas vanguardistas y los escritores que integran su propia serie “Propensiones”. Podríamos así, por ejemplo, interrogarnos sobre la relación entre la obra de Juan José Saer y la de Gabriela Cabezón Cámara (La Virgen Cabeza, 2009; Romance de la negra rubia, 2014; Las aventuras de la China Iron (2017)” o entre la obra de Rodolfo Walsh, la de Félix Bruzzone (Los topos, 2008) y los ensayos de Sergio Chejfec (El punto vacilante, 2005; Sobre Giannuzzi, 2010; Últimas noticias de la escritura, 2015 ; Teoría del ascensor, 2016 ; El visitante, 2017).

Para volver a la serie propuesta por Julio Premat como un síntoma de “lo nuevo” en los años noventa, podríamos pensar también en una filiación entre las estéticas de César Aira y Pablo Katchadjian o en la de Héctor Libertella y Damián Tabarovsky (Literatura de izquierda, 2004; Fantasma de la vanguardia, 2018; Una belleza vulgar, 2021; El amo bueno, 2016). Premat se interroga, además, sobre la manera en que los narradores que integran su serie de los años 2000, como Mario Ortiz (Cuadernos de lengua y literatura : diez libros publicados entre 2000 y 2017), Cabezón Cámara y Bruzzone “desplazan y problematizan, con recursos de raigambre vanguardista, tres líneas dominantes de la narrativa del siglo XXI en Argentina, o sea, respectivamente, la literatura del yo, la escritura feminista, la novela de hijos o memorialista” (p. 152). Continuando el gesto vanguardista de César Aira, Pablo Katchadjian propone una irrupción vanguardista con una intervención en libros “sagrados” (El Aleph engordado, 2008; El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, 2007). En lo que Julio Premat denomina sus ficciones “originales” prima, a su vez, una escritura de inspiración formalista y una lógica de nonsense (Gracias, 2013; La libertad total, 2013 o El caballo y el gaucho, 2016).

En el balance final de ¿Qué será la vanguardia?, Julio Premat señala que “la vanguardia no es una verdad estética sino un repertorio de posibles, un abanico de resistencias y radicalidades, sin preceptos, sin manifiestos, sin grupos” (p. 190). El desafío es percibir la “radicalidad, la oposición, la experimentación, el formalismo de la vanguardia en tanto armas de defensa o de reivindicación, anacrónicas, de lo literario” (p. 194). Alejada ya de los “ismos”, la vanguardia supone la existencia de comunidades y de estilos alternativos y nos confronta a la idea de que el cambio es la condición misma de existencia y de emergencia de lo nuevo. La decisión de cerrar su libro con una reflexión sobre los límites y las zonas de permeabilidad entre vanguardia y utopía merece ser destacada. En este sentido, Premat trae a colación una breve frase de Bertold Brecht: “algo falta” (p. 210), que le sirve para afirmar el valor utópico de la vanguardia como “una duda prometedora” y “una incitación decisiva a la creación” (p. 210). Retomando una reflexión del filósofo Pierre Macherey, la vanguardia se transforma en el horizonte de posibilidad de la literatura; es “el epítome de lo literario, porque la literatura transforma el mundo, no interpretándolo (y menos aún reflejándolo) sino con una construcción, una ficción, una inexistencia (…)” (p.210).


Premat, Julio ¿Qué será la vanguardia? Utopías y nostalgias en la literatura contemporánea, Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 2021, 236 páginas.


* Paula Klein es Doctora en Literatura comparada, especialista de literatura argentina y del Río de la Plata. Su ensayo Petites mémoires et écriture du quotidien: Cortázar, Perec et leurs échos contemporains fue publicado en 2021 en Classiques Garnier.

Marilyn en el Sur: fracaso y resistencia travesti en Cuerpos para odiar de Claudia Rodriguez

Por: Victoria Solis

Imagen: Marilyn Monroe en Hollywood (1952) Philippe Halsman

Cuerpos para odiar (2013) de la escritora chilena, trabajadora social y activista travesti Claudia Rodríguez parece encarnar una suerte de autobiografía travesti y horrorista. Esta es, precisamente, la estética que defiende el error y el fracaso de los sujetos monstruosos que protagonizan su texto híbrido‒mezcla de relatos, fotografías y poemas yuxtapuestos. En él ­­asistimos al pasaje de una niñez libre y animal en las tierras tomadas de un país que se dice imaginario, al disciplinamiento corporal e identitario que la vida travesti sufre en una Santiago de Chile excluyente, militar y violenta. 


Su relato se inicia con la narración del nacimiento de Claudia (cuando aún era un niño), en la que cuenta que la madre la parió como una gata, subrayando el devenir animal que regirá su niñez. Así, la narradora recuerda las conversaciones que mantenía con vacas y caballos, o la identificación con hormigas, libélulas e, incluso, el barro, mancomunados con el resto de las niñas en la perversidad. En efecto, es una voz plural, construida a partir de un “nosotras”, la que describe esas escenas en los ranchos del campamento, porque todas las niñeces conforman una manada desobediente. Afirman que provienen del sur de un país que no se nombra y al que se describe como imaginario, quizás por encontrarse fuera de la ley y de la norma metropolitana.  

En esta comunidad donde copula lo material con lo humano, se insiste en rescatar a los sujetos femeninos, especialmente a la madre (en el texto, maere). Y la referencia a ella es, igualmente, colectiva. La madre personifica a “todas las maeres de antes que también hicieron senderos para mí, antes de llegar aquí” (p.16). La escritura de Claudia Rodríguez ahonda en el linaje materno, compuesto por madres y abuelas que no se conocieron entre sí, e insiste en recuperar las vidas analfabetas de las cuales desciende y que permanecen alojadas fuera de todo archivo.  Por esa razón, el libro se abre con una inscripción de las travestis en el universo indígena “Las travestis somos iguales que las mapuches del campo, igual que las mujeres antiguas que aprenden de las abuelas, cómo se hace el pan. Nosotras aprendemos con las viejas a pensar lo que tiene que ver con el cuerpo, sobre el deseo, que es lo mismo que aprender a ver (p. 10)”.La palabra “antes” se repite a lo largo de las páginas como un estadio previo a que el mundo se trastornara y apareciera el conflicto con su cuerpo. Justamente, es la corporalidad travesti la que inaugura temporalidades singulares para narrar la propia experiencia y hacer emerger subjetividades que permanecían relegadas. Esto puede registrarse en otro capítulo de la vida travesti: el ingreso a la escuela.En Cuerpos para odiar la escolarización está mediada por una operación corporal, ya que para empezar las clases deben cortarle el pelo, dejándola, según dice, desnuda y revelando la importancia de lo capilar en el orden del cuerpo y en la subjetividad. En el libro se adjunta la foto de un niño con el pelo corto, que en las imágenes de las performances de Claudia luce rubio y largo. Asimismo, se efectúa un corte de temporalidades en el que se distingue la etapa donde todas eran salvajes en un puro presente, frente a una infancia signada por la exclusión y la burla, ya sea por su rostro indígena, su apariencia marica o su falta de instrucción gramatical. Antes, un lenguaje animal, hecho de balbuceos y raspeos; ahora, el aprendizaje de la escritura y, con ello, el miedo.


En esa misma línea, en Travesti. Una teoría lo suficientemente buena (2018), Marlene Wayar propone a la infancia como territorio de potencia creativa, ya que allí se puede “estar todo el tiempo proyectando sueños y buscándoles las posibilidades” (57). Por eso, al mismo tiempo, se torna blanco del sistema heteropatriarcal, dado que la institución familiar regula y controla que aquellos sueños no se salgan del cauce de la heteronorma. En este sentido, Cuerpos para odiar inscribe a la infancia en esa zona biopolítica de la dominación, porque reafirma que, antes que potencia, “la infancia no era ni flujo ni enunciación sino sólo una forma debidamente hincada y minusválida de llegar al mundo” (25).

Uno de los ejes del texto es la configuración del lenguaje como alienante y destructor, ya que las letras no hacen sino rechazarla y des-identificarla; además, pasan a incluirla en un universo moral en donde existe el pecado y, con ello, reglas que debe aprender. No hablar del “poto”. No usar jumper porque es ropa de chicas. Jugar a la pelota en vez de recoger moras con las niñas. “He sido tan odiada que tengo razones para escribir” (9), manifiesta en las frases yuxtapuestas al relato, escritas en el margen o torcidas, y potentes en su brevedad y crudeza poética. Es que en la obra de Claudia Rodríguez la escritura está hecha de odio. La narración se materializa en cuerpos que son odiados por no encajar en las normas de género ni en el sistema escolar; pero, también, por ser analfabetos y sobrevivir sin saber escribir ni tener las herramientas de la letra para defenderse. Así, no solo la infancia se configura como un fracaso. También lo es la escritura.

En el libro se sostiene una reafirmación de ese fracaso, que también se encuentra en su obra anterior Manifiesto horrorista el cual, como el título lo indica, señala la estética horrorista que rige sus diferentes escritos. Allí se celebran el error y el desvío como prácticas liberadoras, además de defender la provocación que las subjetividades monstruosas realizan al desviarse del sistema. En El arte queer del fracaso (2011), Jack Halberstam inspecciona los discursos que sustentan la lógica del éxito/fracaso, asociados a la positividad tóxica, el progreso y la competitividad neoliberal. Frente a esto, se ocupa de desmontar dicha oposición a partir de ligar el fracaso a las vidas queer. Amigarse con el fracaso como potencia desestabilizadora permite negarse al poder disciplinador de la heteronorma y vivenciar otras formas de vida y de habitar los afectos. Desde aquí, justamente, podemos leer el relato de Claudia Rodríguez: la travesti asume que, contrario a Cenicienta, no hay zapato que le quepa para heredar el reino; pero, lejos de esconderse, se maquilla con irreverencia y le disputa al orden dominante una escritura desviada con la cual reafirmarse y, más aún, transformarse.

Así, a través de su escrito, asistimos a otro hito biográfico: el bautismo travesti. Nuevamente, las operaciones en torno a su corporalidad hacen emerger nuevos cortes temporales y, en este caso, se trata de un nuevo nacimiento al interior del “ambiente de cuerpos deformes” (p. 101). Aquí aparece un aprendizaje ya alejado de la escuela, que es el aprender a ser travesti a partir de observar a otras travestis. Es en comunidad que una constituye su aprendizaje identitario, y tal vez esa sea una de las formas en las que el fracaso demuestra su potencia, al posibilitar el ingreso a un modo de vivir comunitario y a la experiencia de hacerse en lo colectivo. A la manera de la manada travesti de Las Malas de Camila Sosa Villada, las amigas travestis sostienen y enseñan a nombrarse, a reconocer bordes y rostros, y presentan la posibilidad de encontrar el amor, aquello que se pretendía inalcanzable.

Al respecto, son muchos los fragmentos que refieren a la transición. No solamente cambia su nombre y se platina el pelo, sino que también acude al tratamiento de la Dolores, encargada de rellenar con silicona los pechos, en un acto semejante a una tortura (estética), con agujas que penetran la piel como un acto de violación. En una de las fotografías desperdigadas por el texto se evidencia su cambio bajo el título de “antes y después”, mientras que en los relatos se evoca el maquillaje a lo Pamela Anderson y el pelo de Sofía Loren. Igualmente, es Marilyn Monroe la figura privilegiada en la obra de la escritora, con la que se hermana al considerarla, como ella, una oprimida por el sistema. Pero no solo las estrellas de Hollywood la moldean, sino que se insiste en que son los hombres quienes se erigen como curadores de los cuerpos travestis e indican cómo debe verse una travesti de verdad.

La belleza se establece como posibilidad de obtener el derecho a vivir. Aunque ni siquiera esto lo asegura: “Ser travesti es ser una muñeca para los hombres que odian a las mujeres” (74). Frente a ese territorio imaginario donde nace, Santiago se vuelve concreta como ciudad en la que el deseo circula por lo subterráneo, mientras que arriba está el gobierno militar (más adelante, la democracia fracasada), los clientes o el sida. Ante esto, el libro funciona, a su vez, como un artefacto que recupera linajes e identidades que no dejan rastros en los archivos oficiales. Tal vez por eso los nombres de las travestis asesinadas y sus historias circulan por las páginas de modos fragmentarios y yuxtapuestos, sin una temporalidad fija. Quizás ese sea el modo de recuperar las huellas y acceder a aquellas historias donde los cuerpos se hacen a partir del odio.

Cuerpos para odiar es un llamado a no extinguirse; y, en la monstruosidad, reivindicar el derecho a vivir, a amar, a odiar.


Cuerpos para odiar (Claudia Rodriguez)
Ají Picante , 2018
102 páginas


Bibliografía

-Halberstam, Jack (2018) El arte del fracaso queer. Madrid: Egales.

-Rodriguez, Claudia (2018) Cuerpos para odiar. Patagonia: Ají Picante.

-_______________ (2015) Manifiesto Horrorista y otros escritos. Santiago: Juanita Cartonera & Isidora Cartonera.

-Wayar, Marlene (2018) Travesti. Una teoría lo suficientemente buena. Buenos Aires: Muchas nueces.

Un objeto que aprieta el lenguaje. Reseña sobre «El martillo» (2021) de Adelaide Ivanova

Por: Lina Gabriela Cortés

Imagen: Joaquin Sorolla «trata de blancas».

Adelaide Ivánova es periodista, artista y activista brasileña. Ha trabajado con diferentes materiales artísticos como la fotografía, la poesía, la performance, la traducción y la publicación. En 2018 ganó el premio Río de Literatura[1] en la categoría de poesía por su libro O martelo, que llega a Argentina en 2021 gracias a la editorial Mandacaru y a la traducción de Diana Kingler.


El martillo fue publicado por primera vez en Lisboa en el 2016 por la línea editorial de la librería Douda correria, después fue publicado en 2017 en Río de Janeiro por Edições Garupa y en 2019 el centro de traducción de poesía lanzó una selección de poemas traducidos al inglés. El libro ha sido traducido al alemán y al griego y en su edición más reciente, bilingüe, al español.

La edición de Mandacaru contiene 32 poemas sobre la violencia y el deseo en los cuerpos femeninos y en los cuerpos feminizados históricamente. Está dividido en dos partes: la primera refiere a la violencia institucional, policial, burocrática; la segunda, se aboca a la violencia en la vida diaria, una violencia solapada que está implícita en la construcción de las relaciones sexoafectivas y en la construcción del deseo, que implica reflexiones y conexiones entre los espacios íntimos y los espacios públicos de denuncia.

Débora Arango: «Justicia»

En este libro, la voz poética se reúsa a callar, a guardar silencio sobre la violencia que soportan los cuerpos subalternos dentro del patriarcado y, al mismo tiempo, es una voz que reflexiona sobre las lógicas menos palpables, más silenciosas que también operan dentro de la historia que nos contamos a nosotrxs mismxs sobre nuestras relaciones con otrxs y las instituciones que las avalan.

El martillo es también el ritmo del texto, un libro para ser leído en voz alta porque cada poema ensordece y rompe los límites de la denuncia, hace suya la violencia, la rabia, le da lugar a las voces que sufren el desastre impuesto sobre sus cuerpos. Nos interpela como lectorxs a experimentar el miedo, el abuso, la injusticia, el deseo y la ironía sarcástica que se asoma y acompaña el texto. 

En el libro habitan dos voces poéticas. Por un lado, la voz poética que denuncia y nombra. Por ejemplo, en el poema “Para Laura” donde se refiere a los cuerpos que han sido violentados, expuestos como espantapájaros, irreconocibles como el caso de Matthew Sheppard y Laura de Vermont, asesinados brutalmente; o el caso de poemas como “El sobre”, “La sentencia”, “El juez” donde las marcas de las violencias estructurales y la revictimización sobre sus protagonistas sostienen la historia de la violencia institucional que encubre las leyes patriarcales. Una suerte de poemas/registros/archivos que se convierten en llaves para abrir las puertas de la institucionalidad corrupta, hermética e indiferente.  Estos poemas que conforman la primera voz poética tejen una animalidad singular que da cuenta de una serie de metamorfosis de los funcionarios públicos, metamorfosis de las víctimas como consecuencia del lenguaje impuesto sobre ellas, como en el poema “La mula”, donde “la mula-lavinia/ también tuvo su lengua/ arrancada de lucrecia/ mula y dormida/ no arrancaron/ nada pero el chantaje/ también es una mordaza/ y mula-talia también/ dormía cuando fue/ violada”.

Pensar las metamorfosis que habitan en el texto nos lleva de vuelta al título “El martillo” que aparece en las dos partes del libro y que es la configuración de una ambivalencia que habita todo el texto. Cuestionar las subjetividades establecidas, los procedimientos que interrogan al cuerpo de manera violenta, los diversos lugares de enunciación para explorar y exponer el repudio, pero también para explorar nuestras preguntas más allá del espacio de denuncia, más cerca de nuestras relaciones, de nuestros deseos, de nuestras versiones y construcciones solidarias del mundo.

Desborda la descripción que nos produce angustia, miedo al ver un vestido ensangrentado, un cuerpo flotando en el agua, colchones donde camina el ruido. El ritmo que persiste a lo largo de todo el libro está profundamente ligado a la cantidad de imágenes que atraviesan el texto, una tras otra dan cuenta del vínculo de Ivánova con las artes fotográficas y la performance que se refleja en su práctica poética.

Por otro lado, en el libro hay una voz poética que establece una especie de diálogo imaginario con Humboldt, un personaje intermitente con quien mantiene una relación sexoafectiva, y quien representa un cuerpo masculino con toda la carga histórica, simbólica y política. Humboldt se convierte en una figura-puente por medio de la cual es posible nombrar el deseo, celebrar el cuerpo, pero también nombrar las instituciones que validan los vínculos sociales de las relaciones afectivas, como lo son el matrimonio o el divorcio. Humboldt, “el marido”, es un recurso poético y un vínculo afectivo, que establece una dinámica entre la vida íntima y la vida pública, un vínculo con la ironía sarcástica que rodea el universo del libro, tal como aparece en un fragmento del último poema de la primera parte, “El martillo”: “Humboldt nunca puede llegar/de sorpresa corre el riesgo/ de ser martillado y así/ morir o vivir” (63).

Esta ironía también es plasmada en la elección del nombre: Humboldt (la única palabra del libro en mayúscula) irremediablemente nos remite al naturalista y explorador Alexander von Humoldt, sobre el que recae esa ambivalencia entre su sensibilidad para plasmar y transmitir conocimiento y el protagonismo que tuvo dentro de un proyecto colonizador que destruyó y masacró poblaciones enteras para financiar proyectos como el suyo.

Sumado a esto, nombrar los lugares geográficos donde se sitúan las imágenes del libro demuestra la importancia de establecer vínculos entre países, ciudades que se conectan por medio de la violencia estructural y que hacen parte de dos imaginarias distintos, el sur y el norte global: San Pablo, Alemania, Francia, Irak. Diálogos que revelan los puentes de conexión entre las historias mutiladas como los cuerpos en ambas realidades del mundo. 

Finamente, en la poesía de Ivánova hay una huella que es también relectura propia de varias poetas mujeres como Anne Sexton, Anna Swir, Érica Zíngano y otros poetas varones como Pessoa, Celan o Yeats. Al igual que con las ciudades, las imágenes y el tono, Adelaide dialoga con tradiciones poéticas de distintos idiomas y de distintas huellas.  

Este libro llega al español, específicamente a Argentina, en medio de un año de pandemia que ha acelerado la crisis económica, política y social de la región latinoamericana y que ha incrementado los casos de feminicidios y los ataques contras las mujeres y la comunidad LGBTIQ, consecuencia de las violencias, desigualdades y jerarquías estructurales.

“El martillo” exige e impone un ritmo, invade, desubica y desorienta, pero indaga en nuestras historias, en las historias que desconocemos, en los cuerpos que nunca vimos y nacen en este poema que siempre es más fuerte que una denuncia, que una sentencia. Como dice en la último estrofa del libro, “el martillo/ es un objeto buenísimo/ que sirve para dormir bien/ o clavar clavos”.


«El martillo» (Adelaide Ivánova)
Mandacaru, 2021
126 (páginas)


[1] El premio Río de Literatura es el premio más importante en lengua portuguesa para libros publicados.

La escucha y la escritura. Notas sobre La sombra de Orión (2021) de Pablo Montoya

Por: Simon Henao*

Imagen: Figuras de las víctimas en la Comuna 13, Jesus Abad Colorado (2002)

A vuelo de pájaro, como siguiendo su sombra, Simón Henao reseña la última novela del escritor colombiano Pablo Montoya, escrita entre el 2018 y el 2020 y publicada en el 2021 en medio de una histórica revuelta social. La sombra de Orion narra la búsqueda de un escritor por sobrellevar la experiencia de volver a vivir en Medellín durante los primeros años del siglo XXI en pleno auge del uribismo. En ese recuento, que sin duda asocia la novela de Montoya con la ya larga, larga y diversa, tradición de la narrativa de la violencia colombiana y la constituye en un valioso documento de memoria; la novela abre la pregunta acerca de cómo llegar desde la ficción a lo real y cómo lograr con la ficción atravesarlo, cómo afrontarlo, cómo sobrevivirlo.


En una columna publicada en el diario El país en noviembre de 2019 la escritora mexicana Brenda Lozano, para contraponer ficción y realidad, menciona una metáfora que E.M. Forster usa en las célebres conferencias que dictó en Cambridge en 1927 reunidas con el título Aspectos de la novela. En ellas hay un apartado acerca de la fantasía donde el novelista inglés habla al pasar de la sombra de un pájaro que sobrevuela una plaza pública. Forster compara el pájaro en el aire con la ficción y la sombra que proyecta sobre los adoquines con la realidad. Realidad y ficción, como el pájaro y su sombra, son así dos elementos de naturaleza diversa que se condicen. Adonde va el pájaro va su sombra y viceversa, “pero los dos -advierte Forster- se parecen cada vez menos; ya no se tocan, como ocurría cuando el pájaro tenía sus patas en el suelo”.

Al ampliar la metáfora de Forster podría decirse que cada pájaro (cada ficción) proyecta una sombra (algo de lo real) de manera particular en un momento específico y que cada una de las sombras (cada vuelo de lo real) lleva la marca de un rumbo que sucede, único, ahora, presente en el aire. Cada ficción (cada pájaro) tiene su trayecto y su tiempo de vuelo y crea así su propio ángulo con la luz. Se posiciona en su tránsito, atraviesa tiempo y espacio. Interviene, toma posición: vuela. La sombra, según el vuelo del pájaro -dice Lozano que dice Forster-, puede aparecer de cerca y ancha o acaso proyectar un punto pequeño, diminuto, apenas perceptible entre las grietas marcadas de la plaza. O todavía más, no proyectar nada de tan distante que es el vuelo. En últimas, no sabremos cuánto de lo real hay en cada vuelo pero sí podemos saber qué tan próximo está de su sombra.

Hablando de sombras, de distancias y de tomas de posición, La sombra de Orión, la novela de Pablo Montoya publicada en el 2021 donde se narra la búsqueda de un escritor por sobrellevar la experiencia de volver a vivir en Medellín durante los primeros años del siglo XXI en pleno auge del uribismo, explora, justamente, los mecanismos, los artificios y los procedimientos que hacen posible ir de la sombra al vuelo. Cómo llegar desde la ficción a lo real y cómo lograr con la ficción atravesarlo, cómo afrontarlo, cómo sobrevivirlo.

En la novela de Montoya, como en toda la literatura colombiana (y, justo es decirlo, más allá de la literatura), lo real es la violencia. Solo que acá, como en algunas otras novelas de las últimas décadas, lo real ha venido siendo intervenido. Ya hay una tradición sobre ello, como diría Raymond Williams, y esa tradición (selectiva), además, ha sido leída. Escribir esta novela, escribir en ella los efectos del complejo entrecruzamiento de violencias que han asolado a Medellín desde hace décadas implicó no solo un laborioso trabajo de campo en los barrios populares de Medellín, particularmente en la comuna 13, conversaciones y diálogos con familiares de víctimas y con victimarios y una profusa investigación documental, sino, podemos suponer, atravesar del vuelo su sombra. Lo que va cobrando cuerpo en la novela de Montoya no es tanto aquello de lo que la novela se ocupa; no es tanto el tema del que ella habla, con un énfasis que lo desborda, que hace de él, de su tema –el de la violencia ¿cuál si no?- algo que va más allá de sí mismo; no, no es tanto eso lo que cobra cuerpo en La sombra de Orión. Lo que aparece es lo que ha sido desaparecido. Lo que ya no hace parte de lo real porque las violencias lo han sacado de allí.

Más allá de lo narrado; más allá, aún, de la incorporación de recursos narrativos de la tradición -bastante variopintos, por cierto, como el relato bélico del comienzo de la novela, los diálogos de muertos del capítulo “La Escombrera”, el realismo costumbrista que remite principalmente a Tomás Carrasquilla, el relato alucinatorio de los efectos del yagé y la autoficción, entre otros-; más allá, todavía, de las tradiciones rehuidas propias de la literatura local -la narrativa del narcotráfico al estilo de Cartas cruzadas de Darío Jaramillo Agudelo o la muy rentable novela sicaresca como la que han practicado Jorge Franco en Rosario Tijeras o Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios, por ejemplo-; más allá de esto, La sombra de Orión hace aparecer una búsqueda estética, política y ética que conlleva una profunda reorganización de lo sensible en medio de la experiencia de la violencia.

Paramilitares en la Comuna 13, Jesus Abad Colorado (2002)

En ese aspecto la novela de Montoya y su diálogo con acontecimientos históricos que han marcado a la sociedad colombiana de una forma traumática se sitúa en una narrativa de la falta como parte de un relato nacional que continúa, en el siglo XXI, el ciclo melancólico construido con gran parte de la literatura del XX. Pedro Cadavid, un personaje cargado de guiños de correspondencia con el autor (escritor, profesor de literatura en la Universidad de Antioquia que vuelve de París a Medellín…) y quien ya había aparecido como estudiante de música en la novela anterior de Montoya La escuela de música (2018), reflexiona sobre ello al preguntarse

¿Qué tan cierto era aquello de que, para ser un escritor de estas latitudes, la obligación consistía en lidiar con realidades criminales? ¿Existía acaso una relación de consanguinidad entre episodios siniestros y la narrativa colombiana? Y si esto fuera una verdad irrefutable lo indicado era no detenerse en estas suposiciones, sino más bien adentrarse en las maneras en que la literatura abordaba las crisis incesantes del país (81).

La búsqueda de ese abordaje se prolonga en la extensa novela de Montoya. Lo hace, en primer lugar, como gesto individual y singular. Es una búsqueda que atraviesa a cada uno de los personajes así como al narrador; es una búsqueda que atraviesa a Cadavid en su relación con la escritura, con su familia y con el mundo de La Comuna que descubre de la mano de Alma; es una búsqueda que atraviesa a la ciudad de Medellín, personaje central de la novela, como espacio singular que ha vivido década tras década la experiencia de las múltiples violencias sobre las que ha sido construida.

De manera muy similar a lo que sucede en novelas de Roberto Burgos Cantor como Ver lo que veo o La ceiba de la memoria, la experiencia de lo singular en La sombra de Orión se torna, a medida que avanza la novela, en una experiencia colectiva, se amplía hacia lo común, hacia la restitución de los vínculos que le dan cuerpo a la comunidad. Esta transformación de lo singular hacia lo colectivo implica, como diría Judith Butler a propósito de lo performativo en lo político, una desposesión de la identidad y un volcarse hacia lo otro. Al igual que en Memoria, la más reciente película del director tailandés Apichatpong Weerasethakul rodada en Colombia (de la que hasta ahora apenas hemos podido ver el trailer) donde, como lo señaló Juan Villegas en un posteo de Facebook, se ve “la importancia que el régimen auditivo ha comenzado a adquirir en Colombia y sus modos de hacer memoria sobre la catástrofe y el derrumbe del mundo”, en la novela de Montoya es la escucha la acción que abre lo singular hacia lo colectivo.

En el capítulo “La Escombrera”, en el que como respuesta urgente ante el desborde de la violencia, en la estirpe de 2666 de Roberto Bolaño o de Material humano de Rodrigo Rey Rosa, Cadavid opta por escribir un catálogo de los desaparecidos y escuchamos entonces sus voces desde la horrorosa profundidad de su entierro en la fosa común, adquiere forma esa apertura a lo común como ejercicio de resistencia, como acto performativo que lleva de la escucha a la escritura y que se planta como toma de posición, esto es, la escucha como acción ética y política de resistencia ante las violencias que acumula la sociedad colombiana.

A pesar de la marcada dimensión metaliteraria y de la insistencia en revelar el carácter artificioso de la escritura con el que La sombra de Orión da a ver a todas luces su mecanismo, mediante fórmulas como el cervantino y noventoso truco de la novela autoconsciente en la que el narrador da cuenta de la escritura de una novela que, para sorpresa del lector y la lectora, no es otra más que la novela que está siendo leída; o la sutil incorporación de frases (características de la obra narrativa de Pablo Montoya) que en su musicalidad, en su ritmo y en su imaginario remiten a una estética modernista; o el uso frecuente de un vocabulario traído hacia el presente de otras épocas y otros espacios, puesto en juego temerosamente con modos del lenguaje locales, actuales; mediante estas y otras cuantas fórmulas más, la novela de Montoya se sitúa en resistencia con la urgencia propia de acompañar la memoria, a la vez que revela, para decirlo de vuelta con Forster, la distancia insalvable entre el vuelo de la ficción y la sombra de lo real.

Al revelar esa dimensión artificiosa, lejos de una búsqueda de distanciamiento, La sombra de Orión rompe el efecto realista que ha regido la tradición de la narrativa de la violencia en Colombia. Algunos detalles en los que se detiene el narrador, como cuando, por ejemplo, en medio de una improvisación de rap en una terraza de La Comuna, acota que “Pedro y Alma dejaban que sus caras fueran tocadas por las brisas” (242), más que detenciones del relato que apelan a lo sensible, más que detalles que, volviendo a la metáfora de Forster, acerquen la sombra de lo real al vuelo de la ficción, son frases parentéticas que afectan de manera directa el efecto realista que la novela busca eludir a la vez que subrayan la naturaleza literaria del relato: es tan visible la literatura en la novela (una idea de Literatura más que de literatura, esto es, en mayúscula, asociada con un uso solemne, grave, hasta se diría pomposo y redentor del lenguaje) que termina por opacarla.

Sin embargo, La sombra de Orión participa, a su manera, de lo contemporáneo y se abre, por decirlo de algún modo, hacia una literatura del porvenir. No tanto porque, según lo enuncia la novela, la escritura basada en lo auditivo encuentre el rumbo hacia un tipo de sanación que la literatura, con el auxilio de la medicina ancestral, brinda, sino porque, como lo descubre Pedro Cadavid, es mediante la escritura como efecto de la audición que se hace posible habitar, junto con los fantasmas que la pueblan, una ciudad con las particularidades de Medellín.

La escombrera, fuente AFP: https://www.bluradio.com/blu360/antioquia/la-sombra-de-orion-la-novela-de-pablo-montoya-sobre-los-desaparecidos-de-la-escombrera-en-medellin

Ante la dificultad de vivir en una ciudad identificada con las desdichas de múltiples y prolongadas violencias, el profesor y escritor Pedro Cadavid, personaje de La sombra de Orión que comparte rasgos del autor, se las ingenia para encontrar cómo encauzar la experiencia de volver de París a Medellín. La escucha de las voces enterradas que conducen a la posibilidad de la escritura funciona así como un acto de revinculación y reivindicación con la ciudad. Para poder sobrevivirla, Cadavid debe amalgamar la escucha con la escritura. Escribir, así, se convierte en una forma de permanecer en la ciudad, de habitarla, de convivir con sus fantasmas.

Al igual que las ciudades maravillosas de Calvino -en las que, por lo demás, se inspira el cartógrafo de La sombra de Orión que reconstruye la violencia de La Comuna levantando con paciencia de artesano al interior de un cuarto un gran mapa en el que registra rutinariamente las muertes- la Medellín de la novela de Montoya es una ciudad que se hace signos, marcas, huellas, restos de un recorrido. Este recorrido en el que Cadavid es llevado por Alma, la estudiante que lo guía por La Comuna y lo inicia en la medicina ancestral, incluye: la Biblioteca vecinal como un espacio que se contrapone a la violencia del barrio, como una isla en la que “separarse, por unos minutos o unas horas, del fragor y la incertidumbre que envolvían a la zona” (150); un encuentro de raperos, los juglares de La Comuna, que improvisan en una terraza desde donde se ve la ciudad; la visita al cuarto donde el cartógrafo realiza su minucioso mapa; el encuentro con el músico Piedrahíta en La Escombrera y la visita a la sonoteca donde el músico archiva los sonidos de la ciudad, entre ellos, los de los desaparecidos enterrados en La Escombrera, “una tentativa hecha de grabaciones azarosas y efímeras que conducía a un acopio fragmentado de sonidos espectrales” (287), una forma de exhumación de los rastros sonoros de los desaparecidos, una cartografía sonora del horror.

En definitiva, se trata de una travesía por entre vericuetos, recovecos, parajes, escalinatas, peldaños que se hicieron “para unir lo que, a simple vista, parecía imposible” (99) que, metonímicamente, conducen al escritor -y con él a los lectores- hacia La Escombrera, “un basurero de desechos de construcción, situado en lo alto de La Comuna, donde se estaban arrojando los cuerpos de los desaparecidos” (137), un lugar al que Pedro Cadavid imagina como una herida, “un paraje montaraz que sangraba. Un resquebrajamiento de la tierra” (233). La “gran fosa común de Medellín” (287), un lugar en el que la oscuridad y el eco que ha teñido la sombra de Orión sobre la ciudad se concentran, enterrados.

Pero la sombra de La sombra de Orión, al no ser atmosférica sino además mítica, no se expande simplemente sobre el espacio. También lo hace sobre el tiempo. Escrita entre el 2018 y el 2020 y publicada en el 2021 en medio de una histórica revuelta social, la sombra de la novela alude a la Operación Orión, un operativo militar llevado a cabo bajo la presidencia de Álvaro Uribe y su doctrina de seguridad democrática en octubre del 2002 de la que “el efecto de sus garrotazos sigue resonando con brutalidad en la memoria de la ciudad” (343). Fue un operativo en el que actuaron el ejército, la policía y grupos armados paramilitares del Bloque Cacique Nutibara con el propósito, como el de otros operativos militares anteriores, de “pacificar la zona”, como dicen eufemísticamente las autoridades desde épocas de la Conquista. Esta larga duración de la violencia como aspecto estructural es algo que enuncia uno de los personajes de La sombra de Orión al preguntarse si habrá alguna continuidad “entre las formas en que las tropas del conquistador Jorge Robledo exterminaron a los indígenas de lo que es hoy Antioquia y el valle de Aburrá y las que la policía de Gallo, los militares de Montuno y los paramilitares de Bejarano usaron para desaparecer a tantas personas en La Comuna” (373). Lo cierto es que la Operación Orión derivó, al decir de la Comisión de Memoria Histórica citada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en “acciones sin antecedentes en las ciudades colombianas [que] causaron un gran impacto en la población por el número de tropas armadas que participaron, el tipo de armamento utilizado (ametralladoras M60, fusiles, helicópteros artillados y francotiradores) y las acciones contra la población civil (asesinatos, detenciones arbitrarias, ataques indiscriminados y desapariciones)”.

La sombra de Orión se expande por el tiempo y no solo por el espacio de la ciudad de Medellín porque la novela recuenta los orígenes de esa sombra. Y en ese recuento, que sin duda asocia la novela de Montoya con la ya larga, larga y diversa, tradición de la narrativa de la violencia colombiana y la constituye en un valioso documento de memoria, se justifica el carácter metaliterario con el que a partir de la escucha, para volver una última vez a la metáfora de Forster, la sombra de lo real se aproxima al vuelo de la ficción.

La sombra de Orión (2021) de Pablo Montoya. Ed. Penguin Random House, 2021. 437 páginas.

* Doctor en Letras por la UNLP, investigador asistente de CONICET, miembro del IdIHCS y profesor de Literatura latinoamericana I de la UNLP.

Parentescos raros y familias impensadas: una lectura sobre los afectos y las maternidades en La hija única de Guadalupe Nettel

Por: Lucía Belmes

La hija única nos propone acercarnos a la realidad vivida por miles de mujeres en la actualidad desde una perspectiva distinta a la ya expuesta por Guadalupe Nettel en sus tres anteriores novelas y en sus diversas publicaciones.  Lucía Belmes nos invita a recorrer esta exquisita obra, en la cual se pone en cuestión tanto la idea de maternidad (y paternidades), como el significado de la palabra familia, y la importancia de las redes de contención que les brindan el sostén necesario para cohabitar un mundo presente hostil, heteronormado y en profunda transformación.


La última novela de Guadalupe Nettel, La hija única, entrelaza la historia de tres mujeres desde la perspectiva de Laura —la narradora—, quien cuenta las experiencias de su amiga Alina y su vecina Doris en torno a la maternidad. Estas historias se intercalan en la narración, dando cuenta de la singularidad y diferencia desde las cuales se conciben y despliegan las relaciones familiares.

En el entramado que configuran las vidas de estas mujeres se va tensionando la idea de familia. Esta forma unívoca se desdibuja dando lugar a otras posibilidades de unión, parentescos que no tienen como fundamento el lazo biológico. Si bien en obras anteriores de la autora la cuestión de la maternidad aparece tematizada, como en cuentos de El matrimonio de los peces rojos y la novela en clave autobiográfica, El cuerpo en que nací, es en La hija única donde  la maternidad aparece como un centro a partir del cual se pueden interrogar y desandar muchas otras cuestiones. Como si desatar ese gran nudo de los mandatos respecto de la maternidad como destino obligatorio (o reflexionar sobre cómo es que se lleva a cabo la crianza cuando es elegida y esperada), permitiera desatar muchos otros que están asfixiando los vínculos que sostenemos. En los dos cuentos de El matrimonio de los peces rojos, en los cuales la protagonista es una mujer embarazada, se desarrolla un fuerte vínculo entre el cuerpo gestante y los cuerpos animales (de una gata y de una pareja de peces). Esto vuelve a surgir en la novela, no como esa relación espejada, pero sí como una referencia posible que se encuentra entre las relaciones y los gestos animales: en el momento en que Laura se entera de la noticia sobre el embarazo de su amiga Alina, empieza a notar la presencia de palomas anidando en su balcón. Después de unos fallidos intentos por echarlas, termina aceptándolas y cohabitando con ellas, con esa nueva familia que se está gestando ahí. En un momento, avanzada ya la narración, descubre, extrañada, la forma de empollar que tienen esos pájaros. Encuentra uno de los dos huevos arrojados al suelo, y el pajarito que nace en el nido es muy diferente de las progenitoras. Comprende que tal vez estas aves ofician como madres sustitutas y crían, así, a un pichón ajeno. Como la protagonista misma, incluso como la niñera Marlene, que cuida a Inés queriéndola como si fuese su propia hija.

Faisán dorado y rosas de algodón con mariposas siglo XI Emperador Song Huizong

Este paralelismo entre las formas que va tomando la maternidad en la novela y lo que sucede con las palomas en el balcón, revela una búsqueda, una preocupación por atender a otras referencias posibles sobre lo que puede ser la gestación, la crianza, la vida en familia o en comunidad. No como el retorno a algo puro o intuitivo, «animal», sino como el entendimiento de las presiones y los mandatos que se ejercen sobre el acto de maternar, y cómo este puede tomar otros caminos, enriqueciéndose en diferentes formas del afecto. 

El gran conflicto de la novela es el diagnóstico que recibe Alina en su octavo mes de embarazo: su hija va a morir al nacer. Con esa sentencia trágica trabaja la narración. Sin embargo, el tono con el que se aproxima a los acontecimientos contrasta con lo que se está narrando, o resulta al menos disruptivo. Hay una mirada tierna, empática y asombrada que nos cuenta y nos participa de esa vida que se narra. El contrapunto es la historia de Doris, la vecina que vive en el departamento de al lado, y cuyas peleas con su hijo invaden la cotidianidad de Laura. Nicolás, el hijo pequeño, encarna por momentos las agresiones que ejerció su padre. La protagonista empieza a cuidar de este niño y de su madre, ayudando a sanar, de alguna forma, las heridas causadas por la violencia machista.

La novela interviene en un presente en el que están funcionando, fundamentalmente desde los movimientos feministas, importantes críticas a la maternidad impuesta, a los mandatos y a las formas en las cuales se dan las crianzas. Dialoga con este presente de manera explícita pero no deja de ser sutil en el abanico de interrogantes y de opciones que despliega. Al reunir experiencias tan diversas, las preguntas, los malestares y las opciones que surgen no dan lugar a una respuesta o a un simple reemplazo de la estructura familiar heterosexual por otra cosa. La narración funciona, más bien, cuestionando y abriendo espacios. Dando lugar. Ante este escenario contemporáneo, lo que sostiene la vida en común es la red afectiva que podamos montar desde estos parentescos raros, inesperados, que exceden el nexo biológico como fundamento de la familia: «Se puso a llorar sobre mi pecho, llenando mi camiseta de mocos como ya había hecho una vez. Nos dormimos así, muy cerca el uno del otro, en esa cama donde jamás había imaginado que dormiría algún niño» (Nettel, 2020: p 213). Lo familiar parece fundarse más bien en el afecto y la necesidad de sobrevivir y habitar juntxs este presente. 

El punto de partida de la narración es un cuestionamiento firme a la maternidad como destino obligatorio. Cuando Alina, su íntima amiga, decide tener un hijo, la narradora lo vive como una especie de traición, un cambio de bando. Pero a medida que va acompañando ese embarazo, da lugar a una desnaturalización de muchos aspectos de la crianza. Se cuestiona, por ejemplo, la imposición del género binario desde el nacimiento: 

Todos descubrirían esa mañana el sexo de sus hijos. Saldrían de aquel consultorio con una respuesta pero también con una misión: comprarle a su progenie ropa azul o rosa, llenar su cuarto de objetos muy bien elegidos -un camión de bomberos, una casa de muñecas- y machacarles, durante toda la infancia, que deberían comportarse de cierta manera: no abrir demasiado las piernas, no llorar aunque los humillaran. (Nettel, 2020: p 38)

Estas inquietudes van ganando espacio y quebrando prejuicios, formas preestablecidas, a medida que avanza la novela. La mirada con la que Laura se asoma a los hechos que tienen lugar en las vidas de las mujeres con las que comparte, tiene una potencia narrativa muy especial. Desde su perspectiva vemos cómo se van construyendo parentescos y vínculos que abren lugar a otras formas de vida, en tensión con la norma heterosexual. 

En «Sentimientos queer», Sara Ahmed trabaja sobre la existencia de las familias queer como una imagen que interrumpe y evidencia el fracaso del ideal de familia heterosexual. Invierte la lógica entre éxito y fracaso, en la medida en que la existencia de familias diversas da cuenta de que lo que fracasa no son los vínculos homoafectivos, en su existencia desviada de la norma, sino la imposición del ideal heterosexual como única posibilidad de sostenimiento y reproducción de la vida. Hay otras formas posibles. Ahmed plantea, en esta línea, que una política queer necesita quedar abierta a diferentes maneras de vivir lo queer, para mantener la posibilidad de que las diferencias no se conviertan en fracaso.La novela puede leerse en diálogo con estas ideas sobre los sentimientos y la diversidad en las constituciones familiares, en tanto que la trama construye la posibilidad de que todas esas vidas imperfectas, heridas ya sea por la violencia patriarcal o por la obstinación del diagnóstico de la medicina occidental, en el caso de Inés, se desplieguen en toda su diferencia, volviéndose formas de vida legítimas. Desde la propuesta teórica de Ahmed, lo queer puede trabajar sobre el guion heteronormativo que moldea la vida, afectarlo. Algo de esto resuena en la lectura de la novela de Nettel: vidas raras, imperfectas, que dialogan y modifican el guion normalizador y regulador que distingue vidas legítimas y vidas que no lo son. La diferencia en La hija única alcanza a no ser una forma del fracaso, precisamente, sino que se vuelve potencia, una posibilidad abierta de sostener la vida en esas diferencias constitutivas, en esa dislocación respecto de la norma. 

Es significativo el lugar que toma lo inesperado en la narración, lo que se presenta y modifica el curso de las cosas. Esos espacios que abren los acontecimientos impensados son intersticios por donde se cuela el deseo, la intensidad del cuerpo, lo vital. Sin ese espacio, la vida es demasiado asfixiante. Hay una apuesta en la novela por afectos que dan lugar a formas de vida singulares, diversas, y legítimas de ser vividas. Además, en esa búsqueda, amplía la noción de lo familiar, acercándolo a lo que podemos leer como redes, lazos afectivos que pueden tomar cualquier forma y encontrarnos de los modos más imprevistos. 


Referencias bibliográficas

Ahmed, S. (2015). “Sentimientos queer” en La política cultural de las emociones. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2015.

Nettel, G. (2011). El cuerpo en que nací. Barcelona: Anagrama, 2011.

———————- (2013). El matrimonio de los peces rojos. Madrid: Páginas de espuma, 2013.

———————- (2020). La hija única. Barcelona: Anagrama, 2020.

Rezar por Colombia – Sobre Plegarias Nocturnas (2012) de Santiago Gamboa

Por: Nahuel Paz

En el contexto actual de fuertes enfrentamientos entre la población civil y las fuerzas del Estado Colombiano, Nahuel Paz lee, al trote, la novela de Santiago Gamboa y arriesga una definición de “Literatura” que irrumpe en el discurso social para visibilizar una connotación de lxs desaparecidxs en la realidad latinoamericana.


Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es un escritor colombiano, ha incursionado en la novela, en el cuento, el ensayo y las crónicas de viajes. En 2009 obtuvo el premio “La otra orilla” de la editorial Norma por su Necrópolis, ambientada en una Jerusalén casi en guerra. En Plegarias Nocturnas (2012), la novela que le siguió, retorna a una ficción ambientada en Colombia.

Barthes y Derrida entre otros, plantean que la Literatura, toma a su cargo muchos saberes, se expresa en una forma que difícilmente podría haber sido tratada por otra clase de discurso, periodístico o testimonial o histórico. Ningún otro discurso lograría decir lo que dicen las ficciones ya que no hay otro sistema de representación (la ficción supone un sistema de representación, otra clase de uso del lenguaje) que permita decir otras cosas de eso mismo. Si no encontráramos esos textos, la literatura terminaría siendo una ratificación: la continuación de la realidad, por otros medios, lo mismo que podríamos ver en los programas de televisión o en la calle, pero en una obra narrativa. La propuesta de esta reseña es leer esta obra de Gamboa como si fuera una repetición del pasado que se proyecta al presente y al futuro.

Por Ximena Hernández

La novela inicia cuando el Cónsul colombiano en la India recibe una información: debe asistir a un conciudadano detenido en Bangkok por tráfico de drogas. El cónsul se traslada a Tailandia y allí descubre que algo que no cuadra con el imaginario (y los imaginarios tienen espejos en la realidad) sobre el típico traficante, el acusado, Manuel, no tiene antecedentes, antes de su detención no había salido nunca de Colombia, está graduado en filosofía y cursa un doctorado.

La voz de Manuel estará tamizada por la del cónsul, ya que es a él a quien le cuenta su historia. Manuel refiriere su infancia, una infancia solitaria en Bogotá, una familia tipo: cuatro integrantes, clase media. Cuenta sobre su padre (fundamental en esta lectura que propongo) al que tilda de resentido, dice que para llegar a fin de mes su padre debía agachar la cabeza y ser dócil. Sus jefes lo humillan continuamente, por supuesto esa sumisión se convierte en autoritario en la casa. Manuel apunta que incluso su madre despreciaba al padre, aunque intentaba que lo respetaran en su casa. Además, narra que su padre tiene ojos solamente para Juana, la hermana mayor de Manuel, podríamos aventurar que, de hecho, la historia la tiene de protagonista.

Juana no se relaciona con su hermano menor, es más un escollo que para ella, pero cuando Manuel tiene siete años queda internado por una hepatitis viral, en el transcurso de la internación hospitalaria ambos logran conectarse. Luego Manuel, con la mediación de su hermana, se vincula con el arte, el grafiti, la pintura, la literatura. Y es en ese momento de la narración cuando irrumpe la violencia. La violencia en la novela tiene nombre: Álvaro Uribe.

Algunas citas ilustran esta irrupción:

(…) De repente, sin que ocurriera nada particular, papá se empezó a transformar. De tener pocas y muy medidas opiniones políticas pasó a hablar con fogosidad de lo que leía en la prensa y veía en los noticieros. (…) una letanía impregnada de rencor hacia la realidad y el presente, el súmmum del resentimiento, pintando un país con una situación de caos y derrumbe moral del que sólo se podía emerger con un verdadero patriota, ¿y quién podía ser sino ese soldado de Cristo y paladín del orden que era Álvaro Uribe, que por esa época, muy cerca de las elecciones, ya volaba en las encuestas? (2012: 38)

Según los términos que propone Marc Angenot, el padre, así, encarnará un discurso social reconocible, por ejemplo, en el elogio a Chile o en la mano dura:

(…) Lo que aquí se necesita es mano dura, así haya que hacer un sacrificio, y si no miren el caso de Chile, que es hoy ejemplo en América Latina (…) Álvaro Uribe es el único que no habla de tratos ni de regalarle el país a la guerrilla, sino todo lo contrario, quiere darles bala, el único lenguaje que los terroristas entienden, bala y más bala. (2012: 40)

En el proceso de identificación, en tanto Uribe es como “uno” y es un “patriota”. “Uno”, según la concepción del padre de Manuel y Juana, un ciudadano “común”, promedio, trabajador, esforzado —que piensa que los demás no lo son y que merecen el destino de un par de balas. Dejo en claro que no estoy haciendo un alegato en defensa de las “guerrillas”/”terroristas”, estoy describiendo el procedimiento de anulación de las otredades en el mecanismo narrativo de la obra— y, por primera vez, Berta, su esposa, concuerda con él, apoya sus diatribas. Por el otro lado, el “patriotismo” se convierte en una construcción en la cual ser patriota es hacer lo que “uno” hace, un círculo que retroalimenta en sí mismo, endogámico y pulsional:

(…) Uribe viene de la clase media y de las montañas de Antioquia, con la moral del campo y la verraquera de la tradición paisa, eso es lo que se necesita, un tipo que ame a Colombia (…) Uribe es el primero que habla de verdadero patriotismo, de dignidad nacional (…) si Uribe no gana a este país habrá que recogerlo del suelo con cucharita, y puede que hasta tengan que venir los gringos con sus marines a arreglarnos el problema, como pasó en Panamá, y nos tocará tragarnos la humillación, ¿cómo puede haber gente que no se dé cuenta? No hay más que ver su eslogan: «Mano firme, corazón grande». (2012: 40)

Y acá reaparece la voz de Manuel para enumerar, para romper los discursos sociales que encarna su padre, la endogamia del “uno”, del “nosotros”. Para ello utiliza una especie de objetivación cansina, en una lógica del personaje que muchas veces narra desde una especie de pesimismo descriptivo, la apelación al cónsul no parece del orden del “nosotros” sino como si fuera inapelable y no tuviera necesidad de convencer a nadie:

“No pasó mucho tiempo —¿un año, seis meses, usted se acuerda, señor cónsul?— antes de que la alegría uribista empezara a resquebrajarse y el sol se colara por las fisuras. (…) Fueron algunos intelectuales los que hicieron sonar las alarmas. Le criticaron a Uribe el airecito de Mesías de provincia, con la virgen María siempre en la boca, y se empezó a hablar de su relación con los escuadrones de la muerte y los paramilitares”. (2012: 40)

El ascenso de Uribe, como figura casi religiosa a la que el padre le reza, va en paralelo con la rebeldía de Juana que introduce en la casa la voz de las/os opositoras/os. Manuel, en cambio, se repliega sobre sí mismo, en la literatura, en los grafitis, en una búsqueda personal con el arte.

Juana empieza a cuestionar lo que dice el padre, contrasta con el discurso social de éste que se encabalga con el “sentido común”, digamos que es parte del trabajo narrativo de la ficción de Gamboa: el padre simboliza un ascenso discursivo que tal vez estaba solapado en las décadas anteriores o no encontraba representación. Por supuesto, que este discurso social seguirá haciéndose de slogans y grieta en los gritos del padre que siguen siendo más potentes:

“¿cuántos de esos melenudos no serán en realidad comunistas, chavistas o incluso de las FARC? ¡Si tanto les gusta que se vayan para el monte o a Venezuela o a Cuba!, a ver si allá los dejan criticar, ¡ahí los quiero ver! (…) ¿qué problema hay en que rece por televisión? Eso es normal en un país católico, ¿no han visto cómo Bush asiste a misas y habla de dios y nadie le dice nada?, ¿recordarle al presidente eso? ¡Si el mismo Chávez cita la Biblia cada vez que puede!” (2012:45)

Y si el padre encarna un discurso social reconocible y característico de determinadas partes de la sociedad (de las sociedades), supongo que ese reconocimiento tiene reflejo en la realidad y debe ser contrastado con esa realidad ficcional o cuestionado. Es Juana, que crece y estudia Sociología en la Universidad Nacional de Colombia, quien le responde. Lo hace con argumentos, con información, con datos, sin apelar al rezo, al discurso metafísico:

“Reviraba Juana, ¡ay, papá! (…) ¡es la época más horripilante! Un presidente mañoso, un ejército asesino y torturador, medio Congreso en la cárcel por complicidad con los paracos, más desplazados que Liberia o Zaire, millones de hectáreas robadas a bala, ¿sigo? Este país se sostiene a punta de masacres y fosas comunes. Uno escarba el suelo y salen huesos (…) No, papá, no te engañes. Los únicos que pueden dormir tranquilos acá son los paracos, y no sólo dormir: pueden seguir matando sindicalistas y gobernadores, alcaldes o estudiantes de izquierda, jóvenes desempleados y drogadictos; pueden seguir haciendo billete y contratando con el Estado para robarse la plata; pueden seguir amedrentando campesinos, quitándoles las tierras con sólo acusarlos de guerrilleros, papá…” (2012:65)

Los paramilitares (los “paracos”) parecen ser el signo de esa violencia que rezuma la atmósfera de Plegarias Nocturnas, la violencia incontrolable o controlada para reprimir, asesinar, perseguir por fuera del orden del estado, como un “segundo estado” (al decir de Rita Segato) un estado paralelo que, en la novela, el uribismo apoya y alienta.

Y entonces Juana desaparece.

Y la realidad se impone. El padre del narrador abre los ojos y la historia de la novela se irá hacia otro lado, porque en algún momento Juana reaparecerá y contará su propia historia, sus vínculos, hasta el cónsul tendrá tiempo de contarnos la suya.

Por Ximena Hernández

En este momento de la narración tal vez sí es posible reponer la realidad, no como continuación de algo que puede verse en la calle, en los programas de televisión —¿puede verse en los programas de televisión lo que sucede en la calle? ¿Puede verse la realidad?— habíamos dicho que una forma de leer la novela de Gamboa es hacerlo como una repetición del pasado, un pasado que se proyecta hacia el presente y el futuro.

Y, como esta reseña viene algo urgida por el tiempo, simplemente me voy a quedar con esto: y un día, Juana desaparece. En Missing (una investigación) Alberto Fuguet sigue la pista de un tío suyo “desaparecido” en los EEUU, pero dice que prefiere no usar esa palabra para describir el hecho —el tío se ausenta, deja de contactarse con su familia original en Chile, no deja rastros, no se comunica— porque la palabra desaparición tiene una connotación específica en Latinoamérica, una connotación que va desde Argentina hasta México, pasando por Uruguay, Chile y Brasil. Ante esa palabra la historia de Latinoamérica tiene mucho para contar, de todos modos, la ficción de Gamboa deja en claro sobre qué representaciones trabaja y cuánto de eso continúa en el presente.

La narración como bandera. Reseña de Medio sol amarillo, de Chimamanda Ngozi Adichie

Por: Ángela Martín Laiton y Martina Altalef

El próximo viernes 7 de mayo, el Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas de la Maestría en Literaturas de América Latina del Centro de Estudios Latinoamericanos de UNSAM alojará un conversatorio sobre la novela Medio sol amarillo, de Chimamanda Ngozi Adichie. Esta narradora, intelectual y activista nigeriana ha volcado su escritura hacia la mediación entre la diversa cultura nigeriana y su formación en universidades occidentales. Además, es reconocida por destacar la importancia de leer a África a partir de sus propias narrativas, de sus autores y oralidades. También, ha resaltado a través de sus publicaciones y en su quehacer como activista la importancia del feminismo y su perspectiva como mujer africana. La novela publicada en 2006, construida a partir de documentos bibliográficos y narraciones orales, principalmente de la familia de Adiche y pertenecientes al pueblo Igbo, narra el proceso de la guerra de Biafra desde la mirada de distintos personajes. Ángela Martín Laiton y Martina Altalef leen el singular entramado de usos de las lenguas que construye esta novela.


Aunque Chimamanda Ngozi Adichie no había nacido cuando estalló la guerra de Biafra, toda su familia Igbo la vivió en Nguza. A través de la investigación bibliográfica detallada sobre los tres años que duró la guerra (1967-1970) y haciendo uso de las narraciones que se conocían al interior de su familia, escribió Medio Sol Amarillo; un entramado de historias que problematizan paralelamente la guerra y las relaciones humanas, mientras entrelaza la fuerte presencia del colonialismo, las distintas resistencias que surgen y la pugna por la cultura, la lengua y la tradición.

Medio sol amarillo se publicó por primera vez en Londres, en 2006, con el título Half of a Yellow Sun. De inmediato fue celebrada por la crítica, los sistemas de premiación y el público lector y al año siguiente se tradujo al español. Se trata de un entramado de narrativas y personajes que se cruzan, encuentran y desencuentran en las dinámicas de sociabilidad y política de los años signados por la guerra entre Biafra y el estado de Nigeria. La novela construye memorias sobre esa guerra a través de la caracterización de varios personajes diversos entre sí y así discute el relato europeo que ordena el conflicto como “lucha tribal” o simple disputa territorial entre etnias locales, miradas recurrentes de occidente sobre los diferentes conflictos africanos. La construcción de sus figuras tiene como eje vital los enredados usos de las distintas lenguas habladas en el territorio y se despliega a lo largo de la década de los sesenta en la actual Nigeria.

Chimamanda Ngozi Adichie, además de reconocidísima por magistrales discursos proclamados en múltiples ámbitos, es autora de novelas aclamadas por la crítica y por diversos públicos lectores en amplias regiones del planeta. Nació en el seno de una familia Igbo en 1977 en Énugwú, ciudad ubicada al sudeste de Nigeria que a fines de los años sesenta se consolidó como la capital de la República de Biafra. Su niñez transcurrió en Nsukka, donde desarrolló sus primeros estudios escolares. A los 19 años recibió una beca y se mudó a Estados Unidos, país en el que cursó estudios de grado y posgrado en varias universidades.

La autora afirma que la guerra es parte de su historia, aunque tuvo lugar años antes de su nacimiento. En la nota que da cierre al libro, asegura que algunos personajes y experiencias de la narración toman como base a miembros y vivencias de su familia, mientras que  otros son puramente ficcionales. En ese breve apartado final, también da cuenta de la exhaustiva investigación histórica sobre Biafra que permitió la escritura de esta novela, en la que destaca fuentes periodísticas y fotográficas así como narraciones orales, sobre todo las de su madre, tías y abuelas.

La temporalidad es el gran eje organizador del libro, dividido en cuatro partes que agrupan un total de 37 capítulos. Esas partes, a su vez, replican dos veces la década en que se produjo la guerra, pero segmentada en dos mitades: principios de los sesenta, finales de los sesenta, principios de los sesenta, finales de los sesenta. Frente a este proceso escritural, Adichie afirma que quiso construir un libro en el que se desarrollara una historia de amor y de guerra, que también fuera fuente de memoria histórica sobre lo ocurrido en esos años. En una entrevista titulada “The Story Behind the Book”, comenta:

I wrote this novel because I wanted to write about love and war, because I grew up in the shadow of Biafra, because I lost both grandfathers in the Nigeria-Biafra war, because I wanted to engage with my history in order to make sense of my present, many of the issues that led to the war remain unresolved in Nigeria today, because my father has tears in his eyes when he speaks of losing his father, because my mother still cannot speak at length about losing her father in a refugee camp, because the brutal bequests of colonialism make me angry, because the thought of the egos and indifference of men leading to the unnecessary deaths of men and women and children enrages me, because I don’t ever want to forget. I have always known that I would write a novel about Biafra.

Tanto la autoría como la novela se caracterizan por un peculiar equilibrio: las identidades se construyen sin ocultar ni enaltecer los vínculos con occidente. Eso, no obstante, no se manifiesta como ausencia de juicio crítico. Los personajes se forman a través de una mirada amable que abraza la complejidad de cada identidad al tiempo que la pone en perspectiva. La historia provoca choques entre personajes de la ciudad y el campo, negrxs y blancxs, nacionales y extranjerxs, ricxs y pobres, letradxs y no-letradxs. Así, son los personajes y sus propias experiencias quienes van entretejiendo los conflictos que la guerra revela, la desigualdad, la pobreza, el colonialismo, y las religiones. La guerra tiene unas afectaciones distintas para Olanna y Odenigbo como pareja intelectual pro-africanista de aquellos días, para Olanna y Kainene como hermanas de una familia acomodada, y particularmente para Ugwu, un niño venido de la ruralidad que evidencia la sociedad racializada, desigual y empobrecida de Nigeria.

Un aspecto muy relevante a tener en cuenta sobre la guerra de Biafra y la importancia de narrarla a través de la literatura nigeriana es que ésta es conocida como una de las pioneras en el continente africano en la que los pueblos nativos intentan cambiar las fronteras dictadas por los colonialistas occidentales. Por tanto, la construcción que hace Adichie para diferenciar los personajes y las formas de vida entre el norte y el sur de Nigeria son muy sugerentes sobre la racialización de la pobreza y la extracción de recursos naturales en los lugares con personas más empobrecidas. No es coincidencia que varios países muy poderosos de occidente hayan intervenido diplomática y armamentísticamente en esta guerra, conscientes de los recursos petrolíferos de Nigeria.

Medio sol amarillo está dedicada a los dos abuelos de la autora, que murieron en campos de refugiados durante la guerra, y a las dos abuelas, que sobrevivieron. La novela no falsea una suerte de no-occidentalización para construir esa ancestralidad con la que busca darse inicio. Desde esa apelación primera, crea memorias sobre un tiempo histórico que la autora no vivió. En esa dedicatoria, leemos también una frase en igbo: “ka fa nodu na ndokwa”, sin traducción. Toda la narración, escrita originalmente en inglés, seguirá esa impronta. Las intervenciones de términos en lenguas nativas del territorio nigeriano son permanentes, tanto en los parlamentos de los personajes como en la voz narradora.

La nota que cierra la novela, en la que Adichie dedica su escritura a familiares, amigxs y colegas y sienta el canon literario con que conecta su trabajo, finaliza con una bella convocatoria que fusiona literatura y política: “May we always remember” (“Que siempre tengamos memoria”). Así, la construcción de una memoria y una ancestralidad está presente de principio a fin en la obra.

Esa memoria se construye sobre todo de lenguas y discursos. Cuando se aproxima la guerra, cuando empiezan a acechar los golpes de estado, la incertidumbre y la violencia política, leemos una lucha discursiva por la creación de la realidad: hay personajes que se niegan a creer en la guerra incluso cuando ya se está produciendo, mientras que otros personajes la vaticinan constantemente. Esta lucha discursiva y las primeras masacres tienen lugar en simultáneo. Frente a ello, Adichie destaca la importancia de la memoria colectiva y el diálogo frente a conflictos que quieren cerrarse con el silencio, como el de Biafra, señalando su vigencia en la Nigeria actual:

The war is still talked about, still a potent political issue. But I find that it is mostly talked about in uninformed and unimaginative ways. People repeat the same things they have been told without having a full grasp of the complex nature of the war or they hold militant positions lacking in nuance. It also remains, to my surprise, very ethnically divisive: the (brave enough) Igbo talk about it and the non-Igbo think the Igbo should get over it. There is a new movement called MASSOB, the movement for the actualization of the sovereign state of Biafra, which in the past few years has captured the imagination of many Igbo people. MASSOB is controversial; it is reported to engage in violence and its leaders are routinely arrested and harassed by the government. Still, despite their inchoate objectives, MASSOB’s grassroots support continues to grow. I think this is because they give a voice to many issues that have been officially swept aside by the country but which continue to resonate for many Igbo people.

La construcción identitaria de cada personaje –desde lxs protagonistas hasta aquellxs que iluminan breves pasajes del texto– se produce en la lengua plasmada en cada parlamento. La propia narración y lxs otrxs personajes se mantienen siempre atentxs a cuán bien “domina” esa lengua cada personaje. Esa tensión tiene como gran base al inglés entrelazado con el igbo, el yoruba y el hausa.

En las primeras páginas de la novela conocemos a Ugwu, un niño que desde los trece años trabaja como sirviente en la casa del profesor Odenigbo en Nsukka, ciudad universitaria donde la autora pasó la niñez. Ugwu aprende inglés al tiempo que trabaja en esa casa. La relación entre ambos personajes es compleja y, en ocasiones, las ideas socialistas del profesor pretenden difuminar la jerarquía entre ambos. Sin embargo, la lengua de Ugwu no la olvida jamás. Se refiere al hombre que le da trabajo como “sah”. Esta escritura fonética de la fórmula de tratamiento “sir” del inglés es especialmente significativa. Por un lado remite sin cesar a la posición de subalternización de Ugwu por ser un niño, por provenir de zonas rurales, por trabajar como sirviente. Por el otro, evidencia cómo la escritura de Chimamanda resalta la materialidad de la lengua como manifestación de las identidades y relaciones sociales. Los vocativos “sah” y “mah” (madam) caracterizan la lengua de este niño y condensan esas relaciones marcadas por la etnicidad, el género, la clase, la escolarización, la edad.

Antes de la guerra, Odenigbo organiza reuniones con intelectuales en su casa en las que se discute el panorama político del país y de África en general. Mientras debaten sus ideas, casi siempre vinculadas al pensamiento de izquierdas, Ugwu les sirve bebidas y comidas. Participa de esas discusiones como testigo –invisibilizado por quienes conversan– y se nutre de ellas para aprender. Es bastante llamativo que sea este personaje quien se devele más adelante en la novela como narrador de la historia, lo letrado sigue siendo el horizonte cultural para los países colonizados por occidente.

Por su parte, Olanna, pareja de Odenigbo, es un personaje de clase acomodada del norte de Nigeria, formada en occidente, que busca a través de su familia en el sur una construcción constante de su “africanidad”. Adichie, a través de este personaje, construye una mujer autónoma, letrada y con una postura política evidente, pero que debe mediar entre esa clase alta que ve en las cultura nativas retraso y subdesarrollo, y su relación con sus tíos en el sur, que constantemente la hacen sentir como una outsider de estos pueblos, en aspectos de las formas tradicionales de vida y sobre todo, la lengua. Recordemos que en uno de los apartados, mientras Olanna está incómoda por el humo que sale de la cocina de leña de su tía y los huevos de cucaracha sobre la mesa, desea saber yoruba y hausa en vez del latín y el francés que ha aprendido en la universidad.

El componente étnico de las identidades de los personajes se hace especialmente relevante cuando el conflicto bélico comienza a estallar. Los personajes deben administrar los modos de performar sus cuerpos, sus lenguas y sus orígenes para sobrevivir en ciertos espacios fronterizos y a la hora de buscar resguardos. Así, por ejemplo, Olanna se refugia en un pañuelo que cubre su cabello y parte de su rostro cuando le urge volver a su casa en Nsukka, tras ver masacradas a su tía y a su prima embarazada. El comandante Madu, por su parte, narra a su amiga Kainene cómo los soldados nigerianos revisaban los pies de quienes pudieran ser hombres Igbo vistiendo uniformes militares para salvarse en busca de callos y heridas provocados por el uso constante de botas. Las vestimentas y las marcas en los cuerpos también señalan identidades y deben gestionarse en tiempos de conflicto.

Una escena de singular crueldad en ese sentido es la que atormenta a Richard: al volver de una corta estadía en su Londres natal, conversa con un joven en igbo en el aeropuerto de Kano, ciudad que destaca como importante centro comercial del pueblo hausa. El muchacho, llamado Nnaemeka, era de un pueblo cercano al de Kainene, pareja de Richard. Instantes más tarde, un soldado apunta contra Nnaemeka y lo desafía a pronunciar “Allahu Akbar”. El chico no puede hacerlo sin delatar su origen a través de su acento y el soldado lo asesina. La guerra se arma en la lengua, con la lengua, contra la lengua.

La misma consciencia respecto de la materialidad del lenguaje y sus relaciones con la colonia puede leerse en la línea que traza la narración respecto de los libros. Los libros presentan valores ambivalentes al interior de la novela. Odenigbo, un personaje retratado como un académico universitario, con una casa inundada de libros, quien a través de su quehacer intelectual busca resaltar los saberes africanos (Esta mezcla entre la cultura letrada y la cultura oral es muy común en los académicos que estudian África o América). Es muy interesante cómo es retratada la relación entre Odenigbo y Ugwu, porque, aunque el primero es un intelectual defensor de los saberes africanos, sigue viendo jerárquicamente a un niño cuyos saberes son rurales y nativos. De hecho, lo invita a la lectura y el conocimiento a través de las formas tradicionales de occidente. La construcción del académico-intelectual africano media entre la exaltación de algunos saberes de los pueblos nativos y la imposición de la cultura letrada que dejó el colonialismo.

Algo análogo ocurre con Olanna, otro personaje lector, que encarna las fricciones entre sus orígenes y su crecimiento occidentalizado. Su prima embarazada admira los conocimientos y saberes que la caracterizan y desea que su hija (que no llega a nacer pues la joven es masacrada poco tiempo después) se parezca intelectualmente a Olanna. Sin embargo, ella descree de ciertas tradiciones rurales y por eso de inmediato la ridiculizan como alguien que ha leído “too much Book” (“demasiado Libro”). La contradicción colonial es permanente y hace ruido en todos los vínculos narrados en Medio sol amarillo.

Entre los personajes protagónicos de esta novela, Richard es un hombre británico, blanco y joven que permanentemente choca con encrucijadas características de quien profundiza el conocimiento de su propia blanquitud. Rodeado por mujeres y hombres africanxs negrxs de distintas etnias, religiones y clases sociales, con distintos niveles de escolarización, distintas vinculaciones con Europa y distintas perspectivas ideológicas, vive en Nigeria y explora el arte Igbo Ukwu. Se propone escribir un libro que planea titular El mundo guardó silencio cuando morimos. Sus páginas narran experiencias que otros personajes le relataron y fragmentos de la historia de Nigeria y se filtran entre las páginas de Medio sol amarillo. Allí se cuenta una genealogía de Nigeria:

“… en la Conferencia de Berlín de 1884 en la que los europeos dividieron África, se aseguró de que Gran Bretaña arrebatara a Francia los dos protectorados junto al río Níger: el norte y el sur.

Los británicos prefirieron el norte. Allí el calor era seco y agradable. Los hausa-fulanis tenían la piel más clara y por eso se consideraban superiores a los negroides del sur. Además eran musulmanes, lo que equivalía a ser civilizados hasta donde les permitía su condición de indígenas, y seguían una organización feudal, lo que los hacía ideales para el gobierno indirecto. Ecuánimes emires recaudaban impuestos en nombre de los británicos y éstos los recompensaban manteniendo alejados a los misioneros cristianos.

Por el contrario, el sur, con su clima húmedo, estaba lleno de mosquitos, animistas y tribus dispares. Los yorubas constituían el grupo mayoritario en el sudoeste. En el sudeste, los igbos vivían en pequeñas comunidades republicanas. No eran nada sumisos y sí preocupantemente ambiciosos. Como carecían del sentido común necesario para tener reyes, los británicos crearon la figura del gobernador, porque la dominación indirecta suponía menos gasto para la Corona. Permitieron la entrada a los misioneros para someter a los paganos, y así el modelo educativo y la religión cristiana que impusieron prosperó. En 1914, el gobernador general unió el norte y el sur, y su esposa eligió un nombre. Acababa de nacer Nigeria.”

Richard se encuentra en una permanente búsqueda identitaria. Gracias a esa búsqueda, la narración replica una construcción histórica que ancla esta novela a su contexto. Además, este hombre inglés se compromete con la lengua igbo, busca perfeccionarla, procura una fluidez nativa. Quiere afianzar su identidad a ese mundo africano a través de sus estudios y también mediante su vínculo con Kainene, hermana melliza de Olanna. Este hombre blanco no solo se encarga de estudiar las culturas locales, sino que también acompaña y milita la creación de Biafra porque piensa que podría encontrar en ella una pertenencia que no halla en Inglaterra y que no puede hallar en Nigeria.

Así, es posible pensar que esta narración se arma como bandera de una nación, o mejor de la memoria de una nación. Medio sol amarillo, el título de la obra, hace referencia al símbolo ubicado en el centro de la bandera de la República de Biafra. Esa bandera retoma una cromática extendida entre las naciones en proceso de descolonización durante la segunda mitad del siglo XX en África: rojo, por la sangre derramada, negro, en señal de duelo por las vidas perdidas y verde en representación de un futuro próspero para las naciones en lucha por la independencia. En el caso de Biafra, las tres franjas horizontales tomadas de la bandera panafricana dan marco a la mitad de una circunferencia dorada acompañada por pequeños picos que simbolizan el sol naciente y sus rayos. En la bandera, este medio sol amarillo indica un futuro glorioso para la nación. La novela, al tomar este símbolo central como título e irradiar historias sobre el dolor, el amor y las luchas de múltiples personajes, se arma como escritura de una memoria vital sobre la lucha de los pueblos nativos de África por la independencia, el rescate y la pervivencia de sus propias lenguas y tradiciones, el derecho a la memoria sobre la violencia y las consecuencias del colonialismo en la vida de lxs nigerianxs.

Ahora que sí nos ven

Por: Victoria Menéndez

Victoria y sus amigas recorren la muestra curada por Andrea Giunta, en la que se pueden apreciar obras de distintos artistas y donde intervienen todos los sentidos. Esta exhibición, que se lleva a cabo en el Centro Cultural Kirchner hasta el 30 de junio, rompe paradigmas y nos invita a ver el mundo con otros ojos, a escucharlo desde otras voces y a sentirlo con otros cuerpos.

Apenas uno entra a la exposición Cuando cambia el mundo, curada por Andrea Giunta, se enfrenta con 26 preguntas escritas en dos paredes. Escritas en la pared, algunas nos interpelan así:

¿Creen Uds. que el hecho de ser feminista es un inconveniente para triunfar?, ¿Creen Uds. que el trabajo de las artistas es específico?, ¿Puede el arte feminista estar hecho por artistas hombres?, ¿Condiciona la clase social de origen, la práctica y el reconocimiento en el caso de una mujer artista?

La cantidad de respuestas es variada y presenta un cuadro de opiniones más que completo. No todos los papeles pegados para responder responden directamente a alguna de las preguntas. Algunos tan solo tienen frases del tipo “Amor o nada”, “El feminismo me salvó la vida” o “Cupo laboral trans ya”. El espacio abre el juego al planteo de la actualidad a partir de esta base e invita a que cada uno, dentro o fuera de la muestra, pueda seguir en la propia búsqueda de interrogantes.

Fotografía Victoria Menéndez

Así empezó para mí la muestra Cuando cambia el mundo, que se lleva a cabo en el Centro Cultural Kirchner hasta el 30 de junio. La curadora de la muestra, Andrea Giunta, es profesora de Arte en la UBA, investigadora del Conicet y fue la curadora de la 12a Bienal de Mercosur que se tuvo que realizar de manera virtual. En esta oportunidad, Andrea nos presenta una muestra que nos invita a repensar el mundo después del año de emergencia sanitaria a nivel mundial desde una perspectiva feminista. Un año que nos llevó a replantearnos de forma colectiva y personal nuestra forma de vivir.

La primera sala que visitamos fue la de Esther Ferrer, una artista que sabe cómo hacernos pensar fuera de la línea de lo cotidiano. Lo primero que vimos fue la sala donde se presenta Entre líneas y cosas, en completo silencio. De las personas que estábamos ahí, ninguna tuvo que decir nada. En el centro de la sala hay un maniquí de una mujer con un cartel en la mano y, alrededor de ella, sillas vacías. La hoja que sostiene el maniquí es la denuncia de la cantidad de femicidios que se llevan a cabo desde que empieza la muestra hasta que termina.

Luego pasamos a la muestra de fotos donde la artista retrata el paso del tiempo haciendo el recorte de la foto en la mitad de su cara y pegando la otra mitad. Esther es una artista que juega con el cuerpo e invita a que juguemos con el nuestro. Se presenta también la muestra Íntimo y Personal, donde vemos cómo la artista se mide distantas partes del cuerpo con otras personas. Mientras lo realizaba, Esther permitía que cada uno hiciera lo que quisiera con esos números. Esther nos llama a apropiarnos de quiénes somos, dejándonos expresar lo que pensamos y poniéndolo en una pared para que todo el mundo lea.

Fotografía Sebastián Calfuqueo Con indicaciones de montaje

Cuando entramos a la segunda sala, lo primero que vimos fueron las fotografías de Buscando a Marcela Calfuqueo, que parecen hechas con un efecto de esos que te muestran cómo serías si tuvieras barba, pelo largo o el pelo de todos colores; en definitiva, cómo seríamos si no fuéramos quienes somos. Esta es la muestra de Sebastian Calfuqueo, Licenciado y Magister en Artes Visuales de la Universidad de Chile y parte del colectivo mapuche Rangiñtulewfü. En sus propias palabras, su obra se caracteriza por cuestionar de manera crítica el orden colonial y sus consecuencias dentro de las sociedades tanto indígenas como globales.

La obra Buscando a Marcela Calfuqueo nos muestra una serie de fotos que se tomó el artista con una amiga. Los dos tienen rasgos muy similares, tan similares que yo diría que podemos verlos casi idénticos. La diferencia con un efecto de aplicación es que, en esta oportunidad, ninguno cambió ningún rasgo de su cara. Sebastian solo se puso una peluca para simular tener el pelo más largo y nada más. La búsqueda por su feminidad, de acuerdo con su relato, se presentó a partir del encuentro con esta mujer, Mónica Monsalve, con quien al momento de conocerse, las similitudes en sus rasgos fueron lo que más les llamó la atención. Luego ella se convirtió en su amiga y, después de dos años, dejaron de verse,: ella desapareció de su vida. En la obra, dedicada en parte a ella y en parte a sí mismo, Sebastian Calfuqueo busca a su amiga tanto como a su propia feminidad.

Fotografía extraída del documento 2021 CCK Sebastián Calfuqueo

En su muestra, Sebastián analiza los límites de lo impuesto y lo aceptado. Presenta a las Costumbres de los Araucanos Gay, donde podemos ver cómo la religión fue la que impuso sus propias reglas y creencias sobre las de la comunidad araucana. El trabajo presentado es claro y conciso, una serie de preguntas extraídas de las reimpresiones del libro Confesionario por preguntas y pláticas doctrinales en castellano y araucano: según el manuscrito inédito del misionero franciscano Fray Antonio Hernández Calzada (1843). Estas preguntas, escritas en español y mapunzungun, tratan acerca de las costumbres y deseos sexuales y fueron pensadas para la confesión mapuche.

Sebastián Calfuqueo hace mucho hincapié en cómo se vive siendo parte de la comunidad mapuche, ya sea desde tener un apellido de ese origen o viviendo en comunidad. Con su obra Mirar, que tan solo muestran una parte de la cara de distintas personas, escuchamos un relato que habla por sí solo. De todos los relatos se recupera el trabajo de Sebastián por poner el poder valorar los orígenes en el lugar de importancia que se merece.

De la misma forma, en el trabajo fotográfico de A Imagen y Semejanza el artista imita dos fotografías de mujeres desnudas, una blanca europea y otra de rasgos más latinos, en la misma pose. Sebastián nos lleva a lo profundo de la búsqueda, donde parece no haber restricciones y entendiendo cuáles son los motores de su investigación. Una muestra donde la exploración personal supera todos los límites y nos lleva a preguntarnos quiénes somos nosotros mismos.

 Extraída del libro Estar Igual que el Resto de Paula Delgado Iglesias, epígrafe de la foto en el libro: Nicole Vieira y Sofía Fernández Noviembre 2018, Montevideo, Uruguay

Después entramos a un pasillo oscuro y nos indicaron que teníamos que ir hasta donde viéramos una luz y después doblar a la derecha. Como no veíamos nada, nos agarramos del brazo y caminamos un poco más lento. Los ojos no se nos acostumbraron hasta que pasó un rato largo. Llegamos a una sala donde las pantallas tomaban el protagonismo. De manera sincrónica, casi como si fuera una coreografía, se apagaba una pantalla y se prendía otra donde aparecía la silueta de una persona hablando. En la oscuridad escuchamos atentas, abriéndonos a una experiencia nueva y desconocida. Paula Delgado Iglesias, una artista uruguaya, nos presenta así a Estar igual que el resto, una obra que recopila los testimonios de personas no videntes sobre la sexualidad y cómo se vive este tema siendo no vidente. Una pregunta que nos abre un mundo de interrogantes y planteos. La respuesta es que, incluso sin ver y viviendo en un mundo hipervisualizado, donde todo pasa primero por los ojos, los estereotipos, la presión y los estándares canónicos de belleza, nos afectan a todos por igual.

Paula Delgado se caracteriza por investigar la mirada sobre el cuerpo y la sexualidad. Su último trabajo, Como sos tan lindo, consiste en una serie de fotografías de varones: la artista convocó a varones que se consideraran lindos. Sin embargo, la selección no la hacía Paula: la hacían los varones por sí mismos. Al estar ahí, Paula pudo observar que la mirada de cada uno sobre sí mismo dejaba de ser tan sólida. En definitiva, todos estamos expuestos y somos vulnerables ante las miradas ajenas. Ahora, ¿qué pasa cuando alguien no ve? En polos opuestos, llegamos a la misma conclusión. Todos estamos expuestos a los mismos parámetros. Parece que, solos o guiados por otros, todos estuvimos siguiendo el mismo camino.

En la sala de Joiri Minaya escuchamos que iba a empezar una canción y entramos. Abrimos la aplicación Shazam y buscamos lo que sonaba en el video: Siboney, que también, es el nombre de la obra. De ritmo alegre pero tranquilo, la canción va aumentando en tensión, acompañando lo que vemos en pantalla. Joiri Minaya, una artista dominicana y estadounidense, nos presenta un trabajo en dos partes. La primera de creación, la segunda, de destrucción. Vemos el proceso, acompañado de testimonios de la artista, de creación de un mural imponente de flores tropicales, con colores muy vivos. Rojo, verde, azul, detalles en celeste y blanco. Joiri Minaya prepara la tela donde va a pintar el mural, prepara los vinilos, los pega y los despega con distintos materiales, pinta, se sube a un andamio para llegar a las flores más altas. El mural es precioso, colorido, alegre. Nos lleva a un lugar de playa, de calor. Después la vemos a ella con un delantal blanco, el mismo que usó para pintar, mojándose con un vaso de agua todo el delantal. De a poco, sin apuro, hasta que el delantal queda todo mojado. En este momento la canción empieza a crecer en tensión. Joiri, de a poco, comienza a arrastrarse sobre su propio mural. La pintura parece derretirse y se transfiere todo al delantal, que se va poniendo cada vez más negro: en el arrastre no hay distinción de colores y todo se vuelve uno. Pasa el cuerpo entero, la cara, el pelo, las piernas. Hasta que está completamente llena de su propia pintura, se separa y se va.

Joiri Minaya derriba las estructuras, de lo propio y de lo creado con base en generalizaciones; cuando vemos flores de colores, todos pensamos en el verano. Nos invita a entender que siempre podemos volver para atrás, incluso si el camino recorrido fue largo. Volver a ver, borrar y romper para empezar de nuevo.

Por último, entramos a una sala imponente donde se presentaban tres cortos de manera sincrónica, repetidos casi sin pausas. Todo en esta muestra es hipnótico. Aline Motta nos lleva de viaje en su búsqueda personal de la historia de su familia, de su propia identidad. Preguntas del estilo: “si ellos me vieran, ¿podrían verse?” nos dejan completamente a merced del relato. Los cortos se presentan en una pantalla central que está escoltada por dos pantallas laterales que muestran las olas del mar en un movimiento suave y constante. Nosotras quisimos ubicarnos en el medio de la sala, nos parecía importante estar ubicadas bien en el centro para ver mejor. Aline nos va llevando en primera persona, una cámara fija sigue los movimientos y la voz en off relata.

Aline, en uno de los relatos, afirma que se siente blanca en Nigeria y negra en Brasil. Ni de un lugar ni de otro. La sensación de pérdida se siente, no solo por sus palabras, sino por las imágenes, por el mar que la rodea. La muestra de la artista se presentó en la Bienal de Mercosur y es una de las voces que Andrea Giunta eligió tanto en aquella oportunidad como en esta por su profunda reflexión sobre la memoria.

La pluralidad de relatos y experiencias, personales y universales, de la muestra, nos llevan a ampliar el espectro de análisis y cosmovisión de las problemáticas que han existido desde siempre y siguen vigentes hoy en día. Cuando cambia el mundo nos acompaña y nos lleva a pensar y reflexionar desde el arte en todas sus formas, apelando a la introspección, a los recuerdos, a pensar más allá de lo convencional, y nos permite jugar con los límites de lo imaginado. Andrea Giunta logra cambiar el canon, las preguntas no son las usuales: por ende, el planteo se amplía, crece. Nos anima a entender las problemáticas desde un punto de vista específico, sin perder la globalidad del planteo. Una muestra que rompe los paradigmas de lo ya visto, renueva y refuerza la pluralidad de voces y necesidades a ser atendidas.

Fotografía Cuando cambia el mundo, por Victoria Menéndez

Conversaciones expandidas

Por: Mario Cámara

Mario Cámara reseña Entre/telones en la performance argentina contemporánea. Afectos y saberes en la performance argentina contemporánea (Libraria, 2020), editado por Jordana Blejmar, Philippa Page y Cecilia Sosa. El autor destaca que la compilación delimita un corpus de producciones provenientes del cine y el teatro argentino que comparte numerosas zonas de contacto y que fundan su territorio en el espacio liminar entre experiencias y colaboraciones, entre tramas comunitarias e intercambios de roles, entre vidas privadas y formas públicas.

Entre/telones en la performance argentina contemporánea. Afectos y saberes en la performance argentina contemporánea es un libro compilado por Jordana Blejmar, Philippa Page y Cecilia Sosa, publicado por la editorial Libraria en 2020, y está llamado a convertirse en un material de consulta imprescindible para empezar a entender una zona de la producción artística argentina reciente. El libro cuenta con un amplio y prestigioso conjunto de colaboradores que no quiero dejar de mencionar en su totalidad: María Delgado, Paola Hernández, Constanza Ceresa, Brenda Werth, Lorena Verzero, Patricio Fontana, Nahuel Tellería, Cecilia Macón, Gonzalo Aguilar, Mariano López Seoane, Joanna Page y Jean Graham-Jones. 

Hay un mérito central e inicial en esta compilación, la delimitación de un corpus coherente de producciones provenientes del cine y el teatro argentino que comparten innumerables zonas de contacto. No estamos ante un mero rejunte de artículos dispersos, sino frente a una cuidada selección de textos que comparten puntos de partida semejantes para interrogar a sus objetos. Como apunta María Delgado en el prefacio: «Es imposible considerar el teatro argentino sin ingresar en una discusión sobre cine. Asimismo, cualquier discusión sobre el cine argentino del siglo XXI toca de manera similar motivos y prismas teatrales»(9). De modo tal que Entre/telones es un libro que aborda usos, estrategias compartidas, roles cruzados, procedimientos en común y trabajos colaborativos que pueden rastrearse en un conjunto de artistas (actores y actrices, directorxs de cine y teatro y realizadorxs cinematográficos) entre los que se pueden mencionar a Vivi Tellas, Albertina Carri, Lola Arias, Alejo Moguillansky, Walter Jacob, Santiago Loza, Romina Paula, el grupo Piel de Lava, Mariano Pensotti, Federico Lepon, Mariano Llinas, Matías Piñeiro, Rafael Spregelburd, Julián Tello, Esteban Lamothe, Luciana Acuña, entre otros. Los nombres mencionados pertenecen a la vibrante escena teatral argentina y a la producción de cine independiente. Pero, y aquí surge una primera especificación, se trata de una generación “post”, una suerte de nouvelle vague (proponen las compiladoras) menos preocupada por el retorno de lo real que por la apuesta a la construcciones de ficciones autorreferenciales en las que las vidas reales aparezcan bajo condiciones lúdicas, inestables, o enmarcadas por un artificio evidente. En este sentido se postula a la dramaturga Vivi Tellas y sus biodramas, el libro abre con un ensayo de Paola Hernández, “Escenas afectivas. Vivi Tellas y el biodrama”, como una suerte de figura tutelar. Sin embargo, como buena generación post, esta generación nouvelle vague redefine una poética de la exposición y de la autoficción a partir de características experimentales.

Hay un segundo aspecto a destacar que va más allá de los cruces y las colaboraciones como forma de trabajo y de la autoficción experimental, muchas de las producciones estudiadas se construyen sobre la intersección entre historia, memoria y ficción. Es notable, en este sentido, el ensayo de Gonzalo Aguilar, “El cine físico de Carri. Archivo y performance» sobre la instalación de Albertina Carri en el Parque de la Memoria, Operación fracaso y el sonido recobrado (2015), que observa el modo en que Carri pone a funcionar el archivo, familiar, nacional, para hacer “PRESENTE, desde el PRESENTE, la ansiedad y la furia que llegan desde las ausencias” (236). La historia, la memoria y la ficción, en esa tríada, el último término no es el espacio en el que los primeros dos serán representados, sino un componente esencial que forma parte de la historia y de la memoria. El trabajo con la historia, la memoria y la ficción se intersecta e interpela, nos interpela. Una pulsión comunitaria es el resultado de esa articulación e interpelación. Muchos de los ensayos compilados reflexionarán en torno a la figura de la «comunidad», sus significados posibles, como forjarla y sostenerla. La comunidad de artistas y una generación marcada por el duelo de la violencia política que significó la última dictadura argentina, tal como parece proponer “El loro y el cisne, de Alejo Moguillansky. La ficción, el juego y una generación bajo el signo del duelo», de Cecilia Sosa, que la definirá como una suerte de medium capaz de tocarnos, herirnos y afectarnos; comunidad entre público y artistas, abordada en “Narrar la ciudad con el cuerpo. Capitalismo emocional, afectos y teatralidad en el proyecto Relato situado”, de Lorena Verzero, que analiza las intervenciones en clave situacionista de la Compañía de Funciones Patrióticas para detectar y hacernos ver la violencia política diseminada en los diferentes barrios porteños; es comunidad en acto, por ejemplo la que surge del análisis de Jordana Blejmar en la obra de teatro Campo Minado y en el film Teatro de guerra de Lola Arias, que aborda la guerra de Malvinas con la participación de excombatientes. Blejmar propondrá pensar dichas obras como “máquinas generadoras de afecto», que antes de recordar el pasado o representarlo “participan activamente en la construcción de lazos afectivos para vivir el presente» (132).

La figura de la comunidad o comunidades da lugar a un último aspecto central del libro que tiene que ver con el dominio de los afectos y las emociones. Desde el subtítulo mismo del libro Afectos y saberes en la performance argentina contemporánea pasando por los títulos de numerosos artículos, el dominio de los afectos constituye la clave teórica a partir de la cual lxs autorxs leen el corpus referido. Más allá de las modas académicas, de la vertiginosa producción de giros -lingüístico, archivístico, afectivo-, el uso de los afectos permite a lxs autores detectar la singularidad de esta generación nouvelle vague, por lo que las compiladoras sostendrán: «El campo de los afectos es, por definición, un espacio liminal, una zona de transición donde las fronteras entre lo virtual y lo material, lo personal y lo colectivo, lo real y lo ficcional inevitablemente se desarman» (15). Esta caracterización, que subraya la dimensión liminal y las zonas transicionales, forma parte de algunas de las resoluciones formales de las producciones analizadas, como si la producción y circulación de los afectos -desde el amor hasta la crueldad pasando por la ira- neutralizara la idea clásica de representación. La experiencia de los afectos, en el cine, en las obras teatrales, en las instalaciones, se constituye siempre como una performance, otra categoría central de este libro, que se produce por y en la escena. Más que de representación entonces, deberíamos hablar de presentación o acontecimiento que sucede a partir de la irrupción de intensidades o bloques afectivos, que ponen en cuestión una subjetividad autocentrada y dan lugar a una circulación fluida entre quienes están en el escenario o en set y lxs espectadores.

Esas máquinas performáticas preparan los cuerpos para que sean atravesados por corrientes afectivas, tal como sucede, de modo siniestro, con el “amujeramiento” de la obra Tadeys, dirigida por Analia Couceyro y Albertina Carri a partir de un texto de Osvaldo Lamborghini, y analizada por Mariano López Seoane en “Tadeys. Un teatro de la crueldad”, o con la prueba de resistencia a la que nos somete Historias extraordinarias y La flor, los films de Mariano Llinas que duran 240 y 840 minutos respectivamente, analizados por Patricio Fontana en “Extensión, afectos y contemporaneidad. Sobre Historias extraordinarias y La flor, de Mariano Llinas”. Los afectos, la crueldad y el agotamiento en los ejemplos mencionados, pero también el amor, la empatía o la amistad, que emergen en otras producciones, son pensados como fuerzas ajenas al saber consciente que conducen hacia el movimiento y hacia formas de relación en flujo constante, exhibiendo la naturaleza corpórea y ambivalente de los afectos. ¿Qué figuras relacionales surgen si las pensamos desde el campo de los afectos?, parece ser uno de los interrogantes que los ensayos que componen Entre/telones buscan pensar y responder.

La dimensión afectiva circula en varios planos. Es constitutiva de esta generación de artistas, que intercambian sus roles todo el tiempo para ensayar formas de colaboración. Se tematiza, se vuelve performance, se coreografía en modos lúdicos y en algunos casos trágicos en las diferentes puestas, como en la pieza La terquedad de Rafael Spregelburd analizada por Cecilia Macón, que ausculta la obstinada creencia en el progreso de un grupo de personajes poco antes del triunfo franquista en la España republicana. Y por último, se convoca al público (en ocasiones) para que esa trama afectiva circule explícitamente por fuera del escenario, en Vivi Tellas analizada por Paola Hernández, en la Compañía de Funciones Patrióticas, analizada por Lorena Verzero o en la obra de Mariano Pensotti analizada por Philippa Page, por citar solo tres ejemplos. 

Con una fuerte base ética, como postula Joanna Page en uno de los textos que cierra el libro, muchas de estas obras “ensayan diversos métodos para compartir experiencias» (246). En la configuración de un campo experimental que articula signos múltiples, cuerpos, voces, gestualidades, lo que las compiladoras llamarán cruces y préstamos entre el cine y el teatro, se construyen los métodos para compartir y narrar experiencias. En todos los casos, desde los films de Matías Piñeiro, analizadas por Constanza Ceresa hasta la obra Fauna de Romina Paula analizada por Brenda Werth, el artificio, el montaje, el dispositivo, se encuentran en el centro de la escena pero no para producir obras hiperformalizadas sino para permitir que la circulación afectiva tenga lugar. La actuación, también afirma Page, se convierte en uno de los temas principales de muchas de las producciones que se discuten aquí, ya que el actor es alguien que conscientemente se encuentra en el lugar de otro u otra, adoptando sus perspectivas y gestos, en un encuentro montado con la otredad y un entrelazamiento de experiencias que es la base de la práctica ética (246). Surge aquí un último apunte que vuelve a recuperar el título del libro el “entre” de Entre/telones, pues es precisamente allí, en ese “entre” donde estas producciones fundan su territorio, el “entre” se constituye como un espacio compartido de experiencias y colaboraciones, de tramas comunitarias y de intercambio de roles, de vidas privadas y formas públicas, allí, en ese entre, acaso se estén diseñando nuevas formas de afectividad contemporánea.  

La ficción como intervención política. Sobre “Jellyfish. Diario de un aborto” (2019) de Carlos Godoy.

Por: Andrea Zambrano

Jellyfish. Diario de un aborto (2019) es una novela que se escribió mientras se desarrollaba el debate y la votación del Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en el Congreso argentino en 2018. Se trata de una obra producto de esa coyuntura específica y que busca, de manera explícita, intervenir en un debate urgente. La novela adopta la forma del diario íntimo de Yakie, una joven de clase media porteña que cursa un embarazo no deseado y que decide abortar con Misoprostol. En su lectura de Jellyfish, Andrea Zambrano aborda las tensiones entre la capacidad específica de la literatura de poder decirlo todo y una voz femenina elaborada por un autor varón al respecto de una experiencia corporal tan particular como lo es el aborto. Para Zambrano, la novela de Godoy, un texto escrito al calor de los acontecimientos suscitados en 2018, remite a una urgencia política actual, dado que permite interpelar al público lector no solo en cuanto a la legalización del aborto, sino, también, al respecto del rol posible de los varones en este tipo de demandas.

La reseña forma parte de una serie de textos que publicaremos en un próximo dossier, en base a las discusiones y reflexiones llevadas a cabo en el marco del seminario dictado por Daniela Dorfman, “Legalidades en disputa: el género en Derecho y en literatura” en la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, dirigida por Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk. Entre otros temas, reflexionaremos sobre la relación entre la discusión del aborto y sus tematizaciones ficcionales, el lugar de los varones en esos debates, las divergencias entre el discurso legal y el literario, y las posibilidades que abre la literatura para crear imaginarios sociales que contrastan con los relatos jurídicos.


Voz narrativa ambivalente

“¿Cómo tiene que escribir una persona que va a abortar por primera vez?”, se pregunta Yakie, la joven porteña que narra, a través de una especie de diario personal, la montaña rusa emocional que vive durante veintiún días seguidos desde que su prueba de embarazo da positivo hasta que aborta con Misoprostol.

Este diario es, sin embargo, un relato de ficción. Detrás de la bronca, preocupación, ironía, desconexión e indiferencia expresados por la protagonista ante una situación indeseada, se encuentra un escritor varón. No se trata de una mujer narrando su experiencia en primera persona ni tampoco de una mujer escribiendo a partir del relato de otra. Aun así, es una historia que se construye a partir de vivencias profundamente femeninas desde lo corporal: fluidos, sangre, deseo sexual, ambivalencia emocional.

¿Puede entonces un hombre narrar las experiencias de una mujer? ¿Puede un varón usar la ficción para tomar una voz femenina que relate la experiencia —clandestina y traumática para los países en donde todavía no es legal— del aborto? La propuesta literaria del autor, Carlos Godoy, arroja cierta intención de interpelar e intervenir en tanto sujeto masculino lector y sujeto masculino escritor, en relación con el debate sobre el Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) que se viene dando desde 2018 en Argentina, y que sirve de contexto histórico en el que se desenvuelve su obra.

Cuando en aquella entrevista que en 1989 le hiciera Derek Attridge a Jaques Derrida, este último describiera a la literatura como esa institución salvaje que le permite a uno decirlo todo, se refería precisamente a ese carácter permisible y lícito propio de la ficción para quebrantar cualquier norma a través de la escritura: “La ley de la literatura tiende, en principio, a desafiar o a anular la ley (…) Es una institución que tiende a desbordar la institución”[i] Es entonces esa suspensión, ese retiro respecto de la realidad, lo que caracteriza a esa institución ficticia, en palabras del filósofo francés, contenida en el espacio literario.

En un par de entrevistas publicadas posterior al lanzamiento de su novela, el propio Godoy afirmó que lo distintivo del relato, desde su punto de vista, radica precisamente en que la narración se erige desde una voz femenina, y que de lo contrario el texto hubiese perdido fuerza. Algo similar señaló el director argentino Pablo Giorgelli en una entrevista concedida a Revista Transas a propósito de su película Invisible (2017), en la que se narra la historia de una adolescente que toma la decisión de abortar en el contexto de clandestinidad y desamparo que se vive aún hoy en la Argentina. Al momento de ser interrogado sobre la experiencia de producir, como escritor varón, una historia profundamente femenina, Giorgelli afirmó que el desafío del autor, en cualquier propuesta artística, es dar un paso al costado y desaparecer por completo de la escena principal, para otorgarle al personaje la voz protagonista que le permita contar su propia historia.

Es, entonces, a partir de esa libertad de decirlo y cuestionarlo todo como especificidad propia de la escritura literaria cuando se desvanece la presencia del autor tras la polifonía de voces inmersas en el contenido de la ficción. Así, la voz de Yakie no tendría por qué hablar en nombre de Godoy, y este último no tendría tampoco que responder ni dar cuenta de las aseveraciones de Yakie, ya que la voz autoral desaparecería al punto tal de volverse indescifrable en la polifonía del texto literario.

No obstante, y a los efectos del planteo en Jellyfish, es esta misma distinción de decirlo y cuestionarlo todo lo que le permitiría a la literatura excusarse de asumir cualquier tipo de responsabilidad respecto de la realidad en la que esta se construye:

Dada la dislocación en la identidad del sujeto que esta opacidad introduce, y la imposibilidad del sujeto de reconocerse a sí mismo, de dar cuenta de sí mismo, de responder por sí mismo –en virtud de una radical extrañeza y de un enigma indescifrable que lo separa de sí mismo e introduce en el “sí mismo” la fisura de una alteridad radical- se abre y se intensifica en el ejercicio de la escritura literaria el espacio de una irresponsabilidad insuperable (…) La hiperresponsabilidad introducida por el derecho de decirlo y cuestionarlo todo se da, entonces, simultáneamente con la hiperirresponsabilidad de no poder, en últimas, dar cuenta de uno mismo ni entenderse a uno mismo[ii].

Cabe preguntarse, entonces: ¿es Jellyfish. Diario de un aborto, una obra que se encuentra “suspendida” —en términos de Derrida— respecto de la realidad de un Estado que todavía no resolvió legalmente el tema del aborto? ¿Esta realidad le permite al autor asumir una responsabilidad política desde la ficción? En el monólogo que emplea Yakie durante los veintiún días seguidos en los que transita y narra su experiencia, parecen vislumbrarse ciertas pistas respecto a las nociones de ficción y realidad abordadas con anterioridad:

Estamos en un momento de la historia en donde la ficción no alcanza a describir los procesos de la realidad. La ficción es el fantasy, la sci-fi, ya está en un nivel superior que el realismo. El realismo, lo que me pasa a mí, la realidad, es un grotesco delirante[iii].

El interrogante que hace énfasis en el “poder” del autor para entender, sentir, imaginar o recorrer la experiencia de una mujer que aborta, quizá pueda más bien transformarse en el “deber” que asume el escritor al tomar una posición activa —como varón cis con evidente imposibilidad de atravesar un aborto en carne propia, dentro de un movimiento protagonizado por mujeres y en medio de una discusión pública nacional en la que se juega nada menos que la posibilidad de su legalización. Es justamente en esa habilitación franqueable planteada por Derrida, en donde se sitúa la propuesta de Godoy de erigir un relato a partir de una experiencia corporal que le es absoluta e indefectiblemente ajena, pero que le permite participar, desde la ficción, de un debate que ocupa la agenda coyuntural actual.


Provocación e inmediatez

Jellyfish”, según escribe el propio Godoy a modo de prólogo, “fue escrito mientras sucedían los eventos históricos y sociales que se narran[iv]. La figura de Yakie, una estudiante de Puan que se autodescribe como “cheta, neurótica y aspiracional”, hija de una dramaturga “progre” que la insta a participar de movimientos y movilizaciones feministas, le sirve al autor para introducir un registro inmediato del presente de la protagonista, con eventos y acontecimientos sociales y políticos fuertemente anclados a la actualidad de la escritura. De allí que veamos referencias profundamente realistas que de a ratos parecen desdibujar el límite entre la ficción y la realidad, al punto de que la fuente, según señala el propio Godoy en su introducción, “es el testimonio diario de una mujer de 19 años que se realizó un aborto ilegal -con Misoprostol- en territorio argentino (…)”[v].

El planteo sobre el aborto que se presenta en Jellyfish, es el de una necesidad actualista en su sentido más puro. Se trata de una mirada básica de la inmediatez que acude al recurso de la provocación a fines de alcanzar la verosimilitud política: la novela, que claramente visibiliza el aborto -muy al margen de ser hoy una experiencia prohibida por la ley-, recurre a la personalidad drástica, displicente y nihilista encarnada por Yakie, pero probablemente también por la “joven lectora abortista” a quien ella se dirige para potenciar el estereotipo de la mujer que aborta: la de clase media progre urbana.

La única clase a la que le importa es la clase media progre, que lo usa como bandera contra el Estado, contra la hegemonía de la derecha que ganó el sentido común[vi].

Al atribuir a la protagonista una personalidad indolente y transgresora (siendo fundamental la referencia a la toxicidad, moralidad y sobretodo legalidad de los abortos plasmados en “Motherhood” de Irene Villar), con estereotipos de clase y género incorporados (“el looser de Tomi” que “siempre fue la mujer de la relación”), y con la práctica del aborto a cuestas como una experiencia destraumatizada (“no me siento culpable por abortar… abortaría mil veces”); el relato está estereotipando las nociones de deseo y libertad, como elementos no visibles de la experiencia del aborto, relegándolas a aspiraciones exclusivas de la mujer joven universitaria de clase pudiente, y, en el caso particular de Yakie, escéptica a la demanda colectiva que, de a ratos, la interpela en un contexto que no le es ajeno: el debate parlamentario de 2018.

Esta es la primera vez que voy a una marcha en la que, si bien no soy una víctima, soy finalmente una mujer que va a abortar de un modo clandestino y está pidiendo aborto legal, seguro y gratuito[vii].

Hay, además, y a pesar de la separación de voces entre la protagonista y el autor (según la licencia que habilita el ejercicio de la ficcionalidad), un paralelismo entre la actualidad de la escritura diaria de Yakie caracterizada por la instantaneidad que le permiten las redes sociales (Facebook, Instagram, Telegram, Whatsapp), y la rapidez con la que Godoy llevó adelante la escritura de su novela (la finalizó en un par de meses de “tipeo compulsivo”, según él mismo aseguró). Otro paralelismo rastreable entre autor y personaje es la participación distante -aunque a favor- de las movilizaciones y marchas por el Ni una menos y el 8M.

Yakie: La marcha estuvo buena. Las consignas fueron «Aborto legal, seguro y gratuito», «Trabajo para las mujeres despedidas» y otras cosas más. Ni idea. Había mucha pendeja de mi edad o más chica. Un par de lesbians en tetas. Y chabones. Esperaba muchos menos chabones. Fue raro estar ahí escuchando los cantos, leyendo los carteles [viii].

Godoy: Trato de ir a todas las marchas del 8M o “Ni una menos” o a las concentraciones por la despenalización del aborto en el Congreso. Pero no marcho. Voy hacia el final, cuando ya no se marcha y se aglutinan en algún escenario. Me gusta ver los afiches, los grafitis, dar un par de vueltas, levantar panfletos. No sé si es la mejor forma de participar, pero es la que encontré [ix].

Una novela con urgencia política

Jellyfish. Diario de un aborto es una novela circunstancial que si bien se tomó las licencias de la ficcionalidad para emplear una voz que no le corresponde —en tanto sexo biológico, identidad y desigualdad de género— es un relato que no puede y tampoco quiere correrse del pedido político por la legalización del aborto. Quizá sea en esta clave de lectura que deba interpretarse el rol opaco que ocupan las figuras masculinas del relato: los problemas de Tomi, su pareja actual, para afrontar la adultez; la actitud violenta del novio de su mejor amiga; o la ausencia de su propio padre. La imposibilidad de sentir empatía por alguno de estos personajes tal vez tenga que ver con un llamado de atención del propio autor hacia la manera en la que la masculinidad sí puede -y de hecho suele- abortar: desde la falta de escucha y gestión como formas de compañía.

El relato plantea una mirada crítica hacia las cargas morales sobre las que se abordan la realidad del aborto como práctica tangible de la sociedad actual. La experiencia de Yakie es instalada en la esfera de lo público sirviendo como registro inmediato de una coyuntura vigente. El relato de Godoy es un texto que desdibuja los límites de lo netamente literario para aportar al debate político en la medida en que se visibiliza al aborto como hecho evidente, dándole entidad política desde la ficcionalidad.

Es entonces en la asunción de responsabilidad —volviendo a los términos de Derrida— en donde se encuentra el rasgo distintivo en la obra de Godoy: aun teniendo la oportunidad de decirlo todo con la hiperresponsabilidad que le habilita la ficción, la elección es asumir una postura crítica frente a un debate urgente en la agenda parlamentaria actual. En este sentido, es la intervención en la discusión por la legalización del aborto lo que convierte a esta novela en un relato totalmente presente, sin que esto habilite en ningún caso a un escritor varón a otorgarle voz o visibilidad a un movimiento colectivo de larga data protagonizado por mujeres y personas gestantes.

Sin caer en reducciones biologicistas ni esencialismos sobre roles de género (siendo justamente lo que desde el feminismo se pretende desnaturalizar), podría plantearse que probablemente la más notoria evidencia de masculinidad hegemónica presente en Jellyfish es, por un lado, la estereotipación de la mujer que aborta (Yakie es una chica cruel, insensible y caprichosa que lo ha tenido todo), y por otro, la generalización que elige hacer del proceso ficcional en el que da vida a una mujer de 19 años que aborta con Misoprostol, como experiencia y testimonio común —según asegura el propio Godoy en el prólogo— rastreable en cualquier rincón de la Argentina.

No obstante, vale decir que Jellyfish plantea una clara y evidente pretensión realista al narrar la experiencia corporal por la que atraviesa Yakie en un contexto con referencias nacionales existentes. Se trata de un personaje juvenil, con lenguaje moderno (usa expresiones y abreviaturas muy actuales como “ah re”), con descarada honestidad (de modo cínico y burlesco se refiere al instructivo del aborto que llega a sus manos como “the lesbian pdf”), y con privilegios de clase que dan cuenta de una particularidad que no necesariamente constituye el común denominador de las mujeres que abortan en Argentina, pero que a la vez ahonda en elementos que son rastreables en un sinfín de relatos sobre el aborto: por un lado, la figura de las amigas como apoyo y acompañamiento afectivo, así como la presencia de redes y grupos de socorristas que brindan insumos y manuales de procedimiento como ayuda y contención feminista; por otro, las incontables referencias a casas, cuartos, baños, inodoros y bidets como espacios que remiten a la intimidad en la que comúnmente se lleva a cabo el ritual del aborto.

Hay libros que son hechos[x]. El de Godoy es un texto que, escrito al calor de los acontecimientos suscitados en 2018, remite a una urgencia política actual interpelando al público lector o bien por la discusión per se sobre el pedido de legalización del aborto o bien por la polémica desatada alrededor del sujeto varón que erige la escritura.

La novela en forma de diario relata una serie de eventos que efectivamente sucedieron durante esos días: por un lado las escuetas movilizaciones de los “pro vida” con consignas moralistas, religiosas y, sobre todo, hipócritas, acompañadas de un feto gigante confeccionado con papel maché; por otro, la enorme marea verde que, en contraposición, rodeaba el Congreso bajo el frío inclemente del invierno de entre junio y agosto, junto a las vigilias que, bajo noches despejadas o lluvias heladas, custodiaron el debate en Diputados y en el Senado.

Es por esta razón que Jellyfish. Diario de un aborto es hoy, en 2020, un texto absolutamente vigente tanto por los argumentos celestes que anteponen moléculas y ADNs por sobre la decisión firme de personas gestantes de ejercer soberanía sobre sus cuerpos; como por aquelles quienes han hecho imparable a una avalancha verde que demanda, por dignidad, un reclamo que ya es ley en las calles. Ojalá que las movilizaciones de este 29 de diciembre (luego de cumplirse un poco más de dos años de aquellas marchas a la que asistió una escéptica Yakie) tengan un desenlace favorable para quienes exigimos la libertad de decidir sobre nuestro propio cuerpo. Que sea ley.

***

[i] Esa extraña institución llamada literatura. Una entrevista de Derek Attridge con Jacques Derrida. Boletín nº 18 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. 2019. P. 117.

[ii] Compartiendo el secreto, entre la ley y la ficción. La literatura y lo político en el pensamiento de Jacques Derrida. Revista de Estudios Sociales, 2010. Disponible en: https://journals.openedition.org/revestudsoc/14241

[iii] Godoy, Carlos. Diario de un aborto. Buenos Aires. Colección Andanzas. 2018. P. 116.

[iv] Ibídem, p. 6.

[v] Ídem.

[vi] Ibídem, p. 22.

[vii] Ibídem, p. 20.

[viii] Ídem.

[ix] “Todo esto es una gran marca de época”. Entrevista a Carlos Godoy, 2019. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/180038-todo-esto-es-una-gran-marca-de-epoca

[x] Frase de Gabriela Cabezón Cámara en el prólogo a la novela Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró.

Una serie materna. Sobre «Dos cuentos maravillosos», de Alejandra Bosch

Por: Rosana Koch

Imagen: Hansen, Peter (1907-1908), Playing children, [óleo sobre tela]

Rosana Koch reflexiona sobre la primera novela de la escritora santafesina Alejandra Bosch, Dos cuentos maravillosos (2020), editada a principios de este año por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Para la autora, la escritura de Bosh en esta obra funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre madres, hermanas e hijas. Koch propone que la historia de la novela “se escribe hacia atrás”, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, y sus difíciles vínculos fraternales, frente a una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.


Espero una carta tuya. Los recuerdos son todo para mí,

hay veces que me impiden salir de la cama,

y hacen de los días una zona gris y pesada.

Amanda Boyle

Dos cuentos maravillosos es la primera novela de Alejandra “Pipi” Bosch, editada a principios del 2020 por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Nacida en Santa Fe, en la actualidad reside en Arroyo Leyes, cuyo nombre puede resultar familiar dado que fue el elegido para el proyecto editorial de huella ecológica que lleva a cabo. Ediciones Arroyo es una apuesta de elaboración artesanal que sorprende con sus diseños y los materiales plásticos reciclables que utiliza. Comenzó con autores santafesinos y hoy en día, gracias al crecimiento del proyecto, cuenta con más de setenta poetas en su catálogo.

La producción literaria de Alejandra Bosch comprende varias obras dentro del género poético: Niño pez (Del Aire, 2015), Malcriada de Acuario (Objeto Editorial, 2017), Un avión, su piloto y un pájaro (Caleta Olivia, 2017), Sabio el pájaro (Editorial Deacá, 2020) y su último poemario Dominios: Gatos y albañiles (Viajera editorial, 2020).  En este sentido, Dos cuentos maravillosos es la primera incursión de la autora en el género narrativo.

La entrada con la que propongo ingresar a esta pieza es la siguiente escena: un dibujo de la artista, escritora y protagonista de la novela, Amanda Boyle, a quien desde niña le gustaba dibujar y recortaba papeles blancos, luego dibujaba en ellos, les ponía la fecha y los guardaba. Su ilustración predilecta traza las imágenes de un ave que cubre su nido de pichones. Sin embargo, al afinar la mirada, podemos distinguir a dos niñas con cabellos largos dibujando apaciblemente sobre una mesa y la figura de un ave/mujer/sin rostro, espectral como una sombra, ubicado detrás de ellas, envolviéndolas. Esos trazos evocan a Amanda su niñez  y, en especial, un cuadro de Pablo Picasso titulado “La maternidad” (resuena tanto el nombre de Juan Pablo Castel). Ese dibujo nos acerca una representación de lo materno que se escapa de sus asignaciones hegemónicas (protección, soporte, cuidado), para inscribir en su lugar las voces de un reclamo constante. De modo que podemos ver cómo la historia se escribe hacia atrás, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, el vínculo fracturado entre ellas dos como hermanas, y una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.

La escritura funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre las madres, hermanas e hijas. Julián, el hijo de Amanda, después del suicidio de su madre, rescata de un cajón la correspondencia que mantuvieron su madre y su hermana Cecile, y el diario de su abuela. La lectura del hijo, y también la de su novia y futura esposa Laura –y otrxs lectores que asoman la trama–, introducen en el texto las voces femeninas. Por un lado, las cartas configuran aquel espacio íntimo en él que se  reconstruye el derrumbe en la relación de dos hermanas, que siempre fueron amigas, pero con la imposibilidad de “marcar en su ruta de vida qué cosa fue lo que las separó” (37). La relación se tensa  de forma definitiva cuando los acuerdos sobre el cuidado de la madre y su posterior muerte cargan con culpas que no se comparten.

Por otro lado, los diarios de la madre encerrada en el espacio doméstico, modulan las versiones de una esposa, viuda y maestra, pero en especial la de una madre temerosa, vulnerable frente a los golpes de un esposo al que califica como “zorro”, “un perseguidor, una aberración capaz de querer jugar con ellas [sus hijas] de modos impensados. Por eso fue que, después de tantos años, acepté mi gran equivocación. Pero cómplice no fui, sino ciega” (41). La confesión ensaya los peores silencios que el relato decide omitir: “Sobre estos hechos, nunca hablamos entre nosotras. Sostuve la mirada de mis hijas y ellas supieron, como yo, que debíamos seguir adelante” (41-42). Al mismo tiempo, la trama “oculta” expone una matriz vincular madre-hijas mucho más compleja que sobrevuela en toda la novela y arroja sus señales con expresiones como “cuidar a un monstruo” (15), “nuestra madre enferma” (15), o “¿Qué trampa es esta que armó [la madre] para nosotras [sus hijas]?” (14).

Hay una pregunta que seguramente todo lector quiere reponer después de la lectura: ¿por qué se titula “Dos cuentos maravillosos”? El primer cuento maravilloso que se intercala relata la historia de una mujer que huye primero de la casa materna y después de un hombre “lindo” para sentirse “a salvo del amor” (26); el segundo cuento, un niño sueña y a la vez que sueña, ensaya los modos de ser percibido (contenido) por una mirada tutelar. En ellos también se cuelan lecturas de aventuras y fantasía, como Moby Dick y Sandokan. A pesar de los diferentes argumentos, ambos cuentos -cuya autoría reza A.B. (Amanda Boyle)- trazan en su morfología una misma composición interna, según explicó Valdimir Propp, mencionado también en la novela: fantasía, superación, huida, prueba, alivio. Estas instancias, en sus infinitas modulaciones, desvían una premisa (que también se extiende a esta trama vincular-familiar): la de que todos los cuentos maravillosos tienen un final feliz.

Primeras desertificaciones latinoamericanas

Por: Michel Nieva

Imagen: “Colonel Roosevelt and Dr. Moreno with Four
Argentine Indians”, por Frank Harper

Michel Nieva reseña The Desertmakers- Travel, War and the State in Latin America (Routledge, 2020) de Javier Uriarte. Un libro que se detiene sobre las escrituras de Francis Burton, W.H. Hudson, Euclides da Cunha y Francisco “Perito” Moreno e indaga las formas del desierto en tanto tropo fundacional del territorio sudamericano. Escrituras de viaje donde la traducción de cuerpos y territorios materializó un proceso de desertificación sobre el cual se constituyeron los órdenes nacionales del Paraguay, Uruguay, Brasil y Argentina y se consolidó su inserción en el sistema capitalista mundial hacia el siglo XIX.


 

La figura del desierto como artefacto cartográfico y político en el exterminio de comunidades indígenas y la constitución del territorio argentino es un tropo que proliferó ampliamente en los estudios culturales latinoamericanos durante la primera década del siglo XXI. Notables ejemplos de este abordaje fueron Mapas de Poder, de Jens Andermann, Un desierto para la nación, de Fermín Rodríguez o Literatura y frontera, de Álvaro Fernández Bravo. La novedad, sin embargo, que aporta este nuevo libro de Javier Uriarte a los anteriores es que no limita su análisis al desierto argentino, sino que ofrece una perspectiva regional que indaga comparativamente la trayectoria de esta problemática figura en los procesos modernizadores de Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina, y rastrea cómo, similarmente, las prácticas bélicas de consolidación de los Estados-Nación crearon desiertos en esos países como espacios decisivos del capitalismo en la periferia global. Porque la hipótesis vertebral del libro de Uriarte es que el desierto no fue meramente un significante vacío de las élites nacionales para justificar el genocidio y saqueo a poblaciones originarias (como el nombre “Conquista del Desierto” sugiere), sino que el mismo proceso de modernización que introdujo economías de extracción intensificada y tradujo cuerpos y territorios al lenguaje del capital materializó también, y al mismo tiempo, un proceso de desertificación de dichas geografías.

The Desertmakers, libro basado en la tesis doctoral que el autor presentó en la Universidad de Nueva York, propone que si estos procesos simultáneos de modernización y desertificación que tuvieron lugar en Latinoamérica se pusieron en práctica mediante la guerra, es acaso a través de textos de viaje al campo de batalla donde mejor se cifre su política discursiva. Por eso, concretamente, el libro circunscribe su archivo de análisis a Letters from the Battlefields of Paraguay (1870), de Francis Burton, The Purple Land (1885), de W.H. Hudson, Os sertões (1902) de Euclides da Cunha y una variedad de cartas y diarios de viaje publicados por Perito Moreno antes, durante y después de la “Conquista del Desierto”.

Un punto en común entre todos estos textos es el efecto devastador en las poblaciones y los territorios del conflicto bélico que describen. Si en la guerra del Paraguay este país perdió el 40% de su territorio y el 60% de su populación, en la Guerra de las Lanzas peleó el 5% de los habitantes que Uruguay tenía en ese entonces, y en Canudos y la campaña militar de Roca se acometió una política sistemática de extermino étnico, el autor encuentra una insistencia en estos textos en lo ruinoso y la ruina como la materialidad propia del desierto, materialidad que los poetas románticos exaltaron y que aquí anuncia la falla inevitable de la modernización latinoamericana. Uriarte subraya que, si el proceso modernizador considera anacrónicas las formas de vida indígenas, hay una ruina específica del desierto que no es sólo espacial sino también temporal, es decir, que ya existe previamente al proceso de destrucción y que también lo sobrevive. En ese sentido, es muy interesante cómo en el capítulo consagrado a Perito Moreno (fundador del Museo de Ciencias Naturales de La Plata a partir de los cementerios indígenas saqueados en la Patagonia) Uriarte encuentra una relación intrínseca entre el tiempo del desierto y el tiempo del museo, ya que en ambos opera un proceso de cronofagia que deshistoriza a los pueblos originarios y los expulsa a la prehistoria, un residuo anacrónico intraducible al tiempo moderno.

De acuerdo a Uriarte, la “producción destructiva” emprendida por las campañas bélicas modernizadoras no sólo homogenizó a las poblaciones mediante el genocidio étnico, sino que también homogenizó la espacialidad y la temporalidad de los territorios que habitaban, y que fueron puestos a funcionar al ritmo frenético, constante e imparable del capital. Así, para Uriarte, la forma más específica del desierto que el capitalismo global violentamente impone en el siglo XIX latinoamericano es una monotonía en la raza, en el tiempo y en el espacio. De esta manera, un logro del libro es ya entrever en esta pérdida de diversidades ambientales las primeras huellas del extractivismo en la región, cuyo papel es central en los procesos desertificadores actuales.

Cabe destacar que, si bien The Desertmakers se aventura en textos y problemas con una extensa discusión acumulada, logra proponer nuevas y originales lecturas sin incurrir en la erudición ni en una jerga especializada para entendidos. En ese sentido, el libro es una recomendable puerta de acceso a la bibliografía de las primeras modernidades latinoamericanas, ya que no sólo propone una perspectiva regional y novedosa del tema, sino que cuenta con la rara virtud en la escritura académica de desplegar una prosa elegante, clara y didáctica, sin sacrificar la profundidad de sus planteos.

The Desertmakers, que recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2012 en Uruguay, se impone como una bibliografía decisiva en los estudios latinoamericanos de geografía crítica y literatura de viajes, además de que abre importantes líneas para pensar las continuidades históricas de los procesos extractivos y desertificadores actuales. Escrito originalmente en español y traducido al inglés por Andrea Rosenberg, esta edición pone en evidencia la deuda editorial que pesa sobre el libro, ya que permanece aún inédito en su lengua original.

Dos libros de Pablo Anadón

Por: Víctor Winograd

Imagen: George Tooker – The Waiting Room (1959)

Víctor Winograd, íntimo y sensible, se detiene sobre la forma del verso que se conjuga en el poeta cordobés Pablo Anadón, cuyos libros lejos están del libertinaje, pero cometen varios pecados, entre ellos, toman la forma del canto del pájaro.


 

El verso libre, que dio respiración a los salmos bíblicos y a las felices enumeraciones de Whitman, terminó desorientando a la poesía. Quienes lo popularizaron entre el siglo XIX y el XX fueron poetas que dominaban perfectamente la métrica clásica, de cuyas normas pretendían liberarse. En ellos, la conciencia de la separación era absoluta, y por eso la separación nunca era absoluta. Así lo expresa Vallejo, con un énfasis casi dramático en una carta a Antenor Orrego: “¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje!”. Si Pound o Elliot hubiesen sido latinoamericanos, quizás habrían exclamado algo similar.

Estos poetas eligieron el verso libre. Es la elección lo que le confiere al verso su calidad de libre y lo aleja de la arbitrariedad. En la poesía de Vallejo, de Pound, de Elliot, de Mallarmé —e incluso en la del Borges ultraísta— lo que predomina es una combinación libre de versos clásicos. Sin embargo, luego de este primer acto de liberación consciente, el estado del verso libre cambió. Sobrevino lo que podría llamarse (para emplear términos de actualidad pandémica) una nueva normalidad. El verso libre pasó de ser una liberación consciente a ser una norma inconsciente. Se transformó de este modo en algo impuesto por la limitación y, por lo tanto, en mera naturaleza, como el canto del mirlo después de la lluvia i.

La poesía de Pablo Anadón comete varios pecados para nuestra época: es clara y precisa, íntima y sensible. Sus versos, cuando son libres, nunca son arbitrarios. Sus imágenes nunca son rebuscadas. Así, por ejemplo, en estas dos estrofas de “La galería”, del libro Estudios de la luz:

Mensajera extraviada de la luz,

Desde allá hacia aquí

Ha llegado en su vuelo vacilante

La cría de paloma: se ha estrellado

Contra la propia imagen en el vidrio.ii

No quiero hacer ahora ninguna analogía

Entre el destino, el nuestro

Y ese manojo fácil

De plumas sobre el piso.

La destreza poética de Anadón hace que una expresión en apariencia simple como “manojo fácil”, que hasta puede parecer escrita distraídamente, esconda en verdad la clave dramática del poema. Pues tras haber insinuado (y negado, con buena retórica) el anhelo de comparar el accidente de la paloma con nuestro destino, calificar de “fácil” a ese manojo de plumas sobre el piso nos devela que así termina todo cuando chocamos con nuestra propia imagen y la muerte nos lleva. Así: fugazmente, con insignificancia incluso, como cualquier suceso menor que se pierde en la inmensidad del tiempo y del espacio.

Al oído sensible y preciso, Anadón suma otra virtud: el desprecio por las supersticiones modernas. Por caso, no parece importarle el credo que asevera que hay formas poéticas caducas. Esto le permite componer sonetos admirablesiii, como el que abre su último libro, Hostal Hispania:

Como un hombre que ha sido mutilado

Cree agitar su brazo y sólo mueve

Su vacío, a menudo me conmueve

La sombra de los días que han pasado.

Ínfimas sombras, cosas que he querido:

Ese recuadro en que el paisaje breve

De un patio empalidece; algo muy leve:

La flor que cae de un libro en un descuido.

A veces en la noche me despierto

Y busco con la mano el velador

De la mesa de luz de mi niñez…

Nadie puede olvidar lo que una vez

Se quiso, y ya no se ama sin dolor.

No sé cuánto hay en mí de vivo o muerto.

La sentencia de Tolstoi: “pinta tu aldea y pintarás el mundo” resuena de la mejor manera en Anadón. Porque este comprende que la aldea es a la vez real y figurada. Su aldea son los paisajes cordobeses, la sierra, pero también su propia vida, sus hijos, sus nostalgias y aun sus ideas metafísicas. Por eso, apostado frente a una cañada, puede escribir:

Tal vez un día tanta dolorosa

Carga de pérdida y zozobra, un mero

Arroyito se vuelva, un transcurrir

Sereno hacia la nada prodigiosa.

Profesor, editor y traductor múltiple, en Anadón resuenan explícitamente los ecos de Frost, de Montale, de Dante, de Kavafis, de Fernández Moreno. Y, acaso más secretamente, los de Banchs, de Lamb, de Julián Del Casal, del Lugones austero, de Baudelaire y, como en todo gran poeta, los de Paul Verlaine. “Releyendo a Kavafis”, de Hostal Hispania, es ejemplo de los primeros:

Hundido en una vieja reposera

De vuelta del trabajo, con la hora

Silenciosa regresa lo que fuera

Su vida alguna vez. ¿Aún la añora?

Es tarde y está solo. Bebe, fuma,

Hojea un libro, lo abandona, bebe

Un sorbo más, se pone en pie… Se esfuma

Lejana, turbia, la ciudad. Ya llueve.

Resuena el agua en las baldosas, trae

Un eco de los días de placer:

Todo lo dio por una sensación

Soñada y realizada. En calma, cae

La lluvia. Hizo sufrir. No halla perdón.

Olvido busca: no sentir, no ser.

Así como lo cotidiano y concreto —un lugar, un paisaje, un momento— suelen ser la puerta de entrada a los poemas de Anadón, la puerta de salida suele tener la forma de las permanencias metafísicas. Lo notable es que como lectores hacemos el recorrido casi sin percibir el momento del pasaje de una categoría a la otra. Lo que parecía contingente se vuelve de pronto necesario; lo que parecía una experiencia individual del poeta se vuelve de pronto universal. Hay plena conciencia en el poeta de que la hybris es el peligro:

Bien sabían los griegos que la hybris,

Esa ilusión sin fondo, esa nostalgia

Era la sola culpa, el mal de males.

Bioy Casares contaba que Borges solía ir a una librería en la calle Córdoba y que el librero, cada vez que lo veía, le ofrecía empedernidamente novedades de la casa real inglesa. “Nunca sabemos a quién tenemos al lado”, concluía Bioy. Con cierta vergüenza, debo confesar que al hablar de Anadón me siento un poco el librero de Borges. Gracias al azar de un enlace que alguien posteó en Twitter, llegué a una publicación donde había algunos poemas de él. Al leerlos quedé muy impresionado y quise saber quién era. Con perplejidad, noté que Anadón me seguía en Twitter y que yo también lo seguía. Gracias a los milagros de las compras en línea, conseguí Hostal Hispania y su lectura me maravilló. Se lo comenté a Anadón en un mensaje y él se mostró asombrado, y su asombro me asombró. Dos días más tarde conseguí Estudios de la luz, cuya lectura no hizo sino cimentar mis impresiones. Estaba —y estoy— frente a un poeta que excede su lugar y su tiempo. Voy a dejar que un soneto suyo, “Razón de ser”, corone estos comentarios:

Que otros sigan haciendo divertidos

Malabarismos con la poesía;

Da gusto verlos con sus coloridos

Versos sin duelo, sin melancolía,

Jugando al juego de olvidar la vida.

Yo no puedo. Lo mío también tiene

Algo de juego, pero una partida

Donde el tiempo ya ha ido y el que viene

Buscan razón de ser en el presente

Agónico, fugaz de la escritura:

Allí un hombre se inclina hacia el tablero,

A solas con la noche y con su mente,

Y aguarda, blanca o negra, la insegura

Jugada de un destino verdadero.

 


i Cabe recordar las lúcidas palabras de Adorno en su Teoría estética: “Todos consideran bello el canto de los pájaros; toda persona que sienta y en la que sobreviva algo de la tradición europea se emocionará al escuchar un mirlo después de la lluvia. Sin embargo, en el canto de los pájaros acecha lo terrible, pues no es un canto, sino que obedece al hechizo que los atrapa”.

ii Como anotación marginal, observo en estos versos un simpático parentesco con aquellos que abren el gran poema nabokoviano del finado John Shade en Pale Fire: I was the shadow of the waxwing slain / By the false azure in the windowpane.
iii Me animo a creer que si a Anadón se le preguntara por esto, diría que considerar caduco al soneto no es menos supersticioso y arbitrario que considerar caduco al lenguaje.

Cuerpo, familia e intimidades. Reseña de «Rara», de Natalia Zito

Por: Damián Leandro Sarro

Foto: Constant Puyo

Rara (Emecé, 2019) es una novela de Natalia Zito, psicoanalista y escritora argentina. Damián Leandro Sarro nos propone una lectura que aborda la manera en la que la protagonista habita su cuerpo y desarma el modelo de la familia, y también un fructífero paralelismo con la obra de la escritora chilena María Luisa Bombal.


Rara, de Natalia Zito

Ed. Emecé, 2019, Bs. As.

228 páginas

 

«me aclaró él muchas veces, separando la palabra en sílabas: po-si-cio-na-dor. Separar en sílabas es violencia.» (Págs. 22/3)

 

Rara, de Natalia Zito, es una historia de varios personajes en uno solo: es la historia de una voz femenina que clama por su identificación social y familiar; es la historia de una dignidad ultrajada por una masculinidad acérrima y socialmente avalada; es la historia de una espera que por momentos es perenne, por momentos es efímera, por momentos productiva, por momentos es casi inexistente; es la historia de una búsqueda por una maternidad dichosa que en su pretensión de inefable sufre las frustraciones propias de la infertilidad; es la historia de un afianzamiento por el olvido de traumas aún latentes; es la historia del estallido del sueño burgués en mil pedazos lacerantes; es la historia de un cuerpo femenino hambriento de amor, de comprensión y de valoración.

Amor, familia, posesión, infidelidad, humor, aborto, hijo, frustración, violencia y rechazo son categorías idóneas para la lectura de Rara. Destaco la solidez en la prosa de Zito  que nos inserta en su historia como si nos llevara de la mano (¿rara?) a través de situaciones sencillas y superficiales, cotidianas y otras más profundas, a través de recuerdos, imágenes y sensaciones que, grosso modo, parecieran tópicos recurrentes, pero finalizada la historia (¿finalizada?) se transforman en coyunturas existenciales del ser humano, más allá del género. Y esto hace a la grandeza de la novela.

Hay línea de lectura que se me presenta como pertinente para abordar la novela de Zito. Estoy pensando en La última niebla, de la chilena María Luisa Bombal, publicada en Buenos Aires en 1934 bajo el auspicio de Oliverio Girondo. En ambas novelas, se muestra a la mujer como eje diegético donde la valoración del cuerpo, la búsqueda de una sexualidad y de una feminidad dignas y el enfrentamiento con patrones sociales regidos por un claro matriz patriarcal contribuyen a reafirmar la voz narrativa femenina en un ambiente muchas veces adverso.

En La última niebla, el manejo del tiempo narrativo y la descripción de los personajes, principalmente de la mujer, rompen todos los parámetros establecidos canónicamente en la literatura de su tiempo y de su país: el cuerpo femenino dejará de ser representado desde la óptica de la masculinidad para adquirir una nueva esquematización ligada a la transgresión de la realidad. Si bien en la trama de la novela hay una imposición humillante de aparentar a otra mujer, es decir, de funcionar como espejo de otra subjetividad basada en lo corpóreo, esta misma humillación condimentará sus esfuerzos para alcanzar la transgresión al plano de la irrealidad. En la edición de las Obras Completas de María Luisa Bombal (Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 2000), se lee: “Mi marido me ha obligado después a recogerme mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según él, era una mujer perfecta.” (60). Asimismo, este cuerpo femenino dejará de ser receptáculo exclusivo para el placer masculino y se transformará en objeto de autoerotismo, de un claro onanismo femenino y, en esta línea, el placer erótico de la mujer será recuperado para aclamarlo con vigor y en un plano de exposición y descripción inaudito para la época. Lo que Bombal nos marca con esta novela, entre otros puntos, es el advenimiento, o el deseo de advenimiento, del sujeto-femenino con toda su carga emotiva y sensual, y libre de todo prejuicio moral y social. Es la denuncia por la liberación de la feminidad de los rótulos masculinos y sus restricciones: algo que también debe inscribirse dentro del proceso vanguardista que acarrea su novelística. Escribir sobre la intimidad de la mujer y que su problemática de género, sus dificultades, temores, experiencias y vicisitudes puedan constituirse en objeto literario es uno de los mayores logros de Bombal dentro de la literatura latinoamericana del siglo XX y que contribuye, a su vez, a la perspectiva feminista de esta literatura.

Por ello, ambas mujeres (la de Zito y la de Bombal) exponen, a través de su voz narrativa, una clara denuncia contra los preceptos patriarcales de un rígido sistema cultural avalado por prácticas consuetudinarias percibidas como irrefutables. En su agónica, pero productiva espera, la protagonista de Zito exclama: «Cuando éramos novios mi vida propia se convirtió en nuestra vida (…) Me convertí en él y me creí mi nueva vida propia en pareja. Era la princesa que había tenido la fortuna de que le calzara el zapatito.» (57). Nos induce a pensar que el mismo tiempo de su espera es proporcional al tiempo en que ella dejó de ser ella para convertirse en ese objeto social y sexual, tener “una esposa dando vueltas es como llegar con un buen auto: se luce a la entrada y a la salida, el resto del tiempo queda estacionado.» (63). La novela va mutando, a medida que ella espera y, por ende, espera también el lector, hacia la consumación de la desilusión no sólo conyugal como práctica de status social, sino también existencial: «Todos los días vuelvo a razonar que la familia no es la cajita feliz que compramos con la comida rápida» (69) y «Me detengo en el mismo lugar donde creí que había construido mi puerta al paraíso» (224), son algunas de las exclamaciones que denotan tal situación. Y en este quiebre existencialista es donde se derrumban los grandes mitos patriarcales de Occidente en la voz narrativa de la protagonista.  Esto me lleva a citar a Antonin Artaud, en El teatro y su doble, cuando afirma que el “amor cotidiano, la ambición personal, las agitaciones diarias, sólo tienen valor en relación con esa especie de espantoso lirismo de los Mitos que han aceptado algunas grandes colectividades” (Ed. Sudamericana, 2005, Bs. As., pág. 95).

Rara es la novela donde los significantes eclosionan en un prisma multifacético para interpelar al desocupado/a lector/a.

Entre el hastío y la añoranza. La obra visual y la producción crítica de una artista argentina. Reseña de “Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”

Por: Camila Altalef y Martina Altalef

Imagen: Camila Altalef

Desde diciembre de 2019 y hasta el próximo 1 de marzo, el Museo Nacional de Bellas Artes aloja la exposición “Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”, muestra que se propone resaltar la identidad de la artista visual y trazar su recorrido biográfico como intelectual y crítica de artes. La curaduría a cargo de Sergio A. Baur ha reunido –durante cerca de dos años– más de doscientas obras, la mayoría pertenecientes a colecciones privadas, principalmente vinculadas a su familia y amistades.


“Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”, muestra en exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes, reúne una diversidad de obras y documentos que permiten iluminar el recorrido de esta artista visual a través de diferentes escuelas, técnicas y temáticas, así como también plasmar la biografía de una intelectual que se desarrolló en múltiples ámbitos de la cultura. Se presentan grabados de su primer momento ultraísta, dibujos a lápiz, bocetos, témperas y óleos de su obra madura y su prolífica producción como ilustradora de libros, sobre todo escritos por otrxs integrantes de las vanguardias en lengua española. Se exhiben, además, páginas de revistas culturales de España y Argentina, una multiplicidad de libros y textualidades que reflexionan sobre artes y literatura, materiales que caracterizan a Norah Borges como crítica al tiempo que ponen de manifiesto su inserción en las redes de sociabilidad y de circulación de ideas en los escenarios de vanguardia de la primera mitad del siglo XX.

Tras enfrentarse a la fotografía en color del rostro de la artista, capturado por Gisèle Freund, que acompaña al título de la exposición, el recorrido puede iniciarse por dos vías: hacia la derecha se exhiben cinco fotografías que retratan a Norah en diversos momentos de su adultez, entre las que destaca un retrato de perfil en blanco y negro tomado por la fotógrafa Grete Stern; hacia la izquierda se encuentran sus primeras obras visuales, enmarcadas en la producción ultraísta. En esa bifurcación inicial se condensan capas de lectura para pensar la producción de Norah Borges. Esta exposición conjuga, entonces, a través de la puesta en valor de materiales sumamente diversos, su obra artística y su obra intelectual.

Los viajes que realizó desde niña a Europa, donde exponía en galerías y museos, así como transitaba por los círculos de jóvenes intelectuales y artistas, se tradujeron en el acceso a nuevas formas, técnicas y temas que fueron apropiados por la artista con singularidad. Los documentos y obras que se exponen aquí nos permiten conocer la decisiva impronta de Norah Borges como productora de obras que, además de alojar elementos aprendidos en Europa, están nítidamente definidas por un carácter propio. Tal como sostiene la curaduría, ¨Su involuntario olvido encuentra su reconocimiento en esta exposición, como un merecido homenaje a esta extraordinaria pintora, que, entre otras cosas, fue la mujer más relevante del ultraísmo, que exploró el expresionismo, y que se fue definiendo como artista, más allá de las tendencias y de las escuelas artísticas del siglo XX, o transitando en los márgenes de los innumerables ismos que concibió ese tiempo histórico¨ (MNBA, 2019).

 

La obra visual

Un primer momento de la obra de Norah Borges surgió a partir de su contacto con los movimientos de vanguardia durante el viaje familiar a Europa que tuvo lugar entre 1912 (cuando ella tenía apenas 11 años) y 1921. El primer destino fue Ginebra, donde comenzó sus estudios académicos en la Escuela de Bellas Artes. En Suiza, gracias al contacto con artistas alemanes y la inserción en los círculos de jóvenes intelectuales, conoció nuevas corrientes como el expresionismo, el cubismo y el futurismo. Posteriormente, ya instalada la familia Borges en España, continuó formando parte de una sociabilidad de vanguardia, esta vez incluyéndose en el movimiento ultraísta. La exposición reúne grabados pertenecientes a este período. La xilografía de Norah Borges combina elementos de diferentes grupos de vanguardia, por lo que sería difícil encasillarla en una determinada estética en términos absolutos. En esta sección encontramos paisajes urbanos, tanto de los pueblos visitados en España como de Buenos Aires, donde se describen la arquitectura y las esculturas del espacio público con particular detallismo, con elementos realistas. La ruptura con las formas clásicas de representación se evidencia en el predominio de diagonales y formas geométricas, así como en la existencia de múltiples puntos de vista. Las figuras, tanto femeninas como masculinas, presentan rasgos estilizados y muestran en sus rostros expresiones de añoranza que serán una marca identificatoria de los retratos de Norah.

En “Quintas y viaje a España” y en “Salas de pintura y dibujo”, núcleos vertebrales de la exposición, se encuentran dibujos, témperas y óleos que presentan las características que identifican a su producción madura. Las escenas de quintas están prologadas por palabras que Silvina Ocampo escribió en “Inscripción para un dibujo de Norah Borges”: “He copiado, y después he transformado / Los arcanos paisajes y las manos / Los veranos, los ángeles hermanos / He venerado en sombras el rosado. / Con tintas puedo iluminar las quintas / Extintas, las sirenas ya distintas”. La sintonía entre las producciones de ambas amigas resuena con intensidad permanente a lo largo de toda la exposición. En estos óleos destaca la pintura de espacios arquitectónicos protagonizados por figuras femeninas en quietud y calma, con frutos entre las manos o sobre el regazo, rodeadas por una abundante vegetación.

 

Sin Título, 1956. Témpera y acuarela sobre papel, 60x50 cm. Colección Azul García Uriburu.

Sin Título, 1956. Témpera y acuarela sobre papel, 60×50 cm. Colección Azul García Uriburu.

 

La paleta de colores de toda esta zona de su obra está dominada por rosados, celestes, verdes y naranjas pasteles que crean un clima de calma estival buscado por la artista. Los escenarios son jardines, quintas y residencias urbanas conocidas por la familia Borges, que como en su período marcadamente ultraísta, son figurados en detalle. Las fotografías que acompañan a estas obras permiten constatar que la artista reprodujo arcos, columnas, esculturas, balaustradas y vegetación respetando las ubicaciones, dimensiones y profundidades que en efecto tenían en aquellos espacios familiares. Las formas son delineadas de manera clara gracias a la línea y al contraste de los colores. Las figuras humanas, en general infantiles y juveniles, con frecuencia femeninas y en todos los casos de tez blanca y cabellos castaños, están representadas con un tono idealizado e idealizante, común a los óleos y las témperas. Los rostros son angelicales, las miradas profundas, aunque sosegadas. Se percibe un clima de quietud y los personajes repiten las expresiones de añoranza que la artista ya representaba en su período ultraísta. Esa repetición es productora de sentidos al interior de la obra de Norah Borges y conjuga calma con perturbación, añoranza con hastío.

Frente a estos paisajes, se forma el núcleo llamado “Cartografías”. Este comienza con una fotografía que retrata a Victoria Ocampo, también amiga de la pintora, sentada en un escritorio, y sobre la pared trasera puede verse un mapa de Asia producido por Norah y expuesto inmediatamente a la izquierda de la foto. En el centro de este segmento encontramos un mapa de América del Sur en rosa y amarillo (distribuidos de acuerdo con una geografía política del continente) que destaca la posición de Argentina y en el cual vemos una figura masculina con un ejemplar de El puñal de Orión dirigido hacia la representación del Cono Sur. En la sección izquierda de la serie siguen unos planos o ¨mapitas¨ de distintas regiones que la artista dedicó a Guillermo de Torre, su marido. Completan este núcleo figuras cartográficas de regiones de Asia y África. El tono de añoranza que pintaba aquellos espacios de Buenos Aires que la artista conoció, produce un efecto tanto o más idílico que el que observamos en estos mapas de Asia y África, continentes en los que nunca estuvo.

La exposición integra en varios de sus núcleos piezas que se distinguen del patrón técnico dominante de la obra como conjunto, tales como un patchwork bordado (obra que evidencia la relación profunda de Norah con Federico García Lorca; la artista trabajó como vestuarista y escenógrafa de La Barraca, grupo de teatro dirigido por el escritor español) o una serie de témperas, en las que observamos una continuidad temática y una sensibilidad estética que se mantiene constante, pero trabajadas mediante colores y técnicas muy diversas respecto del núcleo duro de su producción. Del mismo modo, el pasaje de las escenas de quintas al núcleo “Salas de pintura y dibujo” está materializado por la pintura “Bodegón con figura”, de líneas y tonos muy disonantes con respecto a los óleos que la rodean. Esta pieza está realizada en acuarela con una paleta cercana a la de sus producciones ultraístas (la obra forma parte de una instancia de trabajo con varias herramientas propias de las vanguardias europeas) y funciona como bisagra en el pasaje a un núcleo que agrupa obras plásticas diversas.

 

La producción intelectual

La reflexión sobre las prácticas artísticas es parte del trabajo de quienes se mueven entre diferentes lenguajes de las artes. De todos modos, un ingrediente sustancial para el ocultamiento de diversas artistas ha sido la negación de esa imprescindible dimensión intelectual. Las intervenciones críticas de Norah son tan tempranas como su producción plástica y pueden encontrarse a lo largo de toda su obra, desde las primeras participaciones en revistas culturales, hasta su consagración como ilustradora de libros, en un permanente diálogo con la vida literaria de las vanguardias de 1920 y 1930 en lengua española, principalmente en Argentina y España.

El núcleo inmediato a aquel que recorre su momento ultraísta puede considerarse como segundo núcleo si se comienza la exploración por este camino está protagonizado por las revistas de letras y artes a las que perteneció la artista: Ultra, editada en Madrid; Prisma. Revista Mural, Proa y Martín Fierro, pocos años más tarde en Buenos Aires. Las intervenciones de la artista en esta última (que se distinguen de las primeras, en las que dominaba el lenguaje vanguardista europeo) introducen la faceta estética reflejada en la mayor parte de sus pinturas. Desde 1925 aparecen ilustraciones de Norah en esta publicación, en la que también se encuentra un texto crítico que piensa su obra. En el número 39 de Martín Fierro, del 28 de marzo de 1927, último año de la revista, se publicó el manifiesto “Un cuadro sinóptico de la pintura”. Las líneas de este esquema sientan ciertas bases significativas para pensar su modo de producir obra y crítica de artes. La artista propone el uso de tonos alegres, la elección de colores convencionalmente asociados a cada objeto, pero también su color “místico¨, es decir “el que las cosas tendrán también en el cielo”. Allí defiende a su vez la utilización de formas claramente definidas en función de crear un mundo idealizado, más perfecto que el real. Ofrece, finalmente, referencias a artistas y obras que cumplen con estos mandamientos.

¨Un cuadro sinóptico de la pintura¨, Martín Fierro nro. 39 [AHIRA, Archivo Histórico de Revistas Argentinas]

¨Un cuadro sinóptico de la pintura¨, Martín Fierro nro. 39 [AHIRA, Archivo Histórico de Revistas Argentinas]

En el mismo núcleo que se exhiben estas páginas de revistas puede verse la temprana expansión sudamericana de Norah Borges. La exposición incluye una página de Revista de Antropofagia, de los modernistas brasileños; diversos materiales que ponen de manifiesto la amistad que conectaba a la artista con Xul Solar (una carta astral de ella realizada con absoluta precisión por él, correspondencia entre ambxs, invitaciones de Norah para que Xul la visitara o visitara sus exposiciones en Europa); una Antología de la poesía moderna uruguaya; un ejemplar abierto del número 12 de Proa donde pueden leerse las líneas finales de la escritura de Rosamel del Valle, poeta de la vanguardia chilena. También aquí se encuentra la serie de ilustraciones realizadas para publicarse en una segunda edición de El puñal de Orión. Apuntes de viaje, de Sergio Piñero, fundador de Martín Fierro, que finalmente nunca se imprimió. La curaduría de la muestra procuró reunir todas esas piezas y así, el MNBA exhibe por primera vez esta serie completa, tal como la produjo la artista para el libro.

Hacia la segunda mitad del recorrido, se encuentra el núcleo dedicado específicamente a retratar la relación de Norah con la escritura y la crítica. Este espacio se abre con las reflexiones de Jorge Luis Borges sobre la escritura de su hermana en relación a “Manuel Pinedo”, pseudónimo que ella utilizaba para publicar textos; de acuerdo con sus palabras se trataría de una marca del intento por no “presumir” de escritora. En seguida encontramos obras de Antonio Berni, Fray Guillermo Butler, Enrique Policastro, Onofrio Pacenza, Ramón Gómez Cornet y Laura Mulhall Girondo, pertenecientes al patrimonio del Museo, acompañadas por reflexiones críticas que Norah produjo en referencia a cada una de esas piezas.

Finalmente, los núcleos “Norah ilustradora” y “Españoles de tres mundos” profundizan en el prolongado trabajo de Norah Borges como ilustradora. Y lo hacen para saldar la discusión que minoriza la ilustración como mero acompañamiento de la textualidad en diferentes soportes. La primera de estas zonas comienza con la exhibición de la tapa del libro Norah, única publicación íntegramente dedicada a su obra y comentada por Jorge Luis Borges. A ella le sigue una proliferación de ilustraciones, dibujos y grabados, pequeñísimos y de suma delicadeza, entre los que se destacan las sirenas, las vírgenes y las figuras de mujeres jóvenes que llevan flores y peinados con trenzas, muchas de ellas enmarcadas en relación a ventanas o espejos rectangulares. Nos encontramos, a su vez, con ejemplares originales de Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente, de Jorge Luis Borges; Paul et Virginie, de Bernardin de Saint-Pierre; Cuadernos de infancia, de Norah Lange; Autobiografía de Irene, Las invitadas y Breve Santoral, de Silvina Ocampo; La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares; Desde la niebla, de María Esther Vázquez; El imaginero, de Ricardo Molinari; Temblor de Otoño, de Jan Struther; Demasiada Luz, de Marcial Tamayo; Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez, entre muchos otros.

Resalta en este punto del recorrido un “Homenaje a Ricardo Güiraldes” firmado por Rubén Vela e ilustrado por Norah que se expone enmarcado sobre una de las paredes del núcleo, en posición evidenciada. Cierran esta sección materiales que ponen de manifiesto el vínculo con los artistas españoles: una fotografía en la que se la ve junto a Federico García Lorca, algunos trabajos de Guillermo de Torre como editor de Losada y un retrato de la artista escrito por Juan Ramón Jiménez, en el cual sostiene que “Norah Borges es ella misma lo que son ciertas frutas, algunas flores (el caqui; la crisantema) que no pueden dejar de ser nacionales y son internacionales sin perder nada de su natividad” (en Españoles de tres mundos. Viejo mundo, Nuevo mundo, Otro mundo, 1942).

“Norah Borges. Una mujer en la vanguardia” logra con éxito su propósito de redescubrir y poner en valor las múltiples facetas de esta argentina, tanto en lo artístico cuanto en lo intelectual, como integrante de las vanguardias locales e internacionales. No nos detendremos en la equivocada decisión de colocar en el centro del recorrido una gigantografía de su hermano para exhibir el único cuadro firmado por ella que él poseía en su hogar. La abundancia de documentos vinculados a sus afectos, amistades y familia curados junto a sus obras plásticas invita a pensarla como es natural a la hora de pensar a cualquier artista en esa clave que fusiona labor creativa con ejercicio crítico. Son evidencias de las reflexiones y conocimientos de una mujer con una vasta formación y una prolífica obra sobre el arte, la literatura y la cultura, y marcas de su pertenencia a los círculos sociales de las vanguardias entre las que siempre vivió y produjo.

La exposición puede visitarse hasta el 1 de marzo, de martes a domingos, con opciones diarias de visitas guiadas en español y ocasionales visitas en lengua de señas argentina y portugués. Dentro de este marco, el Museo Nacional de Bellas Artes invita al taller abierto de escritura “Los cuentos imaginarios de Norah”, que se realizará todos los jueves y dos sábados durante el mes. A su vez, cada viernes y sábado de febrero se realiza el taller “Imágenes de la memoria” en relación a la obra de la artista.

Agradecemos el trabajo de Candela Gómez, educadora del Museo Nacional de Bellas Artes, gracias al cual nuestra visita ganó profundidad, nitidez para la observación y movilizantes conocimientos.

Cuando el dibujo deviene en letra. Reseña de Un árbol en el medio del mar, de Pablo Duca

Por: Rosana Koch

Imagen: Isla perdida, de Val R. 

Un árbol en medio del mar (2019) es el poemario más reciente de Pablo Duca, escritor, actor, dramaturgo y conductor radial. Rosana Koch nos propone una lectura que aborda la trayectoria de sentidos que dispara el título de la obra y que pone el acento en la voz poética que emerge de ella: una que invita a revivir la cercanía íntima de aquello que se nombra.


Pablo Duca
Un árbol en el medio del mar
Buenos Aires, Baldíos en la Lengua, 2019.

 

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Pablo Duca (1969) vive en Bahía Blanca, es escritor, actor, dramaturgo y conductor radial. Ha publicado su primer libro de poesía, Puentes (2015), la antología de cuentos Arde Dios esta noche (2017) y su primera novela, Crónicas del Miravalles (2018). Un árbol en medio del mar (2019) es su última publicación. Su título dispara una trayectoria de sentidos: por un lado, la imagen del árbol que hunde sus raíces en la tierra para aferrarse a ella se reserva la misión terrena de arraigar vida y memoria; por otro, la imagen del mar evoca cierta plasticidad, imágenes que se tornan fluir, movimiento y deriva. En esa tensión entre dos zonas que cohabitan en diferentes direcciones surge este poemario compuesto por cuarenta y siete textos breves.

El libro se divide en siete segmentos. El primer poema de cada uno evidencia una variación tipográfica que parece marcar otro tiempo, otro momento de la enunciación, como si se acercara un zoom para hacernos detener la mirada en esas escenas de escritura que operan como marco a lo largo de todo el poemario: el trazo de un dibujo, modulación expresiva del devenir temporal. Así, en el segmento II: “Una gota de tinta/ que sola y sin mediar sesgo/ dibuja tu contorno”, en el III: “Debajo de una de las copas de vino/ y a tu lado/ hay dibujada una carta. / Dice que sueño que no hay un mar/ entre nosotros”. Variaciones de un mismo trazado que se materializa en el papel a través de “una gota de tinta”, “témpera líquida”, “tinta china” o “el garabato de un niño”, pero que, en todas sus entonaciones, representa lo que Roland Barthes ha denominado “scripción”, ese gesto en que la mano toma una herramienta, avanza y traza sobre una superficie; es precisamente en ese movimiento cuyo recorrido progresa que deviene la letra, la palabra, es decir, la escritura, territorio en que cada poema afirma su presencia. Un dibujo que cobra la forma de relato –de desamor, quizás– para acortar distancias: “Las distancias se anulan/ con la goma de borrar/ y te abrazo”, para desdibujar límites: “El dibujo final tacha kilómetros/ y nos pone cara a cara” o para orientar las palabras en pos del encuentro: “La fe se dibuja como el garabato de un niño, / rulos y circunferencias/ que unen dos cuerpos distantes”. Toda la constelación de poemas, con un lenguaje coloquial y simple, avanza en oleadas que se hacen eco de la ausencia y la pérdida, el deseo y la soledad.

Como dice Terry Eagleton en Cómo leer un poema (2007): “En un mundo de percepciones huidizas y eventos consumibles instantáneamente, nada permanece lo suficiente como para dejar que se asienten esas huellas profundas de la memoria de las que depende la experiencia genuina”. Un árbol en el medio del mar va en sentido contrario, sus versos configuran un espacio poético en el que se despliega una subjetividad que, de una manera u otra, se hace presente en la contemplación, compenetrándose con su entorno natural: el humus, un hormiguero que delinea una fila india, la noche y la luna roja. En este escenario, el yo recorre experiencias cotidianas, sustraídas efectivamente de toda utilidad: el inicio de un día, una naranja recién cortada o las nubes que pasan sin hacer ruido son testimonios de la existencia y aparecen con una intensidad amplificada cuando se le unen los recuerdos de la infancia y aquellos rostros que pueblan ese imaginario. La memoria rescata un espacio familiar en el que reverbera un tono melancólico constante. La figura de la abuela, por ejemplo: “Tuvo que ser austera y eficiente/ con las pocas palabras que tenía./ Mi abuela nos decía te quiero/ con 8 huevos y 6 papas./ Únicamente era soberbia con su tortilla”. La tarea doméstica es, en este caso, “el idioma que ella hablaba” y se asocia con una actividad donde la palabra “cocinar” se reivindica casi como una artesanía.

Otros poemas articulan una mirada hacia el acontecimiento histórico-social-cultural, un ejercicio de la memoria que se asume política, pero que se vincula muy fuertemente con la memoria individual y afectiva. Allí se ven reflejados los rostros del padre y el abuelo, ambos llamados Pedro y ambos peronistas, que recuperan la imagen de Evita dibujada por el padre y que cuelga en la pared de la casa. Escenas de época resuenan en el  tocadiscos con la voz de Gardel, sobrevuelan los años sesenta y setenta en canciones como “El extraño de pelo largo” y una carta de Fidel Castro al Che Guevara en el exilio.   Por eso, en la libre composición poética, en Un árbol en el medio del mar emerge una voz que nos invita a revivir la cercanía íntima con lo que se nombra.

 

 

 

Como las olas en la playa. Reseña de Marea, de Graciela Batticuore

Por: Sandra Gasparini

ImagenFeminine Wave, de Katsushika Hokusai.

 

Marea (2019) es la primera novela de Graciela Batticuore, reconocida investigadora, docente y escritora. La autora ha publicado numerosos ensayos críticos sobre la literatura del siglo XIX argentino y, en los últimos años, varios libros de poesía. La lectura de Sandra Gasparini pone de relieve un tema que atraviesa la novela y que es central en la agenda de los estudios de género: la maternidad. Además, recupera la peculiar composición de la obra: un conjunto de escenas que, oscilantes como las olas en la playa, construyen a través del lenguaje de los sueños y la introspección el paisaje interior de Nina.


Graciela Batticuore, Marea
Editorial Caterva, 2019
141 páginas

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Graciela Batticuore ha escrito interesantes ensayos académicos que se desprenden de su exhaustivo trabajo como docente e investigadora de la literatura del siglo XIX argentino. Su interés por la vida y narrativa de figuras insoslayables como Mariquita Sánchez, Juana Manuela Gorriti o Eduarda Mansilla, entre otras, ha impulsado proyectos que concluyeron en valiosos aportes para la historiografía y las lecturas críticas de textos claves de la literatura nacional. En el último lustro publicó, también, varios libros de poesía –La noche y El fin de la noche, entre otros– y este año editó Marea, una novela de peculiar hechura que relata, a través del velado lenguaje de los sueños y de la introspección, un paisaje interior examinado en un recorrido que abarca distintas ciudades y temporalidades.

Dividido en tres partes, el conjunto de escenas que componen Marea se mueve en una oscilación, como las olas en la playa, que van dejando una resaca que recupera, rearma y avanza lentamente, siempre que puede. Narra un proceso, con foco en Nina, una transición entre una etapa que se quiere superar y un presente en el que se consolida otra forma del afecto.

Distintas temporalidades atraviesan esas como estaciones: la de la infancia de Nina, con su búsqueda de una identidad; la del presente, de cara a la niñez de la propia hija; el pasado con H., que aunque padre de la pequeña Julia, juega además el papel de hijo; el presente con M., supeditado a la sintaxis de un nomadismo que recorre calles y países desde los que llegan los mensajes por celular.

La maternidad, tema urgente de la agenda de los estudios de género, ocupa un lugar central: Nina, hija de una madre exigente y de rígida moral, es la contracara de la Nina madre del presente de la escritura, acusada de no disfrutar del “placer de la crianza” por H. Marea parece preguntarse, en ese sentido, qué elementos y vínculos constituyen una familia, cuándo se deja de serlo, cuándo cae el último telón de la simulación. La línea que divide a las buenas y malas madres, se sabe, está siempre fechada. Si no cumplen con las expectativas familiares o sociales son estigmatizadas porque, en un gesto esencializante, contradicen el presunto instinto materno propio de todas las mujeres. En esta representación está ausente la subjetividad y Nina se corre, justamente, de esta construcción: “La maternidad era para su madre un todo, el todo de la vida de una mujer, y ella lo entendió enseguida porque el sentimiento la involucraba. Por eso le llevó varias décadas encontrarse con su propio deseo de tener un hijo”.

El mundo de los viajes termina logrando un contrapunto con el de la intimidad: las charlas con M. que a veces está en Berlín, el viaje de Nina y su hija por España en el que se internan todavía más en el pasado –el de la Historia–, otro a Roma, sola, además de la travesía hacia atrás que impone la crianza de un niño para cada madre. Escribir sobre lo íntimo (eso que debería quedar en una sucesión de imágenes o recuerdos inconfesables pero se cuenta), escribir sobre los sueños perturbadores y reveladores, como se propone la protagonista, puede ser un principio de orden, un modo de reanudarse. Taparse y destaparse el cuerpo con tapados, con telas, con toallas. Afirmar su yo al tomar –literalmente– el volante tras el anuncio repentino de la muerte del padre, figura que cobra altura pero decrece sobre el final cuando Nina piensa que nunca le habló de su abuela, una mujer que crió sola a sus hijos durante la guerra. El cuerpo de la “nona” parece fragmentarse en el avance de los “ataques seniles” que concluyen por apartarla del resto de la familia. Como María Josefa, que desafía el poder de Bernarda Alba en la tragedia de García Lorca, la anciana señala con la materialidad de su cuerpo, que se muestra cuando no debe hacerlo, la pulsión transgresora que en Nina despuntará a partir de sueños y remembranzas.

En Marea Batticuore escribe sopesando cada palabra y busca la reflexión sobre el tiempo y la subjetividad en una prosa que se desprende solo levemente del lenguaje poético.

 

El poder del pre-juicio: «Fragmentos de una amiga desconocida» (2019), documental de Magda Hernández

Por: Leonardo Mora

Imagen: Fotograma de Fragmentos de una amiga desconocida.

 

Fragmentos de una amiga desconocida (2019) es un film documental dirigido por la cineasta colombiana Magda Hernández, basado en la vida y el caso judicial de Cristina Vázquez, condenada a prisión perpetua por presuntos cargos de un asesinato ocurrido en 2001 en Misiones, Argentina. El documental hace hincapié en las graves consecuencias que los prejuicios del sistema judicial en torno a la vida y la conducta de Cristina tuvieron en el proceso que decidió su culpabilidad.


“¿Qué pasaría si un día la policía llega a mi casa y me acusa de un crimen? ¿Qué pasaría si un día tocan a tu puerta, y te arrastra la maquinaria de un sistema incapaz de ver más allá de sus prejuicios?” interroga con preocupación la voz en off de Magda Hernández, en su documental Fragmentos de una amiga desconocida (2019). El film versa sobre la dura situación de Cristina Vázquez, una mujer condenada sin pruebas a prisión perpetua por el supuesto asesinato en 2001 de Erselida Lelia Dávalos, anciana de 79 años, en la provincia de Misiones, Argentina.

En Fragmentos de una amiga desconocida, Magda Hernández ejerce de periodista investigativa durante seis años de intensa labor, se adentra en la compleja situación de la acusada –a quien conocía desde antes del caso por haber sido compañeras laborales– y nos ofrece un trabajo audiovisual que muestra no solo las tergiversaciones alrededor del proceso y del expediente de la acusada, sino también la asesoría de la organización Pensamiento Penal para ayudar a esclarecer el caso. Asimismo, registra de manera íntima a Cristina y a su mundo: ella es retratada como una mujer de semblante triste y resignado que nos comparte breves pasajes, recuerdos y expectativas de su vida antes y durante la prisión, su manera de sobrellevar la cotidianidad con sus compañeras de encierro y, sobre todo, de mantener la cordura con la esperanza de que llegue el día en que pueda verse libre de nuevo.

La directora elabora un interesante contrapunto entre la situación de la acusada y su propia posición al respecto, implementando breves monólogos que transitan desde la estupefacción y la duda por la gravedad del caso, hasta un compromiso denodado por ayudarla, compartir su historia y amplificar su discurso en busca de justicia.  Por eso, el documental hace hincapié en que nunca será suficiente el trabajo de sacar a luz las incontables ocasiones en que los engorrosos sistemas judiciales pueden llegar a perjudicar la vida de personas acusadas sin justa causa, víctimas de procesos sin ardua investigación, indagatorias malinterpretadas, urgencia burocrática de cerrar casos, testigos mentirosos, jueces parciales, y sobre todo, de prejuicios y conjeturas que adquieren condición de objetividad, la cual a menudo es potenciada  –como ocurre en el caso de Cristina– por el uso de un lenguaje amarillista de ciertos medios de comunicación.

Actualmente se espera que la Corte Suprema de Justicia, última instancia judicial argentina, sea capaz de absolver a Cristina por el crimen en el que fue implicada, en gran medida, por especulaciones de terceros sobre su modo personal de vida. Como señaló Indiana Guereño, presidenta de la mencionada organización para el portal Infobae:

Su condena viola todos los principios que protegen la libertad, ya que juzga un estilo de vida que el tribunal imagina conocer, cuando en nuestro sistema penal solo se pueden juzgar actos. Para condenar a las personas que cometen esos actos, estos tienen que ser probados en un proceso donde se respeten las garantías constitucionales. Hasta que eso ocurra toda persona es inocente y tiene derecho a ser juzgada en un plazo razonable.

Sobra señalar que no solo se ha vulnerado irremediablemente la vida de Cristina, sino también la de su familia y sus amigos, quienes relatan en el documental la manera en que les ha afectado este infortunio que, hasta la fecha, lleva más de una década, especialmente desde que ella fue encarcelada en 2008 en el Instituto Correccional de Mujeres de la ciudad de Posadas.

Vale la pena visualizar este emotivo y sincero documental estrenado a mediados de este año en el Gaumont y ahora disponible en YouTube, de acertado ritmo narrativo y claridad en la exposición argumental, que nos recuerda de nuevo asuntos delicados como la fragilidad de la libertad humana, el pasmoso poder del pre-juicio y la sospechosa objetividad que establece el aparato judicial especialmente en sus documentos escritos. En algunos momentos ciertas escenas o la opinión de algunos entrevistados hacen pensar inevitablemente en Kafka y su disección sobre el absurdo y la impertinencia de la ley, especialmente en El proceso. El film también se vale de imágenes citadinas, de transeúntes, sus trayectos, costumbres, actividades, pasatiempos para hacer énfasis en la idea de que nadie en la masa anónima está exenta de tener una vida regulada legalmente de una u otra forma. Pero que solo algunos desafortunados individuos sufren las peores secuelas del frío e impersonal accionar de la justicia institucional cuando necesita ejercer su poder y acude a todas herramientas, hasta las más heterodoxas, para hacerlo.

 

Animales salvajes. «Cocodrilo», de Kim Ki-Duk, y «Nuestra criatura», de Daniel Villabón

Por: Juan Pablo Castro

Imagen: Fotograma de Cocodrilo

Juan Pablo Castro pone en diálogo la rareza de los universos de la obra del director coreano Kim Ki-Duk y del escritor colombiano Daniel Villabón, a partir del análisis de Cocodrilo (1996) –ópera prima de Ki-Duk– y Nuestra criatura (2017), una antología de diez relatos de Villabón. El diálogo se entabla a partir de la pregunta por la liminalidad de esos universos, puesto que el film y los relatos introducen espacios, personajes e instituciones en los que la animalidad (o lo que está a medio camino entre lo animal y lo humano) irrumpe para horadar su estabilidad y sus sentidos cristalizados.


Como habitantes de una periferia conservadora, el cine de Kim Ki-Duk nos interpela de una manera particular. Por un lado, porque los problemas de los que se ocupa –la crueldad, la pobreza, los límites de lo humano– son inextricables de nuestra vida cotidiana; por otro, porque el modo en que ha abordado esos problemas, sus condiciones de producción, comparte con nosotros un horizonte de escasez. Kim Ki-Duk destrabó el cine coreano de los años 90’ y mucho de lo que vino después, no solo en Corea del Sur, es impensable sin él. De ello dan cuenta textos diversos de creadores periféricos –Sergio Bizzio (Rabia), Samantha Schweblin (Pájaros en la boca) o Mario Bellatín (Damas chinas; Salón de belleza) – que, desde sus propias periferias, han entablado un diálogo fructuoso con este director visionario. Sin importar el que aún se encuentre en los comienzos de su carrera, lo mismo puede afirmarse del escritor colombiano Daniel Villabón, quien ya en su segundo libro, Nuestra criatura (2017), una compilación de diez relatos, da muestras de una solidez y una originalidad que señalan nuevos caminos para los artistas de su generación. Su primera novela, La soledad del dromedario (2010), ganó el Concurso Novela Breve de la Universidad Central y sus cuentos se han publicado en Vice y El Malpensante. Como ocurre con Ki-Duk, el universo de Villabón está poblado de personajes marginales, lógicas aberrantes y leves monstruosidades. Me gustaría comparar la rareza de sus universos, tal como se presentan en Cocodrilo (1996), ópera prima de Ki-Duk, y Nuestra criatura (2017), primer gran libro maduro de Villabón, interrogar los textos en función de su liminalidad, a medio camino entre lo animal y lo humano.

Un repositor de supermercado es contratado por la madre de un amigo para participar en el extraño ritual de masturbarse frente su grupo de jubiladas; una pareja de campistas es abusada por un lugareño y debe regresar a su casa en el camión que transporta las reses al matadero; un joven se enamora de una mujer que no hace popó y empieza a encontrar bolitas de excremento de conejo en los rincones de su casa. En los relatos de Daniel Villabón se imbrican dos elementos que, casi imperceptiblemente, articulan su peculiar universo. Dos órdenes se superponen: por un lado, pequeñas instituciones domésticas: matrimonios, noviazgos, círculos literarios o clubes de jubiladas; por otro, cuerpos fuertemente marcados por una animalidad violenta, en fuga constante hacia el horizonte de lo indomesticable. Se entiende por “animalidad”, en la línea abierta por Michel Foucault, ese resto de vida que se resiste a ser asimilado por lo “humano”, una zona de umbral que no consiguen sujetar los mecanismos de disciplinamiento que distribuyen y jerarquizan las categorías de lo viviente entre persona/no-persona; vida que importa/vida precaria, etc.

No se trata entonces, como podría suponerse, de cotidianidades que se deslizan a regímenes aberrantes o extraños, sino de instituciones que chocan, se mezclan o yuxtaponen con formas de animalidad: cuerpos (excrecencias y fluidos), enfermedades y deseos. En ese sentido, los cuentos de Villabón se distancian del género fantástico y la fórmula que tradicionalmente lo describe como el pasaje de un elemento extraño en un orden familiar (pienso en Rosemary Jackson). En Nuestra criatura de lo que se trata es de hacer irrumpir lo animal en lo institucional, horadándolo y resquebrajándolo. Las variaciones de ese contacto tienen, por supuesto, distintas formas de articulación y en esa diversidad radica la maestría narrativa del autor. Los giros, la elección de los puntos de vista provocan una inestabilidad que aleja a estos cuentos no solo del fantástico, sino de los protocolos de la denuncia o la confrontación dialéctica. No encontraremos protagonistas que confronten, resistan o se fuguen de un régimen asfixiante, no es el héroe contra el mundo. Tampoco es el héroe que inocula al monstruo. Más bien veremos amables parejitas domésticas en las que el cuerpo se rebela sin previo aviso y produce leves monstruosidades.

El universo de Cocodrilo, la inolvidable ópera prima de Kim Ki-Duk, se rige por normas análogas. Un grupo de marginales que sobrevive a orillas del río Namhan se gana la vida con astucias y pequeños delitos. El foco está instalado en Cocodrilo, personaje inescrutable que, gracias a su destreza como nadador, vive de recuperar las billeteras de los suicidas que saltan al río. Una noche, Cocodrilo rescata a una mujer que se ha tirado de cabeza al agua e inicia con ella una extraña relación en la que la animalidad y los códigos del matrimonio conviven en una lógica que escapa a la razón, pero que siempre es verosímil. Cocodrilo responde al instinto animal, al deseo desenfrenado y a la violencia; la mujer, por su parte, a las intricaciones del masoquismo. Debe recordarse aquí que la naturaleza del masoquismo, conforme ha sido estudiada por Gilles Deleuze, radica en el contrato y, en ese sentido, se trata de un sistema de reglas frío, una serie de normas e implementaciones concisas[1].

Evidentemente, de lo que se trata en Cocodrilo es de hacer ingresar al universo animalizado del marginal el elemento contractual, doméstico, del vínculo matrimonial, que en Kim Ki-Duk siempre porta una cuota de masoquismo. Así ocurre, por ejemplo, en Hierro 3 –seguramente su mejor película– donde la mujer, pese a haber escapado del marido que la maltrata, se para al frente de las pelotas de golf que el amante golpea buscando lastimarse. Tenemos nuevamente el cruce y, en el proceso, el despliegue del animal en lo institucional y viceversa. ¿De qué otro modo entender esa imagen, tan enigmática y hermosa, que hoy aparece en todas las portadas del filme? Cocodrilo y Hyun-jung bajo el agua del río, sentados en un sillón, como si fuera una salita pequeñoburguesa. Expulsado por la sociedad, el marginal produce un umbral de habitabilidad en el que la vida animal constituye su propia condición de posibilidad.

Villabón - Cocodrilo_

El animal recrea, entonces, en Cocodrilo un territorio de contestación, un más allá en el cual la vida afectiva es, por un instante, posible. En “Ultimátum”, uno de los cuentos de Nuestra criatura, el protagonista recibe de su novia Eulalia la advertencia de que si no se arregla los dientes en dos días ella se irá para siempre. El deseo de no perder a Eulalia lo lleva a participar en un pequeño concurso en el que gana una bicicleta. Y empieza a pedalear desenfrenadamente hasta caer de cara en el asfalto y reventarse los dientes. Se trata de un plan, advierte el narrador: “Me fui al suelo de cara, como lo había previsto”. La idea es demandar a la empresa con la que ganó el concurso por haberle dado una bicicleta defectuosa y con el dinero arreglarse los dientes. ¿Por qué no simplemente vender la bicicleta? Está claro que hay algo en el cuerpo que se rebela. El narrador quiere recuperar a su novia; su cuerpo se revienta y rechaza así la normalización que pretende imponérsele desde el noviazgo. Al final del relato el narrador lo ha perdido todo, Eulalia se ha ido y él ha perdido sus dientes. Está solo pero también se ha liberado del ultimátum. Pensamos en Kafka:

Ordené sacar mi caballo del establo. El criado no me comprendió. Fui yo mismo al establo, ensillé el caballo y monté. A lo lejos oí el sonido de una trompeta, le pregunté lo que significaba aquello. Él no sabía nada, no había oído nada. En el portón me detuvo para preguntarme:

– ¿Hacia dónde cabalga el señor?

–No lo sé –respondí–. Sólo quiero irme de aquí, solamente irme de aquí. Partir siempre, salir de aquí, solo así puedo alcanzar mi destino.

– ¿Conoce, pues, su destino? –preguntó él.

– Sí –contesté yo–. Lo he dicho ya. Salir de aquí, ese es mi destino.

Afirmación de la animalidad que lleva a la soledad y leve monstruosidad del hombre sin dientes (“Mi voz sonaba como un eco cavernoso”). La resistencia, por supuesto, no está libre de riesgos. Y vale la pena insistir en ello: no se trata de una decisión del sujeto, una fuga consciente, sino de una rebelión del cuerpo. La pareja de “La primera noche”, deseosa de transgredir las convenciones sociales, ingresa en un terreno ajeno y es sorprendida a medianoche por un lugareño. Tras ser golpeados y violados, caminan a la carretera, donde el único vehículo que consiguen es un camión que transporta las reses al matadero. Evidentemente, en este caso la cercanía del animal produce la clausura absoluta de la afectividad y el deseo.

Si en Kim Ki-Duk se produce la creación de un espacio en el que, al menos un instante, la vida es posible, en Villabón la fuga conduce a un territorio imprevisible, en el que el sujeto no coincide con su cuerpo y una leve monstruosidad asoma como la libertad en Kafka: la libertad que porta el garrote. Como si comprendiera que el animal es aún demasiado frágil para oponerse a los mecanismos de control, en Villabón es necesario dar un paso más allá, oponer, a la bestia de la normalización, el monstruo. Naturalmente, la fuga hacia ese espacio de alteridad deja huellas en el espacio de lo cotidiano y es ahí donde se encuentra el mayor aporte de estos cuentos. Nadie en la literatura colombiana reciente ha formalizado como Villabón la naturaleza monstruosa de nuestra sociedad, porque al final es en sus pliegues donde siempre ha habitado el verdadero monstruo. Sórdida, conservadora, la sociedad bogotana (que nunca se nombra en estos cuentos) es una mezcla hipócrita de reglas, rutinas y grandes monstruosidades.

[1] Véase en especial su Presentación de Sacher-Masoch, 1973, Madrid, Taurus.

Enloquecer para vivir, vivir para sentir. Reseña de «Los nísperos», de Candelaria Jaimez

Por: Eugenia Argañaraz

Imagen: Leonardo Mora

 

Eugenia Argarañaz nos invita a sumergirnos en la lectura de Los nísperos (2019), la primera novela de la escritora cordobesa Candelaria Jaimez. La narración gira en torno a Ana, una mujer que ha sufrido numerosas experiencias traumáticas a lo largo de su vida: además de crecer en un ámbito familiar cerrado y conservador y de vivir amores que se frustran con hombres que no la respetan, Ana pierde a sus padres en un accidente automovilístico y, más adelante, a su única amiga en un aborto clandestino. Por eso, la lectura de Argarañaz pone el foco en el dolor de la protagonista y se pregunta: ¿Cómo se sigue en medio del dolor? ¿Cómo articula Ana sus diversos modos de resistencia? Para Argarañaz, se trata de interrogantes que la autora despliega a lo largo de la obra y que nos acercan, como lectores, a su protagonista.


Los nísperos (Candelaria Jaimez)
Borde Perdido Editora, 2019
101 páginas.

 

El tiempo se puede congelar.

Candelaria Jaimez

Ya no puedo más, ya no puedo más.

Siempre se repite esta misma historia,

Ya no puedo más, ya no puedo más,

Estoy harto de rodar como una noria.

Vivir así es morir de amor,

Por amor tengo el alma herida […]

Melancolía.

Camilo Sesto

 

Recientemente se publicó la primera novela de la escritora cordobesa Candelaria Jaimez (Córdoba, 1973), titulada Los nísperos (2019). La autora, con delicadeza rigurosa y trabajo exquisito, ha logrado plasmar las vivencias de un clan atravesado por la tragedia, que se ensancha capítulo a capítulo en una historia personal en donde su protagonista es una mujer, Ana, que vive experiencias dolorosas e imborrables durante las etapas de la niñez, adolescencia y adultez. En los tres estadios se nos informa acerca de las relaciones que Ana tiene no solo con su familia, conservadora y arraigada a costumbres difíciles de cambiar, sino que también empezamos a conocer cómo es la vida de la joven con amigxs, compañeras de la escuela, amores que se frustran, hombres que no la respetan y, además, con una sociedad que la estigmatiza por querer romper con reglas sociales con las que no se siente cómoda ni feliz. Ana atraviesa diversos duelos: la muerte de un primer amor, la muerte de sus padres en un accidente automovilístico –accidente en el que estaban, también, ella y su hermana– y la muerte de su única amiga en un aborto clandestino. Pero no solo las pérdidas de seres queridos le causan dolor a Ana; también ha sido víctima, durante su adolescencia, de abusos, de un acoso particular del cual pudo escapar y librarse gracias a un grupo de amigas que estuvieron ahí para afrontar juntas la aberración.

 

En la vida de Ana aparecen, constantemente, imágenes del pasado, como la voz del fantasma de su madre que, minuto a minuto, en los momentos de más tensión, se hace presente auditivamente recordándole que, decida lo que decida, lo hace mal y desde la irracionalidad. Vemos así la figura de una madre que, aún muerta, sigue permaneciendo en el día a día de una hija llena de dolor y de pena porque el adoctrinamiento y lo impuesto han sido letales y se vuelve complicado arrancarlos. Esto formará un círculo vicioso porque, una vez que la voz de la madre termine de llevar a Ana al límite, continuará el camino con la otra hija, con la hermana de Ana (Clara), a quien siempre se vio como aquella incapaz de cometer “errores”, incapaz de “equivocarse”: vemos, así, que los encasillamientos, las etiquetas, los rótulos son difíciles de quitar cuando el patriarcado sigue presente cada día de nuestras vidas.

 

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El personaje de Ana genera, en quienes leemos la novela, angustia y malestar. La incomodidad de la que nos hace parte se vincula justamente con eso que sentimos por aquellas que (tal vez) juegan con su fragilidad todo el tiempo, tanto que no les importa romperse porque ya otrxs las han roto antes. Aunque también Ana es una mujer fuerte que nos trasmite temor porque, al leer sus accionares, nos preocupamos por ella, por su dolor, por su tragedia, por su futuro. Queremos cuidarla de eso que acontece y, ¿por qué no?, de ella misma. A Ana podemos amarla, entenderla y también odiarla, y es ahí donde nos preguntamos: ¿Por qué la vida se empecina con ella? O al menos esa es una de las preguntas que quizás atraviesen una gran parte de esta novela experimental[1] y coral; características que remiten a un trabajo con la palabra que nos ubican en senderos donde todo tiene lugar: el amor, el dolor, los abusos, el maltrato a las mujeres, los abortos clandestinos, la familia encapsulada hasta el punto de fracturarse por completo y de allí saltar al vacío; a uno sin tope porque el quiebre parece infinito.

 

¿Hasta dónde puede llegarnos y llevarnos el dolor cuando es tan inconmensurable que no sabemos dónde metérnoslo? Pregunta retórica que solo tiene respuesta en una historia de vida. En este caso, la historia de Ana y de su hermana o, tal vez, la historia única de Ana. Personificar lo no dicho y darle entidad no es fácil en una cultura que siempre se ha caracterizado por hacer notar apariencias y conveniencias. Con este relato, Candelaria, su autora, nos introduce en una típica comunidad donde el lleve y trae es parte de la vida diaria, donde el “qué dirán” pesa fuerte y donde las atrocidades se ocultan porque es mejor acallarlas ante la mirada de aquellos encargados de juicios de valor constantes. Quienes somos del interior y quienes hemos crecido en un pueblo pequeño, sabemos que la frase “pueblo chico, infierno grande” no es netamente algo metafórico, es más bien una parte indispensable de ese todo que atormenta.

 

Muchos son los acontecimientos que marcan a Ana (niña, adolescente y luego adulta) a lo largo de su existencia. Primero la muerte de Damián, una suerte de “amigovio” del que tal vez se llegó a enamorar pero a quien no pudo decírselo porque él antes decidió arrancarse la vida. Después de esta situación suceden hechos que hacen que la memoria de Ana guarde errores ajenos, errores de otrxs que se convierten en fantasmas que la sobrevuelan cada día. Así es como nunca puede entender que el chofer de un colectivo la acose e intente abusarla sexualmente siendo una adolescente o que los ojos externos la observen despectivamente porque ella es “la rebelde”, “la hija problemática”, la que seguramente terminará sola, y acá se entiende por “sola” el rótulo de la nueva solterona del pueblo. Todo eso constituye una acumulación asfixiante que se acrecienta hasta que Ana sufre otra gran pérdida, la de sus padres.

 

“Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” dice una oración del catolicismo de la que Ana se apropia y hace poner en alerta constante a su hermana, su cuñado y hasta a su amiga, “la Brenda”, quien intenta decirle que eso del diablo es falso, puro cuento pero que ojo, hay que cuidarse, ser cauta, porque “con eso no se jode”. Lo que Brenda no ve es que Ana ya conoció al diablo y entonces, a partir de allí, no le teme a nada, no puede más y, a pesar de eso, avanza. El diablo es presentado en la novela como un todo acaparador: el abusador, la violencia que ejecuta la pareja de su amiga quien sufre y no puede salirse de un círculo vicioso, los mandatos familiares impuestos que perturban a Ana a través de la voz en off de una madre fantasmagórica, las mentiras de un amante sin escrúpulos y, sobre todo, una comunidad que señala y ubica a las mujeres en lugares de revictimización constante. En la trama se nos deja en claro que la vida de Ana fue y es distinta a la vida de su hermana. Los tonos de preferencia con que su madre se manejaba para hacérselo notar logran en ella que el silencio se le adhiera al cuerpo.

 

-Contame. Te juro que no digo nada. Con el diablo no se jode, Ana. Capaz le vendes tu alma al vicio. Hay gente que se ha vuelto loca. Lo ven aparecerse y se les chifla la cabeza.

-Quiero vengarme de un hombre.

-¿De quién?

-De uno. No te puedo contar.

-Dale, no digo nada (Jaimez, 2019: 19)

 

La protagonista de Los nísperos empieza a guardar no solo sus secretos sino los secretos de otrxs, acumula en su memoria muchas cosas y es parte de una sociedad que tiene por costumbre cuidar las apariencias y esconder las verdades. El “yo confieso que he pecado mucho” (de acuerdo a la oración religiosa) guarda un vínculo profundo con el níspero de la casa de su abuelo, ya que Ana es también depositaria de las confesiones de otrxs, de los pecados de otrxs, el árbol de níspero actúa como el lugar donde se cobijan recuerdos pero también como el espacio desde donde se resiste. Ella necesita tener su lugar para guardar no solo objetos queridos sino también secretos, esos que no puede contar ni compartir ni siquiera con su familia. Y así, al mejor estilo de su abuelo, ella también entierra en su ser verdades que no le interesa que el resto descubra. “Abajo del níspero, tu abuelo dejó cosas. Viejo loco, enterraba huesos como un perro” (2019: 54) le dice Agustín, uno de los personajes, que se encuentra encantado de conocer los enigmas de una mujer silenciosa.

 

Candelaria Jaimez, en la presentación de Los nísperos en Córdoba, relató que se escribe creando presencias, se escribe dando cuerpo a fantasmas, a bestias que fluyen entre renglones que cobran vida y entonces, desde ahí, se hace imposible desprenderse de los personajes. Su autora, además, elige para su novela un título que podemos equiparar con esa Ana resistente: los nísperos, árbol frutal, persistente al frío y que llega a sobrevivir a temperaturas por debajo de 0ºC. El níspero, a pesar de esa resistencia, no se lleva bien con el viento fuerte, las heladas o los golpes de calor excesivos, subsiste en suelos arenosos con buen drenaje pero los ideales son los suelos arcillosos, según dicen. Tantas son las características del níspero que tampoco se elude el hecho de que puede crecer hasta diez metros con hojas grandes, largas y onduladas, y llega a formar una copa redondeada. No es casual esta elección, ya que podríamos ver a Ana como aquella capaz de crear un escudo para salvaguardarse de tantas situaciones de violencia. De aquí surge este entrelazamiento con el níspero, no solo como protección sino además como confesionario de lo que muchxs jamás descubrirán de Ana. Para ella no hay mejor respaldo y cuidado que ese que le ofrece la naturaleza a través de un árbol.

 

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Leer Los nísperos es como sentarse a ver una película en donde el desquicio (o mejor dicho lo que otrxs a su alrededor ven como desquicio) de su protagonista nos coloca involuntariamente como partícipes de una historia. Pero también es conocer que la vida enloquece y, en ese enloquecer, el sentir puede llegar a hacernos estallar. “Ana miraba a Pablo” era el nombre que, en primera instancia, su autora imaginó para esta novela. ¿Por qué? Tal vez porque mediante la mirada profunda se descubre cuando el vidrio está a punto de quebrarse. Enloquecer gradualmente para así sentir que ya casi se está en lo más abismal de lo abismal, y entonces así Ana miraba a Pablo (uno de sus amores que no la respeta y le es indiferente haciendo uso de la mentira) pero también Pablo miraba a Ana. ¿Cuáles son las diferencias en esas miradas? ¿Se puede mirar distinto? Evidentemente sí y la protagonista lo deja en claro de principio a fin. Se puede mirar tan fuerte hasta comprender que eso que acontece le sucede también a un colectivo de mujeres que son juzgadas, dado que siempre los adjetivos despectivos, cubiertos de estigmas, son la mejor opción para rellenar hojas en blanco.

 

La historia de Los nísperos, parafraseando a Alejandra Kamiya en su relato “La oscuridad es una intemperie”, da cuenta de que la oscuridad no es perfecta y que la luz es su defecto: “Entrar de una oscuridad a otra es como no entrar a ningún lado” argumenta Kamiya; la cita nos permite pensar en esa mujer que decidió abrir ventanas, transgredir límites y vivir aunque ya no pueda más, aunque el espacio se le expanda. “Todas las mujeres tenemos un secreto desde niñas. No importa de qué está hecho, nos constituye como nos constituye la espera y el silencio” (Kamiya, 2019: 98). Leer a Ana es leer su secreto, hacer que no le pese tanto.  Finalmente, leer a Ana en cada página es verla moverse en medio de hojas de papel al estilo álbum fotográfico con todos sus matices y sentir que, pese al dolor y a la ficción, una mujer está compartiendo su libro diario con nosotrxs: lectores y lectoras dispuestxs a seguir mirando. Leer Los nísperos resulta, entonces, indispensable para nuestro presente y para guardar en nuestras memorias los días de aquellas que ya no están.

 

 

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Candelaria Jaimez: Es Profesora en Artes Visuales, Licenciada en Artes y Gestión Cultural. Pintora y escritora. Se dedica a intervenir el espacio público con murales de creación colectiva. Trabaja como docente en nivel primario, medio y universitario. Ha participado en las antologías Dora Narra – Editorial Caballo Negro y Recovecos (2010) y Los Visitantes, Antología de crónicas de viaje – Editorial Caballo Negro (2011).Ha publicado cuentos breves en La voz del interior – Córdoba.

Eugenia Argañaraz: Es Doctora en Letras, Licenciada en Letras Modernas y Correctora Literaria por la UNC (Universidad Nacional de Córdoba). Actualmente es docente en el nivel medio y superior. Conjuga investigación con docencia porque siente que ambos trabajos van de la mano. Lo que más le gusta hacer es leer, en cualquier momento, en cualquier lugar porque la lectura siempre emana libertad.

 

[1] Se hace referencia de este modo a la novela experimental teniendo en cuenta los rasgos con los que escribían, por ejemplo, Luis Martín Santos y Miguel Delibes en la década del sesenta como reacción al realismo social español de los años cincuenta, con presencia de personajes problemáticos, en lo que refiere a su identidad, que intentan encontrarse a sí mismos y a la razón de su existencia. Se empieza a utilizar el punto de vista múltiple que consiste en narrar bajo la perspectiva de varios personajes, haciendo uso de la técnica del contrapunto, según la cual diversas historias se van cruzando.

Un meteorito llamado Quirós. Reseña de «Campo del cielo»

Por: Nahuel Paz

Imagen: Leonardo Mora

 

Nahuel Paz nos presenta la trayectoria del escritor chaqueño Mariano Quirós (Resistencia, 1979) –prolífera y llena de galardones– y reflexiona acerca de su singularidad en la literatura argentina actual. Al respecto, se detiene en su última obra, Campo del cielo, una antología de cuentos en la que aparecen escenas y temas tan variados como la dislocación entre lo urbano y lo rural, los conflictos de una familia disfuncional, personajes subalternos que someten a otros aún más subalternos que ellos, entre otros. Pero, podemos pensar, el hilo conductor que hilvana a estos relatos se encuentra en sus modos de construir el espacio: un Chaco extrañado que no termina de serlo del todo, un territorio que encierra historias por contar y que se construye a la par que esas historias son contadas.  


Campo del cielo, Editorial Tusquets, 2019, 199 páginas.

Campo del cielo es un territorio ubicado en el límite del Chaco Austral con la provincia de Santiago del Estero. En esa zona, hace cuatro mil años, cayó una lluvia de meteoritos. Los wichís y los qom tienen distintas teorías para explicar el fenómeno. Nosotros preferimos el razonamiento que ofrece Quirós en el relato titulado “Los orígenes”: “Tras aquella pelota de fuego hay una historia, algo que merece ser contado”. Así, los personajes del libro se comportan de maneras extrañas, con lógicas cuyo sentido se nos escapa. En una racionalidad que funciona en esa tierra de extravío.

La carrera literaria de Mariano Quirós (1979) está llena de premios, de hecho, y hasta ahora, el único libro del chaqueño que no recibió ninguno es Campo del cielo; pero, justamente, esta obra confirma su singularidad en la literatura argentina. El escritor narra alejado de la urbanidad (en la polisemia que ofrece pensar la urbanidad: ciudad, civilización, cosmopolitismo, sofisticación, etcétera) para internarse (e internarnos) en un territorio lleno de ambigüedades y búsquedas. Por eso, ¿Los premios dicen algo? A veces sí, a veces no. En el caso de Quirós, sí: los premios hicieron de él alguien que va más allá de la mera suerte. Por eso, brindaremos aquí algunas lecturas acerca de este libro, en particular, y sobre la obra del escritor, en general.

La tradición

La narrativa chaqueña tiene un par de escritores faro que podemos enlazar con Quirós: Mempo Giardinelli y Miguel Ángel Molfino. El primero porque describe cierta violencia que suele vincular con el clima chaqueño, especialmente Luna Caliente (1983), El décimo infierno (1999) y Cuestiones interiores (2001). La violencia en Giardinelli (y también en Quirós) parece inmotivada y lleva a los personajes a practicarla desde los instintos más primitivos. De Molfino, en cambio, Quirós pareciera tomar algunos recursos técnicos de la escritura y la descripción de ambientes de los cuentos de El mismo viejo ruido (1994).

Podríamos sumar que hay ciertas relaciones con otros escritores de su generación, como los cordobeses Federico Falco (1977) y Luciano Lamberti (1978) –Quirós usa como epígrafe para La luz mala dentro de mí un fragmento de un cuento de Lamberti–, el santafesino Francisco Bitar (1981) y la entrerriana Selva Almada (1973).

Una estética

Desde su primera novela, Robles (premio CFI, bienal federal), hasta la última, Una casa junto al tragadero (premio Tusquets de novela) y desde su primer libro de cuentos, La luz mala dentro de mí (premio FNA), hasta el último, Campo del cielo, la literatura del chaqueño viene surcando el firmamento de las letras nacionales. Hagamos un intento por desmenuzar el artefacto narrativo de Quirós.

El libro abre con “El nene”, una narración típicamente quirosiana: una familia disfuncional (en muchas de sus historias hace hincapié en el terreno de estos vínculos), un par de hechos oscuros, apenas delineados y un amor filial puro (en medio de la violencia) y doloroso, el texto nos devuelve la necesaria sensación de que la literatura no necesita de la moral para contar nada. El final es de una belleza brutal.

En este ítem encontramos la relación con Lamberti, especialmente en su relato “La canción que cantábamos todos los días”: algo siniestro que se cuenta a medias, la idea principal es que se despachan las partes turbias del relato como quien entrega información sin importancia. Esta oscuridad de Quirós no es nueva, viene desde Robles (un embarazo entre primos) y está presente en toda su obra: en Río negro hay una violación narrada como “quien no quiere la cosa”, junto a un par de muertes violentas. Creemos que esto es parte de su marca registrada: narrar la sordidez como si no pasara nada.

En el segundo cuento, “Un cráter milenario”, aparece otra cuestión de la maquinaria Quirós: los personajes que someten con su poder a los subalternos. Lecko a su perra, India, “Los melli” a Lecko y así en la cadena de domesticación. Este recurso también está presente en otros textos como Torrente, una nouvelle de 2010.

En “TIbisai”, en cambio, el final se dilata hasta que se impone por sí solo. Quienes leyeron a Quirós van a ver venir algo, porque el artilugio está a la vista, desde el inicio, pero el chaqueño sabe llevarlo con elegancia; quienes no lo leyeron notarán algo ya esbozado en “El nene”: un humor ladeado, incómodo, que deja un resquicio entre las situaciones desesperantes que narra y los personajes que se dejan hacer con una pasividad pasmosa.

En “Nicky González habla entre sueños” reaparece otro de los tópicos de Quirós: la dislocación entre la ciudad y el campo/la selva/el monte. Nicky González como un doble patético de Ricky Espinosa, el malogrado cantante de Flema. El tópico que se actualiza en los autores enumerados anteriormente (Lamberti, Falco, Bittar, Almada) tiene en Quirós una vuelta de tuerca ligada con una cierta torpeza en los personajes, quienes parecen perderse monte adentro y querer imponerle al cielo abierto su propia condición de urbanidad.

“El boxeador y su extraterrestre” es un cuento en el que el núcleo está cargado de literatura: en un deporte en el que la rudeza y la competencia llevan a la victoria, el personaje principal busca que le propinen a él el golpe perfecto. Quirós invierte la lógica del boxeo, escapando hacia el terreno del mero relato. En cuanto el lector entiende esta idea ya está enmarañado en su literatura.

Quirós nos revela un territorio mientras lo explora; nos da la clave del artilugio para después esconderlo o irse por caminos que no esperamos y esa es la última clave de nuestra lectura y, creemos también, de su narrativa y de su colección de galardones. Quirós escribe desde zonas inexploradas en un Chaco que no es el Chaco del todo, sino una construcción; recrea un territorio propio y un tono reconocible que lo hace singular. Los cuentos del libro machacan, inquietan. Nos hacen frenar en una esquina para preguntarnos algo, para cuestionar una palabra, un personaje. Nos meten en el monte chaqueño como si lo conociéramos de toda la vida, en la vida de familias que sentimos la nuestra, en sufrimientos y penurias amorosas que se nos parecen. El Campo del cielo de Quirós está hecho de la mejor literatura.

 

“Volvían la vista hacia la montaña, sin lograr darle la espalda” Sobre La montaña, de Jean-Noël Pancrazi

Por: Elisa Fagnani y Bruno Gold

Imagen: Archivo.

El Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas de UNSAM problematiza la obra La montaña, del escritor franco-argelino Jean-Noël Pancrazi, con motivo del conversatorio que se realizará con la presencia del autor y del especialista Sergio Galiana el viernes 27/09 a las 19 hs en el Edificio Volta, aula 415. La novela, narrada en primera persona, relata las vivencias de un niño de ascendencia francesa, nacido en Argelia y exiliado en Francia durante la Guerra de Independencia de Argelia. Esos exiliados de los que forma parte el narrador, llamados pieds-noirs, vuelven su mirada hacia Francia con una mezcla de resignación y desencanto. Reconvertidos en franceses por un poder que no puede borrar el rastro de su intervención en Argelia, los otrora descendientes de colonos franceses se ven forzados a integrarse en una sociedad que no los reconoce, lo que convierte su identidad en un limbo que condensa todas las contradicciones de la lógica colonial.


 

La montaña, Editorial Empatía, 2018, 80 páginas.

 

La montaña es una de las últimas novelas Jean-Noël Pancrazi, escritor franco-argelino, pied-noir, nacido en Setif, Argelia en 1949 y exiliado en Francia desde 1962. Desde entonces, Pancrazi se desempeñó como docente en escuelas secundarias y se convirtió en un escritor prolífico y sumamente reconocido. Escribió novelas, cuentos y ensayos, y realizó colaboraciones con distintos artistas. La novela aquí abordada recibió los premios Méditerranée, Marcel-Pagnol y François-Mauriac. Fue publicada por primera vez en Argentina en el 2018 por la Editorial Empatía, cuya traducción estuvo a cargo de Sofía Traballi.

En La montaña nos encontramos con la historia de vida de un niño, luego hombre, nacido en Argelia pero de ascendencia francesa. Sus raíces implican que, luego de la Guerra de Independencia argelina, deberá exiliarse de su país natal para volver a Francia que es, teóricamente, su país de origen. Desamparados y convertidos en apátridas por un Estado que los rechaza, estos exiliados –llamados pieds-noirs– vuelven su mirada hacia Francia con una mezcla de resignación y desencanto. Reconvertidos en franceses por un poder que no puede borrar el rastro de su intervención en Argelia, los otrora descendientes de colonos franceses se ven forzados a integrarse en una sociedad que no los reconoce, lo que convierte su identidad en un limbo que condensa todas las contradicciones de la lógica colonial.

Desde lo histórico, la novela narra el final de una guerra extraña, llevada a cabo entre los estallidos de las bombas en las ciudades y con una lógica que poco se asemeja a la de un campo de batalla. Finalizada formalmente en 1962, Guerra de Independencia de Argelia deja un regusto amargo tanto a los vencedores como a los vencidos. Su resultado es el exilio –forzado, voluntario, negociado– de casi un millón de colonos de origen francés que regresan a Francia luego de la firma de los pactos de Evian en 1962. Ese exilio abre un abismo que parece nunca terminar de cerrarse. En Francia, un millón de personas quedan escindidas de su nacionalidad en un mundo en el que la lógica del Estado-nación todo lo consume. Del otro lado del mar, un Estado nuevo se erige sobre la memoria de más de medio millón de muertos y recupera su lengua, su cultura, sus tradiciones.

Entre estos universos, los pieds-noirs se constituyen en una imagen molesta que les recuerda a unos y a otros que algo solía ser distinto. Por un lado, remueve conciencias de un pasado al que Francia ya no mira con tanto orgullo sino que, progresivamente, rechaza como algo sórdido, ajeno; y por el otro, en Argelia, los pieds-noirs son un recordatorio del sometimiento colonial perpetrado por la potencia europea. Lo más interesante de esta novela reside en el gesto de recuperar ambas miradas: la de un niño argelino que ve su infancia quebrada por la violencia del fin de un orden colonial del que él, según parece, formó parte y la de un hombre francés (el padre del protagonista), instalado en Argelia con su familia, que es forzado a irse con lo puesto de un país al que supo llamar hogar y al que nunca podrá regresar. Un territorio perdido para siempre en la memoria de lo que fue y de lo que ya no será.

Leer La montaña, afirma Luciano Lamberti en el majestuoso prólogo que antecede la novela, “es como estar en el medio de la creciente de un río […] y mirar el cielo y las caras de los que están en la orilla, que te consideran perdido y acabado”. Esta frase introductoria sintetiza con extrema agudeza el ritmo de esta novela que, sirviéndose de la(s) memoria(s) como fuente primaria, construye un aluvión de imágenes que se entremezclan y superponen al tiempo que dejan ver la cronología de una vida. De la niñez a la muerte, la novela transcurre entre los dos países apenas mencionados. Narrada en un tiempo que es pasado y presente simultáneamente, la novela no se limita a ser una narración desde o sobre el exilio, sino que se constituye en ese ostracismo forzado: un tiempo que parece remontarse siempre al pasado pero que nunca se cierra, porque todo es recuerdo y añoranza.

La escritura de Pancrazi, efectivamente, tiene el ritmo de un río: un río correntoso, pero silencioso. Intenso pero sin exabruptos; con algunos remansos pero de un fluir constante que permite un diálogo continuo entre las imágenes que construye. El manejo de la intensidad se da a partir de un minucioso trabajo con la puntuación por parte del autor y extremadamente cuidado por la traductora. Las frases son largas, por momentos agobiantes. Abundan las comas y, fundamentalmente, los puntos y coma, que funcionan como un respiro en la vorágine de imágenes. El respiro que habilita la puntuación es muy breve: es insuficiente para recuperar el aire por completo, pero permite y estimula la continuidad de la lectura. En palabras de Lamberti, leer esta novela es “ahogarse por momentos, y por otros salir a flote”, y es por esto que su lectura es más efectiva de un tirón.

La novela empieza y termina en el mismo escenario, habitado primero por el niño y luego por el anciano protagonista. Este espacio condensa el nudo de la novela: la montaña es el lugar en el que los compañeros del colegio del protagonista fueron asesinados cuando niños. Este episodio con el que se abre la novela es el punto de inflexión que marca el resto del relato. El protagonista, que ese día decidió no acompañar a sus compañeros, es el único testigo de lo sucedido. Desde el pie de la montaña ve como sus amigos son llevados hasta lo más alto de la montaña para, finalmente, morir degollados. A partir de ese momento, el narrador –y todos sus vecinos– quedarán entumecidos por un ruido que, de tan ensordecedor, se vuelve silencio, quietud, pasividad. Y es precisamente este el tono característico de la novela: La montaña parece estar escrita en sordina, en un tono monocorde en el que los vuelcos característicos de los rápidos de un río no alcanzan el estallido porque están sofocados por el entumecimiento, ese chillido prolongado que sucede al sonido de una explosión. El protagonista/narrador se convierte en un observador pasivo de sus propias memorias: “Apenas quedaría en pie un niño ensordecido por los disparos, que caminaba solo, desorientado, sin saber a quién darle la mano” (Pancrazi, 2018: 57).

Luego de esta primera escena brutal, se narra una cronología confusa en la que podemos ubicar tres momentos: el exilio de Argelia a Francia durante la niñez, el pasaje a la adultez en Francia, la vuelta a Argelia durante la vejez. Luego de la tragedia, el protagonista y su familia vuelven progresivamente a ese país de origen que, en la práctica, no es tal. El último en volver es su padre, que se resiste a abandonar una tierra que siente “suya”, no porque mantenga con ella un vínculo de propiedad, sino porque es argelino, no francés. Como mencionábamos anteriormente, Pancrazi complejiza el par binario colonizador/colonizado, lo que les significa a sus personajes la imposibilidad de aspirar a una identidad definida y reconocida. Luego de la independencia, el protagonista y su familia son, para los argelinos, franceses/colonos que deben abandonar el territorio usurpado: “Yo no era para él más que un chico europeo que temblaba de impotencia, de rabia y de tristeza en el patio de un molino harinero que ahora les pertenecía; ya era bastante, debía pensar, que toleraran mi presencia aquí” (Pancrazi, 2018: 46). Por otra parte, en Francia se encuentran con una actitud persecutoria por parte de los empleados públicos, que les exigen presentar documentos que ardieron en el fuego de la guerra. Los actores de la colonización, nos muestra Pancrazi, no pueden definirse a partir de categorías unívocas. El entramado identitario es mucho más complejo que eso, por lo que se vuelve inviable pensar tanto la novela como las identidades de sus personajes a partir de los pares binarios que suelen estructurar los discursos sobre la colonización.

Como dijimos, la materia constitutiva de la novela son las memorias del narrador. A partir de esa recuperación, el narrador intenta reconstruir una cronología que, inevitablemente, queda trunca, porque la memoria siempre es una memoria fragmentada. En ese gesto de reconstrucción el tiempo se aplana, se condensa y todo sucede en simultáneo. Los recuerdos se suceden, uno detrás de otro, y en esa alternancia y superposición aparecen los ecos tan característicos de La montaña. La obra presenta un trabajo meticuloso con los sonidos y en ese punto aparece nuevamente la figura del río ensordecido. Hay una incapacidad de asimilar los ruidos de las ciudades, de los tiros, de las bombas, los gritos. Por este motivo los sonidos y las figuras se vuelven reminiscencias: constantemente sumido en ese estado de somnolencia, todo lo que rodea al protagonista se vuelve ecos, resplandores. [Ya en Francia] “yo sentía que me faltaba algo, como si buscara a mis amigos en las filas de pupitres, como si ellos me siguieran, me pidieran que tomara su lugar si algún día decidían ausentarse” (Pancrazi, 2018: 49). Estos ecos, sin embargo, no aparecen como un estado transitorio que eventualmente será superado, sino que son el estado mismo que posibilita la escritura. Cuando hacia el final de la novela el protagonista vuelve a Argelia, ya entrado en años, afirma que “una y otra vez había dejado pasar la ocasión de visitar [su casa de la infancia], como si temiera perder, en ese cara a cara con el pasado, las posibilidades de mi imaginación, la libertad de reinventarlo todo” (Pancrazi, 2018: 70). Si la memoria es el motor de la escritura, el encuentro de quien recuerda con la realidad material a la que se remiten sus memorias significa arriesgar la posibilidad de imaginar y (re)inventar. En la distancia indefinida entre lo real y los recuerdos surge la posibilidad de la creación artística, gesto que, en el encuentro con la realidad, corre el riesgo de esterilizarse.

 

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La crónica bordada de Sebastián Hacher

Por: Mónica Bernabé (IECH-UNR)

Imágenes: Sebastián Hacher

Mónica Bernabé analiza la narrativa heteróclita del periodista Sebastián Hacher: para la autora, mezcla de literatura, arte y etnografía en la que conviven prácticas heterogéneas. Para pensar la relación entre los cuerpos en peligro, las minorías y la migración, Bernabé se detiene especialmente en el proyecto denominado “Inakayal vuelve”. Una iniciativa que busca desandar el camino que hicieron los prisioneros y prisioneras mapuches en la llamada “conquista del desierto”, a través de la intervención colectiva de sus fotografías mediante la “iluminación” (colorear las imágenes que eran, originalmente, en blanco y negro) y el bordado. Para la autora, Hacher propone desandar esa historia de muerte desde la eficacia de un arte archivístico que conecta aquello que no pudo ser conectado –ni contado– por más de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos que retornan para re-conocerse en los rostros de sus sobrevivientes.


“El hombre que teje” es una crónica (si es que podemos seguir usando ese término en este caso) que desde su mismo título deja presentir lo raro. El oxímoron se intensifica cuando descubrimos que el bordador aprendiz en talleres donde reinan las mujeres es también el periodista que durante quince años escribió sobre violencia y movimientos sociales en Cosecha Roja. Es el mismo que durante cuatro años recorrió las noches de La Salada desafiando matones en los pasillos del miedo ¿Qué relación existe entre el cronista de una ciudad oscura y brutal con el que enhebra hilos y letras al ritmo de una Surah del Corán recitada en árabe?

Llamemos, provisoriamente, “proyecto Hacher” a esa mezcla de literatura, arte y etnografía de la que resulta un híbrido donde convergen prácticas heterogéneas. Paso a enumerar: crónica periodística, reportaje fotográfico, autobiografía, bordado artístico, investigación de archivo, diario de viaje, trabajo de campo, arte colaborativo, militancia social, producción multimedia, narrativa documental, diseño pop. Estamos ante un programa experimental desde el que emerge un artista singular que apenas se deja ver en el juego de los desdoblamientos.  Lo adivinamos, por dar un ejemplo, cuando incrusta, en el seno del relato, el video de un programa de la televisión alemana en donde Björk –medio en serio, medio en broma– hace gala de poseer un “control artístico absoluto”. El mismo control que el cronista descubre en Chiquita Martínez, la Björk del ñandutí en Paraguay, un modelo a imitar cuando, sin poner demasiada atención en el dinero, la labor artística se realiza en el tiempo libre, después de concluidas las tareas de la casa o al final de la jornada laboral. Entre el bordado y el tejido, la escritura se acopla al ritmo de una práctica ejecutada por las mujeres desde tiempos inmemoriales: el cronista, entonces, va pergeñando una escritura extraña al patriarcado de las letras nacionales.

Como en un bordado, el hombre que teje trama una imagen de sí que tiene verso y anverso: versiona un modelo de escritor que desafía patrones e incomoda a los que necesitan definir y llenar los casilleros de los géneros y de las identidades. Escribir sobre bordado, aprender a bordar, e inventar un territorio incierto, a mitad de camino entre periodismo y artesanía lo lleva a tensionar y traspasar el oficio de cronista para dar testimonio de la cercanía que existe entre un mundo de despojo y destrucción y la epifanía de unas imágenes que resisten a la catástrofe.

Las crónicas del artesano, o los bordados de periodista, o no sé bien qué, están lejos de la literatura en blog o Facebook que, después de algún tiempo y de un trabajo de edición, suelen ser publicadas en la forma tradicional del libro. “Te queremos como autor, pero no nos cierra el libro” le contesta por mail una editora con la que había entrado en negociación para una publicación.  La negativa confirma el lugar incierto de un autor que a comienzos de siglo aprendía el oficio de periodista en las redes sociales y que, cuando decide torcer su práctica, hecha mano a la tela y el hilo sin pasar por el papel y la tinta.  El libro no cierra porque su experiencia de escritura se cumplió y se cumple fuera de la tecnología de imprenta y del canon del arte ilustrado.  De este modo, el autor sin libro entra en sintonía con tantos otros proyectos artísticos contemporáneos (rémora tal vez de viejas estrategias vanguardistas) en donde la escritura des-borda los límites de la ciudad letrada al tiempo que establece una relación íntima con las imágenes. En caso de ser publicado, el libro del cronista bordador nunca podrá reponer la experiencia de la lectura online, es decir, no podrá reproducir (dicho benjaminianamente) la experiencia de leer, ver y escuchar que propician las entregas de Anfibia, sitio en donde Sebastián Hacher fue diseñando una suerte de programa estético-político, un proyecto que se constituye –como el tejido de las redes– entre distintas formas de contar y construir la realidad.

Detengámonos en el trabajo artesanal y la profundidad casi mística, como decía Valery, que provoca la coordinación de alma, ojo y mano. Aquí, el modo manual no debe ser entendido en oposición a las sofisticadas operaciones de los programadores en internet. El trabajo de Hacher no se adscribe a la polaridad artesanía/tecnología que forma parte del lugar común que contrapone la era posindustrial a la nostalgia de un pasado edulcorado en el que reinaba lo auténtico y original. El artesanado de Hacher nos recuerda a Richard Sennett cuando argumenta sobre la relación entre las antiguas tejedoras y los programadores de Linux. Para el sociólogo norteamericano, las prácticas rebeldes de quienes desarrollan el software de código abierto son similares a los patrones comunitarios del trabajo artesanal: descansan en las formas colaborativas de descubrimiento y solución de problemas y en el carácter impersonal y anónimo de las contribuciones.

Lo mismo podríamos decir de los periodistas independientes de Indymedia, la red global participativa que nace en 1999 en las arenas de la “batalla de Seattle”. No es menor el hecho de que Hacher haya sido uno de los fundadores de la filial argentina de la red –entre el 2001 y 2002, nuestro bienio rojo– con la consigna de “dormir con los borceguíes puestos y la cámara cerca”. En aquellos días aciagos en que cayeron Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, lograron torcerle el cuello a las agencias del poder desactivando las maniobras para el ocultamiento del crimen. (http://revistaanfibia.com/piquetes-en-la-prehistoria-de-las-redes-sociales/).

Pero vayamos al tema que nos convoca: los cuerpos en peligro, las minorías y los migrantes; tema que, desde los comienzos, es central en la producción de Hacher. En particular, en el proyecto denominado #Inakayalvuelve, que conecta directamente con la resistencia de la minoría mapuche en Argentina.  El proyecto, que es definido como “una investigación performática, el tendido de una red, una experiencia transmedia de no ficción”, discute los cimientos mismos del Estado-nación re-bobinando, a la manera de una proyección al revés, la llamada “conquista del desierto” (1878-1885) para que al dorso emerja la imagen del genocidio mapuche largamente ocultado. Hacher propone desandar la historia desde la eficacia de un arte archivístico que conecta aquello que no pudo ser conectado por más de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos que retornan para re-conocerse en los rostros de sus sobrevivientes.

#Inakayalvuelve puede ser pensado como ejemplo del “giro etnográfico” que Hal Foster analizó a propósito del arte neoyorkino a fines del siglo XX. Pero también forma parte de las formas contemporáneas del “arte fuera de sí” que Ticio Escobar vincula con los rituales indígenas del pueblo ishir y de los grupos chiriguano-guaraní. Arte y ritual: pura performatividad que empuja hacia el mundo. ¿Acaso #Inakayalvuelve no despliega el combate entre el fin de la autonomía y el instante precario en el que se manifiesta una diferencia estética?

Mi primera hipótesis es que la práctica artística de Hacher, en particular el bordado de las fotografías del siglo XIX tomadas a los indios cautivos en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, conecta con las preguntas que David Viñas formuló en el contexto de la última dictadura militar y su celebración del centenario de la llamada “conquista del desierto”, preguntas que, después de casi cuarenta años, aún siguen provocando: “¿La Argentina no tiene nada que ver con los indios? ¿Y con las indias? ¿O nada que ver con América Latina?”, “¿No hubo vencidos? ¿No hubo violadas? ¿O no hubo indias ni indios?, “Quizá, los indios ¿fueron los desaparecidos de 1879?”.

La segunda hipótesis sostiene que si ciertamente estamos ante un ejemplo de arte etnográfico, aquí –al sur del continente– no sería el resultado de la envidia del etnógrafo, como lo piensa Foster, sino, más bien, un ajuste de cuentas con los historiadores y los relatos de la nación de los que el indio fue borrado. El arte etnográfico de Hacher es un arte de “contra-conquista”, en el sentido en que Lezama Lima pensaba el barroco americano: activación de la potencia que anida en las imágenes del pasado para el ejercicio de la justicia estética. Sin embargo, hay otras preguntas que inquietan: ¿Este particular giro etnográfico vendría a configurar una nueva forma de indigenismo, un neo-indigenismo, ahora atravesado por las tecnologías digitales, abierto a la navegación por internet y a la apertura infinita de archivos?

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Sabemos de los dilemas de la representación de lo indígena. Son innumerables los trabajos y las discusiones críticas que, particularmente a partir de la década de los ochenta, han problematizado los modos en que se ha ejercido el mecenazgo intelectual y político de los sectores indígenas en América Latina. Incaísmo, indianismo, andinismo, neo–indigenismo, cholismo, mestizaje e hibrideces varias hacen del indigenismo un concepto excesivamente ambiguo y riesgoso. Sin embargo, en la larga historia de los movimientos de pueblos y de cuerpos, los diversos indigenismos constituyeron una forma de figuración de un tiempo y un espacio otro, una posibilidad —para decirlo con las palabras de Didi-Huberman— para la emergencia de una parcela de humanidad despojada. El indigenismo latinoamericano de buena parte de siglo XX fue una manera específica de figurar a los otros y también fue una forma de exponerlos. Reparar en los pueblos expuestos, entonces, implica examinar el doblez, el pliegue de esa exposición. Cuando los pueblos son objeto de exposición reiterada en imágenes estereotipadas es porque están, precisamente, expuestos a la desaparición. El indigenismo es la forma en que una serie de pueblos —en trance de desaparición— comienzan a aparecer, a ser figurados en la política y en el arte bajo la abstracción deformadora de un tipo, de una fórmula, de una representación altamente codificada.

La diferencia argentina en la larga historia del indigenismo latinoamericano se explicaría, en parte, por una radical negación que, como decía Viñas, adquiere las dimensiones siniestras de la desaparición: en ese proceso, lejos del indigenismo clásico, lo mapuche fue catalogado exclusivamente como objeto para la investigación positivista. La nueva nación funda un museo de ciencias naturales e incorpora los cuerpos de los vencidos al servicio del reconocimiento osteológico, restos fósiles remanentes de un estadio superado de la evolución de la especie. El indio fue archivado como naturaleza absoluta, lo mismo que las piedras y la composición geológica de los suelos en la que habitaron, esas “tierras sin dueño, tierras de nadie” (como dice la niña que habla en el corto Nueva Argirópolis de Lucrecia Martel) y, a partir de 1879, bienes raíces de los administradores del capitalismo latifundista, desde el general Roca hasta Luciano Benetton y Joseph Lewis.

El arte de Hacher es un arte de restitución: pretende devolver algo de la vida arrebatada a los cuerpos archivados. Como los antropólogos del colectivo Guías que trabajan en la identificación de los huesos del museo para poder devolverlos a sus comunidades de origen, el bordado de las fotografías que tomaron los científicos positivistas a los prisioneros procura restituirles el alma. En este gesto, Hacher complica a los indigenismos tanto latinoamericanos como argentinos (aquellos que van de la Eurindia del Centenario hasta las carrozas pop que abrieron el desfile de Fuerza Bruta en los festejos del Bicentenario).  Con actitud de etnógrafo, el cronista practica una observación participante y se mimetiza solidariamente con las indias y los indios para interrogar por las identidades: la suya y la de los otros.

Mimetizarse: según la maestra María Moreno es la treta número uno del decálogo Mansilla, nuestro primer etnógrafo en tierras ranqueles. Hacher puede vivir en el vértigo como cualquier puestero de La Salada, en el borde del borde del conurbano profundo donde conoce a Jaime, el migrante peruano procedente de Pucallpa. Hacia allá viaja para, como él mismo dice: “Meter los dedos en el enchufe del continente” y beber y soñar con la ayahuasca como un indio shipibo en la espesura de la selva amazónica. Y luego, trasladarse a la estepa patagónica para danzar en respuesta al llamado milenario de la tierra con los mapuches de la comunidad Pillan Mahuiza en territorios recuperados cerca del río Carreleufú.

En ese mismo gesto, cumple también con otra de las tretas del decálogo Moreno-Mansilla que es la de ir a los extremos. Jamás lo veremos caer en la prosa circunspecta y el tono neutro de la noticia rápida y efímera, nunca la metáfora fácil con pretensión poética. El cronista de la Salada necesita tanto de la palabra certera que pueda desafiar a los matones que mal disimulan el caño de la nueve milímetros en la sobaquera, como de la palabra justa que convoca al silencio para pensar por las formas del festón griego en el gineceo del taller Formosa. Las máximas del conocimiento in situ, de vivir peligrosamente y experimentar con el mundo de los otros hacen que su arte se oriente hacia una crítica cultural subversiva del mundo propio.

Las fotografías de los cautivos del museo están atravesadas por las paradojas del anacronismo: esos rostros del pasado nos devuelven la imagen de los excluidos del presente, en la exhumación del material de archivo el cronista nos señala los actuales prisioneros del sistema. Reducidos a la condición de “vida desnuda”, que es el objeto último de la biopolítica, los nuevos bárbaros son condenados a la marginación interna,  sujetos desechables, sin garantías, gente sin estado dentro del mismo territorio nacional. Para Hacher, ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Veamos su intervención sobre la foto de dos prisioneras: la mujer de Foyel y la hija de Inakayal:

 

Sebastián Hacher

Sobre ellas Hacher escribe:

La mirada de la mayor es de una tristeza enorme. La niña parece no querer entregarse a la cámara. Tiene puesto un rosario y está un poco fuera de foco. Pienso en los niños de mi familia, en mis padres. Nos imagino a nosotros en la misma situación: diezmados, despojados de nuestras casas, nuestras vidas, hacinados. En el abrazo de esa foto veo a mi madre, a mi sobrina. Deben tener la misma edad que ellas. Y quizás el mismo amor que sienten ellas.

Ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Pinto la imagen con una mezcla de furia y cariño. Sus ojos son oscuros, dice Gerardo cuando las imprime. Podría aclararlos, pero prefiero dejarlos así.

De los ojos de la niña saldrán hilos de fuego.

Ojalá puedan quemarlo todo.

“Casandra, que nació en una isla en medio del trópico, ese soy yo”. Reseña de «Llámenme Casandra»

Por: Bruno Gold

Imágenes: Marcial Gala fotografiado por Dirk Skiba, Buenos Aires, 2019

La última novela de Marcial Gala trenza temporalidades en el viaje de un joven soldado cubano a Angola, en cumplimiento de sus obligaciones revolucionarias internacionalistas. Bruno Gold analiza el entramado que va conformando la identidad de Rauli/Casandra, protagonista de una narración que imbrica tiempos y espacios, desarma gestas de masculinidades, ve fantasmas ancestrales, resuena en una multiplicidad de referencias a la literatura clásica, produce sincretismos entre dioses olímpicos y deidades africanas, mapea una Cuba posrevolucionaria y una Angola en proceso de independización. El martes 13 de agosto de 2019 a las 19hs el Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas realiza un conversatorio con el autor para comentar esta novela. La actividad es gratuita y abierta al público en general.


Llámenme Casandra (Marcial Gala)

Clarín-Alfaguara, 2019

272 páginas

 

Llámenme Casandra (2019) es la última novela del escritor cubano Marcial Gala. La obra narra la historia de Rauli/Casandra, unx niñx cubanx que se sabe mujer atrapada en el cuerpo de un hombre, y que posee el don de la clarividencia. La historia desarrolla el complejo entramado identitario de un niño que se ve rechazado y marginalizado en la Cuba posrevolucionaria, mientras la isla está enfrascada en su participación militar en Angola.

¿Cómo narrar aquello que, por herético, ha sido callado? Eso parece preguntarse este contra relato de la revolución y de sus gestas. O quizás se trate de una historia simplemente negada por salir del lugar común, por profana, por sincera. Llámenme Casandra elige negar el lugar habitual de la crítica a la revolución. No es una obra que focalice en los acontecimientos sino justamente en aquello que estos olvidan: la cultura. La novela propone una crítica al racismo y la homofobia presentes en la sociedad cubana, aunque sus gestas hayan pretendido esconder la existencia de esa discriminación. Rauli/Casandra, marcadx por la exclusión y por la indiferencia, sigue un camino que parece ya señalado para él/ella de antemano. Al conjurar un tiempo pasado y a su vez presente, ve su vida como una repetición inevitable: con resignación, elige cerrar cada punto de fuga posible y entabla un diálogo curioso en el que observa su pasado y su futuro por igual.

Con maestría, Marcial Gala trenza tiempos disímiles para crear un mosaico que refleja las instancias de la vida de Rauli: su niñez, marcada por la relación con su madre y la amante de su padre; su adolescencia, entre la marginalización y el empoderamiento identitario; finalmente su juventud, signada por la partida hacia Angola y los abusos perpetrados por los mandos del ejército cubano. En este relato se desarrolla un entrecruzamiento cultural que muestra las particularidades de la sociedad cubana posrevolucionaria. La presencia de los rusos en el país, el “regreso” a África como lugar de origen, la proliferante influencia helénica y, sobrevolándolos a todos ellos, la revolución como tópico y como condena. Una censura moral y política que se condensa en la frase “los maricones no pueden ser revolucionarios” y que atraviesa la obra en su totalidad.

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Agostinho Neto y Fidel Castro. Imagen de archivo.

Envuelta en el espíritu internacionalista de plena guerra fría, la obra reproduce algunos de los tópicos comunes del marxismo defendidos por el castrismo. Pero entre sus temas (el ideal socialista, la búsqueda de igualdad, la defensa de los valores laicos) se cuelan la intolerancia y el desprecio de un hombre nuevo que queda trunco antes siquiera de comenzar a existir. Raulí es despreciado por su físico y su identidad, al tiempo que su cuerpo es ultrajado por la violencia y la lujuria de los generales del ejército cubano en Angola. El repetido cambio de tiempos lleva a que la construcción del conflicto identitario y su exclusión no sean cuestión de momentos precisos, sino que se extiendan a lo largo de la obra, haciéndose sentir en cada uno de sus capítulos. Siguiendo esta estrategia, Gala logra dar a la narración una idea de continuidad que construye, como el presagio de Casandra, su final, antes siquiera de que este llegue.

Mientras el protagonista está inmerso en esta profunda crisis identitaria, las figuras de sus padres presentan un sinfín de contenidos y matices. La madre, rodeada de soledad tras la temprana muerte de su hermana, primero, y la de su marido más tarde (la primera real, la segunda simbólica), acepta la condición de mujer de su hijo y pretende que este es su hermana revivida. Instala así una doble dinámica de aceptación/rechazo de la identidad de Raulí que a la larga contribuye a construir la propia figura del protagonista. El padre, por otra parte, ortodoxamente cerrado a la transformación de su hijo, rechaza su conflicto y lo niega. En este rechazo, sin embargo, la figura del padre funciona cubriendo lo que a sus ojos representa la “falta de hombría” del joven. Su figura repite entonces la noción de aceptación e impugnación, pero de forma diferente: es el padre quien va a solicitar al ejército que dé de baja a su hijo y quien lo acompaña al colegio cuando es discriminado por “no ser suficientemente hombre”. En la relación de Raulí con sus padres y con los mandos del ejército, se reproducen buena parte de las fisuras que recorren las identidades aparentemente “macizas” de quienes le rodean.

La novela narra su final desde el comienzo. A través de ese recurso, corre del centro el cierre de la historia y se enfrasca en el detenido entretejer de temporalidades que conforman la historia de vida de Casandra/Raúl. Es así que la obra funciona como un palimpsesto de principio a fin: deja ver que aquello escrito por debajo (la revolución, el internacionalismo, la patria socialista) escribe sobre ellos una nueva historia y proyecta sobre esa duplicidad toda la potencia de las contradicciones inherentes a la cultura posrevolucionaria.

De esta amalgama, que constituye la mayor riqueza de la obra de Gala, emerge una crítica feroz a la pretensión revolucionaria de transformar al «hombre» en un «hombre nuevo», para olvidar así su cultura, sus valores y su visión de mundo. Estos quedan ocultos detrás de un velo y parecen estallar frente a la menor disidencia, frente a la menor individualidad. Eso es lo que, en algún sentido, comienza a asomar con el tiro de gracia que dispara contra el protagonista un comandante despechado y demasiado preocupado por que no se manche su honor; demasiado preocupado como para aceptar sus propias fisuras, sus propios abusos, su propia miseria.

Ardió Troya, ciudad cantada y loada, ciudad olvidada. Perdida mil veces antes de su caída por los presagios de la Casandra mitológica, a quien Apolo otorgó el don y la maldición del futuro que nunca ha de ser creído por otros. Arde también Cuba, con llamas mucho más profundas, que nunca logran asomar a la superficie. Marcial Gala relata en esta extraordinaria novela cómo ese ardor interno corroe la ilusión y la memoria de un momento heroico, que no alcanza a transformar la cultura.

El coraje y la comunidad. Hombres de piel dura, de José Campusano

Por: Juan Pablo Castro

Imágenes: fotogramas de Hombres de piel dura, de José Campusano

Luego del estreno en el Festival de Rotterdam y su gira por otros festivales, incluyendo la última edición del BAFICI, el jueves 08 de agosto se estrena en las salas argentinas el nuevo film de José Celestino Campusano, Hombres de piel dura. En esta reseña, Juan Pablo Castro analiza la peculiar mirada del cineasta sobre el campo argentino, sus formas de sociabilidad y los conflictos que se le presentan a un joven homosexual del lugar. También repone el método de trabajo del cineasta, que forja sus guiones a partir del intercambio con una comunidad (en este caso, la población rural de los contornos de Marcos Paz), como si además de cineasta fuera un antropólogo.


En la imagen del campo ofrecida por José Celestino Campusano en Hombres de piel dura, su más reciente filme, se encuentran dos viejas obsesiones suyas -la marginalidad y el culto del coraje- con una fructífera novedad: la perspectiva de género con la que aborda los problemas de ese campo asolado por el prejuicio y la violencia sexual. Sobre esa base, el prolífico director que se dio a conocer por su descarnada disección del conurbano bonaerense construye un relato de iniciación en el que los golpes recibidos por el protagonista -Ariel, interpretado por Wall Javier- adoptan las formas de la opresión y el abuso sexual. Con un giro por demás interesante: si en el típico relato de aprendizaje el protagonista es iniciado en una actividad determinada -la escritura, la sexualidad, el delito, o todas ellas, como ocurre en El juguete rabioso, paradigma latinoamericano del género- en Hombres de piel dura la iniciación se realiza en sentido contrario: Ariel, un joven homosexual de clase acomodada, inicia a dos labriegos -hombres de piel dura- en las delicias del goce homosexual. El problema es que después de consumar lo que podría parecer un simple desfogue utilitario, los hombres quedan predados del joven: “el problema -le dice Julio, uno de los labriegos, mirándolo a los ojos- es que me gustás”.

Ariel (Wall Javier) y Julio (Juan Sallmeri), en Hombres de piel dura.

Ariel (Wall Javier) y Julio (Juan Salmeri), en Hombres de piel dura.

A lo largo de su trayectoria, José Campusano ha manifestado un creciente interés por el cine como herramienta de conocimiento antropológico. Así, su método de producción se aparta, con minuciosa deliberación, de los protocolos de escritura y producción exigidos en el cine de estudio. Campusano no escribe un guion para llevárselo a una productora que se lo pasa a unos actores que representan a los personajes que él imaginó. Contra esa forma de trabajo aislado y tan proclive al monólogo o al plagio, Campusano esgrime un método etnográfico en el que el guion surge del intercambio con una comunidad. Esta suele encontrarse generalmente alejada de los medios de expresión que puedan llamar la atención del Estado, y él y su equipo la interrogan en torno a los problemas que sus propios miembros les plantean. Esos problemas suelen centrarse en el malestar que, como un secreto a voces, involucra a la comunidad, pero no ha encontrado el vehículo para convertirse en una manifestación de colectividad. Hombres de piel dura se enfoca en las distintas caras de un problema que la película se esfuerza por no simplificar: el abuso sexual perpetrado por miembros de la iglesia rural; la justicia por mano propia; la homofobia y la hipocresía del pensamiento conservador. Esas aristas se encuentran en un tejido que pone los hechos en una relación de continuidad sin la cual quedarían como destellos aislados, fatalmente proclives a la invisibilidad.

En ese sentido, el proceso de producción convierte a las películas de Campusano en la experiencia compartida con la que una comunidad manifiesta sus problemas a través del cine. Los actores suelen ser los protagonistas de las historias que cuentan, son ellos mismos, pero amparados por el leve manto de la ficción, y el cambio de nombre. Por supuesto, en la transición entre el material en bruto y la película como producto final -editado y montado- hay una serie de transformaciones, recortes y condensaciones siempre sujeta a distintos riesgos: simplificar, moralizar, juzgar, e incluso tergiversar. A mi entender la sabiduría de Campusano consiste en conocer y barajar esos riesgos de una manera en la que el resultado es al mismo tiempo una buena ficción y un documento de la comunidad. Hombres de piel dura no es la excepción.

Café y cloroformo. Un comentario acerca de «Droga, cultura y farmacolonialidad: la alteración narcográfica», de Julio Ramos y Lizardo Herrera

Por: Matías Di Benedetto

Imágenes: Leonardo Mora

Droga, cultura y farmacolonialidad (2018) –antología de Julio Ramos y Lizardo Herrera, publicada por la Universidad Central de Chile– reúne diversos materiales de archivo que se preguntan por el sentido de una experiencia singular que, a través de una sustancia (legal o ilegal, natural o artificial), se «deshace» de sus ataduras habituales. Se trata de materiales heterogéneos (discursos testimoniales, literarios, filosóficos, antropológicos, científicos, médicos, religiosos, jurídicos y policíacos) que componen lo que sus compiladores denominan el «archivo narcográfico».

En su pormenorizada lectura de la obra, Matías Di Benedetto propone que la experiencia de las drogas se reviste de cualidades que coinciden con una retórica específica del relato de viaje, ya que las narcografías trazan un esquema de acción que pone el acento en la movilidad y el cambio. De este modo, el viaje que se conforma a través de esos discursos permite pensar, también, la operación de lectura que realizan los compiladores de la obra: un modo de leer que muestra y recorre un mapa de circulación, un peregrinaje por las diferentes zonas del imaginario de las drogas.


Droga, cultura y farmacolonialidad: la alteración narcográfica (Julio Ramos y Lizardo Herrera eds.), Universidad Central de Chile, 2018, 348 págs.

 

***

En un pasaje de Calle de dirección única, Walter Benjamin describe la meticulosa rutina de un escritor que se sienta a la mesa, dispuesto a dejarse llevar por sus reflexiones mientras, dicho sea de paso, bebe una taza de café. En ese fragmento titulado “Policlínica”, cuyos lazos con la famosa comparación del cameraman y el cirujano en “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica” son palpables, la aparición de la mencionada sustancia subraya dos cuestiones. En primer lugar, la necesidad de un consumo específico ligado en este caso a la productividad intelectual del sujeto. En segundo lugar –y este es el aspecto que nos interesa destacar–, la apuesta por una poética del agotamiento, de los vaivenes de energía del individuo cuyos requerimientos apuntan al consumo de un suplemento. Es decir, los altibajos de las cargas vitales resultan remedados aquí por una sustancia, atenta menos a la satisfacción fisiológica que a su funcionalidad en tanto andamiaje del pensamiento:

El autor deposita la idea sobre la mesa de mármol del café. Larga contemplación: pues utiliza el tiempo en el que aún no tiene delante el vaso, esa lente bajo la que atiende al paciente. Luego desempaca paulatinamente su instrumental: estilográficas, lápiz y pipa (…) El café, preventivamente servido y de igual forma saboreado, pone al pensamiento bajo cloroformo. Lo que este piense ya no tiene que ver con la cosa misma más que el sueño del narcotizado con la intervención quirúrgica (2014: 102, el subrayado es nuestro).

El proceso de escritura, por lo tanto, reconoce en el uso de la cafeína una materia prima imprescindible, tan necesaria casi como el “instrumental” del “autor”. De hecho, llama la atención la presencia de una “pipa” que sobresale del conjunto de herramientas; a ella volveremos en breve. Por ahora quedémonos con los efectos cuasi industriales asociados con el café en tanto promotor de un estado narcótico: el café traza líneas de continuidad, según Benjamin, con ese compuesto químico producido en grandes cantidades por los emporios farmacéuticos, el cloroformo, utilizado como medicamento en las intervenciones quirúrgicas. De este modo, el efecto anestésico de la bebida, cuya raíz proliferante hace mella en el cuerpo del escritor, lo deja a la intemperie del sentido. La idea depositada en el quirófano de la reflexión ya no es la misma que trajo consigo a la hora de sentarse a trabajar: acaba de plegarla a las irradiaciones, a los estímulos propios de una mercancía destinada a alterar la racionalidad europea. Hablamos aquí del café pero es un lugar intercambiable, una pieza que puede ser removida para dejarle el lugar libre, por ejemplo, al tabaco. La “pipa” del escritor es, entonces, otra herramienta del trabajo intelectual. En esto pensaba Fernando Ortiz cuando insistía, en su Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, en el papel fundamental que había conseguido para sí esta mercancía colonial en su proceso de transculturación hacia Europa. Y este, coincidentemente, es el punto de partida de la fundamentación con que Julio Ramos y Lizardo Herrera sostienen la heterogeneidad del archivo recopilado en Droga, cultura y farmacolonialidad: la alteración narcográfica.

Para dar cuenta de esta selección de discursos que desbordan todo tipo de limitación disciplinaria –escritos capaces de camuflar, en su deriva descentrada, los protocolos de investigación acerca del impacto, en las subjetividades e incluso en diferentes análisis socio-económicos y biopolíticos, de la “cultura de la droga”– Ramos y Herrera despliegan una específica retórica del relato de viaje. La experiencia de las drogas se reviste de cualidades coincidentes con este tipo de narraciones al trazar un esquema de acción que acentúa la movilidad y el cambio por sobre la fijeza y la inmutabilidad. El viaje que conforman estos discursos describe con claridad la operación de lectura esgrimida por los compiladores: muestra un mapa de circulación, un peregrinaje por las diferentes zonas del imaginario de las drogas, tales como el México de la narcoviolencia o los sembradíos peruanos de la planta de coca observados por Freud y Von Tschudi, los avatares fármaco-coloniales en Puerto Rico, los guetos del norte de Filadelfia, sin olvidarnos de Bogotá, de la Sierra y del pueblo de Santa María.

A partir de allí, la metáfora del viaje traza, en la selección de textos, itinerarios temporo-espaciales, secuencias en donde se entrechocan las diferentes cartografías referidas al consumo de sustancias, naturales o artificiales, café o cloroformo para decirlo otra vez con Benjamin, en la teoría cultural. Se conforma así un relato narcográfico que aúna territorios y tiempos disímiles, heteróclitos, superpuestos, afines más bien a edificar una argamasa de fragmentos en disputa para, desde esa fricción, motivar la sujeción de una idea rectora. Por lo tanto, más allá de que se trate de una selección de artículos, no es posible dejar de lado la invitación a una travesía capaz de mostrarnos la “condición farmacolonial del discurso moderno”. Con el objetivo de alcanzar este cogollo del asunto, los compiladores observan de qué manera el antropólogo cubano ya mencionado da cuenta de cómo el tabaco, en su proceso de transculturación, desestabiliza las formas de racionalidad europeas. Con su llegada, al igual que sucede con la pipa (o con el café) en el fragmento citado de Benjamin, la modernidad europea sufre un estímulo de doble valencia: promueve un crecimiento exponencial de las economías de los imperios a la vez que incide en la alteración del sensorio occidental. Se trata en sí de una “transculturación del cuerpo/mente del sujeto imperial” vista como clave interpretativa: mediatiza la importancia que toma la droga en tanto que epicentro de los “procesos de acumulación, subjetividad y conocimiento de la misma modernidad”.

La reflexión acerca de la farmacolonialidad, que ocupa la primera sección de la compilación, pone a dialogar cuatro artículos: “De la transculturación del tabaco” del mencionado Fernando Ortiz, “Mi museo de la cocaína” de Michael Taussig, “El colonialismo de la cocaína: rebeliones indígenas en América del Sur y la historia del psicoanálisis” de Curtis Marez y “La religión de la ayahuasca” de Néstor Perlongher. El intento de explorar la genealogía de este término parte de una disidencia ante la Historia convertida en concomitancia: el rol primordial que ha tenido, en la conformación de las economías extractivistas de las “sustancias transgresoras” (tales como el oro y la coca), la mano de obra esclava de negros e indígenas. Este es el punto nodal al que llegan tanto Ortiz como Taussig o Marez; mano de obra que en en los albores del capitalismo se torna la mercancía por excelencia, en el sentido de que es algo en lo cual se invierte capital esperando obtener una renta. Asimismo, es la contracara necesaria de una concreción, el eslabón imprescindible en la cadena de sucesos que llevan a Europa a atravesar, de la mano de la utilización y superexplotación de fuerza de trabajo esclava en tanto modo de producción capitalista, el umbral de la Modernidad.

A este engranaje determinante de la maquinaria esclavócrata se le suma en dicha primera sección de Droga, cultura y farmacolonialidad el interés por la recuperación del valor ritual, mágico, que el consumo de drogas mantenía en el seno de esas sociedades pre-hispánicas, instancia previa a los procesos de transculturación ligados a su transformación en mercancía. Perlongher carga las tintas contra la utilización de las “drogas pesadas”, en carrera extraviada hacia un “éxtasis descendente” como los personajes, nos recuerda, de Drugstore Cowboy de Gus Van Sant, ya que no fueron capaces de construir(se) un dique formal propinado por la toma colectiva de la bebida sagrada durante el ritual del Santo Daime. Esta ceremonia le provee al sujeto de una “poética barroca”: el despliegue espiralado de voces y movimientos alrededor del acto de consumo de la bebida se traduce en una instancia capaz de dejar atrás los excesos y los “satoris de zanjón” para convertirse, inversamente, en “trampolín” de una recuperación de lo sagrado en tanto que experiencia corporal.

La segunda sección desafía los alcances de una farmacopea de la transgresión que liga alteración sensorial y estética. Para ello, va a poner en entredicho las relaciones entre narcóticos y literatura; por ejemplo mediante uno de los capítulos del libro de Avital Ronell Crack Wars. Literatura, adicción, manía, titulada “Hacia un narcoanálisis”. La evidencia fundamental de la que parte dicha filósofa radica en las similitudes entre lo literario y la estimulación de los cuerpos producida por las drogas. Madame Bovary de Gustave Flaubert o bien El almuerzo desnudo de William Burroughs asumen rasgos de objeto alucinógeno y  obsceno respectivamente y, por lo tanto, son tratados jurídicamente como tales, con alevosía en cuanto dejan de lado el esbozo de la real mediante sus mecanismos representativos. La famosa escena del carruaje en la novela de Flaubert, nos dice Ronell, “corre la cortina” sobre lo narrado y hace que la ley vigile, con recelo, el comportamiento de los sujetos en dicho simulacro de lo real. Para Emma Bovary, la literatura asume cualidades tanto de antidepresivo como de alucinógeno y por lo tanto resulta condenada como agente adictivo y corruptor que hace del cuerpo un “cuerpo-basura”, arrojado al “no-retorno de la desechabilidad”.  La efectiva relación entonces entre ficción y alteración de lo sensorial es recuperada por Juan Duchesne Winter en “El yonqui, el yanqui y la cosa”. Al leer desde esta perspectiva Junky de Burroughs, el crítico puertorriqueño se apoya en un paradigma de la circularidad instrumentalizado como concepto capital del consumo, condición ineluctable de ese cuerpo desechado. En esa “gramática de la adicción” signada por la droga como “deseo de más droga”, el binomio droga-cuerpo reconfigura la experiencia sensorial.

Los fragmentos de Susan Buck-Morss incluidos en esta selección, reunidos bajo el título de “Estética y anestésica: una reconsideración del ensayo sobre la obra de arte”, extraídos de su libro editado bajo el título de Walter Benjamin, escritor revolucionario, aluden al proceso de inversión de la estética como disciplina, a su refuncionalización en virtud de un bloqueo de la realidad que, en vez de erigirse como la reflexión que establece lazos con lo real, obtura como efecto directo de este nuevo régimen anestésico cualquier tipo de respuesta política por parte del sujeto. En este sentido, se desprende de estos planteos el particular rol que juega aquí el procedimiento del montaje, central en el pensamiento benjaminiano, y que establece correspondencias con el consumo de sustancias. Es decir, ambas desmantelan el anquilosamiento sinestésico provocado por los avances técnicos que inundan de imágenes el campo de acción de la percepción de cada uno de los sujetos, llevando adelante un proceso de “sobreestímulo”, revirtiendo de alguna manera con ese fin dicho mecanismo de repliegue que lleva a cabo el aparato perceptivo.

El montaje en tanto que fármaco del discurso pone de relieve no solo su relación con la literatura, sino que a su vez hace de la exploración de las dimensiones interiores del individuo su objetivo principal. En ese punto ambos órdenes, el técnico y el de la sustancia, se tocan en función de una particular configuración estética: dan por tierra con la transformación del sistema cognitivo sinestésico en anestésico y ponen a la letra en estricta sintonía con la toxicidad de la literatura. Recordemos, a modo de ejemplo, la excepcional tarea de puesta en uso del montaje que realiza el mismo Ramos en su cortometraje documental titulado Detroit´s Rivera. The Labor of Public Art. El montaje de imágenes entre la obra del muralista mexicano y el archivo de cine industrial silente dedicado a la instalación de la Ford en territorio amazónico, nos ubica como espectadores no solo de un relato de expoliación de los sujetos caucheros sino también de los diferentes usos de las sustancias empleadas por la experimentación científico-económica occidental representada en el documental por la Parke Davis, en este caso para potenciar la labor de los obreros.

La tercera sección se relaciona con las diferentes aproximaciones teóricas a la figura del adicto, específicamente a una de sus nociones colindantes, como es la del vicio. Para ello, la inclusión del artículo de Henrique Carneiro “La fabricación del vicio” desempeña un rol fundamental al promover una historización (siempre política, claro está) de los conceptos médicos y de qué manera fluctúan sus significados según los intereses de turno, tanto de diferentes grupos sociales como de determinadas instituciones. Tal es así que Carneiro parte de la operación de “demonización del drogado”, ligada particularmente a la especulación acerca de la crisis de voluntad que conlleva el acto de consumo, rasgos propios de un modelo clínico ubicable en los albores del siglo XIX como es el de la toxicomanía, hasta llegar a la conceptualización moderna de las drogas. Estas, actualmente, se definen en tanto que “tecnologías”, sustancias que logran programar y planificar “estados de humor, de placer, de excitación, de facultades sensoriales, perceptivas, intelectivas, cognitivas, mnemotécnicas y emocionales”. Este compendio químico de procesos mentales, de sensaciones y placeres prefabricados, establece un posible “locus de la adicción”, el cual no puede ser ya, nos dice Sedgwick Kosofsky en el otro texto que conforma este apartado “Epidemias de la voluntad”, la sustancia misma ni tampoco el cuerpo del adicto. Cualquier comportamiento y actividad, cualquier afecto, es susceptible de ser patologizable, pues toda “estructura de una voluntad” nunca es lo suficientemente impoluta y puede definirse finalmente como adicción.

 

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Semejante estado de cosas deriva en una consideración de lo que, siguiendo a los juristas colombianos Rodrigo Uprimny, Diana Esther Guzmán y Jorge Parra Norato, puede definirse como “La adicción punitiva”. En este último artículo de la tercera parte de la selección, el abordaje de la variable punitivista desproporcionada que desata el prohibicionismo en cuanto a las penas por narcotráfico se refiere, muestra cómo la espiral de violencia se liga irremediablemente al marco normativo “global” encargado de combatirlo. Esta contradicción amerita, señalan los autores, un cambio en la perspectiva con la que se aborda dicha problemática desde el Estado, un señalamiento de la urgencia con que se debe correr el eje de la “represión penal” para volverse hacia los “eslabones débiles de la cadena de la droga” mediante una serie de políticas públicas.

Sin embargo, todo lo calamitoso que orbita alrededor de los narcóticos, sobre todo desde el punto de vista de su judicialización, no oblitera las particularidades que adquiere la dimensión de lo medicamentoso al interior del actual “régimen farmacopornográfico”, estadio final de una “mutación del capitalismo” en donde se combina el control de las subjetividades mediante las drogas, entendidas como diseño de estados mentales, junto con la industria del porno, principal motor de las economías. En ese vaivén entre las dimensiones subjetivas y una “química de los afectos”, se visualiza una caligrafía circunscripta al aspecto somático de la experiencia. Ahí mismo, nos dice Paul Beatriz Preciado en “La era farmacopornográfica”, se trazan por sobre (y hacia el interior de) las superficies de los cuerpos líneas de sentido de un concepto central en el escenario de las economías modernas, definición que viene a suplantar el estatuto dominante que tenía la noción de fuerza de trabajo antiguamente: “potentia gaudendi” se traduce como la capacidad de excitación corporal que define las vidas como simples fuentes de “capital eyaculante”. Esta “bio-economía” resuena a su manera en el siguiente artículo, “El fármacon colonial: la Bioisla” de Miriam Muñiz Varela. Tal y como sucede con los efectos secundarios detallados en el prospecto de cualquier medicamento, la idea del “fármacon” y su carácter oximorónico definido por Derrida le sirve a la autora para dar cuenta de un esquema de acción bio-tecnológico, operativo en Puerto Rico, que se adjudica a través de la persecución y apropiación de patentes y copyrights, la capacidad de delimitar “lo viviente”. Es decir, una jerarquización de los saberes y los discursos que tiene como objetivo principal la producción de la “vida misma como en el posfordismo”.

La adicción como interrupción y escape, como salida de emergencia de lo cotidiano tiene sus propias reglas en tanto que mercado regulado a través de una violencia transformada en moneda de cambio. Los últimos trabajos agrupados en la cuarta y última sección relevan el mundo del narcotráfico desde el punto de vista de las máquinas de guerra actuales y sus efectivas técnicas necropolíticas, como señala Achille Mbenbe. Phillipe Bourgois, Fernando Montero Castrillo, Laurie Hart y George Karandinos en “Habitus furibundo en el gueto estadounidense” desentrañan la funcionalidad que adquiere la habilidad con los puños al interior de las relaciones sociales en uno de los barrios más pauperizados de Filadelfia. Empañadas por una “rabia corporalizada” cuya visibilización demuestra la idoneidad en lo que a “técnicas del cuerpo violentas” se refiere, las interacciones entre los miembros de esta comunidad resultan tamizadas por un proceso de acumulación primitiva en la estela de pensamiento del propio Marx, cuya extracción de “recursos del vecindario” (como lo es la capacidad de pararse de manos) tiene como objetivo el sostenimiento de una dinámica violenta que garantiza los beneficios de otros sectores sociales tales como “abogados, jueces, compañias contratistas que construyen las cárceles, guardas sindicalizados, doctores, psicólogos, trabajadores sociales y grandes compañias farmacéuticas, así como los traficantes de nivel intermedio, la narcoélite latinoamericana y sus servicios financieros de lavado de dinero”.

Sayak Valencia, en “El capitalismo como construcción cultural”, analiza las transformaciones a las que somete a este sistema económico de explotación contemporáneo mediante una operación de encumbramiento destinada a las herramientas de “necroemponderamiento”: si la riqueza antes se traducía en la acumulación de mercancías, ahora mismo durante el régimen de este “capitalismo gore”, la destrucción del cuerpo se torna el producto por excelencia. La acumulación de muertos no solo sostiene el flujo monetario y de sentido de las economías criminales sino que a la vez genera todo un conjunto de “prácticas gore”, ligadas claramente a una cultura del narcotráfico en donde se produce una resignificación de la criminalidad. Así, la reconfiguración del sistema productivo y del concepto de trabajo conlleva un despliegue de subjetividades asociadas a la figura del “gángster heroico”, en la línea de Tony Soprano o de los mundos virtuales que nos ofrece el famosísimo videojuego Grand Theft Auto. En relación con estos planteos, el último ensayo del libro titulado “La narcomáquina y el trabajo de la violencia: apuntes para su decodificación” de Rossana Reguillo pesquisa de manera meticulosa la fantasmagoría propia de esa máquina del narco, condición primordial para su “ubicuidad ilocalizable” en tanto que rasgo central. Sin embargo, su carácter monolítico de ninguna manera se ve interrumpido por su inasibilidad; al contrario esto es lo que le permite poner en funcionamiento una serie de, para decirlo de alguna manera, maquinaciones encargadas de soliviantar a los sujetos al empujarlos a determinadas formas de violencia.

 

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Pero Reguillo no se queda parapetada en su indagación acerca de la(s) violencia(s), más bien toma impulso y va más allá, hacia el otro lado, territorio de la “contramáquina”. Este conjunto de “dispositivos frágiles, intermitentes, expresivos y fragmentados que la sociedad despliega para resistir” los embates de la narcomáquina, funcionan según diagramas “residuales” en los que observamos la intervención de organismos y asociaciones no gubernamentales, comunicados de prensa y estrategias de visibilización en el espacio público, o bien según representaciones “emergentes” que apelan a la “viralización” y la “expresividad performativa” mediante blogs como NuestraAparenteRendición, crónicas como las de Cristián Alarcón, Marcela Turati o Diego Osorno, junto con el trabajo de fotoperiodistas como Fernando Brito o las performances de la artista Violeta Luna.

En conclusión, podemos agregar que la insistencia en la relación entre ebriedad y pensamiento, a la que aludimos en el comienzo con la cita de Benjamin, resulta central a la hora de confeccionar una historia de la categoría de sujeto en Occidente. Dicho aspecto es tenido en cuenta por los editores de esta selección; se trata de uno de los ejes interpretativos con los que dialogan constantemente casi todas las “narcografías”. Si la droga, como anotaba José Martí en su poema “Haschish” de 1875, al proceder a personificar sus efectos “narcotiza y canta” los vericuetos de toda subjetividad, en esa específica articulación contrapuntística se muestra el significado central de toda la selección. Las drogas, en este sentido, implican tanto la destrucción de los cuerpos por obra del capitalismo, así como también se erigen en tanto coto vedado a estas inclemencias en focos de resistencia al mismo capital, a partir de sus usos rituales propios de los indígenas hasta los típicos de la contracultura. De escurridiza conceptualización, las drogas mantienen sin respuesta la pregunta acerca de su valor constitutivo: ¿cimbronazo de la racionalidad eurocéntrica o bien simplemente un botiquín de placebos de lo real?

Las malas de Camila Sosa Villada: la ética travesti y la vida después del límite

Por: Andrés Riveros Pardo

Imagen: El excluido (1927), Álvaro Echavarría.

Las malas (2019), de la escritora, dramaturga y actriz trans Camila Sosa Villada, puede leerse como un homenaje a la comunidad travesti que acogió a su autora en sus años universitarios. En la lectura atenta de Andrés Riveros Pardo, esta comunidad es la verdadera protagonista de la historia. Las vivencias únicas de esta población (históricamente marginada), la condición política de esos cuerpos disidentes y las redes de cuidado que allí se entretejen (y que trascienden los vínculos de sangre) revelan nuevas formas de resistencia y de reivindicación de aquellas vidas que han sido catalogadas, desde siempre, como «no dignas de ser vividas». Para Riveros Pardo, la autora hace hincapié en la potencialidad de cruzar los límites del género que solo pueden lograr las personas travestis o trans. Así, esta «porosidad» de las barreras impuestas por el binarismo deviene también en nuevas formas de ver (y llegar a) les otres.


Las malas (2019), editorial Tusquets, colección Rara Avis, 224 páginas.

Como ya lo había adelantado en El viaje inútil: trans/escritura –su texto publicado en 2018, en el que entrecruza el ensayo y la autobiografía para hacer un recuento de las experiencias y condiciones que la marcaron en su tránsito sexo-genérico y en su decisión de convertirse en artista–, Las malas (2019) de Camila Sosa Villada rinde un sentido homenaje a las travestis que conoció en Córdoba capital al ejercer la prostitución. La comunidad que la había acogido durante parte de sus años universitarios es la protagonista de esta historia, en la que las vivencias únicas de poblaciones históricamente marginadas, la condición política de los cuerpos disidentes y las redes de cuidado que traspasan los vínculos de sangre se unen para contarnos una nueva forma de resistencia y de reivindicación de las vidas que durante mucho tiempo han sido catalogadas por el sistema patriarcal, hétero-hegemónico y neoliberal como no dignas de ser vividas. En sus propias palabras, tomadas de El viaje inútil, Camila dice acerca de este grupo y de su propósito narrativo:

Escribir sobre esas travestis como las últimas revolucionarias además de los amantes y también como la última bohemia que conocí. Y la última poética que parte de algo tan inesperado como las zonas rojas y una comunidad marginada como hemos sido las travestis. Esto es el equilibrio del que hablé antes. Es necesario poner en palabras esa pieza que falta en el inconsciente colectivo. Develarlo, ponerle palabras a eso para que la gente lo lea y lo escuche .

Como lo ha demostrado con toda su obra, para Sosa Villada el cuerpo y la subjetividad son construcciones que se llevan a cabo a través de diferentes experiencias que, a la vez, devienen en sus actuaciones, letras, personajes y, por tanto, están allí, en cada libro o parlamento. Ella, obra maleable y siempre en proceso de construcción, es la expresión poética que cuenta en sus libros y creaciones teatrales. Su familia, su pasado y las situaciones por las que pasó son la materia prima de donde vienen sus obras más recordadas y a la vez, el material para convertirse en lo que desea ser. Es por esto que para ella resulta importante narrar esos pedazos de vida y a esas cómplices que también la ayudaron a construirse. Todas esas circunstancias que hicieron parte de su vida junto al grupo de travestis del Parque Sarmiento no son solo el material en el que se basa el libro, sino también la potencia transformadora que la ha ayudado a derribar las barreras que la sociedad le impone.

De la misma forma en que la autora narra algunos episodios de la vida de este grupo comandado por la Tía Encarna (una travesti que desafía la edad promedio de vida de quienes pertenecen a esta comunidad en Latinoamérica), la historia intercala momentos autobiográficos que van marcando el camino que la condujo hacia ellas. La vida de Sosa Villada, cuenta, estuvo manchada por la violencia, la rigidez de los roles de género y las carencias socio-económicas: un padre autoritario y alcohólico, una madre que tuvo que asumir muy joven una vida llena de responsabilidades y desgarros. Todas estas circunstancias parecen ser contadas para demostrar al lector que el cuerpo travesti o trans no es solamente determinado por el género, sino que también es el resultado de diferentes injusticias y discriminaciones. Por esto, la posibilidad de traspasar estas condiciones para construir nuevas historias es básico para ella y para las integrantes de esta disidencia. En el caso de la autora, comenzar a leer y a escribir le da la oportunidad de huir y de mentir: la escritura como vida posible se parece a la capacidad de transitar entre géneros para construir otras realidades y otros futuros:

Yo digo que fui convirtiéndome en esta mujer que soy ahora por pura necesidad. Aquella infancia de violencia, con un padre que con cualquier excusa tiraba lo que tuviera cerca, se sacaba el cinto y golpeaba toda la materia circundante: esposa, hijo, materia, perro. Aquel animal feroz, mi fantasma, mi pesadilla: era demasiado horrible todo para querer ser un hombre. Yo no podía ser un hombre en este mundo.

La posibilidad de cruzar los límites del género y de sus realidades individuales y materiales que solo pueden lograr las personas travestis o trans es en lo que la autora parece hacer énfasis en este libro. La constante ruptura de la barrera entre lo privado y lo público lo logra cuando narra la forma en la que estas travestis rondan las calles. Como anuncia Judith Butler en su texto Cuerpos aliados y vida política: hacia una teoría performativa de la asamblea (2015), la vida de las personas se da en la interseccionalidad entre lo mío y lo de le otre, entre el yo y el elles: “Si voy a llevar una buena vida, será una vida en unión con otros, una vida que no es tal sin esos otros”. Esta línea es la que cruzan a diario las travestis para hacer de su existencia algo político, visible y compartido con les demás. El simple hecho de salir a la calle es ya un acto performativo que reivindica su derecho a una vida digna. Esto lo muestra Sosa Villada en los diferentes episodios en que las travestis van por la calle no solo a merced de las violencias, sino cuando hacen de cada uno de estos recorridos algo festivo y alegre. La casa de la Tía Encarna, el refugio en el que estas personas viven y se resguardan, está siempre en contacto con el exterior, con una fachada que poco a poco se llena de manchas resultado de protestas contra su existencia, pero con una puerta siempre abierta para las compañeras heridas o lastimadas, para les amantes y para les amigues.

Igualmente, Sosa Villada trata la ruptura de los límites de los cuerpos y deseos diversos y su relación con la animalidad. Como lo trata Gabriel Giorgi en Sueños de exterminio (2004), las subjetividades disidentes representan para la sociedad cuerpos ininteligibles, que de tan inasibles parecen colindar con lo monstruoso: “Un cuerpo único: un cuerpo extraño a todo linaje y a todo territorio, un ejemplar sin especie. Es un desborde de las reglas de lo ininteligible hecho cuerpo…”. La autora también trata este transitar entre límites humanos y animales a través del personaje de María La Muda, una prostituta sordomuda que vive la mayor parte de su vida encerrada en la casa ayudando en diversas labores a la Tía Encarna y que cada vez pasa más tiempo en su habitación, debido a que se da cuenta de que se está transformando en pájaro. El silencio y el ostracismo de ahora María La Pájara también parecen dar cuenta de la situación de encierro de algunas travestis que, como este personaje, terminan confinadas a los barrotes de un deseo que parece ser siempre negado para las corporalidades disidentes: “En la pizarra mágica que usaba para comunicarse con nosotras, escribió: KIEN ME BA A QUERER. Qué podía responderle. El hombre que no quisiera a una mujer que prometía ser pájaro era un hombre estúpido y olvidable”.

De la misma forma, toca este tema cuando habla de Natalí, una travesti que decide encerrarse en su cuarto cada noche de luna llena porque afirma que justo en esos momentos es capaz de cometer crímenes espantosos. Esta relación con la loba, con la bestia, la lleva a encarcelar su verdadera naturaleza y la conduce hacia consecuencias fatales: No podíamos hacer nada por ella, aunque era la más valiente de todas las travestis que he conocido, porque era dos veces loba, dos veces bestia”.

Uno de los límites traspasados en los que más se centra la novela es el de la femineidad y la maternidad, debido a que gran parte de la historia se enfoca en el encuentro que tiene este grupo con un bebé abandonado entre los árboles de uno de los parques que frecuentaban. El bebé, que termina siendo bautizado como El Brillo de los Ojos y adoptado por La Tía Encarna, encuentra en esta comunidad una familia que lo protege. Como lo mencioné antes, resulta importante centrarnos en el acento que pone la autora en los vínculos no sanguíneos de las familias diversas y en el hecho de que una travesti pueda llegar a convertirse en madre, rol que se considera inherente a las “mujeres”. Esto es un desafío a los límites de lo que se entiende como “natural” y pone esta categoría en duda. Así como María La Pájara y Natalí desdibujan las barreras de lo que se considera humano, la maternidad de La Tía Encarna abre las puertas a nuevas formas de relacionarse, que no se basan en los géneros definidos, sino en el amor y el cuidado:

La Tía Encarna desnuda su pecho ensiliconado y lleva al bebé hacia él. El niño olfatea la teta dura y gigante y se prende con tranquilidad. No podrá extraer de ese pezón ni una sola gota de leche, pero la travesti que lo lleva en los brazos finge amamantarlo y le canta una canción de cuna. Nadie en este mundo ha dormido nunca realmente si una travesti no le ha cantado una canción de cuna.

Este juego con la porosidad de las barreras impuestas por el binarismo deviene también en una forma de ver a le otre. Si la manera travesti/trans de ver el mundo, como parece plantearlo Sosa Villada, se basa en desdibujar los muros que sirven para separar lo que se supone que “es normalde lo que “no es normaly de lo que se considera público de lo privado, las posibilidades de apertura de la existencia y de las relaciones son mucho más amplias. Cuando se rompen estos límites se vive en la relación y esto plantea otras problemáticas que aumentan la perspectiva de lo que consideramos como nuestra responsabilidad. En el caso de las relaciones sociales, esto nos lleva a reconocer la vulnerabilidad y la precariedad de les otres. Como menciona Judith Butler: Mi propia existencia, mi supervivencia, depende de este sentido de la vida más extenso, de un sentido de la vida que incluye la vida orgánica, los entornos que están vivos y nos sustentan, y las redes sociales que apoyan y ratifican la interdependencia”. Es por esto que luego de leer Las malas quedamos con la sensación de haber visto y reconocido otra forma de hacer comunidad: una nueva ética que defiende a le otre con ferocidad y rabia, que sabe de vulnerabilidad y que, por eso, desmiente todo privilegio y aboga por espacios comunes de cuidado entre personas y especies. Una forma de celebración de la vida que reivindica el deseo, el cuerpo y el amor de algunes cuya voz nunca ha sido tenida en cuenta. Una conexión que desafía los límites del género para abrir nuevas posibilidades de abrazar.

Las malas, entonces, demuestra que el encierro de esta comunidad que poco a poco se reduce también determina la forma en la que sus integrantes van desplegando sus alas. Así, demuestra que ninguna barrera puede contener su fuerza: Camila sigue su propio camino y su verdad, la Tía Encarna, como un camaleón, varía entre géneros para criar a un niño que brilla con luz propia, las travestis se unen en el amor pese a la pérdida de muchas que se quedan atrás. El refugio no es un simple moridero, sino que significa la posibilidad de apertura. Y aunque, en un principio, parezca que el amor y el deseo están lejos de sus puertas, Sosa Villada demuestra, como lo ha hecho en La novia de sandro (2015), El viaje inútil y en la obra teatral Carnes tolendas (2013), que estos siempre superan los límites que condenan a los cuerpos y a las subjetividades travestis a ser finales fatales (como lo pronosticó su propio padre: “¿Sabe cómo lo vamos a encontrar su madre y yo un día? Tirado en una zanja, con sida, con sífilis, con gonorrea, vaya a saber las inmundicias con las que iremos a encontrarlo su madre y yo un día) y que más bien convierten una y otra vez sus existencias en fantásticos relatos en marcha[1].

[1] Término usado por Donna Haraway en su texto La promesa de los monstruos: Ensayos sobre Ciencia, Naturaleza y Otros inadaptables (2019) para referirse a los nuevos parentescos que implican las figuraciones feministas.

“Esa noche, estábamos vivas. Tal vez no hubiese otras noches” Sobre La mujer descalza, de Scholastique Mukasonga

Por: Martina Altalef y Elisa Fagnani

Imagen: Scholastique Mukasonga, archivo de FolhaPress.

El Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas de UNSAM inicia sus actividades abiertas al público el dos de julio a las 19hs con un acercamiento a La mujer descalza, de la escritora ruandesa Scholastique Mukasonga. Esta novela perfila a Stefania, protagonista y madre de la autora, al tiempo que construye sus memorias de infancia en una Ruanda completamente afectada por el conflicto entre tutsis y hutus. A 25 años del genocidio, Elisa Fagnani y Martina Altalef nos presentan aquí una lectura de La mujer descalza que, por un lado, describe de manera precisa el desgarrador trasfondo histórico de la novela. Por otro, pone el acento en los modos en que la obra desmonta –»con fuerza y belleza», en palabras de Altalef y Fagnani– la «historia única» del relato eurocéntrico sobre África, en el que solo caben las catástrofes, la hambruna, los paisajes exóticos, las guerras étnicas sin sentido. De ese modo, y recuperando los términos de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, Fagnani y Altalef muestran cómo la novela construye un «relato otro» que se opone a la visión homogeneizante de esa historia única, en el que el retrato de la mujer-madre, Stefania, condensa la vida tutsi y, por ello, cuenta también la historia de Ruanda.


La mujer descalza, Editorial Empatía, 2018, 146 páginas.

La mujer descalza (Gallimard, 2008) es la segunda novela de Scholastique Mukasonga, escritora tutsi, sobreviviente del genocidio perpetrado en 1994 en Ruanda. La autora vive en Francia, escribe en francés y trabaja como asistente social. En 2018 la editorial argentina Empatía presentó una traducción al español a cargo de Sofía Irene Traballi, que estudiamos y celebramos. La narración (re)construye una memoria de Stefania, madre de Mukasonga, asesinada por los hutus durante la masacre. Esta escritura es la demorada sepultura que no pudo darle y gracias a ella trenza una biografía materna que da vida a la propia voz autoral.

Mukasonga –nombre ruandés fusionado a Scholastique, nombre que le dio su bautismo cristiano– nació en Gikongoro, en el sur de Ruanda, en 1956. Debido a la persecución que sufrieron los tutsis, su infancia transcurrió en el exilio en Nyamata, un territorio asignado para este pueblo. En 1973 se exilió en Burundi, donde completó sus estudios y en 1992 se trasladó a Francia, desde donde escribe. Mukasonga no presenció el genocidio que se desarrolló en Ruanda entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, período de menos de cuatro meses en que alrededor de un millón de tutsis fueron asesinados en manos de civiles hutus. Pero su familia fue azotada por la masacre y en ella se funda su historia. Esta novela es el relato de aquello que orbitaba el genocidio, de los otros modos de aniquilar a una nación y su cultura y es también narración de formas de la supervivencia tutsi. La tensión entre vida, genocidio, resistencia y supervivencia es constante en el entramado de personajes que sostienen una existencia fantasmática mientras se preparan sin descanso para ser atacadxs, expulsadxs, para escapar o refugiarse. En ese entramado se destaca el retrato de una mujer-madre, que condensa en sí esta tensión sobre la que se construye la escritura.

El relato hegemónico –blanco, europeo, colonial– explica la masacre a partir de una histórica rivalidad étnica entre hutus y tutsis. Ese relato, sin embargo, ignora que estas dos etnias, lejos de rivalizar y de entenderse mutuamente como una amenaza extranjera, comparten una matriz de amplios elementos culturales y sus lenguas tienen una raíz común. Ignora, también, que hutus y tutsis vivían en este territorio en relativa armonía con una organización política propia hasta la llegada de los europeos. Los colonizadores interpretaron como feudal la organización de estas comunidades –extrapolando un concepto europeo que no se adapta a las configuraciones de las naciones africanas– y la explotaron para consolidar su dominio a través de despotismos descentralizados: otorgaron poder a la minoría ganadera tutsi y relegaron a la mayoría agricultora hutu a un lugar de dominación. El relato hegemónico tampoco da cuenta de que la independencia de Ruanda, en manos de hutus en 1962, estuvo articulada por élites belgas. Este hecho decantó en la persecución y el exilio de miles de tutsis hacia los márgenes de Ruanda y, en muchos casos, hacia campos de refugiados en las fronteras de los países limítrofes, fundamentalmente del Congo.  A su vez, la narración oficial invisibiliza el rol central de los medios de comunicación –controlados por élites belgas– en la preparación del genocidio. En las décadas previas a la masacre se llevó adelante una campaña del terror, mediante el esparcimiento de creencias xenófobas para estimular el miedo de la población hutu en Ruanda: los tutsis eran extranjeros que se proponían invadir el territorio ruandés para recuperar las tierras que les habían sido expropiadas en la década del 60.

Pensamos la potencia de este relato de Mukasonga con los términos de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Si lo que dicta el eurocentrismo es contar una “historia única”, un relato sobre África en el que solo caben las catástrofes, la hambruna, los paisajes exóticos, las gentes incomprensibles enfrascadas en guerras étnicas sin sentido, La mujer descalza se construye como un “relato otro”. En la historia única no hay lugar “para sentimientos más complejos que la pena ni la posibilidad de conexión entre iguales” (Ngozi Adichie, 2018: 13), en ella África subsahariana es “un lugar de negativos, diferencias, oscuridades, de gente que, en palabras de Rudyard Kipling [autor de El libro de la selva], son ‘mitad demonio, mitad niño’” (Ngozi Adichie, 2018: 15). La mujer descalza desmonta con fuerza y belleza esa historia única.

La vida familiar de la niña Mukasonga durante su exilio en Nyamata es el motivo central del texto. Si bien menciona en numerosas ocasiones la colonización belga, el genocidio y la violencia que sometió a esta comunidad, la trama central es la recuperación y construcción de las memorias de una niña ruandesa. Cuenta la historia de su familia y las de sus vecinxs, las cosechas, las formas de educación y alimentación, las tradiciones orales, las fiestas, las ceremonias, los roles sociales de esta cultura y la imposibilidad de activar esas prácticas fuera del territorio originario. También, habla sobre la escolarización y la evangelización de lxs niñxs ruandesxs, sobre las presencias y violencias militares. Devela las narraciones que la historia única deliberadamente buscó aniquilar. Y, además, desmonta, en el ejercicio de narrar, los mitos y estereotipos sobre lxs ruandesxs esparcidos por el colonialismo eurocéntrico y exotizante. Le devuelve la profundidad y la complejidad a una historia que, para ser funcional al discurso hegemónico, debió simplificarse y reducirse a los estereotipos y silenciamientos analizados por Chimamanda.

La mujer descalza, entonces, (re)construye la memoria de Stefania, madre de Mukasonga, asesinada por los hutus durante el genocidio. El libro se abre con una dedicatoria: “A todas las mujeres / que se reconocerán en el coraje / y en la esperanza tenaz de Stefanía”. Desde allí desata una narración cuyo objetivo es dar sepultura y recuperar la identidad de esta mujer tutsi que, en la historia oficial, no es más que un número arrojado por las estadísticas de la masacre. Para ello, revive el pasado de su familia y la vida durante el exilio en Nyamata. Así, Mukasonga se construye en la escritura y da luz a su voz autoral.

Christian Kupchik, autor de la introducción a la edición argentina, cita a Georges Perec en el epígrafe del paratexto: “La escritura es el recuerdo de su muerte / y la afirmación de mi vida / o el recuerdo de mi infancia”. Esta cita pone de manifiesto una de las operaciones centrales de la obra de Mukasonga: la ficción, mediante la recuperación y enunciación de memorias veladas, tiene el poder de iluminar zonas de la realidad y del pasado que de otro modo resulta imposible enunciar, y en esta operación la autora constituye y afirma su propia identidad. La mujer descalza da vida a lxs exiliadxs de Nyamata, sobre los cuales rondó la muerte constantemente en vida y que, finalmente, fueron brutalmente asesinadxs. La escritura sirve para velar a su madre, para cubrir su cuerpo –un pedido que Mukasonga no pudo cumplir porque ya no estaba allí– con palabras en una lengua que su madre no entendería, porque la lengua original del libro es el francés. Esa madre, contadora de historias que no sabía leer ni escribir, es sepultada por palabras y en ese mismo gesto da vida a una escritora. Por ello –y a pesar de ello– la narradora incluye términos en kinyarwanda, lengua originaria que nombra a las casas, a los alimentos, a los objetos más íntimos de la vida familiar. Con ellos, se filtra la oralidad en la obra.

La escritura de Mukasonga es, a su vez, una forma de subvertir la relación de dominación a la que fue sometida su comunidad. Los soldados belgas, afirma la narradora, no apuntaban al corazón de las mujeres tutsis, sino a los senos: “Querían decirnos, a todas las mujeres tutsis: ‘no den vida, porque es muerte lo que dan trayendo niños al mundo. Ya no son dadoras de vida, sino dadoras de muerte’” (Mukasonga, 2018: 29). Este fragmento corresponde al recuerdo del asesinato de Merciana, una mujer tutsi peligrosa porque sabía leer y escribir y era “jefa” de su familia. Antes de matarla, los militares le sacaron la ropa. La primera desnudez retratada en La mujer descalza forma parte de un castigo ejemplar –“todo el mundo” había sido testigo de ese asesinato– en el que se imbrican etnia y género, castigo perpetrado contra la nación tutsi en el cuerpo de una mujer. En relación con esto, debemos tener presente que la violación de mujeres tutsis por parte de hombres hutus fue una macabra herramienta de los perpetradores del genocidio, que esperaban embarazar a las mujeres con hijos de hutus para aumentar el volumen de esta población.

La mujer descalza, de un modo amplio, se dedica a retratar a las mujeres tutsi, sus prácticas, sus vínculos, sus costumbres, sus trabajos. Lo primero que leemos tras la dedicatoria es la enumeración de las “inúmeras tareas cotidianas de una mujer”, tareas que Stefanía debe interrumpir para preparar a sus hijxs para el horror del exilio y la muerte. Uno de los preparativos fundamentales es pedir a sus tres hijas más pequeñas que cubran su cuerpo al morir, porque la tradición indica que nadie puede ver el cuerpo de una madre muerta. Si no la taparan, la muerte de la madre perseguiría y atormentaría a las hijas eternamente. La niña Mukasonga recuerda cómo la muerte rondaba a los tutsis en aquel momento, pero identifica que la principal amenazada era, en efecto, su madre. En calidad de mujer-madre, Stefanía condensa la vida tutsi y es por ello que al retratarla esta novela cuenta una historia sobre Ruanda. Entonces, Mukasonga elige contar la historia desde el cuerpo de las mujeres.

La formación de cadenas que enlazan a madres, hijas y hermanas es otro aspecto central de la novela. Aunque las niñas van a la escuela y las madres solo dejan el espacio doméstico para ir a misa, la sociabilidad femenina es inquebrantable y los roles de las mujeres se mantienen estables. Cuando Mukasonga gana un pan por haber tenido buenas notas en la escuela, solo puede pensar en compartirlo con su madre y sus hermanas. Estas constelaciones de trabajos, historias y afectos se construyen siempre con la madre como eje. La maternidad conecta a las mujeres con la tradición tutsi pero, sobre todo, con los alimentos y la tierra. El amor materno trabaja incansablemente para asegurar la comida en los puntos más inhóspitos de los escondites y los caminos de fuga. La tierra y el territorio se figuran como aliados, protectores, sostenes para la supervivencia y –en instantes que brillan– para la resistencia. Incluso los agujeros en el suelo sirven para resguardar alimentos y para esconderse de los militares. De todos modos, los territorios están constantemente en disputa; los modos de nombrarlo, también. En estas memorias, Nyamata –la tierra sin vacas, sin leche, sin alimento para niñxs–, ubicada dentro del territorio ruandés, es y no es Ruanda, porque es tierra de exiliadxs. La novela dispara constantemente interrogantes sobre qué es Ruanda y dónde están sus límites.

El proceso de esta escritura-sepultura es permanente, las palabras “tejen y retejen la mortaja de tu cuerpo ausente” (Mukasonga, 2018: 17). En ese sentido, se producen dos desdoblamientos simultáneos que operan en la permanencia y la actualización de la (re)construcción de la memoria y en la caracterización de su protagonista. El personaje se llama alternativamente “madre” y “Stefania” y ese doble tratamiento produce un desdoblamiento de la voz autoral-narrativa: la confusión es productiva para leer una escritura ficcional-no ficcional. Hay también un desdoblamiento de temporalidades, propio de la construcción de la memoria: los tiempos verbales oscilan entre el pretérito y el presente incluso dentro de la frase y así los fantasmas del pasado se mueven en todas las instancias de la novela. En ese sentido, la escritura no olvida su carácter de constructora de la memoria: “Mamá no dejaba nada librado al azar. Al caer la noche solíamos realizar un ensayo general” (Mukasonga, 2018: 23). Esa práctica de los pasos a seguir en caso de ataque, en caso de que fuera inexorable la huída de lxs hijxs (madre y padre habían decidido morir en Ruanda), es un “ensayo general”. Como si fuera teatro, como si fuera una búsqueda del tesoro. La novela nos cuenta cómo Stefania, mujer-madre tutsi, performaba ante el horror.

Toda la potencia de la novela se condensa en sus primeras páginas. Allí da batalla a la historia única con magistral destreza. Luego, los capítulos medulares se detienen en extensas descripciones de los trabajos, las plantaciones, la cultura y lxs personajes de Nyamata. En ese punto es posible preguntarse para quién se escribe esta novela, por quién espera ser leída. Al cerrar el apartado inicial –que funciona como una suerte de advertencia previa al primer capítulo– Mukasonga apela a su madre con el vocativo “Mamita” y allí le dedica esta mortaja de palabras extranjeras. Las lenguas de los pueblos que habitan el territorio ruandés no tienen escritura propia y, por lo tanto, siempre se escribe en la lengua del colonizador. Pero, a su vez, al adentrarse en los capítulos más descriptivos de la narración, se hacen presentes muchos elementos que parecerían contados para la mirada europea. Si la inyección permanente de términos en kinyarwanda resquebraja al francés que teje la textualidad, las abundantes explicaciones de sus significados se erigen para combatir la visión estereotipada, pero están directamente dirigidos a un público lector occidental. La traducción como uno de los procedimientos de esta escritura juega con ese doble filo y permite que la obra explote todo su carácter poscolonial: está escrita con, contra, desde y después del colonialismo.

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Quilichao, Tierra de Oro (2019): Un viaje al corazón del campo colombiano

Por: Leonardo Mora
Imágenes: fotogramas de la película Quilichao

 

En un viaje a Mandivá, Santander de Quilichao (Colombia), el director Diego Lugo conoció a dos ancianos campesinos –Ana Rosa Meléndez y Graciano Meneses– y les pidió permiso para grabarlos en su cotidianidad. De allí surgió el material que da origen al film Quilichao, Tierra de Oro (2019). En su reseña, Leonardo Mora (productor y editor adjunto del filme), nos cuenta cómo la película se adentra en el mundo parsimonioso de aquellos campesinos, sus hijos y algunos vecinos, abocados a la elaboración a pequeña escala de la panela (un derivado de la caña de azúcar). A través de distintos recursos estilísticos, Quilichao, Tierra de Oro se propone, en palabras de Mora, no solo retratar las situaciones de la vida diaria de sus personajes, sino también contribuir a la construcción de la memoria y la identidad del medio rural.


Por casualidades de la vida, me reencontré en la ciudad de Buenos Aires en febrero del año en curso con un viejo amigo colombiano, de nombre Diego Lugo, estudiante de Artes en la Universidad del Tolima y muy buen fotógrafo. Varios años atrás, nos habíamos conocido con Diego por pertenecer a bandas de rock y trabajar conjuntamente en la ciudad de Ibagué, capital del departamento del Tolima y situada casi en el centro de Colombia. Diego había hecho recientemente la hazaña de atravesar por carretera, con poco dinero, gran parte del subcontinente latinoamericano, iniciando desde Colombia. Pasó por diversas poblaciones de Ecuador, Perú, Bolivia, el norte argentino, hasta que finalmente arribó a la eterna ciudad de la furia.

Después de algunas conversaciones en las cuales compartimos anécdotas y aprendizajes, Diego me reveló otra de sus aventuras anteriores: se trataba de un viaje hecho en marzo de 2017, hasta Mandivá, una vereda de Santander de Quilichao, municipio colombiano ubicado en el norte del departamento del Cauca. Allí conoció a dos ancianos campesinos, Ana Rosa Meléndez y Graciano Meneses, quienes tenían un pequeño terreno y fabricaban panela (un producto tradicional derivado de la caña de azúcar) de manera artesanal. Luego de establecer confianza y camaradería con ellos, Diego les pidió permiso para grabarlos durante su cotidianidad, en su modesta vivienda, junto a otro fotógrafo que recientemente había conocido, de nombre Fabián Araújo Paz. Después de haber grabado cerca de treinta horas de material –casi cuatrocientos gigas de peso digital– Diego hizo el mentado viaje a Argentina, posteriormente me contactó y se le ocurrió que quizás yo pudiera ayudarlo a seleccionar y a editar tal material para lograr un filme. Cuando él me confío el visionado de las imágenes, me di cuenta de su extraordinario valor y su sensibilidad para captar circunstancias humanas, su talento fotográfico sin más pretensiones que grabar la vida pura del campo, y acepté colaborarle.

Quilichao - Foto Fija - Diego Lugo (16)

De esta forma empezamos a entrar en el mundo parsimonioso de aquellos ancianos campesinos, sus hijos y un par de vecinos, el cual esencialmente giraba en torno a sus labores diarias en su pequeño terreno, entre las cuales se destacaba la elaboración a pequeña escala de la panela: las imágenes contenían asuntos como el arreglo del pequeño trapiche de tracción animal para estrujar la caña de azúcar, la cocción de la melaza, su condensación hasta alcanzar el dulce y rígido producto final, junto a otros quehaceres propios de la vida rural. Duramos cerca de tres meses trabajando con la yuxtaposición de las imágenes, capturando los detalles visuales más bellos y significativos, encontrando su orden justo, hasta que finalmente nació un filme completo, al que Diego tituló Quilichao, Tierra de Oro. Para la bella música que acompaña las escenas, recurrimos a la generosidad del talentoso guitarrista argentino Jorge Caamaño, quien el año pasado había grabado su primer disco en solitario, llamado Trascender (2018), un alto homenaje a maestros de la guitarra argentina. Más adelante, en el camino se nos sumó otro viejo amigo de juventud, Herbert Neutra, gran crítico musical y de cine, quien supo entender el lenguaje visual propuesto por el material de Diego, y ahora hace las funciones de productor asociado desde la ciudad de México.

Al ver la totalidad de Quilichao, Tierra de Oro, el espectador puede encontrar que este trabajo se inscribe de alguna manera en esa tradición fílmica, tan cercana al neorrealismo, que respeta enormemente las situaciones de la vida diaria de determinados personajes, relega un poco la importancia de la trama o la línea argumental, y potencia lo que equivocadamente se ha llamado “tiempos muertos”. En nuestro filme, la propuesta esencial radica en adentrarse sin afán y sin esperar nada en las escenas más que la vida misma, determinada por el ámbito rural. Quilichao, Tierra de Oro necesita de ojos sensibles, pacientes y con el interés íntimo de aproximarse a un modo vital predominante en las provincias del país colombiano, pero que también está presente en muchos lugares alrededor del mundo, especialmente en la vida latinoamericana. No es pretencioso afirmar que desde esta perspectiva nuestra película es universal. Si hemos de buscar referentes con características similares dentro del cine contemporáneo, pensamos en Pedro Costa y su honda humanidad en filmes como Juventud en marcha (2006), Paz Encina y la búsqueda de las raíces de su tierra en Hamaca Paraguaya (2006), los hermanos peruanos Álvaro y Diego Sarmiento y la contemplación de ciertas comunidades amazónicas en Río Verde, el tiempo de los Yakurunas (2016) o Alfonso Cuarón y la puesta en escena de una infinitesimal cotidianidad en Roma (2018).

Quilichao - Foto Fija - Diego Lugo (5)

Uno de los significados de la palabra Quilichao, de cuño indígena, pero actualmente objeto de debate para establecer su origen y la etnia correspondiente dentro del territorio colombiano, es “tierra de oro”. La posición geográfica de Santander de Quilichao es especial, dado que representa un cruce de caminos y el paso obligado entre el sur y el norte de Colombia. En cuanto a su población, encontramos gran diversidad étnica, representada por afrodescendientes, indígenas, blancos, mulatos, entre otros grupos humanos. Las dinámicas económicas giran en torno a la explotación de caña, la ganadería, la agricultura, pero también se adelanta minería ilegal de oro, la cual genera graves repercusiones para el medio ambiente. El flagelo del narcotráfico también afecta la vida de la población. A su vez, Santander de Quilichao es área de conflicto armado entre la guerrilla de las FARC y el ejército nacional, debido a la movilidad hacia la costa del Océano Pacífico, clave para el tráfico de drogas y armas. En algunas partes de la zona se sabe de la presencia de minas antipersona y del desplazamiento forzado de personas por parte de grupos ilegales alzados en armas. Todo el infortunado panorama anterior, como en general sucede en el ámbito colombiano, es agravado por asuntos como la corrupta gestión política a nivel local y nacional, pletórica de vicios como el clientelismo, o los intereses particulares de medios de comunicación oficiales que falsean la información, influyen de manera nefasta en el criterio de la población e impiden un tratamiento más certero y profundo de sus problemáticas.

Es por ello que un filme como el que presentamos en esta ocasión, además de sus pretensiones artísticas, también tiene el propósito de contribuir a la construcción de memoria e identidad desde el medio rural, dado que Colombia es un país de hondas raíces e idiosincrasia campesinas, las cuales sufren, como ya hemos esbozado, enormes problemas que en las ciudades apenas se alcanzan a visibilizar y a comprender. Históricamente, Colombia ha dado muestras de problemas hasta la fecha no solucionados: grave fragmentación social, la incapacidad para solucionar sus desacuerdos por medios diferentes al enfrentamiento, la violencia y la guerra, la ausencia del Estado para garantizar unas mínimas condiciones justas de vida, la concentración de la tierra en unas pocas manos y su explotación indiscriminada. Por eso, invocamos el poder de la estética para generar sensibilidades, interrogantes, búsquedas, impugnaciones, llegar a rincones de la condición humana inalcanzables por las disciplinas científicas y humanísticas, e indagar acerca de lo que también nos constituye como nación, como cultura, como pueblo, siempre teniendo en cuenta el contrapunto con el sentir y el vivir del contexto latinoamericano, con tantas cosas en común desde Tijuana hasta Tierra del Fuego.

 

Trailer:

 

Breve entrevista al realizador:

 

 

«Sumar» de Diamela Eltit: el excedente radical de la ficción

Por: Julio Ramos
Imagen: Bárbara Pistoia

 

El célebre crítico Julio Ramos comparte con Revista Transas esta versión ampliada de la presentación de la novela Sumar (Seix Barral, 2018), de Diamela Eltit, que leyó en New York University, en la que la escritora vuelve a indagar en la relación entre vida, literatura y política a partir de la historia de un grupo de vendedores ambulantes que deciden marchar a La Moneda para reclamar por la supervivencia de sus trabajos.

Ramos analiza los múltiples sentidos de la suma que Eltit trae en esta novela, que atañe no solamente a la multitud que se manifiesta sino también a las múltiples voces que conviven en la de la narradora.


Quisiera hablarles hoy sin más fundamento que la memoria de la conmoción que la lectura de los escritos de Diamela Eltit ha suscitado en varios momentos de la vida de un lector, pero reconozco que ese efecto tan vital de la lectura empalma inmediatamente con varias discusiones decisivas que, de hecho, organizan un horizonte común de preocupaciones y vocabularios, protocolos de pensamiento y compromiso político-afectivo.*  Ese horizonte seguramente tiene mucho que ver con las genealogías múltiples y comunes de la reflexión sobre un entramado que junta vida, literatura y política.   Creo que la pregunta sigue siendo pertinente: ¿cómo se juntan o se separan vida, literatura, política?

Me refiero, para darles sólo un ejemplo, al efecto que produjo en varios de nosotros, a mediados de la década del 90, la lectura de un libro insólito titulado El infarto del alma,  sobre el viaje de Diamela Eltit y la fotógrafa Paz Errázuriz al Hospital Siquiátrico de Putaendo, donde las viajeras, en una especie de peregrinación a los extremos más vulnerables de la vida,  descubren –para su sorpresa y la de sus lectores—a un grupo de pacientes emparejados, conjunciones de cuerpos y vidas desiguales, cabe suponer, de locos enamorados, movilizados por las irreducibles aunque frágiles lógicas de la reciprocidad requeridas para la sobrevivencia.[1]  Desde sus primeros libros, Diamela Eltit ha puesto la atención más aguda de su trabajo en el pulso y el agotamiento de la vida ubicada en los límites de los órdenes simbólicos o en las fronteras de la literatura misma: vidas en entornos sometidos a presiones de violencia y control extremos, bajo formas brutales del poder, en zonas-límite donde colapsan incluso los nombres, los propios y los comunes, las palabras que todavía nos quedan para expresar lo que hay de irreducible o de intransferible en la humanidad misma.  Allí se develaba una nueva relación entre la práctica literaria y los cuerpos múltiples de la condensación política.  Su pregunta, tal vez más urgente ahora que nunca antes, interroga lo que puede decirnos hoy por hoy la práctica literaria sobre la proximidad de los sujetos y las formas que surgen en los extremos de estos órdenes, sus estremecimientos y abismos.  En El Infarto del alma, el fragmentario testimonio del viaje puntualizado por los destellos de una escritura que conjugaba la elipsis y el intervalo poético con la fotografía y la reflexión teórica, inauguraba un raro protocolo de experimentación que posiblemente relacionaríamos hoy con las expansiones de la literatura contemporánea: operaciones formales y combinatoria de materiales que desbordan los géneros reconocibles de la literatura y nuestros hábitos de lectura.  Al conjugar imagen y palabra, El infarto del alma potenciaba un trabajo colaborativo entre la fotógrafa y la escritora que colectivizaba incluso la categoría fundante del autor, instancia allí de un junte colaborativo.

La novela que comentamos hoy, Sumar, como sugiere el título, interroga las formas y las categorías que integran los cuerpos en una suma política, aunque ahora en el marco de una ficción especulativa, de entorno distópico, sobre las transformaciones del trabajo y el peligro de extinción de todo un gremio: los vendedores ambulantes, “hijos del genocidio industrial”, como los llama la narradora de esta novela sobre la progresiva desmaterialización del trabajo y de la vida en los regímenes cibernéticos y farmacológicos contemporáneos.  En las palabras de la ambulante que narra la novela, la tocaya de Aurora Rojas, “formamos una asamblea integrada por antiguos acróbatas, sombrereros, mueblistas, sastres o recicladores o ebanistas, o piratas, labriegos o excedentes o cocineras o mucamas o artesanos o expatriados que ahora solo trabajábamos con un ahínco feroz en las veredas”.  Los ambulantes son los últimos custodios de una vida material que se esfuma bajo los regímenes hipostasiados, inmateriales y descarnados, de una economía que rediseña la vida de las ciudades de acuerdo a un modelo higiénico y securitario, bajo un plan casi inescapable que supone, para los ambulantes, la reducción de las veredas, la pasteurización de la vida callejera,  la persecución policiaca de su sonoridad reverberante, los colores brillantes,  el olor vibrante y saltarín de la fritanga:  formas de una sensibilidad que en otro lugar Diamela Eltit ha identificado con el disperso caudal de los saberes cómicos de la calle, fuente sensorial de su anarco-barroco.[2]  Con más tiempo, convendría considerar en detalle el desafío que la ficción de Diamela opone a un discurso teórico fundado en la idealización del mercado informal y del trabajo precario ejemplificado por los ambulantes, tradición que acaso comienza con los estudios programáticos de Hernando de Soto sobre la economía informal en el Perú,  en los momentos iniciales de un debate anti-estatista de cuño neoliberal,  y que pasa luego, con signo político muy distinto, al abordaje de las prácticas plebeyas, resignificadas por el gesto crítico de Verónica Gago en su libro sobre las ferias del mercado negro de La Salada en la Argentina.[3]   En efecto, la ficción de Diamela Eltit elabora espacios altamente conceptuales, esferas imaginarias, donde la novela trabaja puntualmente un interfaz de la teoría política contemporánea, especialmente a partir de toda una gama de discusiones inspiradas por la irrupción de nuevas formas de activismo y emplazamiento urbano frecuentemente identificadas con los movimientos OCUPA a partir del 2011. Me refiero, por ejemplo, a las amplias discusiones sobre la cuestión de la asamblea y las nuevas formas de intervención desatadas en las políticas de la multitud.[4]  La ficción desafía las categorías y las condensaciones de la teoría mediante una serie de operaciones que distancian la novela de las prácticas más reconocibles o habituales de la meta-ficción contemporánea, muy marcada por la deriva borgeana de la ficción hacia la voz ensayística o auto-reflexiva.  En un sentido inesperado, la novela de Diamela repotencia la escritura de la ficción como un trabajo artesanal de la lengua mediante el relevo de voces como materia mínima del acto de novelar.  Esto se nota particularmente en la distribución meticulosa de las formas del discurso referido y otras operaciones que inscriben los tonos, cuerpos y mundos de las voces múltiples; v