La declinación de Evo Morales
Por: Fernando Molina*
Imagen: Satori Gigie
El periodista y escritor boliviano Fernando Molina, ganador del premio Rey de España en periodismo, analiza críticamente el último periodo del gobierno de Evo Morales, a partir de lo que considera una serie desafortunada y continua de errores que lo emparentan “a uno de los tantos caudillos oligarcas que ha habido en la historia boliviana”. El progresivo alejamiento de los movimientos sociales y el repliegue sobre ciertas anquilosadas camarillas de poder ponen en jaque, según el autor, al movimiento progresista y de renovación política que supo ser el evismo.
El camino del presidente boliviano Evo Morales ha dejado de ser uno de conquistas y alabanzas; cada vez se parece más a un ascenso al calvario. Hoy apenas goza de un respiro de una larga serie de dificultades y errores políticos que eran impensables apenas dos años atrás, cuando el 20 de octubre Morales resultaba relecto por tercera vez con el 61% de los votos. En este momento tiene alrededor del 40% de la intención de voto, una cifra que sigue siendo importante, pero que se halla al final de una aguda curva descendente.
La ruta perdedora comenzó en 2015 con la aparición de problemas económicos internacionales, a causa de la disminución de los precios de las materias primas.
La popularidad de Evo se debió en primer lugar a que hizo un gobierno que despertó las ilusiones nacionalistas de la población mediante el potenciamiento del Estado, el cual se adueñó de la industria del gas, la principal del país; una política exterior arronjada y patriótica; la compra de artilugios espaciales y de plantas gasíferas de punta; la construcción de carreteras, edificios, estadios, escuelas, etc. Todo esto se financió con los ingresos extraordinarios que generó el aumento del precio de las materias primas que Bolivia está especializada en explotar.
La economía vivió el tipo de prosperidad que los economistas describen con el nombre de “enfermedad holandesa”: una gran liquidez que se traduce en gasto estatal y privado, y un incremento de los salarios y los beneficios sociales, pero no en industrialización, y que por tanto se disipa en importaciones , actividades terciarias improductivas y boom inmobiliario. Por eso las manufacturas bolivianas están en una situación precaria: los altos salarios encarecen su producción y hacen muy difíciles las exportaciones de bienes industriales nacionales. Al mismo tiempo, no dejan de levantarse edificios y de aparecer restaurantes y centros nocturnos por doquier.
La “enfermedad holandesa” entusiasma a la mayor parte de la población, pero tiene un talón de Aquiles: depende de los ingresos que puede obtener el Estado, que han caído abruptamente por el desplome del precio del petróleo.
El panorama es complicado, ya que se han producido cambios estructurales en la economía mundial, que se originan en la ralentización del crecimiento chino, el fin del “súper-ciclo de las materias primas” y una reversión de los flujos de capital que beneficiaron a América Latina en la última década. El resultado de esta caída del flujo es el aumento de los costos de financiación de proyectos y emprendimientos en Latinoamérica, lo que puede incidir en la detención del crecimiento.
El bajo costo del petróleo y las materias primas será perdurable. Se espera que el barril no supere los 60 dólares en los próximos dos a tres años. Se puede hablar de un “shock de mediano plazo” para la economía boliviana. El sentido común económico sugiere, por tanto, la retracción del gasto público, a fin de evitar el crecimiento del déficit fiscal, que ya alcanzó el 6% del PIB en 2015 y se prevé del mismo tamaño para este año.
Pero el gobierno no parece dispuesto a ello. En cambio, está tratando de compensar la carencia de ingresos con la contratación de préstamos de China y los organismos multilaterales, algo que pocos creen que sea suficiente. Por lo pronto, la desaceleración que ya ha comenzado a vivir la economía está causando problemas de toda índole al país, entre ellos una mayor fricción con los “movimientos sociales” hasta ahora oficialistas.
La situación actual presenta una serie de analogías con el proceso posterior al último boom de las materias primas, en los años ‘70, bajo el gobierno de Banzer. Entonces también se postergó el ajuste y se recurrió al endeudamiento para conservar el dinamismo económico y sus beneficios políticos. El resultado de esta política de “escape hacia delante” fue la creación de las condiciones que estallaron en la gigantesca crisis de los ‘80.
El siguiente factor de la declinación de la fuerza de Evo Morales ha sido la corrupción, que las encuestas ya comienzan a anotar como la principal preocupación de la ciudadanía. A comienzos de este año, estallaron dos sonados casos que tocaron a la alta cúpula del Movimiento al Socialismo (MAS), el primero, y la del gobierno, incluyendo a Morales, el segundo. Si bien no se demostró que los principales gobernantes estuvieran involucrados, estos casos extendieron un manto de descrédito sobre todo el proyecto del MAS que, como dijimos, hasta entonces solo cosechaba aplausos.
Allí es donde Morales, reconocido como un muy hábil político –e incluso como un “genio” por sus adherentes–, comenzó la seguidilla de serias equivocaciones que lo trajeron hasta la situación actual. Frente a los escándalos, no articuló una respuesta gubernamental bien pensada, coherente y colectiva, sino que tomó decisiones fragmentarias, dejando que los hechos se sucedieran y que sus colaboradores actuaran de manera inarmónica.
Fue entonces que sobrevino el golpe más duro. Cometiendo otra vez un error, Morales impulsó un referendo constitucional para asegurar el permiso legal de su siguiente reelección. Acababa de ganar unas elecciones y todo el asunto resultaba muy forzado. Era un momento, además, en el que Venezuela –país con el que se asocian las reelecciones sucesivas– se había convertido en un mal ejemplo a seguir. Pero el peor error del presidente fue abordar el referendo de una manera muy ingenua, sin siquiera contratar encuestas y mucho menos una empresa de estrategia electoral, según trascendió ulteriormente. Intentó ganar con una receta adecuada para otro tipo de elecciones y le fue mal: el 51% de la población rechazó la posibilidad de su reelección.
Si en las elecciones el presidente había logrado vencer en ocho de las nueve regiones del país, excepto en el arisco Beni, que nunca ha dado su consentimiento al proyecto político que dirige, en el último referendo solo ganó en tres regiones, las tres occidentales y con mayoría indígena: La Paz, Cochabamba y Oruro. Y aun en estas perdió entre 12 y 14 puntos porcentuales respecto a lo que había conseguido en octubre de 2014. En las tradicionalmente opositoras Tarija y Santa Cruz, donde sin embargo había triunfado en las elecciones de hace un poco más de un año, obtuvo 11 y 8 puntos porcentuales menos, respectivamente. Pero donde sufrió su mayor traspié fue en la región minera de Potosí, donde la combinación de la crisis de los precios de los minerales y la atención, según dicen los analistas, “displicente y arrogante” de las demandas de la población de esta deprimida región quechua, lo llevaron a perder nada menos que 23 puntos porcentuales respecto al resultado que le dio la victoria allí en 2014. Llegó allí, entonces, por otro error.
Las consecuencias de los errores
Como resultado directo de todo esto, la ilusión que despertaba el gobierno y su promesa de renovación de la política tradicional boliviana han quedado mediatizadas y, en la percepción de algunos sectores, destrozadas por la realidad del desempeño gubernamental.
Hoy los cambios realizados ya no despiertan el mismo entusiasmo, sea porque no han funcionado, sea porque, habiendo funcionado, ya no sorprenden y se han incorporado a la cotidianeidad. El presidente repite un discurso en contra de un “enemigo” que se debe derrotar, que ya no es convincente, o un discurso de corte tecnocrático, sobre los logros de su gestión, que no es inspirador. El problema de estos discursos se halla en que la audiencia ha cambiado: su embeleso con el MAS ha comenzado a disiparse.
Una encuesta realizada después del referendo de febrero mostró que el propósito del MAS de insistir en habilitar a Evo Morales para su re-postulación en 2019 ha enajenado a la mayoría de las clases medias urbanas. El rechazo a una nueva reelección que mostró esta encuesta era aún mayor que el que se dio en el referendo. Según esta investigación, si un referendo similar se repitiera, incluso El Alto, donde el “sí” ganó en febrero, daría las espaldas al proyecto oficialista. La mayor parte de la población urbana quiere que el presidente Evo Morales se vaya en 2019. Si las esperanzas del oficialismo de ganar electoralmente aún se mantienen, esto solo se debe al respaldo todavía alto –pero menor al obtenido en el pasado– que posee en las áreas rurales. Aun así, sin El Alto una victoria resultaría casi imposible.
Las clases medias tienden a orientarse políticamente por las señales que le dan sus líderes de opinión, tanto desde los medios como desde los cafés y los comentarios cotidianos en las oficinas y los hogares. Y estos líderes están defraudados del gobierno, tanto porque ven con aprehensión los esfuerzos continuistas de este, como por la falta de circulación de las élites que ocupan el poder desde hace más de diez años, un estancamiento del poder que cierra el paso a las aspiraciones de ascenso social que tienen los críticos.
Con lo que llegamos a la causa original de los errores subjetivos del gobierno, es decir, de aquellos que no se deben al natural deterioro de una gestión tan prolongada como la suya. Y es que Morales se ha convertido en un caudillo, esto es, un inspirador de las masas y un acaparador del poder que no tiene facultades organizativas y carece de toda lógica meritocrática. De este modo, los otros dirigentes que finalmente se convirtieron en el “entorno” de él y del vicepresidente Álvaro García Linera (el canciller David Choquehuanca y los ministros Juan Ramón Quintana, Carlos Romero y Luis Arce, cada uno a cargo de un grupo propio) solo necesitan obedecerlo para sobrevivir políticamente. Es más, deben obedecerlo para sobrevivir.
Entonces, si él no organiza adecuadamente algo, por ejemplo una estrategia de defensa frente a las acusaciones de tráfico de influencias que le cayeron por su relación con Gabriela Zapata –una arribista que se aprovechó económicamente del hecho de haber sido su novia–, entonces los demás dirigentes son incapaces de hacerlo. E incluso si pudieran no lo harían, dado el ambiente altamente competitivo en el que se mueven.
Como suele ocurrir, el caudillismo cobra el precio más alto al propio caudillo. Este sistema divorció a Evo de las masas que antes había logrado representar mejor que nadie en la historia boliviana. De ser el presidente de los “movimientos sociales”, pasó a ser el “rey” de un archipiélago de camarillas que disputan entre sí por su favor, y que lo consiguen por el medio suicida de impeler a Evo a elegir entre ellas y su propio movimiento, o entre ellas y las clases medias que en algún momento del pasado simpatizaron con el presidente. Cada vez que Evo las elige, entonces, se aleja más del pueblo. A pesar de eso, Evo las elige siempre, no se atreve a cambiar de entorno desde hace casi una década, porque no puede confiar en nadie más que en quienes, por estar ya en el poder, se benefician del caudillismo. La otra opción ante él sería abrir el gobierno, lo que lo pondría en el camino democrático normal, esto es, sacaría al país del caudillismo. No es, por lo tanto, una opción fácil para él.
En esa medida, Morales es un rehén de su entorno, que por eso ha devenido impune: no importan las barbaridades que cometan los ministros, igual siguen en sus puestos. El entorno aceita esta relación –comparable a la de las parejas tóxicas– predicando que: a) el caudillo es providencial e imprescindible; b) todo ataque externo a las camarillas en el poder es un ataque al gobierno en su conjunto y, sobre todo, al presidente; c) por tanto, todo ataque es una conspiración, un intento de “golpe de Estado”, incluso si los ejecutores son los aliados de antes (los movimientos sociales), pues hasta ellos actúan instrumentados por el imperio y buscan un “golpe blando”; y, entonces, d) para defender el poder del caudillo hay que mantener a las camarillas.
Por supuesto, este esquema político cierra la mente del presidente a toda posible autocrítica (o a la inversa: porque éste se opone a la autocrítica tal esquema político es posible).
La falta de autocrítica sistemática impide que el gobierno adopte una estrategia política-comunicacional moderna, racional, que le permita recuperar el terreno perdido. Por el contrario, el afirmar la verdad intangible del caudillo y su entorno lleva al gobierno a estrellarse más y más en contra de sus bases políticas.
El entorno ha quedado fuera de toda evaluación, suspendido en un limbo protector, con el argumento de que cualquier sanción en su contra contribuiría a la conspiración en marcha contra Morales. Increíblemente, nadie pagó políticamente la derrota en el referendo de febrero pasado. De este modo, involuntariamente, todo el desprestigio de los errores se carga sobre el propio presidente.
Este, sin embargo, no carece de culpa. Si su pensamiento fuera menos bipolar, menos confrontativo y, en última instancia, más sano y “bueno”, entonces podría darse cuenta de que el mundo entero no debe de estar en su contra sin que medie ninguna razón, por el puro deseo de echarlo del poder. Pero el pensamiento de Morales pertenece al tiempo de la guerra fría: lo ve todo en blanco y negro y no confía en nadie que no esté completamente dispuesto a obedecerlo. Y así es como ahora se entrega al juego con su entorno, desmintiendo el genio político que supuestamente lo llevó tan lejos.
A este paso, si todo sigue así, Evo terminará como otro de los caudillos oligarcas que ha habido en la historia boliviana: prisionero del palacio, delirante y odiado, teniendo que defenderse a sangre y fuego de sus enemigos, incapaz de gobernar, aunque todos los títulos le concedan este privilegio. En una situación similar, en suma, a la que hoy atraviesa Nicolás Maduro.
¿Hay salidas? Como resulta evidente del análisis que hemos hecho, algo aparentemente tan simple como un cambio de gabinete reviste hoy en Bolivia una importancia suprema. Solo si Morales se deshace de todas las camarillas que lo rodean y deja que el aire fresco de la crítica y la autocrítica entre por las ventanas cerradas a cal y canto de su oficina, tiene posibilidades de evitar el destino del “patriarca” imaginado/retratado por Gabriel García Márquez.
*Fernando Molina es periodista y escritor. Ganador del Premio Rey de España en periodismo.