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Acidia carioca. Reseña de «Cuerpo presente»

Por: Alejandro Ignacio Virué

Foto: Felipe Barceló

 

Dakota Editora presenta la primera novela de J. P. Cuenca (1978), de quien sólo teníamos en español El único final feliz para una historia de amor es un accidente (2012, Lengua de trapo). Con una cuidadosa traducción de Martín Caamaño, Cuerpo presente cuenta la historia de Carmen, Alberto y un narrador obsesivo, que no se resigna a la pérdida de su enamorada ni a los límites de la escritura para dar cuenta de lo real.

 


 

Cuerpo presente (João Paulo Cuenca)

Traducción de Martín Caamaño
Dakota Editora, 2016

120 páginas

 

Para la patrística medieval, uno de los peores vicios que podían afectar a una persona era la acidia, y los principales candidatos a sufrirla eran los monjes. Su entrenamiento en el contacto con Dios podía devenir fácilmente un desapego del mundo. Y si bien en la concepción misma de la vida monástica está implícita una distancia de lo terrenal, el acidioso es aquel que la lleva a su hipérbole: cualquier actividad le resulta un sinsabor, sus pares empiezan a parecerle groseros y faltos de inteligencia, el lugar que habita se le hace inerte. Este desencanto con lo real lo lleva al refugio de la fantasía: imagina monasterios inexistentes y lugares en los que podría ser más pleno y feliz; inventa colegas con los que tendría charlas de una profundidad imposible de alcanzar con quienes lo rodean; a veces llega al delirio y la alucinación. Es ilustrativa la descripción que Joannis Cassiani, un monje y teólogo del siglo IV, hace de la afección:

La mirada del acidioso se posa obsesivamente sobra la ventana y, con la fantasía, se finge la imagen de alguien que viene a visitarlo; ante un crujido de la puerta, salta sobre sus pies; oye una voz, y corre a asomarse a la ventana para mirar; y sin embargo no baja a la calle, sino que vuelve a sentarse donde estaba, embotado y como amedrentado.

Cuerpo presente, la primera novela del brasileño João Paulo Cuenca –que a pesar de tener más de una década, acaba de ser publicada en español–, pone en escena a un monje acidioso, aunque aquí Dios tenga nombre de mujer. Situada en su totalidad en Copacabana, el famoso barrio de Río de Janeiro –que, dicho sea de paso, el narrador recorre de cabo a rabo, geográfica y socialmente: desde la piedra de Leme hasta el fuerte; de una vernissage en un lujoso edificio de la costa a una fiesta en la favela del Morro do Pavão–, la novela narra la historia de Carmen, Alberto y el narrador, tres personajes, por momentos, difíciles de diferenciar. La configuración inicial de una suerte de triángulo amoroso-sexual, donde el narrador sería el tercero en discordia de la pareja formada por Carmen y Alberto, se complejiza con el correr de la novela al punto de que, hacia el final, dudaremos acerca de si hay realmente tres personajes o Alberto no es más que el alter ego alucinado del narrador: una excusa para hablar de sí mismo en tercera persona.

Si bien estamos frente a una novela de amor, el libro de Cuenca no deja de ser un artefacto extraño. Ya su estructura suscita una incógnita. Sus breves capítulos siguen la progresión de los números primos hasta el 283, con la excepción de cuatro (entre ellos, el primero y el último), que llevan los nombres de los personajes: “Carmen”, “Carmen y Alberto”, “Alberto y Carmen”, “Alberto”. Los números primos, divisibles solo por sí mismos y por la unidad, nos dan una primera clave de lectura: cada capítulo tiene una relativa autosuficiencia, no por contener historias independientes, sino porque no necesariamente conforman, en su aparición conjunta, una trama. La novela es una acumulación insensata de recuerdos de Carmen, la amada del narrador.

Tanto en el caso de los monjes como en este, lo que está en juego es un objeto de amor total, que admite, incluso, las mismas caracterizaciones. El filósofo neoplatónico Mario Victorino patentó una célebre y enigmática descripción de Dios: todo y nada de todo. El personaje de Carmen es igual de inasible: madre sacrificada, prostituta, travesti, niña, oficinista, protagonista de una película, mendiga, muerta. La imagen que vamos forjando de ella se diluye una y otra vez, y al final de la novela lo único que podremos saber con certeza es su función en la vida del narrador: solo ella instaura una diferencia en la sucesión de los días, todos iguales, rutinarios, neutros; solo ella puede agregarle belleza a ese ecosistema desangelado que es Copacabana; ella es la única vía de escape de sus colegas escritores, que –como al monje víctima de la acidia– le resultan frívolos e insignificantes.

El título de la novela evoca una forma típica de despedir a los muertos. Cualquiera que haya estado en un velorio puede comprender que la última exposición del cadáver ante sus seres queridos no es, meramente, la actualización de una antiquísima tradición. Enfrentarse al cuerpo del muerto es una propedéutica dura pero, posiblemente, la más eficaz para que el entierro no sea solo literal: compartir con los demás deudos historias que involucran a quien ya no puede hablar en primera persona, además de honrarlo, atempera la tormentosa soledad del duelo. No en vano en otras épocas se pagaba a lloronas para que hubiera siempre, durante las exequias, una manifestación un tanto estremecedora, que propiciara el clima para la puesta en común del sufrimiento. Como si fuera un velorio a cajón abierto, el narrador de Cuerpo presente nos cuenta un sinfín de experiencias que tienen a Carmen de protagonista. Pero Cuenca no solo muestra la importancia del duelo sino también, y principalmente, sus límites, que no son otros que los límites de cualquier narración. El dolor de la ausencia del amado tiene una temporalidad autónoma; no hay evocación que pueda calmarlo. En el discurrir del narrador sobre Carmen, una y otra vez el cuerpo de la muerta se manifiesta, violando las leyes de la memoria, incluso las de la percepción. Estas facultades se confunden permanentemente: todo recuerdo es exhibido en presente y no hay señales textuales que indiquen que la experiencia narrada corresponde al pasado. Una caminata por la plaza de Lido culmina con el narrador vuelto niño, arriba de un tobogán, lleno de miedo, frente al dilema de tirarse o desandar el camino de las escaleras, hasta que ve los brazos de su madre, esperándolo al final del tobogán, y se anima.

Pero su madre resulta ser Carmen. El narrador viaja en taxi, borracho, junto a Carmen. Ella está acurrucada a él y el roce de los cuerpos, sumado al movimiento del auto, desencadena el erotismo. Empiezan a besarse, se tocan, hasta que la mano del narrador baja a la entrepierna de Carmen y descubre que es un travesti. Como el monje acidioso, que encontraba en la ventana una visión que lo ayudara a soportar la realidad, el narrador de Cuerpo presente percibe a Carmen donde sea que esté. En el cine, transfigura los personajes de la pantalla –trasladándose él mismo, de hecho, a ella–, y convierte la película en una escena más de su vida juntos. En un cabaret, llega al extremo de ver a Carmen en más de una prostituta al mismo tiempo.

A pesar de haber volcado todas sus energías intelectuales a explicar racionalmente a Dios, los filósofos del Medioevo siempre manifestaron su desconfianza en el lenguaje como medio legítimo para hacerlo (claro que no había otro y eso explica que existan tantas páginas dedicadas a representar esta irrepresentabilidad). A un problema semejante parece enfrentarse Cuenca. La imposibilidad del duelo queda en evidencia una y otra vez a lo largo de la novela. Pero el autor pone en la boca de los personajes un fracaso aún más interesante: el de la representación; peor todavía, el de la escritura. La desconfianza respecto de la palabra aparece innumerables veces. En las primeras páginas del libro el narrador confiesa que si la realidad fuera como Carmen, no sería necesario escribir. La escritura no es una práctica autojustificada; su existencia es una prueba más de la imperfección del mundo, y es esta imperfección –como la existencia del mal, en el caso de los teólogos– el leitmotiv de su escritura.

El narrador asume ese defecto y trata de mostrar, aun así, la historia de Carmen. Pero sus oraciones no lo conforman; el cuerpo de Carmen rehúsa cualquier narración y, a pesar de ser consciente de ello y aceptar, como solución de compromiso, “la necesidad de exponerlo todo”, sus quejas por la inadecuación del lenguaje aparecen hasta el final del libro, en boca de Alberto, que “escribe unas boludeces insoportables” que solo la arbitrariedad de la edición podría compilar en un libro:

Nada de lo que Alberto haya escrito sobre Carmen vale ni un segundo de la vida de nadie. Alberto se da cuenta de que pasó la vida buscando expresar un sentimiento puro, libre de referencias, pero sólo logró lanzar ideas inútiles, pensamientos vacíos, circulares. Superficialidades que les agradan a algunos, o que sólo ayudan a aumentar más la humillación.

La crítica a la escritura aparece también como un reclamo a sus ejecutantes. Hay varios momentos donde el narrador se queja de sus colegas escritores, a quienes considera una “generación de incompetentes estériles”, entre los que no recuerda “haber visto a alguien espontáneo en los últimos cien años”.

Es aquí donde, me atrevo a arriesgar, Alberto, el narrador y el autor coinciden. En una entrevista que brindó en su reciente visita a Buenos Aires para presentar su primera película, La muerte de J.P. Cuenca, el escritor les pidió a sus colegas “un poco más de irresponsabilidad”. Si el lenguaje está destinado al fracaso en su pretensión de expresar lo verdaderamente importante; si eso es lo que nos habilita a exponerlo todo, sin jerarquías, la escritura, pareciera querernos decir Cuenca, debe ser desvergonzada, genuina, cercana a la experiencia, visceral. El narrador de Cuerpo presente solo escribe de noche, cansado, una vez que el alcohol y las drogas han logrado sus efectos, en un grado de toxicidad siempre próximo al vómito, como si de esta forma la escritura pudiera convertirse en un fluido corporal más. Cuenca elige para su primera novela un nombre que funciona, en definitiva, como declaración de un ideal estético.