LA HISTORIA ALTERADA
Por: Julio Ramos
Presenté el trabajo que sigue en la serie de conferencias titulada “Nuevas Perspectivas de Historia Intelectual Latinoamericana” en la Universidad Nacional de Quilmes, Argentina, el 4 de junio de 2021. Agradezco a Martín Bergel la invitación a participar en ese ciclo de charlas ofrecidas en el marco del Seminario de Historia Intelectual de la UNQ, y a Elías Palti, director del Centro de Historia Intelectual, sus palabras de introducción. El registro en video de la conferencia, entonces titulada “La droga en las fronteras de la historia intelectual”, está disponible en el canal del CHI en youtube e incluye una sesión de preguntas y respuestas moderada por Dhan Zunino Singh, coorganizador de la serie, a quien también agradezco su hospitalidad.
Voy a comentar sobre una inflexión farmacológica de la literatura y la teoría cultural contemporáneas antes de proponerles una aproximación al poema “Valium 10” (1972) de la escritora mexicana Rosario Castellanos, una inesperada narcografía de la vida doméstica.
En la medida en que las drogas alteran la relación entre vida material, percepción y políticas del cuerpo, suscitan una serie de preguntas sobre los límites de la categoría moderna del sujeto. Desde principios del siglo XIX, cuando la alteración sensorial se convierte en un motivo recurrente de las exploraciones literarias en las fronteras y límites racionales de la modernidad, los intentos de conceptualizar la experiencia de las drogas se han enfrentado a una paradoja recurrente. Las sustancias transforman el tejido sensorial de un principio de realidad secularizado, de modos que frecuentemente se han identificado con el objeto mismo de la estética en su promesa de una relación alternativa con la vida, el cuerpo, la experiencia y la percepción misma, desatada idealmente de los rigores de la razón instrumental. Paradójicamente, cuanto más fuertes son las sensaciones que producen las drogas, más expuesto queda el sujeto al uso compulsivo. Este es al menos el caso de los analgésicos y estimulantes, modelos genéricos en el siglo XIX de las dos sustancias que interesan en estas discusiones, la morfina y la cocaína, ambas procesadas inicialmente en laboratorios europeos, aunque derivadas de una historia extractiva colonial, con sus cuerpos, materialidades y tiempos asincrónicos. El hachís y el cannabis ocupan también un lugar destacado en la farmacopea literaria desde el siglo XIX, pero no tienen el mismo vínculo con la producción industrial de fármacos que nos interesa explorar aquí.
Al menos desde De Quincey (1821) y Baudelaire (1860), los placeres de los paraísos artificiales han estado minados por los agujeros abismales de la repetición compulsiva, la caída del sujeto moderno, orientado normativamente al rendimiento y a la instrumentalización del entorno, en estados de abulia e inacción extrema. Significativamente, De Quincey, Baudelaire y el heterónimo de Pessoa, Álvaro De Campos (1915) asociaron las secuelas de la experiencia de las drogas con la ruptura de la voluntad y el colapso de los atributos que definen a un sujeto activo, autónomo y soberano. De ahí se desprende, como sugería De Quincey en sus Confesiones de un inglés comedor de opio, que los efectos de las drogas se conviertan pronto en un asunto atractivo para la investigación filosófica, incluso antes que para la historia. Las drogas producen la imagen invertida de categorías filosóficas modernas como la voluntad, la libertad, la autonomía del sujeto, a la vez que suspenden las coordenadas del principio normativo de realidad, los amarres que aseguran la integridad de la persona en un orden simbólico y jurídico. No es de extrañar, entonces, en un momento u otro, que en la obra de varios de estos autores que acabo de mencionar, el viaje impulsa al narconauta por las rutas de una pesadilla orientalista farmacolonial en el accidentado itinerario de un cosmopolitismo irónico que culmina posiblemente con las fugas contraculturales a México y a Centro y Sur América de la generación Beat.
La paradoja del fármaco como remedio y veneno es recurrente aún en perspectivas contemporáneas que oponen el potencial liberador de la experiencia drogada al control de los sentidos y a la conciencia identificada con la producción institucional de la verdad. Peter Sloterdijk, por ejemplo, ha argumentado que la historia de la filosofía occidental podría narrarse como el devenir de estrategias para contener o expulsar las descargas sensoriales del éxtasis y el entusiasmo del dominio legítimo de la verdad filosófica. Este argumento se basa en una especie “hipótesis represiva”, podríamos llamarla siguiendo muy libremente las paradojas del análisis foucaultiano de la proliferación de discursos de la sexualidad reprimida. Se basa en la escena primaria de la oclusión de la experiencia alterada originada en los rituales del chamanismo. En esto Sloterdyjk coincide con los argumentos más programáticos de la historia general de las drogas de Antonio Escohotado, un punto de referencia ineludible en las investigaciones históricas de este campo. En la Historia general de las drogas de Escohotado los estados de éxtasis y la experimentación son explicados como formas de disidencia o “desobediencia farmacológica” que se oponen, primero, a la centralización religiosa y posteriormente, ya en un mundo secularizado o desencantado, a los controles estatales sobre el individuo y su cuerpo, aposento primero de su derecho y posesión de acuerdo a Escohotado. En efecto, en la monumental Historia general de las drogas, la hipótesis represiva conduce a Escohotado a una especie de individualismo radical, entramado en una crítica de la prohibición que proclama los derechos individuales del sujeto a alterar su cuerpo, su mente, su percepción o lo que le dicte su deseo, contra los controles e interdicciones del Estado. No hay que ignorar la deriva liberal de Escohotado, para reconocer el peso indiscutible del prohibicionismo, su fuerza opresiva, históricamente inseparable de la moral que impulsa a las interminables cruzadas contra las drogas y que subyace a la panoplia de discursos médicos, jurídicos y policiacos que se producen en su entorno. Desde comienzos del siglo XX, estos dispositivos han operado mediante construcciones normativas del cuerpo ideal ciudadano, en el cruce higienista de la medicina y la criminología, según ejemplifica el libro sintomático del Dr. Gregorio Bermann publicado en Córdoba, Argentina, en 1926, una de las primeras referencias latinoamericanas a la emergente “ciencia” de la toxicomanía, inseparable de las primeras leyes de regulación o control del consumo, producción y distribución de las sustancias controladas. La novela corta Sebastián Guenard del escritor puertorriqueño José de Diego Padró (1924), con trama situada en Chinatown de Nueva York, registra cabalmente el tránsito de la droga como dispositivo de una subjetividad bohemia o “decadentista” a la patologización y criminalización.
Aunque supone una historia insoslayable de prohibiciones y guerras contra las drogas, la hipótesis represiva confirma la importancia de un tropo de historia contracultural en el que las sustancias que alteran la sensibilidad, en particular los alucinógenos y el cannabis, y más recientemente otros diseños psicoactivos, como el éxtasis y algunas variaciones de la metanfetamina, son considerados herramientas de resistencia o subversión contra las demandas que se fraguan como horizonte normativo del cuerpo ciudadano en el despliegue de los múltiples dispositivos biopolíticos que puntualizan la historia de las drogas, la prohibición y sus efectos en el complejo industrial-carcelario. Lo que a su vez ayuda a explicar por qué los estados alterados suscitan sistemáticamente reacciones morales y disciplinarias en discursos transitados por la ética del trabajo y la productividad a contrapelo de los usos del cuerpo basados en contra-economías del goce, el gasto y el exceso.
Esto conduce a varios cuestionamientos y posibles debates. 1) El primero tiene que ver con los efectos sociales, económicos, médicos y espirituales de lo que Eve Kosofky Sedgwick relaciona con las “epidemias de la voluntad”, una contribución a la historia de los hábitos y las compulsiones no ya como una condición excepcional de individuos aislados, sino como un horizonte de la subjetividad en las sociedades modernas, marcadas por la historia del consumismo desde sus orígenes en el siglo XIX. 2) La segunda cuestión tiene que ver con la expansión global del régimen farmacológico, donde los experimentos de alcance biomédico, genético o neuroquímico transforman la vida y, con ello, nuestra comprensión de las fronteras entre lo humano y lo no-humano, la vida alterada tecnológica o químicamente. 3) El tercer asunto que no se explica mediante un enfoque contracultural o libertario de las drogas, tiene que ver con una dimensión necropolítica notable, por ejemplo, en el alcance de la epidemia de opioides y de la heroína sintética en los Estados Unidos y otras partes del mundo, probablemente el principal problema de salud pública en ese país hasta que la pandemia actual del COVID lo desplazó casi por completo. La crisis de los opioides ha impactado la discusión acerca de las sustancias en los regímenes de alteración, al menos, de dos maneras: primero, ahora enfrentamos los factores de una crisis desencadenada por drogas manufacturadas industrialmente y en muchos casos legalmente recetadas; segundo, la llamada epidemia de los opioides sintéticos durante la última década reintroduce el elemento de la muerte en el control contemporáneo de las poblaciones vulnerables y abandonadas. Esto complica las distinciones entre drogas legales e ilegales que distribuían aún los límites del análisis de la narco-cultura en un arco de reflexión sobre droga y violencia que culmina en el libro Capitalismo gore de Sayak Valencia, con el antecedente importante de los trabajos antropológicos de Philip Bourgois en el Harlem puertorriqueño de Nueva York. Dicho de otro modo, la droga no es sólo el objeto de economías de una violencia salvaje (o gore), externa de los territorios de la violencia legítima, sino un aspecto del capitalismo contemporáneo.
Cuando se aborda desde el punto de vista de estas tres discusiones, la hipótesis general que sostiene que las drogas han sido sistemáticamente reprimidas en la historia del capitalismo, requiere, por lo menos, algunos matices y discusiones. Sin subestimar los efectos letales que abundan en la larga historia del prohibicionismo y el correlato del complejo médico-carcelario, es necesario reconocer, al mismo tiempo, que la producción de las drogas prolifera en coyunturas diversas y contribuye de múltiples maneras al proceso de nuevos modos de subjetivación y control social, una preocupación que tanto Aldous Huxley como William Burroughs trabajaron intensamente en sus ficciones distópicas sobre la sociedad de control, Brave New World (1932) y The Soft Machine (1961) respectivamente.[1] Ciertamente no estamos hablando ya de un régimen biopolítico basado en el doble movimiento foucaultiano de individuación y disciplina, cuerpo y población, sino de formas de alteración o modulación de la vida en sociedades contemporáneas de control, según la propuesta de Gilles Deleuze.[2] Ya en el “Post-scriptum sobre las sociedades de control” de 1990, Deleuze mencionaba, sin elaborar casi, “la producción farmacéutica […], los enclaves nucleares [y] las manipulaciones genéticas” que cumplen un papel en la configuración de nuevos regímenes del poder sobre la vida. Con más tiempo convendría notar la deriva en elaboraciones posteriores de este concepto en los debates sobre lo que Lazzarato llama el “noo-poder”, es decir, el poder de la virtualidad y las modulaciones de la vida anímica en la era del trabajo inmaterial; así como en las discusiones ya bastante generalizadas sobre el psico- y neuro-poder.[3]
Por ahora quiero mantenerme cerca de la dimensión farmacológica de estas consideraciones. La formidable acumulación de capital farmacéutico desde finales del siglo XIX hasta el presente se ha sostenido en una demanda de productos orientada por dos objetivos decisivos en las políticas del cuerpo de la ciudadanía moderna: por una parte, las garantías inmunológicas y la cura de enfermedades contagiosas; y, por otra, no menor en sus efectos materiales y simbólicos, el control del dolor, marco que se amplía notablemente desde la Guerra Fría, en la deriva más reciente de la psico- y neuro-farmacología. En este sentido, al considerar los supuestos teóricos o conceptuales que marcan la investigación histórica en este campo, es importante recordar dos trabajos pertinentes sobre los poderes y materialidades farmacológicos. El primero es el texto clásico de Susan Buck-Morss sobre la relevancia de la historia de la morfina para una relectura del trabajo de Walter Benjamin, y su acercamiento al papel anestésico que cobra la vida material en las fantasmagorías. Su ensayo abrió una ruta alternativa para el estudio de la aiesthesis moderna y la plasticidad de la experiencia sensorial transformada por los cambios tecnológicos del capitalismo y por la intensificación de los estímulos urbanos, particularmente en las fábricas y la vida en la calle. El segundo corresponde a Paul Beatriz Preciado quien, en un giro que expande la noción foucaultiana del biopoder y el debate sobre la sociedad de control, introduce el análisis de las modulaciones contemporáneas de la sexualidad y el control de la natalidad bajo un régimen basado en “los modos de “subjetivación fármacopornográficos”. Me refiero a su formidable cruce de teoría y narrativa del proceso personal de aplicación hormonal trans en Testo yonqui, un protocolo experimental que impacta la discusión en torno a las identidades como construcciones sociales o prácticas performativas para considerar, en cambio, la modulación de la vida bio-psico-afectiva del sujeto.
Bajo el impacto del Covid-19, el debate público sobre los laboratorios de la Big Pharma como entidades corporativas se han intensificado notablemente. La pandemia infunde nuevo vigor a la crítica de intereses empresariales y del capital financiero que sobredeterminan la investigación científica y las políticas de salud pública bajo los mercados neoliberales. La cuestión del “racionamiento del cuidado” y de “quién merece vivir” bajo las presiones extremas del colapso de los sistemas de salud impactados por la pandemia adquiere nuevas dimensiones, pero una vez más dominan la lógica empresarial y los monopolios bajo la protección de unos pocos estados nacionales que rigen la producción del saber y la investigación farmacéutica, cuyos resultados tienen efectos directos en las fluctuaciones de la lógica y los valores financieros. Tomemos, como ejemplo, las declaraciones de los Laboratorios Pfizer cuando el 9 de noviembre del año pasado anunciaron la efectividad de su vacuna contra el coronavirus, noticia que provocó un incremento inmediato en los índices de la bolsa internacional, incluso antes de que se conocieran los riesgos del mencionado producto.
Antes del estallido de la pandemia, la imponente acumulación de capital de los laboratorios farmacéuticos generaba ya una profunda desconfianza popular y en los medios independientes, registrada de múltiples modos en los altos índices de desaprobación pública de sus operaciones y en varios procesos judiciales contra los laboratorios de mucha cobertura y efectos relevantes. Probablemente la reacción pública en los últimos años se deba, por un lado, al alto costo de las medicinas que en proporción inversa a la reducción de los servicios médicos públicos y las pensiones de los jubilados. Pero también las impugnaciones recientes contra empresas farmacéuticas como la Purdue, Johnson and Johnson y otros distribuidores de la Big Pharma, han sido una reacción al papel que han tenido estas compañías en la manufactura de la epidemia de opioides tras el boom de la oxicodona y la heroína sintética provocado por las empresas en las últimas dos décadas. Los análisis de la epidemia de los opioides remiten a un diseño empresarial de consumo nutrido por la desindustrialización, la crisis y precarización de la clase media y trabajadora norteamericana incluso en las zonas rurales, de población blanca, según las pistas testimoniales que explora Sam Quiñones en Dreamland: The True Tale of America´s Opiate Epidemic.
Estimulada por intensas campañas publicitarias y por el respaldo del recetario médico, el estallido de la oxicodona desata lo que Max Haiven ha llamado “nuestras guerras del opio: el fantasma del imperio en la prescripción de la pesadilla opioide”. Los procesos judiciales recientes contra Pharma Purdue y la familia Sackler, propietarios de la Purdue, que patentizó la oxicodona en 1996 documentan ampliamente la multiplicidad de factores e intereses económicos que intervienen en la modulación de la vida en los laboratorios industriales que operan bajo la laxitud neoliberal. La geopolítica de este capital flexible introduce un vector colonial en el análisis de la producción farmacológica, como demuestra Miriam Muñiz Varela en su aproximación a la historia de los laboratorios en Puerto Rico a partir de la década del 1950 y el auge de la píldora anticonceptiva, tras amplios experimentos y pruebas con la población puertorriqueña.[4] Todavía hoy varias de las grandes empresas farmacéuticas instalan sus laboratorios en las mismas zonas industriales donde operan los semilleros de la agroindustria, próximos también a complejos carcelarios, frecuentemente en los mismos terrenos desalojados por la vieja industria azucarera, como sugiere lúcidamente Marta Aponte Alsina en su libro de no ficción, PR 3: Aguirre (2018), sobre los destinos de un gran emporio azucarero, la Central Aguirre, en el litoral sur, caribeño, de la isla. De muchas maneras, el laboratorio colonial contemporáneo contrasta la dinámica entre conocimiento científico, implementación técnica y controles del estado-nación investigada por Bruno Latour en su importante historia de la vida material y los detalles operativos de los exitosos laboratorios de Louis Pasteur en la Francia de finales del siglo XIX; aunque, sin duda, el cuestionamiento de Latour a los reclamos de autonomía de la investigación científica moderna mantiene plena vigencia en el análisis del régimen farmacéutico actual.
En vista de la epidemia de la oxicodona y las trayectorias globales del fentanilo, la heroína sintética, y de las muertes por sobredosis que superaron el medio millón de víctimas en los Estados Unidos entre 2010 y 2019, y que el año pasado, en plena pandemia del COVID 19, superaron las cien mil muertes, es evidente que el debate actual sobre las drogas desborda los acercamientos a las sustancias que modifican la conciencia como olas experimentales que nos ayudan a resistir o a subvertir la razón instrumental de un sobrio gobierno de la vida. La necropolítica actual de las drogas, nutrida por la gran industria de fármacos y medicamentos, presiona también a reconsiderar y a cuestionar la excepcionalidad del narcoestado y a matizar el análisis de la violencia en las economías del abandono, ahora en función de la condición farmacológica y de modulaciones de la vida que ciertamente no reducen su campo de acción a las operaciones del narcotráfico, aunque también las incluyen. Las drogas son poderosos dispositivos de alteración. Como tales, son objetos que moldean o constituyen formas de poder, así como eventos nuevos, frecuentemente rebeldes, pero inseparables de las poderosas intervenciones y dispositivos de control.
Permítanme ahora cambiar brevemente de registro y de archivo para comentar un poema de la escritora mexicana Rosario Castellanos, “Valium 10”, que particulariza algunas de estas cuestiones y paradojas. El acercamiento de Castellanos al tranquilizante y sedante de producción y consumo masivos suscita una reflexión distinta sobre papel de las drogas en la cultura contemporánea, al mismo tiempo que la lectura de su singular narcografía del valium nos permite desprogramar la reducción habitual de estas discusiones a las experiencias, objetos y temporalidades visibilizadas primero por la contracultura y luego por el narcotráfico.
El poema forma parte del libro titulado En la tierra de en medio (otro modo de llamar a Nepantla, el entre-lugar del imaginario mexicano y chicano), un poemario publicado en 1972, en el que las pequeñas vicisitudes y contingencias de una cotidianidad cada vez más prosaica, aplanada por hábitos afectivos sin destino ni fin preciso, desbordan el marco de la intimidad primaria que reclamaba como su territorio propio la poesía lírica, apoyando formas de inscripción del sujeto en el vínculo entre la voz, las palabras y la materialidad de las cosas. Tal como leemos en uno de los poemas más conocidos de ese mismo libro donde aparece “Valium 10”, el texto titulado “Economía doméstica”, la exploración de la subjetividad se debate entre los secretos de un orden casero y el silencio irrevocable de algunos objetos: “He aquí la regla de oro, el secreto del orden:/ tener un sitio para cada cosa/ y tener/ cada cosa en su sitio. Así arreglé mi casa”. La poesía de Castellanos saca las cosas de sitio. Problematiza su lógica del sentido, lo que en otro poema del mismo libro llama “Las lecciones de las cosas”, la lógica de su sentido. Su poesía no re/anima las cosas por gracia e intervención de una potencia figurativa o simbólica que las sacude y disloca, sino, en cambio, porque allí, en la misma lógica de la economía doméstica, las cosas gradualmente dejan de responder al llamado de un orden impuesto por las lecciones de una subjetividad soberana, para replegarse, más bien, en la banal opacidad del hábito.
Como ocurre en otros libros anteriores, especialmente El rescate del mundo, este poemario de 1972 encamina nuevamente a Rosario Castellanos a una serie de preguntas de carácter conceptual o filosófico mediante una dicción levemente fuera de lugar que pone en tensión la preocupación filosófica. Esta leve dislocación de la preocupación filosófica de Castellanos es posiblemente un efecto del prosaísmo del tono en los entornos cotidianos del hábito y en situaciones del tranque irremediable del sujeto, identificada allí como mujer. Por ejemplo, la última estrofa de “Valium 10”, dirigida a una segunda persona que poco a poco reconocemos como la voz desdoblada del sujeto lírico, el “yo” escindido que se habla a sí misma, dice: “Y tienes la penosa sensación/ de que en el crucigrama se deslizó una errata/ que lo hace irresoluble.// Y deletreas el nombre del CAOS. Y no puedes/ dormir si no destapas/ el frasco de pastillas y si no tragas una/ en la que se condensa,/ químicamente pura, la ordenación del mundo”. Más que de una aventura o un gesto de disidencia basado en el exceso sensorial, lo que el poema destaca es la modificación de los estados de ánimo en una sociedad de consumo, donde la producción de nuevos entornos y formas de vida incluye una abundancia de mercancías narcóticas, una elaborada química de los afectos, de reciente cuño sintético en los grandes laboratorios de la psicofarmacología industrial.
Al menos desde el trabajo clásico de Susan Buck Morss sobre Benjamin y la morfina, varias discusiones acerca de los regímenes de alteración y la experiencia drogada han sugerido que la droga, si bien opera como una figura de la porosidad de los límites entre naturaleza y las lógicas suplementarias del techné, también produce un entramado que vincula vida material, percepción, subjetividad y biopoder. El poema de Castellanos aborda la relación entre las palabras, el cuerpo y un régimen de alteración sensorial, pero no sugiere una elaboración estética de la sustancia que circula ahí, más bien, como un objeto común y corriente de la vida doméstica. Si en el poema emblemático de Julián del Casal, “La canción de la morfina” de 1890, vemos cómo el fármaco trastoca la frontera entre vida natural y artificial, cuerpo y sustancia anestésica, de un modo que altera la sensibilidad y que potencia paradójicamente una forma alternativa de experiencia estética (Contreras y Ramos 2021), en el poema de Castellanos la rutina del valium clausura aquella posibilidad legada por la poesía moderna, su apuesta por la promesa liberadora y la intensificación de la aisthesis.
Ya para el momento en que Rosario Castellanos escribe su poema sobre una píldora de invención reciente, los laboratorios suizos de la Hofman-Roché que sintetizaron el diazepam en una pequeña sucursal de Nueva Jersey, habían consolidado su lugar como una de las Big Pharma, gracias precisamente a las ventas billonarias de la potente pildorita amarilla, el valium 10, antecedida por el librium. En la denominación latina de esta innovadora farmacopea resuenan los grandes valores occidentales de la libertad, el equilibrio, el valor, aunque ahora condensados, como sugiere el verso de Castellanos, en una ordenación química del mundo puesta al alcance de la mano de la ama de casa de las nuevas clases medias.
La píldora amarilla que reemplaza en el poema de Castellanos el diálogo con la Esfinge es el mismo fármaco que había captado la atención de Mick Jagger y Keith Richards unos años antes en “Mother’s Little Helper”, el éxito de 1966 que generó problemas entre los propagandistas médicos de la empresa farmacéutica al ironizar acerca de los usos femeninos del valium, el uso compulsivo y el riesgo de la sobredosis, no ya en los ambientes de la desobediencia farmacológica y los experimentos contraculturales, tampoco en la calle de las ciudades de la Guerra Fría y los nuevos discursos sobre la pobreza, sino en los espacios protegidos de la vida doméstica. Como dice la canción de los Rolling Stones, en esos recintos saturados de nuevos inventos y comidas preparadas, se multiplicaban también las dosis de la benzodiacepina, el tranquilizante sintetizado en los laboratorios de la Roché en 1960, durante el primer periodo de auge de las drogas anti-psicóticas y los anxiolíticos. Aunque las benzos no son de la familia de los anxiolíticos, cobraron sentido y valor como efecto de la economía de las múltiples dolencias psíquicas y afectivas que proliferan en los diagnósticos de la Guerra Fría. El inventor del valium, Leo Sternbach, patentizó más de 200 fórmulas para la Roché, casi todas en el campo emergente de la psicofarmacología, según comprueba su biógrafo. La larga vida profesional de este exiliado judío, nacido en Hungría, educado en Polonia, integrado como investigador de la empresa en Basilea, establecido luego en las sucursales del laboratorio en Nueva Jersey desde 1941, recorre una trayectoria paralela a la de Albert Hofmann, inventor del LSD e investigador inaugural de la potencia psicodélica de los hongos alucinógenos, quien también laboraba bajo los auspicios de un laboratorio industrial. Aunque, claro, Leo Sternbach, el inventor del librium y del valium 10, aparentemente vivió una vida sin excesivos dramas visionarios; pero su invento, entre 1963 y el momento en que se establecen los controles que regularon las ventas masivas del sedante a mediados de la década del 1980, se convirtió en uno de los productos más vendidos en la historia de la industria farmacéutica de los EEUU y el mundo. De cualquier modo, ambos, Sternbach y Hoffman, son figuras de un complejo entorno material, tecnológico, intelectual y cultural cuyos antecedentes remiten al periodo que la historia norteamericana identifica como la era de la revolución científico-tecnológica de fines del siglo XIX; es decir, el mismo entramado que prepara el camino para el inventor Henry Ford, cuya relación con los laboratorios de Parke-Davis y la alteración bioquímica de la vida quedó estéticamente consignada por Diego Rivera en 1933 cuando pinta en Detroit, la ciudad de Henry Ford y de Parke-Davis, sus murales sobre la línea de ensamblaje bajo el régimen laboral fordista. Dicho de otro modo: nos equivocaríamos si identificáramos las modulaciones farmacológicas exclusivamente con la antropotecnia de una era postindustrial o post-fordista (como ocurre en Preciado y B. Berardi) aunque está claro que la producción farmacológica se intensifica y se masifica después de la Segunda Guerra Mundial.
¿Conocería Rosario Castellanos la canción de los Rolling Stones sobre las consumidoras caseras del valium? Es posible, aunque, conviene tener en cuenta que la poesía de Castellanos no destaca por el tipo de trabajo de cita o de apropiación de materiales intervenidos de la industria cultural, una operación formal que observamos con más frecuencia en la antipoesía y el arte de medios de aquellos mismos años. No obstante, sin necesidad de establecer una relación causal entre la canción y el poema, es posible contrastar las posiciones de ambos ante la irrupción de la droga en la vida y el trabajo doméstico.
Para empezar, el poema de Castellanos, desde el comienzo, elabora una zona de intensidad ligada a la escisión o fractura de un sujeto que dialoga consigo misma, como si la inminencia del colapso fuera cosa de la otra en la que se desdobla, y no de sí misma. Lejos del vago estereotipo de la madre-ama de casa –vista por Mick Jagger desde la perspectiva del “hijo” roquero y contracultural– la figura del sujeto femenino en el poema de Castellanos cobra matices precisos en varias referencias a la forma de vida de una mujer intelectual. El “caos” que gradualmente introduce el valium, la errata del crucigrama, los pequeños pero decisivos momentos de amnesia, el black out, impactan la vida de esa subjetividadtransitada por líneas y tensiones múltiples, que se mueve entre el interior doméstico y las obligaciones laborales, o entre la docencia y la escritura para la prensa: “Y lo vives. Y dictas el oficio/ a quienes corresponde. Y das la clase/ lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente./ Y en la noche redactas el texto que la imprenta/ devorará mañana”. La lógica suplementaria del valium aliviana el pasaje de una mujer intelectual entre espacios disímiles, exigencias laborales y cuerpos, como notamos en su mención del “ars magna combinatoria” de la cocinera, la trabajadora doméstica que inscribe en la distribución de las funciones cierto orden, no ya del mundo, aunque sí de los cuerpos jerarquizados en el interior mismo de la casa. Como el valium, la cocinera remite a la lógica suplementaria de la casa como escena de trabajo, donde, a su vez, no queda ya ni rastro de la centralización masculina patriarcal, apenas la memoria del “diamante” perdido, y la presencia de los tres hijos varones que la profesora y escritora intenta controlar: “Y vigilas (oh, sólo por encima)/ la marcha de la casa, la perfecta/ coordinación de múltiples programas”.
Tal como ocurre en el legado moderno de la literatura de la intoxicación y la alteración sensorial, en el poema de Castellanos el fármaco condensa la relación entre la vida, la experiencia sensible y el proceso de inscripción o desborde del sujeto en esos órdenes que conectan la experiencia sensible al gobierno de la vida que gradualmente incluiría también la experiencia afectiva bajo la expansiva mercadotecnia del psico-poder. Lo que no había sido nada frecuente en ese archivo, por cierto, era la escritura de las mujeres ante el proceso extremo de la alteración sensorial. Incluso entre las poéticas de la disidencia farmacológica que identificamos con los movimientos contraculturales de los años 60 (y sus importantes antecedentes modernistas y vanguardistas) son relativamente pocas las escritoras devotas de la épica expansión de la conciencia, al menos en los regímenes de la alteración visible.
Diríamos que el libro de María Moreno, Black Out, de 2016, es una excepción a aquella división del trabajo en los archivos de la literatura drogada o intoxicada, si no fuera porque su formidable relato del exceso etílico en los bordes de la autodestrucción, aunque supone una reflexión intensa, personal, sobre la disidencia contracultural, impactada por la dictadura —sin ser reconocida por las historias de la resistencia o del trauma político—, narra la experiencia extrema del black-out en un entorno intelectual masculino. Allí María casi siempre figura como la única mujer en espacios donde el alcohol circula como una sustancia decisiva en la forma de vida y sociabilidad de un entorno intelectual, ligado especialmente al periodismo en sus zonas más literarias o estético-políticas. En ese sentido, Black Out renueva algunas preguntas sobre la bohemia en la historia latinoamericana, una bohemia siempre puesta en jaque por la moralina cívica como demuestra Mónica Bernabé en su libro sobre las “vidas de artista” en Mariátegui y Valdelomar. De aquí se desprenden por lo menos dos sugerencias: primero, que el alcohol o la droga no es simplemente un punto ciego en una economía anestésica, en la medida en que la sustancia produce o al menos provoca ciertos lazos y vínculos sociales; y segundo, que el acercamiento al papel del alcohol o del fármaco en un entorno, a la hora de investigar un campo literario o intelectual, nos permite pasar de los mapas de ideologías y contenidos representacionales en las disputas por la autoridad o el capital simbólico, a una consideración de la experiencia sensible como aspecto de la vida material y las políticas del cuerpo que intervienen en el ordenamiento y los desbordes del trabajo intelectual.
Antes de publicar “Valium 10” en 1972, Rosario Castellanos había trabajado la cuestión del alcoholismo en el marco de los discursos sobre el vicio y la degeneración en su novela indigenista Balún Canán de 1957. Ahí el alcoholismo de Ernesto, maestro rural blanco, residente en las zonas agrícolas, mayormente indígenas, de Yucatán, corroe las reformas pedagógicas y los proyectos integracionistas de Lázaro Cárdenas que se tematizan en la novela, proyectos para los cuales Castellanos trabajó por varios años. En cambio, el poema “Valium 10” supone una elaboración poética distante ya del análisis de la patología alcohólica como debilidad del ser nacional que anteriormente mantenía una resonancia, un dejo amargo de los discursos de un latinoamericanismo inspirado por las teorías positivistas de la diferencia y la inferioridad racial impulsados por figuras como Francisco Bulnes en sus teorías de la alimentación y las jerarquías raciales bajo el régimen del porfiriato.
“Valium 10” le sigue la pista a un pequeño objeto de cuño industrial reciente, emblemático de un consumo femenino, y explora su impacto en aspectos de vida diaria, en el sueño, en la memoria, en las lógicas del deseo, en la “química pura” del “ordenamiento del mundo”. No me interesa necesariamente el cotejo de un referente autobiográfico en estas palabras, aunque no cabe duda de que el nuevo entramado farmacológico de la vida de la mujer intelectual, pasa ahí por una forma muy básica del entramado de la “vida de intelectual”. Lo que me interesa indicar aquí es la conexión entre ese entramado como forma que cobra la sensibilidad modificada, alterada químicamente, en un entorno de vida intelectual, en los márgenes empíricos de las grandes ideas sobre la “ordenación del mundo” a la que el poema de Castellanos alude irónicamente. No cabe duda, como le recordaba ansiosamente Theodor Adorno a Walter Benjamin después de las primeras entregas de la investigación sobre la vida material de los pasajes parisinos en la época de Baudelaire, que el materialismo benjaminiano corría el peligro de dejar en suspenso la mediación conceptual o teórica.[5] De eso precisamente se trataba, de la puesta en suspenso de la mediación conceptual en los objetos mismos que Benjamin relacionaba con la imagen dialéctica. Es cierto, por otro lado, que la “química pura” del valium en el poema de Castellanos no es un dato ajeno a las mediaciones. Pero lo que sugiere el poema en los últimos versos es que el fármaco introduce una serie de operaciones distintas que desbordan cualquier división clara entre cuerpo y artificio, entre la vida anímica del sujeto y la mercancía narcótica, en un orden industrial propenso al rediseño químico del afecto.
[1] Tal como propone Salvador Gallardo Cabrera en su trabajo sobre Burroughs y la sociedad de control, la discusión teórica sobre las nuevas modulaciones del poder tiene un antecedente literario indiscutible.
[2] Ver también las reflexiones de Mauricio Lazzarato en “Los conceptos de vida y de lo vivo en las sociedades de control” y las de Paul Beatriz Preciado en Testo Yonqui y en sus intervenciones recientes sobre el coronavirus.
[3]Sobre la distinción entre biopolítica y psicopoder, ver B. Stiegler (2011) y Byung-Chul Han (2014). W. Neidich (2010) discute las derivas de la discusión sobre el neuropoder en la era del capitalismo cognitivo.
[4] Sobre la experimentación anticonceptiva y la biopolitica colonial en Puerto Rico también resulta clave el documental de Ana M. García, La operación [1982]).
[5] Ver las cartas y comentarios de T. W. Adorno (1970) sobre el proyecto benjaminiano de las arcadas de París y el ensayo de la reproducción técnica (pp. 150-175).
Referencias bibliográficas
Adorno, Theodor W. (1970). Sobre Walter Benjamin. Recensiones, artículos, cartas. Ed. R. Tiedemann, trad. C. Fortea. Madrid: Ediciones Cátedra.
Aponte Alsina, Marta (2018). PR 3: Aguirre. Cayey: Sopa de letras.
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