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“La hora de la estrella” o Macabea la resistente

Por: Nora Catelli

Nora Catelli —escritora, crítica literaria y ensayista argentina— nos invita a reflexionar y profundizar sobre la figura de Clarice en relación con sus orígenes, el canon de la literatura brasileña, poniendo el foco en el personaje de Macabea.  Este   texto   pertenece al posfacio de la edición en catalán de La hora de la estrella, que adjuntamos en la sección de “Archivo” de la revista*.


La institución Lispector

Lispector, emblema de una literatura nacional que ella dislocó y cuyo dislocamiento ha sido y es estudiado, constantemente, por los grandes críticos brasileños. Lispector, cuya obra fue una revelación para Hélène Cixous: despreocupándose del origen y la lengua de aquella, la recompensó erigiéndola en modelo de la noción de «escritura femenina» como posición del sujeto, independientemente de su género: Cixous la situó junto a Franz Kafka, James Joyce o Jean Genet. Lispector, un instrumento laico para las revisiones modernas del dispositivo cabalístico que desde el siglo XIII unió la tradición judaica y la cristiana. Lispector, la que desbrozó la última frontera entre lo animal y lo humano: en sus cuentos lo animal es una fuerza que cuestiona cualquier convicción en torno a la separación clara entre nuestra existencia y las otras especies que nos rodean. Lispector, la autodidacta, la lectora silvestre de Monteiro Lobato y Dostoievski. Lispector, que sobre la mesa de La hora de la estrella extiende como texto sagrado solo un título, Humillados y ofendidos. Y Lispector, que dispone, en ese mármol de disección, a través de una mano intermedia, la piel gris manchada de blanco de su personaje: Macabea.

Esa piel es un pergamino, un texto que cubre la osamenta del último miembro de una estirpe de Israel que unos doscientos años antes de Cristo se levantó contra la helenización de los hebreos. Se menciona a los Macabeos en la fiesta de Janucá, que celebra esa rebelión. El nombre se hizo popular también en la tradición cristiana.

No quiero atribuirle a Macabea, en La hora de la estrella, una densidad hermética. Al contrario, lo que hace Lispector es cubrir con ese nombre ─que evoca fidelidad a una creencia, a un pueblo, a una familia─ a alguien que parece ser lo contrario de su designación. Macabea es una muchacha despojada de toda fe, de toda protección, de toda comunidad, que vuelve desde el vasto Nordeste seco y brutal de Brasil: el Sertao, la tierra a la que llegó la propia Lispector.

Clarice Lispector por Claudia Andújar.

                                       Clarice Lispector por Claudia Andújar

Lispector y el dislocamiento de una literatura nacional

Clarice Lispector (1920-1977) tenía dos años cuando su familia, judía ucraniana, llegó a Maceió, en el estado de Alagoas, en el Nordeste. Después la familia se trasladó a Recife, capital del estado de Pernambuco, también en el norte de la costa de Brasil. Era la menor de tres hermanas y en la ciudad ya vivían parientes suyos. Hablaban yídish y ruso; se conserva un certificado de los primeros estudios de la niña en el “Collegio Hebreo- Idish-Brasileiro” (sic). A los doce años pasó al Colegio Pernambucano. A los catorce, tras la muerte de la madre, la familia se mudó a Río de Janeiro; en 1943 se graduó como abogada y se casó con el diplomático Maury Gurgel Valente, con quien tuvo dos hijos. En 1944 publicó Cerca del corazón salvaje: una conmoción estética para la sociedad literaria  brasileña. Vivió dieciséis años en Estados Unidos y Europa; en 1959 se separó de su marido y volvió a Brasil.

Hoy disponemos de varias biografías suyas. Destaco una muy fiable y documentada, la de Nádia Battella Godlib y otra de incierta fiabilidad, escrita por el norteamericano Benjamin Moser, más empeñado en resaltar la radical extranjeridad de la judía apátrida que en analizar qué supuso enlazar esa extranjeridad con un país, Brasil, que le entregó una lengua y una tradición literaria enteras de las que ella, desde muy joven, se apoderó. Ambas biografías dispusieron de fuentes privilegiadas: a la hermana mayor, Elisa (1911-1989), también escritora, se le deben obras autobiográficas con abundantes detalles acerca de la infancia ucraniana que la más niña no podía recordar.

No fue casualidad que la familia hubiese llegado al norte de Brasil. En esa ciudad, que entre 1630 y 1654 había sido posesión holandesa, se había asentado, huyendo del Portugal y de la España inquisitoriales, la primera colonia judía sefardí de las Américas. Amparada por la libertad religiosa de Holanda, otra parte de los sefardíes había emigrado a Ámsterdam, cuya sinagoga portuguesa, fundada en 1616, conserva, se dice, mobiliario de jacarandás de Brasil. Los judíos que llegaron a Recife más tarde, en los siglos XIX y XX, ya no eran sefardíes sino rusos y polacos en su mayoría: askenazíes.

Que Lispector abrazara como su única patria a Brasil y como su única lengua la portuguesa no es una rareza: los judíos llegados a las Américas ibéricas fueron incorporados, merced a una educación fuertemente estatal en su concepción de la nación, a una situación distinta de la europea. Puede decirse que se trataba de una aceptación tolerablemente incómoda, muy distinta de las férreas condiciones y limitaciones de los guetos de Europa y, hasta cierto punto, de los mecanismos segregacionistas de la organización social norteamericana. Extranjera pero no expatriada, ya que no venía de ninguna patria. Como ella misma declaró en 1942 en su solicitud de naturalización a las autoridades brasileñas: si fuese obligada a volver a Rusia se sentiría «sin amigos, sin profesión, sin esperanza».

Como el resto de las literaturas americanas, la brasileña puede datar su surgimiento en la modernidad. En cambio, no puede hacer confluir la era de su lengua con la de su literatura. El portugués, como el castellano, el francés, el inglés, el holandés y las lenguas africanas ─no mucho más tarde, a través del tráfico de esclavos─ son idiomas trasplantados a las Américas para doblegar, acallar o incardinarse en las centenares de lenguas orales autóctonas que se les opusieron o que se sometieron.

El lazo entre la antigua e imperial lengua trasplantada y su definición nacional en los estados nacientes es siempre motivo de debates. Los historiadores argentinos fijan el surgimiento de la literatura propia alrededor de la generación romántica de 1837. En los Estados Unidos, Edmund Wilson data más tardíamente el surgimiento de la prosa norteamericana durante la Guerra de Secesión.

Con Brasil sucede algo peculiar: su literatura nacional empezó a tener conciencia de sí misma durante el Imperio de la casa de Braganza, allí asentado (1822/5-1895) como estado ya independiente de Portugal. De hecho, las obras cumbre de Machado de Asís (1839-1908) y de Euclides da Cunha (1866-1909) se publicaron durante el Imperio, que abolió la esclavitud en 1888. Dos años antes, en un proceso largo, reticente y tortuoso, la había abolido España para sus colonias.

Muchas veces se olvidan ciertas concomitancias o paralelos históricos ─el abolicionismo fue uno de ellos─ en el devenir cultural de las Américas. Por ejemplo: las vanguardias europeas llegaron tardía y caóticamente a los Estados Unidos en 1913, con la Armory Show, en Nueva York. La muestra englobaba, de modo heteróclito, desde pintores impresionistas y simbolistas hasta Picasso y Duchamp. Nueve años más tarde, la Semana de Arte Moderno de Sao Paulo exhibió las vanguardias europeas pero (y en esto se adelantaron quizá a los estadounidenses) ya encarnadas en artistas brasileños o europeos transterrados, como Lasar Segall.

Esa encarnación fue aceleradísima, vertiginosa. Si se piensa que entre la muerte de los fundadores de la literatura brasileña y el surgimiento de sus modernismos (vanguardias) solo median veinte años, se advierte un fenómeno típicamente americano de condensación temporal y genérica de sus expresiones artísticas: conviven el naturalismo, el regionalismo o el costumbrismo con las vanguardias. Y éstas, al revés de las europeas centrales ─que borran las fronteras entre los países de origen de sus artistas─ son en general manifiestamente nacionalistas, como lo fueron las rusas.

De modo que desde el principio la extensa obra de Lispector exhibe su rareza como una lucha indirecta, no programática, entre el realismo y las vanguardias, entre el ruralismo y la sofisticación cosmopolita y a la vez nacionalista de Sao Paulo. De 1944 a 1977 escribió novelas, cuentos, literatura infantil, crónicas periodísticas, consejos para mujeres. Fue esposa de diplomático y, mal que le pesara, profesional de los múltiples oficios que rodean la creación puramente literaria.

Gonzalo Aguilar estudió la inestable colocación de la obra de Lispector no solo en su contexto nacional sino también dentro de la literatura universal. No se puede localizar, observó, lo que ella misma no localiza: ni paisaje, ni región, ni contexto histórico. Tampoco fue fácil, para la crítica brasileña, arraigarla en las tendencias literarias nacionales.

Lispector contribuyó a esa férrea disciplina elusiva: en 1944, en plena guerra, ella estaba, como esposa de diplomático, en la colapsada Nápoles ya ocupada por los aliados. En sus distintos destinos europeos contribuía a las tareas de auxilio que le tocaban y lo cuenta en sus cartas. Pero ella misma borraba, en su creación, las huellas de su origen, de su entorno, de su marca nacional e incluso de su condición de judía europeo-americana. Se la calificó muchas veces de extranjera en su propia lengua; puede decirse que era extranjera de su propia condición, de sus propias condiciones. ¿Acaso resonaban en ella otra u otras lenguas, otro oído, otras flexiones familiares que acechaban su acceso a la lengua portuguesa? En realidad, concluye Aguilar, lo extranjero viene de su trabajo sobre el lenguaje, de la opacidad de la escritura: la frase suelta o sincopada, la adjetivación abrupta, los meticulosos  hiatos entre el tiempo del relato y los procedimientos de la representación.

Lispector fue prolífica y mostró en abundantes ocasiones en la disposición narrativa, en la mezcla entre concreción detallada de lo abyecto y abstracción discursiva muchas de las claves de su poética, sin que ésta le exigiese una fidelidad monótona. A pesar de su extremada convicción acerca de los logros de su arte, era susceptible ante los reproches o reticencias que la crítica de los compatriotas manifestaba ante su aparente ausencia de sensibilidad social.

La hora de la estrella

Esta pieza breve, sinuosa y a la vez directa, fue la última novela y se publicó en marzo de 1977, un mes antes de su muerte. Puede ser leída, y lo ha sido, como una suerte de respuesta tardía, encarnada en la protagonista Macabea, ante aquellos reproches. Aquí Lispector atrajo hacia sí un cuerpo feo y un poco sucio y un alma indigente, que venía, como ella, del nordeste. Pero no para conmoverse y conmovernos, sino para someterla a su propia escritura; eso le requirió un trabajo en espiral, con el uso de voces delegadas y evocaciones folletinescas. Los historiadores de la literatura brasileña han reseñado, en La hora de la estrella, la fuerte presencia tanto de la gran tradición de la literatura  de cordel -que también en Hispanoamérica y España fue abundantísima- como la evocación del antecedente de  Graciliano  Ramos  (1892-1953), autor de Vidas secas, que ya contiene las típicas oposiciones del costumbrismo: ricos y pobres, campo y ciudad, estampa e inmovilidad social.

No puedo reconstruir aquí el campo literario brasileño en toda su riqueza ni tampoco me interesa definir la literatura de Lispector como postnacional, según se ha hecho desde la perspectiva de una discutible literatura universal que sobrevuele los sistemas nacionales. Tampoco se trata de glosar a los seguidores o seguidoras de Cixous ni de refutarlas. Se trata, más bien, de preguntarse cómo la brutal concreción «nordestina» de Macabea se abre, en un movimiento ameboide, a muchas extensiones. Ninguna refuta las otras. Pero suprimir alguna empobrece la lectura.

Más allá de los evidentes ecos de grandes antecedentes de la narrativa brasileña, me atrevo a sugerir que, sin quererlo, sin importarle y en menos de cien páginas, Lispector incrustó a Macabea en un linaje que muchos lectores pueden imaginar, más allá de su efectiva frecuentación por la autora:  la  Félicité  de Un coeur simple de Gustave  Flaubert  y la esposa casi niña de La sumisa de Dostoievski; la hija bizca de la dueña de la pensión de Erdosain en Los siete locos de Roberto Arlt y la Raba, la sirvientita,  de Manuel Puig en Boquitas pintadas. Es verdad que la novela de Dostoievski que aparece en La hora de la estrella es la inmensa Humillados y ofendidos, un auténtico repertorio de todos los usos del folletín en la primera etapa de la producción de aquél: hay niñas epilépticas bastardas, equívocos, maltratos, humillaciones, desenlaces espectaculares y simplistas. Pero no importa qué menciona Lispector ni estamos obligados a seguir sus decisiones. Por eso, más allá de sus elecciones y silencios, la literatura  de Lispector se organiza en series que los lectores armamos: acaso la de Félicité sea una de ellas. No solo se organiza en esa serie; como diré más adelante, hasta cierto punto la clausura.

Para Vilma Areas La hora de la estrella es un salto mortal, tanto en la obra de Lispector como en la tradición de la narrativa brasileña. No porque se alejara de esa tradición, sino, al contrario, porque vuelve a ella, al final de la vida de la autora, para tratar ese personaje nimio, Macabea. Prescinde de otros recursos de la modernidad que había utilizado desde Cerca del corazón salvaje, en 1944; se distancia incluso de otras búsquedas deslumbrantes en su propia obra (la celebérrima La pasión según G.H., publicada en 1964). Aunque también se mantiene lejos de la tentación casi póstuma de una aproximación naturalista a lo social. No porque desdeñara la observación directa de la vida práctica, ya que Lispector había practicado durante décadas la crónica, el reportaje y hasta las páginas femeninas del periodismo ínfimo (recogido todo ello en Revelación de un mundo). En realidad, La hora de la estrella es una refutación, hecha novela, de uno de los lugares comunes del sentimentalismo contemporáneo. El que se condensa en una de las frases más tramposas, paternalistas (y hasta maternalistas) de la cultura de masas que se pretende comprometida: «dar voz a quienes no tienen voz». De todo ello se evade Lispector.

La tensión entre Rodrigo S.M y Macabea como eje de la novela

¿Cómo lo hace? Para responder a esta pregunta hay que detenerse en la demorada y digresiva presentación del relato y de su protagonista. Primero, Lispector firma una dedicatoria de más de un folio que es un manifiesto estético y autobiográfico: «Dedicatoria del autor. (En verdad, Clarice Lispector)».

En esta dedicatoria, un “yo” («En verdad, Clarice Lispector») se ofrece a sí misma la música, los seres legendarios, Stravinski, los dodecafónicos; se ofrece también la cultura moderna y las vanguardias que se vuelcan sobre la nouvelle. No solo eso: en mitad de la dedicatoria se apela, desde ese “yo”, a un nosotros; después se apela a la meditación; después se confiesa narrar en estado de “emergencia y calamidad pública”; y todo acaba con un «Amén por todos nosotros». Este final de la “Dedicatoria” convierte el manifiesto estético y autobiográfico en una plegaria. Lispector es capaz, con su «Amén», con su «Así sea», de unir el rítmico oscilar y el murmullo aprendido de sus ancestros judíos, cuyos dedos se deslizan sobre el texto sagrado, con el más módico y menos espectacular rezo católico. Muchos han observado que La hora de la estrella se nos ofrece en forma de Auto de Navidad. Pero la “Dedicatoria” no es suficiente para introducir a Macabea. Antes, en la siguiente página ─partida gráficamente por la firma dibujada de la propia Lispector─ aparece un juego hiperbólico de catorce títulos posibles (con la disyunción inclusiva característica de muchos folletines y dramones decimonónicos) para la nouvelle, que van desde «La culpa es mía» hasta «Salida discreta por la puerta delfondo».­

Esos catorce títulos no corresponden a capítulos, sino que sobrevuelan los breves episodios que conforman la novela. Tras la dedicatoria y tras el juego de los títulos se encuentran por fin la Lispector de la “Dedicatoria”, el protagonista Rodrigo S. M., que es un personaje escritor, con la muchacha Macabea,  que depende de la inventiva de Rodrigo S.M. Y en su totalidad el mundo de Macabea: las compañeras de habitación, la oficina, el fugaz novio que la traiciona y el sueño realizado de la hora de la estrella, que no es otro que la ejecución de la muchacha.

Además del “yo” de la firma de Lispector, la novela posee dos protagonistas: uno es el escritor inventado, Rodrigo S.M., que no procede como los narradores omniscientes ni como los sutiles practicantes de la oratio obliqua que siguieron a Flaubert. Rodrigo S.M. es un autor personaje, que decide ante los lectores el tono que usará (“es un relato que quiero frío”, afirma) y que hace emerger lentamente a Macabea pero nunca la deja sola. Interviene implacable a lo largo del relato, casi como si extrajera la descripción de la muchacha de un fichero de sociología y después sometiera la ficha a sucesivos apuntes.

Pero Rodrigo S. M. es ambicioso. El comienzo de la novela es solemne, entre el Génesis y la afirmación inapelable de la condición elevada del escritor: «Todo en el mundo empezó con un sí»; «mientras tenga preguntas y no encuentre respuestas continuaré escribiendo». Sin embargo, inmediatamente ese lenguaje solemne es puesto bajo la lente de lo considerado cursi: «¿Felicidad?: no he encontrado nunca una palabra más loca, inventada por las nordestinas… «.

Suele afirmarse que Rodrigo S.M. es el dueño de Macabea y que ella es un despojo; y que el noviazgo con Olímpico de Jesús muestra, otra vez, el poder patriarcal. Hay que matizar esta afirmación. Sugiero que La hora de la estrella es el resultado de un tironeo continuo entre la figura del escritor ya despojado de las corazas de la narrativa moderna ─ni omnisciencia ni elegante oblicuidad─ y su alma encadenada, Macabea, la nordestina, la parda, la manchada, la amarillenta.

A pesar de la brutalidad de Rodrigo S.M., se puede argüir que Macabea hace de sus propios despojos una resistencia. El vaivén entre la ferocidad del escritor y la resistencia de Macabea a ser una desposeída cualquiera se da desde el principio. Él dice que ella es «como miles», aunque le ha elegido un nombre que la marca como especial. Ese nombre seleccionado por Rodrigo S.M. tiene un designio. Lo tiene aunque le sea donado a una huérfana mal alimentada, raquítica, a cargo de una tía que le pega. Macabea aparentemente trabaja hasta el punto de no pensar siquiera en el Dios del lamento de los pobres, los desposeídos, los esclavos: “ella no pensaba en Dios, Dios no pensaba en ella. Dios es de quien consigue atraparlo”. La frase es teológica, alude a la gracia. Pero la gracia no desciende sobre quien busca a Dios como una luz pintada en una ilustración popular. Los caminos de la gracia son indirectos.

Contra la frase, contra el propio Rodrigo, Macabea posee una gracia: el oficio mínimo de mecanógrafa. No es criada, como Felicité, ni prostituta o niña vejada, como las de Dostoievski. Ha llegado, a los diecinueve años, a tener un salario. Quiero insistir en que Macabea se yergue ante su inventor, a pesar de que el relato, a través de la voz autoral, abunde en lo contrario.

Daré otros ejemplos de esta tensión portentosa y secreta. En Río de Janeiro trabaja humillada y explotada; tose y se siente mal, quizás está tuberculosa. Cuando va al médico y éste la interroga, asombrado por la torpeza expresiva de Macabea y su dieta de “hot dogs”, él le dice que se busque un psicoanalista. Por un lado desprecia los pulmones quizá enfermos de su paciente; pero, a través del consejo, en cambio, los lectores perciben que ella vive en la modernidad y en una sociedad compleja, no estamentaria. La brutalidad del médico es ambivalente: le ofrece un conocimiento que ella no tiene («un psicoanalista») en lugar de negárselo a través del silencio.

Lo mismo sucede con la habitación de Macabea de la calle Acre, en los malolientes aledaños del puerto de Río. Ella es flaca; las ratas que pasan son gordas, como será su rival Gloria; en la habitación hay tres chicas más, empleadas de grandes almacenes. Tienen una radio y ella sintoniza bajito Radio Reloj Federal, cuya programación el narrador se cuida en describir: la radio poseía breves interrupciones con información cultural, y Macabea atrapa esquirlas de la alta cultura («Carlomagno») y de la vida de la naturaleza («El único animal que no se ayunta con su hijo es el caballo»). Tiene un trance cuando contempla un arcoíris en el puerto; otro trance, otro éxtasis, ante un árbol; va al cine una vez por mes. Cuando ve Humillados y ofendidos sobre la mesa de su jefe, el señor Raimundo, sucede algo que desafía aún más claramente su retrato denigratorio por parte de Rodrigo, que insiste en que Macabea es inconsciente de su propia existencia. En un acto supremo y pleno de humanidad reflexiva ella se pregunta («Pensó, pensó, pensó») si alguien la había ofendido y llega a la conclusión de que eso no ha sucedido.

Ese es un movimiento enteramente subjetivo, autoconsciente. Por supuesto, a veces Rodrigo logra someterla, como se someten las chicas pobres en los folletines. Esto sucede cuando Macabea se encuentra con Olímpico de Jesús (o sea: expósito), un nordestino como ella. Se reconocen y él la invita a pasear. A mitad del relato Rodrigo S.M. duda en convertir a Olímpico en otro «idiota» en el sentido de Dostoievski ─un inocente; un cándido­─ pero al final opta por atribuirle la maldad de víctima resentida del pícaro: Olímpico se venga en los más débiles. Rodrigo lo pinta y le confiere una destreza de artesano de figuritas de santos, le regala un diente de oro del que está orgulloso y le atribuye un tío que le ha enseñado a engañar y usar a las mujeres. No obstante, en la conversación en un banco de plaza es Macabea la que exhibe, contra la ignorancia de él, las esquirlas de esa biblioteca oída en la radio. Así, informa a Olímpico de la existencia de Alicia en el país de las maravillas, le pregunta qué quieren decir ciertas palabras («álgebra», «electrónico», «cultura», «renta per cápita», «conde», «Caruso»). Expresa incluso su emoción tras haber escuchado el aria «Una furtiva lágrima».

En otros encuentros, como en el zoológico, ella insiste en ser archivo de la alta cultura: «En Radio Reloj dijeron una palabra que me pareció un poco rara: mimetismo». A lo que Olímpico, que ya ha matado y robado, que es un hombre cabal, alguien que solo obedece al orden de los hechos, responde: «¿Esas son cosas que pueda decir una señorita virgen?».

En esos diálogos directos, que la crítica en general ha considerado vacuos, acaecen microscópicos prodigios. Por ejemplo: Macabea se pregunta por lo que no sabe («mimetismo»), lo que demuestra que está más cerca del filosofar que Olímpico, aunque él esté más preparado para la supervivencia que la muchacha de piel amarillenta. También está Macabea más cerca de que el deseo sea sombra de sí misma, de sus excitaciones solitarias, y después se arrepiente. Cuando Olímpico la abandona por Gloria, regordeta y mulata, ella la explora visualmente: registra que se tiñe de rubio bigotes y axilas, y acepta, en compensación, que Gloria la atiborre de chocolate. El repertorio del color de las pieles en La hora de la estrella es interesantísimo, porque opera casi subterráneamente; salvo Rodrigo S.M. y Lispector (¿blancos los dos o solo Lispector?), todos están marcados, clasificados, ordenados o desordenados por las manchas blancas y grises de Macabea, su condición de pergamino enfermo, su evanescencia casi abstracta y a la vez obstinada en existir.

Acaso esa evanescencia y esa obstinación explique la condición abrupta del discurso de Rodrigo. El escritor, contra sí mismo pendiente de Macabea, vuelve a afirmar, casi al final: «No se trataba de una idiota, pero tenía la felicidad pura de los idiotas…ella no sabía». No se necesita glosar a Freud para desnudar el mecanismo de la denegación que afirma al negar: «No se trataba de una idiota» equivale a: «se trataba de una idiota». Que Rodrigo necesite repetir que «ella no sabía» ha sido anticipadamente refutado por la propia Macabea a lo largo de los fragmentos en que se alza frente al escritor. Ella no sabe, pero quiere saber. Posee una segunda gracia: la curiosidad. Sabe preguntar.

La implosión de la novela sentimental y el sacrificio de Macabea

Si Lispector se hubiese dejado seducir por una solución folletinesca o sentimental quizá habría salvado a Macabea: el final muestra lo contrario. A pesar de la heroica curiosidad de la muchacha y su voluntad de saber, Rodrigo S.M., triunfa en la lucha con su personaje. Usa a Gloria para mandar a Macabea a Madame Carlota, una vidente “rompedora de maleficios”. No falta ningún detalle convencional en el retrato de madame Carlota. Allá va Macabea y durante cuatro páginas Rodrigo S.M. deja que hable la vieja prostituta, alcahueta, “fan de Jesús”, compulsiva devoradora de bombones. En un monólogo sorprendentemente teatral, Carlota le cuenta la historia de su vida, sus apetencias, sus amores. Por fin le promete la felicidad, la llegada de un hombre extranjero y rubio. Cuando sale a la calle un Mercedes enorme atropella a la muchacha; queda acostada, agonizante, mirando una hierba que crece entre el asfalto y pensado “he nacido”. Entonces, durante las últimas páginas, callada madame Carlota, vuelve Rodrigo S.M.: describe la sangre que sale, la llovizna que cae, un violinista que empieza a tocar, una vela que alguien enciende. Macabea se acomoda en posición fetal. Y dice “una frase que nadie entendió”: “En cuanto al futuro”.

Después vomita, muere y parece “tan grande como un caballo muerto”. Las últimas páginas de la novela están colmadas de comparaciones o alusiones a animales: gaviotas, águilas, ovejas, gatos, ratones, palomas. Solo al final Rodrigo S.M. la limpia de la sangre derramada y la asemeja con una “cajita de música un poco desafinada”. Todo el oscilar entre lo animal y lo humano de las obras anteriores de Lispector está condensado en estas líneas.

Que la última palabra de La hora de la estrella sea “Sí” tiene que ver con el inicio de la novela misma; y con la creación, con la vida y con la muerte. Desde luego, alude a una solemnidad ritual nunca del todo abandonada. Con ella Lispector rasga, con gesto adusto y de arriba abajo, la serie de Felicité. Macabea queda suspendida en el aire de un género que se va extinguiendo: la literatura que trata de las mujeres desposeídas.

Esta literatura todavía se sigue practicando multitudinariamente, pero sus productos quedan ahora del lado de la cultura de masas. En un sector de “mujeres salvadas por sí mismas”, que acaso sean las figuras actuales del redentorismo matriarcal.

En cambio La hora de la estrella prescinde de cualquier afán consolador. En la piel apergaminada de Macabea se escribe, precisamente, la promesa de una lucidez disciplinada y constante: el arte consistió, para Lispector, en esa promesa.

*Debo a los estudios de Gonzalo Aguilar, Florencia Garramuño, Italo Moriconi, Vilma Areas y Elena Losada muchas de las ideas y sugerencias de este trabajo. Se trata de la traducción al español del posfacio a la edición en catalán de L´ hora de l´estrella, trad. por Josep Domènech Ponsati, Club Editor, Barcelona, 2020.

Metapolítica de la alegoría: más allá de Jameson

Por: Erin Graff Zivin,  University of Southern California

Traducción: Jimena Jiménez Real

Foto: Marten de Vos y Adriaen Collaert. Alegoría de América. Amsterdam, 1600.

Tomando un polémico artículo de Frederic Jameson como punto de partida, la crítica Erin Graff Zivin analiza los problemas de la lectura alegórica, sus consecuencias en la formación de un canon literario, y sugiere posibles soluciones para evitar discusiones que pueden convertirse en callejones sin salida


Mientras que al hombre le atrae el símbolo, la alegoría emerge de las profundidades del ser para interceptar a la intención, y para triunfar sobre ella.

Walter Benjamin

En su artículo “La literatura del tercer mundo en la era del capitalismo multinacional”, publicado en Social Text (1986), Frederic Jameson hizo la (tristemente) famosa afirmación de que “Todos los textos del tercer mundo (…) son necesariamente alegóricos y de un modo muy específico: deben leerse como lo que llamaré alegorías nacionales”[1], provocando ─como era de esperar─ fuertes reacciones entre especialistas de la así llamada “literatura del tercer mundo”. Las críticas a su problemática sobregeneralización se referían sobre todo a que Jameson reducía todos los textos literarios de autores africanos, asiáticos y latinoamericanos a una sola categoría, un gesto que, además de ser literariamente irresponsable, resultaba problemático en términos éticos y políticos. “Me produjo una sensación extraña” ─“It felt odd”─ escribió Aijaz Ahmad en su respuesta al artículo. Por su lado, Jean Franco discrepó no tanto con el hecho de que Jameson empleara la teoría de los tres mundos como con el calificativo “nacional”. “No es solo que ‘nación’ sea un término complejo y muy cuestionado”, escribió Franco, “sino que para los críticos latinoamericanos ha dejado de ser el marco inevitable de todo proyecto cultural y político”. De las muchas reacciones que suscitó la (sin duda deliberadamente) provocadora nota de Jameson, sin embargo, pocas o ninguna reflexionaron sobre la cuestión de la alegoría en sí. Aunque “alegoría” era un término muy cuestionado justo entonces, la mayoría de los críticos de Jameson lo dejaron a un lado, como si su sentido no fuese controvertido, o como si su uso representara un lapso del gusto, una sobreliterariedad poco apropiada para hablar de temas políticos de mayor peso.

En la misma época en la que Jameson escribió su polémico ensayo, en EE. UU. muchos latinoamericanistas reconocidos se estaban dedicando precisamente a la clase de lecturas alegóricas descritas por Jameson (“alegorías nacionales”), aunque desde posicionamientos ideológicos e intelectuales diferentes: Ficciones fundacionales, publicado en 1984 por Doris Sommer (libro que rápidamente se hizo un lugar en las bibliografías recomendadas para preparar el examen de doctorado en literatura latinoamericana), defendía que las novelas rosas latinoamericanas del siglo XIX alegorizaban los retos y tribulaciones de la construcción nacional tras las guerras de independencia en la región. Por su parte, La voz de los maestros (Roberto González Echevarría, 1985) y, después, La novela hispanoamericana regional (Carlos Alonso, 1990), interpretaban Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, como una alegoría del conflicto entre civilización y barbarie, predominante en la literatura y en el discurso político latinoamericanos desde que Domingo Faustino Sarmiento publicara su Facundo en 1845. Cada uno de estos autores o autoras trataba de desmarcarse del uso reductivo y simplista de la alegoría que hacía Jameson, quien trazaba un cuadro de equivalencias puntuales entre lo personal y lo político, lo literario y lo nacional (una lectura contra la cual el mismo Jameson había advertido) y quien, sobre todo, quería hacer depender la alegoría de la intención del autor. Aunque hacían un guiño a debates deconstructivistas que parecían abrir nuevas posibilidades interpretativas, los análisis de los críticos de Jameson permanecieron anclados en la lógica de la intencionalidad, la voluntad, la autoridad, la maestría: la de los textos que habían leído y, recíprocamente, la de su propia autoridad disciplinaria, construida a partir de sus análisis.

¿Qué concepción de alegoría está implícita en la formulación normativa de Jameson, en las alegorías literario-históricas “nacionales” narradas por Sommer, González Echevarría y Alonso, y en el giro disciplinario que muchos de los críticos de Jameson toman en reacción a su ensayo? ¿Qué clase de decisión y qué clase de alegoría, subyacen a la doble afirmación de una lectura alegórica necesaria (“los textos del tercer mundo” son “necesariamente alegóricos”) y de un contenido “muy específico” (alegoría “nacional”)? ¿Y cómo interpretar la formulación extrañamente pasiva e impersonal de Jameson? “Deben ser leídas…”, ¿por quién? Para abordar estas preguntas, y para ofrecer una explicación de la alegoría que vuelva la pasividad de la formulación de Jameson contra su marco normativo, mecánico ─y por ende contra una noción de literatura susceptible de “captura disciplinaria”─ permítaseme abordar en primer lugar estos textos críticos (el de Jameson, el de Sommer, el de González Echevarría, el de Alonso) como alegorías en sí mismos, alegorías de ciertas prácticas de lectura, pero también alegorías de la constitución de disciplinas y cánones (aquí podría entenderse que canon se refiere tantos a textos primarios como a textos críticos, tanto a prácticas de lectura como a sus objetos).

Paul de Man, el crítico cuyo trabajo en torno a la alegoría formó el núcleo, reconocido o no, del trabajo con la alegoría de cada uno de estos autores, escribió menos de una década antes: “Las alegorías son siempre alegorías de la metáfora y, como tales, son siempre alegorías de la imposibilidad de lectura” [2]. Pero, en sus formulaciones de la alegoría, estos críticos se resisten específicamente a la posibilidad de la ilegibilidad o de la indeterminabilidad. A continuación trataré las cuestiones que siguen: ¿qué modos de lectura hicieron posibles o imposibles (o bien señalaron como posibles o imposibles) estas alegorías críticas, estas alegorías de la crítica? ¿Qué prácticas críticas alternativas del campo de la literatura latinoamericana fueron desplazadas o eclipsadas por estos gestos creadores de canon?

Volvamos al artículo de Jameson un instante: “La ‘literatura del tercer mundo’”, como bien señala Ahmad, se ocupa en primer lugar y principalmente de la cuestión del canon literario occidental o, más concretamente, de la importancia de “la diferencia radical de los textos no canónicos” [3] procedentes de Asia, África y América Latina. En lugar de defender la inclusión de textos del tercer mundo en las listas de “grandes libros” o en el currículo de “cursos obligatorios” sobre la base de que estos textos “son ‘tan importantes’ como los del canon”, Jameson se declara a favor de que se lean en su radical alteridad: como, y solo como, alegorías nacionales (en concreto, alegorías nacionales “deliberadas” que, de hecho, podrían permitir a los lectores del primer mundo ver una cualidad alegórica “no deliberada” en su propia tradición). Según Jameson, la literatura de Asia, África y América Latina carece de la separación radical que existe en los textos del primer mundo, al menos en la superficie, entre lo público y lo privado, entre lo estético y lo político. La literatura del tercer mundo es fiel a los eventos (en el sentido más amplio) que constituyen la historia de la nación donde y acerca de la que se escribe, o bien es una fiel representación de ellos: eso es lo que la convierte en “alegórica”. La “alegoría nacional” podría describirse sin dificultades como una alegoría de la literatura política. Al sustituir “político” por “alegórico” en el ensayo de Jameson sorprende descubrir que el argumento no cambia de manera significativa.

Digamos que, para Jameson, lo alegórico es otro nombre para lo político, una alegoría de lo político. El concepto de política en el que se basa el argumento de Jameson es entonces violentamente normativo: depende de interpretaciones o decisiones “necesarias” que realizan voluntaria y deliberadamente lectores que se han hecho conscientes de estas “necesidades”. Por supuesto, esta no es la única manera de imaginar la alegoría y, con ella, la política. ¿Cómo cambiaría nuestra noción de lo político si consideráramos distintas nociones de alegoría como, por ejemplo, las basadas en la obra de de Man o de Benjamin, que se relacionan de manera sumamente problemática con el concepto de representación? ¿Qué resultaría de recuperar la posibilidad de una lectura alegórica a la luz del argumento de de Man de que la alegoría siempre alegoriza la imposibilidad de la lectura? Como mínimo, esas lecturas modificarían nuestro concepto de la política o, más ampliamente, de la representación política, pues es obvio que no se alinean con la política aparentemente normativa, incluso mecánica, de Jameson (y de sus críticos). Presentemos entonces argumentos a favor de una metapolítica de la alegoría (en el sentido rancieriano), una que realice, más que tematice, la representación política y estética como constitutivamente imposible.

Pues, ¿de qué es “alegoría” la alegoría en Sommer, González Echevarría y Alonso, si no de la política, del concepto de política de Jameson? Sommer defiende que los dramas románticos y los romances dramáticos alegorizan los desafíos políticos del siglo XIX (Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, alegoriza un orden patriarcal reinante en crisis, mientras que la identidad judía de María en la novela epónima de Jorge Isaacs representa la diferencia racial indecible, por mencionar dos ejemplos). Por su parte, en González Echevarría y Alonso asistimos a otro tipo de política literaria: la política de la creación del canon. Tanto González Echevarría como Alonso identifican dos tipos de alegoría en Doña Bárbara: el primero es legible, explícito, en y desde el texto (es decir, colocado allí deliberadamente por el autor). El segundo es un tipo de alegoría sensiblemente más deconstructivo, que, en palabras de González Echevarría, “lejos de congelar el significado […] pone en movimiento otros mecanismos de significación al mostrar la radical separación entre significado y significante”[4]. Siguiendo el ejemplo de su mentor, Alonso afirma que “en Doña Bárbara la alegoría no es solo una intención interpretativa proyectada sobre el texto, sino también una técnica narrativa extensamente empleada para construir los eventos representados en la novela”[5] (la cursiva es mía). A continuación sugiere que “la auténtica proliferación de alegoresis trae implícita la convicción de que en la alegoría cualquier cosa puede representar cualquier otra, bajo la premisa de que exista una voluntad discursiva que suprima el conocimiento representado por esa misma percepción”[6] (la cursiva es mía).

Todo esto parece maravilloso, hasta y a menos que tomemos nota de varios conceptos clave que acompañan a “alegoría” en estos argumentos: autoridad, intención, voluntad. La metapolítica de esta lectura de la alegoría, a pesar de distanciarse de la política entendida como contenido ideológico, se funda en conceptos políticos vinculados a ella ─soberanía, decisión─ en un gesto retórico con consecuencias políticas significativas. Alonso da cabida a la posibilidad de una interrupción de la voluntad autoral, pero esta solo es interrumpida o suprimida por otra voluntad: la “voluntad discursiva” del texto antropomorfizado. La metapolítica de una lectura alegórica tal permanece, entonces, atada a los conceptos hegemónicos de soberanía, intención y decisión. Leído a la luz de esta idea, el título del libro La voz de los maestros: escritura y autoridad en la literatura latinoamericana moderna, de González Echevarría, parece apuntar a la autoridad de la voz del propio crítico. Es decir, invistiéndose a sí mismo de la autoridad para identificar a los maestros (literarios), González Echevarría se constituye en crítico maestro, en la voz de la autoridad de la disciplina; disciplina esta que él mismo ha moldeado mediante el establecimiento de un canon latinoamericano. Maestría, autoridad, voluntad… el léxico interpretativo que parecía en un principio bastante alejado de la política ostensiblemente democratizadora de Jameson se revela ahora como la contracara de una misma moneda críticopolítica. Las alegorías de este tipo de política, o las políticas de este tipo de alegoría, al permanecer atadas a conceptos “maestros” de maestría, trabajan contra las posibilidades emancipatorias de la literatura que Jameson parecía defender.

En respuesta a este “boom” de críticas alegóricas, la cuestión de la alegoría comenzó a evitarse en círculos latinoamericanistas de EE. UU. orientados a la teoría, que en su mayor parte perdieron la oportunidad de leer la literatura latinoamericana con y a través de un concepto de alegoría más benjaminiano o demaniano. Aunque quiero sugerir que ese alejamiento de la alegoría es en realidad un alejamiento de cierta política de la alegoría. ¿Qué podría implicar para los estudios literarios latinoamericanos un nuevo acercamiento ─o un regreso─ a la alegoría? Consideremos las formas alternativas de lectura alegórica que fueron desplazadas en la disciplina pero que podrían resurgir ahora. El ensayo de Alberto Moreiras “La identidad pastiche y la alegoría de la alegoría” (1993) ─polémico epílogo de un volumen dedicado al estudio de la identidad y la diferencia en América Latina─ defendía un abordaje postsimbólico, melancólico y alegórico de la identidad en el “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Borges. Para Moreiras el cuento de Borges “alegoriza[ba] la alegoría nacional”, revelando el modo en que “la alegoría nacional tropieza con su propia imposibilidad”[7]. “Plantear la heterogeneidad es homogeneizarla; proyectar lo irrepresentable, representarlo. Alegorizar es entonces autorizar”, dice Moreiras. De esta hebra subterránea ─que aparece tratada de manera directa tanto en Moreiras como en el libro de Idelber Avelar sobre la alegoría y el duelo postdictatorial  y en el trabajo de Kate Jenckes en torno a la alegoría como alografía en Borges─ podría decirse que se vincula, al menos en esencia, con el concepto de lo iletrado [“illiteracy”] de Abraham Acosta (en cuanto práctica de lectura que toma en cuenta la opacidad constitutiva en el corazón de la oposición entre escritura y oralidad, alfabetismo y analfabetismo), así como con mis propias reflexiones sobre las alegorías del marranismo. No llamaremos a esto alegoría: lo llamaremos deconstrucción, o simplemente, lectura: lectura fundada en su propia imposibilidad (de Man).

¿Cómo sería una política, o una metapolítica, de la alegoría ─de una alegoría basada en la imposibilidad de la lectura? Volviendo a Jacques Rancière, esta política sería quizá una política del disenso: recordemos que, para Rancière, el desacuerdo político, la mésentente politique, está relacionada formalmente con el malentendido literario, le malentendu littéraire. Si lo que he sugerido aquí es que “de lo que hablamos cuando hablamos de la alegoría” (lo tomo prestado de Raymond Carver) es de la cuestión de la política, también lo es siempre del debate en torno a la creación del canon y a la autoridad disciplinaria. Extender la política de la disciplina y la creación del canon a esta hebra subterránea comportaría inevitablemente un desacuerdo infinito sobre qué textos deberían ser considerados canónicos, sobre qué voces deberían considerarse la autoridad sobre las demás. Aquí, las voces soberanas de los críticos literarios latinoamericanos que leen textos que, en palabras de Moreiras, alegorizan ergo autorizan, recularían en favor de prácticas críticas postsoberanas (para decirlo con Óscar Ariel Cabezas), en las que la autoridad de los textos literarios y críticos (incluido este que lees) sería cuestionada; los maestros (de textos, departamentos, campos), abolidos; y la alegoría, herida e hiriente: infinita e infinitamente imposible.

[1] La cita corresponde a la traducción de Ignacio Álvarez de “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism” [La literatura del tercer mundo en la era del capitalismo multinacional. Revista de Humanidades, 23 (junio de 2011): pp. 163-193].

[2] Según la traducción de Enrique Lynch de Allegories of Reading [Alegorías de la lectura: lenguaje figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust. Barcelona: Lumen, 1990].

[3] Traducción propia del artículo de Aijaz Ahmad “Jameson’s Rhetoric of Otherness and the National Allegory” [“La retórica de Jameson en torno a la otredad y la alegoría nacional”] (1986). Social Text, 15 (pp. 65-88).

[4] Según la traducción del propio González Echevarría de su libro The Voice of Masters: Writing and Authority in Modern Latin American Literature [La voz de los maestros: escritura y autoridad en la literatura latinoamericana moderna. Madrid: Editorial Verbum, 2001].

[5] Traducción propia de la cita, perteneciente a la obra de Carlos Alonso The Spanish American Regional Novel. Cambridge: Cambridge University Press, 1990.

[6] Ibídem.

[7] Traducción propia del artículo citado.

TransLiteraturas

Por: Marie Audran y Gianna Schmitter

Fotos: Cimicifuga Racemosa en «Drugs and Medicines of North America», de  John Uri Lloyd y Curtis G. Lloyd.

En este artículo, Marie Audran y Gianna Schmitter sostienen que la categoría pos, con la que se interpretó la política, la historia y el arte de la segunda mitad del siglo XX, no da cuenta de las producciones culturales más recientes: lo ultracontemporáneo. Proponen, en su lugar, el prefijo trans para señalar la dificultad de clasificar en naciones, géneros y marcos institucionales precisos un buen número de obras hispanoamericanas de los últimos años.


¿Fin o devenir de la literatura?

Desde los 80, el discurso crítico parece aprehender las creaciones artísticas y filosóficas de los 60 hasta hoy en día desde la noción de posmodernidad. ¿Por qué seguir hablando desde el prefijo pos? Como bien dice Marc Gontard en Écrire la crise: esthétique postmoderne (2014), este prefijo parece expresar un “período que ya no sabe inventar el futuro”, que piensa desde el pasado y que a menudo levantó polémicas alrededor de la noción de “fin” (“fin de la historia”, “fin del arte”, “fin del libro”, etc.).

La efervescencia y la innovación de la creación literaria latinoamericana de los últimos diecisiete años parecen contradecir la hipótesis del fin. Sin embargo, resulta difícil nombrar lo que viene. Lo “ultra-contemporáneo”, es decir la literatura y el arte que se produjeron a partir del 2000, ubica el ejercicio crítico en el espacio-umbral de lo que deviene. Si la posmodernidad marcó la crisis de la modernidad y, con ello, de la racionalidad y de los grandes relatos en un contexto de posguerra, postotalitarismos, poscolonialismos y posbloques acompañado por la emergencia del neoliberalismo y de la globalización, la literatura que surge a partir de entonces y se despliega hasta el presente no hace más que deconstruir(se), reescribir(se) y reubicar(se). Con ello, hoy en día es necesario preguntarnos: ¿cómo se posicionan las producciones artísticas de nuestra época frente a su tiempo?

En este artículo proponemos la categoría de las transliteraturas para pensar las producciones literarias hispanoamericanas de lo ultra-contemporáneo. Tras constatar que la categoría de lo pos parece ya no tener la misma operatividad que pudo tener en la última mitad del siglo XX, avanzamos la hipótesis de que las literaturas actuales emergen en, desde y a través de lógicas y poéticas trans, como las llama Miriam Chiani en el libro Poéticas trans. Escrituras compuestas: letras, ciencia, arte (2015). Esto es: transcorporales, transmediales, trangenéricas, transnacionales. Estas literaturas no se sitúan necesariamente en oposición a lo pos, ni tampoco en un posicionamiento pos, sino que hacen dialogar en su seno diferentes tradiciones artísticas y estéticas, transgrediendo fronteras de géneros, de medios y materialidades, de lenguas, etc. Su dinámica es la del devenir, de producir en el presente, y se inscribe así más en una lógica del arte contemporáneo que en una lógica literaria institucionalizada, como lo postulaba también Reinaldo Laddaga en Espectáculos de realidad: ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas dos décadas (2007). Proponer la categoría operativa de las transliteraturas permite dar cuenta de las dinámicas y lógicas de las producciones literarias hispanoamericanas de lo ultra-contemporáneo.

Constataciones: literaturas latinoamericanas “trans

Trans vs. pos

El prefijo trans evoca el desplazamiento, el movimiento, el pasaje, la mutación intrínseca a nuestro contexto ultra-contemporáneo. El movimiento de lo trans acompaña y expresa la transición, reconfigura los espacios y los territorios a todas las escalas: de la escala global a la escala local, de lo colectivo a lo íntimo, del espacio político y social al espacio físico y moral, en todos los espacios mediáticos: de la literatura a las redes sociales. Lo trans sugiere un movimiento horizontal, nómade, rizomático, que crea nuevas conexiones: nuevas redes de manera continua y desjerarquizada. Si el pensamiento pos se concentró en la identidad, parece que el pensamiento trans celebra el devenir y lo múltiple de cada uno. De esta manera, se inserta en una dimensión eminentemente política, ya que configura un marco desde el que repensar al Estado-nación, a los relatos nacionales, a las estrategias populistas; un marco desde el cual contrarrestar a los negacionistas, al fascismo, al conservadurismo, y a los relacionistas. El pensamiento trans es un pensamiento del devenir y del reconocimiento de los posibles.

Literaturas TransNacionales

Hoy más que nunca la literatura se vuelve transnacional por los blogs, la ciberliteratura, Twitter, etc.; también por los desplazamientos (exilios o viajes) y redes de escritores que se constituyen. Parece que los autores releen y reescriben el canon literario de sus países y cambian los paradigmas, provocan, juegan, desacralizan y profanan (como  puede verse en los trabajos de Pablo Katchadjan). Algunos autores viven afuera pero publican en su país de origen, otros viven en su país natal y publican afuera, en función de su vida privada o conforme con ciertas lógicas del mercado editorial. ¿Qué es, entonces, un autor argentino? ¿Mexicano? ¿Peruano? ¿La idea de la literatura nacional sigue siendo pertinente? ¿Es nacional, mundial o se vuelve comunitaria? Con estas reflexiones como trasfondo, sería interesante releer “El escritor argentino y la tradición” de Borges (1951) y preguntarse si acaso existe una “tradición” trans en la literatura latinoamericana. ¿Borges, en particular, y las vanguardias, en general, serían los precursores de esta transliteratura?

Las temáticas de las TransLiteraturas

TransCorporalidades

Las transliteraturas ensayan ciertas temáticas recurrentes. Encontramos cuestiones de género/gender abordado desde un movimiento que va de la deconstrucción hacia la transconstrucción (las transgresiones de la masculinidad, de la feminidad; lo queer). El cuerpo se vuelve plataforma de excesos y mutaciones. Son personajes que están en metamorfosis, en devenir: travestis, transexuales, transgéneros y queers; delirando, en crisis, enfermos, vulnerables, excéntricos, tránsfugos, subalternos; personajes que regresan, espectrales, fantasmas y revenants como en las novelas y los cuentos de Mariana Enríquez, entre los cuales podemos destacar Chicos que vuelven (2010). También se encuentran muchos casos de trasplantados. En Romance de la negra rubia (2014), Gabriela Cabezón Cámara crea una protagonista negra que se trasplanta la cara de su novia suiza millonaria: “Soy un caso de inversión: nací negra y me hice rubia, nací mujer y me armé de tremenda envergadura, envidia de mucho macho y agua en la boca de tantos y tanta boca loca. Me cogí a medio país, que también eso es poder”. Fernanda García Lao en cambio describe los cuerpos de sus personajes como “campos de batalla” desde los cuales se construyen de forma rizomática corporalidades alternativas. El cuerpo se desarticula para rearticularse con otros: Violeta, protagonista de La piel dura (2011), sufre un trasplante de mano que cambia su destino; Guillemette y Fernand, en la novela epistolar Amor invertido (2015), configuran una pareja cuyos corazones fueron intercambiados mediante un trasplante.

Beya

Van narrando las peripecias y preguntas que generan sus cuerpos y deseos trans. Cada trasplante subraya el poder performativo del cuerpo. Cada movimiento transcorporal engendra corporalidades alternativas. El cuerpo dialoga con el texto y el texto con el cuerpo, generando “cuerpotextualidades” o “cuerpografías”, términos que proponen Marie-Anne Paveau y Pierre Zoberman en un ensayo titulado Corpographèse (2009). Los cuerpos tanto físicos como textuales mutan simultáneamente: al transgredir el corpus –cuerpo textual– se transgrede el cuerpo y viceversa. En un mundo en que “todo es lenguaje”, como propone Drucaroff en Los prisioneros de la torre (2011), el cuerpo resulta ser un lugar de resistencia, de poder, de certidumbres. Se hace lugar de enunciación performativo, cruce de experiencias, problemáticas y materias. Se hace trans, “nómade” (Braidotti), “cyborg” (Haraway), “protésico” (Preciado). Del corpus al cuerpo: transgredir el corpus permite, a veces, integrar “otras” corporalidades no canónicas de la literatura.

Afiches

Los afiches de Mental Movies (versión argentina)

TransMedialidades

Siguiendo con esta idea, la literatura traspasa los marcos institucionalizados y las materialidades y tiende hacia el fuera de campo, como lo plantea Graciela Speranza en su libro homónimo, y hacia “textualidades no cerradas sobre la palabra”, para retomar a Claudia Kozak en Deslindes…. Las transliteraturas se inscriben en un trabajo con los diferentes medios, creando obras inter y transmediales, es decir obras que reúnen en el seno de un solo soporte, como el libro, materiales que transgreden el libro y lo expanden hacia otros medios. Pensemos por ejemplo en la artista colombiano-argentina Tálata Rodríguez con su poemario Primera línea del fuego, donde los poemas tienen un videoclip en YouTube (para más información, publicamos una entrevista con Tálata  aquí). El proyecto chileno 80 días –un pequeño libro compuesto por textos y fotografías que emergieron tras recorridos por la zona entre Plaza Italia, Río Mapocho, Avenida Matta y la Estación Central de Santiago de Chile durante 80 días– cuenta con una página web homónima, donde no solamente se pueden leer los textos y ver las fotografías, sino también escuchar piezas musicales compuestas para este proyecto, en las que se insertan la lectura de los textos. O, para mencionar un último ejemplo, el proyecto Mental Movies: unas cajas que albergan cinco posters de supuestas películas con un guión en el revés del afiche, acompañado por un CD con las bandas sonoras.

Poema Spam

Ejemplo de un poema spam de Charly Gradín, “El peronismo (spam)”, http://www.peronismo.net46.net/

TransEscrituras y TransAutoridades

Pero las transliteraturas interrogan igualmente las transescrituras. Ante nuevos casos de escritura ligados a los desarrollos tecnológicos –como las blogonovelas de un Hernán Casciari, las twitteronovelas de un Mauricio Montiel Figueras como por ejemplo El hombre de tweed y La mujer de M., los poemas spam de Charly Gradín, o aún la nouvelle Escribir en Canadá. Una biografía de Guadalupe Muro de Luciano Lutereau, que recolecta los posteos de Guadalupe Muro en su propio muro Facebook– se abre la pregunta sobre si la categoría de “géneros literarios” sigue siendo pertinente para aprehender la literatura de lo ultra-contemporáneo, donde cada obra parece atravesada por una transgenericidad tanto lúdica como transgresora. Se trata de transautoridades, es decir que la figura del autor cambia. El autor se hace nómade, plural, cyborg. Forma rizomas con la máquina, con internet, con sus lectores, y a su vez está involucrado en una dinámica de expropiación, de transversalidad, de intercambio. Se trata de compartir: el autor utiliza las redes sociales y a través de los blogs crea una comunidad inclusiva y abierta, como lo podemos ver en los ejemplos de la literatura huiqui y la escritura open source de un Jorge Harmodio que practica la expropiación de textos, o la ya mencionada literatura spam y los poemas que utilizan los algoritmos de Google. Estos casos de ciberliteratura, del uso del copy and paste, de collages, de expropiaciones, intervenciones y reciclajes, todos estos procesos de creación de las “escrituras no creativas”, como los llama Goldsmith, transforman el sentido y el estatus de la literatura y de la escritura. En este contexto, hay que preguntarse lo que deviene la literatura, lo que  diferencia la literatura de la escritura, lo que hace que la escritura se vuelve literatura. Las literaturas de lo ultra-contemporáneo muestran prácticas que desestabilizan estas nociones. La “escritura sin escritura” y el congreso de dobles de Mario Bellatin demuestra entre otras que es la crítica literaria la que transforma la escritura en literatura.

 Huiqui

La página de Literatura Huiqui

 

TransLecturas

En este contexto, la lectura tiende hacia una translectura: a través de las redes sociales, los huiqui o los numerosos encuentros literarios organizados, la lectura se puede volver una experiencia colectiva y comunitaria. El lector puede transformarse en autor a través de la intervención y la participación (reescritura libre, huiqui, narración transmedia, etc.). Esta literatura que otorga un lugar importante al cuerpo y a la performance genera una lectura enfática que descentra al lector hacia un entre-dos, que lo transforma y hasta puede conllevar un trance. Asimismo, estas transliteraturas, por el borramiento y la puesta en crisis de las categorías, transforman la lectura crítica y académica que deben encontrar nuevas maneras de aprehenderla y de leerla.

Sentada en su verde limón

 

Por: Marcial Gala

Fotos: Stéphane Lorcy

Marcial Gala es poeta, narrador, ensayista y uno de los referentes fundamentales de la literatura cubana actual. Nació en La Habana (1965), donde realizó estudios de ergoterapia psiquiátrica y arquitectura. Entre sus libros destacan: Enemigo de los ángeles (1995), El Juego que no cesa (1996), Dios y los locos (1997), El hechizado (2000), Moneda de a Centavo (2009), Es muy temprano (2010), Monasterio (2013) y La Catedral de los negros (2013). Es miembro de la Unión de escritores y artistas de Cuba, UNEAC. El que sigue es un fragmento de su novela Sentada en su verde limón. Publicada en 2004 por Editorial Letras Cubanas, está prevista una nueva edición por la editorial argentina Corregidor en los primeros meses de 2017.


Acababa de terminar el doce grado y le gustaba leer, preferentemente autores cubanos contemporáneos. Nos conocimos en la biblioteca provincial y nuestra primera conversación versó sobre Florencia y sobre Savanarola el monje. Quedó fascinada. ¿Cómo tú sabes Ricardo? me dijo sin asomo de ironía. Luego compré una botella de vino y nos sentamos en el viejo muelle de Cienfuegos a beber y a cantar canciones de Joaquín Sabina, al final la besé en la boca y decidimos ser amigos para siempre, aunque cayera la bomba atómica. Pasaron unos meses y cuando la volví a ver, era rockera, andaba con el pelo sucio y un viejo pulover de Iron Maden. Me asombró verla así. ¿No te has enterado Kirenia, los rockeros en Cuba se acabaron hace años? Ahora la onda es ser rastafari, jinetera o culturosa, una rockera en Cuba es como un ajo en saco de cebollas, le dije y la invité a mi casa. Luego de tomar café, oímos música y luego fui a buscar más ron y más hierba, pero al desnudarnos dijo que tenía la regla. Ricardo tú eres como un hermano para mí, dijo después y con la familia una no hace ciertas cosas.

– Hace demasiado calor para pensar- le dije- voy a refrescar.

Me vestí.

– Quiero ir contigo- dijo de pronto.

 – Ok.

Dos cuadras más adelante se encontró un pequeño gato y lo tomó  en los brazos y se agachó a acariciarlo y se le veían los blumeres y ambos estábamos borrachos y alguien gritó puta y yo me cagué en su madre y ese alguien paró el carro y se quería fajar conmigo, pero ella tomándome por el brazo me suplicó vamos y nos fuimos Prado abajo y no había más marihuana y nos estábamos hartando de todo, sintiendo el tren de la vida sobre nuestros hombros, sintiéndonos casi aplastados por la irrealidad, sentados en los bancos de un fantasmal Prado rodeados de gentes también fantasmales. Mierda, tuve deseos de gritar, pero me contuve.

– Kirenia- dije- estamos entrando por uno de esos canales sombríos que nos llevan directo a la nada, no te asustes si a partir de ahora todo toma aspecto de salirnos mal.

Yo me sentía elocuente, no sé. Para acabar hundí mi sucia lengua en la boca de Kirenia. La llevé para el destruido CV deportivo, sitio preferido de masturbadores, cagadores furtivos y otros espécimenes, nos metimos en la playa a templar con el agua al cuello y Kirenia afirmaba haber escuchado a una gaviota gritar nuestros nombres, pero por más que me esforcé no oí nada. Luego al salir del agua, seguimos cantando temas de Joaquín Sabina, le cambié las zapatillas Adidas de Kirenia a un revendedor de ron por dos botellas de Damují y seguimos bebiendo y de pronto Kirenia empezó a llorar, no recordaba donde estaba. Me llamó Ania y alegó amarme mucho, mucho. Mucho como un cartucho dije yo para joderla y la llevé hasta su casa y me dijo que debía haberme puesto preservativo pues no me conocía lo suficiente.

– Vete para la mierda Kirenia- le dije.

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Dos días después volvió a visitarme, estaba muy seria y me pidió disculpas por todo lo que había pasado entre nosotros. Me extendió su delgada mano y me rogó que fuera su amigo, nada más que eso, pero cuando lo acepté, me dijo abrázame y volvimos a templar y el mundo es lindo y en colores, al menos mientras dura un palo. Se sentía suave, se sentía especial: cagándose en la madre de Dios a cada rato para demostrarle al mismo padre celestial su independencia, fabricando unos poemas de lo más extraños, llenos de afirmaciones absurdas y de gerundios mal empleados.  Venía a verme y yo nunca sabía qué era lo que esperaba de mí. A veces le daba por ser la dama sofisticada y entonces se vestía con unos ropajes de calidad poco común, otras veces era la puta triste y otras era la lesbiana en busca de pareja y entonces nos quedábamos los dos mirando pasar las muchachitas por el Prado y yo le decía  ¿Kirenia quieres que te presente a una chica linda? Ella se reía y yo al cabo fui una tarde a visitarla con Liset, veintiún años y un cuerpo de hetaira griega. Liset era hija de Harris y se presentó a sí misma bajo el curioso título de la exestudiante Liset. Venía cargada, traía parkisonil, hierba y un litro de alcohol de noventa y nos fuimos para su casa y yo puse a Billie Holliday para llenar la noche de afectación y que la vida se nos empezara a ir despacio como los dientes a un hombre que envejece. Liset jineteaba y después llegó el Pepe de turno con una botella de ron dispuesto a participar en el jolgorio, Liset no estaba para él, a las claras se le notaban sus intenciones de jamarse a Kirenia. Así que embarajó al yuma y se las arregló  para dejarlo sin botella de ron y mandarlo al hotel como un corderito.

– ¿Y ese quién es?-  preguntó  el extranjero antes de irse señalándome a mí, y Liset le dijo que yo era su hermano. Para ese entonces ya Kirenia estaba borracha y se dejó desnudar y abrazó a Liset y me abrazó a mí y nos dijo que nos quería como a nadie en el mundo. Así era ella, siempre estaba queriendo a la gente más que nadie. En fin me las templé a las dos, pero no fue la gran cosa, al final fue un asunto bastante triste verlas quedarse dormidas como alargadas y flacas ballenas.

    – No apagues esa música-  fue lo último que dijo Kirenia.

Era triste. Es triste ser tan triste, pensé. Me he vuelto todo un pensador, pensé asomado al balcón de mi casa con marihuana en la boca y mirando a lo lejos.

Se pasa la vida fumando marihuana, dicen de mí en el CDR.

    Cómo si uno tuviera dinero para tanto, digo yo.

    Dicen de mí: es mierda lo que pinta.

    Dicen de mí: ese hombre no vale un quilo.

    Dicen de mí: vive como un animal.

    Dicen de mí: es un hediondo.

    Dicen de mí: si la pobre madre estuviera viva se volvía a morir para no verlo.

Hasta maricón es, dicen de mí, pero este es el cuento de Kirenia así que me reservo lo otro que dicen de mí.

Al día siguiente, Liset llevó a Kirenia a casa de Harris, a esa casa llena de polvo e instrumentos musicales y le dijo, mira, el mejor músico de la ciudad y mi padre.  Kirenia, se presentó ella con una sonrisa. Harris sonrió también y la invitó a sentarse en uno de los viejos sillones y luego le preguntó si había leído a E.E Cummigs.

– No.

– Él tiene un poema que habla de tus manos-  dijo Harris y siguió sonriendo y a Kirenia le parecía que nunca en su vida había visto un hombre tan negro y tan grande. Allí en la sala de esa casa, entre los delicados instrumentos músicos parecía tan anacrónico como un animal fabuloso en una plaza pública.

– Eres hermosa- dijo él de pronto, pero no de una hermosura fácil, tu belleza es de las que uno descubre pasito a paso como el amanecer cuando surge vestido de raso. A las claras se veía que se estaba burlando de ella. No me gustan los viejos, estuvo a punto de decir Kirenia pero se contuvo, el hombre era viejo y no era viejo a la vez y Kirenia lo miraba, sin poder sustraerse a la impresión de que esos ojos carmelitas lo sabían todo.

– Bueno me voy- dijo Liset y se puso de pie.

Kirenia también se paró.

– Adiós- dijo Kirenia.

– No te vayas todavía- susurró Harris y Kirenia volvió a sentarse.

– ¿Te quedas? – preguntó Liset extrañada y Kirenia se limitó a afirmar con la cabeza.

– Bueno- dijo Liset y le dio un beso al padre y otro a Kirenia y salió. Durante unos segundos se miraron sin decir nada y luego Harris empezó a hablar de Nueva York, pero no de la gran ciudad fácilmente imaginada por todos, sino de un Nueva York secreto, mágico.

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Harris había nacido en la urbe, hijo de un inmigrante del caribe anglófono y una cubana y a esa ciudad estaban asociados los primeros recuerdos de su vida. Hablaba como si estuviera convencido de que ese tema, su propia vida, nunca podría aburrir a Kirenia y era verdad, Kirenia lo escuchaba sin decir palabras, muy interesada.   ¿Quieres beber algo? Preguntó Harris de pronto y sin esperar la respuesta volcó un poco de licor en dos vasos y le tendió uno de ellos a la muchacha. Ella lo probó, era whisky. La bebida le quemó la garganta y le provocó un agradable calor. Se sentía bien.

– ¿Liset es su única hija?- preguntó  por decir algo.

– Sí- dijo Harris y luego le pidió a Kirenia que le contara algo de su propia vida.

– No tengo casi nada que contar, sólo tengo dieciocho años y me he pasado la vida estudiando en escuelas en el campo y deseando ser poeta, pero todo el mundo dice que en este tiempo ese no es un deseo cuerdo, que uno debe desear ser médico o especialista en informática.

Harris rompió a reír.

– Eres toda una loquita- dijo pero luego al ver la cara de Kirenia, aclaró: – Lo digo en el buen sentido de la palabra. Me gusta que seas así.

– ¿Ese es Dizzi Guillespi?- preguntó Kirenia mirando un retrato desde el cual el músico afroamericano abraza a Harris y sonríe.

– Si no le han cambiado el nombre es él, el viejo Diz que vestía y calzaba y ahora es sólo abono para jardines.

Kirenia miró con curiosidad a Harris:

– ¿Siempre habla usted así?

– ¿Así cómo?

Ella dibujó con las manos un enrevesado gesto:

– De esa forma un poco pintoresca.

– Eso depende de cómo tenga el día, hoy tengo mi sentido macabro alegórico en su apogeo.

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 Tenía cincuenta y cinco años  y luego de darle la vuelta al mundo, había  terminado en Cienfuegos tocando en un bar de mala muerte para un público constituido en su mayor parte por aficionados de los más diversos países  que venían a  Cienfuegos con el confesado objetivo de escucharlo. Gracias a él, la ciudad se había convertido casi en una meta turística. Supongo que a ellos dos, algún Dios con un muy peculiar sentido del humor los había destinado a encontrarse, supongo que esas cosas suelen pasar y no hay quien las evite, Kirenia y yo seguimos tomando ron y yendo al malecón a mirar las gaviotas y a contarnos cosas pero me hablaba cada vez más de Harris, me decía que era una lástima que un hombre así tomara tanto. Yo no le decía nada, yo esperaba y cuando caía la noche y los pescadores por mucho que se esforzaran no podían vernos entonces decía a templar que se fue la luz, y allí mismo en el muelle como si no se hubieran inventado las camas nos acostábamos y yo le quitaba la ropa y ella me hablaba de Italia, soñaba con ver la capilla Sixtina.

– Yo estuve en Italia y es mejor soñar con San Pedro que ir a verlo- le dije- y en Italia conocí a una eslovaca y me gasté todo el dinero que gané vendiendo cuadros, fumando marihuana en un cuartucho tan estrecho que me parecía estar en la Habana Vieja.

– ¿Eso fue en Roma?- preguntaba Kirenia.

– En Milán- respondía yo y me movía más rápido hasta que Kirenia empezaba a suspirar y decía que rico y entonces yo preguntaba ¿te gusta? Y ella me decía que sí y que me moviera más rápido y luego decía ¡ay! y yo le decía que esa eslovaca era el amor de mi vida y que tenía los pendejos pelirrojos y padecía de cáncer y ella decía pobrecita y hacía un frío delicioso y nos veníamos juntos y luego seguíamos tomando vino y ella volvía a hablarme de Harris y a decirme que el músico no era como yo sino un hombre muy moral y muy caballero sí señor, muy medido y me va a llevar al ISA a ver si puedo coger teatrología. No te imagino de teatróloga, le dije.

– ¿Y de qué tú me imaginas?- me preguntó.

– De puta de burdel- le respondí y la muchacha me echó el vino en el rostro y me dijo que yo a veces me olvidaba de que ella lo que tenían eran 18 años y se fue caminando muy seria. Yo no hice nada por retenerla. Seguí bebiendo mi vino y a la media cuadra volvió.

– No quiero verte más- dijo y yo me encogí de hombros y la vi irse, la espalda más triste del mundo era la de ella.