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Museo pasado, museo posible

 Por: Fernando Degiovanni (The Graduate Center, CUNY)

Foto: Leonardo Mora

El museo vacío: acumulación primitiva, patrimonio cultural e identidades colectivas (Argentina y Brasil, 1880-1945) [Álvaro Fernández Bravo]

Buenos Aires, Eudeba, 2016.

 

Las políticas cambiantes de los museos en materia de exclusión e inclusión tanto a nivel artístico como social, sus relaciones con otras instituciones, como el Estado, o con los discursos de la historia, la identidad, la tradición y las etnias originarias en los contextos argentino y brasileño de finales del siglo XIX e inicios del XX, son algunas de las impostergables  reflexiones que Fernando Degiovanni despliega en esta aguda y erudita reseña sobre la más reciente obra de Álvaro Fernandez Bravo, El museo vacío: acumulación primitiva, patrimonio cultural e identidades colectivas (Argentina y Brasil, 1880-1945).


Para entrar a El museo vacío, quiero empezar citando la muestra que tiene lugar en estos momentos en la azotea del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, donde se expone una instalación del artista rosarino Adrián Villar Rojas, titulada “Teatro de la desaparición”. Se trata de un conjunto de 16 esculturas resultantes de la réplica, en tres dimensiones, de decenas de objetos provenientes de los 17 departamentos curatoriales de la institución. Las réplicas en tres dimensiones fueron realizadas utilizando dos métodos: la fotogrametría, una técnica de mapeo aéreo y arquitectónico (que se vale de imágenes tomadas por una cámara común), y el escaneo láser. Para producir los objetos que se ven en la muestra, Villar Rojas ensambló estas réplicas unas con otras, y les agregó figuras de su propia invención.

El tema de la colección y el museo están en el centro de la obra de Villar Rojas, que se proyecta, monumental, contra el monumental paisaje urbano de Central Park, visto desde arriba. Villar Rojas recorrió los 250 mil metros cuadrados del Metropolitan Museum of Art para mostrar, según declaraciones al New York Times, “la manera en que las cosas son parte de la vida cotidiana de la gente, y cómo la museología, con sus operaciones de congelamiento, aparta las cosas de la existencia ordinaria que éstas comparten con los humanos”. Los objetos del Metropolitan Museum of Art, extraídos de todas partes del mundo, alguna vez fueron utilizados para la alimentación, la lucha, o las ceremonias rituales, pero ahora, se lamenta Villar Rojas, son preservados detrás de “vitrinas, estantes, sistemas de protección y seguridad, barreras, guardianes … que les arrancan la vida”, que los sacan de “la trayectoria natural de uso, reciclaje y regeneración” en las que se hallan insertos. El artista espera así “rejuvenecer” la colección, “trayendo estos objetos de vuelta a la vida”. Villar Rojas señala, además, que trabaja “bajo la premisa ontológica de imaginar museos sin divisiones, sin geopolítica, totalmente horizontales”. Monumentalidad, génesis y apocalipsis suelen ser términos asociados a la obra de Villar Rojas, que planea intervenir museos enteros de Europa y Estados Unidos el próximo año. Las respuestas críticas a esta instalación fueron dispares: el New York Times la valora, sobre todo porque el artista parece escapar aquí de los “instintos destructivos” que permeaban su obra anterior; Time Out, en cambio, señala que Villar Rojas es “constructor de divertimentos monumentales para las elites globales, divertimentos que también apelan a las masas en busca de entretenimiento en la alta cultura”.

Más de un siglo ha pasado desde que el museo se instaló definitivamente en el imaginario global, pero la institución sigue en el centro del debate crítico por su complejo lugar material y simbólico, por los contradictorios modos de intervención política y social que lo definen: la apropiación y la exhibición cultural, su relación con las comunidades y las elites que los formaron, así como con los sectores a los que apelan hoy, y aquellos a los que apelaron en el pasado. Lo que me interesa marcar aquí es que la interrogación en torno al modo en que “las cosas son parte de la vida cotidiana de la gente, y cómo la museología, con sus operaciones de congelamiento, aparta las cosas de la existencia ordinaria que éstas comparten con los humanos”, es fundamentalmente distinta en Villar Rojas y en este nuevo libro de Álvaro Fernández Bravo. Y esa distancia pasa no solo por la diversa contextura de las colecciones de las que parten, sino por la forma en que implícitamente ambos imaginan el museo y con él, la colección, la comunidad y la vida.

Leo El museo vacío de Fernández Bravo como un libro que habla del museo pasado para hablar del museo posible. Su análisis, centrado en Argentina y Brasil, se inicia en 1880, en el comienzo de la era de formación del dispositivo museo en la región, y tiene su fecha de cierre en 1945. Pero es precisamente la interrogación sobre ese después de 1945 la que va marcando, aquí y allá —a veces en referencias breves, a veces en oraciones al paso, a veces en citas a pie de página, y a veces de modo declarado— la preocupación sobre el museo que nos debemos (y, con él, sobre las políticas culturales, el gestionamiento del patrimonio, y el cuestionamiento de las identidades colectivas), sobre todo en Argentina. Y en esos interrogantes se plantean reflexiones sobre la relación crucial entre Estado y cultura, y en particular sobre la cuestión del patrimonio indígena, eje de la indagación del libro.

Como otros trabajos de Fernández Bravo, El museo vacío tiene su eje en la figura de itinerantes, viajeros, exiliados, desplazados: Robert Lehmann-Nitsche, Alfred Métraux y William Henry Hudson, definidos por la relación de llegada o de regreso a Europa o Estados Unidos, y Joaquín V. González, Ricardo Rojas, Samuel Lafone Quevedo, Juan B. Ambrosetti, llegados de las provincias a Buenos Aires. Del lado brasilero, Couto de Magalhaes, Euclides Da Cuhna, Silvio Romero. De algún modo, todos son parte de una empresa estatal que busca dotar de colecciones a una nación que empieza a poblarse de inmigrantes en los que se inscribe la categoría de futuro, y desplazar a sus poblaciones nativas al pasado remoto. Pero esa empresa, destinada a suplir una carencia llenándola de cosas, es al mismo tiempo precaria, ya que parte de un “escuálido” apoyo estatal (21): se trata de un Estado que, particularmente en el caso argentino, promueve, por un lado, las economías patrimonialistas fundadas en la expropiación, y por otro, desampara a sus investigadores y carece de sistematicidad en sus procesos de acumulación primitiva. Toda la cuestión del capital y la propiedad frente a las políticas de Estado se juega así en una tensión que el libro explora, y que extiende sus premisas al presente. La cuestión de las políticas culturales, y de los intelectuales ligados o separados de ellas, es un tema crucial de discusión en este contexto. El tema del déficit simbólico crónico, y el modo en que las culturas indígenas sirvieron para abastecer un patrimonio cultural vacío sirve aquí para pensar categorías biopolíticas que tienen que ver con un museo que no se ve como representación de la nación, sino como espacio de la violencia y el sacrificio fundacional de esa nación. Si el libro de Fernández Bravo es un libro sobre el museo posible es porque la violencia y el sacrificio están en el eje de las discusiones que presenta.

Brasil opera, en El museo vacío, como un referente que atraviesa el debate sobre el lugar de las poblaciones indígenas en el espacio del museo y la colección. Fernández Bravo va tramando relaciones de intersección entre etnógrafos y filólogos que actuaron en Argentina y Brasil. Pero Brasil es en el libro el espacio en que se opera otro modo de construcción de patrimonios: discutiendo la cuestión del tráfico de imágenes de indígenas en el Centenario argentino, imágenes que permanecen en la actualidad, Fernández Bravo escribe que “las fotografías indígenas resultaron útiles por su capacidad de ser reproducidas e integradas en un sistema educativo donde todavía permanecen. La Argentina continúa prestando poca atención a su población nativa en instituciones públicas (no existen museos indígenas o un ente equivalente al Funai, la Fundación Nacional do Indio, en Brasil)” (106); no hay un Museo del Indio (187), como en Río de Janeiro. Más adelante apunta que el Estado argentino no estableció una política cultural nítida o coherente después de 1945, como sí sucedió con el régimen de Vargas; Argentina no hizo de la cultura un locus político ni trabajó desde entonces por la cooptación de los cuadros intelectuales, ni por la formulación de una legislación temprana y duradera sobre el patrimonio, sino que “operó una constante hostilidad hacia la actividad cultural” a partir del peronismo (166).

En su mirada al pasado que es futuro, Fernández Bravo insiste además que en Argentina no hubo un esfuerzo crítico decidido para que el patrimonio indígena saliera del mundo del positivismo etnográfico hacia la esfera estética (de los museos de historia natural a los de arte) (187). De hecho, ocurrió al revés: en ocasiones, se expulsaron objetos del Museo Nacional de Bellas Artes al Museo Etnográfico, en una relación inversa a la de los modelos metropolitanos. La apropiación de la cultura indígena, como componente del cual obtener capital simbólico, aunque violenta y originaria, es en todo caso más lenta y ambivalente en Argentina que en Brasil, por la atención dada aquí a la cultura gauchesca desde el fin de siglo (201). Se trata, en otras palabras, de modos biopolíticos diferenciados de entender la comunidad a partir de los cuales el museo se forma. Solo que en el libro de Fernández Bravo ese museo no se reduce a instituciones que llevan propiamente ese nombre, sino que se refiere también a catálogos, antologías, historias literarias y relatos. De hecho, El museo vacío hace precisamente de las formas del dispositivo museo, presente en libros-museo (historias literarias, tesoros lingüísticos, colecciones de fotografías, antologías de textos), el espacio más heterodoxo y punzante de sus formulaciones, en las cuales el patrimonio intangible emerge decididamente como espacio para el ejercicio de la gubernamentalidad y la expropiación cultural.

Pero si tuviera que decir a través de qué figuras Fernández Bravo imagina museos posibles a partir de los del pasado, y con ellos una nueva relación entre Estado, acumulación y culturas nativas, me atrevería a decir que esas figuras son William Henry Hudson y Alfred Métraux. Me gusta pensar en El museo vacío como un museo que van componiendo estas dos figuras de entrada y de salida de la cultura argentina, en la que vivieron durante décadas y a la que no regresaron una vez que salieron de ella, pero que nunca abandonaron en su obra, escrita al margen de las aduanas disciplinarias. Métraux atraviesa el libro entero de Fernández Bravo, y es uno de los pivotes a partir de los cuales se arman las múltiples redes intelectuales que articula el libro. Hudson aparece casi al final, pero con una resonancia afectiva difícil de obviar.

En Métraux y Hudson se inscriben formas de producción de conocimiento que establecen una relación dinámica y compleja entre acumulación, estética y saberes científicos; ambos plantean desafíos al conocimiento disponible, polemizan con la idea establecida de colección, la expanden y la alteran. Métraux y Hudson son figuras híbridas desde el punto de vista de la filiación, de la comunidad, y de los anclajes epistémicos. “Nada más lejos de Métraux que una visión positivista de las culturas indígenas” (43), escribe Fernández Bravo. Métraux reinsertaba los objetos artísticos en el mundo social de donde habían sido extraídos; de hecho, se ocupó de los indígenas como agentes vivos, contemporáneos y activos de la cultura argentina en las décadas de 1920 y 1930. En el caso de Hudson, Fernández Bravo dice que “es difícil saber dónde está”, ya que su obra opera entre la descripción y la narración, entre problemáticas científicas y estéticas, desde una noción de pérdida que es, a la vez, ganancia. De hecho, describe la labor de Hudson en líneas que replican las que utiliza para caracterizar su propio lugar como autor e investigador de El museo vacío: “la posición intermedia e híbrida [de Hudson] … es funcional a los debates actuales sobre la caída de las jurisdicciones nacionales y la disolución de las fronteras rígidas, no sólo geográficas y políticas, sino también discursivas, disciplinarias y epistemológicas” (245). Fernández Bravo también describe su proyecto como un dispositivo producido más allá de las “aduanas [que] controlan el tráfico de mercancías sino también la circulación de los discursos, sobre todo cuando éstos atraviesan las fronteras disciplinarias” y se describe “situado sobre todo en un lugar intermedio, en entre-lugar elegido y deliberadamente incómodo frente a los comportamientos estancos” (9).

Esta incomodidad es la que debe operar en un museo que se interroga por la posición de “objetos cuya trayectoria aún no se ha detenido”, en palabras de Fernández Bravo (21). Utilizando el mismo concepto de “trayectoria”, Villar Rojas condena las prácticas que “arrancan la vida, y la trayectoria natural de los objetos”. Pero uno y otro se sitúan en lugares diferentes para repensar esa trayectoria. Desactivar formas de congelamiento de la cultura no consiste solo en imaginar, como lo hace Villar Rojas, un museo sin divisiones internas, desde una posición que privilegia lo espacial, incluso lo arquitectónico, y donde la vuelta a la vida—reutilización, reciclaje, regeneración—comienza por una operación de ensamblaje sin sutura de calcos, a los que paradójicamente no se pueden tocar. Fernández Bravo propone, en cambio, recuperar esa trayectoria para lanzarlos hacia el presente y hacia adelante, pero subrayando que se trata, ante todo, de objetos que “albergan una resistencia y una carga histórica imborrable” (48). Ese reclamo de resistencia y esa carga histórica imborrable es lo que hace de El museo vacío un libro para el presente, pero también el fundamento de una teoría crítica del futuro en comunidad.

“Una vez que tienes cuerpo la estética ya no es excepcional”. Entrevista con Hans Ulrich Gumbrecht

Por: Julia Kratje*

Imagen: Richard Russell


Entrevista con Hans Ulrich Gumbrecht, Doctor en Filosofía por la Universität Konstanz. Desde 1989 está a cargo del Departamento de Literatura comparada de la Stanford University. Fue profesor visitante en numerosas universidades y recibió nueve títulos de Doctor Honoris Causa. Entre sus publicaciones, destacamos Atmosphere, Mood, Stimmung (United States: Standford University Press, 2012) y Elogio de la belleza atlética (Buenos Aires: Katz, 2006).

Gumbrecht es, además, conocido por su fanatismo por los deportes. En efecto, cuando hace unos años estuvo de visita en Buenos Aires pasó una tarde entera en la Bombonera (que le encanta casi más que el equipo), vacía, solo, sentado en las gradas, en un medio ambiente que define cercano a lo religioso, para disfrutar íntimamente de la inmersión en la Stimmung del estadio.

Este año fue invitado por FILBA, junto con la Embajada de Alemania, para la conferencia de apertura del festival. Aprovechamos su visita para conversar sobre diferentes fenómenos culturales vinculados a la atmósfera del presente y sus efectos físicos sobre el cuerpo.

 

En la actualidad, muchas investigaciones señalan que el campo de la estética se ha transformado a la luz de ciertos procesos de estetización de la vida cotidiana. ¿Compartís esta observación? ¿Qué consecuencias tendría la estetización de lo cotidiano para pensar el tiempo presente?

 

La estetización de la vida cotidiana me interesa como fenómeno contemporáneo. Existe una estetización creciente de la vida cotidiana, que también se podría formular como una casi omnipresencia de la estética. Se trata de un fenómeno histórico específicamente contemporáneo. Esto presupone que hay un punto de partida de la estética, es decir, que no es un fenómeno metahistórico. Si bien la palabra Aisthesis es del griego antiguo, un discurso sobre la estética existe desde el siglo XVIII, a partir de Baumgarten, aunque yo creo que el fenómeno se puede remontar al siglo XVII. Una posible explicación sería la siguiente: podemos presuponer que básica e inevitablemente tenemos una doble relación con cualquier objeto intencional —cualquier cosa, cualquier percepción que se hace y se constituye como objeto de nuestra conciencia—–; por una parte, una relación de interpretación, que se puede llamar interpretativa, hermenéutica o de atribución de sentido: cuando vemos una cosa no podemos apagar el impulso de atribuir sentido (o sea, estos son unos anteojos, esto es una silla, etcétera, si bien a veces no funciona, siempre queremos hacer eso). Y, al mismo tiempo, y también inevitablemente, debido al hecho de que tenemos un cuerpo, tenemos una relación espacial (por ejemplo, yo te veo, entonces eres un objeto intencional para mí, te podría tocar, o bien puedes estar muy lejos…). Yo pienso que en la cultura occidental, desde el siglo XVII, desde la primera Modernidad, esta segunda relación, la relación de cuerpo, que yo llamo de presencia, se puso entre paréntesis con el “cogito ergo sum” de Descartes. A pesar de que sigue existiendo, en nuestra autoobservación no la vemos. Por eso, llamamos desde entonces experiencia estética a los fenómenos excepcionales en los que esa duplicidad sigue existiendo y tenemos conciencia de ella. Por ejemplo, cuando escuchas un poema, no solo te puedes fijar en la semántica, sino también, e irremediablemente, en la prosodia. Yo diría que estas dos dimensiones están oscilando, que no hay una relación fija. Esto se debe al hecho de que la autorreferencia, nuestra autoconcepción dominante en la cultura occidental desde la primera Modernidad, es cartesiana: cuando decimos sujeto, nos referimos solo a la conciencia. Desde mediados del siglo XX, no sé cuándo empezó exactamente, esa autorreferencia se ha transformado y, hoy en día, de forma dominante se presenta una recuperación de la dimensión corporal, sensual. Por lo cual, lo que durante tres o cuatro siglos era excepcional, la autonomía estética (es decir, la estética desconectada de la vida cotidiana), de repente ya es normal otra vez, y por eso se observa que está de nuevo omnipresente en lo cotidiano.

 

Desde este punto de vista, ¿en qué fenómenos cotidianos se despliega la ruptura de la esfera autónoma de la estética?

 

Hay muchos ejemplos… Siempre se distinguía entre buena comida y mala comida, pero hoy en día, en Estados Unidos, se habla de Art & food en restaurantes que han recibido estrellas Michelin: hay una compañía en San Francisco que se llama Edible art (arte comestible). Así, cuando vas a un restaurante caro, el ritual y la concentración es casi una copia de la tradición de la experiencia estética. También, por otro lado, hay ciertas praxis que tradicionalmente no se consideraban como parte de la estética, pero que se descubren como poseedoras de calidad estética, como el deporte (que exploro en mi libro Elogio de la belleza atlética). Estos son dos ejemplos de esa omnipresencia potencial: de repente, cualquier cosa es estética. Si es verdad que la tendencia es de omnipresencia, yo creo que —dialécticamente hablando—  eso se va a invertir y va a desaparecer: si todo es experiencia estética, el dominio de la estética ya no va a existir. El capitalismo, como pasa con todo, lo vende bien: por ejemplo, comer en un restaurante de Art & food cuesta por lo menos quinientos dólares por persona, cuando los costos de producción son muy bajos. Lo mismo ocurre con el ritual de los vinos y el sommelier: los precios de algunas botellas de vino son inauditos. Muchas veces, los rituales de la experiencia estética de la vida cotidiana son copias de los rituales de la época de la autonomía de la estética. Yo supongo que es una fase transitoria.

 

Entonces, ¿cómo se reconfigura el campo de fuerzas respecto a la estetización de la vida cotidiana a partir de la relación con el mercado y con las nuevas jerarquías culturales?

 

Como en todo, están saliendo nuevas jerarquías. Si hablamos del campo de la gastronomía, claramente la cosa más noble es el vino: ser buen catador de vino, saber hacer un buen discurso sobre vino, está muy bien visto, no se descalifica como, por poner un caso, la música popular. Es una marca de distinción.

 

En cuanto al campo del arte, hace ya varios años que está muy de moda la figura de quien hace la curaduría de una muestra, que en ciertos casos incluso cobra un peso respecto a las propias obras que se exponen. ¿Cómo pensas este fenómeno?

 

Bueno, precisamente, en un blog bisemanal que tengo en el periódico Frankfurter Allgemeine Zeitung, titulado Digital/Pausen (que se puede traducir como Pausas o Intervalos digitales), el 3 de agosto de 2012 escribí una columna titulada “Por qué la ‘curaduría’ ataca los nervios” (Was am “Kuratieren” nervt). Lo que encuentro interesante de nuestra situación es que, muchas veces, entre las personas sofisticadas, cuando se abre una exposición se habla mucho más de la curaduría que de las obras, como en la galería Tate de Nueva York, que tiene una forma muy rara de colgar los cuadros: se habla infinitamente más de eso que de los fantásticos artistas. Creo que esto tiene que ver con lo que me preguntabas antes sobre las nuevas jerarquías. Quien puede participar en la comunicación sobre curadores es “más sofisticado” que quien “solo” puede disfrutar de la obra de arte, ya que se considera que los curadores son “realmente iniciados”. No es una estrategia, una intención, pero es una función que preserva a los intelectuales un rango jerárquico superior de sofisticación. Es la misma cosa que sucede con el vino: solo catar no es suficiente, debes conocer a la familia del productor, cuanto más pequeña “mejor”, etcétera.

 

Cambiando de tema, quisiera preguntarte por el análisis de la voz de Janis Joplin que realizaste en un capítulo del libro Atmosphere, Mood, Stimmung, en el que exploras la voz de la cantante desde su materialidad, más que en función del “contenido” de las letras. ¿Continuaste con esas indagaciones sobre las voces?

 

Lo de la voz me interesa sobre todo para decir que, independientemente de la calidad de la letra, de la lírica, la fascinación central de una canción es la voz. Los medios tienen una tendencia a volver masiva la lírica de canciones en una lengua que no todo el mundo entiende —aunque, hoy en día, mucha gente entiende el inglés—. Yo recuerdo que, cuando era pequeño, a los seis o siete años, Elvis Presley irrumpió en un momento en que el inglés no estaba tan expandido como hoy en día, y a pesar de no entender lo que decía, la gente lo escuchaba: eso va subrayando el valor de la voz, no el contenido, sobre todo en las canciones de Elvis Presley, que son de lo más banales. A mí me encanta la voz de Adèle, pero la verdad es que las letras de sus canciones son banales. Por eso encuentro tan ridículo cuando en la ópera se traducen las letras, como los libretti de Wagner, que son en verdad de séptima categoría literaria… No hace falta entenderlos, de hecho está bien que no los entiendas para realmente poder fijarte en la calidad de la voz. Y la calidad de la voz es una cualidad de Stimmung, una experiencia de cuerpo entero, que te impacta y hace sentir una vibración, te pone la carne de gallina.

 

Esta cualidad de presencia que hace emerger la voz de una cantante o una hinchada, un cuerpo místico colectivo, para usar tu denominación, ¿hace que el impacto prosódico desplace, de alguna manera, el componente semántico de la frase o su potencial político?

 

El cuerpo místico me interesa por varios aspectos. Yo pienso que nuestra cotidianidad, en parte pero no exclusivamente debido a la tecnología electrónica, es un cronotopo de un presente amplio, tan complejo, con tantas posibilidades, que eso genera estrés. Todas estas posibilidades son también libertades, pero ya es demasiado… Creo que hay un deseo básico de estar en una situación donde no se es sujeto, donde no se puede, sino que se debe escoger y donde haya algo para agarrarte, en el sentido de formar parte de una masa, hasta corporalmente en un estadio: tú no vas a decir qué es lo que se canta pero, imprevistamente, se canta una cosa, o los hinchas empiezan a saltar, o de repente a veces hay violencia. No creo que esa violencia sea intencional, que alguien la organice para agredir, sino que cada uno deja su subjetividad, su ser sujeto cartesiano, colgado en la entrada y se vuelve parte de un cuerpo místico: si en la Bombonera una parte de la hinchada de Boca empieza a saltar, tú no puedes no saltar; si no saltas, mueres, tienes que hacer lo que todo el mundo está haciendo. Y a mí, pervertidamente, me encanta saltar, me encanta ser parte de una hinchada. El próximo libro que publique va a ser sobre la cuestión de los cuerpos místicos: hinchadas de un estadio, conciertos de rock, Public Viewing, como, por ejemplo, la final de la Copa del Mundo que hace dos años se transmitió en pantallas gigantescas en la Puerta de Brandenburgo, donde hubo cerca de tres millones de personas (la población total de Berlín es de tres millones y medio). En esa ocasión, se hicieron entrevistas sociológicas y se supo que menos de la mitad de esas personas tenía interés en el fútbol o sabían lo que estaba sucediendo. Parece que el impulso básico está en un cuerpo místico.

 

¿A qué te referías con la frase anterior, con relación a que estamos en un contexto donde parecería haber demasiadas posibilidades de elegir o demasiadas libertades?

 

Bueno, eso puede sonar muy conservador. Mira… se puede decir que en la Modernidad estamos confrontados con el mundo como “campo de contingencia” porque muchas cosas son poliperspectivas (puedes ver así, o puedes ver de otra manera). El campo estaba limitado, había ciertas cosas que considerábamos necesarias porque no se podían escoger y otras cosas que las podíamos imaginar pero las encontrábamos como imposibles. Y eso se está transformando en lo que yo llamo un “universo de contingencia”, en el sentido de que muchas de esas necesidades se están descongelando, por ejemplo, el género, en el sentido de sexo: la mejor amiga de mi nieta, que tiene ocho años, es —según los órganos de reproducción— un chico, y este chico desde pequeño quería ser mujer, entonces está haciendo un tratamiento transexual. Mi nieta vive en un pequeño pueblo, donde todo el mundo lo sabe y todo el mundo está muy feliz por esta posibilidad, que es una cosa fantástica, una ganancia de libertad: no hay necesariamente un destino. Del lado de la imposibilidad, yo diría que todo lo que podemos imaginar pero no atribuir como posibilidad a los hombres lo considerábamos como predicados divinos: omnisciencia, omnipresencia, omnipoder, etcétera. Un ejemplo de algo que parecía absolutamente imposible es la vida eterna. No sé si jamás se va a realizar, pero la vida eterna hoy en día es una tarea de investigación en medicina. Entonces, aunque todo eso es fantástico, al mismo tiempo vivimos en un universo de contingencia que nos está, muchas veces, sobrecargando. Hay un deseo más bien de agarrarse a algo, de cierta forma es como una vuelta de esa necesidad…. como dije, cuando tú estás en la hinchada de Boca y la hinchada empieza a saltar, tú mejor saltas también, porque si no te va a arrasar. Pero ni siquiera es esa reacción, o sea, saltas, no te preguntas si debes saltar: saltas. No estoy diciendo que esta sea la conquista más fantástica de la cultura occidental, pero existe; tampoco lo encuentro tan problemático, pero, en todo caso, existe.

 

Me gustaría que desarrolles, sintéticamente, la noción de Stimmung, que en los últimos años se ha explorado tanto desde las aproximaciones fenomenológicas a la literatura como a otras producciones culturales y artísticas.

 

Stimmung tiene una complejidad semántica enorme. Si se intentara una traducción literal al castellano, Stimmung significaría algo así como “vocidad” (Stimme quiere decir “voz”). Hoy en día, dentro de la crítica literaria, hay dos escuelas básicas en lo que se refiere a los textos en su relación con una realidad extratextual. Por un lado, se asume que es posible que los textos alcancen y representen una realidad extratextual, como cuando se habla de mímesis, no en un sentido aristotélico, sino en el sentido de Auerbach: así, cuando se dice que Balzac es un autor realista, suponemos que es posible que los textos representen la realidad. Pero también existe la opinión absolutamente opuesta, que dice que los textos en general, y literarios más específicamente, no pueden representar una realidad extratextual, como señala Derrida (“no existe nada fuera del texto”). Se trata de una oposición entre dos posiciones a mi gusto un poco aburridas. Mi intuición primaria cuando empecé a trabajar sobre ese concepto de Stimmung es que existe una tercera posición, que tiene que ver con la capacidad de activar nuestros cuerpos. Una traducción mejor que “vocidad” sería “atmósfera”, una inmersión en un medio ambiente, en un sentido bastante literal.

 

¿Hay contextos particulares que sean más pertinentes que otros para pensar la Stimmung, o se puede considerar como una categoría transcultural o universal?

 

Esta es una cuestión difícil, porque se debería hacer una investigación para verlo empíricamente. Yo creo, sin embargo, que la formulación más compacta y más linda de ese fenómeno fue dada por la premio Nobel afroamericana Toni Morrison, en su novela Jazz, donde ella describe este fenómeno del jazz (en la traducción canónica en portugués se usa el término “clima”) como “it’s like been touched from inside”. Una linda paradoja. Tu cuerpo está expuesto a impulsos e impactos de afuera que inevitablemente van a disparar, van a producir reacciones psíquicas. Cuando estás expuesta a las ondas sonoras de una canción, de una música, no es previsible de qué forma pero siempre vas a tener una resonancia psíquica. Ahora, hasta qué punto diferentes personas reaccionan de la misma forma, hasta qué punto están de acuerdo sobre la intensidad, la cualidad estética de este impulso, es una cuestión muy borrosa. Se trata del toque material del medio ambiente sobre nuestros cuerpos. Por ejemplo, de las pocas cosas alemanas que echo de menos en California son esos días húmedos y fríos de noviembre. Algunas personas reaccionan a los días de noviembre en Alemania como yo, pero son la minoría. Casi toda la gente está deprimida, pero a mí me encantan. Yo sé que eso funciona conmigo. Y otros, la mayoría, dicen que no les gusta. No es una regularidad arrasadora, sino que más o menos se puede observar empíricamente, y por eso no se puede teorizar o generalizar.

 

¿Cuál es la potencialidad y la relevancia de estudiar la Stimmung respecto a otras aproximaciones en clave interpretativa a los textos?

 

No se trata de una tendencia a condenar la relación hermenéutica, que no tiene nada de malo, y si lo tuviera no lo podríamos cambiar, porque es tan inevitable como la otra relación, la relación de presencia. No estoy diciendo ni que estamos inventando una cosa maravillosa —esa cosa siempre ha estado ahí— ni que esta dimensión sea más valiosa que la semántica, sino que estamos recuperando una complejidad que no se había perdido en un sentido de olvidado, pero que se había perdido por ese paréntesis que señalaba antes. Digo paréntesis porque, claro, eso no desapareció; por ejemplo, en los siglos XVIII y XIX, cada vez que se recitaba un poema eso tenía un impacto en el cuerpo y, con una probabilidad muy alta, disparaba estados psíquicos. Sin embargo, normalmente no se hablaba de esto; no es que hubiera desaparecido, solo que no nos dábamos cuenta. Entonces, con la Stimmung recuperamos no una teoría sino una dimensión existencial. No es una tendencia a pensar el cuerpo en el siglo XX ni una campaña: “ahora vamos a recuperar el cuerpo”, sino que depende de una transformación bastante impactante del patrón dominante de ver al mundo. Yo creo que el patrón dominante de hoy cuenta con una autorreferencia, que es precisamente no solo espiritual, no solo cartesiana, pero tampoco es antiespiritual, anticartesiana o antisemántica, sino que tiene esos dos polos. Entonces, en una situación así, como dije al principio, es más probable que se dé lo que en la época anterior, siempre bajo condiciones de autonomía (porque era excepcional, porque no acontecía en la vida diaria), se llamaba “experiencia estética”.

 

Para ir terminando esta entrevista, ¿qué cursos estás dictando, y sobre qué investigaciones y temas vas a publicar próximamente?

 

Soy profesor del departamento de literatura comparada, bajo condiciones bastante idiosincráticas angloamericanas, que incluyen a gran parte de la filosofía. Tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, los departamentos de filosofía hacen exclusivamente filosofía analítica, y ha sucedido que el resto de la filosofía occidental —que es más de un 90%— se hace en departamentos de literatura comparada, que no son de una cultura de literatura nacional. Entonces, yo diría que hago algo así como un 50% de seminarios sobre temas de filosofía. Estoy escribiendo un libro sobre Diderot, Goya, Lichtenberg y Mozart, cuyo título va a ser Prosa del mundo, basado en una cita de Hegel. Lo que dominó la cultura occidental, quizá global, durante más de un siglo y medio, desde principios del siglo XIX, es lo que podríamos llamar la visión histórica del mundo. Es lo que Foucault explica en la segunda parte de Las palabras y las cosas. Yo pienso que, al margen de esta configuración epistemológica dominante y sin ser reprimida realmente, existía una configuración epistemológica, que no era puramente cartesiana, que incluía el cuerpo, que contaba con una temporalidad diferente y que, porque incluía el cuerpo, siempre tenía aquella tendencia a la omnipresencia de la estética. Entonces, una vez que tienes cuerpo la estética ya no es excepcional. Pienso que, desde los primeros años del siglo XXI, esa configuración tiene una afinidad con nuestro presente, no porque exista una tradición o una relación genealógica, sino por causa de una afinidad que, por contraste, nos ayuda a identificar, describir, analizar el presente. Ese es el material de un libro que espero acabar.

 

¿Y Mozart, puntualmente, qué lugar ocupa en esa serie?

 

En mi libro es central el texto de Diderot El sobrino de Rameau, un diálogo entre una persona que se hace llamar “el filósofo”, una figura muy cartesiana, y un tipo que existía históricamente, aunque no sé si el personaje ficcional tiene algunas semejanzas: Rameau era un gran compositor del siglo XVII, quien tenía un sobrino que sería lo que en inglés se llama “a homeless person”. Por lo visto, era un buen violinista, pero vivía al aire libre, olía muy mal, no tenía educación formal, prostituía a su propia mujer, vivía mucho en su cuerpo, y, al mismo tiempo, era extremadamente inteligente: ese marginal es claramente un personaje que no solo es cartesiano. Es muy inteligente, pero tiene todas esas otras dimensiones. Cuando empiezas a leer ese libro dices: ah, claro, la persona inteligente va a ser el filósofo, pero este es en comparación completamente llano, mientras que el personaje interesante es este sobrino. De Mozart me interesan personajes como Papageno y Papagena, de La flauta mágica, que son medio animales y todo el tiempo tienen sexo. Del lado de la Reina de la noche también hay un personaje como Papageno. Como en Diderot, ese personaje tiene mucho cuerpo. El mismo Mozart tenía una adicción al juego, como muchos de los cracks culturales del siglo XVIII. Probablemente, según dicen, tenía un síndrome que era como una compulsión a hacer ciertos movimientos corporales y decir palabrotas. Claramente, no era un intelectual de tipo cartesiano. Saltaba arriba de cualquier mujer que se le presentaba, o sea que era tan mujeriego que casi no era mujeriego… Goya es diferente, pero el comportamiento sexual era también extraño, probablemente era bisexual. Es también interesante que en esa configuración no haya ambición de innovación: Mozart no ha inventado absolutamente nada en la historia musical, todo lo que hace son variaciones y combinaciones, y al mismo tiempo pienso que es el más grande compositor de todos los tiempos en la cultura occidental. En cierta forma, Mozart era un genio porque sabía todas esas técnicas musicales y las combinaba genialmente, como Steve Jobs, quien no inventó nada, pero ha transformado el mundo más que nadie en el siglo XXI. Bueno, Mozart fue un talento así.

 

*Julia Kratje es Licenciada y Profesora en Comunicación Social (FCE-UNER), Magíster en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural (IDAES-UNSAM), doctoranda en Ciencias Sociales (FSOC-UBA), becaria doctoral de CONICET con sede en el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEGE-FFyL-UBA), docente de la Cátedra Comunicación II-Ledesma (FADU-UBA).