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“El Trabajo está escrita desde el resentimiento personal”: Revista Transas y Alejandra Laera en diálogo con Aníbal Jarkowski

 Introducción: Karina Boiola

Foto: Leonardo Mora


 

Aníbal Jarkowski (Lanús, 1960) es crítico literario, profesor de la cátedra de Literatura Argentina II de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y es vicerrector y docente del colegio Paideia. Es autor de las novelas Rojo amor (1993), Tres (1998) y El trabajo (2007). En esta última, Jarkowski vuelve al pasado reciente argentino, a una época caracterizada por la especulación financiera, el aumento de los índices de pobreza y marginalidad y la desocupación: el menemismo. Como lo anuncia su título, la novela hace de la cuestión del trabajo –y de su falta– el motivo central de sus reflexiones. Así, El trabajo nos muestra las consecuencias de la aplicación de políticas económicas neoliberales en la vida cotidiana de sus personajes, ya que el desempleo y la búsqueda laboral, repetitiva e infructuosa, configura su rutina, sus formas de sociabilidad y sus motivaciones. Desencajados en una realidad económica adversa, los personajes de la novela –entre los que se destacan Diana y el narrador– deben replantear sus estrategias para sobrevivir. En este contexto, las mujeres son las más perjudicadas: su cuerpo se convierte en moneda de cambio para acceder al mercado laboral, convirtiéndose así en objeto de consumo del deseo masculino.

La siguiente entrevista se hizo en el marco del seminario “Las marcas del trabajo”, dictado por Alejandra Laera en la Maestría en Literaturas de América Latina. El objetivo del seminario fue explorar las diversas manifestaciones del mundo del trabajo en la narrativa del cono sur (especialmente en Argentina) y las representaciones de la propia escritura como trabajo. La lectura de El trabajo de Aníbal Jarkowski se hizo analizando su reflexión en torno a la cuestión del trabajo del escritor y de los alcances y responsabilidades de la literatura. A través de un particular manejo de los tiempos, de descripciones vaciadas de un referente claramente identificable para el lector y de sus elecciones léxicas, El trabajo pone en tensión la estética realista, para proponer así otra forma de representar la crisis social y económica de la década del noventa.

Revista Transas: Como lo anuncia el título, la cuestión del trabajo, o la falta de trabajo, es muy importante en tu novela. ¿Por qué decidiste escribir sobre este tema? ¿Qué aspectos te interesan sobre el trabajo, la búsqueda de trabajo, la falta de trabajo?

Aníbal Jarkowski: Yo escribo muy lentamente, y esta novela, si bien se publicó en 2007, la empecé a escribir muchísimo antes y, en buena medida, por efecto del aumento de la desocupación que trajo el menemismo. Lo primero que fui percibiendo fue la crisis social. Después se me ocurrió convertirlo en novela. Creo que es una novela que está escrita desde el resentimiento personal. Ese resentimiento fue una especie de combustible para escribir. Por supuesto que con eso solo yo no podía escribir una novela. Pero ahí está el origen y lo que me sostuvo durante mucho tiempo. Ya había caído Menem, había emergido la Alianza, pero yo sentía que nada de eso se había modificado. Así que es una novela en la que, si bien yo fui más allá de eso, estuvo atada a sensación sobre lo que estaba pasando.

RT: ¿De dónde venía ese resentimiento?

AJ: Yo estaba particularmente resentido porque mucha gente cercana la pasó muy mal. De hecho, mi viejo se quedó sin trabajo. Él había trabajado en una fábrica metalúrgica, de acoplados de camiones, desde el año 1958/59 y, de pronto, le ofrecen irse, mi viejo duda mucho, pero la fábrica se va a pique y finalmente cierra.  Quedó completamente desorientado: no se puede jubilar todavía, entonces empieza a buscar trabajo. Consigue uno en Nestlé, pero de noche. Mi vieja había muerto, vivíamos mi hermano, mi viejo y yo, y él empezó a trabajar de noche. Pasaron cosas muy delirantes. Por ejemplo, un sábado a la mañana no volvía del trabajo y nosotros no sabíamos qué hacer. Hablé con un primo y me propuso ir a la fábrica a ver qué había pasado. Y cuando llegamos el sereno nos dijo: “se retiró normalmente, con el turno”. Se nos ocurrió preguntar, entonces, en la comisaría, por si había tenido un accidente en la calle o algo por el estilo. Fuimos a la más cercana, ahí en Saavedra, y efectivamente mi viejo estaba detenido. Cuando preguntamos por qué, nos dijeron que por ebriedad, a lo que dije: “Pero si salió a las 7 de la mañana del trabajo, cómo va a estar borracho”. Estuvimos el sábado, hasta la noche, esperando en la puerta de la comisaría y alrededor de las 22, recién, lo soltaron a mi viejo. Resulta que estaba en la parada del colectivo, esperándolo para volver a casa, y vino un coche de la policía y levantó a todos los que estaban ahí. Los acusaron de lo mismo, les pidieron que firmen y los dejaron irse. Pero a mi viejo se le ocurrió no firmar, porque no estaba borracho, estaba saliendo de trabajar. Entonces tuvo que quedarse todo el día ahí. Cuando lo largaron se sintió muy humillado de que su hijo hubiera tenido que ir a buscarlo a la comisaría. Después lo echaron de esa fábrica también y consiguió un trabajo en una de acondicionadores de aire.  Y ahí hizo algo completamente fuera de lugar: el dueño de la fábrica llamó a todos en el comedor de la fábrica, planteó una situación de crisis y propuso una reducción del salario. Mi padre, quizás por una cuestión un poco anticuada, citó la consigna: “cuando las cosas van bien, no hay repartición de los dividendos. ¿Por qué cuando están mal tenemos que cargar nosotros con eso?”. Fue la última frase porque lo echaron también de ahí.  A partir de entonces empezó una secuencia muy absurda, de buscar trabajo de cualquier cosa. Tenía coche entonces se le ocurrió que podía ser remisero, cosa que era ridícula, muy complicado conocer ese ambiente ya a su edad, y así estuvo otros dos años hasta que pudo jubilarse. Pero ya se había derrumbado psicológicamente. Y apenas después de jubilarse empezó a tener infartos, lo operaban, lo sacaban, lo operaban, y murió finalmente de uno de esos infartos en Mar del Plata. Así que todo fue como un proceso de decadencia. Esa fue la motivación, si querés, más personal.

RT: ¿Y de dónde surge la idea de retratar a las trabajadoras mujeres y a las chicas que salen a buscar trabajo?

AJ: Yo vivo en el barrio de Villa Crespo. Entonces tomaba el subte –sigo tomándolo todas las semanas– para ir al Instituto de Literatura Argentina (de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en calle 25 de mayo), y según la hora –a veces lo tomaba temprano a la mañana– veía cómo iban vestidas las chicas que iban a trabajar al Microcentro. Eran impecables, pero una ropa muy poco práctica: zapatos de taco para trabajar ochos horas. Y después yo volvía, a eso de las 19, desde el Microcentro, y las mismas chicas que habían ido como unas princesas a trabajar volvían demolidas de la city: ropa arrugada, caras de cansada, muchas querían leer y se quedaban dormidas con el libro en la falda. Por otro lado, en Villa Crespo, muchos negocios empezaron a cerrar. Hubo otro dato que es que de camino al colegio [N. de RT: Paidea, del que aún hoy es vicerrector, y que también está en Villa Crespo] veía un edificio en el que había una suerte de oficinas en las que se citaba para ofrecer trabajo. Entonces veía las colas de chicas que esperaban para tomar su entrevista. Yo al colegio entro 7.30, cruzaba unos minutos antes por ahí y aunque las entrevistas empezaban a las 9 ya había una cola de alrededor de 30 personas para un puesto. Después cotejaba en el diario y veía que había efectivamente un puesto administrativo ofrecido. Enfrente había otra fábrica y también: las colas que se formaban en busca de trabajo eran interminables.

RT: En un momento decís que tu intención fue retratar esa crisis social provocada por la crisis económica…

A.J.: Sería un poco complicado usar la palabra “denunciar”. En todo caso sería una denuncia a partir de la bronca, no como una estrategia, à la Rodolfo Walsh. Fue algo muy emocional. Me metí con eso y seguí, aun cuando la situación se fuera modificando un poco a partir de 2003, 2004, pero yo seguía pensando en esa novela a partir de esa percepción tan cotidiana. En la novela, en un momento, se dice que en el sector de clasificados de los diarios las ofertas de prostitución eran muchísimo más que las de trabajos formales. Por cada recepcionista, por cada administrativa, había 50 o 60 avisos de pedido de prostitución. No solamente oferta de lugares sino también pedidos de clientes, y por supuesto eran pedidos sórdidos, tramposos, pero para una persona desesperada en una situación de crisis y desocupación, lo que ofrecían allí era muchísimo mayor que lo que podían pagar en una oficina. No es que inventé nada, ni siquiera tuve que exagerar, no es que yo dije “voy a cargar las tintas porque quiero que caiga el gobierno, estoy denunciando algo”. Era todo como un registro. Yo presté atención a algo que estaba pasando, estaba muy sensibilizado con eso.

RT: Eso que decís es muy palpable en la novela, porque nunca se menciona explícitamente determinada política económica, o un determinado gobierno, pero sí sabemos que es una situación de crisis, pero se ven claramente las consecuencias que tiene en las personas la situación de desempleo generalizado. También algo que se siente, se ve mucho en la novela, son todos los detalles que incluís con respecto a la falta de trabajo, al cuidado del gasto. ¿Qué estrategias te resultaron más efectivas para representar esta situación de crisis económica?

AJ: Hay cosas que sí decidí. Pero hay otras cosas que no son tan sencillas de decir “sí, yo las decidí”. Por ejemplo: la tres partes, fue una buena solución que encontré para presentar una especie de narrador omnisciente. Eso lo decidí yo. También decidí que los diálogos no excedieran el renglón, la idea era hablar brevísimamente. La otra decisión otra fue evitar el análisis social. De hecho: me encontré después con otras personas que se interesaron por la novela, y una vez me hicieron un reportaje muy largo un grupo de sociólogos y filósofos. Ellos todo el tiempo me citaban fuentes bibliográficas y me preguntaban si yo las conocía, ¡y yo no tenía ni idea!

RT: También nos preguntábamos el rol de la mujer en este mundo del trabajo, cómo aparece y cómo pensás los temas por los que va pasando la novela, porque Diana [la protagonista] se hace bailarina de burlesque, una actividad que en la novela tiene como ese doble juego de erotismo, pero también espacio de creación, aunque es un ambiente laboral un poco sórdido…

AJ: Sí, supongo que perfectamente podría haber trabajado con personajes masculinos que también estuvieran desocupados. Si di tanta centralidad a personajes femeninos fue porque a las mujeres se les planteaban, no solamente los problemas de tener que ir a pelearse por un puesto, sino que también eran las que eran más exigidas desde un punto de vista de objeto sexual, para conseguir el trabajo se les exigía usar cierto tipo de ropa, la famosísima buena presencia que después se volvió como un lugar común. No es que a los hombres no les pidieran buena presencia, pero la buena presencia se resolvía con corbata y camisa. Para las chicas no era solamente eso.  Empezaba a haber una especie de estereotipo muy erotizado: la idea de la minifalda, las medias, el zapato de taco, las blusas, era un uniforme sobreentendido. En la novela hay poco trabajo, pero además ese trabajo está muy asociado con una especie de glamour financiero que fue el menemismo. Fue un mundo muy de objetos sexuales el menemismo, son los años en que empieza Tinelli, los años de Menem como sex symbol, desde de los mitos urbanos (Menem llevándose vedettes a la Casa de Olivos), hasta la televisión, las publicidades. En términos laborales esa también era la imagen de un cierto tipo de negocio, no vinculado a la fábrica y la producción, sino a la especulación financiera, las multinacionales, ese era el mundo.

RT: Bueno, Diana visibiliza un montón de esos temas. Pero también nos preguntábamos por la jerarquía entre el narrador y la protagonista: cómo es esa relación, si hay o no, algo de paternalismo.

AJ: Si me das a elegir, me parece que hay más una cosa de maternalismo o de vampirismo. El narrador se salva cuando la encuentra a ella. Él está perdido, y ella es la que le permite volver a ser escritor, imaginar guiones. Ellos hacen un pequeño equipo, en el que las ideas más interesantes siempre las tiene ella. Por eso digo que la relación es más bien “maternalismo”, aunque no porque ella sea particularmente maternal. Quizás sea más bien de vampirismo: él vampiriza las buenas decisiones que toma ella. Esa sería la idea más o menos. Pero forman una alianza que es precaria, porque en el momento definitivo él no está.

RT: Te hago una pregunta con eso que venías hablando. A mí me dio la impresión que en el presente que describís vos hay un montón de resabios del pasado que empiezan a volver y en Diana se nota eso porque tiene cosas de barrio, a pesar de que lo perdió, y habla como si fuese otra época. También recurre al burlesque, que parecería ser una cosa como de otra época. ¿Por qué decidiste colar en ese presente elementos que remiten más bien al pasado?

AJ: Yo creo que esos resabios de un mundo perdido eran maneras que sobrevivían en medio del glamour del neoliberalismo. Eso se ve, por ejemplo, en las casas de lencería. Ahí se compraba de todo: desde la ropa para los chicos, los botones, las cintitas, la ropa interior. Pero en aquellos años –yo vivía en Caballito– empezaron a aparecer casas de lencería en Acoyte y Rivadavia, y también en microcentro; y no eran tienditas, eran casas de lencería bastante sofisticadas. Los negocios tenían algo muy de la época como luces dicroicas, pisos de madera lustrados, una iluminación muy fuerte. Había muchas transformaciones, quebraban tienditas de barrio quiebre y, al mismo tiempo, florecía ese tipo de tiendas de lencería. Lo que hablaba también de una instrumentalización de la lencería, cosa bastante exótica para esa Buenos Aires en crisis, no eran ropas prácticas para la crisis. Esa fue una marca totalmente de época. Ahora bien, yo creo que había también resabios del pasado que a mí me gustaban mucho, que eran mi manera de ver el desajuste tecnológico. En el libro no hay computadoras, no hay teléfono. Es un mundo caído de la tecnología, un mundo de precariedades. Yo veía un mundo en apariencia esplendoroso que no se correspondía con el mundo que yo percibía. Más allá de que para muchos fue una época de glamour. Fogwill, por ejemplo, tiene novelas donde están los tipos que se van a Miami a consumir y todo eso, pero no era el mundo que yo quería escribir.

Alejandra Laera: Hablaste bastante sobre la manera de representar un momento particular sin hacer una denuncia. Diste muchos ejemplos como para que nosotros pudiéramos recuperar todas esas referencias. Pero son referencias que están relativizadas en la novela. Es decir, vos no solamente te corrés de la denuncia, sino que también te corrés de una función representativa que en un sentido general podríamos llamar realista. Eso se observa en los lugares, en los tiempos que maneja la novela también, que vos tan claramente ubicaste en esta charla en los tiempos menemistas. Es que algo que, si bien el lector lo puede inferir, a la vez no se dice directamente.

 

AJ: Si bien yo nunca tuve la intensión de hacer una denuncia lo que yo percibía era una situación social, no algo meramente coyuntural. Decidí no nombrar nunca Buenos Aires, ni incluir ninguna calle, ningún dato que pudiera reenviar directamente a nadie a eso que yo estaba representado. No solamente yo no quería hacer una denuncia, sino que quería evitar escribir una novela que intentara conmover a los lectores, yo no estaba buscando la simpatía de los desclasados, de los que estábamos sufriendo. Quería hacer una buena novela sin manipular las emociones y, para eso, necesitaba evitar escribir una novela realista (en el mal sentido), escrita para que el lector dijera “ah yo conozco esa calle, yo conozco ese negocio”. Más allá de mi intención de trabajar con hechos y problemas reales yo tengo cierta aspiración de… (no se rían), de escribir bien, y esa aspiración hace que yo intente construir un lenguaje para cada novela. Quería construir un nuevo lenguaje que se correspondiera con el universo que yo estaba creando. Estaba más bien poco preocupado en que la forma de hablar de mis personajes se correspondiera con el registro de la época, me interesaba que fuera sólo que fuera coherente dentro de la obra. Eso tiene que ver con mi aspiración de construir cierto tipo de belleza a través de mis novelas. Yo no quería someter al lector a que llore, y “si no tiene trabajo, llore más”, sino lo que buscaba era mostrar que sabía de lo que estaba hablando, sabía que la situación era terrible, pero no quería que mi novela fuera terrible, quería que quien la leyera encontrara algún tipo de pequeña felicidad, de belleza, o de emoción artística.

RT: Hay, en embargo, una referencia directa a un cuadro de De la Cárcova, ¿no?

AJ: Si, totalmente. Incluí algunas referencias culturales que eran incanjeables para mí. Una de ellas era el cuadro de (Ernesto) de la Cárcova, “Sin pan y sin trabajo”. Para mi ese cuadro era fundamental, era la entrada del autor y la ideología. Quizás fue brutal, pero quería hacer una bajada ideológica. Yo no podía no traer entonces a un cuadro tan emblemático de la tradición realista de la pintura argentina. Más allá de las diferencias estéticas que hay entre mi obra y ese cuadro, ese fue mi modo de poner algo ideológico en la novela. No se me hubiera ocurrido, por ejemplo, pensar en un cuadro de Berni, como podría haberlo hecho, algo de Kuitca, o en el cuadro de algún pintor soviético. Tuvo que ser de la Cárcova, un ícono de la protesta social. Más allá de las diferencias estéticas yo me siento muchísimo más cerca de él, que de otros pintores. Por eso (en El Trabajo) se le da al número (que Diana, la protagonista, representa) el nombre de ese famosísimo cuadro, aunque la obra no sea expresionista ni nada de eso. Fue una forma de extender mi solidaridad, de señalar que estábamos en el mismo camino los que, expresionistas o no, protestábamos.

AL: Algo interesante es lo que decían recién sobre el cuadro Sin pan y sin trabajo, porque eso indica cómo belleza y armonía no necesariamente van juntas. Me parece que esa tensión entre el tema que vos tratás, el problema que vos tratás, y la búsqueda de lo que llamás belleza es lo que hace que esa belleza se ensucie también ¿no? Que quede horadada y entonces no resulte estetizante.

AJ: Claro. Que no sea estetizante, no hacer un elogio de la pobreza, no hacer un elogio de la persona que busca trabajo, sino más bien la representación casi fría de eso. Pero también es verdad que el cuadro de de la Cárcova está muy cargado de pintura y yo creo que, al escribir, más bien despojé. Es mucho más despojada la novela, si se pudiera comparar una cosa con la otra. Es más despojada y en ese sentido hay una gran diferencia en la idea de belleza. Borré marcas referenciales que De la Cárcova explota claramente: la fábrica, la policía, los caballos, la protesta obrera, la mujer amamantando, muy flaca, el bebé, la desprotección, el tipo sentado sobre dos patas de la silla. Es muy dramático y, es verdad, es otro ideal de belleza.

AL: ¿Vos pensás que la elección de un narrador hombre, en ese sentido, es como una puesta de distancia que de algún modo evita una pura emocionalidad, o no?

AJ: No. Si yo supiera -o si hubiese sabido en aquel momento- hacer una narradora femenina, podría haberlo hecho y no haber sido pura emoción. Diana tampoco es pura emoción. Así que más bien tendrá que ver con mi pericia para manejar ciertos personajes y por qué me parece que luce mucho mejor construir a los personajes femeninos desde un narrador que tomar a una narradora mujer.

AL: ¿Por qué?

AJ: Supongo que tiene que ver con las limitaciones personales. Ojalá yo pudiera escribir lo que quiero. Le creo a lo que me va saliendo. Y supongo que en un primer impulso la imagen de este escritor medio en decadencia era más cercano a mí que el mundo de estas chicas a las que veía buscar trabajo. Porque de hecho yo no buscaba trabajo en ese momento, trabajaba como docente. ¿Por qué no hay narradoras en los cuentos de Borges, por ejemplo? ¿Por qué hay pintores que manejan una paleta de colores muy restringida? Porque tienen un proyecto, pero también por lo que pueden manejar. Yo encontré la posibilidad de construir personajes femeninos desde narrador intelectual (todos mis narradores tienen algún tipo de acreditación respecto de lo que escriben), un personaje escritor. Me pareció interesante poner a ese personaje que escribe a la par de otros trabajadores. Ahora estamos en una época interesante por la cuestión del feminismo, las denuncias contra la violencia de género han puesto un poco más nerviosa la cuestión. Es cierto que es una lucha muy difícil pero incomparablemente exitosa con respecto a esos mundos de mi novela, donde las mujeres no tenían un planteo al respecto. Olmedo y Porcel eran una referencia para la cultura de masas.

RT: En relación con eso, en un momento de la obra el narrador es juzgado por indecencia, por publicar un libro que es tildado de pornográfico. Su abogado dice que las obscenidades se mencionan para denunciarlas, y al narrador está claro que no le interesa denunciar nada. Ahora: cuando el juez elige condenarlo, su figura no es la de un censor malvado sino todo lo contrario, alguien con ideales que se expresa intencionalmente. Siento que es una ambigüedad que atraviesa toda la novela.

AJ: Ahí hay dos cosas. Una es la tradición de juicios contra escritores (Baudelaire, Flaubert, Oscar Wilde, o en Argentina Germán García). La otra es que yo quería que el personaje se diera cuenta de que el juez no era simplemente un reaccionario, un tipo funcional a su sueldo. Hay un artículo bárbaro de Susan Sontag sobre la pornografía, que analiza muy buenos escritores pornográficos y, en un momento casi moralista, dice que la pornografía tiene una particularidad: hace vacilar el ser, la unidad de una persona. Ese es un costo que uno no tiene por qué pagar si no quiere, porque supone una conmoción psicológica o espiritual, que no es bueno que se imponga a todas las personas. Es una experiencia que puede producir mucha angustia.

RT: Al respecto de lo que decías, se me ocurría cómo pensar el final de la novela, porque precisamente ahí hay un énfasis en contar una experiencia de vida y cómo fue la vida de Diana con una representación que se atenga a lo verosímil, y termina leyéndose mal por parte de los espectadores (o de un espectador), porque la novela termina con ese final terrible en el que Diana es abusada. En ese sentido, parece como que ni siquiera lo erótico o el dispositivo de una obra teatral, del arte en general, no fuera apto para todo el mundo, como lo que hablábamos recién de la pornografía. Por eso te quería preguntar cómo pensas ese final con relación a lo que estábamos hablando.

AJ: Creo que Diana está pagando el costo de su independencia laboral y económica, de su desarrollo personal, su actitud que le permite sobrevivir cuando el país se derrumba y ella encuentra una alternativa donde puede reunir ciertas denuncias muy claras con una dimensión artística. Para mí la novela no podía sino tener un final así. Yo no quería que la gente llorara, solidarizándose desde la página uno, pero tampoco quería hacer una idealización de Diana. Algo como: “fíjense, hagan como Diana y libérense”. Eso tiene costos muy altos.

AL: ¿Cuánto tiempo te llevó escribir la novela?

AJ: Unos ocho años, siete, ocho años.

AL: ¿Y cómo trabajás la escritura? ¿Tenías esa idea en la cabeza y empezás a escribir? ¿Corregís mucho, tardás mucho por página?

AJ: Sí, bueno yo escribo a mano. La compu es el final del final, pero yo escribo a mano solamente, con lapicera. En general, lo que sí hago, es empezar con una pequeña idea, con la historia más en bruto, y trato de armar cierto esquema que luego voy modificando.

AL: Antes de empezar a escribir…

AJ: No, cuando ya estoy medio en eso. No es que la pensé y ahora se hace. No porque además no es mi caso, es el caso por ahí de Saer, que es un genio. Mi caso es muy a los tumbos, corregir, por ahí termino una novela y la corrijo tres veces. No es que pienso, voy y escribo, sino que la pienso a medida que la voy escribiendo.

AL: ¿Tachando?

AJ: La paso en limpio, a mano. La copio, voy tirando. Es una idea totalmente neurótica, pero yo creo que hacer pasar la idea por la mano y la tinta habla de una relación más intensa del cuerpo con lo que vos escribís. Entonces a mí me gusta que sea en tinta y me gusta volver a pasarla. Ayer, por ejemplo, estaba corrigiendo un capítulo y lo hice tres veces seguidas. Un capítulo que debe haber tenido, no sé, siete u ocho versiones. Para mí hay una relación muy fuerte con la corrección, porque tu cabeza conectada con el movimiento de la mano y la tinta se llevan mejor. No tengo ningún apuro aparte porque mi vida no depende de estos libros. Yo trabajo de muchas cosas. También trabajo así porque tengo una especie de ética de que ya hay muchos libros buenos. Si yo voy a sacar otro, que sea bueno. Por lo menos lo mejor que yo pueda.

AL: Bueno, eso no es muy frecuente ahora. Esa es una posición, una concepción de la publicación, casi te diría. Hay otra ahora, bastante al uso, que yo no termino de compartir pero que no me parece desatendible, y es que escribir novelas es como cualquier otro trabajo en términos, al menos, de actividad. Pueden ser novelas buenas o malas, no importa, si es lo que uno puede y decide hacer.

AJ: Yo tengo una ideología muy arcaica, una cosa de que la literatura es sagrada. La verdad es que estoy totalmente de acuerdo con que hay otra alternativa de desidealizar los libros, claro que sí, pero no es mi caso. Yo tengo una gran reverencia por los grandes libros que a mí me hicieron lector. Sacralizo la literatura y no me parece que eso esté tan mal.

AL: ¡Esa es una buena respuesta!

AJ: En un punto digo, mirá, así como no veo la necesidad de que los teléfonos se cambien todos los años, no me parece que tengan que salir libros todo el tiempo.

Glaxo, de Hernán Ronsino, como (contra)ejemplo de la “nueva literatura latinoamericana”

Por: Joana Zabel*

Imagen: Martín Bertolami

Según el escritor Jorge Volpi, la literatura latinoamericana ha muerto: los nuevos escritores no tienen rasgos en común, la etiqueta refiere más bien a una entelequia, “una agrupación artifical sin sustento”. Joana Zabel analiza la novela Glaxo, de Hernán Ronsino, teniendo en cuenta estas premisas y con la pregunta por la existencia y el carácter de la literatura latinoamericana contemporánea de trasfondo.

 


¿A qué nos referimos cuando hablamos de la “nueva literatura latinoamericana”? Esta pregunta  no tiene y probablemente nunca tendrá una respuesta definitiva. Ha sido motivo de interminables discusiones y reflexiones por parte de escritores y críticos literarios –porque existe, porque no existe, porque somos, porque no somos, porque Latinoamérica, porque España, porque el mundo… Uno de los críticos que, no obstante la complejidad de la cuestión, intenta encontrar una respuesta a ella es Jorge Volpi (2010), quien en el capítulo “América latina, holograma”, de su libro El insomnio de Bolívar. Cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina, muy rotundamente declara el fin de la literatura latinoamericana. Manifiesta que “hay que aceptar, al final, que no hay rasgos compartidos, que la literatura latinoamericana es, de manera irremediable, una entelequia, una agrupación artificial sin sustento” . Lo curioso es que Volpi, aunque convencido de la inexistencia de la nueva literatura latinoamericana y mostrándose opuesto a cualquier categorización o asignación de etiquetas que puedan reducir la literatura a algo que no es, se esfuerce por encontrar nuevas formas de clasificación, puntos de encuentro y semejanzas. Entre ellas, destaca la actitud apolítica de los nuevos escritores latinoamericanos, contraria al compromiso político que mostraban los novelistas de los siglos XIX y XX, el carácter posnacional de la literatura, los escritores apátridas y el punto de vista cambiado que adoptan los escritores con respecto a sus países. Expone que “si bien ninguno reniega abiertamente de su patria, se trata ahora de un mero referente autobiográfico y no de una denominación de origen”.

En la misma línea, Volpi percibe también la relación de los nuevos escritores con los “grandes” de antes: mientras que los escritores que siguieron inmediatamente al boom se caracterizaban por el deseo de distanciarse de este y lo sentían como una sombra que los perseguía en todo momento, los escritores de hoy tienen “una relación con el Boom nada traumática, casi diríamos natural: todos admiran a García Márquez y a Cortázar, […] pero del mismo modo en que se rinden ante escritores de otras lenguas […]; ninguno siente la obligación de medirse con sus padres y abuelos latinoamericanos, o al menos no sólo con ellos”

Desentendidos, así, de una identidad específicamente latinoamericana, los nuevos escritores latinoamericanos, según Volpi, producen obras de un carácter más universal, desprovistas de marcas locales, redactadas a menudo desde el extranjero y a veces, incluso, en inglés, y publicadas, casi siempre, en alguna de las editoriales españolas que prometen un alcance y círculo de lectores más amplios. Basta revisar obras como El viajero del siglo (2009), del escritor argentino/español Andrés Neuman, novela situada en un lugar imaginario de la Alemania del siglo XIX y escrita en un castellano neutro, para darse cuenta de que el tipo de literatura latinoamericana que describe Volpi ciertamente existe. No obstante, hay otras novelas latinoamericanas contemporáneas –y muchas– que parecen desmentir sus conclusiones.

Una de ellas es Glaxo, del escritor argentino Hernán Ronsino. Es una novela que, si nos importara clasificarla por género, podría situarse quizás en algún lugar entre la novela histórica, la novela social y la novela policial. Presenta la historia de un crimen pasional entrelazado con engaños y traiciones, cuyo argumento se construye a partir de una pluralidad de voces que, respectivamente, relatan la trama desde la primera persona. Los cuatro narradores –Vardemann, Bicho Souza, Miguelito Barrios y Folcada– representan a la vez los protagonistas del relato, el cual se desarrolla anacrónicamente por medio de monólogos ubicados en cuatro años diferentes (1973, 1984, 1966, 1959), pero situados en un escenario común: la periferia de un pueblo bonaerense.

En Tesis sobre el cuento. Los dos hilos: Análisis de las dos historias (1999), Piglia examina el doble sentido de los textos narrativos, sosteniendo que un relato siempre cuenta dos historias y analizando las distintas formas en que estas se expresan. Una de estas formas, que Piglia atribuye a los cuentos clásicos, pero que también refleja el modo en que está narrada Glaxo, es la de relatar una historia en primer plano y construir otra, una historia secreta, “narrad[a] de un modo elíptico y fragmentario”, en un segundo plano. Piglia señala la importancia de la segunda historia, retomando la teoría del iceberg de Hemingway, la cual destaca que lo esencial queda bajo la superficie: “La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión”. Esto es precisamente lo que ocurre en Glaxo y es una de las características que demuestran la importancia del contexto nacional y cultural para la novela: mientras que el primer plano consiste en el relato en sí, es decir, en la historia personal de los protagonistas de la novela, el segundo plano, abordado solo implícitamente por medio de guiños históricos, como una cita de Rodolfo Walsh en el epígrafe y algunos comentarios de los protagonistas, representa la historia argentina real y colectiva.

Para Glaxo, entonces, el contexto nacional es de gran relevancia. Sería difícil sostener que para Ronsino la tradición cultural y política de su país de origen sea “un mero referente bibliográfico”, como sostiene Volpi.. Factores como el escenario y las temáticas principales de sus novelas, tanto como las marcas regionales del lenguaje y la decisión de publicar sus obras en una editorial argentina independiente (Eterna Cadencia), sugieren que el autor se identifica con determinadas tradiciones literarias regionales y que se construye como escritor desde esa identidad.

Conforme con las observaciones de Volpi sobre la relación natural de los escritores nuevos con los de antes, Hernán Ronsino parece tener un buen vínculo con los escritores del pasado. De hecho, busca relacionarse con ellos explícitamente en los epígrafes de sus novelas, en los que cita, entre otros, a Juan Carlos Onetti, Charles Baudelaire y Carlos Mastronardi. Glaxo también inicia con un epígrafe, que tendrá un gran significado para toda la obra y consiste en el siguiente pasaje tomado de Operación masacre, de Rodolfo Walsh:

«Fulmínea brota la orden.

– ¡Dale a ese, que todavía respira!

Oye tres explosiones a quemarropa. Con la primera brota un surtidor de polvo junto a su cabeza. Luego siente un dolor lacerante en la cara y la boca se le llena de sangre. Los vigilantes no se agachan a comprobar su muerte. Les basta ver ese rostro partido y ensangrentado. Y se van creyendo que le han dado el tiro de la gracia.»

 

Como bien reconstruye Julio Premat en su artículo Rostros partidos, rastros perdidos. Violencia y memoria en Glaxo (2014), Operación masacre es un relato histórico novelado, escrito por Rodolfo Walsh y publicado por primera vez en 1957, que documenta la ejecución de un grupo de civiles peronistas por orden del gobierno de facto en un basural de la localidad bonaerense José León Suárez en junio de 1956, algunos meses después del derrocamiento de Perón. Al menos siete de las víctimas sobreviven –hecho que en el momento pasa desapercibido, como demuestra la cita– y logran escaparse. Sus testimonios forman parte del libro de Walsh.

Rodolfo Walsh, además de haber escrito Operación masacre, guarda otra relación con Glaxo. La novela alude a dos momentos históricos significativos: los fusilamientos de José León Suárez, en 1956, y la última dictadura militar, entre 1976 y 1983. Walsh vivió ambos momentos y, aparte de Operación masacre, publicó varios otros escritos políticos. El último, Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, en el cual denuncia el terrorismo de Estado por parte de la dictadura militar, terminó por costarle la vida. De este modo, la importancia de Rodolfo Walsh para Glaxo no se limita a la relación intertextual con Operación masacre, sino que se extiende también a la narración (implícita) de la dictadura de la cual Walsh fue víctima.

En relación con su hipótesis sobre las nuevas formas de los escritores latinoamericanos contemporáneos de vincularse con sus países de origen (o, más precisamente, de desvincularse de ellos), Volpi pone de relieve la actitud sumamente apolítica de estos. Expone que “América Latina continúa siendo una de sus preocupaciones fundamentales, sólo que su obsesión está desprovista del carácter militante de otros tiempos” . Con respecto a Glaxo, esta afirmación es solo parcialmente válida. Es cierto que la politicidad de la narrativa de Ronsino no se exhibe de manera tan abierta y evidente como quizás ocurre en algunos escritores de antaño. Sus novelas tienen un carácter que se describiría mejor como reflexivo que como subversivo; más que una denuncia, proporcionan una interpretación de la sociedad y sus estructuras y dinámicas. No obstante, sería equivocado clasificar a Ronsino como apolítico. La referencia a Rodolfo Walsh, por ejemplo, puede comprenderse como una manifestación del compromiso político del escritor con la literatura, uno que no pierde de vista sus complejos enlaces con la historia y la realidad. Citando a Walsh, Ronsino no solo hace referencia a un acontecimiento histórico para situar al lector en el tiempo y el ambiente en que se desenvolverá el argumento de la novela, sino que también recuerda y honra los actos de una persona real que estuvo presente en aquel momento, haciéndole frente a la violencia y opresión de los distintos gobiernos de facto y pagando, finalmente, con la vida.

La elección del tema de la memoria como elemento recurrente en las tres novelas de Ronsino (La descomposición, 2007, Glaxo, 2009, Lumbre, 2013) también puede entenderse como una expresión política. La referencia a la historia argentina está más clara en Glaxo, pero la pregunta por la memoria y el significado de la historia están presentes también en sus otras dos novelas. Vale destacar la importancia que este tema ha adquirido tanto en ámbitos políticos como en la sociedad argentina en general durante la última década, a raíz de la reapertura de los juicios por delitos de lesa humanidad, las marchas anuales del Nunca Más y el trabajo de las Abuelas de Plaza de Mayo. Es presumible que esta coyuntura también haya sido parte de lo que motivó a Ronsino a incluir esta temática en su narrativa.

Finalmente, cabe mencionar el trabajo del escritor en la revista Carapachay, fundada en 2015. Como se puede leer en el primer editorial, Carapachay, o la guerrilla del junco, escrito por Guiñazú, Ronsino y Russo (2015), la revista se posiciona en una línea política kirchnerista y aspira a formar un modo de resistencia que sirva para defender los logros ya alcanzados (probablemente refiriéndose a las acciones del gobierno kirchnerista entre 2003 y 2015) y enfrentar nuevos desafíos. Se propone, además, “rescatar de entre los detritos y sedimentos de la historia a aquellos textos y autores que conforman las arterias de aquello a lo que llamamos patria”. Sobra evidencia, entonces, de la actitud política y la preocupación por lo nacional por parte de Ronsino, completamente opuesta a la imagen del escritor apolítico y desarraigado que describe Volpi.

            En conclusión, Glaxo es todo lo que Volpi sostiene que ha desaparecido de la literatura latinoamericana: una novela con fuertes marcas locales, con un estilo fragmentado y anti lineal, que se ocupa de la historia nacional reciente, escrita por un autor comprometido con la política y que se inscribe voluntariamente en una tradición literaria signada como nacional. Obviamente, el ejemplo de una sola obra latinoamericana contemporánea que no concuerda con las observaciones de Volpi no basta para declarar inválido su análisis. Glaxo podría constituir muy bien la famosa excepción que confirma la regla. Para poder juzgar la certeza o equivocación de las hipótesis que plantea Volpi, habría que examinar un corpus amplio de textos y escritores de distintos países. Sin embargo, el ejemplo de Glaxo puede servir para demostrar que Volpi no representa al total de los escritores latinoamericanos y que la diversidad que él destaca como la “nota más dominante de nuestras letras” parece ser aún más amplia de lo que cree.

 

*Nació en 1992 en Alemania. Entre 2012 y 2015 estudió traducción en la Universidad Nacional de Córdoba. Desde principios de este año cursa un profesorado de inglés y español en la Universidad de Colonia.