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EL CUERPO IMPROPIO: Mediaciones humanas y no-humanas en algunos textos de hoy

Por: Cristina Rivera-Garza

(University of Houston Hispanic Studies/Creative Writing)

 Imagen: Joel-Peter Witkin, Face of a woman, 2004

#El silencio interrumpido

 

*Una versión de este texto fue publicado en Rivera-Garza, C. (2015). Cuerpos impropios: mediaciones humanas y no humanas en algunos textos hoy. En Subjetividades precarias: México en la era del neoliberalismo tardío. Ponencia presentada en LASA, Puerto Rico. Agradecemos a su autora el permiso de publicación.

 

A veces el cuerpo se desquicia, se fuga y expande hacia una zona no-humana: la selva; la máquina. Inscribir en la letra ese cuerpo impropio comporta para la autora un potencial transformador ineludible: “producir subjetividades contrarias o ajenas a la circulación de capital”. La categoría de “género” no es ajena a estos procesos de desestabilización. A través de ejemplos diversos Rivera-Garza señala el modo en que la ficción opera sobre las jerarquías impuestas por la sociedad.


1.

Un hombre se adentra en la selva. El hombre ha salido de Lima hacia Pucallpa, de ahí se ha trasladado hacia Atalaya, y de ahí, en piragua, ha atravesado el río Mishawa. Es el año 1979. Lo que está del otro lado, lo que recorrerá a pie y “sonámbulo”, “imantado por indomables presagios”, es el Amazonas. La selva americana por excelencia. A medida que avanza, conforme las pintas del ayawaska y las conversaciones con brujos de la región lo aproximan a Ino Moxo, a esa tercera mitad de Perú, el hombre se vuelve varios hombres. Aún más: el hombre se vuelve mujer, y animal, y planta. El hombre se vuelve selva.

“No solamente suenan tántos y tántos animales que has visto, que no has visto, que nadie verá jamás, bichos que aprenden a pensar y conversar lo mismo que personas… Suenan también las plantas, los vegetales: la katawa de savia venenosa, la chambira que nos presta sus hojas para fabricar sogas, el pan-de-árbol que nominan pandasho, el makambo elevado de hojas grandes y frutos como cabezas de gente, la ñejilla espinosa que crece en los baijales, el rugoso pashako, el machimango de olores imposibles, la chimicúa…”

Lo que queda al final, reconstituido a través del nombre de César Calvo, el narrador y poeta y bailarín y pintor, “no es un libro. Ni una novela ni una crónica. Apenas un retrato: la memoria de un viaje”. Atrás de ello, atrás de Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía, quedan las “diecisiete cintas de grabación, …las fotografías y el lenguaje incluidos… cierto libro cometido por el cauchero Zacarías Valdez e impreso en 1944 bajo el título de El verdadero Fitzcarraldo ante la historia”. Lo que queda, pues, es un texto que es un extrañamiento de sí y una apropiación de ese extrañamiento. Lejos de agarrarse al narrador masculino que atraviesa el espacio, tanteándolo y extraviándose a un mismo tiempo, el texto se expande hacia el espacio no-humano de la selva, dejándose atravesar por esas hablas que ejercen los animales, las plantas, las piedras.

Una mujer se adentra en un laboratorio médico. Seguramente no sufre de nada grave, pero los chequeos anuales son recomendados después de cierta edad. Es el año 2012. El cuerpo de la mujer es atravesado por agujas; visto a través de rayos X, auscultado por aparatos electromagnéticos. A medida que avanza el examen, conforme los diferentes aparatos médicos producen información exacta, personal, interior, sobre su organismo, la mujer se convierte en fluido, porcentaje, número. La mujer se vuelve máquina.

Aparece, entonces, en la página del lado izquierdo del libro, este registro:

“porcentaje de basófilo en 0.6

Granulocito absoluto en 2.6 miles por milímetro cúbico

Linfocito absoluto en 1.1%

Monocito absoluto en 0.5%”

Y, en la página de lado derecho del libro, imitando el quehacer del espejo, aparece este otro registro:

“Las cosas deberían decirse más allá de lo personal.

Las cosas son más grandes que el modo personal de decir.

La confesión íntima es un proyecto.

El plan estructurado de la confesión en porcentajes y regulaciones”.

Lo que queda al final, lo que aparece reconstituido bajo el nombre de la autora, bajo el nombre de Juliana Spahr, es una sección denominada “Soneto” dentro de un libro de poesía con el título Well Then There Now. Atrás de ellas, atrás de cada una de estas páginas que se enfrentan y se tocan la una a la otra en el momento de la lectura, están los aparatos de medición, los instrumentos de laboratorio, las máquinas que no sólo producen información sobre el cuerpo, sino también, tal vez sobre todo, un cuerpo de información en un lenguaje que va más allá del individuo. Se trata, como Sphar misma lo apunta en otra sección de los sonetos, de “un catálogo del nosotros con todos”.

Tan diferentes como son, los desplazamientos de César Calvo y de Juliana Spahr comparten un elemento similar: sus textos involucran la presencia fundamental de los cuerpos humanos en sus múltiples relaciones con el entorno natural y social que los atraviesa y, luego entonces, los conforma. Ya sea cuerpo afuera, a través de la mediación de la ayawashka y las pintas de los chamanes, o ya cuerpo adentro, a través de la mediación de la máquina y el lenguaje de los médicos, los cuerpos de Calvo y Spahr son cuerpos relacionales y múltiples. En las inmediaciones de la selva amazónica o en los caminos neocoloniales del Hawaii contemporáneo, ni a Calvo ni a Spahr se les olvida que los cuerpos no van solos. Lejos de ser la casa de un yo individual y estable que dirige el proceso de interpretación del mundo, estos cuerpos se van configurando en el decir y hacer de otros, a través de sus discursos y sus máquinas, en la prueba básica de sus presencias desde otro sistema de percepción. Por eso estos cuerpos mutan, se transfiguran, y encarnan en tan distintas materialidades como el proceso de interacción lo posibilite o lo provoque. Por eso pueden ser hombre o mujer, piedra, río, cielo, número, porcentaje. ¿Y qué otra cosa nos prometió la escritura en tanto proceso de exploración de un mundo otro, de un mundo acaso por venir, sino esta posibilidad de producir y producirse como otro?

Vienna Eye Phanthom, Philadelphia,1990

Vienna Eye Phanthom, Joel-Peter Witkin

2.

Escribir con el cuerpo no es una cosa menor. En una sociedad que privilegia la semiótica significante que funciona como un equivalente general de la expresión y como un vector de subjetividad centrado en el individuo, escribir con el cuerpo, a través suyo, en su alrededor más plural y más verídico, sólo puede alterar la escritura[i]. El cuerpo, en efecto, estorba la circulación acrítica de ese lenguaje liso, asintomático, bien educado que pretende representar el mundo, confirmándolo a su paso. El cuerpo, que es sujeto y objeto al mismo tiempo, se sujeta y nos objeta. Al hacerlo, el cuerpo pone a funcionar esas otras semióticas capaces de producir subjetividades contrarias o ajenas a la circulación del capital: las semióticas simbólicas del ritual, por ejemplo,  o las semióticas asignificantes de los diagramas y la programación. De ahí la importancia estética y ética de esos cuerpos mediados en las escrituras peculiares, más allá de géneros literarios establecidos, de César Calvo en Las tres mitades de Ino Moxo y Juliana Spahr en Well Then There Now. Imposible escribir con los cuerpos sin poner en jaque la distancia consabida de la ficción. Imposible escribir con los cuerpos dentro de las oraciones intercambiables que los entumecen o los contraen. Imposible, pues, escribir con el cuerpo apropiadamente: como materia propia, es decir, meramente individual, o de modo adecuado, es decir, en estado de domesticación o, peor aún, en estado de marcadeo.

Toda escritura con el cuerpo es una escritura impropia.

Acaso por eso, la primera pregunta de la desapropiación—que es, a mi entender, una pregunta sobre la comunalidad del texto, es decir, sobre las relaciones de trabajo que lo sustentan y le confieren presencia si no sentido—es acerca del transcurso ético en el que acontece esa primera aproximación de lo que, siendo ajeno, nos conforma.

“La idea de la ficción, la mera idea de fabricar un personaje en una trama fabricada me daba náuseas”, aseguraba Karl Ove Knausgård en Un hombre enamorado, la segunda entrega de su popular autobiografía Mi lucha. “Reaccionaba de una manera física. No sabía por qué. Pero lo hacía” (volumen 2, p. 490)[ii]. Pero Knausgård, quien ha arremetido contra la ficción por considerar que su valor tanto estético como político ha disminuido radicalmente en un mundo donde todo se ha vuelto ficción, todavía cree en la escritura, en el poder de la escritura para producir un sentido vital junto con otros y en otros. De hecho, Knausgård ha declarado en diferentes formatos una idea repetida: “el significado no es algo dado, es algo que damos” (volumen 2, p. 99). Para existir, esa escritura todavía valiosa, todavía poderosa, precisa de ir más allá del discurso y centrarse en las prácticas materiales del cuerpo y del lenguaje: “En la realidad abstracta podía crear una identidad, una identidad hecha de opiniones; en la realidad concreta yo era quien era, un cuerpo, una mirada, una voz. Ahí es donde reside toda independencia. Incluida la independencia de pensamiento” (volumen 2, p. 128).

Porque ese es, sin duda, tanto el punto de partida como el origen mismo de su proyecto escritural, Knausgård explora, y esto de manera desmesurada, la serie de mediaciones sociales y culturales a través de las cuales vive su cuerpo en tanto tal. Más que contar una historia sobre su cuerpo—ese tipo de literatura urdida bajo el ojo rector de las semióticas de intercambio y equivalencia que tanto convienen a la circulación del capital—Knausgård opta por un texto pegado al cuerpo que, por estarlo, se desbalaga en su urdimbre; que se despedaza o recrudece ahí donde las tensiones provocadas por las múltiples jerarquías que nos vuelven sujetos hieren más: la relación filial, especialmente con el padre, por ejemplo; o la relación en género, especialmente en su caso con su segunda esposa.

En efecto, es apenas en las primeras páginas de Un hombre enamorado que el lector encuentra al escritor convertido en padre—un padre incómodo, quejumbroso, poco feliz y plagado de preguntas. “Caminaba por las calles de Estocolmo”, describe así su paseo empujando una carriola,  “moderno y feminizado, con un furioso hombre del siglo xix dentro de mí” (volumen 2, p. 90). Después de considerar que todos los hombres nacen distintos, siendo la sociedad la encargada de producir falsos efectos de igualdad, Knausgård crea un paralelismo entre esa igualdad forzada y la feminización de los hombres: “Si la igualdad y la justicia iban a ser los parámetros, bien, no había nada más que decir respecto a los hombres que caían en las garras de la suavidad y la intimidad” (volumen 2, p. 90). Su reticencia, cuando no franca oposición, ante tal proceso se concentra de manera llamativa en esa suavidad que, paradójicamente, no deja de ser una garra. El hombre del siglo XIX que, a decir de sí mismo, vive en su interior, no puede dejar de sentir ira ante el estado de las cosas. Karl Ove, después de todo, es un marido moderno que, en lugar de salir a cumplir las labores propias de su sexo —buscar un trabajo en la arena pública para convertirse en el proveedor principal de su hogar— se queda en su casa convertido en un esposo-doméstico. El es, después de todo, el que camina poco plácidamente por las calles de su adoptiva Estocolmo empujando una carriola.

Y no es ésta la única vez que, tal como esos hombres que primero fueron mujeres en los relatos del peruano Calvo, la masculinidad se trenza furiosa, difícil, productivamente con los preceptos de lo femenino en los volúmenes de la autobiografía. No por nada, Knausgård se describe a sí mismo con bastante frecuencia como un hombre que llora. La presencia del hombre lloroso no sólo enciende una alerta ante la creciente igualdad de los géneros en las sociedades nórdicas. El hombre lloroso, la expresión más radical del hombre sentimental que Karl Ove ha construido de sí mismo en tanto escritor, se encuentra en el corazón mismo de una visión del arte que, aunque reconoce la forma, privilegia a la emoción como seña distintiva. “Ése era mi parámetro con el arte”, asegura Knausgård desde el primer volumen de su obra: “los sentimientos que provocaba. El sentimiento de algo inexhaustible. El sentimiento de la belleza. El sentimiento de la presencia. Todo comprimido en momentos tan cruciales que podían llegar a ser insoportables. Y bastante inexplicables también” (volumen 1, p. 207). La repetida imagen del hombre que llora no sólo socava, así entonces, representaciones estereotípicas de género sino que también pone en entredicho la distancia, elegante o irónica da lo mismo, que cierto arte contemporáneo no deja de defender.

Problemático, emocionante, irresuelto, el género es aquí una marca que igual constituye jerarquías como contribuye a desestabilizarlas. El abrazo escritural con que Karl Ove circunda su cuerpo, pues, le da la bienvenida a ésa y a otras diferencias en el momento de mayor tensión y de mayor fragilidad, es decir, cuando están a punto de romperse o a punto de mutar.

Con la misma desmesurada atención que Calvo dedica al cuerpo que se interna en la selva (y al cuerpo de la selva) o Spahr al cuerpo que pasa por distintos aparatos de medición, el poeta norteamericano Kenneth Goldsmith registra todos los movimientos realizados por su cuerpo en la fecha mítica del 16 de junio, Bloomsday. Aunque anotadas en la forma rectangular del párrafo, este Ulises moderno observa, identifica y, finalmente, enlista todas y cada una de las actividades que lleva a cabo desde las 10 de la mañana hasta las 11 de la noche. Desde el movimiento de la lengua dentro de la boca al despertar hasta el abdomen que se tensa cuando los intestinos se descargan, desde el cabello que resbala sobre la frente hasta el leve ruido de la mandíbula al tragar, las actividades de Goldsmith no se acumulan ni le dan sentido a otra trama que no sea el transcurrir caótico, repetitivo, incluso aburrido, de un día. Traducido al español como Inquieto, esta escritura se niega a contar una historia sobre el cuerpo, para en cambio aceptar para sí el reto de escribir el cuerpo mismo, el cuerpo en sí[iii]. Las preguntas que genera sobre el cuerpo y la plétora de jerarquías que lo hacen legible, es decir, registrable, son más que inquietantes, certeras.

Utilizando estrategias de apropiación tan comunes a cierta corriente conceptualista norteamericana, la poeta Chris Tysh no sólo se permitió traducir Nuestra señora de las flores, de Jean Genet, de la prosa al verso, sino que fue más lejos. Como su mismo título lo sugiere, su proceso de re-escritura estuvo acompañado de uno similar de re-sonificación. En efecto, en Our Lady of FLowers, Echoic, la materialidad de presencia no sólo le atañe al cuerpo o al lenguaje, sino también a la forma y, además, a ese sonido que repetido, que de vuelta después de haber chocado con pared, se vuelve eco. En Things to Do With Your Mouth, la también poeta norteamericana Dyva Victor recurre a una serie de textos muy diversos—de canciones de cuna a reportes del Doctor Freud, de manuales de pediatría a canciones bíblicas—para documentar la historia de tantas bocas silenciadas, especialmente aquellas de las mujeres con poder a lo largo de la historia.   

En México valdría la pena señalar el trabajo poético de Juan Carlos Bautista, cuyo El cantar del Marrakech involucró al cuerpo, y sus múltiples marcas de diferencia, como pocas escrituras lo habían hecho hasta entonces o lo han hecho después. Combinando por igual el decir urbano y la referencia que nos lleva de regreso hasta San Juan de la Cruz, Bautista nos convida a merodear por el corazón oscuro de la Ciudad de México (Tras cortinas de nervios y mareos,/ catedral hundida en su sueño/ entre onirias agazapadas/ estaba el Marrakech//). Más allá de los confines de la clase media,  El cantar invoca los cuerpos deseosos y deseantes, los cuerpos disímiles y tristes y eufóricos de una geografía tan tensa como caliente, tan hospitalaria como desigual. Ahí se deslizan las locas con sus “risas de lentejuelas”, las vestidas “de antropófaga alegría”,  y los chichifos, que “vendían su costado salobre/… húmedos como tubérculos/ que nacen gritando de la tierra/ su morena brutalidad//”. Entre mingitorios convertidos en verdaderos “abrevaderos de caballos” y bajo “el sol bajuno de las lámparas”, es posible masticar el deseo y seguir su huella mientras gira con “el hábito furioso del insecto”. De naturaleza híbrida (años después llegaría a saber que, en su origen, El cantar es la re-escritura de una novela fallida), el Marrakech se erige como un punto de confluencia donde lo abyecto abre paso por igual a lo milagroso o a lo triste. “¿Por qué tuve que caer?”, se pregunta Bautista mientras le presta la enunciación a un yo en devenir, justo en el proceso de cambiar de piel. “¿Por qué con esa felicidad?”, añade, diríase que con uno de esos guiños acedos y punzantes, en todo caso cómplices, de los personajes que toman cerveza y atienden con pesar y con sabiduría la señal de “ese puerco que sabe ruborizarse”: el amor.

WIT1

Woman once a bird, Joel-Peter Witkin

No debe ser mera coincidencia que una buena porción de los trabajos de escritura que se han dedicado a investigar los vericuetos de los cuerpos impropios lo hagan desde la perspectiva y en el lenguaje de la enfermedad, o con ayuda de los registros de la ley. Oscar David López suele presentarse como poeta y como transformista. Tal vez por eso es que los cuerpos que convoca y subvierte su poesía son, también, cuerpos mediados y mutantes, cuerpos que contribuyen a develar, y en sus momentos más felices: a testerear, las jerarquías de género que los atraviesan. En Farmacotopía, publicado apenas en 2013, ODLópez registra el cuerpo horizontal de la enfermedad: vulnerable y corajudo, sin esperanza y a punto de tragarse el mundo. Años antes, en el registro íntimo del diario, la escritora Maria Luisa Puga dejó rastros de la relación de su cuerpo con la artritis reumatoide crónica. Repartido en 100 entradas breves, entrecortadas, frágiles como un hueso, el libro no avanza ni retrocede sino que se encuentra suspendido en ese vacío que la autora compara con el «haberse quedado en la anestesia». Sin sentimentalismos, evadiendo en lo posible una nostálgica edad de oro en la que el dolor todavía no tenía nombre y saltándose también la teleológica visitación del origen, lo que María Luisa Puga consigue en este texto es de una exquisita crueldad: no sólo hace hablar al dolor sino que, escritora al fin y al cabo, ella habla con él. Lo obliga a ponerle atención y, al final, debido a su propia escritura, lo incita a enamorarse de sí mismo con el mismo «regocijo narcisista» que arremete a los entrados en años. Su Diario del dolor es esa conversación silenciosa, ese diálogo a gritos mudos, este tú-a-tú que la doliente establece, de manera activa y sin misericordia alguna con su otro Otro, su símil, su sombra interna. Su Dolor. Su cuerpo. En La sodomía en la Nueva España, Luis Felipe Fabre se vale de las investigaciones históricas que han puesto al descubierto los juicios contra el pecado nefando, el término que se utilizaba para describir a la homosexualidad en el México colonial, para interrogar a la máquina legal y lingüística que definió una trasgresión e inauguró un castigo.

Todos estos son apenas algunos ejemplos del tipo de trabajos que ha enfrentado, cuando no invocado, en toda su complejidad y en desmesurada proximidad el reto de las marcas de diferencia que conforman nuestros cuerpos para desarrollar una escritura valiosa y valerosa—tomo prestados los conceptos de Knausgård—como la que más.

5.

Llama la atención que en un país donde se ha registrado una de las olas de feminicidios más brutales de la historia, la mayoría de los escritores y escritoras se haya pronunciado sistemáticamente por borrar las marcas de género en su quehacer. En efecto, mientras los cuerpos de miles de mujeres eran encontrados sin vida, en condiciones inenarrables de tortura y vejación, tanto en los desiertos del norte como en las montañas del sur, la mayoría de los escritores y las escritoras no dudó en minimizar, cuando no negar rotundamente, la relevancia de la categoría de género en su visión y su práctica del mundo. Este silencio, que sin duda responde a un medio jerárquico que premia el encumbramiento del patriarcado como norma, ha dado como resultado una literatura, especialmente una novelística, timorata, predecible, con un dudoso poder crítico. Se trata, sin duda y en todo caso, de una literatura sin cuerpos, o con cuerpos maniatados por la camisa de fuerza de la uniformidad o el estereotipo. Pero ese silencio no sólo ha tenido consecuencias estéticas, sino también, acaso sobre todo, consecuencias éticas. ¿Se habría podido desarrollar una discusión más crítica, más inteligente, sobre todo con consecuencias más prácticas, si esos mismos escritores y escritoras hubieran estado dispuestos a aceptar, como sus pares en otras tradiciones, al cuerpo en toda su complejidad, con todas las marcas que lo atraviesan y le dan diferencia y sentido?

[i] Para una discusión contemporánea entre semióticas significantes y asignificantes ver Maurizio Lazzarato, Signs and Machines. Capitalism and the Production of Subjectivity

[ii] Todas las traducciones al español, que provienen de las ediciones en inglés de My Struggle, son de la autora.

[iii] Kenneth Goldsmith, Inquieto, trad.  (España: La Uña Rota, 2014)