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Ante el arte contemporáneo: la práctica crítica de Florencia Garramuño. Sobre «La vida impropia» (2023)

Por: Sandra Contreras


El siguiente texto fue leído en la presentación de La vida impropia, de Florencia Garramuño, publicado en 2023 por Eduvim. En él, Sandra Contreras concibe al ensayo como la exploración de un archivo heterogéneo que interroga qué nos dicen las prácticas culturales y artísticas del presente. Aquí, detecta un giro afectivo que sienta nuevas posiciones en la voz de la crítica.


Leo el último libro de Florencia Garramuño, La vida impropia, y pienso en las formas en que viene siendo interrogada en las últimas décadas la idea de lo “contemporáneo”. Pienso, claro, en “¿Qué es lo contemporáneo?”, la pregunta que apuntaba Giorgio Agamben hacia principios de este siglo, y para la que ensayaba, como sabemos, en la estela intempestiva de Nietzsche, decisivas respuestas, que rápidamente convertimos en consignas cada vez que queremos dejar en claro que no sucumbimos al pegoteo de la mera actualidad: la que define, por ejemplo, la contemporaneidad como esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él precisamente a través de la distancia que abren el desfasaje y el anacronismo. Pienso, también, en la versión que le dimos por aquí y no hace mucho a la pregunta cuando, en el debate implícito entre la lectura en clave de posautonomía de Josefina Ludmer y los protocolos modernos de la crítica de Beatriz Sarlo, dirimíamos acaloradamente los presupuestos teóricos e históricos, es decir, las formas, con las que leer las literaturas del presente.

Dos modos, entonces, de la pregunta: ¿qué significa ser contemporáneo?, ¿cómo leer lo contemporáneo? Yo creo que La vida impropia introduce una tal vez mínima y casi imperceptible pero sin dudas decisiva, y clave, variación en la serie. Y es que, sin proponerse emprender estrictamente definiciones conceptuales ‒aunque su ambición teórica es evidente‒ y sin postular ni pronunciarse por consignas metodológicas  ‒aunque todo su libro es la puesta en práctica y la exhibición de un potente método de lectura‒, Florencia se pregunta, más precisamente, una y otra vez, qué nos dicen ciertas prácticas culturales y artísticas del presente, esto es, ¿qué dicen, qué nos dicen, para citarla, “del modo en que organizamos y comprendemos la experiencia en el mundo contemporáneo”? Esta nueva declinación de la pregunta por lo contemporáneo ‒no qué es ni cómo leerlo, sino qué (nos) dice‒ es a su vez el nuevo capítulo de una larga exploración sobre las intervenciones artísticas del presente que Florencia anticipó en La experiencia opaca, el libro de 2009 con el que empezaba a pensar la lenta transformación del estatuto de lo literario a partir de las prácticas de escritura de los años setenta y ochenta; pero que encaró, creo que ya más decididamente, desde Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, el libro de 2015 en el que postuló hipótesis fundamentales y ya clásicas sobre las formas en que obras latinoamericanas tan diversas como las de Mario Bellatin, Joao Gilberto Noll, Fernando Vallejo o Rosângela Rennó participan de esa intensa expansión hacia fuera de su campo específico que signa a la literatura y el arte contemporáneos.

Pero si digo que La vida impropia es un nuevo y apasionante capítulo en esta larga exploración es porque, además, veo aquí la construcción de una nueva posición en la voz de la crítica. Quiero decir, la veo ahora a Florencia entablar una suerte de vínculo con las prácticas artísticas que la interpelan, escribir como si se tratara ahora, sobre todo, de escuchar más que de comprender o interpretar sus palabras y sus tonos, como si fuera posible, o deseable, propiciar o exponerse a alguna forma de diálogo. Voy a servirme de dos imágenes del libro para circunscribir un poco mejor lo que estoy queriendo mostrar. En el primer capítulo, cuando lee Historia natural da Ditadura (2006), de Teixeira Coelho, y Delírio de Damasco (2012) de Verónica Stigger, Florencia describe la radicalidad de esas voces narrativas como efecto de una insistencia en “la posición de aquel que está presente ante acontecimientos cuyo sentido muchas veces se le escapa”. En el último, cuando interroga los rostros de los yanomamis que Claudia Andujar expuso en su serie fotográfica Marcados (2006) describe la impresionante capacidad de interpelación de esos retratos como efecto de la forma en que el fotomontaje hace aparecer a ese pueblo ya no “en tanto otro sino parcelado en singularidades expuestas al otro, cuya mirada, por otro lado, estos retratos parecen reclamar”. Entonces: estar presente ante acontecimientos cuyo sentido se escapa; exponerse o quedar expuesto al otro reclamando, al mismo tiempo, su mirada. Algo de esto creo reconocer en la actitud ‒la actitud en el sentido de inclinación y disposición más que de toma de posición‒ que adopta la voz crítica de Florencia cuando, tan atenta como hospitalaria, escribe como situándose ante, como exponiéndose a, lo que dicen o entredicen las obras, cuando practica la escritura como una forma de responder, en el sentido de atender, no de afirmar certezas, a la mirada que reclaman. Un método de lectura, entonces, el de La vida impropia, que se practica como un acto de atención y que es también una práctica de escucha, muy próxima diría, a esa disposición para la escucha de lo que se escribe “hoy” que hacía de Tamara Kamenszain, su gran amiga y maestra, la gran lectora del presente.  

Me importa mucho señalar de entrada la adopción de esta actitud, a la que quisiera describir también como un giro afectivo porque es este giro afectivo, esa disposición de la voz crítica a dejarse afectar, lo que emerge justamente cuando el objeto que interpela a la crítica es la vida. Una vida, como dice Florencia, en el sentido en que Deleuze subrayó esa indeterminación. Una noción de vida impropia, dice Florencia, que en el contexto de la deconstrucción de la subjetividad como uno de los grandes motivos del pensamiento contemporáneo (Florencia piensa leyendo a Roberto Espósito, a Jean-Luc Nancy) se vuelve una reflexión sobre lo común y la experiencia compartida; una noción de vida impersonal, anónima, que emerge en algunas obras contemporáneas no como expresión de subjetividades particulares, individuales o colectivas, sino como subjetivación de una energía o una “chispa” que trasciende a esos sujetos y a los cuerpos individuales. Es la “chispa” que, según la magnífica descripción que en el comienzo del libro Florencia hace de O peixe (2016), el film de Jonathas de Andrade, pasa entre los cuerpos de los pescadores de Alagoas y los cuerpos de los peces que ellos atrapan, la chispa que salta en ese abrazo ritual que es pesca y depredación, pero también confrontación de cuerpos con una vida que se intensifica allí mismo donde está a punto de expirar. No casualmente Florencia entra y nos hace entrar al archivo heterogéneo de prácticas artísticas que compone su libro, a través de esta impactante escena, artificial y real a la vez, ante la que se sitúa y a la que se expone menos con un conjunto de saberes que con un conglomerado hecho de imaginación y pensamiento, y también de sobresalto y emoción.

El archivo heterogéneo del libro ‒así concibe su corpus‒ se distribuye en dos grandes zonas. En la primera parte, se tratan las figuras de lo impersonal y anónimo que Florencia lee en textos escritos, sea en las voces narrativas que exponen a la novela a una radical mutación, como las de Sergio Chejfec, Teixeira Coelho, Verónica Stigger, o Diamela Eltit, o en las voces impropias que configuran los poemas de Edgardo Dobry, Carlito Azevedo, Marília Garcia o Carlos Cociña. En la segunda, las imágenes de coexistencia y colectividades que se abren paso en los acoplamientos de cuerpos, en la pulsión documental o en la exposición de rostros, según las componen y registran, en filmes y fotografías, las cámaras de Jonathas de Andrade, Patricio Guzmán, Kleber Mendonça Filho, Claudia Andujar, Gian Paolo Minelli.

Desde luego, Florencia sabe muy bien que todas estas nociones que va imbricando unas en otras ‒impropiedad, desapropiación, impersonalidad, anonimato‒ tienen una larga tradición en la literatura y el arte modernos y, claro, en el posestructuralismo. El desafío que asume su práctica teórica, entonces, consiste en deslindar, cada vez, con aguda precisión, los rasgos que singularizan la emergencia de esa vida impropia en sus contextos específicos, en los nuevos debates, en los modos de leer de hoy. Así, si en la idea de impersonalidad resuenan programas claves de la poesía del siglo XX, la voz lírica impropia que habla en Monodrama (2015) de Azevedo, Engano Geográfico (2012) de García, Cosas (2008) de Dobry o El margen de la propia vida (2013) de Cociña, se configura ahora más bien como un “punto móvil constantemente dislocado y desubicado”, en el que el lugar del sujeto se vacía para “hacerse hospitalario a una experiencia concebida más allá del prisma de la experiencia individual”. Y si el recurso al documento puede rastrearse hasta las vanguardias históricas, hoy, dice Florencia, una nueva pulsión documental hace de la condición fotográfica de los relatos de Modo linterna (2013) el expediente para abrirse a una experiencia compartida; o inviste, por ejemplo, a los dispositivos de desapropiación de Nostalgia de la luz (2010) de una ética de la solidaridad con la que diversos archivos históricos tocan ya no solo a quienes han sufrido la violencia del estado en carne propia. Del mismo modo, si la novela fue históricamente un género abierto e informe, el grado de expansión que en los últimos años ponen de manifiesto relatos como Delirio de Damasco de Stigger, Historia natural da ditadura de Coelho o Mano de obra (2022) de Eltit ya no puede ser contenido en esa plasticidad porque de lo que se trata ahora, dice Florencia, es de una exploración literaria como modo de pensar la vida en común y la experiencia singular que circula anónimamente. Finalmente, si la representación del pueblo está en el nudo de todos los realismos, y alimenta todos los nacionalismos y redentorismos, los ensayos fotográficos de Andujar sobre la nación yanomami o los de Minelli sobre los habitantes del barrio Piedrabuena, articulan un discurso que expone el ser-en-común de los pueblos no en calidad de existencia reunida sino en su singularidad plural, en su existencia dispersa. De modo tal que, una y otra vez, todo a lo largo del libro, situarse ante las figuras y los dispositivos de la vida impropia implica ahora, en la voz de la crítica, una reconfiguración de lo común, esto es, una vuelta sobre lo común que ya definía el mundo del arte contemporáneo en el libro anterior, pero desde otro lugar. Si en el libro del 2015 lo común refería a esa zona de inespecifidad entre lenguajes, formatos y materiales artísticos en que se moldean la literatura y el arte contemporáneos, ahora, más directamente en diálogo con las filosofías de la comunidad de Jean-Luc Nancy y Roberto Espósito, con las hipótesis de Georges Didi-Huberman sobre la exposición y figuración de los pueblos o las de Erik Bordeleau sobre el anonimato, La vida impropia ‒este libro‒ saca lo común de la pregunta por la forma para situarlo, en otra dirección, en la discusión por las formas de organizar la experiencia, en la política de la coexistencia, del estar-con.

Por esto son claves, creo, y certeramente luminosas, dos figuras que reaparecen una y otra vez en el libro: el umbral y el intervalo. El yo en la poesía de Dobry, como umbral de “un modo de reflexión sobre una experiencia que, siendo personal, puede ser vista como la experiencia de cualquiera”. El yo en la poesía de Cociña como umbral que, en sus dispositivos de desapropiación, “irrumpe como lugar de elaboración de la coexistencia y del contacto”. El intervalo del ser-con que configura la singularidad de la voz en la poesía de Garcia como “singularidad de una relación” hecha de diálogos e interferencias, como singularidad “de una respuesta al otro”. El intervalo “entre personas y cosas” que Stigger y Coelho eligen como la materia primera de su elaboración narrativa. O el intervalo de la coexistencia, el contacto a veces forzado entre cuerpos y materias, que exhiben los filmes de Guzmán y Mendonça Filho, y el intervalo de la colectividad que exponen las instalaciones fotográficas de Andujar y Minelli como exploración del espacio común de la comparecencia.

  

Como se ve, no se trata nada más de unos debates teóricos. Porque si bien lo impropio y lo impersonal cobran valor en el contexto de la preocupación (contemporánea) por lo que viene después del sujeto, y también, naturalmente, en un “paisaje social donde el desplazamiento y la contingencia de las relaciones personales se hace cada vez más evidente”, lo cierto es que, concebido y escrito el libro entre 2015 y 2021, y desde aquí, Argentina, Chile, Brasil, la vida impropia de la literatura y el arte contemporáneos ‒sea la desesperada vitalidad que parpadea en los filmes de Andrade o la potencia vitalista que Eltit visibiliza a través del anonimato‒ emergen, especialmente, como “un arma certera” contra las capturas y reapropiaciones identitarias del neoliberalismo, como una tímida pero potente luz “ante la avalancha de los nuevos fascismos que amenazan con destruir toda coexistencia”, como formas de resistencia nada desdeñables, anota Florencia, “en estos tiempos sombríos como los que nos tocan”. Neoliberalismo, nuevos fascismos, tiempos sombríos. Tal, podríamos decir, para volver a Agamben, la oscuridad del presente que directamente interpela, sin alcanzarla, a la crítica. Recordemos: “contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”. Creo, sin embargo, que la escritura de Florencia en este libro dirime el vínculo con su tiempo menos en el orden de la visión (todo en el ensayo de Agamben parece pasar por las acciones de mirar, observar, percibir) que en el ámbito de la práctica. (Por esto, y entre paréntesis, en el mismo sentido en que Florencia prefiere hablar de prácticas artísticas y culturales en lugar de “obras”, hablo de práctica para referirme a su escritura). En este sentido, en la ecología cultural y social contemporánea, pero también, y especialmente, ante las coyunturas político-económicas del presente de América Latina, el giro afectivo que en La vida impropia inclina la voz de la crítica a la exploración (a la exploración, más que a la investigación, hoy cada vez más cuantificada) implica a su vez una disposición a crear y a suscitar en la escritura el intervalo del ser-con y una invitación, a quienes lo leemos, a pensar e imaginar nuestra común coexistencia. En esta práctica de la convivencia reside, sin dudas, su más radical intervención en el presente.  


La vida impropia

Florencia Garramuño

Buenos Aires, Eduvim

2023

158 páginas