¿Una geoepistemología alternativa? Notas a partir de Futuros menores, de Luz Horne

Por: Gisela Heffes

Gisela Heffes reseña Futuros menores. Filosofías del tiempo y arquitecturas del mundo desde Brasil, de Luz Horne, publicado en 2021 por Universidad Alberto Hurtado Ediciones. En su lectura, Heffes analiza la novedosa exploración que inaugura el contra-archivo del modernismo propuesto por Horne. Allí, detecta una geoepistemología alternativa por la que Latinoamérica puede asumirse ya no como objeto, sino como productora de conocimiento.


El reciente libro Futuros menores. Filosofías del tiempo y arquitecturas del mundo desde Brasil, de Luz Horne, es un libro luminoso en muchos sentidos. Su propuesta inicial es pensar las palabras (sobre todo su materialidad), y las imágenes, como dispositivos filosóficos para ejercer una reflexión en torno al tiempo y el espacio. Vincular, a su vez, la relación que entablan las palabras y las imágenes con el tiempo en la materialidad. Retoma –a partir de Bergson– la disputa en torno al tiempo filosófico y cuestiona, siguiendo un razonamiento bergsoniano, el lugar de la ciencia: esto es, la ironía de que, a pesar de sus sofisticados instrumentos de medición, resulte, dentro de esta lógica, (in)capaz de medir el tiempo. El saber científico y tecnológico no como inútil pero, acaso, como un saber fuera de foco. Tan –o quizá más– importante que lo anterior es la idea de desplazar ciertos presupuestos naturalizados sobre los lugares geográficos desde donde se pueden concebir el tiempo y el espacio. A saber, qué disciplinas y lugares geográficos se pueden pensar filosóficamente. Este desplazamiento dialoga con la noción de “epistemologías do sul”, propuesta por Boaventura de Sousa Santos, aunque dándole una vuelta, no sólo a nivel epistemológico sino a nivel espaciotemporal, a partir de una reevaluación del posicionamiento geográfico de la producción del saber, una geoepistemología alternativa, si se quiere.

La idea de pensar la filosofía –o pensar filosóficamente– a partir de las estéticas que han emergido y continúan emergiendo en el sur global es clave, al menos para mí, no para revertir o invertir posiciones epistemológicas fijas sino para facilitar un cuestionamiento de las formas temporales y espaciales de un modelo de progreso, un modelo de monumentalidad y un modelo de evolución teleológica impuesto desde la revolución científica. Partiendo de la idea de que, según Bergson, la ciencia explica la materia, pero la vida se le escapa fugazmente (una idea que me parece no sólo brillante sino hermosa), el libro de Horne recorre diferentes propuestas estéticas para encontrar en esa fugacidad, en esos intervalos, en los intersticios, y en sus márgenes, aquello que se le escapa a la ciencia y que es capaz de, justamente, desestabilizar los fundamentos sobre los cuales se apoya la modernidad (23). Una geoepistemología alternativa porque en su misma formulación se esboza un revés, una cartografía inversa a partir de la cual Latinoamericana deja de ser “pura naturaleza” –es decir, objeto de estudio exótico, materia prima– para asumirse como sitio, un espacio, incluso un campo no sólo capaz de, sino productor de conocimiento.

Futuros menores ejerce una crítica respecto del lugar de receptor que se le ha ido asignando a América Latina –su objetivación– y, por lo tanto, de un posicionamiento –una verticalidad– que dispone y organiza espacial y jerárquicamente de/los lugares de saber (lugar que implicaría a su vez una condición de pasividad, siendo, sin duda, el norte generador de saber y el sur objeto de consumo). Esta posición espacial remite, por lo tanto, a formas de la colonialidad: métodos de explotación donde el sur global exporta bienes primarios y de consumo (en este caso, cultura no procesada, rústica) e importaría, en su reverso, materia procesada: cultura refinada. Por el contrario, la idea acá es que la producción cultural y estética latinoamericana, como sugiere Luz, opera como sitio desde donde construir teorías críticas que se despliegan “fuera de la razón monumental moderna” (25). Pero para esto es necesario, a su vez, una operación que sustraiga América Latina de un imaginario-territorio ocupado por la razón instrumental y moderna; y como provocación, indagar cómo sustraerse de un modelo evolutivo, lineal, teleológico y racional sin incurrir en una práctica discursiva –proveniente de Occidente– que perpetúa la disyuntiva o dicotomía sur global = primario, irracional, exótico // norte global = sofisticado, racional, común. Porque, es sabido, esta dicotomía descansa sobre una lógica antropocéntrica (y androcéntrica), lógica inaugurada por Descartes y la revolución científica, lógica que además enfrenta cultura con naturaleza, sujeto con objeto, lo humano con lo no humano. A tal efecto, Futuros menores expone el correlato “filosofía moderna” y “separación entre naturaleza y cultura”, a partir del cual aquella entabla una relación con el mundo fundada “en el instrumentalismo, la propiedad, y la guerra” (29). Una relación, en suma, desigual que inaugura una disposición asimétrica entre el agenciamiento humano y el mundo material y no humano.

El ensayo parte de la idea de que Brasil es un sitio ideal para leer el revés de la modernidad, porque la estética producida allí propicia una lectura de los residuos, los escombros que el progreso fuera dejando sobre su marcha (31). Este revés de lectura incentiva, dentro de la argumentación planteada en el libro, la creación de un “contra-archivo del modernismo”, ya que estos restos materiales interrumpen la homogeneidad temporal, lineal, evolutiva a través de soplos fugaces –esa fugacidad de la que hablaba Bergson y a la que refiere Luz al comienzo, como ese “instante-ya” de Clarice Lispector también aludido en las primeras páginas– “con palabras e imágenes que construyen espacios de inmanencia” y en los que se sostienen “las grandes dicotomías de la modernidad” (31).

Hay algo en la metodología de Futuros menores que merece un pequeño intervalo o desvío. En este revés de lectura cada referente que se evoca y examina no sólo estimula la amplificación de las argumentaciones que se irán desplegando a lo largo de los capítulos siguientes, sino que irán tejiendo y entrelazando esos mismos análisis hasta armar un tejido amplio que, para visualizarlo de algún modo, sería como un gran entramado de hilos, imágenes y palabras. Una matriz reflexiva que descansa a su vez sobre una segunda propuesta –o eje argumental: concretamente, hilvanar una continuidad entre estos proyectos estéticos y ciertos programas filosóficos contemporáneos como el nuevo materialismo y vitalismos, aunque no tanto para acentuar “la historia como catástrofe” sino para proponer una exploración en las “aperturas filosóficas” que emergen “a partir de la crisis epistemológica” (32). Se entiende que al abordar la dicotomía de la modernidad se están cuestionando, asimismo, los ideales humanistas y antropocéntricos del hombre europeo y blanco. Es un intento por rescatar aquello que la soberanía humana ha dejado afuera, esto es, las comunidades indígenas, la naturaleza, lo no humano, considerado acá desde una vertiente material y dentro de un proyecto de colonización que ha ido reduciendo su capacidad de agenciamiento. Este análisis revela una paradoja interesante, a la que Luz regresa, sobre todo, en el quinto capítulo del libro: la idea, siguiendo a Hannah Arendt, de que esa reducción y marginalización de los “otros existentes” significa un forzamiento a vivir “afuera” aunque, a su vez, en “el corazón de lo social” (32). La paradoja se manifiesta íntegramente en el último capítulo cuando, retomando la idea expuesta por Viveiros de Castro en “Os Involuntários da Pátria. Elógio do Subesenvolvimento” (2017), advierte que esos “otros existentes” consisten en la condición de posibilidad para que el capitalismo, en todas sus vertientes tecnológicas actuales, continúe operando, sin detenerse, y ejerciendo su tarea de manera ininterrumpida. Paradoja, en cuanto expone, en esta genealogía de la otredad, su recurrencia y prolongación espaciotemporal.

Futuros menores se apoya en una idea de inmanencia (es decir, la construcción de una filosofía del tiempo que es el objetivo, y una arquitectura del mundo que se basa en lo inmanente [34]) que dialoga con los estudios posthumanistas. Con la creación de este “contra-archivo” que registra los despojos de la modernidad, se ejerce una praxis que intenta descentralizar el antropos, la linealidad temporal, y la idea de un progreso teleológico y de un futuro –por contraste “mayor”– al que se llega por medio de un proceso evolutivo. Se examina por lo tanto cómo una temporalidad no hegemónica –en este caso un futuro “menor”– puede manifestarse a través de una colección de huesos (“los huesos del mundo”) o la basura. Estos materiales orgánicos e inorgánicos –y que invitan a pensar y leer las demarcaciones “entre lo vivo y lo inerte”– operan afuera y adentro a su vez, tanto de lo corporal como de lo terrestre, borrando distinciones y cuestionando dicotomías que van más allá del adentro y del afuera. El marco teórico posthumanista y postantropocéntrico se expande a lo largo del libro a partir de una impugnación del postulado occidental de la excepcionalidad humana: Horne lo plantea, para dar un ejemplo, en el contexto de la construcción de las obras monumentales durante el periodo de la dictadura en los años 70 (capítulo 1). Esta arquitectura monumental dialoga con la idea de desarrollo, de desarrollismo en particular, y con la idea de progreso utópico, en cuanto la utopía teleológica del desarrollismo es una utopía que se erige sobre una noción de vacío, de tabula rasa –Ángel Rama mediante– para la cual resulta imperativo suprimir aquello previamente imperante (esos “otros existentes”) en nombre de la innovación y evolución, una novedad que, en última instancia, eclipsa un proyecto de nación, un modelo económico, una agenda política y una premisa social.  

Futuros menores inaugura un territorio de indagación que conecta discusiones recientes dentro del campo de las humanidades ambientales. Propicia, asimismo, un espacio de apertura y exploración que no fuera hasta ahora transitado. Se destaca, entre muchos, la elegía de las luciérnagas. Horne acude a la imagen propuesta por Pasolini en 1941–y que surge a partir de una crisis ecológica (en este caso la polución y la desaparición de lo no humano, es decir la crisis de la extinción)– como método para reactivar la idea de apertura epistemológica dado que, como queda demostrado, la imagen poético-ecológica apunta a una crisis del consumo y, en consecuencia, a una crisis de la potencial desaparición.

La eco-luz anacrónica es otro aspecto del libro que, en particular, desentraña otros espectros de indagación crítica: ¿cómo esta eco-luz anacrónica puede transformarse en motor para revisar, retrospectivamente, el canon y descubrir nuevos mapas, nuevas genealogías, nuevas configuraciones del campo cultural, nuevos cortes –quizá más transversales y menos verticales– y nuevos sentidos? Es acá donde identifico algunos puntos que dialogan con lecturas ecológicas y ecocríticas, posthumanistas –e incluso postcoloniales. Porque estas posiciones críticas estimulan una revisión del modo en que las imágenes estéticas se han ido forjando, de manera tal que fueran edificando cánones y desplazando –por medio de su disposición y organización epistemológicas– los lugares del saber, de la producción del saber y del consumo de saber. Esta eco-luz anacrónica se inscribe, así, dentro de los esfuerzos más recientes por visibilizar ausencias, por rescatar otros trabajos, otras estéticas, otras imágenes de la supresión y el olvido (recuperar los restos, restituir los escombros) y proponer nuevos archivos –o “contra-archivos”– y por lo tanto nuevas intervenciones espaciotemporales de indagación.

Futuros menores incorpora la producción estética y visual de la arquitecta y artista Lina Bo Bardi (capítulo dos) dentro de este “contra-archivo”. Acá, me interesó sobre todo la idea de autoría porque, en el proceso de colección y exhibición de objetos desechados, no sólo se borran distinciones de tiempo (el pasado en el presente) sino otras distinciones, como arte y trabajo, autor “individual” y autor(es) anónimo(s) y, por extensión, el yo individual y una pluralidad (un nosotros). Este gesto, en su potencialidad, cuestiona o reformula la noción misma de autor, autora, autores y, en este sentido, ese desplazamiento del yo individual podría pensarse como una sustracción que da lugar, en su “borradura”, a una colectividad de voces. Una formulación comunal que al desplazar la noción de autoría individual desplaza a su vez un modelo de temporalidad y espacialidad que se ciñe a una linealidad: un progreso evolutivo que se galardona con el reconocimiento y legitimación de un yo (89).

La noción de colectividad de voces apunta, por otro lado, a la idea de montaje (vía Walter Benjamin), sobre todo a la utilización del montaje como forma de exploración que recupera materia descartada a la par que propone una práctica coral: “Desde temprano en su vida, Bo Bardi muestra un interés por los objetos desechados y por los residuos, por el collage y por la construcción de objetos a partir de materiales recuperados o considerados inútiles” (99). Pluralidad que, desde ya, se manifiesta en la “reivindicación para el diseño industrial de los materiales considerados bajos”, en el interés por lo “popular” y en “una ética de la opacidad” y “menor” que “encuentra en Brasil –como todo lo menor– un cauce político: la piedra se vuelve basura y la basura, una acusación” (103). Porque, sugiere Horne, al pasar a “formar parte de un entramado histórico y geopolítico, el objeto hecho de basura se transforma en un ‘sin nombre’ benjaminiano que cambia el curso del tiempo para contar la historia de los vencidos” (103).

La idea de invención del tiempo moderno como forma de conectar espacios y hemisferios pero también como instrumento de control político sobre los cuerpos es otro de los aportes de Futuros menores. Aquí Horne propone que el concepto de tiempo moderno funciona como una biopolítica que no necesariamente, o no exclusivamente, se vale de las disposiciones espaciales –conocidas y exploradas– para ejercer ese dominio y sometimiento, sino que recurre a una forma –diría, un uso– de la temporalidad para ejercer un dominio sobre los cuerpos, como así también sobre los espacios. Se trata no sólo de una colonización espacial, sino de una colonización temporal y, al mismo tiempo, de una colonización de los imaginarios. Partiendo de esta idea del tiempo como una biopolítica –que es mi lectura del final del libro– se plantea la idea del tiempo como herramienta y sobre todo dispositivo para regular vidas (222).

Un futuro “menor” implicaría atender a lo residual, los remanentes que el progreso, la linealidad y la unidireccionalidad teleológica también fuera impugnando. Un futuro menor alentado por otros espacios e imágenes. Por desplazamientos –y, ante todo, recuperaciones. Saberes producidos desde los márgenes del tiempo y del espacio, y cuyas persistencias y continuidades reemergen hoy infundidas por una urgencia no tanto por reevaluar y reclamar “la historia de los vencidos” sino más bien por cuestionar la noción misma de vencedores. Un presupuesto que se inscribe, sin duda, en la noción de una historiografía “mayor” y, por ende, de triunfo y grandiosidad. Una geoepistemología alternativa, entonces, como revés, es el tipo de lectura que Futuros menores provoca. Una incitación que en su menoridad abarca intersticios múltiples y desatendidos que desbaratan presupuestos culturales imperantes: sean luciérnagas, sean voces anónimas, sean remanentes disueltos en el estrato de una geografía que los acoge para generar saberes, sueños, disidencias y transformaciones en torno a cómo habitar el mundo y cómo el mundo que habitamos debería ser. Su inmanencia, su ontología.


Futuros menores. Filosofías del tiempo y arquitecturas del mundo desde Brasil

Luz Horne

Santiago de Chile, Universidad Alberto Hurtado Ediciones

2021

298 páginas

«La vía subterránea». Vanguardia y política en el cine under argentino

Por: Mariano Véliz

Mariano Véliz reseña La vía subterránea. Vanguardia y política en el cine under argentino, de Paula Wolkowicz, publicado en 2023 por Libraria. Véliz destaca el interés de la autora por visibilizar y legitimar, desde América Latina, un territorio poco explorado por la crítica. En su texto registra la reconstrucción histórica y la construcción de un modelo estético-análitico fundamental para pensar el fenómeno del cine under.


Imagen: Opinaron (A. Fischerman)

La historia del cine argentino se conformó a partir de una serie de inclusiones y omisiones. A lo largo de las décadas, solo algunos nombres (cineastas, integrantes de los equipos técnicos y artísticos, miembros del elenco) y algunos títulos concentraron la atención del campo cinematográfico (desde la crítica y los estudios académicos hasta los miembros de la industria y los espectadores) y propiciaron la articulación de un canon estanco y difícilmente cuestionable. En los últimos años, sin embargo, diversas investigaciones decidieron orientar su mirada hacia territorios que habían resultado poco explorados o no lo habían sido de modo sistemático. De esta serie de acercamientos forma parte La vía subterránea. Vanguardia y política en el cine under argentino, en el que Paula Wolkowicz aborda el cine under filmado en Argentina entre la clausura de la década del sesenta y durante los años setenta.

La conversión de esta corriente del cine argentino en objeto de un estudio exhaustivo supone el primer interés del libro (concebido como una deriva de la tesis doctoral defendida por la autora). La indagación de Wolkowicz evidencia el vacío historiográfico al que había sido condenada esta experiencia radical en el marco del cine argentino. Los títulos de sus películas y los nombres de sus autores (Alberto Fischerman, Rafael Filippelli, Edgardo Cozarinsky, Julio Ludueña, Miguel Bejo, Bebe Kamin y Edgardo Kleinman) se inscriben a partir de aquí en un lugar clave de su historia. Si bien muchos de ellos obtuvieron a posteriori un espacio destacado en el campo cinematográfico nacional e internacional, su producción under resultó, incluso en esos casos, menos difundida y estudiada. En este sentido, la publicación del libro implica no solo un acto historiográfico significativo, sino un ejercicio de legitimación fundamental. Si el canon del cine argentino había expulsado estas producciones, posicionadas como su rostro contra-hegemónico, esta nueva visibilidad colabora con el redescubrimiento del cine under operado de un modo sutil, pero paulatino, desde comienzos del siglo XXI. Ante la doble marginalidad a la que había quedado relegada esta corriente (al no formar parte del cine dominante, pero tampoco del cine militante), en estos últimos años surgió la posibilidad de concebirla como un período relevante de la historia del cine argentino y como un enlace indispensable para pensar nuevos linajes del cine contemporáneo. 

Imagen: Alianza para el progreso (J Ludueña)

La reconstrucción histórica llevada adelante por Wolkowicz se despliega en múltiples dimensiones. Por un lado, a través de una serie de entrevistas con los protagonistas y un trabajo intensivo con los archivos mediáticos de la época, la autora rescata las experiencias de estos cineastas-aventureros que concibieron al cine desde el riesgo y la experimentación. La autora recupera así un abordaje del cine como desafío de las normas político-ideológicas dominantes, pero también de las premisas estético-narrativas establecidas. En sus prácticas estético-políticas se impone una definición del cine como espacio de juego y aventura y, a su vez, como territorio de compromiso y reflexión. Por otro lado, la coincidencia de la producción de este cine under con uno de los períodos más complejos de la historia argentina (el libro privilegia el estudio de los años comprendidos entre 1968 y 1978, aunque amplía sus referencias tanto a momentos previos como posteriores), supone la necesidad de plantear hipótesis acerca de los modos en los que la serie histórica se vincula con esta producción audiovisual. En esta dirección, lejos de cualquier resabio de causalidad directa de las circunstancias políticas sobre el fenómeno del cine under, se configura aquí una variabilidad de enfoques en los que emerge una comprensión compleja de las disidencias y los encuentros entre la historia política argentina y la emergencia de estas narrativas subterráneas.

En su búsqueda de proponer un acercamiento exhaustivo a su objeto de estudio, Wolkowicz recompone ciertas relaciones intertextuales ineludibles. Este proceso modernizador en el cine argentino es incomprensible sin el restablecimiento de sus diálogos con determinadas producciones audiovisuales procedentes del exterior. Por una parte, sobresale la importancia de las realizaciones de Jean-Luc Godard en la segunda mitad de los años sesenta y los años setenta, en especial las pertenecientes a su participación en el Grupo Dziga Vertov que fundó en 1968 con Jean-Pierre Gorin. Por otra parte, la recepción durante los años sesenta, a través de las proyecciones organizadas en el Instituto Di Tella, del cine under norteamericano (Andy Warhol, Stan Brakhage y Jonas Mekas, entre otros) sirvió como estímulo para el hallazgo de modelos productivos y estético-narrativos en claro contraste con los hegemónicos. En relación con este diálogo intertextual, Wolkowicz despliega un análisis que permite vislumbrar que no se trató, en el under argentino, de una réplica de este cine procedente de los Estados Unidos, sino de la puesta en marcha de procesos activos de apropiación histórica y cultural. La inclusión de referencias a la situación política y social del país y el desmontaje de ciertas tradiciones narrativas locales funcionan como indicios de estos mecanismos de apropiación alejados de la mera influencia del modelo exterior.

En este sentido, conviene precisar los modos en los que el cine under argentino se inscribe en la vasta producción cinematográfica de la vanguardia. Desde las exploraciones en el contexto de las vanguardias históricas de las primeras décadas del siglo XX, su relación con el cine fue siempre prolífica y compleja. La vanguardia se proyecta como la sombra que acompaña, desde los contornos, el devenir cinematográfico del siglo XX. El cine subterráneo explorado por Wolkowicz forma parte de este movimiento por su voluntad rupturista (en relación con los códigos y los presupuestos del modelo de representación institucional), por su proposición de un lenguaje experimental y por la búsqueda de alternativas marginales de producción, distribución y exhibición. A través del privilegio asignado a estas indagaciones, los cineastas subterráneos y sus películas se inscriben en este linaje al mismo tiempo ilustre y lateral de la historia del cine.

Imagen: La civilización está haciendo masa y no deja oír (J. Ludueña)

Sin embargo, esta participación en la extensa herencia de las vanguardias supone en este caso un giro relevante: Wolkowicz piensa este fenómeno desde América Latina y propone, por lo tanto, un desvío en relación con las perspectivas circulantes desde los centros de la producción académica sobre cine. Si las investigaciones europeas sobre cine latinoamericano tienden a centrar su interés en las vanguardias políticas (con especial hincapié en el Grupo Cine Liberación), se introduce aquí una ruptura significativa. Esto se debe a que Wolkowicz no asume los presupuestos que indican la existencia inquebrantable de una división internacional del trabajo creativo que alienta que las vanguardias de los países centrales puedan fomentar cuestionamientos de los lenguajes cinematográficos y las surgidas en los países latinoamericanos deban limitarse a funcionar en términos exclusivamente políticos. Por el contrario, Wolkowicz plantea la existencia de una vanguardia argentina que disputa, a través de sus propias realizaciones, esa clase de repartición y se niega a ocupar el espacio dispuesto por las instituciones que regulan el funcionamiento del campo cinematográfico global (con especial injerencia de la crítica, la academia, la curaduría y la organización de festivales).

En el primer capítulo del libro, “La vía subterránea”, Wolkowicz aborda la conformación de una comunidad que nunca se establece como un grupo homogéneo. En esta dirección, en el libro se despliega la tensión entre la identidad colectiva (abierta, polémica, permeable) y las identidades individuales de los integrantes del cine under. Así, el estudio muestra una atención notable a las diferencias y discrepancias y no solo a las coincidencias y las recurrencias. El cine subterráneo no se constituye como una escuela hermética ni como un movimiento con un programa previo, sino que surge y se instaura como una comunidad que comparte la pertenencia a una generación, la existencia de lazos afectivos y laborales entre sus miembros y la insistencia en determinadas afinidades ideológicas, políticas y culturales.

Uno de los aspectos más destacados que explora Wolkowicz reside en el modo en el que los cineastas eligen ocupar un rol como intelectuales críticos. A diferencia de la noción de intelectual comprometido que propone Sartre, central en la producción intelectual argentina desde los años cincuenta, y de la noción del intelectual revolucionario, clave en la lógica cultural de los años sesenta y setenta, emerge en el cine under una noción de intelectual crítico que reivindica la reflexión teórica y la crítica social por fuera de una participación directa en la praxis política. Lejos de subordinar las prácticas culturales a la política y de aceptar cualquier forma de dogmatismo, estos cineastas afrontaron el desafío de pensar sin el sostén de los marcos de sentido imperantes en su contexto. En esta búsqueda por ocupar un espacio en el campo intelectual, Wolkowicz estudia la cobertura de las películas y sus directores en ciertas publicaciones sobre cine y literatura de la época, pero también la aparición de artículos escritos por los propios cineastas en torno a su producción audiovisual. Este intercambio resulta muy significativo porque al publicar sus textos en estas revistas (Cine & Medios, Filmar y Ver, Literal, Los Libros), los cineastas “se constituían a sí mismos como integrantes de un movimiento cultural y político más amplio desde el cual se legitimaban como cineastas, pero fundamentalmente como pensadores críticos dentro del campo” (Wolkowicz, 2023: 81).

En el segundo capítulo, “Intersecciones: el underground y el campo cinematográfico marginal”, Wolkowicz lleva a cabo una cartografía de la producción cinematográfica no hegemónica en la Argentina de la época. En primer lugar, a partir de algunas de las exploraciones del campo artístico argentino del período emprendidas por investigadores como Andrea Giunta, Mariano Mestman y Ana Longoni, la autora traza un mapa de los procesos de modernización del campo artístico y de los simultáneos procesos de radicalización política. Wolkowicz aborda aquí otros cines que propiciaron modos alternativos de producción y exhibición, como el desarrollado por el cine experimental de Narcisa Hirsch, Claudio Caldini, Marie-Louise Alemann, Silvestre Byrón, por el Grupo de los Cinco (Alberto Fischerman, Néstor Paternostro, Ricardo Becher, Raúl de la Torre, Juan José Stagnaro), pero también por el cine de instrumentación política encarnada por dos colectivos extensamente estudiados por la academia y la crítica en Argentina: el Grupo Cine Liberación y Cine de la Base.

En el marco de estos rastreos, sobresale el trabajo analítico de Wolkowicz sobre tres producciones cinematográficas realizadas o concluidas en 1968: The Players vs. Ángeles Caídos (Alberto Fischerman), Invasión (Hugo Santiago) y La hora de los hornos (Grupo Cine Liberación). Se trata de tres referencias ineludibles para pensar el cine under. En algunos casos, como The Players vs. Ángeles Caídos e Invasión, porque funcionan como modelos de determinadas búsquedas y rupturas. En otro, como La hora de los hornos, porque actúa como referente de confrontación al que desafían de manera clara y programática. A través del estudio de estos cruces y desencuentros entre las vastas corrientes del cine no hegemónico de la época, Wolkowicz plantea un mapa de los conflictos existentes y de la variedad de alternativas circulantes. Se trata de una cartografía centrada en las dimensiones que señalan la heterogeneidad del cine argentino del período y que indican la voluntad polémica y discrepante de sus integrantes. Se conforma así, en la perspectiva de la autora, un territorio prolífico y generador de quiebres y disputas, un campo en el que conviven y se enfrentan modelos radicalmente diversos de pensar y experimentar el cine.

En el tercer capítulo, “Entre la vanguardia y la política”, Wolkowicz desarrolla un análisis minucioso de algunos de los principales recursos y premisas estéticas presentes en las películas. En primer lugar, la autora posiciona a la violencia como el eje fundamental para introducir el análisis. La violencia se plasma aquí en una variedad de registros y planos: la violencia representada, la violencia de la representación y la violencia hacia el espectador. En este aspecto en particular sobresale el estudio de las estrategias de agresión y confrontación con el espectador implementadas en el cine subterráneo. Se trata de la aparición de diversas embestidas contra la mirada del espectador que lo obligan no solo a mirar personajes y episodios que se oponen a la satisfacción y la gratificación visual aseguradas por el cine clásico, sino a modificar su propia forma de mirar. El trabajo sobre La familia unida esperando la llegada de Hallewyn (Miguel Bejo, 1971), Beto Nervio contra el poder de las tinieblas (Miguel Bejo, 1978) y La civilización está haciendo masa y no deja oír (Julio Ludueña, 1974) resultan particularmente elocuentes.

Imagen: Beto Nervio contra el poder de las tinieblas (M. Bejo)

Si el cine under priorizó el trabajo sobre la materialidad fílmica y asumió una definición del propio lenguaje como territorio político, Wolkowicz procede a identificar algunas de las operaciones principales desplegadas por los cineastas. En esta búsqueda, que tiene resultados notables por la exhaustividad de su precisión analítica, la autora analiza la fragmentación, la opacidad, el montaje, la reflexividad, la concepción del personaje como construcción y las técnicas de la vanguardia recuperadas en la interpretación actoral. En el conjunto de estos rasgos, Wolkowicz propone pensar el cine subterráneo a partir de una “estética de la chatarra”. En consonancia con algunas de las perspectivas defendidas por el cine under norteamericano, emerge aquí un cine que se propone como retrato de la escoria social. Sin embargo, esta estética de la chatarra no remite solo a esta inclusión de los contornos sociales, sino a la aparición de una estética organizada en torno a los desperdicios textuales, a la recuperación de entramados textuales muchas veces procedentes de la cultura hegemónica y aquí re-inscriptos y subvertidos. Al respecto, Wolkowicz precisa que “Si la escasez, la precariedad y la marginalidad son una realidad inapelable del cine subterráneo, en lugar de intentar ocultarla, los directores optan por mostrarla de una manera exacerbada y la llevan hasta sus últimas consecuencias” (199).

También en este capítulo, Wolkowicz propone retomar la noción de alegoría para explorar de qué maneras las películas del cine subterráneo pueden funcionar como lecturas de la coyuntura social y política argentina de aquellos años. La autora recupera aquí el abordaje propuesto por Ismail Xavier de la alegoría como la emergencia de un cierto enunciado que “señala un significado que va más allá de su apariencia” (232). Wolkowicz identifica el funcionamiento de esta dimensión alegórica en dos planos claves dentro de este corpus: la conformación de una ciudad siniestra y la concepción del personaje como alegoría social. En esta dirección, Wolkowicz precisa que “A partir de una serie de operaciones (una construcción tipológica de los personajes y una relación intertextual con otras figuras tanto de la esfera de la literatura como del ámbito público), las películas dotan a sus personajes de una fuerte carga simbólica que permite establecer claras analogías entre los textos fílmicos y la serie política y social” (243).

En el cuarto capítulo, “Itinerarios”, Wolkowicz completa el estudio del cine under a través de una indagación de la exhibición de sus películas. Se trató, en todos los casos, de una exhibición fragmentaria y discontinua. La autora propone una periodización atenta a las incidencias de la historia política sobre la producción audiovisual. Así, Wolkowicz estudia una primera etapa (1970-1973) caracterizada por la realización de las películas en un marco de censura y control estatal; una segunda etapa (1973-1974) centrada en la primavera democrática y la aparición de políticas de liberación en el campo cinematográfico; una tercera etapa (1974-1978) definida por las políticas represivas que fuerzan a muchos de los integrantes del cine subterráneo al exilio; una cuarta etapa (2000-2014), posterior a un vacío de dos décadas, en la que se comienza un paulatino proceso de reivindicación del cine under, emprendido por diversos ciclos organizados en la Sala Lugones del Teatro San Martín y el Malba y por los principales festivales cinematográficos de Argentina.

En este sentido, el acercamiento propuesto por Wolkowicz supone un abordaje original no solo por su revelación de un corpus poco explorado, sino por la proposición de un estudio exhaustivo en el que el rigor de la historia del cine se encuentra con la productividad de conceptos procedentes de la estética. De este modo, el entramado gestado por la autora logra ser, al mismo tiempo, un logro historiográfico, al posicionar al cine under en un lugar relevante de la historia del cine argentino, y un modelo estético-analítico, al presentar una serie de categorías que permiten vislumbrar las características más notables del cine subterráneo. En la basculación entre los dilemas histórico-políticos, abordados con densidad semántica y precisión conceptual, y las querellas cinematográficas, indagadas con minuciosidad analítica y exactitud teórica, se instala un libro que será, a partir de ahora, una referencia ineludible para pensar el fenómeno del cine under y sus múltiples y presentes reverberaciones. 


La vía subterránea. Vanguardia y política en el cine under argentino

Paula Wolkowicz

Buenos Aires, Libraria

2023

348 páginas

La nostalgia en «El pozo y la pirámide» de Diego Bentivegna

Por: Leo Cherri

El pozo y la pirámide de Diego Bentivegna fue publicado en 2022 por Audisea. Leo Cherri recorre en el poemario el viaje nostálgico de un poeta que interviene archivos, escucha lenguas desconocidas y hace “hablar a los hechos que encadenan el pasado y el presente”.


Leo una nostalgia en El pozo y la pirámide. No sé si es algo propio del poema, o un tono que me invento cuando lo leo.

Quizás se debe a cierta impronta de texto sagrado o cosmogonía que le imprime su primera línea “Al principio…”, escribe Diego Bentivegna, “…el ojo de la cámara / intenta capturar el balanceo de las ramas”. O quizás es la suspensión de ese momento de registro, lo que conjura un aura de letargo –de la representación, de su deseo–, pues “El objetivo quiere grabar el bosque de caldenes”. Pero, inmediatamente la mirada se desplaza: del balanceo de las ramas, del bosque de caldenes y de la cámara ya no sabemos nada, quedan fuera de campo. Lo que resta es el calor, y una mirada que podría quemar el campo.

La nostalgia, decía Emile Ciorán, es la abolición del presente, incluso bajo la forma del lamento. La nostalgia cobra un carácter dinámico: se quiere forzar el pasado, actuar retroactivamente, protestar contra lo irreversible.

Imagen: Juan Doffo.  

Ese irreversible en El pozo y la pirámide es toda una forma-de-vida que la colonialidad y la modernización del mundo ha extinguido. Por más que existan comunidades de distintos pueblos, por más que muchos podamos reconocernos como marrones, quechuas o mapuches, por más que se insista en la preservación de lenguas, culturas, tradiciones y rituales, esa “escritura en la tierra”, ese nomadismo que se recuerda en el poemario ha sido llevado sino a su desaparición, a un estado de minoridad radical. No se trata de una idealización, sino una protesta contra el pasado, una acción reactiva.

La primera parte del libro es un recorrido que va desde las Sierras de Córdoba hacia la tumba de Mariano Rosas en Leuvocó, La Pampa. Resuenan en ese pasaje la escritura de Una excusión a los indios ranqueles, pero también la memoria que se manifiesta no como un fragmento de discurso, sino como una emanación de lo material: escritura, sí, pero también una caja o arcón con documentos, unas voces, unos paisajes.

En la segunda parte del poemario o gran poema, “Cartas a K y otros extractos”, Bentivegna lee y reescribe, encuentra lo poético al intervenir el archivo, escuchando-escribiendo el documento. Son, como explica el poemario al final, fragmentos de las cartas del jesuita italiano Nicolás Mascardi, quien en el siglo XVIII recorrió varios lugares de la Patagonia hasta fundar una misión a orillas del lago Nahuel Huapi, y mantuvo una correspondencia con el polígrafo Alemán Athanasius Kircher.

“En la zona tórrida…” dice Mascardi, y se percibe el contra-eco de Andrés Bello.  La suspensión temporal de El pozo y la pirámide es, también, una suspensión de la representación y una pregunta por la mirada del Otro: cada vez que leemos “ellos” se percibe la violencia de la mirada.

La máquina y el ojo. Es otro par que parece estar funcionando en el poema. La máquina es un dispositivo de captura –de retención de materias y cuerpos–, y el ojo no es una pasividad, sino un órgano de la acción: mirar es atravesar al mundo, recortarlo, enfocarlo, convertirlo en imagen, someterlo. Y una imagen podría quemar un campo, dice la primera página. Imagen que resuena en la tercera parte del libro, apoyada sobre los hechos que, en este caso, aluden a la muerte de Rafael Nahuel, joven mapuche asesinado en medio de un operativo de represión en Villa Mascardi. El fin se enlaza con el origen, el presente hace retumbar el pasado, y el bucle poético se transforma en una continuidad estremecedora que retumba en ese nombre, Mascardi.

Por ese campo arrasado camina Bentivegna. Registra imágenes y escenas –jaurías de perros aullando en una llanura infinita–, al tiempo que recorta archivos, escucha voces de Machis o Lonkos, chispas de vida que, en la caja de resonancia que es su escritura, parecen decir algo más.

El poema, la elegía de Bentivegna, se ubica en un exacto entre-lugar. Ni dispositivo de captura, lenguaje o cámara; ni ojo, palabra-acción, o voz; sino todo eso en un pozo –el mundo puesto en un agujero de sentido–bajo una pirámide –poema mudo o monolito, archi-signo o jeroglífico–, lo que equivale al montaje, a la serie, a la caja de resonancia.

Hay allí una imagen de la poesía y del poeta que trazan un camino alternativo al yolleo que desde hace unas décadas ha hegemonizado, para decirlo de alguna manera, la escena poética local.

En El pozo y la pirámide el poeta parece un arqueólogo, y su mirada penetra capaz de tierra y de polvo. Pero no es que el poema de Bentivegna se proponga mostrarnos cosas del pasado –ritos fúnebres, costumbre migrantes del nomadismo, ritos o sacrificios, profecías–, más bien quiere hacer hablar a los hechos que encadenan el pasado y el presente –hacer hablar a la roca, decía Lezama Lima– a través del poema. La figura del poeta parece superponerse con el deseo nómada de aquél que usa la casa como un animal, de aquél que vive en caza, a la caza de la lengua –como dice Bentivegna en un ensayo sobre “Caupolicán” de Rubén Darío–, migrando con su presa y con las estaciones; pero, también, el poeta se confunde con el explorador escriba, desplazándose entre territorios lejanos, tradiciones en tensión y lenguas desconocidas.

Imagen: Álbumes fotográficos de Antonio Pozzo y Encina, Moreno & Cía

El viaje nostálgico –el nostos podríamos decir–en El pozo y la pirámide no es un regreso sino una salida, o bien, un regreso hacia el afuera o hacia lo Otro. El poema no es más que el archivo o la piedra, también él en situación de caza: acechado o convertido en herramienta de caza, en instrumento musical, en un hecho difícil de asir, en una elegía que quiere retener el sonido de unos pasos de un muchacho que siempre están a punto de perderse.


El pozo y la pirámide

Diego Bentivegna

Buenos Aires, Audisea

2022

94 páginas


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