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Desensamblajes de identidad, perversiones de códigos

Por: Nelly Richard

Como parte del dossier “Arte y moda en América Latina”, Revista Transas recupera el texto “Desensamblajes de identidad, perversiones de códigos”, publicado en el libro Residuos y metáforas (Cuarto propio, 2001) de la crítica chilena Nelly Richard. Aquí la autora explora las identidades culturales expresadas en la ropa usada en un contexto de creciente comercialización de la ropa de segunda mano en los años noventa.


“La conjunción de los códigos de la cultura predominante con las subculturas cuyo acceso a la hegemonía se traba generalmente por su marginalidad cultural, produce una persona periférica que es la suma, en vez de la carencia, de todos los códigos que elige utilizar.

La identidad, en este universo, no es algo esencial, homogéneo o fijo, sino una condición transitoria y múltiple que acontece en la conjunción del siempre cambiante cruce cultural”.

Celeste Olalquiaga

La ropa, los estilos vestimentarios de la moda, son una de las lenguas a través de las cuales se expresan las identidades culturales en un diálogo de voces (canónicas o paródicos) con el discurso ya montado de las clases sociales y de las representaciones sexuales. Las identidades culturales van dando cuenta de sí mismas seleccionando, entre varios tipos de presentación del cuerpo en sociedad, las maneras de vestir que hablan de sus roles, géneros y posiciones, mostrando estilos de vida y costumbres locales que son ahora rediseñadas por las imágenes de todas partes que circulan en direcciones cruzadas por las vías del comercio multinacional.

La comercialización masiva de la ropa usada durante los últimos años en Chile parecería haber multiplicado las confusiones entre lo nacional y lo importado, lo local y lo transnacional, hasta sumergir las fachas vestimentarias de los pobres urbanos en la dislexia de estas prendas sacadas de códigos que se entrecruzan debido a la baratura y la casualidad de las mezclas: restos bastardos de vestimentas importadas, saldos baratos de la serie-moda de las metrópolis son reensamblados por cuerpos populares que deambulan con ellos armando el espectáculo visual de un collage de identidad sin coherencia de estilo ni unidad de vocabulario. La falta de ligazones entre los contextos de referencias a los que se asocia tan disímilmente la ropa usada ha dado lugar a una nueva multiplicidad cultural de significaciones híbridas que atraviesan caóticamente lo popular-urbano, reorganizando segmentaciones locales y diferencias sociales según imprevisibles arreglos de signos, usos, valores y estilos.

El desgaste de lo nuevo

Los intérpretes de la modernidad asocian la definición filosófica y cultural de lo moderno a la predominancia absoluta de la categoría de lo Nuevo que simboliza la idea de progreso con su temporalidad dinámica que se mueve aceleradamente en la dirección del futuro. El espíritu de la modernidad central consiste en “anhelar el cambio”, “deleitarse con la movilidad” y “luchar por la renovación”. Innovación, cambio y renovación, forman la serie de reemplazos y sustituciones que plantean lo Nuevo siempre en ruptura con la tradición de lo ya visto. La modernidad adquiere así la forma de un desfile de modas, de una sucesión de cambios cuya retórica visual es la renovación de los estilos que celebra la variedad y la diversidad de los modos de vida, de los patrones de gusto y de las reglas sociales. La industria de la moda muestra ese ejemplo metropolitano de la vida moderna como catálogo de novedades, todas ellas desechables y renovables, según las reglas del mercado que dictaminan la “obsolescencia del estilo” para consagrar a la modernidad como algo que está de moda y que pasa de moda: como algo que debe ser consumido y gastado antes de que su actualidad de lo nuevo se convierta en pasado. El triunfo del signo-moda consagra este sentido de la modernidad como vector de cambio que revoluciona la serie temporal para imponer su consigna metropolitana del ponerse al día mientras que, en la periferia, lo nuevo del Centro se recepciona como el signo importado de una contemporaneidad fallida que lleva la marca constitutiva del retraso latinoamericano y acusa, con ella, la descoincidencia entre signo y experiencia, actualidad y residuo, novedad y destiempo. Con la ropa usada –que vulnera la consigna metropolitana del “ser moderno” como un “estar a la moda del día”– la periferia se reencuentra finalmente consigo misma: llega por fin a coincidir con su verdad oculta al dejar en claro que el simulacro de lo nuevo se consume aquí siempre en diferido1. La ropa usada cambia la diacronía de una sucesión programada de novedades hechas para sustituirse una a otra (modernidad) por la coexistencia sincrónica de prendas que estuvieron de moda y que, ahora, exhiben todas juntas –sin culpa y en desorden– su no vigencia y desgaste estilísticos (postmodernidad). La fantasía metropolitana de la “actualidad pura” del signo-moda ha sido corregida por una especie de alegoría tercermundista del reciclaje que abre su intervalo crítico de simulación cultural y de dobles lecturas para desmentir, irónicamente, el cuento moderno de que lo nuevo debe ser pura innovación.

Desuniformar, reestratificar

En Chile, la ropa americana de segunda mano fue primero una solución de baratura que les permitió vestirse a bajo costo a aquellos sectores privados del acceso económico a los centros comerciales modernos2. Después del jeans, la ropa usada traída de Estados Unidos pasó a ser el segundo producto de exportación norteamericana que se popularizó como artículo de consumo masivo.

La popularidad del jeans se debió primero a su funcionalidad (resistencia, comodidad, etc.) y a su habilidad para atravesar las categorías de sexo, clase, edad, raza, sin hacerse notar ni hacerlas notar. El jeans desarma las connotaciones de pertenencia social y sexual, al traspasar todas las identidades con su definición neutra. Es el signo uniformador -y democratizador- de una voluntad de renuncia a la distinción de clase. La lógica del jeans pretende que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, pobres y ricos, Tercer Mundo y Primer Mundo, compartan la misma prenda como símbolo de “integración comunitaria”. Pese a los efectos de la publicidad que genera subcógidos diferenciales a través de la competencia de las marcas, el jeans tiende a desindividualizar. En cambio, la ropa usada permite romper la monotonía de la serie con prendas que se mezclan en una máxima heterogeneidad de artículos y estilos, multiplicando las posibilidades de que cada comprador individualice y singularice su imagen vestimentaria. Mientras el jeans desactiva lo sigular-personal a favor de lo múltiple-repetido, la ropa usada activa la imaginación en torno a la fantasía de lo irrepetible que simboliza la prenda única, discontinuada, fuera de catálogo.

Pero en el Chile de hoy, la ropa usada ya no sólo representa una alternativa de bajo costo que viste a los sectores populares. A medida que van cediendo los prejuicios sociales en su contra, bajo la presión internacional de la moda y sus fantasías de estilo, el recurso de la ropa usada se extiende a las clases altas3. Al trasladarse al barrio alto, las tiendas de ropa usada adoptan nuevos códigos de presentación visual y social, rejerarquizando así las relaciones entre modelo y copia que se habían visto desorganizadas por la anarquía de una vestimenta en promiscuidad de usos4.

El ascenso de la ropa usada a las tiendas del barrio alto pretende reposicionar las escalas del gusto que la ida al centro había caotizado. A medida que se escala en la ciudad (de la calle Puente a la avenida Providencia), se van reestratificando los saldos de la moda y la pragmática de la baratura le cede el paso a una nueva estética de la distinción que disfraza el argumento del bajo costo tras un renovado privilegio de clase. Los grupos de alto ingreso justifican su recurso vestimentario a la ropa usada diciendo que ella les permite disfrutar de la mezcla entre lo exclusivo y lo casual estimulada por el capricho de la moda y su fantasía del hallazgo. Les roban así a los más necesitados los beneficios de la rebaja de precios de los saldos y de las liquidaciones, escondiendo su robo de oportunidades tras el hipócrita argumento de un selecto y exclusivo refinamiento del gusto.

La narratividad del bazar

El “sistema de la moda” ordena el lenguaje vestimentario siguiendo una lógica pretrazada de usos y circunstancias que reglamenta la elección del vestuario, sobre la base de unidades de tiempo y lugar, según las estaciones del año y los momentos del día. Las grandes tiendas que comercializan la industria de la moda suelen clasificar el vestir ordenando sus funciones y distribuyéndolas, separadamente, por áreas reservadas a cada grupo: ropa interior, abrigos e impermeables, vestidos y faldas, blusas, ropa deportiva, etc. Las tiendas de ropa usada rompen dicho esquema al hacer convivir anárquicamente, en un mismo campo de visión, la bata de levantarse con el terno elegante, el buzo con el traje de fiesta, la salida de playa con el abrigo de lana. Las distintas prendas se reúnen en el desorden de una acumulación heteróclita que rompe el sintagma industrial de la vestimenta clasificada por sexo y talle, lugar y tiempo, modo y circunstancia.

El azaroso principio de esta suma irregular junta prendas que designan actividades declaradas incompatibles entre sí según el libreto oficial de la vida en sociedad que recorta papeles y delimita roles estrictamente ajustados al verosímil de cada circunstancia. La caótica yuxtaposición de piezas desclasificadas en la tienda de ropa usada, su anárquica revoltura de los más disímiles modos de presentación vestimentaria, desconjugan el modelo de representación del cuerpo-en-escena que el libreto social canoniza diariamente. Perderse como cliente en esta confusión de ropas y en la incoherencia de sus modos de vida, rompe la monotonía de la serie vestimentaria con la fantasía de multiplicar imágenes de la persona combinadas según un caprichoso ritmo de improvisaciones estilísticas que desprograma las rígidas segmentaciones de conducta del cotidiano.

La lengua industrial del vestir es fiel a esta lógica de conjunto que fija el “texto de la moda” (industria vestimentaria, revistas femeninas, mercado publicitario, etc.), mientras que la ropa usada vendida en las tiendas populares -tirada en canastas- aparece cortada de toda matriz significante, desvinculada del repertorio general que clasifica los signos del vestir en función de un “saber” del texto de la moda tradicionalmente resumido en el desfilo, la vitrina y el maniquí. La ropa usada revuelta en canastas atenta contra la figuratividad del escaparate, borra el recurso escénico de la vitrina que ubica al modelo en exhibición pasiva, sustraído de las contingencias de la manipulación física. El maniquí en la vitrina idealiza el cuerpo de la moda como pura signicidad. Sintetiza visualmente el argumento vestimentario de la moda, poniendo una distancia entre tocar y mirar (entre materia y concepto, sustancia e idealidad). La ropa usada tirada en canastas llama a la cercanía más primitiva del texto y de la exploración, haciendo que el cuerpo viva narrativamente el encuentro con la multiplicidad abigarrada de tentaciones que repletan el local según el modelo sobreacumulativo del bazar.

Nada más alejado de esta narrativa del bazar de la promiscuidad de sentidos (relatos y sensaciones) de las tiendas de ropa usada, que el modelo de compra fijado por la señalística del mall donde la relación entre vitrina, deseo y marco, está regida por la universalidad del mercado, sin la menor esperanza de que la disimilitud de una prenda fuera-de-código desregule la programación serial del gusto publicitario. Los malls que reproducen, descontextualizadamente, su propia sistematicidad sin que su arquitectura tome en cuenta ninguna de las marcas físicas ni locales que caracterizan su entorno, han borrado artificialmente con un nuevo modelo de extraterritorialidad urbana que recrea un espacio y un tiempo “sin cualidades”. La abstracción de este modelo -reafirmada por el orden homogéneo de geometrías funcionales a las necesidades exclusivas del consumo- ha dejado completamente atrás la sedimentación de experiencias cuyos significados-en-uso siguen heteróclitamente pegados a la narratividad que, por ejemplo, cruza la ropa usada.

Residuos americanos

En marzo de 1983, el grupo de arte chileno CADA (Colectivo Acciones de Arte) mostró en Washington una instalación llamada “Residuos Americanos”. La obra trataba de “la relación entre la ropa usada norteamericana enviada a Chile para la reventa, y una intervención quirúrgica al cerebro de un indigente” cuyo sonido era retransmitido por una cinta de audio que también formaba parte de la instalación”.

En la dialéctica de la obra, la ropa usada tenía el valor de un excedente comercial por ser la mercancía sobrante que designa un cuerpo social al que no le falta nada, mientras la operación al cerebro revelaba el estigma de una doble carencia y trizadura (miseria y enfermedad). La propia obra daba a leer su participación en una muestra internacional que tenía lugar en la capital de los intercambios económicos (Washington) como una burla a su economía de mercado: el arte le devolvía a este gran centro de poder financiero el símbolo periférico de una reventa en negativo (no consumida) que denunciaba, por inversión, la prepotencia del capitalismo multinacional que aspira a comprarlo todo. Chile enfermo –el Chile de la dictadura– le dona a Estados Unidos su enfermedad como lo único que posee algo cuyo valor simbólico excede lo transable en lengua de mercado. La obra resignificaba así el residuo en dos sentidos: como táctica denunciante, ya que acusaba la situación de desequilibrio que obliga al Tercer Mundo a vivir de las sobras consumistas del Primer Mundo, y como revancha paródica al diseñar una contra-ofensiva que finge participar del intercambio con algo también sobrante pero inutilizable por su destinatario (una mente dañada).

Los itinerarios cruzados de la ropa usada –de Estados Unidos a Chile y de vuelta a Estados Unidos– que la obra del CADA convierte en soporte de producción artística escenificaban también el conflicto entre el discurso metropolitano del neovanguardismo internacional y las estrategias resemantizadoras del arte latinoamericano. Al usar como soporte de la obra el producto de un reciclaje de mercado, la instalación del CADA jugaba con el lugar común metropolitano del “Déjà vu” que habitualmente descalifica al arte latinoamericano, cargando de resignificaciones críticas su mecanismo estético del reciclaje. La obra ironizaba con las reglas de competencia del mercado artístico internacional usando ropa de segunda mano como material de arte y símbolo perverso de una operatoria periférica que se reía de la demanda metropolitana de lo nuevo. Al reconceptualizar críticamente la ropa usada como símbolo desgastado de una mercancía ya vencida en el tiempo, la instalación del CADA burlaba la relación de jerarquía y subordinación entre original y copia que profesa el dogma internacional de la fe en la superioridad metropolitana del origen, en la autoridad fundante de lo primero como modelo a imitar y reproducir sumisamente.

Contagiar la sospecha de lo desconocido

No es de sorprenderse que el hábito de comprar ropa usada les esté principalmente reservado a los países subdesarrollados. Al haber sido previamente habitada por otro cuerpo, la ropa usada traer adherida a sus telas una malla imaginaria de evocaciones físicas y de asociaciones corporales que amenazan siempre con filtrarse más allá de la garantía del proceso industrial que certifica lavado y desinfección.

“Para muchos, la ropa usada provoca un rechazo inconsciente. Como si este tipo de vestimenta hubiera pertenecido a alguien repulsivo, lo que ha llegado a situaciones tales que compradores someten las prendas a todos los procesos de lavado, con el objeto de evitar el contacto físico con posibles microbios o bacterias”.

Por haber estado en estrecho contacto con otra piel, por haber rozado la superficie de otro cuerpo, las telas de la ropa usada son virtualmente depositarias de olores y manchas secretas. Los olores son siempre sospechosos porque confidencian lo más íntimo del cuerpo natural y porque remiten a una difusa animalidad que el cuerpo reglamentario de la civilización no ha logrado educar del todo. Los olores llevan además el estigma de la raza desconocida: culturalmente hablando, el juicio sobre la raza suele formularse sensorialmente a través del mal olor o del olor extraño. Además de los olores, la ropa usada amenaza con llevar manchas que delaten los accidentes de la piel de un cuerpo portador de enfermedades cutáneas.

Por haber estado en estrecho contacto con otra piel, por haber rozado la superficie de otro cuerpo, las telas de la ropa usada son virtualmente depositarias de olores y manchas secretas. Los olores son siempre sospechosos porque confidencian lo más íntimo del cuerpo natural y porque remiten a una difusa animalidad que el cuerpo reglamentario de la civilización no ha logrado educar del todo. Los olores llevan además el estigma de la raza desconocida: culturalmente hablando, el juicio sobre la raza suele formularse sensorialmente a través del mal olor o del olor extraño. Además de los olores, la ropa usada amenaza con llevar manchas que delaten los accidentes de la piel de un cuerpo portador de enfermedades cutáneas.

La ropa usada introduce la duda, plantea la incertidumbre, contagia una sospecha que infecta la visión esterilizada del mundo apoyada en “la creciente medicalización higienista de la existencia”: una visión propia de las sociedades avanzadas que buscan controlar obsesivamente el peligro de los tráficos corporales en una época marcada, apocalípticamente, por la plaga del SIDA. La idea de que gérmenes y microbios se oculten en el secreto de las telas y en los entretelones del comercio local de la ropa usada contamina, sin lugar a dudas, el ideal paranoico del cuerpo sano que el centro busca aislar de todo contacto epidérmico con los flujos epidémicos del subdesarrollo.

Parodias y reciclajes: San Camilo

La reconversión de identidad a la que se presta la ropa de segunda mano ilustra una de las dinámicas del consumo periférico que consiste en usar las mercancías de la industria transnacional según variantes domésticas que modifican sus lógicas de procedencia. El consumo periférico de ropa usada sería otro ejemplo más de cómo el sujeto popular se desempeña culturalmente mediante “la construcción de frases propias hechas a partir de un vocabulario y una sintaxis recibidos” separando, para esto, las formas de sus funciones: deformando los antecedentes dictados por el contexto de origen y generando nuevas configuraciones locales de uso social que transforman la matriz importada.

Los elementos del vestir seleccionados por el comprador de ropa usada derivan de una heterogeneidad de repertorios –geográficos, socioculturales, estéticos, etc.– que se mezclan al azar de una elección que combina realidades, a primera vista, disímiles. El montaje estilístico de varios fragmentos vestimentarios disociados entre sí convierte al cuerpo del usuario en un cuerpo de citas, atravesado por cruces de lenguas híbridas. La ropa usada funciona como concepto-metáfora de una identidad periférica tramada por lenguajes discontinuos, que recombinan sus signos sin la guía referencial de una totalidad orgánica: restos diseminados de lenguajes cortados de sus circuitos de hábitos y gustos tradicionales que son reensamblados por un collage postmodernista que critica las identidades fijas y homogéneas, sustancialistamente ligadas a un espacio y un tiempo originarios.

El travesti pobre de la calle San Camilo también recurre a la ropa usada para fantasear con identidades prestadas o robadas. Monta su simulacro de una femineidad glamorosa con el recurso barato de un vestir de segunda mano que le permite rematar, en lo copiado de la vestimenta gringa, su fantasía copiona de repeticiones. El travesti periférico encuentra en el bazar de la ropa americana su propio código de impropiedad y de contraapropiaciones que degrada la regla de corrección del buen vestir que exhibe la femineidad burguesa, con su burdo carnaval de exageraciones y disfraces.

Los travestis de Nueva York de la película Paris is burning (Jenny Livingstone, 1994) muestran cómo un negro marginal se viste de mujer imitando el estereotipo de la top-modelo blanca que ilustra la convención publicitaria de una femineidad de mercado. El travestismo es usado por ellos como camuflaje para que el discurso alternativo de la marginalidad étnica, social y sexual, infiltre el código de la cultura dominante pasando semidesapercibido; confundiéndose con sus identidades oficiales para poder deambular más libremente por las pistas céntricas del sistema y contagiar disimuladamente los bordes del modelo de identificación reglamentaria. Moda y elegancia son las contraseñas de boutique de la femineidad comercializada por las revistas de moda que los travestis marginales de Nueva York imitan a la perfección, en su afán de mezclar anversos y reversos (sexuales y sociales) para despistar tanto al sistema de las identidades dominantes como al conjunto de estereotipos de lo marginal fabricados por el mercado del multiculturalismo que comercializa las representaciones de la “diferencia”.

En cambio, el travesti chileno poblacional burla el patrón de las identidades sexuales normativas a la vez que desidealiza la femineidad de alta costura con su sátira vulgar que lleva lo copiado a desentonar violentamente con el original, poniendo así en crisis el calce imitativo del doblaje al que recurren -perfeccionistamente- los travestis de Nueva York. Sobras y retazos son parte del carnaval latino a través del cual el travesti chileno de barrio agrede la cosmética de la femineidad importada con la mueca de una personalidad desencajada, inarmonizable. La ropa usada le transfiere al travesti poblacional su sintaxis de lo discontinuo para que exalte con ella sus fantasías de no coincidencia y produzca un disparate de identidad que, junto con acusar múltiples infidelidades de códigos entre sexo, géneros y representaciones sexuales, deja a la vista los baches de pobreza e inverosimilitud que separan cada fragmento suelto de su cuerpo periférico, desclasificado.

 

Residuos y metáforas (ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición)

Nelly Richard

Editorial Cuarto Propio

Santiago de Chile, 2001

336 páginas 

 


  1. En el reportaje de prensa “Ropa usada: un ahorro para todos” que me sirvió de guía de lectura para este texto, se dice: “la ropa que se vende es generalmente de la temporada pasada. Si se considera que en Europa el verano termina alrededor del mes de agosto, entonces es casi nueva, ya que no tendría más de un año”. Diario La Época, 23 de enero de 1994, Santiago. ↩︎
  2. “Para nadie es un secreto que los centros comerciales modernos brindan al cliente grandes servicios y comodidades. Sin embargo, son muchas las personas que, más de una vez, se han quejado de que el presupuesto no les alcanza para acceder a esos lujos”, diario La Época, op.cit. ↩︎
  3. “Si bien es cierto que la mayoría de quienes disponen de dinero suficiente compran en los grandes centros comerciales donde el costo de los productos es mucho más alto, hay un buen porcentaje que prefiere la ropa usada. Se trata de estirar el presupuesto al máximo para así, con la misma cantidad de plata, poder adquirir un mayor número de prendas”, diario La Época, op.cit. ↩︎
  4. “Las señoras que estilaban ir al centro con el pretexto de comprar ropa para la nana, siendo que en efecto las prendas conseguidas eran para sus propias familias, y a la hora de contar donde las habían adquirido no dudaban en afirmar que las trajeron personalmente del último viaje a Europa” se atreven hoy a reconocer que sí van a comprar al centro. En dirección inversa, varias tiendas de ropa usada se han trasladado hacia Providencia para seducir a una nueva clientela, recodificando de otra manera la desigualdad (“la gente que viene de otros sectores tiene la idea preconcebida de que son tiendas muy similares a las del centro; por lo tanto, cuando aparecen acá, se sienten fuera de lugar y se van”), ibid. ↩︎
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Las fotografías de Mário de Andrade en bata

Por: Carolina Casarin

Traducción: Laura Biagini Calvo

En este artículo –con traducción exclusiva para el dossier «Arte y moda en América Latina» de revista Transas1–, la investigadora brasileña Carolina Casarin analiza las fotografías de Mário de Andrade vestido con una bata y analiza los regímenes de visibilidad de la imagen del escritor proyectadas en esas fotos.


“Cuando estimamos que una fotografía es significativa, le estamos atribuyendo un pasado y un futuro”

(John Berger, 2017)

 

A Mário de Andrade le gustaban las fotografías. Le gustaba fotografiar y, al parecer, también le gustaba ser fotografiado. En el Archivo del IEB existe un conjunto de fotografías en las que Mário aparece vistiendo un robe de chambre2 encima de otra prenda hogareña, probablemente un pijama. Esas fotografías, fechadas en 1938, están documentadas como “retratos de Mário de Andrade” y recibieron el título “Lote Mário de Andrade em casa”. Según información contenida en los documentos relacionados, son “seis fotos que retratan a Mário de Andrade en su casa, en la calle Lopes Chaves, nº 546, Barra Funda, São Paulo. Fecha establecida a partir del cuadro A colona, que aparece en una de las fotos”. Todas son en blanco y negro y de tamaño cuadrado de 5,5 cm x 5,5 cm.

El “Lote Mário de Andrade em casa” incluye siete registros fotográficos diferentes. En ellos, Mário aparece en bata en casa, y está siempre en acción. Toca el armonio, sostiene un libro o una partitura, fuma en el sillón, lee sentado en el escritorio. En las escenas fotografiadas, el intelectual está solo, rodeado de obras de arte, libros, objetos de estudio y trabajo. Vestido con una bata que, imagino, fue diseñada por él, como indica el boceto hecho por Mário de Andrade y guardado en su documentación personal en el Archivo del IEB. En el modelo bosquejado por Mário (Figura 1), hay especificaciones de tejido, raso (“satin brillant”), detalles (“el cinto es de satin brillant por dentro y con ribetes por fuera”) y acabados (“los rayones de tinta son costuras que aparecen”).

Figura 1 – Modelo de bata; boceto con explicaciones sobre el tejido y el modelo, s. l., s. d.  Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-DP-096

Si bien el catálogo del IEB informa que las fotografías fueron realizadas en la casa de Mário de Andrade en la calle Lopes Chaves, en San Pablo, en 1938, esas imágenes fueron reproducidas en diversas publicaciones que indican otras ubicaciones y fechas3. Además, por el análisis de su ropa, de los gestos y de los objetos que lo rodean, vemos que otras fotografías fueron tomadas en la misma ocasión, pertenecen a la misma sesión fotográfica, pero no están incluidas en el “Lote Mário de Andrade em casa”.

Por ejemplo, la foto que muestra al autor de Paulicéia Desvairada sentado en el suelo con un libro en su regazo, al lado de una estantería baja junto a una ventana (Figura 2), fue reproducida en su fotobiografía, A imagem de Mário, cuya introducción es de Telê Ancona Lopez y el texto crítico de Ferreira Gullar4, acompañada por la nota “Mário en su casa, 1935 (?)” (Andrade, 1998, p. 119). Esta imagen también aparece en el libro de correspondencia Pio & Mário: diálogo da vida inteira (Andrade; Corrêa, 2009), con trazos biográficos, firmado por Antonio Cándido y con introducción de Gilda de Mello e Souza, con la leyenda “Mário de Andrade en su casa, entre los cuadros y objetos de valor artístico que adquirió en el transcurso de su vida, a pesar de haber sido siempre un hombre de recursos financieros escasos. Rio de Janeiro, 1938” (Andrade; Corrêa, 2009, p. 316).

Figura 2 – Mário de Andrade en su casa, leyendo, sentado en el suelo, s. l. [1938]. Archivo IEB/ USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1869.

Otro ejemplo, la fotografía de Mário de Andrade vestido con una bata y recostado en el sillón con un cigarrillo en la boca (Figura 3) aparece en el catálogo de la exposición “Eu sou trezentos, sou trezentos-e-cincoenta”, uma “autobiografia” de Mário de Andrade, realizada en el Centro Cultural São Paulo en 1992, con la leyenda “Rio de Janeiro, 1938”. Esta foto también fue reproducida en la fotobiografía A imagem de Mário, acompañada del texto “Mário en su estudio con muebles diseñados por él, 1935” (Andrade, 1998, p. 48).

Figura 3 – Mário de Andrade en su casa, leyendo en el diván. Arriba y al fondo, en la pared, un cuadro de Tarsila do Amaral, s.l. [1938]. Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1871.

De las fotografías que no se encuentran en el “Lote Mário de Andrade em casa” y fueron reproducidas en estas publicaciones, llaman la atención aquellas que muestran al poeta sosteniendo un crucifijo. Es una escultura de marfil con detalles policromados, un Cristo agonizante, cuyo naturalismo “se expresa por la tensión del pecho (de quien contiene la respiración), costillas marcadas, venas en los brazos y por la acentuación de las heridas, esculpidas y pintadas de rojo” (Batista, 2004, p. 102)5. En esas fotos, son visibles también un oratorio, una escultura de madera del torso de Cristo atado a la columna para su flagelación (Batista, 2004, p. 124) y dos pinturas: el retrato de São João Evangelista, que data del siglo XVIII (Batista, 2004, p. 94), y Descida da cruz, de Antônio Gomide, óleo de 1923 (Batista; Lima, 1998, p. 102).

Son cuatro tomas diferentes, pero que presentan poses parecidas (Mário de Andrade en bata, de pie), y ninguna de ellas está en el lote de fotos de Mário en su casa. En aquella que llamo Toma 1, el poeta, con la cabeza gacha (el mentón pegado al pecho), mira fijamente al Cristo suplicante que aferra. Al fondo, desenfocado, el oratorio. Esa imagen fue reproducida sin leyenda en tamaño grande, ocupando todo el espacio de la página, en el catálogo de la exposición 100 obras-primas da Coleção Mário de Andrade: pintura e escultura, realizada por su centenario en el Instituto de Estudos Brasileiros (Mário faz 100 anos, 1993, p. 13). Muy parecida con Toma 1, la foto de Toma 2 también muestra a Mário mirando atentamente el crucifijo en sus manos, pero, al fondo, junto al oratorio, se ve el torso de Cristo flagelado, con sus perturbadores ojos de vidrio. Esa foto aparece en A imagem de Mário, acompañada de la leyenda “Mário y piezas del imaginario religioso, católico, 1935 (?)” (Andrade, 1998, p. 120), y también fue publicada en el volumen que contiene los objetos de la colección Mário de Andrade: religião e magia, música e dança, cotidiano, organizado por Marta Rosetti Batista. En ese catálogo, debajo de la imagen de Toma 2 dice: “Mário de Andrade examinando piezas de su colección, principio de los años 40” (Batista, 2004, p. 22).

En el mismo volumen de la colección Religião e Magia…, en la página de al lado, fue publicada en tamaño grande otra fotografía de Mário sosteniendo el mismo crucifijo, Toma 3, junto a la leyenda “Mário de Andrade con piezas de su colección, principio de los años 40” (Batista, 2004, p. 23). En esa ocasión, él no se enfrenta a su Cristo agonizante. Mira en diagonal y tiene la otra mano metida en el bolsillo de la bata (como, de hecho, la figura humana vestida de bata en el boceto dibujado por Mário). Esa foto fue reproducida en Pio & Mário con la indicación “Mário de Andrade en casa. Rio de Janeiro, 1938” (Andrade; Corrêa, 2009, p. 318). Es también en este libro que se encuentra la foto de Toma 4, que muestra a Mário con un codo apoyado en la cómoda que sostiene el oratorio y el torso de Cristo atado a la columna. Detrás del poeta, la pintura religiosa de Antônio Gomide. La leyenda de la imagen indica que la fotografía fue realizada en Rio de Janeiro, en 1938 (Andrade, 2009, p. 316).

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En total, conté 15 poses de Mário de Andrade vestido con bata en su casa (¿en la calle Lopes Chaves, en São Paulo, o en Santo Amaro, en Rio de Janeiro?), en siete escenarios diferentes. Es interesante observar cómo es fotografiado en acción: Mário toca el armonio, Mário lee, Mário fuma, Mário trabaja, exhibe sus obras de arte, sus objetos de trabajo y de uso cotidiano. Se trata de una sesión fotográfica, y es evidente que las escenas fueron dirigidas (¿por quién?). Vemos partituras, libros, cuadros, esculturas, papeles, el armonio, su escritorio, estanterías, el sillón y, claro, ceniceros. “Detesto tirar cenizas en el piso”, dijo Mário, cierta vez, “tengo cerca de 30 ceniceros en mi estudio y en cada uno de los sillones, diseñados por mí, hay un cenicero incrustado. Tiro, sin embargo, cenizas en las pieles de jaguar que traje de mis viajes, porque eso les hace bien” (apud Amaral, 2006, p. 37).

Escenario 1: Mário de Andrade toca el armonio

Se conocen dos fotografías de Mário sentado frente al armonio, con las manos posadas sobre el teclado. Hay cuadernos de partituras a la vista, pero da la impresión de que él está representando la acción de tocar el instrumento más que efectivamente ejecutando una pieza musical. Solamente una de esas fotografías forma parte del “Lote Mário de Andrade em casa”, el documento MA-F-1868 (Figura 4). Mário, con el cuerpo ante el armonio, tiene las dos manos apoyadas en el teclado y mira de reojo a la cámara fotográfica. Esta foto fue reproducida en tamaño grande en el libro A imagem de Mário, ocupando una doble página (Andrade, 1998, p. 122-123). En la otra pose, fotografiada en el mismo escenario, también publicada en su fotobiografía (Andrade, 1998, p. 118), el intelectual tiene una mano apoyada en el instrumento (apretando levemente una tecla con un dedo) y, con la otra, aferra el brazo de la silla en donde está sentado. Nuevamente, no gira enteramente hacia la cámara. Su mirada acompaña el cuerpo, en diagonal. En esta imagen es posible ver con claridad el cuello de raso de la bata, como indica el boceto dibujado por él, y las finas rayas del tejido, que probablemente era terciopelo de seda.

Figura 4 – Mário de Andrade en su casa, tocando el armonio, s. l. [1938]. Archivo IEB/USP,  Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1868.

Escenario 2: Mário de Andrade sentado en el suelo, próximo a una estantería de libros.

Mário está sentado en el suelo con las piernas cruzadas, junto a una estantería baja. Sostiene un libro voluminoso, que está abierto. Se conocen dos poses en este escenario. Mário mira a la cámara, espontáneo y sonriente (Figura 2), y una fotografía publicada en A imagem de Mário (Andrade, 1998, p. 116), que lo captó de lado. La boca cerrada destaca en el maxilar prominente. Encima de la estantería, vemos esculturas de madera. Cabeça de negro, de Ricardo Cipicchia (Batista; Lima, 1998, p. 55); la representación de un Oxê (u Oxé) de Xangô, o doble hacha de Xangô (Batista, 2004, p. 236); un exvoto de cabeza masculina geometrizada (Batista, 2004, p. 260).

Escenario 3: Mário de Andrade en el sillón

Es la famosa fotografía de Mário de Andrade recostado en el sillón, con el cigarrillo en la boca (Figura 3). Sostiene una revista abierta y la mira atentamente, como si estuviera leyendo. Sobre el sillón, un cenicero y dos almohadas, y, encima, la pintura O mamoeiro, de Tarsila do Amaral, de 1925 (Batista; Lima, 1998, p. 14). Es la única imagen en la que vemos completamente su cuerpo, lo que permite una visión privilegiada de su apariencia. Los detalles de raso de la bata, en el cuello, en los bolsillos, en los puños. Y también su gran longitud, llegando a los tobillos. Mário lleva un pañuelo en el bolsillo superior de la bata y medias en los pies.

Escenario 4: Mário de Andrade sentado en su escritorio

Fue posible juntar las cuatro poses diferentes de Mário trabajando, sentado en el escritorio. En una de las fotografías (Figura 5), el intelectual sostiene un cigarrillo en una de las manos y con la otra apoya un libro, que lee. Encima de la mesa, papeles, objetos de trabajo. Al fondo, en el ángulo superior izquierdo, vemos un pedazo del retrato de Mário hecho por Lasar Segull en 1927 (Batista; Lima, 1998, p. 214). Esta es una imagen bastante difundida de Mário de Andrade, y en el volumen de la correspondencia Pio & Mário aparece con el comentario de que fue hecha en Rio de Janeiro, en 1938 (Andrade, 2009, p. 318). Según el Catálogo Electrónico del IEB, un duplicado de esta foto fue recortado [se recortó la parte superior] y pegado en cartón, preparado para ser impreso en la Livraria Martins Editorial, São Paulo”.

Figura 5 Mário de Andrade en su casa, en el escritorio, leyendo, s. l. [1938]. Archivo IEB/ USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1872.

En otra pose (Figura 6), tenemos la visión de un ángulo diferente de Mário de Andrade sentado en el escritorio. Esta vez, sostiene un libro con ambas manos y mira, compenetrado, las páginas. En esta otra perspectiva del escritor en su ambiente de trabajo, se destaca la pintura A colona, de Candido Portinari, de 1935 (Batista; Lima, 1998, p. 179). Llama la atención también otra escultura de madera que representa el Oxê de Xangô (Batista, 2004, p. 238), apoyada sobre una pila de papeles.

Nuevamente con el cigarrillo en la boca, sentado en el escritorio con los codos apoyados en la mesa, Mário aparece en una tercera pose en este escenario, en una fotografía reproducida en el libro A imagem de Mário (Andrade, 1998, p. 115), y que no consta en el “Lote Mário de Andrade em casa”. El objeto más visible en esta foto, publicada en dimensiones reducidas, es el papel secante. La leyenda dice “Mário en su estudio, 1935 (?)”. El lienzo de Portinari, de grandes proporciones (97 cm x 130 cm), parece ser el personaje principal de la cuarta pose fotografiada en este escenario, tan importante para la construcción de la figura del intelectual. Es una fotografía muy similar a la Figura 6, con una leve diferencia en el ángulo de la toma. La foto fue publicada en Pio & Mário (Andrade; Corrêa, 2009, p. 315) y no pertenece al “Lote Mário de Andrade em casa”. Según la información iconográfica del libro de correspondencia, está en el Acervo Carlos Augusto de Andrade Camargo, sobrino del autor de Paulicéia Desvairada.

Figura 6 – Mário de Andrade leyendo en su escritorio. Cuadro de Portinari al fondo.  Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1873ª.

Escenario 5: Mário de Andrade sentado en una silla con la escultura de su cabeza en primer plano

La escultura en bronce Retrato de Mário de Andrade, de Joaquim Lopes Figueira, fechada en 1938, aparece desenfocada en primer plano en la pose en la que Mário está sentado en una silla y tiene un libro voluminoso apoyado en sus rodillas –la sombra del poeta emerge entre la escultura y su cuerpo, casi una triple figuración (Figura 7)–. El libro está abierto, y el poeta mira hacia abajo, contemplando una imagen que parece ser la reproducción de una obra de arte. Sus manos tocan las páginas, como si estuviera hojeando el libro. La boca entreabierta esboza apenas una sonrisa. Esta fotografía fue reproducida completa en el catálogo de artes plásticas de la colección Mário de Andrade, y recortada, sin la cabeza en bronce, en el libro A imagem de Mário, acompañada de la leyenda “Mário en el hall de entrada de su casa, 1935 (?)” (Andrade, 1998, p. 121). Esta fue publicada en tamaño grande en los dos volúmenes, ocupando todo el espacio de la página. Como la figura de Mário es aproximada en la fotobiografía, debido al recorte en la imagen, se puede ver con claridad el pañuelo en el bolsillo de la bata.

Figura 7 – Mário de Andrade leyendo. Escultura de la cabeza de Mário de Andrade (hecha en bronce) a la derecha, s. l [1938]. Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia  MA-F-1873b.

Escenario 6: Mário de Andrade de pie, delante de una biblioteca

Frente a una biblioteca alta, Mário sostiene con ambas manos un gran volumen de partituras con la página abierta en la melodía del “Canto de Xangô”. Con el cuerpo volteado hacia la cámara (la parte del cuerpo que tiene el pañuelo en el bolsillo superior de la bata), él gira la cabeza hacia el fotógrafo (o la fotógrafa) y sonríe. Dientes a la vista, ojos pequeños debajo de los anteojos. Es una fotografía en plano americano, la única pose en este escenario (Figura 8), reproducida en A imagem de Mário (Andrade, 1998, p. 117) con la leyenda “Mário en su casa, 1935 (?)”. Al fondo, apoyado sobre la repisa, un bastón antropomorfo, probablemente originario del Congo, etnia Kuyu. “Estas cabezas-bastón –entre otros usos– son empuñadas en las danzas de iniciación, recordando la creación del primer pueblo por el dios serpiente” (Batista, 2004, p. 326).

Figura 8 – Mário de Andrade con un libro en la mano, de pie, junto a la biblioteca, s. l. [1938].  Archivo IEB/USP, Fondo Mário de Andrade, código de referencia MA-F-1873c.

Escenario 7: Mário de Andrade sostiene un crucifijo junto a un oratorio y obras de arte vinculadas a la religión católica

Se conocen cuatro poses registradas en este escenario, ya analizadas anteriormente.

En enero de 1944, Diretrizes, revista de Política, Economia e Cultura creada por Samuel Wainer, publicó una entrevista de Mário de Andrade hecha por Francisco de Assis Barbosa (1944) que generó gran repercusión. Una fotografía de Mário en bata, al lado de Chico Barbosa, ilustra el reportaje. Podríamos suponer que se trata de una foto tomada en la misma ocasión que las del “Lote Mário de Andrade em casa”. Pero el aspecto físico del poeta es bastante diferente en cada momento, a pesar de que el escenario del retrato es el mismo: su biblioteca. De hecho, fue otra ocasión en la que el intelectual escogió ser fotografiado con la bata.

*

Además de la información que podemos inferir de las imágenes –los escenarios, los objetos, los gestos y la ropa de Mário–, estas fotografías plantean varias preguntas: ¿Por qué fueron tomadas? ¿A pedido de quién? ¿Del propio Mário de Andrade? ¿Quién tomó las fotografías? ¿Para quién? ¿Fueron publicadas? ¿En dónde? ¿Cuándo fueron hechas? ¿Dónde ocurrieron esos registros fotográficos? ¿Por dónde circularon? El hecho es que entre finales de la década de 1930 y su muerte, en febrero de 1945, Mário de Andrade fue fotografiado algunas veces en su casa, vistiendo una bata.

Mário se mudó a Rio de Janeiro en julio de 1938, donde vivió hasta febrero de 1941. “Se instaló en el departamento 46, en el cuarto piso del edificio ‘Minas Gerais’, en la calle Santo Amaro, 5” (Castro, 2016). La duda acerca del lugar de las fotos no es banal. El poeta decide vivir en Rio después de, según sus palabras, haber sido “ser expulsado de mi cargo” (Andrade; Corrêa, 2009, p. 317) en el Departamento de Cultura de la Municipalidad de São Paulo. El intelectual es ascendido al cargo de director del Instituto de Artes y profesor de Historia y Filosofía del Arte de la recién creada Universidade do Distrito Federal (UDF). Su clase inaugural fue la conferencia “El artista y el artesano”.

En una carta escrita al tío Pio desde Rio de Janeiro, fechada el 10 de octubre de 1938, Mário afirma:

“Superaría con facilidad la falta de un hogar. Tengo una energía bien entrenada en corregir saudades y demás penas del corazón. Pero como que extraño a quien solía ser. Mi puesto, al no ser permanente, hace que tenga que ir mudándome lentamente, no puedo traer todo lo que fui juntando, principalmente mis libros, obras de arte y ficheros. Y sin todo eso no soy del todo yo. En este momento soy un ser extraño, como si estuviera bailando sobre la vida, y aunque esté realizando una verdadera vida de profesor universitario, viviendo con los estudiantes, estudiantes pasando todo el día en mi departamento, estudiando mis libros, discutiendo conmigo, etc, la noche cae todos los días sobre la tierra, y cuando estoy solo conmigo mismo, y no me siento completo, y me falta tal libro o tal parte del fichero, o no puedo reconocerme en el pasado en que adquirí tal cuadro, extraño enormemente a quien fui, me siento amputado, sin músculos, intelectualmente anémico, en una convalecencia indefinible, que amenaza durar mucho” (en Andrade; Corrêa, 2009, p. 318).

Como recuerda Moacir Werneck Sodré (2016), uno de los estudiantes que frecuentaba la casa del profesor y luego se convirtió en su amigo, para Mário, “Vivir solo era una emocionante novedad para un solterón empedernido, a pesar de lo mucho que extrañaba a los suyos. Y encima vivir en un departamento, palabra en aquellos años cargada de emanaciones de vicio y misterio”. También según el autor de Exílio no Rio,

“[…] el departamento [de Mário de Andrade en Rio de Janeiro] constaba de recibidor, salón, cuarto, baño y cocina, sin lavadero  ni dependencias de servicio. Ocupaba 65 metros cuadrados. La mayor habitación, dispuesta como living y sala de trabajo, tenía la pared exterior que formaba un semicírculo sobre la esquina”. (Castro, 2016).

El espacio descrito por Moacir Werneck parece exiguo frente al mobiliario, los objetos de arte y los libros que figuran en las fotografías de Mário de Andrade en bata. Sin embargo, Mário llevó a Rio de Janeiro objetos y obras de arte de su predilección. Según Moacir Werneck de Castro, José Bento Faria Farraz, en aquel momento secretario del escritor, enviaba desde São Paulo los pedidos de Mário. Un pijama de seda y los cuadros “que más le gustaban, entre ellos su retrato por Segall, A família do fuzileiro naval, de Guignard, y A colona, de Portinari” (CASTRO, 2016). “Poco a poco”, cuenta Moacir Werneck, “la nueva morada tomaba forma. Al gusto del dueño, que solo sabía vivir en un ambiente con su marca. El confort moderne, como se solía decir, alcanzó un nivel decente con el teléfono y una heladera pequeña, tipo “mascota” (Castro, 2016). Es posible, por lo tanto, que las fotos hayan sido tomadas en la capital fluminense. La fotobiografía de Mário reproduce una nota mecanografiada de Zé Bento Faria Ferraz que enumera “los cuadros y objetos enviados al Prof. Mário de Andrade”, en Rio de Janeiro. La fecha es 24 de agosto de 1938:

7 cuadros

2 estatuas, siendo 1 de bronce y otra de madera

1 docena de vasos de cristal

1 máquina para tomar baños de luz

5 almohadas

1 corta-papel de carey

*

Es también Zé Bento Faria Ferraz quien nos da un testimonio importante sobre la apariencia de Mário de Andrade y la manera en la que se relacionaba con la ropa.

“Yo llegaba temprano a la casa de Mário, a las siete y media. Él ya estaba con aquella bata de seda, azul, muy chic. Toda su ropa era así, refinada. Los zapatos eran hechos a medida, encargados en la casa Guaraní, en la calle XV de Noviembre. Zapatos de punta fina. Él guardaba los zapatos con moldes de madera adentro, para mantener siempre la forma adecuada. Le preocupaba la elegancia y era metódico por excelencia” (Lopez, 2008, p. 65).

Mário de Andrade fue una persona bastante consciente de las reglas de vestimenta de etiqueta. La siguiente declaración, de Gilda de Mello e Souza, da una pista sobre la relación que Mário tenía con los hábitos del vestir6 a los que se sometía.

Ella menciona las chaquetas de seda a rayas, usadas en casa, confeccionadas por la madre de Mário, doña Maria Luísa.

“Y una cosa que me impresionaba –no en esos días–, muchas veces él bajaba con una chaqueta de seda, que mi abuela hacía para él, en general de seda muy bonita, a rayas, que se ponía en vez de la chaqueta. Cuando llegaba del conservatorio, se sacaba la chaqueta diaria y tomaba una chaqueta de esas de seda. Y, a veces, tenía una de repuesto para la visita. Me acuerdo perfectamente de una noche en que Manuel Bandeira cenó allí en su casa, una noche muy calurosa, y él lo instó a sacarse el abrigo, subió y trajo una chaqueta de seda para él. Y a Manuel le pareció divertidísimo llevar aquella chaqueta de seda. Este es el recuerdo que guardo de él dentro de su casa (Souza, 2014, p. 199).

Sin ser exactamente una bata, la chaqueta de seda rayada usada en casa es un tipo de vestimenta hogareña que, por un lado, es más adecuada al clima tropical y, por eso, más confortable. Por otro lado, la chaqueta de seda rayada que Mário le presta a su amigo íntimo Manuel Bandeira para que use es un traje que funciona como una mediación entre los ámbitos público y privado. Sin que fuese necesario quedarse en mangas de camisa, ni que los hombres se vean obligados a llevar chaqueta en casa (a causa del calor), la chaqueta hogareña denota la conciencia que Mário de Andrade tenía respecto de cierta formalidad en los modos de vestir.

Además, son frecuentes los testimonios que hablan sobre su elegancia. Maria Rossa Oliver, escritora argentina, que estuvo con el poeta en 1942, así lo describe:

“Mário de Andrade aparentaba entonces unos cincuenta años. Alto, delgado, tenía esa agilidad un poco desgarbada a la que le sentaba tan bien la ropa de buen corte. Incluso entre los hombres mejor vestidos de Londres o de Roma, Mário de Andrade habría destacado por su elegancia. Su distinción física era reflejo de su distinción moral. De tez pálida, cabello lacio, castaño claro, con ojos pequeños que miraban con serena vivacidad a través de los anteojos de montura de carey, en su rostro alargado, de frente amplia, la nariz un tanto ancha, los labios carnosos y la mandíbula pesada denotaban ascendencia de tierras cálidas. De gestos cuidados, hablaba con simpleza” (apud Amaral, 2006, p. 40).

Al ser consultado por Maria Rosa Oliver, que estaba de paso por Brasil, camino a los Estados Unidos, “si ya había estado o si pensaba visitar ese país”, Mário de Andrade dice: “Dos veces me invitaron a ir y con condiciones muy generosas. No acepté. ¿Vos no sabés que tengo sangre negra?” (apud Amaral, 2006, p. 40).

En la primera mitad del siglo XX, las normas vinculadas con la formalidad de la vestimenta eran bastante rígidas. La formalidad de los modos de vestir estaba relacionada con las prácticas sociales. Las diferentes ocasiones, vinculadas al espacio en donde se desarrollaba el evento y al momento del día, caracterizaban las reglas de etiqueta adecuadas a cada circunstancia. Entonces, de acuerdo a la formalidad, el vestuario era clasificado en formal, informal y elegante. La vestimenta de interior, u hogareña, vestimenta informal, estaba circunscrita, como su nombre lo indica, al espacio de la casa. La bata, así como el pijama son vestimentas hogareñas que se caracterizan por el confort, por la simpleza de las formas y de los materiales y por la ausencia de accesorios.

La bata es una vestimenta hogareña que se remonta a los siglos XVII y XVIII. En esa época, la bata, usada por hombres y mujeres de la corte francesa, era un vestido (robe) que se diferenciaba del vestido de la corte porque su uso era admitido en los cuartos (chambre) de los aposentos reales, en situaciones que no fuesen recepciones y ceremonias. En el transcurso de los siglos XIX y XX, las batas se destinaron al uso en casa de manera general, en vez de solo en el cuarto o en los aposentos íntimos. Llamado déshabillé o negligé por los franceses, esta vestimenta hogareña es una pieza usada entre cambio de ropa o con otra prenda debajo.

El origen del diseño de la bata es el kimono oriental. Es una pieza holgada, de mangas largas, hecha de tejido liviano y lujoso y con bolsillos de parche (es decir, no son bolsillos incorporados sino cosidos por fuera de la vestimenta, como aquella versión del boceto de Mário de Andrade). Normalmente tiene un diseño cruzado y se ata en la cintura. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, a pesar de haber caído gradualmente en desuso por los hombres, las batas masculinas mantuvieron su estilo clásico: son de seda o de franela y su largo es hasta la altura del tobillo. Además, no podemos ignorar la dimensión utilitaria de la bata, que muchas veces sirve de abrigo para quien la usa. Denis Diderot, en el clásico ensayo “Lamentações sobre meu velho robe”, vincula definitivamente la bata con el trabajo intelectual. 

En las fotografías en bata, Mário de Andrade parece tener conciencia de que esta prenda es más un objeto –un objeto de vestuario– que lo conecta al trabajo y a su función de intelectual. Como son fotografías en casa, la bata funciona justamente como una mediadora entre los ámbitos privado y público de la vida del escritor. Si pensamos en la dimensión política de la pose, en la “fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de ella un gesto político” (Molloy, 2022, p. 122), estas fotos sirven como una representación ejemplar del papel del intelectual.  Todo en estas imágenes parece proyectar la figura del escritor, del profesor, del intelectual. Desde los libros hasta las obras, pasando por la presencia marcante de las representaciones de Xangô, orixá ligado a la racionalidad, a la inteligencia, a la sabiduría intelectual. “Operario intelectual”, es así que Moacir Werneck de Castro (2016) define al Mário de Andrade que vivió exiliado en Rio. Ya viviendo en Santa Teresa, los chicos iban allí a robar frutas, y no sabían qué pensar de aquel hombretón en bata que les guiñaba un ojo cómplice” (Castro, 2016).

Al revisar las publicaciones en donde estas fotos circularon, pretendí analizar los regímenes de visibilidad de la imagen del escritor proyectada por Mário de Andrade en estas fotografías, y la política de la pose en el sentido de afirmación del lugar del intelectual. Por supuesto que al posar de intelectual, Mário era consciente del vestuario requerido para aquella escena.

 

 


Bibliografía

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-Souza, Gilda de Mello e. Mário de Andrade em família. In: SOUZA, Gilda de Mello e. A palavra afiada.  Organização, introdução e notas Walnice Nogueira Galvão. Rio de Janeiro: Ouro sobre Azul, 2014,  p. 189-204.

-Terminologia do vestuário: português; espanhol-português; inglês-português; francês-português. São  Paulo: Escola Senai “Engº. Adriano José Marchini”-Centro Nacional de Tecnologia em Vestuário, 1996.

-Volpi, Maria Cristina. Estilo urbano: modos de vestir na primeira metade do século XX no Rio de Janeiro.  São Paulo: Estação das Letras e Cores, 2018.


  1. El texto fue publicado originalmente en portugués en la Revista do Instituto de Estudos Brasileiros, n° 83 (2002, pp. 192-210). ↩︎
  2. Nota de la traductora. Se ha traducido el término original robe de chambre como bata. ↩︎
  3. Agradezco inmensamente la ayuda de Gênese Andrade y Carlos Augusto Calil en la recopilación de estas publicaciones. Para escribir este artículo, analicé las siguientes obras, enumeradas según la fecha de las primeras ediciones: 1) Coleção Mário de Andrade: artes plásticas (1985); 2) “Eu sou trezentos, sou trezentos-e-cincoenta”. Una “autobiografía” de Mário de Andrade (1992); 3) Mário faz 100 anos. 100 obras-primas da Coleção Mário de Andrade – pintura e escultura (1993); 4) A imagem de Mário: fotobiografia de Mário de Andrade (1998); 5) Coleção Mário de Andrade: religião e magia, música e dança, cotidiano (2004); (6) Pio & Mário: diálogo da vida inteira (2009). La información bibliográfica completa se encuentra en las referencias. ↩︎
  4. Según la indicación iconográfica presente en la fotobiografía de Mário de Andrade, “la documentación que compone [el] libro pertenece al Archivo Mário de Andrade del Instituto de Estudos Brasileiros da Universidade de São Paulo”. Sin embargo, como dije anteriormente, algunas de esas fotografías no están almacenadas en el “Lote Mário de Andrade em casa” y no conseguí localizarlas en la base de datos del Archivo del IEB. En la primera página del libro se menciona que “los textos extraídos de la obra de Mário de Andrade fueron seleccionados por Telê Ancona Lopez con la participación de los editores”. Asumo que las leyendas fueron escritas por el mismo equipo. Las fotografías publicadas en Pio & Mário y analizadas en este artículo pertenecen a tres acervos diferentes: Acervo Carlos Augusto de Andrade Camargo, Acervo do IEB y Acervo Ouro sobre Azul. ↩︎
  5. También según información del catálogo de la colección Mário de Andrade: religião e magia, música e dança, cotidiano, ese Cristo crucificado probablemente “fue adquirido por Luiz Saia para Mário de Andrade en el Nordeste (Recife o João Pessoa), [en] mayo de 1938” (Batista, 2004, p. 102). ↩︎
  6. La expresión “hábitos de vestir” hace referencia al término “formas vestimentares”, que “articula los aspectos simbólicos, comunicacionales, materiales y tecnológicos de un conjunto de prendas de vestir de un grupo social en el tiempo y el espacio” (VOLPI, 2018, p. 14). De este modo, los “hábitos de vestir” dicen tanto de la “expresión individual” como de las “elecciones simbólicas de un grupo” (Volpi, 2018, p. 14). ↩︎

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Fabulous Nobodies: arte y moda en tiempos del sida

Por: Daniela Lucena

La investigadora argentina Daniela Lucena rescata algunas producciones artísticas centrales de la década de 1990 en Argentina que intervienen en la problemática del VIH a través de los diálogos registrados entre arte, moda y prácticas vestimentarias. Este artículo forma parte del dossier «Arte y moda en América Latina».


 

Introducción

Durante la década de 1990 la epidemia de VIH/SIDA se convirtió en un tema crítico a nivel mundial. En esos años, Argentina experimentó el crecimiento acelerado de la enfermedad. En paralelo, el estigma y la discriminación contra las personas que vivían con el virus también se multiplicaron.

Dado que los primeros casos de sida fueron detectados en la comunidad gay, especialmente en hombres homosexuales, se construyó una percepción social errónea de que el sida era un problema exclusivo de esa población. El término “peste rosa”, utilizado para referirse a la enfermedad, da cuenta de los prejuicios que enfrentaban las personas con VIH en ese momento. El virus era utilizado para marginar a las disidencias sexuales, acrecentando la homofobia existente (Pecheny, 2000; Meccia, 2011). La falta de información y el miedo al contagio también contribuyeron a la generación de mitos e ideas erróneas sobre la transmisión de la enfermedad, que eran reforzados en los medios de comunicación con coberturas sensacionalistas.

Pensando en ciertas prácticas estéticas, el investigador Francisco Lemus (2021) estudió el impacto significativo del sida en el arte de la época. Aunque poco explorado, el virus actuó como un catalizador de imágenes, conocimientos, emociones y temporalidades que a veces se entrelazaron orgánicamente, mientras que en otras ocasiones generaron tensiones, contradicciones y preguntas sin respuesta. Siguiendo esta perspectiva, que pone de relieve la influencia multidimensional y compleja del VIH en el ámbito artístico y cultural, me centraré en algunas iniciativas donde la moda y las prácticas del vestir también registraron este impacto.

Fabulous Nobodies

En el año 1993 el Centro Cultural Ricardo Rojas, perteneciente a la Universidad de Buenos Aires, fue sede del ciclo ¿Al margen de toda duda? Pintura. En una de las mesas, dedicada al vínculo entre arte y moda, el artista y sociólogo Roberto Jacoby presentó junto a Mariana “Kiwi” Sainz un texto performático en el que se daba a conocer Fabulous Nobodies, una marca de alta moda pero sin productos. El nombre había sido elegido por la novela de la periodista australiana Lee Tulloch, traducida al español como Gente Fabulosa. La historia parodiaba el mundo de la moda, la opulencia y el consumo a través de personajes que intentaban ingresar, de modo fallido pero glamoroso, al círculo fashion del East Village neoyorquino de los años 80.

“En Fabulous Nobodies pensamos que primero está la publicidad y, luego, la producción. Nos dedicamos exclusivamente a hacer avisos y no hacemos absolutamente nada más”, explicaba Jacoby. La frase daba cuenta de un fenómeno crucial de la época: el giro del capitalismo industrial hacia un tipo inédito de producción inmaterial en el que las empresas cambiaban su forma tradicional de comercializar sus bienes. Mientras que en las décadas anteriores se habían dedicado a fabricar productos físicos, desde mediados de los 80 se volcaron a producir y vender marcas portadoras de valores, ideologías y creencias.

Este giro, al que algunos autores han denominado como “capitalismo semiótico” o “semiocapitalismo” (Berardi, 2003) expresa el cambio hacia una etapa en la que la producción y la circulación de signos se vuelven centrales para la economía. Se trata de un punto de inflexión histórico en el modo de entender la relación capital-trabajo-consumo. Las firmas se convierten en productoras de signos que funcionan como códigos de comunicación e identificación que intervienen en el imaginario cultural disputando adhesiones y sentidos. En su libro No Logo, Naomi Klein (2001) señala que a medida que las corporaciones se dedicaron a desarrollar marcas, comenzaron a terciarizar su producción de bienes en lugares con mano de obra barata que muchas veces es explotada en pos de una mayor rentabilidad.

Fabulous Nobodies ironizaba sobre esta nueva situación aludiendo a la industria de la moda, que fue de las primeras en destinar grandes sumas de dinero al marketing y la publicidad con la intención de construir logos capaces de establecer una conexión emocional con los consumidores. Además, Jacoby se refería a las relaciones entre arte y moda señalando las maneras en que se percibían ambos campos en una época caracterizada despectivamente como “light”: mientras que a la moda se la trataba con excesiva frivolidad, al arte se lo tomaba con excesiva seriedad.  La reflexión seguía con una explicación de las similitudes entre las dos disciplinas:

“Un límite de la moda consiste en tomar una apariencia similar a la de una gran cantidad de gente: es el borde igualitario, masificador. En este sentido, ‘sigue la moda’ significa lo mismo que ‘sigue al rebaño’. El individuo se torna invisible como tal, pero se incorpora a la imagen de una colectividad. En la otra punta, la moda es invención individual, exclusiva. Es el extremo monárquico, autocrático. Y en el arte sucede algo parecido con la singularización y la aceptación social. Una frontera de la moda es barroca, un afán incesante de complicaciones. En la otra orilla tenemos la ficción minimalista de la simplicidad y el ascetismo. Lo mismo que en el arte”.

La frase en cuestión parece ilustrar un concepto central en las ideas del sociólogo alemán Georg Simmel (1934) sobre la moda, dado que el autor observó tempranamente la coexistencia de dos tendencias contrapuestas en los individuos: la necesidad de pertenencia grupal y el deseo de diferenciación. Simmel argumentaba que el fenómeno de la moda moderna logra conjugar, por un lado, la imitación, que promueve la cohesión social al proponer estilos que nos hacen sentir parte de un grupo y, por otro, la diferenciación, que nos permite destacar y mostrar nuestra personalidad individual. Así, seguir la moda puede llevarnos a una uniformidad que borra las diferencias individuales, algo particularmente visible en la existencia de tendencias que dictan lo que se considera “de moda” y producen cierta homogeneización de la apariencia personal. Pero Simmel también veía en la moda un territorio fértil para la expresión y la singularidad. La elección de desoir las reglas dominantes, ya sea a través de gestos sutiles o de apuestas más audaces, permite a los individuos comunicar su identidad única e irrepetible. De esta manera, la moda debe comprenderse en el marco de la dialéctica entre imitación y distinción, donde se reflejan no solo las variaciones de la industria sino también las complejas dinámicas sociales que definen la interacción humana y la construcción del ser social.

Jacoby observaba que este movimiento de la moda se reproducía también en el arte, donde los artistas enfrentan el dilema de seguir los estilos hegemónicos para integrarse al circuito de exhibición o romper con lo dado y producir lo nuevo, a riesgo de ser excluidos del universo artístico. Asimismo, tanto el arte como la moda pueden manifestarse en un amplio abanico de posibilidades estéticas, que van desde los estilos más complejos y ornamentados hasta los enfoques más simples y minimalistas. Desde el público, el fotógrafo Alejandro Kuropatwa apoyaba estas ideas y relacionaba los diseños de Coco Chanel con las pinturas de Francisco Zurbarán que, según su punto de vista, también debían ser consideradas dentro del campo de la moda.

De Loof, Maresca y Schiliro

Los Fabulous Nobodies incluyeron en su presentación algunos nombres del arte nacional en los que vale la pena detenerse. En un tramo de su escrito, Jacoby comentaba que si bien los argentinos tradicionales cultivaban más “el extremismo de la sobriedad”, por suerte había aparecido “una nueva estirpe de gente de moda, con desmesurados tremendos como Sergio De Loof o Cristián Delgado, que por eso mismo son de los mejores artistas argentinos”.

La elección de reivindicar a Delgado –también conocido como Cristián Dios– y a De Loof como lo mejor del panorama artístico era provocadora: sus producciones estéticas inclasificables se ubicaban en un potente pero difuso límite entre el arte, la moda y el diseño que muchas veces era incomprendido por las instituciones. Cultores de una narrativa de la pobreza que reivindicaba el uso de desechos y prendas de segunda mano para la creación de trajes de alta costura, ambos fueron parte central de una comunidad que desde fines de la década de 1980 impulso un activismo fashionista que hizo del cuerpo vestido un territorio de glamorosa indisciplina (Lucena, 2019).

Entre sus costuras irreverentes y desprejuiciadas, puede mencionarse la participación de De Loof en ExpreSida, exposición que en 1992 trajo a Buenos Aires las campañas internacionales de prevención del VIH. Realizada en el Centro Cultural Recoleta, la muestra se caracterizó por su diversidad de materiales, que incluían afiches, videos y estampillas realizados con la intención de concientizar a la población sobre la epidemia. El programa también contemplaba conferencias y mesas redondas, así como la participación de exitosas figuras del rock como Fito Páez, Fabiana Cantilo y Luis Alberto Spinetta.

La intervención de De Loof en Expresida se tituló El drama de la moda pobre o Los harapos de la realité de la machine de la Couture. Las largas prendas hechas con patchwork de lanas y retazos de distintas texturas fueron protagonistas centrales de la sesión fotográfica de la colección, realizada en la estación de trenes de Temperley, en la zona sur del conurbano bonaerense. Con esta puesta en escena, el artista proponía una recreación de los clochards franceses, pero tomando como referencia los personajes que veía en sus viajes en colectivo hacia su hogar en el barrio de Lanús.

En la pasarela, varios modelos vestidos con harapos desfilaron llevando consigo botellas de ginebra y bolsas de agua caliente. A través de diseños con varias capas de prendas superpuestas, grandes moños de tul rasgado y sombreros adornados con viejos osos de peluche, el artista situaba en primer plano una situación acuciante en aquella época: la indigencia y la mendicidad, que debido a la crisis económica se habían vuelto parte del paisaje habitual de Buenos Aires.

La voz en off de De Loof, en el backstage del desfile, hacía alusión a la tristeza de las telas, frase que en el contexto de ExpreSida resonaba especialmente en relación con el drama de las muertes de los afectados por la epidemia. Al mismo tiempo, sus diseños ponían en primer plano las condiciones socioeconómicas que agravaban el impacto de la enfermedad. La pobreza y la exclusión eran factores que aumentaban la vulnerabilidad al sida, que golpeaba con mayor crudeza a los pacientes de comunidades marginadas.

El otro artista mencionado en el texto de Fabolous Nobodies era Omar Schiliro, quien formaba parte de un grupo de artistas cercano a la Galería de Artes Visuales del Rojas, a cargo de Jorge Gumier Maier entre 1989 y 1996. Como curador de ese espacio, Gumier Maier fue artífice de una desjerarquización de la alta cultura que reivindicó “la valorización del trabajo manual, de la artesanía, de la moda, del diseño, la recuperación de las artes aplicadas”, tal como analiza la socióloga Mariana Cerviño (2018: 79). Estos valores democratizantes, a contrapelo de la concepción erudita del arte y del artista tradicional, se expresaron en la obra de Schiliro de un modo muy particular. Su obra, caracterizada por el uso de materiales cotidianos y la inclusión de elementos lúdicos, contribuía a expandir las fronteras de lo que se consideraba arte. Estos rasgos se observan con claridad en el traje que Kiwi Sainz lució en la campaña de lanzamiento de Fabolous Nobodies, publicada en la revista Escupiendo Milagros.

 

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El diseño de Schiliro consistía en una falda de palangana y un balde a modo de top, todo en plástico color rosado. El modelo se completaba con adornos tomados de una vieja araña, guantes de goma de cocina y un sombrero helicóptero de ala grande.

“El suyo era un mundo de caireles, bowls, palanganas y farolitas, pero nada de fregar. Todo se encendía y era nuevo, como en un carnaval –pero de lujo, como no vi otro–. Es que las obras de Schiliro tienen el color de la fiesta, de las golosinas, del caramelo derretido visto a trasluz”,

escribía Sainz en una carta de despedida al artista, que murió a causa del sida en 1994.

A esta primera campaña de Fabolous Nobodies siguió el aviso protagonizado por la artista Liliana Maresca, que apareció en el octavo número de la revista El Libertino del año 1993. La producción contó con el vestuario de Sergio De Loof y la participación del artista Sergio Avello en el rol de “maquilladora”. La serie de fotografías, realizada por Kuropatwa, mostraba a Maresca en una secuencia de poses eróticas, vestida con short blanco y remera a rayas, en compañía de un osito de peluche. Entre las imágenes se leía el texto Maresca se entrega todo destino y se anunciaba su número telefónico personal, donde recibía los llamados de las personas interesadas en la cita y les informaba acerca de su estado de seropositiva (forma de indicar el VIH en estado de latencia). Como bien ha señalado María Eugenia Giorgi, la obra de Maresca proponía “dos interpretaciones: una, la posición frente al imaginario sobre el sida; otra, el deseo sexual que despierta una persona con VIH” (2014: 49), tema este último sobre el que nunca se hablaba en aquellos años.

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Yo tengo sida

Por último, Fabulous Nobodies orquestó la campaña Yo tengo sida, cuyo objetivo era combatir la discriminación y los prejuicios. Luego de una profunda investigación sociológica sobre los mitos y los temores en torno a la enfermedad, Jacoby y Sainz impulsaron una acción que buscaba concientizar y al mismo tiempo visibilizar el estigma que padecían quienes se habían contagiado el virus. “El sida no es un crimen. No es una vergüenza. No es un ataque a la sociedad. Es una enfermedad crónica con la que se puede vivir bien mucho tiempo”, explicaban en el texto que fundamentaba la campaña; “por temor se ha vuelto impronunciable. Se ha tornado invisible. Por eso el rechazo social agrava el problema de salud de los enfermos”.

Para terminar con el silencio y la exclusión, la estrategia elegida fue la creación de una remera que decía Yo tengo Sida: “Si muchos usáramos esta remera sentiríamos el sida como una experiencia personal. La discriminación sería más difícil. Porque la primera discriminación está en nuestra propia cabeza”, afirmaban.

Las prendas de la campaña estaban confeccionadas en algodón verde, azul y rojo, y tenían un diseño que, a pesar de su aparente simplicidad, lograba un efecto visualmente impactante. En la parte del frente, sobre la superficie lisa de la tela, las coloridas letras con la frase Yo tengo sida se robaban toda la atención. El modelo se alineaba con el estilo de marca de moda italiana Benetton, reconocida globalmente por el uso de colores brillantes y saturados e inscripciones con letras de distintos tonos. Situada en la época, esta similitud resulta más que elocuente.

Desde comienzos de los 90 Benetton había emprendido un nuevo enfoque comunicacional a tono con la creciente necesidad de desarrollar una identidad distintiva de marca. La revista Colors, bajo la dirección del fotógrafo Oliviero Toscani, fue una plataforma clave en la renovación de su narrativa visual, dado que no se enfocó en la publicidad directa de los productos, sino que se dedicó a tratar temas de la agenda política y cultural, como el racismo, la diversidad sexual, los conflictos bélicos y la ecología (Serra, 1997). El sida formó parte de estas reflexiones y se tematizó tanto en las páginas de la revista como en las campañas que Benetton desarrolló en la vía pública. La más controversial fue la publicidad de 1991, creada bajo la dirección de Toscani. La misma mostraba a un hombre que transitaba la última etapa del sida en la cama, rodeado de su familia, en un desolador momento de profunda tristeza. Más allá de los debates, esta imagen redefinió el contenido de las campañas de moda y colaboró en la concientización sobre la enfermedad a nivel mundial, dado que su impactante mensaje trascendió fronteras.

No ajena a las controversias suscitadas por la enfermedad, la remera Yo tengo sida de Fabulous Nobodies buscaba revertir la discriminación y el aislamiento con un diseño atractivo y una frase contundente. Ponerse la remera era ponerse en el lugar del otro marginado; era sentir en carne propia el temor, la vergüenza y la exclusión de la mirada ajena. La remera era, en definitiva, una invitación a vestir la otredad haciendo cuerpo con la causa, desafiando los prejuicios y promoviendo la aceptación de los enfermos.

En un principio la prenda se exhibió en la exposición Uno sobre el otro, de la galería MUN de Buenos Aires, pero su alcance buscaba exceder el ámbito artístico. Jacoby y Sainz tenían la intención de que las remeras fueran utilizadas en la vida cotidiana, no solo por ellos sino también por personalidades conocidas, con el fin de maximizar su impacto y llegar a un público más amplio. Sin embargo, la respuesta no fue la esperada; llevar esta declaración tan visible en el cuerpo no era tarea fácil.

 

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El único famoso que se animó a vestir la prenda fue Andrés Calamaro, líder del exitoso grupo de rock Los Rodríguez. Calamaro cantó luciendo la prenda frente a 120 mil personas, en un masivo show realizado en la ciudad de La Plata en noviembre de 1994. En uno de los temas más conocidos, que decía: “brindo hasta la cirrosis por la vacuna del sida”, el músico extendió la remera mostrando la inscripción Yo tengo Sida al público, en un gesto simbólico de solidaridad y conciencia. En ese mismo escenario, esa misma noche, el grupo Virus se reunía por primera vez luego de la muerte de su cantante, Federico Moura, víctima del VIH. Aunque fue un acto aislado, el uso de la remera en ese multitudinario y emotivo concierto fue realmente significativo.

Tras el recital, la prensa se hizo eco de la acción de Fabulous Nobodies e incluso dos periodistas del diario Página 12 decidieron experimentar las resonancias de la remera en carne propia. Las respuestas en la calle evidenciaron el rechazo, los malentendidos y los prejuicios asociados a esta enfermedad. Faltarían años todavía para que el sida dejara de cargar con estos estigmas y para que las remeras, obras de arte listas para usar, fueran reconocidas como un episodio clave de nuestra historia cultural.

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Bibliografía

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