Un diálogo en torno a La mirada disyecta. Corpoficción, de raúl rodríguez freire
Por: Eleonora Cróquer Pedrón
Emprender la lectura del potente libro objeto, La mirada disyecta. Corpoficción (2024), del investigador y crítico cultural chileno, raúl rodríguez freire, supone ingresar en la zona intensa de anudamientos entre la investigación y la creación textual: por una parte, la exploración rigurosa de los discursos que atraviesan el problema de lo visual en Occidente; por otra, la elaboración impecable de un texto que se desplaza de la memoria autobiográfica al posicionamiento subjetivo y estético del ensayo crítico. En el marco de una trayectoria intelectual que se multiplica entre el trabajo de recuperación de algunas voces singulares de la crítica cultural en América Latina —Silviano Santiago o Julio Ramos, por ejemplo—, la labor editorial minuciosa y contundente —el proyecto mimesis, su impresionante catálogo y sus formatos experimentales— y la pesquisa en torno a algunas interrogantes fundamentales de este presente incierto que habitamos —la crisis de la universidad, el acoso a las humanidades, la cuestión ambiental, la defensa del ensayo como forma de intervención intelectual, La mirada disyecta parece convocar todas estas facetas en un sólido trabajo de excritura (Nancy: 1992). Una excritura donde, al mismo tiempo, el autor desmantela los fundamentos del ocularcentrismo hegemónico en la cultura, y abre el discurso hacia la emergencia de una mirada que, desde la enfermedad del ojo, lo trasciende y atraviesa. En esta entrevista exclusiva Eleonora Cróquer Pedrón dialoga con el autor sobre las distintas dimensiones de su trabajo.
ECP: Al abrir el hermoso libro objeto que escribiste, La mirada disyecta. Corpoficción, lo primero que nos asalta es una cita de Guadalupe Santa Cruz: “Son cuerpos incómodos aquellos que escriben a modo de ensayo”. Quisiera que comenzáramos este diálogo pensando el cuerpo incómodo como lugar de enunciación y posición de discurso: ¿cómo escribe un cuerpo incómodo? Y, por otra parte, ¿qué de esa incomodidad cristaliza en la singularidad de tu ensayo?
rrf: Antes de responder, quisiera comenzar agradeciendo tu tiempo, tu lectura, y estas preguntas, que me llevan o me permiten continuar con las reflexiones inscritas en La mirada disyecta. Bueno, vamos a la cita de Guadalupe Santa Cruz y lo que de ella se deriva. Releí Ojo líquido debido a que estaba revisando libros que tuvieran que ver con el cuerpo y la mirada, y luego retomé Lo que vibra por las superficies… Mi intención era reunir un conjunto amplio, pero no inabarcable, de trabajos filosóficos, científicos, artísticos y literarios que tuvieran que ver con lo que intentaba plasmar con la noción de corpoficción, noción que abarca tanto mi propio cuerpo como los cuerpos sobre los que leo, pero también el cuerpo sobre el que escribo: la página. En el primer ensayo que abre Lo que vibra, un texto dedicado al ensayo y su relación con el cuerpo y el viaje, encontré la cita que hace de epígrafe. La decisión surgió inmediatamente, porque un cuerpo incómodo, leo en Santa Cruz, no es solo el de quien escribe, sino también, como veremos, el propio cuerpo de la escritura ensayística. La cita completa es la siguiente: “Son cuerpos incómodos aquellos que escriben textos a modo de ensayos. Ensayan una y otra vez medirse con los órdenes que amenazan enderezar su puño, rompen una y otra vez la coraza de las palabras, esas armaduras que son las obligaciones disciplinarias de cada lenguaje, forzadas a avanzar reafirmando su pertenencia a un linaje, deuda siempre abierta con el saber que se paga con el gesto repetido de la restitución: creer en la transparencia de los vocablos, en su falta de densidad” (2013: 23-24). Y poco más adelante, agrega frases como “Ensayan escribir quienes viajan, quienes han quedado atrapados en el remolino de alguno de esos tránsitos”, como “Marguerite Duras en el atracadero… Varias novelas, distintas posturas del cuerpo para escribirlas, un ensayo tras otro para fijar aquel tiempo que vuelve, para repetir la palabra, el momento de la palabra antes sin dejarla atrás” (26). Y una penúltima cita: “Todo ensayo busca devolver a las letras la dimensión que le ha sido escamoteada por el uniforme alfabeto” (27). Para Santa Cruz, como señala hacia el cierre de “El espesor de las palabras”, el ensayo es un tipo de pensamiento que adviene “en la escritura y no antes de ella” (29). Bueno, en este ensayo de ensayo encontramos varios de los elementos claves para La mirada disyecta, y quisiera comenzar por el hecho de que el ensayo se levanta contra los órdenes instituidos que vigilan los modos de escritura, que los formatean y estandarizan, por lo que se trata de una escritura corajuda, y es por todo ello que la propia escritura ensayística deviene un cuerpo incómodo, que se resiste a las corazas, corazas que tienen distintas modalidades, como la transparencia exigida hoy por hoy, y a la que se pliegan no solo la escritura académica, también la literaria, por no mencionar todo ese creciente nicho de mercado llamado “no ficción”, del que la crónica es uno de sus principales exponentes. De ahí que en Santa Cruz la idea de ensayo no opere como “género”, con sus definiciones de-limitantes, sino como tanteo, como exploración e incluso como experimento, en el sentido de indagación, pero de una indagación abierta que en lugar de querer probar algo, solo busca experienciar. Por esas “inclinaciones” de la vida, cursé en la secundaria el área de ciencias, lo que me llevó a estudiar inicialmente Ingeniería Química. Aquí el ensayo es, literalmente, una prueba que sigue a otra prueba. Hay colegas y ensayistas a los que les gusta recordar esta semejanza. Pero en realidad se trata de formas escriturales heterogéneas. Se podría pensar que en el ámbito de las ciencias, el ensayo también es un tanteo, pero solo si pasamos por alto que responde a la aplicación de un procedimiento estandarizado, a una técnica experimental, que tiene como objetivo un examen y una confirmación, pues lo que se pretende es identificar, medir o analizar una sustancia o propiedades específicas de una muestra de la manera más exacta posible, y de dar cuenta de ello mediante un texto fijo y repetitivo (resumen, hipótesis, objetivos, etc.). Recuérdese los típicos “ensayos” de pH, que deben determinar la acidez o la basicidad de una solución (como la saliva o la piel), pero en realidad, este tipo de ejercicios forma parte de una especie de entrenamiento que requiere pasar del ensayo a la experimentación formal, trabajo que, por cierto, también se suele concluir cada vez, es decir, cada vez que se ensaya o experimenta, con un texto llamado informe, y que, como tal, cuenta, repito, con una formato fijo y repetitivo, lo que recuerda las palabras que Horacio González le dedicara al “memorándum”, escritura que “puede ser vista como el establecimiento retórico de una cárcel” que nos reenvía al “origen del pensamiento entre grilletes y voces de mando” (219: 224-225). Señalo esto porque la formación ingenieril me incomodó a tal punto que fueron dos cursos electivos, uno dedicado a la historia de las dictaduras en Chile y otro al lenguaje, los que me llevaron a la sociología, ciencia social que también opera bajo la lógica del informe y el memorándum, pero en la que encontré, gracias a una historiadora, Alejandra Brito, y a un historiador, Miguel Urrutia, el camino hacia el ensayo (Alejandra lo fomentaba en sus cursos de feminismo, cursos en los que tuve la suerte no solo de ser su alumno, sino también su ayudante) y a la filosofía etiquetada como “postestructuralista” (Miguel solía decir que Bourdieu nos entregaba las reglas del futbol, reglas que podrías llegar a manejar muy bien, pero Deleuze te llevaba a tomar la pelota con la mano y a transformar el juego). Por otra parte, de manera paralela, mi mamá había ingresado a la universidad para estudiar Castellano, así que me compartía algunas de sus lecturas preferidas, en particular Dostoievski, Borges y Virginia Woolf, junto a diversos textos ensayísticos, lecturas, por cierto, que leía en contrapunto a Max Weber y Emile Durkheim, por no mencionar a Comte. De ahí que el paso hacia la literatura en el postgrado se haya dado más o menos de manera “natural”, así como también el interés por las formas de escritura heterogéneas. Recuerdo, a propósito, un ensayo publicado en 2018, cuya primera página reproduzco más adelante. Y este interés por las formas no convencionales se extiende por su puesto también a las novelas que experimentan con la estructura, desde Laurence Sterne y su página negra hasta Helen DeWitt y la importancia que le da a la tipografía y la sintaxis, pasando por Cervantes, que incomodó, y no poco, su propia época, al punto de colocar a Don Quijote en una imprenta viendo cómo se imprimía la segunda parte del apócrifo de Avellaneda (sin el cual no tendríamos la segunda parte del Quijote).
Así que, como puedes ver, la incomodidad de los cuerpos que escriben ensayos se debe a la incomodidad que les producen “los órdenes que amenazan enderezar su puño” y “esas armaduras que son las obligaciones disciplinarias de cada lenguaje”, pero mientras una incomodidad surge de una cierta rebeldía, la otra surge de su deseo por contenerla. De cierta manera, se podría pensar que la escritura de La mirada disyecta cristaliza prácticamente mi “trayectoria” académica, lo que me ha llevado desde temprano a resistir la lógica del paper, sobre todo porque se trata de un formato (y no de una forma) que cercena la escritura en lugar de potenciarla. Ahora bien, La mirada aventura dar cuenta de una cierta incomodidad no solo del cuerpo de quien escribe, sino que también provocarla en quien lo lee: el libro mismo es un cuerpo incómodo, a pesar de que la tapa y su tamaño hacen pensar en un libro tradicional: además de una estructura no lineal en algunos de sus capítulos, sino fragmentaria (en realidad, todos los capítulos se organizan a partir de fragmentos a veces interrumpidos por citas —en diversas tipografías— e imágenes que dialogan con la escritura), hay varios “juegos” visuales que dificultan o demoran la lectura, con el fin de desautomatizar la estandarización provocada por la industrialización/empresarización de la escritura y su principio de claridad y transparencia. Los formatos, como han señalado Jack Fisher y Jonathan Krohn (2019), determinan los modos en que los “contenidos” se transmiten y reproducen, de manera que apropiarse de la página para hacer de ella un espacio que forma parte del “contenido” implica la inscripción de una política del diseño que hace de la tipografía una imagen que interrumpe la linealidad regulada (“naturalizada”) a la que estamos o a la que hemos sido acostumbrados. De esta manera, la incomodidad de mi cuerpo, y sobre todo de mi visión, que no alcanza ni siquiera el 50% de lo que se llama una “visión normal”, resuena cristalizándose en el cuerpo de la escritura y del libro mismo.
ECP: A medida que nos internamos en la trama de tu texto, atestiguamos cómo en la materialidad misma de la escritura las cicatrices de una vida atraviesan e hilvanan las derivas de la reflexión crítica acerca de la visualidad ocularcentrista de Occidente. ¿Hasta qué punto esa enfermedad del ojo, que pulsa en la mirada disyecta, anticipa los caminos de una crítica a la masculinidad hegemónica que tal ocularcentrismo entraña, y a su mirada e-recta? Pero, además, ¿cómo esa distorsión de la mirada se abre paso en la escritura crítica?
rrf: Diría, primero, que lo que intento con La mirada deyecta es poner en movimiento una noción heterogénea de crítica. No como distancia o punto de vista, nociones asociadas a una cierta objetividad, sino, tomando otro de sus significados etimológicos, como decisión, lo que implicaría (quiero apostar) un involucramiento en o con aquello que se quiere “criticar”, con el fin de deshacer la distinción sujeto/objeto. En otras palabras, lo que se critica no debería ser tanto un “objeto” manejado a cierta distancia, a fin de controlarlo, sino reconocer en un libro, en una pintura, en una canción, etc., y no solo en una fotografía, aquello que Barthes llamó punctum, esto es, lograr aprehender aquel elemento que debería afectarte de algún modo, incluso atravesarte. El punctum, leemos en La Chambre claire, “es ese azar que me pincha (pero que también me hiere, me conmueve)” (1980: 49). Se trata de un movimiento que da lugar a un pliegue de sí mismo sobre lo que se escribe, sin dejar de lado el modo y el material con que se lo hace. Lo puedo señalar recordando la perspectiva renacentista, que le dio mayor fuerza a nuestro modo de ver (falogocultarcéntrico, al decir de Irigaray), un modo de ver al que “yo”, por tener un campo visual reducido y monocular, no puedo acceder completamente. De ahí que el hecho de haber tenido cáncer y llevar una prótesis sea un elemento clave del libro, un lugar de partida, pero que aparece de dos maneras, primero en el segundo capítulo, configurado como un ensayo visual montando sobre mi ficha médica, y en el tercero, en el que fragmentariamente se narran algunos episodios de los años del cáncer y sus consecuencias (negativas, pero también y sobre todo positivas), por lo que de ninguna manera la Mirada disyecta se centra en mí en tanto “autor” o trata de mí. Mi cuerpo, repito, es un lugar, no un yo. Por ello es que sobre el ensayo visual se montó un conjunto heterogéneo de imágenes de aparatos visuales (anacrónicos y contemporáneos), así como también fotografías de los años en los que esa ficha fue escrita, la dictadura y la postdictadura, razón por la cual el ensayo se cierra con una fotografía de la policía disparando a los ojos en la revuelta de octubre de 2019. Una microhistoria que se inscribe sobre una macrohistoria que me toca espacial y temporalmente, tal como podría suceder con cualquier otra persona. Por ello es que decidí que lo que tiene que ver conmigo (el tercer capítulo) haya sido narrado no solo de manera fragmentaria, sino también en tercera persona, dado que el niño que vivió el cáncer, llamado simplemente r. en el libro, soy y no soy “yo”, pronombre, por cierto, que trato siempre de evitar. Y para marcar aún más esta ambivalencia, luego de cada fragmento que narra la historia “clínica” de r., se intercala una reflexión sobre diversos problemas de los modos de ver (la caverna de Platón, el monocularcentrismo, las novelas con narradoras que tienen miradas defectuosas, el gusto de Descartes por las mujeres bizcas, la historia del cáncer al ojo, etc.). De esta manera, a lo largo del libro la decisión no refiere corte (que es una de sus referencialidades), sino deliberación, lo que nos lleva, según el diccionario, a “considerar atenta y detenidamente el pro y el contra de los motivos de una decisión”, motivo por el cual asumo la crítica en tanto decisión como la consideración de lo que nos pincha, que nos punza, provocando que nos movamos en tal o cual dirección y ello, sigo apostando, debería hacerse desde el propio cuerpo (lo que incluye obviamente esa materialidad llamada, no por casualidad, materia gris), cuestión en la que caí en cuenta gracias a las ficciones sobre cuerpos disyectos, en particular aquellas que problematizan, desde el lugar de una visión defectuosa, una relación crítica de la visión a partir de una crítica desde la visión (disyecta) misma. En El trabajo de los ojos, por ejemplo, Mercedes Halfon escribió: “siempre fuerzo el ojo más débil, en mi caso el izquierdo [un ojo estrábico], para ver las cosas que están lejos. Es una máxima que puedo aplicar a otros aspectos de mi vida. En vez de apoyarme en lo que funciona bien, pongo sistemáticamente la energía sobre lo que falla. Es un mecanismo de la crítica” (2017: 13). Si bien aquí la distancia adquiere cierta relevancia, no tiene por cometido ejercer juicio alguno, sino enmarcar una modalidad de la crítica localizada estratégicamente desde el propio cuerpo defectuoso, lo que termina resaltando el lugar de la vacilación, tal como se percibe en el uso que la narradora le da a una cámara manual Voigtländer, cuyo lente tenía un desfasaje, “una imperfección”, escribe Halfon, que “era lo que más me gustaba” (20). Una posición semejante se encuentra en Verónica Gerber, afectada por una ambliopía que la lleva a operar una alteración en los modos de escritura, resaltando precisamente la disyección como fuga e imprecisión de los diagramas del arte y la literatura. Remedios Zafra, por otra parte, señala en Ojos y capital, que le “gustan sobre manera expresiones como ‘no lo entiendo’ o ‘¿por qué así?’” (2018: 47), encontrando en la falta de determinación, “en los últimos registros, en los ‘menos vistos’ y en los y en los ‘no vistos’, una potencia política singular para hablar de valor”. Remedios también tiene problemas de visión, con un campo similar o incluso menor al mío. Como vez, fueron estas autoras, a las que debo sumar a Guadalupe Nettel y Lina Meruane, a Virginia Woolf y a Clarice Lispector (cuyo quinto y último ensayo le está dedicado), las que me llevaron a replantear desde la ficción el ejercicio de la crítica, a la vez que me permitieron considerar mi propia forma de ver “mal” como una fuerza desde la cual reimaginar nuestro trabajo, partiendo por el modo en que escribimos y empleamos, para ello, la página y la tipografía.
Pero también hubo un apoyo filosófico determinante, pues los trabajos de Luce Irigaray, Adriana Cavarero y Alejandra Castillo también resultaron fundamentales para darle a La mirada disyecta un espesor antimetafísico, a fin de confrontar el llamado falogocularcentrismo, cuya problematización emergió cuando leí paralelamente a estas filósofas junto a las escritoras arriba mencionadas, de manera que fue en dicha conjunción que La mirada disyecta fue tomando forma (pues además fue un libro que se fue imaginando lentamente). El libro que más me conmueve de Alejandra es y sigue siendo Ars disyecta (2016), de donde tomo el término que acompaña la noción de mirada. Se trata de un arte que se instala en un no-lugar desde el cual se sobrepasan los típicos binarismos que han organizado y organizan las formar de habitar el mundo, un arte que no se circunscribe tanto a la obra como práctica, sino, sobre todo, como proceso, cuestión que para mí resuena en la crítica como decisión, que no puede emerger sino adquiere la forma del ensayo y el ensayo como forma, dado que no busca un resultado, sino, mediante el montaje abrir espacios y trayectos inesperados que, como dice Alejandra, no conocen término. La mirada disyecta opera entonces como esta ars, solo que en vez de figurar una corpo-política, sin desecharla, se circunscribe ante todo a una corpoficción (término sobre el que volveré con detalle más adelante) que, en cuanto tal, fisura no solo los binarismos, también lo que entendemos por cuerpo y por vida, porque el falogocularcentrismo, de la mano de la perspectiva renacentista, no solo ha modelado nuestros modos de ver, sino de vivir y habitar un planeta que ha sido reducido a mero abastecedor de recursos, lo que inscribe, como veremos, la mirada recta, masculina, de lleno en la crisis ecológica. Esta relación la comprendí leyendo a Irigaray junto a Clarice Lispector. Espéculo. De la otra mujer es un libro brillante en el uso de la retórica, volviendo a los “padres” de la filosofía contra sí, a partir de sus propios textos. Su lectura del mito platónico de la caverna me hizo leer La pasión según G.H. como una plausible respuesta geo-literaria a Platón: a diferencia del supuesto verdadero filósofo, que debe salir (subir) de la oscura caverna en la que se encuentra (llamada por Platón Khorâ, útero, matriz, etc.) para mirar erguido el sol (referente de la verdad) con sus propios ojos, G.H. entra a un cuarto que también que puede aprehenderse como una Khorâ, un cuarto que ha dejado de responder a las leyes de la perspectiva —“La habitación no era un cuadrilátero regular: dos de sus ángulos estaban ligeramente más abiertos. Y aunque esta fuese su realidad material, me vino como si fuese mi visión lo que lo deformase” (2013: 35), señala la narradora—y que rápidamente se termina asemejando a una caverna en la que selogrará, , gracias a un ser pre-histórico, desprenderse de su “montaje humano”, asumiendo, no libre de conflictos, una temporalidad no humana ni antropocéntrica que la llevará a asumir no la vida humana, sino lo viviente sin más, de la que forma parte incluso la muerte, que forma parte de la vida. En otras palabras, Lispector-Irigaray desmontan lo que Cavarero llama los “dispositivos de verticalización cuyo fin es el hombre recto” (2020: 8), y agreguemos: blanco, heterosexual, capacitista, etc. La conexión entre metafísica, falocentrismo y ocularcentrismo se deconstruye de manera radical (y bastante explícita, por cierto) en Lispector, deconstrucción que se fortalece al poner en relación con La pasión con el Espéculo de Irigaray e Inclinaciones de Cavarero. Con todo, hay un límite en las dos filósofas. Si bien permiten comprender la fuerza de los ideales verticales falogocéntricos de la visión, la preocupación que elaboran se circunscribe solo a la figura del hombre, mientras Lispector, como intento mostrar en el último capítulo, asume una posición no humana (que refiero como geología de la pasión), una posición que Evando Nascimento ha venido resaltando desde hace unos veinte años y que Mary Luz Estupiñán ha destacado aún más últimamente. En otras palabras, Irigaray y Cavarero sacuden la imagen del hombre, pero no la de humanidad, que le es correlativa. Dicha humanidad no es la del humanismo, sino la que comprende lo humano separado del mundo que habita. Recordemos a G.H.: “También yo, que poco a poco me estaba reduciendo a lo que en mí era irreductible, también yo tenía millares de cilios pestañeando, y con mis cilios avanzo, yo, protozoaria, proteína pura. Asegura mi mano, llegué a lo irreductible con la fatalidad de un doble —siento que todo esto es antiguo y amplio, siento en el jeroglífico de la cucaracha lenta la grafía de Extremo Oriente” (40). Aparecidas sobre la tierra entre 3.500 y 2.500 millones de años atrás, las proteínas vehiculizan un tiempo eminentemente geológico, antiguo, profundo, una escala, por tanto, no humana. Estamos ante una vida microscópica que recién en el siglo XVII, gracias a la invención del microscopio por parte de Anton van Leeuwenhoek (recordado en el ensayo visual), comenzamos a conocer. Leeuwenhoek, por cierto, fue el primero en observar esos cilios que refiere G.H.. Pero su impacto no fue solo del orden de la visión. Tiempo después el microscopio daría lugar al desmoronamiento de un sistema que solo veía (gracias a Linneo) dos “reinos naturales” (¡qué más humanista que la idea de reinos!), el animal (en cuya cúspide se encontraría el Hombre) y el vegetal, para, en su lugar, distinguir procariotas (bacterias) y eucariotas (todas las demás formas de vida, constituidas por membranas nucleares, es decir, los protozoos), una distinción que no entraña competencia alguna, como ha mostrado Linn Margulis, sino cooperación a lo largo de millones de años. Si el 10% de nuestro cuerpo está constituido por bacterias, entonces la figura de lo humano como un ente independiente del mundo que le rodea también debe deconstruirse, sobre todo teniendo en cuenta que no es la competencia, sino la simbiogénesis, esto es, “la unión de unos organismos para formar nuevos colectivos”, “una de las principales fuentes del cambio evolutivo en la tierra”, señala Margulis (2003: 108). El resultado de las primeras alianzas entre organismos de diverso tipo sobre la tierra dio lugar a los protoctistas (del que los protozoos son un “subreino”), que lograron inventar el sistema digestivo y la visión, entre otros sistemas sensoriales que poco gustaban a Platón, Descartes et al. Para Margulis, reconocer que lo humano se ancla en diminutos seres y que dependemos completamente de ellos para vivir (como digerir alimento, por ejemplo), es humillante, al punto de “impugnar la soberanía humana sobre el resto de la naturaleza” (109). Los cilios que menciona G.H. están relacionados con las neuronas, pero también, evolutivamente, con amebas, mohos y parásitos. Que una cucaracha se lo recuerde no hace sino redoblar dicha impugnación. Los 4.000 millones de años de evolución no han conducido al arribo de “organismos superiores”, ni han destacado por sobre todos los vivientes al Hombre, dado que han sido las bacterias las que han dominado el tiempo profundo, hasta hoy. La conclusión de Margulis, es, creo, la misma que se intuye en La pasión: “No hay seres más evolucionados que otros” (109): “Es que yo había mirado la cucaracha viva y en ella había descubierto la identidad de mi vida más profunda”, señala G.H., y poco más adelante, agrega: “mi miedo era el de hallar una verdad que yo viese y no quisiese, una verdad infamante que me hiciese arrastrar y estar al nivel de la cucaracha” (39). La destitución de lo humano parece, así, alcanzarse a través de un proceso de desedimentación que, observando la estratificación del mundo, lo desestratifica hasta llegar a su más ínfima manifestación, la vida sin más: “fue exactamente quitando de mí todos los atributos, y yendo solo con mis entrañas vivas. Para llegar a eso, abandonaba mi organización humana —para entrar en esa cosa monstruosa que es mi neutralidad viva” (64). El proceso de desedimentación que lleva hacia esta neutralidad pareciera alcanzarse a través de cierto modo de ver, de ciertas formas de escritura, de cierto trabajo con la materia, todo lo cual termina plegándose sobre el propio cuerpo.
ECP: Me resulta fascinante la arquitectura de tu libro —un libro-objeto, sin duda—, entre cuyas páginas amorosamente cuidadas se van anudando la piel y la pulsión, los órganos y la palabra de un cuerpo que habla con la literatura, con la teoría y con la investigación cultural. ¿Podrías compartir con nosotros la función que tiene el montaje en tu trabajo crítico?
rrf: Me parece relevante que refieras la palabra piel, así que comencemos por ahí. El cuarto capítulo, titulado “El cuerpo sobre el que se escribe”, es, recordarás, una historia de la página y lo que esta tiene que ver, entre otras cosas, con la visión e incluso con algunos soportes de lectura que pasaron de la página a su grabación sonora, buscando modos de acercar la literatura a personas ciegas o con dificultad visual, intento que más tarde dará lugar al reconocimiento óptico de caracteres (OCR, por sus siglas en inglés), al audiolibro y al e-book, entre otros aparatos. Lo señalo porque no imaginamos cómo una mirada defectuosa podría haber dado lugar a nuevos modos de lectura, modos que no son solo visuales, también auditivos. Así como tampoco imaginamos que, tras el formato de la página, siempre oblonga, se encuentra la piel animal. Alrededor del siglo XI el papiro (rectangular), de origen vegetal, fue reemplazado por el pergamino, fabricado con cuero animal (también rectangular). Como señaló Christopher de Hamel, el pergamino adoptó fácilmente la forma del papiro, y luego el papel, primero fabricado con sábanas y ropas desechadas, es decir, con trapos (de ahí viene la figura del trapero, de la que Walter Benjamin ha escrito memorablemente) y luego con pulpa de árbol, hizo lo mismo. “Si los libros, incluso hoy, son más altos que anchos”, escribe de Hamel, “es porque en su pasado medieval hubo un milenio en el que se habían doblado [pliegos de] pergaminos que tenían la forma del animal, esto es, oblonga. Ello necesariamente no tiene que ver con el tamaño” (1999: 8), sino con la costumbre que nos permite hablar del devenir página del animal o, mejor aún, devenir animal de la página, un animal que lamentablemente ha terminado siendo domesticado (e.i., formateado), salvo escasas excepciones (Mallarmé y, más cerca nuestro, Octavio Armand). Dicha domesticación, en el paso del siglo XIX al XX, dio lugar a una estandarización. La Norma ISO 216 (que normaliza la fabricación del papel), define los tamaños de papel más utilizados en la mayoría de los países del mundo. Esta norma establece los formatos estándar para el papel en sistemas de medición métrica, como el sistema A (que incluye tamaños como A4, A3, A5, etc.) y el sistema B (para tamaños más grandes o intermedios), además de incluir el sistema C para sobres. El sistema más conocido de la ISO 216 es el tamaño A, que se basa en un principio matemático: cada tamaño de papel es la mitad del tamaño del siguiente más grande cuando se corta a la mitad a lo largo de su lado más largo. Dicho principio ya se aplicaba hace casi mil años, solo que sin atender a una métrica tan estricta, y sin hacer de la página un soporte invisible (como ha mostrado, entre otros, Ivan Ilich). Pero la estandarización industrial de la página ha terminado formateando al libro, lo ha transformando en un soporte fijo al que la propia escritura se adhiere de manera rutinaria y, cada vez más, también estandarizada —cuestión, por cierto, que ya se ha comenzado a radicalizar con la mal llamada Inteligencia artificial. Teniendo todo esto cuenta, lo que me interesa resaltar, por una parte, es que la forma de la piel de algunos animales le ha entregado, hasta hoy, la forma a la página, impresa o virtual. Por otra, dado que contamos con esta historia y con su posterior normalización de la página, el montaje cobra relevancia pues es una posibilidad que tenemos a la mano para dislocar la estandarización del libro y de la escritura. El pasado, como diría Benjamin, está lleno de novedad, así que no hay que pretender originalidad, sino mirar cómo se hacían los libros en la edad media y considerar, por ejemplo, la iluminación, que no implicaba solo la ilustración, sino también el empleo de diversos colores para los caracteres, así como también diversas tipografías, todo en función de una cierta jerarquía de los “contenidos”. Esto en las traducciones bilingües dio lugar a páginas maravillosas, como la una edición medieval de la Física de Aristóteles. Más cerca nuestro, podemos pensar en el constructivismo ruso, en el concretismo brasileño, e incluso en los libros infantiles, en cuyas páginas la tipografía y su disposición es mucho más libre. De manera que, manteniendo la forma oblonga, es posible jugar con ella mucho más de lo que se imagina. Se trata, como señala Helen DeWitt en El último samurái, de no someterse voluntariamente a la normalización. En sus palabras: “hay una diferencia evidente entre alguien que trabaja con las limitaciones técnicas propias de su época, que escapan a su control, y alguien que acepta sin pensar limitaciones que está perfectamente capacitado para dejar de lado” (2019: 243). De manera que La mirada disyecta es un cuerpo en cuya plasmación se ponen en movimiento la lectura, la literatura, el arte, la ciencia, la teoría y la investigación cultural, movimiento que he venido llamando, invirtiendo la famosa sentencia adorniana, “la forma como ensayo”, donde no es la escritura (Adorno) lo único que se precisa resaltar, sino el principio del montaje. Parafraseando a Benjamin, el diseño y la diagramación, organizados a partir de dicho principio, permiten la emergencia de un modo de ruptura con la naturalización (el “naturalismo histórico vulgar”) del libro y la escritura, al tiempo que permiten aprehender su configuración, su producción, e incluso su historia. En otras palabras, el montaje libera al formato de su estandarización, transformando la forma en parte esencial de la escritura. Como han argumentado los miembros de la oficina de diseño Other Forms, Jack Fisher y Jonathan Krohn, la estandarización es una manera determinada de almacenamiento e interacción que opera donde sea que haya documentos que se espera sean formateados, pero, agregan, siempre existe la posibilidad de encontrar espacios de maniobra o que el propio formato se vea alterado por la necesidad de la escritura que debe soportar, dando lugar a “espacios sobrantes” o marginales negativos, “creados por la logística de la estandarización”, pero que “pueden tomarse por la fuerza y llenarse con contenido oposicionista y notas críticas” (2019: s/p). En mi caso, La mirada disyecta, que tiene un tamaño tradicional de 20×15 cm., es un libro en el que no pocas de sus páginas se diseñaron individualmente, mediante al principio del montaje. Ello no es solo evidente en el ensayo visual, sino también en la portadilla de cada capítulo, diseñada en función de aquello de que trata, y en la letra capital con que inicia cada uno, que terminan formando la palabra CORPO, empleando la fuente Eyechart, la misma que se usa en la famosa Tabla optométrica de Snellen, quien creó una de las principales pruebas diseñadas para evaluar la agudeza visual. Ahora, este trabajo con el montaje también tiene otro motivo para su empleo y se debe a que, como señaló Eisenstein, el montaje no acontece para presentar un resultado, sino “todo un proceso de pensamiento”, cuestión que, en mi caso, le da aún más fuerza al “contenido” del libro, puesto que desde el interior de la tapa hasta la contratapa, pasando por la página legal y el índice, además, claro, como ya mencioné, del interior, fue diagramado teniendo en cuenta una explícita, aunque siempre heterogénea, impronta visual. Al epígrafe de Guadalupe Santa Cruz le sigue una prótesis en blanco y negro que ocupa casi toda la página, y en ella se alcanza a leer: “r. rod.”, aunque también podría haber ido el apellido completo.
ECP: La mirada disyecta plantea un problema muy incisivo en torno a cierta relación de vasos comunicantes entre la vida y la escritura. ¿Cómo se cuela lo vivo en la trama de la escritura? Y, asimismo, ¿qué de lo vivo pulsa en los modos de leer que tu texto despliega?
rrf: En el último tiempo he estado leyendo bastante a Annie Ernaux, a Jeanette Winterson y a Édouard Louis, pero no, como suele hacerse, bajo la modalidad de la autoficción, sino como corpoficción. La ficción no tiene que ver con el acto de fingir, como indican los diccionarios contemporáneos, llevándonos hacia la mentira o la irrealidad. La ficción, tal como la he venido trabajando desde hace un tiempo, consiste en un trabajo material con el lenguaje y que tiene efectos sobre lo que llamamos realidad. Y como se señala en el diccionario de Covarrubias en 1611, es un trabajo que se hacía, que se hace, con el pensamiento y con las manos, lo que la vincula al trabajo del alfarero o del panadero y de los artesanos en general, pues tiene que ver con darle forma a una materia. En griego, ficción es plasma, de donde viene plasmar, por lo que cuando nos referimos a ficción, repito, estamos hablando de un trabajo de un cuerpo sobre una materia. Para quien se interese por su etimología, puede consultar un ensayo en línea titulado Las manos de la ficción. Pero volviendo a tu pregunta, asumo la ficción como método, entendiendo por tal simplemente un modo de obrar la vida de un niño que tuvo cáncer, a partir de recuerdos propios y ajenos, de manera que lo vivo que en el libro se ficciona, mediante lo visual y lo escritural, acontece dándole forma a esos recuerdos, aunque otorgándoles un carácter testimonial, sino presentándolos (plasmándolos), por una parte, junto a una cierta historia de la visualidad, centrada tanto en la mitología platónica como en la perspectiva renacentista, y, por otra, relevando la ruptura con tal historia por parte de un corpus literario constituido por escritoras fundamentalmente latinoamericanas. Ahora bien, en el mismo libro se resalta ese trabajo con la vida recordada, poniéndola en suspenso en términos de facticidad, gracias a una enseñanza que tomé de Benjamin y su lectura de En busca del tiempo perdido. Él dijo: “Es sabido que Proust no describe en su obra una vida según ella fue, sino una vida como la recuerda el que la ha vivido. Pero esto aún es impreciso, demasiado tosco. Pues lo más importante para el autor que recuerda no es lo que ha vivido, sino el proceso mismo en que su recuerdo se teje” (2008: 317). Ese proceso se corresponde con lo que llamo corpoficción. Como señalé más arriba, ficcioné fragmentos sobre un niño llamado r., que tuvo cáncer el ojo derecho (retinoblastoma) a los dos años y medio, acontecimiento que tuvo lugar el mismo año en que la pobreza aumentaba drásticamente en Chile y comenzaban las protestas que, años después, terminarían haciendo que la Dictadura de Pinochet cayera. Estos fragmentos, a su vez, se entretejen con el recuerdo de lecturas y de libros que terminaron contribuyendo a la escritura de los capítulos textuales, así como a la forma del libro. Por ejemplo, las intervenciones manuales con tinta roja en dos páginas de La mirada disyecta fueron “tomadas” de un relato que encontré hace años en Óptica sanguínea (2014), de Daniela Bojórquez Vértiz. Lo que quiero señalar es que el libro fue configurado gracias a un montón de recuerdos (más allá de los personales, como procedimientos visuales, citas, imágenes, etc.) que encontré en otros libros y que fui conversando con Aracelli Salinas, diagramadora de mimesis, para ponerlos en relación con la mirada disyecta y la corpoficción. Con todo, se podría decir que es la historia de r., junto a su ficha médica (que contiene información clínica y socioeconímica de él, así como de su familia), lo que, creo, pulsa la lectura de quienes se acercan al libro, pero lo que buscaba era más bien que aquello que pulsara sus lecturas fuera el modo en que el libro cristaliza el ejercicio de una crítica que no separa cuerpo y escritura, antes que vida y escritura. Como señalé poco más arriba, la primera imagen que aparece en el libro corresponde a la prótesis que llevo desde niño, la segunda, a la fotografía de una lámpara de mesa de operación y, la tercera, a mi cerebro, aunque dividido. No es que lo vivo no me interese. Me interesa, y mucho, aunque al modo en que lo elabora Clarice Lispector en La pasión…, donde, como ya señalé, es lo viviente lo que adquiere relevancia, más allá de lo humano. Gracias a un mirar que no respeta las leyes de la perspectiva, G.H se destituye de su montaje humano, montaje que, como muestro en el texto que abre el libro, dedicado a la mirada en La invención de Morel (2002), es completamente falogocularcéntrico. De manera que entre el primer y el último capítulo hay un movimiento que atraviesa cuerpos y miradas, movimiento que responde a un modo particular de montar el orden en que se lee el libro.
ECP: Me parece significativo el lugar que tienen tanto el documento como las prótesis en tu escritura, como articulados en un muy singular archivo personal, junto a las voces de les otres que van apuntalando la reflexión. Archivo, montaje y collage son tres términos que destacan en la factura de La mirada disyecta. ¿Puedes hablarnos un poco más, al respecto?
rrf: Archivo, montaje y collage… como se señala en La mirada, desde niño que r. tiene/tengo una pulsión coleccionista, pulsión influenciada en los últimos años por la lectura benjaminiana. Guardo desde hace casi treinta años la ficha médica (dispositivo que existe desde Hipócrates) y solo la había revisado completa en una sola oportunidad. Así que cuando comencé a pensar en La mirada disyecta, la volví a revisar y me pareció que su inclusión me permitiría elaborar de mejor manera la idea de crítica que el libro pone en escena sin explicitarlo, pues es la forma del libro la que la exhibe. Así que la digitalicé a principios del 2020, unos días antes de que la pandemia se extendiera, pero fue más tarde cuando el archivo dio paso a un montaje. Te reitero que el libro se fue plasmando lentamente, con decisiones que cristalizaron luego de dos o tres años. Por ejemplo, en agosto de 2022 encontré en Río de Janeiro un número de la revista Serrote (vol. 21) dedicado al ensayo, que contaba con la participación de Richard McGuire, a quien en ese momento no conocía. Su ensayo visual me atrapó.
En un par de páginas se visualizaba anacrónica y heterogéneamente la historia de una mera esquina de una casa cualquiera (parte de una sala o de lo que en Chile llamamos living) a lo largo del tiempo, humano y no humano, desde el Big Bang al siglo XXII, siglo en el que, debido a la crisis climática, Nueva York se encuentra bajo el agua. Googlé a Richard McGuire, pero no encontré nada que indicara que fuera ensayista, sino novelista gráfico y el título de su novela principal es simplemente Aquí. La compré, y ya te imaginarás la sorpresa que me dio el ver que el supuesto ensayo visual era, en realidad, el extracto de una novela gráfica. La novela es maravillosa, pero no se me quitó la idea del ensayo, así que fue gracias a McGuire que sobre la ficha médica monté imágenes de aparatos visuales y de la violencia dictatorial y postdictarial, junto a tres fotografías, dos familiares (una antes del cáncer y otra posterior) y una tercera de Lispector tapándose los ojos con las manos. Luego, a cada imagen le sobrepuse un pequeño rectángulo, tal como lo hace McGuire, con el año al que corresponden, aunque el ensayo no está organizado de manera lineal. De ahí que el segundo capítulo cierre con una cita (que materialmente es un adhesivo que envié a imprimir, pegado a mano una vez que el libro salió de imprenta) de la novela de McGuire, una imagen en la que el agua está entrando por una ventana el 2111, y en cuyo fondo hay un paisaje selvático de 1203. Pero antes de ello, están los restos de los lentes de Allende (1973) y en la página siguiente un carabinero disparando a los ojos de los manifestantes chilenos (2019). Hice tres versiones de este montaje, tratando de ajustar la ficha y las imágenes con los fragmentos y capítulos que siguen, no de manera referencial, ni ilustrativa, sino formal, con el fin de encontrar una resonancia entre la ficha, las imágenes y el libro en su conjunto, sin pasar por alto que la escritura misma es una prótesis.
Algo similar ocurrió con los fragmentos dedicados a r. (capítulo tres). Hay algunos que quedaron fuera, pues tenía veintiocho textos dedicados al problema de la mirada disyecta (y la mirada recta), por lo que se necesitaban otros veintiocho que debían operar como contrapunto, para que ambos formaran una trenza que sostuviera los dos capítulos anteriores y los dos posteriores, lo que nos lleva a la construcción del índice. Aquí la influencia directa provino de Luce Irigaray y su Espéculo. De la otra mujer, que consta de tres partes; que la primera esté dedicada a Sigmud Freud y la tercera a Platón indica ya una radical inversión. “Estrictamente hablando”, escribió Irigaray en Ese sexo que no es uno, “en Espéculo no hay un principio y un final. La arquitectónica del texto, de los textos, desconcierta esa linealidad de un proyecto, esa teleología del discurso, en las cuales no hay ningún lugar posible para lo ‘femenino’, salvo aquel, tradicional, de lo reprimido, de lo censurado” (2009: 51). El enloquecimiento de la linealidad que produce su arquitectura se debe a que el espéculo no es solo ni necesariamente un espejo, sino también un dispositivo cóncavo que invierte lo que sobre él se proyecta —como señaló, por cierto, el mismo Platón en el Timeo. Para Irigaray, el espéculo “puede ser —sencillamente…— un instrumento que separa los labios, las ranuras, las paredes, para que el ojo pueda penetrar en el interior. Para que pueda echar un vistazo, en particular con fines especulativos. La mujer, después de haber sido ignorada, olvidada, diversamente congelada en espectáculos, envuelta en metáforas, sepultada bajo figuras bien estilizadas, realzada en distintas idealidades, se tornaría ahora en ‘objeto’ a considerar, al que conceder explícitamente su consideración, y a introducir, en cuanto tal, en la teoría” (130). Para decirlo de manera directa, Irigaray introduce un espéculo en la tradición filosófica falogocéntrica, abriendo así sus paredes para ver qué hay en su interior. De ahí la inversión del índice gracias al espéculo introducido para abrir una concavidad en lo que termina siendo la filosofía occidental. Este libro, por tanto, no hay que leerlo de frente, sino de lado, pues su operación lo ha transformado en un dispositivo que hay que auscultar de manera heterogénea a los libros de corte tradicional. Su índice, por tanto, da cuenta de una arquitectura simétrica que disloca la historia dominante de la filosofía. Platón y Freud rodean al espéculo (parte central del libro, que consta de 3 apartados), pero este, junto a otra topo-logía, rodea, a su vez a Platón, que vuelve a aparecer, y a otras figuras claves de la filosofía. Sin embargo, la simetría no termina aquí, sino que recién comienza: el centro invierte la posición, repitiéndola o espejeándola, colocando en el medio entonces a quienes han sujetado a las mujeres bajo la posición de la alteridad, cercana a la materia, la posición de la otra. De manera que la postura teórica de Irigaray (elaborada en el primero y en el último capítulo de la parte central) es la que termina envolviendo a los pensadores, pero con una salvedad. El apartado dedicado a Plotino lleva por título “Una madre de hielo” (Une mère de glace), pero hielo en francés también refiere vidrio y espejo. A partir de un montaje de citas de Plotino dedicadas a la materia, en las que el autor de las Eneadas (re)cita, a su vez, a Platón, Irigaray exhibe el modo en que la figura de la madre opera como analogía de la materia (pues ambas carecen de actividad y “aguardan pasivamente cuanto quiera causarle el agente” (322), minando el discurso falocrático desde sí mismo hasta dejarlo cóncavo. En cuanto a las “Mistéricas”, el capítulo subsiguiente, vale la pena señalar que posiblemente sea una diatriba no tan velada contra el seminario que Jacques Lacan impartió entre 1972-1973, titulado Aún, elaborado como respuesta a las fuertes críticas que estaba recibiendo por parte de algunas feministas, que empezaron a cuestionar formulaciones tales como “la mujer es la verdad del hombre” o “la mujer no existe”. El espéculo, sabemos, también es un aparato de visión que busca, como el mito, comprender la caverna, solo que no ven lo mismo. Entonces, entre las mistéricas y el espejo de la madre, se encuentra Descartes. En el centro del centro, en la cavidad que ha abierto la lectura que, con espéculo en mano, ha venido realizando Irigaray, Descartes es sometido “a una maniobra fálica” que lo ilumina, al decir de Toril Moi, con el fin de exhibir “su posición dentro de lo femenino, como para demostrar la opinión de Irigaray de que la mujer constituye la base silenciosa sobre la que el pensador machista erige su discurso” (2006: 89). Sorprende en las lecturas de esta obra que su montaje, que su operación especular operada gracias al modo en que se construyó el índice no suela ser considerada, cuando se trata de un elemento estructurante que se pliega sobre la lectura de los autores que está, mediante una lectura mimética, deconstruyendo. Toril Moi es una de las pocas excepciones, resaltando el modo en que la arquitectura del libro exhibe la ficción masculina que prefiere nacer de la tierra que de una mujer. La traducción no logra dar cuenta de los juegos con la sinonimia o la homonimia de la lengua francesa y las ambigüedades sintácticas y semánticas que Irigaray pone en movimiento. Empero, el recurso a la imitación del discurso masculino, desconcertando su lenguaje, no implica una falta de rigor. La lectura de cada autor espejeado expone, con las palabras por ellos empleadas, su propia misoginia, los expone buscando “romper (con) un determinado modo de especula(riza)ción”, sin tener, “por ello, que renunciar a todo espejo” (233). Se trata de regresar a la caverna platónica y contar lo que en ella se encuentra, darle la espalda a la luz/ojo/falo, a fin de introducirse en la oscuridad, esperando que los ojos, una vez acostumbrados, nos muestren la materia de la que todas y todos estamos hechos. Se percibirá, así, el lugar que Lispector cobra en La mirada disyecta, pues G.H. retorna literalmente a la caverna, una caverna que tiene hasta una especie de pintura rupestre, tal vez un jeroglífico que nos resultará desconocido, pero que punza a G.H. a continuar por un camino que no tendrá retorno. Se trata de la inversión y posterior dislocación del espacio museográfico que construye Morel con su máquina holográfica, que produce imágenes muy humanas con el fin de vivir en un loop una breve “eternidad” que no resiste comparación alguna con el tiempo geológico con el que se amalgama G.H., cuando opta por desprenderse de su montaje humano.
Por supuesto, La mirada disyecta no pretende repetir la lectura especular de Irigaray, pero la idea de que el montaje del índice puede tener una función formal para comprender un (su) libro me resultó tremendamente relevante, de manera que la organización del índice que monté también tiene un rol importante. El libro abre con la mirada recta, en la que el cine y sus modos de ver, cristalizados por Jorge Bioy Casares en La invención de Morel, es clave, y cierra con la mirada disyecta de Lispector, mirada que surge de un retorno a la caverna. El segundo capítulo, titulado “El cuerpo de quien escribe”, constituido por un ensayo visual configurado a partir de la ficha del cáncer, y el cuarto, “El cuerpo sobre el que se escribe”, dedicado a la página, dan cuenta de la materialidad, de la corpoficción de la escritura, de cualquier escritura, asumida en el libro desde su carácter prostético, dado que suplemente el ojo de vidrio que está en el inicio del libro. Y el capítulo tres, como ya señalé, no espejea, sino que, de cierta manera, gira atrayendo sobre sí, al tiempo que lanza fuera, los diversos problemas abordados en cada capítulo, lo que implica que ningún capítulo está cerrado, al tiempo que sostienen resonancias o ecos entre sí. Por ello es que el índice refiere y no refiere a cada capítulo, cuestión que no se percibe en la versión en pdf, solo en el libro impreso. El índice está constituido por media página, por lo que el título de cada capítulo está cortado y debe girarse esa media página para completarlo (la palabra índice también… en un lado leemos IND y en el otro ICE): MIRADA / RECTA, CUERPO / DE QUIEN ESCRIBE, MIRADA / (A LA) CLÍNICA, CUERPO / SOBRE EL QUE SE ESCRIBE Y MIRADA / DISYECTA. Ahora, cuando se va a la página en la que se encuentra cada capítulo, la primera palabra no existe, solo lo que está en el lado que no se ve.
En otro orden, hay una colección de citas que interrumpen la lectura del cuarto capítulo, en un formato y en una tipografía distinta. La idea es concitar una pluralidad de voces en torno a la materialidad de la página. En el tercer capítulo también, solo que en menor medida… pero hay muchas otras cosas más, como páginas que cuesta leer porque la tipografía sufrió un desenfoque, la tinta apenas se nota o simplemente porque su composición dificulta su lectura, un fragmento sin ningún tipo de puntuación; en fin, es un libro para leer y mirar, porque también me interesa resaltar el carácter visual de la tipografía. Para mí la disputa entre texto e imagen es un falso problema, porque pasa por alto precisamente la forma de las fuentes que empleamos para escribir. Y ese cerebro de más arriba es, por cierto, el mío y se encuentra cerca del índice y, como este, fisurado precisamente donde se encuentra el surco profundo, que divide el encéfalo en dos mitades conocidas como hemisferios, que se comunican entre sí, permitiendo que podamos establecer relaciones entre cosas o ámbitos heterogéneos, en otras palabras, imaginar. Imaginar no es una cuestión, por tanto, meramente mental, sino material, como material es el cuerpo sobre el que plasmé / monté una reflexión acerca de la mirada disyecta, oblicua o inclinada. Finalmente, el libro viene con un inserto
ECP: Esta “corpoescritura” que nos entregas, como una suerte de aún —más allá y, además— de otras ficciones críticas latinoamericanas —pienso en Ricardo Piglia y en Roberto Bolaño, por supuesto; pero también en Julio Ramos o en Raúl Antelo— insiste en la preeminencia de la materia sobre la mirada. ¿Cómo piensas esta preeminencia?
rrf:Ya es famosa la afirmación de Piglia sobre la crítica: “creo que es una de las formas modernas de la autobiografía”. Pero Piglia no se está refiriendo al cuerpo que escribe, sino al cuerpo que lee, pues la afirmación continúa así: “El crítico es aquél que reconstruye su vida en el interior de los textos que lee” (13). El camino de Ida lo deja bastante explícito. Así que, si me lo permites, me gustaría invertir la segunda parte de la afirmación, y señalar que “el crítico es aquél que reconstruye su vida en el interior de los textos que escribe”, como queda patente en La mirada disyecta, al igual que en otros libros anteriores, sobre todo en la forma como ensayo. Ahora bien, la reconstruye no para elevar su ego, como suele hacer la crítica que parte del punto de vista, sino para lograr una resonancia que pulse a sus lectorxs, que los mueva hacia una dirección compartida, común. Pero aquí surge una cierta salvedad: re-construir la vida no debe circunscribirse a uno mismo, sino, apelando a la ficción, plegar sobre uno las lecturas que hemos realizado, que son, a fin de cuentas, las que nos permiten ampliar, así sea vicariamente, la comprensión de la propia vida, gracias a lo común que tenemos con quienes han nacido antes o que nacerán después, reales o no. En otras palabras, es la alteridad la que nos permite conocernos, aunque esa alteridad sea de papel. Clarice lo dice mejor en La pasión: “el primer paso en relación con el otro es hallar en uno mismo al hombre de todos los hombres. Toda mujer es la mujer de todas las mujeres, todo hombre es el hombre de todos los hombres, y cada uno de ellos podría presentarse dondequiera que se juzgue al hombre. Pero solamente en inmanencia, porque solo algunos llegan al punto de reconocerse en nosotros. Y entonces, por la simple presencia de su existencia, revelar la nuestra” (111). Para mí, este es o debería ser el rol de la crítica como decisión, asumiendo la ficción como método, lo que implica, en el caso del libro que estamos comentando, no jerarquizar la materia, a pesar de mi insistencia en ella. Dado su borramiento, más que preeminencia, lo que intento es materializar la mirada y, al mismo tiempo, visualizar la o las materias con las que escribimos, materias que no se reducen solo a nuestro cuerpo (a nuestras manos, a nuestros ojos, a nuestro cerebro), sino también a la página y el libro en su conjunto, así como también al computador, al lápiz con el que subrayamos, la libreta o las fichas en las que tomamos apuntes y seleccionamos citas. Esto último es algo que aprendí de Luce Irigaray, precisamente en su crítica radical al falogocularcentrismo. Como muestra en Espéculo, la materia siempre ha sido feminizada y de ahí degradada, por lo que no es de extrañar, como recordó Leroi-Gourhan, que el cojo y sudoroso Hefesto, dios del fuego y la forja, el dios al que Prometeo le robó sus saberes para plasmar al humano, sea un dios denigrado y ridiculizado. Hefesto es el dios de los artesanos y de todos aquellos que ficcionan con sus manos, lo que incluye a quienes lo hacen con un lápiz o con un teclado, aunque no se repare en ello. La ficción, en tanto plasma, etimológicamente recuerda que la imaginación es siempre un acto material, un modo concreto de recibir forma y de dar forma. Por supuesto que este no es el único concepto que podemos reciclar —pues así es como me siento trabajando sobre la ficción, dado que está prácticamente en desuso si miramos los diccionarios contemporáneos—, para encarar el mundo que nos ha tocado en suerte, pero es uno, aventuro, de suma relevancia, pues, posiblemente su desplazamiento por la no ficción haya permitido que la dificultad para imaginar alternativas no apocalípticas ante la crisis climática sea algo tan difícil de revertir. De ahí que el chthuluceno propuesto por Donna Haraway puede muy bien dar lugar al ficcionoceno, una época en la cual “nutrir, inventar, descubrir o improvisar de alguna manera formas de vivir y morir bien de manera recíproca” se dé “en los tejidos de una tierra cuya misma habitabilidad [ya no] esté amenazada” (196).
En cuanto a las ficciones críticas y, agregaría, teóricas, me resultan muy estimulantes. Por si nos da el tiempo, de Julio, retoma un estilo que encontramos primero en Respiración artificial y luego en Crítica y ficción, que parece ser distinto en cada nueva edición. (Podría ahondar en el trabajo de Julio, pero lo dejo para un poco más adelante). También podríamos considerar a Josefina Ludmer y su libro dedicado a la postautonomía (término y propuesta que nunca he compartido), pero, para referir un libro un poco más cerca nuestro, que me gustaría recordar, tal como leemos en la tapa, retrato desnatural, de evando nascimento. El título completo “retrato desnatural (diários – 2004 a 2007)”, y unos pocos centímetros bajo el nombre del a(u)tor (actor/autor en portugués), aparece un término que no se encuentra en la página legal, por lo que no forma parte del título: “ficção”. Se trata, empero, de una verdadera clave de lectura y no de una ironía, como se podría pensar a primera vista. Es cierto que lo que tradicionalmente suele caracterizar los textos considerados “referenciales”, como el diario, junto a las cartas, las memorias y las autobiografías, es precisamente su distinción respecto de la ficción y su acento en los “hechos”, pero ello solo es posible si la definición con la que se trabaja se encuentra inscrita bajo el orden de la mentira. No obstante, insisto en que la ficción no tiene nada que ver con lo “no cierto”, ni menos con lo que “realmente” no tiene existencia, sino con el trabajo sobre un material, sea este el barro, la harina o el lenguaje. Ello implica que la ficción comparte con la performatividad el hecho de que se trata de un tipo de discurso que actúa, que tiene efectos que importan más que sus posibles o imposibles sentidos o significados. La ficción se sustrae así a la oposición entre lo verdadero y lo falso. De ahí que al a(u)tor de retrato desnatural se lo deba entender literalmente como “un actor performático” y no como un “yo” empírico que narrará algunos momentos de su vida. Acentúa esta performatividad el modo en que se ha inscrito el propio nombre del “a(u)tor”, que ha decidido suspender las mayúsculas, para devenir un sustantivo común. Se trata de una decisión que solo podemos ver sobre la tapa –hecho que algunos comentadores han pasado por alto–. Al hacerlo, al minorizar el nombre, se establece de entrada la diferencia entre el nombre propio y la firma. Como la paternidad, al decir de Joyce, la autoría es una ficción legal, establecida aquí mediante un contrato. El copyright está escrito en mayúscula. Esta diferencia, como recordó Antonio Cicero, pone en juego la relación entre autor, narrador y personaje, tríada que todo texto articula, pero que no siempre se explicita: “se volvió imperativamente necesario escribir en primera persona, pero sin ingenuidades, con todos los disfraces”. No es, por tanto, a partir de la vida de Evando Nascimento que se escribe retrato desnatural, sino, por el contrario, es retrato desnatural el que ficciona la vida de Evando Nascimento, una vida, por cierto, “que se hace de instantáneas (snapshots)”, razón por la cual posiblemente se trate de uno de los diarios más “verdaderos” y ficticio de los que tengamos noticias. Este sigue siendo el libro de Evando que más aprecio, por la radicalidad con que asumió la relación entre vida, crítica y ficción. Por el contrario, las ficciones críticas de Raúl Antelo, si bien interesantes, permanecen enmarcadas en el formato académico, con un aparataje de citas que parecieran estar no tanto al servicio de la argumentación, sino a la exhibición de cierto grado de erudición, cuestión innecesaria en el caso de Raúl, porque cualquier que converse con él o lo escuche puede percibir su tremenda capacidad intelectual. Con todo, María con Marcel es un ensayo que, si eliminamos una parte importante de las notas, sería aún más maravilloso.
ECP: En la compleja y heterogénea trayectoria parece cristalizar, también, una pregunta por la función del/de la intelectual. Se trata de un problema que evidentemente te ha interesado. ¿Cómo piensas esa función en el presente? O, mejor: ¿en qué tradición se inscribe tu propuesta de acto crítico?
rrf: Me parece muy acertado cerrar la entrevista con una pregunta por el rol del intelectual, rol que ha cambiado profundamente en los últimos años principalmente debido a la empresarización de sí que permea el mundo académico, lo que indica, por cierto, la ruina del estereotipo de la torre de marfil, pero también de la figura del intelectual, una figura totalmente moderna, por lo que habría que tratar de reimaginarla, así sea mirando al pasado, que, como diría Walter Benjamin, está lleno de novedad. Por ello mismo, no sé si mi trabajo se inscribe dentro de alguna tradición, lo que sí puedo señalar es que la noción de intelectual me sedujo desde niño, gracias a una enciclopedia que había en casa, donde leí sobre Voltaire y Diderot, así como también de Rousseau, de Olympe de Gouges (feminista y antiesclavista), el romanticismo, etc. Hoy sé que se trataba de un anacronismo, y donde decía intelectual, debía decir filósofo. No era la Enciclopedia Británica, pero comprendí muy bien en aquellos tomos lo que implicaba una actitud contra el orden establecido jerárquicamente, un orden que podía impugnarse de distintas maneras, algunas indirectas, como las Cartas inglesas de Direrot —aunque, pensándolo bien, su embestida no fue tan velada—, o de manera frontal, como El 18 de brumario de Luis Bonaparte, de Karl Marx. Y hablando de Marx, la biografía de Mary Gabriel, Amor y capital, centrada en su historia con Jenny, nos muestra un hombre, con un padre, que no encaja con la imagen que tanto la izquierda como la derecha se han hecho de él. Su preocupación por la enseñanza y la formación de sus hijas, por no mencionar sus textos directos como Salario, precio y ganancia, pensados fundamentalmente para el medio sindical, dan cuenta de una confluencia entre el rol intelectual y el rol de maestro, de profesor, cuestión sobre la que volveré más adelante. Marx era un excelente orador, y esa oralidad se traspasa a sus escritos, de los cuales el Manifiesto sigue siendo un texto bellamente escrito, lo que lo vincula directamente con la literatura. Marx era un lector voraz, además de un gran estilista. Su empleo de la metáfora prácticamente no tiene comparación dentro de la “tradición” marxista.
Con todo, el intelectual sigue siendo un término que gatilla escrituras, y generalmente se hace referencias a sus modalidades más conocidas, como la idea del intelectual comprometido (l’intellectuel engagé) a la Jean-Paul Sartre, la del intelectual específico, de Michel Foucault, y la del intelectual exílico, presentada y representada por Edward Said, a la que le endilgó, estratégicamente, cierto amateurismo, posición que me atrae sobre todo al momento de acercarme a lo que me interesa, sin ser especialista, pues no pocas veces los “expertos” se vuelven ciegos. Bueno, estas figuras y sus modalidades me resultan importantes sobre todo por la coherencia con que asumieron el rol público, nunca del todo desconectada de la vida privada. Tan solo me distanciaría del humanismo de Sartre y de Said. Sin embargo, no puedo dejar de señalar que Fuera de lugar es un texto hermoso, que da cuenta de una honestidad impresionante, poco común en los medios universitarios, donde se tiende a mostrar una historia personal libre de estupideces infantiles y adolescentes, como leemos en las biografías del mismo joven Sartre, por ejemplo. Pero este libro llega hasta el momento en que Said deja de ser una especie de dandi y se politiza. Para lo que sigue, no nos queda más que leer sus primeros libros, del cual Orientalismo es sin duda su principal obra de intervención política, que lo catapultó a la escena pública con altos costos, como el atentado a su oficina en Columbia. En cuanto a Foucault, la biografía de Didier Eribon es muy clara a la hora de mostrar esa coherencia que tanto me interesa, una coherencia que la biografía de James Miller, quizá más leída, tergiversa en pro de mostrar toda su trayectoria a partir de un hecho menor acaecido junto a su padre médico: la asistencia a una autopsia cuando era niño. La sangre que habría visto aquel día explicaría su gusto por Sade, su pulsión por la noción de poder, etc. Escribí sobre ello hace unos años (2011), mostrando las estupideces de Miller, así como también el apoyo que lamentablemente recibió de Said para su biografía. Miller, como hoy Benjamin Moser, es un biógrafo sensacionalista que afirma trabajar con los “datos”, cuando en realidad los están manipulando (y tomando de otros) en función de falsos principios a priori (fundamentalmente psicoanalíticos), como vemos muy claro en el caso de Foucault, pero también en la biografía de Clarice Lispector que ha escrito Moser, que es pésima y no aporta nada interesante en relación a las biografías de Nádia Battella Gotlib y Teresa Montero. Pero bueno, aquí tenemos algunas de las principales modalidades, más que tradiciones, de lo intelectual, por las cuales tengo admiración. Es más, creo que no es posible, por lo menos hoy, hablar de “tradición intelectual”. De ahí que quisiera sumar modalidades que no suelen colocarse dentro de esta escueta y masculina lista. La primera es Virginia Woolf. Por supuesto que Un cuarto propio es un libro que me atrapó de principio a fin, pues su escritura imaginativa le endilga al ensayo una potencia para mostrar las injusticias como lo no lo puede hacer una crónica. La escena de la ficticia hermana de William Shakespeare es simplemente desgarradora. Pero donde encontré un posicionamiento más arriesgado aún fue en Tres guineas, ensayo en el que ficciona tres cartas de respuesta a la solicitud de apoyo económico para diversas causas, entre estas, la primera, el apoyo solicitado por un caballero culto a fin de prevenir la guerra que se avecina, al tiempo que se le pide su consejo para evitarla. Su respuesta, contra lo esperable, será una rotunda negativa. Compartiendo la necesidad, Woolf renuencia a aliarse con el mundo público de los hombres, del cual ha sido expulsada. Pero, además, tiene claro que existen diferencias fundamentales que harían imposible que los hombres cultos comprendieran sus decisiones, cuestión que demuestra algunas recepciones de sus ensayos. Y mientras responde a las inquietudes y propuestas del hombre culto, Woolf analiza las otras dos cartas: una que solicita fondos para la reconstrucción de una universidad femenina y otra que busca apoyo para una organización destinada a facilitar el acceso de las mujeres al ámbito profesional. A través de estas peticiones, Woolf expresa sus críticas a la estructura educativa y laboral, señalando cómo estas fomentan las mismas actitudes que alimentan el fascismo, tanto a nivel nacional como internacional. Finalmente, llama a las mujeres a fugarse de las instituciones patriarcales, a desertar de aquellos espacios que las mujeres solo pueden ocupar bajo la lógica masculina que los domina. Publicado en 1938, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Tres guineas es un libro lleno de coraje e imaginación, que da cuenta de una posición ética excéntrica, pues a pesar de tener éxito con sus libros, Woolf no forma parte de la escena pública, por lo que su condición de intelectual es bastante marginal y lo fue aún más gracias a este ensayo, que no fue bien recibido, por manifestar claramente posiciones feministas, pacifistas, antifascistas y antiimperialistas, todas posiciones de las que se cuidaban muy bien los cultos hombres de Inglaterra.
Otra modalidad que por la que tengo gran admiración es la que se cristaliza en nombre de Walter Benjamin. A pesar de su actual popularidad dentro y fuera del mundo académico, habría que comenzar recordando la precariedad desde la que escribía, como muestran muy bien las Cartas de la época de Ibiza. Sin embargo, la precariedad no le impedía a Benjamin operar con una tremenda libertad a la hora de abordar problemas que no le importaban, material, estética y filosóficamente, a muchos de sus colegas. Su interés por el coleccionismo, por los libros y juguetes infantiles, por las cartas, por las historietas y el arte popular, por el productivismo ruso (tan importante para ediciones mimesis), por las vitrinas y la moda, por la publicidad, y un largo etcétera que nos llevaría al cine, el arte y la fotografía, no solo se publicaron en textos que hoy son referencias insoslayables de la crítica, sino que a algunos también les dio una forma que aún sigue siendo heterogénea al mundo académico. Calle de dirección única, Alemanes, Infancia en Berlín hacia 1900, sus aforismos, y el póstumo Libro de los pasajes son una prueba de su preocupación por la forma y el estilo, y a todo ello podríamos sumar su tesis sobre el barroco alemán y lo que se conoce como ”Sobre el concepto de historia”, aunque no pocos de los trabajos que se le dedican al conjunto de sus escritos resultan ser bastante académicos, es decir, tradicionales. Benjamin llevó el montaje a la escritura como nadie antes y después de que él lo hiciera. Personalmente, hoy por hoy me encuentro releyendo sus textos dedicados a la infancia, en la que él vio un principio epistemológico que muy bien podemos retomar. Las y los niños tienen un nivel de observación no del todo domesticado, con un oído que no es inferior a la visión (como lo será cuando aprendan a leer de manera fluida), a la vez que cuentan con una apertura para lo desconocido que suele no jerarquizar el mundo que les rodea. Benjamin lo entrevió, y él mismo montaje tiene algo de juego infantil cuya potencia debemos seguir explorando.
Otras modalidades claves para mí son la de Franz Fanon y la de Aimé Césaire. Piel negra y máscaras blancas, así como Cuaderno de retorno a un país natal y Discurso sobre el colonialismo son, uno, un magnífico libro de crítica literaria, el que sigue un hermoso poema, un poema que cala cuando leemos sobre “el terrible repiqueteo en la carne blanda de la noche de una singer que mi madre pedalea, pedalea por nuestra hambre, de día y de noche” (41), mientras el tercero es un posicionamiento fuerte y claro sobre una Europa indefendible, porque antes de que los europeos fueran víctimas del nazismo, fueron sus cómplices, dado que “hasta entonces, no se había aplicado más que a pueblos no europeos” (316). En fin… podría continuar señalando autoras y autores que me han llevado a tener una posición in(ter)disciplinaria, como Bell Hooks, Gloria Anzaldúa y Donna Haraway (intelectuales que tuve la suerte de enseñar, gracias a Alejandra Brito, allá por el 2001, cuando comencé a ser su ayudante y me dio la posibilidad de hacerlo). Pero en términos más cercanos, fue Ángel Rama la figura clave que me llevó a desarrollar una preocupación por América Latina en su conjunto, no por La ciudad letrada, un libro, como he señalado en otra parte (2022), todavía mal comprendido, sino por la pasión con que asumía lo que me gusta llamar el “trabajo intelectual”, un trabajo que le llevaba a estar al día con la producción cultural prácticamente de todo el continente y más allá de este, si pensamos en los múltiples exilios provocados por las dictaduras de la segunda mitad del siglo XX, en condiciones en que los principales medios de comunicación eran la carta y el teléfono. Hoy, con internet, la situación ha cambiado, pero ello mismo es lo que nos lleva a sorprendernos de la magnitud de sus lecturas y ensayos, escritos en una pequeña máquina. Ahora bien, como no creo que podamos hablar de tradición, sí me gustaría establecer la idea de afinidad intelectual, una afinidad que se puede reconocer entre Silviano Santiago, Nelly Richard y Julio Ramos, una afinidad a la que me siento muy cercano. Son, en otras palabras, figuras intelectuales determinantes para mi trabajo y ello desde cuando realizaba la maestría (aunque el trabajo de Nelly lo conocía desde antes). La importancia continental de la Revista de Crítica Cultural, dirigida por Nelly, y diseñada de una forma muy singular, marcó mi modo de pensar lo que es una revista e incluso una editorial. Proyectos como estos deben contar con una política editorial, no con un comité de referato, y la línea que Nelly le dio a su revista todavía muestra la irrelevancia de las revistas académicas que se han plegado, no pocas veces de manera voluntaria, a la indexación y la consiguiente estandarización. En un texto que ya tiene sus años, Nelly recordaba la invitación a escribir por parte de una revista universitaria interesada en pensar la “Universidad en transición”, en concreto, a pensar sobre “el lugar que ocupa la Universidad en los nuevos escenarios de generación y difusión del conocimiento” y “la organización de áreas que no caben en ninguna de las facultades tradicionales o qué sentido tienen las disciplinas humanistas”. Pero esta invitación, señalaba, “iba acompañada de un documento llamado ‘sistema de normas editoriales’ que les pedía a los autores ceñirse a una rígida normativa de presentación (títulos, resúmenes, notas, bibliografía, etc.) destinada a uniformar la suma de los textos de los autores invitados bajo una misma convención escrita” (71). Y concluye: “la universidad se mostraba dispuesta a revisar críticamente los ‘contenidos’ de su modelo, pero no su ‘forma’: su diseño de habla y composición del saber, el significante escrito de su discurso académico-institucional. Sin embargo, debatir los modos enunciativos de puesta en forma del conocimiento (sus técnicas de discurso, sus reglas de exposición, sus modos de presentación) tiene vital importancia a la hora de querer movilizar nuevas prácticas teóricas capaces de sacudir la rutina institucional de los saberes normalizados con sus rebeldías de escritura” (72). La insistencia de Nelly en la forma y el estilo me llevó incluso a cuestionar el modo en que se emplea la bibliografía (que facilita la contabilidad de las citas, a fin de determinar el famoso factor de impacto), al tiempo que me permitió fortalecer el interés que venía desarrollando por subvertir los modos de escribir, empleando diversas tipografías y alterando sus tamaños y disposiciones lineales, jugando con los márgenes y fragmentando la escritura.
En cuanto a Silviano, me fascino su libro Uma literatura nos trópicos, publicado inicialmente en 1978. Desde la carta de Pêro Vaz de Caminha a Caetano Veloso, Sérgio Sant’Anna y la estética de la curtiçao, pasando por Machado de Assis, José América de Almeida y Raul Pompéia, aquí no hay jerarquías. La literatura deviene crítica, y la crítica, ficción. Un libro en el que se escribe, con la misma rigurosidad, sobre música popular, cartas coloniales, ficción y teoría; un libro en el que se celebra la forma en que movimientos contraculturales rompen la falsa distinción entre lo erudito y lo popular, a la vez que realiza un detallado análisis del empleo de la retórica; un libro en el que la distinción “original” y “copia” es deconstruida. Y quizá lo más extraño: a pesar de su heterogéneo índice, en este libro la literatura no ha perdido su relevancia, adquiriendo así una posición anómala: Uma literatura nos trópicos persiste en la potencia de la ficción, lo que lo presenta hoy, bajo un tiempo dominado por la llamada postautonomía, a la que no le interesa mayormente si lo que se lee es o no literatura, como un libro anacrónico. En aquel libro Silviano no hacía estudios culturales ni postcoloniales, sino algo más interesante aún: pensaba sin etiquetas y sin conceptos neutralizadores, y en cambio decidía como estrategia centrarse en los problemas que encontraba en los propios textos. Lo que aprendí de Silviano, finalmente, es un modo de acercarme a las culturas metropolitanas, no tanto para mostrar igualdad de condiciones, sino, como en su ensayo sobre Eça de Queiroz, para afirmar y celebrar la diferencia latinoamericana. “Eça, autor de Madame Bovary”, parece ser el ensayo donde Silviano comienza a desarrollar la forma-prisión como posibilidad teórico-literaria o como ficción teórica, que disloca la forma-prisión del matrimonio y la forma-prisión de un texto considerado “original”. Lo que se pretende en ambos casos es la transgresión explícita a un modelo (familiar, patriarcal, metropolitano) que opera como prisión, para completarlo agregándole un fin imaginario. Otro y diferente. En el ámbito de la ficción, una vez que el “modelo” ha sido reescrito, “original” y “copia” se suplementan hasta constituir parte de un mismo, aunque heterogéneo tejido.
Vayamos ahora a Julio Ramos. Julio, aunque él quizá no lo vea así, es hoy sin duda el intelectual más relevante de América Latina y de quien más he aprendido, no solo por la lectura y edición de algunos de sus trabajos, sino gracias al don de la conversación. La originalidad de sus lecturas no tiene parangón, aunque es palpable en él la importancia que tuvieron en su formación la pasión crítica de Josefina Ludmer y Silvia Molloy. Desencuentros de la modernidad (1999), su primer libro, ya da cuenta del modo en que se acerca a los materiales, abordando a José Martí desde la crónica, por entonces un corpus bastante obliterado. Pero es en Paradojas de la letra, sobre todo en su última edición (2022, la primera es de 1996), donde encuentro la acentuación o cristalización de su singular modo de leer. Reparemos de entrada en algunas de las figuras que pueblan este libro: un mono que puede hablar (pero que no lo hace, para que no lo hagan trabajar), un esclavo (que escribe una autobiografía), una mulata, otro esclavo (que se tragó la lengua para no hablar), el cólera (abordado por la salud y la moral), otra esclava y su parentela, una paria que viaja al país natal (a fin de cobrar una herencia), una anarquista que en 1915 se vestía de hombre (siendo, por ello, encarcelada), un exguerrillero (condenado a pena de muerte, y salvado por escribir poesía), y un librero anarco-comunista que en la cárcel se vuelve abogado (autodidacta). Desencuentros de la modernidad se encontraba poblado por figuras (o firmas) bien diferentes como Domingo Faustino Sarmiento, Andrés Bello, Eugenio María de Hostos, José Martí, José Enrique Rodo, entre otros. A primera vista, el contraste parece evidente, letrados, por un lado, el resto, por otro, pero si nos detenemos en el modo en que Julio lee el archivo, lo que emerge es más bien una zona gris, intermedia, una zona donde los límites, cualesquiera sean, terminan difuminados a tal punto que la letra ya no opera solo con el signo de la dominación, como en Rama, sino también con el de la emancipación, aunque ni una ni otra cuenten con garantías previas de efectividad. La letra es un campo de batalla, para quienes la detentan y para quienes la usurpan. Se trata de un movimiento que no es explícito ni evidente, y que solo logramos advertir bajo la escritura ensayística que nos dona el ejercicio intelectual de Julio. No pretendo obliterar la distancia entre Desencuentros y Paradojas, aunque si tan solo se reparara en cada una de estas palabras, desencuentros y paradojas, se debiera entonces advertir el juego de desestabilizaciones llevado a cabo en ambos libros, con la salvedad de recordar que no se dan de la misma manera. En el primero, lo que Rama vendrá a llamar “ciudad letrada” aparecerá como un “dispositivo contradictorio del poder”, problematizado, por ejemplo, a partir de un género híbrido como la crónica, cuya autoridad se encuentra cimbrada por las necesidades del mercado. Julio da cuenta de los modos en que la centralidad de la letra es atravesada por inflexiones que solo obliterándolas se puede hablar de su sacralización y autonomía. Por el contrario, en Paradojas, será precisamente un acento mayor en las inflexiones, radicalizadas, lo que operará como clave de lectura, hasta encandilar la letra y desquiciar su racionalidad, sostenida generalmente por el discurso jurídico. Como señala en “La ley es otra”: “¿Qué provoca la búsqueda, los pasos del arqueólogo que se introduce en el archivo de la ley, para leer allí, a contrapelo del aparato judicial, aquello que la ley misma con su peso borra?” (énfasis agregado). De manera que lo que Julio llama “la ambivalencia del trabajo diacrítico de la escritura en los límites del poder” bien puede ser comprendido como una “máquina de lectura”, su máquina, que estratégicamente selecciona y recorta materiales que desajustarán las fronteras que resguardan a la letra y sus letrados, al tiempo que posibilitan momentos de subjetivación política. Si la palabra no estuviera tan manoseada, diría que Julio tiende a trabajar con figuras “excéntricas”, por lo que prefiero hablar de figuras liminales. A partir de ellas logra encontrar en el archivo la ley que lo desestabiliza, pues es el archivo mismo el que contiene su propia deconstrucción. Pero esta solo entra en movimiento cuando el crítico inclina la mirada hacia un punto de la masa amorfa que constituye a todo archivo y que, por su sola presencia, ahora relevada/revelada, podrá remecer la superficie sobre la que se erige la escritura de la ley y la ley de la escritura. El archivo, muestra Julio, no tiene principio ni mandato. Es pura an-arquía, pero hay que saber leerla.
La afinidad entonces que encuentro entre Nelly, Julio y Silviano tiene que ver con la forma en que asumen el trabajo intelectual, operando con materiales no canónicos o leyendo no canónicamente autores como Martí o Antonio Machado. Por otra parte, su explícito compromiso con el ensayo y la defensa de formas no estandarizadas de escritura le endilgan a sus trabajos una fuerza que hace palidecer las publicaciones formateadas por las editoriales universitarias del norte global. Pero hay un punto más que comparten sobre todo Julio y Silviano: su compromiso con la formación académica, pues se les reconoce no solo como intelectuales o críticos, sino también como profesores. De ahí que para concluir esta respuesta y esta entrevista, que se ha estado extendiendo, quisiera moverme de la figura del intelectual y sus modalidades, a la figura del profesor, que deberían ir juntas, y lo hago de manera más rotunda gracias a la novela El último samurái, a la que Schönberg le permite a su autora, de manera no explícita, poner en juego cierta idea de maestro y de formación y enseñanza. En el prólogo a su Tratado de la armonía, Arnold Schönberg presenta la noción de profesor con la que trabaja, y que Helen DeWitt ha desarrollado en su novela a través de las enseñanzas que Sibylla le ha impartido, tanto a través del juego como de sus conversaciones, a su hijo Ludo, que jamás es tratado como un receptáculo pasivo: “Este libro”, escribió Schönberg, “lo he aprendido de mis alumnos. Cuando yo enseñaba, jamás me propuse decir al alumno solo ‘lo que yo sabía’. Más bien buscaba lo que el alumno no sabía. Sin embargo, no era esta la principal cuestión, a pesar de que yo, por esto mismo, estaba ya obligado a encontrar algo nuevo para cada alumno. Sino que me esforzaba en mostrarle la esencia de las cosas desde su raíz. Por eso no existieron nunca para mí esas reglas que tan cuidadosamente instauran sus redes en torno al cerebro del alumno. Todo se resolvía en instrucciones tan poco obligatorias para el alumno como para el profesor. Si el alumno puede prescindir de ellas, tanto mejor. Pero el profesor debe tener el valor de equivocarse. No debe presentarse como un ser infalible que todo lo sabe y que nunca yerra, sino como una persona incansable que busca siempre y que, quizá, a veces, encuentra algo” (énfasis agregado). Y poco más adelante, agrega: “Si me hubiera limitado a decirles lo que yo sabía, ellos hubieran aprendido eso y nada más. Así quizá sepan incluso menos. Pero saben de donde puede venir el conocimiento: ¡de la búsqueda! ¡Espero que mis alumnos busquen! Porque han llegado a saber que se busca solo para buscar. Que el encontrar es, en efecto, la meta, pero que muy a menudo puede significar también el final de esa tensión fructífera. Nuestro tiempo busca mucho. Pero ha encontrado ante todo una cosa: la comodidad… ¡La comodidad como concepción del mundo! El menor movimiento posible, ninguna sacudida. Los que aman tanto la comodidad jamás buscarán allí donde no tengan la seguridad de que hay algo que encontrar”. Para Schönberg, entonces, el movimiento es clave para la búsqueda, mientras la comodidad es detención, o, en sus palabras, “paralización”, pues “solo el movimiento es capaz de conseguir lo que el cálculo no logra”. De manera que el profesor que se limita a transmitir únicamente “lo que sabe” y no demuestra pasión por lo que enseña, un profesor que, como diría Massimo Recalcati, es incapaz de transmitir el deseo, de erotizar el saber, está pidiendo muy poco de sus alumnos. De ahí que el impulso deba nacer de él mismo, contagiando su inquietud, su pasión, a las y los estudiantes. Así, ellos también se sentirán motivados a buscar y explorar. Por lo tanto, en Schönberg, queda claro que la principal tarea del profesor-intelectual es “sacudir de arriba abajo al alumno”. Una vez que el alboroto inicial generado por este impacto se disipe, todo probablemente encontrará su equilibrio… o tal vez nunca lo haga, lo que implica que no hay garantías. Al cierre de la novela, Ludo puede ser un futuro premio Nóbel de física o de matemáticas, un viajero (no un turista) o un experto jugador de cartas. La transmisión del deseo, por otra parte, no se compara para Schönberg con el trabajo de un teórico, sino de un artesano, como el de un ebanista, que enseña un oficio antes que una profesión, por lo que “jamás se le ocurriría tenerse por un erudito, aunque conociera muy a fondo su profesión” (página). De manera que la diferencia entre un teórico o un intelectual tradicional y un artesano estriba únicamente en la observación, la experiencia y la reflexión, así como en el conocimiento de las condiciones del material con que trabajan. Pero todo ello no tendría la fuerza que se podría alcanzar, si se atuvieran a la imposición de reglas que dictan cómo laborar. Entre las muchas críticas y los variados halagos que Sibylla recibe por haberle enseñado griego a su hijo desde tan pequeño, jamás surge la posibilidad de aprender el griego simplemente porque es una lengua hermosa, es decir, la posibilidad de aprender por el placer de aprender, de buscar por buscar, sin necesidad de encontrar. Fue cuando Ludo dejó de poner a prueba a posibles padres (el suyo, un escritor mediocre de bestsellers, y a otros cinco más, un filólogo, un viajero, un físico, un artista, a un apostador y, finalmente, a un músico), disponiéndose simplemente a entrar en movimiento, aunque siempre tomando de ellos alguna enseñanza, dio azarosamente con una figura que podría cambiar la vida de su madre, que es, finalmente, lo que sin darse cuenta comenzó poco a poco a anhelar en sus búsquedas paternas. A los trece años, Ludo comprendió que su madre era una maestra a la que no le preocupaba si su hijo era o no un genio, sino una que le transmitió, a través de los libros, un modo de habitar el mundo. Y como señala Dewitt en el epílogo, “A Ludo no le cuesta imaginar lo que podría haber sido con las oportunidades que Val Peters [su padre] consideraba apropiadas para su edad [Plaza sésamo]. Es mucho más difícil imaginar lo que uno podría haber sido con mejores oportunidades, mayores desafíos. Teniendo en cuenta que no existe una edad en la que las oportunidades ofrecidas a Ludo sean la norma, no sabemos si era un genio o no, solo que es una rareza en una sociedad con unas expectativas muy bajas” (501).
Quise terminar de responder a partir de la figura del maestro, porque las primeras universidades se configuraron teniendo como antecedente el taller artesanal. De ahí vienen términos como maestro y facultad, y un tiempo de formación universitaria que itera el de la formación de un aprendiz, cinco años, más una práctica, como he mostrado con cierto detalle en La universidad sin atributos (2020). La universidad era un gremio, tal como lo era el de los herreros o mueblistas. De ahí que prefiera la noción de trabajo intelectual antes que la de función o rol intelectual, que pone el acento en lo mental antes que en lo material y físico. La condición intelectual. Informa para una academia (2018) ofrece los argumentos críticos y teóricos para sostener tal opción. Una opción que se articula por mi interés material por la escritura y sus formas. Después de todo, el artesano también es alguien que se dedica al montaje, que ensambla piezas. Universitas no tiene que ver con la posibilidad de enseñar el saber en su heterogeneidad o la totalidad de las ciencias (universitas litterarum), como generalmente se cree; se trata más bien, en su primera acepción, y según este diccionario, de un ensamble (ensemble), esto es, de un gremio que acoge o recibe a todos, y solo secundariamente refiere al mundo o al universo. Pero hay una acepción más, que entronca con la primera: comuna (commune), reunión de habitantes de una villa. Solo en penúltimo lugar refiere a universidad o academia, y entendiendo por tal “reunión [ensemble] de personas, maestros y estudiantes [élèves], que participan de la enseñanza en una villa”. De manera que la idea de universidad nombra una comunidad, una comunidad que, para el caso que nos preocupa, se da entre aquellos que enseñan y aquellos que aprenden. De ahí que Lewis Mumford señalara que fue para cumplir con sus propósitos sociales que los primeros universitarios, estudiantes y profesores, se constituyeron como gremio. Y si se quiere dar con el nombre con el que primero se conoció “formalmente” en sus inicios la enseñanza superior, en tanto institución del saber, fue el de Studium generale, que no nombra una abstracción sino una materialidad. Por eso las universitas eran de maestros o de estudiantes o de ambos, como también lo eran de carpinteros y comerciantes. El intelectual, por tanto, tiene que operar ante todo como maestro universitario, asumiendo como tarea la transmisión no del saber, sino del deseo por el saber. Sin embargo, para que hoy dicha tarea se mantenga, dado que ha sido fuertemente golpeada por la neoliberalización de la universidad, se requiere retomar una tradición anacrónica, la de la universidad como gremio, la única tradición, por cierto, en la que me gustaría que mi trabajo crítico se reconociera.
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