Ascensión y caída del lulismo
Por: Idelber Avelar
Foto: Valter Campanato
El teórico literario y crítico cultural propone un recorrido de lectura retrospectivo para analizar el funcionamiento del sistema político brasileño y sus anquilosados mecanismos de blindaje. Relee antagonismos, contradicciones y oxímoros en la retórica lulista y cuestiona el alcance de las conquistas sociales en términos reales. Idelber Avelar reivindica el rol activo de las multitudes, de izquierda y de derecha, en las calles desde el 2013 y cuestiona el término “golpe” para referirse a la destitución de Dilma. De este modo se posiciona contra un olvido: la presencia de las multitudes en el origen de la destitución de Dilma. En ese sentido, el autor concluye que “la retórica del golpe obstaculiza la propia lucha contra el gobierno Temer, que no es sino una rigurosa continuación del gobierno Dilma”.
Hay una portada de 2009 del bastión del periodismo liberal, The Economist, con el Cristo Redentor y el titular Brasil despega. Era el auge. Brasil conquistaba la condición de país sede del Mundial de Fútbol y de los Juegos Olímpicos, Lula llegaba a 85% de aprobación popular y 36 millones de brasileños habían dejado la pobreza. El país resistía a la crisis provocada por el colapso de las hipotecas estadounidenses gracias a políticas keynesianas de estímulo al mercado interno y la estabilidad económica heredada de los gobiernos de Cardoso en los años 90 se combinaba ahora con el combate a la pobreza propio de los gobiernos de Lula. Brasil dejaba de ser el país del futuro. El futuro había llegado.
Menos de siete años después, la desigualdad ha vuelto a crecer, hay 12 millones de desempleados, el PIB ha encogido por seis trimestres consecutivos en una recesión que diezmó 10% de la riqueza del país, se vive un escándalo de corrupción en que se desvendó el robo de lo equivalente a un Uruguay entero de una sola empresa, todo el sistema político está en colapso y un impeachment con aires de farsa ha tumbado a Dilma Rousseff, que atravesó todo el año de 2015 arrodillándose ante ladrones y tratando de salvar su mandato en medio de una de las más bajas tasas de aprobación de la historia de la democracia, nada menos que 9%.
¿Qué ha pasado?
La peor manera de desentender este proceso es empezar con el 12 de mayo de 2016, fecha de la apertura del proceso de impeachment en el Senado. Hay que retroceder y detenerse en algunos rasgos del sistema político brasileño, que tiene poco en común con los otros países latinoamericanos. Al contrario de los sistemas centroamericanos, tradicionalmente bipartidistas y escindidos entre liberales y conservadores, al contrario del sistema chileno, triádico (compuesto por las derechas, divididas entre pinochetistas y liberales, el centro demócrata-cristiano, y las izquierdas, divididas entre socialistas y comunistas), al contrario del sistema argentino, en que una gran fuerza – hasta los años 1940 el radicalismo, después el peronismo – opera como polo organizador de todo el campo, en Brasil el sistema funciona a partir de la proliferación de partidos fisiológicos para los cuales la ubicación en el espectro ideológico importa menos que las alianzas de conveniencia basadas en la oferta de cargos en aparato estatal, la cesión de tiempo de televisión en las campañas electorales y el soborno puro y simple.
Ningún partido elige el Presidente acompañado de más de 25% del Congreso. En los últimos 20 años, la fórmula que garantizó la gobernabilidad, tanto bajo el Partido de los Trabajadores (PT, de Lula y Dilma) como bajo el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, de Fernando Henrique Cardoso, originalmente de centroizquierda y cada vez más un partido de centroderecha), ha sido la construcción de bloques de apoyo anclados en el chantaje, la negociación a puertas cerradas y el intercambio de favores. Este es el sistema que el filósofo Marcos Nobre ha tildado pemedebismo, a partir del PMDB, federación amorfa de caciques regionales, partido epítome de ese arreglo y desde 2005 el principal socio del PT en el ejecutivo federal. El pemedebismo, según Nobre, tendría como rasgos el gobiernismo (está siempre en el poder, no importa quién gane las elecciones), la producción de supermayorías legislativas, el cierre máximo a la entrada de nuevos miembros y el bloqueo a los adversarios detrás de las cortinas, evitando el embate discursivo en el cual las posiciones fueran explicitadas. El pemedebismo es, ante todo, un mecanismo de blindaje del sistema político.
El proceso de los últimos años se puede entender como el resultado del encuentro entre el lulismo y el pemedebismo. El lulismo no se constituye inmediatamente después de la elección de Lula a la Presidencia en 2002, sino en 2005, cuando estalla la crisis del Mensalão – la revelación del pago de sobornos a diputados fisiológicos para que votaran con el gobierno. Bajo presión mediática, Lula organiza la defensa de su gobierno alrededor del carisma de su figura. Sale a las calles en mítines cada vez más agresivos, invita a Dilma a que sea su Jefa de Gabinete, rompe con el modelo de compra de apoyo al por menor que había utilizado hasta entonces y trae el PMDB para dentro de su base de apoyo, organizando en una sola central, por así decir, la política del intercambio de favores. La coalición PT-PMDB gobernaría Brasil por los 11 años siguientes. En las presidenciales de 2006, la constitución de una base social lulista ya se hace visible: el PT había perdido buena parte de clase media durante el escándalo de corrupción del año anterior, pero ahora conquistaba apoyo de los sectores más pobres, beneficiados por los efectos de los programas de distribución de ingreso. En esa junción entre el escándalo del Mensalão y las elecciones de 2006 se constituyen los rasgos fundamentales del lulismo.
El lulismo es una sinfonía modulada de antagonismos, contradicciones y oxímoros. Mientras que la administración petista anterior al lulismo (2003-05) se anclaba en el discurso de la conciliación y en la presentación de Lula como líder de todos, a partir del Mensalão el lulismo necesitará siempre un antagonista. Este lugar será nombrado como: los medios golpistas que quieren tumbarlo, la oposición de derecha que no acepta que los pobres viajen en avión, la clase media con complejos de perro callejero que solo idolatra lo foráneo, los ambientalistas santuaristas que atrabancan el desarrollo en su obsesión por salvar bagres y salmonetes. Al antagonizar otros actores sociales, el lulismo mantendrá una contradicción visible entre discurso y práctica. Reiteradamente confrontando la prensa en sus discursos, Lula nunca dejó de ser amistoso y conciliador con los grandes oligopolios de la comunicación en su práctica ejecutiva, ya en la distribución de las apropiaciones publicitarias, ya en el nombramiento de sus Ministros de Comunicación, siempre amigos y a veces ex funcionarios de las Organizaciones Globo. A menudo defendiéndose de las críticas de la derecha con un discurso moderado, que se presentaba a sí mismo como centrista y susodichas críticas como paranoicas, el lulismo atacaba a sus adversarios ambientalistas con una radicalización por la izquierda, particularmente durante las campañas electorales. La convivencia entre la necesidad de un antagonismo y la constante contradicción entre discurso y práctica hacen del oxímoron la figura retórica lulista por excelencia. Al contrario del antagonismo y de la contradicción, en el oxímoron los dos términos opuestos conviven en el mismo espacio. Antagonizar y conciliar, denunciar y pactar, insuflar y contemporizar, fueron prácticas reiteradas y simultáneas del lulismo.
A pesar de la presencia del antagonismo en el discurso, el lulismo fue, sobre todo, un pacto conciliatorio de clases. Su fundamento fue la redistribución de algún ingreso a los más pobres sin que se tocara el privilegio de los más ricos. Desde luego, esto es posible en un contexto en que el pastel esté creciendo continuamente, que fue lo que ocurrió durante los años 2000. El boom de las commodities, impulsado por las altas tasas de crecimiento chinas, hicieron de la demanda por soja, petróleo, hierro, carne, aluminio y azúcar la base económica de las conquistas sociales del período. A la vez que financiaba alguna redistribución de ingreso a los más pobres con ese boom de exportaciones, el lulismo abandonaba cualquier pretensión de realizar las reformas estructurales en nombre de las que el PT había sido construido. El sintagma “reforma agraria” desaparece del discurso político y la posesión de la tierra en Brasil sigue estructurada en un marco latifundista comparable al México prerrevolucionario. La reforma política que podría desestabilizar el blindaje oligárquico del pemedebismo fue abandonada inmediatamente después de la asunción en 2003. El sistema tributario brasileño siguió siendo uno de los más regresivos del mundo. El artículo de la Constitución Federal que prohíbe los oligopolios en las comunicaciones jamás fue aplicado. Pero, es verdad, un número considerable de pobres ahora tenía refrigeradores y viajaba en avión.
Las conquistas sociales del lulismo tuvieron lugar, sobretodo, en el terreno del consumo y no de la ciudadanía. En la enseñanza superior, se instalaron programas en que el Estado aportaba becas para que estudiantes pobres entraran a facultades privadas de dudosa calidad. Se intensificó la construcción de hidroeléctricas en Amazonia, también financiadas por aportes públicos que garantizaban la ganancia privada, incluyendo la etnocida hidroeléctrica de Belo Monte en el Río Xingu, la obra más cara de la historia del país y proyecto de la dictadura militar resucitado por Dilma Rousseff después de su llegada a la Jefatura de Gabinete en 2005. Los subsidios a la industria automovilística crecieron exponencialmente, impidiendo otra reforma no realizada por el lulismo, la reforma urbana. El programa de habitación Mi Casa, Mi Vida, a la vez que proporcionó vivienda para millones de familias, fortaleció los lazos de corrupción del Estado con las constructoras (corazón de la financiación de la política en Brasil) y las deudas de clientelismo de los movimientos sociales con el gobierno – ya que son ellos los que muchas veces escogen las familias beneficiadas. Parte significativa del crecimiento del consumo se dio a través de la expansión del crédito, generando un endeudamiento que empezó a cobrar su precio cuando se agotó el boom de las commodities.
En los dos primeros años del gobierno de Dilma (2011-12), la mandataria mantuvo las altas tasas de popularidad de Lula, atravesó un largo período de luna de miel con la prensa – dato hoy olvidado por sus apoyadores – y consolidó la imagen de jefa intolerante con la corrupción, sumariamente dimitiendo Ministros sobre los cuales se revelaba algo sospechoso. En la política institucional, el contraste con Lula se percibió ya al principio: la nueva Presidenta era una autócrata no acostumbrada al diálogo político. Escaseaban las conversaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo y abundaban los relatos acerca de asesores, Ministros o correligionarios expulsados de la sala de reuniones bajo insultos. En condiciones internacionales ya no tan favorables, su Nueva Matriz Económica enfatizaba el control artificial de precios como el de la gasolina, la expansión del crédito de los bancos estatales y la intervención del Banco Central sobre el cambio. Empezaba allí un período de bajo crecimiento, inflación y, a la vez, aumento de los gastos públicos.
Se estaba acabando la plata, pero Dilma no parecía darse cuenta. Mientras tanto, dos fenómenos cambiarían el destino político del país: las Jornadas Populares de 2013 y la investigación policial conocida como Lava Jato.
A partir de la brutal represión policial a una protesta común y corriente por transporte gratuito convocada por el movimiento Pase Libre (MPL), en junio de 2013, en San Pablo, se desató en el país una gigantesca ola de manifestaciones, con pautas difusas y contradictorias entre sí, y muy referidas al propio derecho de manifestarse. Se levantaron consignas como el derecho a la ciudad, la desmilitarización de las policías, la educación y la salud autogestionadas, los frenos a la corrupción. Por las principales ciudades brasileñas, se formaban multitudinarios espacios independientes, reacios a cualquier control centralizado. Entre los portavoces del MPL había una notable percepción de la novedad política que se producía allí, una inteligencia flexible que los llevaba a no alinearse con ninguna fuerza partidaria y seguir en la lucha por sus consignas y por la legitimidad de la salida a las calles. Cuando se concluye la primera semana de revueltas, las jornadas ya tenían el apoyo de 80% de los brasileños.
Las protestas de junio no tenían la administración petista como su primer blanco y no eran dirigidas contra Dilma, pero por primera vez en 30 años, multitudes salían a las calles sin que el PT tuviera cualquier participación. Las respuestas, tanto del gobierno como del partido, fueron erráticas y confusas. Al principio se intentó descalificar las protestas como actos de pequeños burgueses (coxinhas). Con el crecimiento de las multitudes, los gobiernos federal y provinciales (varios de ellos del PT, como los de Bahia, Rio Grande do Sul y Distrito Federal) pasaron a una brutal represión, a menudo combinada con intentos de cooptación del propio partido, que llegó a convocar a sus militantes a que se juntasen a ellas, para luego echarse para atrás. Dilma permaneció callada durante 10 días enteros. Cuando apareció, propuso una Asamblea Constituyente “Parcial”, dedicada a la reforma política, sin haber consultado con su Vicepresidente, que es constitucionalista y era su puente con el Congreso, y sin haberlo discutido en su proprio partido. La propuesta naufragó al día siguiente, mientras verdaderas masacres policiales se llevan a cabo en las calles. A partir de allí, el debate sobre el legado de Junio pasaría a ser un marco ineludible de la discusión, mientras se iba fortaleciendo el ala “verdeamarilla” y anticorrupción en las protestas.
Casi simultáneamente, las investigaciones policiales en la Operación Lava Jato van revelando un enorme tejido de corrupción en Petrobras, con sucesivas delaciones involucrando constructores, políticos y funcionarios públicos. Por primera vez, políticos de destaque en el escenario nacional eran encarcelados por corrupción. El modus operandi de la corrupción pasa a ser conocido de amplias capas de la población: financiar a candidatos al Ejecutivo y al Legislativo, en varios partidos, y luego cobrar estas inversiones bajo la forma de contratos superfacturados con el Estado. Las sumas son abrumadoras: las obras públicas citadas en la Operación encarecieron R$ 162 billones mientras se realizaban y la Policía Federal calcula que los desvíos del erario público llegan a R$ 29 billones. La Operación Lava Jato desestabiliza todo el sistema político y, cuando se realizan las presidenciales de 2014, el país ya acumulaba todas las señales de una profunda crisis, maquillada por el gobierno Dilma con vistas a las elecciones. El maquillaje de las cuentas empeora significativamente, desde luego, la dimensión de la crisis.
La campaña petista contra la líder ambientalista Marina Silva en 2014 entró a la historia como una de las más sucias jamás vistas. Se sabía que un ajuste fiscal era inevitable con la victoria de cualquiera de los candidatos, ya que la explosión de los gastos públicos había llevado el Estado al borde de la bancarrota. Pero la campaña de Dilma –interesada en tener un ballotage más fácil contra Aécio Neves, identificado con la derecha –se lanzó a la “deconstrucción” de Marina con tremenda violencia, utilizándose desde el racismo hasta la acusación de que ella planeaba cancelar derechos laborales y realizar privatizaciones. La estrategia funcionó y Marina quedó fuera del ballotage, vencida por Dilma con pequeño margen. Cuando asumió el gobierno para su segundo mandato, en enero de 2015, Dilma pasó a realizar todo lo que había acusado a Marina y Aécio de planear hacer: cortó derechos laborales, promovió privatizaciones, solidificó las alianzas con la derecha evangélica, eliminó gastos en salud y educación. En menos de dos meses, se erosionó su ya precaria base de apoyo popular y multitudes empezaron a salir a las calles en defensa de su impeachment. Las multitudes de 2015 tenían un carácter distinto de las de 2013: ahora sí el blanco era el gobierno federal. Por primera vez en 50 años, las calles pertenecían a la derecha. Empezó allí, con millones en las calles, lo que sus apoyadores después llamarían el golpe.
Los infortunios de Dilma se aceleraron con la desastrada decisión de lanzar a un candidato petista a la Presidencia de Diputados, lo que deja al partido aislado y abre camino para la victoria de Eduardo Cunha, del PMDB de Río, líder de la mafia evangélica acusado de varios crímenes de corrupción y financiador de otro centenar de diputados. Cunha había acumulado poder en Brasilia en parte gracias al mismo PT, que en 2010 lo había escalado para defender a Dilma en el medio evangélico. Él ahora se convertía en el principal chantajista de sus ex aliados. A lo largo de 2015, Brasil vivirá la combinación entre enormes manifestaciones callejeras por la destitución, los chantajes de Cunha a Dilma y los intentos de ésta por preservar su mandato haciendo una concesión tras la otra –llegando incluso al punto de nombrar como Ministro de Salud a un dueño de manicomios del PMDB.
Aún cuando Cunha ya era denunciado por corrupción y juzgado en el Consejo de Ética de Diputados, Dilma y Lula intentaban un acuerdo que impidiera la destitución, pero el voto contra Cunha de los diputados del PT decide la cuestión: Cunha abre el proceso en diciembre de 2015. De las primeras manifestaciones a la conclusión de la votación, el 31 de agosto de 2016, transcurren 18 meses. Dilma es condenada por el maquillaje fiscal que todos –apoyadores y opositores– saben ser un pretexto. En todo caso, mucho antes de la apertura del proceso, ella ya había dejado de gobernar. Aún en agosto de 2015, centenares de miles gritaban por su destitución en las calles, pero los partidos de oposición nítidamente tergiversaban y Temer aún negociaba en el Congreso la aprobación de pautas deseadas por Dilma, mientras ésta intentaba, en cooperación con su brazo derecho, el petista Aloizio Mercadante, “deshidratar” al PMDB llevando sus diputados a otros partidos. Temer solo la abandona el 08 de diciembre, cuando ya ni siquiera su propio partido le brindaba un apoyo más que formal.
Del hecho de que la noción constitucional de crimen de responsabilidad haya sido leída según el sabor de la conveniencia para condenarla, los correligionarios de Dilma pasaron a referirse a la agónica y prolongada caída de la mandataria como un golpe. Ha sido un golpe con muchos ineditismos: probablemente el único golpe latinoamericano dado con 70% de aprobación de la población y respaldado por las más masivas manifestaciones de la historia. El único golpe en que miembros del partido golpista y del partido golpeado se reúnen después de la votación para una fiesta conjunta. Un golpe cuyo rito fue discutido y aprobado por unanimidad en una Suprema Corte que tuvo 8 de sus 11 miembros escogidos por el partido golpeado. Un golpe en que la Presidenta sale del país por tres días, habla en las Naciones Unidas, deja al golpista en su silla y la reasume cuando vuelve. Un golpe con más de 10 sesiones de defensa de la golpeada. Un golpe sin un solo muerto, un solo preso político (además de los de siempre, negros y pobres), una sola línea censurada en la prensa o un solo cambio en el ordenamiento constitucional del país. Un golpe en que el partido golpeado y el golpista continúan aliados en más de 1.500 municipios para las elecciones municipales.
La destitución fue, entonces, la expresión de varios vectores: gigantesca presión popular; la bancarrota económica del país; la articulación de la clase política para defenderse de una operación policial; el estelionato electoral con el que Dilma implementó un programa opuesto al que defendió en los comicios; la incapacidad de la democracia representativa de responder a la creatividad vital de junio de 2013. En este contexto, la retórica que se va consolidando en la izquierda alrededor del término golpe cumple la función de producir olvido, normatizar el período anterior al impeachment y recomponer la hegemonía del petismo sobre las luchas sociales, perdida con las Jornadas de Junio. La retórica del golpe obstaculiza la propia lucha contra el gobierno Temer, que no es sino una rigurosa continuación del gobierno Dilma. Sin entender las raíces y las responsabilidades por el fondo de pozo en que se encuentra la izquierda, no hay lucha posible. Brasil, una vez más, amenaza con escoger la amnesia.
*Idelber Avelar es un teórico literario y crítico cultural brasileño. Se hizo conocido entre la comunidad académica en el año 2000 por su libro Alegorías de la derrota y entre el público general por su blog, O Biscoito Fino e a Massa, en el que debate sobre política contingente, cultura popular y literatura. En su obra aborda la representación literaria de las dictaduras latinoamericanas y la forma en que la cultura lidia con sus secuelas