Morir de archivo
Por: Javier Guerrero
Javier Guerrero es profesor asociado de estudios latinoamericanos de la Universidad de Princeton, sus investigaciones están focalizadas en la intersección de la cultura visual y sexualidad, especialmente en el cuerpo como lugar de promulgación y recreación de disputas y sobre su materialidad. En este texto, adelanto de la presentación y conversatorio que se llevará a cabo en la Sede Volta de la UNSAM, explora la noción de archivo como un exceso capaz de discutir y destituir la finitud de la vida y la desaparición del cuerpo que vive y escribe.
Parto de una premisa. Todo archivo es un dispositivo póstumo. Su activación se perpetra con independencia de la vida de su autor. Archivar es un poco morir, pese a que ese a quien se archive continúe viviendo. Indago, sin embargo, en una dirección contraria. Me aproximo a la idea de que el archivo excede su condición funeraria y en él pueden producirse formas de vida y permutaciones somáticas capaces de desafiar la tajante división entre vivir y morir, inclinadas a emancipar la coincidencia entre el fin material del autor y el cese de su escritura. Me interesan las diversas e ingeniosas maneras con las que el cuerpo autoral escribe luego de perecer. Pienso cómo la autoría, el cuerpo y la obra pueden continuarse desde el más allá. Me pregunto, sin embargo, ¿cómo opera este tránsito?, ¿cómo la escritura se materializa, es decir, se hace materia después de la muerte?, ¿cómo el archivo produce una sobrevida material más allá de la fijeza de morir, morir de archivo? Los problemas que discutiré a continuación dan cuenta de las maneras en que el archivo se vuelve un exceso capaz de discutir y, en ocasiones, destituir la finitud de la vida y la desaparición del cuerpo que vive y escribe. Aquí radica mi principal argumento.
Porque la interacción entre materialidad corporal y archivo de escritor ha sentado las bases para activar a este último como laboratorio de extensión de la vida y, por consiguiente, de una compleja revisión de los límites de la figura del autor, así como de los de la obra como producción sellada tras la pérdida material de su agente. Porque los archivos también son artefactos que producen nuevas pieles autorales y sobrevidas sintéticas, que disputan tanto las nociones más férreas de autor como el fin biológico de la vida.
Por ello, he dicho que mi discusión excede el problema de lo póstumo, con el que se han concebido tradicionalmente los papeles. Ya Arlette Farge definió la sala de consulta del archivo como un espacio sepulcral.[1] Pese a que su interés radica en dar cuenta, por ejemplo, de cómo emergen las voces e historias de los oprimidos de los archivos policiales consultados en la Biblioteca del Arsenal, Farge hace uso de la figura del cementerio ––frío, gris, opresivo, donde el tiempo se ha suspendido[2]–– para caracterizar el lugar en el que interactúa con los seductores documentos. Carolyn Steedman, por su parte, relata que las primeras excursiones del joven historiador francés Jules Michelet a los Archivos Nacionales de París son descritas por el mismo como un ingreso a “catacumbas de manuscritos” en los que se respira el polvo de sus documentos.[3] Propongo, por el contrario, una reflexión sobre aquello que se compone más allá de la muerte, que cobra vida desde la ultratumba pero se gesta como sobrevida con independencia de la mano viva del autor, quien paradójicamente vuelve con la ayuda de otras manos, prostéticas y amorosas, para poder escribir. La sala de consulta es una superficie muy alejada del sepulcro que debemos acariciar para acercarnos a aquello que está allí, aunque todavía no lo sepamos. El archivo se halla más allá del circuito cerrado de la vida, más allá de su revisión post mortem; o, mejor dicho, el archivo sencillamente se concibe más allá.
Pensar el archivo ha sido una tarea a la que me he aproximado desde el cuerpo. He indagado en el archivo como materia, en sus muchas dimensiones y formas, incluso cuando discuto su inmaterialidad, su analfabetismo. En tal sentido, mi trabajo prueba que las operaciones materiales propias del archivo se producen de manera simultánea o paralela a nuevas sedimentaciones del cuerpo, postergadas de la vida misma. La materialidad propia del archivo es capaz de impulsar operaciones que modelan el cuerpo de su autor, modelaje que puede producirse en un sentido metafórico, pero que definitivamente se perpetra en un curso estrictamente material. Porque el archivo no sólo conserva las huellas del cuerpo y su pasado, sino también reproduce la lógica y la narrativa de su intrínseca capacidad de transformarse. Su impacto sobre la inteligibilidad corporal dependerá de cómo, a su vez, estos cuerpos archivados sean capaces de jaquear el sistema que los oprime, incluido el del archivo mismo, para así hacer factibles sus ejercicios de transformación y metamorfosis. Y es solo a partir de su constatación háptica, su condición de materia táctil, visible, audible, sensorial, que entiendo su complejidad y su infinito potencial sobre las nociones de autor, cuerpo y obra.
Achile Mbembe caracteriza la sensorialidad del archivo como la prueba fehaciente de que algo realmente sucedió; y, por lo tanto, su destino final estaría fuera de su propia materialidad.[4] Mbembe entiende la naturaleza material del archivo, inscrita en el universo de los sentidos, como índice de algo que lo excede. Concibo, más bien, el archivo como una condición en la que se intersectan las materialidades del cuerpo y del archivo mismo, que entrelaza las narrativas somáticas y el momento en el que tocamos el archivo, para producir una dimensión material que desconozca las distinciones entre su afuera material y de la vida que está por gestarse entre los papeles de autor.
Asimismo, el archivo constituye un complejo campo de batalla.[5] La nación y la institución son las encargadas de trazar sus límites y pertenencias.[6] No obstante, aunque el problema del archivo esté ligado a ansiedades locales, nacionales o instituciones, a marcos domésticos propios de la comunidad imaginada[7], la condición paria, transnacional y migrante propia del archivo logra inventar nuevos espacios y articulaciones para, entonces, poder sobrevivir. Es decir, el archivo contiene siempre sus propios protocolos y convenciones de lectura que ingresan cuando se funda o inventa, pero que también detentan las posibilidades de vulnerarlo e intervenirlo. Por esta razón, él posee la capacidad de contestar y rebelarse ante aquello que lo reduce y limita. Asimismo, la potencialidad también se produce de espaldas a las escrituras nacionales, lo cual le permite ordenarse de acuerdo con otras lógicas y relatos, a partir de figuras alternas a la ley y las regulaciones del archivo, del sexo y del cuerpo.
El escritor cubano Reinaldo Arenas ha guiado el cuerpo crítico que me ha permitido sospechar del archivo, en especial de su fijeza o de su condición de epitafio. Su trabajo literario, que inquieta en muchas dimensiones las temporalidades más fijas de la vida y la muerte, ha sido pieza fundamental para la materia de mi propuesta. La plasticidad del cuerpo de Arenas funda, bajo mi perspectiva y en mi propio recorrido personal, así como en el de mis manos, el problema material del archivo sexuado de escritores en América Latina. El archivo de Reinaldo Arenas ubicado en la Universidad de Princeton consiste en una recopilación de trabajos y documentos personales del autor correspondientes al período abarcado entre 1968 y 1990. Su materialización, producida en vida, intersecta y detiene las posibilidades de destrucción, desaparición o censura. El archivo, por lo tanto, se abre más allá de los controles nacionales, las ansiedades locales y se ubica por fuera de las condiciones que amenazarían su materialidad, pero también sus potenciales sobrevidas. El archivo es un amparo desterritorializado, cuenta con la posibilidad de gestarse al margen de su negación vernácula.
Sin embargo, no se trata de un archivo estático, si tal cosa fuera posible. Luego de la muerte de Arenas, tanto sus amigos como sus colaboradores más cercanos han continuado la colección e incluso se han creado, asociadas a ella, constelaciones de archivos y documentos del escritor. Arenas siempre pensó en su archivo como sepultura y, en este sentido, su colección desde temprano, desde su propia concepción, produce un ensayo del cuerpo fuera de la maquinaria biológica y la temporalidad de la vida. Por todo esto, el archivo permite experimentar de manera reiterada con sus formas sexuadas en el inmenso afuera de la finitud material de la biología y de las réplicas del dualismo o binarismo de género.
La destitución de la fijeza del archivo, su fetichización y sedimentación, resulta otro problema fundamental para mi trabajo. A diferencia de la obra terminada, todo aquello que entra en el archivo ha sido históricamente pensado como exceso, como aquello no concluido o que incluso puede contradecir la firma de su autor. Se ha concebido como basura de autor. El archivo es siempre una obra abierta, está volcado hacia lo incompleto, hacia la negación de la permanencia y se une como artefacto tránsfuga, desanclado y volátil. Se trata de un relato material que no intenta clausurarse como obra completa, que por el contrario no termina ni terminará nunca porque culminar sería morir. El archivo es una suerte de impronta residual, de fragmentos y restos que discuten y niegan la totalización de una obra, un autor o del mismo cuerpo o archivo. El archivo es una condición material siempre en proceso de estar y de ser. Allí radica su potencia, su compleja y diferida condición reproductiva.
Como he apuntado desde el principio, la noción de archivo que reclamo es del todo material. Los archivos que trabajo son siempre papeles, manuscritos, cosas u objetos, materiales que deben ser tocados o, por lo menos, imaginados o fantaseados como tales. Aquí el archivo no es sinónimo de canon ni corpus o de memoria colectiva.[8] A diferencia de ello, para mí el archivo es siempre un repositorio enmarcado en espacio y tiempo, por una condición de consignación y pertenencia. Porque la materialidad del archivo y mi indagación en las formas físicas de la escritura y de la categoría de autor resultan clave para discutir la materialidad del cuerpo, de la obra y sus múltiples sobrevidas. En la proliferación de materiales prostéticos o cosméticos, como sucede en el caso del archivo del escritor mexicano Salvador Novo, quien deposita sus pelucas, anillos y chalecos en su colección del Centro de Estudios de Historia de México Carso; u orgánicos, como acontece en el caso de Delmira Agustini y la preservación, por ejemplo, de su cabello en la Biblioteca Nacional de Uruguay, se gestan experimentos somáticos en los que los límites materiales del cuerpo se expanden y logran articular nuevas siluetas que ahora disfrutan poder inscribirse en el horizonte simbólico del cuerpo. Esto sucede dado que los propios archivos están marcados por su condición minoritaria ––por la del joto, en el caso de Novo, o el de la mujer divorciada, en el caso de Agustini––, de complejo ingreso en la ciudad de las letras y sus férreos anillos lectores.
Me interesan las escenas de lectura de archivo. En cierto sentido, el problema de quién lee el archivo, quiénes serán capaces de narrarlo a futuro, quiénes lo proveerán de un sentido y un tiempo resultan fundamentales y no distantes del cuerpo. El archivo, abierto a la interpretación y por ello a un porvenir instalado desde siempre en él, depende de la sintaxis crítica que le confiera significación. Por ello, la puesta en escena de la lectura del archivo ––de mi parte, las manos con las que escribo aunque ahora no las vean, pero también de quienes conciben su propio archivo o se atreven a leer el de otros–– resulta imprescindible para discutir y proponer su legibilidad. Las disputas del sentido se hacen explícitas cuando se produce esta escena de lectura. Por ejemplo, leer el archivo del padre, como sucede con el caso de la escritora chilena Pilar Donoso, hija de José Donoso, constituye un episodio cardinal que a fin de cuentas hace emerger no solo a una arconte proscrita, a la hija a quien se le ha prohibido leer los papeles del padre, sino principalmente consolidar la gestación de una figura autoral. Propongo que el ojo desnudo resulta una trampa de archivo; contrariamente, leer a través del velo, con la mirada velada, conlleva una posibilidad material que cuestiona la transparencia adjudicada al archivo. Aquí el archivo transparente apunta hacia una hegemonía que desecha las posibilidades de alteridades e insiste en la finitud de la vida y la fijación del sentido. Pilar Donoso reclama desde la tumba, la del padre, pero especialmente desde su propio sepulcro, desde el que escribe después de muerta, el archivo que le ha sido arrebatado en vida.
Morir de archivo, entonces, no es morir. Es justamente organizar una nueva vida a distancia, es procurar deshacer la clausura de la tumba, es permitirse postergar las formas que no eran posibles, por muchas razones, durante lo que hemos denominado y seguimos llamando vida. Porque vivir es una condición que no termina con la expiración; porque escribir, incluso en la acepción más mecánica del término, se puede perpetrar desde el panteón, con las cenizas esparcidas o entre los mismos polvos del archivo. Si la escritura nunca es una empresa individual, si escribir siempre necesita de una comunidad y una máquina que involucre varias manos, volver después de morir también requiere de un cardumen entero de dedos dispuestos a acariciar y despertar aquello que en algunos casos tuvo que esperar muchos años para de nuevo aparecer. Se trata, pues, del renacimiento posible.
[1]Arlette Farge, The Allure of the Archives, translated by Thomas Scott-Railton (New Haven: Yale University Press, 2015), 114.
[2] Ibíd., 114-115.
[3] Carolyn Steedman, Dust: The Archive and Cultural History (New Brunswick-New Jersey: Rutgers University Press, 2001), 26.
[4] Achille Mbembe, “The Power of the Archive and its Limits”, in Refiguring the Archive, edited by Carolyn Hamilton, Verne Harris, Jane Taylor, Michele Pickover, Graeme Reid, and Razia Saleh (Cape Town: David Philip, 2002), 21.
[5] Cristina Freire, “Archive as Battlefield”, in Public matters debates & documents from the Skulptur Projekte Archive, edited by HermannArnhold, Ursula Frohne and Marianne Wagner (Köln: Buchhandlung Walther König, 2019), 167-175.
[6] Jacques Derrida. Mal de archivo. Una impresión freudiana, traducido por Paco Vidarte (Madrid: Trotta, 1997).
[7] Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (Londres: Verso, 1983)
[8] Anna María Guasch aclara que a propósito del interés archivístico acontecido en las artes visuales contemporáneas, este se entiende como memoria colectiva. Anna María Guasch, Arte y archivo, 1920-2010. Genealogías, tipologías y discotinuidades (Madrid: Ediciones Akal, 2011), 303.