Américo Castilla: la forma de un destino entre la ley y el arte
Por: Serafín Leiva[1]
Imagen: Américo Castilla, 250X200cm con elementos del paisaje, colección Museo Nacional de Bellas Artes.
Como cierre del dossier “Escenas de ley en el arte y en la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Serafín Leiva entrevistó a Américo Castilla, gestor cultural, artista visual y abogado. Entre otros temas, conversaron sobre la compleja relación entre el arte y la ley, evocaron juicios a artistas argentinos durante los regímenes militares y reflexionaron sobre la necesidad de que los museos sean espacios vinculados con la sociedad, capaces de formularle preguntas al público.
Américo Castilla lleva toda una vida en la gestión cultural. Director y creador de la Fundación Teoría y Práctica de las Artes (TyPA), fue secretario de Patrimonio Cultural de Argentina (2016) y, previamente, director nacional de Patrimonio y Museos de la Argentina (2003-2007). Además, fue director del Museo Nacional de Bellas Artes (2005-2007) y dirigió el área cultural de la Fundación Antorchas (1992-2003). Pero Américo también es un artista visual (representó a la Argentina en las bienales de San Pablo y París, recibiendo, entre otros, los premios Nacional y Municipal de Grabado) y un abogado penalista que defendió a artistas de las persecuciones de las dictaduras militares.
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Eran pasadas las dos. Estábamos en San Telmo, pero veníamos de Caballito y sus diagonales nos habían jugado una mala pasada. Era más tarde de lo acordado. Américo nos invitó a pasar. No me sorprendió que el edificio entero pareciera estar esculpido en mármol (cualquier otra piedra sería vulgar para el propósito que nos une).
Serafín Leiva: Como abogado penalista en el área de la gestión cultural y en el mundo del arte, ¿cuáles fueron los juicios que más recordás?
Los regímenes militares, época en la que ejercí la abogacía, crearon un ambiente tremendo. A la vez, había una reacción muy fuerte contra el régimen —ya fuese Onganía, Lanusse o después Videla—: la gente de la cultura estaba muy despierta, no es que estuviera apaciguada. Se creó la gremial de abogados, que era muy militante y se jugaba la vida a diario, así como los grupos de estudio, donde se leían autores prohibidos y también se jugaban la vida. Ir a una comisaría a hacer un habeas corpus era muy riesgoso, hasta que en un momento no se pudieron hacer más porque si lo hacías, desaparecías. En términos de cultura, el juicio a Lea Lublin fue —por muchas razones— uno de los que más recuerdo. Primero, porque no había tantas causas de obscenidad contra artistas, el único antecedente que en ese momento encontré fue el del psicoanalista Germán García y su novela Nanina, y, en segundo lugar, porque fue absurdo.
La cosa fue así: en esa época había un productor de acrílico que se llamaba Paolini, no sé si lo sigue siendo, y a partir del arte cinético y su apogeo, el acrílico pasó a ser como “el material del arte”. Era el medio que los artistas usaban para ser “contemporáneos” (estoy siendo un poco malo). Y Lea había hecho ya el famoso Fluvio Subtunal, una obra de arte conceptual que parodiaba el túnel subfluvial que vinculó a Santa Fe con Entre Ríos. En el caso de la obra que motivó la acusación de obscenidad, realizada para la firma Paolini, usó dos planchas de acrílico donde jugaba con la oposición entre línea de puntos y línea continuada, e hizo una pareja haciendo el amor en línea blanca sobre el acrílico transparente. Eso de erótico no tenía nada, lo erótico, en todo caso, era que de esas dos planchas (que si te corrías era posible que vieras algo de movimiento) caía una sábana muy grande: como si te dijera de dos metros por dos. Se expuso en una feria de materiales en La Rural, en el stand de Acrílicos Paolini.
En aquel momento estaba de presidente Levingston, quien iba a asistir a la inauguración de la exposición. La guardia presidencial inspeccionó que no hubiera bombas o ese tipo de cosas, y cuando vieron la obra, dijeron: “Esto no lo puede ver el presidente”. Hicieron una denuncia en la comisaría (escrito de denuncia que es maravilloso, hecho a máquina con tinta azul), que comienza diciendo: “Estamos frente a una obra que no es obra de arte ni nada”, y la describen como “obscena”. Terminaron llamando al fiscal, que inició un proceso por obscenidad contra Lea (con ella éramos muy amigos). Ya se había corrido la bola en el ambiente artístico de que yo hacía derecho penal —por lo que vivía en las comisarías y en los juzgados— y decidí hacerle la defensa, que consistió en argumentar que no era lo mismo obscenidad que erotismo, y que en la historia del arte el erotismo era una constante. El fiscal decía justamente que querían preservar a la Argentina de esos ejemplos que yo daba de erotismo, pero que él llamaba ejemplos foráneos de degeneración.
Como ustedes saben, los juicios llevan mucho tiempo. El cuadro quedó depositado en el juzgado, dado vuelta. Ya la sábana se había vuelto de color gris, manchada, era realmente erótica, y entonces el juez (que se lo veía muy constreñido y nervioso) dice: “Bueno, estamos en presencia del objeto que hizo la señora Lea Lublin y se le pregunta que responda qué es lo que está representado en la obra”. Lea miró y dijo: “Es una pareja”. Entonces le preguntaron: “¿Y qué están haciendo?”, a lo que responde: “Un abrazo amoroso”. El juez vuelve a la carga: “Pero dada la posición en la que se encuentra ese abrazo, ¿qué es lo que ese abrazo está insinuando?”, y ella dice: “Perdón, doctor. No tome nota, ¿usted es casado? Porque acá el doctor (que era yo) es casado y yo también, y usted sabe que hay muchas posiciones posibles. O sea que sobre la posicion en sí…”. Bueno, esa fue la indagatoria. Los testigos que llevé fueron Jorge Glusberg, Romero Brest y Rafael Squirru; la plana mayor de la crítica de arte en la Argentina para que explicaran la diferencia entre obscenidad y erotismo. Lamentablemente, ese expediente no existe más, pero Lea tenía una copia (lo había fotocopiado íntegro) y lo expuso en Francia: Lectura de una obra de Lea Lublin por un inspector policial, así la tituló. Bueno, la cuestión es que la condenaron, y la condena —como cada vez que se comete un delito con un dispositivo material— implica la destrucción de la obra y la pena en suspenso para el autor. Apelé la condena ante la Cámara y, comprobando que los ejemplos de Picasso o Courbet resultaban insuficientes, basé la nueva defensa en la evidencia de los huacos precolombinos. Preparé toda una exposición con piezas eróticas prehispánicas, principalmente del Museo Larco de Lima, Perú, para mostrar que eso no era extranjero, que no venía de Suecia o de Francia, sino que ya en lo ancestros americanos estaba el erotismo como una forma de expresión artística; todo esto en una audiencia oral frente a los camaristas. Mostré las tres primeras imágenes y me dijeron “suficiente”, no querían ver más (porque además era una cámara de apelaciones integrada por funcionarios que en aquella época se llamaban cursillistas, dado que hacían cursos de reafirmación católica). Bueno, Lea fue absuelta e hicimos un gran asado; yo hice un cordero a la cruz en el patio de una casa de edificios en el Once. Invitamos a muchos amigos artistas a la celebración, que ayudaron a apaciguar las quejas del ahumado vecindario.
Gonzalo Aguilar: Pero al decir que la obra no es obscena, algo que podría afirmarse en el terreno estético, ¿podríamos decir que, en estos casos, el arte se somete a la ley?
Claro, si reconocés la obra expuesta al público como obscena, estás cometiendo un delito. Y, en ese sentido, esto fue toda una discusión con Albertina Carri cuando hizo Barbie también puede estar triste (2002) y la presentó al concurso de subsidios de la Fundación Antorchas. Ella la describió como una película pornográfica, lo que estuvo lejos de afectar el otorgamiento del subsidio. Al tiempo, un representante local de la empresa Mattel, que distribuye las muñecas, intimó a la Fundación y a Albertina a no exhibir el film. Le aconsejé a Albertina (teníamos que ir a una audiencia de conciliación) no decir que la película era pornográfica, sino erótica. Decir que era pornográfica podía interpretarse como una lesión a la Barbie original y someter a la marca a un juicio que no es lo que propuso el autor intelectual de esa pieza. A ella no le gustó nada mi argumento, pero fuimos a la audiencia y conciliamos. Ahí terminó el asunto, la demanda no prosperó y ella la siguió mostrando.
Toma de cuadro fílmico del video de Albertina Carri, Barbie también puede estar triste (2002).
SL: O sea que el juicio acá no era por la cuestión de las Barbies, sino por lo que se hacía con ellas. Porque hay marcas como McDonald’s que no permiten ni que se las mencionen, por ejemplo.
Bueno, eso fue lo que dijo Mattel. Pasa que las exposiciones no eran tan notorias, lo de Albertina circulaba por canales bastante underground, no es que fuera al Gran Rex —en realidad, circulaba por festivales y proyecciones más interesantes que el Gran Rex—. No pasó a mayores, pero fue interesante como un caso —otra vez— de pornografía, obscenidad y erotismo.
SL: En la conversación que mantuviste el año pasado con el Museo de Arte Moderno, también en tu libro El Museo en Escena. Política y Cultura en América Latina (2010), se discute esta idea de museos vívidos; es decir, vinculados con la sociedad. ¿Cómo hace uno —desde el derecho, el arte y la gestión cultural— para “abrir las puertas” a lo que hoy en día podemos catalogar como pornografía, pero que para la sociedad contemporánea y “viva” es un nuevo erotismo?
Cualquier gestor debe tener en cuenta el orden jurídico. Podés arriesgarte a enfrentarlo como una acción política, pero tenés que saber cuál es el peligro. Participé de conversaciones previas al estreno de Theodora, no como abogado (que ya no lo soy), y opiné que seguro iba a despertar reacciones adversas. Theodora, que se presentó en el Teatro Colón, es una obra de Händel que la régie de Tantanian y los textos compilados por Torchia, junto con el diseño de imagen y vestuario de Oria Puppo, combinan de un modo disruptivo con la obra de Marcella Althaus-Reid, una teóloga feminista y escritora argentina, autora de Teología Indecente.
GA: ¿Y de qué problemas estamos hablando, al margen de lo que pasó con Mercedes Morán?
De los que tuvieron: la obra fue interpretada por algunas instituciones, entre ellas la Conferencia Episcopal Argentina, como un insulto a la religión católica. Hubo denuncias ante el INADI, ante el gobierno, ante tutti quanti, con base en la denuncia de un cura de apellido Pérez que fue a una de las funciones y organizó el abucheo. Pero no por Mercedes Morán, que dijo: “Yo actué”, sino contra el Colón y los funcionarios de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, por haber permitido esto. Y lo curioso es que el Colón, si vos mirás su programa, no menciona la intervención de los textos de Marcela, sino tan solo al oratorio de Händel del siglo XVIII. Una reacción comparable pasó con la exposición de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta, que es muy interesante. Por un lado, para dar un ejemplo, una sartén con cuatro santos de plástico es proclive a originar la pregunta: ¿esto es arte?, y por otro, juzgar al hecho como “blasfemo” e intentar prohibirlo, un absurdo. En ese momento, José Pepe Nun —que era el secretario de Cultura de la Nación— salió de frente a defender la obra de León, que era mucho más que una pieza aislada, con tal vigor que me llamó la atención (yo trabajaba con él) por cómo se jugó contra Bergoglio, que no es poco.
Recientemente, la artista tucumana Carlota Beltrame también sufrió un embate en la exposición sobre la técnica textil de la randa en la Casa Histórica de Tucumán. Carlota siempre hizo arte político, además de buena artista es muy militante, y luego de estrenar la exposición en Buenos Aries —en el Museo del Traje (que es un museo nacional)— fue llevada a la Casa Histórica, que es otro museo nacional, en Tucumán. Ella trabaja la randa hace tiempo, que es un bordado de la época colonial, y le da un giro para proponer interrogantes políticos; acá lo que armó fue un gran bordado que, proyectado, traslucía en la pared de la Jura de la Independencia los lemas que los montoneros pintaron en la toma que hicieron en los setenta. Claro, la sociedad más reaccionaria de Tucumán se puso loca, otra vez la institución: ¿cómo se puede hacer una cosa así en la Casa de la Independencia? Casi nadie salió a defenderla, y el ministro de Cultura, Tristán Bauer, resolvió dar por concluida la muestra. Más allá de las afinidades políticas, ella tenía todo el derecho a que unos haces de luz traspasaran una artesanía con tradición local y contrastaran episodios políticos, y el arte es un medio indispensable para poner de manifiesto tales incertidumbres. Así que un gestor cultural, frente a una interpretación que ponga en cuestión los temas que actualmente son más notorios, como el racismo, el género y en general la desigualdad y la discrepancia —cuestiones que tienden a ser clave en el ámbito de la cultura—, debe tomar una decisión y eventualmente asumir las consecuencias de su decisión. En las cartas que se publicaron contra Theodora hay una acusación que se extiende a la política del Centro Cultural Recoleta por estar adoptando medidas de “izquierda”; de repente transformaron a Larreta en un líder guevarista. Es notable ¿no?
SL: ¿Cambió lo de la obscenidad en el Código de los setenta hasta la fecha?
Hoy en día también te pueden hacer un juicio por obscenidad, como le hicieron en su momento a Oscar Bony (tuvimos una época de gran amistad con Bony).
SL: Justo te íbamos a preguntar por su caso.
A comienzos de los setenta le hicieron un allanamiento. Vivía en el edificio que está en Corrientes y Pueyrredón, donde también vivía Yuyo Noé. Había muchos artistas viviendo ahí, y cayó un allanamiento (iban al tún tún, a ver si encontraban a algún artista haciendo algo que no debía). Empezaron a mirarle las fotos… y claro, él tenía los falos y un montón de cosas así, y una foto de cuando conoció a su mujer, tomada en una pileta de natación, en tetas y con el corpiño atado a la cabeza. Entonces, el comisario le preguntó: “¿Esto es arte?” Como ven, esta pregunta es reiterativa.
SL: ¿Pero por qué le hicieron el allanamiento?
Yo no sé si se equivocaron e iban a otro lugar y cayeron ahí, pero a Bony lo paraban continuamente en la calle, por la manera en que se peinaba, porque andaba en bicicleta (cosa que ya era muy sospechosa): era tremendo. Como les digo, me llamaban y tenía que ir a la comisaría a ver qué había pasado, seguro había algún artista preso, o algún actor. Había un actor que protagonizaba en el Teatro San Martín a Rosencrantz o Guildenstern, personajes de Hamlet y que también, pobre, lo levantaron en la calle y lo tuve que auxiliar. Luego de actuar en el drama de Hamlet tenía cara de no ser “normal”, digamos. De no cumplir con los “criterios de normalidad”.
El caso del corte de pelo compulsivo al artista Ernesto Deira fue famoso en la época. Los artistas se juntaban en el Bar Moderno (que si no recuerdo mal estaba en Paraguay y Esmeralda); yo era un pintor novato. En el bar caía la cana día por medio a buscar melenudos y meterlos presos, y en una de estas razzias le piden los documentos (en esa época era la libreta de enrolamiento) a Ernesto, que dijo que no los tenía: “¿Para qué, si no se vota?”. Esto les pareció una tremenda ofensa y se lo llevaron preso.
Ernesto era abogado y además era mi mentor. Él me inspiró a pintar porque siendo yo también abogado, veía en él a quien había podido transformar su destino. Lo llevaron al Departamento Central de Policía, junto con otros del bar, y le dijeron que si quería salir había que cortarle el pelo: “Con ese pelo no podés andar por la calle”. Era un pelo como el mío, no era la gran cosa… Él dijo que no, y entonces quedó preso. Hasta que finalmente les dijo: “Bueno, córtenme el pelo, pero yo soy abogado y los voy a demandar a todos ustedes”. Se lo cortaron, y este fue el primer juicio que tuve como abogado: hacerle un juicio al jefe de Policía por un corte de pelo. Así me estrené.
Autorretrato de Ernesto Deira.
SL: ¿Y cómo fue?
Fue muy interesante, porque en un juzgado de instrucción criminal —en el que se adjuntaban los antecedentes de Deira proveídos por los Servicios de Informaciones del Estado, como haber participado de la exposición Malvenido Rockefeller u otras contra la guerra de Vietnam—, yo argumentaba que parecía haberse cortado el pelo de Deira compulsivamente como si este fuese una prolongación de sus ideas. Mencioné ejemplos de cortes de pelo como sanción disciplinar; incluso durante la Segunda Guerra, contra los judíos y posteriormente contra los colaboracionistas en Francia. El fiscal era De la Riestra, que era tremendo, con lo que cada palabra mía era tomada por él para hacer su argumento más potente. Fue un cruce importante entre ambos que duró mucho tiempo.
GA: De la Riestra era conocido por ser un tipo jodido, no se le escapaba nada.
Iba por la calle buscando parejas. Y cuando las veía besándose, las encarcelaba. Esa era su misión. Iba a Palermo a buscar gente para meterla presa, lo mismo con los que se besaban o tenían sexo en el auto. Entraba y hacía procedimientos en los hoteles alojamiento.
Bueno, y en el caso de Ernesto también llevé testigos muy notorios para demostrar que no estaba ebrio y que tenía antecedentes muy notables además de los que había recopilado la SIDE. Para nuestra sorpresa, el juez de instrucción actuó de un modo muy valiente y le dictó una prisión preventiva al jefe del Departamento Central de Policía, el comisario Urricelqui; le hizo poner los deditos con sus huellas digitales y todo. Algo que a Ernesto y a mí nos llamó la atención, y de ahí en más esperábamos la represalia.
Pero bueno, son tan largos estos juicios… esto debe haber sido en 1969. Siguió la instrucción mucho tiempo, y cuando en el 73 se pronunció la amnistía de Cámpora, el comisario la pidió para él, admitiendo que había actuado por razones políticas. Su pedido llegó a la Corte Suprema, que de presidente tenía a Héctor Masnatta, gran jurista que rechazó su pedido de amnistía y el juicio siguió. A esa altura hubiese preferido que fuese amnistiado, ya que la campaña de desaparición de los abogados defensores de causas políticas tuvo muchas y notorias víctimas. Fue entonces que opté por irme a vivir a Inglaterra. Volví en el 75 y dejé de ejercer.
De vuelta en Argentina y ya con Videla en el poder, un día estaba pintando en mi taller y me llega una cédula que decía que el juicio había pasado a sentencia, es decir que yo debía acusar formalmente a Urricelqui: era ir a la muerte. Ernesto estaba viviendo en Francia, lo llamé y le dije: “Ernesto, vamos a desistir”, y me dice: “Sí, claro. Desistamos”. Hice un escrito argumentando que, habiéndole crecido el pelo a mi defendido, veníamos a desistir del juicio iniciado. Llevé el escrito al juzgado, los empleados se rieron y ahí terminó. El juez de sentencia era un tipo siniestro que me había puesto una 45 en la cabeza [En este momento, Américo hizo el gesto de una pistola con su mano y se la apoyó en la cabeza] cuando era juez de instrucción (ahora, ascendido). En ese entonces, yo defendía al presidente del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras, de apellido Goldman, creo, que había dirigido la toma de la facultad en protesta por la visita de Rockefeller y lo habían metido preso. Estaba en Caseros, y como yo trabajaba gratis, la madre vino a verme y empecé a hacer la defensa para que lo largasen.
SL: ¿Vos tenías un estudio o estabas en un departamento?
Yo tenía un estudio con un gran jurista, Enrique Bacigalupo. Esta era mi gran virtud, estaba al lado de un tipo que era lo más. Actualmente, somos los únicos dos sobrevivientes del Consejo de Redacción de la revista Nuevo Pensamiento Penal, inspirada en la renovación de la teoría del delito de Luis Jiménez de Asúa, nuestro mentor.
Bueno, al tiempo vino a verme la madre de Goldman y me dice: “Mire, estuve con el juez y me dijo que si yo sigo con usted como abogado defensor, mi hijo se va a pudrir en la cárcel. Dice que usted es comunista”. Entonces yo fui a verlo, me presenté, y le dije que me había hecho una acusación muy grave: “Usted ha dicho que yo soy comunista (en aquel entonces, ser comunista era un delito), así que le advierto que, si formalmente usted me acusa de algo así, yo voy a tener que hacerle a usted una querella, por calumnia”. El tipo abre el cajón, saca una 45 y me la pone en la cabeza, me dijo: “Tomatelas porque te mato”. Bueno, ese juez era con el que tenía que continuar el juicio de Ernesto, porque lo habían ascendido a un juzgado de sentencia. Así que imaginate.
SL: En relación con esta última anécdota, pero como denominador común de lo que hemos estado charlando, es como si en todas ellas hubiera un problema irresoluble tanto desde el derecho como desde el arte: un reclamo formal termina con una amenaza de muerte; por otro lado, las producciones de los artistas —manera de reflejar la época— se destruyen por “obscenas”. ¿Cómo vivías esos conflictos?
Dentro de todo esto había una razón política. Es decir, la única manera que uno tenía de hacer política era tratar de poner en contradicción al sistema dictatorial. Esa era la confrontación que había entre lo que podía hacer un abogado y la situación que se vivía; sabíamos que no íbamos a ganar. Todos los casos en la Cámara del Terror (la llamábamos así por ser una cámara para tratar casos de «terrorismo» como la toma de la Escuela de Bellas Artes) eran para perder, pero para “sacar adelante” una contradicción, para hacerla evidente, no para ganar un juicio.
GA: ¿Pero lo de la obscenidad de dónde viene, del derecho romano? Es decir, ¿es algo que esté en todos los países?
Piensen que en el derecho británico (y su common law), que se supone más permisivo que el latino, hasta los años ochenta era un delito ser homosexual. Acá ni se los nombraba, no existía el homosexual, ni siquiera estaba catalogado, pero allá era un delito. Son casos donde el comportamiento individual está muy legislado.
SL: Pero volviendo a una de las preguntas anteriores, en el transcurso del tiempo, el derecho podría haber cambiado todo esto.
Mirá, debería volver a mirar el Código para saber qué cosas cambiaron, se supone que en cada reforma se toman en cuenta, como pasó con la Constitución del 94, las nuevas condiciones sociales. Así se incluyeron los temas ambientales —que antes no figuraban— o las cuestiones de género y de los indígenas —temas que empezaron a aparecer—. Y no sé lo de la obscenidad, habría que volver a mirar, a ver si quedó tal cual estaba.
El arte siempre está en riesgo en ese punto… pasa también con los alucinógenos —la marihuana y demás—, artistas que trabajan con este tipo de sustancias han tenido problemas.
SL: ¿Te acordás de algún caso puntual?
Hubo un caso en la exposición Casa Tomada (2016), en la Casa del Bicentenario, que casi le cuesta la renuncia a su directora. Un chico presentó plantas de marihuana y alucinógenos y ofrecía degustaciones. En aquel entonces yo estaba como secretario de Patrimonio y medié para evitar que retiraran la muestra, pero que limitaran su exhibición a algún público que lo pidiera especialmente.
SL: Mencionabas que el derecho debe recoger las condiciones sociales para ir actualizándose. Tomando esta idea (que trabajás en tu libro) de que los museos no deben perder de vista la escala humana y deben “desculturizar la cultura, en la medida en que está plagada de dominación”. Para “desculturizar la cultura” primero hay que acceder, ¿no? ¿Cómo acceden aquellos sectores desfavorecidos en la medida en que el derecho cataloga su “erotismo” como “pornografía”?
“Desculturizar la cultura” es una frase de Víctor Vich. Se refiere a la cultura como “estructura formalizada” con un orden de comportamiento y de dominación social y, si uno no lo pone en crisis, se somete a ese orden, a esa estructura y a una posición en la sociedad —donde rendís cuentas de lo que hacés en base a una normativa impuesta—. Los museos son instituciones que, desde su creación, están muy normadas y son “educativas”, ¿pero de qué educación? Están bajando una educación formal muy estandarizada; es decir, no se la pone en crisis. Y esto es lo que, a mi parecer, hace que estén tan desactualizados y que la gente no los encuentre necesarios, como sí lo hacen con la escuela, el hospital, el correo… El museo no responde a esa necesidad de la gente de hoy, salvo por algunas excepciones.
Un caso famoso que me tocó intervenir a mí, donde también intervino Masnatta, fue cuando hicimos La picana eléctrica. Era la época de Lanusse u Onganía y empezaban las llamadas “experiencias visuales”. Entonces el Salón Nacional crea, además de los premios de pintura, de grabado y de dibujo, el premio a las experiencias visuales, y yo estaba con un grupo militante donde estaban Yuyo Noé, Ernesto Deira, León Ferrari… éramos quince o veinte y siempre estábamos buscando cómo provocar al sistema dictatorial. En el grupo estaba Ignacio Colombres —que era genial y hacía una pintura a lo Jackson Pollock—, su amigo el pintor Pereyra y un escultor que se llamaba Eduardo Rodríguez: el único que sabía trabajar ese material tan novedoso que mencioné antes; trabajaba con acrílico y todos nosotros pintábamos. Decidimos presentar al premio una obra que cuestionara la tortura sistemática de la oposición: una picana eléctrica. Hicimos una silueta de acrílico vencida, doblada en dos, con una picana eléctrica de veras y un cartel que decía: “Made in Argentina”. El jurado era Osvaldo Romberg, Alejandro Puente, Gyula Kosice (que era el más difícil de convencer)… y como había que elegir uno entre todos los postulantes, nos juntamos todos los amigos y lo elegimos a Yuyo Noé. Yo fui a ver a todos, pero fui a ver especialmente a Kosice y le dije: “Mirá, vamos a hacer esto, ¿estás de acuerdo?”, me respondió algo sobre el mérito artístico, pero le dije que esto era una cuestión política. Y todos nosotros, individualmente, además mandamos otras obras políticas, o sea que el gran premio de honor sería para la picana y los restantes premios podían considerar nuestras piezas. La exposición llegó a montarse en el Palais de Glace, y cuando su director la vio, se volvió loco. Llamó al secretario de Educación (en esa época dependía de él) y le dijeron que la muestra no se podía abrir, que había que cerrarla, y se clausuró por primera vez un salón nacional sin haberse inaugurado. Además, por disposición del Poder Ejecutivo, se nos impedía volver a exponer en un lugar público. Estaban todos los artistas del momento en esa muestra: Carpani, Oscar Smoje y muchos otros. El “escándalo” ocupó los titulares de los diarios e inicié un juicio, con el asesoramiento de Héctor Masnatta, contra el Poder Ejecutivo nacional (como les digo, no pensaba ganar, simplemente redoblar la apuesta: formaba parte de la obra de arte). Les pedí a los jurados que fueran también querellantes porque se había lesionado su votación: Yuyo, por supuesto, Puente, Romberg (me costó un poco) y Kosice que no quería saber nada… entonces, le pedí a León y a varios más que lo llamaran y lo convencieran.
Terminé haciendo la demanda que se caratuló así: “Kosice y otros contra el Gobierno nacional”, quedó Gyula Kosice en primer término. Fue un juicio famoso que llegó a la Corte. Finalmente, muchos años después, se reconoció ese premio, ya en la época de Kirchner. Nosotros habíamos hecho que Colombres y Hugo Pereyra firmaran como propia la obra de la picana; Colombres porque era un artista grande, conocido, hermano del dibujante Landrú, un tipo muy respetado, y entonces no lo iban a secuestrar. Él lo agregó a Pereyra, que era como su discípulo y amigo. No lo habían hecho para nada ellos, la había hecho Rodríguez, el único escultor que había en el grupo con el consentimiento grupal. Pero bueno, cuando se reconoció la validez del premio, Colombres había muerto y le dieron el premio a Pereyra, que bien merecido lo tiene, aunque lo curioso es que hay críticos que hablan de “la obra de Pereyra…”. No, lo lindo de esto es que no era una obra individual, sino colectiva.
GA: ¿Y a ustedes no les hacía ruido manipular tanto el sistema artístico?
No se manipulaba el sistema artístico, sino el político. Al menos, mientras se pudo. Pasado un tiempo, a partir de 1976, esa opción ya fue imposible. Los artistas en esa época de secuestros del 76 al 83 o se encerraban en su estudio o se iban del país.
SL: ¿Se quejó algún artista que no estuviera tanto en la “cocina”?
De hecho, había todo un grupo de artistas —tengo acá el catálogo, que se llama Ejército y Cultura— que al mismo tiempo participaba de muestras en apoyo al régimen. Con curaduría de Rafael Squirru y la organización de Natalio Povarché, la pude ver en el Comando en Jefe del Ejército. Y otros como por ejemplo Boby Aizemberg, que había sufrido en su propia familia los secuestros, hacían una obra intimista, magnífica, claro que en España. No creo que el arte político coyuntural, aun en un estado de emergencia como el vivido, deba ser obligatorio. Artistas como Di Stéfano o Norberto Gómez hicieron algunas de las obras de contenido político más perdurables, así como Juan Carlos Romero lo hizo desde la gráfica.
SL: ¿Y ustedes a quién tenían?
Ernesto Deira, Yuyo Noé, Oscar Smoje, Juan Pablo Renzi, Ricardo Roux, Ricardo Carpani, Ignacio Colombres, Jorge Abott, Oski, Lorenzo Amengual… Con Amengual fuimos a verlo a Quino para que se sumara desde sus historietas y nos dijo: “Ya bastantes reclamos tengo por Mafalda como para pensar nuevos contenidos”.
SL: Uno imagina al derecho como algo pragmático, costo-beneficio, pero en los casos que contás hay una justificación en sí misma: molestar, desafiar al sistema. ¿Cómo era el trato de tus pares, tanto de artistas como de la gente del derecho?
Es difícil interpretarlo desde este momento. No había alternativas políticas, todo el sistema estaba cooptado por el régimen militar, todos los ministros eran militares o sus cómplices. No había manera de coexistir, o te exiliabas o buscabas la manera de resistir. Hasta que vino Videla, ahí no había resistencia posible, era poner la cabeza. Ahí se acabó todo y empezó en el arte toda una tendencia figurativa. Se volvió la mirada hacia los pintores de décadas serenas, como Lacámera, Musto, Schiavone…Es curioso eso, no sé si se estudió, muchos empezamos a pintar naturalezas muertas: Renzi, Pablo Suárez… Álvaro Castagnino, que dirigía la galería Arte Nuevo, hizo una muestra que se llamó Naturaleza, muerta. Todos hicimos flores, plantas, frutas. En mi caso, pasé más tiempo en mi casa del Tigre y comencé a hacer paisajes, o los elementos de esos paisajes, que me permitiesen rehacer mi subjetividad.
SL: Antes hablaste de la Cámara del Terror. ¿Qué era? ¿Hay algún caso que quieras compartir?
Estaba en calle Viamonte, frente al Teatro Colón. Era un juzgado que había tomado del Poder Judicial a aquellos jueces y camaristas que tuvieran más afinidad con la dictadura militar; gente muy de derecha. Ese lugar era siniestro, entrabas y no sabías si salías, que era lo que también pasaba en las comisarías. Antes en las comisarías había un timbre que tocaban para que uno pudiera salir, pero el timbre no sonaba… y no aparecía nadie: “Ya va, doctor. Ahora viene el otro muchacho y le damos salida”. Así pasaba una hora, dos, tres…
Una vuelta, con Vicente Zito Lema, que además de poeta también era abogado, defendimos a los estudiantes de Bellas Artes, que habían tomado la escuela de la calle Las Heras y habían ido presos todos y procesados por terrorismo. Si no me equivoco, todo esto fue en la última época de Lanusse, antes de Cámpora. Cada tanto, Zito me decía: “Che, ¿tenés algún juicio con el que se pueda ganar unos mangos?”, porque todo esto lo hacíamos gratis, “Algún chorro, ¿no tenés algún chorro para pasarme?”. Además, Ortega Peña le delegaba las defensas políticas menos notorias. En una de estas sesiones nos llaman a la Cámara del Terror a tener una reunión con el juez, que no aparecía. Era verano y Zito tenía una bolsa con cerezas y escupía los carozos mientras comía, tampoco tenía corbata (todos estábamos de traje). Es decir, que todos estábamos con disfraz de abogado y él estaba sin corbata y escupiendo los carozos, entonces viene el secretario y le dice: “Por favor, le voy a pedir que no coma dentro del juzgado y que se ponga una corbata”, “¿Y quién lo dice?” pregunta Zito, “Lo dice el juez”, a lo que Zito responde: “Dígale al doctor (no me puedo acordar el nombre) que se vaya a la concha de su madre”. Llamaron a la policía, le pusieron esposas y adentro por desacato.
Zito estaba muy interesado en la poesía hecha por los internos del Hospital Borda. Era muy cercano al poeta Jacobo Fijman y lo traía a él o a otros internos a las reuniones y fiestas que organizábamos durante los fines de semana. Como en la carrera de Historia del Arte (en Filosofía y Letras) los estudiantes se ponían bravos en medio de la convulsión política, vinieron a ofrecernos el decanato, pero el único del grupo que en ese momento tenía título universitario era yo, ningún otro. Lo rechacé, desde luego —estaba pronto a irme a hacer un posgrado al Reino Unido—, y propuse a Yuyo, que no tenía título, pero que había estudiado derecho (unos años). Terminó a cargo de la carrera, y de profesor llevó a Zito —que creó una cátedra o seminario que se llamaba “Arte y Locura”, y cada clase traía a un paciente del Borda—. Era maravilloso y renovaba la sorpresa.
SL: Para los que no vivimos esa época, en alguna de tus conferencias y publicaciones, comentás la necesidad de que los museos no presenten las obras como mera evidencia empírica y material, sino como algo capaz de formularle preguntas al público; el museo, entonces, como un lugar que alberga preguntas. Si yo viera hoy Naturaleza, muerta, la exposición que organizó Álvaro Castagnino, ¿qué gestión debería hacer un museo para que, aun sin haber vivido esa época, esa obra logre hacerme preguntas?
Es una buena pregunta. Es muy difícil sacar conclusiones sin conocer el contexto, yo creo que —de alguna manera— debe hacerse un registro de época. El museo debe poder hacer una referencia al contexto en el que fue hecha, ya sea a través de filmaciones u otras obras de ese mismo artista para que se vea el proceso y cómo llegó a eso. Dar algunas señales, no demasiado explícitas, pero por lo menos permitirle al observador asociar de una manera —que puede no ser la que se propone el museo—. La idea tampoco es que el espectador responda exactamente al estímulo del curador, sino permitirle hacer una reflexión del algún tipo (que puede incluso no estar referida a lo que está viendo). Es decir, a mí no me interesa que entienda por qué Suárez hizo esa naturaleza muerta, me interesa que vea y piense en qué contexto y cómo fue hecha esa naturaleza muerta.
SL: Y con respecto a los cuadros que se destruyen por perder los juicios, ¿se pierde para siempre su capacidad para hacer preguntas?
Bueno, esa preocupación señala la importancia de la documentación; cómo documentás esa pérdida, que a veces es más fuerte que el mismo cuadro. Yo vi una muestra en Malmö, Suecia, donde el artista Michael Rakowitz reconstruyó unos cien metros de relieves Asirios de 1000 a.C. con envoltorios de dulces persas, como si te dijera papelitos de alfajores y golosinas, rehízo lo que aún está a la vista. Lo faltante por todo el expolio que hicieron los británicos en su momento, o el looting del Museo de Bagdad luego de la invasión de Estados Unidos a Irak, o la destrucción del ISIS, interrumpen en blanco la continuidad del relieve y un epígrafe dice: “Esta fracción está en el Museo Británico”, así varias veces, después se señala la ausencia de fragmentos cuando pasaron los franceses, luego los talibanes. Es realmente una obra espectacular, me pareció muy política y de increíble factura. Y justamente lo que no está es parte del acontecimiento y, de algún modo, es tanto o más evidente que el remanente.
Panorama y detalles de la obra del Museo de Malmö.
SL: Aprovecho que te fuiste para los países escandinavos, y en relación con esta idea de que lo que no está también muestra algo, hace poco salió la noticia de un artista, Jens Haaning, a quien el Museo de Arte Moderno Kunsten de Aalborg, en Dinamarca, le pagó 85000 euros para que hiciera una obra de arte conceptual, y Haaning presentó dos lienzos en blanco: la obra se llama Toma el dinero y corre. Salieron muchas notas, comentarios, etc., todas giran en torno a lo mismo: los límites confusos entre lo que estipula el derecho y las atribuciones del arte… ¿Estafador genial o genio estafador?
Recuerda a la Beca Guggenheim de Federico Peralta Ramos, ¿no? Yo hice en 1971 o 1972 un díptico en blanco de 2,80m x 1,40m. Lo presenté al premio Municipal que se hace en el Museo Sívori, el premio Manuel Belgrano, con una instrucción que indicaba que el epígrafe debía decir: “Retrato de la pasión de Cristo o del Che Guevara, a elección del espectador”. Lo dejé en blanco. Por supuesto, lo rechazaron.
SL: Si te la aceptaban, te agarraban.
¡Hubiera sido una extrañeza! En 1972 hice mi primera exposición individual en el Instituto de Arte Latinoamericano, en Chile, que dirigía Miguel Rojas Mix. Allí llevé el díptico en blanco con su epígrafe y lo expuse junto a otras obras que después fueron destruidas con el golpe de Pinochet. Solo una pieza se salvó, que fue a parar al Museo de la Solidaridad. Este es un caso de obra en blanco, y otra fue la de León Ferrari que acompañó a la picana que hicimos en la exposición del Palais de Glace; la obra de él era un folio en blanco para ir anotando —a lo largo de la exposición— lo que decían los periódicos sobre la muestra. Él iba a ir poniendo todo lo que dijeran.
SL: Cuando dirigiste la exposición “200 años bajo el mar. La corbeta Swift renace en Puerto Deseado”, mencionaste que querías que la exposición no fuese solo de las piezas recuperadas del naufragio de la corbeta, sino también de la reacción de la gente de Santa Cruz frente a su hallazgo. ¿Se trata de captar los sentimientos del público?
Se trata de que la comunidad vinculada al museo, que en este caso participó activamente del hallazgo, se sienta representada con sus relatos, necesidades y representaciones. De modo similar, cualquiera sea el objeto expuesto, no se trata de que el curador se luzca con el ingenio de su hipótesis, sino que tome en cuenta cómo está compuesto el público al que va destinado y facilite su participación; no solo del resultado, sino de la construcción de la hipótesis.
SL: Para ir terminando, y yendo a terrenos más abstractos, hay algo que nos quedó en el tintero: abogado, artista y gestor cultural. ¿Cómo se vive entre medio de la ley y del arte?
Yo creo que cuando uno empieza a pintar o a hacer cualquier actividad artística tiene la gran ilusión de ver qué es lo que uno puede expresar y cuál es la forma que eso puede tomar. En alemán hay una palabra bellísima: Kunstwollen, el deseo o voluntad de arte. Mi deseo de arte encontró en la pintura un modo de iniciar la batalla personal frente a lo indeterminado, en una época en que el arte perdía definitivamente su autonomía y se enriquecía con su función de agencia y emergencia en sociedad.
Al pasar el tiempo —y sobre todo cuando uno veía artistas como Tony Smith o Robert Smithson que con sus señalamientos de Land Art promovían que el arte podía emanar de fuentes que no necesariamente eran las que habían constituido a la historia del arte—, entran a jugar de otra manera las sensaciones, las relaciones con el entorno, las otras personas. Y lo mismo con este arte político que yo llamo time-specific; porque solo es arte en un determinado momento y después ya no lo es. Lo del Palais de Glace, por ejemplo, es time-specific; La picana eléctrica hoy es una reliquia, es como el escapulario. Veo a algunos de los colegas de aquella época que venden las obras políticas como objetos carísimos, lo que como medio de vida está bien —el comercio minorista existió siempre y va a seguir existiendo—, pero se le ha escabullido la pasión. Entonces te preguntás de qué manera podés tener una visión artística, más que una ejecución de obra, en las acciones cotidianas (o no tan cotidianas) y en relación con el contexto en que vivís. Y ahí es donde entran las otras acciones, incluso la gestión cultural. A lo mejor es decir mucho, pero es como en la dirección de orquesta; no tocás el violín, pero marcás sus tiempos y te adelantás. Me encanta eso de que los directores de orquesta tienen que estar escuchando el siguiente compás, no el que se está ejecutando; es maravilloso, porque está dirigiendo, pero va unas estrofas adelante. Y a mí me parece que esa es una función apasionante cuando uno gestiona culturalmente.
GA: Volviendo a las preguntas anteriores y sobre esto del time-specific, cuando fue lo de León Ferrari (el ataque a Bergoglio y todo eso), pensé que las relaciones entre derecho y arte por momentos producen como una paradoja, en la que el arte empieza a tener un discurso de fingimiento (“No, yo no escuché nada. No, yo no soy obsceno”). ¿Cómo pensar eso? En la primera etapa vos lo pensabas políticamente: mostremos la contradicción, pero en el caso de Ferrari se está salvando algo con un argumento claramente falso —porque él nunca creyó en la autonomía del arte—, pero a Bergoglio le decimos que tiene que respetar esta autonomía, cuando Bergoglio está siendo más ferrariano que los que lo defienden.
De eso se quejaba León. ¿Te acordás de la pieza de teatro que hizo con las encíclicas? Decía: “¡Nadie se enoja! ¡Nadie me dice nada!”. Él quería una reacción. El acontecer político es un acontecer hipócrita, por eso lo padecemos, porque la verdad (quizás haya una verdad última) inmediata se diluye en la estrategia, aplicable al arte, de construcción de una incerteza. Es posible que en algún punto del proceso el artista se abra de piernas, como el boxeador, para acometer desde una posición de equilibrio.
SL: Sobre eso último, “no siempre se cumple”. Antes mencionabas esto de llevar la visión artística a todas las otras áreas de la vida, pero cuando se trata solo del arte, ¿hay algo que únicamente acá puede resolverse, en la medida en que “el derecho no cumple”, “no alcanza”?
No sé si resolver, pero hay algo que solo por medio del arte puede expresarse. Solo con el arte. El derecho legisla sobre el “deber ser”, una idea programada acerca de lo que debe ser la sociedad, no da lugar al hallazgo, al desbordante curso interior, la materia del arte. Max Scheler decía que “…el deber se convierte en deber moral auténtico, porque se halla fundado en la intuición de los valores objetivos, que en este caso funda el bien moral…”. Esa intuición pretendidamente objetiva difícilmente absuelva al poder de la emoción.
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Saludamos a Américo y nos retiramos. Yo tenía la cabeza en otro lado, estaba pensando en Borges —quiero decir, siempre estoy pensando en Borges, pero estaba pensando en algo muy específico de Borges—: “Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias”.
[1] La entrevista contó con la presencia de Gonzalo Aguilar.
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