Fernando Vallejo contra la paz

Por: Juan Pablo Castro

Foto: Julián Mejía Villa

 

 Juan Pablo Castro aborda la controversial figura del escritor Fernando Vallejo poniendo a dialogar su obra literaria con sus discursos y apariciones públicas. “Fernando Vallejo contra la paz” indaga sobre el rol de los escritores en la actualidad y su compleja relación con temas como la política y la guerra.


 

En los últimos años la figura autoral de Fernando Vallejo ha tomado un rumbo distinto del que le hacía afirmar al narrador de Años de indulgencia, la cuarta novela de su pentalogía pseudo-autobiográfica El río del tiempo: “llevo cientos de páginas diciendo ‘yo’ y hasta ahora nadie me ha visto”. Al mismo tiempo que sus títulos se multiplican con el sello de Alfaguara, el polemista se reproduce en los espejos de la televisión y la prensa.

Me gustaría contrastar dos formas de intervención de Vallejo, dos momentos (naturalmente, de crisis) en los que construye una mirada de la esfera pública. Primero, a través de la novela La virgen de los sicarios (1994), en relación con la violencia urbana de Medellín en los años 90, y más recientemente con su discurso pronunciado en la Cumbre Mundial de Arte y Cultura para la Paz de Colombia (2015). Quisiera detenerme en el modo en que los textos fueron recibidos en función de sus respectivos circuitos de circulación para pensar el vínculo del escritor con la política. Intentaré fundar la comparación en virtud de dos elementos comunes: la figura del intelectual y la lengua.

I.

La Cumbre Mundial de Arte y Cultura para la Paz de Colombia, celebrada entre el 6 y el 12 de abril de 2015, se inscribe en el marco del Proceso de Paz iniciado por el presidente Juan Manuel Santos en septiembre de 2012 y sellado el pasado 23 de junio. De los numerosos procesos de negociación de distintos gobiernos con las guerrillas colombianas, éste podría caracterizarse tanto por la opacidad con que se presentó a los ciudadanos como por su inestabilidad bajo la amenaza constante de la oposición belicista. Pero la Cumbre para la Paz se desarrolló en un microclima particular, de marea baja y viento calmo. La convocatoria fue amplia y el tono conciliador y optimista. En medio de ese bienestar relativo, de ese aura placentario de paz y reconciliación, irrumpe el turbulento discurso del escritor antioqueño.

 Semanas antes de iniciar el congreso, la Secretaría de Cultura de Bogotá había presentado el proyecto como un conglomerado de “todas las voces, manifestaciones y pensamientos de la sociedad que desde estos campos (el arte y la cultura) exigen ser parte activa en la construcción de la paz en el país”. El coloquio de apertura ratificó ese optimismo en la “construcción activa” por parte de artistas e intelectuales (es decir, corroboró el apoyo de estas figuras –su alineamiento, si se quiere- al proceso liderado por Santos). En la mesa conformada por el sociólogo Alfredo Molano, el politólogo y ex combatiente guerrillero León Valencia, la dramaturga sudafricana Jane Taylor y la investigadora cubana Vivian Martínez, el único en manifestar escepticismo frente a los diálogos fue, previsiblemente, Vallejo. Su discurso finalizaba con una frase tan contundente como ilustrativa de su bilioso carácter: “Juan Manuel Santos es el más grande bellaco de la Historia de Colombia y estas jornadas por la paz una farsa”.

 En los días siguientes, cayó de parte de varios de los participantes una avalancha de críticas sobre el escritor, centrándose en su “cómodo auto-exilio” y en la falta de propuestas “positivas” de su perorata. “No hay una sola idea novedosa en su discurso, una propuesta, una iniciativa, un gesto esperanzador”, sintetizaba Álvaro Restrepo, director del Colegio del Cuerpo.

 Evidentemente, el gesto de Vallejo se inscribe en la tradición crítica del “decir no”, postura que en Latinoamérica reviste antecedentes tan diversos como David Viñas o Virgilio Piñera, y que puede remontarse a Émile Zola. Pero aun cuando pueda sostenerse que ese desacuerdo radical de Vallejo con la posición hegemónica encierra ya un gesto fundamentalmente político (en el sentido que Rancière asigna a esta palabra), conviene releer el discurso en busca de elementos que den cuenta en forma específica del modo en que el escritor interviene.

“Generales de Colombia que van a La Habana: ¿acaso a ustedes o a sus hijos los secuestraron o los lisiaron o los mataron los criminales de las FARC? No: a sus soldaditos, reclutados entre los muchachos pobres del pueblo, o a la gente humilde del campo que aquí siempre paga el pato”. Como ocurre habitualmente en sus disquisiciones, la cólera se desencadena a diestra y siniestra, pero es notable el hecho de que en la Cumbre esa furia se detiene frente a una figura: las víctimas de la violencia (del Estado y la guerrilla). “Repudio su reconciliación. Repudio su paz. Solo quiero que se les haga justicia a las víctimas de las FARC y se castigue a sus victimarios”. A diferencia de lo que ocurre en La virgen de los sicarios, donde las fantasías de exterminio del narrador (esa bestia soberana) se proyectan tanto sobre el Estado como sobre las clases marginadas (F. Rodríguez), en el discurso de la Cumbre la violencia verbal encuentra un freno frente a las víctimas (que en su generalización pertenecen únicamente a los sectores populares). Tomando como evidencia las respuestas que circularon en la prensa y que enfatizaron la falta de propuestas “positivas”, esto es, precisamente, lo que no se oyó.

Vallejo encarna en este contexto una figura de intelectual ambivalente. En ella se conjugan el letrado (gramático y legislador decimonónico) y el crítico de la tradición antes citada. En ese cruce de figuras, la lengua desempeña una función prioritaria, puesto que la legitimidad del discurso no se erige sobre un respaldo teórico (lo que a menudo se le reprocha), sino gramatical o retórico. La novedad de Vallejo reside en que en sus peroratas, el gramático despliega ese aparato normativizador y disciplinario (la lengua, según Ramos) no sobre el pueblo, sino sobre el gobierno. “Uribe usa un lenguaje coloquial porque tiene un vocabulario muy limitado. Simplemente comanda una mafia de ignorantes”. “¿Qué querrá decir inmarcesible? Piedad Córdoba ha de saber. Piedadcita conoce todas las coordenadas”. En el doble juego que permiten la proximidad y distancia respecto del poder, Vallejo apunta sobre la clase dirigente las mismas armas con que ésta ha construido una nación excluyente. Pues “la formación del ciudadano se pensará como un proyecto ligado a las letras, a la capacidad ordenadora de la lengua que convierte a los habitantes de la nación -aunque, principalmente se liga al ámbito de la ciudad- en sujetos de la ley” (Díaz-Salazar).

En la misma línea, cabe señalar que en otros discursos públicos del escritor se filtra una zona otra de la lengua, compuesta por jirones de “barbarie”. En “El politiquero y el primate”, discurso en el que compara a Uribe y a Chávez, Vallejo expresa su discrepancia ante “esta impunidad tan cabrona de los atracadores, los secuestradores, los congresistas, los concejales, los paracos, los faracos, los sicarios, hasta de misiá hijueputa”. Esta lengua “sucia, sensorial y visceral, en permanente estado de desequilibrio y mutación” es de la que está hecha La virgen de los sicarios.  Tal como la describe Fermín Rodríguez, en virtud de su potencia transformadora: “el habla de las clases populares vive monstruosamente como desvío corruptor de la norma (…) Como la vida misma, la misma vida que en La virgen de los sicarios se multiplica sin control, el lenguaje es cambiante, inasible, y en su huida hacia delante, desordena la distribución de lo sensible que organiza la dominación” (F. Rodríguez).

Lamentablemente, de ese híbrido corruptor no queda en el discurso de la Cumbre para la Paz mucho más que la huella: “No bien salió elegido (…) presidente (…) le dio su buena patada en el culo, perdón, trasero”. Las condiciones de circulación de ese discurso bien pueden ofrecer una respuesta a la pregunta por su ausencia. El “yo” inasible de las novelas, ese “Fernando” por el que Vallejo no cesaba de desaparecer ha quedado prendido con alfileres (la metáfora es de Foucault) a una imagen y un cuerpo. Conforme la efigie del escritor se multiplica en los circuitos de circulación masiva, su figura parece replegarse sobre el gramático (crítico, claro, pero idéntico a sí mismo). Podría objetarse que la masividad potencia el acceso de un público mayor al “mensaje” del escritor: lo “democratiza”. Pero basta detenerse en la mansalva de respuestas que esos diarios publican para advertir que les interesa menos poner en circulación el aguijón del escritor que el antídoto.

Vallejo texto

II.

La virgen de los sicarios (1994) se inscribe en la epidemia de homicidios que hizo de Medellín, entre 1982 y 1992, una de las ciudades más peligrosas del planeta. Varias razones pueden aducirse a esta crisis: el orden colonial que, de entrada, estructuró la ciudad en forma segregada; las políticas neoliberales, que exasperaron dicha segregación por medio del abandono total de buena parte de la sociedad; el narcotráfico (Locane; F. Rodríguez; Díaz-Salazar). La novela encarna al mismo tiempo el salto del autor a un circuito de circulación masiva: tanto por los altos niveles de venta que hicieron de ella un best-seller, como en virtud de la adaptación fílmica (1999) que de ella hizo Barbet Schroeder, cosechando gran número de premios internacionales.

Es conocida la reacción de los sectores conservadores a la película de Schroeder. En un artículo titulado “Prohibir al sicario”, el Dr. Germán Santamaría, director de la revista Dinners e intelectual orgánico si los hay, planteaba, frente a la exhibición de la película, una propuesta “positiva”, pero poco esperanzadora. “Vamos a decirlo de manera directa, casi brutal: hay que sabotear, ojalá prohibir, la exhibición pública en Colombia de la película ‘La virgen de los sicarios’, basada en la novela del mismo nombre”. La apuesta del periodista no debe interpretarse como una discrepancia personal (estética o política) respecto de Vallejo. Para el Dr. Santamaría, el asunto desbordaba lo particular: “basta ya de tantas libertades sofisticadas en un país que está en guerra”. En términos generales, puede plantearse que frente al estado de sitio invocado por Santamaría -ese umbral de excepcionalidad en que el biopoder “no busca asegurar la paz (…) sino (…) que decide y distribuye sobre el campo de lo vivo las vidas que merecen ser vividas y las muertes que no valen la pena” (F. Rodríguez)- la intervención de la novela consiste en profundizar, en exacerbar la grieta.  El texto visibiliza el problema.

Pero me gustaría detenerme en una lectura particular, que pone el foco en la potencia constructiva de un texto tan negativo y desolador como aparenta ser La virgen de los sicarios. Me refiero a la crítica realizada por Jorge Locane en su ensayo “La virgen de los sicarios leída a contrapelo: para un análisis del flâneur en tiempos de aviones y redistribución del espacio público” (2012). Desde una perspectiva que apuesta por la producción de lazos entre la ficción y la construcción del espacio “real” (Lefebvre), Locane postula la importancia de la lengua en relación con la problemática de la segregación que se encuentra en el origen de la violencia. Como punto de partida, el crítico pone el foco en la figura del gramático, quien, en su deambular urbano, corrige las desviaciones del idioma en un intento por reorganizar el orden colonial perdido. Puesto que “al desquiciamiento de una sociedad se sigue el del idioma”, Fernando empezaría encarnando la figura del letrado cuya “voluntad restauradora de una norma lingüística aristocrática y decimonónica implica también un deseo de desandar la ’involución’ y retornar al viejo orden” (Locane). Pero el crítico advierte que en el avance del personaje por la ciudad esa lengua homogénea se va contaminando y agrietando, de tal modo que “los usos que él cree correctos comienzan a desdibujarse y a dar paso en su misma voz a la voz del ‘otro’, sicario, pobre e iletrado”.

De modo que frente a una lectura que observa en Fernando, protagonista de la novela, la queja de un representante del antiguo régimen ante el trastorno territorial “barbarizado” al que regresa tras el exilio, Locane lee en el deambular del personaje, así como en su fascinación por lo Otro, un efecto de restitución de los lazos sociales disueltos por los males antedichos.

De esta lectura se desprende una figura del intelectual que no es ni la del crítico ni la del letrado, sino la de aquel que tiende un puente entre la letra y la construcción física del espacio. Un vínculo entre lo que Adrián Gorelik denomina “imaginación urbana” e “imaginación urbanística”: es decir, la forma en que la cultura imagina el espacio y el modo en que el urbanismo se encarga de diseñarlo. Autor y crítico se constituyen así como figuras que promueven una mayor inclusión social, pero que tampoco podrían emparentarse con la figura del intelectual orgánico, en la medida en que su tarea no es legislativa ni pedagógica. Afirma Locane: “De su deambular por las calles, de su cruce de fronteras, se sigue una contaminación: su integridad no permanece inmune. Alexis y Fernando terminan por ser uno, sus cuerpos entrelazados en el cuerpo de la ciudad, sus lenguajes tensionados entre la palabra escrita y la iletrada”.

En efecto, si se echa una mirada sobre las renovaciones urbanísticas propuestas desde 2004 por el gobierno de la ciudad de Medellín, se advierte que su administración -premiada internacionalmente en función de su apuesta por la inclusión- ha apuntado en la misma dirección de lo que escribiera Vallejo (y advirtiera Locane) diez años antes. Desde este punto de vista, el texto y el crítico producen un saber fundamental que, sin intentar supeditar la escritura a un proyecto pedagógico, promueve una dimensión constructiva.

En conclusión, a diferencia de la imagen del Vallejo estéril o puramente negativo (cristalizada tanto por la prensa como por su propia terquedad repetitiva) hay en el discurso de la Cumbre una moción activa, que se centra en las víctimas del conflicto. Al mismo tiempo, las condiciones de recepción de ese discurso parecen limitar su alcance y promover un retroceso respecto de ciertas conquistas conseguidas en La virgen. La coincidencia entre autor/enunciador que se condice con cierta falta de “clandestinidad” pueden proponerse como razones de esa diferencia. Pero también allí, donde la lengua gramatical, históricamente ligada a las clases dirigentes, se torna contra sí misma, es posible encontrar una dimensión positiva. En cuanto a La virgen de los sicarios, su autor parece estar más cerca de aquel “Fernando” de Años de indulgencia al que nadie había visto que del Vallejo que hoy todos conocemos. En ese punto específico en que se cruzan la clandestinidad y las posibilidades de circulación parece cumplirse el dictum derrideano según el cual la literatura es el discurso que puede decirlo todo. Por su parte, el enfoque holístico propuesto por Locane permite ubicar a la literatura en un lugar de autonomía respecto del poder, pero al mismo tiempo estrechamente vinculado con la sociedad.