Rezar por Colombia – Sobre Plegarias Nocturnas (2012) de Santiago Gamboa

Por: Nahuel Paz

En el contexto actual de fuertes enfrentamientos entre la población civil y las fuerzas del Estado Colombiano, Nahuel Paz lee, al trote, la novela de Santiago Gamboa y arriesga una definición de “Literatura” que irrumpe en el discurso social para visibilizar una connotación de lxs desaparecidxs en la realidad latinoamericana.


Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es un escritor colombiano, ha incursionado en la novela, en el cuento, el ensayo y las crónicas de viajes. En 2009 obtuvo el premio “La otra orilla” de la editorial Norma por su Necrópolis, ambientada en una Jerusalén casi en guerra. En Plegarias Nocturnas (2012), la novela que le siguió, retorna a una ficción ambientada en Colombia.

Barthes y Derrida entre otros, plantean que la Literatura, toma a su cargo muchos saberes, se expresa en una forma que difícilmente podría haber sido tratada por otra clase de discurso, periodístico o testimonial o histórico. Ningún otro discurso lograría decir lo que dicen las ficciones ya que no hay otro sistema de representación (la ficción supone un sistema de representación, otra clase de uso del lenguaje) que permita decir otras cosas de eso mismo. Si no encontráramos esos textos, la literatura terminaría siendo una ratificación: la continuación de la realidad, por otros medios, lo mismo que podríamos ver en los programas de televisión o en la calle, pero en una obra narrativa. La propuesta de esta reseña es leer esta obra de Gamboa como si fuera una repetición del pasado que se proyecta al presente y al futuro.

Por Ximena Hernández

La novela inicia cuando el Cónsul colombiano en la India recibe una información: debe asistir a un conciudadano detenido en Bangkok por tráfico de drogas. El cónsul se traslada a Tailandia y allí descubre que algo que no cuadra con el imaginario (y los imaginarios tienen espejos en la realidad) sobre el típico traficante, el acusado, Manuel, no tiene antecedentes, antes de su detención no había salido nunca de Colombia, está graduado en filosofía y cursa un doctorado.

La voz de Manuel estará tamizada por la del cónsul, ya que es a él a quien le cuenta su historia. Manuel refiriere su infancia, una infancia solitaria en Bogotá, una familia tipo: cuatro integrantes, clase media. Cuenta sobre su padre (fundamental en esta lectura que propongo) al que tilda de resentido, dice que para llegar a fin de mes su padre debía agachar la cabeza y ser dócil. Sus jefes lo humillan continuamente, por supuesto esa sumisión se convierte en autoritario en la casa. Manuel apunta que incluso su madre despreciaba al padre, aunque intentaba que lo respetaran en su casa. Además, narra que su padre tiene ojos solamente para Juana, la hermana mayor de Manuel, podríamos aventurar que, de hecho, la historia la tiene de protagonista.

Juana no se relaciona con su hermano menor, es más un escollo que para ella, pero cuando Manuel tiene siete años queda internado por una hepatitis viral, en el transcurso de la internación hospitalaria ambos logran conectarse. Luego Manuel, con la mediación de su hermana, se vincula con el arte, el grafiti, la pintura, la literatura. Y es en ese momento de la narración cuando irrumpe la violencia. La violencia en la novela tiene nombre: Álvaro Uribe.

Algunas citas ilustran esta irrupción:

(…) De repente, sin que ocurriera nada particular, papá se empezó a transformar. De tener pocas y muy medidas opiniones políticas pasó a hablar con fogosidad de lo que leía en la prensa y veía en los noticieros. (…) una letanía impregnada de rencor hacia la realidad y el presente, el súmmum del resentimiento, pintando un país con una situación de caos y derrumbe moral del que sólo se podía emerger con un verdadero patriota, ¿y quién podía ser sino ese soldado de Cristo y paladín del orden que era Álvaro Uribe, que por esa época, muy cerca de las elecciones, ya volaba en las encuestas? (2012: 38)

Según los términos que propone Marc Angenot, el padre, así, encarnará un discurso social reconocible, por ejemplo, en el elogio a Chile o en la mano dura:

(…) Lo que aquí se necesita es mano dura, así haya que hacer un sacrificio, y si no miren el caso de Chile, que es hoy ejemplo en América Latina (…) Álvaro Uribe es el único que no habla de tratos ni de regalarle el país a la guerrilla, sino todo lo contrario, quiere darles bala, el único lenguaje que los terroristas entienden, bala y más bala. (2012: 40)

En el proceso de identificación, en tanto Uribe es como “uno” y es un “patriota”. “Uno”, según la concepción del padre de Manuel y Juana, un ciudadano “común”, promedio, trabajador, esforzado —que piensa que los demás no lo son y que merecen el destino de un par de balas. Dejo en claro que no estoy haciendo un alegato en defensa de las “guerrillas”/”terroristas”, estoy describiendo el procedimiento de anulación de las otredades en el mecanismo narrativo de la obra— y, por primera vez, Berta, su esposa, concuerda con él, apoya sus diatribas. Por el otro lado, el “patriotismo” se convierte en una construcción en la cual ser patriota es hacer lo que “uno” hace, un círculo que retroalimenta en sí mismo, endogámico y pulsional:

(…) Uribe viene de la clase media y de las montañas de Antioquia, con la moral del campo y la verraquera de la tradición paisa, eso es lo que se necesita, un tipo que ame a Colombia (…) Uribe es el primero que habla de verdadero patriotismo, de dignidad nacional (…) si Uribe no gana a este país habrá que recogerlo del suelo con cucharita, y puede que hasta tengan que venir los gringos con sus marines a arreglarnos el problema, como pasó en Panamá, y nos tocará tragarnos la humillación, ¿cómo puede haber gente que no se dé cuenta? No hay más que ver su eslogan: «Mano firme, corazón grande». (2012: 40)

Y acá reaparece la voz de Manuel para enumerar, para romper los discursos sociales que encarna su padre, la endogamia del “uno”, del “nosotros”. Para ello utiliza una especie de objetivación cansina, en una lógica del personaje que muchas veces narra desde una especie de pesimismo descriptivo, la apelación al cónsul no parece del orden del “nosotros” sino como si fuera inapelable y no tuviera necesidad de convencer a nadie:

“No pasó mucho tiempo —¿un año, seis meses, usted se acuerda, señor cónsul?— antes de que la alegría uribista empezara a resquebrajarse y el sol se colara por las fisuras. (…) Fueron algunos intelectuales los que hicieron sonar las alarmas. Le criticaron a Uribe el airecito de Mesías de provincia, con la virgen María siempre en la boca, y se empezó a hablar de su relación con los escuadrones de la muerte y los paramilitares”. (2012: 40)

El ascenso de Uribe, como figura casi religiosa a la que el padre le reza, va en paralelo con la rebeldía de Juana que introduce en la casa la voz de las/os opositoras/os. Manuel, en cambio, se repliega sobre sí mismo, en la literatura, en los grafitis, en una búsqueda personal con el arte.

Juana empieza a cuestionar lo que dice el padre, contrasta con el discurso social de éste que se encabalga con el “sentido común”, digamos que es parte del trabajo narrativo de la ficción de Gamboa: el padre simboliza un ascenso discursivo que tal vez estaba solapado en las décadas anteriores o no encontraba representación. Por supuesto, que este discurso social seguirá haciéndose de slogans y grieta en los gritos del padre que siguen siendo más potentes:

“¿cuántos de esos melenudos no serán en realidad comunistas, chavistas o incluso de las FARC? ¡Si tanto les gusta que se vayan para el monte o a Venezuela o a Cuba!, a ver si allá los dejan criticar, ¡ahí los quiero ver! (…) ¿qué problema hay en que rece por televisión? Eso es normal en un país católico, ¿no han visto cómo Bush asiste a misas y habla de dios y nadie le dice nada?, ¿recordarle al presidente eso? ¡Si el mismo Chávez cita la Biblia cada vez que puede!” (2012:45)

Y si el padre encarna un discurso social reconocible y característico de determinadas partes de la sociedad (de las sociedades), supongo que ese reconocimiento tiene reflejo en la realidad y debe ser contrastado con esa realidad ficcional o cuestionado. Es Juana, que crece y estudia Sociología en la Universidad Nacional de Colombia, quien le responde. Lo hace con argumentos, con información, con datos, sin apelar al rezo, al discurso metafísico:

“Reviraba Juana, ¡ay, papá! (…) ¡es la época más horripilante! Un presidente mañoso, un ejército asesino y torturador, medio Congreso en la cárcel por complicidad con los paracos, más desplazados que Liberia o Zaire, millones de hectáreas robadas a bala, ¿sigo? Este país se sostiene a punta de masacres y fosas comunes. Uno escarba el suelo y salen huesos (…) No, papá, no te engañes. Los únicos que pueden dormir tranquilos acá son los paracos, y no sólo dormir: pueden seguir matando sindicalistas y gobernadores, alcaldes o estudiantes de izquierda, jóvenes desempleados y drogadictos; pueden seguir haciendo billete y contratando con el Estado para robarse la plata; pueden seguir amedrentando campesinos, quitándoles las tierras con sólo acusarlos de guerrilleros, papá…” (2012:65)

Los paramilitares (los “paracos”) parecen ser el signo de esa violencia que rezuma la atmósfera de Plegarias Nocturnas, la violencia incontrolable o controlada para reprimir, asesinar, perseguir por fuera del orden del estado, como un “segundo estado” (al decir de Rita Segato) un estado paralelo que, en la novela, el uribismo apoya y alienta.

Y entonces Juana desaparece.

Y la realidad se impone. El padre del narrador abre los ojos y la historia de la novela se irá hacia otro lado, porque en algún momento Juana reaparecerá y contará su propia historia, sus vínculos, hasta el cónsul tendrá tiempo de contarnos la suya.

Por Ximena Hernández

En este momento de la narración tal vez sí es posible reponer la realidad, no como continuación de algo que puede verse en la calle, en los programas de televisión —¿puede verse en los programas de televisión lo que sucede en la calle? ¿Puede verse la realidad?— habíamos dicho que una forma de leer la novela de Gamboa es hacerlo como una repetición del pasado, un pasado que se proyecta hacia el presente y el futuro.

Y, como esta reseña viene algo urgida por el tiempo, simplemente me voy a quedar con esto: y un día, Juana desaparece. En Missing (una investigación) Alberto Fuguet sigue la pista de un tío suyo “desaparecido” en los EEUU, pero dice que prefiere no usar esa palabra para describir el hecho —el tío se ausenta, deja de contactarse con su familia original en Chile, no deja rastros, no se comunica— porque la palabra desaparición tiene una connotación específica en Latinoamérica, una connotación que va desde Argentina hasta México, pasando por Uruguay, Chile y Brasil. Ante esa palabra la historia de Latinoamérica tiene mucho para contar, de todos modos, la ficción de Gamboa deja en claro sobre qué representaciones trabaja y cuánto de eso continúa en el presente.

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