De mujeres y profanos ejercicios de amor: «Los hombres que me amaron», un poema por Zoraida de Cadavid
Texto e imágenes: Leonardo Mora
En 1988 la poetisa colombiana Zoraida de Cadavid publicó por primera vez el canto poético Los hombres que me amaron, un ardoroso y sincero memorial femenino que celebra una concepción del amor libre y vital a través de la relación de los encuentros con los amantes más significativos de una vida. Transas presenta una versión de la obra precedida por una breve aproximación de Leonardo Mora a su impronta poética y su pertinencia actual.
En tiempos actuales en los cuales se hace cada vez más fuerte la afirmación de la mujer como sujeto político autónomo e independiente frente a la opresión generada cultural e históricamente por el predominio masculino, la voz de la poetisa y novelista colombiana Zoraida de Cadavid en su canto Los hombres que me amaron (publicado por primera vez en Colombia en el año de 1988) resulta ser de enorme actualidad y pertinencia por diversas razones que no solo competen a su intrínseca calidad estética, sino que además representa una valiente y sincera expresión de un trasegar amoroso, sin moralismos ni ataduras, que halló en la entrega y el arrebatamiento sus más valiosos heraldos de batalla.
La concepción de Los hombres que me amaron puede leerse como un memorial de hombres, circunstancias y encuentros sentimentales que marcaron con fuego una existencia femenina, la cual refiere abiertamente tantos a sus idilios más significativos como a los extraños y bellos detalles en el encuentro o desencuentro con cada uno de esos amantes que buscaron refugio, consolación y placer en sus brazos, para alejar por unos instantes el dolor y la frustración de la transitoriedad y la soledad de la condición humana.
Una voz culta, inteligente; conocedora del carácter de los hombres, sus audacias, sus límites, costumbres y temores, nos recuerda en el largo poema que el amor no es un sentimiento monolítico, univalente e higiénicamente concebible a priori: el amor es, ante todo, pura existencia, lágrimas, espera, sangre, y posee tantas formas y manifestaciones como personas involucradas en sus juegos; sus límites son las pieles de los cuerpos en comunión, su sustancia es el sudor que humedecen las sábanas de un hostal, su sino trágico oscila entre la palabra hiriente que sale de la boca del amante engañado o el deseo que ruega por estallar en un torbellino de lujuria y satisfacción. Esta poética vitalista y alimentada en el trajín cotidiano nos dice también que el amor tiene acepciones emocionales distintas cuando se expresa en ruso, en mandarín, en alemán, o cuando es profesado por un senador, un ingeniero, un músico o un deportista, o en los insospechados lugares y momentos en que se conjura: en el despertar de la mañana en una cama cómplice, entre las rejas frías de una prisión, al anochecer en un baño prestado durante una apoteósica fiesta o bajo la mirada indemne de las estatuas de una iglesia.
La voz del poema no solicita del amante unión eterna, sumisión total, enfermiza exclusividad: sus experiencias y constantes intercambios le han enseñado que el paraíso está en el aquí y ahora, y que esos minutos donde se instala el esplendoroso ritual lo son todo para el amante desaforado y hambriento.
No hay moralismos ni prevenciones de ningún tipo, a la manera nietzscheana en Jenseits von Gut und Böse (Más allá del bien y del mal); en el poema de Zoraida de Cadavid se canta a las prosperidades del cuerpo, a la dicha de estar vivos, al galardón del intercambio erótico con el otro, al descubrimiento de sí mismo a través de los demás, y no se atiene ni reconoce instituciones, credos, religiones o sectas que anulen la alegría de vivir, la voluntad de poder y el deleite de los sentidos. Lo que se hace por amor acontece siempre más allá del bien y del mal, refiere el filósofo alemán: el abordaje de Los hombres que me amaron es un buen ejemplo de ello porque esencialmente es el canto luminoso de una voz enamorada de la vida y no conoce el significado de la palabra arrepentimiento.
Aunque el poema reconoce que en el amor las cosas no siempre son benignas y a veces nos aborda con leves resquicios de nostalgia, nunca abdica ante la derrota: siempre se manifiesta poderoso y hasta se enorgullece de haber tropezado o perpetrado mil trucos y conspiraciones para su consecución. Porque amar, ante todas las cosas, es la consigna máxima para estar en el mundo, sean cuales sean sus consecuencias: aunque los amantes no hayan podido asumir el fogoso amor que se les ofrecía, aunque sus vicios nublaran el ritual del acercamiento o aunque la conciencia prosaica no haya alcanzado a comprender a cabalidad el tamaño del sentimiento que esperaba ansioso detrás de los ojos de la ofrendante.
Pero esta intensidad amorosa no solo se proclama hacia el amante de turno, sino que lo supera y se eleva hasta todas las cosas que componen el mundo y que esencialmente se traduce en una devoción por lo telúrico: el sol, el viento, los árboles, la mañana, el paisaje, y por ello cabe pensar al enorme e imprescindible Walt Whitman que a tantas generaciones ha influido y seguirá influyendo con su recia admiración por la vida y la naturaleza a través de una libre, moderna y avasalladora versificación.
Ofrecemos al lector entonces extractos del largo y bello poema de Zoraida de Cadavid, para que hable por sí mismo. Gracias a la amabilidad de la autora, Transas brinda también la posibilidad para el interesado de descargar la totalidad del canto poético: como anotábamos al principio, vale la pena leerse una vez más por su belleza y por su pertinencia en los tiempos que corren, en los cuales la mujer cada vez más se afirma en su condición integral, reclama lo que se le ha despojado históricamente, pero sobre todo, grita con sinceridad y libertad su sentimiento después de siglos de represión y mutilación.
Los hombres que me amaron
(Versos escogidos)
Los hombres que yo amé fueron todos los hombres del mundo;
yo no permitiría una mutilación.
Los hombres que yo amé todos me amaron: hubo algunos que me amaron por años.
Hubo quienes me amaron a través de sus vidas,
los hombres que yo amé; yo amé a todos los hombres por años, por minutos,
por leves duraciones de segundos.
Que no se queje el mundo de no haber amado a uno de sus representantes
con mis sentimientos, mis palabras, mi sexo:
yo amé a un representante de los gremios todos y ahorradme la vergüenza
de las enumeraciones.
Yo no soy ninguna María Magdalena, porque no conozco el arrepentimiento;
yo disfruté de todos los hombres con quienes compartí
y empezaré una historia que nunca conocerá la humanidad en su contexto.
Yo he cometido todos los pecados del mundo que atentan contra el sexo,
digo, contra los códigos morales castradores del sexo.
Los hombres que yo amé, casi todos me amaron.
Debo admitir que yo no cargo reglas ni compases, ni nada para medir
ni el tiempo ni la dimensión del sentimiento humano.
Voy a describiros cómo amé en todas aquellas lejanías,
yo los amé con el idioma del hermano humano: el idioma del gesto,
quitamos las entorpecedoras palabras o hubo simplemente idolatría de las palabras.
Nadie puede decir que no fui una gran repartidora de caricias.
Yo amé a él cuyo secreto estaba en enamorarse de los pies de sus hembras;
amé en él a todos los fetichistas del mundo.
Todos los hombres que yo amé, todos ellos, desconocieron el tiempo en mis caricias,
los hombres que yo amé sintieron lo que vos y yo sentimos,
los hombres que yo amé, todos eran soñadores inconscientes.
Los hombres que me amaron me han amado a través de todas sus mujeres,
a los hombres que amé, los he amado a través de todas mis caricias.
Los hombres que yo amé, no todos tienen nombre propio
y a ninguno pedí sus huellas digitales.
Los hombres a quienes yo amé, los hombres que me amaron
estuvieron:
en las primeras magistraturas, en las cárceles, en el Senado,
en los tugurios, en las esquinas, están como Dios: en todas partes.
Los incontables hombres que yo amé me dijeron las más dulces mentiras:
“después de conocerla nadie puede seguir siendo el mismo”
no es tan cierto: yo no interfiero la ruta del destino: era el destino conocernos.
Los hombres a quienes amé tenían el cielo sobre sus rodillas;
yo me acosté con presidentes, con banqueros, con soñadores, con presos en las cárceles
con delincuentes, con idealistas: yo siempre estuve amando,
amando siempre y por cualquier motivo o simple y llanamente sin motivo
pero siempre estuve amando.
Nadie pudo jamás con mis ánimos,
nadie soportó el valor de mi cariño,
nada es tan asfixiante como el fuego:
soy la mujer más fogosa del mundo.
Yo soy la portadora sana de las enfermedades;
soy portadora del amor;
no os acerquéis a mí porque podéis
enfermaros de amor en una tarde tibia,
no por mí ciertamente,
es que estoy siempre enamorada de la Vida
y la Vida es todo lo que toco.
Todo el que me mirare me tocare y me viere
Todos, todos sin excepción
Todos vosotros estáis condenados a estar locos.
He aquí la maldición del siglo:
todo el que me leyere
todo el que me intuyere
todo el que me sintiere
todos, todos, todos los hombres del siglo XXI
Todos vosotros estáis condenados a estar locos
Por los siglos de los siglos.
Yo soy aquel a quien vosotros esperabais.
Nota: Una versión completa del poema en pdf se puede obtener libremente en el siguiente link: