Marilyn en el Sur: fracaso y resistencia travesti en Cuerpos para odiar de Claudia Rodriguez

Por: Victoria Solis

Imagen: Marilyn Monroe en Hollywood (1952) Philippe Halsman

Cuerpos para odiar (2013) de la escritora chilena, trabajadora social y activista travesti Claudia Rodríguez parece encarnar una suerte de autobiografía travesti y horrorista. Esta es, precisamente, la estética que defiende el error y el fracaso de los sujetos monstruosos que protagonizan su texto híbrido‒mezcla de relatos, fotografías y poemas yuxtapuestos. En él ­­asistimos al pasaje de una niñez libre y animal en las tierras tomadas de un país que se dice imaginario, al disciplinamiento corporal e identitario que la vida travesti sufre en una Santiago de Chile excluyente, militar y violenta. 


Su relato se inicia con la narración del nacimiento de Claudia (cuando aún era un niño), en la que cuenta que la madre la parió como una gata, subrayando el devenir animal que regirá su niñez. Así, la narradora recuerda las conversaciones que mantenía con vacas y caballos, o la identificación con hormigas, libélulas e, incluso, el barro, mancomunados con el resto de las niñas en la perversidad. En efecto, es una voz plural, construida a partir de un “nosotras”, la que describe esas escenas en los ranchos del campamento, porque todas las niñeces conforman una manada desobediente. Afirman que provienen del sur de un país que no se nombra y al que se describe como imaginario, quizás por encontrarse fuera de la ley y de la norma metropolitana.  

En esta comunidad donde copula lo material con lo humano, se insiste en rescatar a los sujetos femeninos, especialmente a la madre (en el texto, maere). Y la referencia a ella es, igualmente, colectiva. La madre personifica a “todas las maeres de antes que también hicieron senderos para mí, antes de llegar aquí” (p.16). La escritura de Claudia Rodríguez ahonda en el linaje materno, compuesto por madres y abuelas que no se conocieron entre sí, e insiste en recuperar las vidas analfabetas de las cuales desciende y que permanecen alojadas fuera de todo archivo.  Por esa razón, el libro se abre con una inscripción de las travestis en el universo indígena “Las travestis somos iguales que las mapuches del campo, igual que las mujeres antiguas que aprenden de las abuelas, cómo se hace el pan. Nosotras aprendemos con las viejas a pensar lo que tiene que ver con el cuerpo, sobre el deseo, que es lo mismo que aprender a ver (p. 10)”.La palabra “antes” se repite a lo largo de las páginas como un estadio previo a que el mundo se trastornara y apareciera el conflicto con su cuerpo. Justamente, es la corporalidad travesti la que inaugura temporalidades singulares para narrar la propia experiencia y hacer emerger subjetividades que permanecían relegadas. Esto puede registrarse en otro capítulo de la vida travesti: el ingreso a la escuela.En Cuerpos para odiar la escolarización está mediada por una operación corporal, ya que para empezar las clases deben cortarle el pelo, dejándola, según dice, desnuda y revelando la importancia de lo capilar en el orden del cuerpo y en la subjetividad. En el libro se adjunta la foto de un niño con el pelo corto, que en las imágenes de las performances de Claudia luce rubio y largo. Asimismo, se efectúa un corte de temporalidades en el que se distingue la etapa donde todas eran salvajes en un puro presente, frente a una infancia signada por la exclusión y la burla, ya sea por su rostro indígena, su apariencia marica o su falta de instrucción gramatical. Antes, un lenguaje animal, hecho de balbuceos y raspeos; ahora, el aprendizaje de la escritura y, con ello, el miedo.


En esa misma línea, en Travesti. Una teoría lo suficientemente buena (2018), Marlene Wayar propone a la infancia como territorio de potencia creativa, ya que allí se puede “estar todo el tiempo proyectando sueños y buscándoles las posibilidades” (57). Por eso, al mismo tiempo, se torna blanco del sistema heteropatriarcal, dado que la institución familiar regula y controla que aquellos sueños no se salgan del cauce de la heteronorma. En este sentido, Cuerpos para odiar inscribe a la infancia en esa zona biopolítica de la dominación, porque reafirma que, antes que potencia, “la infancia no era ni flujo ni enunciación sino sólo una forma debidamente hincada y minusválida de llegar al mundo” (25).

Uno de los ejes del texto es la configuración del lenguaje como alienante y destructor, ya que las letras no hacen sino rechazarla y des-identificarla; además, pasan a incluirla en un universo moral en donde existe el pecado y, con ello, reglas que debe aprender. No hablar del “poto”. No usar jumper porque es ropa de chicas. Jugar a la pelota en vez de recoger moras con las niñas. “He sido tan odiada que tengo razones para escribir” (9), manifiesta en las frases yuxtapuestas al relato, escritas en el margen o torcidas, y potentes en su brevedad y crudeza poética. Es que en la obra de Claudia Rodríguez la escritura está hecha de odio. La narración se materializa en cuerpos que son odiados por no encajar en las normas de género ni en el sistema escolar; pero, también, por ser analfabetos y sobrevivir sin saber escribir ni tener las herramientas de la letra para defenderse. Así, no solo la infancia se configura como un fracaso. También lo es la escritura.

En el libro se sostiene una reafirmación de ese fracaso, que también se encuentra en su obra anterior Manifiesto horrorista el cual, como el título lo indica, señala la estética horrorista que rige sus diferentes escritos. Allí se celebran el error y el desvío como prácticas liberadoras, además de defender la provocación que las subjetividades monstruosas realizan al desviarse del sistema. En El arte queer del fracaso (2011), Jack Halberstam inspecciona los discursos que sustentan la lógica del éxito/fracaso, asociados a la positividad tóxica, el progreso y la competitividad neoliberal. Frente a esto, se ocupa de desmontar dicha oposición a partir de ligar el fracaso a las vidas queer. Amigarse con el fracaso como potencia desestabilizadora permite negarse al poder disciplinador de la heteronorma y vivenciar otras formas de vida y de habitar los afectos. Desde aquí, justamente, podemos leer el relato de Claudia Rodríguez: la travesti asume que, contrario a Cenicienta, no hay zapato que le quepa para heredar el reino; pero, lejos de esconderse, se maquilla con irreverencia y le disputa al orden dominante una escritura desviada con la cual reafirmarse y, más aún, transformarse.

Así, a través de su escrito, asistimos a otro hito biográfico: el bautismo travesti. Nuevamente, las operaciones en torno a su corporalidad hacen emerger nuevos cortes temporales y, en este caso, se trata de un nuevo nacimiento al interior del “ambiente de cuerpos deformes” (p. 101). Aquí aparece un aprendizaje ya alejado de la escuela, que es el aprender a ser travesti a partir de observar a otras travestis. Es en comunidad que una constituye su aprendizaje identitario, y tal vez esa sea una de las formas en las que el fracaso demuestra su potencia, al posibilitar el ingreso a un modo de vivir comunitario y a la experiencia de hacerse en lo colectivo. A la manera de la manada travesti de Las Malas de Camila Sosa Villada, las amigas travestis sostienen y enseñan a nombrarse, a reconocer bordes y rostros, y presentan la posibilidad de encontrar el amor, aquello que se pretendía inalcanzable.

Al respecto, son muchos los fragmentos que refieren a la transición. No solamente cambia su nombre y se platina el pelo, sino que también acude al tratamiento de la Dolores, encargada de rellenar con silicona los pechos, en un acto semejante a una tortura (estética), con agujas que penetran la piel como un acto de violación. En una de las fotografías desperdigadas por el texto se evidencia su cambio bajo el título de “antes y después”, mientras que en los relatos se evoca el maquillaje a lo Pamela Anderson y el pelo de Sofía Loren. Igualmente, es Marilyn Monroe la figura privilegiada en la obra de la escritora, con la que se hermana al considerarla, como ella, una oprimida por el sistema. Pero no solo las estrellas de Hollywood la moldean, sino que se insiste en que son los hombres quienes se erigen como curadores de los cuerpos travestis e indican cómo debe verse una travesti de verdad.

La belleza se establece como posibilidad de obtener el derecho a vivir. Aunque ni siquiera esto lo asegura: “Ser travesti es ser una muñeca para los hombres que odian a las mujeres” (74). Frente a ese territorio imaginario donde nace, Santiago se vuelve concreta como ciudad en la que el deseo circula por lo subterráneo, mientras que arriba está el gobierno militar (más adelante, la democracia fracasada), los clientes o el sida. Ante esto, el libro funciona, a su vez, como un artefacto que recupera linajes e identidades que no dejan rastros en los archivos oficiales. Tal vez por eso los nombres de las travestis asesinadas y sus historias circulan por las páginas de modos fragmentarios y yuxtapuestos, sin una temporalidad fija. Quizás ese sea el modo de recuperar las huellas y acceder a aquellas historias donde los cuerpos se hacen a partir del odio.

Cuerpos para odiar es un llamado a no extinguirse; y, en la monstruosidad, reivindicar el derecho a vivir, a amar, a odiar.


Cuerpos para odiar (Claudia Rodriguez)
Ají Picante , 2018
102 páginas


Bibliografía

-Halberstam, Jack (2018) El arte del fracaso queer. Madrid: Egales.

-Rodriguez, Claudia (2018) Cuerpos para odiar. Patagonia: Ají Picante.

-_______________ (2015) Manifiesto Horrorista y otros escritos. Santiago: Juanita Cartonera & Isidora Cartonera.

-Wayar, Marlene (2018) Travesti. Una teoría lo suficientemente buena. Buenos Aires: Muchas nueces.

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