EL CRÁNEO DE KLOCOSK: ONELLI Y LOS TEHUELCHES
Por: John Bell
Este texto, escrito por el australiano John Bell, explora la relación entre el etnógrafo Clemente Onelli y los miembros de la comunidad Tehuelche. Para ello, analiza detenidamente el libro Trepando los Andes, estudiando tanto el accionar como el lenguaje del explorador italiano, con la idea de discutir las problemáticas del proceso científico llevado a cabo por el mismo. A través de este texto, John nos invita a reflexionar acerca del intervencionismo en la cultura y el espacio de las comunidades nativas y sus consecuencias.
“Llegué a Sheuen-Aiken, donde mis compañeros indígenas se habían instalado en una toldería de tehuelches, mis antiguos amigos. La indiada estaba triste porque acababa de morir el centenario Klocosk, cuyos cabellos blancos y rudos y sus cigomas lucientes y grises de color de sílex y las pupilas semiabiertas y con la fijeza del fakir indiano, había consignado en una placa fotográfica el año anterior: cuando vi que empezaba los preparativos para abrir la sepultura fui a acampar lejos a fin de dejarles la completa libertad que ellos requieren para esa ceremonia; pero fijé bien en la mente el arbusto característico y la forma de la barranca a cuya pie lo iban a sepultar, para fines ulteriores. Al año siguiente los indígenas habían abandonado Sheuen-Aiken y pude así desenterrar el cráneo que ha enriquecido mi colección antropológica.” (104-5; 2004)
Es difícil imaginar una expresión más elocuente de la mirada científica sobre el pueblo tehuelche a principios del siglo XX: la intimidad condescendiente, la pretensión de dominar sus costumbres y la dependencia simultánea de la depredación. Este extracto pertenece a la crónica de viaje Trepando los Andes de Clemente Onelli. En la edición original del libro, la anécdota está acompañada por dos fotos: una es el retrato de “Klocosk en vida” y la otra es de su cráneo.
Onelli, quien fue compañero del Perito Moreno, primero en el Museo de La Plata y después en la Comisión de Límites, llevó a cabo la labor de director del Jardín Zoológico de Buenos Aires tras ser nombrado por Roca en 1904, siendo este el mismo año en el cual se editó Trepando los Andes. Dedicó su vida a la clasificación de fósiles, territorios, animales y, de paso, pueblos. La etnografía fue una disciplina más que le interesó, como buen científico de la época, un hobby atrapante que podía permitirse al margen de sus otros estudios.
Fines ulteriores
En el extracto de Trepando los Andes citado arriba, Onelli considera a los tehuelches como sus «compañeros» y «antiguos amigos». Los llama compañeros porque viaja siempre escoltado por hombres que conocen los caminos del sur, y amigos porque vuelve a los mismos poblados una y otra vez.
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La comunidad está llorando la muerte de uno de sus ancianos, el «centenario» Klocosk. Onelli llegó a conocerlo personalmente, lo cual se evidencia en el retrato fotográfico que le tomó en una de sus visitas anteriores y en el recuerdo de su aspecto físico, que cuenta con una abundancia de detalles que expresa cierto cariño hacia el anciano. Conociendo los usos de la comunidad a la hora de enterrar a sus muertos, se aleja para respetar su intimidad. Sin embargo, es un respeto más fingido que real: una estratagema. Onelli se fija bien en el sitio del entierro para volver en otro momento y exhumar a Klocosk, respetando los ritos funerarios de los tehuelches solamente para después profanarlos. Convierte así a ese anciano de «cigomas lucientes» en una pieza de “colección antropológica”. Parece una obviedad que un amigo dispuesto a robar la tumba de tu pariente no es realmente un amigo, pero él no ve ninguna contradicción en su comportamiento. Su trabajo como antropólogo facilita el del coleccionista; su colección complementa su trabajo de campo. Toma apuntes y huesos.
Onelli se siente a gusto entre los tehuelches, producto de su capacidad de hablar su idioma y de la observación detenida de su modo de vivir. Aun así, su actitud frente al entierro de Klocosk refleja la brecha conceptual y ética que lo separa de sus anfitriones. Hay un desencuentro fuerte entre la comprensión tehuelche del evento como un entierro solemne y la mirada del científico italiano que lo ve como una oportunidad para ampliar su colección de restos humanos. Su astucia en ese momento es poco favorecedora precisamente porque parece entender la gravedad del acontecimiento para los tehuelches. Por eso se retira mientras realizan la ceremonia.
En realidad, aunque comprende el significado del entierro para ellos, no lo respeta; su posterior violación de la tumba es una expresión de desprecio hacia su cosmovisión. Es su intimidad con esa cosmovisión lo que le permite violarla. En un pasaje anterior del libro, reconoce que ellos debieron modificar sus costumbres a causa de las depredaciones de los blancos: “la profanación de esos sepulcros antiguos por los exploradores los ha obligado a enterrar a sus muertos en lugares menos visibles” (71; 2004).
Sus intervenciones cambian las prácticas del pueblo que Onelli estudia, pero esto tampoco le impide seguir robando tumbas. Aquí se nota su mirada de europeo finisecular; para él, las formas tehuelches son interesantes, pero no le exigen respeto. Puede hacerse amigo de ellos sin jamás considerarlos sus iguales. La antropología va codo a codo con la agrimensura pues ambos forman parte del proyecto argentino que entregó los territorios tehuelches a los estacioneros blancos. Ni siquiera sus restos tendrían un descanso tranquilo en esas tierras.
Por amor a la etnología
Un capítulo anterior de Trepando los Andes permite examinar en más profundidad su método como antropólogo. Onelli llega “a las tolderías del cacique tehuelche Quilchamal”, situadas a orillas del río Guenguel, en lo que hoy es la provincia de Chubut. Necesita arrendar caballos para la próxima etapa de su viaje y contratar a un guía que lo acompañe. Realiza estas negociaciones en cada poblado con que se cruza, mientras el guía que lo acompañaba hasta ese punto vuelve a su comunidad con sus animales. Los hombres de Quilchamal han salido de caza por unos días y él se ve obligado a esperar su retorno. Las mujeres permanecen en el poblado y el italiano aprovecha su estadía para hacer un registro de sus costumbres.
Imagen: Comisión de límites entre Argentina y Chile. El perito Francisco Moreno, Clemente Onelli, sir Thomas Holdich, y otros miembros de la Comisión recorriendo la región comprendida entre el lago Lácar y el fiordo Última Esperanza, 1901. AGN_DDF/ Caja 2626, inv: 51856.
De entrada, su trabajo de campo se mezcla con el voyeurismo y una peculiar fantasía orientalista. A solas con las mujeres, se siente “un gran kan de la estepa asiática… rodeado por un harén con más de cincuenta odaliscas” (63; 2004) y aprovecha para espiarlas mientras se bañan en el río “por amor a la etnología, desde el fondo de mi carpa, con los anteojos de viaje” (66; 2004). Esa frase “por amor a la etnología” es a la vez una aclaración de sus intenciones y un chiste que invita al lector a compartir su fantasía. En la oración siguiente, hace mención de “los ancianos que espiaban las abluciones de la casta Susana en el baño bíblico”, vinculando la etnografía de manera explícita con la violación de la intimidad.
A continuación, deja un registro bastante minucioso de las costumbres de las mujeres tehuelches. Estructurando el texto con una descripción del amanecer y los cambios de la luz a medida que el día avanza; cada tarea tiene lugar a una hora determinada. De ese modo, pretende describir un día típico: presenta las costumbres tehuelches como vivencias que, a su vez, son elementos de una rutina. Así, las mujeres se bañan mientras “las estrellas luchan aún por desaparecer”; a las diez de la mañana es “la hora en que el indígena empieza a comer”. Es llamativo su uso del presente en este pasaje — a diferencia del resto del libro, que Onelli narra en pasado —; es el presente eterno de las costumbres, de las cosas que se hacen todos los días.
Dentro de este esquema caben registros detallados del interior de un toldo tehuelche — su disposición, los objetos que contiene, los materiales de los que está hecho — y del aseo y la apariencia de las mujeres. Después, cataloga los remedios tehuelches para varias enfermedades. En las partes referentes a los cuidados de las mujeres, Onelli recurre de manera insistente a un vocabulario francés: péplum, boudoir, toilette, maquillage, embonpoint. Este cruce de la elegancia francesa con las prácticas de las mujeres tehuelches tiene un matiz burlón, pero es al mismo tiempo la expresión de una fantasía relacionada con la del kan y el harén. Escribe así: “En los toldos, el ojo profano del hombre puede observar libremente lo que en la ciudad son los misterios sagrados del boudoir de una mundana” (68; 2004), invocando otra vez la imagen de una violación: el etnógrafo es un intruso que goza de su incursión en espacios que no le corresponden.
Un diccionario limitado
Onelli interpreta los fenómenos que observa para dar un registro de su significado para los tehuelches: lo que Clifford Geertz llamaría descripción densa. Sin embargo, si no logra entender algo, el italiano supone que el fenómeno en cuestión carece de sentido para los tehuelches también; que se sigue dando irreflexivamente por simple costumbre. Así, escribe de una inmersión ritual que los hombres realizan tres veces por año, que “han perdido” su significación: “recuerdan solamente que su baño de octubre facilita la incubación de los huevos de avestruz” (67; 2004). No se le ocurre la posibilidad de que los hombres prefieran no abrirle los secretos de dicho ritual, o que tenga un significado en el marco de su cultura que no se explica en palabras. Carece de la flexibilidad que le permitiría reconocer su propia ignorancia y prefiere caracterizarla como propia de los tehuelches.
Imagen: Autorretrato de Clemente Onelli en Santa Cruz. Del libro Tehuelches: Danza con fotos, de Osvaldo L. Mondelo.
El italiano es capaz de reconocer los desafíos que presentan sus distintas culturas a la hora de entenderse con los tehuelches. Receta «un colirio de sulfato» a una niña en su calidad de “médico de la toldería” y busca una manera de decirle a la madre que debería aplicarle el remedio tres veces por día. Como hizo en su registro de la rutina de las mujeres, aprovecha el movimiento del sol para fijar los horarios de los tratamientos. Sin embargo, la mujer no entiende el sol de la misma manera, como una especie de reloj celestial, y le pregunta a Onelli: “¿Y si el día está nublado?”. Este desencuentro saca del científico una confesión poco común de los límites de su conocimiento: “No supe contestar, tanto más cuanto mi diccionario tehuelche era muy reducido” (70; 2004). Más allá de la dificultad para traducir conceptos tan distintos del tiempo, ese tipo de malentendido era casi inevitable debido a su dominio sólo parcial de la lengua. La probabilidad de malinterpretar ciertas cosas debería condicionar la contundencia de sus declaraciones sobre los tehuelches; Onelli debería estar consciente de las limitaciones de su perspectiva.
Sin embargo, Onelli insiste en que los tehuelches ignoran la razón de sus acciones: tienen un “cerebro apático y privado de ideas”, y según él, “es trabajo inútil pedir a los tehuelches noticias de costumbres antiguas y de tradiciones heredadas por sus antepasados” (75; 2004). La primera frase es una expresión directamente racista que caracteriza a los tehuelches como seres sin capacidad de pensar; la segunda confunde la transmisión de cultura entre generaciones con una prohibición entre los tehuelches de nombrar a sus muertos.
Según Onelli, porque “muerto uno de ellos ya no se lo nombra”, la generación actual no aprende nada de la anterior, mientras que la estabilidad de las costumbres tehuelches indica todo lo contrario. El etnógrafo aficionado quiere violar el tabú sobre los muertos y no puede; en lugar de reconocerlo, dice de los tehuelches que “no saben, no conocen nada”. Su motivo no es la simple descripción, sino responder una inquietud; quiere saber si “a la muerte de antiguos indios se sacrificaban víctimas humanas propiciatorias”. Otra vez surge el profanador de tumbas: el italiano tiene esta duda porque ha encontrado los “huesos carbonizados de pequeñas criaturas” en los “numerosos cairns prehistóricos que he registrado”. Su investigación avanza sin ningún reparo en herir las sensibilidades tehuelches. Sin embargo, sus prohibiciones son más difíciles de violar que los restos de sus antepasados.
Tomar parte activa y directa
En el curso del mismo capítulo mencionado en la sección anterior, Onelli narra otra experiencia, también entre las mujeres tehuelches: hace unos años tuvo “la suerte de tomar parte activa y directa” en un entierro. Fue testigo de un asesinato en su campamento: “un cristiano” puso fin a su pelea con un hombre tehuelche pegándole dos tiros. El asesino se fue del “teatro del crimen”, pero él permaneció en el lugar acompañado por el muerto y su caballo, “el único viviente velando el cadáver”. A la mañana siguiente, tres mujeres llegaron al sitio para enterrar a su pariente. Este evento le pareció una gran oportunidad: “era la primera vez que un cristiano asistía a un entierro con el ceremonial tehuelche” (72; 2004).
No se limitó a observar: viendo que “el trabajo iba despacio”, les ofreció cavar la fosa con su pala y pico. Fue una atención de su parte – vio que las herramientas que manejaban las mujeres les dificultaban la tarea – y al mismo tiempo una demostración de su superioridad puesto que “el cristiano trabajaba más pronto y mejor”. Colaboró también en la preparación del cadáver: “entre todos doblamos el cuerpo en la posición hierática exigida por la costumbre”; y ayudó a llevarlo hasta su tumba. Esta última tarea la realizó mal: “nuevo en el oficio, con las manos doloridas por el uso de la pala, dejó caer el ángulo que él llevaba” (73; 2004) y el cuerpo se desprendió de su mortaja al suelo. Las mujeres sospecharon una falta de respeto y Onelli les ofreció alcohol para calmar la tensión provocada por su torpeza. El entierro se realizó sin más contratiempos y las mujeres “se fueron lentamente cantando su nenia dolorosa”.
Imagen: Mujeres Tehuelches con sus hijos en Paso Ibañez. 1893. Del libro: Tehuelches: Danza con fotos, de Osvaldo L. Mondelo.
Los hechos que narra Onelli tuvieron lugar en un contexto creado por él: su campamento. Su manera de contar el asesinato deja numerosas preguntas sin respuesta: ¿Conocía al «cristiano» y al hombre tehuelche? ¿Cómo fue que los dos se encontraron en su campamento? ¿El hombre tehuelche era uno de los guías que lo acompañaban en sus viajes por la Patagonia? ¿Realmente no entendió el italiano el motivo de la disputa?
Onelli suministró el escenario de la violencia; por algo los dos hombres se encontraron en su campamento. Su decisión de no intervenir ni durante la pelea ni después – dejó que “el cristiano” galopara “a sus quehaceres” – afectó el curso de los acontecimientos. Sin embargo, Onelli no reflexiona sobre su presencia, sobre su implicación como actor en el incidente. Para él, ser testigo es una actividad neutra: el asesinato no lo interpeló. Narrativamente, sirve como prólogo de la parte del relato que realmente le interesa: el entierro del hombre que yació muerto en su campamento.
El entierro, como el asesinato, se realizó en un espacio creado por Onelli. El trabajo del etnógrafo normalmente implica su inserción en un contexto social que le es ajeno: ser aceptado por la comunidad le permite llevar a cabo su trabajo de campo, modelo que sigue en la primera sección del capítulo, en su descripción de las costumbres de las mujeres. Sin embargo, no participó en el entierro gracias a su presencia en una comunidad: “la tribu acampaba a pocas leguas” y las mujeres se vieron obligadas a trasladarse a su campamento para sepultar a su pariente. Uno puede suponer que por eso el italiano se sintió con la libertad de involucrarse en el ceremonial: él fue, de un modo, el anfitrión.
A diferencia de su comportamiento durante la pelea, esta vez no dudó en participar. En su descripción del entierro, se identifica como actor en los acontecimientos. Reconoce, además, que su participación cambió la forma del ritual – una persona ajena cavó la fosa usando herramientas distintas a las que tenían las mujeres tehuelches – y generó un momento de fuerte incomodidad, debido a su torpe inexperiencia en esa situación. Cabe preguntarse si el italiano realmente “asistió a un entierro con el ceremonial tehuelche”, como pretende; sin dudas, la forma del entierro habría sido distinta si no fuera por su intervención. Onelli, en cambio, ve su participación como una extensión de su trabajo de campo: no solamente observó la sepultura, sino que también tomó parte en ella. Compró el derecho de participar con “un buen trago de caña y un paquete de tabaco”, como si fuera la entrada a un recital muy codiciado. Aquella transacción representó un cambio menos llamativo que el de su participación física, pero igual de profundo: transformó el marco conceptual del entierro. En lugar del cumplimiento solemne de un deber hacia un pariente, la oferta de Onelli lo convirtió en un fenómeno interesante al cual un curioso ajeno quiso asistir. El italiano le puso un precio; le dio un público. Además, por momentos, su insistencia lo transformó en el protagonista de la ceremonia. Hay un humor innegable en su modo de narrar su participación: el “cristiano”, convencido de su propia superioridad, de que “trabajaba más pronto y mejor”, resultó ser un pobre sepulturero. Onelli se burla de su propia arrogancia. Sin embargo, aunque la implicación de cualquier etnógrafo influye sobre los fenómenos que estudia, su apuro al presenciar el entierro – sus ganas de hacerlo “mejor” que las mujeres tehuelches – fue de otro orden. Su prepotencia cristiana superó su integridad como investigador.
Violaciones
Trepando los Andes es un documento valioso no solo por su registro de la cultura tehuelche a principios del siglo XX, sino también como expresión de la mirada científica hacia los pueblos originarios argentinos de aquella época. La franqueza de Onelli a la hora de exponer su punto de vista es valiosa también: su propia superioridad le pareció tan evidente que se expresó sobre el tema sin reservas. Robar el cráneo de Klocosk no le dio vergüenza; al contrario, le pareció una prueba de su propio ingenio.
Una y otra vez, en Trepando los Andes, su trabajo como etnógrafo toma la forma de una violación – violaciones literales (su profanación de tumbas), imaginadas (su conversión de la intimidad de las mujeres en una fantasía sexual) y frustradas (sus intentos fallidos de romper el tabú sobre nombrar a los muertos) – o de una torpe intervención (su participación en el entierro). Reconoce la amenaza existencial que los blancos representaron para los tehuelches: “se han visto desalojadas y casi aniquiladas por el invasor blanco y los temibles auxiliares que lo acompañan” (65; 2004). Esta aniquilación, Onelli la contempla con tranquilidad, como un inevitable proceso histórico, como si su trabajo como agrimensor no tuviera nada que ver con ello. En realidad, colaboró activamente en el desalojo, y su registro etnográfico de las costumbres tehuelches refleja su violencia.