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Dos libros de Pablo Anadón

Por: Víctor Winograd

Imagen: George Tooker – The Waiting Room (1959)

Víctor Winograd, íntimo y sensible, se detiene sobre la forma del verso que se conjuga en el poeta cordobés Pablo Anadón, cuyos libros lejos están del libertinaje, pero cometen varios pecados, entre ellos, toman la forma del canto del pájaro.


 

El verso libre, que dio respiración a los salmos bíblicos y a las felices enumeraciones de Whitman, terminó desorientando a la poesía. Quienes lo popularizaron entre el siglo XIX y el XX fueron poetas que dominaban perfectamente la métrica clásica, de cuyas normas pretendían liberarse. En ellos, la conciencia de la separación era absoluta, y por eso la separación nunca era absoluta. Así lo expresa Vallejo, con un énfasis casi dramático en una carta a Antenor Orrego: “¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje!”. Si Pound o Elliot hubiesen sido latinoamericanos, quizás habrían exclamado algo similar.

Estos poetas eligieron el verso libre. Es la elección lo que le confiere al verso su calidad de libre y lo aleja de la arbitrariedad. En la poesía de Vallejo, de Pound, de Elliot, de Mallarmé —e incluso en la del Borges ultraísta— lo que predomina es una combinación libre de versos clásicos. Sin embargo, luego de este primer acto de liberación consciente, el estado del verso libre cambió. Sobrevino lo que podría llamarse (para emplear términos de actualidad pandémica) una nueva normalidad. El verso libre pasó de ser una liberación consciente a ser una norma inconsciente. Se transformó de este modo en algo impuesto por la limitación y, por lo tanto, en mera naturaleza, como el canto del mirlo después de la lluvia i.

La poesía de Pablo Anadón comete varios pecados para nuestra época: es clara y precisa, íntima y sensible. Sus versos, cuando son libres, nunca son arbitrarios. Sus imágenes nunca son rebuscadas. Así, por ejemplo, en estas dos estrofas de “La galería”, del libro Estudios de la luz:

Mensajera extraviada de la luz,

Desde allá hacia aquí

Ha llegado en su vuelo vacilante

La cría de paloma: se ha estrellado

Contra la propia imagen en el vidrio.ii

No quiero hacer ahora ninguna analogía

Entre el destino, el nuestro

Y ese manojo fácil

De plumas sobre el piso.

La destreza poética de Anadón hace que una expresión en apariencia simple como “manojo fácil”, que hasta puede parecer escrita distraídamente, esconda en verdad la clave dramática del poema. Pues tras haber insinuado (y negado, con buena retórica) el anhelo de comparar el accidente de la paloma con nuestro destino, calificar de “fácil” a ese manojo de plumas sobre el piso nos devela que así termina todo cuando chocamos con nuestra propia imagen y la muerte nos lleva. Así: fugazmente, con insignificancia incluso, como cualquier suceso menor que se pierde en la inmensidad del tiempo y del espacio.

Al oído sensible y preciso, Anadón suma otra virtud: el desprecio por las supersticiones modernas. Por caso, no parece importarle el credo que asevera que hay formas poéticas caducas. Esto le permite componer sonetos admirablesiii, como el que abre su último libro, Hostal Hispania:

Como un hombre que ha sido mutilado

Cree agitar su brazo y sólo mueve

Su vacío, a menudo me conmueve

La sombra de los días que han pasado.

Ínfimas sombras, cosas que he querido:

Ese recuadro en que el paisaje breve

De un patio empalidece; algo muy leve:

La flor que cae de un libro en un descuido.

A veces en la noche me despierto

Y busco con la mano el velador

De la mesa de luz de mi niñez…

Nadie puede olvidar lo que una vez

Se quiso, y ya no se ama sin dolor.

No sé cuánto hay en mí de vivo o muerto.

La sentencia de Tolstoi: “pinta tu aldea y pintarás el mundo” resuena de la mejor manera en Anadón. Porque este comprende que la aldea es a la vez real y figurada. Su aldea son los paisajes cordobeses, la sierra, pero también su propia vida, sus hijos, sus nostalgias y aun sus ideas metafísicas. Por eso, apostado frente a una cañada, puede escribir:

Tal vez un día tanta dolorosa

Carga de pérdida y zozobra, un mero

Arroyito se vuelva, un transcurrir

Sereno hacia la nada prodigiosa.

Profesor, editor y traductor múltiple, en Anadón resuenan explícitamente los ecos de Frost, de Montale, de Dante, de Kavafis, de Fernández Moreno. Y, acaso más secretamente, los de Banchs, de Lamb, de Julián Del Casal, del Lugones austero, de Baudelaire y, como en todo gran poeta, los de Paul Verlaine. “Releyendo a Kavafis”, de Hostal Hispania, es ejemplo de los primeros:

Hundido en una vieja reposera

De vuelta del trabajo, con la hora

Silenciosa regresa lo que fuera

Su vida alguna vez. ¿Aún la añora?

Es tarde y está solo. Bebe, fuma,

Hojea un libro, lo abandona, bebe

Un sorbo más, se pone en pie… Se esfuma

Lejana, turbia, la ciudad. Ya llueve.

Resuena el agua en las baldosas, trae

Un eco de los días de placer:

Todo lo dio por una sensación

Soñada y realizada. En calma, cae

La lluvia. Hizo sufrir. No halla perdón.

Olvido busca: no sentir, no ser.

Así como lo cotidiano y concreto —un lugar, un paisaje, un momento— suelen ser la puerta de entrada a los poemas de Anadón, la puerta de salida suele tener la forma de las permanencias metafísicas. Lo notable es que como lectores hacemos el recorrido casi sin percibir el momento del pasaje de una categoría a la otra. Lo que parecía contingente se vuelve de pronto necesario; lo que parecía una experiencia individual del poeta se vuelve de pronto universal. Hay plena conciencia en el poeta de que la hybris es el peligro:

Bien sabían los griegos que la hybris,

Esa ilusión sin fondo, esa nostalgia

Era la sola culpa, el mal de males.

Bioy Casares contaba que Borges solía ir a una librería en la calle Córdoba y que el librero, cada vez que lo veía, le ofrecía empedernidamente novedades de la casa real inglesa. “Nunca sabemos a quién tenemos al lado”, concluía Bioy. Con cierta vergüenza, debo confesar que al hablar de Anadón me siento un poco el librero de Borges. Gracias al azar de un enlace que alguien posteó en Twitter, llegué a una publicación donde había algunos poemas de él. Al leerlos quedé muy impresionado y quise saber quién era. Con perplejidad, noté que Anadón me seguía en Twitter y que yo también lo seguía. Gracias a los milagros de las compras en línea, conseguí Hostal Hispania y su lectura me maravilló. Se lo comenté a Anadón en un mensaje y él se mostró asombrado, y su asombro me asombró. Dos días más tarde conseguí Estudios de la luz, cuya lectura no hizo sino cimentar mis impresiones. Estaba —y estoy— frente a un poeta que excede su lugar y su tiempo. Voy a dejar que un soneto suyo, “Razón de ser”, corone estos comentarios:

Que otros sigan haciendo divertidos

Malabarismos con la poesía;

Da gusto verlos con sus coloridos

Versos sin duelo, sin melancolía,

Jugando al juego de olvidar la vida.

Yo no puedo. Lo mío también tiene

Algo de juego, pero una partida

Donde el tiempo ya ha ido y el que viene

Buscan razón de ser en el presente

Agónico, fugaz de la escritura:

Allí un hombre se inclina hacia el tablero,

A solas con la noche y con su mente,

Y aguarda, blanca o negra, la insegura

Jugada de un destino verdadero.

 


i Cabe recordar las lúcidas palabras de Adorno en su Teoría estética: “Todos consideran bello el canto de los pájaros; toda persona que sienta y en la que sobreviva algo de la tradición europea se emocionará al escuchar un mirlo después de la lluvia. Sin embargo, en el canto de los pájaros acecha lo terrible, pues no es un canto, sino que obedece al hechizo que los atrapa”.

ii Como anotación marginal, observo en estos versos un simpático parentesco con aquellos que abren el gran poema nabokoviano del finado John Shade en Pale Fire: I was the shadow of the waxwing slain / By the false azure in the windowpane.
iii Me animo a creer que si a Anadón se le preguntara por esto, diría que considerar caduco al soneto no es menos supersticioso y arbitrario que considerar caduco al lenguaje.

Secretos que no prescriben. Reseña de «La maestra rural».

Por: Mauro Lazarovich
Foto: Felipe Barceló

La maestra rural es la primera novela del escritor Luciano Lamberti (1978). Lamberti forma parte de una generación de escritores cordobeses -junto con Federico Falco, Carlos Godoy y Carlos Busqued- que están escribiendo algunas de las obras más interesantes de la literatura argentina contemporánea. En La maestra rural el autor se permite regresar a la década del 70, para reescribirla desde una perspectiva que remite tanto a Juan Jose Saer y al fantástico argentino como a la ciencia ficción norteamericana.

 


 

“La maestra rural” (Luciano Lamberti)

Literatura Random House, 2016

288 páginas

 

La maestra rural es la primera novela del escritor cordobés Luciano Lamberti, conocido en buena medida por sus dos libros de cuentos El asesino de chanchos (2010) y El loro que podía adivinar el futuro (2012), ambos destacables por la singularidad de su estilo y temática dentro del rico y heterogéneo (y a veces también corriente y familiar) panorama del género en la Argentina. La novela narra la historia de Angélica Gólik, maestra rural, poeta ignota cordobesa y designada “loca del pueblo” casi unánimemente por todos los personajes que conforman el coro de la novela. La ficción se construye principalmente a partir de dos testimonios, los únicos que se repiten a lo largo del volumen: el diario personal de Angélica, y el de Santiago, un joven estudiante de letras, autor de una serie de “poemas malísimos”, obsesionado insana y descontroladamente con la poesía al punto de que vive su vocación, heroico e ingenuo, como un magisterio sagrado.

Santiago sufre un desestabilizador encuentro -por una serie de casualidades misteriosas- con los libros (auto-publicados y menores) de Angélica y descubre en ella a una autora que lo fascina y lo lleva a salir a su búsqueda. El acercamiento lateral al género policial de Lamberti, que sigue el formato “poeta/detective busca a poeta desconocida”, lo emparentan inmediata y evidentemente con la obra de Roberto Bolaño. Sobre todo considerando que La maestra rural es, como Los detectives salvajes, por un lado, una obra que destila poetas y que trata a la poesía como una “cofradía secreta”, conformada por una serie de personajes anónimos, invariablemente pobres y excéntricos que la viven como apóstoles de una causa sacra y, por otro, a que recurre casi a la misma estructura: parte journal y parte relato coral y polifónico.

Agrego como última coincidencia que, al igual que Bolaño, Lamberti no escapa de la (parcial) representación de la década del 70, ni de la aparente atracción por una época de innegable efervescencia política y estética. De hecho la novela construirá una larga serie de testimonios laterales que, si bien suelen orbitar alrededor de Angélica, la cual recorre como un rumor toda la novela, escapa del mundo de la poesía y posibilita la incorporación de dos condimentos fundamentales para la narración: la ciencia ficción (término aquí intercambiable con el “fantástico”, es decir, con las particularidades del género en la Argentina) y la lógica paranoica. Me detengo brevemente en ambos elementos.

En una reciente entrevista sobre su libro Lamberti dice: “Quería contar la dictadura mediante la paranoia y la monstruosidad, me interesaba el clima ominoso de la dictadura sin caer en lugares sabidos”. Ya Juan Terranova, en un sólido ensayo sobre el autor, incluido en su libro Los gauchos irónicos (2013), destacó el modo en que el minimalismo norteamericano le facilitaría una forma distintiva de retratar a la clase baja. En este caso será la perceptible -aunque implícita- referencia a los escritores de ciencia ficción norteamericanos (con toda probabilidad Phillip K. Dick y Stephen King, aunque provocadoramente Lamberti incluye en los agradecimientos del libro al “doctor” Zecharia Sitchin) la cual le ofrece una solución innovadora para una temática acostumbrada.

Lamberti recurre a dos momentos fundamentales de la historia argentina: el último peronismo (el peronismo del oscuro López Rega susurrando secretos al oído de un anciano Perón) y la última dictadura militar, para conseguir una revisión original –aunque incompleta, apenas sugerida- de la historia argentina en clave conspirativa, paranormal y freak. En La Maestra Rural hay desapariciones no-políticas y abducciones (algo que un poco remite a Los Rubios de Albertina Carri), sectas misteriosas que se comunican telepáticamente con sus miembros, viejos que se vuelven jóvenes, parapsicólogos, brujos y curanderos, “hombres y mujeres muy poderosos”, ocultos a plena vista, que anticipan la inminente llegada de un apocalipsis postergado pero anticipado por todos.

La combinación de estos elementos, ubicados conscientemente en una época que, vista desde el presente, aparece como territorio del absurdo, aspira a una recodificación retrospectiva que permita revelar sus fisuras y visibilizar la imperante irrealidad del pasado histórico, tanto para subrayar su extrañeza como para denunciar la entrecomillada normalidad del presente contemporáneo. Tanto en la particular aproximación a la temática como en el cuidoso modo con el que Lamberti elige sus palabras, se percibe un potente efecto de distorsión en el discurso de sus personajes, deformado hasta volverse inquietante. Filtrada por Lamberti, por ejemplo, la imagen de los militantes esperando un “mensaje” del exiliado Perón, remite menos a una romántica fidelidad partidaria que a un grupo de fanáticos esperando la llegada de una señal de la nave nodriza. Uno de los personajes de la novela parece explicar perfectamente el ejercicio: “leer el pasado como parte de un plan. Tomar elementos históricos facticos y rearmarlos para que digan algo distinto”.

La revisión de parte de la historia argentina a través de la impronta de la ciencia ficción se combina, como dije antes y como sugiere el fragmento recién citado, con la incorporación de una lógica conspirativa y paranoide. Ricardo Piglia sugiere que la ficción paranoica está formada por dos elementos: por un lado la “idea de amenaza” (el enemigo, el que persigue, el complot, la conspiración) y, por otro, el “delirio interpretativo”, es decir, la creencia de que las casualidades no existen, de que “todo obedece a una causa que puede estar oculta, que hay una suerte de mensaje cifrado que me está dirigido”.

Walter Benjamin, en una intervención citada hasta el hartazgo, relaciona la emergencia del género policial con la expansión urbana y la consecuente formación de una masa anónima. Como si asumiera esta premisa como un desafío, Lamberti procura todo lo contrario: retomando una línea que podríamos relacionar, como Terranova, con Juan José Saer y Horacio Quiroga, apuesta por el espacio rural como territorio de lo desconocido y lo siniestro (elemento que de manera totalmente distinta apareció también en Jauja de Lisandro Alonso). Al situar buena parte de la acción en un pueblo del interior de Córdoba, con personajes desplazados –lúmpenes- y deformes (la poeta bigotuda, el marido tuerto), el autor reubica la posibilidad de la amenaza en la soledad de las rutas provinciales, en el inquietante silencio del campo, y trastoca la idea de sospecha, ahora escalofriantemente presente en la realidad más cotidiana, más directamente, en la vecindad y en la familia.

La segunda premisa de Piglia, aplicada a La Maestra Rural, podría insinuar una forma de concebir la actividad literaria. Otorgando la razón a sus personajes el autor parece pensar la literatura como una imposición del destino: son los libros los que buscan a sus lectores y les revelan la realidad como un simulacro, condenándolos a intentar descubrir su verdad oculta, a descascarar los misterios de su presente y encontrar, invariablemente, algo “negro y resbaloso”, algo que da “miedo y nauseas”.

“Hay que ser raro para dedicarse a escribir, sobre todo poemas”, repiten con variaciones los personajes de la novela. El comentario me sirve para introducir una paradoja, creo, planteada por Lamberti en su libro: ¿la literatura es la posibilidad de acceder a lugares inaccesibles o es una consecuencia de ese acceso?

La pregunta, que Lamberti confiesa arrastrar desde que escribió su tesis de licenciatura sobre el poeta Héctor Viel Temperley, cuyos dos últimos libros (Crawl y Hospital Británico) parecen escritos en un estado de éxtasis místico y religioso, desde un territorio infranqueable y “posthumano” o, como Angélica, desde el “infinito y más allá”, resuena en varios momentos y personajes del libro. Figuras como la de Santiago, quién “transportado” por la lectura de Gólik parece incapaz de retomar su vida con normalidad, procuran devolver a la literatura un contenido mágico y trascendente, y a la poesía un origen entre espiritual y extraterrestre.

De favorecer una lectura alegórica (advierto: desaconsejable) podríamos argumentar que la capacidad de ingresar a territorios alternativos de la realidad a través del dominio de las palabras ofrecería una suerte de compensación, una forma -torcida- de paraíso contra el menosprecio que padece la obra de estas figuras fantasmales que, desde el más absoluto anonimato, cambian el destino de la literatura sin que nadie se entere. Sugiero, sin embargo, que la apuesta de Lamberti es con todo y que La Maestra Rural busca reconocer la literatura como un instrumento poderoso y, en consecuencia, un arma de doble filo: capaz de salvar a una poeta huraña de las ajustadas fronteras de la identidad, pero también de volcar a un joven inocente a la locura, de revelar una verdad horrorosa e indeleble, de destruir una existencia.