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Arguedas en disputa

Por: Alfredo Lèal

A partir de la edición conmemorativa de «Los ríos profundos» de José María Arguedas (RAE-ASALE, 2023), Alfredo Lèal (Doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM), comenta críticamente esta publicación para interrogar quiénes articulan estos espacios y cuáles son las memorias que se conmemoran.


Las ediciones conmemorativas de la Real Academia Española de la Lengua son, además de incómodas para quienes gustamos de hacer anotaciones en los márgenes —no tanto, empero, nunca tanto como las de Cátedra—, reconocibles a primera vista. Esto se debe, sin duda, a que en todas queda la huella de aquel Quijote del cuarto centenario donde, por primera ocasión, muchxs de nosotrxs leímos cuidadosamente la novela que hubo de cambiar la historia de la literatura para siempre, cuyas pastas duras, en el libro que llevamos a bares y cafés y tratamos como se trata cualquier libro que esté realmente vivo, hacían difícil abrirlo en el microbús o el metro cuando la lectura lograba imponerse a las condiciones en las que viajábamos. No difícil: imposible doblar una de las tapas de manera que la mano libre, es decir, la que no sujeta el pasamanos, sostenga la totalidad del libro —¿será que el formato universal para los dispositivos electrónicos de lectura responda a esta necesidad, si no es que incluso se inspire en tan peculiar materialidad de la hoja impresa?—; como imposible era, también, no echar un vistazo a los textos que componían el volumen.

No quiero decir, sin embargo, que nos hayamos educado con esas ediciones. O no, al menos, quienes ya teníamos, hace cosa de 20 años —gracias sin duda a Piglia y los mitos en que había convertido a Macedonio y a Arlt— un gusto por las ediciones críticas. Al autor de la Novela de la Eterna y al de Los lanzallamas los leímos, a falta de una reedición de carácter popular conseguible por aquel entonces en México (hoy tenemos las de Ediciones B y Corregidor, respectivamente, a un click en Amazon), en los libros de la Colección Archivos, de la UNESCO; en bibliotecas o, a lo sumo, fotocopias, lo cual no impidió que nos entusiasmaran los textos de los aparatos críticos, al grado de pedirle al autor de los diarios de Emilio Renzi, de visita en el COLMEX, que autografiara nuestro trabajosamente conseguido Adán Buenosayres, en el que figuraba una de sus entradas como proemio. Digo esto porque tengo la sospecha de que el aparto crítico que venía con el Quijote nos ayudaba mucho más —lectores adolescentes que éramos— a confirmar el carácter erudito del texto que a ampliar, como se supone que lo haga, la lectura de una novela que, la mayoría, habíamos apenas hojeado en secundaria, alrededor de siete años antes de aquel 2005, en ediciones Austral o Porrúa, a saber, las que nuestros padres o bien nos heredaban de sus tiempos de estudiantes o bien conseguían en las librerías donde compraban los libros de la lista de útiles. Así, las ediciones conmemorativas de la RAE cumplían a secas con su rol de especialización.

Me doy cuenta, en este sentido, de que nunca las tomé muy en serio, quizá porque todas las mercancías de carácter masivo de la RAE —desde los diccionarios hasta los tuits en los que se denigra al lenguaje inclusivo (Fig. 1)— tenían y siguen teniendo un aura un tanto incómoda de alta cultura.

Fig. 1

En el caso de las ediciones conmemorativas, el efecto podría acaso compararse con el de un Platón o un Eurípides de kiosco publicado por Gredos que estuvieran prologados, hoy día, por Farid Dieck. Tal vez por eso no me extraña que el primer libro de las susodichas ediciones, tanto como el último (publicado este año)[i], abran, ambos, con un texto de Vargas Llosa. Del primero, es decir, la novela de Cervantes, lo entiendo; pero del más reciente, de Arguedas, me resulta, sin más, inaceptable, al menos para quienes sabemos de la rivalidad entre el autor de La ciudad y los perros y aquél de Los ríos profundos —los cuales, ahora recién editados, abren:

Entre todos los escritores peruanos el que he leído y estudiado más ha sido probablemente José María Arguedas (1911 – 1969). Fue un hombre bueno y un buen escritor, pero hubiera podido serlo más si, por su sensibilidad extrema, su generosidad, su ingenuidad y su confusión ideológica, no hubiera cedido a la presión política del medio académico e intelectual en el que se movía para que, renunciando a su vocación natural hacia la ensoñación, la memoria privada y el lirismo, hiciera literatura social, indigenista y revolucionaria. (Vargas Llosa en Arguedas 2023: XV)

Me pregunto, de manera muy honesta, si Vargas Llosa cree verdaderamente en estas palabras. Supongo, o mejor, quiero suponer que cuando has ganado el Nobel es casi un hecho que cualquier cosa que garabatees, sea en un papelucho —no tengo bases científicas para esto, pero no imagino a ninguno de lxs galardonadxs escribiendo en la app de notas de sus dispositivos móviles— o en la introducción de yet another book para la RAE, posee una fuerza que probablemente domine al autor, a diferencia de lo que, se supone, es el movimiento por excelencia de quien se dedica a hacer literatura (a crear una versión del mundo cuya sola condición sea la de estar hecha en su totalidad de palabras), que consiste en dominar toda fuerza (llámese ideología, economía o egotismo) que trate de vencernos antes de concluir el texto. ¿De veras cree el otrora candidato a la presidencia del Perú que la “confusión ideológica” de Arguedas es lo único que lo llevó a hacer “literatura social, indigenista y revolucionaria”? Y, suponiendo que así fuera, ¿es sólo la de “izquierdas” una “ideología”, sin que este nombre implique también las directrices del pensamiento liberal caracterizadas precisamente por difundirse, cuando no incluso imponerse, mediante los que Althusser definiera como aparatos ideológicos de Estado, como lo es la RAE?

Quisiera usar este párrafo que se encuentra al inicio de la nueva edición de Los ríos profundos como pie para comentar críticamente el concepto de “ediciones conmemorativas” bajo el cual la RAE recupera textos de autores —y, hasta ahora, sólo una autora: Mistral— para editarlos junto con el capital alemán de Bertelsmann a través del sello Alfaguara. Si, según la propia RAE, conmemorar significa “recordar solemnemente a algo o a alguien, en especial con un acto o un monumento”, ¿podemos decir que es claro a quién le pertenece, o mejor, quién articula el espacio de la memoria en el que dichos monumentos se están erigiendo? En otras palabras, ¿qué memoria exactamente es la que conmemora en estas ediciones —y, más importante aún, por y para qué?

Resultaría poco menos que una estulticia pretender ahora cierto carácter novedoso en la afirmación de que América Latina, desde su nombre mismo, está y ha estado atravesada —aparte de por las pugnas categoriales o directamente políticas por la especificidad del territorio y las diversas producciones culturales que han surgido en sus correspondientes regiones, o bien, más precisamente, debido a dichas arengas geográficas— por el problema de la memoria de sus pueblos. Cuando nos detenemos un momento a pensar lo que significa “recordar”, “rememorar”, “hacer memoria” en América Latina nos encontramos, casi sin excepción, con los problemas propios de un proceso doblemente cargado de significados político-sociales con algún grado de conflictividad para las partes que no se sienten directamente representadas por los resultados que produce. Me explico: si, por un lado, la memoria implica siempre una instancia institucional que la articule —aun cuando se trate de sujetos—, tenemos una larguísima tradición de textos que dan cuenta de nuestra estancia en estas latitudes; por otro lado, está el hecho irrefutable de que dichos textos, a veces incluso en su carácter de grafía, precisan de un destinatario capaz de decodificarlos, para cumplir con la función de la memoria,. Sintetizando, diríamos que la historia latinoamericana puede entenderse siempre ya como historiografía, en cuanto está en conflicto con la materialidad misma de sus condiciones de existencia y de posibilidad.

Digo pues que se trata de un proceso doblemente cargado de significados conflictivos porque es evidente quién se encuentra de un lado y del otro de las producciones arriba señaladas. Y aclaro: no se trata solamente de textos que daten, sea en forma escrita u oral, de antes de 1492 -textos que, no tanto para evitarnos las etiquetas coloniales/decoloniales sino, al contrario, para ahondar en ellas, podríamos denominar como precapitalistas-: ¿qué es, por ejemplo, la música de Bad Bunny sino una continuación de esas mismas producciones culturales que dan cuenta de una memoria latinoamericana siempre en disputa, incapaz de ser decodificada por ciertos destinatarios (pensaría yo, aunque acá hay un prejuicio de mi parte, que serían aquellos que tienen a la RAE como algo más que un árbitro cuyo trabajo es simplemente el de velar por que se respeten las reglas del juego)? Sin decir que es la única manera de estudiarlo, me parece evidente que a Benito Antonio Martínez Ocasio se le debe interpretar, como a Arguedas, desde la transculturación.

Llegamos así al que, creo, es el punto clave de la edición conmemorativa de Los ríos profundos, que podemos determinar mediante un criterio que cualquier estudiante de literatura podría considerar válido: cuáles son las ediciones con base en las que se realiza ésta y, así, por qué la ausencia —no sólo en la Nota al Texto sino incluso en la bibliografía (Fig. 2 y 3)— de la edición de 1978, volumen XXXVIII de la Biblioteca Ayacucho (Fig. 4), coordinada por Ángel Rama, cuestión central para entender el tipo específico de memoria que, mediante la disputa por obras y autores, se construye desde la RAE.

Fig. 2 y 3

Fig. 4

Para introducirnos en esta ausencia, es menester recordar un episodio en el que ya había habido una obra en disputa entre Rama y Vargas Llosa. En 1972, en la revista Marcha, el autor de La ciudad letrada escribía una reseña poco favorecedora para el libro Gabriel García Márquez: historia de un deicidio, autoría del peruano nacionalizado español. En la introducción al volumen publicado en Buenos Aires en 1973, que recopila el intercambio que mantuvieran en Marcha, dice:

El intercambio polémico dignificó en todo momento a ambos contendores, no sólo por ratificar en él las notorias y brillantes dotes intelectuales sino porque, a partir de un chispazo de desacuerdo, se vieron obligados a discutir en el más alto nivel, uno de los temas esenciales de la literatura como quehacer humano: qué es la novela, qué es un novelista, cuál es la dinámica que lo sacude y lo mueve a ser. Puede afirmarse que muy pocas veces como ésta un debate intelectual ha llegado, con todas las reglas del juego, a explicitar con claridad y audacia, diferentes concepciones sobre la escritura novelesca» (Rama et al 1973: 5)

Allende el hecho de que un medio como Marcha es material e ideológicamente impensable hoy en día y, además, considerando que no existe ningún otro que se le compare, creo que Vargas Llosa no sólo puede efectuar este tipo de actos conmemorativos en los que articula el ethos liberal de la literatura que prepondera la “vocación natural hacia la ensoñación, la memoria privada y el lirismo” porque no existen las condiciones en las que un crítico como Rama podría, perdonen la expresión, ponerlo en su lugar. Lo hace porque siempre es más sencillo silenciar a quienes están muertos. Quiero pensar, empero, que no hay una relación entre esta actitud y los propios compromisos que Vargas Llosa mantiene (¿“por su ingenuidad y su confusión ideológica”?) con ciertos grupos del corporativismo latinoamericano, como lo demuestra la foto con la que acompañara un tuit el ex ocupante del poder presidencial en México (Figs. 5 y 6), quien llegara al puesto después de un fraude electoral en 2006: Felipe Calderón Hinojosa —cuya “guerra contra el narco” gustaba, por así decir, del silencio de los muertos, en su caso los más de 350,000 que dejó.

Figs. 5 y 6

Especificidades prosopográficas aparte, me pregunto si las nuevas generaciones podrán leer a Arguedas sin que en ello estén en juego los conflictos propios que a mediados del siglo pasado escribieron un correlato de las atrocidades políticas articulando una serie de atrocidades literarias o, para ser más precisos, campo-culturales. Y no me refiero a que a Arguedas se lo considere como ajeno a casos que, desde Padilla hasta Aguilar Mora, podrían colocarlo en uno u otro lado del espectro ideológico, sino que quienes se acercan al autor de Agua, como nosotrxs hace dos décadas, cuenten con las herramientas interpretativas suficientes para entender por qué es fundamental en el ritmo de su prosa, la sintaxis del quechua; de qué manera leer los pasajes que parecen estar escritos desde los ecos mismos de la etnografía; en qué sentido pudo Arguedas decir que él no era un aculturado. ¿Existen las condiciones para que entendamos lo que significa la novela-ópera de los pobres (Rama 1978) —o, en su caso, el teatro vacío en el que Alejandro Losada (1985) quiso creer que se interpretaba ésta—, para que sintamos palpitar la heterogeneidad que encontrara en él Cornejo (1996), incluso para que le opongamos a ésta la categoría de hibridación de García Canclini?

Me temo que la respuesta a todas estas inquietudes es por ti y por mí, lectorx, harto conocida. De lo que no cabe duda es que Los ríos profundos sobrevivirán a todos ellos. Incluso a una edición de la RAE que decide olvidarse por completo de incorporar en su aparato crítico la de Ayacucho, quizá porque se propone hacer como que no existe aquel pasaje de la carta de Arguedas a Losada: “Algún día los libros y todo lo útil no serán motivo de comercio lucrativo en ninguna parte” (1972: 275).


[i] En el colofón, se lee: “este libro se acabó de imprimir en el centenario del deslumbrante viaje del autor de puquio a andahuaylas y ayacucho (1923), junto con su padre, siguiendo el susurro de su zumbayllu”.

Bibliografía

– Arguedas, José María (1972). El zorro de arriba y el zorro de abajo. Buenos Aires: Losada.

———————————— (2023). Los ríos profundos. Edición conmemorativa. Madrid: Real Academia Española de la Lengua – Asociación de Academias de la Lengua Española – Alfaguara.

-Rama, Ángel, Mario Vargas Llosa (1973). Gabriel García Márquez y la problemática de la novela. Buenos Aires: Corregidor – Marcha.

-Rama, Ángel (1978). “La novela-ópera de los pobres”. En La crítica de la cultura en América Latina. Selección y prólogos de Saúl Sosnowsky y Tomás Eloy Martínez. Cronología y bibliografía de la Fundación Internacional Ángel Rama. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

-Losada, Alejandro (1985). “Nueva novela y procesos sociales en América Latina: La contribución de Ángel Rama a la historia social de la literatura latinoamericana”. Texto crítico, Vol. 31–32, pp. 246-270.

-Cornejo Polar, Antonio (1996). “Una heterogeneidad no dialéctica: sujeto y discurso migrantes en el Perú moderno”. Revista Iberoamericana, Vol. LXII, Num. 176-177, pp. 837-844. 


El invento como operación universal en «Mar Paraguayo» de Wilson Bueno

Por: Francisca Ulloa

Francisca Ulloa, alumna de la Maestría en Literaturas de América Latina, recoge el texto de Wilson Bueno, Mar Paraguayo, y convoca en su análisis a vislumbrar en el escrito la invención de una lengua, de un lenguaje literario, de un lector.


En distintas entrevistas y charlas la directora de Zama (2017), Lucrecia Martel, profundiza sobre aspectos del idioma de los distintos personajes en la película y menciona cómo se construyó para cada uno un dialecto específico. Ella misma escribió y describió los modos de hablar de cada personaje, incorporando tonadas de distintas provincias de argentina, el guaraní, el portugués y el español del siglo de oro. Las formas de habla fueron construidas a partir de un montaje, creando un habla particular a cada personaje que se evidencia como producto de una convivencia cultural en distintos grados. Martel afirma que esto es una dimensión más de la invención de un pasado inaccesible, así como es la invención de la lengua nacional; para ella inventar el modo de habla a partir de rastros en el lenguaje actual tiene tanto de precisión histórica como cualquier otro artificio, y probablemente más precisión que la hegemonía de una única lengua.

El lenguaje montado, como parte esencial del paisaje sonoro de la película, es un señalamiento a la ausencia de estos registros: en vez de representarla en sus precisiones históricas (que son imposibles), se escoge representarla en su carácter polifónico que caracterizó a Latinoamérica. Esta operación, lejos de suscribir a un dominio político, escoge justamente representar los efectos colaterales que devinieron del desarrollo histórico. Es decir, no construye el lenguaje para que sea preciso históricamente, sino que construye distintos lenguajes y fonismos que den cuenta de los procesos de mestizaje e hibridación. No importa tanto exactamente cómo sonaban, sino cómo se construían y se superponían entre sí. Traigo a cuenta esta particularidad de la película sin buscar remarcar el cuestionamiento de la hegemonía de la lengua institucionalizada, que no es algo para nada nuevo, sino para pensar esta operación como una respuesta a la construcción de una identidad latinoamericanista, que disipa las fronteras nacionales y lingüísticas, y en este desafío reconfigura otro tipo de fronteras.

El montaje que realiza Martel para Zama es un punto de partida para reflexionar sobre estas operaciones de invención del lenguaje. Para ahondar en este tema me resulta interesante poner foco en la obra de Wilson Bueno, Mar Paraguayo (1992), pensándolo como una puesta en acción de esta operación que abre nuevas formas de abordar la literatura latinoamericana; y en el cual es posible profundizar en la construcción de un territorio indeterminado donde confluyen el español, portugués y guaraní. En Bueno se pueden observar estos “efectos colaterales” que se mencionan en el párrafo anterior y que revelan la manera en que se transforma el panorama sociolingüístico a partir de nuevos modos de hibridación e intervención. Pero esto no es solo un montaje de lenguas enfrentadas a través de interferencias, préstamos, transfonetizaciones, etc., sino también de otros registros que dialogan en el texto a través de ellas y se desafían performáticamente. Y es a partir de esta superposición de múltiples elementos sobre los que se construye el territorio de Mar Paraguayo: un entre-lugar, donde distintas categorizaciones que exceden el lenguaje desbordan las fronteras que las separan.

Nestor Perlongher escribe en el prólogo de Mar Paraguayo que esta publicación es un “acontecimiento”, la aparición de un nuevo lenguaje literario que inaugura un periodo de nuevas exploraciones en torno al lenguaje y que resuenan en su contexto histórico. La década del 90 está signada en gran parte de Latinoamérica por el ingreso del neoliberalismo, en que los flujos del mercado y la globalización sortean las fronteras nacionales con más fuerza que nunca. Pero frente a este escenario, la posición de la publicación de Mar Paraguayo es ambigua. Por un lado, hay un argumento anti mercado, es una producción que no se vende por sí misma porque sale del circuito de consumo burgués o legitimado. Pero por el otro lado, también hay una intención universalista, que desborda el mercado. Bueno enfrenta el reto de abrirse al diálogo cultural apostando a la sonoridad de otras lenguas y sensibilidad de quienes las hablan; todos pueden entenderlo, aun si no entienden palabras específicas. No oscila entre el cosmopolitismo y el localismo; ni siquiera se piensa esta dicotomía. Su texto responde a esta demanda que trasciende las fronteras nacionales, pero no pierde en el camino la marca local, al contrario, la refuerza.

Esto es posible porque el traslado del universo simbólico no depende de la traducibilidad en el sentido clásico, al contrario, es una traducción rebelde que se opone a la definición de las dinámicas de circulación internacional. La construcción neobarroca, con su multiplicidad de elementos, perturba el orden conciliador de las imágenes para proponer un nuevo régimen que habilita el ingreso al texto a través de su ambigüedad; y donde es el lector el que va otorgando sentido a los símbolos que lo atraviesan. Lo universal, entonces, se revela como un espacio vacío a conquistar que Bueno habilita a través del encuentro de las lenguas en movimiento.

Construcción del territorio literario de la Triple Frontera

La lectura de Mar Paraguayo no es una lectura simple, no sólo hay un entretejimiento de idiomas sino también una superposición de registros que derivan de estas lenguas. A través de una construcción artificial del lenguaje, Bueno propone una operación que abre nuevos puentes en dos contextos nacionales que se percibieron aislados culturalmente del resto del continente: Paraguay y su situación como país bilingüe, y la presencia de Brasil en un continente hispano parlante. Si bien Bueno no es el primer autor en escribir utilizando el guaraní o el portuñol, por la forma en la que está construido Mar Paraguayo ingresan elementos permiten que las tensiones excedan las palabras y sus posibles traducciones. Se construye una superposición de registros que aborda el conflicto histórico de otra manera y plantea un recorrido alternativo a los procesos de globalización. Antes de analizar estas dimensiones del encuentro entre las lenguas hay tres aspectos que pueden funcionar como marcos de lectura.

En primer lugar, y central para el análisis de Mar Paraguayo, es la presencia de la condición de migrante. La narradora lo revela inmediatamente en el texto de manera directa, aun cuando la fusión de lenguaje ya lo revela. Desde el principio, está exiliada de la certeza de la lengua nacional, no responde a una sino a todas, pero estas no se estructuran de la misma manera. Si el portugués y el castellano se devoran entre sí, el guaraní aparece incrustado, separando y entrelazando la lengua vernácula y la vehicular con una pausa o un sobresalto. A partir de este incruste se crea el vacío o la tensión que detiene y conduce el arremetimiento de las otras dos lenguas. Esto es interesante porque en su devenir histórico el guaraní ha expuesto de forma reiterada su potencia para liberarse de las estructuras tradicionales que contienen a la  lengua institucional. Desde sus inicios, el guaraní es una lengua que se muta y se transforma en el acto de la migración y del movimiento. De las múltiples variaciones del guaraní que se escuchaban en el periodo precolombino, producto de un constante flujo en el territorio, fueron pocas, reestructuradas y cada vez más homogéneas, las formas que sobrevivieron al periodo de la Conquista y colonización de América. Pero eso no implicó que el carácter mutable del lenguaje se perdiera completamente.

A partir de la conformación del Estado en Paraguay, una vez que el guaraní se vio reducido y organizado de acuerdo a lineamientos lingüísticos europeos, se pueden observar dos oscilaciones con respecto a las transformaciones durante el siglo XX. Un primer periodo, que puede datarse desde la guerra del Chaco 1932 – 1935 hasta el final de la dictadura de Stroessner (1954 – 1989), donde el Estado encuentra un vehículo de identificación nacionalista en el guaraní que luego evolucionará a una censura del lenguaje, inaugurando etapas sin sobresaltos tanto en lo estético y procedimientos, como a recursividad temática y semántica. Y, por otro lado, un segundo período superpuesto al anterior, atravesado por la migración y los flujos de población, que se caracteriza por ser un período de movimiento que enriquece las manifestaciones estéticas y literarias de la lengua. Si bien va a empezar en la década del 50, con operaciones que sortean la censura dentro de Paraguay y la escritura del exilio por fuera de Paraguay, se va a multiplicar tanto en formas como en cantidad con el regreso de la democracia hasta la actualidad.

Dentro de las distintas manifestaciones literarias que adopta el guaraní en este segundo periodo, es interesante observar la operación de lenguaje que ocurre en dos escritores icónicos de Paraguay exiliados durante los años del stronismo: Augusto Roa Bastos y Rubén Bareiro Saguier. Ambos autores habían explorado los cruces entre guaraní y castellano en su literatura, pero esto cobra un sentido aún mayor con el exilio. La necesidad de pensar en nuevos interlocutores posibles, en consonancia a su afán de dotar de visibilidad una cultura y una tradición literaria oral construyeron canales para romper el aislamiento cultural en el que estaba sumido Paraguay dentro del continente, en búsqueda de una expresión más bien latinoamericana que reposa sobre la oralidad y el componente colectivo del guaraní, y se habilita la lectura de estos nuevos interlocutores a través del castellano. Ahora bien, si desde el movimiento del exilio y la migración aparece una manifestación intelectual que atiende a la posibilidad de borronear fronteras sin liberarse del guaraní, los procesos sociales del 90 van a reforzar el surgimiento de nuevas manifestaciones estéticas y experimentales del lenguaje que pongan el foco en un habla más popular y cotidiana que excede la condición de cultura rural que había mantenido antes del stronismo. 

Para 1992, por primera vez el Censo Nacional contará más personas viviendo en ámbitos urbanos que rurales, es decir, se agudiza y evidencia en Paraguay un periodo de cambio demográfico de migración interna y descampesinización. A esta transformación debe sumarse el Tratado de Asunción, firmado en 1991 por Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, que sentó las bases del Mercosur, provocando un cambio en las relaciones económicas con Argentina, Brasil y Uruguay, y que dará lugar a una compleja situación de transición sociolingüística. El desplazamiento implicó también un desplazamiento de la lengua a zona urbanas, reduciendo el monolingüismo guaraní, y aumentando el protagonismo del jopara. Además, todo este proceso de cambio del paisaje demográfico coincide con el estatuto oficial que se otorga al guaraní en 1992. En ese sentido, las nuevas manifestaciones literarias no van a ser similares a la literatura del exilio, una literatura más “purista” en su tratamiento con el idioma, que rechaza la contaminación entre las lenguas.  

En el mismo año del censo y de la oficialización del guaraní, se publica Mar Paraguayo, cuya narradora pertenece a uno de estos flujos de movimiento que la depositan en un entre-lugar que va a construir Bueno. El guaraní, como una lengua en constante transformación, va a orquestar el encuentro entre dos lenguas más rígidas o limitadas por estructuras tradicionales. Dice el mismo autor, que el guaraní es esencial en el relato como el vuelo de pájaro, es justamente su carácter furtivo, su carencia de arraigo y discrecionalidad.

El emparentamiento con el portuñol selvagem también es parte de esta avalancha lingüística de las últimas décadas del siglo XX, proponiéndose extremar la confluencia de modos de oralidad de las lenguas. Esto se fortalece con la vinculación regional con Brasil y los movimientos migratorios producto de su peso económico. Es en este contexto que surge la exploración del espacio de la Triple Frontera como zona literaria y de mezcla lingüística. De todas formas Mar paraguayo, toma características particulares. Primero que nada, geográficamente está desplazado, situado en Curitiba, en el estado brasilero de Paraná; pero a lo largo del texto hay una distorsión geográfica que oscila entre las lenguas y que crea una mezcla artificial de ellas: una nueva Triple Frontera, que no corresponde necesariamente al habla coloquial de la escena geográfica fronteriza. El invento, lo que Perlongher nombra en el prólogo de la obra como un acontecimiento, radica en irse haciendo a medida que se avanza.

La artificialidad impide la estabilidad del relato, que se distancia, por ejemplo, de su contemporáneo paraguayo Damián Cabrera que integra las lenguas con una actitud menos celebratoria, donde el uso de estas radica en señalar no solamente la situación de negación e invisibilización simbólica del guaraní, sino también económica acercándose más a los escritores “puristas” como Roa Bastos. Al contrario de esta situación de denuncia, que en Bueno se borren las fronteras de la lengua es el mecanismo para romper todo tipo de fronteras, no señalarlas. La zona de intercambio que se produce en Mar Paraguayo responde más bien a la dinámica de la antropofagia, movimiento modernista brasilero, surgido en la década del 20. Si el mestizaje había provocado una convivencia cultural de subordinación y negación, la antropofagia implica crear una nueva identidad latinoamericana donde estas jerarquías se desarman. No solo hace estallar estas estructuras, sino que también desafía la gramática, las narraciones lógicas y los ordenamientos cronológicos. Hay una atención sobre la permanencia, lo antiguo no se piensa como lo pasado sino como la supervivencia de elementos en el ser contemporáneo.

Este continuo movimiento de devoración abre espacio para que reine la ambivalencia, las fronteras no están definidas sino invertidas. Esto, tanto en la antropofagia como en Bueno, no implica que haya tibieza en sus posiciones sino que es una característica central de la devoración. Es decir, no significa que el texto de Bueno sea menos crítico que el de Cabrera sino que en el texto de Bueno la antropofagia excede la realidad material: la identidad, en su caso, no está dada sino que se hace y rehace en el mismo devenir del texto, y arrastra consigo distintos registros latentes a lo largo del monólogo. Si para la antropofagia del 20, el componente indígena funciona como un arquetipo del ser nacional brasilero, cuya identidad está latente pero irresoluta, en Bueno no hay tal ser nacional porque no hay barreras nacionales. No busca una identidad de una región geográfica a través de la oralidad, tampoco señala un carácter etnográfico o antropológico, sino más bien una identidad que reside en la operación que la construye.

La Triple Frontera de Wilson Bueno

Douglas Diegues describe a los personajes de Bueno como personajes originales, selváticos, carnavalescos y fantasmagóricos; si las primeras tres condiciones se construyen a través del neobarroco, los elementos que se entretejen, se superponen y se devoran están cubiertos por la última condición: la cara fantasmagórica de la ambivalencia. El lugar desde donde habla la narradora es un lugar impreciso en todo sentido, una especie de limbo entre condiciones diferentes e incluso contradictorias. La parte “fantasma”, ni viva, ni muerta, es la tensión que sostiene la lectura performática de Bueno. La corporalidad que toma la fluidez del monólogo es parte esencial de su operación: antes que las cosas se terminen de nombrar ya se pone en cuestión su significado, sea con el encabalgamiento de las lenguas, a través de repeticiones o el agregado de sufijos o prefijos, y reconfiguran de esa manera el régimen de vacío y el devenir incierto. Ni siquiera el género literario es específico, oscilando entre la poesía, el monólogo teatral, la confesión novelesca. Lxs lectores están frente a un monólogo interminable, que parece más bien el flujo de una conciencia que se interrumpe constantemente pero sin cortar hilo, y que atraviesa el mundo externo y el mundo interno de su narradora sin mucha distinción.

Incluso el título es una ironía, no existe el mar paraguayo. El escenario que construye Bueno es casi un lugar onírico, el océano de indeterminación no sólo envuelve las lenguas sino también el espacio geográfico: se construye un entre-lugar que abarca las ambivalencias. Sobre este escenario, la dinámica antropofágica de Bueno va más allá de los aspectos materiales y atraviesa otros registros: el género, sexo y edad a través de los personajes, así como la clase social. La narradora, la marafona, está siempre lindando los límites entre mujer/varón; el viejo, cuya muerte dispara la narración, aparece constantemente desafiando la individualidad de la narradora y transformando su voz en una multiplicidad de voces. Sumado a las referencias al niño que también son ambiguas, por momentos edípicas e incestuosas. De cierta manera, la mujer ingresa como una figura que oscila entre estos dos personajes. Asimismo, tomando en cuenta la condición socioeconómica, si bien la voz narradora corresponde a una persona en condición de migrante no hay una enunciación que haga referencia directa a la figura explotada y marginal en sentido referencial. No se trazan fronteras rígidas sobre una condición socioeconómica particular.

Pero hay una de estas fronteras difusas que me resulta más interesante que el resto: hay una operación de movimiento entre lo humano y las formas híbridas de existencia. El cruce desborda la oscilación entre vivo y muerto. La cercanía de la muerte ronda en este entre-lugar desde el principio de la narración y a lo largo del texto sostiene las reflexiones y las reinicia. La insistencia cíclica en este tópico pareciera también generar otra oscilación de registros: entre la resignación cristiana, la idea de que es la muerte la única frontera certera, y la anulación de este límite. Esta oscilación no sólo se evidencia en la figura del viejo que continúa emergiendo en el texto a medida que la Marafona lo revive y vuelve a declararlo muerto; sino también por esa constante presencia del infierno, nombrado en las tres lenguas, como un espacio que se habita y que coexiste con el entre-lugar. La clasificación de la muerte se da a través de expresiones sensoriales, donde se van solapando los significados: la muerte como desintegración del cuerpo, como final, como dirección, como presencia, como escenario. En un verso, la Marafona termina el párrafo exclamando: “No, no desejo ver desfacerme in polvo y huessos ossossosporosos”. Esta frase puede servir para pensar este vaivén fantasmagórico de observar el proceso de muerte por fuera de sí misma, la muerte del cuerpo como una muerte material pero no total. Así como esta presencia/ausencia del viejo.

Así como hay un entretejimiento entre lo vivo y lo muerto, donde el sujeto y el cuerpo material se piensan escindidos por momentos, esta oscilación no recorre solamente de manera unidireccional. La búsqueda de otras formas de existencia también se acerca a una búsqueda zoológica. Este aspecto de Mar Paraguayo funciona para abordar una última dimensión esencial que no se ha nombrado hasta ahora: la oralidad del texto. Se habilita la construcción de un conocimiento que reside en el orden de los sentidos, pero sin someterse a un mero constructo al servicio de la humanización. Pero si el neobarroco prepara un espacio de superposición y reconfiguración simbólica, es el universo guaraní el que traza puentes para cruzar la frontera que separa al humano del animal. Incluso, Bueno describe al guaraní como el vuelo de un pájaro, “el alma-palabra convertida en párraro” es el mismo idioma el que encarna la devoración antropofágica del animal como otro y toma sus características. Pero no lo hace con un sentido de apropiación, es un movimiento más de esta capacidad de tránsito inter-especies. Aparecen los insectos y los pájaros, la tela de araña, como elementos que guían o construyen los pensamientos reproducidos en el monólogo. Se podría indagar si esta correspondencia entre la animalidad y el guaraní proviene de un estereotipo quizá asentado en un sistema de representación colonial que Bueno reproduce tácitamente, o si se trata de una operación que Bueno reinterpreta en otros tonos.

Si el ingreso y la importancia del idioma en esta construcción artificial radica en las fronteras que disuelve y no que crea, es en este mismo espacio de ambivalencia o disolución donde se pueden pensar el ingreso de un paradigma no europeo. El perspectivismo es esencial en Bueno, donde la apariencia corporal no es un atributo fijo, permitiendo la emergencia de una multiplicidad de voces que se da a través de una personificación que contribuye a que todos los artefactos se vuelvan ambiguos; son encarnaciones materiales de una intencionalidad no material. Lo fantasmagórico o lo espectral de la Marafona reside en su capacidad de ser cualquier especie en cualquier lengua, en cualquier lugar. Pero el carácter performático se construye en el encuentro de un manierismo corporal habilitado desde el perspectivismo y construido por la superposición de elementos del neobarroco. En este cruce se refuerza la disociación y redistribución de elementos: la araña por ejemplo, aparece en distintas ocasiones oscilando entre su significado guaraní de ñandu, que significa tanto araña como sentir: “(…) acá ñandu: su opacidad de sentimiento: me siento: sinto: ñandu: canceriana mi verbo es sentir: me ver: ñandu: o que vá de secreta identidad entre estos dos cosas abssolutamente distintas: arañas y escorpiones?”

Incluso el mismo texto se nombra como una telaraña, que puede pensarse desde el entretejimiento de lenguas y registros, como atravesado por el sentir: la muerte y el amor como grandes tópicos de Mar Paraguayo.

Ahora, este perspectivismo que adopta el texto abre un aspecto fundamental al que se hizo referencia en varias ocasiones: el lenguaje se inscribe menos como palabra que como voz. Lo performático en Bueno se completa en la oralidad de Mar Paraguayo. La construcción ficcional no es solamente sobre un lenguaje sino sobre la estructura artística, que también es cíclica, como si fuera un ritmo ritual que reinicia constantemente. Pero la artificialidad de la estructura, al mismo tiempo, impide que funcione como un elemento diferencial que nos remita a un sector social. En otras palabras, Bueno retoma la tradición poética latinoamericana que trabaja con la oralidad, pero no lo hace en la dirección ortodoxa. No recoge los elementos semióticos de origen oral-popular con la intención de que las palabras operen como unidades de significación que dotan al hablante de una identidad reconocida, sino que los reelabora para dotar a la hablante de una construcción que no obedece necesariamente a un proceso colectivo o grupal en sentido histórico, sino más bien ahistórico. Nuevamente, referenciando a una dinámica antropofágica, se invierte también la linealidad de la historia para pensar el pasado como una materia que se resiste a ser eliminada, como una dimensión lúdica que se revela contra la racionalización dominadora. El pasado no es un pasado referencial sino que está en el presente e incluso es contemporáneo a él, alejándose, por ejemplo, de la artificiosa fonética de los autores indigenistas tradicionales.

En la construcción idiomática de Bueno hay una ruptura de la sintaxis tradicional, que cede paso a una organización de palabras que no está relacionada con un orden lógico sino emocional e intuitivo, característico del lenguaje oral y colectivo. La relación entre frase y frase, entre lengua y lengua es implícita: surge de un contexto marcado por impulsos emocionales más que racionales. Las palabras están en movimiento, más que ser denominaciones fijas. Y en este movimiento, logra disolver la diferencia entre nacionalismo y cosmopolitismo, revelando lo universal como espacio vacío. Como menciona Aguilar en su texto sobre la antropofagia, aparece una idea que se pueden asociar con las ideas políticas que derivan de este movimiento: la identidad no está dada sino que es algo que está constantemente por hacerse, cuestionando la identidad misma como lazo comunitario. No hay codificación sino borramiento, se despoja al individuo de las señas de identidad para construir uno nuevo; reclamando de ese modo la universalidad a partir de una compleja singularidad.

Conclusión

Mar Paraguayo es un texto cuya ambivalencia permite un sinfín de abordajes y nuevos análisis. El acontecimiento, el invento de un habla no se limita a la enunciación de la voz narradora. También alude a un lector inventivo:

“a vos, lectores inventivos, más invenctivos que la invención de mi alma cautiva de estos derrames, de estos exageros de tango y guaranias harpejadas dolientes in perfecta soledad al margen de los lagos o de las profundas montañas, a vos, que me decifraron en outra dimensión, a vos confidencial”

En este punto, la narradora y el autor se fusionan y hacen referencia directamente al invento, pero este invento no implica un lector artificial sino a un lector/operador. Opera sobre un texto cuya comprensión es compleja y está signada por su propia lectura, los registros personales, su propia oralidad. El lector inventado es el que evidencia la imposibilidad de realizar una lectura cerrada sobre el sentido de la enunciación. Entonces, el invento no solo está en la obra, sino que desborda los límites textuales para ofrecerse como vehículo o como espacio donde la ambigüedad es la norma. En la indeterminación, Bueno crea también ese lector universal.

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Naturaleza sublevada en «Río de las congojas»

Por: Candela Martínez Jerez

Candela Martínez Jerez, alumna de la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM), realiza en este texto un análisis de la obra Río de las congojas de la autora Libertad Demitrópulos. A partir de la obra de Demitrópulos, Candela propone una reflexión sobre la resistencia de la naturaleza a los colonizadores en el Rio Paraná.


El siguiente trabajo propone un análisis de Río de las congojas a partir de la idea de que la novela construye al río Paraná como epítome de la naturaleza de Santa Fe (asociada también al cielo, al bosque y a la humedad) para así dar vida a otro personaje subalterno, que se suma al linaje desposeído de Blas, Isabel y María, de acuerdo con sus respectivas posiciones mestizas y femeninas pobres. En este sentido, el mestizo menciona repetidas veces que los conquistadores eran “pobladores venidos de lejos a desencantar la tierra” (Demitrópulos, 2018:97). Frente a esto, la particular figuración de la naturaleza santafesina que él realiza la reencanta y animiza.

Temporalidad encantada

Abbate (2020) encuentra en la obra de Demitrópulos configuraciones narrativas propias de la “épica de los vencidos”: fragmentarias, no lineales, circulares o de sumatoria de peripecias, desarticuladas y de final abierto, en oposición a la “épica de los vencedores”. El objetivo de estos romanzi sería evidenciar y erigirse contra las pretensiones teleológicas, necesarias e imperecederas de los relatos imperiales de los vencedores, “con forma”, frente a la condición “amorfa” de las narrativas de los vencidos. Particularmente, en el caso de Río de las congojas, aquellos vencidos aludidos una y otra vez por Blas, son los mestizos involucrados en la Revolución de los Siete Jefes, cuyo final fue la decapitación de los líderes de la insurrección por parte de Juan de Garay. La novela, entonces, presenta un episodio fundacional fallido a la vera del Río Paraná previo a la fundación del puerto de Buenos Aires, a las orillas del Río de La Plata. La novela no solo se ancla en las peripecias ocurridas en Santa Fe, donde los conquistadores no pudieron asentarse, sino que lo hace desde una perspectiva “caleidoscópica y dialógica” (Abbate, 2020:309), a partir de la sucesión de puntos de vista de un mestizo, de una mujer de origen humilde y de una mujer “pecadora”, luego transfigurada en madre de un linaje ancestral. Así, no solo se escenifican los fracasos de la conquista, sino la pluralidad de las vidas atravesadas por aquellas desavenencias, cuyas trayectorias vitales tampoco se corresponden con la matriz teleológica de la victoria imperial.

En cuanto a la temporalidad de este tipo de relato épico, Abbate lo vincula con una reconstrucción de los hechos a partir de la lógica de la memoria, en términos de una evocación subjetiva, que a lo largo de Río de las congojas “construye una visión caleidoscópica y dialógica de aquel contexto histórico” (309). Esta visión también se caracteriza por el “tono íntimo” (2019:1) de los relatos de los protagonistas, entre los cuales “los efectos de sentido destellan en la frontera entre una conciencia y otra” (ibíd.). El propio título de la novela da cuenta de la intimidad del acontecer emotivo de los personajes con el río, en el cual viven (a su vera, sumergidos en él —por las sucesivas inundaciones—) y navegan sus existencias, en todas las direcciones (desde Asunción, hacia Sante Fe, hacia Buenos Aires y también en sentido contrario). Todas las marchas y contramarchas de sus erráticas trayectorias, alineadas con la arquitectura del relato, y sus respectivas congojas son figuradas en aquel cuerpo de agua, que “da carnadura” a sus afectos.

En este punto, quisiéramos proponer que la temporalidad mitológica y no lineal de la novela no solo se relaciona con la épica de los vencidos y con la impronta de la memoria en la representación de fallidos episodios fundacionales, sino también con características del terreno y de la naturaleza de Santa Fe, especialmente del Paraná, que se entretejen con la percepción mestiza de Blas para producir, en y desde la voz de este personaje, un encantamiento de la naturaleza frente a la avanzada colonial y extractivista sobre la tierra.

La voz del mestizo abre la novela y desde un comienzo narra su fascinación por la geografía del litoral: “El bosque cobija vidas hechas de palpitación que nunca mueren ni nunca morirán mientras haya boscosidades y selvas” (Demitrópulos, 2018: 69). El entorno donde se desarrolla su vida, por un lado, se adscribe a una temporalidad eterna, lindana a lo mítico, y, por otro, se animiza como muchas vidas, con sus propias palpitaciones, que dan ritmo a aquella temporalidad extra cronológica. También los amaneceres son objeto de contemplación del mestizo, quien los figura como “fantasmas que temblaran en la nublazón” (íd.). Nuevamente, lo extra cronológico y el pálpito, con matices de estremecimiento en este caso. Del mismo modo, las nubes protagonizan el paisaje narrado por Blas: “bajan alargadas a posarse en el lomo del agua, como quemazón de suspiros” (42). El cielo, particularmente, reposa sobre el río, se suspende y flota sobre él, evocando una respiración un tanto teñida por la melancolía, en forma de suspiros, que también remite a un vínculo singular con el tiempo, al redirigir al pasado.

Pero el Paraná como criatura no solo se figura como el lecho en suspensión de otros elementos de la naturaleza, sino que su ser envolvería una forma de consciencia: “El camalote es su pensamiento florecido y flotante y por donde empieza a enamorar” (11). El embelesamiento del mestizo con el río, creemos, está a la par de su amor por María Muratore. La intimidad de este vínculo no solo se afianza en la contemplación, sino también en formas singulares de encuentro corpóreo: “Si uno se llega con el mate a su vera comprueba que la vida se le ovilla y desovilla con el correr del agua, se desalma, queda puro huesos del pensamiento, sin carne ni habla, sin sueño en los ojos, y se siente irse en la corriente cuesta abajo” (10). En esta cita no solo se trama el tejido vital de Blas con el río, en un movimiento ajeno a una linealidad de la existencia, ovillada y desovillada en sintonía con el correr del agua; sino que su cuerpo se funde con el río, al igual que los otros elementos de la naturaleza percibidos por Blas.

Frente a esta unidad y armonía del mestizo con la naturaleza litoraleña, los protagonistas de la “épica de los vencedores” desarrollaron una aversión por ella: “La tierra siempre se malquistó con ellos, no la han sabido querer. Desencantar era lo que se habrían propuesto hacer con ella” (17). Más adelante, Blas agrega que a aquellos “pobladores venidos de lejos a desencantar la tierra, […] la tierra se los tragaba” (97). No solo la predisposición afectiva de los conquistadores con la naturaleza no era armónica (buscaban “desencantarla”), sino que la propia tierra los expulsó y se los tragó, por no saber —ni siquiera intentar— quererla. De este modo, la composición, en términos pictóricos o musicales, de Blas con el río es total. El mestizo forma parte de aquella naturaleza, que está en los orígenes de su familia y ancestros, pobladores del continente americano.

El linaje de Blas palpita y se recuesta sobre el Paraná como el resto de la naturaleza: “Sosegado mi ánimo, me puse a cantarle unos areitos y sentí que por mi boca y mi garganta él me traspasaba y se alojaba en mis adentros […]. Luego, ya en mi interior, se instaló su salobre especie; cadencias. Padre mío, le dije” (107). El río es parte de la subjetividad y la corporalidad de Blas, su especie y su cadencia se imprimen sobre su experiencia vital, íntima e interior, alejándola de la experiencia europea del tiempo, que busca conquistar el continente y arrasar también con sus cosmovisiones y figuraciones temporales y espaciales, con el linaje de Tupasy, apelada también por el mestizo: “Pero, ¿dónde se duerme mejor que en la canoa, cuando se la deja rolar tranquila sobre el río? ¿Dónde era más fácil la conversación con la finadita que alejado de la inquina del tiempo y de los negocios carnales?” (145) (destacado propio). El Paraná es su padre, su simiente, a quien declara: “Hasta en sueños me había acostumbrado a oírlo cuando golpeaba la orilla y me avisaba que mientras él viviera yo viviría y mientras él fuera fuerte yo tendría fuerza” (107). La temporalidad subjetiva, finita, se funde con el río, con su correr incesante, ajeno a las cronologías y los avatares humanos. La extensión temporal de la vida de Blas en el relato no es clara, se insinúa su carácter centenario, su correr paralelo al Paraná, cuando se describe la inclemencia e indiferencia de la geografía litorañela frente a los intentos de asentamiento de los conquistadores desencantados: “Cuando llegamos con Garay a esta costa de durezas y cardales nadie pensó que cien años después, hundidos los sueños, se estaría de nuevo al empezar. Por eso se van yendo. Mucho tardaron en maliciar la travesura. Despreciando la galanura de la costa de enfrente” (23).

En este sentido, en línea con lo postulado por Abbate, cuando plantea que el río es el espacio simbólico que articula una ficción de origen asociada a una mujer (Muratore), queremos agregar que aquella ficción de origen también abarca una geografía, con su bioma, y las comunidades originarias que allí residían, con anterioridad a la conquista de América. La voz y el fantasma de Muratore en el Paraná se suman al coro de voces de toda una comunidad: “Una vez ahí adentro, uno aprende a conocer la historia de sus abuelos comidos por los yacarés. Se entera de que su tata viejo tenía los pies rajados e hinchados como lo tuvieron su bisabuelo y su tatarabuelo y su más abuelo que todos, ése que principió el abuelaje; uno sabe así que ellos estaban siempre en el agua” (22). Una comunidad, un pueblo, un linaje cuya cultura articulaba otra percepción de la naturaleza, un acontecer casi anfibio, en franca oposición con la búsqueda de usufructo, explotación y saqueo del espacio, percibido como mercancía, de parte de los conquistadores desencantados.

Blas también ancla su particular percepción espacio-temporal en su condición mestiza: “El mestizaje no es únicamente un alboroto de sangre: también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sobre temporalidades. Todo se va trabajando al revés de los otros. ¿De cuáles otros? Ahí está la cuestión. Todos son los otros” (35). El movimiento, el discurrir del mestizo por la vida, entonces, implica en sí mismo una operación sobre el tiempo, figurado en fragmentos de temporalidades unidos por pisadas, marcado por el ritmo y la cadencia de direccionamientos diversos a la linealidad trazada en los caminos europeos que territorializan la tierra, la naturaleza. La trayectoria mestiza es, además, opuesta, contraria al avance y el desplazamiento europeos, nombrados como otredad. Todos son los otros, menos el río, menos la naturaleza. De este modo, retomando el concepto de la épica de los vencidos, en Río de las congojas la condición y la vida mestizas son las que disponen la temporalidad extra cronológica, el emerger de la otredad, el desvío y lo fragmentario.

Feminidades encantadoras

Para Isabel y María también todos son otros. No forman parte de ningún linaje. Ambas desconocen o fueron abandonadas por sus madres y padres. Ambas son pobres, con residencia en la calle del Pecado, en Asunción. Ambas, sin embargo, se ovillan con la materia encantada de la naturaleza del Paraná: Isabel, por medio de sus tejidos, textiles y literarios, María como resultado de la trama mítica que teje Isabel y, previamente, como dueña del anillo que le regaló Garay. Esta joya, por un lado, remite a una circularidad temporal extra cronológica. En torno al anillo, episodios de la vida de la madre y de la hija se repiten: el romance con el gobernador de Buenos Aires, los encuentros con un mozo colorado extemporáneo en sí mismo, cuyas repetidas apariciones —con variaciones–- se figuran en el juego anagramático de su mismo nombre (Salocin, Nicolás, Laconis).

Aquel anillo, de acuerdo con Blas, proliferaba numerosas historias sobre sus orígenes:

Muchas lenguas corrieron sobre el anillo. Que había pertenecido a una bruja quemada por la Inquisición, en Lima. Que lo sacaron profanando un ataúd. Que sus dueños fueron, entre otros, una reina de Inglaterra, una princesa gitana, un hechicero hindú. Que había causado el hundimiento de un barco. Que otro dueño, traficante de esclavos, supo pagar con él el precio de 150 negros de Guinea. En todos estos «sucedidos» estaba siempre interviniendo la fascinación. […] era un anillo hecho para la ilusión. Si parecía que hasta respiraba en su encender y apagar lucecitas (110).

Brujería, maldiciones, poder occidental y oriental, fascinación e ilusión: otro elemento encantado que respira, al compás de la naturaleza litoraleña. Su trama recorre el mundo y anuda al mestizo en otra línea temporal poco clara, entre la juventud de Ana, la de María y la vejez de un anciano que le da el anillo a modo de pago, luego de enunciar otra subtrama: que fue comprado a un indio que mató a una mujer blanca. Por eso, Blas tiene su propio encuentro con el enigmático y colorado anagrama léxico y temporal, cuando lo va a buscar para llevarse el anillo, reclamando un linaje en la Revolución de los Siete Jefes, que el viejo mestizo puede descifrar como falso. 

Sin embargo, toda la potencia encantadora del anillo se despliega en las tramas que teje Isabel:

Pero donde Isabel Descalzo ponía mayor énfasis en el señalamiento de un hecho referido a la finadita y donde dejaba abiertas las esclusas para las divagaciones de sus hijos era en la referencia que hacía sobre el anillo. El anillo de la finadita tenía escrito su destino; como ella lo vendió su destino es vagar hasta que aparezca el anillo […]. Ella decía «el anillo» y dejaba que los demás hicieran volar su imaginación; contaba con eso. Se apoyaba en varias historias juntas, originadas en distantes lugares del mundo. Bastaba que esas historias fueran sólo misteriosas, improbables y que la gente estuviera, eso sí, dispuesta a creerlas. Ella decía: la finadita, […] se aparecía en medio de las guazabaras a decidir la suerte, porque el anillo la traía y la llevaba a donde era necesario que estuviera (147).

La vida y la muerte de Muratore ligadas al origen fantástico e incierto del anillo despiertan la imaginación y se graban en la memoria de los herederos desposeídos, los propios hijos de Blas e Isabel, cuyo linaje y herencia adquieren la forma de una fantasía, de la materia verbal que los envuelve y les brinda una comunidad: la del río padre y María Muratore como madre mitológica:

Si otros tenían blasones ellos tenían su historia con una mujer que parecía hombre por lo valiente pero que fue una gran amante. La fueron creando en sus mentes: la finadita era blanca, hermosa, casi había sido la madre de ellos. Por poco no había sido […]. La fueron sintiendo como la protectora de la familia, como la madrina del cielo. Cuando les preguntaban en dónde vives, respondían: en lo de Muratore; cuáles son tus bienes: una tumba; tu origen: una mujer heroica; tu patrimonio: el amor; tu postrimería: un recuerdo (148).

De este modo, proponemos que el matrimonio entre María Muratore y la naturaleza da origen a una comunidad de desposeídos, donde las mujeres crean destinos extraordinarios, ajenos a sus condiciones materiales y sociales y desdibujan los linajes masculinos o su ausencia. El carácter fundacional de Río de las conjogas está en el nacimiento de una narrativa de aquellos sin orígenes válidos o validados en las sociedades que les son contemporáneas: pobres, prostitutas, mestizos y negros. Esta fundación aprehende incluso existencias ajenas a lo subjetivo: la naturaleza, el territorio, la tierra conquistada. Creemos que este encuentro puede pensarse también en la clave de planteos feministas ambientalistas actuales, que enuncian el punto de contacto entre la naturaleza y las mujeres como entidades explotadas por el capital. La conquista de América representa, de hecho, un episodio fundamental del proceso de acumulación originaria, que da origen al sistema capitalista en el que vivimos hoy en día. En esta línea, en Feminismo para el 99%, se denuncia una “pulsión inherente al capital”, la “de aprovecharse de esas mismas condiciones que le son imprescindibles, esas bases y requisitos por cuya reproducción se rehúsa a pagar” (2019:96) que abarcan tanto el trabajo reproductivo de las mujeres como a la naturaleza. Previamente, las autoras hacen énfasis en que “las sociedades capitalistas tienden estructuralmente a desestabilizar los hábitats que sustentan a las comunidades y a destruir los ecosistemas en los que se sustenta la vida” (94). Contra ello, abogan por la necesidad de crear un ethos diferente, que se repregunte, entre otras cosas, “dónde trazar la línea que separa sociedad de naturaleza” (36). En la novela, María Muratore toma una determinación que conmueve los cimientos de la sociedad que buscaba implantarse en la tierra a conquistar: “No bien puse pie en tierra me alcanzó un pesar: aquí moriré, dije. No volveré a La Asunción. Soy la semilla: para eso me trajeron. Así, pues, hago tierra y no sofocaciones. Echo raíces y no suspiros. Me planto. Me confirmo. Pero yo no soy sólo naturaleza” (Demitrópulos, 2018:31). María se rebela ante el “destino natural” de las mujeres en aquellas expediciones. Antes que semilla, piensa en la muerte. Antes de ser usufructuada como simiente, define su destino de morir “como un hombre”, disfrazada de tal, combatiendo. ¿Pero qué significa no ser solo naturaleza?, ¿qué sentido se le da a este término? Creemos que uno vinculado al ordenamiento social moderno: las mujeres como madres de la sociedad moderna, con aquellas tareas reproductivas mencionadas en Feminismo para el 99%. María no es solo eso, el litoral santafesino tampoco es solo una tierra a desencantar, explotar y saquear. María construyó un destino diferente al de “madre natural”, para convertirse en madre mitológica de una comunidad desposeída; del mismo modo que el río se “tragaba” al tiempo, “ese impostor” (112). Agregaremos: el tiempo cronológico, el tiempo europeo, el de la conquista, que comienza a desarrollar su acumulación necesaria y lineal en la conquista de América.

Bibliografía

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Demitrópulos, L., Río de las congojas, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2018.


Un análisis en torno a American Me, de Edward James Olmos

Por: Maria Ximena Méndez Mihura

María Ximena Méndez Mihura, alumna de la Maestría en Estudios Latinoamericanos (UNSAM), realiza en este texto un análisis de la película American Me (1992), de Edward James Olmos, atendiendo a los rasgos clásicos del western que, aquí, están atravesados por la conflictividad étnica y racial.

La película American Me (1992), dirigida y protagonizada por Edward James Olmos, pertenece al grupo de películas “de rasgos autoetnográficos” (Pratt, 2011) y rescata los conflictos interraciales entre anglicanos y latinos, la historia de las pandillas, la vida diaria de las cárceles, sus redes de poder paralelas y sus negocios. Se desarrolla por completo en territorio norteamericano, en la zona del este de Los Ángeles. Este espacio opera aquí, siguiendo a Tudor (1989), mediante la relación civilización-barbarie, que plantea otros dos grandes ejes simbólicos que utilizan los realizadores de films para tratar al Oeste en tanto espacio: el jardín y el desierto.

El desierto es un espacio indómito y lleno de peligros, que no ha sido conquistado ni ganado para la civilización; o ha sido ganado para la civilización, pero existe siempre el peligro de su pérdida. Mientras tanto, el jardín es un espacio que cobija a sus habitantes y en el que todo está por hacerse; en él la naturaleza es favorable y guarda semejanza con el Edén. El jardín puede existir como una manera de pensar, recordar, soñar o proyectar esa geografía, en la esperanza o la promesa de un sueño por cumplir; también en el ideario patriótico de Norteamérica. Cabe aclarar que el desierto puede constituir el jardín para determinado tipo de personajes (ej. bandido) y viceversa, como se verá más adelante.

Como estrategia metodológica, se estudiará el arco dramático de la historia siguiendo un análisis de recursos expresivos. Asimismo, se tendrán en cuenta los rasgos de uno de los géneros del cine clásico: el western, que es estudiado por Tudor (1989), quien señala que son: a) la distinción entre civilización y barbarie; b) el naturalismo; c) la figura del solitario; d) el entorno social, con su estructura básica, que es la familia; e) el sistema de ritos que define la cotidianidad; f) los argumentos: la aplicación de la ley y el orden; la venganza; el conflicto económico; los pequeños granjeros que pueden constituir una comunidad defensiva; la agrupación de defensa contra el indio (el otro); g) los hombres que asumen esta caracterización son de dos tipos: el hombre de la ley y el bandolero. Cabe destacar que el género western evocó la epopeya de los pioneros de Norteamérica que habían ido a poblar la antigua periferia, el «Salvaje Oeste», que sigue viviendo hoy en rasgos de distintas películas de Hollywood, en las que ya no se intenta ir al Oeste en tanto oeste de los Estados Unidos, sino hacia una nueva periferia: al Sur, América Latina.

La película American Me pertenece al grupo de películas que revisan el sueño americano de manera crítica en el cine de Hollywood. Debido a su suscripción al cine noir, observamos un mundo engañoso donde interviene un individuo marginal al sistema. Se trata de una película del cine negro contado por un narrador mediante el mecanismo de la voz en off que se usa para evocar un tiempo pasado, y unas circunstancias específicas.

En el análisis veremos cómo American Me (1992) lleva la huella que dejó Goodfellas (1990). La primera tiene como narrador a un bandido, figura que (siguiendo los planteos de Fojas, 2009) ha conformado uno de los estereotipos más perdurables de los mexicanos en la historia de Hollywood; además fueron el núcleo simbólico y el ícono cardinal de las historias del límite entre los Estados Unidos y México. Muchas de las películas de westerns tienen lugar en los límites entre los Estados Unidos y México; de ahí, títulos como Río Grande (1950), dirigida por John Ford, o Río Bravo (1959), dirigida por Howard Hawks, que dan cuenta del río como un límite natural en vez de mostrarlo como la consecuencia política de la guerra que perdió México.

American Me se inscribe en una genealogía de películas que adaptan la biografía de un delincuente al cine, entre las que podemos mencionar McVicar (1980), dirigida por Tom Clegg, entre otras. Además, se inscribe en la genealogía de historias que abordan el tema de las pandillas. Para Maciel (2000) la representación cinematográfica de las pandillas merece destacarse, ya que se ha convertido en todo un género cinematográfico que ha recibido un gran apoyo en Hollywood. En mi opinión, American Me se suscribe a un grupo de películas que toman la temática de las pandillas, pero que pertenece al grupo de películas del cine noir, por su rasgo característico del tratamiento de la delincuencia urbana.

La puesta en escena de la película tiene un gran trabajo en cuanto a recreación de tiempos históricos: primero, en una cárcel de los Estados Unidos, Montoya Santana recuerda su vida. Luego se ambienta en la época de la Segunda Guerra Mundial, en 1943, para ir hacia fines de los años cincuenta y, después, a la actualidad. La película nos lleva al mundo del crimen organizado y su estructura jerárquica con divisiones de trabajo similar a una estructura burocrática.

En el montaje de la película predomina la elipsis, otra característica común con Goodfellas, por la que el relato pasa de una determinada situación espacio-temporal a otra (Casetti y Di Chio). Se sitúa en los años cuarenta, cuando ya los Estados Unidos habían entrado en la Segunda Guerra Mundial, con los conflictos raciales entre anglicanos y latinos. Esto también está presente en Zoot Suit (1981), de Luis Valdez, película en la que, según señala Mejía Núñez (2016: 477), hay un personaje que encarna la conciencia del pachuco, quien le dice a Henry Reyna en el momento en que se ha enlistado para ir a pelear en la Segunda Guerra Mundial: “Olvida la guerra en el extranjero…Tu guerra es en tu propio país”. Esto también lo plantea en el comienzo del relato el mismo Montoya Santana en American Me, quien también recuerda a sus padres (Pedro y Esperanza), ambos pachucos[1]; allí se expone la situación de conflicto social que se vivía en esos tiempos, respecto de los latinos en los Estados Unidos.

Desde el principio del relato se enmarca un tema que continuará hasta el final de la película: la distinción general entre civilización y barbarie, rasgo del western que en esta película está atravesado por la conflictividad étnica y racial.

En un centro de tatuajes de Los Ángeles, en junio de 1943, su padre Pedro y su novia Esperanza tenían una cita. Observamos a Esperanza que viaja en un autobús, un anglicano se retira y otro está leyendo el diario Los Ángeles Times, en cuya primera plana se lee el titular “Zoot Switers Attack Military in Detroit” (“Los pachucos atacaron a militares en Detroit”).

Más adelante se oye en la radio a Walter Winchell[2], quien está comentando los disturbios que hay entre militares y pachucos. Al llegar al lugar donde está Pedro son atacados por jóvenes enlistados en la Marina norteamericana, y violan a Esperanza.

Estos hechos que relata Montoya Santana ocurrieron y contextualizan la situación de tensión racial y el rol que tuvieron en crispar esas tensiones algunos periodistas. Décadas antes se había promulgado la Ley de Inmigración de 1917, de aplicación escasa, y posteriormente se dio la Repatriación mexicana —que consistió en repatriaciones y deportaciones de mexicanos y mexicoamericanos a México desde los Estados Unidos durante la Gran Depresión entre 1929 y 1939 por el Gobierno de los Estados Unidos—. En segundo lugar, remite al asesinato de Sleepy Lagoon[3], el 2 de agosto de 1942, cuando José Gallardo Díaz[4], un campesino de 22 años, fue descubierto inconsciente y agonizante. En la actualidad se considera que el juicio penal careció de los requisitos fundamentales del debido proceso. Allí, diecisiete jóvenes latinos fueron acusados ​​de homicidio y procesados. Además de acusar a la víctima de ser pandillero, jamás se esclareció el asesinato. Este hecho histórico fue tomado como el centro de la trama en la película Zoot Suit (1981), de Luis Valdez.

En tercer lugar, se alude a los disturbios de Zoot Suit Riot de 1943. Siguiendo a Andrews (2015), en el contexto dado por la Segunda Guerra Mundial y el inminente ingreso de los Estados Unidos en el conflicto, hubo un racionamiento de distintos productos textiles. Sin embargo, muchos sastres continuaron fabricando los trajes zoot, que requerían demasiada cantidad de tela. Una parte de la ciudadanía, y particularmente muchos militares, vieron en el uso y el consumo de estos trajes un acto antipatriótico.

Por esto, en el ataque a Pedro y a su primo, los marineros les rompen las vestiduras, recreando de esta forma una situación que se había vivido en esa época. Andrews (2015) señala que el 31 de mayo de 1943 se dio un conflicto entre militares y mexicoamericanos, que tuvo como consecuencia que un marinero terminara recibiendo una fuerte paliza. Así, a partir de la noche del 3 de junio de 1943, momento al cual remite la historia de la película, en que ocurre el ataque a los padres de Montoya Santana, unos cincuenta marineros de la Armería de la Reserva Naval local de los Estados Unidos fueron caminando con palos y armas al centro de la ciudad de Los Ángeles, atacando a cualquiera que tuviera estos trajes. También los días siguientes a este hecho los ataques a los latinos por parte de los militares siguieron, con la connivencia de la Policía local.

Montoya Santana es un personaje que está basado en Rodolfo Cadena, quien había nacido meses antes de estos hechos, el 15 de abril de 1943, con lo cual podríamos interpretar que el director Edward James Olmos quiso remitirse a un contexto histórico conocido por la comunidad de origen mexicano en los Estados Unidos y reelaborar la historia del personaje real. De este modo, enlaza los sucesos históricos que son parte de la historia del país y la vincula más aún con la vida del delincuente, reforzando la cuestión de que el criminal también es producto, como el resto de los actores sociales, de esos sucesos históricos, marcados por hechos políticos y decisiones gubernamentales. Olmos, además, buscó poner en evidencia la situación previa al contexto en el cual se hizo la película, donde se daba una explosión de las pandillas y sus consecuencias delictivas.

Luego, la película se centra a fines de los años cincuenta, en el barrio de trabajadores migrantes donde vivía Santana junto a su familia, en el este de Los Ángeles, California. A partir de aquí, Montoya Santana cuenta su propia historia mediante la voz en off. American Me,así, guarda similitud con Blood in, blood out (1993), dirigida por Taylor Hackford porque ambas películas están basadas en la vida de Rodolfo «Cheyenne» Cadena[5].

En 1959, Montoya Santana se la pasa en las calles para evitar a su padre y sus malos tratos. En las calles tiene a sus amigos: Mundo Méndez y J. D., personaje basado en otro criminal, Joe «Pegleg» Morgan. Así, vemos al protagonista enmarcado por su entorno social, rasgo del western, Montoya plantea que es una familia disfuncional.

Santana, J.D. y Mundo Méndez han formado su “clica” o su pandilla y una noche son apresados por un delito menor. J. D. recibe un disparo y queda discapacitado de una pierna. Santana entra a la cárcel y en la primera noche uno de los reclusos intenta violarlo, y él lo mata, lo que complica su situación legal y aumenta su pena.

Santana asciende en la escala delictiva y en la estructura de poder “al interior de la cárcel”. Construye una estructura organizativa delictiva, la mafia mexicana o la Eme[6], que agrupa a los latinos en las cárceles de USA. Esta organización delictiva rivaliza y aventaja a las otras organizaciones delictivas que nuclean a presos de otras etnias como la Hermandad Aria[7] o los Guerreros Negros[8]. Así se dan aquí las agrupaciones de defensa contra el otro, rasgo del western, cuestión que nos muestra la realidad en el interior de las cárceles norteamericanas, es decir, la balcanización de la sociedad norteamericana en etnias debido al racismo.

Se representa la cárcel como el lugar donde se crea una estructura de poder burocrático paralelo al de la fuerza de seguridad de la prisión, que, aunque es estricto, tiene baches y filtraciones que permiten este desarrollo. Aparecen el transcurrir y el día a día rutinario y los lazos que se dan entre hombres que cumplen una condena, sus celadores y carceleros y también sus negocios al margen de las autoridades y la ley. De este modo, se está frente a un sistema de ritos que define la cotidianidad, rasgo del western.

A Santana le cabe el arquetipo del bandido del western. Hay una analogía entre Santana y muchísimos personajes de los westerns, en los que, además de los hombres de ley y los colonos, se encontraba el bandido. De esta forma, la cárcel en esta película se convierte en un espacio que se asocia tanto al jardín como al desierto. Está asociado al jardín debido a que la falta de control, o bien las falencias de las autoridades carcelarias, son utilizadas por los delincuentes para llevar adelante sus negocios. Esa falta de control convierte a este espacio en un desierto, ya que los crímenes más atroces son perpetrados con total impunidad.

Observamos el mundo del narcotráfico, las pandillas y el hampa desde sus inicios hasta nuestros días, y también las rivalidades entre todas estas organizaciones. Por ejemplo, uno de los presos le recrimina a Santana que “el polvo” —refiriéndose a la droga que le vendieron— estaba sucio y que él pagó una carga limpia y ahora se encuentra enfermo. Santana le da lo que se había pactado y se compromete a averiguar qué fue lo que pasó para solucionar el inconveniente. Consulta con J. D. y da la orden de matar al responsable del problema. Mundo Méndez junto a otro integrante de la Eme ejecutan la orden. Se trata de un miembro de los Guerreros Negros, lo cual provoca un enfrentamiento entre la Eme y los Guerreros Negros. En la película se menciona que también se estaba formando otra nueva agrupación llamada Nuestra Familia[9] con armeros que la Eme ha rechazado.

Edward James Olmos in American Me.

Por otra parte, se puede observar otra variante de la vida de Rodolfo «Cheyenne» Cadena. Cadena fue encarcelado en la Institución Vocacional Deuel cuando tenía 16 años., luego estuvo en San Quentin[10]. La película se realizó en la cárcel de Folsom. Según Collado (2019) se habría pactado con las pandillas de la prisión para poder rodar la película. De esta forma la película se caracteriza también por su naturalismo, exigido por los acontecimientos y escenarios, rasgo del western.

En los diálogos de July y Santana acerca de sus inquietudes sobre política están presentes cuestiones como el hecho de que Rodolfo Cadena tuvo contacto con organizaciones políticas latinas como Brown Berets[11].

Santana trata de reorganizar el negocio fuera de la cárcel. Así lo vemos intentando negociar con don Antonio Scagnelli, un distribuidor de cocaína, de ascendencia italoamericana. Scagnelli tiene a su hijo preso hace seis meses en la cárcel. Santana y J. D. van a hablarle para presionarlo con la seguridad de su hijo en la cárcel, y así cambiar el negocio. La pretensión Santana y J. D. era controlar la distribución de la droga en el este de Los Ángeles. Sin embargo, Scagnelli se muestra indignado y les advierte que si algo le ocurre a su hijo dentro de la cárcel, se arrepentirán.

Los integrantes de estas organizaciones mafiosas son personajes que buscan un progreso o una mejora económica. Este conflicto económico que enfrenta a débiles y fuertes constituye un rasgo característico del western. Uno de los argumentos tratados es el costado negativo del sueño americano, encarnado en el hombre del hampa y la avidez de hacer dinero a costa de lo que sea.

Santana y J. D. dan la orden, y Mundo Méndez junto a otros miembros de la Eme en la cárcel viola y mata al hijo de Scagnelli. Como contrapartida, Scagnelli envía a las calles del este de Los Ángeles una partida de droga pura, y esto hace que muchos consumidores mueran por sobredosis y otros terminen al borde de la muerte. Esto incluye al barrio donde vive la familia y los amigos de Montoya Santana. Scagnelli contrata a los Guerreros Negros para matar a los fraccionadores de droga de la Eme. De esta forma se da el argumento de la venganza, propio del western.

En otra de las escenas del film, Santana se encuentra en la cárcel con Popote, y este le pide piedad por la vida de su hermano Popotito. Santana habla con J. D., quien ha dado la orden de matar a Popotito; y, entonces, J. D. contacta a Mundo Méndez y da la orden de matar también a Santana. Ante esto, Popote cumple y mata a su hermano en un paraje descampado.

Santana en la cárcel es ultimado a puñaladas por Mundo Méndez y sus hombres. Se muestra la aplicación de la ley y el orden, rasgo del western, visible en la condena que debe cumplir todo aquel que transgrede la ley. Además se presenta la ética y los principios en hombres que pueden ser marginales, otra característica del western, por ejemplo, el Japo se niega a participar del asesinato de Santana, pese a la amenaza de Mundo. Aquí vemos lo planteado por Hobsbawm (1983), pues Santana, como la mayoría de los bandidos, termina traicionado. La justicia norteamericana lo atrapa y se lleva los laureles. Este tema de la traición por parte de uno de sus colegas está subrayado en el personaje de D. J., presentado con el estereotipo del bandido traidor y sin códigos. En cuanto a Montoya Santana, se lo presenta como un hombre con un código moral, otro rasgo común al western. En este sentido, la película responde también a las características del western en cuanto retoma el arquetipodelsolitario, encarnado en el propio bandido Montoya Santana.

A Santana le cabe el arquetipo del veedor blanco de Pratt (2011), pero en este caso particular es un veedor que no llega a ninguna periferia. Se trata de alguien que mira con unos ojos que han sido atravesados por haberse formado en las prisiones de los Estados Unidos, donde lidera su propia red delictiva y ha vuelto a su lugar periférico en el centro imperial. Donde se reencuentra con la vida del ciudadano de a pie y la vida en libertad.

Para concluir, en American Me, Edward James Olmos reelaboró la película Goodfellas (1990) de Scorsese; la tomó de modelo, tal como hicieron otros directores de Hollywood. El principio de ambas películas presenta carteles con la leyenda «basado en una historia real». En el caso de American Me, en particular, lo que refiere específicamente es que “los hechos presentados son fuertes y brutales, pero todos ellos están inspirados en hechos reales”; el final está acompañado por rótulos en que se nos informa que en 1992 más de tres mil muertes en los Estados Unidos estuvieron relacionadas con pandillas. Otro rótulo da cuenta de hechos tomados de la vida real que se recrearon para la película. Esta aclaración es pertinente ya que, como hemos visto, se han cambiado algunos hechos o lugares, que difieren de los hechos reales.

Existe en los personajes de ambos filmes cierta nostalgia por una época mejor para ellos: en el caso de American Me, al principio sólo se trataba de niños que buscaban tener un grupo al cual pertenecer. Al final, se devela que todos tienen la marca de pertenecer a una pandilla: Pedro, el padre de Santana, y también July, quien lo tapa con maquillaje; de este modo, se los muestra respondiendo al arquetipo de nativos subhumanos. Así observamos otro de los rasgos del western: los pequeños granjeros que se unen para constituir unacomunidad defensiva. Aquí, este rasgo es reelaborado bajo la presencia de personas indefensas que se han unido buscando un grupo al cual pertenecer y para defenderse en una sociedad marcada por el racismo.

American Me no solamente pertenece a la forma de representación de rasgos autoetnográficos(Pratt, 2011), pues su director, reparto y la historia que están contando son de origen latino. También se incluye bajo la ficción crítica de los años noventa; se estrenó cuando el modelo conservador de las dos administraciones del presidente Reagan y su sucesor, el presidente George H.W. Bush, ya estaba agotado.

Finalmente, el género de la película es un híbrido entre el melodrama y el cine negro. El director nos trae la vida en las cárceles, sus redes de poder y sus negocios. Un universo en el que incluso los sin ley se rigen por un código que sanciona duramente las transgresiones.

Bibliografía:

Andrews, E. (2015). ¿Qué fueron los disturbios de Zoot Suit? Publicado el 18 de noviembre de 2015. Disponible en: https://www-history-com.translate.goog/news/what-were-the-zoot-suit-riots?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=sc

Casetti, F. y Di Chio, F. (1991). Cómo analizar un film. Barcelona: Paidós

Collado, F. (2019). American Me (1992): Crudo retrato de un outsider. Página Web: El cine en la sombra. Publicado 3 de diciembre 2019. Disponible en: https://www.elcineenlasombra.com/american-me-1992-el-crudo-retrato-de-un-outsider/

Fojas, C. (2006). Schizopolis: Border cinema and the global city (of angels). Aztlán: A Journal of Chicano Studies, 31(1), 7-31.

Fojas, C. (2009) Border Bandits: Hollywood on the Southern Frontier. Prensa de la Universidad de Texas: Texas.

Hobsbawm, E. J. (1983). Héroes primitivos: Estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales en los siglos XIX y XX. Barcelona: Ariel S.A.

Maciel, D. R. (2000). El bandolero, el pocho y la raza: imágenes cinematográficas del chicano. México: Siglo XXI.

Maciel, D. R., y Susan Racho. «“Yo soy chicano”: The Turbulent and Heroic Life of Chicanas/os in Cinema and Television». Chicano Renaissance: Contemporary Cultural Trends. Ed. David R. Maciel, Isidro D. Ortiz y María Herrera-Sobek. Tucson: University of Arizona Press, 2000. pp. 93-130.

Mejía Núñez, M. G. (2016). «Ser pachuco en California». Revista Sincronía, núm. 69, enero-junio, 2016, pp. 471-480, Universidad de Guadalajara. Guadalajara: México. Disponible en: http://sincronia.cucsh.udg.mx/pdf/69/mejia_69.pdf

Méndez Mihura, M.X. (2016). Sujetos y espacios latinoamericanos en películas estadounidenses de ficción en la primera década del siglo XXI. Lo latinoamericano como peligro para la cultura o seguridad norteamericana: una mirada antes y después del 11 de septiembre de 2001 UNSAM—CEL.

Pratt, M. L. (2011) Ojos imperiales. Literatura de Viajes y transculturación. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Russo, E. A. (2003). Diccionario de cine. Buenos Aires: Paidós.

Tudor, A. (1989) Cine y comunicación social. Barcelona: Ed. G.G.

American Me

Director: Edward James Olmos

Duración: 126 min.

Estados Unidos


[1]Pachuco/as: Jóvenes de origen mexicano en los Estados Unidos. Son descriptos por Mejía Núñez, M. G. (2016:474) como «los jóvenes nacidos en Estados Unidos, de padres inmigrantes, entre 13 y 19 años, hablaban inglés, además de utilizar una jerga para comunicarse entre ellos, formar pandillas. Utilizaban los zoot-suiters, que provenía de la tradición del jazz». El estilo zootie se atribuyó al sastre Louis Lettes y a Nathan Toddy Elkus. Estos jóvenes no tenían dinero y usaban los sacos grandes de algún mayor.

[2]Walter Winchell: periodista y locutor. Tuvo una audiencia masiva que generaron tanto admiradores como detractores. Fuente: Britannica, T. Editors of Encyclopaedia (20 de junio de 2021). Walter WinchellEnciclopedia Británica. Disponible en: https://www.britannica.com/biography/Walter-Winchell

[3]Sleepy Lagoon: era un embalse junto al río Los Ángeles frecuentado por mexicoamericanos. Su nombre se debía a la canción, «Sleepy Lagoon», del compositor Eric Coates, con letra de Jack Lawrence, que fue grabada en 1942 por Harry James. Era una de las mayores reservas de agua que irrigaba el Rancho de la Familia Williams, en los años cuarenta y ubicado cerca de la ciudad de Maywood. El hecho histórico de Sleepy Laggon fue el arresto de los jóvenes pachucos en agosto de 1942 por el asesinato del joven José Gallardo Díaz.

[4]José Gallardo Díaz (1919-1942). Disponible en: https://www-pbs-org.translate.goog/wgbh/americanexperience/features/zoot-jose-gallardo-diaz/?_x_tr_sl=en&_x_tr_tl=es&_x_tr_hl=es&_x_tr_pto=sc

[5]Rodolfo «Cheyenne» Cadena (15/04/43 – 17/12/72) fue jefe de la mafia mexicano-norteamericana o La eMe (la letra M en español). Cadena nació en San Antonio, Texas. Cadena se convirtió en miembro de la banda Barrio Viejo (ahora conocida como Barrio Bakers). Fue encarcelado en la Institución Vocacional Deuel en 1959. En el momento de su condena, Cadena tenía 16 años.

[6]La Mafia Mexicana, La Eme o MM: organización criminal en los Estados Unidos de América conformada mayoritariamente por personas de origen mexicano. Es la pandilla más poderosa en las prisiones.

[7]La Hermandad Aria: grupo del crimen organizado en los Estados Unidos dentro y fuera de las prisiones.​ Son supremacistas blancos.

[8]Los Guerreros Negros (Black Guerilla Family): grupo afroamericano del poder negro del crimen organizado en los Estados Unidos. Fundado en 1966 por George Jackson, George «Big Jake» Lewis y W.L. Nolen, quienes cumplían sentencia en San Quentin en el condado de Marin, California.

[9]Nuestra Familia: organización criminal de pandillas penitenciarias mexicoamericanas con orígenes en el norte de California.

[10]Prisión estatal de San Quentin (SQ): ubicada al norte de San Francisco, en el condado de Marin, empezó a funcionar en julio de 1852. Es la más antigua de California.

[11] Brown Berets (Boinas Cafés): organización política latina formada hacia 1967 por jóvenes que buscaban evitar la violencia policial discriminación contra la comunidad y la latina.

Narrativa transtemporal

Por: Alejandra Laera

Alejandra Laera es titular de la cátedra de Literatura Argentina (UBA) y codirectora de la Maestría en Periodismo Narrativo (UNSAM), además dirige el Instituto de Literatura Argentina. Es autora de los libros El tiempo vacío de la ficción. Las novelas argentinas de Eduardo Gutiérrez y Eugenio Cambaceres (Fondo de Cultura Económica, 2004), Ficciones del dinero (Fondo de Cultura Económica, 2014) y de numerosas publicaciones. En este texto invita a repensar una política de la literatura a partir de la potencia de las narrativas transtemporales.


Empiezo con una pregunta[i]:

¿En qué se distingue la coexistencia de diferentes temporalidades en un mismo momento del mundo (por ejemplo: ahora), de la coexistencia de diferentes temporalidades en una misma novela (por ejemplo: Mugre rosa, de la escritora uruguaya Fernanda Trías, publicada en 2020, que cuenta la contaminación letal del aire y las aguas en la costa uruguaya)?

Voy con otra:

¿Qué dura más: un rato vivido en el mundo (por ejemplo: la hora que puede llevar leer este ensayo) o un rato transcurrido en una novela (por ejemplo: la descripción final de la tala del pino que abarca en una sola oración las más de diez páginas finales de Leñador, del escritor chileno-norteamericano Mike Wilson, de 2013)?

La última pregunta es de multiple choice:

¿Es más real la velocidad capitalista que arrasa con el mundo conocido que la velocidad de las acciones que se suceden sin respiro en la novela Cataratas de Hernán Vanoli del 2015? Sí. No. Depende.

Por supuesto, estas preguntas son más que un juego, son más que una trampa para “hacer caer” al que responde. Probablemente muchxs de quienes están leyendo piensen, de hecho, que es más fácil saltearse en soledad renglones enteros del final de la novela de Wilson que no firmar un documento de google forms contra el calentamiento global que circula por los grupos de wasap. Y casi con seguridad, nadie diría que es más real el aceleracionismo narrativo de Cataratas que el aceleracionismo como estrategia política radicalizadora de las contradicciones del capital que han presentado, con objetivos opuestos, la derecha y la izquierda en los últimos años. Y, sin embargo, es precisamente sobre esos contrastes que quiero llamar la atención, aunque no para, y esa sería la trampa, exhibir el valor diferencial de la literatura, incluso su superioridad, en la revelación de los problemas que aquejan al mundo que vivimos. En cambio, me interesa pensar, siempre localizadamente, por un lado, dentro del ámbito de las humanidades y con el marco del estado de crisis instalada que atravesamos (financiera, climática, ecológica), en la recuperación y revisión de la idea de función para la narrativa ficcional, no como una búsqueda ad hoc sino como efecto potencial de la imaginación narrativa desplegada en las novelas mediante ciertos procedimientos específicos. Por otro lado, en el terreno de la relación muchas veces reactiva entre ciencias y humanidades, me interesa plantear los alcances irreductibles de la imaginación ficcional en lo individual y lo público, tanto frente a lo apocalíptico o lo negacionista de los discursos mediáticos como respecto del lenguaje especializado, y tantas veces hermético para el lector común, de las ciencias.

Es en este punto, precisamente, donde podemos repensar una política de la literatura, ya no tanto a la manera en la que Jacques Rancière la postula para la novela moderna en términos de representaciones del mundo y de un reparto efectivo de lo sensible en el que intervino la ficción realista en la época de su reinado, sino en sede contemporánea, como politicidad de la literatura en términos de imaginación narrativa sobre el mundo y sobre otros posibles repartos de lo sensible que esa imaginación narrativa habilita. Como si entre la novela moderna y la novela contemporánea se pasara, para decirlo a modo de procedimiento gramatical, de los tiempos perfectos o imperfectos al tiempo de los condicionales.

Alicia Herrero, Vanitas, 2021-2022, Acrílico, madera, lienzo, acero, 175 x 200 x 9 cm

¿Qué es, entonces, volviendo, lo que llamo narrativa transtemporal?

Se trata de un conjunto de novelas contemporáneas que despliegan una imaginación narrativa en la que conviven tiempos y temporalidades muy diversas que afectan a sus protagonistas y orientan las tramas y su desenlace. En ella, pasado, presente y futuro se pueden discontinuar, superponer, yuxtaponer, condensar, alternar, ensamblar, diluir… Y en ella, también, puede haber a la vez cronología, anacronismo y heterocronía, continuidades, repeticiones y ciclos, líneas, rizomas y espirales, homogeneidad y heterogeneidad.

Les comparto dos ejemplos bien contrastantes. El primero es Distancia de rescate (2014) de Samantha Schweblin. La novela se compone sobre la base del diálogo entre una mujer y un chico que intentan detectar, por medio del relato de ella, con el que busca reconstruir los días previos en el pueblo sojero donde viven, el momento exacto del pasado en el que se produjo sin causa aparente su envenenamiento mortal y el de su pequeña hija, el mismo que antes puso al chico al borde de una muerte de la que lo salvó la ¡transmigración de las almas! practicada por una curandera local. Desde el inicio, la novela subraya la necesidad de encontrar el detalle que provocó los envenenamientos: el chico insiste en que la mujer los observe hasta dar con el que importa, que para ello vuelva hacia atrás, que saltee lo demás. “Todo eso no es importante, y ya casi no nos queda tiempo”, le dice. “¿Por qué sigue entonces el relato?, le pregunta ella. Y él: “Porque todavía no estás dándote cuenta. Todavía tenés que entender.” Avanzada la novela, nos enteramos de que ese relato en busca del detalle se hizo más de una vez, siempre el mismo pero un poco diferente; es decir que leemos solo una de las versiones de un relato que, a su vez, es una de las versiones del pasado. Ese detalle concentra la explicación que permite comprender lo que ocurrió (el envenenamiento por agroquímicos usados en las plantaciones de soja), e incluso, se sugiere en la narración, anticiparnos a lo que vendrá.

El relato, por medio de un complejo juego temporal en el que prevalece la recursividad (detenerse, recapitular, avanzar para volver a contar: desacelerar la narración para, paradójicamente, no perder más tiempo), incita, acicateado por un diálogo que se abre a temporalidades con lógicas diversas, a despertar la atención y activar una imaginación sobre el mundo que vivimos que nos permita comprenderlo mejor y, también, y por qué no, vivir mejor en él. Es lo que llamo, en el conjunto de la narrativa transtemporal, novelas de la desaceleración narrativa: un modo de ralentizar argumental y procedimentalmente la sobreexplotación capitalista de los recursos naturales, en este caso por medio de los agrotóxicos, para empezar de nuevo y relacionarnos ecoafectivamente con el ambiente que nos rodea.

El siguiente es el otro ejemplo, el opuesto. En Cataratas (2015) de Hernán Vanoli el presente está hecho de elementos y ambientes actuales incrustados con proyecciones de un futuro próximo: la vida de los protagonistas transcurre entre reconocibles viajes en tren o micro hacia Misiones, un congreso de ciencias sociales y actividades de contrabando, escritos de investigación para Conicet, la información y las acciones de la red implantada en el iris de los ojos con la que hasta se puede pagar con débito automático, la vida que transcurre en plataformas virtuales de élite,  mutaciones experimentales que alteran los cuerpos hasta la discapacidad o la superpotencia. Todo está mezclado y sin embargo es distinguible, incluso el pasado, que retorna en una célula terrorista enclavada en el monte misionero que defiende el ecosistema de contrabandistas de químicos de alta gama, y también en los nombres de los personajes, en los que reconocemos a militantes de organizaciones armadas de los 70 (como Marcos Osatinsky o Alicia Eguren), a sindicalistas (como José Ignacio Rucci y Lorenzo Miguel) e incluso a antiguas figuras de la televisión (¿se acuerdan del Facha Martel, de Cristina Lemercier?). En Cataratas hay realidad y virtualidad, comida chatarra y biotecnología, guerrilleros, villanos, superhéroes. Y todo se narra, con el marco de una novela de aventuras decimonónica, de manera profusa, acumulativa, proliferante: en catarata parece avanzar la información, la acción, la trama. Nada se detiene nunca, nada se repite de la misma manera: la aceleración se lleva al máximo y la novela se convierte en el relato de una aventura fármaco-socio-sensorial-tecnológica. Y si en Leñador, como mencioné al comienzo, la última acción era una última oración de más de diez páginas en las que el protagonista describía la tala de un pino en los bosques del Yukón (otro espacio de aventura), en Cataratas, en la última página y cuando todo parece haber concluido, se precipita un desenlace inesperado lleno de súper acción en el que cabe la posibilidad de que en el futuro se redistribuyan los roles entre buenos y malos y que los buenos triunfen y hasta elijan vivir ecoafectivamente en ambientes naturales. Esta es una novela de la aceleración narrativa (como si pusiera en el relato el Manifiesto Político Aceleracionista de Williams y Srnicek): un modo de agudizar argumental y procedimentalmente las contradicciones del capitalismo y pasar a una fase poscapitalista, en este caso por medio de la biotecnología.

Alicia Herrero Estimate U$S 5.000.000.- Quianlong Vase , 1998 (Estimado U$S 5.000.000.- Vaso Quianlong) Lámina de aluminio y esmalte, 270 x 56 x 15 cm

Como espero se haya notado, si empecé este ensayo con un juego que era más que un juego no fue por pretensión de ingenio, sino porque esta multiplicidad diversa de tiempos y temporalidades implica, por un lado, un ejercicio compositivo de las novelas que requiere de recursos y procedimientos narrativos específicos, pero, por otro lado, implica, por la vía de un despliegue de la imaginación narrativa, una puesta en juego de concepciones del tiempo e interpretaciones de su pasaje. Y desde ya, y esto me interesa recalcarlo acá, implica un modo de leer: un modo de leer de la crítica cultural que, a partir de unas historias narradas con unos procedimientos específicos, sondea la imaginación narrativa desplegada en ciertas novelas, no para explicarla ni menos aún comentarla, sino para, despegándose de ella, sondear entonces (la expresión viene de la traducción de un libro de Isabelle Stengers) en los modos en que esa imaginación narrativa activa una imaginación y unas prácticas que ya no son del orden de la novela sino de la vida en el mundo. La narrativa transtemporal, la imaginación narrativa transtemporal es de lo que más me interesa, en estos tiempos, justamente, de crisis, de lo que se da en llamar “agotamiento del mundo”, de pesimismo ante la pregunta “¿hay mundo por venir?, de condiciones en las que los finales ya no lo son de los relatos, como se decía en los 90, sino de las especies, en un momento en el que la escala y las formas relativamente controlables de los objetos y los elementos naturales se han alterado por completo y hablamos de cuasi-objetos e hiper-objetos en un registro que no es solo teórico.

En un tiempo presente, así, como este, la imaginación narrativa transtemporal está entre lo que más me interesa por su activación novelesca sobre el mundo y su potencialidad de activación en y para el mundo. Porque la transtemporalidad, en tanto modo de leer de la crítica cultural, nos permite conectar a las novelas con el mundo que habitamos al interpelar directamente los paradigmas modernos y modernistas del tiempo y, por lo tanto, a ciertos trayectos emprendidos sobre ese mundo que habitamos.

En un libro ya clásico como Nunca fuimos modernos, que tiene casi ¡treinta años!, Bruno Latour dedica una sección al tiempo, y lo distingue claramente de las temporalidades al explicar que el pasaje del tiempo puede tener múltiples interpretaciones y cada una de ellas es la temporalidad. Esa distinción es central, como sabemos, porque supone, además de nuestra comprensión histórica del tiempo, de nuestra organización de los acontecimientos, una naturalización de la experiencia colectiva del tiempo (que desde ya no es lo mismo que la experiencia individual del tiempo, una suerte de temporalidad personal que implica el aburrimiento o la ansiedad o la rutina o lo que fuere). Cortes radicales en el presente, rupturas epistemológicas y derogación del pasado, horizonte continuo de progreso, cronología secuencial, linealidad, irreversibilidad: esa es la comprensión moderna del tiempo; es, por lo tanto, la temporalidad moderna impuesta a un régimen temporal que admite otros funcionamientos, ¡temporalidades!, en los cuales no hay necesariamente una asimetría entre pasado y futuro. Frente a la interpretación unívoca del tiempo que quiere ser la temporalidad moderna, otras interpretaciones posibles que no son lineales sino espiraladas, porque, sostiene Latour, “siempre seleccionamos activamente elementos pertenecientes a tiempos diferentes”. Si no ordenamos los hechos a lo largo de una línea sino siguiendo la forma de la espiral, nos dice, vamos a ver que acontecimientos que parecían alejadísimos se encuentran próximos, que coincidencias entre pasado y presente que parecían arcaísmos resultan de la fractalidad propia de esa selección activa de tiempos diferentes que solo la imposición de una temporalidad moderna (de una idea moderna del paso del tiempo) puede desechar. Es que, concluye Latour, de lo que se trata no es ni del tiempo ni de una temporalidad sino de la politemporalidad.

Politemporalidad: algo tan evidente, cuando nos lo dicen, como lo es, para la física, que el tiempo pase más rápido en las alturas (los bosques árticos del Yukón en Leñador, el monte misionero en Cataratas) que en la llanura (el campo sojero de Distancia de rescate, la costa atlántica oriental en Mugre rosa), es decir que transcurra a velocidades diferentes. De esto último no habla Latour pero lo aprendí con Carlo Rovelli (en El orden del tiempo) y también lo podemos pensar como otra posibilidad de la politemporalidad porque supone que, al mismo tiempo, el tiempo tiene velocidades diferentes y por lo tanto habilita interpretaciones diferentes de su pasaje. Como sea, ¿por qué, entonces, siguiendo a Latour, no hablo de narrativa politemporal sino de narrativa transtemporal? La diferencia es del orden de lo específico: mientras la politemporalidad describe la multiplicidad de modos posibles de interpretar el paso del tiempo, la transtemporalidad es la imaginación de la experiencia concreta de la coexistencia de temporalidades que ponen en cuestión las relaciones habituales entre pasado, presente y futuro. Esa experiencia concreta es solo posible en la ficción, de allí que la noción de transtemporalidad sea específica, es decir específicamente literaria. En la narrativa transtemporal, y ahí radica su potencia, el desorden asignado generalmente a nuestro modo de imaginar el futuro está puesto también en el presente y en el pasado, como si nuestra visión desenfocada del mundo que marca, según también lo explica Rovelli en su libro, la diferencia entre pasado y futuro se aplicara en 360º para alterar la lógica conocida. Por eso, a diferencia de otras narrativas que han puesto de relieve el tiempo, ni solo ejercicio compositivo, ni solo, tampoco, ejercicio argumental (ni tampoco, desde ya, la exploración a la vez de la subjetividad moderna y de la novela moderna que hizo la novela de Proust).

Con la transtemporalidad de la novela contemporánea podemos imaginar narrativamente la politemporalidad como coexistencia, como tensión, como colisión, como colapso, pero también, en su comprensión, activar modos ecoafectivos de habitar el mundo, prácticas discretas activadas por la imaginación una vez que cerramos el libro. Esa es su irreductibilidad. Y también la de la crítica en la medida en la que, con nuestros modos de leer, sondeamos en esa imaginación narrativa transtemporal, sondeamos activaciones, las impulsamos, conectamos una imaginación específica (en tanto ficcional) con una imaginación heterónoma (sobre el mundo y los modos de habitarlo), vamos de la especificidad irreductible de la narrativa ficcional a la heteronomía que nos exige el mundo que vivimos. Es así, propongo, con lo que quiero definir como una crítica cultural entendida en términos de especificidad heterónoma, que podemos intervenir en los debates urgentes (sobre la inflexión que asumió en las últimas décadas el capitalismo, sobre los límites de la modernidad, sobre el agotamiento del mundo, sobre la situación socioambiental, entre otros).

Si tuviera tiempo, les propondría ahora volver a jugar con las preguntas con las que empecé este ensayo, a ver qué respondemos, si respondemos lo mismo o buscamos alternativas.


[i]  Este texto fue presentado con mínimas variantes al panel de cierre “Tiempo y temporalidades en las Humanidades y en las Ciencias” del II Congreso Internacional Las Humanidades por venir organizado por el IECH (Universidad Nacional de Rosario – Conicet) el 9 de junio de 2023.