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Venturini: biografía y ficción

Por: Anabella Coletti

Anabella Coletti reseña «Esta no soy yo» biografía de Aurora Venturini, de Liliana Viola, periodista, editora, albacea y promotora de la obra de la escritora platense. Viola, prejurado del concurso que impulsó la carrera de Venturini, leyó uno de los secretos mejores guardados de la literatura argentina en el original escrito a máquina de «Las Primas».


“Toda biografía es un atrevimiento. Y buscando ser buena y justa, una traición”

Liliana Viola, biógrafa de Aurora Venturini, fue una de las integrantes del jurado de preselección del primer concurso literario que organizó el diario Página/12 en 2007, y que le dio a Venturini la posibilidad de ser una autora reconocida con su novela Las primas. El nombre de ese concurso era “Premio Nueva Novela”, pero Aurora Venturini, a sus 85 años, ya había publicado cuarenta y dos libros a lo largo de 6 décadas y, aunque algunos de ellos recibieron premios, no lograba salir del anonimato. En efecto, había escrito y publicado poesía y narrativa desde 1942 y “Lo único que le interesó del concurso fue la promesa de publicación. Escribía para publicar” (2023: 28). Después de la premiación, su premura por publicar y ser reconocida, se fue acentuando aún más, probablemente a causa de su edad.

El primer contacto que tuvo la biógrafa con la autora fue la lectura del manuscrito tachado y enmendado que Venturini envió con el seudónimo de Beatriz Poltrinari. Aunque el texto le generó incomodidad y desconcierto, recomendó junto a Mariana Enríquez, también jurado de preselección, la lectura de la novela que había sido una de sus favoritas. Que Venturini no haya sido reconocida durante tanto tiempo, a pesar de tener una obra tan amplia, hace que nos preguntemos por el canon literario: quién y qué lo define. ¿Cómo es posible que antes de la premiación haya estado bajo las piedras del derrumbe (Los Rieles) y luego de ella haya sido tan reconocida, incluso traducida a diferentes idiomas? La biografía de Venturini deja a la vista esta discusión que apareció a la hora de determinar el premio: los jurados se enfrentaban a un texto molesto e incómodo que los obligaba a revisar y ampliar el concepto de lo que debe ser la literatura. “Las primas era una novela “no ganadora” que merecía ganar. De golpe me arrepentí. Era un completo delirio (…). Un texto demasiado raro, y por momentos mal escrito. No. Al revés. Excesivamente bien escrito”. Venturini, “enviadora serial de ejemplares a concursos literarios”, finalmente dio con un jurado honesto, como dijo al recibir el premio, y consiguió el reconocimiento que anheló por años.

Viola fue la que se encargó de llamarla para comunicarle que era una de las finalistas del concurso y, después de la ceremonia de premiación en diciembre de 2007, le hizo la primera gran nota de tapa de su vida para el suplemento Radar. Esos primeros diálogos se extendieron en una conversación entre las dos que tal vez finaliza, o se prolonga, con esta biografía. De hecho, en el final del libro queda registrado un intercambio post mortem: Viola, como suele pasarles a quienes escriben biografías, escucha la voz de Venturini que desde el más allá le advierte no creer lo que dice su hermana Ofelia sobre la fecha, el lugar y la causa de su propia muerte. 

Fotograma de «Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini». De Fernando Krapp, Agustina Massa.

En la vida de Venturini, Viola obra como una “realizadora de milagros” porque fue quien logró sacarla del anonimato y gracias a ello consiguió que su voz fuera escuchada. En uno de sus encuentros Venturini le confesó: “ese llamado que hiciste aquella tarde me dio la felicidad que había estado buscando toda mi vida.” Venturini necesitaba agradecerle a Viola la concreción de un deseo esperado durante años y lo fue haciendo, desde el comienzo de la relación, con diferentes propuestas: por ejemplo, le ofreció los treinta mil pesos del premio -que Viola rechazó- o ser su agente literaria y le pagó un pasaje a Europa para que pudiera estar en el lanzamiento de su libro en España. El último gran gesto de agradecimiento fue nombrarla albacea y heredera de su obra literaria escrita hasta ese momento y de la que iba a escribir; pero, como asegura la propia Viola, ese acto era a la vez “un tesoro y una obligación”. 

Venturini construyó a Viola como el personaje colaborador a fin de que el sujeto pudiera conseguir su objetivo, y esto porque fue Viola quien produjo un punto de inflexión en su vida al hacer posible su éxito y su conexión con la posteridad. El papel de la biógrafa fue primero el de dar a conocer, y luego sostener y promover, la literatura de una autora prolífica, que fue silenciada e ignorada por años. Pero Viola no solo fue clave en la conformación de la obra de Venturini sino también en su vida: para dar un ejemplo, un día, como respuesta a un comentario sobre lo lindo de una ropa que llevaba puesta le dijo “Si hubiera tenido una hija, me hubiera gustado que fuera como vos”. Este pequeño gran gesto demuestra que el deseo de escribir esta vida ajena tiene como correlato el vínculo afectivo que se generó en esos años que pasaron juntas: la biografía es el testimonio y el resultado de esa relación.

El lugar que ocupa Viola en la vida de Venturini es evidente, pero ¿es recíproco ese vínculo? ¿Qué le otorga Venturini a la vida de Viola? ¿Sólo su cualidad de ayudante? En “El arte de la biografía”, Virginia Woolf estudia los alcances de “éxito” y “fracaso” que tuvieron las biografías sobre de la reina Victoria y la reina Isabel escritas por Lytton Strachey. Para Woolf la primera logró un éxito triunfal porque “trató a la biografía como un oficio; se sometió a sus limitaciones”, y esto porque todo lo escrito sobre la reina había sido verificado y autentificado, mientras que en la segunda hizo todo lo contrario: como se sabía poco de la reina Isabel, Strachey tuvo que recurrir a la ficción, se vio obligado a inventar. Esto le dio la posibilidad de combinar el mundo de la creación -la ficción- y el de la biografía -los hechos comprobables-, y aunque fue eso lo que la llevó al fracaso, Woolf no duda en referirse a ella como una “obra de arte”. 

El texto de Woolf nos sirve para pensar que tal vez exista una distribución más amplia en los roles de estas dos mujeres ya que con la escritura de Esta no soy yo, Venturini le da a Viola la libertad de creación e invención y gracias a ello las dos logran convertirse en protagonistas de un texto que se instala en esa zona fronteriza entre la ficción y la realidad. 

La verdad de una biografía           

“[…] El tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto a lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento.”

Juan José Saer (2014)

El título del libro –Esta no soy yo– no pone en tela de juicio el valor de “verdad” de esta biografía porque, como dijimos antes, “la biografía impone condiciones, y esas condiciones son que debe estar basada en los hechos […] aquellos hechos que otras personas, además del artista, pueden verificar” (Woolf, 1939: 4). No obstante, en consonancia con las largas discusiones sobre la “cientificidad” del género, y la puesta en crisis de la “ilusión biográfica” (Cf. 1989: Bourdieu), la portada abre el juego a la sospecha y al mismo tiempo deja en claro su voluntad de transgredir la forma canónica que promete exhaustividad, totalidad y, especialmente, verdad. Entonces: ¿el libro nos dará algún dato verídico? Si acaso no es la que vamos a leer, ¿quién es Aurora Venturini?

Diferentes voces en el texto alimentan la idea de que Venturini es tramposa, poco transparente. Algunos testimonios – por ejemplo: su ex secretaria María Laura Fernández Berro, su hermana Ofelia o el escritor Leopoldo Brizuela– advierten que “hay que tomar con pinzas lo que dice”. Además, se cuenta que de chica simulaba enfermedades, que cuando habla de su padre los datos son confusos y contradictorios, que exagera sus logros y que es capaz de calumniar a alguna persona si le quedó un mal recuerdo de ella. Esto nos hace dudar de otros aspectos de su vida. ¿Su exilio en París en el `55, después de la persecución y la cesantía de sus cargos por la llamada Revolución Libertadora, duró 25 años? ¿Realmente conversaba con Sartre y Simone de Beauvoir durante ese tiempo? ¿Tuvo un amorío con Ionesco? No hay documentos, ni fotos, ni cartas que testimonien este período. ¿Pero esto realmente importa?

Las nociones, aparentemente contradictorias, de ficción y realidad –en el sentido de hechos verdaderos: verificables– gravitan sobre todo el texto. La autora de Las primas insiste en varias ocasiones en que si alguien quiere saber sobre su vida, deberá buscarla en su ficción. Es por eso que una y otra –vida y obra– se alimentan de manera recíproca: la ficción entra en la realidad y la realidad en la ficción. Esto ha generado que muchas personas que la acompañaron durante largos trayectos de su vida se hayan distanciado, ofendidas a causa de la conversión de su persona en personaje –así ocurrió con Marta Darhapné, su primera secretaria, de la que Venturini reveló en una de sus novelas un secreto íntimo que le había confiado –. Si bien el último es un ejemplo desafortunado, es a causa del cruce de vida y obra que pudo incluir –y con ello visibilizar en su literatura– a “toda una población nacida para el descarte o reciclaje” que conoció en su trabajo como psicóloga y psicómetra en la Dirección General del Menor de la Provincia, tal como sucede en Las primas.

Viola asegura que Venturini considera “que tiene que refrendar sus personajes con sus experiencias, y lo mismo en sentido contrario. En las entrevistas, entonces, simplemente se ocupa de sostener el hilo de la continuidad”. Ángela y Ofelia, sus hermanas, desaprobaron todos los “disparates” que le dijo a la prensa cuando recibió el premio. Como afirmó Viola en una nota en Telam, Venturini pertenece a una generación de escritoras fabuladoras que recurren a la mentira como una defensa del débil que tiene que construir algo maravilloso para conjurar esa debilidad. Y agregó que, como pasó tantos años sin ser reconocida, es lógico que “llenara su vida de fuegos artificiales” una vez vista. Venturini se construye como un personaje y en las entrevistas hace literatura sobre sí misma. 

Venturini necesita de la literatura para completar o ampliar su identidad porque no le basta con la definición de sí misma sólo a través de los “hechos reales”. Esto se advierte ya en la explicación que le hace a su biógrafa en el llamado telefónico en el que le anunció que Las primas había ganado el concurso de Página/12: “Todas esas mujeres tremendas, la enana, la puta, la que tiene seis dedos, la que está en una silla y se caga todo el tiempo, soy yo”. Según la biógrafa, los “seres diferentes” que conoció en aquellas instituciones hicieron que ella misma se convirtiera en monstruo porque ella es sus personajes: la ficción es parte de su identidad.

Aurora Venturini en su casa.

Si la literatura aparece entonces como prolongación de la vida, el texto que escribe Viola es parte de esa extensión: Esta no soy yo es, entonces, parte de la obra biográfica de Venturini. Y la biógrafa entra en una especie de complicidad con su biografiada: juega el juego que esta le propone. En la entrevista que mencioné, Viola declaró: «Creo que he construido una novela, donde tal vez he puesto un par de mentiras también ¿por qué no?, donde he disfrazado un poco la verdad. No se lo crean todo. Ella siempre sale ganando, al desnudo no va a estar nunca». En esta biografía conviven hechos reales con hechos ficticios o reales ficcionalizados; por lo tanto, el pacto de lectura que probablemente haya que hacer sea dejarse llevar. En este sentido, en esta biografía queda anulada la diferenciación mencionada por Woolf entre los hechos reales y los hechos de ficción: unos y otros no se anulan sino que se potencian. 

En “La ilusión biográfica” Bourdieu también cuestiona la idea de que una vida constituya un todo y que ese todo pueda ser contado como un conjunto coherente para crear sentido, a modo de “presentación oficial de la persona”. Es decir, una vida no puede ser comprendida como “una serie única de acontecimientos sucesivos” (1989: 82). Si una vida no se puede entender desde la oficialidad de carnet que supone una “biografía oficial” –ficha del estado civil, currículum vitae–, entonces la literatura –la invención– puede colaborar con ese entendimiento. En este sentido, la biógrafa detenta un poder respecto de la vida que quiere contar. La biografía que escribió Viola va en consonancia con esta idea y por eso no puede limitarse a lo meramente factual, algo que ya aparece declarado en el título del libro.

Liliana Viola reivindica para esta biografía “el triunfo de la fantasía”. No intenta discriminar qué es cierto y qué es falso en el archivo de Venturini –como tampoco deberíamos hacer los lectores de su biografía– sino que le sigue el juego identitario a su biografiada y nos invita a participar de él. La historia del pequeño hermano deforme es un ejemplo de esto: Venturini lo nombra en entrevistas y novelas (Nosotros, los Caserta), pero sus hermanas dicen que ese niño nunca nació. Aunque Viola no encuentra la inscripción del niño en el Registro civil de la ciudad de La Plata, no niega su existencia cuando dice “En esa época, los cuerpos se silenciaban”. Si bien la biografía se apoya en testimonios que ofrecen la veracidad que se busca del género, la literatura era parte de su vida por ello, su vida y su obra no se pueden leer por separado.

Al final del libro, y como un avatar más de ese juego que mezcla y confunde lo verdadero y lo inventado, la biógrafa se pregunta, como si fuera un relato policial, cuál fue el verdadero motivo de la muerte de la autora. Viola cuenta que debían organizar la presentación del libro Cuentos secretos, pero nadie podía encontrar a Venturini, y ahí empezó el enigma. Antes de escribir Las primas, Venturini se había encargado de contratar su propia cremación: esta es la única información que se conoce. No hay datos claros sobre las causas y la fecha de su fallecimiento, por órdenes de Aurora “están guardadas en el secreto familiar”. Hasta el último día de su vida el enigma, la ficcionalización, en este caso respecto de su muerte.

En el intento de seguir haciendo atractivo su personaje, Viola vuelve al pacto que propuso Venturini – y al de la ficción– y concluye en sus últimas líneas: “si estuviéramos en una novela de misterio, la principal sospechosa de su muerte debería ser yo, que tengo en mis manos un testamento donde me ha dejado en herencia lo más valioso que tuvo: su obra”. Y aún sabiendo los datos reales, que más tarde le reveló Ofelia, la hermana menor de Aurora, elige no develar la verdad sobre la fecha y el motivo de muerte porque ella, como biógrafa, es parte también de esa creación, ya que en este texto, los hechos reales no rehúsan mezclarse con la ficción sino, por el contrario, sirven para respaldar su propia invención de los hechos.

 Aurora Venturini generó una narrativa de sí misma con la que se convierte en personaje, se construye como una mujer misteriosa, juega con las apariencias, en una época en la que no podía chequearse todo. Viola supo leer esta intención –ese anhelo– al contar su vida. A las preguntas que formulamos más arriba, podemos responder que Venturini es en esta biografía un personaje contradictorio, a medias falso, a medias real y Liliana Viola no solo es quien la ayuda a lograr su objetivo de notoriedad sino que, con este texto, participa de su creación.


Esta no soy yo

Por Liliana Viola

Tusquets

336 páginas

“Nunca imaginé que en Latinoamérica había teatros, el capitalismo arrasó con todo”. Por culpa de la nieve, de Alfredo Staffolani

 

Por: Gustavo Adolfo Palacios y Juan Recchia Páez

Imágenes: Federico Peña

Por culpa de la nieve es una pieza teatral del joven dramaturgo argentino Alfredo Staffolani, la cual se articula a través de las profundas grietas emocionales de una familia integrada por turbios integrantes que luchan por sobreponerse al lastre de un pasado oscuro y a sus fantasmas personales. Gustavo Palacios y Juan Recchia nos ofrecen una minuciosa reseña de la obra.


La tercera temporada de Por culpa de la nieve de Alfredo Staffolani comenzó un día de febrero, en pleno verano, en las tablas del Teatro Abasto en Almagro. Un día de calor extremo, de esos en los que el sol cae tarde, la entrada a la sala se vivió, de alguna manera, como una especie de pasaje. Del calor y la luz del sol cuando atardece, entramos en una sala previamente acondicionada con aire frío, cortinas de humo, proyecciones y tonalidades grises que lo alteraron todo. Nos volvimos extranjeros en la propia tierra al preguntarnos: ¿Cómo va a desarrollarse una obra sobre la nieve, el frío y la distancia situada entre Londres y Luxemburgo, en pleno verano porteño?

Una escenografía simple pero muy productiva: a sala pelada, sin telones, tablados de madera marcaban un cuadrado, con apenas unos conjuntos de butacas en sus extremos, cuatro mesitas con diferentes bebidas alcohólicas (gin, cognac, vodka, vino tinto) y copas refinadas, y los cuernos de un alce euroasiático que marcan el centro de la estirpe en la casa familiar.

Cuando la obra de Staffolani inicia nos damos cuenta de que estamos si no en el final, en un punto álgido de todo el entramado: un padre está saliendo de prisión, hay un par de matrimonios arruinados, una relación pasional que se difumina ante la presencia de un nuevo amor y un hermano idiota caído en desgracia. La acción comienza con un regreso, el padre vuelve a la casa (no sabremos si para quedarse) después de un año de prisión. Decimos “prisión” y no “cárcel” porque el espacio en el que se sitúa la acción se aleja, o al menos eso nos parece al principio, de la realidad de Buenos Aires. En paralelo con la llegada del padre, se presenta una ausencia: ¿Qué pasó con Adolfo, el hermano menor, del que todos los personajes hablan pero nadie quiere contar?

El padre, universitario y delincuente, personifica dos caras de una misma figura de autoridad oscura que por un lado daba clases para adictos al crack y, a la vez, es un estafador que a raíz de un mal negocio con unas máquinas para limpiar la nieve cae preso. Esta condición dual del padre no hace que los hijos retiren su afecto por él, sino que intentan de alguna manera readaptarse al regreso del pilar familiar, pues en este padre están definidos los caracteres más profundos de cada uno de los demás personajes. Cristina, hija y hermana anglicana, es la voz de quien intenta sostener las riendas familiares y busca siempre calmar situaciones de violencia y ocultar problemas graves. “Cuando papá lo vea a Adolfo le agarra un ataque”, anticipa en varias oportunidades, y se preocupa por las reacciones de los otros, marcando un contrapunto con Ruth. Willy, esposo de Cristina, hombre de negocios es el propio denunciante del padre de familia y un cobarde sensato, pues siendo uno de los menos vinculados por medio de un nexo familiar potente es de los primeros que desea emprender una huida de aquella familia. Ruth, la mujer catárquica, expone lo ocurrido con mucho sarcasmo e ironía, como cuando dice: “Los padres son así, te traen al mundo para que cargues sus piedras… Luego se mueren”. O casi siempre preanuncia la desgracia y formula abiertamente su condición en la familia: “Me casé para toda la vida”; es la mártir de una fe que se agota y, aunque no quiera, está dispuesta a amar a su esposo. Blas es el segundo hermano y esposo de Ruth, un hombre hastiado de la vida, que la continúa como un acto pusilánime, detestando un poco a su familia en general; es el hombre que no se considera merecedor de su propia vida, que está hecho para pensamientos más nobles, para ideas más grandes. Por último se encuentran Adolfo y Katia. El menor de todos los hermanos cumple con el rol de ser el bien amado por todos, el favorito del padre y quien le respalda, al menos piadosamente, en su accionar delictivo. Es por ello que sobre él recae la mayor desgracia (el accidente como ley y castigo de alguna manera divino, pues se estrella con una maquina limpiadora de nieve), en la que pierde no solo su mano izquierda con la que toca el violín, sino también parte de su ser pensante, convirtiéndolo casi en un desvalido que depende enteramente de su novia, quien en primera instancia parece amarlo. Katia, por su lado, es la actriz frustrada e incomprendida; su arte se está apagando y necesita de nuevos aires para arrojarse descuidadamente al mundo del teatro. Esta chica naufraga en la inseguridad, buscando por medio de los hombres una tabla de salvación, en este caso Adolfo; más tarde será Blas quien termina convirtiéndose en su amante.

 

Aunque cada uno de estos personajes tiene bien marcado su devenir y actúa en consecuencia, se logra ver un engranaje que marca el dramatismo de la obra. Una tríada que deviene en padre, familia y religión. Padre como fundador de la estirpe, el pilar que sembró los preceptos a los que son fieles y quien dejó sus más grandes intentos de amor hacia los suyos, sin importar que uno o que otro de esos intentos fuera inmoral. De esta manera, la figura del padre se va perdiendo en la primera y en la última escena; en las escenas intermedias se completa el cuadro donde se retrata una familia fragmentada y a punto de romper. Solo son seres humanos luchando por subsistir, queriendo recurrir al milagro de dios, sin contar con que esta misma divinidad ya ha perdido interés en los implicados.

La obra pareciera tocar aquí un modelo de organización económica, cultural y social que podríamos llamar mundializado, en tanto como espectadores porteños se producen identificaciones con las tramas familiares, religiosas y patriarcales. No a todo el mundo le habrá pasado que su padre sea un ladrón y que esto acarree consecuencias innombrables dentro del seno familiar. Pero de lo que sí nos hemos despertado muchos en algún momento es de enterarnos que la vida cuidadosamente construida, hilada con sedas muy delicadas, se puede romper o enredar con la menor palpitación de una pasión o una emoción demasiado exaltada.

Preocupados el uno por el otro, no dejan de lado un cínico humor negro en el que poco importan las desventuras, o bien se las toman muy a la ligera. Humanos de pie, en la lucha gracias al bienestar económico, apoyados en las bases más tradicionales de la religión y la familia como si fuera el último peldaño antes de caer en el abismo de sí mismos y, sin embargo, todos precipitados y destrozados por la cotidianidad. Hartos de sus vidas organizadas y con preocupaciones frugales, llegados ante la felicidad como una trampa. Por tanto, queriendo: unos escapar a toda costa antes de que se hundan en bandada, los otros queriendo aferrarse al amor de los hijos o la religión y, otro par, queriendo refugiarse en la estupidez y obviar el desastre.

La huida, la fuga, el destierro, la extranjería son el límite de la acción cuadrangular en la que se enmarcan los personajes. Pero, justamente, se trata de un límite siempre presente y nunca realizado en su completitud. Son varios los personajes que amenazan con romper los ambientes crípticos de la obra, pero “ni siquiera tenés coraje para cruzar la puerta sin que te empujen”, se dicen unos a otros. El propio Adolfo lo enuncia hablando de sí mismo, de sus artes como violinista: “Me dicen que no tengo límites”. Al decir del propio director: “una obra es siempre un país extraño, y los actores, extranjeros dentro de ese sistema”.

Las escenas en la obra van cayendo y la trama dramática decanta poco a poco como la nieve. Gracias a una proyección que marca los comienzos de cada escena, la cronología de la obra se estructura con una aparente linealidad retrospectiva en la que el tiempo corre hacia atrás. Las máquinas barredoras no pueden limpiar la densidad de capas, al padre se le frustra su compra, Adolfo es aplastado por una máquina barredora, son varios los autos que quedan atascados, cubiertos bajo la nieve en cada una de las escenas. Es como si el tiempo mismo fuera la nieve, apabullante, estancada, siempre presente, que se apodera del escenario y la vida de los personajes, una nieve que los culpa y recuerda a cada uno de ellos los tropiezos cometidos a lo largo del camino.

Sucede que, en un mismo tiempo, lo viejo no consigue ser reemplazado por la nueva estirpe. Dentro del marco de la obra no entran como familia William, y mucho menos Katia. El primero es solamente el objeto de la estafa y quien por voluntad propia se retira ante el regreso del padre, gran figura de poder dentro de la obra, de modo que por este lado la creación de una nueva familia es sesgada. En segunda instancia están los hijos de Blas y Ruth que no son otra cosa que una mera mención al martirio de tenerlos, la pérdida de la libertad, el sacrifico y la infelicidad. Estos no son los hijos que fundan una nueva familia, sino los que la truncan y desgastan. Finalmente, Katia aparece interesada en dos hombres de la familia y es la esperanza de que Adolfo por fin siente cabeza. Ella se compromete a cuidarlo y quererlo; sin embargo, a la menor oportunidad desea huir nada menos que con Blas, un corte certero y limpio a una familia naciente. Ante esto, pervive lo antiguo, la figura central del padre que instaura y sostiene a la familia, un dictador que hace a su antojo con los hijos, impone sus condiciones y no le importa dañar al “familiar” invasor con tal de mantener a los suyos con lo necesario para un buen vivir.

El espacio escénico se expande hacia un primerísimo primer plano donde los personajes se posicionan de frente, de cara al público, y también hacia un atrás de escena, que se presenta transparente para todo el público. Pareciera que en contrapunto con las zonas oscuras de la familia, el escenario se abre de par en par, simulando una transparencia total. ¿Será, tal vez, ese el color de la nieve? Vemos lo que pasa entre personajes por detrás, vemos el accidente de Adolfo, vemos, hasta en las proyecciones, varios transeúntes cruzando una calle nevada en algo que parece como el fondo de una ciudad o un puente. De alguna manera, los actores no tienen para dónde salir fuera de escena.

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Sin embargo, la familia no está sola ni aislada completamente. Del afuera llegan señales, llegan irrupciones, suena el teléfono y no se sabe quién llama. Atiende uno, atiende otra, pero la llamada se mantiene anónima. Un anonimato producto de un afuera globalizado que se extiende de Bélgica a Buenos Aires y que nos pone en primer plano los modos contemporáneos de la comunicación. Hablar pero no contar, la obra marca así, un uso de la palabra que se extenderá en las diferentes escenas y con este ancla en uno de los problemas centrales como lo es la imposibilidad de una comunicación. ¿Quién sale a buscar a Adolfo?, se preguntan unos a otros mientras afuera cae una fuerte nevada; del accidentado nadie quiere hacerse cargo. Diálogos truncos en los que se preguntan cosas que nadie responde, o hasta en los que se superponen preguntas, como cuando hablan Katia con Adolfo: “¿Estás enamorado de mí?”, ella pregunta, y él le repite: “¿Dónde está el auto?”.

Este manejo, minucioso en el trabajo con los diálogos, produce un extraño efecto sobre el drama de la obra. Las enunciaciones de los personajes no son para nada cómicas o felices, pero, sin embargo, una y otra vez, provocan la carcajada en el público. Como si al llevar al extremo la tragedia, y sobre todo al ponerla en palabras desde el cuerpo de cada uno de los personajes, el drama se vuelve algo que da risa a los espectadores, quienes entienden que la sumatoria de las desgracias ocurridas es producto del accionar de los personajes. Se trata de otra identificación, por medio del extrañamiento entre el público porteño y la acción situada en el país euroasiático. Y así lo resalta Cristina cuando Katia se presenta como actriz: “Tenés la carita triste, debés ser buena para lo clásico”.

De esta manera, la obra presenta una dramaturgia, muy bien trabajada, que apuesta a un realismo crítico y entabla, como también lo enuncian los propios personajes, un diálogo directo con una tradición teatral cuyo mayor exponente es Ibsen. Para el dramaturgo noruego se hizo preciso enseñar al público del siglo XIX con su obra Casa de muñecas que los hábitos y costumbres humanos no siempre están cargados de sentido por el simple hecho de representar un status quo sino que, por el contrario, se desdibujan al tomar los caminos que van a contramano de la voluntad humana: de allí que para la señora Linde lo más conveniente sea abandonar a su familia para realizar su propio ser. Del mismo modo, en Por culpa de la nieve Blas quiere huir con Katia, Adolfo se refugia en su ser infantil con más esmero después del accidente, Ruth se victimiza y busca la gracia de la religión ante su fracaso matrimonial, Cristina destierra a su propio padre como si él fuera una especia de Rey Lear. Por último está el padre, que se niega a tomar nuevos caminos y pretende seguir siendo el patriarca que puede llevar el control de la situación. De aquí la cita de nuestro título, y este interrogante con el cual la obra habilita una lectura propia, una producción propia de un drama que se inscribe en una tradición teatral occidental.