Entradas

Una imagen vale por mil imágenes

Por: Tiziana Panizza

Este texto, escrito por la cineasta e investigadora chilena Tiziana Panizza, fue leído en la presentación del libro Imágenes de imágenes: del cuadro a la pantalla (2022) de Fernando Pérez Villalón. Entre fotografías y memorias familiares, reflexiona junto al libro sobre “cómo miramos aquello que miramos”.


I. Un rapto de tiempo: las fotografías de mi mamá

Cuando era adolescente comencé a tener conciencia de las fotografías que había en mi casa. La mayoría estaban dispersas en cajones, dentro de libros o en cajas de zapatos… Mi hermana cuando bebé tomando mamadera, vacaciones, cumpleaños, posando con jumper colegial, mi viejo más joven mirando al horizonte en la orilla de la playa. Pensé que se perderían, así es que las recopilé, las metí a unos álbumes y cuando me fui de la casa de mis padres a fines de los noventa, me las llevé conmigo. Desde entonces están aquí, en el mueble que está a mi espalda mientras escribo esto y seguirán andando conmigo en cada cambio de casa. Para mitigar la culpa de haberme auto-denominado la guardadora de la memoria familiar, cada tanto en alguna navidad escojo algunas y se las regalo enmarcadas a mis papás y hermanas, que las agradecen felices, aunque nunca me han preguntado de dónde las saqué o si tengo más. 

Pero esas fotos no fueron las únicas que encontré, había otras que eran más antiguas, pequeñas, en blanco y negro con bordecito rococó. No me atreví a llevarme las fotos de juventud de mi mamá, eran imágenes de su adolescencia, del colegio y los años en el pedagógico. También de niña posando con mis abuelos en la entrada del cité donde todos los vecinos eran italianos. No pude llevarme su historia antes de la nuestra, pero lo que sí hice fue dejarlas todas juntas en un cajón. Varios años después las busqué y seguían ahí, así es que las tomé pensando que esta vez no las pondría en un álbum; había un orden de esas fotos que no me correspondía, era su película. Fui al centro de documentación fotográfico de la UDP y compré unos álbumes que encuadernan a mano con papel libre de ácido. Las imaginé resguardadas de tiempo y polvo, la fragilidad de esos pedacitos de papel con imágenes en blanco y negro merecían un trato más justo que un álbum de plástico. Pensé que podía ser un buen regalo de cumpleaños y puse las fotos en una bolsa de género y los álbumes vacíos para que ella hiciera el resto. Imaginé que habría tenido un buen viaje mirando esas fotos, decidiendo el orden y quizá habían surgido nuevos recuerdos.

Al tiempo le pregunté cómo le iba con eso, pero me dijo que no… “Te agradezco el regalo, pero no voy a hacer nada, no puedo mirar esas fotos, no quiero mirarlas”.  Me quedé helada, no entendí, no pregunté y tampoco supe qué decirle.

Imágenes de imágenes: del cuadro a la pantalla de Fernando Pérez, me hizo recuperar este recuerdo. El recuerdo y su enigma, porque ahora me vuelvo a preguntar ¿por qué no querer ver esas imágenes?, ¿cuál es el vértigo que pueden producir? No son tristes, aunque allí está la materialidad tangible de los espectros, de personas que han muerto, como mis abuelos, pero quizá en ellas hay contenida una deriva, una posibilidad de futuro inmenso, incalculable en ese momento y que ahora, a los casi 80 años de mi madre, ya no está.

Pienso ahora que quizá no querer mirar una fotografía es negarse a cambiar de tiempo, evitar la rendija en el continuo presente que provoca la fijeza de esa imagen que interrumpe y absorbe. Mirar una fotografía es un rapto hacia un tiempo dentro de otro tiempo.

El trabajo en el texto de “Las imágenes de imágenes” deambula por esa arritmia que provoca una película cuando suspende su latido al incorporar otra imagen; una pintura o una fotografía. ¿Cómo es eso y cuál es su efecto? se pregunta Fernando Pérez, ¿qué otro tipo de pensamiento se despliega cuando aparece esa imagen, qué nuevas relaciones permite, qué memoria gatilla?  ¿Cómo esa materialidad detiene y afecta el río a cauce libre que es la narración, la acción, el movimiento en un filme?

II. Un luche: marcar con tiza la palabra “tiempo”

El libro establece un set de obstrucciones, una especie de dispositivo o un juego. Quizá un juego como el luche, en el que se delimita con tiza en el pavimento un tablero, una cuadrícula que es como un mapa que traza un recorrido. En el luche de este texto se recorre un espacio con una búsqueda en particular. Una genealogía que permite agrupar películas en cuyas imágenes hay otras imágenes. Muñeca rusa de una imagen dentro de otra, dentro de otra, pero aquí se escribe de manera ordenada con tiza en cada cuadrado de la rayuela, a modo de índice: La Pintura en la pintura/ La Pintura y la pantalla / La Foto en el cine / El cine en el cine. En cada una se propone un ejercicio de la mirada en busca de patrones, y a partir de ahí se clasifica, se compara y analiza para descubrir operaciones y procedimientos en las películas de Herzog, Raul Ruiz, Greenaway, Godard, Antonioni, Vardá, Hitchcock, Downey, Agüero, entre otros.

El tejo cae sobre un casillero, saltando se avanza, pero también va de vuelta. Cuando se llega, se parte nuevamente, porque cada uno de los capítulos se abre a nuevas formas posibles de mirar lo que se ve. En ese recorrido se intuye al autor del libro como un espectador lúcido que pareciera buscar su propio deambular en las imágenes, pensándolas, buscando relaciones, vinculando escenas, disfrutando los descubrimientos que permite esta rayuela. En su escritura meditativa empuja los bordes del ver, se arroja al influjo que provocan en las películas las pinturas de Breguel, Magritte, El Bosco, Klimt, Rembrandt o Caravaggio. Cómo se las filma, cómo se las puede pensar, en qué se parecen y con qué se pueden relacionar. A veces las operaciones para hacer aparecer una imagen dentro de la imagen son sencillas, directas, pero las que más entusiasman al autor son las que permiten una lectura abierta.

«Las mejores películas sobre pintura no son entonces necesariamente las que filman el objeto-cuadro con extrema delicadeza y atención, sino las que lo abren hacia el tiempo y el espacio, las que se construyen como proyecciones luminosas del cuadro más allá de los límites de la tela, y las que lo conciben no tanto como una cosa, sino como un dispositivo capaz de ofrecernos otro modo de mirar, un lente transformador de nuestra percepción de lo real».

En la escritura de este libro no se dan instrucciones sobre cómo debemos mirar, más bien nos hace preguntarnos cómo miramos lo que miramos, quizá para sugerirnos que la experiencia que desata una imagen está sujeta a un sistema de asociaciones que es tan propio como una huella digital. Quizá ese mismo dispositivo, “un lente transformador de nuestra percepción de lo real”, se activa cuando quedamos absortos en una imagen, como cuando nos pegamos mirando el fuego. El cine es fuego. Una disolución en la imagen que reconfigura nuestra percepción del tiempo, esa especie de ausencia es a la vez un extraño estado de conciencia o una hipnosis que parece eterna, aunque sean solo segundos.

«La fotografía, en su inmovilidad de instante congelado, tiene la capacidad de disparar nuestra memoria de un modo distinto, tal vez mas punzante y preciso, que el de la imagen en flujo de un filme, como si nuestros recuerdos se parecieran más a ese corte en el tiempo sacado de su discurrir incesante que a la película, que inevitablemente produce su tiempo propio, nos impone un ritmo en su montaje y en su modo de mirar».

La fijeza de una fotografía “nos libera del hechizo de la película”, dice el texto, y quizá también nos secuestra hacia otro tiempo. El corte de tiempo de un recuerdo se siente como un rapto hacia otro que creemos es el pasado, pero quizá es un lugar nuevo, uno que desconocemos. No es transportarse a “ese momento” del recuerdo sino una reconstrucción que te toma por asalto y nunca es ordenado como los espacios en un álbum o la cronología precisa de la data fotográfica de un celular. Quizá es más parecido al territorio del sueño, un lugar sin coordenadas de tiempo y espacio donde no hay continuidad ni racord y el montaje de una película tampoco debiera tenerlos.  “Absurda una película que intente imitar el tiempo que percibimos si no crea otros” -decía la cineasta Maya Deren- “entonces estar sentados en la butaca del cine es una pérdida de tiempo(s)”.

La lectura de este libro nos empuja a pensar que quizá la aparición de una fotografía o una pintura en el flujo de una película es una irrupción brechtiana, que en lugar de hacernos “despertar” nos secuestra en otro bucle temporal. “El cine arrastra al cuadro hacia un espacio-tiempo geográfico, horizontal, destruyendo la profundidad de su tiempo ‘geológico’”, dice el autor citando a Andre Bazin. Encontrar un tiempo dentro de otro, tal vez el cinematógrafo ha inscrito los giros de su historia a partir de esa búsqueda.

En el flujo de una película, la aparición de una imagen cambia nuestra lectura, abre coordenadas de percepción, se parpadea, se “desordena” el entramado intuitivo, tal vez gatillado por su condición de materialidad diversa, de fragmento.

«Paradojalmente, la contemplación de una foto inmóvil en una película puede a veces intensificar la sensación del tiempo. Mirando una imagen carente de acción, o de una acción detenida, sentimos mejor como el instante se nos escabulle, lo que no advertimos cuando estamos absortos en la trama de una película».

Tal vez es lo que le pasa a mi madre con sus fotografías, estar absorta en la vida (en la película) para quedar cautiva en una imagen del pasado; el vértigo de intensificar ese momento. Quizá de ancianos no tengamos la energía suficiente para enfrentarnos a la imagen del bebé que fue nuestro hijo/a y que perdimos entregándonos al adolescente o al adulto en que se convierten. Se extravían esas versiones infantiles que amamos tanto y a las que se renuncia con dificultad y nostalgia. Pero también perdemos las versiones de nosotros mismos cuando se bifurcan en las derivas cada vez que tomamos decisiones vitales. Mi madre no quiere mirar sus fotos, acaso porque ya no hay tiempo para hacer nuevos virajes. Quizá algo parecido me ocurre con las imágenes de las calles desbordadas de personas en la revuelta de octubre; verlas duele, porque abrían una versión de futuro que no fue, al menos hasta ahora.

III. Modos de fotografiar: la imagen visible, la oculta y la que se olvida

En una película están al mismo tiempo la imagen que se ve, la que no se ve y la que se intuye. En la nitidez de una imagen también se oculta la que no está, y entonces se instala un acertijo o un misterio. La película como la paradoja de un juego de espejos que refleja una imagen mil veces, aunque nunca completa, sino retazos y fragmentos que no siempre calzan. Dice el texto de Pérez:

“Tal vez lo que nos enseña Farocki es no tanto a desconfiar de las imágenes sino a considerarlas siempre en dialogo con lo que no muestran, con lo que esconden. A considerarlas como imágenes parciales, como fragmentos extraídos de una realidad siempre más vasta y compleja.”

Puede que la imagen visible sea un síntoma de la que permanece oculta. De allí el enigma que abre la especulación y nos reconfigura en espectadores alertas, estimulados a activar el poder que tenemos de generar visiones propias, gatilladas por las del filme.  Aunque el texto nos recuerda que esta idea en El Bosco se trata de “no resolver el misterio, sino que permanezcas en él”.

En una escena de Blow up (Antonioni,1966), el fotógrafo toma su cámara y dispara, pero no vemos la fotografía sino hasta otro momento del filme. Ese “intervalo de incertidumbre’” que propone el montaje nos obliga a hacer operar dos puntos de tiempo distantes entre sí. En La insoportable levedad del ser (Kaufman, 1988) se nos muestra la fotografía al mismo tiempo del click de la cámara. La inmediatez de esa imagen al momento de su captura en un filme de los ochenta hoy es una realidad cotidiana cuando hacemos una foto con el celular; antes con las cámaras análogas había que esperar. Los tiempos del revelado y copia a papel de una imagen instalaban ese intervalo en que la imagen congelada de un determinado momento solo aparecía irrumpiendo en otro. Eso mismo ocurre cuando se filma en celuloide y en ese lapso me pasa a veces que olvido lo que filmé. Entonces hay un encuentro doble con esa imagen; la que se encuadra en el momento y luego su recuperación tiempo después en el cuarto oscuro. Filmar y olvidar lo que se filma; en el reencuentro con el material las imágenes se convierten en una especie de metraje encontrado de uno mismo, un tipo extraño de desdoblamiento.

¿Cuántas veces decimos “olvidé que había tomado esa foto”? Y la escudriñamos tratando de adivinarnos ahí. Tal vez hay algo que se desactiva después que obturamos, un deseo poderoso que se quema en la intensidad de ese instante y que luego nos expulsa. Si logramos recordar después, se regresa a ese momento y de pronto “nos vemos” haciendo esa imagen, otro tipo de desdoblamiento.

Debe haber pocos momentos tan vívidos como el que se siente con una cámara en la mano. Es un extraño estado de consciencia en que los sentidos se amplifican como un super poder ante cientos de estímulos filmables, pero cuando atrapas el encuadre y comienza la toma, el resto del mundo desaparece.  Algo parecido anota Pérez acerca del trabajo del cineasta argentino, Claudio Caldini:

“Cuando mejor filmo es cuando no pienso”, declara Caldini, y parece casi como si sus películas estuvieran hechas para mantener a raya al pensamiento, o mejor para pensar de una manera diferente a la que nos imponen las palabras, de una manera vinculada íntimamente al cuerpo, a sus desplazamientos, sus padecimientos, pasiones y extravíos, a sus límites».

Sería interesante entender la imagen de un filme como hija de una especie de trance o de meditación en movimiento, que nos devuelva la idea de que hay maneras de estar, más allá de la maraña del diálogo interno que interpretamos como «pensar”.

IV. Las formas de no-ver

Hay distintas formas de no ver una imagen; “living is easy with eyes closed”, dice la canción de los Beatles, puedes dejar fotografías para siempre en un cajón o en una carpeta del computador a la que le haces el quite. Negarse a ver, “misunderstanding all you see”, lo visible no necesariamente es una evidencia y a veces confunde o duele. Hay quienes dicen que no todo es filmable, que hay imágenes bellas/enigmáticas/inexplicables de las que no hay que dejar registro. Dicen los mapuches que el eclipse no se debe mirar, tampoco una cascada, o los indígenas fueguinos, que nunca miraban de frente un glaciar. Dicen que son lugares como un portal, pasadizos donde se abre el inframundo y los espectros se asoman al mundo de los vivos.

Quizá negarse a mirar una fotografía y hacer un lado la vista impida que entre lo que no estamos preparados para ver. Debería volver a recoger las fotos de mi madre y darles un orden para desactivar el sortilegio de un tiempo que no es el mío, pero que me tiene aquí ahora. Pero no, ahora pienso que es mejor volver esas fotografías al aparente desorden en que estaban; dispersas por toda la casa. Al recopilar las fotos quizá rompí una narración aleatoria, tartamuda, sin cronología. Tal vez no es malo que esa imagen tome por asalto, que la encuentres de pronto entre las páginas de un libro y te secuestre en el flujo de ese tiempo. Que transporte a mi madre sin previo aviso, pero sin vértigo, sin predisponerse a un viaje largo, sino una sola imagen que llega para quebrar el momento y ejercer el poder hipnótico que corta, hace su trabajo y se va.


Imágenes de Imágenes: del cuadro a la pantalla

Fernando Pérez Villalón

Editorial Mundana, Viña del Mar

2022