Fuerza de ley e imagen fotográfica
Por: Fernando J. Rosenberg
Imagen: Martín Chambi, Policía con niño. Cortesía del Archivo Fotográfico Martín Chambi, Cuzco, Perú, www.martinchambi.org
En esta entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, presentamos el análisis que Fernando J. Rosenberg hace a propósito de la relación entre discurso jurídico e imagen fotográfica. El autor aborda la intersección entre colonización, ley y nación a través del análisis de dos fotografías de los años veinte del fotógrafo peruano Martín Chambi, para así reflexionar sobre las condiciones de interpelación y el lugar de las tecnologías artísticas en la representación cultural indigenista. El texto de Rosenberg fue traducido por Fermín Rodríguez y extraído de Tras los derechos humanos. Literatura, artes visuales y cine en América Latina 1990-2020, obra inédita en castellano.
Me propongo pensar la intersección entre colonización, ley y nación a través del análisis de dos fotografías de los años 1920 del peruano Martín Chambi. En ambas la cámara aparece como mediadora entre la ley y los sujetos sometidos a su fuerza física y simbólica. Las fotografías comentan y quizás denuncian las condiciones de interpelación legal postcolonial en su intento de capturar al sujeto indígena, así como también los límites de este intento que la representación artística tematiza y a la que trata de poner remedio, re-presentando al sujeto indígena ante la ley. El esfuerzo de la agenda indigenista se avoca a recapturar y re-encuadrar aquello que escapa a la sujeción legal, y al mismo tiempo, dirigirse a la ley en nombre de los indígenas. Lo que me propongo al analizar estas fotografías es reflexionar sobre la condiciones de interpelación, sobre el lugar de las tecnologías de representación artística, y en última instancia sugerir un punctum (para utilizar la discutida pero siempre productiva oposición de Barthes entre dictum y punctum), que habla de algo que excede a la inclusión legal y a la representación cultural indigenista, y que podría insinuar una justicia más allá de estos órdenes hegemónicos.
Comencemos por la que muestra a un policía tirándole de la oreja a un niño, y a menudo titulada Policía con niño (ca. 1923). El fotógrafo nos da una representación frontal, de cuerpo entero, de la autoridad del hombre de uniforme sobre la humanidad inmadura de un niño indigente. Todo en la imagen está destinado a remarcar el contraste, ya que la postura del policía transmite seguridad reforzada por su uniforme (botas, cinturón, gorra reglamentaria, guantes blancos), mientras que el niño aparece en la absoluta vulnerabilidad de su contextura pequeña, sus pies descalzos, sus sucios harapos. Ambos sujetos están mirando fijamente a la cámara, posando para este instante definitivo. Pero mientras el policía mira al frente, el chico muestra una mirada oblicua y asustada, obligado por el tirón de oreja a estirarse y retirarse simultáneamente. Imperceptible pero inequívocamente, y sin perder su postura erguida, el policía infringe dolor en el momento de la toma fotográfica. Y si la oreja está hecha de cartílago, tejido conectivo que adjunta a la cabeza sirve como anexo y suma del cuerpo, el dolor también es una muestra ejemplar, una advertencia de la posibilidad de un castigo y de un delito potencialmente mayores aguardando en el horizonte de la relación de los indígenas o indigentes con la autoridad oficial. La pose de un castigo por una infracción que acaba de cometerse o que disuadía por una violación potencial del orden (¿pero qué estaba haciendo? ¿Qué orden regulaba la vida de un niño indigente o indígena en el Cuzco de la década de 1920?), la naturaleza del evento fotográfico superpone pasado, presente y futuro–historia, hecho y posibilidad.
En este contexto, revelado por la fotografía en toda su crudeza material—el empedrado de una calle del Cuzco que sella una historia de violencia, la arquitectura colonial lejos del esplendor patrimonial–, el ajustado uniforme policial constituye la aparición de otro orden de existencia, un orden cuyo prestigio irradia desde un lugar soberano y distante. ¿No es justamente esa dinámica lo que Walter Benjamin (31-32) caracterizó de “espectral” o «fantasmal»? Ciertamente, al llamar así a la presencia policial, Benjamin sugirió una relación particular entre la policía y la organización de la percepción: la postura de la policía no se basa en su presencia visible; puede alterar el campo de lo visible incluso cuando no está a la vista, solo por su aparición inminente. Organizada por medio de indicios visuales (colores simbólicos, insignias, atuendos, vehículos especialmente diseñados, etc.), la fuerza policial depende al mismo tiempo de su capacidad para aparecer y desaparecer, según despliegues flexibles y estratégicos, y en un desplazamiento constante que le permite al cuerpo policial no sólo exhibir su fuerza sino también permanecer en las sombras. Sin embargo, la aparición siempre inminente de la policía tiene el propósito también de brindarle al derecho absoluto de inspección sin reciprocidad que la ley se adjudica, un semblante reconocible y en tanto tal, tranquilizador pese a ser amenazante.[i]
La foto despliega diferentes niveles de ciudadanía y de sujeción, desde la autoridad interiorizada por el policía ejemplar investido con el uniforme del estado, para llegar a imponer esta autoridad de manera externa y sensible, como dominación física sobre el niño indigente; trazando de esta manera una progresión que va del niño al hombre, de lo físico a lo simbólico, de la colonia al estado, de la dominación coercitiva a la hegemonía, y que siempre vuelve a la dominación física para controlar aquello que no se acomoda.[ii] De hecho, la imagen puede leerse como una alegoría de la dolorosa maduración de la nación, así un breve momento de admonición y dolor que se proyecta como marca del presente en un futuro abstracto pero materializable. El varoncito aspiraría a ser un policía después de todo, de un modo u otro, transformando la sumisión en identidad, apoderándose de este despliegue visible de poder. Pero aunque la articulación podría estar sellada por el futuro alineamiento del niño indígena con el poder estatal-patriarcal, con la construcción y regulación de su régimen visible que es el ámbito cotidiano de la policía,[iii] la imagen también alegoriza la identidad nacional nunca realizada de una nación poscolonial mestiza, en la que la ideología estatal lleva las huellas de las antinomias coloniales; retratando así al ex indígena policía en su imposible captura del niño indígena, y la anterior y posterior huida del niño de las garras de la autoridad. Aquello que Louis Althusser imaginó como “escena de interpelación” postula a la fuerza de la voz de mando de la autoridad legal monolingüe en el origen de la sujeción; pero la imagen de Chambi alegoriza la primacía de la fuerza ante (y antes de) la escritura y la ley. [iv] Leída como otra escena de interpelación, es decir como una «pequeña escena teórica» que habla de la constitución de un sujeto jurídico poscolonial, es decir, moderno, la imagen de Chambi revela un sujeto (ya no un sujeto masculino adulto libre de circular) que es capturado no por el poder del enunciado abstracto (“¡Eh, usted, oiga!”) que confirmaría la universalidad de la ley inscripta en el sujeto, sino por la restricción física que no deja que la escena legal oculte una violenta inscripción corporal subyacente que es necesaria para producir al sujeto colonial en posesión de sí mismo.
A pesar del presupuesto naturalista de la fotografía como documento social, la cualidad explícitamente performativa de ésta y de otras de sus obras resulta de suma importancia si pensamos en la pose de naturalidad de los retratos (es decir, la naturaleza del artificio fotográfico) que provienen de la práctica comercial de Chambi como fotógrafo de estudio que regularmente sacaba su arte a pasear por las calles de Cuzco, sus espacios íntimos y sus alrededores. En sus respectivas poses, hay una distancia entre el policía y el niño, que permite que cada uno de ellos ocupe un espacio existencial autónomo. Pero se insinúa al mismo tiempo que sus poses y su encuadre artístico podrían suturar esta distancia, porque la escena fotográfica atestigua la autoridad tecnológica y cultural del fotógrafo y su máquina que interpelan tanto al policía como al niño desde su propia distancia, desde el lugar de enunciación de la tecnología y el arte imbuidos, como parte de un proyecto indigenista, del poder de dar testimonio.[v] ¿Por qué si no congelar la instanciación del dolor ante la cámara y recrear una escena primaria de captura por parte de la ley, si el artefacto no fuera un mediador evanescente entre el pasado y el futuro, entre Cuzco y Lima tal vez, prometiendo adelantarse y enmarcar tanto la violencia de la autoridad como el dolor de la sujeción, redimiendo su presencia discreta en una imagen icónica que cura las heridas? La imagen proyecta la promesa de que el arte y la tecnología lograrán unir la fuerza y la ley en la construcción de la subjetividad, complementando la interpelación estatal (o, dicho de otro modo, articulando la hegemonía); al mismo tiempo, la doble cara del arte interpelaría a la autoridad estatal en nombre de lo que se resiste a la sujeción, y al ciudadano-espectador en nombre de este Otro silencioso (es decir, el arte como denuncia testimonial). Estoy ahora utilizando el concepto de interpelación ya no solo en su estricto sentido althusseriano para hablar de una subjetividad atravesada por la voz de mando de la ley, sino para referirme a diferentes «llamados» que provienen de una variedad de autoridades culturales y que producen posiciones de sujeto que se cruzan en la obra de arte y de las cuales la obra de arte extrae su legitimidad. Por lo tanto, la imagen como campo de fuerzas podría considerarse como una compleja interpelación cruzada de múltiples niveles, mostrando tanto el intento de inscribir la ley en el cuerpo inmaduro indígena como el rol auto asignado de la intervención cultural indigenista de mediar y denunciar.
“La interpelación debe disociarse de la figura de la voz… la voz está implicada en una noción del poder soberano, un poder que emanaría del sujeto, activado en una voz”, escribe Judith Butler (60), señalando una cierta fijación que en última instancia adhiere a la idea de una fuente de autoridad unificada (como el texto de la Biblia postula el origen como la voz de Dios llamando e inscribiendo la ley) que establece una jurisdicción indivisible, a la que hoy sólo conocemos a través de sus ruinas. Incluso cuando a menudo se argumenta–tal como lo sugirió Benjamin acerca de la tradición de los oprimidos en sus “Tesis sobre la filosofía de la historia”–, que en las condiciones políticas (que le eran ya) contemporáneas la división entre el estado de excepción y la normalidad resultaba borrosa, sigue prevaleciendo una idea de soberanía centralizada y única que decidiría entre los dos. Si, por un lado, el acento en la fuerza antes que en la ley apunta a la condición colonial de sujeción, habla por otro lado de una desarticulación constitutiva de la capacidad del poder soberano para mantener el todo unido, o un semblante de hegemonía. Mientras que en América Latina la acción policial siempre ha sido considerada como corrupta y abusiva por muchos actores sociales, la discontinuidad contemporánea entre (recurriendo nuevamente a los conceptos de Althusser) los “aparatos ideológicos de estado” (instituciones legales) y los “aparato represivo estatales” (la policía) ya no se debe únicamente a dicho abuso de fuerza o corrupción intrínseca, sino a la autoridad reducida de la ley que esta acción represiva oficialmente representa.
Otro fotografía conocida como Campesinos indígenas en el juzgado (1929) muestra a un grupo compacto de campesinos andinos compareciendo en un juzgado en Cuzco, cuatro de ellos sentados en un banco, dos parados detrás, mirando a la cámara, mientras que en el fondo hacia la izquierda, detrás de un escritorio, se ven un par de funcionarios judiciales enfrascados en su trabajo. La imagen fotográfica puede ser, se dice, una ventana a la historia ya que obliga a confrontar la materialidad fugaz de los hechos, la textura que la narración a veces oculta, la contingencia devenida necesaria. Pero la imagen como ventana funciona en ambas direcciones del dispositivo visual: la introducción de la tecnología de la cámara en el ámbito de la ley les permite a los sujetos interpelados simultáneamente por la ley y por la máquina fotográfica, proyectarse en el futuro e interpelarnos a los espectadores. Más allá de la conocida metáfora de la ventana, esta imagen es también un juego de espejos o metaimagen que (como Las meninas de Velázquez en la famosa lectura de Foucault) reflexiona en el borde entre representaciones artísticas y jurídicas, para pensar su articulación y sus fallas.
Por un lado, los sujetos indígenas citados a comparecer ante la ley en representación de sí mismos; por el otro, los funcionarios judiciales que representan el aparato jurídico del estado–dos posicionalidades claramente cernidas en el campo visual, dos zonas de identificación divergentes para el espectador. Hay dos fuentes de luz natural, una para cada uno de los grupos retratados, como si los dos habitaran en cámaras obscuras adyacentes. Las dos ventanas dejan pasar una luz brillante, pero son opacas a la realidad histórica del Perú de los años 1920; el espacio que la ley configura es permeable pero, en última instancia, autotélico. El ojo de la cámara está allí para triangular la escena; y por medio de la proyección de una imagen dividida pero continua promete absorber y superar el hiato entre el interior y el exterior, la luz y la oscuridad, el indígena y la ley. O dicho de otro modo, es esta escena partida de la sala del tribunal lo que la producción cultural del indigenismointentó suturar o articular, como el ojo que organiza el campo de visión y ofrece una realidad transcultural, no una división inevitable entre diferentes visiones del mundo. Tensionada entre los campesinos indígenas y la ley pero como si tratara de resolver esta tensión, la cámara está situada físicamente más cerca de los indígenas que ocupan el foco de su atención. Si se presentara ante la imagen y no como su eje organizador, podría aparecer como un abogado: representando a estos campesinos indígenas ante los tribunales de la política nacional, la historia, y ciertamente la posteridad–como el proverbial «juicio de la historia» que supone una dirección, un tiempo por venir en el que las cuentas serán saldadas, y la ley ya hablará por todos. Esto es también lo que generalmente se conoce como «justicia poética»: una inclusión anticipada, por medio de la cultura de aquello el estado y sus leyes no han logrado por medio de la política. Quizás un final feliz en algún caso, pero en este caso se trataría de una inclusión necesariamente melancólica ya que habrá llegado demasiado tarde, porque el esperado reconocimiento bajo la ley nacional implica el desplazamiento forzoso, la legalización de la fuerza que ya desplazó al mundo indígena. Todo lo cual, entiendo que es lo que describe la imagen como doxa, su declaración manifiesta o dictum (Barthes).
Pero entonces ¿qué están haciendo estos campesinos en la corte? ¿Vinieron en grupo, o de manera individual convocados para una audiencia para más tarde, o por el fotógrafo? ¿Llegaron voluntariamente, tal vez como testigos o para presentar una demanda? ¿O han sido procesados, acusados tal vez de un crimen?[vi] Posiblemente no tenga importancia, ya que cualquiera que sea el estatuto jurídico que se les adjudique, terminará preservando el orden legal al reforzar la ley fundadora que le proporciona al campesino indígena su lugar ajeno al espacio en donde la ley es enunciada. Podemos ciertamente especular sobre la causa judicial, pero la imagen es cautivadora precisamente porque carece de epígrafe y, por lo tanto, no presenta sus temas en los términos del teatro de la justicia. Como testimonio visual, la imagen fotográfica interviene en el espacio que se abre entre la letra de la ley y la presencia, ya que los campesinos son convocados ante la ley como peruanos–la supuesta universalidad de la ley, siempre una ficción productiva que excluye sin dejar de prometer la inclusión–pero inevitablemente se presentan ante la historia en su condición de indígenas.
Aunque a principios del siglo XX la fotografía ya funcionaba en otros lugares como parte del aparato probatorio de la ciencia positivista, el campo jurídico colonial y más tarde el nacional están fundados en la autoridad retórica; la fotografía de la época estaba todavía muy lejos de tener un papel como evidencia visual mimética en la construcción de un significado legal[vii]. Sin embargo, la cámara ejerce un tipo particular de autoridad de encuadrar, y me atrevo a suponer que para el sujeto manifiesto de la imagen–los campesinos–, el hecho de prestarle su presencia al fotógrafo y de dar su testimonio judicial, pueden haber sido parte del mismo proceso. La imagen los muestra registrados por la autoridad legal y la autoridad del fotógrafo, ya que como afirmó John Tagg, ambos “extraen la violencia fundadora de su poder de citación ante la ley y ante la cámara, lo cual señala el punto en el cual lo que está ante la institución de la ley y de la fotografía se encuentra, perforce, excluido como ‘fuera de lugar’” (xxvi). Me atrevo también a imaginar a los funcionarios habilitando al fotógrafo indigenista con su cámara para que se instalen temporariamente en sus dominios, oficiando una mediación al abrir un espacio para los sujetos indígenas que no pertenecen a estos fueros. Así la fotografía se propondría proyectar a estos sujetos más allá del aquí y ahora de su estatuto jurídico, en un futuro diferente en el que se haría justicia y se repararía el daño fundacional–la exclusión inclusiva del sujeto indígena. La cámara se coloca del lado de la ley solo para denunciar su propia alianza con la violencia, y apuntando a una razón que (todavía) no se cuenta dentro de la razón de estado.
A diferencia del caminante de la parábola de Althusser, los campesinos, si bien ocupan visualmente el primer plano, nunca dejan de estar incómodamente fuera de lugar. Las prendas contrastan con el ambiente, el reloj de péndulo, el empapelado del fondo, y la alfombra decorada con motivos florales; sobre la cual los campesinos están descalzos, y dos de sus sombreros están apoyados en el suelo cerca de sus pies. Jacques Rancière sostiene que “la fotografía se ha convertido en arte al poner sus propios recursos técnicos al servicio de esta doble poética, al hacer que el rostro de los anónimos hable dos veces, como testigo mudo de una condición inscrita directamente en sus rasgos, sus costumbres y su entorno, y como poseedores de un secreto que no sabremos jamás, un secreto guardado por la misma imagen que nos lo entrega” (35). De acuerdo: la fotografía de Chambi inscribe y convoca a una razón subalterna que se resiste incluso a aquello mismo que la fotografía parece decir. Reconocemos en este dilema la condición del arte antihegemónico en la época de la hegemonía del estado nación criollo, y su esfuerzo paradójico de representar al Otro de la diferencia, declarando al mismo tiempo su impotencia para hacerlo. Y aún así, mientras más nos atrae el secreto de los campesinos en su distancia sagrada aurática, intraducible al lenguaje de la ley y la ciudadanía, más oscurecemos algo que también la imagen sugiere, que podríamos llamar el secreto de la ley, que no aparece en ninguna parte de la imagen y al mismo tiempo, está en todas.
En contraste con los seis campesinos que miran fijamente a la cámara como si estuvieran listos para dar testimonio a través de su presencia física, aparecen los hombres no indígenas (dos de ellos mirando la cámara con curiosidad, otro ocupado escribiendo), ensimismados e indiferentes, mitad atentos a la ley y mitad a la toma, no inmersos en el drama sino observándolo desde su posición. La composición de la imagen es tal que la disposición del grupo en relación con la perspectiva del ojo de la cámara proyecta una línea de fuga hacia la esquina superior izquierda del marco, donde los funcionarios judiciales están sentados detrás de su escritorio. Visto así, el fondo salta hacia el primer plano y el grupo de campesinos indígenas que ocupan el primer plano se vuelve el fondo indistinto contra el cual se recortan las figuras judiciales individuales. A pesar de sus mejores esfuerzos para colocar a los sujetos indígenas en el centro, la imagen registra la imposibilidad del intento. Los funcionarios detrás del escritorio, al no ser el sujeto ostensible de la imagen, se proyectan desde su posición inadvertida y prominente a la vez al centro de la escena. Es que están en su elemento, bañados por la luz del sol que entra por la ventana e ilumina su remoto rincón, pero no son objeto de escrutinio. Uno de los funcionarios, el más alejado, mira fijamente a la cámara, pero su semblante muestra una impaciencia curiosa porque también es un espectador, es decir, uno de nosotros, mientras los campesinos responden con la mirada a la mirada del Otro, que tiene el «derecho de inspección absoluto” (Derrida y Stiegler 121), estando la ley, sus funcionarios o sus espectadores, de alguna manera alineados. La imagen nos atrae, y en la mirada del funcionario en el rincón iluminado más distante nos reconocemos como espectadores, no ante la ley sino encarnando su poder de inspección, enmarcando la escena desde la otra punta del tiempo.
La famosa parábola de Kafka, que también presenta a un campesino ante la ley, podría compararse con la situación de los campesinos indígenas (aunque en el Perú suele decirse que si Kafka hubiera sido peruano, sería considerado un escritor realista o costumbrista)[viii]. La composición del encuadre los coloca como indígenas ante la ley (ante la ley, confrontándola y confrontados por ella; y antes de la ley, temporalmente antes de ella), manteniéndolos siempre ya fuera de la ley porque la construcción del aparato legal supone la supresión de los mundos indígenas, al mismo tiempo que son presentados como aquello que reclama su incorporación a la ciudadanía a través del indigenismo. El sistema legal es “rigurosamente intangible… inaccesible al contacto” en tanto “no tenemos el derecho de tocar[lo]» (Derrida, “Ante la ley” 123), y los campesinos comparten con los funcionarios que parecen estar escribiendo la ley esta igualdad, desde el momento en que la ley es igualmente tan personal cuanto ajena, universalidad ficticia tanto para los campesinos como para los letrados. Sin embargo, como en la parábola de Kafka, esta ley de la que los campesinos indígenas están excluidos fue hecha en realidad para ellos, que arriban siempre mucho antes y mucho después como para articular en los términos de una razón legal la expropiación sufrida en el origen mismo de la ley. Estas temporalidades heterogéneas que quiebran el tiempo teleológico homogéneo y su promesa de inclusión legal y cultural, se redoblan como el punctum que perfora la superficie narrativa de la fotografía.
Contra el dictum, la cámara (su inconsciencia visual, si se quiere) resalta un punto incisivo, el punctum que interrumpe los compromisos y los códigos culturales inscritos en su superficie, y que constituye una interpelación alternativa antes y más allá de la ley, más allá de los derechos que potencialmente tienen a los derechos que no tienen y que solo pueden ser declarados. El punto nodal de la organización de la imagen está localizado en las únicas manos que se ven en el grupo de indígenas, pertenecientes al único sujeto femenino–la excepción dentro del grupo y que como tal representa al grupo en su carácter más singular. De hecho, todo su cuerpo, destacado por las piernas donde se apoyan las manos, parece sobresalir de la superficie plana de la imagen, triangulando con el grupo de campesinos y prestándole un punto de anclaje reforzado por el sombrero en el suelo. En esas manos, encuentro una fuerza visual que posiciona a los indígenas como agentes de un llamado que trasciende el reclamo de derechos y la igualdad ante la ley, el derecho a ser incluido, reconocido y completado por el Otro legal o por la benevolente mano cultural del indigenismo. Giorgio Agamben sugiere que el ángel de la fotografía es el ángel del juicio final, ya que el gesto insignificante adquiere el peso de toda una vida, toda la existencia llamada a presentarse en un instante luminoso y eterno; no el juicio teleológico de la historia sino “el final de los días, es decir, cada día” (Profanaciones 34). En lugar de alinearse con el poder legal de convocatoria o citación, con el poder de hacer comparecer e interpelar (Tagg), para presentar a los campesinos en una escena previamente autorizada ejerciendo la melancólica demanda de no ser olvidados, la fotografía revela que “sabemos con absoluta certeza que ella [la mujer en la fotografía de Chambi, una niña brasilera en una fotografía de Sebastião Salgado para Agamben] es y será quien me juzgará, tanto hoy como en el último día” (32).
Quisiera introducir la versión de la interpelación de Enrique Dussel, que desplaza y reconfigura las limitaciones de la de Althusser, porque la interpelación de Dussel está situada precisamente en el interior del fracaso constitutivo del aparato legal y cultural del estado, y no como un suplemento. Para Dussel, la interpelación es el acto de habla producido desde un punto exterior al sistema de dominación, un lugar de enunciación inconcebible e inesperado que cuestiona el sentido común alrededor del cual se organiza una comunidad política, haciéndola responsable de sus exclusiones. Esta interpelación no puede abordarse dentro del sistema normativo disponible; requiere un nuevo conjunto de reglas, un nuevo tipo de enunciación. Se podría argumentar que Althusser y Dussel tienen distintas dinámicas en mente, pero la aparición de la interpelación 2 (de Dussel) ocurre de hecho en el mismo punto en el que se desarrolla la interpelación 1 (de Althusser)— lo cual espero haber sugerido en relación con el escenario de interpelación visual de Chambi. Esto no quiere decir que haya una complementariedad entre estas dos llamadas, como si la interpelación 2 pudiera aumentar las chances de la interpelación 1 de reforzar los mecanismos de sujeción. Todo lo contrario– ambas coexisten como una diferencia insalvable, ya que la interpelación 2 no está dirigida solo a la fuente del poder legal, sino principalmente a un destinatario potencial e indeterminado tanto en el presente como en el futuro– no la promesa de lo que está por venir, sino un futuro anterior, un futuro cuya construcción repercute en la situación del llamado: una interpelación a un público al que se le habrá impartido justicia y que reside principalmente en el mismo sujeto que reclama un derecho. La interpelación implica reconocimiento, pero al inventar un nuevo lenguaje para promover demandas políticas, la autoridad que podría reconocer estas demandas, que ya no equivale al poder soberano, también podría reinventarse.
[i] “El espectro es… alguien por quien nos sentimos mirados, observados, vigilados, como por la ley… es alguien que me mira sin reciprocidad posible y que por lo tanto hace la ley allí donde yo estoy ciego, casi por situación. El espectro dispone del derecho de mirada absoluta, es el mismo derecho de mirada” (Derrida y Stiegler 151-152).
[ii] Étienne Balibar afirma que:
Jurídicamente hablando, son «menores» aquellos individuos y grupos humanos que están sujetos a la autoridad más o menos «protectora» de los auténticos ciudadanos: el ejemplo clásico es el de los niños con respecto a sus padres. En este sentido es que, en un texto célebre, Immanuel Kant definió el proceso global de emancipación de la humanidad al que llamó Aufklärung como «un pasaje de la minoridad a la mayoría de edad alcanzada por medio de un movimientos espontáneo”. Es evidente que hay otros grupos que se han mantenido durante mucho tiempo en condición de minoridad, como las mujeres, los sirvientes, los pueblos colonizados y las personas «de color» en los estados raciales (por no mencionar a los esclavos), y no hay duda de que, a pesar de su igualdad formal conquistada una detrás de la otra, ninguno de ellos ha alcanzado totalmente la igualdad completa o la paridad en términos de derechos y obligaciones, acceso a responsabilidades, prestigio social, etc. (52–53).
[iii] El significado de «policía» como reparto de lo visible fue resucitado recientemente por Jacques Rancière (particularmente en El desacuerdo). Pero según Nowotny y Raunig, pertenece a la tradición francesa, como por ejemplo en el Traité de la Police de Nicolas Delamare, en el cual “‘policía’ no es necesariamente el nombre de un instrumento de orden del estado, aunque la institución policial ya había sido establecida como una autoridad central que respondía directamente ante el trono en 1666/67 por edictos de Luis XIV. ‘Policía’ todavía puede referir el orden mismo” (Nowotny y Raunig).’
[iv] La escena clásica de la interpelación de Althusser se refiere a la situación del sujeto cuya libertad de circulación–su pretensión de autonomía y libertad masculinas–se encuentra sin embargo condicionada por el sometimiento a una ley que en primer lugar lo nombró y que retorna a él desde afuera, en la figura del policía como autoridad legal. La escena supone un campo simbólico homogéneo y estrictamente monolingüe poblado de elementos visuales y auditivos inequívocos (el mensaje encarnado en el uniforme, el pronunciamiento oral de la autoridad, el volumen elevado de su voz marcada por su textura de género que proyecta no una frase sino una mínima interjección “Eh”), revelando y produciendo efectos de sujeción; ya que el enunciado “¡Eh, usted, oiga!” hace que el destinatario se detenga en seco y gire la cabeza, tocado como sujeto a nivel personal y en su universalidad, íntima y públicamente. La escena althusseriana clásica es alegórica en tanto no se presta a un cierre interpretativo: habla de una relación establecida con la ley en la cual se reconoce el sujeto atravesado desde siempre por la potencialidad de esa llamada. Pero al mismo tiempo hablaría de un cierto retardo, de un cierto deseo de escapar de la captura de la voz, de un cierto temblor: es decir, de la posibilidad de desobedecer. Lo que la escena sugiere inadvertidamente es que si la autoridad necesita ser reforzada performativamente es porque siempre hay algo que se escapa del control ideológico, porque como señala Slavoj Žižek, el sujeto emerge justo cuando la interpelación necesariamente fracasa (El sublime objeto de la ideología 43-44)
[v] La idea del poder de atestiguar de la cámara proviene del análisis de John Tagg (The Disciplinary Frame xxvi) sobre la «captura» fotográfica, basado principalmente en los fotógrafos estadounidenses del New Deal, que podrían compararse con la estética y la práctica social de Chambi.
[vi] Jorge Coronado analiza esta imagen en el contexto de las agendas divergentes del indigenismo, sus tensiones internas. Señala que los campesinos podrían haber sido acusados de matar a un terrateniente (158) y que uno de los oficiales fue identificado como el fiscal de distrito Máximo Vega Centeno (160).
[vii] Todavía hoy, los argumentos legales pueden ser muy versados en la interpretación retórica y en el plano del análisis, pero los tribunales son menos competentes en el tratamiento de la semiótica visual.
[viii] Yo mismo lo escuché en Perú, y hace poco me encontré nuevamente con esta declaración en Benavides.
Bibliografía
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