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Metapolítica de la alegoría: más allá de Jameson

Por: Erin Graff Zivin,  University of Southern California

Traducción: Jimena Jiménez Real

Foto: Marten de Vos y Adriaen Collaert. Alegoría de América. Amsterdam, 1600.

Tomando un polémico artículo de Frederic Jameson como punto de partida, la crítica Erin Graff Zivin analiza los problemas de la lectura alegórica, sus consecuencias en la formación de un canon literario, y sugiere posibles soluciones para evitar discusiones que pueden convertirse en callejones sin salida


Mientras que al hombre le atrae el símbolo, la alegoría emerge de las profundidades del ser para interceptar a la intención, y para triunfar sobre ella.

Walter Benjamin

En su artículo “La literatura del tercer mundo en la era del capitalismo multinacional”, publicado en Social Text (1986), Frederic Jameson hizo la (tristemente) famosa afirmación de que “Todos los textos del tercer mundo (…) son necesariamente alegóricos y de un modo muy específico: deben leerse como lo que llamaré alegorías nacionales”[1], provocando ─como era de esperar─ fuertes reacciones entre especialistas de la así llamada “literatura del tercer mundo”. Las críticas a su problemática sobregeneralización se referían sobre todo a que Jameson reducía todos los textos literarios de autores africanos, asiáticos y latinoamericanos a una sola categoría, un gesto que, además de ser literariamente irresponsable, resultaba problemático en términos éticos y políticos. “Me produjo una sensación extraña” ─“It felt odd”─ escribió Aijaz Ahmad en su respuesta al artículo. Por su lado, Jean Franco discrepó no tanto con el hecho de que Jameson empleara la teoría de los tres mundos como con el calificativo “nacional”. “No es solo que ‘nación’ sea un término complejo y muy cuestionado”, escribió Franco, “sino que para los críticos latinoamericanos ha dejado de ser el marco inevitable de todo proyecto cultural y político”. De las muchas reacciones que suscitó la (sin duda deliberadamente) provocadora nota de Jameson, sin embargo, pocas o ninguna reflexionaron sobre la cuestión de la alegoría en sí. Aunque “alegoría” era un término muy cuestionado justo entonces, la mayoría de los críticos de Jameson lo dejaron a un lado, como si su sentido no fuese controvertido, o como si su uso representara un lapso del gusto, una sobreliterariedad poco apropiada para hablar de temas políticos de mayor peso.

En la misma época en la que Jameson escribió su polémico ensayo, en EE. UU. muchos latinoamericanistas reconocidos se estaban dedicando precisamente a la clase de lecturas alegóricas descritas por Jameson (“alegorías nacionales”), aunque desde posicionamientos ideológicos e intelectuales diferentes: Ficciones fundacionales, publicado en 1984 por Doris Sommer (libro que rápidamente se hizo un lugar en las bibliografías recomendadas para preparar el examen de doctorado en literatura latinoamericana), defendía que las novelas rosas latinoamericanas del siglo XIX alegorizaban los retos y tribulaciones de la construcción nacional tras las guerras de independencia en la región. Por su parte, La voz de los maestros (Roberto González Echevarría, 1985) y, después, La novela hispanoamericana regional (Carlos Alonso, 1990), interpretaban Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, como una alegoría del conflicto entre civilización y barbarie, predominante en la literatura y en el discurso político latinoamericanos desde que Domingo Faustino Sarmiento publicara su Facundo en 1845. Cada uno de estos autores o autoras trataba de desmarcarse del uso reductivo y simplista de la alegoría que hacía Jameson, quien trazaba un cuadro de equivalencias puntuales entre lo personal y lo político, lo literario y lo nacional (una lectura contra la cual el mismo Jameson había advertido) y quien, sobre todo, quería hacer depender la alegoría de la intención del autor. Aunque hacían un guiño a debates deconstructivistas que parecían abrir nuevas posibilidades interpretativas, los análisis de los críticos de Jameson permanecieron anclados en la lógica de la intencionalidad, la voluntad, la autoridad, la maestría: la de los textos que habían leído y, recíprocamente, la de su propia autoridad disciplinaria, construida a partir de sus análisis.

¿Qué concepción de alegoría está implícita en la formulación normativa de Jameson, en las alegorías literario-históricas “nacionales” narradas por Sommer, González Echevarría y Alonso, y en el giro disciplinario que muchos de los críticos de Jameson toman en reacción a su ensayo? ¿Qué clase de decisión y qué clase de alegoría, subyacen a la doble afirmación de una lectura alegórica necesaria (“los textos del tercer mundo” son “necesariamente alegóricos”) y de un contenido “muy específico” (alegoría “nacional”)? ¿Y cómo interpretar la formulación extrañamente pasiva e impersonal de Jameson? “Deben ser leídas…”, ¿por quién? Para abordar estas preguntas, y para ofrecer una explicación de la alegoría que vuelva la pasividad de la formulación de Jameson contra su marco normativo, mecánico ─y por ende contra una noción de literatura susceptible de “captura disciplinaria”─ permítaseme abordar en primer lugar estos textos críticos (el de Jameson, el de Sommer, el de González Echevarría, el de Alonso) como alegorías en sí mismos, alegorías de ciertas prácticas de lectura, pero también alegorías de la constitución de disciplinas y cánones (aquí podría entenderse que canon se refiere tantos a textos primarios como a textos críticos, tanto a prácticas de lectura como a sus objetos).

Paul de Man, el crítico cuyo trabajo en torno a la alegoría formó el núcleo, reconocido o no, del trabajo con la alegoría de cada uno de estos autores, escribió menos de una década antes: “Las alegorías son siempre alegorías de la metáfora y, como tales, son siempre alegorías de la imposibilidad de lectura” [2]. Pero, en sus formulaciones de la alegoría, estos críticos se resisten específicamente a la posibilidad de la ilegibilidad o de la indeterminabilidad. A continuación trataré las cuestiones que siguen: ¿qué modos de lectura hicieron posibles o imposibles (o bien señalaron como posibles o imposibles) estas alegorías críticas, estas alegorías de la crítica? ¿Qué prácticas críticas alternativas del campo de la literatura latinoamericana fueron desplazadas o eclipsadas por estos gestos creadores de canon?

Volvamos al artículo de Jameson un instante: “La ‘literatura del tercer mundo’”, como bien señala Ahmad, se ocupa en primer lugar y principalmente de la cuestión del canon literario occidental o, más concretamente, de la importancia de “la diferencia radical de los textos no canónicos” [3] procedentes de Asia, África y América Latina. En lugar de defender la inclusión de textos del tercer mundo en las listas de “grandes libros” o en el currículo de “cursos obligatorios” sobre la base de que estos textos “son ‘tan importantes’ como los del canon”, Jameson se declara a favor de que se lean en su radical alteridad: como, y solo como, alegorías nacionales (en concreto, alegorías nacionales “deliberadas” que, de hecho, podrían permitir a los lectores del primer mundo ver una cualidad alegórica “no deliberada” en su propia tradición). Según Jameson, la literatura de Asia, África y América Latina carece de la separación radical que existe en los textos del primer mundo, al menos en la superficie, entre lo público y lo privado, entre lo estético y lo político. La literatura del tercer mundo es fiel a los eventos (en el sentido más amplio) que constituyen la historia de la nación donde y acerca de la que se escribe, o bien es una fiel representación de ellos: eso es lo que la convierte en “alegórica”. La “alegoría nacional” podría describirse sin dificultades como una alegoría de la literatura política. Al sustituir “político” por “alegórico” en el ensayo de Jameson sorprende descubrir que el argumento no cambia de manera significativa.

Digamos que, para Jameson, lo alegórico es otro nombre para lo político, una alegoría de lo político. El concepto de política en el que se basa el argumento de Jameson es entonces violentamente normativo: depende de interpretaciones o decisiones “necesarias” que realizan voluntaria y deliberadamente lectores que se han hecho conscientes de estas “necesidades”. Por supuesto, esta no es la única manera de imaginar la alegoría y, con ella, la política. ¿Cómo cambiaría nuestra noción de lo político si consideráramos distintas nociones de alegoría como, por ejemplo, las basadas en la obra de de Man o de Benjamin, que se relacionan de manera sumamente problemática con el concepto de representación? ¿Qué resultaría de recuperar la posibilidad de una lectura alegórica a la luz del argumento de de Man de que la alegoría siempre alegoriza la imposibilidad de la lectura? Como mínimo, esas lecturas modificarían nuestro concepto de la política o, más ampliamente, de la representación política, pues es obvio que no se alinean con la política aparentemente normativa, incluso mecánica, de Jameson (y de sus críticos). Presentemos entonces argumentos a favor de una metapolítica de la alegoría (en el sentido rancieriano), una que realice, más que tematice, la representación política y estética como constitutivamente imposible.

Pues, ¿de qué es “alegoría” la alegoría en Sommer, González Echevarría y Alonso, si no de la política, del concepto de política de Jameson? Sommer defiende que los dramas románticos y los romances dramáticos alegorizan los desafíos políticos del siglo XIX (Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, alegoriza un orden patriarcal reinante en crisis, mientras que la identidad judía de María en la novela epónima de Jorge Isaacs representa la diferencia racial indecible, por mencionar dos ejemplos). Por su parte, en González Echevarría y Alonso asistimos a otro tipo de política literaria: la política de la creación del canon. Tanto González Echevarría como Alonso identifican dos tipos de alegoría en Doña Bárbara: el primero es legible, explícito, en y desde el texto (es decir, colocado allí deliberadamente por el autor). El segundo es un tipo de alegoría sensiblemente más deconstructivo, que, en palabras de González Echevarría, “lejos de congelar el significado […] pone en movimiento otros mecanismos de significación al mostrar la radical separación entre significado y significante”[4]. Siguiendo el ejemplo de su mentor, Alonso afirma que “en Doña Bárbara la alegoría no es solo una intención interpretativa proyectada sobre el texto, sino también una técnica narrativa extensamente empleada para construir los eventos representados en la novela”[5] (la cursiva es mía). A continuación sugiere que “la auténtica proliferación de alegoresis trae implícita la convicción de que en la alegoría cualquier cosa puede representar cualquier otra, bajo la premisa de que exista una voluntad discursiva que suprima el conocimiento representado por esa misma percepción”[6] (la cursiva es mía).

Todo esto parece maravilloso, hasta y a menos que tomemos nota de varios conceptos clave que acompañan a “alegoría” en estos argumentos: autoridad, intención, voluntad. La metapolítica de esta lectura de la alegoría, a pesar de distanciarse de la política entendida como contenido ideológico, se funda en conceptos políticos vinculados a ella ─soberanía, decisión─ en un gesto retórico con consecuencias políticas significativas. Alonso da cabida a la posibilidad de una interrupción de la voluntad autoral, pero esta solo es interrumpida o suprimida por otra voluntad: la “voluntad discursiva” del texto antropomorfizado. La metapolítica de una lectura alegórica tal permanece, entonces, atada a los conceptos hegemónicos de soberanía, intención y decisión. Leído a la luz de esta idea, el título del libro La voz de los maestros: escritura y autoridad en la literatura latinoamericana moderna, de González Echevarría, parece apuntar a la autoridad de la voz del propio crítico. Es decir, invistiéndose a sí mismo de la autoridad para identificar a los maestros (literarios), González Echevarría se constituye en crítico maestro, en la voz de la autoridad de la disciplina; disciplina esta que él mismo ha moldeado mediante el establecimiento de un canon latinoamericano. Maestría, autoridad, voluntad… el léxico interpretativo que parecía en un principio bastante alejado de la política ostensiblemente democratizadora de Jameson se revela ahora como la contracara de una misma moneda críticopolítica. Las alegorías de este tipo de política, o las políticas de este tipo de alegoría, al permanecer atadas a conceptos “maestros” de maestría, trabajan contra las posibilidades emancipatorias de la literatura que Jameson parecía defender.

En respuesta a este “boom” de críticas alegóricas, la cuestión de la alegoría comenzó a evitarse en círculos latinoamericanistas de EE. UU. orientados a la teoría, que en su mayor parte perdieron la oportunidad de leer la literatura latinoamericana con y a través de un concepto de alegoría más benjaminiano o demaniano. Aunque quiero sugerir que ese alejamiento de la alegoría es en realidad un alejamiento de cierta política de la alegoría. ¿Qué podría implicar para los estudios literarios latinoamericanos un nuevo acercamiento ─o un regreso─ a la alegoría? Consideremos las formas alternativas de lectura alegórica que fueron desplazadas en la disciplina pero que podrían resurgir ahora. El ensayo de Alberto Moreiras “La identidad pastiche y la alegoría de la alegoría” (1993) ─polémico epílogo de un volumen dedicado al estudio de la identidad y la diferencia en América Latina─ defendía un abordaje postsimbólico, melancólico y alegórico de la identidad en el “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Borges. Para Moreiras el cuento de Borges “alegoriza[ba] la alegoría nacional”, revelando el modo en que “la alegoría nacional tropieza con su propia imposibilidad”[7]. “Plantear la heterogeneidad es homogeneizarla; proyectar lo irrepresentable, representarlo. Alegorizar es entonces autorizar”, dice Moreiras. De esta hebra subterránea ─que aparece tratada de manera directa tanto en Moreiras como en el libro de Idelber Avelar sobre la alegoría y el duelo postdictatorial  y en el trabajo de Kate Jenckes en torno a la alegoría como alografía en Borges─ podría decirse que se vincula, al menos en esencia, con el concepto de lo iletrado [“illiteracy”] de Abraham Acosta (en cuanto práctica de lectura que toma en cuenta la opacidad constitutiva en el corazón de la oposición entre escritura y oralidad, alfabetismo y analfabetismo), así como con mis propias reflexiones sobre las alegorías del marranismo. No llamaremos a esto alegoría: lo llamaremos deconstrucción, o simplemente, lectura: lectura fundada en su propia imposibilidad (de Man).

¿Cómo sería una política, o una metapolítica, de la alegoría ─de una alegoría basada en la imposibilidad de la lectura? Volviendo a Jacques Rancière, esta política sería quizá una política del disenso: recordemos que, para Rancière, el desacuerdo político, la mésentente politique, está relacionada formalmente con el malentendido literario, le malentendu littéraire. Si lo que he sugerido aquí es que “de lo que hablamos cuando hablamos de la alegoría” (lo tomo prestado de Raymond Carver) es de la cuestión de la política, también lo es siempre del debate en torno a la creación del canon y a la autoridad disciplinaria. Extender la política de la disciplina y la creación del canon a esta hebra subterránea comportaría inevitablemente un desacuerdo infinito sobre qué textos deberían ser considerados canónicos, sobre qué voces deberían considerarse la autoridad sobre las demás. Aquí, las voces soberanas de los críticos literarios latinoamericanos que leen textos que, en palabras de Moreiras, alegorizan ergo autorizan, recularían en favor de prácticas críticas postsoberanas (para decirlo con Óscar Ariel Cabezas), en las que la autoridad de los textos literarios y críticos (incluido este que lees) sería cuestionada; los maestros (de textos, departamentos, campos), abolidos; y la alegoría, herida e hiriente: infinita e infinitamente imposible.

[1] La cita corresponde a la traducción de Ignacio Álvarez de “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism” [La literatura del tercer mundo en la era del capitalismo multinacional. Revista de Humanidades, 23 (junio de 2011): pp. 163-193].

[2] Según la traducción de Enrique Lynch de Allegories of Reading [Alegorías de la lectura: lenguaje figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust. Barcelona: Lumen, 1990].

[3] Traducción propia del artículo de Aijaz Ahmad “Jameson’s Rhetoric of Otherness and the National Allegory” [“La retórica de Jameson en torno a la otredad y la alegoría nacional”] (1986). Social Text, 15 (pp. 65-88).

[4] Según la traducción del propio González Echevarría de su libro The Voice of Masters: Writing and Authority in Modern Latin American Literature [La voz de los maestros: escritura y autoridad en la literatura latinoamericana moderna. Madrid: Editorial Verbum, 2001].

[5] Traducción propia de la cita, perteneciente a la obra de Carlos Alonso The Spanish American Regional Novel. Cambridge: Cambridge University Press, 1990.

[6] Ibídem.

[7] Traducción propia del artículo citado.

“Los discursos que reproducen y reafirman identidades particulares son terriblemente opresivos”. Entrevista con Mariano Siskind

 

Por: Mauro Lazarovich

Imagenes: Shannon Rankin


Mariano Siskind es profesor de Lenguas y Literaturas Romances y Literatura Comparada en la Universidad de Harvard. Este año publicó Deseos Cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina (Fondo de Cultura Económica). El libro, traducción de Cosmopolitan Desires (Northwestern University Press, 2014), se introduce de lleno en el debate actual acerca de la literatura mundial y sus posibilidades de renovación del canon literario universal y del estudio de la literatura comparada. Deseos Cosmopolitas, además, propone un recorrido por la historia de literatura latinoamericana, enfocándose muy especialmente en dos de sus mayores hitos, el modernismo y el realismo mágico, para abordarla a partir del modo en el cual se insertó en la literatura del mundo. En diálogo con Transas Mariano Siskind aborda estos temas y propone una aguda reflexión acerca de los problemas vigentes en relación con la identidad, el cosmopolitismo y la modernidad global en un momento en el que esos mismos conceptos entraron en crisis.

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Mariano Siskind

¿Cómo surgió Deseos cosmopolitas?

El origen del libro tiene que ver con una insatisfacción respecto del modo en el que una parte importante de los especialistas en literatura y cultura latinoamericana en Estados Unidos y en América Latina suelen plantear sus agendas críticas y teóricas.  Eran muy estrechas y un poco previsibles. Esto te estoy hablando de hace unos diez años, ¿no? [Ahora no creo que sea tan así.] Y también, una enorme incomodidad o insatisfacción con la manera en que los departamentos de literatura comparada en Estados Unidos piensan el lugar de la literatura latinoamericana en particular, y de las literaturas no europeas en general; de las literaturas de los márgenes del mundo, digamos.

¿Por qué esa incomodidad o insatisfacción?

Me parece que hay un doble efecto de marginación. Una suerte de auto marginación del campo latinoamericanista respecto de debates que tenían un lugar muy central en las humanidades, y al mismo tiempo, una exclusión de lo latinoamericano de los lugares en donde esas discusiones estaban teniendo lugar; por ejemplo, en el caso de la academia americana, condenando a la literatura latinoamericana al lugar del native informant (del informante nativo). “Vos vení y hablá de tu diferencia cultural”, pero no como un participante de las discusiones generales sino como, digamos, proveedor de una materia prima diferencial. O la excluían de la parte más sustantiva e interesante de esas polémicas y discusiones o participaban de una manera un poco ornamental. “Tenemos acá tanto en nuestro elenco de participantes el representante o la representante de América Latina”. Como para cumplir.

¿Por qué decidiste poner el foco en el cosmopolitismo?

A mí me interesaba pensar una cosa bastante obvia, que creo que digo en la introducción del libro, que en la tradición de la cultura y la literatura latinoamericana, la modernización cultural fue pensada principalmente en relación con el estado nación y con el horizonte de la cultura nacional (o regional, latinoamericanista, depende de la tradición intelectual en cuestión), pero la pregunta de la cultura latinoamericana siempre era: ¿Cómo ser modernos y latinoamericanos? o ¿Cómo ser modernos como ellos, pero preservando nuestra diferencia cultural? A mí me parecía que esa era una discusión definitivamente agotada. Que no sólo había cumplido su ciclo histórico, sino que además no iluminaba, ni permitía entender dimensiones fundamentales del presente global de la cultura latinoamericana: las zonas y prácticas globales de la propia cultural latinoamericana. Entonces, pensar los modos en que lo latinoamericano se articula en relación con una idea de modernidad global y de cosmopolitismo me permitía justamente tratar de reconstruir, o construir retrospectivamente, una genealogía dentro de la cultura latinoamericana. Una genealogía no necesariamente alternativa, porque yo no inventé autores que no eran evidentemente canónicos (aunque tuviesen diferentes lugares dentro del canon latinoamericano), sino que, al pensarlos como archivo cosmopolita, la tradición del pensamiento y los imaginarios cosmopolitas en América Latina, conducían a una reflexión muy diferente de la que resultaba de la tradición del pensamiento de la modernización del estado nación.

O sea que encontraste en el cosmopolitismo un camino en buena medida inexplorado…

No, no. Para decirlo muy mal: no es que no existiera una reflexión sobre el pensamiento y los imaginarios cosmopolitas en América Latina sino que tenían un lugar muy marginal respecto de la tradición de reflexión sobre la modernización centrada en la cultura nacional o diferentes articulaciones particularistas; como si el pensamiento sobre la modernización nacional y regional fuesen una avenida anchísima como la 9 de Julio y la tradición cosmopolita fuera una suerte de vereda, o una callecita lateral, que no alteraba el tráfico principal de la modernización determinada por el horizonte nacional. No es que yo quiera restarle importancia o centralidad a los procesos de modernización que se pensaron en relación directa con la cultura, la literatura y la política nacional, para nada. Mi punto es que la manera en que la tradición crítica latinoamericana saturó la hipótesis de, digamos, la vía nacional hacia la modernización cultural, impidió ver un archivo cosmopolita denso y complejo que imaginaba un tipo de modernización muy diferente, muchas veces en contradicción con las determinaciones nacionales de los procesos culturales hegemónicos, y que la excavación arqueológica de esa genealogía cosmopolita ilumina deseos de mundo constitutivos de la cultura latinoamericana que el énfasis sobre el horizonte nacional vela y desplaza. Y lo último que te digo súper rápido, mi tercer problema o cuarto, no sé cuántos te dije ya, era con el modo en el que se conceptualizaba el cosmopolitismo, un concepto que está evidentemente sub teorizado. La crítica latinoamericana se saca de encima la complejidad conceptual e histórica del cosmopolitismo de sus muchas acepciones como si se tratara apenas de algo sobre entendido. “No hace falta conceptualizar qué queremos decir con cosmopolitismo porque todos ya sabemos a qué nos referimos, ¿no? Estamos hablando del respeto y la aceptación de la diferencia, de desplazamientos, de viajes, fascinación por lo extranjero y esteticismo apolítico, ¿no?”. No, obviamente no. O directamente aparecía como negación crítica de la cultura nacional, algo así como un lugar de resistencia respecto de lo nacional, cuyo valor no tendría que ver con la afirmación de una agencia, sino con su capacidad de dislocar, oponerse y resistir al imaginario nacionalista. Entonces toda esta banalidad conceptual me rompía terriblemente las pelotas. De ahí viene mi noción de “cosmopolitismo marginal”, que tiene que ver con esta conceptualización psicoanalítica del sujeto del deseo cosmopolita en América Latina y otras culturas marginales en el contexto de la modernidad global.

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Shannon Rankin. Basin, 2009.

El libro se publica en español dos años después de su versión en inglés. Imagino que, en términos de recepción, las reacciones de los dos públicos deben haber sido bastante distintas.

A mí me interesaba mucho que se pudiera traducir al castellano y que fuera leído en América Latina porque el libro polemiza con hipótesis establecidas e institucionalizadas del latinoamericanismo. Cuando hice mis primeras presentaciones de diferentes capítulos en el año 2010, en Argentina, me fue como el orto. La gente se lo tomaba pésimo, incluidos muchos amigos muy queridos y que respeto y admiro. Es un libro que parte de una provocación, escrito contra la ideología latinoamericanista del campo latinoamericano, contra la tradición crítica del americanismo, que se institucionaliza y se vuelve dogma durante las décadas del 70 y el 80. Empecé a presentar las ideas del libro, y salvo por grupo chico de amigos que compartían algunas de mis ansiedades (Gonzalo Aguilar, Alejandra Laera, Martín Bergel, María Teresa Gramuglio, y algunos otros), en general caían muy mal, molestaba, participé de discusiones fuertes que tenían algo de desacuerdo, algo de malentendido y también algo sintomático.

Pero ¿por qué? ¿Por dónde pasaba el reproche?

Había dos cosas. Primero, (y esto no es propio de Argentina ni de América Latina, sino que es, lamentablemente, un fenómeno generalizado del mundo académico) había una cierta dificultad para la escucha. Yo decía modernización cosmopolita o modernidad global y muy pocos prestaban atención a lo que estaba haciendo con esos conceptos; si lo que yo estaba diciendo era un lugar común banal del discurso crítico contemporáneo, o un intento de teorizar y resignificar las nociones de cosmopolitismo, modernidad global, globalización, y universalidad, en términos rigurosos y productivos para leer los objetos sobre los que yo quería trabajar. Es terriblemente triste y demasiado frecuente: hay una enorme incapacidad para escuchar lo que el otro dice, y tratar de entenderlo en sus propios términos, antes de traducirlo a marcos teóricos e ideológicos propios y tradiciones críticas afines, institucionalizadas y muchas veces anquilosadas. Yo digo “es imposible renunciar a lo universal como horizonte de cualquier agencia estética y política”, y ahí nomás salta uno a gritarte que no, de ninguna manera, lo universal borra y oprime la diferencia, lo universal es el significante de la opresión, y no sé cuántas boludeces más, y de inmediato cierra los oídos a una elaboración que vos venís haciendo desde hace años sobre este y otros conceptos a través de una ingeniería compleja, porque le interesa más la traducción inmediata de lo que cree que está escuchando a sus propios términos, que entrar en tu discurso, entender lo que estás planteando y a partir de ahí, discutir y marcar desacuerdos. El 90% de los académicos discute con sus propios fantasmas, y no con quien tiene enfrente, y por eso los debates académicos son tan superficiales, tan fragmentados y tan personales (en el peor sentido de lo personal). Y además, en general, a ese 90% le resulta imposible discutir de manera más o menos horizontal y proponer una discusión que se sustraiga de jerarquías institucionales y se abstenga de infantilizar y boludear al otro. Y después estaban los más pelotudos que de manera más abierta o más taimada me reprochaban que discutiera cánones y metodologías críticas locales después de haberme ido a estudiar y a trabajar afuera: “no vengas a imponernos las boludeces que dicen en Estados Unidos, acá también tenemos ideas, y somos mucho más serios”. Algo así. La pasé más o menos mal, aunque no me comí una durante esas discusiones, y al final me sirvió para profundizar todavía más la línea de argumentación que ya estaba trabajando, y pelearme con quienes ya me estaba peleando de manera más explícita.

Entiendo. Además hay una apuesta tuya en el libro, que imagino que también es una provocación, de apelar a figuras que se presuponen marginales como las de Baldomero Sanín Cano, Manuel Gutiérrez Nájera o, sobre todo, Enrique Gómez Carrillo. Pareciera haber como una apuesta en salir de lo obvio.

Eso no es tan provocador porque es algo que la crítica hace desde el S. XIX y, bueno, de hecho, el propio Darío hace eso con Los raros. Siempre hay un intento de rearmar y de discutir con el canon y con el mapa de la literatura que subyace a un canon. Más bien, en mi caso se trataba primero de pensar en los imaginarios cosmopolitas latinoamericanos como archivo y como estructura. Eso requería un trabajo de investigación que fuera más allá de los lugares conocidos y consagrados. Requería entonces un trabajo más de investigación y de construir ese archivo que no existía en tanto que archivo. Y después, y esto quizás sí es menos previsible, estaba la idea de proponer una idea donde los escritores no son autores monolíticos. Donde la figura de Martí, por ejemplo, que es la residencia del discurso más potente que existe en la cultura latinoamericana sobre su particularidad diferencial, también puede pensarse, en flagrante contradicción con ese lugar canónico, como el sitio de un discurso cosmopolita y literario-mundial. El autor de “Nuestra América” no es el autor de “Oscar Wilde”, es imposible reconciliar la contradicción que escinde el cuerpo discursivo de Martí, que persiste como tensión irresuelta y como clivaje: Martí no es Martí, o Martí no es igual Martí, en uno hay un deseo latinoamericanista, y en el otro, un deseo de mundo que vive lo americano, su cultura y su lengua como una cárcel de la que es preciso liberarse.

Algo parecido pasa con Darío, ¿no?

Sí, hay que tratar de pensar a estos monumentos de la literatura latinoamericana en contra de sí mismos. Si la tradición crítica considera que Darío es el cosmopolita modernista yo digo: “bueno, sí, pero pará, es un cosmopolitismo francés”. O sea, que el cosmopolitismo de Darío está estructurado alrededor de una idea infinitamente restringida del mundo. Mientras que en Gómez Carrillo hay un mundo mucho más amplio, constitutivamente marcado por las contradicciones que resultan de las limitaciones y el potencial global del modernismo. Muchas de estas figuras incluso, como Gutiérrez Nájera o González Prada, sí están re-contra-trabajados en sus países, pero son leídos como figuras fundantes de lo nacional. A mí interesaba armar un archivo cosmopolita donde los deseos de mundo no están por fuera de los deseos de nación, sino que se superponen y se dislocan mutuamente.

Va otra. En el libro aparece en tándem con tu preocupación por el cosmopolitismo una atención constante por el último revival de la literatura mundial. Vos en tu libro hablas del “potencial inclusivo de una literatura mundial de inflexión ética”. ¿Te parece que realmente hay una posibilidad de cambio en los hábitos de lectura o los programas de estudio? Digamos, sencillamente, ¿te parece que es posible un canon más heterogéneo y más democrático?

No lo sé. Quiero decir, depende. Eso no va a depender nunca de un libro, sino en todo caso de políticas institucionales y de coyunturas políticas. Es imposible saber. Pero sí, creo que sí, en la medida en que hay muchos colegas haciendo lecturas muy radicales de “nuestros clásicos”. Falta terminar de desactivar la ideología latinoamericanista, particularista y diferencial del campo latinoamericano, que cierra más de lo que abre, y patrulla y sofoca la posibilidad de nuevas reconfiguraciones radicales de lo latinoamericano en contra de sí, de latinoamericanismos dislocados, desplazados y menos latinoamericanos. Creo que, los discursos particularistas, y con esto me refiero  a discurso regionalista, al multiculturalismo, a los imaginarios político-culturales de lo de lo nacional-popular, es decir, a todos los discursos que reproducen y reafirman identidades particulares, en contraposición a discursos que tratan de disolverlas para pensar alianzas y re-articulaciones contingentes más amplias, digo, creo que esos discursos particularistas e identitarios son terriblemente opresivos. Creo que son reaccionarios, y que son una forma muy precaria de tramitar, o de elaborar, para decirlo rápidamente, la angustia que produce el mundo contemporáneo. Yo creo que, en el pensamiento cosmopolita, insisto, al menos como lo trabajo yo en el libro, y no en términos absolutos, o en términos kantianos, normativos, hay un potencial liberador. La identidad es una construcción opresiva. La disolución de la identidad, aunque provoque una cierta indeterminación que pueda después transformarse en las articulaciones contingentes más amplias a las que me refería recién, ofrece una forma de pensar formaciones ético-políticas y estéticas que son mucho más interesantes y sofisticadas como actos de lectura precisamente porque es necesario articular la estructura geocultural que las sostiene en cada uno de nuestros discursos críticos, porque ya no hay estructuras dadas como “cultura nacional” o “América Latina”.

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Shannon Rankin. Drift, 2009

Ahora me gustaría preguntarte con qué estás trabajando después de Deseos Cosmopolitas. Entiendo que tenés una novela en el horno. Ya con título tentativo, Atlas de mi geografía sentimental, ¿no? ¿Qué estas escribiendo?

Se llama así, tal cual, y no tengo la menor idea de cómo va, ni de cómo avanza, ni exactamente hacia dónde. Aunque tengo bastante en claro de qué va y con qué materiales estoy trabajando.

Otro libro con el que venías trabajando es uno sobre el rol de los intelectuales en la primera guerra mundial. ¿Puede ser?

Sí. Ese libro lo terminé. Y lo rompí. Porque no estaba muy bien. Es una investigación que hice de la que publiqué, creo, cuatro ensayos en distintas revistas. Es un libro en el que empecé a trabajar cuando terminé Deseos Cosmopolitas. Hice una investigación muy intensa y, básicamente, un poco por azar (así son las investigaciones), di con un enorme archivo de escritores de la literatura latinoamericana en relación con la Primera Guerra Mundial. Escritores latinoamericanos escribiendo desde el frente, o escribiendo libros sobre la guerra que no fueron leídos. Ese libro lo terminé, pero no me gustaba, y no tuve tiempo de trabajarlo como hubiera querido porque los tiempos de las demandas institucionales nunca coinciden con los tiempos de la lectura y la escritura de un proyecto nuevo y ambicioso. Entonces decidí romper el contrato que tenía con la editorial y dejarlo reposar hasta que se me ocurrieran mejores ideas.

¿Y mientras tanto?

Mientras tanto estoy escribiendo otro libro en relación con un seminario de doctorado que di acá en Harvard sobre cultura y teoría contemporánea, y que empieza donde Deseos cosmopolitas termina. Es decir, parte de la idea que el cosmopolitismo es un concepto útil para pensar modos de desplazamiento e imaginarios globales ligados a la alta modernidad, pero que no nos sirve para pensar los desplazamientos y dislocaciones increíblemente traumáticos de inmigrantes y refugiados a través de una geografía marcada por la guerra y la crisis ecológica perpetuas, una geografía que ya no es mundo, porque es imposible invocar al mundo como lo hacían los cosmopolitas, como horizonte discursivo de una emancipación universalista por venir. Entonces, mi problema ahora es como llamar a ese no-cosmopolitismo, y a ese espacio dislocado que ya no es mundo. Es muy loco porque el Brexit y el triunfo de Trump vinieron a reforzar estas ideas que ya había presentado el año pasado para este seminario/libro.

En relación con lo que venís diciendo vos, hace un par de semanas firmaste una carta junto con todo el departamento de Romance Languages and Literatures de Harvard en apoyo a estudiantes, staff y docentes que quedaron más expuestos a persecuciones de todo tipo después del triunfo de Trump porque, sino me equivoco, fueron agredidos en el campus. Digo, no pareciera ser el mejor momento para ser cosmopolita…

No, al revés, el horizonte de justicia universal que es constitutivo de todos los cosmopolitismos es indispensable hoy más que nunca. Pero debe ser contorsionando y reinventando los sentidos del cosmopolitismo para que sea capaz de sostener un pensamiento y una agencia respecto de toda la mierda que está pasando hoy, y no un cosmopolitismo que suponga una vuelta a viejas formas de elitismo o una reinscripción de formas privilegiadas de desplazarse por el mundo. Lo que sucedió acá en Estados Unidos desde el día siguiente prácticamente que Trump ganó las elecciones es que el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la homofobia que nunca dejó de existir en la sociedad norteamericana (y en todas las sociedades, al menos todas las que conozco), esas formas de discriminación que estaban latentes, se vieron legitimadas y autorizadas por el discurso de Trump y por su victoria electoral y en el último mes por los nombramientos que está haciendo en su gabinete. Y eso se tradujo inmediatamente en una enorme cantidad de agresiones y ataques en todo Estados Unidos, no sólo en los lugares que tradicionalmente son más hostiles y reaccionarios, sino también en lugares más insospechados como en el lugar en el que yo vivo y trabajo, en Cambridge, en Harvard.

¿Qué fue exactamente lo que pasó?

Una colega de mi departamento fue atacada y recibió insultos racistas y xenófobos horribles y yo, como chair del departamento, junto con otros colegas, decidimos que era importante manifestarse, responder frente a lo que acababa de pasar y lo que seguramente seguirá pasando en Cambridge y lugares bastante más marcados por la historia del racismo y la xenofobia. Es importante que las instituciones culturales y educativas asuman la responsabilidad de resistir cualquier atisbo de normalización de las formas más sutiles y más explícitas de discriminación. Y no se trata sólo de una disputa discursiva porque hay cuerpos particularmente vulnerables que están en peligro, que ya estaban en peligro, que nunca dejaron de estar en peligro, pero que ahora están mucho más expuestos. El mundo es una mierda, es un espacio de pura intemperie. No hay refugios. No hay una arcadia feliz donde podamos ir a refugiarnos. Estamos viviendo en tiempos del fracaso del proyecto cosmopolita como promesa de emancipación y reconciliación universal. Yo qué sé. No hay dónde ir, no hay lugares reconciliados, exentos de esta intemperie y esta amenaza, aunque no todos la sufran de igual manera, aunque haya cuerpos mucho más vulnerables que otros, pero nadie está salvo de la violencia estructural que organiza esto que ya no es mundo, nadie, porque la violencia es constitutiva de las dimensiones globales de nuestras vidas, pero también de lo más íntimo y doméstico, ¿no? Es desolador, bleak, y a mí no me gustan los libros que vampirizan condiciones terribilísimas para acumular capital crítico y teórico. Todavía no sé cómo salir de esto, pero en eso estoy.

Artes de la cartografía y deseo de mundo. Sobre Deseos cosmopolitas de Mariano Siskind

 

Por: Mauro Lazarovich

Imagen: Shannon Rankin. Adaptation, 2011.

Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina (Fondo de Cultura Económica, 2016) es el último libro del crítico literario Mariano Siskind. En pleno nuevo apogeo de la literatura mundial, Mauro Lazarovich nos acerca esta obra que propone recorrer la literatura latinoamericana tomando como eje un “deseo de cosmopolitismo”, que, a pesar de fracasar en sus ansias de universalización, triunfa por la producción de “nuevos horizontes imaginarios” derivados de la reelaboración de la cultura local al traspasar las fronteras nacionales.


Deseos Cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina. Mariano Siskind

Fondo de Cultura Económica, 2016.

384 páginas

“Salgo de casa, de la esquina de Johnson y Bushwick (epicentro de East Williamsburg), y camino hacia el oeste, hacia Williamsburg a secas, del margen al centro, de la periferia industrial y gris donde vivo, hacia la costa sofisticada y pretenciosa del East River. Camino por Bushwick hasta Metropolitan y después todas las cuadras, diez, doce, hasta Bedford, donde otra vez vuelvo a sentirme, como siempre, como en el colegio y en la colonia de vacaciones, como en la playa y en el club, como cuando mi esposa me dejó, como en el comedor de La Nación, como en los cumpleaños y en cualquier tipo de reunión social: fuera de lugar”.

El breve monólogo es del protagonista de Historia del Abasto, la novela de Mariano Siskind publicada en el año 2007 por Beatriz Viterbo que narra, de una forma fragmentaria, indirecta y auténtica una serie de historias conectadas casi exclusivamente por el espacio geográfico en el que suceden, el barrio porteño del Abasto, el que, de algún modo, actúa como su condición de posibilidad. Aunque su título en español no lo exprese tan bien como la traducción en francés ─Comme on Part, Comme on Reste─, en el que las ganas de quedarse y el anhelo de irse están separados apenas por una coma, el libro de Siskind, que no en vano empieza en castellano y termina en inglés y es protagonizado por un personaje que al principio parece negado a moverse del Abasto y, contra todas sus previsiones, acababa desamparado pero libre en Brooklyn, adelanta muchos de los temas que el autor acabaría por desarrollar, de un modo absolutamente distinto y ahora desde su rol de académico e intelectual, en su último libro. En Historia del Abasto ya están lo determinante de la geografía, la sensación de desconexión, de estar “fuera de lugar”, y la fantasía, el “deseo” de partir.

Este año el Fondo de Cultura Económica publicó Deseos Cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina de Siskind, quien es actualmente profesor de Lenguas y Literaturas Romances y Literatura Comparada en la Universidad de Harvard. El libro, que aparece en su versión en español dos años después de haber sido publicado en inglés, viene a ubicarse dentro de una biblioteca que la editorial está armando paulatinamente mediante la divulgación de libros como El burgués: entre la historia y la literatura (2014) y Lectura distante (2015) de Franco Moretti, una de las más relevantes figuras de la crítica literaria actual y quizás el principal culpable del último revival de la literatura mundial. Este regreso ha traído consigo el debate acerca de sus posibilidades de renovar un canon literario percibido como demasiado homogéneo y demodé, así como acerca de su potencial para revitalizar el estudio de la literatura comparada.

Si bien ya ha aparecido una gran cantidad de material que se ocupa del tema (entre otras cosas, un dossier organizado por Ignacio Sánchez Prado que reúne intervenciones críticas de intelectuales como Mabel Moraña y Graciela Montaldo), Deseos Cosmopolitas se destaca claramente al configurarse como un serio intento de recorrer la literatura latinoamericana desde su “deseo de cosmopolitismo”, es decir, desde el reconocimiento de su exclusión del mundo y de su ansiedad por pasar, finalmente, a ser parte de él.

El ingreso de Siskind al debate sobre la literatura mundial o, dicho de otro modo, su interés por el “discurso estético y cultural sobre el mundo como horizonte de significación” (pág. 29) es entonces, en realidad, una excusa, una inquietud que corre en paralelo al objetivo central del libro: “el deseo de comprender los fundamentos históricos y teóricos de los discursos literarios cosmopolitas” (Pág. 29). Gonzalo Aguilar ya había procurado rastrear la diatriba compleja y episódica de los momentos en los que la periférica literatura latinoamericana hacía su ingreso en una literatura mundial todavía en proceso de construcción, revelando así las ausencias de una universalidad del todo artificial. Siskind procurará, en cambio, tanto la inspección del cosmopolitismo latinoamericano (una anatomía del “deseo de mundo” en su versión “cosmopolita marginal”), como la indispensable tarea de configurar un archivo cosmopolita en América Latina que permita hacer visible su historicidad y, sobre todo, su contingencia. Porque si algo señala como una constante en las circunstanciales apariciones de la pulsión por leer al mundo como un modo de inscribirse en él, es la condición de la “estrategia cosmopolita” como un escape doble, hacia adentro y hacia afuera: contra una universalidad falsamente hospitalaria con los márgenes y contra un campo cultural local saturado de significantes nacionalistas.

El archivo que Siskind crea, que encuentra su primer precursor, totalmente inesperado, en José Martí y su crónica sobre la visita de Oscar Wilde a Nueva York en 1882, le permite procurarse un recorrido que se detiene especialmente, y de manera nada casual, en los que presuntamente se consideran dos de los grandes “regalos” o “aportes” de Latinoamérica al mundo: el modernismo y el realismo mágico (otro sería, claro, el propio Borges, en soledad, que es apenas trabajado). Hay mérito de Siskind en atreverse con dos campos que parecían ya analizados desde todos los flancos y de proponer una apuesta por lo menor, una mirada transversal que le permite entrarle a lo acostumbrado con originalidad y frescura. Este interés por aspectos que se supondrían marginales, lleva al argentino a autogestionarse ─como ya he dicho─ un archivo original, a construir una antología que pasa, claro, por Martí y Darío, pero que en el medio se ocupa de invocar caras menos conocidas del modernismo: por ejemplo, las de Manuel Gutiérrez Nájera, Enrique Gómez Carrillo y Baldomero Sanín Cano.

Es en la configuración de ese canon que se visibiliza la provocación de Siskind, que pasa por revelar los aspectos menos conocidos de figuras que se presumen agotadas, ya sea para mostrar algunas facetas silenciadas por ciertos discursos nacionales y regionalistas o bien, en sentido contrario, para dudar de la supuesta universalidad de figuras unánimemente erigidas como eventos centrales de la genealogía cosmopolita en América Latina. Incluso cuando acomete el abordaje de figuras como la de Darío, procura exhumar acontecimientos desatendidos como el encendido y especialmente rico debate que mantiene el poeta con Groussac, o bien de poner el dedo en la llaga, en las suturas, de captar los momentos en los que un melancólico Darío choca de frente con la cruda e injusta realidad de que su idealizada y supuestamente acogedora París nunca le ofrecerá el reconocimiento que sabe que merece. “Aunque Darío nunca perdió las esperanzas -señala Siskind- sufrió una desilusión tras otra: en París siempre le tocaría el papel de poète rastaquouère, incapaz de superar el estigma de su particularismo marginal” (pág. 290).

El otro costado de la búsqueda dariana por convertirse en universal sería, en Deseos cosmopolitas, el realismo mágico y su rastreo de una cierta “esencia” de lo latinoamericano.  En otro de los capítulos el crítico propone un recorrido por los viajes del género alrededor del mundo, es decir, por su “universalización”. La misma, si bien es constantemente delimitada y matizada por él, le sirve para revelar dos características fundamentales. Por un lado, el hecho de que el realismo mágico se convertiría en una salida narrativa de enorme productividad para escritores que intentaban el retrato de sus muy diversas realidades. “Después de Cien años de soledad había que volverse latinoamericano” (pág. 133), lo que vale decir: menor, subalterno y poscolonial, desliza en un momento Siskind (citando a Gerald Martin) con autores como Mo Yan, Mía Couto o Salman Rushdie en mente. Por otra parte, aparece un segundo aspecto que sirve como parcial explicación del primero, y es que la funcionalidad del realismo mágico radicaría en buena medida en la construcción de un discurso caracterizado por surgir en “formaciones culturales marcadas por la falta y por el reconocimiento de deseos de emancipación que dislocan y reconfiguran las cartografías hegemónicas de la literatura mundial” (pág. 122).

Digamos que el realismo mágico y sus reelaboraciones en la periferia poscolonial consiguen un diálogo desjerarquizado con el centro, de una igualdad ─si se quiere─ ficticia, pero, insiste el autor, productiva. De una productividad, nos dirá Siskind, capaz de, por un lado, revelar que distintos posicionamientos en el mundo generan distintos imaginarios, o para decirlo con él, que el cosmopolitismo “al resituar distintas variantes del particularismo cultural en redes transculturales de significación más vasta, produce configuraciones y prácticas estéticas inéditas” (pág. 41). Y, por otro, finalmente, capaz de exponer a la razón hegemónica en toda su insuficiencia y su imposibilidad para suturar las heridas que produce Latinoamérica o, digamos ya, la experiencia del margen; y capaz también, digo por último, de evidenciar que el cosmopolitismo, en tanto que discurso ficticio, o “fantasía neurótica”, aun fracasando en la realización de sus objetivos universales, y en tanto que productor de “nuevos horizontes imaginarios”, quizás, él sí, lo consiga.

Gabriel García Márquez. Edificación de un arte nacional y popular

Por: Ángel Rama

Introducción: Juan Pablo Castro

Imágenes: Nereo López

Compartimos aquí la primera de las cinco clases que integran una lectura en que Ángel Rama reveló alcances y operaciones del grupo Barranquilla para la literatura colombiana. Allí, a su vez, sugiere toda una definición de literatura y cultura. Se trata de un texto crucial a la hora de pensar lo nacional y lo popular en las artes de América Latina, así como una lectura obligatoria para mirar la obra de García Márquez desde las perspectivas regional, colombiana y continental.


En 1972, el gran crítico literario Ángel Rama impartió en la Universidad Veracruzana (México) un curso sobre la figura de Gabriel García Márquez y su particular forma de producir lo que el crítico llama –acaso con un grado de ironía– un arte nacional y popular. A pesar de haber sido grabadas y mecanografiadas con miras a su publicación, las clases permanecieron inéditas durante varios años, hasta ser rescatadas y publicadas, en 1982, por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de La República (Uruguay).

El libro consta de cinco lecciones, la primera de las cuales publicamos íntegramente a continuación.  En ella es abordada la obra del escritor colombiano desde un enfoque crítico que oscila entre las líneas troncales de la cultura caribeña y los lineamientos específicos del proyecto garcíamarqueano.  En el medio de esa oscilación encontraremos una aguda radiografía del Grupo de Barranquilla, conformado por Alfonso Fuenmayor, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio y Germán Vargas, entre otros, a quienes cabe el indudable mérito de llevar adelante una de las renovaciones más importante de la cultura colombiana.

Pero, sin duda, el aspecto más atractivo de la propuesta de Rama se encuentra en su hipótesis sobre el origen y el desarrollo del proyecto de García Márquez. La opción por las literaturas extranjeras de vanguardia en un momento en que lo inevitable era la descripción de tipos y temas nacionales, significó la búsqueda de  una lengua “capaz de traducir la novedad literaria extranjera y, al mismo tiempo, de expresar la relación directa y coloquial en la cual querían ubicar la invención narrativa”.

A lo largo de su argumentación, el crítico despliega una serie de documentos de escasa circulación, correspondientes a la obra periodística del joven García Márquez, en los que el lector podrá asistir al proceso por el que un escritor define la orientación de su carrera literaria. Tanto para quienes estén familiarizados con la obra del colombiano como para quienes deseen acercarse a ella, las clases de Rama conforman un libro insoslayable.

 

I

 

Este cursillo va a tratar de una tesis sobre la formación de la literatura apoyada fundamentalmente en textos de la novelística de García Márquez, lo cual implica usar un tanto a García Márquez como ejemplo para la demostración de una teoría literaria. Ahora bien, los textos  fundamentales que vamos a trabajar son La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad; además usaremos, desde luego, algunos otros materiales que pertenecen a cuentos o diversas fuentes e informaciones que reseñaré directamente y por extenso si es  necesario.

 

Las direcciones del análisis literario, que son incluso previas a las opciones metodológicas, determinan el trabajo crítico, fijan su campo y diseñan sus límites. Dos grandes líneas pueden dibujarse; ellas permiten ver a la obra literaria de muy diversa manera y nos conducen a resultados bastante diferentes. Para una, la obra es una invención artística autónoma, válida en sí misma y capaz de desplegar suficientes significados sin ayuda de otros datos intelectuales. Como la operación crítica es siempre una operación de reinserción es un cuadro donde las resonancias y las referencias se completan y explican, esta dirección del análisis reinserta la obra literaria en otras obras literarias y en lo que en todas ellas concurre a la mayor especificidad: lo que un estructuralista llamaría la literaturidad, con lo cual queda fijado el límite estrecho del campo crítico en beneficio de una propuesta de concentración y de especificidad.

 

Otra dirección es la que, reconociendo también la validez autónoma de la obra literaria, busca sin embargo reinsertarla en un campo más variado y complejo que es el de la cultura, el cual, obviamente, desborda al de la literatura. En esta concepción, la obra alude, refiere, contesta, dialoga y desarrolla otros sectores intelectuales que no son literarios y eso en la misma medida y paralelamente al cumplimiento de un decurso específicamente literario. Lo anterior no significa que ella se vincule  con una realidad concreta, aunque en efecto, la existencia real es el sustrato de todas las operaciones posibles, sino que, más estrictamente, se  integra a las obras de la cultura en las cuales la realidad se resuelve al nivel de la conciencia humana, y forma el discurso cultural general que va desarrollando una sociedad para comprenderse y cumplir un destino histórico. Este discurso admite, desde luego, las particularizaciones a las  cuales designamos, atendiendo a su especialidad, como géneros, aunque debiéramos ampliar su número para que pudiera caber la filosofía, la historia, la ciencia política, el periodismo tanto como la poesía «no culta», la música, las costumbres tradicionales, el repertorio erótico junto a la  literatura popular u oral. Pero aun reconociendo las particularizaciones y su legitimidad, esta orientación crítica no puede recortarlas entre sí para proceder a un análisis independiente; sólo puede llegar a descifrar cualquiera de estas particularizaciones culturales, en la medida en que pueda desarrollar una visión precisa de la intercomunicación de todas, una apreciación de su dinámica, un entendimiento de las diversas funciones y del lugar que cada uno de los sectores del discurso global, en este caso la literatura, ocupa dentro de la totalidad, así como las modalidades de su inserción en él y las modalidades de su aporte al desarrollo o transformación del discurso cultural.

 

Esta es nuestra opción para el estudio de las obras literarias, de tal modo que, cualesquiera de ellas por el solo hecho de emerger a la existencia con capacidad de perduración en el imaginario de los seres humanos (emergencia que se cumple en un medio cultural determinado, en una circunstancia histórica precisa y no repetible, en resumidas cuentas dentro de un tejido cultural viviente y único donde está diseñada la problemática de una sociedad y las diversas propuestas que sobre ella van presentando los sectores sociales), cualesquiera de ellas, como un proyecto cultural y no exclusivamente literario, como una respuesta a un debate que la engloba y la precede genéricamente. Pero la obra intenta modificar esas condiciones al mismo tiempo que les proporciona una réplica. Por lo tanto, verla dentro del marco de la literaturidad, significaría amputarla de sus proposiciones rectoras, y significaría incomprenderla al ignorar el discurso general del que procede y al que concurre. Esta dirección crítica se refuerza a sí misma –lo que es parte de su tarea de fundamentación y validación– cuando encuentra en la obra literaria, como rasgo definidor, una tendencia totalizadora que no halla en los mismos términos en las otras particularizaciones del discurso cultural global; esa tendencia la lleva a desbordar los límites de su sector específico, para tratar de  cumplir una función religadora e intercomunicante de la totalidad social, tal como le cabe al discurso cultural de la sociedad in totum. A diferencia de los sectores especializados de las ciencias naturales y de muchos de los correspondientes a las ciencias de la cultura (piénsese en la psicología, la historia, las artes plásticas, la sociología, la filosofía misma), la literatura maneja la totalidad humana, claro está que a través de investigaciones restrictas y concretas, y se ve obligada a proposiciones generales como es propio del proceso civilizatorio y a presentarse con una falsa autonomía que deriva de su afán de suplantar a la cultura, a la cual, sin embargo, sirve y elabora, pero como uno de sus resortes centrales. Tal funcionalidad subraya el valor propositivo de la obra literaria que, cuando es ampliada mediante el encadenamiento de diversas obras de un autor, de un grupo o de una escuela, permite descubrir los términos de un proyecto cultural perfectamente delimitado y su progresiva elaboración a través de diversas etapas históricas.

 

De acuerdo con esta primera fundamentación metodológica, lo que nos proponemos es mostrar cómo se cumple un determinado proyecto cultural planteado por la emergencia de una serie de obras literarias, y por el proceso que siguen ellas a través del tiempo. Este proyecto cultural lo vemos en torno a una problemática que está bastante ajena a los problemas que la crítica reciente ha considerado. Aproximadamente hacia el año 1930, Antonio Gramsci planteó en Italia el problema de la insuficiencia, mejor dicho, de la inexistencia de una literatura  nacional y popular en el país, y trató de explicarse por qué el país y el pueblo se alimentaban de un material que no pertenecía a la literatura  nacional. Descubrió que, efectivamente, los intelectuales no habían sido capaces   de desarrollar un proyecto cultural que abarcara realmente la  interpretación de la nación. En uno de los textos decía Gramsci:

 

Es cierto que nada impide teóricamente que pueda existir una literatura popular artística, pero no existe de hecho ni una popularidad de la literatura artística ni una producción indígena de literatura popular, porque no hay identidad entre las concepciones del mundo de los escritores y del pueblo. Es decir, los sentimientos populares no son vividos como propios por los escritores, ni estos tienen una función educativa nacional: esto es, no se han planteado, no se plantean el problema de dar forma a los sentimientos populares después de haberlos vivido y asimilado.

 

Esta preocupación de Antonio Gramsci podría haberse extendido del campo italiano a todo el campo hispanoamericano, donde, efectivamente, no conocemos una proposición concreta ni el desarrollo de un proyecto cultural que intente lograr una literatura nacional y popular. La  obra de García Márquez nos sirve para tratar de ver cómo se ha ido elaborando a lo largo de un periodo que abarca aproximadamente veinte años, una literatura cuyos tramos parecen muy discordantes y que, de facto, ha logrado en su culminación y en su coronación completar un proyecto inicial vagamente establecido y oscuramente delimitado.

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Germán Vargas, Álvaro Cepeda y Gabriel García Márquez en Bogotá, 1968.

Cuando en el año sesenta y siete la publicación de los Cien años de soledad cierra un determinado período de la obra de García Márquez, también corona un proyecto que comienza a esbozarse y a plantearse a fines de la década del cuarenta: y ese proyecto, que en varios textos  iniciales de García Márquez comienza a delinearse, es justamente el proyecto de representar una literatura nacional y popular. Parecería que para muchos de los tratadistas que se ubican dentro de una línea de preocupación social, esto es muy fácil y se logra simplemente coordinando diversas líneas, temas conocidos, formas más o menos comprensibles. Sin embargo, todos los intentos que han seguido estas formas simplificadas no han hecho sino darnos una literatura inferior, escasamente artística y yo diría impopular, en el sentido verdadero del término popular, es decir, una literatura que engaña con un producto adocenado del cual se espera pueda ser recibido por una determinada capa de la población. En los hechos, el proceso que sigue la narrativa de García Márquez para ir delineando el proyecto, es un proceso que yo llamaría dialéctico; un proceso en el cual no hay una primera composición de elementos que se van desarrollando en forma armónica y gradual, tal como querría en general una concepción crítica lineal, sino que es un proyecto en el cual se hacen planteamientos que son directamente rebatidos y destruidos posteriormente y reemplazados por nuevas formas. Un avance dialéctico del conocimiento, un avance dialéctico en el campo de la literatura corresponde efectivamente al enfrentamiento de materiales que se destruyen a sí mismos, y que, simultáneamente, generan la posibilidad de unas formas superiores de las cuales emerja la línea interna zigzagueante que va  desarrollando la cultura.

 

Para comenzar a comprender esto, conviene que empecemos por situar tanto la proposición creativa de García Márquez, como en general su literatura, dentro del marco cultural al que pertenece y que es el que nos importa para poder desentrañar su significado. Y la primera pregunta a la cual debemos dar respuesta es la que surge de interrogarnos acerca del medio cultural especifico en el cual se forma el escritor y del cual obtiene su material. Estamos diciendo que ningún escritor, absolutamente ninguno, inventa una obra, crea una construcción literaria en forma ajena al medio cultural en el cual él nace; que al contrario, todo lo que puede hacer es trabajar un régimen de réplica y de enfrentamiento con los materiales que van integrando su cosmovisión, y que, desde luego, implican una opción dentro de la pluralidad que le allega el medio en el cual se encuentra.

 

Normalmente hablamos nosotros de la existencia de una literatura hispanoamericana y de una cultura hispanoamericana, y esto no es otra cosa que una simplificación que trata de colocar las aspiraciones comunitarias de una cultura por encima de sus realidades objetivas. En los hechos, la unificación de una cultura, y en particular de una literatura hispanoamericana, deriva por una parte del manejo de un fondo lingüístico, de un tronco lingüístico común: y, por otra, de una  normación extranjera hecha por el régimen de imitación de modelos europeos  que ha seguido la literatura hispanoamericana a lo largo de un extenso período de su desarrollo. Cuando hablamos de un periodo romántico hispanoamericano, o de un período realista hispanoamericano, no hacemos sino copiar el sistema de periodización y las diversas escuelas europeas, en la medida en que los escritores hispanoamericanos también las copiaron. Y es esta circunstancia la que da un cierto aire común, una cierta mancomunidad al esfuerzo hispanoamericano de creación de literatura. Pero en los hechos, no se reconoce uno de los rasgos que me parece más propio y más singular del continente, que no es su unidad sino su fragmentación.

 

No habría modo de comprender la realidad hispanoamericana si no comenzáramos por reconocer la existencia de áreas culturales independientes. Áreas culturales donde se elaboran formas específicas que tiñen los productos de determinada zona. Y por más que los escritores unifiquen merced a la imitación del modelo extranjero sus productos y las creaciones literarias del continente, los rasgos específicos de la zona en la cual ellos se forman y de la cual derivan sus materiales –materiales que pertenecen fatalmente al campo de la cultura– hacen que cada una de estas creaciones deba incluirse en otra historia que es una historia regional: la historia de un área cultural. No debemos confundir áreas culturales con áreas nacionales, con el área de un determinado país, o sea con las fronteras dentro de las cuales existe. En los hechos, el régimen de división fronteriza de Hispanoamérica es consecuencia parcial del  régimen administrativo español, y de otras maneras de inserción extranjera, imperial, en los destinos de Hispanoamérica que ha fraguado países, ha deformado fronteras, ha restado superficies y, en muchos casos, ha  hecho una antojadiza división del régimen de fracciones que deriva del    proceso de la independencia. De tal modo que las fronteras  hispanoamericanas no corresponden a naciones, no corresponden a áreas culturales, sino que se superponen antojadizamente sobre ellas. Si nosotros tuviéramos que reconstruir el mapa de Hispanoamérica atendiendo a las áreas culturales, seguramente unificaríamos países, seguramente amputaríamos fragmentos de algunos de ellos. Claro está que esto sería una solución en cierto modo abstracta, porque la verdad es que ciento cincuenta años de vida independiente han fatalmente modelado dentro de determinados cánones educativos las culturas, y han creado ya, lo que podría llamar yo elementos contradictorios dentro de las áreas culturales. Consideremos como un área cultural hispanoamericana lo que llamaríamos el Tahuantinsuyo, es decir, el gran trasfondo étnico cultural que corresponde al imperio quechua, y que por lo tanto abarcaría el Perú, buena parte de Bolivia, del norte argentino, el Ecuador y aun zonas de la actual Colombia. Si el Tahuantinsuyo es por lo tanto un área cultural en la medida en que ciertos valores específicos se han ido trasmitiendo, y ciertas soluciones históricas han quedado como anquilosadas, como fijadas en el desarrollo, para la definición de esta cultura también deberemos reconocer que de los distintos modos de educación proporcionados a sus habitantes por los diversos países que integran el área cultural, han quedado elementos antitéticos que impedirían la reconstrucción total  de dicha área; y, desde luego, una zona del norte argentino no tiene   equivalente en la zona cuzqueña peruana que contiene de algún modo lo más propio y lo más característico del área cultural. Yo no puedo hacer ahora, sería muy largo, una de las tareas cuya realización me parece de las más importantes: un nuevo mapa de Hispanoamérica de acuerdo con las áreas culturales, pero sí, en concreto, voy a referirme a aquellas que tienen que ver con nuestro tema.

 

En un país como Colombia, en un país como México o en un país como Brasil, se puede proceder a su vez, a divisiones internas de zonas culturales, atendiendo a diversos parámetros que las van componiendo. Por un lado, lo que llamaríamos el fondo étnico-cultural; por otro, los elementos históricos determinantes que se han ido acumulando; por otro, el régimen que corresponde al Hábitat físico, al sistema alimenticio, a las formas de explotación de la tierra, al sistema de cultivo, minero, etc.; y por último, los elementos tradicionales que crean un complejo cultural.

 

En el caso concreto de Colombia distinguimos lo que se denomina «complejos culturales», como lo distingue, en general, la sociología más nueva sobre el país, observando que, dentro del mismo, hay zonas enormemente diferentes, zonas de las que algunas han sido rectoras  culturales y que por lo tanto han sometido al resto del país a sus lineamientos culturales: y estos lineamientos culturales significan automáticamente líneas literarias, líneas artísticas perfectamente delimitadas. Así, por ejemplo, cuando hablamos del complejo bogotano o del complejo santanderiano, nos referimos a dos grandes centros que han regido la  vida intelectual del país y de los cuales proceden la mayor parte de sus escritores: o cuando hablamos de un complejo vasto que se tiende en torno a Medellín y que ha mantenido férreamente lo que llamaríamos la tradición más arcaica y más epigonal de la literatura colombiana representada claramente en la obra de Carrasquilla, no hacemos sino marcar aquellas zonas culturales que han producido determinadas literaturas. Ellas han sido ascendidas a la categoría de rectoras de la comunidad y señaladoras de formas que debían ser imitadas y copiadas por todos los escritores. En cierto modo el anquilosamiento de la cultura colombiana es un anquilosamiento que deriva del de una zona determinada de esa cultura. Cuando el país se jacta de poseer la forma más pura del español, no hace sino endiosar uno de los modos del arcaísmo. «La forma más pura del español» no es otra cosa que la mera repetición de un español que pertenecería a la península ibérica y que estaría repitiéndose sin haber evolucionado y sin haberse desarrollado. En la medida en que, por lo tanto, hablamos de un purismo y de una tradición purista dentro de la cultura colombiana, estamos diciendo que es una cultura estancada y arcaica, por cuanto en la medida en que la lengua no es capaz de vivir, crear y desarrollarse apartándose de sus orígenes, estamos en presencia de una sociedad estancada y de una sociedad, desde luego, sometida desde el punto de vista social.

 

Efectivamente, el purismo de la cultura colombiana, el purismo lingüístico, pero además el purismo literario, por ejemplo de la obra de Carrasquilla –obra estrictamente pasatista– muestra cuál es la orientación de una determinada región del país. Pero ocurre que esta región fija y marca el derrotero cultural. Ejemplo de lo afirmado es un caso típico de polémica literaria: el enfrentamiento de Carrasquilla con el modernismo. En famosas cartas, Carrasquilla se burló de todas las    formas de la literatura modernista, salvando apenas la obra poética de José Asunción Silva, de tal modo que no hacía sino demostrar, en el momento mismo en que toda Hispanoamérica entraba en la nueva sociedad y en la nueva cultura que representó la literatura modernista, que la literatura colombiana quedaba aferrada a las formas del costumbrismo decimonónico.

 

Esta situación hace que ciertas zonas de un país no existan, que ciertas zonas de una nación no generen literatura. Concretamente, dentro del sistema de complejos culturales que forman Colombia, existe uno llamado el complejo costeño o fluviominense que abarca toda la zona de la costa Atlántica y que rodea a los ríos, fundamentalmente al Magdalena, que prácticamente no tuvo incidencia en la literatura durante mucho tiempo. Esta zona no produjo aparentemente literatura a lo largo del siglo XIX, y tampoco en forma coherente y organizada, a lo largo del siglo XX. Apenas comienza a manifestarse en las letras en los últimos treinta años.

 

Curiosamente en esta zona abandonada por la cultura, existían ciertos valores, ciertos escritores marginales que no fueron ni son todavía considerados a la altura de los principales escritores del país. Si cito el nombre de un poeta como José Asunción Silva o el de un escritor como Eustasio Rivera, sin duda estoy hablando de figuras que trascendieron el marco colombiano y que llegaron a todos ustedes: pero si en cambio, hablo de Luis Carlos López, es muy probable que para muchos de ustedes resulte un nombre enteramente desconocido. Sin embargo, me atrevería a decir, y creo que buena parte de la crítica más seria compartiría esta opinión, que no hay un poeta más importante en el siglo XX colombiano posterior al modernismo que Luis Carlos López a quien se llamó siempre desdeñosamente el tuerto López, y quien escribió poemas que se publicaban en las secciones humorísticas de los periódicos. Hoy se le rinde culto, un culto local, en la ciudad de Cartagena de Indias, pero no  ha alcanzado la dimensión universal que corresponde a la originalidad de su poesía. Su poesía se aparta de la línea cultural dominante del país, porque es una literatura burlona, mordaz, sarcástica y escrita bajo formas coloquiales que van rompiendo progresivamente los sistemas estróficos tradicionales. De algún modo, su obra es la negación de lo que fue   la poesía oficial colombiana. Esta poesía oficial quedó marcada por el modernismo, fue decorada suntuosamente por Guillermo Valencia quien no solamente atraviesa todo el siglo, sino que corona su carrera poética llegando a la presidencia de la república. Y Guillermo Valencia no consigue sino hacer perdurables las formas del modernismo, cuando el modernismo está enteramente muerto. Desde el año 1906 lo sabía Luis Carlos López que intenta un tipo de poesía como la que, por ejemplo, en España, Antonio Machado descubre desde Las soledades, Galerías y otros poemas del año 1907. Es decir, un tipo de poesía que rompe la estructura de la lírica modernista y que busca una serie de materiales de esencialidad y, al mismo tiempo, un contacto con cierto coloquialismo. A diferencia quizá, de la lección de Machado en España, Luis Carlos López es capaz de la utilización del humor en la literatura, adelantándose en mucho, a varios de los escritores hispanoamericanos actuales que descubren tardíamente el humor.

 

En el mismo sentido yo diría que si es fácil recordar un novelista como Eustasio Rivera o, incluso, un novelista tan epigonal como  Eduardo Caballero Calderón, es bastante más difícil saber de la existencia de Jorge Félix Fuenmayor. Fuenmayor es también un escritor que por sus años podría emparentarse con Luis Carlos López. Crea una prosa literaria que ha de ser en muchos sentidos renovadora, y llega al descubrimiento de ciertas formas literarias ajenas al decurso de las letras colombianas. Jorge Félix Fuenmayor también es un costeño. En la extraña, curiosa vida de este escritor, existen varios libros que se sitúan a fines de la década de los veinte, sobre todos Cosme, una novela que parece evocar ciertos métodos de la literatura de Anatole France, y La extraña aventura de catorce sabios, cuento fantástico que pertenece a la literatura fantástico-científica, escrito también a fines de la década del veinte cuando esta literatura es ignorada absolutamente, no sólo en el medio cultural colombiano, sino también en cualquiera de los medios culturales hispanoamericanos. Este escritor atraviesa también la literatura en el absoluto desamparo y en el absoluto desconocimiento; no cuenta, no existe para nadie, hasta que un conjunto de jóvenes escritores tratan de descubrir algunos de sus valores. Cualquiera de ustedes que haya leído Cien años de soledad, podrá hacerse alguna idea acerca de quién era personalmente Jorge Félix Fuenmayor, si evoca al último de los Buendía, a un Buendía que ya es escritor: Aureliano Babilonia; es decir, el Buendía intelectual, el Buendía del famoso enfrentamiento con el mundo de los jóvenes literatos. Jorge Félix Fuenmayor es también  un escritor cuya  última obra se coloca en la creación, en la estructuración de esta nueva literatura que correspondería a la zona costeña colombiana.

 

En una nota del año cincuenta y cuatro, García Márquez anotaba lo siguiente:

 

El próximo cincuentenario del centro artístico de Barranquilla ofrece una magnífica oportunidad para intentar un examen a fondo de la actividad cultural de la capital del Atlántico. En estos días se ha puesto de moda la tesis de que Barranquilla está llegando ahora a la cultura nacional. Podría ser acertada esa tesis, pero también podría serlo la contraria: sólo ahora está llegando a la cultura nacional un verdadero interés por las manifestaciones culturales de Barranquilla.

 

Barranquilla es la capital del Atlántico, de la zona atlántica de Colombia y, efectivamente, como en el año cincuenta y cuatro pudo decir este joven barranquillero que ya estaba establecido en Bogotá, comenzaba a descubrirse que algo de cultura existía en esta zona de Colombia.   Si la personalidad de Luis Carlos López ya estaba establecida, y si habría de establecerse también la personalidad de un hombre como Jorge Félix Fuenmayor de quien se publica póstumamente su libro La muerte en la calle, uno de los conjuntos de cuentos más originales y bellos de la literatura de la zona, también otra figura habría de servir para el desarrollo de este proceso cultural autónomo. Esta figura, sin embargo, no es la de un  colombiano ni la de un costeño, sino la de un extranjero: el catalán Ramón Vinyes, uno de los renovadores del teatro español, quien por una serie de muy curiosas y extrañas casualidades y aventuras, terminó viviendo parte, la mayor parte de su vida, en Barranquilla.

 

Ramón Vinyes es exactamente el sabio catalán de la novela de García Márquez. Instalado aproximadamente alrededor de 1910 en la zona costeña de Colombia, vivirá allí hasta 1930 cumpliendo una de las tareas más singulares y más extrañas. Sobre él, también recordaba en este mismo texto García Márquez:

 

Hace muchos años se editó en la capital del Atlántico una revista que rápidamente adquirió prestigio continental: Voces, orientada por Ramón Vinyes,  un sabio catalán que se volvió barranquillero de tanto conocer a Barranquilla,  de tanto amarla y comprenderla, pero especialmente de tanto enseñarle su sabiduría. Allá se sabe que en esa revista se publicaron las primeras traducciones de Chesterton al castellano; tal vez lo ignoran en el resto del país. Quienes tan interesados se muestran por la actividad cultural barranquillera deben empezar sus  investigaciones por el principio, y el principio, hay que repetirlo, es don Ramón Vinyes, el dramaturgo catalán muerto en Barcelona hace cuatro años y de quien alguien dijo que era el viejo que había leído todos los libros.

 

Efectivamente, Ramón Vinyes era el viejo que había leído todos los libros, y su importancia y su acción magisterial en el medio costeño de  Colombia fue fundamental para que se produjera algo totalmente nuevo y original en esta zona.

 

Si nosotros describimos las zonas altas de Colombia, es decir, de las alturas bogotanas, como zonas de tipo tradicional con culturas marcadas por la permanencia hispánica, por el apegamiento a las formas arcaicas de esa cultura y de la literatura, en cambio la llamada zona costeña y el complejo cultural fluviominense aparecen como una zona abierta que por no tener tradiciones establecidas y rígidas que normasen y estableciesen las limitaciones de la tarea intelectual, por pertenecer a un escenario geográfico cuyo enclave lo hace de fácil acceso al mundo exterior, se transformó justamente en el centro de la actividad renovadora, en el centro de la inserción de nuevos materiales culturales. Tal transformación derivó en las últimas décadas, de esta particular situación de enclave que le permitió absorber las corrientes renovadoras de la literatura y de la cultura universal.

 

Ramón Vinyes ya en el año 1920 publicaba la revista Voces de la que habla García Márquez, y en la cual traducía a los más importantes escritores del momento. Efectivamente, descubría a Chesterton en castellano, como descubría a André Gide o a Guillaume Apollinaire. Lo más importante de la literatura universal se publicaba en una revista de provincia en la ciudad de Barranquilla. Y también descubría la literatura de Luis Carlos López, la obra poética de un marginal, extraordinariamente curioso e importante de la vida colombiana, de León de Greiff, las primeras obras poéticas de Pablo Neruda cuando nadie sabía de la importancia de Pablo Neruda.

 

Este rasgo, que es el rasgo de la novedad, ha de reaparecer cuando Ramón Vinyes vuelve y se instala en Barranquilla. Se instala nuevamente en un periodo que corresponde al de la caída de la revolución española. Había vuelto a España en el treinta y uno, y en el año treinta nueve, a la caída de la República Española, se reincorpora a Barranquilla donde ha de vivir durante una década, hasta el año cincuenta en que parte nuevamente. Ramón Vinyes vivía en un pequeño cuarto de una ciudad tropical, calenturienta y atroz como es Barranquilla; allí escribía y allí impartía a un cenáculo de amigos y de jóvenes sus conocimientos con una libertad, una claridad y una independencia que produjeron extraordinarios resultados. En un texto publicado con motivo de su muerte. García Márquez lo define como «el bebedor de coca-cola». El texto, que tiene ya toda la impronta de la literatura de García Márquez, expresa algunas cosas que me parece oportuno que conozcamos:

 

Tanto me habían hablado de él, que yo vine justamente convencido de que era un maestro. Así que cuando me lo presentaron se lo dije: “mucho gusto en conocerlo, maestro». Y él replicó en el acto: «mire, no me friegue con esa vaina de maestro». Esto, como he dicho, fue el primer día. Al día siguiente llegué al café un poco antes de las doce y lo encontré solo, arrinconado, tomándose una coca-cola. Como no me sentía con derecho a sentarme, y mucho menos después del árido tropezón del día anterior, recurrí al truco de siempre: le pregunté si Alfonso no había estado por ahí. El, que también conocía el truco, dijo que no; pero me invitó a que tomara una coca-cola mientras Alfonso llegaba. No había acabado de sentarme cuando me dijo que se sentía estafado con la lectura de un nuevo humorista inglés; dijo el nombre pero no pude entenderlo. Y después cuando habló de Huxley y de Bernard Shaw yo no hice ningún comentario porque me sentí apabullado. Acababa de acordarme de que el nombre que estaba al otro lado de la mesa figuraba en la Enciclopedia Espasa desde 1924. Me limité a observarlo, tratando tal vez inconscientemente, de descubrir la extraña particularidad humana que lo había llevado a esa jerarquía enciclopédica: pero lo único que me llamó la atención fue la manera muy personal con que recogió el pitillo en el borde del vaso cuando acabó con la coca-cola. Después se extrajo del bolsillo un pañuelo blanco, limpio y planchado, se secó  los labios y me preguntó con una especie de paradójica malignidad paterna, si había lerdo a Pimpinela Escarlata. Yo respondí que sí. Y luego el diablo de la ignorancia me echó poker de ases: comenté que Pimpinela Escarlata era la mejor comedía de Bernard Shaw. Eso, como he dicho, fue el segundo día. Al tercero me pareció natural que me hablara de muchas cosas menos de literatura; pero observé que mi metida de pata providencial había originado en él un sentimiento de apacible protección.

 

Este personaje ha de ser realmente quien va a orientar a un conjunto de jóvenes de la zona costeña que han de edificar la cultura nueva de esta zona: la cultura que en este momento tiene rasgos fundamentales amplísimos. Ese conjunto de jóvenes pertenece a llamado “Cenáculo de Barranquilla». Es un cenáculo constituido por escritores de veinte años que aparecen allí, y que comienzan a desarrollar una cierta idea de lo  que es la literatura. En uno de los primeros análisis del grupo, se señaló quiénes lo integraban, cuáles eran las orientaciones. Fuera del maestro Ramón Vinyes y del maestro Jorge Félix Fuenmayor, quien de cualquier manera cumplía una función marginal, este grupo llamado «Grupo de Barranquilla», es -como decía uno de los integrantes- «un grupo de amigos que lleva muchos años de serlo». A él han estado vinculados muchos nombres, tal vez nunca más de diez, pero siempre han estado en él cuarto: Alfonso Fuenmayor. Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio y Germán Vargas. Con ellos, el pintor Alejandro Obregón, el librero Jorge Rondón, el pianista Roberto Prieto, el abogado Rafael  Marriaga y otros. No se trata de un movimiento, ni de lo que, ambiciosa y equivocadamente llaman otros de su propio grupo, una  generación. Tienen ideas personales y a veces suelen exponerlas a gritos. Ideas sobre literatura, cine, deportes, periodismo, arte. Para sostenerlas no consultan previamente ninguna autoridad. Este grupo ha de desarrollar una serie de ideas acerca de la literatura. Digo este grupo, porque no se trata meramente de las ideas de uno de sus integrantes, García Márquez, sino de ideas que en general son compartidas y que aparecen en textos de cualquiera de los integrantes.

 

Como se recordará, este grupo aparece evocado al final de Cien años de soledad, cuando la obra gira hacia el material biográfico. Es el famoso grupo de los cuatro amigos que descubre Aureliano Buendía y que le enseñan qué cosa sea la literatura. Está representado en Cien años de soledad por estos cuatro escritores, los mismos que cita Germán Vargas en su enumeración: Alfonso Fuenmayor, el hijo de Jorge Félix Fuenmayor, que ha sido y es todavía, uno de los grandes periodistas de la región. Germán Vargas, crítico literario, Álvaro Cepeda Samudio, novelista y cuentista y Gabriel García Márquez. Nacidos en la década del veinte, tienen aproximadamente la misma edad, cumplen una educación singular y establecen un enfrentamiento parecido con la literatura. Una generación juvenil como ésta, lo primero que hace es enfrentarse con la literatura de su país.

 

Lo primero que hace todo escritor, es determinar su ubicación con respecto a las líneas rectoras de la literatura de su país. Lo característico de los diversos textos que elaboran en sus años juveniles es la negativa rotunda a los valores vigentes en el país. Esos valores vigentes son de muy diverso tipo: tienen que ver con una serie de movimientos literarios que se habían impuesto en la década del treinta y del cuarenta, y que, incluso, habían intentado lo que se podría llamar una transformación de las letras colombianas. Así, por ejemplo, en poesía mencionemos al llamado movimiento «Piedra y Cielo”, del cual fue y sigue siendo Jorge Rojas uno de sus más destacados intérpretes. El movimiento  «Piedra y Cielo» que se proclama con un título juanramoniano, intentó un tipo de poesía transparente, levemente aristocratizante, de un gusto hispánico muy marcado y que simplemente se limitaba a adelgazar, como en cierto modo también hizo el movimiento español de Espadaña, la gran herencia modernista. En un pequeño texto que publica en el año cincuenta, García Márquez se refiere al poema con que Jorge Rojas corona a una reina de belleza y dice esto:

 

Leo el poema con que Jorge Rojas coronó a doña Beatriz Ortiz, la octava reina de Colombia. Creo que con esta última se acabó en nuestro país la  significación de esos torneos de inviolable trascendencia. Y creo, también, que con el poema de coronación se acabó Jorge Rojas y se acabó, quién sabe hasta cuándo, nuestra poesía. Se acabó todo.

 

Efectivamente, la negativa que representaba esta generación colombiana a la poesía hispanoamericana, es una negativa que llega sobre todo a plantearse el problema de la existencia de un lenguaje poético. Todo el movimiento «Piedra y Cielo», y en general lo que luego sería la poesía de los llamados «Cuadernícolas» en Colombia, es una poesía que no hace sino elaborar las formas más arcaicas de la literatura postmodernista, y que en general, se caracteriza por un desprendimiento o alejamiento de la problemática del momento, de la realidad, y de cualquier contacto con el mundo circundante. En un primer momento este grupo ha de considerar como uno de los poetas interesantes y representativos a Carlos Saavedra, que, por otra parte, no lo es ni lo fue, pero que, en todo caso, intentaba un tipo de poesía que se beneficiaba con cierta herencia nerudiana y que trataba de lograr un régimen de comunicación y de dicción mucho más amplio; es decir, el registro poético se hacía más  considerable.

 

En ese texto sobre Jorge Rojas, García Márquez llega a afirmar que el único que salva todavía la existencia de la poesía colombiana es el maestro León de Greiff: «Aunque todos mis lectores estén en desacuerdo con lo escrito, sigo creyendo que lo único que nos va salvando es el maestro Leon de Greiff”.

 

Quiero señalar que dentro de este grupo, y como una figura colateral, ha de aparecer un poeta que es, creo, el mayor y el más importante poeta moderno que ha dado Colombia: Alvaro Mutis. Alvaro Mutis estará vinculado directamente a pesar de no haber surgido en el grupo barranquillero, a los integrantes del mismo y, en especial, a dos de sus narradores más importantes: Álvaro Cepeda y Gabriel García Márquez.

 

Pero si esto ocurre con la poesía, el problema se hace más complicado, más difícil con la novela: es decir, ¿qué existe en la novela de Colombia en este momento? Colombia sigue viviendo de la existencia de La Vorágine de Eustasio Rivera, y rindiendo culto a esta sin duda extraordinaria creación que fue capaz, en un determinado momento, de recomponer una concepción de la nación con un lenguaje especialmente original en la narrativa. Ella constituye uno de los primeros grandes ejemplos de la fecundación que la poesía ejerce sobre la narrativa. Aprovechando  las respuestas a una encuesta de un joven narrador Manuel Mejía Vallejo que pertenece a la región de Medellín y que es un continuador y renovador de la línea tradicional, observa García Márquez:

 

Cuando se le pregunta a Mejía Vallejo cuáles son los valores de la novela en Colombia responde: “fuera de los ya clásicos, tenemos entre los muertos  a Carrasquilla, a Pancho Rendón y a Restrepo Jaramillo; de los vivos, Zalamea  y Osorio Lizarazo’”. Comenta García Márquez: “Debemos entender por los clásicos supongo yo, a Rivera con esa cosa que se llama La Vorágine y a Jorge lsaacs con la María; sin embargo mi gusto, probablemente equivocado, se quedaría con La marquesa de Yolombó antes que con cualquiera de los dos citados y, desde luego, mucho antes que con Rendón y Restrepo Jaramillo.

 

Quiero señalar, de paso, que efectivamente, esta es la primera ocasión en que se revaloriza La marquesa de Yolombó, sin duda la novela más original de Carrasquilla, por lo menos la novela en que ha creado los personajes populares más originales de la literatura colombiana. Probablemente esta obra deba considerarse fundamental en la narrativa. Aunque es una novela desarticulada, hecha por fragmentos, está escrita con una vivacidad de estilo y con una crepitación de la lengua que realmente permite filiar en ella muchos de los elementos que luego se van a encontrar en Cien años de soledad.

 

Pero más importante que estas observaciones sobre la literatura nacional, donde, efectivamente, no se hace sino reconocer la existencia de novelas que se van alternando a lo largo de enormes períodos desérticos (desde María hasta La marquesa de Yolombó pasan varias décadas, de La marquesa de Yolombó hasta La Vorágine  también, y de La Vorágine en adelante prácticamente no hay nada), más importante, digo, que esta corrección sobre el material literario nacional, es lo que opina sobre la literatura nacional:

 

Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté indudable y afortunadamente influida por Joyce, por Faulkner o por Virginia Woolf. Y he dicho afortunadamente, porque no creo que podríamos los colombianos ser, por el momento, una excepción al fuego de las influencias. En su prólogo al Orlando, Virginia confiesa sus influencias; Faulkner mismo no podría negar la que ha  ejercido sobre él, el mismo Joyce. Algo hay, sobre todo en el manejo del tiempo,  entre Huxley y otra vez de Virginia Woolf. Franz Kafka y Proust andan sueltos por la literatura del mundo moderno. Si los colombianos hemos de decidimos acertadamente, tendríamos que caer irremediablemente en esta corriente. Lo lamentable es que ello no haya acontecido aún, ni se veas los más ligeros síntomas de que pueda acontecer alguna vez.

 

Quiero destacar mucho esta apertura hacia la novela vanguardista europea que se produce en el grupo de Barranquilla, porque esta apertura significa cuando se produce, o sea en los años cuarenta y cincuenta, exactamente la opción contraria a la que es reclamada por los titulares de una presunta literatura nacional y  popular.

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Cecilia Porras maquilla el rostro de Álvaro Cepeda.

En los años cuarenta, la literatura nacional y popular para el caso de Colombia, y en general para el caso de Hispanoamérica, está marcada por la demanda de un costumbrismo que ha avanzado hasta el tema social y que, por lo tanto, utiliza las formas del realismo, de un realismo decimonónico. Casi indemnes, atraviesan la fecundación modernista y plantean una problemática de tipo social. Sin embargo, en la misma época un grupo de escritores (y me importan sobre todo por tratarse de escritores que han de desarrollar, me parece, más profunda y más coherentemente la idea de la literatura nacional) optan, en cambio, por una literatura extranjera, una literatura de élite, una literatura de vanguardia.

 

Efectivamente, si la zona cultural costeña es por definición la zona abierta a las influencias, esto se va a ver con toda claridad en el proceso que siga la literatura de la zona bogotana enfrentada con la de la    zona costeña. Los escritores bogotanos se han de mantener, sobre todo, dentro de las líneas de influencia que derivan del modelo francés.

 

Recogen la literatura de las figuras cruciales de la década de los años diez y veinte: es decir de Valéry, de Giraudoux e incluso de Proust, y mantienen esa vinculación aun frente a la primera gran innovación de la literatura francesa, la producida por el llamado movimiento existencialista y por su pontífice Jean Paul Sartre.

 

Este movimiento lo cumple la literatura bogotana con alguna excepción gloriosa como la de Eduardo Zalamea Borda. En cambio la zona costeña ha de quedar en un estado muy curioso de liberación. Y ese estado de liberación le permite sentirse especialmente atraída por los productos de las literaturas anglosajonas: Joyce y Virginia Woolf y con ellos Huxley, todo el círculo de la vanguardia, y sobre todo por la entrada de la literatura norteamericana. No la literatura norteamericana  que     desarrollaron los llamados «realistas» sino la llamada literatura de  vanguardia de la generación perdida: Hemingway, Faulkner, Miller, Getrude Stein y otros. Esta literatura se va a definir en algunos grandes nombres, pero sobre todo en un movimiento.

 

El movimiento literario que más influencia ha de tener sobre el grupo barranquillero que en cierto modo no hace sino adelantarse a una tendencia que seguirá toda Hispanoamérica, es el de la literatura sureña que se ha de construir en torno a la lección faulkneriana. El introductor de esta literatura será uno de los integrantes del grupo, Álvaro Cepeda Samudio, muy buen conocedor del inglés como lo era también Ramón Vinyes, y que además, vivió dos años en Estados Unidos durante los cuales hizo estudios de periodismo estableciendo, por lo tanto, un puente directo con sus compañeros de generación.

 

Por otra parte, aparece un conjunto de libros que incorporan violentamente a la lengua la literatura norteamericana. Efectivamente, esta literatura solamente llega a nuestra lengua a partir de los años cuarenta en que comienza a ser traducida en Buenos Aires. Simultáneamente con la aparición de las editoriales en dicha ciudad.

 

En el año cincuenta, como ustedes saben, el premio Nobel se declaró desierto, y al año siguiente se otorgaron conjuntamente los dos premios. Para ese año cincuenta, la propuesta que hizo Hispanoamérica como valor representativo de su cultura fue la obra de Rómulo Gallegos. Con este motivo, una nota de García Márquez dice:

 

Si los antecedentes del premio Nobel establecen una tabla de valores dentro de la cual es posible otorgar la máxima distinción a Rómulo Gallegos  tan justamente como podría otorgársele a nuestro Germán Arciniegas o a  Luis Alberto Sánchez, a pesar de que todavía andan por el mundo Aldous Huxley  y  Alfonso Reyes y sobre todo, a pesar de que en los Estados Unidos hay un señor llamado William Faulkner que es algo así como lo más extraordinario que tiene la novela del mundo moderno, ni más ni menos, creo, sin embargo, que sería inútil insistir en el caso de Faulkner. El autor de El sonido la furia no será nunca premio Nobel, por la misma razón por la cual no lo fue Joyce, por la misma razón que posiblemente no lo habría sido Proust, por la misma que no lo fue ese genio inglés que se llamó Virginia Woolf.

 

Curiosamente, el año siguiente se atribuyeron los dos premios Nobel, y uno de ellos recayó sobre William Faulkner. Tardíamente, la organización sueca había descubierto que efectivamente era uno de los genios del siglo XX. Descubrir antes del otorgamiento del premio Nobel que Faulkner sí era un genio, es la tarea que cumple ese conjunto de escritores. Y la afinidad entre la literatura de Faulkner y la que ha de desarrollar  el equipo es una afinidad que tiene que ver, sobre todo, no solamente con el descubrimiento de una forma literaria, de una temática, sino más que nada con una oscura relación genética entre el mundo que representa la literatura faulkneriana, y el mundo en el cual se encuentra inmerso el complejo cultural de la costa del Océano. Si bien la influencia de Faulkner se ha extendido por América mucho más que la de cualquier otro escritor norteamericano, y ha fecundado a escritores tan dispares como Juan Rulfo o Juan Carlos Onetti –ambos derivan en cierto modo de la lección faulkneriana– la verdad de esta relación secreta debe    buscarse sobre todo en las similitudes (así lo entendieron estos escritores, en particular García Márquez) entre el universo sureño, entre los conflictos del mundo y de la realidad social de las zonas que retrata Faulkner, y las que corresponden a buena parte de la civilización rural de Hispanoamérica.

 

La obra hispanoamericana del vanguardismo es la que logra en Barranquilla fecundar el conjunto de escritores. Pero, sin embargo, esto no hubiera producido una posibilidad de literatura si no hubiese existido conjuntamente una respuesta coherente a la influencia extranjera. Me parece en primer término original, en estos escritores, haber optado claramente contra la tradición nacional establecida, en favor de una tradición literaria extranjera. Esta es una postura absolutamente insólita,  absolutamente contraria en apariencia, a los principios de la literatura           nacional. Y sin embargo, es la única que ha asegurado la sobrevivencia  y la consolidación de una literatura. Efectivamente, lo que leen estos jóvenes es un tipo de literatura que no está en los libros que se publican en el país. Pero al mismo tiempo, hay otra relación que tiene que ver con la temática y con las formas de vida y de la cultura de la región. La  generación hispanoamericana del cuarenta opone a buena parte de los materiales que recibe de Europa, un intento de enraizamiento temático. En uno de los textos iniciales en los cuales Juan Carlos Onetti discute el problema de la literatura del año treinta y nueve, dice que de Europa debemos utilizar todo lo que sea una elaboración técnica y una capacidad de trabajo que ignoramos pero, «todo lo que tengamos que decir tiene que ver con nosotros, tiene que ver con nuestra realidad». Y efectivamente, la literatura que a partir de El pozo de ese mismo año treinta y nueve, él ha de construir, es una literatura de explosión del nuevo hombre y de la nueva realidad de las ciudades multitudinarias que se generan en el sur del continente bajo el impacto de la urbanización violenta.

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Retrato de Álvaro Cepeda Samudio.

La literatura que ha de construirse en este instante, en la zona barranquillera, tiene una extraña dualidad: precisamente, puede dividirse entre los cuentos que escribe Álvaro Cepeda Samudio, y los intentos que en cambio realiza García Márquez. Álvaro Cepeda Samudio propone un cierto tipo de neutralidad temática. Los cuentos que luego ha de recoger en su volumen Todos estábamos a la espera, son cuentos que evocan la literatura sureña norteamericana, pero, sobre todo, a un escritor que tuvo es especial predicamento en un tiempo: William Saroyan, y en general, a toda la cuentística de la vida humilde, que caracterizó el intento de renovación literaria del proletarismo norteamericano de las décadas de los treinta y cuarenta. Estos cuentos de Álvaro Cepeda Samudio están situados en una especie de territorio impreciso, en un mundo inseguro. De pronto pueden aludir a la realidad inmediata de su mundo, de pronto pueden ser figuraciones casi abstractas de la vida norteamericana. Y en el famoso texto con el cual los presentó, García Márquez no hizo sino subrayar esta condición esquiva de ubicación. En cambio, la línea que traza muy posteriormente, pero desde el comienzo García Márquez, es una línea que se caracteriza por una muy clara y muy terminante ubicación dentro de una realidad, y por una intención de obtener de ella ciertos elementos esenciales y constitutivos.

 

Si hay algún rasgo que, a través de los pocos materiales que van configurando una tendencia literaria en el complejo costeño, habría que anotar (pensando en la literatura de un Luis Carlos López o en la de un  Jorge Félix Fuenmayor) sería la aparición, con valor literario propio, del humorismo. Efectivamente, la literatura colombiana es una literatura de extraordinaria seriedad, cuando no de rara majestuosidad. Piénsese en la obra dramática de Asunción Silva (y ese es el autor de un libro como Gotas amargas), o en la literatura suntuosa, pero siempre tensamente puesta sobre el dramatismo, que ha de caracterizar a Eustasio Rivera.

 

En oposición a esta línea, que por otra parte es una línea bastante dominante en las letras hispanoamericanas, los escritores de la costa intentan manejar formas más sueltas que evocan soluciones lúdicas en el fenómeno literario. Yo citaba un cuento de ficción pseudo-científica en el caso de Félix Fuenmayor, pero más claramente esta actitud se registra en La muerte en la calle, la serie de cuentos sobre personajes populares; personajes de una realidad levemente anacrónica y absurda que ha de constituir fundamentalmente, en el caso de los costeños, un mundo de individualidades disparatadas: lo bizarro, lo extraordinario, lo  insólito, ingresan a la literatura con cierto derecho propio.

 

Es muy curioso señalar que este grupo es el que descubre, antes que otros de Hispanoamérica, a un escritor tan fuera de los lineamientos habituales como es Julio Garmendia. O Felisberto Hernández. Ellos son de los primeros que publican los cuentos semifantásticos y semihumorísticos de Felisberto Hernández en una pequeña revista del año cincuenta titulada Crónica, amparados bajo el aspecto de revista deportiva, pero que en cambio, oculta realmente una publicación estricta y casi exclusivamente literaria.

 

A esta visión lúdica del mundo y a esta inserción de elementos tan libres en la literatura, se agrega otro aspecto que me parece muy singular y muy propio de ellos, a saber: la temperatura emocionalista y el tema afectivo que comienzan a manejar. Esto se puede observar en algunos cuentos del período inicial de García Márquez, pero sobre todo, en la literatura de Cepeda Samudio. Cepeda Samudio, tomando un tema  local tan famoso como la huelga bananera del año 1928, escribe La casa grande. La casa grande es, por un lado, una novela de tema dramático acerca de la relación entre varios personajes de una familia, pero, colateralmente, la historia de una serie de soldados que dialogan aterrados ante el hecho de haber sido atraídos para reprimir la huelga de la bananera.

 

La casa grande es el primer intento de novelar este hecho que ha de tener mucha significación en Cien años de soledad y del cual hablaremos más adelante. Pero a mí me parece importante en este caso, para comprobar cómo esta elección es un modo muy austero y muy estricto de manifestar la existencia de la emoción y del juego de las relaciones afectivas en un plano donde no habían sido trabajadas todavía por la literatura del país.

 

Creo que dentro de esta tendencia se inscribe un tema, que me parece central y que desarrollaremos cuando nos refiramos a la literatura de García Márquez. Es lo que yo llamaría el principio de la existencia, tomando esta formulación de una definición que Hermann Broch ha dado acerca de lo que él entiende como la línea central de las preocupaciones literarias modernas.

 

Si recorremos la literatura colombiana, encontraremos que ella ha desarrollado una escritura especialmente rica en diversas orientaciones. Señalamos la de Carrasquilla, correspondiente a la gran lengua de la tradición hispánica. Carrasquilla, en cierto modo, cumple una función similar a la que Montalvo en el Ecuador o a la que, de algún modo, cumplió Ricardo Palma en el Perú. Toda esta zona está marcada por la presencia de elementos tradicionales son estos escritores los que han elaborado la veta tradicional de una lengua rica y suntuosa en el estilo de los grandes narradores del diecinueve, fundamentalmente de los románticos y, más que de los románticos, de la obra de Benito Pérez Galdós.

 

La otra línea en el manejo de la lengua, está representada por la literatura de Eustasio Rivera, en cuanto que él es heredero de las formas del modernismo que utiliza ampliamente para el relato en prosa. Cualquiera de estas líneas se singulariza por un uso suntuoso de la lengua, y por una concepción de la estructura lingüística extraordinariamente culta y elevada.

 

El problema que se le plantea al equipo de jóvenes barranquilleros es el de buscar una lengua capaz de traducir la novedad literaria extranjera y, al mismo tiempo, de expresar la relación directa y coloquial en la cual quieren ubicar la invención narrativa. En consecuencia, inician una tarea de depuración que significa, por un lado, la búsqueda de ciertas formas poéticas derivadas de la poesía post-surrealista que se utilizan en la narrativa y que son ya visibles en La hojarasca y, por otro lado, la utilización de una lengua enunciativa absolutamente seca y simplemente informativa que es la que aparece en el segundo período de la literatura de García Márquez. En todo caso, tanto él como los demás escritores del movimiento, intentan un despojamiento de la lengua literaria colombiana y una renovación de su forma. Es en este esquema de punto de referencia, donde se sitúan las primeras organizaciones del proyecto literario que han de realizar.

 

Este proyecto literario se estructura muy claramente en tres grandes momentos. El primero corresponde a su formulación y explicitación: primera concepción de la literatura como una estructura subjetiva y lírica que se desarrolla en torno a un tema metafísico. El segundo, violentamente contrario, ha de buscar una cierta objetivación a través de un intento de captación de la literatura realista y social que se había desarrollado en Hispanoamérica. El primero está construido con un conjunto de cuentos, la mayor parte de ellos no recogidos en libro, abandonados en revistas y periódicos de la época y, sobre todo, alrededor de una novela, La hojarasca. El segundo periodo se establece en torno a una tarea periodística de muy curiosa organización. A ella pertenece el Relato de un náufrago, pero también otros del mismo tema, del mismo tipo, sobre la vida delos personajes populares.

 

Al hablar del Relato del náufrago habría que hacerlo también del Relato del ciclista, que significa uno de los avances más interesantes en el descubrimiento de nuevas formas literarias a través del periodismo, desarrolladas en este periodo por García Márquez, y que se completan en una obra realmente realizada, El coronel no tiene quien le escriba, y en una obra frustrada, La mala hora. Este juego de tesis y antítesis ha de llevar, por un camino muy curioso, a reestructurar una solución que, hasta el momento actual, está representada por varios cuentos y, sobre todo, por Cien años de soledad.