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“Esa noche, estábamos vivas. Tal vez no hubiese otras noches” Sobre La mujer descalza, de Scholastique Mukasonga

Por: Martina Altalef y Elisa Fagnani

Imagen: Scholastique Mukasonga, archivo de FolhaPress.

El Núcleo de Estudios sobre África y sus Literaturas de UNSAM inicia sus actividades abiertas al público el dos de julio a las 19hs con un acercamiento a La mujer descalza, de la escritora ruandesa Scholastique Mukasonga. Esta novela perfila a Stefania, protagonista y madre de la autora, al tiempo que construye sus memorias de infancia en una Ruanda completamente afectada por el conflicto entre tutsis y hutus. A 25 años del genocidio, Elisa Fagnani y Martina Altalef nos presentan aquí una lectura de La mujer descalza que, por un lado, describe de manera precisa el desgarrador trasfondo histórico de la novela. Por otro, pone el acento en los modos en que la obra desmonta –»con fuerza y belleza», en palabras de Altalef y Fagnani– la «historia única» del relato eurocéntrico sobre África, en el que solo caben las catástrofes, la hambruna, los paisajes exóticos, las guerras étnicas sin sentido. De ese modo, y recuperando los términos de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, Fagnani y Altalef muestran cómo la novela construye un «relato otro» que se opone a la visión homogeneizante de esa historia única, en el que el retrato de la mujer-madre, Stefania, condensa la vida tutsi y, por ello, cuenta también la historia de Ruanda.


La mujer descalza, Editorial Empatía, 2018, 146 páginas.

La mujer descalza (Gallimard, 2008) es la segunda novela de Scholastique Mukasonga, escritora tutsi, sobreviviente del genocidio perpetrado en 1994 en Ruanda. La autora vive en Francia, escribe en francés y trabaja como asistente social. En 2018 la editorial argentina Empatía presentó una traducción al español a cargo de Sofía Irene Traballi, que estudiamos y celebramos. La narración (re)construye una memoria de Stefania, madre de Mukasonga, asesinada por los hutus durante la masacre. Esta escritura es la demorada sepultura que no pudo darle y gracias a ella trenza una biografía materna que da vida a la propia voz autoral.

Mukasonga –nombre ruandés fusionado a Scholastique, nombre que le dio su bautismo cristiano– nació en Gikongoro, en el sur de Ruanda, en 1956. Debido a la persecución que sufrieron los tutsis, su infancia transcurrió en el exilio en Nyamata, un territorio asignado para este pueblo. En 1973 se exilió en Burundi, donde completó sus estudios y en 1992 se trasladó a Francia, desde donde escribe. Mukasonga no presenció el genocidio que se desarrolló en Ruanda entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, período de menos de cuatro meses en que alrededor de un millón de tutsis fueron asesinados en manos de civiles hutus. Pero su familia fue azotada por la masacre y en ella se funda su historia. Esta novela es el relato de aquello que orbitaba el genocidio, de los otros modos de aniquilar a una nación y su cultura y es también narración de formas de la supervivencia tutsi. La tensión entre vida, genocidio, resistencia y supervivencia es constante en el entramado de personajes que sostienen una existencia fantasmática mientras se preparan sin descanso para ser atacadxs, expulsadxs, para escapar o refugiarse. En ese entramado se destaca el retrato de una mujer-madre, que condensa en sí esta tensión sobre la que se construye la escritura.

El relato hegemónico –blanco, europeo, colonial– explica la masacre a partir de una histórica rivalidad étnica entre hutus y tutsis. Ese relato, sin embargo, ignora que estas dos etnias, lejos de rivalizar y de entenderse mutuamente como una amenaza extranjera, comparten una matriz de amplios elementos culturales y sus lenguas tienen una raíz común. Ignora, también, que hutus y tutsis vivían en este territorio en relativa armonía con una organización política propia hasta la llegada de los europeos. Los colonizadores interpretaron como feudal la organización de estas comunidades –extrapolando un concepto europeo que no se adapta a las configuraciones de las naciones africanas– y la explotaron para consolidar su dominio a través de despotismos descentralizados: otorgaron poder a la minoría ganadera tutsi y relegaron a la mayoría agricultora hutu a un lugar de dominación. El relato hegemónico tampoco da cuenta de que la independencia de Ruanda, en manos de hutus en 1962, estuvo articulada por élites belgas. Este hecho decantó en la persecución y el exilio de miles de tutsis hacia los márgenes de Ruanda y, en muchos casos, hacia campos de refugiados en las fronteras de los países limítrofes, fundamentalmente del Congo.  A su vez, la narración oficial invisibiliza el rol central de los medios de comunicación –controlados por élites belgas– en la preparación del genocidio. En las décadas previas a la masacre se llevó adelante una campaña del terror, mediante el esparcimiento de creencias xenófobas para estimular el miedo de la población hutu en Ruanda: los tutsis eran extranjeros que se proponían invadir el territorio ruandés para recuperar las tierras que les habían sido expropiadas en la década del 60.

Pensamos la potencia de este relato de Mukasonga con los términos de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Si lo que dicta el eurocentrismo es contar una “historia única”, un relato sobre África en el que solo caben las catástrofes, la hambruna, los paisajes exóticos, las gentes incomprensibles enfrascadas en guerras étnicas sin sentido, La mujer descalza se construye como un “relato otro”. En la historia única no hay lugar “para sentimientos más complejos que la pena ni la posibilidad de conexión entre iguales” (Ngozi Adichie, 2018: 13), en ella África subsahariana es “un lugar de negativos, diferencias, oscuridades, de gente que, en palabras de Rudyard Kipling [autor de El libro de la selva], son ‘mitad demonio, mitad niño’” (Ngozi Adichie, 2018: 15). La mujer descalza desmonta con fuerza y belleza esa historia única.

La vida familiar de la niña Mukasonga durante su exilio en Nyamata es el motivo central del texto. Si bien menciona en numerosas ocasiones la colonización belga, el genocidio y la violencia que sometió a esta comunidad, la trama central es la recuperación y construcción de las memorias de una niña ruandesa. Cuenta la historia de su familia y las de sus vecinxs, las cosechas, las formas de educación y alimentación, las tradiciones orales, las fiestas, las ceremonias, los roles sociales de esta cultura y la imposibilidad de activar esas prácticas fuera del territorio originario. También, habla sobre la escolarización y la evangelización de lxs niñxs ruandesxs, sobre las presencias y violencias militares. Devela las narraciones que la historia única deliberadamente buscó aniquilar. Y, además, desmonta, en el ejercicio de narrar, los mitos y estereotipos sobre lxs ruandesxs esparcidos por el colonialismo eurocéntrico y exotizante. Le devuelve la profundidad y la complejidad a una historia que, para ser funcional al discurso hegemónico, debió simplificarse y reducirse a los estereotipos y silenciamientos analizados por Chimamanda.

La mujer descalza, entonces, (re)construye la memoria de Stefania, madre de Mukasonga, asesinada por los hutus durante el genocidio. El libro se abre con una dedicatoria: “A todas las mujeres / que se reconocerán en el coraje / y en la esperanza tenaz de Stefanía”. Desde allí desata una narración cuyo objetivo es dar sepultura y recuperar la identidad de esta mujer tutsi que, en la historia oficial, no es más que un número arrojado por las estadísticas de la masacre. Para ello, revive el pasado de su familia y la vida durante el exilio en Nyamata. Así, Mukasonga se construye en la escritura y da luz a su voz autoral.

Christian Kupchik, autor de la introducción a la edición argentina, cita a Georges Perec en el epígrafe del paratexto: “La escritura es el recuerdo de su muerte / y la afirmación de mi vida / o el recuerdo de mi infancia”. Esta cita pone de manifiesto una de las operaciones centrales de la obra de Mukasonga: la ficción, mediante la recuperación y enunciación de memorias veladas, tiene el poder de iluminar zonas de la realidad y del pasado que de otro modo resulta imposible enunciar, y en esta operación la autora constituye y afirma su propia identidad. La mujer descalza da vida a lxs exiliadxs de Nyamata, sobre los cuales rondó la muerte constantemente en vida y que, finalmente, fueron brutalmente asesinadxs. La escritura sirve para velar a su madre, para cubrir su cuerpo –un pedido que Mukasonga no pudo cumplir porque ya no estaba allí– con palabras en una lengua que su madre no entendería, porque la lengua original del libro es el francés. Esa madre, contadora de historias que no sabía leer ni escribir, es sepultada por palabras y en ese mismo gesto da vida a una escritora. Por ello –y a pesar de ello– la narradora incluye términos en kinyarwanda, lengua originaria que nombra a las casas, a los alimentos, a los objetos más íntimos de la vida familiar. Con ellos, se filtra la oralidad en la obra.

La escritura de Mukasonga es, a su vez, una forma de subvertir la relación de dominación a la que fue sometida su comunidad. Los soldados belgas, afirma la narradora, no apuntaban al corazón de las mujeres tutsis, sino a los senos: “Querían decirnos, a todas las mujeres tutsis: ‘no den vida, porque es muerte lo que dan trayendo niños al mundo. Ya no son dadoras de vida, sino dadoras de muerte’” (Mukasonga, 2018: 29). Este fragmento corresponde al recuerdo del asesinato de Merciana, una mujer tutsi peligrosa porque sabía leer y escribir y era “jefa” de su familia. Antes de matarla, los militares le sacaron la ropa. La primera desnudez retratada en La mujer descalza forma parte de un castigo ejemplar –“todo el mundo” había sido testigo de ese asesinato– en el que se imbrican etnia y género, castigo perpetrado contra la nación tutsi en el cuerpo de una mujer. En relación con esto, debemos tener presente que la violación de mujeres tutsis por parte de hombres hutus fue una macabra herramienta de los perpetradores del genocidio, que esperaban embarazar a las mujeres con hijos de hutus para aumentar el volumen de esta población.

La mujer descalza, de un modo amplio, se dedica a retratar a las mujeres tutsi, sus prácticas, sus vínculos, sus costumbres, sus trabajos. Lo primero que leemos tras la dedicatoria es la enumeración de las “inúmeras tareas cotidianas de una mujer”, tareas que Stefanía debe interrumpir para preparar a sus hijxs para el horror del exilio y la muerte. Uno de los preparativos fundamentales es pedir a sus tres hijas más pequeñas que cubran su cuerpo al morir, porque la tradición indica que nadie puede ver el cuerpo de una madre muerta. Si no la taparan, la muerte de la madre perseguiría y atormentaría a las hijas eternamente. La niña Mukasonga recuerda cómo la muerte rondaba a los tutsis en aquel momento, pero identifica que la principal amenazada era, en efecto, su madre. En calidad de mujer-madre, Stefanía condensa la vida tutsi y es por ello que al retratarla esta novela cuenta una historia sobre Ruanda. Entonces, Mukasonga elige contar la historia desde el cuerpo de las mujeres.

La formación de cadenas que enlazan a madres, hijas y hermanas es otro aspecto central de la novela. Aunque las niñas van a la escuela y las madres solo dejan el espacio doméstico para ir a misa, la sociabilidad femenina es inquebrantable y los roles de las mujeres se mantienen estables. Cuando Mukasonga gana un pan por haber tenido buenas notas en la escuela, solo puede pensar en compartirlo con su madre y sus hermanas. Estas constelaciones de trabajos, historias y afectos se construyen siempre con la madre como eje. La maternidad conecta a las mujeres con la tradición tutsi pero, sobre todo, con los alimentos y la tierra. El amor materno trabaja incansablemente para asegurar la comida en los puntos más inhóspitos de los escondites y los caminos de fuga. La tierra y el territorio se figuran como aliados, protectores, sostenes para la supervivencia y –en instantes que brillan– para la resistencia. Incluso los agujeros en el suelo sirven para resguardar alimentos y para esconderse de los militares. De todos modos, los territorios están constantemente en disputa; los modos de nombrarlo, también. En estas memorias, Nyamata –la tierra sin vacas, sin leche, sin alimento para niñxs–, ubicada dentro del territorio ruandés, es y no es Ruanda, porque es tierra de exiliadxs. La novela dispara constantemente interrogantes sobre qué es Ruanda y dónde están sus límites.

El proceso de esta escritura-sepultura es permanente, las palabras “tejen y retejen la mortaja de tu cuerpo ausente” (Mukasonga, 2018: 17). En ese sentido, se producen dos desdoblamientos simultáneos que operan en la permanencia y la actualización de la (re)construcción de la memoria y en la caracterización de su protagonista. El personaje se llama alternativamente “madre” y “Stefania” y ese doble tratamiento produce un desdoblamiento de la voz autoral-narrativa: la confusión es productiva para leer una escritura ficcional-no ficcional. Hay también un desdoblamiento de temporalidades, propio de la construcción de la memoria: los tiempos verbales oscilan entre el pretérito y el presente incluso dentro de la frase y así los fantasmas del pasado se mueven en todas las instancias de la novela. En ese sentido, la escritura no olvida su carácter de constructora de la memoria: “Mamá no dejaba nada librado al azar. Al caer la noche solíamos realizar un ensayo general” (Mukasonga, 2018: 23). Esa práctica de los pasos a seguir en caso de ataque, en caso de que fuera inexorable la huída de lxs hijxs (madre y padre habían decidido morir en Ruanda), es un “ensayo general”. Como si fuera teatro, como si fuera una búsqueda del tesoro. La novela nos cuenta cómo Stefania, mujer-madre tutsi, performaba ante el horror.

Toda la potencia de la novela se condensa en sus primeras páginas. Allí da batalla a la historia única con magistral destreza. Luego, los capítulos medulares se detienen en extensas descripciones de los trabajos, las plantaciones, la cultura y lxs personajes de Nyamata. En ese punto es posible preguntarse para quién se escribe esta novela, por quién espera ser leída. Al cerrar el apartado inicial –que funciona como una suerte de advertencia previa al primer capítulo– Mukasonga apela a su madre con el vocativo “Mamita” y allí le dedica esta mortaja de palabras extranjeras. Las lenguas de los pueblos que habitan el territorio ruandés no tienen escritura propia y, por lo tanto, siempre se escribe en la lengua del colonizador. Pero, a su vez, al adentrarse en los capítulos más descriptivos de la narración, se hacen presentes muchos elementos que parecerían contados para la mirada europea. Si la inyección permanente de términos en kinyarwanda resquebraja al francés que teje la textualidad, las abundantes explicaciones de sus significados se erigen para combatir la visión estereotipada, pero están directamente dirigidos a un público lector occidental. La traducción como uno de los procedimientos de esta escritura juega con ese doble filo y permite que la obra explote todo su carácter poscolonial: está escrita con, contra, desde y después del colonialismo.

«Sumar» de Diamela Eltit: el excedente radical de la ficción

Por: Julio Ramos
Imagen: Bárbara Pistoia

 

El célebre crítico Julio Ramos comparte con Revista Transas esta versión ampliada de la presentación de la novela Sumar (Seix Barral, 2018), de Diamela Eltit, que leyó en New York University, en la que la escritora vuelve a indagar en la relación entre vida, literatura y política a partir de la historia de un grupo de vendedores ambulantes que deciden marchar a La Moneda para reclamar por la supervivencia de sus trabajos.

Ramos analiza los múltiples sentidos de la suma que Eltit trae en esta novela, que atañe no solamente a la multitud que se manifiesta sino también a las múltiples voces que conviven en la de la narradora.


Quisiera hablarles hoy sin más fundamento que la memoria de la conmoción que la lectura de los escritos de Diamela Eltit ha suscitado en varios momentos de la vida de un lector, pero reconozco que ese efecto tan vital de la lectura empalma inmediatamente con varias discusiones decisivas que, de hecho, organizan un horizonte común de preocupaciones y vocabularios, protocolos de pensamiento y compromiso político-afectivo.*  Ese horizonte seguramente tiene mucho que ver con las genealogías múltiples y comunes de la reflexión sobre un entramado que junta vida, literatura y política.   Creo que la pregunta sigue siendo pertinente: ¿cómo se juntan o se separan vida, literatura, política?

Me refiero, para darles sólo un ejemplo, al efecto que produjo en varios de nosotros, a mediados de la década del 90, la lectura de un libro insólito titulado El infarto del alma,  sobre el viaje de Diamela Eltit y la fotógrafa Paz Errázuriz al Hospital Siquiátrico de Putaendo, donde las viajeras, en una especie de peregrinación a los extremos más vulnerables de la vida,  descubren –para su sorpresa y la de sus lectores—a un grupo de pacientes emparejados, conjunciones de cuerpos y vidas desiguales, cabe suponer, de locos enamorados, movilizados por las irreducibles aunque frágiles lógicas de la reciprocidad requeridas para la sobrevivencia.[1]  Desde sus primeros libros, Diamela Eltit ha puesto la atención más aguda de su trabajo en el pulso y el agotamiento de la vida ubicada en los límites de los órdenes simbólicos o en las fronteras de la literatura misma: vidas en entornos sometidos a presiones de violencia y control extremos, bajo formas brutales del poder, en zonas-límite donde colapsan incluso los nombres, los propios y los comunes, las palabras que todavía nos quedan para expresar lo que hay de irreducible o de intransferible en la humanidad misma.  Allí se develaba una nueva relación entre la práctica literaria y los cuerpos múltiples de la condensación política.  Su pregunta, tal vez más urgente ahora que nunca antes, interroga lo que puede decirnos hoy por hoy la práctica literaria sobre la proximidad de los sujetos y las formas que surgen en los extremos de estos órdenes, sus estremecimientos y abismos.  En El Infarto del alma, el fragmentario testimonio del viaje puntualizado por los destellos de una escritura que conjugaba la elipsis y el intervalo poético con la fotografía y la reflexión teórica, inauguraba un raro protocolo de experimentación que posiblemente relacionaríamos hoy con las expansiones de la literatura contemporánea: operaciones formales y combinatoria de materiales que desbordan los géneros reconocibles de la literatura y nuestros hábitos de lectura.  Al conjugar imagen y palabra, El infarto del alma potenciaba un trabajo colaborativo entre la fotógrafa y la escritora que colectivizaba incluso la categoría fundante del autor, instancia allí de un junte colaborativo.

La novela que comentamos hoy, Sumar, como sugiere el título, interroga las formas y las categorías que integran los cuerpos en una suma política, aunque ahora en el marco de una ficción especulativa, de entorno distópico, sobre las transformaciones del trabajo y el peligro de extinción de todo un gremio: los vendedores ambulantes, “hijos del genocidio industrial”, como los llama la narradora de esta novela sobre la progresiva desmaterialización del trabajo y de la vida en los regímenes cibernéticos y farmacológicos contemporáneos.  En las palabras de la ambulante que narra la novela, la tocaya de Aurora Rojas, “formamos una asamblea integrada por antiguos acróbatas, sombrereros, mueblistas, sastres o recicladores o ebanistas, o piratas, labriegos o excedentes o cocineras o mucamas o artesanos o expatriados que ahora solo trabajábamos con un ahínco feroz en las veredas”.  Los ambulantes son los últimos custodios de una vida material que se esfuma bajo los regímenes hipostasiados, inmateriales y descarnados, de una economía que rediseña la vida de las ciudades de acuerdo a un modelo higiénico y securitario, bajo un plan casi inescapable que supone, para los ambulantes, la reducción de las veredas, la pasteurización de la vida callejera,  la persecución policiaca de su sonoridad reverberante, los colores brillantes,  el olor vibrante y saltarín de la fritanga:  formas de una sensibilidad que en otro lugar Diamela Eltit ha identificado con el disperso caudal de los saberes cómicos de la calle, fuente sensorial de su anarco-barroco.[2]  Con más tiempo, convendría considerar en detalle el desafío que la ficción de Diamela opone a un discurso teórico fundado en la idealización del mercado informal y del trabajo precario ejemplificado por los ambulantes, tradición que acaso comienza con los estudios programáticos de Hernando de Soto sobre la economía informal en el Perú,  en los momentos iniciales de un debate anti-estatista de cuño neoliberal,  y que pasa luego, con signo político muy distinto, al abordaje de las prácticas plebeyas, resignificadas por el gesto crítico de Verónica Gago en su libro sobre las ferias del mercado negro de La Salada en la Argentina.[3]   En efecto, la ficción de Diamela Eltit elabora espacios altamente conceptuales, esferas imaginarias, donde la novela trabaja puntualmente un interfaz de la teoría política contemporánea, especialmente a partir de toda una gama de discusiones inspiradas por la irrupción de nuevas formas de activismo y emplazamiento urbano frecuentemente identificadas con los movimientos OCUPA a partir del 2011. Me refiero, por ejemplo, a las amplias discusiones sobre la cuestión de la asamblea y las nuevas formas de intervención desatadas en las políticas de la multitud.[4]  La ficción desafía las categorías y las condensaciones de la teoría mediante una serie de operaciones que distancian la novela de las prácticas más reconocibles o habituales de la meta-ficción contemporánea, muy marcada por la deriva borgeana de la ficción hacia la voz ensayística o auto-reflexiva.  En un sentido inesperado, la novela de Diamela repotencia la escritura de la ficción como un trabajo artesanal de la lengua mediante el relevo de voces como materia mínima del acto de novelar.  Esto se nota particularmente en la distribución meticulosa de las formas del discurso referido y otras operaciones que inscriben los tonos, cuerpos y mundos de las voces múltiples; voces de otros que cohabitan la voz de la narradora, la tocaya multiplicada de Aurora Rojas.   Y digo que se trata de un trabajo artesanal, consciente del desfase o anacronismo que supone este tipo de práctica narrativa en una novela sobre las lógicas cibernéticas de la desmaterialización.

En Sumar, los ambulantes se organizan en una gran marcha para recorrer 12.500 kilómetros en 360 días, movilización de la “última multitud”, impulsada por el deseo de la destrucción final del centro neurálgico del poder, La Moneda –arquitectura del Estado y cifra de las transferencias del capital financiero– cuya quema ha sido visualizada en los sueños y premoniciones de la narradora.  A pesar del agotamiento de los cuerpos, de la tos asmática o del dolor en los riñones que atrasa o detiene el paso, las tocayas se suman contra un orden capaz del exterminio final de los ambulantes y del trabajo mismo, según lo conocemos, en la subsunción absoluta de las formas corpóreas, concretas, de la vida.  La multitud se encamina a la destrucción de La Moneda, pero la progresión lenta y anárquica de la marcha, es vigilada por la omnipresencia de una nube, condensación mayor de la inteligencia artificial, custodiada por drones que capturan la imagen y cifran el movimiento de los cuerpos en los mapas virtuales de la configuración neuronal de los sujetos.   Se trata, en efecto, de un régimen de control donde cada una de las partes lleva la marca de las mutaciones del todo.  ¿Cómo zafar de ese orden?

Una pregunta de Diamela Eltit, en esta novela sobre el peligro extremo (y perfectamente actual) de la subsunción absoluta de la vida, tiene entonces que ver, primeramente, con lo que queda afuera de la nube, es decir, el excedente vital que fundamenta la creación o movilización de formas alternativas de proximidad y sinergia de los cuerpos, la grieta o punto ciego de la nube, donde expanden su espacio de acción los cuerpos disidentes, las partes insubordinadas de la condensación o la estructura.  Lo que supone, simultáneamente, un debate sobre los espacios restantes de la acción política, es decir, sobre los órdenes alternativos que articulan las partes en lógicas y operaciones colectivas de la participación.  Y al mismo tiempo, esto supone también una pregunta sobre la forma de la novela como ensamblaje político y modelización alternativa de las voces y los tiempos en la superficie misma de la dimensión material de las palabras.  Me refiero, como les decía, a los relevos de la voz en la novela en un complejo entramado puntualizado por las coordinaciones y subordinaciones de voces y esferas de vida.

La narradora de esta ficción ambulatoria es la tocaya y frecuentemente el relevo indistinguible de Aurora Rojas: “crítica, desconfiada, disidente”, opositora no solamente del orden de la nube, sino de las maniobras internas de la dirigencia de la marcha y del predominio de los intereses más fuertes sobre el sentido común de la asamblea.  La narradora –colectora de sueños, conjuros y cachivaches– está dotada por la vocación y el saber del reciclaje, donde el estilo combinatorio aúna materiales desechados, de utilidad redimible, que consignan tiempos arcaicos y a la vez actuales, restos de formas de vida y sobrevivencia, como los ambulantes mismos.  En su propio cuerpo, en su cerebro, la narradora lleva una multitud: cuatro nonatos de una deliberada tendencia anarquistas, vidas de lo que aun-no-existe, es decir, en estado virtual, aunque de fuerza material, física, que la narradora-madre se ve obligada a administrar o controlar.  Así, de hecho, se potencia la vida en esta novela, entre dos tipos de energía o fuerza: por un lado, la potencia material, múltiple, aunque dispersa y a veces casi exhausta de los cuerpos, y por otro lado, la consistencia inmaterial de formas de condensación y control que proliferan, se agregan y se suman.   El control entonces se multiplica no tan sólo en las operaciones de la nube y de los drones, a cada vuelta del camino, sino también en las subordinaciones internas que regulan el paso y ordenan la energía de la marcha que, como pueden imaginarse, tiene vanguardia y retaguardia:  las mujeres ambulantes marchan atrás, al frente van los pilotos que aceleran el tiempo como si se tratara de una carrera.  Es decir, el emplazamiento de los cuerpos en la movilización política y la distancia entre las voces de la asamblea distribuye u ordena los cuerpos de acuerdo a principios regimentados de valor, de acuerdo a su potencial de acción o performatividad política.  De ahí que la compulsión contemporánea de cierto activismo sea también objeto de crítica y burla.   Fíjense, por ejemplo, en el peso que cobra Casimiro Barrios en la novela, figura emblemática de una dirigencia que centraliza la marcha y la asamblea, en cuya figura, el poder de la elocuencia empalma con un carisma sexualizado, seductor, al que se le suma luego el vigor performático y la inteligencia actualizada de Angela Muñoz Arancibia y de su compañero, el rapero Dicky, los artistas de la marcha.  Los performeros de la marcha le suman una alegría radical y sentido a la vida callejera, pero no logran reconocer, en su afán de actualidad y protagonismo, los ritmos distintos, los tiempos asincrónicos o incluso arcaicos de ontologías y formas de vida que convergen y se dividen en la marcha.

Como operación de una lógica política, entonces, sumar, agregar, implica el despliegue de los principios de la juntura o el ensamble, pero al mismo tiempo supone una distribución desigual de fuerzas.  La novela Sumar no subsume los restos de la profunda división que consigna el intrigante epígrafe que antecede la narración.  Me refiero a la carta que escribe el padre de Ofelia Villarroel Cepeda, obrera desaparecida, arrestada a pocos días del golpe del 1973, durante una redada militar en la fábrica Sumar, taller textilero, destacada como experimento de socialización del trabajo y de la producción bajo la Unidad Popular, y recientemente conmemorada como patrimonio cultural y valor archivístico.   El padre de la obrera, Santiago Villarroel Cepeda, escribe una carta para reclamar lo que resta de su hija Ofelia, sepultada en una fosa de ubicación imprecisa, en “una caja de una persona del sexo masculino”.  La carta expresa la tensión profunda entre la escritura protocolar del padre y un dolor irrevocable.  El epígrafe introduce un excedente documental del cuerpo desaparecido, el resto que queda fuera, inscrito en el borde mismo de esta ficción de Diamela Eltit donde la historia de las transformaciones y de la precarización rampante del trabajo empalma con el origen violento, militar, del neoliberalismo en Chile.   Aunque la carta no vuelve a mencionarse explícitamente en la ficción, se sugiere que los nonatos que la narradora porta en su cerebro, son los custodios o archiveros del secreto, el arresto y desaparición de la obrera textil en la fábrica Sumar, lo que nos recuerda también que la suma, la asamblea o el agregado político, están siempre transitados por la huella de una resta, el excedente radical de Diamela Eltit.

 

* Texto leído en la presentación de la novela Sumar (Seix Barral, 2018) de Diamela Eltit el 28 de noviembre de 2018 en New York University. Mi agradecimiento a la autora y a Rubén Ríos Ávila por la invitación a participar en esta conversación, donde también fue un placer compartir con la poeta y ensayista Aurea María Sotomayor. Agradezco la lectura y sugerencias de Luis Othoniel Rosa y Carlos Labbé.

[1] Ver J. Ramos, “Dispositivos del amor y la locura”, Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica (Rosario, Argentina), octubre 1998; reproducido en María I. Lagos, ed. Creación y resistencia: la narrativa de Diamela Eltit (1983-1998), Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2000.

[2] Sobre el anarco-barroco de Eltit, ver la nota de Nelly Richard, “Una alegoría anarco-barroca para este lamentable comienzo de siglo”, Papel Máquina, Nº 5, Santiago de Chile, 2010, pp. 31-39.

[3] Ver Hernando de Soto, El otro sendero. La revolución informal. Lima: Editorial La Oveja Negra, 1987; y Verónica Gago, La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular.  Buenos Aires: Tinta Limón, 2014.

[4] Ver Judith Butler, Notes Toward a Performative Theory of Assembly. Cambridge: Harvard University Press, 2015; y Michael Hardt y Antonio Negri. Assembly. London: Oxford University Press, 2017. Javier Guerrero señala la relevancia del libro de Butler en la discusión de la novela de Eltit en “Los paisajes cerebrales de Diamela Eltit”, Literal.  Latin American Voices/Voces Latinoamericanas, 30 de septiembre de 2018. Disponible en línea:

literalmagazine.com/los-paisajes-cerebrales-de-diamela-eltit/

 

 

 

 

 

La literatura y el odio. Escrituras públicas y guerras de subjetividad

 Por: Gabriel Giorgi

Fotos: Diarios del odio

El crítico Gabriel Giorgi analiza los Diarios del odio en sus tres formatos: instalación, libro de poemas y puesta musical. A partir de ellos descubre y disecciona los discursos políticos y afectivos de estas «escrituras violentas, anónimas, exasperadas» que circulan por la web.

En la dictadura

Néstor Kirchner les chupaba la pija

A los militares,

Y los militares decían

ChupáKA

Y Néstor chupaba…

 

(“Bajaron los cuadros”)

Dios siempre se encarga de poner en su lugar

A los que legislan en contra de su ley,

No tenemos que preocuparnos.

La humanidad ya pasó por esto

Y ocuparse de lo mismo es retrógrado

Aunque lo quieran hacer aparecer como moderno.

Varón y mujer hizo Dios, lo demás es invento humano

(“Luz verde para la identidad de género”)

ESTA ES LA ESENCIA DEL MOROCHO,

Cococho, CABEZA y MESTIZO

SON LOS QUE TIRAN PIEDRAS

Y ALIMENTAN EL CANCER

DEL PERONISMO ENGORDANDO

LOS INDICES DE POBREZA Y VIOLENCIA…

MOROCHO ARGENTINO = VIOLENCIA

AL PAN PAN Y AL NEGRO CABEZA

 

(“Piketeros”)

 

Lo que circula, lo que se comparte, lo que se viraliza, lo que se forwardea; lo que se publica en Facebook, en los comentarios online de los diarios; lo que entra en las cadenas de Whatssap; lo que pasa entre los muros, los foros y las conversaciones en territorio electrónico; lo que pasando por ahí se hace: imágenes de la vida colectiva en la Argentina. Una especie de magma de lenguajes (“cloaca” dirán algunos) que se exhibe y se dramatiza en los Diarios del odio, la instalación-procedimiento de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny que recopila los comentarios online de los diarios La Nación y Clarín durante 2008 y 2015 -años, podemos pensar, en los que se elaboraban lenguajes y afectos que se volverán líneas dominantes de lo público en el presente-. Los Diarios remiten fundamentalmente a un procedimiento: el que recopila, edita y archiva  esas escrituras violentas, , exasperadas a la vez que gozosas y frecuentemente festivas (incluso carnavalescas),  en las que parece emerger  una nueva configuración, convulsiva y violenta, de lo democrático y de lo público. El procedimiento se enfoca en una materia afectiva – a la que llama «odio»- y en un recurso formal —la escritura electrónica-—; en esa intersección sitúa la pregunta por lo democrático en el contexto de una nueva avanzada neoliberal. Dado que allí, en ese procedimiento, lo que se ilumina son enunciaciones que en el terreno aparentemente efímero y residual del “muro virtual” demarcan formas de lo subjetivo que se revelarán más perdurables, más insistentes y más consistentes que lo que el posteo instantáneo parece indicar: una sedimentación de escrituras que, destinadas al olvido, se volverán el paisaje espeso del presente.

Lo que los Diarios escenifican es un corrimiento o reacomodamiento aparentemente menor, pero que, quiero sugerir, será clave para pensar afectos y lenguas políticas del presente: el cruce entre un cambio tecnológico y un permiso cultural para escribir en  público las palabras que antes se susurraban o se circulaban en privado; un corrimiento sísmico, podríamos decir, que desde el subsuelo del territorio electrónico irá ganando gravitación y que al hacerlo pone en discusión los sentidos y las formas de lo público y los límites mismos de la dicción democrática.

Y a la vez, y decisiva e interesantemente, ese corrimiento es inseparable de la pregunta por el terreno difuso, siempre incierto y siempre desfondado (y siempre futuro), que es el de la literatura: el espacio mismo donde “escritura” y “democracia” se enlazan y se tensan cada vez, allí donde se disputan las enunciaciones y los lenguajes públicos, los modos de hablar, de escribir, de interpelar a otrxs y de circular enunciados. Escritura y democracia, donde se litigan las enunciaciones, en las guerras de lenguas y por la lengua: allí se activa, una vez más, el terreno de la literatura. Los Diarios se vuelven, en este sentido, una suerte de laboratorio en el que situar la pregunta por lo literario en el contexto transformado del presente.

diarios instalacion

Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, Diarios del odio, Universidad General Sarmiento (2017)

 

Odiar en común

Diarios del odio, la instalación (2014-17) y el libro de poemas (2016) de Roberto Jacoby y Syd Krochamalny continuados en la puesta musical y coreográfica de Silvio Lang y el grupo ORGIE (2017), identifican un punto central de la pregunta por la cultura y lo estético en el contexto de la nueva avanzada neoliberal. Y lo hacen no solamente porque nombren y trabajen el odio como afecto político central en las democracias del presente —aunque ese es, desde luego, un gesto decisivo— sino fundamentalmente porque dicen que ese odio es inseparable de una transformación de los modos de escribir. Registran un desplazamiento o una reinvención, no necesariamente emancipadora ni liberadora, de lo democrático (que implica el derecho a hablar, a expresarse: el formato de nuestras “libertades”)[i] a partir de una transformación de los universos de la escritura, de sus tecnologías y de sus públicos. Los Diarios se ubican precisamente en el punto de interfaz entre el universo de afectos políticos y el universo, aparentemente heterogéneo, de las tecnologías y las formas de escritura. Y lo hacen desde un núcleo clásico: el diario como género cultural, como medio desde donde se articula la esfera pública en la modernidad, y como medidor de lo cotidiano, del pulso diario de lo social. En el diario como género y como temporalidad, los Diarios trazan el umbral de emergencia de un nuevo anudamiento entre escritura y democracia.

Los Diarios del odio se conjugan, como decía antes, a partir de un procedimiento de archivo: el de recopilar comentarios online de los diarios Clarín y La Nación durante un período de varios años (2008-15) en torno a temas y figuras que conjugaron antagonismos políticos  durante  el gobierno de Cristina Fernandez de Kirchner  (los “negros”, los “k”, “Kristina”, los “ñoquis”, «los piketeros», etc.), pero que claramente recuperan líneas que ya venían de antes.  Dicha recopilación tiene, sin dudas, un efecto de intensificación: acumulando comentarios violentos, los modos del insulto, la denigración y la deshumanización de figuras sociales (que trabajan, frecuentemente, con alta complejidad retórica; esto es: con el goce del juego verbal, con una cierta carnavalización de las lenguas de la agresión), los Diarios revelan la naturaleza colectiva, hecha en el flujo de la lengua, de esos afectos circulando en lo público. La recolección, la acumulación, la yuxtaposición de los comentarios indica su dimensión colectiva, sistemática, y no puramente individual, patológica, o particular. Lo que emerge en la colección armada por los Diarios es, así, una imagen de lo social, menos como una postal o un paisaje de un orden social en un momento dado sino más bien en lo que tiene de virtual o potencial: los comentarios online iluminan un terreno abierto a producir colectividad, a generar “común” a partir del odio. El odio compartible, como se comparten posteos de Facebook, chats de Whatsapp, como se viralizan los mensajes y las imágenes que se postean en los foros de respuestas a las noticias en el momento en que los diarios adquieren vida electrónica, más allá del papel (“compartir” es, sabemos, una de las funciones principales de nuestros procesadores de texto y, evidentemente, de las aplicaciones de redes sociales). Eso compartible acá emerge y se conjuga bajo el signo del odio. Los Diarios sacan consecuencias de eso, como veremos. Pero lo hacen a partir de ese procedimiento básico: el de recolectar, antologizar, acumular y luego seleccionar y reproducir los comentarios. Una gimnasia de archivo que es un ejercicio de lectura, un “cómo leer” el diario. A partir de ese subsuelo, ese yacimiento de lenguajes y temporalidades extrañas, se lee el diario y se piensan los universos de lo público y lo democrático en el momento de disputas políticas en vías de radicalización.

Los Diarios, entonces, en primer lugar, como ejercicio de archivo: la recolección de lo que se piensa a sí mismo como insignificante, como basura y como deshecho efímero, y que en la operación misma del archivo revela su centralidad a la vez estética y política. Mal de archivo, podríamos decir, en acción, como rearticulación de un campo de lenguajes.

Ese procedimiento de archivo va a tener distintas encarnaciones. Primero como instalación, donde los comentarios del muro online se reproducen, en carbonilla, en las paredes de un centro cultural (y donde amigos de Jacoby y Krochmalny son convocados a transcribir, cada uno con su trazo, como copistas, estas sentencias brutales; al reproducir, exhiben y desvían, a la vez, el lenguaje del odio.) Se pasa del muro virtual al real, y de la escritura electrónica a la carbonilla, gesto que subraya la naturaleza efímera de estas escrituras, temporalmente pautadas (aunque sus tiempos sean indefinidos): no son escrituras que apunten a la permanencia sino a la desaparición[ii]. Después, los Diarios se reencarnan  en un libro de poemas, publicado en 2016 por la editorial n direcciones. Y por último se vuelven una puesta en escena a la vez musical y coreográfica del grupo ORGIE, dirigido por Silvio Lang, en el que se cantan y se bailan, en los tonos de un “pop evangelista”[iii], los textos reunidos en el libro de poemas, superponiendo la voz y un estilo musical pegadizo a una coreografía de cuerpos y fuerzas, un teatro físico que se conecta de modos heterogéneos a la violencia de las letras pero también al universo melódico de la música, trabajando desde allí las intensidades en circulación bajo la rúbrica del odio.

Graffiti, poema, canto: esta serie que recorre distintos formatos me parece especialmente significativa porque desarma la relación clásica entre literatura e instalación, o entre poemario y “versión escénica”, dado que  enfoca una circulación y un modo de producir públicos que ya no responden los géneros dados del “arte”, de la “poesía” o del “teatro y la danza”, sino que capturan un modo de la escritura y de la lectura que viene de otro lado: de los comentarios online, de ese registro y de ese medio, desde donde se desclasifican géneros, identidades, públicos, y donde emergen otras formas de subjetivación. Y donde se escenifican y se tematizan formas múltiples de insertar lo escrito en lo público. En tal sentido, los Diarios resuenan nítidamente con lo que Florencia Garramuño llama “arte inespecífico”, subrayando su dimensión política explícita: la de ciertos desplazamientos formales que implican o apuntan a reinvenciones de los públicos y de lo público[iv]. Los Diarios pescan algo central de lo contemporáneo que pasa por el modo en que una transformación general de los dispositivos y los modos de leer y escribir formatea afectos y subjetivaciones.

Diarios del odio, poemas 4

Roberto Jacoby, Syd Krochmalny, Diarios del odio, n direcciones (2016)

Afectos eléctricos

El odio como afecto político es un operador de coherencia. Se trata del “odio”, en singular, no de “los odios”, de una diversidad de odios clasificados a partir del objetos de su agresión frecuentemente transcriptos en «fobias», como cuando hablamos de “transfobia”, “islamofobia”, «lesbofobia», “misoginia”, etc. Aquí el odio es un bloque, un afecto unitario, aparentemente unívoco, que reúne una multiplicidad de objetos de agresión -piqueteros, mujeres, negros, personas transgénero, etc- que se unifican bajo el manto de una energía afectiva continua en la que parece emerger una nueva normalidad hecha de segregaciones raciales, genérico-sexuales, xenofóbicas:

Argentina negra

 

“Me confieso racista,

no por maldad,

simplemente está en mi

código cultural.

la clase media argentina

tiene sus raíces en Europa

y se enorgullece de ellas.

 

Me molestan los negros africanos (…)

Buenos Aires se ha transformado

en un mercado negro

Blanqueemos el Mercado…” (11)

Ñoquis

 

“Al menos un 50% de los empleados

públicos

burocráticos

son individuos carentes de un título

terciario o universitario (…)

 

Francamente el estatal genérico,

es decir el negro groncho o la gorda con calzas

que están atrás de un escritorio público,

me generan mucho,

pero mucho asco…” (29)

 

Esa nueva normalidad no tiene un o una representante, una encarnación: se distribuye colectivamente, circula, se despliega en la lengua anónima y compartida. Funciona como agenciamiento colectivo de enunciación: nos habla y somos habladxs por ello. Ese agenciamiento colectivo parece haber encontrado un punto de realización tecno-escriturario: el comentario online. Y esa emergencia transforma las configuraciones de la lengua compartida en algunos sentidos fundamentales:

1) Por un lado, permite (como lo hicieron —y todavía hacen— los baños públicos, los graffitis, y los muros físicos que antecedieron a su versión online) el demarcado público de una posición de sujeto —justamente desde el anonimato— re-trazando una distancia y una jerarquía amenazada respecto de unos cuerpos que pueblan demasiado el espacio de lo social: un espacio de escritura que se estructura a partir del gesto compartible de la segregación de esos cuerpos  que, de golpe,  están demasiado próximos, se hicieron demasiado visibles,  invadieron el territorio “propio.”[iv] Un espacio de escritura como algoritmo y medición de ese demasiado: demasiado cerca, demasiado iguales. En contextos de un desarreglo (siquiera moderado, como fueron los años del kirchnerismo) de identidades, posiciones sociales, jerarquías tradicionales, en contextos de desobediencias —sin duda estrictamente vigiladas, como lo prueban estos mismos textos— a  mandatos del género, de la sexualidad, e incluso de la raza, donde las disputas por la igualdad adquirieron varios puntos de emergencia,  allí emerge esta nueva normalidad y sus tonalidades afectivas como reafirmación de una segregación y una distancia. Ese desarreglo moderado y vigilado tiene, como veremos más adelante, un punto de recurrencia al que los textos de los Diarios vuelven una y otra vez: el del goce impropio, fuera de lugar, de ese repertorio de cuerpos que se vuelven el objeto del odio. Demasiado cerca, y disfrutando demasiado de lo que “no les corresponde”: mis impuestos”, la calle, incluso (quizá sobre todo) su propio cuerpo.El efecto de archivo de los Diarios es justamente hacer legible ese odio como gramática de subjetivación y no como reacción episódica, «crispación», humor social pasajero: esto, parecen decir los Diarios, está para quedarse.

2) Por otro lado, traza una línea de disputa en el espacio público sobre lo decible en contexto democrático, excavando el espacio para nuevas enunciaciones que, a contrapelo de lo que consideran corrección política, reclaman su derecho a la expresión a partir del desarmado de pactos previos: una guerra en y por la lengua. El archivo de los Diarios demarca esa línea de vacilación sobre las formas y los sentidos de lo democrático en el contexto de la avanzada neoliberal.

3) Por último, hace del anonimato —y de la naturaleza impersonal de la escritura, sobre todo en territorio electrónico—[v] un factor clave para su dimensión colectiva o colectivizable: es una máscara (del comentarista, el troll, etc), lo que aquí se dibuja en estas expresiones violentas, absurdamente vociferantes;  una máscara que, más que revelar convicciones personales secretas o reprimidas (no hay que sobrecargar el valor testimonial de estos detritus verbales, aunque claramente los sentidos estén ahí), funciona como lugar de enunciación en la lengua, como un espacio que se va haciendo de juegos, chistes, palabras brutales que descansan sobre ese nuevo hecho de que ahora esas palabras puedan ser escritas en territorios públicos transformados. Incluso desde la máscara del troll —e incluso si quien escribe estas fórmulas solo quiere provocar, tensar la discusión, etc— el resultado es el mismo: una normalización en la lengua pública, una estabilización de lugares desde donde gravitan nuevos modos de expresión en el formateado de las “libertades” democráticas. (En la puesta de Lang, cada texto es cantado por un “vecino” que se desprende de la masa u horda danzante, se coloca una corona con la que “toma la palabra” y canta: la adopción de una “persona pública” antecede a la voz, y es ese lugar de enunciación —esto es: máscara, pose y  personaje— lo que vemos emerger en estos territorios verbales: una  nueva trama de lugares para el decir público).
Estas del afecto político que los Diarios registran le dan un tono específico al momento en el que el ordenamiento neoliberal no se conjuga tanto alrededor de retóricas e imágenes de la inclusión a partir del mercado y del emprendedorismo (como lo hizo en los años 90, por caso) sino que más bien cliva hacia lenguajes e imágenes de la guerra permanente, y que se materializa en  lo que podríamos denominar «guerras de subjetividad», guerras que operan desde y sobre las divisiones internas, biopolíticas, de la población y que pasan por un continuum mediático, económico y policial permeando la constitución misma de lo social: la gubermentalidad de la avanzada neoliberal conjugada a partir de una «organización de guerras de clase, de sexo, de raza y de subjetividad”[vi] que descartan toda promesa o fantasía en términos de consenso democrático. Los ejemplos abundan, tanto en la Argentina como en otras latitudes: la nueva legitimidad de los racismos en los vocabularios públicos y, quizá paradigmáticamente, la “guerra contra las mujeres”, en la formulación de Rita Segato.  El odio, entonces, como tonalidad y como índice de las “guerra de subjetividad” que definen las reconfiguraciones de la avanzada neoliberal marca el momento en el que las contradicciones producidas por el ordenamiento neoliberal no pueden ser absorbidas por las formas cívicas que diseñaron las liturgias de lo democrático en las últimas décadas. Lo que está cambiando, parecen decir estas voces, es la idea de la democracia: tal la profecía que se repite en sordina en los Diarios, su promesa ominosa.

Uno de los aciertos de la puesta de Silvio Lang es superponer el tono del “pop evangelista” de las canciones con la violencia de estos textos, donde conviven, de modos equivalentes, la “pastoral” neoliberal -—que quiere conducir suavemente las subjetividades hacia la funcionalidad del mercado, hacia la forma-empresa como matriz del deseo y de la acción y hacia el consumo y la deuda como hitos de la felicidad-— y el odio como línea de intensificacion afectiva que moviliza subjetividades y sueña con exterminios inmunitarios, y que en la puesta en escena pasan por la horda de cuerpos a la vez violenta y deseante. Ambas retóricas -—la pastoral  y el exterminio-— no se niegan una a otra: son coextensivas, se pueden ver en continuidad, “en continuado”: así las dispone la puesta de Lang. Esa coexistencia, esa oscilación sin crispaciones entre la reconciliación pastoral y la violencia racista y sexista enmarca modos de subjetivación, las “guerras de subjetividad” del presente.Entonces: el odio como corriente afectiva en la que se consolida una nueva normalidad. Digo “corriente deliberadamente: se trata de un odio eléctrico, que recorre la red, que pasa por medios electrónicos, por conexiones y por imágenes transmitidas electrónicamente. Las figuras del odio aquí están hechas de retransmisiones  «viralizadas”, que pasan por los clicks, por «posteos», por los foros y sus «cadenas», todo ese universo táctil o háptico que es el de la escritura electrónica, y que aquí es  decisivo para pensar las formas contemporáneas del odio y, fundamentalmente, sus usos, sus producciones de realidad.[vii] El odio como afecto político produce subjetivaciones y relaciones con lo colectivo -ambas operaciones son inseparables-no solamente por el hecho de ser un odio hablado, escrito, cantado, sino también porque es un odio transmitido, «viralizado», que opera por vías eléctricas: toca, circula, postea, reproduce: “comparte.” Y lo que comparte es afecto: hace que el lenguaje sea fundamentalmente canal de afecto y de tacto, de una afectividad que pasa y toca los cuerpos. Es fundamentalmente manual y táctil: clickear, marcar, puntuar, en un lenguaje en el que las palabras se dejan clivar hacia lo que aquí resulta absolutamente fundamental: el gesto, el límite con el cuerpo. La escritura electrónica es una escritura de gestos, que pasa por las manos (✌ 👍 👌) y por los rostros (👮‍ 👪 👽): un teatro minúsculo y proliferante de los cuerpos en la escritura. Es desde allí que este dispositivo sea fundamentalmente afectivo, en la medida en que el afecto, como señala Deleuze, pasa por esa capacidad de afectar cuerpos y ser afectado en tanto  cuerpo. A esto se le suma, evidentemente, el anonimato que ofrecen estos medios: son lenguajes y afectos colectivizados sin rostro (sin poner la cara, como cuando hablamos) y sin poner la firma, o alguna forma de responsabilidad autoral. El medio eléctrico potencia el anonimato a escalas insospechables una década atrás, y desde ahí se realiza en esa figura del no-rostro y de la no-firma, ese no-autor que es el comentarista online y, luego, el troll y que, paradójicamente, pasa por y toca los cuerpos. Esa máscara, ese enmascaramiento que es propio de estas escenas de escritura electrónica, va directo al cuerpo: no pasa por el “yo”, por la “persona”, por el sujeto como figura pública. Un circuito impersonal: de la máscara al cuerpo.

Los Diarios sitúan ahí al odio: escrito y transmitido electrónicamente, como productor de coherencia en términos de subjetivaciones compartibles, en el teatro de un cuerpo anónimo, y en la interfaz directa de lo absolutamente íntimo y lo absolutamente público.

Ahí se escribe el odio en presente.

diarios instalacion 2 (1)

Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, Diarios del odio, Fondo Nacional de las Artes (2014)

 

La raza, los derechos, lo humano: un odio democrático
¿Qué se escribe? ¿Cuáles son los significados, las nociones que atraviesan estos sentidos afectivos que se anudan en torno al odio? Fundamentalmente se escribe la raza, o quizá mejor: la racialización de cuerpos e identidades. Lo que se escribe en estos comentarios, y que se vuelve poema en el libro y canto en la puesta de Lang, es una operación recurrente: la transcripción de antagonismos de clase, de género, sexuales —es decir: antagonismos de lo que llamamos «construcciones sociales»— en antagonismos inmediatamente biopolíticos,  que pasan por la raza, la «naturaleza», la biología y los límites mismos de lo humano. En otras palabras: antagonismos ontológicos, que actualizan el límite mismo de la especie. Pasamos de los lenguajes de la diferencia social o cultural a los lenguajes de la especie y de la «naturaleza»: las escrituras reunidas en los Diarios escenifican una y otra vez esa operación clásica de la imaginación política moderna, que es la naturalización biopolítica de diferencias sociales, históricas, discursivas.  «Los fragmentos elegidos» —señalan Roberto Jacoby y Syd Krochamalny en el epílogo— «rastrean específicamente aquellos núcleos discursivos donde se produce la deshumanización de sectores enteros de la sociedad argentina.»[viii] Esa deshumanización se conjuga alrededor del límite racializante: el “negro”, que es siempre también el animal, el indio, la puta, el puto, el trava, los “kk”, etc, como una especie de matriz biopolítica que marca el umbral bajo de la especie, la “sub-raza” (Foucault). Sobre ese límite los Diarios proliferan.

Situándose allí  los Diarios están registrando algo fundamental: el modo en que los antagonismos, los conflictos propios de la era neoliberal son imaginados como insuperables políticamente, donde la única forma de resolver un antagonismo es en el lenguaje de la guerra. O, como dice una de las voces, hablándole al

«Querido negro de mierda:

(…)

Te deseo un verano caluroso,

ni un peso para el vino

y una bala en la cabeza»7

 

Estas voces, imantadas por los lenguajes de la seguridad, dicen a coro que la única salida son las fantasías de guerra y exterminio. Sin embargo, no creo que haya que darle excesiva realidad sociológica a estas letanías en términos de llamados a la acción (el «hay que matarlos a todos» ha sido y sigue siendo un rezo cotidiano en la Argentina); este vaciadero de fantasías y detritus se sostienen en el goce reactivo que los produce más que en cualquier valor testimonial.[ix] Se trata en todo caso de ver qué registran en términos de un estado de lengua, qué formas otorgan a sentidos, afectos e imaginarios políticos. Y registran un momento límite, que en estas escrituras se quiere terminal, de cierta idea de lo democrático y de su capacidad para resolver los conflictos generados por un ordenamiento neoliberal de lo social. Algo de lo democrático-liberal en general pero sobre todo de la democracia que se construyó en la Argentina desde 1983, simbolizada por las luchas en torno a los derechos humanos, que no puede absorber la altísima conflictividad generada por la producción sistemática de desigualdad que es específica al orden neoliberal. Obviamente esto no es un proceso exclusivamente argentino: los ejemplos sobran. Pero en la Argentina lo democrático es inseparable de las luchas en torno a la herencia de un genocidio, y es eso lo que aquí parece emerger como un límite histórico: las voces y escrituras del odio declaran, una y otra vez, el fin del pacto democrático en torno a los derechos humanos.

En un gesto muy claro, el poemario incluye este epígrafe, que enmarca toda la serie:

ESMA

Deberían lotear esa porquería

Y hacer torres de viviendas

Si, con amenities y todo lo que quieras

Para sacar esa basura urgente

 

No se trata sólo de la cuestión de los derechos humanos como uno de los temas del odio; es el sedimento mismo de la democracia argentina construida en el repudio al genocidio previo. Ese repudio se vuelve objeto de burla y de descarte discursivo: “no valés ni un solo derecho humano”, le dicen al “negro KK”, y con ello, una cierta idea de la democracia fundada sobre el horizonte de los derechos humanos. Porque la novedad que registran los Diarios es que estos lenguajes de deshumanización, que obviamente no son nada nuevo, empiezan a ser los modos en que se imagina, desde estas nuevas esferas públicas, la democracia misma; no son el opuesto de la democracia, las hablas interdictas del pacto democrático, sino que reclaman los espacios de la democracia para trazar el horizonte de los iguales y sus límites y sus segregaciones; ese es su desafío y su transgresión. El coro de voces —la dimensión colectiva, que se captura de modos decisivos en el canto colectivo de la puesta de Silvio Lang— que se reúne en los Diarios traza ese nuevo horizonte de los iguales, el espacio de esos nuevos muchos que diseñan el espacio de lo común a partir de la segregación de los «negros» , de los cuerpos trans, de los «ñoquis», etc; que hacen de esa segregación de cuerpos, potencialmente infinita, el fundamento de su común imaginado. La novedad que registran los Diarios es esa performance verbal de los racismos y masculinismos argentinos —que fueron núcleos antidemocráticos durante décadas— empujándolos hacia el interior de lo democrático en la figura del «foro» público.

El odio como tonalidad nueva de lo democrático, y no como su opuesto; la democracia no como pacificación sino como exacerbación de conflictos y de antagonismos que se pueden gestionar y, digamos, administrar con formas de securitización diversas. Las «guerras de subjetividad» como forma de gubermentalidad, que funcionan como producción transitoria, estratégica, short-term, de imágenes de lo colectivo. Ahí se demarca un contexto de los Diarios. Entonces, estos materiales registran y piensan —podríamos decir: escenifican— algo que resulta decisivo para esta inflexión de la avanzada neoliberal: el momento en el que las precarias matrices cívicas que operaron como fundamento de la imaginación democrática argentina desde el ’83 buscan ser desfondadas a partir de un nuevo permiso compartible («viral») de unas escrituras anónimas circuladas en torno a los grandes medios de difusión. Ahí se lee la emergencia de las enunciaciones y subjetividades que buscan sacarse de encima la interpelación ética de los derechos humanos, adaptarse a las exigencia de una desigualdad social que se percibe como definitiva, y que moviliza marcadores biopolíticos y afectivos como sus símbolos. Es en ese territorio electrónico donde emergen litigios por la enunciación y por las lenguas de lo público. Ahí entra la pregunta por lo literario; es allí donde hay que pensar con qué se está escribiendo ese «escribir».

Lang 1

Silvio Lang, Grupo ORGIE, Diarios del odio (2017)

Un “parque textual”

Los Diarios verifican la expansión y transformación de eso que llamamos «escritura” a partir de las voces, las retóricas, las formas y los circuitos que se gestan en los comentarios online, los «foros» y los «muros» de internet, y en la figura del comentarista online y del trollLo que se juega allí es una disputa “performativa”[x] sobre la distribución de las enunciaciones en lo público y de la circulación de la palabra entre los públicos; la disputa por quién toma la palabra, en qué registro, interpelando a quiénes, de qué manera y según qué pacto. Los Diarios hacen del odio un modo de intervención en la lengua, fundamentalmente en las demarcaciones entre lo que se dice y lo que se escribe, entre lo anónimo y lo público, entre lo oral y lo escrito, allí donde aparece ese dispositivo desclasificador formidable que es la escritura electrónica, que se vuelve un dispositivo de disputa por las lenguas públicas. Esa disputa es siempre el terreno de las hablas legítimas e ilegítimas, de los que saben y pueden hablar y escribir en público, y que al hablar y al escribir redefinen y reinventan lo público. El nombre clásico que tenemos para esa disputa es literatura, “ese nuevo régimen del arte de escribir donde no importa quién es el escritor ni el lector”[xi], donde el escritor y el lector son cualquiera. Los Diarios del odio son, en tal sentido, un material productivo para reenmarcar la pregunta por lo literario en  contextos donde nuevas tecnologías de escritura reconfiguran ese “no importa quién” de lo literario, las figuras de esos “cualquiera” que toman la palabra, y al hacerlo redefinen circuitos, enunciaciones y públicos a partir de otros modos de circulación y de publicación de lo escrito. Evidentemente, los materiales recopilados y reescritos en los Diarios poco tienen de esa indeterminación formal, “pre-individual”, que Rancière asocia al trabajo literario; por el contrario, son enunciados fuertemente cristalizados, que quieren producir antagonismos muy reconocibles. Pero trabajan sobre una vacilación en la lengua que es propia del momento en el que se debaten los límites de lo decible y fundamentalmente de lo escribible y lo publicable. Una intestabilidad de sentidos, en el momento en que se disputa el límite de lo que es posible escribir en público: donde se ven los contornos de enunciaciones —que son a la vez máscaras y lugares de subjetivación— que tensan el espacio del decir público. Ahí emerge la pregunta por lo literario, en el momento de transformación de circuitos y tecnologías de lo escrito.

Diarios del odio, en todas sus encarnaciones, es fundamentalmente una destreza del oído: oye los tonos de los pactos y las guerras en la lengua. Gerardo Jorge lo señala con precisión: justamente, si leemos estos materiales como “poemas”, dice, es porque estamos «poniendo el oído en la zona de ambigüedad que los enunciados tienen».[xii] Lo que emerge en los comentarios online son, evidentemente, palabras brutales, fórmulas de la muerte, tropos de las fantasías racistas; pero, fundamentalmente, lo que se cristaliza ahí son los tonos que recorren la lengua, que la electrizan, que la conectan directamente con los cuerpos, tonos que acompañan el dispositivo técnico que es propio de estas escrituras. Eso emerge como afecto, como intensidad, como pulsión: en todo caso, interesa que esa dimensión aural y auditiva emerja en estos circuitos de escritura, que recuerdan eso que Ludmer, hablando de la gauchesca, denominaba «oír los tonos» de la lengua. No casualmente su última instanciación (al menos hasta el momento) es un musical y una coreografía, que sitúan estas palabras en los circuitos de los tonos  —y la voz en tanto que tal—  que pasan entre los cuerpos. Estas escrituras públicas trabajan, así, con los tonos colectivos: campo de resonancia, cámara de ecos, vibraciones de la voz en la palabra, lo que se trafica en las lenguas. El ejercicio de lectura y de escucha de los Diarios… nos exige, sin duda, mirar el folklore monstruoso del microfascismo, pero también no quedarnos fijados en ese repertorio (bastante previsible, por lo demás) sino también poder escuchar las vibraciones y sus movimientos, porque allí se trafica el goce de estos lenguajes, su punto de intensidad y resonancia afectivo. Dado que de ahí emerge la otra línea afectiva clave: no ya la del odio, sino la del goce; mejor dicho, la política del goce que acompaña al odio.Los Diarios escenifican así la disputa por quiénes y cómo gozan: quiénes y cómo disfrutan de la riqueza, sea la  de sus cuerpos o la riqueza colectiva: ahí, obviamente, el repertorio de ñoquis, putas, travestis, borrachos, vagos; todos «negros» que lo único que hacen, en estas miradas, es arrancarle el goce que le corresponde a los que escriben:

Milagro en Roma

“Perdon; la milagros es alemana????

ésta mina en Italia???

que desastre por Dios…

NEGRA PU—TA CON QUE GUITA GARPASTE LOS VIAJES???

…SEGURO QUE CON LA DE MIS IMPUESTOS

LA PU—TA QUE TE PA—RIO…” (31)

 

En los Diarios, el goce es un bien escaso y privativo: no se puede distribuir, se tiene que disputar.  En esa disputa, los personajes maldecidos son los cuerpos del disfrute: los que gozan con «mis» impuestos; los que disfrutan de lo que no les correspone, según una economía del disfrute hecha a medida y desde la perspectiva del cuerpo privado, desposeído, del que escribe. Dicción reactiva del que asiste, desde afuera, a la «fiesta» de los otros, que por eso mismo se vuelven enemigos. Pero a la vez el espacio de la escritura es el de la revancha: la escritura del odio es en sí misma una forma de goce en la lengua; el odio es el espacio donde estas voces parecen encontrar su capacidad para jugar con las palabras (y, como en el texto recién citado, de disolverlas y tornarlas puro énfasis tonal, quiebres de sonido.) Formas reactivas, tristes, del disfrute: pero esto también es parte de la lengua, de los agenciamientos que nos hablan, y de la disputa por lo literario, una «lengua que se encarama y adopta ritmos que la comunican por momentos con zonas vitales de nuestra literatura, incluso en la cloaca de estos comentarios» (Gerardo Jorge, ibidem).

Leer y «resonar» con los tonos, con lo a-significante, que se conjuga y se trafica en estos lenguajes, «poniendo el oído» allí, porque ese es un terreno clave de lo que llamamos subjetividad, sus políticas y sus guerras, para disputar y contestar las formas de los afectos, los deseos y los placeres en lo público. Los Diarios, en el pasaje entre soportes y medios múltiples, captan una transformación de las tecnologías de escritura en la que se reconfigura la circulación de la palabra, sus campos de resonancia, el formateado de los deseos y su circulación, táctil, entre los cuerpos. En los itinerarios de estas escrituras se lee la filigrana tensa, por momentos insoportable, de este momento de lo democrático. También sus líneas de reversión, de invención, en el terreno nuevamente (y por suerte) irreconocible de la literatura.

Lang 3

Silvio Lang, Grupo ORGIE, Diarios del odio (2017)

Escrituras del contra-odio

Lo literario registra y activa en la lengua las líneas de fuga de un orden social:  la instancia donde las sociedades disparan sus latencias y sus memorias virtuales, sus promesas de justicia y sus futuros fantaseados (que pueden incluir sus sueños de limpieza y seguridad), las líneas de derrame desde donde se deshace la postal fija de un orden dado. Esas líneas pueden ser activas o reactivas, hechas de multiplicidades heterogéneas o de bloqueos y cristalizaciones, pero pasan siempre por un cierto afuera de la vida social donde se suspenden identidades inteligibles, nombres reconocibles, sentidos dominantes y compartidos. No tiene que pasar por el repertorio de los “márgenes”, ni en las “voces menores” o subalternas, ni en los “cuerpos abyectos”: ese derrame nos atraviesa a todxs y nos enfrenta al umbral donde nos desdibujamos como sujetos reconocibles. Esa fuga hacia el exterior de los lugares y subjetivaciones dadas es donde tienen lugar los devenires y las mutaciones. En ese terreno difuso emergen nuevos lugares de enunciación, que son la instancia donde se van recomponiendo alianzas, afectos, tonos, complicidades, memorias latentes. Una nueva enunciación es un espaciamiento que se abre en la lengua, y que queda disponible para otrxs: una nueva posición que trafica alianzas, formas de lazo; una nueva esquina en la lengua para ubicar la voz (siempre estamos, como se advierte, entre lo oral y lo escrito, entre lo que se escucha y lo que se lee, entre lo que resuena y lo que se archiva.) Esa zona de pasaje, ese espaciamiento compartible, es el trabajo de lo literario.

Ese trabajo de lo literario  —su pertenencia genuina en los derrames de lo social, como línea de mutación de lo dado—  encuentra en el paisaje actual de desigualdades intensificadas y “guerras de subjetividad” una gravitación nueva: ahí se experimentan voces, enunciaciones y registros y se forjan, desde el ejercicio mismo de las hablas, herramientas verbales para producir subjetivaciones e imágenes de lo colectivo. En esto se juega una dimensión fundamental de la literatura del presente: una literatura «fuera de sí», “expandida” o “postautónoma”[xiii], que adquiere en el terreno iluminado por los Diarios una dimensión explícita y abiertamente política, en términos de una reconfiguración de lo público a partir de nuevos circuitos y tecnologías de escritura y nuevas posiciones de enunciación y subjetivación: unas escrituras públicas en las que se materializan nuevos modos de inserción y de interrupción de lo escrito en lo público, y nuevos circuitos  —siempre al menos potencialmente políticos— de la escritura.[2]

Allí tienen lugar las guerras de subjetividad del presente. Allí hay que pensar la literatura y el odio como afecto central de las subjetivaciones, pero también como instancia de una disputa por los modos de dicción democrática, por las hablas de la democracia. Dado que, ¿cómo se responde a estas imágenes de la democracia como segregación y guerra permanente que se verifican en los Diarios? No, seguramente, con una literatura sin odio, o con escrituras del apaciguamiento y de la educación de las pasiones cívicas (quizá uno de los peores equívocos de nuestra época sea imaginar un sujeto democrático como un sujeto “libre de odio”, capaz de sublimar sus pasiones en una práctica de consenso y deliberación, donde la escritura cumpliría un rol fundamental en esa educación de los afectos para una civilidad abstracta o ideal).[xiv] Pienso, más bien, en escrituras que movilizan el odio como afecto político para trazar nuevos espacios compartibles, para producir otras imágenes de lo colectivo, como una suerte de contraofensiva de fuga, contra los usos del odio como reafirmación de identidades previas, y en pura restauración imaginaria. Un ejemplo claro viene (no casualmente) del feminismo, no sólo en términos de las enunciaciones que conjuga sino de sus modos de ocupación de lo público.»Al patriarcado lo hacemos concha», se leía en una de las marchas de NiUnaMenos: la “concha” como reinvención y como destrucción al mismo tiempo, para odiar al patriarcado, y para odiar al Macho, y hacer de ese odio línea emancipatoria, una mutación de los cuerpos (“hacer concha”) y de las subjetividades como ejercicio de imaginación democrática. Donde la escritura se sitúa de otro modo entre los cuerpos, en el espacio de la marcha, de la asamblea, aunque sin duda puede también pasar por el territorio electrónico y el foro virtual pero que en la marcha se conecta con el entre-cuerpos colectivo en lugar de quedar fijado en el avatar y el troll, que parece ser la terminal de los lenguajes del foro online. Donde la calle ve vuelve el territorio de la escritura —la calle como la inflexión colectiva de lo escrito— y no solamente el foro virtual o el mensaje viral como punto de detención o agujero negro de los lenguajes. Ahí la escritura exhibe el trazado de una nueva enunciación colectiva, un agenciamiento y una alianza que pasa por otros territorios compartidos posibles, y que usa el odio al Macho para construirse[xv].

La calle es también un agente de contra-odio en un poema formidable de Carlos Ríos, “Ha muerto el troll”, donde una cepa de odio, apenas disfrazada de perversa compasión, dispara una elegía a la muerte del troll que Ríos escribe y publica por Facebook, disputándole, justamente, el territorio electrónico a esa figura cuya muerte se narra y se celebra en la parodia. En una resonancia exacta con el territorio demarcado por los Diarios, Ríos mata al troll y —máxima revancha— nos descubre el cuerpo avergonzado del avatar, que solo aparece en el momento de su muerte:

“Ha muerto el troll,
apaguen esas má-
quinas. Ocurrió co-
mo ocurren las divi-
nas casualidades: la
de él fueron las ganas
de comer una hambur-
guesa y un colectivo de
la Línea Oeste que se lo
lleva puesto en la avenida.
Tardó en llegar a su cubícu-
lo, mejor dicho nunca llegó:
la sangre del troll fijó en el
asfalto la silueta de un mu-
ñeco, algo contraída, dedos
de formato irregular, produc-
to del dele que te dele sobre
el teclado de la notebook (…)”

Lo que mata al troll es la calle, el revés de su existencia simbólica y de su poder, allí donde aparece, sin nombre ni avatar, como un cuerpo en su necesidad y desamparo, y sin otro que lo venga a socorrer. La venganza de la calle y del poema, que no escatiman detalles de humillación ante esta figura cuyo poder, sin embargo, ya es indiscutible, es un poder de escritura:

“¿quién tomará su
caja de adjetivos que él
sabía colocar tan a me-
nudo en la boca torcida
de la viejita leuca en cu-
ya identidad de tejedora y
maestra de primaria se en-
mascaraba? Apaguen esas
máquinas, no hay nada que
leer en tales imprecaciones
que siempre son para uno,
hoy todas para él (…)”

La “caja de adjetivos” como terreno de un poder elusivo, aparentemente insignificante, pero que pasa del troll a la tv (“la viejita leuca”), y que remite a una sucesión de máscaras y avatares que van conjugando estas criaturas de lenguaje que en la interfaz entre internet y la televisión guionan las guerras del presente.

Ante eso, el poema es una instancia de reversión tanto de los lenguajes como de los territorios: las imprecaciones, “que siempre son para uno / hoy son todas para él…”, y la “divina casualidad” que viene de la calle, contra el “cubículo” al que el troll no retorna, en un poema que se escribe y circula en facebook, pero a partir del evento callejero, esa otra configuración de lo público que el troll y sus escrituras quiere elidir y sofocar.

Usos del odio escrito: ahí se trabajan formas y circuitos que activan  y potencian conjugaciones de lo colectivo,  subjetivaciones a contrapelo de la gramática sedimentada de la raza, la nación, el patriarcado y la heteronorma que es lo único que el odio de la avanzada neoliberal ha sido capaz de concebir como disputa en el interior de la democracia: la reafirmación de viejos privilegios fantasmales, de  racismos originarios, del «inconciente colonial» (Rolnik) de una nación que, destrozada por el capital, se moviliza contra sus diferencias internas; un odio, en fin, que no inventa nada nuevo, pero  que no por eso se vuelve menos poderoso, sino más bien al contrario, que basa su efectividad en operar sobre certezas imaginarias. El odio, pues, como un afecto matrizando la dicción democrática del presente y como fuerza ambivalente que traza lugares de enunciación heterogéneos.

«Literatura», insisto, es una de las formas que tenemos para nombrar esos momentos de disputa por la enunciación y de reorganización de estados de lengua. Por eso los Diarios del odio capturan la pregunta por  lo literario en el presente: una literatura hecha en un terreno irreconocible, sin las figuras clásicas de «escritor» o de «lector», sino con trolls, artistas, editores, directores de escena, producida en medios electrónicos , galerías de arte y escenarios diversos,  y  hecha con un tejido de  voces anónimas. Una literatura que es instancia de una muy radical ambivalencia ética y política: empieza en los comentarios online, en su violencia y su trivialidad, y que se espejea, en un momento de inteligencia estética y política, en el archivo de los Diarios.

Lo fundamental aquí no es pensar que “la cultura” le contesta a los “odiadores” desde una altura moral, sino algo mucho más interesante: el hecho de que no hay cultura que no esté ya implicada en la disputa por las enunciaciones y las lenguas de lo público, y por lo tanto, en las gramáticas bajas, subterráneas, de lo democrático.

 

 

Notas

[1] Ese formato de libertades es una de los puntos críticos que recorre el proyecto de de Jacoby y Krochmalny: “No es nuestro proyecto que se eliminen los comentarios o que persigan judicialmente a quienes los envían. Pero estaría bueno que se discutiera qué es la libertad de prensa, cuál es la responsabilidad de la persona que admite publicar eso en un medio masivo….”  Entrevista de Miguel Russo, Miradas al Sur, 25/10/2014, accedido en http://sydkrochmalny.blogspot.com/2014/11/diarios-del-odio-en-miradas-al-sur.html , 20/03/2018

 

[2] «Pensamos –dice Jacoby–  que la carbonilla era lo mejor, no sólo porque es un material que se limpia y sale, sino porque representa la vida quemada, es un árbol quemado…” , “Diarios del odio: una muestra de las zonas más oscuras de la sociedad argentina”, entrevista de Juan Rapacioli, Télam, 23/10/2014. http://www.telam.com.ar/notas/201410/82725-roberto-jacoby-presenta-diarios-del-odio-una-muestra-sobre-las-zonas-mas-oscuras-de-la-sociedad-argentina.html, accedida 20/03/2018

 

[3] «Lo que hicimos fue transformar el plano enunciativo de los poemas en uno musical-sonoro, yarmamos una banda de pop evangelista.»  Yaccar, Maria Daniela, “El odio como pasión política universal” (entrevista con Silvio Lang), Pagina12, 10/06/2017. Ver: https://www.pagina12.com.ar/43213-el-odio-como-pasion-politica-universal

 

[4] Garramuño, Florencia, Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, Buenos Aires, FCE, 2015

 

[5] Silvio Lang sobre el “odio de la derecha”: “Un odio al pueblo avivado, es decir, a lxs que no portan títulos de poder, ni herencia de propiedad, meros hijos de la tierra que en movimiento se constelan o se juntan, devienen multitud y se autorizan como poder autónomo de existencia colectiva. No es sólo odiar a los negros, a las travestis, a los pibes y las pibas pobres, a las maestras de la escuela pública, a lxs militantes, a lxs migrantes latinoamericanxs… El odio de derecha es el odio a lo que puede un cuerpo heterogéneo en sus abiertos y azarosos encuentros. Ver: “Diarios del odio-Diarios del macrismo”, Lobo Suelto, diciembre 2017, http://lobosuelto.com/?p=18449

 

[6] “(S)e trata de poner en estado de experiencia una motivación física, corporal y material de enunciados que se hicieron posibles sólo bajo la condición sine qua non de ocultar el cuerpo de quien pronuncia el discurso”, señala Ariel Schettini en su reseña de la puesta de Lang de los Diarios del odio. Ver: http://revistaotraparte.com/semanal/teatro/diarios-del-odio/

 

[7] Donde gubermentalidad y guerra se leen en continuidad, en lugar de pensarse como tecnologías contrapuestas. Ver al respecto Alliez, E. y Lazzarato, M, Guerre et capital. Editions Amsterdam, Paris, 2016.

 

[8] En un trabajo reciente sobre las transformaciones de la escritura, Sergio Chejfec identifica “una pelea más o menos silenciosa” entre dos concepciones de lo escrito:

 

“…una asertiva (la fijada físicamente por las instituciones vinculadas al libro y lo impreso) y otra no asertiva (de un carácter más fluido y menos definitorio, a veces conceptual, que extrae su condición inestable del pulso manual y del pulso electrónico)”. (Ultimas noticias de la escritura, 56)

 

Esa “pelea” sin duda, contrapone ideas y resoluciones formales de lo escrito, pero también disputas sobre la vida pública de la escritura, sobre sus circuitos, sus lectores, los modos de leer y de circular sentidos y afectos. Ver Chejfec, Sergio, Ultimas noticias de la escritura, Buenos Aires, Ed. Entropía, 2015

 

[9] Diarios…op.cit. pag. 41

 

[10] Aunque, evidentemente, los sentidos de una nueva aceptabilidad del linchamiento y la violencia quedan latentes, siempre capaces de ser actualizados en contextos específicos: las “guerras de subjetividad” son también ese reservorio de fórmulas disponibles.

 

[11] Dice Jacoby: «Lo que nosotros hacemos es trabajar eso mismo desde el lenguaje (,,,) en forma de frases, porque son palabras sucias, que hacen daño, afectan; es un discurso armado. De alguna manera, esto es el performativo, como se usa en lingüística, aquellas frases que en sí mismas son una acción» Ver entrevista de Miguel Russo, Miradas al Sur, op.cit.

 

[12] Ranciére, J, Politica de la literatura, p. 21

 

[13] Jorge, Gerardo, “Nota del editor” Diarios del odio, op.cit, pag 45

 

[14] Ludmer, Josefina, Aqui América Latina. Una especulacion, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010; Garramuño, Florencia, La experiencia opaca. Literatura y desencanto, Buenos Aires, FCE, 2009.

 

[15] ¿Por qué re-pensar lo público? Al menos por tres razones fundamentales. En primer lugar, porque es el lugar donde la interfaz entre lo subjetivo y lo colectivo pasa por formas de medialidad, es decir, por las formas de exposiciòn y de performance ante otrxs. Un lugar de interfaz movil, inestable, de fronteras porosas (tal era, creo, una dimensión clave de la expresión “imaginación pública” que usaba Josefina Ludmer.): lo público como una figuración de lo que pasa entre  la dimension de lo individual, personal, propio, y la de lo colectivo, lo compartido o compartible, lo que es de todos y de nadie;  —y por lo tanto, entre lo colectivo, lo común y lo estatal (que para nosotrxs es uno de los sentidos clave de “lo público.”). Ese entre que pasa por lo público  es precisamente el lugar de la escritura, como performance del espaciamiento de lo público  allí donde no está dado.

En segundo lugar, lo público es también una noción que nos permite repensar figuraciones de lo colectivo a partir de instancias màs episódicas, efìmeras, móviles, a contrapelo nociones mucho màs estables y sedimentadas como “sociedad” o “comunidad”, o incluso “común.” Lo público es performativo, episódico, hecho de configuraciones móviles que se hacen y se desarman: esa movilidad interesa para pensar dinámicas de lo contemporáneo.

En tercer lugar, porque en sociedades matrizadas en torno a circuitos múltiples de interpelación y consumo no puede seguir pensàndose en tèrminos de una “esfera pública” a la Habermas, homogénea, estable, dada, de base letrada (modelada en culturas blancas y europeas), que concibe a lo impreso como su núcleo y su esencia.  En este sentido, pienso, por ejemplo, en la noción de “contrapúblico” en Nancy Fraser y Michael Warner, como invención anti-normativa de públicos y de modos de existencia pública por parte de culturas subalternas o disidentes, feministas y queer. Pienso tambièn en la intervenciòn de  Lionel Ruffel, en Brouhaha. Les mondes du contemporain: dice que el estudio de la literatura contemporánea (y de «lo contemporáneo”) implica leer las relaciones entre lo literario por fuera de una esfera pública idealizada, y en el terreno de una «arena conflictiva» hecha de una «multitud de espacios públicos» y que se despliegan por fuera de los circuitos editoriales tradicionales y en tensión con el mercado editorial. «La publicación» argumenta, «está en vías de convertirse en uno de los conceptos claves de lo contemporáneo», mientras que, la “literatura” , en su acepción más clásica, remitea directamente a lo moderno.  También argumenta que la reflexión sobre la “estructuración del espacio público artístico” (que absorbe las formas previas de lo literario) se vuelve la tarea de las estéticas de lo contemporáneo, poniendo el foco en, justamente, la reinvención de lo público. Ver Ruffel, L. Brouhaha. Les mondes du contemporain… p. 203 y Rosenthal, O. y Ruffel, L., “Introduction”, Littérature 2010/4 (n 160),  3-13; Warner, Michael, Publics and Counterpublics, Cambridge, Zone Books, 2002

 

[16] Como ilustración de la relación entre odio y luchas cívicas, ver la “réplica” colectiva (“odiamos”) de Mariana Sidoti ante el amenazante “odio a los hombres” del feminismo: “Sí, los odiamos”. Ver: http://lobosuelto.com/?p=18622

 

[17] El odio como fuerza desubjetivadora es, como se recordará, el impulso que recorre O búfalo, el cuento de Lispector donde una mujer va al zoológico para aprender a odiar junto a los animales: lo que nadie le enseñó en su educación femenina. Odiar para dejar atrás a la Mujer, a la norma de lo femenino: odiar para desarmar la representación normativa del género; ahí emergen otros usos del odio.

 

Agradezco a Ana Porrúa, Fermín Rodríguez, Soledad Boero, Alicia Vaggione y Carlos Bergliaffa los comentarios y objeciones sobre las primeras versiones de este texto.

 

Anexo

 

Carlos Ríos

HA MUERTO EL TROLL

Ha muerto el troll,
apaguen esas má-
quinas. Ocurrió co-
mo ocurren las divi-
nas casualidades: la
de él fueron las ganas
de comer una hambur-
guesa y un colectivo de
la Línea Oeste que se lo
lleva puesto en la avenida.
Tardó en llegar a su cubícu-
lo, mejor dicho nunca llegó:
la sangre del troll fijó en el
asfalto la silueta de un mu-
ñeco, algo contraída, dedos
de formato irregular, produc-
to del dele que te dele sobre
el teclado de la notebook. Di-
cen los que lo conocieron que
era bueno en lo que hacía, ge-
nial en el uso de los adjetivos y
mejor aún en las maneras con
las que sembraba desprestigio
por acá y por allá (todo en ma-
yúsculas, mucho entre signos
de admiración, así escribía el
que no regresará). Ha muerto
con él una expresión (mejor ya
no decirla). Ha muerto; ya le con-
gelaron la cuenta sueldo, no va-
ya a ser; ha muerto y el pie de
página luce vacío, igual a las
avenidas cuando la obra pú-
blica florece (sí) en tu ciudad;
hay palabras dichas y todo es
en su honor, pues le faltaban
apenas dieciséis años para
jubilarse, para estallar de
júbilo; ¿quién tomará su
caja de adjetivos que él
sabía colocar tan a me-
nudo en la boca torcida
de la viejita leuca en cu-
ya identidad de tejedora y
maestra de primaria se en-
mascaraba? Apaguen esas
máquinas, no hay nada que
leer en tales imprecaciones
que siempre son para uno,
hoy todas para él. Y ha es-
pichado el troll, su cuerpo ni
un rasguño ni familia ni com-
pañeros ni paddle dice el dia-
rio: limpio está su expediente,
ni un viaje al exterior, por más
que le busquen no le encontra-
rán el hueso ni la novia o el no-
vio. Ha muerto el troll, quién u-
sará su máquina y quien here-
dará la silla de oficina con una
ruedita inmóvil por el óxido del
gobierno que lo antecedía, co-
sa que se sabrá más adelante,
después del verano y las vaca-
ciones consabidas (un troll ne-
cesita del sol, de Carapachay,
de cacerías en Rancho Albino
y excursiones en Silicon Valley,
ya ni se diga). Está contratado
para despedir su cuerpo un ex-
tra de fantasmas que usó Cam-
panella en un documental y si-
guen desocupados; reclutados
de otras escenas más triviales
y menos tremendas hacen de
llorones, ponen lo que dicen
que hay que poner en estos
casos. Ha muerto el troll; su
enseñanza quedará estam-
pada en el posteo ejemplar
donde fue derribándose, a
golpe y desmenuce de ti-
pografías, la memoria de
cualquier oposición, sus
componendas.

Glaxo, de Hernán Ronsino, como (contra)ejemplo de la “nueva literatura latinoamericana”

Por: Joana Zabel*

Imagen: Martín Bertolami

Según el escritor Jorge Volpi, la literatura latinoamericana ha muerto: los nuevos escritores no tienen rasgos en común, la etiqueta refiere más bien a una entelequia, “una agrupación artifical sin sustento”. Joana Zabel analiza la novela Glaxo, de Hernán Ronsino, teniendo en cuenta estas premisas y con la pregunta por la existencia y el carácter de la literatura latinoamericana contemporánea de trasfondo.

 


¿A qué nos referimos cuando hablamos de la “nueva literatura latinoamericana”? Esta pregunta  no tiene y probablemente nunca tendrá una respuesta definitiva. Ha sido motivo de interminables discusiones y reflexiones por parte de escritores y críticos literarios –porque existe, porque no existe, porque somos, porque no somos, porque Latinoamérica, porque España, porque el mundo… Uno de los críticos que, no obstante la complejidad de la cuestión, intenta encontrar una respuesta a ella es Jorge Volpi (2010), quien en el capítulo “América latina, holograma”, de su libro El insomnio de Bolívar. Cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina, muy rotundamente declara el fin de la literatura latinoamericana. Manifiesta que “hay que aceptar, al final, que no hay rasgos compartidos, que la literatura latinoamericana es, de manera irremediable, una entelequia, una agrupación artificial sin sustento” . Lo curioso es que Volpi, aunque convencido de la inexistencia de la nueva literatura latinoamericana y mostrándose opuesto a cualquier categorización o asignación de etiquetas que puedan reducir la literatura a algo que no es, se esfuerce por encontrar nuevas formas de clasificación, puntos de encuentro y semejanzas. Entre ellas, destaca la actitud apolítica de los nuevos escritores latinoamericanos, contraria al compromiso político que mostraban los novelistas de los siglos XIX y XX, el carácter posnacional de la literatura, los escritores apátridas y el punto de vista cambiado que adoptan los escritores con respecto a sus países. Expone que “si bien ninguno reniega abiertamente de su patria, se trata ahora de un mero referente autobiográfico y no de una denominación de origen”.

En la misma línea, Volpi percibe también la relación de los nuevos escritores con los “grandes” de antes: mientras que los escritores que siguieron inmediatamente al boom se caracterizaban por el deseo de distanciarse de este y lo sentían como una sombra que los perseguía en todo momento, los escritores de hoy tienen “una relación con el Boom nada traumática, casi diríamos natural: todos admiran a García Márquez y a Cortázar, […] pero del mismo modo en que se rinden ante escritores de otras lenguas […]; ninguno siente la obligación de medirse con sus padres y abuelos latinoamericanos, o al menos no sólo con ellos”

Desentendidos, así, de una identidad específicamente latinoamericana, los nuevos escritores latinoamericanos, según Volpi, producen obras de un carácter más universal, desprovistas de marcas locales, redactadas a menudo desde el extranjero y a veces, incluso, en inglés, y publicadas, casi siempre, en alguna de las editoriales españolas que prometen un alcance y círculo de lectores más amplios. Basta revisar obras como El viajero del siglo (2009), del escritor argentino/español Andrés Neuman, novela situada en un lugar imaginario de la Alemania del siglo XIX y escrita en un castellano neutro, para darse cuenta de que el tipo de literatura latinoamericana que describe Volpi ciertamente existe. No obstante, hay otras novelas latinoamericanas contemporáneas –y muchas– que parecen desmentir sus conclusiones.

Una de ellas es Glaxo, del escritor argentino Hernán Ronsino. Es una novela que, si nos importara clasificarla por género, podría situarse quizás en algún lugar entre la novela histórica, la novela social y la novela policial. Presenta la historia de un crimen pasional entrelazado con engaños y traiciones, cuyo argumento se construye a partir de una pluralidad de voces que, respectivamente, relatan la trama desde la primera persona. Los cuatro narradores –Vardemann, Bicho Souza, Miguelito Barrios y Folcada– representan a la vez los protagonistas del relato, el cual se desarrolla anacrónicamente por medio de monólogos ubicados en cuatro años diferentes (1973, 1984, 1966, 1959), pero situados en un escenario común: la periferia de un pueblo bonaerense.

En Tesis sobre el cuento. Los dos hilos: Análisis de las dos historias (1999), Piglia examina el doble sentido de los textos narrativos, sosteniendo que un relato siempre cuenta dos historias y analizando las distintas formas en que estas se expresan. Una de estas formas, que Piglia atribuye a los cuentos clásicos, pero que también refleja el modo en que está narrada Glaxo, es la de relatar una historia en primer plano y construir otra, una historia secreta, “narrad[a] de un modo elíptico y fragmentario”, en un segundo plano. Piglia señala la importancia de la segunda historia, retomando la teoría del iceberg de Hemingway, la cual destaca que lo esencial queda bajo la superficie: “La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión”. Esto es precisamente lo que ocurre en Glaxo y es una de las características que demuestran la importancia del contexto nacional y cultural para la novela: mientras que el primer plano consiste en el relato en sí, es decir, en la historia personal de los protagonistas de la novela, el segundo plano, abordado solo implícitamente por medio de guiños históricos, como una cita de Rodolfo Walsh en el epígrafe y algunos comentarios de los protagonistas, representa la historia argentina real y colectiva.

Para Glaxo, entonces, el contexto nacional es de gran relevancia. Sería difícil sostener que para Ronsino la tradición cultural y política de su país de origen sea “un mero referente bibliográfico”, como sostiene Volpi.. Factores como el escenario y las temáticas principales de sus novelas, tanto como las marcas regionales del lenguaje y la decisión de publicar sus obras en una editorial argentina independiente (Eterna Cadencia), sugieren que el autor se identifica con determinadas tradiciones literarias regionales y que se construye como escritor desde esa identidad.

Conforme con las observaciones de Volpi sobre la relación natural de los escritores nuevos con los de antes, Hernán Ronsino parece tener un buen vínculo con los escritores del pasado. De hecho, busca relacionarse con ellos explícitamente en los epígrafes de sus novelas, en los que cita, entre otros, a Juan Carlos Onetti, Charles Baudelaire y Carlos Mastronardi. Glaxo también inicia con un epígrafe, que tendrá un gran significado para toda la obra y consiste en el siguiente pasaje tomado de Operación masacre, de Rodolfo Walsh:

«Fulmínea brota la orden.

– ¡Dale a ese, que todavía respira!

Oye tres explosiones a quemarropa. Con la primera brota un surtidor de polvo junto a su cabeza. Luego siente un dolor lacerante en la cara y la boca se le llena de sangre. Los vigilantes no se agachan a comprobar su muerte. Les basta ver ese rostro partido y ensangrentado. Y se van creyendo que le han dado el tiro de la gracia.»

 

Como bien reconstruye Julio Premat en su artículo Rostros partidos, rastros perdidos. Violencia y memoria en Glaxo (2014), Operación masacre es un relato histórico novelado, escrito por Rodolfo Walsh y publicado por primera vez en 1957, que documenta la ejecución de un grupo de civiles peronistas por orden del gobierno de facto en un basural de la localidad bonaerense José León Suárez en junio de 1956, algunos meses después del derrocamiento de Perón. Al menos siete de las víctimas sobreviven –hecho que en el momento pasa desapercibido, como demuestra la cita– y logran escaparse. Sus testimonios forman parte del libro de Walsh.

Rodolfo Walsh, además de haber escrito Operación masacre, guarda otra relación con Glaxo. La novela alude a dos momentos históricos significativos: los fusilamientos de José León Suárez, en 1956, y la última dictadura militar, entre 1976 y 1983. Walsh vivió ambos momentos y, aparte de Operación masacre, publicó varios otros escritos políticos. El último, Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, en el cual denuncia el terrorismo de Estado por parte de la dictadura militar, terminó por costarle la vida. De este modo, la importancia de Rodolfo Walsh para Glaxo no se limita a la relación intertextual con Operación masacre, sino que se extiende también a la narración (implícita) de la dictadura de la cual Walsh fue víctima.

En relación con su hipótesis sobre las nuevas formas de los escritores latinoamericanos contemporáneos de vincularse con sus países de origen (o, más precisamente, de desvincularse de ellos), Volpi pone de relieve la actitud sumamente apolítica de estos. Expone que “América Latina continúa siendo una de sus preocupaciones fundamentales, sólo que su obsesión está desprovista del carácter militante de otros tiempos” . Con respecto a Glaxo, esta afirmación es solo parcialmente válida. Es cierto que la politicidad de la narrativa de Ronsino no se exhibe de manera tan abierta y evidente como quizás ocurre en algunos escritores de antaño. Sus novelas tienen un carácter que se describiría mejor como reflexivo que como subversivo; más que una denuncia, proporcionan una interpretación de la sociedad y sus estructuras y dinámicas. No obstante, sería equivocado clasificar a Ronsino como apolítico. La referencia a Rodolfo Walsh, por ejemplo, puede comprenderse como una manifestación del compromiso político del escritor con la literatura, uno que no pierde de vista sus complejos enlaces con la historia y la realidad. Citando a Walsh, Ronsino no solo hace referencia a un acontecimiento histórico para situar al lector en el tiempo y el ambiente en que se desenvolverá el argumento de la novela, sino que también recuerda y honra los actos de una persona real que estuvo presente en aquel momento, haciéndole frente a la violencia y opresión de los distintos gobiernos de facto y pagando, finalmente, con la vida.

La elección del tema de la memoria como elemento recurrente en las tres novelas de Ronsino (La descomposición, 2007, Glaxo, 2009, Lumbre, 2013) también puede entenderse como una expresión política. La referencia a la historia argentina está más clara en Glaxo, pero la pregunta por la memoria y el significado de la historia están presentes también en sus otras dos novelas. Vale destacar la importancia que este tema ha adquirido tanto en ámbitos políticos como en la sociedad argentina en general durante la última década, a raíz de la reapertura de los juicios por delitos de lesa humanidad, las marchas anuales del Nunca Más y el trabajo de las Abuelas de Plaza de Mayo. Es presumible que esta coyuntura también haya sido parte de lo que motivó a Ronsino a incluir esta temática en su narrativa.

Finalmente, cabe mencionar el trabajo del escritor en la revista Carapachay, fundada en 2015. Como se puede leer en el primer editorial, Carapachay, o la guerrilla del junco, escrito por Guiñazú, Ronsino y Russo (2015), la revista se posiciona en una línea política kirchnerista y aspira a formar un modo de resistencia que sirva para defender los logros ya alcanzados (probablemente refiriéndose a las acciones del gobierno kirchnerista entre 2003 y 2015) y enfrentar nuevos desafíos. Se propone, además, “rescatar de entre los detritos y sedimentos de la historia a aquellos textos y autores que conforman las arterias de aquello a lo que llamamos patria”. Sobra evidencia, entonces, de la actitud política y la preocupación por lo nacional por parte de Ronsino, completamente opuesta a la imagen del escritor apolítico y desarraigado que describe Volpi.

            En conclusión, Glaxo es todo lo que Volpi sostiene que ha desaparecido de la literatura latinoamericana: una novela con fuertes marcas locales, con un estilo fragmentado y anti lineal, que se ocupa de la historia nacional reciente, escrita por un autor comprometido con la política y que se inscribe voluntariamente en una tradición literaria signada como nacional. Obviamente, el ejemplo de una sola obra latinoamericana contemporánea que no concuerda con las observaciones de Volpi no basta para declarar inválido su análisis. Glaxo podría constituir muy bien la famosa excepción que confirma la regla. Para poder juzgar la certeza o equivocación de las hipótesis que plantea Volpi, habría que examinar un corpus amplio de textos y escritores de distintos países. Sin embargo, el ejemplo de Glaxo puede servir para demostrar que Volpi no representa al total de los escritores latinoamericanos y que la diversidad que él destaca como la “nota más dominante de nuestras letras” parece ser aún más amplia de lo que cree.

 

*Nació en 1992 en Alemania. Entre 2012 y 2015 estudió traducción en la Universidad Nacional de Córdoba. Desde principios de este año cursa un profesorado de inglés y español en la Universidad de Colonia.