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Naturaleza sublevada en «Río de las congojas»

Por: Candela Martínez Jerez

Candela Martínez Jerez, alumna de la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM), realiza en este texto un análisis de la obra Río de las congojas de la autora Libertad Demitrópulos. A partir de la obra de Demitrópulos, Candela propone una reflexión sobre la resistencia de la naturaleza a los colonizadores en el Rio Paraná.


El siguiente trabajo propone un análisis de Río de las congojas a partir de la idea de que la novela construye al río Paraná como epítome de la naturaleza de Santa Fe (asociada también al cielo, al bosque y a la humedad) para así dar vida a otro personaje subalterno, que se suma al linaje desposeído de Blas, Isabel y María, de acuerdo con sus respectivas posiciones mestizas y femeninas pobres. En este sentido, el mestizo menciona repetidas veces que los conquistadores eran “pobladores venidos de lejos a desencantar la tierra” (Demitrópulos, 2018:97). Frente a esto, la particular figuración de la naturaleza santafesina que él realiza la reencanta y animiza.

Temporalidad encantada

Abbate (2020) encuentra en la obra de Demitrópulos configuraciones narrativas propias de la “épica de los vencidos”: fragmentarias, no lineales, circulares o de sumatoria de peripecias, desarticuladas y de final abierto, en oposición a la “épica de los vencedores”. El objetivo de estos romanzi sería evidenciar y erigirse contra las pretensiones teleológicas, necesarias e imperecederas de los relatos imperiales de los vencedores, “con forma”, frente a la condición “amorfa” de las narrativas de los vencidos. Particularmente, en el caso de Río de las congojas, aquellos vencidos aludidos una y otra vez por Blas, son los mestizos involucrados en la Revolución de los Siete Jefes, cuyo final fue la decapitación de los líderes de la insurrección por parte de Juan de Garay. La novela, entonces, presenta un episodio fundacional fallido a la vera del Río Paraná previo a la fundación del puerto de Buenos Aires, a las orillas del Río de La Plata. La novela no solo se ancla en las peripecias ocurridas en Santa Fe, donde los conquistadores no pudieron asentarse, sino que lo hace desde una perspectiva “caleidoscópica y dialógica” (Abbate, 2020:309), a partir de la sucesión de puntos de vista de un mestizo, de una mujer de origen humilde y de una mujer “pecadora”, luego transfigurada en madre de un linaje ancestral. Así, no solo se escenifican los fracasos de la conquista, sino la pluralidad de las vidas atravesadas por aquellas desavenencias, cuyas trayectorias vitales tampoco se corresponden con la matriz teleológica de la victoria imperial.

En cuanto a la temporalidad de este tipo de relato épico, Abbate lo vincula con una reconstrucción de los hechos a partir de la lógica de la memoria, en términos de una evocación subjetiva, que a lo largo de Río de las congojas “construye una visión caleidoscópica y dialógica de aquel contexto histórico” (309). Esta visión también se caracteriza por el “tono íntimo” (2019:1) de los relatos de los protagonistas, entre los cuales “los efectos de sentido destellan en la frontera entre una conciencia y otra” (ibíd.). El propio título de la novela da cuenta de la intimidad del acontecer emotivo de los personajes con el río, en el cual viven (a su vera, sumergidos en él —por las sucesivas inundaciones—) y navegan sus existencias, en todas las direcciones (desde Asunción, hacia Sante Fe, hacia Buenos Aires y también en sentido contrario). Todas las marchas y contramarchas de sus erráticas trayectorias, alineadas con la arquitectura del relato, y sus respectivas congojas son figuradas en aquel cuerpo de agua, que “da carnadura” a sus afectos.

En este punto, quisiéramos proponer que la temporalidad mitológica y no lineal de la novela no solo se relaciona con la épica de los vencidos y con la impronta de la memoria en la representación de fallidos episodios fundacionales, sino también con características del terreno y de la naturaleza de Santa Fe, especialmente del Paraná, que se entretejen con la percepción mestiza de Blas para producir, en y desde la voz de este personaje, un encantamiento de la naturaleza frente a la avanzada colonial y extractivista sobre la tierra.

La voz del mestizo abre la novela y desde un comienzo narra su fascinación por la geografía del litoral: “El bosque cobija vidas hechas de palpitación que nunca mueren ni nunca morirán mientras haya boscosidades y selvas” (Demitrópulos, 2018: 69). El entorno donde se desarrolla su vida, por un lado, se adscribe a una temporalidad eterna, lindana a lo mítico, y, por otro, se animiza como muchas vidas, con sus propias palpitaciones, que dan ritmo a aquella temporalidad extra cronológica. También los amaneceres son objeto de contemplación del mestizo, quien los figura como “fantasmas que temblaran en la nublazón” (íd.). Nuevamente, lo extra cronológico y el pálpito, con matices de estremecimiento en este caso. Del mismo modo, las nubes protagonizan el paisaje narrado por Blas: “bajan alargadas a posarse en el lomo del agua, como quemazón de suspiros” (42). El cielo, particularmente, reposa sobre el río, se suspende y flota sobre él, evocando una respiración un tanto teñida por la melancolía, en forma de suspiros, que también remite a un vínculo singular con el tiempo, al redirigir al pasado.

Pero el Paraná como criatura no solo se figura como el lecho en suspensión de otros elementos de la naturaleza, sino que su ser envolvería una forma de consciencia: “El camalote es su pensamiento florecido y flotante y por donde empieza a enamorar” (11). El embelesamiento del mestizo con el río, creemos, está a la par de su amor por María Muratore. La intimidad de este vínculo no solo se afianza en la contemplación, sino también en formas singulares de encuentro corpóreo: “Si uno se llega con el mate a su vera comprueba que la vida se le ovilla y desovilla con el correr del agua, se desalma, queda puro huesos del pensamiento, sin carne ni habla, sin sueño en los ojos, y se siente irse en la corriente cuesta abajo” (10). En esta cita no solo se trama el tejido vital de Blas con el río, en un movimiento ajeno a una linealidad de la existencia, ovillada y desovillada en sintonía con el correr del agua; sino que su cuerpo se funde con el río, al igual que los otros elementos de la naturaleza percibidos por Blas.

Frente a esta unidad y armonía del mestizo con la naturaleza litoraleña, los protagonistas de la “épica de los vencedores” desarrollaron una aversión por ella: “La tierra siempre se malquistó con ellos, no la han sabido querer. Desencantar era lo que se habrían propuesto hacer con ella” (17). Más adelante, Blas agrega que a aquellos “pobladores venidos de lejos a desencantar la tierra, […] la tierra se los tragaba” (97). No solo la predisposición afectiva de los conquistadores con la naturaleza no era armónica (buscaban “desencantarla”), sino que la propia tierra los expulsó y se los tragó, por no saber —ni siquiera intentar— quererla. De este modo, la composición, en términos pictóricos o musicales, de Blas con el río es total. El mestizo forma parte de aquella naturaleza, que está en los orígenes de su familia y ancestros, pobladores del continente americano.

El linaje de Blas palpita y se recuesta sobre el Paraná como el resto de la naturaleza: “Sosegado mi ánimo, me puse a cantarle unos areitos y sentí que por mi boca y mi garganta él me traspasaba y se alojaba en mis adentros […]. Luego, ya en mi interior, se instaló su salobre especie; cadencias. Padre mío, le dije” (107). El río es parte de la subjetividad y la corporalidad de Blas, su especie y su cadencia se imprimen sobre su experiencia vital, íntima e interior, alejándola de la experiencia europea del tiempo, que busca conquistar el continente y arrasar también con sus cosmovisiones y figuraciones temporales y espaciales, con el linaje de Tupasy, apelada también por el mestizo: “Pero, ¿dónde se duerme mejor que en la canoa, cuando se la deja rolar tranquila sobre el río? ¿Dónde era más fácil la conversación con la finadita que alejado de la inquina del tiempo y de los negocios carnales?” (145) (destacado propio). El Paraná es su padre, su simiente, a quien declara: “Hasta en sueños me había acostumbrado a oírlo cuando golpeaba la orilla y me avisaba que mientras él viviera yo viviría y mientras él fuera fuerte yo tendría fuerza” (107). La temporalidad subjetiva, finita, se funde con el río, con su correr incesante, ajeno a las cronologías y los avatares humanos. La extensión temporal de la vida de Blas en el relato no es clara, se insinúa su carácter centenario, su correr paralelo al Paraná, cuando se describe la inclemencia e indiferencia de la geografía litorañela frente a los intentos de asentamiento de los conquistadores desencantados: “Cuando llegamos con Garay a esta costa de durezas y cardales nadie pensó que cien años después, hundidos los sueños, se estaría de nuevo al empezar. Por eso se van yendo. Mucho tardaron en maliciar la travesura. Despreciando la galanura de la costa de enfrente” (23).

En este sentido, en línea con lo postulado por Abbate, cuando plantea que el río es el espacio simbólico que articula una ficción de origen asociada a una mujer (Muratore), queremos agregar que aquella ficción de origen también abarca una geografía, con su bioma, y las comunidades originarias que allí residían, con anterioridad a la conquista de América. La voz y el fantasma de Muratore en el Paraná se suman al coro de voces de toda una comunidad: “Una vez ahí adentro, uno aprende a conocer la historia de sus abuelos comidos por los yacarés. Se entera de que su tata viejo tenía los pies rajados e hinchados como lo tuvieron su bisabuelo y su tatarabuelo y su más abuelo que todos, ése que principió el abuelaje; uno sabe así que ellos estaban siempre en el agua” (22). Una comunidad, un pueblo, un linaje cuya cultura articulaba otra percepción de la naturaleza, un acontecer casi anfibio, en franca oposición con la búsqueda de usufructo, explotación y saqueo del espacio, percibido como mercancía, de parte de los conquistadores desencantados.

Blas también ancla su particular percepción espacio-temporal en su condición mestiza: “El mestizaje no es únicamente un alboroto de sangre: también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sobre temporalidades. Todo se va trabajando al revés de los otros. ¿De cuáles otros? Ahí está la cuestión. Todos son los otros” (35). El movimiento, el discurrir del mestizo por la vida, entonces, implica en sí mismo una operación sobre el tiempo, figurado en fragmentos de temporalidades unidos por pisadas, marcado por el ritmo y la cadencia de direccionamientos diversos a la linealidad trazada en los caminos europeos que territorializan la tierra, la naturaleza. La trayectoria mestiza es, además, opuesta, contraria al avance y el desplazamiento europeos, nombrados como otredad. Todos son los otros, menos el río, menos la naturaleza. De este modo, retomando el concepto de la épica de los vencidos, en Río de las congojas la condición y la vida mestizas son las que disponen la temporalidad extra cronológica, el emerger de la otredad, el desvío y lo fragmentario.

Feminidades encantadoras

Para Isabel y María también todos son otros. No forman parte de ningún linaje. Ambas desconocen o fueron abandonadas por sus madres y padres. Ambas son pobres, con residencia en la calle del Pecado, en Asunción. Ambas, sin embargo, se ovillan con la materia encantada de la naturaleza del Paraná: Isabel, por medio de sus tejidos, textiles y literarios, María como resultado de la trama mítica que teje Isabel y, previamente, como dueña del anillo que le regaló Garay. Esta joya, por un lado, remite a una circularidad temporal extra cronológica. En torno al anillo, episodios de la vida de la madre y de la hija se repiten: el romance con el gobernador de Buenos Aires, los encuentros con un mozo colorado extemporáneo en sí mismo, cuyas repetidas apariciones —con variaciones–- se figuran en el juego anagramático de su mismo nombre (Salocin, Nicolás, Laconis).

Aquel anillo, de acuerdo con Blas, proliferaba numerosas historias sobre sus orígenes:

Muchas lenguas corrieron sobre el anillo. Que había pertenecido a una bruja quemada por la Inquisición, en Lima. Que lo sacaron profanando un ataúd. Que sus dueños fueron, entre otros, una reina de Inglaterra, una princesa gitana, un hechicero hindú. Que había causado el hundimiento de un barco. Que otro dueño, traficante de esclavos, supo pagar con él el precio de 150 negros de Guinea. En todos estos «sucedidos» estaba siempre interviniendo la fascinación. […] era un anillo hecho para la ilusión. Si parecía que hasta respiraba en su encender y apagar lucecitas (110).

Brujería, maldiciones, poder occidental y oriental, fascinación e ilusión: otro elemento encantado que respira, al compás de la naturaleza litoraleña. Su trama recorre el mundo y anuda al mestizo en otra línea temporal poco clara, entre la juventud de Ana, la de María y la vejez de un anciano que le da el anillo a modo de pago, luego de enunciar otra subtrama: que fue comprado a un indio que mató a una mujer blanca. Por eso, Blas tiene su propio encuentro con el enigmático y colorado anagrama léxico y temporal, cuando lo va a buscar para llevarse el anillo, reclamando un linaje en la Revolución de los Siete Jefes, que el viejo mestizo puede descifrar como falso. 

Sin embargo, toda la potencia encantadora del anillo se despliega en las tramas que teje Isabel:

Pero donde Isabel Descalzo ponía mayor énfasis en el señalamiento de un hecho referido a la finadita y donde dejaba abiertas las esclusas para las divagaciones de sus hijos era en la referencia que hacía sobre el anillo. El anillo de la finadita tenía escrito su destino; como ella lo vendió su destino es vagar hasta que aparezca el anillo […]. Ella decía «el anillo» y dejaba que los demás hicieran volar su imaginación; contaba con eso. Se apoyaba en varias historias juntas, originadas en distantes lugares del mundo. Bastaba que esas historias fueran sólo misteriosas, improbables y que la gente estuviera, eso sí, dispuesta a creerlas. Ella decía: la finadita, […] se aparecía en medio de las guazabaras a decidir la suerte, porque el anillo la traía y la llevaba a donde era necesario que estuviera (147).

La vida y la muerte de Muratore ligadas al origen fantástico e incierto del anillo despiertan la imaginación y se graban en la memoria de los herederos desposeídos, los propios hijos de Blas e Isabel, cuyo linaje y herencia adquieren la forma de una fantasía, de la materia verbal que los envuelve y les brinda una comunidad: la del río padre y María Muratore como madre mitológica:

Si otros tenían blasones ellos tenían su historia con una mujer que parecía hombre por lo valiente pero que fue una gran amante. La fueron creando en sus mentes: la finadita era blanca, hermosa, casi había sido la madre de ellos. Por poco no había sido […]. La fueron sintiendo como la protectora de la familia, como la madrina del cielo. Cuando les preguntaban en dónde vives, respondían: en lo de Muratore; cuáles son tus bienes: una tumba; tu origen: una mujer heroica; tu patrimonio: el amor; tu postrimería: un recuerdo (148).

De este modo, proponemos que el matrimonio entre María Muratore y la naturaleza da origen a una comunidad de desposeídos, donde las mujeres crean destinos extraordinarios, ajenos a sus condiciones materiales y sociales y desdibujan los linajes masculinos o su ausencia. El carácter fundacional de Río de las conjogas está en el nacimiento de una narrativa de aquellos sin orígenes válidos o validados en las sociedades que les son contemporáneas: pobres, prostitutas, mestizos y negros. Esta fundación aprehende incluso existencias ajenas a lo subjetivo: la naturaleza, el territorio, la tierra conquistada. Creemos que este encuentro puede pensarse también en la clave de planteos feministas ambientalistas actuales, que enuncian el punto de contacto entre la naturaleza y las mujeres como entidades explotadas por el capital. La conquista de América representa, de hecho, un episodio fundamental del proceso de acumulación originaria, que da origen al sistema capitalista en el que vivimos hoy en día. En esta línea, en Feminismo para el 99%, se denuncia una “pulsión inherente al capital”, la “de aprovecharse de esas mismas condiciones que le son imprescindibles, esas bases y requisitos por cuya reproducción se rehúsa a pagar” (2019:96) que abarcan tanto el trabajo reproductivo de las mujeres como a la naturaleza. Previamente, las autoras hacen énfasis en que “las sociedades capitalistas tienden estructuralmente a desestabilizar los hábitats que sustentan a las comunidades y a destruir los ecosistemas en los que se sustenta la vida” (94). Contra ello, abogan por la necesidad de crear un ethos diferente, que se repregunte, entre otras cosas, “dónde trazar la línea que separa sociedad de naturaleza” (36). En la novela, María Muratore toma una determinación que conmueve los cimientos de la sociedad que buscaba implantarse en la tierra a conquistar: “No bien puse pie en tierra me alcanzó un pesar: aquí moriré, dije. No volveré a La Asunción. Soy la semilla: para eso me trajeron. Así, pues, hago tierra y no sofocaciones. Echo raíces y no suspiros. Me planto. Me confirmo. Pero yo no soy sólo naturaleza” (Demitrópulos, 2018:31). María se rebela ante el “destino natural” de las mujeres en aquellas expediciones. Antes que semilla, piensa en la muerte. Antes de ser usufructuada como simiente, define su destino de morir “como un hombre”, disfrazada de tal, combatiendo. ¿Pero qué significa no ser solo naturaleza?, ¿qué sentido se le da a este término? Creemos que uno vinculado al ordenamiento social moderno: las mujeres como madres de la sociedad moderna, con aquellas tareas reproductivas mencionadas en Feminismo para el 99%. María no es solo eso, el litoral santafesino tampoco es solo una tierra a desencantar, explotar y saquear. María construyó un destino diferente al de “madre natural”, para convertirse en madre mitológica de una comunidad desposeída; del mismo modo que el río se “tragaba” al tiempo, “ese impostor” (112). Agregaremos: el tiempo cronológico, el tiempo europeo, el de la conquista, que comienza a desarrollar su acumulación necesaria y lineal en la conquista de América.

Bibliografía

Abbate, F., “Las novelas de Libertad Demitrópulos: Vindicación de la forma que no llega a ‘buen puerto’”, en Badebec, vol. 10, n° 19, Universidad Nacional de Rosario, 2020.

————, “Río de las congojas, una obra para repensar la historia”, en Nuevo Texto Crítico, Standford University.

Arruzza, C., Bhattacharya, T. y Fraser, N., Feminismo para el 99%. Un manifiesto, Buenos Aires, Rara Avis, 2019.

Demitrópulos, L., Río de las congojas, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2018.


Narrativa transtemporal

Por: Alejandra Laera

Alejandra Laera es titular de la cátedra de Literatura Argentina (UBA) y codirectora de la Maestría en Periodismo Narrativo (UNSAM), además dirige el Instituto de Literatura Argentina. Es autora de los libros El tiempo vacío de la ficción. Las novelas argentinas de Eduardo Gutiérrez y Eugenio Cambaceres (Fondo de Cultura Económica, 2004), Ficciones del dinero (Fondo de Cultura Económica, 2014) y de numerosas publicaciones. En este texto invita a repensar una política de la literatura a partir de la potencia de las narrativas transtemporales.


Empiezo con una pregunta[i]:

¿En qué se distingue la coexistencia de diferentes temporalidades en un mismo momento del mundo (por ejemplo: ahora), de la coexistencia de diferentes temporalidades en una misma novela (por ejemplo: Mugre rosa, de la escritora uruguaya Fernanda Trías, publicada en 2020, que cuenta la contaminación letal del aire y las aguas en la costa uruguaya)?

Voy con otra:

¿Qué dura más: un rato vivido en el mundo (por ejemplo: la hora que puede llevar leer este ensayo) o un rato transcurrido en una novela (por ejemplo: la descripción final de la tala del pino que abarca en una sola oración las más de diez páginas finales de Leñador, del escritor chileno-norteamericano Mike Wilson, de 2013)?

La última pregunta es de multiple choice:

¿Es más real la velocidad capitalista que arrasa con el mundo conocido que la velocidad de las acciones que se suceden sin respiro en la novela Cataratas de Hernán Vanoli del 2015? Sí. No. Depende.

Por supuesto, estas preguntas son más que un juego, son más que una trampa para “hacer caer” al que responde. Probablemente muchxs de quienes están leyendo piensen, de hecho, que es más fácil saltearse en soledad renglones enteros del final de la novela de Wilson que no firmar un documento de google forms contra el calentamiento global que circula por los grupos de wasap. Y casi con seguridad, nadie diría que es más real el aceleracionismo narrativo de Cataratas que el aceleracionismo como estrategia política radicalizadora de las contradicciones del capital que han presentado, con objetivos opuestos, la derecha y la izquierda en los últimos años. Y, sin embargo, es precisamente sobre esos contrastes que quiero llamar la atención, aunque no para, y esa sería la trampa, exhibir el valor diferencial de la literatura, incluso su superioridad, en la revelación de los problemas que aquejan al mundo que vivimos. En cambio, me interesa pensar, siempre localizadamente, por un lado, dentro del ámbito de las humanidades y con el marco del estado de crisis instalada que atravesamos (financiera, climática, ecológica), en la recuperación y revisión de la idea de función para la narrativa ficcional, no como una búsqueda ad hoc sino como efecto potencial de la imaginación narrativa desplegada en las novelas mediante ciertos procedimientos específicos. Por otro lado, en el terreno de la relación muchas veces reactiva entre ciencias y humanidades, me interesa plantear los alcances irreductibles de la imaginación ficcional en lo individual y lo público, tanto frente a lo apocalíptico o lo negacionista de los discursos mediáticos como respecto del lenguaje especializado, y tantas veces hermético para el lector común, de las ciencias.

Es en este punto, precisamente, donde podemos repensar una política de la literatura, ya no tanto a la manera en la que Jacques Rancière la postula para la novela moderna en términos de representaciones del mundo y de un reparto efectivo de lo sensible en el que intervino la ficción realista en la época de su reinado, sino en sede contemporánea, como politicidad de la literatura en términos de imaginación narrativa sobre el mundo y sobre otros posibles repartos de lo sensible que esa imaginación narrativa habilita. Como si entre la novela moderna y la novela contemporánea se pasara, para decirlo a modo de procedimiento gramatical, de los tiempos perfectos o imperfectos al tiempo de los condicionales.

Alicia Herrero, Vanitas, 2021-2022, Acrílico, madera, lienzo, acero, 175 x 200 x 9 cm

¿Qué es, entonces, volviendo, lo que llamo narrativa transtemporal?

Se trata de un conjunto de novelas contemporáneas que despliegan una imaginación narrativa en la que conviven tiempos y temporalidades muy diversas que afectan a sus protagonistas y orientan las tramas y su desenlace. En ella, pasado, presente y futuro se pueden discontinuar, superponer, yuxtaponer, condensar, alternar, ensamblar, diluir… Y en ella, también, puede haber a la vez cronología, anacronismo y heterocronía, continuidades, repeticiones y ciclos, líneas, rizomas y espirales, homogeneidad y heterogeneidad.

Les comparto dos ejemplos bien contrastantes. El primero es Distancia de rescate (2014) de Samantha Schweblin. La novela se compone sobre la base del diálogo entre una mujer y un chico que intentan detectar, por medio del relato de ella, con el que busca reconstruir los días previos en el pueblo sojero donde viven, el momento exacto del pasado en el que se produjo sin causa aparente su envenenamiento mortal y el de su pequeña hija, el mismo que antes puso al chico al borde de una muerte de la que lo salvó la ¡transmigración de las almas! practicada por una curandera local. Desde el inicio, la novela subraya la necesidad de encontrar el detalle que provocó los envenenamientos: el chico insiste en que la mujer los observe hasta dar con el que importa, que para ello vuelva hacia atrás, que saltee lo demás. “Todo eso no es importante, y ya casi no nos queda tiempo”, le dice. “¿Por qué sigue entonces el relato?, le pregunta ella. Y él: “Porque todavía no estás dándote cuenta. Todavía tenés que entender.” Avanzada la novela, nos enteramos de que ese relato en busca del detalle se hizo más de una vez, siempre el mismo pero un poco diferente; es decir que leemos solo una de las versiones de un relato que, a su vez, es una de las versiones del pasado. Ese detalle concentra la explicación que permite comprender lo que ocurrió (el envenenamiento por agroquímicos usados en las plantaciones de soja), e incluso, se sugiere en la narración, anticiparnos a lo que vendrá.

El relato, por medio de un complejo juego temporal en el que prevalece la recursividad (detenerse, recapitular, avanzar para volver a contar: desacelerar la narración para, paradójicamente, no perder más tiempo), incita, acicateado por un diálogo que se abre a temporalidades con lógicas diversas, a despertar la atención y activar una imaginación sobre el mundo que vivimos que nos permita comprenderlo mejor y, también, y por qué no, vivir mejor en él. Es lo que llamo, en el conjunto de la narrativa transtemporal, novelas de la desaceleración narrativa: un modo de ralentizar argumental y procedimentalmente la sobreexplotación capitalista de los recursos naturales, en este caso por medio de los agrotóxicos, para empezar de nuevo y relacionarnos ecoafectivamente con el ambiente que nos rodea.

El siguiente es el otro ejemplo, el opuesto. En Cataratas (2015) de Hernán Vanoli el presente está hecho de elementos y ambientes actuales incrustados con proyecciones de un futuro próximo: la vida de los protagonistas transcurre entre reconocibles viajes en tren o micro hacia Misiones, un congreso de ciencias sociales y actividades de contrabando, escritos de investigación para Conicet, la información y las acciones de la red implantada en el iris de los ojos con la que hasta se puede pagar con débito automático, la vida que transcurre en plataformas virtuales de élite,  mutaciones experimentales que alteran los cuerpos hasta la discapacidad o la superpotencia. Todo está mezclado y sin embargo es distinguible, incluso el pasado, que retorna en una célula terrorista enclavada en el monte misionero que defiende el ecosistema de contrabandistas de químicos de alta gama, y también en los nombres de los personajes, en los que reconocemos a militantes de organizaciones armadas de los 70 (como Marcos Osatinsky o Alicia Eguren), a sindicalistas (como José Ignacio Rucci y Lorenzo Miguel) e incluso a antiguas figuras de la televisión (¿se acuerdan del Facha Martel, de Cristina Lemercier?). En Cataratas hay realidad y virtualidad, comida chatarra y biotecnología, guerrilleros, villanos, superhéroes. Y todo se narra, con el marco de una novela de aventuras decimonónica, de manera profusa, acumulativa, proliferante: en catarata parece avanzar la información, la acción, la trama. Nada se detiene nunca, nada se repite de la misma manera: la aceleración se lleva al máximo y la novela se convierte en el relato de una aventura fármaco-socio-sensorial-tecnológica. Y si en Leñador, como mencioné al comienzo, la última acción era una última oración de más de diez páginas en las que el protagonista describía la tala de un pino en los bosques del Yukón (otro espacio de aventura), en Cataratas, en la última página y cuando todo parece haber concluido, se precipita un desenlace inesperado lleno de súper acción en el que cabe la posibilidad de que en el futuro se redistribuyan los roles entre buenos y malos y que los buenos triunfen y hasta elijan vivir ecoafectivamente en ambientes naturales. Esta es una novela de la aceleración narrativa (como si pusiera en el relato el Manifiesto Político Aceleracionista de Williams y Srnicek): un modo de agudizar argumental y procedimentalmente las contradicciones del capitalismo y pasar a una fase poscapitalista, en este caso por medio de la biotecnología.

Alicia Herrero Estimate U$S 5.000.000.- Quianlong Vase , 1998 (Estimado U$S 5.000.000.- Vaso Quianlong) Lámina de aluminio y esmalte, 270 x 56 x 15 cm

Como espero se haya notado, si empecé este ensayo con un juego que era más que un juego no fue por pretensión de ingenio, sino porque esta multiplicidad diversa de tiempos y temporalidades implica, por un lado, un ejercicio compositivo de las novelas que requiere de recursos y procedimientos narrativos específicos, pero, por otro lado, implica, por la vía de un despliegue de la imaginación narrativa, una puesta en juego de concepciones del tiempo e interpretaciones de su pasaje. Y desde ya, y esto me interesa recalcarlo acá, implica un modo de leer: un modo de leer de la crítica cultural que, a partir de unas historias narradas con unos procedimientos específicos, sondea la imaginación narrativa desplegada en ciertas novelas, no para explicarla ni menos aún comentarla, sino para, despegándose de ella, sondear entonces (la expresión viene de la traducción de un libro de Isabelle Stengers) en los modos en que esa imaginación narrativa activa una imaginación y unas prácticas que ya no son del orden de la novela sino de la vida en el mundo. La narrativa transtemporal, la imaginación narrativa transtemporal es de lo que más me interesa, en estos tiempos, justamente, de crisis, de lo que se da en llamar “agotamiento del mundo”, de pesimismo ante la pregunta “¿hay mundo por venir?, de condiciones en las que los finales ya no lo son de los relatos, como se decía en los 90, sino de las especies, en un momento en el que la escala y las formas relativamente controlables de los objetos y los elementos naturales se han alterado por completo y hablamos de cuasi-objetos e hiper-objetos en un registro que no es solo teórico.

En un tiempo presente, así, como este, la imaginación narrativa transtemporal está entre lo que más me interesa por su activación novelesca sobre el mundo y su potencialidad de activación en y para el mundo. Porque la transtemporalidad, en tanto modo de leer de la crítica cultural, nos permite conectar a las novelas con el mundo que habitamos al interpelar directamente los paradigmas modernos y modernistas del tiempo y, por lo tanto, a ciertos trayectos emprendidos sobre ese mundo que habitamos.

En un libro ya clásico como Nunca fuimos modernos, que tiene casi ¡treinta años!, Bruno Latour dedica una sección al tiempo, y lo distingue claramente de las temporalidades al explicar que el pasaje del tiempo puede tener múltiples interpretaciones y cada una de ellas es la temporalidad. Esa distinción es central, como sabemos, porque supone, además de nuestra comprensión histórica del tiempo, de nuestra organización de los acontecimientos, una naturalización de la experiencia colectiva del tiempo (que desde ya no es lo mismo que la experiencia individual del tiempo, una suerte de temporalidad personal que implica el aburrimiento o la ansiedad o la rutina o lo que fuere). Cortes radicales en el presente, rupturas epistemológicas y derogación del pasado, horizonte continuo de progreso, cronología secuencial, linealidad, irreversibilidad: esa es la comprensión moderna del tiempo; es, por lo tanto, la temporalidad moderna impuesta a un régimen temporal que admite otros funcionamientos, ¡temporalidades!, en los cuales no hay necesariamente una asimetría entre pasado y futuro. Frente a la interpretación unívoca del tiempo que quiere ser la temporalidad moderna, otras interpretaciones posibles que no son lineales sino espiraladas, porque, sostiene Latour, “siempre seleccionamos activamente elementos pertenecientes a tiempos diferentes”. Si no ordenamos los hechos a lo largo de una línea sino siguiendo la forma de la espiral, nos dice, vamos a ver que acontecimientos que parecían alejadísimos se encuentran próximos, que coincidencias entre pasado y presente que parecían arcaísmos resultan de la fractalidad propia de esa selección activa de tiempos diferentes que solo la imposición de una temporalidad moderna (de una idea moderna del paso del tiempo) puede desechar. Es que, concluye Latour, de lo que se trata no es ni del tiempo ni de una temporalidad sino de la politemporalidad.

Politemporalidad: algo tan evidente, cuando nos lo dicen, como lo es, para la física, que el tiempo pase más rápido en las alturas (los bosques árticos del Yukón en Leñador, el monte misionero en Cataratas) que en la llanura (el campo sojero de Distancia de rescate, la costa atlántica oriental en Mugre rosa), es decir que transcurra a velocidades diferentes. De esto último no habla Latour pero lo aprendí con Carlo Rovelli (en El orden del tiempo) y también lo podemos pensar como otra posibilidad de la politemporalidad porque supone que, al mismo tiempo, el tiempo tiene velocidades diferentes y por lo tanto habilita interpretaciones diferentes de su pasaje. Como sea, ¿por qué, entonces, siguiendo a Latour, no hablo de narrativa politemporal sino de narrativa transtemporal? La diferencia es del orden de lo específico: mientras la politemporalidad describe la multiplicidad de modos posibles de interpretar el paso del tiempo, la transtemporalidad es la imaginación de la experiencia concreta de la coexistencia de temporalidades que ponen en cuestión las relaciones habituales entre pasado, presente y futuro. Esa experiencia concreta es solo posible en la ficción, de allí que la noción de transtemporalidad sea específica, es decir específicamente literaria. En la narrativa transtemporal, y ahí radica su potencia, el desorden asignado generalmente a nuestro modo de imaginar el futuro está puesto también en el presente y en el pasado, como si nuestra visión desenfocada del mundo que marca, según también lo explica Rovelli en su libro, la diferencia entre pasado y futuro se aplicara en 360º para alterar la lógica conocida. Por eso, a diferencia de otras narrativas que han puesto de relieve el tiempo, ni solo ejercicio compositivo, ni solo, tampoco, ejercicio argumental (ni tampoco, desde ya, la exploración a la vez de la subjetividad moderna y de la novela moderna que hizo la novela de Proust).

Con la transtemporalidad de la novela contemporánea podemos imaginar narrativamente la politemporalidad como coexistencia, como tensión, como colisión, como colapso, pero también, en su comprensión, activar modos ecoafectivos de habitar el mundo, prácticas discretas activadas por la imaginación una vez que cerramos el libro. Esa es su irreductibilidad. Y también la de la crítica en la medida en la que, con nuestros modos de leer, sondeamos en esa imaginación narrativa transtemporal, sondeamos activaciones, las impulsamos, conectamos una imaginación específica (en tanto ficcional) con una imaginación heterónoma (sobre el mundo y los modos de habitarlo), vamos de la especificidad irreductible de la narrativa ficcional a la heteronomía que nos exige el mundo que vivimos. Es así, propongo, con lo que quiero definir como una crítica cultural entendida en términos de especificidad heterónoma, que podemos intervenir en los debates urgentes (sobre la inflexión que asumió en las últimas décadas el capitalismo, sobre los límites de la modernidad, sobre el agotamiento del mundo, sobre la situación socioambiental, entre otros).

Si tuviera tiempo, les propondría ahora volver a jugar con las preguntas con las que empecé este ensayo, a ver qué respondemos, si respondemos lo mismo o buscamos alternativas.


[i]  Este texto fue presentado con mínimas variantes al panel de cierre “Tiempo y temporalidades en las Humanidades y en las Ciencias” del II Congreso Internacional Las Humanidades por venir organizado por el IECH (Universidad Nacional de Rosario – Conicet) el 9 de junio de 2023.