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Sintonizar. La acousmêtre de las vanguardias tardías

Por: Sarah Ann Wells

Traducción: Martina Altalef

Imagen: «Photophone transmitter» (1880), ilustración anónima

Sarah Ann Wells (University of Wisconsin, Madison) reflexiona sobre cómo la literatura interactúa con la materialidad de la voz, es decir, con sus texturas y sus efectos tangibles en el mundo, y aborda también los modos en que autores/as y narradores/as se relacionaron, en las vanguardias tardías, con la dimensión auditiva de la literatura y los medios.


Al principio puso atención a los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano; le parecía que venían mezclados con agua, y él los oía como si tuviera puesta una escafandra. Por último se despertó y empezó a darse cuenta de que algunos de los ruidos deseaban insinuarle algo; como si alguien hiciera un llamado especial entre los ronquidos de muchas personas para despertar sólo a una de ellas. Pero cuando él ponía atención a esos ruidos, ellos huían como ratones asustados.

Felisberto Hernández, “Las Hortensias”

Voces de las vanguardias tardías

En este pasaje de “Las Hortensias”, de Felisberto Hernández, el protagonista intenta sintonizar voces indistinguibles. El sonido se mueve desde lo ilegible hacia lo comunicativo y de vuelta hacia lo incomprensible. Elude su captura, “huy[endo] como ratones asustados”, incluso cuando se dirige hacia él, un receptor en apariencia singularmente dispuesto para capturarlo. Es como si estuviera buscando sin éxito una frecuencia radial para sonidos posicionados al mismo tiempo fuera y dentro de él. La furtiva descripción de Hernández ofrece una clave para una aproximación al problema desde las vanguardias tardías. Sonidos con orígenes desconocidos o confusos atraviesan sigilosamente varios de los textos que analizo en Media Laboratories, tanto en los incorpóreos “tonos torpes y ardientes” de las masas amorfas en Parque Industrial, de Patrícia Galvão, como en el tictac del radio-reloj que marca las horas en A hora da estrela, de Clarice Lispector, o como en el registro del fonógrafo que extrañamente zumba “Té para dos” en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Los sonidos con frecuencia exceden la comprensión auditiva del receptor, a pesar de sus esfuerzos por alojarlos y localizarlos.

Tres fenómenos concomitantes que surgieron en la década de 1930 galvanizaron el sonido y en particular, la voz y su despliegue político y económico en América del Sur. La radio pasó de ser una tecnología novedosa y casi mágica a convertirse en un medio de difusión vinculado al mercado y en ciertos casos al estado; en el cine se introdujo y se consolidó el sonido sincronizado, inundando los films mudos con voces humanas; y los regímenes populistas que emergieron privilegiarían cada vez más el contrato oral entre un líder carismático y “el pueblo/o povo”. La simultaneidad y en ocasiones la interpenetración de estos fenómenos es crucial para entender el paisaje sonoro del período. En los tres casos, la masificación de la voz amenazó con privilegiar la materialidad por sobre la significación. La materialidad de la voz fue entonces capaz de ser compartida por individuos separados por grandes distancias; a su vez apuntaló una nueva concepción de estos mismos individuos, al reconstituirlos (no siempre de acuerdo con sus voluntades) como participantes de un colectivo virtual.

Aquí muestro cómo autores y narradores se relacionaron con la dimensión auditiva de la literatura y los medios. La voz, por supuesto, tiene una vasta tradición en la literatura y los estudios literarios, particularmente el palimpsesto de voces de la polifonía y la heteroglosia bajtinianas. Si bien no soy ajena a ese legado, al analizar la voz me refiero a algo más concreto: el sonido audible que los seres (principal, pero no exclusivamente, humanos) emiten con el objetivo de comunicarse con otros. Lo que enfatizo es cómo la literatura lidia, en este contexto, con la materialidad de la voz: las texturas y granos –en términos de Roland Barthes– de la voz que produce efectos tangibles en el mundo, efectos que con frecuencia exceden la función representativa del lenguaje.

Un poema en prosa que navega por la voz encrespada de Greta Garbo; una microficción que, incómoda, incorpora la interioridad insidiosa de la radio; un cuento que interroga el extraño ventriloquismo de la era populista; una novela que busca suturar cuerpo y voz proletarios; y múltiples crónicas de películas que reflejan la “vieja novedad” o la “monstruosidad domesticada” del sonido sincronizado. Estas son algunas de las estaciones que sintonizo. Si bien trato de no pasar por alto la especificidad de los altavoces, la radio o el sonido sincronizado, quisiera transmitir una escena más general en la que diferentes voces compiten por la atención del oído en las vanguardias tardías. Dejando de lado el enfoque en uno o dos autores de otros capítulos del libro, aquí me muevo entre diferentes textos y medios, enfocándome en el deseo (frecuentemente frustrado) que mueve a los escritores a distinguir entre las voces que se pelean entre sí. Este texto está, por lo tanto, moldeado por la dialéctica de la distracción y la atención que preocupó a los escritores-oyentes de las vanguardias tardías.

Las vanguardias históricas tuvieron sus propias obsesiones sonoras: el triunfal redoblante de la guerra futurista y sus tecnologías, la celebración del sonido “sin sentido” (con frecuencia racializado) de Dadá; las declamaciones de la Semana de Arte Moderna de São Paulo que celebraban la acústica del jazz y la máquina de escribir; el klaxon, o la bocina, que inaugura el modernismo brasileño; la radio-poesía experimental del movimiento estridentista mexicano; o Marinetti autocaracterizado como una radio, gracias a lo cual apareció en radios de Brasil y Argentina.

Las voces de las vanguardias tardías difieren de esas tempranas celebraciones del sonido tecnológico como metonimia de la modernidad. Por un lado, dan continuidad a la exploración iniciada por sus predecesores respecto de tensiones producidas en el paisaje sonoro de la modernidad entre signo y ruido, cultura y naturaleza, voz y discurso: entre el intento de decir algo y los múltiples sonidos no significantes que se hacen audibles en y a través de los medios. Por otro lado, sin embargo, rechazan la analogía implícitamente celebratoria entre la escritura y los sonidos de la radio y el cine. Con la consolidación de tecnologías que inscriben y transmiten la voz con una aparente fidelidad con la cual la literatura podría apenas soñar, y con el surgimiento de líderes que se arrogaban un especial privilegio para hablarles a las masas y para también hablar por ellas, la autoría se descubre degradada. Debe reconsiderar su prerrogativa de inscribir o anunciar la voz del pueblo.

En este paisaje sonoro por momentos disfórico hay, sin embargo, alternativas. Los autores de las vanguardias tardías las buscan en los desencuentros de la acousmêtre, la voz cuya fuente es invisible. Exploran cómo las voces adquieren poder al esconder su origen o, a la inversa, al intentar suturarse a cuerpos representativos. En lugar de unir a la perfección cuerpos con voces, los escritores lidian con la disyunción entre unos y otras. Recorren las cicatrices de voces y cuerpos en conflicto; presentan los ásperos bordes del sonido; exponen las costuras de la unión entre cuerpo y voz a medida que las industrias tecnológicas dan puntadas para unirlos; o revelan el vacío detrás de la descorporizada y ostensiblemente omnipotente voz populista. La autoría, sugieren, es especialmente apta para rastrear las políticas de la materialidad de la voz.

Los autores de las vanguardias tardías y sus narradores se convirtieron en receptores o antenas de voces en conflicto: capitalistas y populistas, nuevas y automatizadas, nacionales y globales. En su primer número, de 1931, el periódico argentino Nervio publicó una editorial titulada “Antena” que emblematiza ese rol: “Ondas cortas y largas. Mensajes de todas las zonas; agonías de todas las latitudes…Y nuestra antena captándolas”. Los editores prometen, como la antena, capturar las frecuencias de la crisis global contemporánea. La autoría se convirtió en sintonización, consecuente con un período en el cual la voz en sí misma se transformó en un medio crucial para las políticas culturales. Los autores pasaron de las proclamaciones celebratorias del sonido de la modernidad a un agudo (y por momentos paranoico) modo de escuchar las intimidades de un sonido crecientemente masificado.

Radiodifusión: exterioridad interna

En la acousmêtre, el poder de la voz deriva de la invisibilidad del cuerpo del cual emerge. Según Michel Chion, su teórico más apasionado, la etimología de acousmêtre radica en una secta pitagórica cuyos discípulos, a la manera de El Mago de Oz, escuchaban a su líder desde atrás de una cortina para absorber sus palabras. El poder de la acousmêtre descansa en esta invisibilidad, que produce la sensación de que él (la figura es prácticamente siempre masculina) es ubicuo, omnisciente y panóptico. Por el contrario, revelar la fuente del original –lo que Chion denomina desacusmatización– hace colapsar la distancia entre el hablante y el oyente al exponer el cuerpo vulnerable del primero. Aunque suele situarse en términos de un origen primario universal (la voz de Dios o de la madre, que Chion considera la acousmêtre definitiva), el término se vio reanimado a través de la creciente presencia de la tecnología, empezando por el fonógrafo e incluyendo la radio y el teléfono. Dado que previamente la escritura había sido la única forma de fijar la voz, la autoría misma empieza ahora a competir con estas formas de “oralidad secundaria”.

La radio es siempre acusmática, oculta el cuerpo que produce la voz (excepto cuando el público mira la filmación de programas de radio). Antes de la radio, el término broadcasting [difusión] refería a contextos de oratoria en los cuales la voz humana sufría una transformación hacia una “no humana, invisible fuente de naturaleza”, en términos de James Hamilton. Este misterioso poder construyó un colectivo virtual, tal como continuaría sucediendo a medida que la radio se empezase a consolidar como medio masivo. Sin embargo, su propia colectividad con frecuencia dependía de un hablar privatizado: la voz emitida desde el aparato doméstico, en la privacidad del hogar del oyente. Esta experiencia no difumina tanto los límites entre interior y exterior, sino que ocupa ambos simultáneamente. Aunque sea humana, escribe Sartre, la voz del emisor mistifica, porque imita la reciprocidad del discurso que experimentamos en la conversación cotidiana, pero evita que esta reciprocidad efectivamente tenga lugar. Sartre usa la radio como uno de sus principales ejemplos de serialidad, y a los oyentes de radio como personas que no pueden reconocerse como grupo. Al escuchar la radio, escribe, puedo cambiar el dial o apagar el aparato, pero esto no modifica el hecho de que la voz continúe siendo escuchada por millones de oyentes que forman una serie: “Yo no habré negado la voz, me habré negado a mí mismo como un miembro individual del encuentro”, afirma en “Colectividades”.

Para Sartre la radiodifusión había alcanzado el status de medio consolidado mucho antes; un proceso que comienza en la década de 1930 y que fue teorizado por artistas e intelectuales alemanes con especial fuerza, así como lo hicieron sus contrapartes a lo largo de Estados Unidos y América Latina. En “La radio como aparato de las comunicaciones” (un manuscrito de 1932 que pretendía leer en voz alta), Brecht, como haría luego Sartre, expresó profunda desconfianza hacia la unilateralidad de la radio: “Es solo un aparato de distribución, meramente difunde”. Para hacer de la radio un medio que no pacifique, para “refuncionalizarla”, se requieren artistas que imaginen su transformación en un “vasto sistema de canales”: “para permitir que el oyente hable tal como escucha”, “para adentrarlo en una red en lugar de aislarlo”. Brecht no tiene en mente a un público radial ya constituido como grupo de consumidores-ciudadanos. Quiere intervenir antes de que la relación del medio con el estado o con el mercado esté consolidada; su público participa respondiendo, mediante un proceso dual en el cual instruye y también es instruido. En “Reflexiones sobre la radio” (también escrito alrededor de 1931 y no publicado durante su vida), Benjamin, preocupado también por la línea divisoria entre performer y audiencia, quiere convertir a la última en una experta –un giro que según él mismo afirmó en “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica”, también se produce en el cine– como opuesta a su estado contemporáneo, “el incesante fomento de una mentalidad de consumo”.

Estas reflexiones signan un giro histórico en el modo como la radio comienza a entenderse durante el período de las vanguardias tardías. Según Beatriz Sarlo en La imaginación técnica, cuando la radio aparece por primera vez en Argentina, el oyente podía ser al mismo tiempo espectador y productor, oyente y emisor. Los acercamientos tempranos a la radio la destacaban como una maravilla tecnológica, de una inmaterialidad espectral o incluso fantasmática. La radio en las manos de su usuario y la radio como medio mágico: dos aproximaciones que parecían ya ocluidas en las décadas de 1930 y 1940. Durante este período, la radio parece haberse convertido en “opaca” para sus usuarios. Los inventores amateurs se tornaron audiencias cautivas, y la utopía de lo efímero fue crecientemente ligada a proyectos expansionistas bajo las rúbricas tanto del nacionalismo como del capitalismo. La transformación de la radio desde nuevo medio hasta medio consolidado inspiró dos respuestas opuestas por parte de los autores: por un lado, entusiasmo por participar como ayudantes en la construcción de una voz nacional eterizada, a pesar de las inevitables dificultades que ello implicaba, por el otro, auténtico terror del medio como vehículo de aquello que veían como sigilosa y veloz erosión de la interioridad.

En 1931, Mário de Andrade emprendió sus primeras incursiones en la radio mediante una serie de polémicos artículos en el Diário Nacional de São Paulo. A esta altura, el “papa” del modernismo brasileño ya había emprendido su proyecto de vida, la exploración de los contornos de una lengua y una música nacionales, minando la antigua brecha entre lengua escrita y lengua hablada, entre música en vivo y notación musical, brechas que, desde su perspectiva, garantizaban el privilegio del letrado a costa de la rica e híbrida cultura popular brasileña. Ante la abrumadora heterogeneidad de Brasil, donde la mayor parte de la población era analfabeta, sus textos radiales formaron parte, de este modo, de un proyecto más amplio de redefinición de lo nacional. En sus primeras intervenciones en la radio, Mário asegura que “um nacionalismo que me parecía primordialmente tolo” había brotado durante el fervor revolucionario post 1930, lo cual produjo una mezcla de música sensiblera y “anúncios curadores de molestías discretas de senhoras” (Taxi e crônicas no Diário Nacional, 1976).

Para subrayar su disgusto, imagina un hipotético oyente argentino que sintoniza una radio y juzga al pueblo brasileño a partir de eso. Estos primeros escritos sobre la radio tienen lugar durante un momento crucial en el desarrollo de la historia cultural brasileña, momento que vislumbra lo que podríamos llamar la primera sustitución de importaciones de una cultura de masas nacional que se define por la negativa frente a sus vecinos e influencias: el portugués peninsular, los Estados Unidos y América de habla hispana. Si Benjamin describe la voz en la radiodifusión como un “visitante” en el hogar del oyente, Mário imagina que su invitado va acompañado por otro, explícitamente extranjero. La radio está comenzando a representarse como la voz de una nación, pero paradójicamente depende de que los extranjeros paren la oreja.

Casi una década más tarde, Mário elabora su interés en la radio como medio para la voz nacional en una extensa crónica titulada “A Língua Radiofónica”, publicada el 3 de febrero de 1940. La distancia crítica histórica requerida para reflexionar sobre el estatuto de la tecnología como medio del consenso nacional ya se había establecido y él considera que este medio de difusión ha encontrado su propia lengua. Aquí, la radio no se fundamenta ni en la tecnofobia ni en la tecnofilia, sino que se concibe como meditación sobre la voz misma en tanto que medio de identidad nacional, forjada a través de la confrontación entre voces desiguales, incluyendo aquellas provenientes de los bordes exteriores de la nación. La naturaleza acusmática (incorpórea) de la radio hace posible una lengua alternativa que puede fundir esta heterogeneidad.

Mário comienza por describir una encuesta sobre la lengua usada en la radio: ¿“Contamina” la lengua nacional? ¿Deberían censurarse ciertas palabras en la radio? ¿Cómo aproximarse a regionalismos, slang y variaciones de la pronunciación? De manera elocuente, el vecino de Brasil es de nuevo parte del horizonte a través del cual Mário entiende la radio como medio nacional, ya que la encuesta que motiva esta reflexión proviene de Argentina. Es como si el medio en sí impulsara un ángulo transnacional y comparativo. De hecho, aunque su énfasis en la radio como promotora de una lengua específicamente brasileña se acerca a lo que diría después Jesús Martín-Barbero, para Mário la búsqueda de una voz nacional siempre excede lo nacional, evoca su exterioridad constitutiva, tal como sus primeros trabajos modernistas procuraban la especificidad de la lengua brasileña en medio de una confluencia políglota de voces, en particular en su obra experimental Macunaíma (1928). Tal como indica esta referencia a la encuesta argentina, tanto Brasil como Argentina experimentaban un período de intensa regulación de la radio, parte de la lucha por establecer una voz nacional en términos unificados respecto de género, etnicidad, raza y clase. A modo de respuesta, Mário propone una segunda ola de la comunidad imaginada, forjada en una incipiente industria cultural nacional atenta a sus propias fronteras.

En “Língua Radiofónica” Mário rechaza la oposición implícita en la encuesta argentina: la idea de que los medios masivos contaminan los discursos populares y los discursos de elite. La lengua, insiste, es una abstracción (como la langue según Saussure; Mário la llama Língua en oposición a línguas en plural y minúsculas). En realidad, existe una multiplicidad de lenguas, cada una generada por una específica constelación de leyes, costumbres, divisiones geográficas y especializaciones técnicas. Cada una se genera de acuerdo con su propio contexto, no solo según el sujeto que la enuncia: el “burguesinho” arrulla a su amante en una lengua, maldice en otra durante un ataque de rabia e incluso usa una tercera “na festa de aniversario da filinha”. En este espeso estofado, los discursos de elite o letrados son apenas un ingrediente.

La radio, a su vez, desarrolla su propia lengua, una tan específica como “a dos engenheiros, a dos gatunos, a dos amantes, a usada pela mãe com o filho que ainda não fala”. Esta corta lista es elocuente, dado que combina los heterogéneos discursos de lo tecnocrático, lo marginalizado (como en la figura del malandro, o bandido) y la intimidad prelingüística. La radio, propone Mário, aúna. Es más que la suma de sus partes. El imperativo de accesibilidad da nacimiento a “sua linguagem particular, complexa, multifária, mixordiosa, com palavras, ditos, sintaxes de todas as classes, grupos e comunidades. Menos da culta”. Forjada dentro de la pluralidad de lenguas españolas y lenguas portuguesas del mundo, esta nueva lengua radiofónica tiene su propio terreno definido, localizado en la fuerza de las frecuencias de las ciudades capitales y realizado a través de sus acentos específicos, lo cual subsume todas esas línguas bajo este estandarte híbrido.

Su principal ejemplo de lengua radiofónica es el uso de você, hoy la forma más común de la segunda persona informal en el portugués brasileño, especialmente en televisión y en las principales ciudades. Él describe la excesiva y casi ofensiva familiaridad con la cual, al comienzo, la voz radial se dirigía a sus desconocidos oyentes a través del você, cultivando “as exigências de simpatizar, as de familiaridade”. En este primer ejemplo de medios masivos brasileños, la voz radiofónica organiza las diferencias regionales y de clase (tal como la televisión brasileña lo haría de manera formidable desde la década de 1960). Por otra parte, el você preserva una distancia que el tu, por entonces hablado en contextos más íntimos, no poseía. Se trata, como él sostiene, de un modo de apelación mezclado o paradójico, una familiaridad con paréntesis, una intimidad de masas.

Un interés por la oralidad había estructurado la literatura poscolonial brasileña durante la primera ola del modernismo. Este mismo interés encuentra un medio tecnológico capaz de, y con las pretenciones de, transmitir la voz nacional durante el período posterior a las vanguardias, más centralizado y anti-experimental. En última instancia, Mário observa que las formas populares de expresión y la radio en tanto que medio popular son mutuamente constitutivas. Cantantes y músicos creaban una lengua brasileiríssima en la radio, repleta de su propia terminología, superior al lexicón de la elite. La “nueva” lengua radiofónica no es, entonces, precisamente nueva, sino que es una mezcla de la heterogeneidad omnipresente y constitutiva de la nación. Mário mina el tropo del modernismo brasileño que sugiere descubrir lo que siempre estuvo allí, una novedad paradojal. El territorio escurridizo de lo auditivo todavía debía ser minado por los intelectuales. Este Brasil existente esperaba ser descubierto al momento de la transmisión de su voz.

El autor es aquí un oído gigante: uno de los muchos oyentes que sintonizan la voz nacional y sus exterioridades, si bien es uno especialmente agudo, propenso a elaborar sus experiencias auditivas y remediarlas a través de la escritura. En este sentido, la lengua radiofónica sutura ciertas diferencias (de clase, raza, región) y habla la lengua de una privilegiada diferencia, la identidad nacional, con el autor como “testigo auditivo”. La receptividad del autor/oyente puede parecer pasiva, en última instancia, sin embargo, negocia un contrato entre textos literarios, tales como los ensayos de Mário, y los medios de difusión. Desde su punto de vista y en sintonía con su creciente trabajo sobre etnomusicología, la cultura de la impresión y la radio se complementarán más que competir la una con la otra, así como un epígrafe destaca la mudez de la fotografía. Esta complementariedad está segura siempre y cuando el autor renuncie a su perspectiva de elite (letrada). La autoría encuentra su lugar no en el hablar sino en el escuchar la voz nacional.

Para otros autores de las vanguardias tardías, no obstante, la lengua radiofónica interpelaba como pesadilla no a una comunidad nacional de oyentes sino a una serie de oyentes/consumidores aislados. Mientras difuminaba los límites entre lo interior y lo exterior, la radiodifusión también instalaba otras divisiones que favorecían la imbricación de los medios de masas y el capitalismo. Como temían Brecht y Benjamin, continuaría divorciando a los usuarios u oyentes de los productores y los posicionaría unilateralmente como consumidores. En su crónica “Por qué dejé de hablar por radio” (1932, en Aguafuertes porteñas: Buenos Aires, vida cotidiana), Roberto Arlt cita a un amigo que declara “El receptor de radio se ha convertido en un mueble decorativo que, cubierto con un tapiz sirve para sostener un florero, nada más”. La mágica inmaterialidad de la radio era ahora poco más que un mueble y ruido de fondo. El acento ahora recaía sobre la domesticación de estos sonidos y voces ostensiblemente externos. Como otros medios consolidados, la radio subsume aquello que alguna vez fue visto como señal de futuridad en los ritmos repetitivos del capitalismo.

En un proceso que hizo eco de la consolidación propia del cine, pero con una rapidez mucho mayor, en Brasil, Argentina y Uruguay la radio había sido estructurada por la lógica del mercado. La presencia del estado aumentó, pero no sería la mayor influencia sobre el medio (al menos no antes de Perón en Argentina, a mediados de los cuarenta). Los patrocinadores reorientaron la programación, la alejaron de las producciones de aficionados y bricoleurs y la llevaron hacia la publicidad y hacia una consolidación vertical, reestructurándola mediante la colocación de productos –haciendo que la mercancía sea parte de la propia narrativa– y los ritmos episódicos que se entregan a las pausas comerciales (sobre todo el poderoso género de la radionovela, importado en un primer momento desde Cuba y financiado por corporaciones internacionales). El “Radioteatro Palmolive del Aire” (patrocinado por la compañía estadounidense de detergentes) se emitió en Argentina y en Brasil durante los años cuarenta, por ejemplo.

Mientras que para Mário la radio ofrecía una forma de hacer audible una amalgama de voces nacionales, Felisberto Hernández estaba preocupado por la capacidad de la radio de suturar consumidores a una red de consumo, quisieran o no. En su cuento “Muebles ‘El Canario’” (1947), un narrador en primera persona del cual no conocemos el nombre viaja en tranvía y de manera inesperada recibe, junto a los otros pasajeros, una inyección de un vendedor sonriente. En casa, percibe que ha sido infectado con una lengua radiofónica. Antes de quedarse dormido, el canto del canario comienza a sonar dentro de él. Esta micro ciencia ficción subraya un miedo generalizado a que la omnipotencia de la radio estuviese moldeando la capacidad de atención y reflexión de los oyentes a través de su estructura serializada y segmentada. Y mientras que para Mário esta escucha tenía su poder propio y oportuno, que los autores, autoconstruidos como oyentes, se encontraban singularmente preparados para rastrear, el narrador de Hernández es un oyente cautivo.

“Muebles ‘El Canario’” pertenece al género fantástico, privilegiado en la literatura latinoamericana, pero en este caso se trata de un cuento disfórico, desencantado. Una de las características de la literatura fantástica es su tendencia a literalizar lo metafórico: aquí es la inyección que literaliza la ocupación del espacio privado que suponía la radio y la simultánea ruptura del interior monádico. La jeringa representa la radiodifusión comercial como parte de un régimen disciplinario de la vida cotidiana. Inyecta programación radial en oyentes dispuestos a ello (como el otro pasajero del tranvía) o no dispuestos (el propio narrador). En la concepción de homeopatía modernista de Jameson, la alienación de la cultura de masas era domesticada por la incorporación selectiva de sus fragmentos. Aquí, sin embargo, el narrador de Hernández no puede domesticar el medio a través de una incorporación selectiva; la homeopatía se metamorfosea en inyección viral. Cualquier posibilidad de agencia ha sido eliminada. Tampoco es posible para este narrador el “sabotaje” que Benjamin contempló como única opción disponible para el oyente, porque no puede simplemente apagar el aparato.

Si bien todas las voces problematizan la división entre interior y exterior, para escritores y teóricos la radio parecía amplificar ese desdibujamiento, al subrayar y expandir su alcance. El discurso interno acusmático que la jeringa induce en “Muebles ‘El Canario’” tiene una naturaleza muy específica: produce fantasías episódicas de adquisición consumidora. El narrador arranca las sábanas de su cama y las coloca sobre su cabeza para eliminar los ruidos de la radio, que solo se hacen más fuertes. El cuerpo humano se convierte en un medio de transmisión de un mensaje ostensiblemente exterior a él. No es necesario ningún aparato y, a este respecto, la ubicuidad de la radio presagia tecnologías contemporáneas que rastrean y localizan cada uno de nuestros movimientos, especialmente nuestros consumos. La falta de soporte material para la voz radial se transforma de vehículo privilegiado para el inconsciente de los artistas –como era para Breton y los otros surrealistas con quienes Hernández forjó un diálogo incómodo– en contagio ideológico.

“Muebles ‘El Canario’” sugiere que los autores se han convertido en antenas involuntarias para este nuevo rol de la radio, y que escribir no alcanza para callar estas voces sin cuerpo. Significativamente, el título del cuento proviene del soneto de una empresa de muebles que el narrador es obligado a absorber. La referencia al soneto comercializado inmediatamente evoca una ansiedad anterior sobre el rol del artista frente al mercado. En la famosa parábola de Rubén Darío “El rey burgués” (1888), la voz poética también está suturada a la economía de los bienes comerciales en la vidriera/mansión del nuevo rico. Sin embargo, el poeta de Darío es un visionario abandonado, que grita en el terreno literalmente salvaje contra la mercantilización. Muere al aire libre, congelado, con una sonrisa irónica en los labios. En contraste con el heroico mesías de Darío, el narrador de Hernández no es poeta y la poesía no ofrece resistencia heroica. El narrador es, por el contrario, forzado a escuchar la mercantilización de la forma soneto y hasta a encarnarla en su propia receptividad. En este sentido, el soneto escrito para una empresa de muebles no indica una nueva economía de bienes (nuevos productos llegados del exterior, una de las obsesiones más destacadas del modernismo) sino más bien el desplazamiento del rol de la autoría, ya que indica su degradación desde la producción hasta la (obligatoria) recepción. Al mismo tiempo, la transformación de la expresión poética en jingles publicitarios se refuerza en “Muebles ‘El Canario’” gracias a la incorporación de la música –una forma artística especialmente importante para Hernández– en las formas agitadas de la publicidad.

Esta audición disfórica sin dudas refleja las experiencias de Hernández, que trabajó en una emisora de radio en 1948 como responsable de la organización de los bloques de publicidad y otros tipos de programación, el análogo pobre del Princeton Radio Research Project de Adorno. Su trabajo requería una cierta experiencia corporal con el cronograma de episodios en radiodifusión, sus breves lapsos de atención. (Este es un rol muy distinto al de los autores que escribieron para la radio, entre ellos Eliot, Woolf, Pound, Beckett y Benjamin, así como Mário y los argentinos Olivari, Arlt y Raúl González Tuñón). La radio se ha metido bajo la piel de su narrador y dentro de su cerebro. Su forma episódica se ha convertido en un síntoma de vida administrada. El acto de “sintonizar” se ha vuelto su pan de cada día y le exige monitorear la estructura truncada y episódica de la radio. Lo que asusta a Hernández es la naturaleza aparentemente involuntaria de escuchar la radio, el modo como transforma la interioridad en una alternancia interminable de voces ajenas.

Evidentemente, la de Hernández es una construcción mucho más siniestra de la difuminación –o mejor, de la reverberación– interior/exterior que observamos antes en “Língua Radiofónica”, de Mário. Si la acousmêtre radial de Mário es el discurso interno de la nación hecho palpable y compartido, la de Hernández es una invasión crónica, que deriva su poder precisamente de la desaparición de sus orígenes. Lo que conecta a ambos escritores, sin embargo, es el modo en que articulan el desplazamiento de la escritura en relación con la radio como nuevo medio envejecido. Rastreando su propia supuesta obsolescencia –o su asimilación en la radio a través de aquel triste sonetito para la empresa de muebles– sintoniza la frecuencia en la cual el discurso interior se vuelve parte del dominio público, un desplazamiento que reorienta la autoría, distanciándola de la producción y dirigiéndola hacia esa forma específica de la recepción que es la escucha.

Cine con sonido sincronizado: novedades viejas, muñecas parlantes

Mientras la radio encontraba su propia lengua, el cine encontró su laringe. Mientras que la transición de la radio de bricoleur a medio de difusión provocó inquietudes en los escritores latinoamericanos, la llegada del sonido sincronizado al cine fue con frecuencia retratada como una crisis absoluta. Durante el período transicional 1928-1933, junto con innumerables cineastas y periodistas, los principales escritores latinoamericanos –incluyendo a Mário, a Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga y Alejo Carpentier– reflexionaron sobre el desplazamiento del cine mudo al sonido sincronizado con una sensación de urgencia que tuvo un paralelo más cercano en sus contrapartes europeas que en los Estados Unidos. Para muchos, el sonido emergió para “diluir, empañar y falsear la neta y clara elocuencia de una mirada, un gesto, una intención apenas perceptible en la extremidad de los dedos”, según escribe Quiroga en “Espectros que hablan”. En el preciso momento en que la especificidad del cine como medio parecía consagrarse, habiendo adquirido una “personalidad marcadísima”, el sonido sincronizado amenazó con volver precaria esa distinción.

En este sentido, la llegada del sonido coincidió con, y ayudó a fomentar, el deseo de los intelectuales de definir la singularidad del cine. Los textos sudamericanos sobre el cine critican repetidamente el sonido sincronizado por impedir una experiencia “cinemática” plena. Para la mayor parte, no era una innovación tecnológica celebrada sino un truco superfluo, o como mínimo una caída en el ruido generalizado de la vida moderna: “Todos os ruídos e sons que hoje nos ferem os ouvidos”, escribió Humberto Mauro, el cineasta más destacado de Brasil, en “Cinema falado no Brasil”, en 1932, mientras trabajaba en su propio film de la transición de cine mudo a sonoro. La desacusmatización de los films sonoros era una doble amenaza: a la especificidad del medio, argumento que implícitamente valoraba un rol para la literatura, y al cosmopolitismo de una cultura global del cine que no hablaba la crecientemente monolítica lengua inglesa.

La llegada del sonido sincronizado inauguró un desplazamiento en el cine al reorientar sus propiedades formales e industriales de múltiples maneras. De central importancia para nuestros propósitos aquí, la voz humana se tornó el principal código acústico. (De acuerdo con Rudolf Arnheim en su conocido ensayo sobre cine sonoro, “A New Laocoön”, la voz ahoga todos los otros sonidos, gestos y objetos). En este sentido, el sonido sincronizado era otro paso importante en el largo camino de privilegiar la voz humana mediada tecnológicamente, proceso que había comenzado con el fonógrafo. La sensación de disyunción que provocaba el cine sonoro fue particularmente preocupante para los artistas e intelectuales de América Latina porque acababan de empezar a articular un entendimiento del cine (mudo) como medio específico, medio del cual podrían potencialmente participar. Si el cine mudo parecía ofrecer un “esperanto”, el cine sonoro subrayaba las diferencias entre contextos nacionales y lingüísticos en todas sus desordenadas y desparejas especificidades.

La dominancia de la voz por sobre otros sonidos tuvo implicaciones no solo para las propiedades formales de los films sino también para la literatura. Al adoptar argumentos acerca de la especificidad del cine como medio –basándose en artistas tan diversos como Jean Epstein, Louis Delluc, Chaplin y Eisenstein, que aparecieron en los periódicos latinoamericanos desde mediados de la década de 1920 hasta comienzos de la de 1930– los escritores no solamente buscaban participar de una cultura cosmopolita de espectadores de cine. También proponían, según sugiero, una división del trabajo en la cual la literatura no cediese su autoridad cada vez más tenue a otro ámbito. Las repetidas afirmaciones acerca de la singularidad del cine se basaban en una definición negativa: el cine no era una novela, no era teatro. El verdadero cine no debía pedir prestado a otro medio. Este tipo de afirmaciones también eran implícitamente un intento desesperado por subrayar lo que sí era la literatura, en un corolario del cinéma pur. En otras palabras, así como los escritores insistían en la “carga” que el lenguaje verbal representaba para el cine, implícitamente lo declaraban parte de su propia jurisdicción. La literatura bajo el cine mudo podía representarse como un medio que acompañaba, inundando la mudez extradiegéticamente con sus voces metafóricas en la forma de intertítulos, comentarios o ficciones fantásticas sobre el aparato del cine. Allí encontraba su propósito. Inversamente, si el cine y la radio podían ahora registrar la rica especificidad de voces nacionales y locales –el lunfardo de Buenos Aires, las particulares cadencias de los acentos carioca (Río de Janeiro) o nordestino (Nordeste) en Brasil–, ¿qué podían ofrecer los autores con su propia tecnología de inscripción? Si el esperanto cosmopolita del cine mudo desaparecía, ¿dónde quedaba la literatura, portavoz de lo local desde el período romántico?

Sin los recursos materiales o el conocimiento técnico para responder esta cuestión a través del cine sonoro en sí, los autores emplearon un elemento poderoso de su repertorio, la metáfora. Dos aparecían con frecuencia a lo largo de las primeras crónicas: el sonido sincronizado como “juguete” tecnológico y la imagen más grotesca de la muñeca parlante. La primera se destacó especialmente durante los primeros años del debate sobre el sonido sincronizado. Artistas e intelectuales subrayaban la extrañeza incómoda de esta novedad por sobre sus proezas tecnológicas. Un “juguete infantil”, en “Espectros que hablan”, de Quiroga; “solo un curioso juguete, sin trascendencia”, en “El film hablado”, de José María Podestá. Si bien estas imágenes parecen resonar con la importancia de la niñez para vanguardias como el surrealismo (y para Walter Benjamin), es importante notar que aquí carecen de cualquier dimensión utópica. El juguete implica, por el contrario, regresión; una innovación tecnológica operando contra el progreso, o como simulacro burlesco de ese mismo progreso. El cine con sonido sincronizado era una amalgama híbrida, más que una nueva forma, y con frecuencia formaba parte de la bolsa de trucos reutilizables diseñada para seducir a la audiencia y los consumidores, un intruso en el territorio de la literatura. La última novedad, una moda pasajera, que no suma nada al proyecto global de desarrollo artístico. En este sentido, el cine sonoro inaugura el oxímoron de “novedade velha” [novedad vieja], una contradicción clave para las vanguardias tardías, cuando la máquina de los medios modernos renquea sin que el arco narrativo del progreso pueda guiarla. El cine sonoro es un primer ejemplo de la burocratización de la novedad tecnológica: la ensayada promesa que en realidad nunca puede realizarse porque genera un deseo crónico de más. La experiencia de una innovación en sí misma envejecida que identifiqué como constitutiva de las vanguardias tardías, su energía extrañamente melancólica, se da aquí en el cine sonoro.

Si la metáfora del juguete de niños procuraba enfrentar la amenaza del cine sonoro, la de las muñecas parlantes explicita esta ansiedad subyacente a través de un registro mucho más siniestro. La muñeca es también un juguete y se refiere también a un progreso forzado o una regresión infantil, pero sus efectos son mucho más siniestros, y hasta grotescos. La imagen, sobredeterminada, manifiesta ansiedades convergentes: la automatización de la cadena fordiana, la extrañeza del progreso tecnológico irrestricto encarnado en el desfase o desencuentro entre cuerpo y voz, lo humano reducido a partes y operaciones discretas, el fraccionamiento de la intimidad a través de medios que ostensiblemente intentan conectar a las personas. Al subrayar la propia fisura que busca suturar, el sonido sincronizado parece criar su propia familia “contra natura”, “esta monstruosidad antiartística que se avecina” (en palabras de Podestá inscriptas en “La evolución cinegráfica angloamericana”, de 1929). Inaugura “una automatizada figura que se mueve bajo las carcajadas de una orden idiota, actuando sin una mínima pisca de espontaneidad”. Rechina: “A voz humana, ampliada, perde completamente a naturalidade”; “Um canário silva como uma locomotiva”; “a primeira vez que ouvi mina própria voz no cinema n[ã]o podía acreditar que quelos grunhidos eran auténticamente meus!” (Guilherme, “Questão de gosto”). Para otro escritor, “el personaje no tiene voz” propia en el cine sonoro, sino una “familia de voces” que parecen salir de todos lados. Su extrañamiento inicial no produce asombro sino alienación. En este sentido, apenas se suma a los sonidos indistinguibles de la modernidad. “El sentimiento de inquietud” que Arnheim atribuyó al cine sonoro en “A New Lacoön” inspiró en escritores sudamericanos una repulsión corporal. Además, el doblaje como práctica novedosa generaba su propio bestiario. En una de las pocas excursiones de Borges hacia las dimensiones técnicas del cine, el doblaje se describe como “engendros mitológicos” o “efectos de ventriloquia” (en Borges va al cine, de Aguilar y Jelicié). Este ensamble –doblajes, versiones divergentes del español, reproducciones de sonidos extraños e incómodos– también puso en primer plano el estatuto de las voces locales, globales y/o incorpóreas.

Existe, por su puesto, una explicación material para esta “extrañeza”: los errores en la sincronización que producían suturas poco efectivas o palabras ilegibles, infortunios que los escritores tenían especial ansia para notar. Tal como en Estados Unidos y Europa, pero en una medida mucho mayor, la transición al sonido en América del Sur no fue espontánea – milagroso abracadabra de la innovación– sino discontinua y tartamuda. El sonido llegó a las sacudidas, dificultado por varias limitaciones materiales, especialmente por el costo de adaptación de las salas de cine a las nuevas tecnologías (incluyendo el desplazamiento de Vitaphone a los discos ópticos) y por la ansiedad respecto del trabajo discontinuo de artistas que performaban en vivo, especialmente músicos que trabajaban en el ámbito del cine mudo. En cuanto al nivel de producción, además, los cines de Argentina y Brasil lograron reagruparse relativamente rápido tras este período inicial, pero el cine nacional en otros países de América Latina fue bastante desvastado por la llegada del sonido. (La industria nacional de cine de Uruguay era mucho menor, en contraste, durante la década de 1930, y su primera película sonora se estrenó en 1936).

Si bien todas estas limitaciones son importantes para entender por qué el cine sonoro fue recibido con tanto rechazo, me gustaría sugerir que la insistencia de los escritores en los desencuentros entre cuerpo y voz no tenía en última instancia como objetivo la denuncia de condiciones materiales desiguales para el desarrollo del medio. Tales articulaciones, frecuentes a lo largo del archivo, procuraban más bien territorializar la voz en el ámbito de la prosa, donde luego sería refuncionalizada por la pluma o la máquina de escribir. En una crónica sobre cine sonoro, Quiroga observa que el frenesí de innovación tecnológica requiere “una mano de escritor que gire firmemente” (“Espectros que hablan”) para llevarla al lugar que le corresponde. En contraste con el entusiasmo de sus primeros textos con la novedad del cine, se abre ahora una brecha entre cine y escritura. La consolidación del primero exige que la segunda afirme su especificidad y responda a la invasión de su territorio.

 

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La tecla inespecífica: la máquina en la literatura latinoamericana del siglo XX

Por: Juan Cristóbal Castro

Imagen de portada: Caracteres de máquina de escribir (Mohylek)

 

Juan Cristóbal Castro indaga en la presencia de la máquina de escribir en la producción literaria latinoamericana del siglo XX. Su análisis no se limita a rastrear su utilización como medio técnico, sino que ahonda en el potencial creativo –y, también, desestabilizador– de ese artefacto de escritura. En este sentido, Castro aborda escritores como Mario de Andrade y Julio Cortázar, entre otros, para así postular que el surgimiento de la máquina de escribir habilita en ellos una nueva consciencia sobre la inscripción material de sus prácticas, lo que permite el surgimiento de nuevas formas de escritura.

 


 

Yo quería entrar en el teclado
para entrar adentro de la música
para tener patria

Alejandra Pizarnik

 

I

Quizás la pretensión de Simón Rodríguez de pintar las palabras en una era todavía marcada por la escritura a mano haya sido el destino final de algunas de las búsquedas que se dieron en el siglo XX en Latinoamérica, debido al uso excéntrico de ese aparato tan raro, tan curioso, como lo fue la máquina de escribir. Es evidente que gracias a la posibilidad que le ofreció al escritor de valerse directamente de los mecanismos propios de la imprenta (Mcluhan dixit), aparecieron las condiciones de emergencia de una nueva escritura anfibia, inespecífica, rara, que abrió otro horizonte para pensar la creación literaria, todavía marcada por el fetiche de la autenticidad del manuscrito, de la fidelidad del trazado caligráfico, del espiritismo grafológico, del cariño personal por la pluma o el lápiz en el que ojo, cuerpo, alma y conciencia trabajaban unidos en un matrimonio “fono-logocéntrico”, para usar una expresión derridiana. Un enlace, vale señalar, que parecía a todas luces armónico hasta que llegó William Austin Burt, y luego por supuesto Christopher Scholes, para aguar la fiesta letrada, introduciendo una nueva forma de escribir con ruidos discontinuos, teclas pesadas, movimientos mecánicos, inscripciones aceradas, que terminaron de atrofiar la transmisión de la voz, de la palabra silente de la boca, hacia el flujo continuo de la linealidad sobre la página.

Y es que, dentro de la producción literaria que ha trabajado con la máquina de escribir durante el pasado siglo en eso que llamamos América Latina, existen algunas experiencias límites que han podido llevar hasta sus últimas consecuencias el uso de este instrumento para no solo dar cuenta de su presencia como medio técnico, sino para activar su potencial creativo, desestabilizador, suturando las barreras de la autonomía de la creación escrita. Hablo de un contingente de prácticas llevadas a cabo por distintos escritores a lo largo del siglo XX que dan evidencias de nuevas formas de escritura que surgen a partir de una conciencia más lúcida, esclarecedora, del tipo de inscripción material que se abre con este aparato. Podríamos hablar así del estilo seco y depurado de un Luis Vidales, cuyos poemas “Música de mañana” y “El cerebro” del libro Suenan timbres (1922) dan cuenta del utensilio mecanográfico y quizás por ello de la posible influencia del medio sobre su propio trabajo, o de las alternativas que se abren de escritura des-letrada en algunos pasajes de 5 metros de poemas (especialmente “Nueva York” y “Reclam”) de Carlos Oquendo Amat que, según el crítico peruano Luis Alberto Castillo, muestran “una conciencia del cambio en el ejercicio escritural que abandona la mano como unidad representadora y pone a todos los dedos a transitar atléticamente sobre el teclado” (La máquina de hacer poesía, 85). Sin embargo, prefiero detenerme en estas líneas en algunos casos que marcaron, a mi modo de ver, un hito especial.

 

II

Un momento fundacional es el poema “Máquina de escrever” de Mario de Andrade, publicado para el libro Lonsago Canqui en 1922. En él vemos una línea que se abrirá después para pensar la poesía y la máquina de otras maneras, algunas de las cuales se conectarán con lo que muchos han llamado literaturas extensivas o inespecíficas. El poema en tono celebratorio e irónico, jugando con los lenguajes republicanos (“igualdad mecánica”) y revolucionarios (“internacional de la máquina”), da cuenta del impacto del nuevo medio que pareciera con su estandarización democratizar a sus usuarios bajo una peculiar indistinción que afecta por igual las jerarquías sociales, políticas, culturales; indistinción que también va a trastocar el marco mismo de lo que entendemos como poesía, por no hablar de nuestra propia educación sentimental que hasta ese entonces se había acostumbrado a la escritura manual para expresarse de manera íntima bajo el género epistolar; y tan es así, que hasta el sujeto lírico del escrito de Andrade pareciera al final equivocarse por culpa del instrumento que usa.

Ciertamente el texto es difícil de leer, porque se trata de una apuesta lúdica e experimental que ofrece más de un reto exegético, por no hablar del trabajo interpretativo que implica atender su particular materialidad textual propia de la experiencia de Andrade con el aparato, que llegó hasta llamar como “Manuela” en un gesto de simpatía homo-erótico en homenaje a su amigo, el también poeta Manuel Bandeiras; no en balde el autor en el prefacio del libro llama a los poemas como brincadeiras para acentuar esta dimensión juguetona. Por eso las lecturas recientes del crítico mexicano Rubén Gallo y la investigadora brasileña Flora Sussekind, quienes se han acercado con lucidez a estas peculiaridades del poema, resultan sumamente esclarecedoras para acercarse a esta propuesta. Como me interesa ver la relación del texto con el instrumento, lo primero que se debe tomar en cuenta en términos generales es la fragmentación del poema. Su unicidad temática se dispersa en un conjunto de escenas dislocadas, dispuestas de forma algo arbitraria, con lo cual pareciera desmembrarse también el mismo marco que preestablece las categorías espacio-temporales y con ello el mismo vínculo instrumental del objeto mecánico con su usufructuario. En otras palabras, el lugar ancilar del medio como simple herramienta secundaria pareciera revertirse con esta dispersión, cosa que permite entender mejor su presencia, como si gracias a este des-colocamiento, algo violento y humorístico, es que pudiera abrirse el espacio medial del aparato, tan naturalizado entre nosotros que nos impide captar su carácter material, e incluso las violencias que ha ejercido sobre nuestro cuerpo.

Desde esta impresión general, la máquina se nos aparece diseminada en varias dimensiones y una de ellas, acaso la más evidente, reside en el lenguaje técnico del poema, sobre todo bajo la recurrencia de eso que el crítico Rubén Gallo definió bajo el nombre “mecanogénica” que consisten en explorar “los efectos especiales” que se pueden hacer con el instrumento (Máquina de vanguardia, 117), gracias a lo cual se des-sublima la autonomía expresiva de los versos para llevarlo a otra dimensión más contemporánea, tal como lo ha mostrado Flora Sussekind en su libro Cinematopraph of Words: Literature, Technique, an Modernization in Brasil (1997). La máquina no aparece entonces simplemente como alusión o información, como un referente o una “representación” de un objeto externo, propio; por el contrario, aparece como aquello que altera “la estructura misma del texto” con el propósito de “exponer la génesis de la producción mecánica del mismo”, siguiendo a Gallo (117). Esta auto-referencialidad del acto de escribir mecánicamente en el que se nos comenta cómo se teclean las minúsculas o cómo al escritor se le olvidó darle a la “tecla de retroceso”, por no hablar incluso del extracto de carta que incorpora en el texto mismo, es lo que termina por darle un valor performático a la escritura del poema, rompiendo, suturando, sus límites textuales.

Al mismo tiempo las alusiones de eso que el mismo Gallo llamó “rastros indéxicos” nos posibilita ver las particularidades técnicas de la máquina, y ello a su vez permite replantear la economía expresiva del poema en el que se poetizan distintas interacciones entre aspectos mecánicos y aspectos orgánicos o naturales. No en balde es recurrente presenciar el uso de las abreviaciones que fue algo característico del medio; vemos así “adm”, que sería “admirador”, o “obg”, que sería obrigado. Todavía más interesante es descubrir cómo el autor trabaja con la misma especificidad del medio concreto que usó, que fue la Remington. Como nos explica el crítico mexicano, “tenía teclas con dos superíndices comunes en las abreviaciones” que servía en portugués para marcar los números ordinales, y para contraer la palabra “Senhor” con “Sr” (119). Andrade se vale de ese recurso con el propósito de introducir otros usos verbales en lo que Gallo llamó “neomecanismos”, que no son otra cosa que los neologismos que introduce el invento.

Este rasgo es tan radical en el texto que hasta muestra el medio desde sus accidentes y problemas: al parecer la “Remington” de 1920 carecía del signo de exclamación, y para escribirlo debían entonces primero apretar el apóstrofe, luego la tecla de retroceso, y por último la tecla de un punto. También el autor escribe “obrigado” con un equívoco evidente y que al parecer fue muy propio del uso acelerado, veloz, de la máquina que impedía fijarse bien en lo que se escribía. En el poema, según la interpretación de Gallo, la conmoción de la que habla Andrade empieza porque se le olvidó pegarle a la tecla en retroceso y así termina con dos símbolos independientes: el apóstrofe que “cuelga como una lágrima” (una “lagrima mecánica” al no haber llanto, tal como dice después) y el punto (“un punto final después de la lagrima”). Para Gallo, este procedimiento de la máquina de escribir requería “tanto que su operador ensamblara las palabras a partir de letras individuales como que formara caracteres nuevos a partir de las teclas disponibles”, es decir, con ello se daba una “verdadera taylorización del lenguaje” (122); también con ello se confirma la transformación de la letra en dígito, menos relacionada al significado o referente que al número en su condición de elemento operativo, con lo cual nos introduce mejor en eso que el famoso teórico Vilem Flusser trataba de explicarnos en uno de los ensayos al libro Filosofía del diseño para entender por qué el chasquido del instrumento se adaptaba más a la mecanización de estos tiempos que el mero deslizamiento continuo de la escritura a mano. La razón era obvia para él: como el mundo se ha ido volviendo cada vez más cuantificable, las letras necesitaban parecerse lo más posible a los números para sobrevivir a ese cambio.

La Remington es una de las primeras compañías que estandarizó la máquina al proponer el teclado QWERTY y ofrecer usar por primera vez las mayúsculas y minúsculas, aunque solo a comienzos del siglo XX, con su modelo número 10, es que le ofrece al escritor la garantía de ver las letras. Por su uso solo extensivo a secretarios y secretarias, donde la fetichización de la escritura a mano empezó a ser recurrente por parte de los grandes letrados, quienes seguirán usando la escritura a mano, no deja de ser un elemento provocador hablar de ella, y darle el rol que Andrade le da en este texto maravilloso.

Puesta en escena del acto de escribir en máquina, acto autorreferencial de su escritura mecánica: también en estas referencias del poema que vengo comentando se hace evidente la experiencia teatralizada del sujeto escribiente, gracias a lo cual se abre una posibilidad de escribir distinta, un lenguaje literario discontinuo, desobediente a la gramática y la ortografía, a la tipografía, que ya estaba ensayándose de forma incipiente en Vidales, y más audaz en Oquendo de Amat. El gesto tendrá múltiples resonancias y sobrevivencias que habrá que investigar con cuidado en la literatura producida en eso tan abstracto y complicado que llamamos como América Latina. Lo importante, a mi modo de ver, es ir viendo las posibilidades creativas que se abren con ese instrumento en algunos casos significativos. Propongo entonces seguir comentando algunos ejemplos, siguiendo cierta línea cronológica y algunos cambios del medio mismo.

 

III

Aunque podría parecer algo osado vincular el proyecto de Julio Cortázar de una anti-novela, o contra-novela, que buscaba cuestionar los presupuestos literarios de toda una tradición, con las prácticas escritas que se abren con la máquina, bien podríamos considerar una zona de influencia de ella tanto de manera indirecta, a través de algunos autores de la vanguardia que leyó y que pensaron el medio, como de manera directa, con la propia experiencia que tuvo con el instrumento; no en balde Saúl Yuerkiviech lo describía como una “máquina de escribir”, por no citar las múltiples referencias que hay en sus cuentos o cartas del aparato que tanto utilizó. Sobre este último aspecto, podemos ver cómo entra en escena de nuevo la marca Remington, que para esos años casualmente también la usaba Juan Rulfo para escribir su Pedro Páramo (1955). Una Remington ahora más elaborada y eléctrica que proveía además una mayor aceleración, y por ende descontrol. Por eso quisiera detenerme brevemente en ello, por más insignificante que pudiera resultarnos su influencia en el proyecto que buscaba el autor argentino, el cual tenía la aspiración de volverse “contra lo verbal desde el verbo mismo”, siguiendo lo que propone tiempo atrás en su “Teoría del túnel” (119).

Ya sabemos que, después de la década de los cincuenta, la máquina de escribir viene siendo usada de forma regular en escuelas, oficinas, instituciones privadas y públicas. Hay manuales de enseñanza diferentes, y ahora se viene imponiendo un modelo distinto, el modelo eléctrico o electrónico donde se elimina la conexión directa entre las teclas y el dispositivo que estampaba sobre el papel el tipo. También en algunos casos se reemplaza las barras por una bola y más tarde por lo que se llamaría un “mecanismo de margarita” que elimina los atascos, una de las grandes pesadillas de los escritores y escribientes mecánicos o mecanizados. Gracias a ello el sonido se disminuye y se acelera los tiempos de la impresión con cartuchos fáciles de sustituir. Este modelo se nos aparece en Cortázar en una carta a su amigo Jonquières, fechada en París el 9 de julio de 1954, casi una década antes de escribir Rayuela. Allí dice varias cosas que quisiera considerar con cuidado:

Aprovecho un alto en los trabajos de la Unesco para lanzarme al galope en esa máquina eléctrica que me han dado y que es una verdadera maravilla, al punto que ya casi hace sola los informes y programas y presupuestos de la benemérita organización. Apenas hay que rozar las teclas y ya salen los tipos disparados, y además al llegar al final aprietas una tecla y el carro vuelve solo al comienzo y además marca el espacio, por lo cual yo empiezo a creer que uno debería irse a su casa y dejarla trabajar sola. Pero a lo mejor se les ocurre a los de la contaduría pagarle a la máquina y no a mí, lo cual tendería a ser nefasto. Ya estarás advirtiendo cómo esta carta asume un tono casi oral, y eso se debe solamente a la velocidad con que te estoy escribiendo. (230).

La fascinación por el instrumento lo lleva a recurrir a metáforas de velocidad, tan afín a la fetichización de la tecnología, y así habla de “lanzarse al galope”, gracias por cierto al haber suspendido su labor en el trabajo; como correlato de esta liberación, está también el hecho de asumir un “tono casi oral”, muy propio de su estilo literario. Esto es posible por la velocidad de la escritura con la máquina eléctrica, pues se reduce el lapso entre el pensamiento y la enunciación por escrito. De ahí que en esa misma carta incurra más tarde en errores, como “embajadotrabajos”, ya que “los peores juegos de palabras pueden nacer del pobre ingenio de una máquina de escribir” (230); de hecho, en esas mismas cartas inventa palabras y juega con la tipografía, antecediéndose a muchos de los experimentos que mostrará en Rayuela, incluso en la creación de su “Glíglico”. Dejarse llevar por la máquina es suspender toda voluntad consciente de sentido, pareciera decirnos, y supeditarse a las maniobras y atributos de los que goza la tecnología; acercarse así de nuevo a la aspiración que tuvieron sus admirados surrealistas de trabajar la escritura automática. Dejarse llevar por el juego de las teclas es perderse, entrar en otra zona, en otra región. “El inconveniente de escribir a máquina es que uno pierde el hilo”, señalaba Kafka en una de sus cartas a Felice (44). En El diario de Andrés Fava de Cortázar habla de escribir a “vuelamáquina”, lo que muestra que ya estaba determinada por “la sumisión total a la mecánica” que lo lleva entonces a “deshacer la horizontalidad sucesiva”. (54). Es muy tentador citar otros casos de la obra cortaziana donde vemos cómo va trabajando esta línea, desde su famoso cuento “Las Babas del Diablo”, pasando por otros textos. Lo que me interesa es ver esta dimensión de su uso, propiciada en cierta medida por algunos cambios técnicos que quizás nos puedan ayudar a entender mejor su propuesta de una anti-novela que precisamente buscaba ir más allá del texto mismo. ¿Acaso no nos permite pensar esa escritura veloz, automática y anti-literaria algunos de los postulados que trata de promover en su “Teoría del Túnel” o en las reflexiones del mismo Morelli en Rayuela?

Todavía sin embargo la anti-novela o contra-novela de Cortázar, como la obra de Andrade, seguirá circunscrita a ciertos moldes propios del espacio literario, a su soporte tradicional que es el libro, sin dejar por supuesto de considerar el carácter circunstancial que sigue desempeñando la máquina de escribir en este proyecto, por más que Cortázar apueste y logre con otros experimentos posteriores trabajar en esa zona liminar que cuestiona las categorías autonómicas ya con tecnologías diferentes: pienso en el Libro de Manuel, La vuelta al día en ochenta mundos o Fantomas contra los vampiros multinacionales, por solo mencionar algunos trabajos que usan diversos formatos y medios.

Por suerte durante estas décadas aparecerán otras tentativas más arriesgadas con el medio donde lo inespecífico va cobrando mayor valor. Podemos en ese sentido hablar de cómo en 1964 en la galería Atrium con el Popcreto, Augusto de Campos, Waldemar Cordeiro, entre otros, usarán la máquina de escribir como instrumento musical, algo que ya venían dándose con artistas europeos y norteamericanos, y por muchos conceptualistas latinoamericanos; es verdad que los vanguardistas antropófagos se valieron del medio en sus revistas y manifiestos, pero no se atrevieron a ir más allá de la propuesta de Andrade. De igual modo, Roberto Jacoby en Experiencia 68, una de las últimas muestras del Di Tella, utiliza el teletipo conectado a la agencia France Press que parecía a una máquina de escribir. Por otro lado, el escritor y artista argentino Leandro Katz en Nueva York con la obra Lunar Typewriter (1978) recurre a un invento singular: se vale de la máquina, pero sustituye las teclas por figuras redondas para mostrar, en vez de letras, las fases de la luna.

Los casos son abundantes y se insertan además dentro de un momento que algunos críticos, como Rosalind Krauss, han considerado como el de una crisis dentro del arte contemporáneo de la especificidad del medio artístico mismo (hablo de los textos A Voyage in the North Sea y Under Blue Cup). Por otro lado, si bien es indudable este marco histórico para entender lo que estaba sucediendo con estas apuestas, tampoco habría que olvidar otros posibles antecedentes, algunos de ellos acaso soterrados o indirectos. A este respecto podríamos hablar de incursiones con la impresión que antecedieron a la máquina de escribir, como aquellos que se dieron en el siglo XIX. Aunque las categorías de arte o literatura no eran parte de las líneas con las que algunos escritores trabajaron en el pasado, es bueno recordar por ejemplo el proyecto del venezolano Tulio Febres Cordero quien en su imprenta desarrolló lo que llamó para ese entonces como “imagotipia” (1885), una técnica de impresión que buscaba reproducir imágenes con los tipos del aparato de la imprenta, es decir, con los caracteres.

Primer imagotipo de Bolívar, de Tulio Febres Cordero.

Primer imagotipo de Bolívar, de Tulio Febres Cordero.

 

Por otro lado, podríamos hablar del mismo Simón Rodríguez quien en Sociedades Americanas proponía una escritura que se acercara más a lo visual, aunque su proyecto solo se valió de juegos con la tipografía y la distribución en el espacio. Si bien, como dije, no trabajaron con el instrumento propiamente dicho, sí se valieron de formas heterogéneas para lidiar con los caracteres, los tipos, elementos que después serán usados por la máquina de escribir, abriendo una relación que será muy usada por estas nuevas formas de escritura expandida que mezcla letra e imagen, dibujo, pintura y texto escrito.

Mucho tiempo después empezamos a ver otras prácticas con la máquina de escribir, que también van rompiendo los moldes entre géneros, disciplinas y medios literarios. Vuelvo entonces al siglo XX para tomar en cuenta a los mismos concretistas brasileños, quienes empezaban desde los cincuenta a trabajar con la estandarización del espaciamiento de la página y el estilo de la escritura que proveía dicho instrumento. De hecho, el libro poetamenos (1953) de Augusto de Campos se dio inicialmente en una máquina de escribir con cinta de colores; al parecer en la exposición REVER se puede ver todavía un facsímil  de “lygia dedos” instalada en SESC Pompeia. Con ello se abría así de forma más evidente un espacio entre arte conceptual y literatura hasta ahora inexplorado, salvo algunas dignas excepciones que se fueron dando en otras partes de Latinoamérica. Sin duda es posible citar muchos gestos, ejemplos, pues las búsquedas fueron variadas, apareciendo en diferentes contextos. Lo importante, por ahora, es considerar algunos modelos como posibles paradigmas de estas transformaciones.

 

V

Uno de estos ejemplos lo veríamos en una obra peculiar del poeta venezolano Rafael Cadenas. En el Número 58 de la Revista Cal de 1966 publica lo que llama Dibujos a Máquina, luego editado con el mismo título en el 2012. Allí vemos cómo trabajó con dos registros: por un lado, la escritura alfabética, y, por otro lado, el dibujo mismo, ambos creados con la tipografía a máquina. A decir de Luis Miguel Isava, se trata de un trabajo que sigue una “pulsión visualizante” que busca un punto intermedio entre la “representación de objetos a través de textos” y la “patentización de las formas de las letras y sus disposiciones textuales” (7).

Dibujos a máquina (Rafael Cadenas)

Dibujos a máquina (Rafael Cadenas)

 

De nuevo, en esta obra se amplía y replantea la dimensión performática que habíamos visto en Mario de Andrade al disolverse el plano referencial en la representación visual y abrir otras cadenas de relaciones entre lo escrito y lo dibujado con las mismas letras tipográficas de la máquina, con sus dígitos e instrumentos. En otras palabras, ya no interesa la auto-referencialidad del acto de escritura a máquina, sino ahora las posibilidades visuales de su tipografía que rompe radicalmente la distribución espacial de la página escrita. Cadenas relaciona un enunciado breve a partir de una acción concreta (caminar, pararse, enrollarse, descansar) con la imagen que procura la disposición y combinación de algunas letras. Por ejemplo, debajo de la proposición “me asombro” coloca la “O”, o cuando señala la acción de escribir (“escribo”) pone la “G”, que precisamente genera la impresión de un cuerpo doblado tecleando en una máquina de escribir. Por supuesto que las relaciones no necesariamente son simétricas, sino que se despliegan en distintas formas de vínculo e interpretación, diferentes eventos fuera de la jerarquía hermenéutica del sentido alfabético propio de la linealidad escrita, de su horizontalidad. El lector así se encuentra en cada página con un nuevo reto de coexistencia, de conexión, que entraña una experiencia diferente.

También el mexicano Ulises Carrión con su libro facsimilar publicado en los setenta titulado Poesías (1971) busca valerse de la máquina para generar otra relación entre mano, dígito, letra, página y máquina. Escrito enteramente con el aparato mecánico, salvo los signos de puntuación en los que usó la mano, repiensa el género de la poesía, socavándolo hasta su propia disolución con juegos intertextuales y plagios deliberados. Uno de sus textos reproduce el ruido de la máquina de escribir en el formato escrito, queriendo representar el sonido de su tecleo con la visualización sonora que reproduce la sílaba “ta”. Juega así con ese estruendo disonante y repetitivo para reproducir el efecto de la tecla en el papel, y sobre todo su cadencia mecánica, ese repiqueteo tan característico que produce el aparato a lo largo del ejercicio escritural, incluso cuando termina y se torna la palanca espaciadora para seguir en el siguiente reglón. Pero no satisfecho con ello, el autor mexicano trabajó junto con su amigo y artista Felipe Ehrenberg en ediciones artesanales, rústicas, de libros hechos en papel bond, maché o cartón donde combinaban la escritura manual con la escritura a máquina junto a fotografías y dibujos, tal como se hizo con la editorial que fundó llamada Beu Geste Press. Al igual que Cadenas y los concretistas, su búsqueda replantea y subvierte no solo la dimensión de la escritura alfabética (su linealidad, su gramaticalidad), sino el mismo libro como objeto literario, como artefacto cerrado, autónomo, algo que venía ya trabajando desde su autoexilio en Europa y su separación de las obras literarias más textuales que realizó en México:

Poesías (Ulises Carrión, 1972)

Poesías (Ulises Carrión, 1972)

 

Quizás el más osado experimentador de estas posibilidades técnicas sea el gran poeta Glauco Mattoso, quien entre 1977 y 1980 editó su famoso Jornal Dobrabil en el que propone un uso parecido a lo que luego algunos han dado en llamar “dactyloart”. En él reproduce el formato del periódico con versos y poemas escritos a máquina de escribir. Con ese gesto no solo rompe con el soporte tradición del libro, sino que juega con una intermedialidad que entrelaza imagen y escritura, el formato de la prensa con el de la poesía. Su proyecto inicial fue enviar mensualmente durante cinco años en los correos de lectores anónimos, una página de papel A4 mecanografiada, xerocopiada, doblada por la mitad y que estuviese intervenida por sus trabajos; trabajos que consistían en citas apócrifas, plagios y reescrituras. La idea es que pudiese fotocopiarse en forma de panfleto y reproducirse así de diversas maneras. Buscaba a la vez en una época de dictadura en Brasil emular en forma de parodia el formato de la prensa masiva representada por el periódico Jornal do Brasil. La primera edición en libro la hizo en 1981; luego, en el 2001, recogió de nuevo todos sus textos bajo el auspicio de la editorial Iluminuras.

Glauco es ciego y su verdadero nombre es Pedro José Ferreira da Silva. Usa el seudónimo para precisamente jugar con la enfermedad que padece, el glaucoma, que lo llevó a la ceguera, y esta particularidad es relevante por dos cosas. Primero, porque es bueno recordar que la máquina de escribir empezó siendo una tecnología para que los ciegos pudieran escribir; y, segundo, porque hay una dinámica importante en esta obra entre visibilidad e invisibilidad (o ceguera), con respecto al manejo de los hechos y las noticias en un momento donde había un aparato represor que fomentaba la censura, la desinformación y ciertos valores patriarcales conservadores. Por otro lado, y como el autor mismo declara en más de una ocasión, es el concretismo una de sus fuentes, de modo que sigue una tradición experimental importante, que a su vez había considerado el instrumento en algunas de sus tentativas, tal como mencioné antes. Lo interesante es que este uso paródico del movimiento está inscrito en una situación determinada: la dictadura brasilera donde estaba el autor cuestionando su sexualidad y sufriendo de una enfermedad significativa. El valerse de la máquina de escribir Olivetti de otro modo le permitió además escribir casi de forma artesanal, inscribiéndose por lo demás en la nueva poesía de su momento llamada geração mimeógrafo, con una precisión a prueba de balas. El autor mismo en el texto “Uma Odisséia no meio espacio” que incluye al final de la edición del 2001, revela la lógica misma de su operación con el aparato (el “medio espacio”). Allí reflexiona sobre las condiciones materiales de escritura de ese momento, y de esta forma nos explica cómo, para un período en los que los ordenadores ya se venían usando en las grandes empresas e instituciones, era muy difícil valerse del instrumento con fines creativos. La dactilografía artística, como dice, era apenas un simple apéndice. Nadie la trabajaba. Curiosamente propone lo que él  mismo  llama “trico e coche iconográfico” para su apuesta de escritura de “pintado y bordado”, es decir, fundiendo usos mecánicos con usos artesanales.

En este texto reflexiona con cuidado sobre el uso de la máquina de escribir. Si la Remington no era precisa en la distancia entre las letras, la Olivetti sí, y con ella pudo trabajar precisamente a partir de un entre-lugar que se abría en la distancia que separaba los dígitos del aparato, desprogramando los protocolos de escritura que piden el uso estandarizado del mismo. Además, rompe la direccionalidad misma de la escritura alfabética operando en tres planos: el horizontal bajo este lugar medio; el vertical, con los usos del espaciamiento; y el diagonal, con una combinación de la línea y este espacio medio en blanco. De igual modo, el autor incorpora en la obra una dimensión sexual, abyecta, muy explícita, sobre todo en la portada del libro en su versión final, en el que aparecen imágenes de escenas homo-eróticas en un excusado que lucen entre sádicas y masoquistas, entre provocadoras y sensacionalistas, con un grado de violencia subversivo que busca sorprender a cualquier incauto lector. Detrás de ello, está por supuesto la intención de revertir la cultura higiénica y puritana de una dictadura que se vendía como progreso social, tal como lo señala Mario Cámara al explicar que Mattoso “con su sátira excrementicia, iluminó y adjetivó aquella modernización autoritaria desde la cloaca y el baño” (Cuerpos paganos, 29). Hasta en esto la máquina pareciera tener algún rol remoto, más indirecto ciertamente, si consideramos que su ejercicio mecánico introdujo, según Friedrich Kittler, “la desaxualización de la escritura, sacrificando su metafísica y convirtiéndola en procesamiento de textos” (Gramophone, Film, Typewriter, 187). Recordemos que antes de su aparición, la escritura era casi un monopolio de hombres y que la pluma llegó hasta masculinizarse en términos simbólicos; de hecho, para el psicoanálisis era un símbolo fálico: “Una metáfora omnipresente vinculó a la mujer con la blanca página de la naturaleza o de la virginidad en la que la verdadera pluma del hombre podía inscribir la gloria de su firma”, explica Kittler (186). También, según el crítico alemán, por un tiempo al género femenino se le relacionó con la labor artesanal de la producción de tejido, mientras al género opuesto se le relacionaba más bien con la labor intelectual de producción de textos. Mattoso pareciera así extremar y pervertir más lo que ya había logrado el trabajo industrial de la máquina: al reintroducir su uso la labor artesanal (femenina) termina de des-masculinizar más los resabios binarios que todavía podían quedar de la división de géneros. También extrema ese gesto homo-erótico que realizó el mismo Mario de Andrade, al enamorarse de su propia máquina de escribir que llamó “Manuela” en homenaje a su amigo, el poeta Manuel Bandeiras.

De esta manera la máquina no solo se hace presente en el uso peculiar que desarrolla sus textos visuales, trabajando el “medio espacio” de la misma, sino también en la simbología que busca enmarcar en su trabajo como un posicionamiento crítico frente a una tradición autoritaria que se vivía en Brasil. Una se da de forma directa y material, la otra de forma indirecta y acaso inconsciente o espectral. Con ello, el autor reproduce y extrema las posibilidades abiertas por Mario de Andrade que luego fueron seguidas por Cadenas, Ulises Carrión y tantos otros. El aparato deja así de ser un mero instrumento y pasa a convertirse en un artefacto cultural que sirve para pensar otros horizontes de la escritura, de la creación y de la literatura misma.

Nota 4

 

Hasta aquí llegamos entonces con un período de amplio dominio de la máquina en el que las apuestas creativas salían del texto mismo para romper las convenciones de una escritura mecanizada que era parte del sistema social y cultural de la época, a diferencia del tiempo de los vanguardistas donde era todavía un oficio mal visto, practicado por secretarias con salarios bajo y la mayoría de los casos maltratadas. Queda ver ahora lo que sucede a partir de los ochenta cuando cambian algunos actores importantes, producto del computador personal. Me detengo brevemente solo a comentar algunas líneas.

 

VI

Ya con la aparición del computador personal en las últimas décadas del siglo XX las relaciones entre la máquina de escribir y otras formas de literatura expandida van a cambiar por razones tan amplias que nos obligaría a extendernos más en esta reflexión. Basta sin embargo destacar someramente tres líneas para tener claros el nuevo escenario. Primero, dentro de ciertas regiones de la literatura, la máquina volverá a reaparecer algunas veces como fetiche fantasmático (Alejandra Costamagna El sistema del tacto o Nona Fernández en Chilean electric), otras veces como experimentación: pienso sobre todo en algunos textos de Mario Bellatin como Retrato de Mussollini en familia de 2016. Después veremos ya una consolidación de las formas de arte que se valen del medio, tal como vemos en trabajos de Rivane Neuenschwander, Felipe García y tantos otros. Por último, habrá una suerte de espectacularización del medio en formas de entretenimiento poco convencionales: por un lado, los Jammings poéticos iniciados por Adrián Haidukowski que, si bien han privilegiado el computador, no dejan de darse en ciertas ocasiones con máquinas de escribir; por otro lado, en concursos televisados como el creado por el publicista peruano Christopher Vásquez junto a su pareja Angie Silva llamado Lucha libro o el llamado Letring Catch y muchas otras modalidades de Slam de escritura en vivo. También hay prácticas que siguen el modelo de la “poetógrafa” en la iniciativa ideada por el catalán Jo Graell de la Expenduría poética donde los escritores, a pedido de los clientes, realizan en directo trabajos poéticos con el aparato, sin obviar el local Cal Robert en donde también los consumidores de alguna bebida ofrecen unas palabras para que alguna poeta las convierta en poesía y que será imitado en algunos lugares de América Latina. Cabe mencionar, desde una dimensión menos sensacionalista y más social, el trabajo de la artista brasileña Tatiana Schunk, quien sale a las calles de Sao Paulo a recopilar historias de la gente y tiene un performance en el que transcribe las historias personales de la gente común

Desde estos horizontes se desarrollarán otros usos y apropiaciones del medio con la escritura, acaso más solidificados, más especializados también. En cualquier caso, basta destacar las propuestas revisadas hasta ahora para dar cuenta de una apertura a otras formas de escritura literaria propiciadas por nuevos usos del medio. Hablamos así de una modalidad de lo inespecífico que sutura y corroe el espacio literario no solo desde las posibilidades de su lenguaje y escritura, sino desde sus propios soportes, cada vez más problematizados. Hablamos de una  escritura “fuera de sí, porque demuestra una literatura que parece proponerse para sí funciones extrínsecas al propio campo disciplinario”, tomando las palabras de Florencia Garramuño en Mundos en común: ensayos sobre la inespecificidad en el arte (45). Hablamos de un textualidad desterritorializada que rompe las conexiones del marco escritural, abriéndose a otras relaciones con sus formatos y medios. Las producciones se abren así a lo amorfo, a lo indefinido, contestando la noción de límite como contención, represión, delimitación, caracterización, acercándose no solo al arte, sino a otros lugares, espacios, formatos. La máquina permite otros usos de la escritura extravagantes a partir de los cuales se rebelan los escritores y artistas mencionados sobre las economías de la representación escrita, sobre sus usos estandarizados, cada vez más orgánicos. Es curioso que Marshall Mcluham –tan criticado por su visión determinista de la tecnología– valorara, al hablar del medio, estos usos potenciales desde la creación, destacando precisamente su performatividad. “El poeta, sentado ante su máquina de escribir al estilo del músico de jazz, tiene una experiencia de la escritura como actuación”, señala (269). Al disponer así de los recursos de la imprenta, el escritor logra tener una mayor libertad y por eso se vale de una especie de “megafonía utilizable en el acto” que le permite “gritar, susurrar o silbar y hacer divertidos guiños tipográficos” (269). El instrumento lo acerca así a la “coloquial libertad del mundo del jazz y del ragtime”, estableciendo una fuerte relación entre “la escritura, el discurso y la publicación” (270), algo que ya había previsto el poeta E.E. Cummings. Estas tentativas permiten avanzar en la lógica post-medial de lo inespecífico, al seguir la “promesa de la música electrónica, en cuanto comprime o unifica las diversas tareas de la composición y publicación poética” (272).

No se trata de simples caprichos de autores extraños. En sus exploraciones estaba una necesidad de redimir el instrumento, y la escritura misma, de ciertas prácticas convencionales que la vaciaban de sentido. Tomemos en cuenta que con la estandarización de la máquina ya desde inicios del siglo XX, se convierte también en un dispositivo que sirve para modelar, dirigir, encauzar, regular, sedimentar, unos usos del lenguaje, unos protocolos propios de la escritura profesional, siguiendo las lógicas de la burocracia moderna y del capitalismo industrial y financiero; no en balde el mismo Mcluhan destacaba cómo su uso logró fijar mejor las reglas de la ortografía y la gramática. También esta sedimentación sirvió para reproducir las convenciones en el uso de la página y de la tipografía de la linealidad alfabética, custodiando a su vez la especificidad de ciertas escrituras y con ello de ciertos saberes, sin obviar cómo se impuso también una economía corporal en la distribución de los cuerpos, de sus movimientos, que no solo determinaron el trabajo formal, sino el mismo trabajo intelectual.

En este periplo que se da en el siglo XX podemos ver dos posicionamientos, correspondiendo a dos momentos históricos distintos en el uso del medio. Si en el caso de las vanguardias la escritura se vale de la presencia de la máquina para romper los privilegios que todavía tenía la escritura letrada de la mano y sus jerarquías culturales, a partir de los treinta, cuando ya es común el uso de la máquina en todos los sectores de la población, los escritores proponen otros usos del aparato sobre la página, otras formas de interactuar con él que extreman las propuestas iniciales. Podríamos decir entonces que estas tentativas emancipan la máquina de la escritura formal, y de su auratización correspondiente. Con ello se rebelan los autores vistos hasta ahora, quienes, para seguir con una idea que introduje al comienzo de este escrito de Simón Rodríguez, reproducen secretamente su utopía de pintar las palabras.

Para terminar, quisiera volver a los años ochenta del siglo XX, cerca de la hegemonía del computador personal, y detenerme en el poema visual llamado precisamente “Poema” de la revista Zero à esquerda. El trabajo de Lenora de Barros fue escrito justo en el año 1980 en colaboración con la artista Fabiana de Barros, quien tomó las fotos, y publicado un año después. Como se puede evidenciar, es un claro ejemplo de la relación del instrumento con la palabra literaria, o con cierto mito relacionado con ella. Allí vemos seis fotogramas dispuestos verticalmente como en secuencia. Primero vemos una boca abierta femenina que muestra su lengua, luego aparece el órgano lamiendo el teclado de una máquina, posteriormente lo hace con las mismas teclas. Ya en la siguiente foto aparece la misma escena desde un ángulo más cercano y con gestos más violentos, y, al final, en las dos últimas, el instrumento pareciera absorber el órgano humano terminado al final de devorarlo.

"Poema", de la revista Zero à esquerda, 1981

«Poema», de la revista Zero à esquerda, 1981

El poema, según Renan Nuernberger, pareciera definir una poética del acto creador, una poética que se desarrolla precisamente en la era donde la máquina de escribir había monopolizado la escritura; la fecha de su publicación no es casual: ya a partir de los ochenta es cuando aparece el computador personal. El texto da cuenta así de cómo este proceso creativo empezó en la boca, lugar de la voz, para terminar siendo absorbido por el mismo aparato, lugar mecánico por excelencia. En ese sentido devela las complicadas relaciones que siempre han existido entre la lengua, como órgano natural que pronuncia la palabra en el aire, y su choque con la máquina, medio técnico representativo de la modernidad. La palabra hablada como región por cierto de gestación del verbo, de la creación, es decir, donde se perpetúa el dominio de lo oral, cercano según este imaginario al cuerpo, ahora tiene que pasar por un mecanismo intruso, automático, frío. La escenificación de la violencia de esa mediación tecnológica –de una batalla que se da entre la lengua y el instrumento, diría el crítico Omar Khouri (Leonora de Barros: uma produtora de linguagem, 43) –, se construye con la idea de una corporalidad engullida, tragada, absorbida, que pareciera así quitar el habla, robarla. Contacto que empieza, como sugiere el mismo Nuernberger, como escena erótica (la primera foto es de unos labios pintados que se abren al espectador en forma de beso) y termina entonces como violencia devoradora, como acto antropofágico, en este caso revertido: no es el cuerpo el que come, sino es el instrumento mismo, el cual ocupa por cierto la mirada del observador en la primera imagen. La boca abierta mostrando la lengua, adquiere entonces una significación doble: es tanto el ejercicio de dar un beso lascivo y abierto, como el acto de tragar algo concreto. Entrega y al mismo tiempo disolución: amor y alquimia del proceso creador.

Por último, y ya para cerrar, no vemos aquí un uso de la máquina desde la escritura, tal como presenciamos en Cadenas o Mattoso, sino una representación del medio mismo a nivel visual. La escritura alfabética, por otro lado, es llevada a su mínima expresión con la palabra del título que se ve junto con el recuadro final de forma pequeña, colateral. La utopía de una república donde se pudieran pintar las palabras, como ansiaba Simón Rodríguez, queda subsumida en la imagen fotográfica que a su vez se traga el origen, el arkhé, de lo que cierta tradición de la escritura considera las fuentes del idioma. Pero al final, y como sale en la última imagen, se da el poema, proceso de deglución y transformación de la palabra realizado por el famoso invento patentado por Scholes, cuna y engendro de la obra inespecífica.