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Retratos de un travestismo en dictadura. «La manzana de Adán» de Paz Errázuriz y Claudia Donoso

Por: Andrea Zambrano

Imagen: Evelyn, Santiago de Chile, de la serie «La manzana de Adán», 1987. Paz Errázuriz


En el marco del seminario «Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” dictado por Mario Cámara, Andrea Zambrano indaga en la imagen que proyecta la lente de la cámara de Paz Errázuriz y Claudia Donoso al capturar los cuerpos de las travestis Evelyn y Pilar, desafiantes y contestatarias al gobierno militar y autoritario de Augusto Pinochet. «La manzana de Adán» devela las sombras que aplicó el sistema sobre esos cuerpos para ocultarlos al resto de la sociedad, valiéndose de todos los recursos a su alcance, como también sobre las sombras que los cuerpos proyectan sobre sí mismos, en cada pliegue, en cada irregularidad y en cada herida.


Tú sabes que en Chile todos los apellidos son paternos, hasta el de la madre lleva esa mancha de descendencia. Por lo mismo desempolvé mi segundo apellido: Lemebel…

el Lemebel es un gesto de alianza con lo femenino, inscribir un apellido materno, reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti.

Me dejaron una cuerda y la mitad de la laringe. Tenía voz de ultratumba. Me sacaron también la manzana de Adán, el sueño de toda travesti.

Pedro Lemebel

Una mujer posa sensualmente sobre la cama de una habitación empapelada con motivos vintage. Al fondo, un espejo refleja la actitud reveladora de un cuerpo que, con un dejo de movilidad desafiante, parece presumir la posibilidad de retratarse. Como recreando —y revirtiendo a la vez— a la Venus del Espejo de Velásquez, Evelyn, travesti del burdel La Palmera de un Santiago bajo la dictadura, se deja perseguir por un lente que la captura en distintos momentos del día: en las dedicadas jornadas de maquillaje en las que transforma su rostro; junto a Mercedes, su madre, quien decidió vivir en el burdel junto a sus hijxs después de haber sido rechazada de los barrios de clase media en donde trabajaba; o mirando a la cámara con un almanaque erótico al fondo.

2Imagen disponible en: http://www.pazerrazuriz.com/la-manzana-de-adan/tzecmwk3hu84u2i79mk7l61hy09r3u
3 (1)Imagen disponible en: https://revistazum.com.br/revista-zum-13/busca-o-meu-rosto/
1Imagen disponible en: https://revistazum.com.br/revista-zum-13/busca-o-meu-rosto/

Durante 1983 y 1987, la fotógrafa chilena Paz Errázuriz documentó la rutina de travestis que, como Evelyn, hicieron vida en prostíbulos clandestinos de las ciudades de Talca y Santiago de Chile durante la dictadura. En un trabajo en conjunto con la escritora peruana Claudia Donoso, Errázuriz se dio a la tarea de capturar la transfiguración de los cuerpos con los que convivió durante este tiempo, constituidos como identidades que desafiaron—a través de una existencia clandestina, marginada e ignorada— a un régimen autoritario abiertamente intolerante a las sexualidades otras.

Paz Errázuriz formó una parte activa de un grupo de artistas,entre los que se destacan nombres como Pedro Lemebel, Raúl Zurita, Lotty Rosenfeld y Dialmela Eltit, que, en su esfuerzo por ofrecer una lectura posible de un país sumergido en el autoritarismo de la década de los setenta, indagaron en lo que la teórica Nelly Richards denominaría “estética de los márgenes”: un conjunto de obras, eventos, exposiciones o autores nacionales de la época que, al ofrecer discusiones y posiciones alternativas al orden y a la opresión imperante, decidieron situarse “al margen”. Así, lo que se conoció como la Escena de Avanzada Chilena, enmarcada entre el último tramo de la dictadura de Pinochet y los primeros años de la concertación democrática, planteó como objetivo adentrarse en los sectores sociales y sexualmente periféricos, no solo para visibilizar al sujeto bajo represión, sino —sobre todo—para encontrar en  este una identificación que permitiese afianzar la propuesta de un arte-vida,  y que logre desafiar la ruptura sujeto-objeto imperante en el arte canónico y tradicional del momento (WalesckaPino-ojeda, p. 39).

Fue así como La manzana de Adán, trabajo publicado en 1990, se propuso dejar de lado la mirada antropológica para erigir, a través del retrato y el testimonio, un lenguaje de la cotidianeidad que permitiese rastrear el abandono, la opresión, la existencia opacada y las voluntades oprimidas de numerosos cuerpos relegados al escenario de “lo otro”. Paz asegura que el hecho de haber permanecido en Chile durante la dictadura fue el resultado de una “decisión política”, y que adentrarse al mundo de la fotografía documental, y específicamente a la realidad de estos prostíbulos donde transitaron economías sexuales y relaciones sexo-diversas de bajo perfil, se constituyó como un ejercicio de empatía con el que se terminaría por afianzar su compromiso personal y profesional hacia un sector doblemente marginado: tanto por su condición social como por su decisión sexual.

TESTIMONIOS QUE [RE] CONSTRUYEN

La construcción de una crónica fotográfica —y testimonial a la vez— sobre las vidas de Evelyn y Pilar (dos hermanos prostitutos travestis que, junto a su madre, hicieron vida en diversos burdeles de Chile durante la dictadura) fue el resultado de la rutina y la cotidianeidad en las que Errázuriz y Donoso estuvieron inmersas durante los cinco años en los que se desarrolló su investigación.

El libro, que se publicó en su edición bilingüe en el año 1990, indaga en la marginalidad a la que estuvieron relegadas aquellas existencias, cuyas historias de persecución, humillación y destierro inician con el ascenso de la dictadura en 1973.

Para el golpe estábamos con Leila en Valparaíso y nos llevaron a todas en un barco que había arraigado en el puerto. Nos llevaron allá con los ojos vendados en una camioneta. Seis días estuve ahí amontonado, con los ojos en un hoyo. Lo primero que hicieron los milicos fue cortarnos el pelo, que nos arrancaban de raíz y después nos orinaban encima. Nos pegaron tanto (…) Éramos como treinta homosexuales arriba del barco (…) Mataron a varias para el golpe. A la Mariliz, que era bien bonita, igual a la Liz Taylor, la mataron (…)

(Pilar)

Por lo tanto, el año 1973 es el punto de partida de los relatos que las autoras recogen en forma de imagen y testimonio. Este es el año en el que, desde el poder, se agudiza la negación y persecución a las diversidades sexuales en lo profundo de la sociedad chilena, y en donde el travestismo, especialmente, pasaría a convertirse en la minoría sexual mayormente acorralada y ultrajada por el sector militar. El prostíbulo y la cárcel, Talca y Santiago, serían entonces los lugares por los que transitarían lxs actorxs de este libro, en búsqueda constante de una estabilidad que se tradujera en familia, hogar, ropa, pareja, identidad.

Yo dije ¿qué hago con los nervios? Era una de balaceras. Mejor me meto a trabajar de mozo, pensé, y me fui al barrio alto a una mansión fabulosa. Aprendí a servir la mesa con guantes blancos y a alternar con los ricos. Tenía dormitorio con televisión. Pero la pista estaba pesada porque seguían balaceando a los chiquillos. Junté plata y me fui a Calama y después me fui a Bolivia a la boite Maracaibo. A los pocos días me llegó carta en la que me contaban que habían asesinado a la Mariliz.

(Suzuki)

Gracias a una red de contactos con la prostitución chilena, Paz Errázuriz logró conocer, a principio de los ochenta, a Pilar y Evelyn, lxs hermanxs Paredes Sierra que pasarían a convertirse en los protagonistas de sus retratos. En el Burdel La Palmera de Santiago de Chile, un grupo minoritario de travestis convivía  en ese momento con prostitutas mujeres que, según el ulterior relato de Claudia Donoso, temían que se publicaran e identificaran sus rostros. De esta forma, el primer travesti retratadx por la chilena sería Evelyn (Leonardo Paredes Sierra), quien, a diferencia de la gran mayoría, se sintió especialmente halagadx frente al lente de Errázuriz.

Fue también en La Palmera donde, a su regreso de Canadá, Paz conocería a Pilar o Keko (Sergio Paredes Sierra), el “preferido” de su madre, Mercedes, según confesaría ella misma en posteriores conversaciones con Donoso:

Al Keko le gusta esto: la vida artística. El Keko es para la noche. Los dos son para la noche. El Leo se ve bien, pero el Keko se ve mejor. O sea yo tengo mi preferencia. Eso le duele al Leo. Y no me interesa.

Claudia Donoso se integró al proyecto con Errázuriz un año después en el prostíbulo La Jaula, ubicado en la ciudad de Talca. Paz había sido invitada por Pilar a asistir a la elección de “Miss Jaula 84”, y a partir de ese momento la rutina se abriría paso a lo interno del prostíbulo, materializándose en charlas de reconocimiento y horas de comidas compartidas junto a lxs travestis, antes de que la grabadora y la cámara fotográfica pudieran ser parte de la convivencia.

Mercedes, por su parte, quien para esa época se encontraba viviendo en La Jaula debido al rechazo que en su vecindario producía la apariencia de sus hijxs, se había integrado cariñosa y familiarmente con el resto de lxs travestis que hacían vida en el prostíbulo. En los testimonios resguardados en la grabadora de Donoso, Mercedes reveló la forma en que, años anteriores, terminaría por aceptar a Pilar y Evelyn:

Cuando los llevé al hospital para que me los revisaran, me dijeron que era por falla humana del papá. Cuando el Keko se vistió de mujer, casi lo acabé a palos. Pero no estoy disconforme: si Dios me los dio así, así será. Yo creo en Dios y le tengo terror. No me iba a poner a protestar y acepté porque vi que era cosa perdida. Me puse re popular yo: ‘Ahí viene la guatona de los maricones’ me gritaban en la calle. Cuesta adaptarse. Me vienen a avisar a las tres de la mañana: ‘Señora Mercedita, se llevaron al Leo’. Y yo salto a buscarlos a comisarías. Les llevo ropa de calle para que puedan devolverse a la casa. Hablo con el teniente, le explico, hablo con los pacos y se ríen de mí.

Las historias de hostigamiento y persecución por parte del Estado se extendieron durante los años de investigación que documentaron las autoras, siendo 1987 el punto final del registro. Esta fecha coincide con la visita del Papa Juan Pablo II a Chile, en donde las fuerzas represivas intentaron limpiar la ciudad para su llegada. Muchos de lxs travestis con quienes Donoso y Errázuriz cohabitaban afirmaron su preocupación por haber recibido amenazas de detención producto de la trascendencia moral de dicha visita.

A ese caballero no le creo nada. No me gusta el Papa; seguro que van a andar vigilando más que nunca. Capaz que se lleven media casa. La Chichi ya arrancó a Talca. Dejó todo empeñado para conseguir un poco de plata. No aguantó: la semana pasada estuvo dos meses presa.

(Mercedes)

Esta época coincide además con la muerte de Mercedes Sierra, quien falleció tiempo después con el anhelo de volver a ver a Keko, apresado años antes en Europa. Con este hecho, termina por deshacerse el grupo familiar Paredes Sierra y, a efectos de la obra, se daría por culminada la cronología de las narraciones.

IMAGEN Y ESCRITURA: UNA NARRACIÓN AMBIVALENTE

El registro documental que erigieron ambas autoras a partir de estas existencias da cuenta de un período cruel y convulso en la historia política chilena, a través del cual se desarrollaron las vidas de un cúmulo de identidades que coexistieron en una zona intervenida por la pobreza y la violencia. Sería precisamente este espacio de marginalidad el que Errázuriz y Donoso pretendieron narrar a través de la conjunción de dos herramientas documentales: la imagen y la escritura.

Así, La manzana de Adán no se constituye exclusivamente ni como un libro fotográfico ni como una obra de literatura. Textos e imágenes se entrelazan mediante la exploración visual y literaria, por un lado, y la observación cultural y política, por el otro, bajo un particular tono narrativo que logra mimetizarse con la temática de investigación. No existe pues una pretensión de análisis voyerista mediante la inmediatez de registros meramente informativos. Por el contrario, la entrevista, la crónica, el testimonio, el trabajo de campo, la convivencia y la rutina fueron los instrumentos de trabajo que las autoras emplearon durante los años en los que se desarrolló el registro.

La obra erigida por Errázuriz y Donoso transforma la idea de lo meramente literario para adentrarse en el terreno de lo ambiguo. Por un lado, se hace presente la intersección y el ensamblaje con la fotografía como expresión narrativa y, por el otro, se despliegan ambivalencias gramaticales en relación  con las identidades (masculina/femenina) exhibidas en los testimonios: a la vez que las nueces de Adán se asoman en los retratos, la identificación en ambos géneros (nosotras/nosotros, enamorada/enamorado) se expone en las confesiones registradas.

A Héctor lo conocí en un cumpleaños (…) Es la relación más duradera que he tenido y la más loca. En el primer tiempo yo estaba súper agarrado. Me acostumbré a él. No lo dejaba salir ni a la esquina. Ahora no me hago problema como antes, pero cuando me dejó creí que iba a morirme: estaba perdiendo algo que yo quería tanto y había luchado tanto por obtenerlo. Tocó que estuve presa un mes y él se encontró con una mujer (…) Cuando salí se había ido de la casa. Me traté de matar (…) Casi me morí cuando supe que andaba con una mujer. Después Héctor volvió.

(Evelyn)

FOTOGRAFÍA Y MEMORIA

La problemática de la fotografía en cuanto evidencia de lo real sería el tópico en el que Susan Sontag profundizaría sobre esta práctica artística a lo largo de su trayectoria investigativa. En relación con otros sistemas de representación visual, la escritora estadounidense le otorgaría al ejercicio fotográfico —como proceso óptico/químico— un carácter de instantaneidad y congelamiento de fragmentos espacio-temporales, que requieren de una reconstrucción contextual y humanizada junto con la memoria.

Si algo destacaría Sontag de la obra de Paz Errázuriz sería precisamente el componente realista que la chilena otorgó a sus retratos como resultado del diálogo, la complicidad, la divergencia y la tensión entre ambas realidades: la fotógrafa y lxs fotografiadxs. Serían esos momentos de negociación, esos acuerdos tácitos con una identidad “otra”, en donde se produciría ese pacto fotográfico del que son parte activa ambas entidades.

A favor de la idea de la fotografía como testimonio y registro (no invasivo) de la realidad se encuentra anclado el proyecto enarbolado por Errázuriz. Impregnar a los retratos de humanidad y dignidad solo es posible mediante la existencia de una alianza de complicidad entre la retratista y lxs retratadxs.

A pesar de que es difícil separar la fotografía del voyerismo implícito en ella -siempre parece que fuera una mirada a través de la cerradura de la puerta- prefiero pensar que se trata más bien de una mirada por la puerta trasera dentro de mi propia vida. Hacer lo invisible visible -al menos pretender que es así- es como seguir cuidadosamente una interminable hilera de pisadas, hurgando y guardando un mundo que es inefablemente mío[1].

Las viñetas autobiográficas que se desprenden de las imágenes plasmadas en La manzana de Adán fungen como espejo y como idioma alternativo para mostrar y leer, pero también denunciar, la subjetividad de un fragmento espacio-temporal, por un lado, y las huellas de una realidad, por el otro, retratadas bajo estado de sitio.

Tensión, diálogo y complicidad se constituyen entonces como las transacciones resultantes de la práctica retratista llevada a cabo  en el interior de estos prostíbulos. De allí que veamos juegos de luces, sombras y poses como resultado del acuerdo tácito entre ambas entidades. Por un lado: maquillajes, peinados y modelaje de lencería como parte de las jornadas de preparación para las noches, así como bailes, bebidas y fiestas para agasajar y entretener a los clientes. Por el otro: mesas de comida, charlas distendidas y quehaceres cotidianos que reflejan la intimidad colectiva vivida  en el aspecto íntimo de los burdeles.

Hacer una foto es muy atroz, muy agresivo, es muy valiente el acto de quien se deja fotografiar. Hay una cantidad de pactos silenciosos que tú no puedes traicionar (…) Podría decirse que mis fotografías tienen que ver con una mirada a ‘lo otro’, por ejemplo, espacios de una sociedad apartada de lo establecido. Mi trabajo no está separado ni es ajeno. Más bien comienza como buscando algo desconocido y termina siempre encontrando un espejo [2].

4Imagen disponible en: http://www.pazerrazuriz.com/la-manzana-de-adan/tzecmwk3hu84u2i79mk7l61hy09r3u

CONTRA LA ESTEREOTIPACIÓN VISUAL

Si para Sontag la naturaleza depredadora es innata al ejercicio retratista, para Didi Huberman la amenaza de desaparición, invisibilidad y desvanecimiento de la humanidades inherente a la fotografía en sí misma. Cuando en 2014 el teórico francés erigió su planteo sobre la representación político/estética de los pueblos dentro de lo que llamó la “era de los medios”, señaló una evidente preocupación: la desproporcional relación entre exposición/visibilidad y existencia/reconocimiento. En un diálogo cercano con las obras de Walter Benjamin, Jacques Ranciere, Franz Kafka y Hannah Arendt, Huberman señaló la inminente amenaza a la que el arte estereotipador—documentales, televisión, cine, fotografía— había sumergido a los pueblos hasta el punto de arrastrarlos a su propia desaparición. Mientras que, por el contrario, el “aparecer político de los pueblos” (para pensarlo teóricamente con Hannah Arendt) parte de la idea de visibilización de rostros, multiplicidades y diferencias.

La política nace en el ‘espacio-que-está-entre-los-hombres’ y por consiguiente en algo fundamental ‘exterior-al’ hombre (…) La política organiza de entrada a seres absolutamente diferentes, considerando su igualdad ‘relativa’ y haciendo abstracción de su diversidad ‘relativa’ [3].

De allí que la idea de legibilidad de las imágenes, en la que indagaría Huberman con insistencia, pretende señalar la capacidad de asignar —a las palabras mismas— una legibilidad inadvertida. Y es justamente en esa condición legible y descifrable, que pretende visibilizar políticamente al pueblo expuesto, en donde se sitúa el artede Errázuriz y Donoso: una narración que da cuenta de la más absoluta intimidad con lxs protagonistas, materializada en retratos y testimonios que, tanto en conjunto como por separado, logran sortear la estereotipación a través del reconocimiento del otrx.

Si los textos dejan hablar sin intervenciones a los travestis –donde se enlazan los temas del amor, el desamparo y la muerte- las imágenes dan cuenta de la situación de esos cuerpos [4].

IDENTIDADES EXPUESTAS, CORPORALIDADES FIGURANTES

¿Lxs travestis y trabajadores sexuales que protagonizan la obra se convierten en una figura a partir de estos registros? ¿Se constituye la visibilización de sus cuerpos como un espacio político para la autoexposición? Los rostros presentados en La manzana de Adán son cuerpos que se exponen, hablan y actúan frente al lente que los retrata. Cuerpos que conviven en  conjunto/como un colectivo pero que se muestran como identidades singulares, con movimientos singulares, deseos singulares, palabras y acciones singulares que quebrantan cualquier impulso homogeneizante.

Cuando las imágenes y testimonios hacen posible trazar puentes con la memoria (en un país que todavía hoy arrastra los embates de la dictadura); cuando surge ese espacio de reciprocidad que permite circular conflictos, tensiones y diferencias; cuando en lugar de mostrar a “lxs travestis” en plural, estos testimonios pretenden visibilizar a Pilar, Coral, Evelyn, Deborah, Nirka, Susuki, Mirabel, Andrea y Macarena en singular; cuando se genera ese intervalo de autoconciencia figurativa y humanizante, plasmada en fotografías que reflejan corporalidades sugerentes, desafiantes, agitadas y vibrantes; es justo en ese momento —en palabras de Hannah Arendt—cuando nace la política.

 

 

 


[1]Errázuriz en la entrevista contenida en el catálogo a la exhibición «Old World, New World; Three Hispanic Photographers: Paz Errázuriz, Graciela Iturbide, and Cristina García Robero» realizada en el Seattle Art Museum entre el 8 y el 10 de agosto de 1991, en: “La manzana de Adán” de Paz Errázuriz, Auckland, Walescka Pino-ojeda, 2001, p. 41.

[2] Crespo, Gloria. El discurrir de la vida según Paz Errázuriz. Disponible en: https://elpais.com/cultura/2015/12/21/babelia/1450712940_796664.html

[3] Hannah Arendt en: Didi-Huberman, Georges. Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires, Manantial, 2014, p. 23.

[4] Piña, Juan. Prólogo. En: Errázuriz, Paz y Donoso, Claudia. Adam’s Apple. Santiago de Chile, Zona Editorial, 1990, p.11

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Sintonizar. La acousmêtre de las vanguardias tardías

Por: Sarah Ann Wells

Traducción: Martina Altalef

Imagen: «Photophone transmitter» (1880), ilustración anónima

Sarah Ann Wells (University of Wisconsin, Madison) reflexiona sobre cómo la literatura interactúa con la materialidad de la voz, es decir, con sus texturas y sus efectos tangibles en el mundo, y aborda también los modos en que autores/as y narradores/as se relacionaron, en las vanguardias tardías, con la dimensión auditiva de la literatura y los medios.


Al principio puso atención a los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano; le parecía que venían mezclados con agua, y él los oía como si tuviera puesta una escafandra. Por último se despertó y empezó a darse cuenta de que algunos de los ruidos deseaban insinuarle algo; como si alguien hiciera un llamado especial entre los ronquidos de muchas personas para despertar sólo a una de ellas. Pero cuando él ponía atención a esos ruidos, ellos huían como ratones asustados.

Felisberto Hernández, “Las Hortensias”

Voces de las vanguardias tardías

En este pasaje de “Las Hortensias”, de Felisberto Hernández, el protagonista intenta sintonizar voces indistinguibles. El sonido se mueve desde lo ilegible hacia lo comunicativo y de vuelta hacia lo incomprensible. Elude su captura, “huy[endo] como ratones asustados”, incluso cuando se dirige hacia él, un receptor en apariencia singularmente dispuesto para capturarlo. Es como si estuviera buscando sin éxito una frecuencia radial para sonidos posicionados al mismo tiempo fuera y dentro de él. La furtiva descripción de Hernández ofrece una clave para una aproximación al problema desde las vanguardias tardías. Sonidos con orígenes desconocidos o confusos atraviesan sigilosamente varios de los textos que analizo en Media Laboratories, tanto en los incorpóreos “tonos torpes y ardientes” de las masas amorfas en Parque Industrial, de Patrícia Galvão, como en el tictac del radio-reloj que marca las horas en A hora da estrela, de Clarice Lispector, o como en el registro del fonógrafo que extrañamente zumba “Té para dos” en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Los sonidos con frecuencia exceden la comprensión auditiva del receptor, a pesar de sus esfuerzos por alojarlos y localizarlos.

Tres fenómenos concomitantes que surgieron en la década de 1930 galvanizaron el sonido y en particular, la voz y su despliegue político y económico en América del Sur. La radio pasó de ser una tecnología novedosa y casi mágica a convertirse en un medio de difusión vinculado al mercado y en ciertos casos al estado; en el cine se introdujo y se consolidó el sonido sincronizado, inundando los films mudos con voces humanas; y los regímenes populistas que emergieron privilegiarían cada vez más el contrato oral entre un líder carismático y “el pueblo/o povo”. La simultaneidad y en ocasiones la interpenetración de estos fenómenos es crucial para entender el paisaje sonoro del período. En los tres casos, la masificación de la voz amenazó con privilegiar la materialidad por sobre la significación. La materialidad de la voz fue entonces capaz de ser compartida por individuos separados por grandes distancias; a su vez apuntaló una nueva concepción de estos mismos individuos, al reconstituirlos (no siempre de acuerdo con sus voluntades) como participantes de un colectivo virtual.

Aquí muestro cómo autores y narradores se relacionaron con la dimensión auditiva de la literatura y los medios. La voz, por supuesto, tiene una vasta tradición en la literatura y los estudios literarios, particularmente el palimpsesto de voces de la polifonía y la heteroglosia bajtinianas. Si bien no soy ajena a ese legado, al analizar la voz me refiero a algo más concreto: el sonido audible que los seres (principal, pero no exclusivamente, humanos) emiten con el objetivo de comunicarse con otros. Lo que enfatizo es cómo la literatura lidia, en este contexto, con la materialidad de la voz: las texturas y granos –en términos de Roland Barthes– de la voz que produce efectos tangibles en el mundo, efectos que con frecuencia exceden la función representativa del lenguaje.

Un poema en prosa que navega por la voz encrespada de Greta Garbo; una microficción que, incómoda, incorpora la interioridad insidiosa de la radio; un cuento que interroga el extraño ventriloquismo de la era populista; una novela que busca suturar cuerpo y voz proletarios; y múltiples crónicas de películas que reflejan la “vieja novedad” o la “monstruosidad domesticada” del sonido sincronizado. Estas son algunas de las estaciones que sintonizo. Si bien trato de no pasar por alto la especificidad de los altavoces, la radio o el sonido sincronizado, quisiera transmitir una escena más general en la que diferentes voces compiten por la atención del oído en las vanguardias tardías. Dejando de lado el enfoque en uno o dos autores de otros capítulos del libro, aquí me muevo entre diferentes textos y medios, enfocándome en el deseo (frecuentemente frustrado) que mueve a los escritores a distinguir entre las voces que se pelean entre sí. Este texto está, por lo tanto, moldeado por la dialéctica de la distracción y la atención que preocupó a los escritores-oyentes de las vanguardias tardías.

Las vanguardias históricas tuvieron sus propias obsesiones sonoras: el triunfal redoblante de la guerra futurista y sus tecnologías, la celebración del sonido “sin sentido” (con frecuencia racializado) de Dadá; las declamaciones de la Semana de Arte Moderna de São Paulo que celebraban la acústica del jazz y la máquina de escribir; el klaxon, o la bocina, que inaugura el modernismo brasileño; la radio-poesía experimental del movimiento estridentista mexicano; o Marinetti autocaracterizado como una radio, gracias a lo cual apareció en radios de Brasil y Argentina.

Las voces de las vanguardias tardías difieren de esas tempranas celebraciones del sonido tecnológico como metonimia de la modernidad. Por un lado, dan continuidad a la exploración iniciada por sus predecesores respecto de tensiones producidas en el paisaje sonoro de la modernidad entre signo y ruido, cultura y naturaleza, voz y discurso: entre el intento de decir algo y los múltiples sonidos no significantes que se hacen audibles en y a través de los medios. Por otro lado, sin embargo, rechazan la analogía implícitamente celebratoria entre la escritura y los sonidos de la radio y el cine. Con la consolidación de tecnologías que inscriben y transmiten la voz con una aparente fidelidad con la cual la literatura podría apenas soñar, y con el surgimiento de líderes que se arrogaban un especial privilegio para hablarles a las masas y para también hablar por ellas, la autoría se descubre degradada. Debe reconsiderar su prerrogativa de inscribir o anunciar la voz del pueblo.

En este paisaje sonoro por momentos disfórico hay, sin embargo, alternativas. Los autores de las vanguardias tardías las buscan en los desencuentros de la acousmêtre, la voz cuya fuente es invisible. Exploran cómo las voces adquieren poder al esconder su origen o, a la inversa, al intentar suturarse a cuerpos representativos. En lugar de unir a la perfección cuerpos con voces, los escritores lidian con la disyunción entre unos y otras. Recorren las cicatrices de voces y cuerpos en conflicto; presentan los ásperos bordes del sonido; exponen las costuras de la unión entre cuerpo y voz a medida que las industrias tecnológicas dan puntadas para unirlos; o revelan el vacío detrás de la descorporizada y ostensiblemente omnipotente voz populista. La autoría, sugieren, es especialmente apta para rastrear las políticas de la materialidad de la voz.

Los autores de las vanguardias tardías y sus narradores se convirtieron en receptores o antenas de voces en conflicto: capitalistas y populistas, nuevas y automatizadas, nacionales y globales. En su primer número, de 1931, el periódico argentino Nervio publicó una editorial titulada “Antena” que emblematiza ese rol: “Ondas cortas y largas. Mensajes de todas las zonas; agonías de todas las latitudes…Y nuestra antena captándolas”. Los editores prometen, como la antena, capturar las frecuencias de la crisis global contemporánea. La autoría se convirtió en sintonización, consecuente con un período en el cual la voz en sí misma se transformó en un medio crucial para las políticas culturales. Los autores pasaron de las proclamaciones celebratorias del sonido de la modernidad a un agudo (y por momentos paranoico) modo de escuchar las intimidades de un sonido crecientemente masificado.

Radiodifusión: exterioridad interna

En la acousmêtre, el poder de la voz deriva de la invisibilidad del cuerpo del cual emerge. Según Michel Chion, su teórico más apasionado, la etimología de acousmêtre radica en una secta pitagórica cuyos discípulos, a la manera de El Mago de Oz, escuchaban a su líder desde atrás de una cortina para absorber sus palabras. El poder de la acousmêtre descansa en esta invisibilidad, que produce la sensación de que él (la figura es prácticamente siempre masculina) es ubicuo, omnisciente y panóptico. Por el contrario, revelar la fuente del original –lo que Chion denomina desacusmatización– hace colapsar la distancia entre el hablante y el oyente al exponer el cuerpo vulnerable del primero. Aunque suele situarse en términos de un origen primario universal (la voz de Dios o de la madre, que Chion considera la acousmêtre definitiva), el término se vio reanimado a través de la creciente presencia de la tecnología, empezando por el fonógrafo e incluyendo la radio y el teléfono. Dado que previamente la escritura había sido la única forma de fijar la voz, la autoría misma empieza ahora a competir con estas formas de “oralidad secundaria”.

La radio es siempre acusmática, oculta el cuerpo que produce la voz (excepto cuando el público mira la filmación de programas de radio). Antes de la radio, el término broadcasting [difusión] refería a contextos de oratoria en los cuales la voz humana sufría una transformación hacia una “no humana, invisible fuente de naturaleza”, en términos de James Hamilton. Este misterioso poder construyó un colectivo virtual, tal como continuaría sucediendo a medida que la radio se empezase a consolidar como medio masivo. Sin embargo, su propia colectividad con frecuencia dependía de un hablar privatizado: la voz emitida desde el aparato doméstico, en la privacidad del hogar del oyente. Esta experiencia no difumina tanto los límites entre interior y exterior, sino que ocupa ambos simultáneamente. Aunque sea humana, escribe Sartre, la voz del emisor mistifica, porque imita la reciprocidad del discurso que experimentamos en la conversación cotidiana, pero evita que esta reciprocidad efectivamente tenga lugar. Sartre usa la radio como uno de sus principales ejemplos de serialidad, y a los oyentes de radio como personas que no pueden reconocerse como grupo. Al escuchar la radio, escribe, puedo cambiar el dial o apagar el aparato, pero esto no modifica el hecho de que la voz continúe siendo escuchada por millones de oyentes que forman una serie: “Yo no habré negado la voz, me habré negado a mí mismo como un miembro individual del encuentro”, afirma en “Colectividades”.

Para Sartre la radiodifusión había alcanzado el status de medio consolidado mucho antes; un proceso que comienza en la década de 1930 y que fue teorizado por artistas e intelectuales alemanes con especial fuerza, así como lo hicieron sus contrapartes a lo largo de Estados Unidos y América Latina. En “La radio como aparato de las comunicaciones” (un manuscrito de 1932 que pretendía leer en voz alta), Brecht, como haría luego Sartre, expresó profunda desconfianza hacia la unilateralidad de la radio: “Es solo un aparato de distribución, meramente difunde”. Para hacer de la radio un medio que no pacifique, para “refuncionalizarla”, se requieren artistas que imaginen su transformación en un “vasto sistema de canales”: “para permitir que el oyente hable tal como escucha”, “para adentrarlo en una red en lugar de aislarlo”. Brecht no tiene en mente a un público radial ya constituido como grupo de consumidores-ciudadanos. Quiere intervenir antes de que la relación del medio con el estado o con el mercado esté consolidada; su público participa respondiendo, mediante un proceso dual en el cual instruye y también es instruido. En “Reflexiones sobre la radio” (también escrito alrededor de 1931 y no publicado durante su vida), Benjamin, preocupado también por la línea divisoria entre performer y audiencia, quiere convertir a la última en una experta –un giro que según él mismo afirmó en “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica”, también se produce en el cine– como opuesta a su estado contemporáneo, “el incesante fomento de una mentalidad de consumo”.

Estas reflexiones signan un giro histórico en el modo como la radio comienza a entenderse durante el período de las vanguardias tardías. Según Beatriz Sarlo en La imaginación técnica, cuando la radio aparece por primera vez en Argentina, el oyente podía ser al mismo tiempo espectador y productor, oyente y emisor. Los acercamientos tempranos a la radio la destacaban como una maravilla tecnológica, de una inmaterialidad espectral o incluso fantasmática. La radio en las manos de su usuario y la radio como medio mágico: dos aproximaciones que parecían ya ocluidas en las décadas de 1930 y 1940. Durante este período, la radio parece haberse convertido en “opaca” para sus usuarios. Los inventores amateurs se tornaron audiencias cautivas, y la utopía de lo efímero fue crecientemente ligada a proyectos expansionistas bajo las rúbricas tanto del nacionalismo como del capitalismo. La transformación de la radio desde nuevo medio hasta medio consolidado inspiró dos respuestas opuestas por parte de los autores: por un lado, entusiasmo por participar como ayudantes en la construcción de una voz nacional eterizada, a pesar de las inevitables dificultades que ello implicaba, por el otro, auténtico terror del medio como vehículo de aquello que veían como sigilosa y veloz erosión de la interioridad.

En 1931, Mário de Andrade emprendió sus primeras incursiones en la radio mediante una serie de polémicos artículos en el Diário Nacional de São Paulo. A esta altura, el “papa” del modernismo brasileño ya había emprendido su proyecto de vida, la exploración de los contornos de una lengua y una música nacionales, minando la antigua brecha entre lengua escrita y lengua hablada, entre música en vivo y notación musical, brechas que, desde su perspectiva, garantizaban el privilegio del letrado a costa de la rica e híbrida cultura popular brasileña. Ante la abrumadora heterogeneidad de Brasil, donde la mayor parte de la población era analfabeta, sus textos radiales formaron parte, de este modo, de un proyecto más amplio de redefinición de lo nacional. En sus primeras intervenciones en la radio, Mário asegura que “um nacionalismo que me parecía primordialmente tolo” había brotado durante el fervor revolucionario post 1930, lo cual produjo una mezcla de música sensiblera y “anúncios curadores de molestías discretas de senhoras” (Taxi e crônicas no Diário Nacional, 1976).

Para subrayar su disgusto, imagina un hipotético oyente argentino que sintoniza una radio y juzga al pueblo brasileño a partir de eso. Estos primeros escritos sobre la radio tienen lugar durante un momento crucial en el desarrollo de la historia cultural brasileña, momento que vislumbra lo que podríamos llamar la primera sustitución de importaciones de una cultura de masas nacional que se define por la negativa frente a sus vecinos e influencias: el portugués peninsular, los Estados Unidos y América de habla hispana. Si Benjamin describe la voz en la radiodifusión como un “visitante” en el hogar del oyente, Mário imagina que su invitado va acompañado por otro, explícitamente extranjero. La radio está comenzando a representarse como la voz de una nación, pero paradójicamente depende de que los extranjeros paren la oreja.

Casi una década más tarde, Mário elabora su interés en la radio como medio para la voz nacional en una extensa crónica titulada “A Língua Radiofónica”, publicada el 3 de febrero de 1940. La distancia crítica histórica requerida para reflexionar sobre el estatuto de la tecnología como medio del consenso nacional ya se había establecido y él considera que este medio de difusión ha encontrado su propia lengua. Aquí, la radio no se fundamenta ni en la tecnofobia ni en la tecnofilia, sino que se concibe como meditación sobre la voz misma en tanto que medio de identidad nacional, forjada a través de la confrontación entre voces desiguales, incluyendo aquellas provenientes de los bordes exteriores de la nación. La naturaleza acusmática (incorpórea) de la radio hace posible una lengua alternativa que puede fundir esta heterogeneidad.

Mário comienza por describir una encuesta sobre la lengua usada en la radio: ¿“Contamina” la lengua nacional? ¿Deberían censurarse ciertas palabras en la radio? ¿Cómo aproximarse a regionalismos, slang y variaciones de la pronunciación? De manera elocuente, el vecino de Brasil es de nuevo parte del horizonte a través del cual Mário entiende la radio como medio nacional, ya que la encuesta que motiva esta reflexión proviene de Argentina. Es como si el medio en sí impulsara un ángulo transnacional y comparativo. De hecho, aunque su énfasis en la radio como promotora de una lengua específicamente brasileña se acerca a lo que diría después Jesús Martín-Barbero, para Mário la búsqueda de una voz nacional siempre excede lo nacional, evoca su exterioridad constitutiva, tal como sus primeros trabajos modernistas procuraban la especificidad de la lengua brasileña en medio de una confluencia políglota de voces, en particular en su obra experimental Macunaíma (1928). Tal como indica esta referencia a la encuesta argentina, tanto Brasil como Argentina experimentaban un período de intensa regulación de la radio, parte de la lucha por establecer una voz nacional en términos unificados respecto de género, etnicidad, raza y clase. A modo de respuesta, Mário propone una segunda ola de la comunidad imaginada, forjada en una incipiente industria cultural nacional atenta a sus propias fronteras.

En “Língua Radiofónica” Mário rechaza la oposición implícita en la encuesta argentina: la idea de que los medios masivos contaminan los discursos populares y los discursos de elite. La lengua, insiste, es una abstracción (como la langue según Saussure; Mário la llama Língua en oposición a línguas en plural y minúsculas). En realidad, existe una multiplicidad de lenguas, cada una generada por una específica constelación de leyes, costumbres, divisiones geográficas y especializaciones técnicas. Cada una se genera de acuerdo con su propio contexto, no solo según el sujeto que la enuncia: el “burguesinho” arrulla a su amante en una lengua, maldice en otra durante un ataque de rabia e incluso usa una tercera “na festa de aniversario da filinha”. En este espeso estofado, los discursos de elite o letrados son apenas un ingrediente.

La radio, a su vez, desarrolla su propia lengua, una tan específica como “a dos engenheiros, a dos gatunos, a dos amantes, a usada pela mãe com o filho que ainda não fala”. Esta corta lista es elocuente, dado que combina los heterogéneos discursos de lo tecnocrático, lo marginalizado (como en la figura del malandro, o bandido) y la intimidad prelingüística. La radio, propone Mário, aúna. Es más que la suma de sus partes. El imperativo de accesibilidad da nacimiento a “sua linguagem particular, complexa, multifária, mixordiosa, com palavras, ditos, sintaxes de todas as classes, grupos e comunidades. Menos da culta”. Forjada dentro de la pluralidad de lenguas españolas y lenguas portuguesas del mundo, esta nueva lengua radiofónica tiene su propio terreno definido, localizado en la fuerza de las frecuencias de las ciudades capitales y realizado a través de sus acentos específicos, lo cual subsume todas esas línguas bajo este estandarte híbrido.

Su principal ejemplo de lengua radiofónica es el uso de você, hoy la forma más común de la segunda persona informal en el portugués brasileño, especialmente en televisión y en las principales ciudades. Él describe la excesiva y casi ofensiva familiaridad con la cual, al comienzo, la voz radial se dirigía a sus desconocidos oyentes a través del você, cultivando “as exigências de simpatizar, as de familiaridade”. En este primer ejemplo de medios masivos brasileños, la voz radiofónica organiza las diferencias regionales y de clase (tal como la televisión brasileña lo haría de manera formidable desde la década de 1960). Por otra parte, el você preserva una distancia que el tu, por entonces hablado en contextos más íntimos, no poseía. Se trata, como él sostiene, de un modo de apelación mezclado o paradójico, una familiaridad con paréntesis, una intimidad de masas.

Un interés por la oralidad había estructurado la literatura poscolonial brasileña durante la primera ola del modernismo. Este mismo interés encuentra un medio tecnológico capaz de, y con las pretenciones de, transmitir la voz nacional durante el período posterior a las vanguardias, más centralizado y anti-experimental. En última instancia, Mário observa que las formas populares de expresión y la radio en tanto que medio popular son mutuamente constitutivas. Cantantes y músicos creaban una lengua brasileiríssima en la radio, repleta de su propia terminología, superior al lexicón de la elite. La “nueva” lengua radiofónica no es, entonces, precisamente nueva, sino que es una mezcla de la heterogeneidad omnipresente y constitutiva de la nación. Mário mina el tropo del modernismo brasileño que sugiere descubrir lo que siempre estuvo allí, una novedad paradojal. El territorio escurridizo de lo auditivo todavía debía ser minado por los intelectuales. Este Brasil existente esperaba ser descubierto al momento de la transmisión de su voz.

El autor es aquí un oído gigante: uno de los muchos oyentes que sintonizan la voz nacional y sus exterioridades, si bien es uno especialmente agudo, propenso a elaborar sus experiencias auditivas y remediarlas a través de la escritura. En este sentido, la lengua radiofónica sutura ciertas diferencias (de clase, raza, región) y habla la lengua de una privilegiada diferencia, la identidad nacional, con el autor como “testigo auditivo”. La receptividad del autor/oyente puede parecer pasiva, en última instancia, sin embargo, negocia un contrato entre textos literarios, tales como los ensayos de Mário, y los medios de difusión. Desde su punto de vista y en sintonía con su creciente trabajo sobre etnomusicología, la cultura de la impresión y la radio se complementarán más que competir la una con la otra, así como un epígrafe destaca la mudez de la fotografía. Esta complementariedad está segura siempre y cuando el autor renuncie a su perspectiva de elite (letrada). La autoría encuentra su lugar no en el hablar sino en el escuchar la voz nacional.

Para otros autores de las vanguardias tardías, no obstante, la lengua radiofónica interpelaba como pesadilla no a una comunidad nacional de oyentes sino a una serie de oyentes/consumidores aislados. Mientras difuminaba los límites entre lo interior y lo exterior, la radiodifusión también instalaba otras divisiones que favorecían la imbricación de los medios de masas y el capitalismo. Como temían Brecht y Benjamin, continuaría divorciando a los usuarios u oyentes de los productores y los posicionaría unilateralmente como consumidores. En su crónica “Por qué dejé de hablar por radio” (1932, en Aguafuertes porteñas: Buenos Aires, vida cotidiana), Roberto Arlt cita a un amigo que declara “El receptor de radio se ha convertido en un mueble decorativo que, cubierto con un tapiz sirve para sostener un florero, nada más”. La mágica inmaterialidad de la radio era ahora poco más que un mueble y ruido de fondo. El acento ahora recaía sobre la domesticación de estos sonidos y voces ostensiblemente externos. Como otros medios consolidados, la radio subsume aquello que alguna vez fue visto como señal de futuridad en los ritmos repetitivos del capitalismo.

En un proceso que hizo eco de la consolidación propia del cine, pero con una rapidez mucho mayor, en Brasil, Argentina y Uruguay la radio había sido estructurada por la lógica del mercado. La presencia del estado aumentó, pero no sería la mayor influencia sobre el medio (al menos no antes de Perón en Argentina, a mediados de los cuarenta). Los patrocinadores reorientaron la programación, la alejaron de las producciones de aficionados y bricoleurs y la llevaron hacia la publicidad y hacia una consolidación vertical, reestructurándola mediante la colocación de productos –haciendo que la mercancía sea parte de la propia narrativa– y los ritmos episódicos que se entregan a las pausas comerciales (sobre todo el poderoso género de la radionovela, importado en un primer momento desde Cuba y financiado por corporaciones internacionales). El “Radioteatro Palmolive del Aire” (patrocinado por la compañía estadounidense de detergentes) se emitió en Argentina y en Brasil durante los años cuarenta, por ejemplo.

Mientras que para Mário la radio ofrecía una forma de hacer audible una amalgama de voces nacionales, Felisberto Hernández estaba preocupado por la capacidad de la radio de suturar consumidores a una red de consumo, quisieran o no. En su cuento “Muebles ‘El Canario’” (1947), un narrador en primera persona del cual no conocemos el nombre viaja en tranvía y de manera inesperada recibe, junto a los otros pasajeros, una inyección de un vendedor sonriente. En casa, percibe que ha sido infectado con una lengua radiofónica. Antes de quedarse dormido, el canto del canario comienza a sonar dentro de él. Esta micro ciencia ficción subraya un miedo generalizado a que la omnipotencia de la radio estuviese moldeando la capacidad de atención y reflexión de los oyentes a través de su estructura serializada y segmentada. Y mientras que para Mário esta escucha tenía su poder propio y oportuno, que los autores, autoconstruidos como oyentes, se encontraban singularmente preparados para rastrear, el narrador de Hernández es un oyente cautivo.

“Muebles ‘El Canario’” pertenece al género fantástico, privilegiado en la literatura latinoamericana, pero en este caso se trata de un cuento disfórico, desencantado. Una de las características de la literatura fantástica es su tendencia a literalizar lo metafórico: aquí es la inyección que literaliza la ocupación del espacio privado que suponía la radio y la simultánea ruptura del interior monádico. La jeringa representa la radiodifusión comercial como parte de un régimen disciplinario de la vida cotidiana. Inyecta programación radial en oyentes dispuestos a ello (como el otro pasajero del tranvía) o no dispuestos (el propio narrador). En la concepción de homeopatía modernista de Jameson, la alienación de la cultura de masas era domesticada por la incorporación selectiva de sus fragmentos. Aquí, sin embargo, el narrador de Hernández no puede domesticar el medio a través de una incorporación selectiva; la homeopatía se metamorfosea en inyección viral. Cualquier posibilidad de agencia ha sido eliminada. Tampoco es posible para este narrador el “sabotaje” que Benjamin contempló como única opción disponible para el oyente, porque no puede simplemente apagar el aparato.

Si bien todas las voces problematizan la división entre interior y exterior, para escritores y teóricos la radio parecía amplificar ese desdibujamiento, al subrayar y expandir su alcance. El discurso interno acusmático que la jeringa induce en “Muebles ‘El Canario’” tiene una naturaleza muy específica: produce fantasías episódicas de adquisición consumidora. El narrador arranca las sábanas de su cama y las coloca sobre su cabeza para eliminar los ruidos de la radio, que solo se hacen más fuertes. El cuerpo humano se convierte en un medio de transmisión de un mensaje ostensiblemente exterior a él. No es necesario ningún aparato y, a este respecto, la ubicuidad de la radio presagia tecnologías contemporáneas que rastrean y localizan cada uno de nuestros movimientos, especialmente nuestros consumos. La falta de soporte material para la voz radial se transforma de vehículo privilegiado para el inconsciente de los artistas –como era para Breton y los otros surrealistas con quienes Hernández forjó un diálogo incómodo– en contagio ideológico.

“Muebles ‘El Canario’” sugiere que los autores se han convertido en antenas involuntarias para este nuevo rol de la radio, y que escribir no alcanza para callar estas voces sin cuerpo. Significativamente, el título del cuento proviene del soneto de una empresa de muebles que el narrador es obligado a absorber. La referencia al soneto comercializado inmediatamente evoca una ansiedad anterior sobre el rol del artista frente al mercado. En la famosa parábola de Rubén Darío “El rey burgués” (1888), la voz poética también está suturada a la economía de los bienes comerciales en la vidriera/mansión del nuevo rico. Sin embargo, el poeta de Darío es un visionario abandonado, que grita en el terreno literalmente salvaje contra la mercantilización. Muere al aire libre, congelado, con una sonrisa irónica en los labios. En contraste con el heroico mesías de Darío, el narrador de Hernández no es poeta y la poesía no ofrece resistencia heroica. El narrador es, por el contrario, forzado a escuchar la mercantilización de la forma soneto y hasta a encarnarla en su propia receptividad. En este sentido, el soneto escrito para una empresa de muebles no indica una nueva economía de bienes (nuevos productos llegados del exterior, una de las obsesiones más destacadas del modernismo) sino más bien el desplazamiento del rol de la autoría, ya que indica su degradación desde la producción hasta la (obligatoria) recepción. Al mismo tiempo, la transformación de la expresión poética en jingles publicitarios se refuerza en “Muebles ‘El Canario’” gracias a la incorporación de la música –una forma artística especialmente importante para Hernández– en las formas agitadas de la publicidad.

Esta audición disfórica sin dudas refleja las experiencias de Hernández, que trabajó en una emisora de radio en 1948 como responsable de la organización de los bloques de publicidad y otros tipos de programación, el análogo pobre del Princeton Radio Research Project de Adorno. Su trabajo requería una cierta experiencia corporal con el cronograma de episodios en radiodifusión, sus breves lapsos de atención. (Este es un rol muy distinto al de los autores que escribieron para la radio, entre ellos Eliot, Woolf, Pound, Beckett y Benjamin, así como Mário y los argentinos Olivari, Arlt y Raúl González Tuñón). La radio se ha metido bajo la piel de su narrador y dentro de su cerebro. Su forma episódica se ha convertido en un síntoma de vida administrada. El acto de “sintonizar” se ha vuelto su pan de cada día y le exige monitorear la estructura truncada y episódica de la radio. Lo que asusta a Hernández es la naturaleza aparentemente involuntaria de escuchar la radio, el modo como transforma la interioridad en una alternancia interminable de voces ajenas.

Evidentemente, la de Hernández es una construcción mucho más siniestra de la difuminación –o mejor, de la reverberación– interior/exterior que observamos antes en “Língua Radiofónica”, de Mário. Si la acousmêtre radial de Mário es el discurso interno de la nación hecho palpable y compartido, la de Hernández es una invasión crónica, que deriva su poder precisamente de la desaparición de sus orígenes. Lo que conecta a ambos escritores, sin embargo, es el modo en que articulan el desplazamiento de la escritura en relación con la radio como nuevo medio envejecido. Rastreando su propia supuesta obsolescencia –o su asimilación en la radio a través de aquel triste sonetito para la empresa de muebles– sintoniza la frecuencia en la cual el discurso interior se vuelve parte del dominio público, un desplazamiento que reorienta la autoría, distanciándola de la producción y dirigiéndola hacia esa forma específica de la recepción que es la escucha.

Cine con sonido sincronizado: novedades viejas, muñecas parlantes

Mientras la radio encontraba su propia lengua, el cine encontró su laringe. Mientras que la transición de la radio de bricoleur a medio de difusión provocó inquietudes en los escritores latinoamericanos, la llegada del sonido sincronizado al cine fue con frecuencia retratada como una crisis absoluta. Durante el período transicional 1928-1933, junto con innumerables cineastas y periodistas, los principales escritores latinoamericanos –incluyendo a Mário, a Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga y Alejo Carpentier– reflexionaron sobre el desplazamiento del cine mudo al sonido sincronizado con una sensación de urgencia que tuvo un paralelo más cercano en sus contrapartes europeas que en los Estados Unidos. Para muchos, el sonido emergió para “diluir, empañar y falsear la neta y clara elocuencia de una mirada, un gesto, una intención apenas perceptible en la extremidad de los dedos”, según escribe Quiroga en “Espectros que hablan”. En el preciso momento en que la especificidad del cine como medio parecía consagrarse, habiendo adquirido una “personalidad marcadísima”, el sonido sincronizado amenazó con volver precaria esa distinción.

En este sentido, la llegada del sonido coincidió con, y ayudó a fomentar, el deseo de los intelectuales de definir la singularidad del cine. Los textos sudamericanos sobre el cine critican repetidamente el sonido sincronizado por impedir una experiencia “cinemática” plena. Para la mayor parte, no era una innovación tecnológica celebrada sino un truco superfluo, o como mínimo una caída en el ruido generalizado de la vida moderna: “Todos os ruídos e sons que hoje nos ferem os ouvidos”, escribió Humberto Mauro, el cineasta más destacado de Brasil, en “Cinema falado no Brasil”, en 1932, mientras trabajaba en su propio film de la transición de cine mudo a sonoro. La desacusmatización de los films sonoros era una doble amenaza: a la especificidad del medio, argumento que implícitamente valoraba un rol para la literatura, y al cosmopolitismo de una cultura global del cine que no hablaba la crecientemente monolítica lengua inglesa.

La llegada del sonido sincronizado inauguró un desplazamiento en el cine al reorientar sus propiedades formales e industriales de múltiples maneras. De central importancia para nuestros propósitos aquí, la voz humana se tornó el principal código acústico. (De acuerdo con Rudolf Arnheim en su conocido ensayo sobre cine sonoro, “A New Laocoön”, la voz ahoga todos los otros sonidos, gestos y objetos). En este sentido, el sonido sincronizado era otro paso importante en el largo camino de privilegiar la voz humana mediada tecnológicamente, proceso que había comenzado con el fonógrafo. La sensación de disyunción que provocaba el cine sonoro fue particularmente preocupante para los artistas e intelectuales de América Latina porque acababan de empezar a articular un entendimiento del cine (mudo) como medio específico, medio del cual podrían potencialmente participar. Si el cine mudo parecía ofrecer un “esperanto”, el cine sonoro subrayaba las diferencias entre contextos nacionales y lingüísticos en todas sus desordenadas y desparejas especificidades.

La dominancia de la voz por sobre otros sonidos tuvo implicaciones no solo para las propiedades formales de los films sino también para la literatura. Al adoptar argumentos acerca de la especificidad del cine como medio –basándose en artistas tan diversos como Jean Epstein, Louis Delluc, Chaplin y Eisenstein, que aparecieron en los periódicos latinoamericanos desde mediados de la década de 1920 hasta comienzos de la de 1930– los escritores no solamente buscaban participar de una cultura cosmopolita de espectadores de cine. También proponían, según sugiero, una división del trabajo en la cual la literatura no cediese su autoridad cada vez más tenue a otro ámbito. Las repetidas afirmaciones acerca de la singularidad del cine se basaban en una definición negativa: el cine no era una novela, no era teatro. El verdadero cine no debía pedir prestado a otro medio. Este tipo de afirmaciones también eran implícitamente un intento desesperado por subrayar lo que sí era la literatura, en un corolario del cinéma pur. En otras palabras, así como los escritores insistían en la “carga” que el lenguaje verbal representaba para el cine, implícitamente lo declaraban parte de su propia jurisdicción. La literatura bajo el cine mudo podía representarse como un medio que acompañaba, inundando la mudez extradiegéticamente con sus voces metafóricas en la forma de intertítulos, comentarios o ficciones fantásticas sobre el aparato del cine. Allí encontraba su propósito. Inversamente, si el cine y la radio podían ahora registrar la rica especificidad de voces nacionales y locales –el lunfardo de Buenos Aires, las particulares cadencias de los acentos carioca (Río de Janeiro) o nordestino (Nordeste) en Brasil–, ¿qué podían ofrecer los autores con su propia tecnología de inscripción? Si el esperanto cosmopolita del cine mudo desaparecía, ¿dónde quedaba la literatura, portavoz de lo local desde el período romántico?

Sin los recursos materiales o el conocimiento técnico para responder esta cuestión a través del cine sonoro en sí, los autores emplearon un elemento poderoso de su repertorio, la metáfora. Dos aparecían con frecuencia a lo largo de las primeras crónicas: el sonido sincronizado como “juguete” tecnológico y la imagen más grotesca de la muñeca parlante. La primera se destacó especialmente durante los primeros años del debate sobre el sonido sincronizado. Artistas e intelectuales subrayaban la extrañeza incómoda de esta novedad por sobre sus proezas tecnológicas. Un “juguete infantil”, en “Espectros que hablan”, de Quiroga; “solo un curioso juguete, sin trascendencia”, en “El film hablado”, de José María Podestá. Si bien estas imágenes parecen resonar con la importancia de la niñez para vanguardias como el surrealismo (y para Walter Benjamin), es importante notar que aquí carecen de cualquier dimensión utópica. El juguete implica, por el contrario, regresión; una innovación tecnológica operando contra el progreso, o como simulacro burlesco de ese mismo progreso. El cine con sonido sincronizado era una amalgama híbrida, más que una nueva forma, y con frecuencia formaba parte de la bolsa de trucos reutilizables diseñada para seducir a la audiencia y los consumidores, un intruso en el territorio de la literatura. La última novedad, una moda pasajera, que no suma nada al proyecto global de desarrollo artístico. En este sentido, el cine sonoro inaugura el oxímoron de “novedade velha” [novedad vieja], una contradicción clave para las vanguardias tardías, cuando la máquina de los medios modernos renquea sin que el arco narrativo del progreso pueda guiarla. El cine sonoro es un primer ejemplo de la burocratización de la novedad tecnológica: la ensayada promesa que en realidad nunca puede realizarse porque genera un deseo crónico de más. La experiencia de una innovación en sí misma envejecida que identifiqué como constitutiva de las vanguardias tardías, su energía extrañamente melancólica, se da aquí en el cine sonoro.

Si la metáfora del juguete de niños procuraba enfrentar la amenaza del cine sonoro, la de las muñecas parlantes explicita esta ansiedad subyacente a través de un registro mucho más siniestro. La muñeca es también un juguete y se refiere también a un progreso forzado o una regresión infantil, pero sus efectos son mucho más siniestros, y hasta grotescos. La imagen, sobredeterminada, manifiesta ansiedades convergentes: la automatización de la cadena fordiana, la extrañeza del progreso tecnológico irrestricto encarnado en el desfase o desencuentro entre cuerpo y voz, lo humano reducido a partes y operaciones discretas, el fraccionamiento de la intimidad a través de medios que ostensiblemente intentan conectar a las personas. Al subrayar la propia fisura que busca suturar, el sonido sincronizado parece criar su propia familia “contra natura”, “esta monstruosidad antiartística que se avecina” (en palabras de Podestá inscriptas en “La evolución cinegráfica angloamericana”, de 1929). Inaugura “una automatizada figura que se mueve bajo las carcajadas de una orden idiota, actuando sin una mínima pisca de espontaneidad”. Rechina: “A voz humana, ampliada, perde completamente a naturalidade”; “Um canário silva como uma locomotiva”; “a primeira vez que ouvi mina própria voz no cinema n[ã]o podía acreditar que quelos grunhidos eran auténticamente meus!” (Guilherme, “Questão de gosto”). Para otro escritor, “el personaje no tiene voz” propia en el cine sonoro, sino una “familia de voces” que parecen salir de todos lados. Su extrañamiento inicial no produce asombro sino alienación. En este sentido, apenas se suma a los sonidos indistinguibles de la modernidad. “El sentimiento de inquietud” que Arnheim atribuyó al cine sonoro en “A New Lacoön” inspiró en escritores sudamericanos una repulsión corporal. Además, el doblaje como práctica novedosa generaba su propio bestiario. En una de las pocas excursiones de Borges hacia las dimensiones técnicas del cine, el doblaje se describe como “engendros mitológicos” o “efectos de ventriloquia” (en Borges va al cine, de Aguilar y Jelicié). Este ensamble –doblajes, versiones divergentes del español, reproducciones de sonidos extraños e incómodos– también puso en primer plano el estatuto de las voces locales, globales y/o incorpóreas.

Existe, por su puesto, una explicación material para esta “extrañeza”: los errores en la sincronización que producían suturas poco efectivas o palabras ilegibles, infortunios que los escritores tenían especial ansia para notar. Tal como en Estados Unidos y Europa, pero en una medida mucho mayor, la transición al sonido en América del Sur no fue espontánea – milagroso abracadabra de la innovación– sino discontinua y tartamuda. El sonido llegó a las sacudidas, dificultado por varias limitaciones materiales, especialmente por el costo de adaptación de las salas de cine a las nuevas tecnologías (incluyendo el desplazamiento de Vitaphone a los discos ópticos) y por la ansiedad respecto del trabajo discontinuo de artistas que performaban en vivo, especialmente músicos que trabajaban en el ámbito del cine mudo. En cuanto al nivel de producción, además, los cines de Argentina y Brasil lograron reagruparse relativamente rápido tras este período inicial, pero el cine nacional en otros países de América Latina fue bastante desvastado por la llegada del sonido. (La industria nacional de cine de Uruguay era mucho menor, en contraste, durante la década de 1930, y su primera película sonora se estrenó en 1936).

Si bien todas estas limitaciones son importantes para entender por qué el cine sonoro fue recibido con tanto rechazo, me gustaría sugerir que la insistencia de los escritores en los desencuentros entre cuerpo y voz no tenía en última instancia como objetivo la denuncia de condiciones materiales desiguales para el desarrollo del medio. Tales articulaciones, frecuentes a lo largo del archivo, procuraban más bien territorializar la voz en el ámbito de la prosa, donde luego sería refuncionalizada por la pluma o la máquina de escribir. En una crónica sobre cine sonoro, Quiroga observa que el frenesí de innovación tecnológica requiere “una mano de escritor que gire firmemente” (“Espectros que hablan”) para llevarla al lugar que le corresponde. En contraste con el entusiasmo de sus primeros textos con la novedad del cine, se abre ahora una brecha entre cine y escritura. La consolidación del primero exige que la segunda afirme su especificidad y responda a la invasión de su territorio.

 

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La tecla inespecífica: la máquina en la literatura latinoamericana del siglo XX

Por: Juan Cristóbal Castro

Imagen de portada: Caracteres de máquina de escribir (Mohylek)

 

Juan Cristóbal Castro indaga en la presencia de la máquina de escribir en la producción literaria latinoamericana del siglo XX. Su análisis no se limita a rastrear su utilización como medio técnico, sino que ahonda en el potencial creativo –y, también, desestabilizador– de ese artefacto de escritura. En este sentido, Castro aborda escritores como Mario de Andrade y Julio Cortázar, entre otros, para así postular que el surgimiento de la máquina de escribir habilita en ellos una nueva consciencia sobre la inscripción material de sus prácticas, lo que permite el surgimiento de nuevas formas de escritura.

 


 

Yo quería entrar en el teclado
para entrar adentro de la música
para tener patria

Alejandra Pizarnik

 

I

Quizás la pretensión de Simón Rodríguez de pintar las palabras en una era todavía marcada por la escritura a mano haya sido el destino final de algunas de las búsquedas que se dieron en el siglo XX en Latinoamérica, debido al uso excéntrico de ese aparato tan raro, tan curioso, como lo fue la máquina de escribir. Es evidente que gracias a la posibilidad que le ofreció al escritor de valerse directamente de los mecanismos propios de la imprenta (Mcluhan dixit), aparecieron las condiciones de emergencia de una nueva escritura anfibia, inespecífica, rara, que abrió otro horizonte para pensar la creación literaria, todavía marcada por el fetiche de la autenticidad del manuscrito, de la fidelidad del trazado caligráfico, del espiritismo grafológico, del cariño personal por la pluma o el lápiz en el que ojo, cuerpo, alma y conciencia trabajaban unidos en un matrimonio “fono-logocéntrico”, para usar una expresión derridiana. Un enlace, vale señalar, que parecía a todas luces armónico hasta que llegó William Austin Burt, y luego por supuesto Christopher Scholes, para aguar la fiesta letrada, introduciendo una nueva forma de escribir con ruidos discontinuos, teclas pesadas, movimientos mecánicos, inscripciones aceradas, que terminaron de atrofiar la transmisión de la voz, de la palabra silente de la boca, hacia el flujo continuo de la linealidad sobre la página.

Y es que, dentro de la producción literaria que ha trabajado con la máquina de escribir durante el pasado siglo en eso que llamamos América Latina, existen algunas experiencias límites que han podido llevar hasta sus últimas consecuencias el uso de este instrumento para no solo dar cuenta de su presencia como medio técnico, sino para activar su potencial creativo, desestabilizador, suturando las barreras de la autonomía de la creación escrita. Hablo de un contingente de prácticas llevadas a cabo por distintos escritores a lo largo del siglo XX que dan evidencias de nuevas formas de escritura que surgen a partir de una conciencia más lúcida, esclarecedora, del tipo de inscripción material que se abre con este aparato. Podríamos hablar así del estilo seco y depurado de un Luis Vidales, cuyos poemas “Música de mañana” y “El cerebro” del libro Suenan timbres (1922) dan cuenta del utensilio mecanográfico y quizás por ello de la posible influencia del medio sobre su propio trabajo, o de las alternativas que se abren de escritura des-letrada en algunos pasajes de 5 metros de poemas (especialmente “Nueva York” y “Reclam”) de Carlos Oquendo Amat que, según el crítico peruano Luis Alberto Castillo, muestran “una conciencia del cambio en el ejercicio escritural que abandona la mano como unidad representadora y pone a todos los dedos a transitar atléticamente sobre el teclado” (La máquina de hacer poesía, 85). Sin embargo, prefiero detenerme en estas líneas en algunos casos que marcaron, a mi modo de ver, un hito especial.

 

II

Un momento fundacional es el poema “Máquina de escrever” de Mario de Andrade, publicado para el libro Lonsago Canqui en 1922. En él vemos una línea que se abrirá después para pensar la poesía y la máquina de otras maneras, algunas de las cuales se conectarán con lo que muchos han llamado literaturas extensivas o inespecíficas. El poema en tono celebratorio e irónico, jugando con los lenguajes republicanos (“igualdad mecánica”) y revolucionarios (“internacional de la máquina”), da cuenta del impacto del nuevo medio que pareciera con su estandarización democratizar a sus usuarios bajo una peculiar indistinción que afecta por igual las jerarquías sociales, políticas, culturales; indistinción que también va a trastocar el marco mismo de lo que entendemos como poesía, por no hablar de nuestra propia educación sentimental que hasta ese entonces se había acostumbrado a la escritura manual para expresarse de manera íntima bajo el género epistolar; y tan es así, que hasta el sujeto lírico del escrito de Andrade pareciera al final equivocarse por culpa del instrumento que usa.

Ciertamente el texto es difícil de leer, porque se trata de una apuesta lúdica e experimental que ofrece más de un reto exegético, por no hablar del trabajo interpretativo que implica atender su particular materialidad textual propia de la experiencia de Andrade con el aparato, que llegó hasta llamar como “Manuela” en un gesto de simpatía homo-erótico en homenaje a su amigo, el también poeta Manuel Bandeiras; no en balde el autor en el prefacio del libro llama a los poemas como brincadeiras para acentuar esta dimensión juguetona. Por eso las lecturas recientes del crítico mexicano Rubén Gallo y la investigadora brasileña Flora Sussekind, quienes se han acercado con lucidez a estas peculiaridades del poema, resultan sumamente esclarecedoras para acercarse a esta propuesta. Como me interesa ver la relación del texto con el instrumento, lo primero que se debe tomar en cuenta en términos generales es la fragmentación del poema. Su unicidad temática se dispersa en un conjunto de escenas dislocadas, dispuestas de forma algo arbitraria, con lo cual pareciera desmembrarse también el mismo marco que preestablece las categorías espacio-temporales y con ello el mismo vínculo instrumental del objeto mecánico con su usufructuario. En otras palabras, el lugar ancilar del medio como simple herramienta secundaria pareciera revertirse con esta dispersión, cosa que permite entender mejor su presencia, como si gracias a este des-colocamiento, algo violento y humorístico, es que pudiera abrirse el espacio medial del aparato, tan naturalizado entre nosotros que nos impide captar su carácter material, e incluso las violencias que ha ejercido sobre nuestro cuerpo.

Desde esta impresión general, la máquina se nos aparece diseminada en varias dimensiones y una de ellas, acaso la más evidente, reside en el lenguaje técnico del poema, sobre todo bajo la recurrencia de eso que el crítico Rubén Gallo definió bajo el nombre “mecanogénica” que consisten en explorar “los efectos especiales” que se pueden hacer con el instrumento (Máquina de vanguardia, 117), gracias a lo cual se des-sublima la autonomía expresiva de los versos para llevarlo a otra dimensión más contemporánea, tal como lo ha mostrado Flora Sussekind en su libro Cinematopraph of Words: Literature, Technique, an Modernization in Brasil (1997). La máquina no aparece entonces simplemente como alusión o información, como un referente o una “representación” de un objeto externo, propio; por el contrario, aparece como aquello que altera “la estructura misma del texto” con el propósito de “exponer la génesis de la producción mecánica del mismo”, siguiendo a Gallo (117). Esta auto-referencialidad del acto de escribir mecánicamente en el que se nos comenta cómo se teclean las minúsculas o cómo al escritor se le olvidó darle a la “tecla de retroceso”, por no hablar incluso del extracto de carta que incorpora en el texto mismo, es lo que termina por darle un valor performático a la escritura del poema, rompiendo, suturando, sus límites textuales.

Al mismo tiempo las alusiones de eso que el mismo Gallo llamó “rastros indéxicos” nos posibilita ver las particularidades técnicas de la máquina, y ello a su vez permite replantear la economía expresiva del poema en el que se poetizan distintas interacciones entre aspectos mecánicos y aspectos orgánicos o naturales. No en balde es recurrente presenciar el uso de las abreviaciones que fue algo característico del medio; vemos así “adm”, que sería “admirador”, o “obg”, que sería obrigado. Todavía más interesante es descubrir cómo el autor trabaja con la misma especificidad del medio concreto que usó, que fue la Remington. Como nos explica el crítico mexicano, “tenía teclas con dos superíndices comunes en las abreviaciones” que servía en portugués para marcar los números ordinales, y para contraer la palabra “Senhor” con “Sr” (119). Andrade se vale de ese recurso con el propósito de introducir otros usos verbales en lo que Gallo llamó “neomecanismos”, que no son otra cosa que los neologismos que introduce el invento.

Este rasgo es tan radical en el texto que hasta muestra el medio desde sus accidentes y problemas: al parecer la “Remington” de 1920 carecía del signo de exclamación, y para escribirlo debían entonces primero apretar el apóstrofe, luego la tecla de retroceso, y por último la tecla de un punto. También el autor escribe “obrigado” con un equívoco evidente y que al parecer fue muy propio del uso acelerado, veloz, de la máquina que impedía fijarse bien en lo que se escribía. En el poema, según la interpretación de Gallo, la conmoción de la que habla Andrade empieza porque se le olvidó pegarle a la tecla en retroceso y así termina con dos símbolos independientes: el apóstrofe que “cuelga como una lágrima” (una “lagrima mecánica” al no haber llanto, tal como dice después) y el punto (“un punto final después de la lagrima”). Para Gallo, este procedimiento de la máquina de escribir requería “tanto que su operador ensamblara las palabras a partir de letras individuales como que formara caracteres nuevos a partir de las teclas disponibles”, es decir, con ello se daba una “verdadera taylorización del lenguaje” (122); también con ello se confirma la transformación de la letra en dígito, menos relacionada al significado o referente que al número en su condición de elemento operativo, con lo cual nos introduce mejor en eso que el famoso teórico Vilem Flusser trataba de explicarnos en uno de los ensayos al libro Filosofía del diseño para entender por qué el chasquido del instrumento se adaptaba más a la mecanización de estos tiempos que el mero deslizamiento continuo de la escritura a mano. La razón era obvia para él: como el mundo se ha ido volviendo cada vez más cuantificable, las letras necesitaban parecerse lo más posible a los números para sobrevivir a ese cambio.

La Remington es una de las primeras compañías que estandarizó la máquina al proponer el teclado QWERTY y ofrecer usar por primera vez las mayúsculas y minúsculas, aunque solo a comienzos del siglo XX, con su modelo número 10, es que le ofrece al escritor la garantía de ver las letras. Por su uso solo extensivo a secretarios y secretarias, donde la fetichización de la escritura a mano empezó a ser recurrente por parte de los grandes letrados, quienes seguirán usando la escritura a mano, no deja de ser un elemento provocador hablar de ella, y darle el rol que Andrade le da en este texto maravilloso.

Puesta en escena del acto de escribir en máquina, acto autorreferencial de su escritura mecánica: también en estas referencias del poema que vengo comentando se hace evidente la experiencia teatralizada del sujeto escribiente, gracias a lo cual se abre una posibilidad de escribir distinta, un lenguaje literario discontinuo, desobediente a la gramática y la ortografía, a la tipografía, que ya estaba ensayándose de forma incipiente en Vidales, y más audaz en Oquendo de Amat. El gesto tendrá múltiples resonancias y sobrevivencias que habrá que investigar con cuidado en la literatura producida en eso tan abstracto y complicado que llamamos como América Latina. Lo importante, a mi modo de ver, es ir viendo las posibilidades creativas que se abren con ese instrumento en algunos casos significativos. Propongo entonces seguir comentando algunos ejemplos, siguiendo cierta línea cronológica y algunos cambios del medio mismo.

 

III

Aunque podría parecer algo osado vincular el proyecto de Julio Cortázar de una anti-novela, o contra-novela, que buscaba cuestionar los presupuestos literarios de toda una tradición, con las prácticas escritas que se abren con la máquina, bien podríamos considerar una zona de influencia de ella tanto de manera indirecta, a través de algunos autores de la vanguardia que leyó y que pensaron el medio, como de manera directa, con la propia experiencia que tuvo con el instrumento; no en balde Saúl Yuerkiviech lo describía como una “máquina de escribir”, por no citar las múltiples referencias que hay en sus cuentos o cartas del aparato que tanto utilizó. Sobre este último aspecto, podemos ver cómo entra en escena de nuevo la marca Remington, que para esos años casualmente también la usaba Juan Rulfo para escribir su Pedro Páramo (1955). Una Remington ahora más elaborada y eléctrica que proveía además una mayor aceleración, y por ende descontrol. Por eso quisiera detenerme brevemente en ello, por más insignificante que pudiera resultarnos su influencia en el proyecto que buscaba el autor argentino, el cual tenía la aspiración de volverse “contra lo verbal desde el verbo mismo”, siguiendo lo que propone tiempo atrás en su “Teoría del túnel” (119).

Ya sabemos que, después de la década de los cincuenta, la máquina de escribir viene siendo usada de forma regular en escuelas, oficinas, instituciones privadas y públicas. Hay manuales de enseñanza diferentes, y ahora se viene imponiendo un modelo distinto, el modelo eléctrico o electrónico donde se elimina la conexión directa entre las teclas y el dispositivo que estampaba sobre el papel el tipo. También en algunos casos se reemplaza las barras por una bola y más tarde por lo que se llamaría un “mecanismo de margarita” que elimina los atascos, una de las grandes pesadillas de los escritores y escribientes mecánicos o mecanizados. Gracias a ello el sonido se disminuye y se acelera los tiempos de la impresión con cartuchos fáciles de sustituir. Este modelo se nos aparece en Cortázar en una carta a su amigo Jonquières, fechada en París el 9 de julio de 1954, casi una década antes de escribir Rayuela. Allí dice varias cosas que quisiera considerar con cuidado:

Aprovecho un alto en los trabajos de la Unesco para lanzarme al galope en esa máquina eléctrica que me han dado y que es una verdadera maravilla, al punto que ya casi hace sola los informes y programas y presupuestos de la benemérita organización. Apenas hay que rozar las teclas y ya salen los tipos disparados, y además al llegar al final aprietas una tecla y el carro vuelve solo al comienzo y además marca el espacio, por lo cual yo empiezo a creer que uno debería irse a su casa y dejarla trabajar sola. Pero a lo mejor se les ocurre a los de la contaduría pagarle a la máquina y no a mí, lo cual tendería a ser nefasto. Ya estarás advirtiendo cómo esta carta asume un tono casi oral, y eso se debe solamente a la velocidad con que te estoy escribiendo. (230).

La fascinación por el instrumento lo lleva a recurrir a metáforas de velocidad, tan afín a la fetichización de la tecnología, y así habla de “lanzarse al galope”, gracias por cierto al haber suspendido su labor en el trabajo; como correlato de esta liberación, está también el hecho de asumir un “tono casi oral”, muy propio de su estilo literario. Esto es posible por la velocidad de la escritura con la máquina eléctrica, pues se reduce el lapso entre el pensamiento y la enunciación por escrito. De ahí que en esa misma carta incurra más tarde en errores, como “embajadotrabajos”, ya que “los peores juegos de palabras pueden nacer del pobre ingenio de una máquina de escribir” (230); de hecho, en esas mismas cartas inventa palabras y juega con la tipografía, antecediéndose a muchos de los experimentos que mostrará en Rayuela, incluso en la creación de su “Glíglico”. Dejarse llevar por la máquina es suspender toda voluntad consciente de sentido, pareciera decirnos, y supeditarse a las maniobras y atributos de los que goza la tecnología; acercarse así de nuevo a la aspiración que tuvieron sus admirados surrealistas de trabajar la escritura automática. Dejarse llevar por el juego de las teclas es perderse, entrar en otra zona, en otra región. “El inconveniente de escribir a máquina es que uno pierde el hilo”, señalaba Kafka en una de sus cartas a Felice (44). En El diario de Andrés Fava de Cortázar habla de escribir a “vuelamáquina”, lo que muestra que ya estaba determinada por “la sumisión total a la mecánica” que lo lleva entonces a “deshacer la horizontalidad sucesiva”. (54). Es muy tentador citar otros casos de la obra cortaziana donde vemos cómo va trabajando esta línea, desde su famoso cuento “Las Babas del Diablo”, pasando por otros textos. Lo que me interesa es ver esta dimensión de su uso, propiciada en cierta medida por algunos cambios técnicos que quizás nos puedan ayudar a entender mejor su propuesta de una anti-novela que precisamente buscaba ir más allá del texto mismo. ¿Acaso no nos permite pensar esa escritura veloz, automática y anti-literaria algunos de los postulados que trata de promover en su “Teoría del Túnel” o en las reflexiones del mismo Morelli en Rayuela?

Todavía sin embargo la anti-novela o contra-novela de Cortázar, como la obra de Andrade, seguirá circunscrita a ciertos moldes propios del espacio literario, a su soporte tradicional que es el libro, sin dejar por supuesto de considerar el carácter circunstancial que sigue desempeñando la máquina de escribir en este proyecto, por más que Cortázar apueste y logre con otros experimentos posteriores trabajar en esa zona liminar que cuestiona las categorías autonómicas ya con tecnologías diferentes: pienso en el Libro de Manuel, La vuelta al día en ochenta mundos o Fantomas contra los vampiros multinacionales, por solo mencionar algunos trabajos que usan diversos formatos y medios.

Por suerte durante estas décadas aparecerán otras tentativas más arriesgadas con el medio donde lo inespecífico va cobrando mayor valor. Podemos en ese sentido hablar de cómo en 1964 en la galería Atrium con el Popcreto, Augusto de Campos, Waldemar Cordeiro, entre otros, usarán la máquina de escribir como instrumento musical, algo que ya venían dándose con artistas europeos y norteamericanos, y por muchos conceptualistas latinoamericanos; es verdad que los vanguardistas antropófagos se valieron del medio en sus revistas y manifiestos, pero no se atrevieron a ir más allá de la propuesta de Andrade. De igual modo, Roberto Jacoby en Experiencia 68, una de las últimas muestras del Di Tella, utiliza el teletipo conectado a la agencia France Press que parecía a una máquina de escribir. Por otro lado, el escritor y artista argentino Leandro Katz en Nueva York con la obra Lunar Typewriter (1978) recurre a un invento singular: se vale de la máquina, pero sustituye las teclas por figuras redondas para mostrar, en vez de letras, las fases de la luna.

Los casos son abundantes y se insertan además dentro de un momento que algunos críticos, como Rosalind Krauss, han considerado como el de una crisis dentro del arte contemporáneo de la especificidad del medio artístico mismo (hablo de los textos A Voyage in the North Sea y Under Blue Cup). Por otro lado, si bien es indudable este marco histórico para entender lo que estaba sucediendo con estas apuestas, tampoco habría que olvidar otros posibles antecedentes, algunos de ellos acaso soterrados o indirectos. A este respecto podríamos hablar de incursiones con la impresión que antecedieron a la máquina de escribir, como aquellos que se dieron en el siglo XIX. Aunque las categorías de arte o literatura no eran parte de las líneas con las que algunos escritores trabajaron en el pasado, es bueno recordar por ejemplo el proyecto del venezolano Tulio Febres Cordero quien en su imprenta desarrolló lo que llamó para ese entonces como “imagotipia” (1885), una técnica de impresión que buscaba reproducir imágenes con los tipos del aparato de la imprenta, es decir, con los caracteres.

Primer imagotipo de Bolívar, de Tulio Febres Cordero.

Primer imagotipo de Bolívar, de Tulio Febres Cordero.

 

Por otro lado, podríamos hablar del mismo Simón Rodríguez quien en Sociedades Americanas proponía una escritura que se acercara más a lo visual, aunque su proyecto solo se valió de juegos con la tipografía y la distribución en el espacio. Si bien, como dije, no trabajaron con el instrumento propiamente dicho, sí se valieron de formas heterogéneas para lidiar con los caracteres, los tipos, elementos que después serán usados por la máquina de escribir, abriendo una relación que será muy usada por estas nuevas formas de escritura expandida que mezcla letra e imagen, dibujo, pintura y texto escrito.

Mucho tiempo después empezamos a ver otras prácticas con la máquina de escribir, que también van rompiendo los moldes entre géneros, disciplinas y medios literarios. Vuelvo entonces al siglo XX para tomar en cuenta a los mismos concretistas brasileños, quienes empezaban desde los cincuenta a trabajar con la estandarización del espaciamiento de la página y el estilo de la escritura que proveía dicho instrumento. De hecho, el libro poetamenos (1953) de Augusto de Campos se dio inicialmente en una máquina de escribir con cinta de colores; al parecer en la exposición REVER se puede ver todavía un facsímil  de “lygia dedos” instalada en SESC Pompeia. Con ello se abría así de forma más evidente un espacio entre arte conceptual y literatura hasta ahora inexplorado, salvo algunas dignas excepciones que se fueron dando en otras partes de Latinoamérica. Sin duda es posible citar muchos gestos, ejemplos, pues las búsquedas fueron variadas, apareciendo en diferentes contextos. Lo importante, por ahora, es considerar algunos modelos como posibles paradigmas de estas transformaciones.

 

V

Uno de estos ejemplos lo veríamos en una obra peculiar del poeta venezolano Rafael Cadenas. En el Número 58 de la Revista Cal de 1966 publica lo que llama Dibujos a Máquina, luego editado con el mismo título en el 2012. Allí vemos cómo trabajó con dos registros: por un lado, la escritura alfabética, y, por otro lado, el dibujo mismo, ambos creados con la tipografía a máquina. A decir de Luis Miguel Isava, se trata de un trabajo que sigue una “pulsión visualizante” que busca un punto intermedio entre la “representación de objetos a través de textos” y la “patentización de las formas de las letras y sus disposiciones textuales” (7).

Dibujos a máquina (Rafael Cadenas)

Dibujos a máquina (Rafael Cadenas)

 

De nuevo, en esta obra se amplía y replantea la dimensión performática que habíamos visto en Mario de Andrade al disolverse el plano referencial en la representación visual y abrir otras cadenas de relaciones entre lo escrito y lo dibujado con las mismas letras tipográficas de la máquina, con sus dígitos e instrumentos. En otras palabras, ya no interesa la auto-referencialidad del acto de escritura a máquina, sino ahora las posibilidades visuales de su tipografía que rompe radicalmente la distribución espacial de la página escrita. Cadenas relaciona un enunciado breve a partir de una acción concreta (caminar, pararse, enrollarse, descansar) con la imagen que procura la disposición y combinación de algunas letras. Por ejemplo, debajo de la proposición “me asombro” coloca la “O”, o cuando señala la acción de escribir (“escribo”) pone la “G”, que precisamente genera la impresión de un cuerpo doblado tecleando en una máquina de escribir. Por supuesto que las relaciones no necesariamente son simétricas, sino que se despliegan en distintas formas de vínculo e interpretación, diferentes eventos fuera de la jerarquía hermenéutica del sentido alfabético propio de la linealidad escrita, de su horizontalidad. El lector así se encuentra en cada página con un nuevo reto de coexistencia, de conexión, que entraña una experiencia diferente.

También el mexicano Ulises Carrión con su libro facsimilar publicado en los setenta titulado Poesías (1971) busca valerse de la máquina para generar otra relación entre mano, dígito, letra, página y máquina. Escrito enteramente con el aparato mecánico, salvo los signos de puntuación en los que usó la mano, repiensa el género de la poesía, socavándolo hasta su propia disolución con juegos intertextuales y plagios deliberados. Uno de sus textos reproduce el ruido de la máquina de escribir en el formato escrito, queriendo representar el sonido de su tecleo con la visualización sonora que reproduce la sílaba “ta”. Juega así con ese estruendo disonante y repetitivo para reproducir el efecto de la tecla en el papel, y sobre todo su cadencia mecánica, ese repiqueteo tan característico que produce el aparato a lo largo del ejercicio escritural, incluso cuando termina y se torna la palanca espaciadora para seguir en el siguiente reglón. Pero no satisfecho con ello, el autor mexicano trabajó junto con su amigo y artista Felipe Ehrenberg en ediciones artesanales, rústicas, de libros hechos en papel bond, maché o cartón donde combinaban la escritura manual con la escritura a máquina junto a fotografías y dibujos, tal como se hizo con la editorial que fundó llamada Beu Geste Press. Al igual que Cadenas y los concretistas, su búsqueda replantea y subvierte no solo la dimensión de la escritura alfabética (su linealidad, su gramaticalidad), sino el mismo libro como objeto literario, como artefacto cerrado, autónomo, algo que venía ya trabajando desde su autoexilio en Europa y su separación de las obras literarias más textuales que realizó en México:

Poesías (Ulises Carrión, 1972)

Poesías (Ulises Carrión, 1972)

 

Quizás el más osado experimentador de estas posibilidades técnicas sea el gran poeta Glauco Mattoso, quien entre 1977 y 1980 editó su famoso Jornal Dobrabil en el que propone un uso parecido a lo que luego algunos han dado en llamar “dactyloart”. En él reproduce el formato del periódico con versos y poemas escritos a máquina de escribir. Con ese gesto no solo rompe con el soporte tradición del libro, sino que juega con una intermedialidad que entrelaza imagen y escritura, el formato de la prensa con el de la poesía. Su proyecto inicial fue enviar mensualmente durante cinco años en los correos de lectores anónimos, una página de papel A4 mecanografiada, xerocopiada, doblada por la mitad y que estuviese intervenida por sus trabajos; trabajos que consistían en citas apócrifas, plagios y reescrituras. La idea es que pudiese fotocopiarse en forma de panfleto y reproducirse así de diversas maneras. Buscaba a la vez en una época de dictadura en Brasil emular en forma de parodia el formato de la prensa masiva representada por el periódico Jornal do Brasil. La primera edición en libro la hizo en 1981; luego, en el 2001, recogió de nuevo todos sus textos bajo el auspicio de la editorial Iluminuras.

Glauco es ciego y su verdadero nombre es Pedro José Ferreira da Silva. Usa el seudónimo para precisamente jugar con la enfermedad que padece, el glaucoma, que lo llevó a la ceguera, y esta particularidad es relevante por dos cosas. Primero, porque es bueno recordar que la máquina de escribir empezó siendo una tecnología para que los ciegos pudieran escribir; y, segundo, porque hay una dinámica importante en esta obra entre visibilidad e invisibilidad (o ceguera), con respecto al manejo de los hechos y las noticias en un momento donde había un aparato represor que fomentaba la censura, la desinformación y ciertos valores patriarcales conservadores. Por otro lado, y como el autor mismo declara en más de una ocasión, es el concretismo una de sus fuentes, de modo que sigue una tradición experimental importante, que a su vez había considerado el instrumento en algunas de sus tentativas, tal como mencioné antes. Lo interesante es que este uso paródico del movimiento está inscrito en una situación determinada: la dictadura brasilera donde estaba el autor cuestionando su sexualidad y sufriendo de una enfermedad significativa. El valerse de la máquina de escribir Olivetti de otro modo le permitió además escribir casi de forma artesanal, inscribiéndose por lo demás en la nueva poesía de su momento llamada geração mimeógrafo, con una precisión a prueba de balas. El autor mismo en el texto “Uma Odisséia no meio espacio” que incluye al final de la edición del 2001, revela la lógica misma de su operación con el aparato (el “medio espacio”). Allí reflexiona sobre las condiciones materiales de escritura de ese momento, y de esta forma nos explica cómo, para un período en los que los ordenadores ya se venían usando en las grandes empresas e instituciones, era muy difícil valerse del instrumento con fines creativos. La dactilografía artística, como dice, era apenas un simple apéndice. Nadie la trabajaba. Curiosamente propone lo que él  mismo  llama “trico e coche iconográfico” para su apuesta de escritura de “pintado y bordado”, es decir, fundiendo usos mecánicos con usos artesanales.

En este texto reflexiona con cuidado sobre el uso de la máquina de escribir. Si la Remington no era precisa en la distancia entre las letras, la Olivetti sí, y con ella pudo trabajar precisamente a partir de un entre-lugar que se abría en la distancia que separaba los dígitos del aparato, desprogramando los protocolos de escritura que piden el uso estandarizado del mismo. Además, rompe la direccionalidad misma de la escritura alfabética operando en tres planos: el horizontal bajo este lugar medio; el vertical, con los usos del espaciamiento; y el diagonal, con una combinación de la línea y este espacio medio en blanco. De igual modo, el autor incorpora en la obra una dimensión sexual, abyecta, muy explícita, sobre todo en la portada del libro en su versión final, en el que aparecen imágenes de escenas homo-eróticas en un excusado que lucen entre sádicas y masoquistas, entre provocadoras y sensacionalistas, con un grado de violencia subversivo que busca sorprender a cualquier incauto lector. Detrás de ello, está por supuesto la intención de revertir la cultura higiénica y puritana de una dictadura que se vendía como progreso social, tal como lo señala Mario Cámara al explicar que Mattoso “con su sátira excrementicia, iluminó y adjetivó aquella modernización autoritaria desde la cloaca y el baño” (Cuerpos paganos, 29). Hasta en esto la máquina pareciera tener algún rol remoto, más indirecto ciertamente, si consideramos que su ejercicio mecánico introdujo, según Friedrich Kittler, “la desaxualización de la escritura, sacrificando su metafísica y convirtiéndola en procesamiento de textos” (Gramophone, Film, Typewriter, 187). Recordemos que antes de su aparición, la escritura era casi un monopolio de hombres y que la pluma llegó hasta masculinizarse en términos simbólicos; de hecho, para el psicoanálisis era un símbolo fálico: “Una metáfora omnipresente vinculó a la mujer con la blanca página de la naturaleza o de la virginidad en la que la verdadera pluma del hombre podía inscribir la gloria de su firma”, explica Kittler (186). También, según el crítico alemán, por un tiempo al género femenino se le relacionó con la labor artesanal de la producción de tejido, mientras al género opuesto se le relacionaba más bien con la labor intelectual de producción de textos. Mattoso pareciera así extremar y pervertir más lo que ya había logrado el trabajo industrial de la máquina: al reintroducir su uso la labor artesanal (femenina) termina de des-masculinizar más los resabios binarios que todavía podían quedar de la división de géneros. También extrema ese gesto homo-erótico que realizó el mismo Mario de Andrade, al enamorarse de su propia máquina de escribir que llamó “Manuela” en homenaje a su amigo, el poeta Manuel Bandeiras.

De esta manera la máquina no solo se hace presente en el uso peculiar que desarrolla sus textos visuales, trabajando el “medio espacio” de la misma, sino también en la simbología que busca enmarcar en su trabajo como un posicionamiento crítico frente a una tradición autoritaria que se vivía en Brasil. Una se da de forma directa y material, la otra de forma indirecta y acaso inconsciente o espectral. Con ello, el autor reproduce y extrema las posibilidades abiertas por Mario de Andrade que luego fueron seguidas por Cadenas, Ulises Carrión y tantos otros. El aparato deja así de ser un mero instrumento y pasa a convertirse en un artefacto cultural que sirve para pensar otros horizontes de la escritura, de la creación y de la literatura misma.

Nota 4

 

Hasta aquí llegamos entonces con un período de amplio dominio de la máquina en el que las apuestas creativas salían del texto mismo para romper las convenciones de una escritura mecanizada que era parte del sistema social y cultural de la época, a diferencia del tiempo de los vanguardistas donde era todavía un oficio mal visto, practicado por secretarias con salarios bajo y la mayoría de los casos maltratadas. Queda ver ahora lo que sucede a partir de los ochenta cuando cambian algunos actores importantes, producto del computador personal. Me detengo brevemente solo a comentar algunas líneas.

 

VI

Ya con la aparición del computador personal en las últimas décadas del siglo XX las relaciones entre la máquina de escribir y otras formas de literatura expandida van a cambiar por razones tan amplias que nos obligaría a extendernos más en esta reflexión. Basta sin embargo destacar someramente tres líneas para tener claros el nuevo escenario. Primero, dentro de ciertas regiones de la literatura, la máquina volverá a reaparecer algunas veces como fetiche fantasmático (Alejandra Costamagna El sistema del tacto o Nona Fernández en Chilean electric), otras veces como experimentación: pienso sobre todo en algunos textos de Mario Bellatin como Retrato de Mussollini en familia de 2016. Después veremos ya una consolidación de las formas de arte que se valen del medio, tal como vemos en trabajos de Rivane Neuenschwander, Felipe García y tantos otros. Por último, habrá una suerte de espectacularización del medio en formas de entretenimiento poco convencionales: por un lado, los Jammings poéticos iniciados por Adrián Haidukowski que, si bien han privilegiado el computador, no dejan de darse en ciertas ocasiones con máquinas de escribir; por otro lado, en concursos televisados como el creado por el publicista peruano Christopher Vásquez junto a su pareja Angie Silva llamado Lucha libro o el llamado Letring Catch y muchas otras modalidades de Slam de escritura en vivo. También hay prácticas que siguen el modelo de la “poetógrafa” en la iniciativa ideada por el catalán Jo Graell de la Expenduría poética donde los escritores, a pedido de los clientes, realizan en directo trabajos poéticos con el aparato, sin obviar el local Cal Robert en donde también los consumidores de alguna bebida ofrecen unas palabras para que alguna poeta las convierta en poesía y que será imitado en algunos lugares de América Latina. Cabe mencionar, desde una dimensión menos sensacionalista y más social, el trabajo de la artista brasileña Tatiana Schunk, quien sale a las calles de Sao Paulo a recopilar historias de la gente y tiene un performance en el que transcribe las historias personales de la gente común

Desde estos horizontes se desarrollarán otros usos y apropiaciones del medio con la escritura, acaso más solidificados, más especializados también. En cualquier caso, basta destacar las propuestas revisadas hasta ahora para dar cuenta de una apertura a otras formas de escritura literaria propiciadas por nuevos usos del medio. Hablamos así de una modalidad de lo inespecífico que sutura y corroe el espacio literario no solo desde las posibilidades de su lenguaje y escritura, sino desde sus propios soportes, cada vez más problematizados. Hablamos de una  escritura “fuera de sí, porque demuestra una literatura que parece proponerse para sí funciones extrínsecas al propio campo disciplinario”, tomando las palabras de Florencia Garramuño en Mundos en común: ensayos sobre la inespecificidad en el arte (45). Hablamos de un textualidad desterritorializada que rompe las conexiones del marco escritural, abriéndose a otras relaciones con sus formatos y medios. Las producciones se abren así a lo amorfo, a lo indefinido, contestando la noción de límite como contención, represión, delimitación, caracterización, acercándose no solo al arte, sino a otros lugares, espacios, formatos. La máquina permite otros usos de la escritura extravagantes a partir de los cuales se rebelan los escritores y artistas mencionados sobre las economías de la representación escrita, sobre sus usos estandarizados, cada vez más orgánicos. Es curioso que Marshall Mcluham –tan criticado por su visión determinista de la tecnología– valorara, al hablar del medio, estos usos potenciales desde la creación, destacando precisamente su performatividad. “El poeta, sentado ante su máquina de escribir al estilo del músico de jazz, tiene una experiencia de la escritura como actuación”, señala (269). Al disponer así de los recursos de la imprenta, el escritor logra tener una mayor libertad y por eso se vale de una especie de “megafonía utilizable en el acto” que le permite “gritar, susurrar o silbar y hacer divertidos guiños tipográficos” (269). El instrumento lo acerca así a la “coloquial libertad del mundo del jazz y del ragtime”, estableciendo una fuerte relación entre “la escritura, el discurso y la publicación” (270), algo que ya había previsto el poeta E.E. Cummings. Estas tentativas permiten avanzar en la lógica post-medial de lo inespecífico, al seguir la “promesa de la música electrónica, en cuanto comprime o unifica las diversas tareas de la composición y publicación poética” (272).

No se trata de simples caprichos de autores extraños. En sus exploraciones estaba una necesidad de redimir el instrumento, y la escritura misma, de ciertas prácticas convencionales que la vaciaban de sentido. Tomemos en cuenta que con la estandarización de la máquina ya desde inicios del siglo XX, se convierte también en un dispositivo que sirve para modelar, dirigir, encauzar, regular, sedimentar, unos usos del lenguaje, unos protocolos propios de la escritura profesional, siguiendo las lógicas de la burocracia moderna y del capitalismo industrial y financiero; no en balde el mismo Mcluhan destacaba cómo su uso logró fijar mejor las reglas de la ortografía y la gramática. También esta sedimentación sirvió para reproducir las convenciones en el uso de la página y de la tipografía de la linealidad alfabética, custodiando a su vez la especificidad de ciertas escrituras y con ello de ciertos saberes, sin obviar cómo se impuso también una economía corporal en la distribución de los cuerpos, de sus movimientos, que no solo determinaron el trabajo formal, sino el mismo trabajo intelectual.

En este periplo que se da en el siglo XX podemos ver dos posicionamientos, correspondiendo a dos momentos históricos distintos en el uso del medio. Si en el caso de las vanguardias la escritura se vale de la presencia de la máquina para romper los privilegios que todavía tenía la escritura letrada de la mano y sus jerarquías culturales, a partir de los treinta, cuando ya es común el uso de la máquina en todos los sectores de la población, los escritores proponen otros usos del aparato sobre la página, otras formas de interactuar con él que extreman las propuestas iniciales. Podríamos decir entonces que estas tentativas emancipan la máquina de la escritura formal, y de su auratización correspondiente. Con ello se rebelan los autores vistos hasta ahora, quienes, para seguir con una idea que introduje al comienzo de este escrito de Simón Rodríguez, reproducen secretamente su utopía de pintar las palabras.

Para terminar, quisiera volver a los años ochenta del siglo XX, cerca de la hegemonía del computador personal, y detenerme en el poema visual llamado precisamente “Poema” de la revista Zero à esquerda. El trabajo de Lenora de Barros fue escrito justo en el año 1980 en colaboración con la artista Fabiana de Barros, quien tomó las fotos, y publicado un año después. Como se puede evidenciar, es un claro ejemplo de la relación del instrumento con la palabra literaria, o con cierto mito relacionado con ella. Allí vemos seis fotogramas dispuestos verticalmente como en secuencia. Primero vemos una boca abierta femenina que muestra su lengua, luego aparece el órgano lamiendo el teclado de una máquina, posteriormente lo hace con las mismas teclas. Ya en la siguiente foto aparece la misma escena desde un ángulo más cercano y con gestos más violentos, y, al final, en las dos últimas, el instrumento pareciera absorber el órgano humano terminado al final de devorarlo.

"Poema", de la revista Zero à esquerda, 1981

«Poema», de la revista Zero à esquerda, 1981

El poema, según Renan Nuernberger, pareciera definir una poética del acto creador, una poética que se desarrolla precisamente en la era donde la máquina de escribir había monopolizado la escritura; la fecha de su publicación no es casual: ya a partir de los ochenta es cuando aparece el computador personal. El texto da cuenta así de cómo este proceso creativo empezó en la boca, lugar de la voz, para terminar siendo absorbido por el mismo aparato, lugar mecánico por excelencia. En ese sentido devela las complicadas relaciones que siempre han existido entre la lengua, como órgano natural que pronuncia la palabra en el aire, y su choque con la máquina, medio técnico representativo de la modernidad. La palabra hablada como región por cierto de gestación del verbo, de la creación, es decir, donde se perpetúa el dominio de lo oral, cercano según este imaginario al cuerpo, ahora tiene que pasar por un mecanismo intruso, automático, frío. La escenificación de la violencia de esa mediación tecnológica –de una batalla que se da entre la lengua y el instrumento, diría el crítico Omar Khouri (Leonora de Barros: uma produtora de linguagem, 43) –, se construye con la idea de una corporalidad engullida, tragada, absorbida, que pareciera así quitar el habla, robarla. Contacto que empieza, como sugiere el mismo Nuernberger, como escena erótica (la primera foto es de unos labios pintados que se abren al espectador en forma de beso) y termina entonces como violencia devoradora, como acto antropofágico, en este caso revertido: no es el cuerpo el que come, sino es el instrumento mismo, el cual ocupa por cierto la mirada del observador en la primera imagen. La boca abierta mostrando la lengua, adquiere entonces una significación doble: es tanto el ejercicio de dar un beso lascivo y abierto, como el acto de tragar algo concreto. Entrega y al mismo tiempo disolución: amor y alquimia del proceso creador.

Por último, y ya para cerrar, no vemos aquí un uso de la máquina desde la escritura, tal como presenciamos en Cadenas o Mattoso, sino una representación del medio mismo a nivel visual. La escritura alfabética, por otro lado, es llevada a su mínima expresión con la palabra del título que se ve junto con el recuadro final de forma pequeña, colateral. La utopía de una república donde se pudieran pintar las palabras, como ansiaba Simón Rodríguez, queda subsumida en la imagen fotográfica que a su vez se traga el origen, el arkhé, de lo que cierta tradición de la escritura considera las fuentes del idioma. Pero al final, y como sale en la última imagen, se da el poema, proceso de deglución y transformación de la palabra realizado por el famoso invento patentado por Scholes, cuna y engendro de la obra inespecífica.

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“Todos instrumentos”: Crónica de una orquesta

Por: Fernando Pérez Villalón

Imagen: El flautista, de Remedios Varo.

Fernando Pérez Villalón –escritor, músico, académico– reconstruye su experiencia de casi diez años en la “Orquesta de poetas”, un proyecto que comenzó en 2011 y que se propone explorar las posibilidades de combinación entre música y textos a partir de dos amplios parámetros. Por un lado, el proyecto busca indagar en los vínculos entre poesía y música evitando la especialización de funciones y oficios, para así tensionar los límites de lo que significa ser músico/a o escritor/a. Por otro, en esa búsqueda, evitar dos polos extremos: el formato de la canción –para el autor, quizás el modo más obvio de musicalizar un texto poético– y el formato “ruidístico” de la poesía y el arte sonoros. A su vez, Pérez Villalón se pregunta por la dimensión política de esta práctica, en un contexto latinoamericano cada vez más convulsionado: su politicidad radicaría en habilitar un modo de producción distinto al imperante, que pone en juego lo colaborativo y lo colectivo.


Llevo ya casi diez años embarcado en un proyecto que reúne música y poesía bajo el título algo altisonante de “Orquesta de Poetas” (https://www.orquestadepoetas.cl/). Con ya cuatro discos a su haber (tres de ellos también libros), muchísimos conciertos y presentaciones y un diálogo siempre abierto con otras propuestas de la escena local o internacional, este colectivo de bordes porosos e inestables –cuyos integrantes han ido variando en el tiempo– reúne a temperamentos estilos, escuelas y estéticas diversos que van entretejiéndose en una trama que no deja de sorprendernos a los que la vamos desplegando. Se trata de un proyecto sin un plan preestablecido, sin manifiestos ni proclamas, sin más brújula que la intuición y la apertura al juego colectivo, que explora las posibilidades de la poesía en un sentido amplio, entrecruzando los recursos del audiovisual y las posibilidades de las tecnologías electrónicas recientes con el regreso a raíces arcaicas de la poesía en su vinculación con el cuerpo, la voz, el ritual.

La Orquesta de Poetas comenzó en el 2011, impulsada por el escritor y músico Federico Eisner, como una reunión de poetas y músicos interesados en explorar las relaciones entre estos dos campos. Yo llegué a ella a través del poeta Felipe Cussen, quien nos presentó en una reunión del Foro de Escritores en el Bar Rapa Nui. Más adelante se nos sumó Pablo Fante y quedó completa la primera formación del grupo. Federico y Pablo tocan, entre otros instrumentos, el bajo eléctrico y el contrabajo, respectivamente. Felipe, además de su dedicación como flautista dulce a la música antigua, tenía ya por entonces mucho interés en explorar los recursos de la música electrónica, yo mismo toco algo de piano y guitarra, como aficionado (mis objeciones respecto a los límites de mis capacidades musicales fueron descartadas tajantemente en las reuniones iniciales, en las que recuerdo haber estado entusiasmado e intimidado por partes iguales). Todos habíamos publicado por entonces, y hemos seguido haciéndolo, libros de poesía y otros géneros como cuento y ensayo. Podía decirse, entonces, que éramos músicos y escritores (pero podría decirse también que nos estábamos embarcando en una idea que pondría en crisis la noción habitual de lo que significa ser músico o escritor).

El proyecto siempre se pensó como abierto a otros colaboradores que se irían sumando (en parte por eso la idea de “orquesta”). Luego de que Felipe se retirara del grupo para dedicarse a otros proyectos, Marcela Parra se integró por un tiempo en electrónica, voz y teclados, y José Burdiles como miembro permanente en batería, percusión y voces. Solemos hablar de la “Orquesta ampliada” para referirnos a estos colaboradores que ya no son parte del grupo pero que siguen participando en él ocasionalmente, y al amplio grupo de escritores, artistas, músicos y amigos que se suman para presentaciones o proyectos específicos y que han incluido, además de a Marcela y Felipe, a Carlos Cociña, Elvira Hernández, Cristóbal Riffo, Martín Gubbins, el Coro Fonético, Pedro Villagra, Luis Bravo, Juan Ángel Italiano, y recientemente Pedro Rocha, Amora Pêra, Cid Campos, entre muchos otros.

El planteamiento inicial del proyecto era amplio y genérico: explorar las relaciones entre poesía y música, integrándolas más estrechamente que las colaboraciones hechas a partir de una división tajante del trabajo; por ejemplo, en el caso de un poeta que lee sus textos acompañado por un músico que improvisa o compone algo más o menos relacionado que funciona como base sonora. Se trata, precisamente, de evitar la especialización de funciones y oficios, de ponerlos en tensión, de hacer las dos cosas a la vez, incluso si eso puede a veces implicar un resultado menos limpio y consistente, menos eficaz. Para mí, en particular, se trata también de salirse de los límites autoimpuestos por la propia estética, gusto o personalidad. No solo porque un trabajo colectivo implica estar dispuesto a aceptar los gustos de los otros, sino porque muchas veces los textos que escribo para la Orquesta están en un registro distinto de los que escribiría como “solista”. Una parte de esta aventura tiene que ver con la desestabilización de lo propio y una exploración del trabajo en común que te lleve a zonas a las que no habrías llegado por tu cuenta.

En la misma línea, este tipo de trabajo siempre te confronta a lugares incómodos, expuestos, en los que no hay soluciones técnicas correctas sino búsquedas que pueden no llegar a nada. A mí en particular, por mi condición de aficionado, me interesa la pregunta por cómo hacer música desde el “no virtuosismo”, desde la torpeza o insuficiencia de un oficio no consolidado, desde la tensión entre intentar hacerlo bien y explorar el potencial de los errores, las notas falsas, los traspiés o la simplicidad. Como un actor no profesional, a veces el músico amateur puede hacer aparecer aspectos de la música que quedan ocultos en los despliegues técnicos impecablemente competentes. Por otra parte, aunque me siento más cómodo con el oficio de escribir, la Orquesta también ha funcionado como invitación a encontrar otros modos de aproximarse a él, que no siempre pasan por escribir lo mejor posible, sino que pueden implicar exploraciones de lo fragmentario, lo imperfecto, lo deliberadamente cursi, lo ridículo y gracioso. La poesía escrita para ser presentada en vivo, en un contexto de trabajo colectivo, exige considerar otras variables que la poesía pensada para incluirse en un libro convencional de autoría única.

En nuestras conversaciones iniciales nos propusimos también, como regla, evitar dos polos extremos: el formato de la canción (probablemente el modo más obvio de musicalización de un texto poético, que lo convierte en una melodía) y el formato puramente “ruidístico”, propio del arte o de la poesía sonoros. Más que como tabúes, estos polos operan como límites flexibles de un campo que nos propusimos explorar, y en varias ocasiones hemos integrado elementos de ambos extremos (el ruido no organizado musicalmente, la palabra cantada). Esto muchas veces nos hace aparecer como insuficientemente musicales para los músicos, y demasiado musicales para los artistas o poetas sonoros, que justamente evitan referir a los códigos reconocibles de la música compuesta.

Se trataba entonces de explorar diversas posibilidades de combinación entre música y texto a partir de esos parámetros muy amplios. Comenzamos reuniéndonos en casa de Pablo, con algunos instrumentos, a ensayar diversos ejercicios improvisados o dirigidos por turnos. Trabajamos a partir de textos propios y ajenos, y a partir de las lecturas, influencias, repertorios, estilos y audiciones heterogéneos que traía cada uno. No había una estética común predefinida aparte de las reglas del juego iniciales, y creo que eso le ha dado un eclecticismo interesante a nuestro trabajo: desde el inicio nos acostumbramos a aceptar los ejercicios propuestos por cualquiera de nosotros, bajo la forma de instrucciones amplias para improvisar, maquetas de audio, partituras musicales o gráficas. En nuestro trabajo posterior coexisten ejemplos de minimalismo concretista con textos de un barroco surrealizante y desbordado formalmente, poesía métrica como la de David Rosenmann-Taub con poesía coloquial como la de Claudio Bertoni, décimas de Violeta Parra con un soneto de Rimbaud.

Trabajamos sobre todo en castellano, pero hemos integrado también textos en francés y portugués, y para algunas lecturas hemos traducido textos al italiano, portugués e inglés. Hemos recitado también en idiomas que desconocemos, como el húngaro y danés (en una performance en Brasil en que leímos en doce idiomas distintos el poema “No meio do caminho” de Durmmond de Andrade hasta llegar al texto original en portugués). Si bien el proyecto ha ido evolucionando de un formato más improvisado y abierto hacia composiciones más establecidas, persiste en él una dosis de azar no abolida por los ensayos y preparación de las presentaciones, una dosis de imprevisibilidad que tiene que ver con las relaciones con el espacio, el público, los errores y las soluciones encontradas de improviso en la ocasión. El sonido se expande y esponja, se espectaculariza en espacios más amplios y teatrales, se condensa y recoge en espacios más íntimos, se dispersa en tocatas al aire libre. Esto, que es cierto de todo proyecto sonoro, permite alternar en la Orquesta un registro más de concierto con un registro más interactivo.

El 2011 comenzamos poco a poco a presentarnos en vivo, inicialmente en formato cuarteto (dos teclados-controladores midi, contrabajo y bajo eléctrico) y luego con el apoyo del baterista Ricardo Luna. Las primeras presentaciones estuvieron plagadas de problemas técnicos (una loopera que no obedecía, computadores congelados, samples distorsionados) y musicales (desencuentros rítmicos, niveles mal regulados de volumen), como era normal en un proyecto que nos exigía hacer lo que no sabíamos, salir de nuestras zonas familiares y exponernos al ridículo, la incomprensión, el rechazo o la indiferencia. La poesía y la música son artes hermanas, gemelas podríamos decir, que comparten una larga historia de complicidades, encuentros y cruces, pero también entran en tensión: el ruido no deja entender las palabras, los textos no dejan entregarse a la música como flujo puramente sonoro y sensorial. Una dificultad básica es la de tocar y leer o recitar al mismo tiempo, muchas veces en ritmos que se desordenan o entran en tensión. El formato más simple sería el de una voz solista que presenta el texto apoyado por la banda, pero casi siempre hemos funcionado en un formato más difícil, en el que alternamos las voces y los instrumentos, los roles y protagonismos. Los textos se leen a una o varias voces, al unísono o descoordinados, resaltados por la música o cubiertos por ella. La relación entre el sonido y el sentido nunca es simple ni equilibrada, funciona como un balancín, como una puerta giratoria cuya rotación puede trabarse, acelerarse, una zona en que el límite entre afuera y adentro es impreciso.

Nuestro primer concierto fue una presentación vocal, en un evento titulado “En la puerta del horno, música y poesía”, en el que presentamos una pieza a cinco voces sin acompañamiento compuesta especialmente para la ocasión, titulada “Pan y vino” (en alusión al poema de Hölderlin, pero también al hecho de que ese taller de arte era una antigua panadería). Siguieron presentaciones en Piso 3 (un espacio para la música improvisada), el Centro de Arquitectura Contemporánea, el Centro Cultural Gabriela Mistral (para la celebración de los veinte años de Balmaceda Arte Joven), Pumalab (una tienda de zapatillas y ropa deportiva marca Puma que alojaba un ciclo de conciertos) y la Feria Internacional del Libro de Santiago, donde se lanzó nuestro primer disco-libro. Ya para entonces el proyecto se había ido afiatando y definiendo, encontrando su lugar de equilibrio.

Grabado el 2013 en vivo en el Centro de Extensión de Balmaceda Arte Joven en Quinta Normal, Declaración de principios fue publicado el 2015 como un libro físico que contenía un DVD con el registro audiovisual de la grabación (y algunos videoclips un poco más elaborados). Ya para entonces se había integrado José Burdiles en batería. El disco, ya agotado en formato físico pero disponible para descarga gratuita, como todos nuestros trabajos, se abre con la musicalización del poema que le da título, un texto de Jorge Velásquez que se lee cuatro veces sumando una voz en cada vuelta, para luego dar paso a un tema instrumental que se eleva sobre el fondo difuso de esas voces en loop, distorsionadas como sample, girando una y otra vez.

“Declaración de principios”

 

Este tema funciona como una suerte de manifiesto involuntario, en su frase inicial: “Debemos invadir / anclar nuestro reino en su archipiélago” que, de referirse a la violencia colonial, pasa a cargarse de sentido en relación con la interpenetración mutua de campos como la música y la poesía, en un ejercicio de desposesión, reterritorialización, no desprovisto de elementos agresivos (a nivel sonoro, el choque de los timbres de un teclado saturado y la melódica, que se combinan en una melodía disonante y rítmicamente compleja, pero también el choque de la música con la ola de ruido blanco en la que se convierten las voces). En cada una de las cuatro lecturas del poema aparece un cuerpo diverso, un tono diverso, un poema diverso. Cuatro granos de la voz, cuatro versiones de un mismo texto. En el resto del disco coexisten sonidos provenientes de tradiciones tan diversas como el jazz (“Tres cuartos”), el pop bailable (“Oh my God”, “Cholitas”), los ritmos afroamericanos uruguayos o peruanos (“Todo bien”, “Derrumbes”), la poesía fonética (“Relógio”, “Vocales”) y otras corrientes que se entremezclan, como la música y el habla, sin llegar a fusionarse, conservando sus identidades separadas pero expuestas a un afuera que las enrarece. Tal vez una característica de este primer trabajo vaya por ahí: una multitud de elementos reunidos sin llegar a una síntesis, preservando la distinción de estilos y voces individuales, la tensión entre exploraciones diversas, que tal vez en creaciones posteriores se haya ido aminorando.

Siguieron a ese disco numerosos viajes y giras, muchas veces apoyados por fondos estatales de cultura: hemos estado en Buenos Aires, Montevideo, Bogotá, Oaxaca, Madrid, Venecia, Ilhéus, São Paulo, Rio de Janeiro, en festivales de literatura y ferias del libro, tocando para públicos que oscilan entre el desconcierto y el entusiasmo. Los problemas técnicos han ido disminuyendo y, a fuerza de ensayos, también nuestra propia torpeza. Persiste, eso sí, yo diría, algo de incomodidad ante un formato híbrido, que nos niega algunas de las seducciones de la música (tal vez la principal: la melodía, la voz cantada, esa prolongación del habla hacia una zona más intensa, precisa y afectivamente cargada de la experiencia sensible) y saca a la poesía de la intimidad de la lectura silenciosa (o en voz alta pero contenida, limpia, atada al cuerpo presente del autor) para llevarla hacia zonas en las que puede volverse más intensa, pero también, inevitablemente, impura (adquiere voces, cuerpos, rostros, gestos específicos en vez de ser una forma encarnada en el blanco sobre negro de la página o en la voz del autor que la presenta intentando volverse invisible).

Siguiendo la intuición inicial del primer disco, en el que incluimos videos tocando en vivo como una manera de remitir a los aspectos performáticos del trabajo en vez de a su sonido como un hecho musical puro, hemos continuado trabajando una vertiente audiovisual que complementa muchas presentaciones en vivo y que en muchos casos completa la versión acústica. Hay varios registros de presentaciones, pero también exploraciones cercanas al trabajo con los textos a nivel gráfico y tipográfico propio de la tradición de la poesía concreta, así como un trabajo de proyección de video en vivo en colaboración con el artista Cristóbal Riffo, quien mezcla archivos visuales con intervenciones análogas en tinta sobre papel.

“Repetimos” (video de Pablo Fante)

“Cacería celeste austral” (registro documental de la lectura de la autora con registros del proceso de grabación e intervenciones visuales en vivo de Cristóbal Riffo)

El 2017, se le sumó a este primer disco-libro un eco curioso, un disco de remixes y versiones titulado Dclrcn_d_prncps, para el que invitamos a varios amigos, colaboradores y en el que nosotros mismos propusimos algunas variaciones sobre el primer trabajo. Este disco, descargable aquí, se hace cargo no solo de la dimensión colaborativa y abierta del proyecto, sino de la noción de que las versiones grabadas no son ni definitivas ni las únicas posibles. Algunos temas aparecen en este disco más desnudos, despojados de toda su parafernalia, como “Cholitas catfight” en una versión para voz y metalófono de Marcela Parra, o “Derrumbes” en el dúo vocal de Karla Schüller y Carla Gaete, del coro fonético, o la versión de “Oh My God” de Felipe Cussen (que elimina las voces e instrumentos de la grabación original para trabajar sólo con una base electrónica armada con samples vocales), mientras que otros se complican y complejizan, como “Todo bien” que en manos de Esteban Grille adquiere un riff de guitarra que lo acerca al campo de la canción, “Vocales” transformado por mí de una pieza de improvisación fonética a capela en una atmósfera enrarecida por la distorsión, sampleo y loopeo de las voces a través de un software de edición, mientras que las versiones de Richard Moon, Daniel Jeffs, Damas Chinas y Guillermo Eisner exploran una estética DJ que potencia la base rítmica de los temas originales y David bustos acerca “A veces cubierto por las aguas” a la onda del rock progresivo o psicodélico, con una atmósfera marcada por teclados saturados, ecos y delays vocales junto a efectos que enrarecen los sonidos de agua de la versión original.

El 2019 fue un año cargado, con la aparición de El roce de las voces, un disco casi por completo vocal grabado con los poetas uruguayos Luis Bravo y Juan Ángel Italiano, y Todos instrumentos, nuestro segundo disco de composiciones en las que se entremezcla lo vocal con lo instrumental. En este último se decantan algunas cosas y aparecen otras nuevas: continuamos con el juego de lectura de textos a varias voces y timbres que se alternan, superponen o conversan, también con la búsqueda de composiciones de estilos diversos que respondan de algún modo al tono, los ritmos, la estética o las imágenes del poema. Aparece por primera vez un asomo de canción (en el estribillo de “1987”, poema de Claudio Bertoni) y se consolida un sonido anclado en la tradición del rock, sin excluir otros estilos. Todos instrumentos es un disco de estudio, de muchas horas de grabación, edición y mezcla, en el que todos los temas tienen interpretación vocal y arreglos instrumentales. Por último, en este disco nueve de los once temas parten de textos de otros autores (incluyendo a Nicanor y Violeta Parra, Claudio Bertoni, Ludwig Zeller, Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva, David Rosenmann-Taub y Martín Gubbins). Esta dimensión “apropiativa” de nuestro trabajo habla tanto de una forma de leer la poesía de muchos de los poetas que nos fascinan, como de la curiosa coincidencia de varios encargos que nos han hecho en los últimos años para distintos escenarios, una tarea que asumimos con gran placer. Si en nuestro primer disco la principal voz invitada era la de Carlos Cociña, en una versión de su poema de orden aleatorio “A veces cubierto por las aguas” (http://www.poesiacero.cl/aveces.html), en este trabajo se destaca la voz de Elvira Hernández, que abre el disco participando en nuestra versión de su texto “Cacería celeste austral”. Aparece también una mayor variedad tímbrica, con la inclusión de metalófono, saxos, didgeridoo, flauta dulce, y violín. El título del disco alude a esta sobreabundancia de instrumentos, pero también a una anécdota: leyendo en voz alta su propio poema musicalizado por nosotros, Ludwig Zeller confundió una indicación musical (“Todos instrumentos”, indicando el regreso de los músicos después de una pausa) con un verso del texto, un error que dice mucho respecto a cómo se transforma la poesía en contacto con el campo del sonido. Podría haber también tal vez en este disco el peligro de una fórmula probada y decantada, de un formato de combinación de poesía y música que finalmente no cuestiona tanto ni las formas del poema convencional ni los estilos musicales reconocibles, pero sospecho que se trata solo de un momento de estabilidad pasajera en una exploración que no dejará de oscilar entre el desorden de la experimentación y equilibrios tentativos.

En ese sentido, El roce de las voces es un complemento interesante a este trabajo: se trata de un disco más juguetón, vertiginoso, inquieto. Fue grabado durante una visita a Montevideo, en noviembre del 2018, con ocasión de la invitación al Mundial Poético organizado por Martín Barea Mattos. Oscilando el acento rioplatense y el chileno, recorremos textos de Luis Bravo, Federico Eisner, Pablo Fante y míos, así como de Violeta Parra (“La muerte es un animal”), arreglados para ser leídos por entre tres y seis voces. Los registros exploran la improvisación vocal asémica, la recitación coordinada, el caos (des?)controlado y los ritmos del habla coloquial tensionados con la regularidad métrica o rítmica de algunas estructuras fijas. Al centro del disco, está una improvisación vocal colectiva titulada “sURSONATE/Ursberequetúm” propuesta por Juan Ángel Italiano a partir de textos de Kurt Schwitters, Vicente Huidobro y Juan Cunha, que puede leerse no sólo a partir de la tensión entre vanguardias europeas y latinoamericanas que este diálogo propone, sino también a partir de la tensión entre el pasado ya consagrado de ciertos experimentos canónicos (la Ursonate de Schwitters, Altazor de Huidobro) y sus relecturas actuales, que retoman su impulso renovador, ya de hace más de cien años, y lo interrogan con humor irreverente, goce y convicción profunda de que hay en él enigmas de una importancia que no hemos terminado aún de descifrar.

“La muerte es un animal”

“sURSONATE/Urseberequetúm”

La Orquesta de Poetas no puede comprenderse como un fenómeno único, aislado. Surge en un terreno ya abundantemente abonado por varios ejemplos previos de exploración de la relación entre poesía, música y performance: para dar solo tres ejemplos de entre otros posibles, el trabajo de Enrique Lihn en sus acciones poéticas de los años 80 como “Lihn & Pompier” o “Adiós a Tarzán”; Mauricio Redolés, pionero en explorar el tránsito entre poesía y música popular en discos como Bello barrio; y Cecilia Vicuña, con su trabajo de una poesía oral, vocal, visual y performática, en diálogo con las culturas indígenas y el arte contemporáneo. Es un proyecto además muy consciente de sus deudas con sus innumerables antecedentes en las variadas vanguardias y neovanguardias latinoamericanas y mundiales (particularmente el caso brasileño, del concretismo al tropicalismo y su continuidad en el presente), y con un diálogo fluido con diversas escenas experimentales de la actualidad. Lo que todas estas tentativas tienen en común es una interrogación abierta de los límites del lenguaje como medio, y de las relaciones posibles entre sus dimensiones gráficas, sonoras, performáticas y semánticas, que a menudo comienza como una exploración de lo literario y desemboca en cruces con lo que tradicionalmente se considera el exterior de la literatura.

A nivel local, me parece importante destacar la deuda del trabajo de la Orquesta con el Foro de Escritores, un taller de poesía experimental inspirado en el Writers Forum de Londres, que se reunió cada tres o cuatro semanas del 2003 al 2010, los sábados por la tarde en el Bar Rapa Nui. En sus sesiones se presentaba poesía textual en formato tradicional, pero también poesía visual, performance, poesía sonora, y todo tipo de artefactos inclasificables. A diferencia de otros protagonistas de la escena cultural, como la autodenominada generación “Novísima”, que irrumpió en ella con ínfulas desatadas de protagonismo, ruptura, irreverencia, el Foro de escritores cultivó una postura de puertas abiertas a quien se acercara, una postura que evitaba el juicio crítico (con todo lo exasperante que ello puede resultar frente a prácticas experimentales muchas veces fallidas o descaminadas), sin una clara adscripción generacional, ni demasiado interés en asesinar o consagrar a ningún padre o hermano mayor. Varios miembros del Foro de Escritores han seguido activos de manera individual en los campos de la poesía sonora y visual, como Felipe Cussen, Martín Gubbins, Gregorio Fontén, Martín Bakero, Ana María Briede, y nuestro trabajo ha dialogado intensamente con esas búsquedas paralelas.

Por otra parte, en los últimos años, quienes se interesan en la relación de poesía y música (pero también entre poesía y performance, danza, artes visuales, teatro, entre otras cosas) han encontrado una ocasión de reunión en los Festivales PM, realizados en el 2014, 2016 y 2018. El sitio web del festival (https://www.festivalpm.cl/) reúne un amplio registro de lo presentado en su contexto. Proyectos como el de González y los Asistentes, Radio Magallanes, Coro fonético, Poetas marcianos, Winter Planet, entre otros, han encontrado ahí un contexto amigable para compartir sus búsquedas ante un público abundante y entusiasta, que ha contribuido a que lo que eran búsquedas aisladas, muchas veces incomunicadas, vayan articulándose como un campo más consistente y complejo. En un dossier sobre poesía y música (https://letrasenlinea.uahurtado.cl/dossier-poesia-y-musica/) que edité yo mismo a propósito de la versión 2018 del Festival aparecieron algunas de sus paradojas: la pregunta por qué significan poesía y música en este contexto, la presencia o ausencia de prácticas tradicionales como el canto folclórico, la tensión entre propuestas más convencionales y más experimentales, la decisión de centrarse exclusivamente en la exploración de un diálogo dual (poesía + música) o abrirse hacia todo lo que este diálogo pone en juego (danza, performance, audiovisual).

El Festival ha sabido arreglárselas para funcionar como un foro abierto a diversos registros y voces, con un esfuerzo sostenido por consolidar la escena local, pero también por ampliarla, evitar consagraciones rígidas o colectivismos cerrados. Con todas las insuficiencias que se le podrían achacar, ha sido un escenario clave, un vórtice de energías en el sentido poundiano, una convergencia de fuerzas diversas que en vez de enfrentarse se combinan en un todo claramente superior a la suma de sus partes y voluntades individuales. Una crítica habitual desde el mundo literario es la de “esto ya no es poesía”, a lo que se puede contestar que no, que no lo es, y poco importa, pero lo cierto es que estas búsquedas surgen de una interrogación a fondo de qué ha sido y puede ser la poesía, de las dimensiones del lenguaje como medio en sus vertientes verbales, vocales, visuales, para retomar la eficaz fórmula del grupo Noigandres.

En un ensayo de mediados de los 80, el poeta brasileño Haroldo de Campos señaló que la poesía había entrado a una fase post-utópica, de negación del principio-esperanza de transformación del mundo que definía a las vanguardias históricas, y que seguía activo en la fase inicial del movimiento de la poesía concreta. Concuerdo en buena medida con el diagnóstico y creo que sigue siendo válido respecto al estado de diversas escenas de literatura y arte experimentales. En un contexto latinoamericano tensionado por el retorno de diversos autoritarismos, populismos, tecnocracias, por la opresión insidiosa de un capitalismo global a veces muy sutil en su gobierno de la vida cotidiana, cultural, intelectual, es preciso hacerse la pregunta por la dimensión política de estas prácticas. Si bien no se definen a partir de un horizonte de compromiso político colectivo explícito, no creo tampoco que se trate en ningún sentido de operaciones meramente estéticas. Su politicidad radica a veces en un modo de producción distinto al imperante, que pone en juego lo colaborativo y colectivo, en una economía del don y de la falta de cálculo, en un desarreglo de los sentidos que puede poner en suspenso por un momento los repartos de lo sensible anquilosados por el hábito, en un juego gratuito que invita a desautomatizar nuestras relaciones con la palabra, el cuerpo, el sonido, el espacio y el ritmo con que los recorremos.

Mientras termino de revisar estas líneas, estalla en Chile un movimiento social de cuestionamiento amplio del sistema neoliberal y de los equilibrios políticos con los que se ha gobernado Chile los últimos treinta años. Es un momento intenso de conflicto, en choque con una represión estatal dura, en el que se entrecruzan fuerzas y convicciones muy diversas. ¿Qué puede hacer, en casos como este, la poesía? Más allá de la opción (válida) por el compromiso, por la difusión o por el testimonio, me digo que debiera ser un espacio de escucha en el que resuene y se decante el concierto disonante de sonidos que se escuchan en las calles, unas antenas activas para captar y condensar las energías subterráneas que nos movilizan, una piel dispuesta al contacto con otros en que nos configuramos en común, una página de signos listos a ponerse en movimiento. Es lo que hemos intentado.

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Escritores que no escriben: apropiación y desplazamiento de la palabra en la escritura y en la cultura contemporáneas

Por: Leonardo Villa-Forte

Traducción: Jimena Reides

Imágenes: Leonardo Mora

 

Para Leonardo Villa-Forte, la llamada “escritura de la apropiación” –aquella que no busca innovar, sino seleccionar, organizar y editar– perturba paradigmas y propone nuevas respuestas a interrogantes de larga data: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Cuál es la relación entre la escritura y su medio? En su análisis, el autor aborda distintos materiales: desde los trabajos de Kenneth Goldsmith –Traffic, Weather, Sports y Day, hechos de transcripciones de contenidos informativos de radios y diarios para el medio libro– hasta Sessão, de Roy David Frankel, que utiliza fragmentos de los discursos de diputados brasileños durante la votación de 2016 que decidió el impeachment de Dilma Rousseff.

 


 

1. Actualmente, el texto vive su apogeo en cuanto a su movilidad. Los textos están esparcidos por todos lados y pueden ir de un lado a otro con mucha rapidez. Las multifunciones que se usan en una computadora o en un smartphone facilitan el desplazamiento, la diseminación y también el deslizamiento entre los formatos pues reúnen, en un único soporte, no solo textos, sino videos, música, fotos y otros materiales. En las pantallas interactivas, los diferentes formatos se abren uno junto al otro; incluso, se tratan juntos en un mismo programa, tal como los de edición de video, que aceptan música, imágenes y texto. Cuando un formato se desliza sobre otro se quiebra la rigidez de las fronteras. Se juntan distintos autores, materiales poéticos y no poéticos, cinematográficos y no cinematográficos, literarios y no literarios, entre otros. Y el texto está en todos lados, incluso al revisar videos o música pues incluso en estos casos hay un link, que es texto, hay un título, el nombre del autor, todos escritos, aunque esté en códigos, lo que lleva a Vilém Flusser a temer por la sustitución del abecedario por códigos alfanuméricos. Sin embargo, no nos detendremos en esta previsión que suena catastrófica para la república letrada, pero sí en la pregunta: ¿De qué forma se encuentra hoy la inserción de la práctica de la escritura en este aún reciente ecosistema multifacético, donde reina el copiar y pegar, el desplazamiento, la pérdida de un obstáculo de origen?

Roger Chartier afirma que

Así, es fundamentalmente la propia noción de “libro” a la que la textualidad electrónica cuestiona. En la cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y usos particulares. Así, el orden de los discursos se establece a partir de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el diario, la revista, el libro, el archivo, etc. Esto ya no ocurre en el mundo digital, donde todos los textos, sin importar cuáles sean, se entregan a la lectura en un mismo soporte (pantalla de la computadora) y en las mismas formas (generalmente las que decide el lector). De este modo, se crea una continuidad que ya no distingue los distintos géneros o repertorios textuales que se tornaron semejantes en su apariencia y equivalentes en sus autoridades. De ahí la inquietud de nuestro tiempo delante de la extinción de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. Su efecto no es pequeño sobre la propia definición de libro tal como lo entendemos, tanto un objeto específico, distinto de otros soportes escritos, como una obra cuya coherencia y totalidad son el resultado de una intención intelectual o estética. La técnica digital entra en pugna con este modo de identificación del libro pues lo convierte en textos móviles, maleables, abiertos, y confiere formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, bases de datos, sitios de internet, etcétera[1].

Al colocar lado a lado, en el mismo soporte y bajo la misma forma de presentación, textos de distinta naturaleza (como “carta”, “ficción”, “artículo”, “anuncio”, “lista de compras”), se debilita la distinción entre los géneros en cualquier categoría externa al texto en sí como una secuencia de letras y palabras. La diferenciación por soporte simplemente desaparece. Es muy posible que ese encuadramiento de las formas tenga relaciones de intensificación con lo que Josefina Ludmer llamó “literatura posautónoma”: dado que el texto literario pierde, en el medio digital, su apariencia específica y se torna uno más entre tantos otros en los más diversos registros, los objetos impresos artísticos y literarios reproducen esa lógica. En una computadora, desde el punto de vista de la distribución y del soporte, la obra literaria tiene el mismo estatus que una invitación a un casamiento.

Michel Foucault nos dice que la construcción de un “autor filosófico” no se da de la misma forma que un “poeta”, así como, podríamos agregar, un “científico” no se construye de la misma manera que un “novelista”. No siempre una editora que publica libros científicos publica novelas. Una revista que hace reseñas de libros de poemas no siempre hace reseñas de libros de filosofía. La tapa de un libro de teología es diferente de la tapa de un libro de historietas. Son distintas instancias que hacen circular los nombres de los autores y los legitiman. Además, parten de diferencias materiales como, por ejemplo, el tipo de tapa de un libro literario y un libro jurídico. O en la diferencia del formato impreso, el tipo de papel, de una revista de celebridades y una revista de medicina. Lo que pasa es que, en el ambiente digital, esos elementos marcadores de diferencias desaparecen. Cuando recibimos en PDF el capítulo de un libro, es decir, una parte del libro, eso nos impide ver la tapa, ver la biografía del autor; muchas veces no hay tapa. Lo mismo sucede cuando leemos un texto compartido por alguien en una red social, que nos llega solo con una referencia (la validación de quien lo copió o fotografió y compartió). Así, textos de diferente naturaleza se convierten en más indefinidos.

Gran parte de los trabajos del poeta y profesor estadounidense Kenneth Goldsmith, como las obras Traffic, Weather, Sports y Day —todas hechas de transcripciones de contenidos originalmente informativos y funcionales, de radios y diarios, para el medio libro— se insertan exactamente en ese lugar: la indistinción producida en el ambiente digital se trae al medio material. Un libro puede ser el soporte tanto de una historia ficcional como de una edición completa de un diario o incluso, el soporte para la transmisión (ahora en texto) de dos día de informes sobre el seguimiento del tránsito en Nueva York. La naturaleza del soporte y la del contenido que se encuentra en él entran en discusión. No existe un soporte específico para el audio. Puede ser el oído del receptor, puede ser el hard drive de Kenneth Goldsmith, puede ser un archivo de Word en su computadora y, si se transcribe, puede ser un libro. Informes de tránsito completos… nada más que eso. ¿Eso sería material digno de ocupar un libro entero? Goldsmith adopta la indistinción de soportes del medio digital como táctica artística. Si la computadora nivela todos los archivos de texto en formato digital, Goldsmith nivelará textos (procedentes de universos distintos) en el formato libro. Y no escribirá ninguno de ellos. La táctica es la apropiación. Un poeta que no crea. Una práctica que llevó a Goldsmith a formular la idea de uncreative writing, que podemos traducir como “escritura no creativa” o, también, resaltando su carácter de reaprovechamiento, “escritura recreativa”. En una época en que la creatividad pasó a valorizarse en todas las áreas, como en la “economía creativa”, y el término “innovación” pasó a figurar en el vocabulario de todos los campos, desde la ingeniería hasta la publicidad, lo realmente innovador y creativo seria, justamente, no crear. Sino apenas seleccionar y editar, como hace un DJ. Eso ya se convertiría, en sí, en un acto artístico.

En el caso de Goldsmith no se puede decir que sean transcripciones pasivas. Luego de seleccionar el contenido sobre el que se trabajará, el poeta toma decisiones sobre la forma en que se presentará el texto, y esas decisiones afectarán la perspectiva que se tiene del trabajo. Por ejemplo, pensemos en Traffic: a pesar de su método archivístico, la obra no contiene la información que presentaría un archivo común. No sabemos cuáles son los días, qué “gran feriado de fin de semana” es ese. Es un día sin referencia dentro del calendario. Del mismo modo, un “espectáculo de realidad”, para usar un término de Reinaldo Laddaga. Y, quién sabe, una vuelta a la hiperrealidad, dado que al discurso se lo aísla de su contexto y solo tenemos acceso a ese y nada más, como un gran zoom hecho por determinado espacio de tiempo en la oralidad de la radio. La forma en que Goldsmith trata el material de Traffic: los informes de tránsito, dividiéndolos en capítulos, o el material de Day, escogiendo dónde debe aparecer cada tipo de noticia de una edición entera del New York Times, demuestran que existe lo que podemos llamar “decisiones autorales” en juego. El autor Goldsmith es el vehículo de un procedimiento, autor-máquina, sí, pero no sin que eso incluya algún grado de interferencial autoral, en el sentido que Goldsmith presenta su material a la manera propia de Goldsmith. Otra persona podría, con el mismo material en sus manos, presentarlo, dividirlo, disponerlo de otra manera, y eso resultaría en una obra diferente. De esta forma, hay una brecha en ese gesto casi maquinal en que la subjetividad de Goldsmith actúa de manera perceptible.

Marcel Duchamp buscaba hacer arte retiniano, es decir, arte que no tuviera como función agradar a los ojos o, incluso, arte que no tuviese como objetivo principal los ojos, la retina. Arte que no fuese, en sí, la imagen que presenta. Duchamp basaba sus elecciones en las cuestiones de indiferencia y en la total ausencia de buen o mal gusto. Sobre las obras de Goldsmith, podemos decir algo similar: el autor no optó por un texto más o menos próximo a una categoría de “buen gusto” o “mal gusto”. Los criterios son otros. Con Duchamp, la obra “puede” ser mirada, vista, observada, solo que esta no trabaja con las nociones de belleza y destreza manual, como lo hace un cuadro de Van Gogh o una escultura de Rodin. De la misma manera, el arte de Goldsmith se puede leer, solo que este no trabaja con la noción de calidad literaria como trabajan Philip Roth o Raduan Nassar. Ni el arte de Duchamp se destaca por el esmero visual ni el de Goldsmith sobresale por el esmero textual: ninguno los dos tiene su fin en el placer estético del ojo o de la legibilidad. Duchamp dice: “Traté constantemente de encontrar alguna cosa que no evocara lo que ya sucedió antes”[2]. Para Duchamp, hacer arte era luchar con su pasado inmediato; en este caso, un pasado compuesto por el arte retiniano de los postimpresionistas y cubistas. De acuerdo con Marjorie Perloff, “como no quería (o no podía) emular las técnicas de pintura de Picasso o Matisse, Braque o Gris, decidió, en un momento crítico, ‘hacer alguna otra cosa’”[3]. Esa parece ser una premisa de la escritura de apropiación: hacer alguna otra cosa, escribir de otra manera. Escribir sin escribir.  Y, en el caso de las obras de Goldsmith —como de otros autores como Craig Dworkin, Vanessa Place y Carlos Soto-Román— hacer “literatura conceptual”, una literatura donde la idea sea más importante que el intento de involucrar al lector en la lectura del texto. Una escritura que busca más pensadores que lectores.

2. Para el crítico y curador francés Nicolas Bourriaud, desde la década de 1990, “una cantidad cada vez mayor de artistas viene interpretando, reproduciendo, volviendo a exponer o utilizando productos culturales disponibles u obras realizadas por terceros”[4]. Bourriaud denomina a dichas actividades prácticas de “postproducción”. Para él, en la actualidad el artista no transforma un elemento en bruto (como el mármol, un lienzo en blanco o arcilla), sino que utiliza un dato, sea este un producto industrializado, un video o incluso un animal. Para Bourriaud:

Las nociones de originalidad (estar en el origen de…) y también de creación (hacer a partir de la nada) se esfumaron en ese nuevo paisaje cultural, marcado por las figuras gemelas del DJ y del programador, cuyas tareas consisten en seleccionar objetos culturales e insertarlos en contextos definidos[5].

Aquí, el sampler se convierte en una figura central. Samplear consiste básicamente en retirar o copiar fragmentos de una o varias fuentes y transferirlos, reposicionándolos en un determinado contexto diferente a aquel de donde se retiraron los fragmentos. Es decir, se asemeja a un reaprovechamiento, un segundo uso dado a cierto material. En literatura, el sample se aproxima a lo que concebimos como una cita. Citar es resaltar un fragmento, ponerlo delante de su conjunto anterior, destacarlo y traerlo a una nueva situación. Citare, en latín, significa poner en movimiento, hacer pasar del reposo a la acción. Cuando citamos, activamos palabras que antes dormían. Pero hay una diferencia crucial entre la cita y gestos más radicales de apropiación: la cita tradicional se hace cuando el contenido copiado se relaciona con un crédito, con la referencia a la fuente: en gestos de apropiación, la aclaración en cuanto al origen puede estar o no. Es decir, el gesto de apropiación varía; en algunos formatos, la fuente puede permanecer oculta. Pero las diferencias no terminan ahí: en general, cuando hablamos de citas hablamos de ese fragmento previamente escrito que se reproduce con el fin de ilustrar una idea, reforzar una posición; aumentar el volumen de sentido de cierta afirmación, además de conferirle autoridad. No hablamos de ese tipo de cita cuando hablamos, por ejemplo, del bricolaje, del mash-up como “montaje de fragmentos”. En estos casos, la cita no es un aumento de sentido a un texto anterior del autor original, justamente porque no existe un anterior que no sea en sí ya una cita o fragmento de otro texto. La cita no viene a ilustrar una idea. Esta es el texto; es la idea. El fragmento se reproduce para ser una de las partes integrantes del trabajo, en el mismo nivel que otros extractos. No se utiliza para aclararlos o reforzarlos.

Pasamos de la “lógica del sentido” —algo que nos ayude en la comprensión— a la “lógica del uso”, donde no hay diferencia de jerarquía o intención entre un fragmento apropiado y otros también apropiados o no. El extracto copiado es un dato, una fuente que se utilizará como ready-made. Está allí no para confirmar o reforzar algo previo, sino como obra en sí. Naturalmente, la forma en que Kenneth Goldmish utiliza la apropiación, instaurando el concepto por encima de una atracción a la lectura, no es la única forma en que los escritores están componiendo obras excepcional y completamente de textos que no son de ellos. El reciente Ensaio sobre os mestres, del profesor y escritor portugués Pedro Eiras, está formado por más de cuatrocientas páginas de pensamiento, ficción, poesía y teoría literaria, compuestas por medio de colajes de fragmentos de varios autores, sin que el mismo Pedro Eiras agregue nada, absolutamente nada “de su puño”. Cada capítulo del libro gira en torno a un tema, como “El Maestro”, “El Discípulo” y “Clases y Conversaciones”. El siguiente extracto se tomó del capítulo “La Muerte”:

En todo caso, fue una de las angustias de mi vida —de las angustias reales en medio de tantas que han sido ficticias— que Caeiro murió sin que yo estuviera allí. Esto es estúpido pero es humano, y es así. Yo estaba en Inglaterra. Ni Ricardo Reis estaba en Lisboa; había regresado a Brasil. Estaba Fernando Pessoa, pero era como si no estuviera. (Fernando Pessoa / Álvaro de Campos 1931: 46)

Nadie lloró su muerte; nadie estaba a su lado, además de la figura vulgar del comisario del barrio y del médico municipal indiferente. (Nikolai Gógol 1834: 123)

“¿Por qué no fuiste al funeral?” “Cuando una persona está muerta, está muerta”. “Deberías haber ido”. “¿Vendrás al mío?” Pensé por un momento y respondí: “No”. (Elena Ferrante 1992: 145) [6].

 

Ahí vemos fragmentos de Fernando Pessoa, Gógol y Elena Ferrante. Ninguno de los pasajes es original y textualmente de Pedro Eiras. Él actúa como una especie de organizador del discurso, un gerenciador de información textual. Y de manera distinta a la estética del choque y de la incongruencia practicada por las vanguardias del inicio del siglo XX, y también de forma diferente a la literatura conceptual, ya que en su obra Eiras busca —y alcanza— una conexión orgánica entre los pasajes que incluso podrían pasar por un texto escrito originalmente por un individuo. El libro de Eiras pide lectores. En el conjunto de fragmentos citados percibimos una narrativa bien establecida: el narrador en primera persona, en el extracto originalmente de Pessoa, está inquieto por no haber asistido a un funeral, entonces tenemos una idea de cómo fue ese funeral con el fragmento de Gógol, y en el tercero, originalmente de Ferrante, hubo un cambio psicológico en el narrador: durante una conversación sincera, se da cuenta de que no necesitaba estar inquieto de esa forma pues, en el fondo, pensándolo bien, hay algunos funerales a los que realmente no iría, como el de su interlocutor.

Con Ensaio sobre os mestres y otras obras, como Endtroducing, de DJ Shadow (en la música), The clock, de Christian Marclay (en el videoarte), y otras en el área textual, como Tree of Codes, de Jonathan Safran Foer, y Nets, de Jen Bervin, es posible notar que en los últimos años el acto de desplazamiento se expandió de la aplicación en objetos cotidianos, como solía ser más común en las vanguardias, a la aplicación en objetos de la cultura: libros, música, películas, etc. Asimismo, el gesto actualmente dirigido al patrimonio cultural no se realiza con la intención de desvalorizar el arte y cuestionar su existencia, sino para utilizarlo en obras nuevas. Esto demuestra, según Bourriaud, “una voluntad de inscribir la obra de arte en una red de signos y significaciones, en lugar de considerarla como forma autónoma u original”[7]. Hoy, la obra se propone, no como antiarte o antiliteratura, sino como un punto donde se cruzan los que forman parte de una gran pantalla (que podrá más o menos aclararse —solo sugerirse— para el lector).

Para el escritor argentino César Aira, “al compartir el procedimientos, todas las artes se comunican entre sí: se comunican por su origen o por su generación. Y al remontarse a las raíces, el juego comienza de nuevo”[8]. El juego que se reinicia es el juego de la identidad del autor, de la naturaleza de la escritura y de la especificidad de los contenidos. El juego se reinicia con las preguntas: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Qué diferencia a un poema de los comentarios en la web? ¿Es solo la forma? La escritura de apropiación lleva a reiniciar el juego. Y perturba paradigmas.

Aunque no sea un ejemplo del objeto compuesto enteramente de apropiaciones, diferenciándose así de otras obras mencionadas, debemos recordar el caso de El aleph engordado. En 2009, el escritor argentino Pablo Katchadjian agregó 5600 palabras al cuento “El aleph” de Jorge Luis Borges y publicó el resultado original con su propia editorial, la Imprenta Argentina de Poesía, con una tirada baja, de alrededor de entre doscientos y trescientos ejemplares, de los cuales dio algunos a sus amigos y otros los vendió de manera informal por un costo bajo. Dos años después, la viuda y heredera de Borges, Maria Kodama, demandó a Katchadjian por plagio y violación de derechos. El caso se extendió durante seis años, con pequeñas victorias de los dos lados, hasta que Katchadjian fue finalmente absuelto.  Si la sentencia judicial hubiese sido desfavorable para Katchadjian, veríamos la apertura de un precedente peligroso para la experimentación literaria y artística en Argentina. Pero el proceso funcionó, para la parte demandante, algunos años después, como un fantasma que sobrevuela en el aire, amenazador. El año en que Kodama comenzó la demanda contra Katchadjian, otro texto de Borges estaba listo para llegar a las librerías. Era la novela El hacedor remake, del español Agustín Fernández Mallo. La editorial Alfaguara publicó el libro y este estaba listo para ser distribuido cuando, a último momento, los editores prefirieron retener los ejemplares en su stock por miedo a sufrir una demanda por parte de la titular de los derechos de Borges, como ocurrió con Katchadjian. Es una triste ironía que tales casos hayan involucrado justamente a la literatura de Borges, el autor que fundó todo un conjunto de textos maravillosos que exploran referencias inventadas, reseñas de libros inexistentes, copias que se reescribieron, imitaciones y la figura del lector-autor (lo que llevó al escritor argentino Alan Pauls a decir que hay “una vocación parasitaria que prevalece en las mejores ficciones de Borges”[9]).

Está claro que, desde siempre, los escritores han citado a otros escritores en sus obras, robado frases y versos o creado otras formas de diálogo y generado intertextualidades. La lectura es la donación de sentido por parte del lector desde siempre. La literatura es un objeto inacabado que pide la actualización del lector. No existe una lectura que no resignifique el texto leído. Lo que sucede es que, con la tecnología, la virtualidad y la digitalización contemporáneas, el texto —y su cantidad, que aumenta exponencialmente— se torna cada vez más maleable, cada vez más desplazable, editable, transmisible, más disponible para la imprevisibilidad de la recepción. Y, como dice Lev Manovich:

Cuando trabajamos con un software y empleamos las operaciones incluidas en este, estas se convierten en una parte integrante del modo en que nos comprendemos a nosotros mismos, los otros y el mundo. Las estrategias de trabajo con datos informáticos se tornan estrategias cognitivas de carácter general[10].

Esa recepción, al apropiarse del texto y producir uno nuevo por medio del anterior, sea en un entorno digital o impreso, modifica la noción de autoría. De esa forma, que las prácticas de apropiación operan como diferencia es justamente el cambio de la lectura como autoría “implícita” a una autoría “explícita”.

En la década de 1960, Roland Barthes cuestionó dos fundamentos de una idea de autoría. Primero, el de que el autor sería un origen de aquello que se proyecta por medio de sus libros. Segundo, el de que el autor y su vida serían fuentes para interpretar tales escritos. Barthes reformula las dos cuestiones; al fin de cuentas, para él, el texto sería un “tejido de citas”. ¿De dónde viene la llamada “voz” o incluso el “estilo” de un autor sino de todo aquello que el autor ya leyó, escuchó, vio, vivió? Cuando el autor escribe, ¿no está utilizando todo ese bagaje y esa experiencia, que no son solo de él? ¿Cómo pensarlo, entonces, como un origen? ¿Por su mano no pasan palabras, frases, ideas y expresiones que tomó de otros? Sí, es obvio, y por eso el autor no es un origen del texto que él transmite ni una biografía del autor puede explicar su texto. Así, vemos en Barthes un pensamiento sobre la apropiación y la autoría. Sin embargo, la diferencia del “tejido de citas” del cual habla para las prácticas de apropiación de las que hablamos aquí es que estas son una especie de radicalización en el siguiente sentido: el tejido de citas se torna consciente, manifiesto, declarado y entusiasmado; el texto se torna, en la práctica y materialmente, ready-made. No se trata de un tejido de citas hechas por defecto o inconscientemente por el autor o algo que simplemente ocurre porque no podría ser de otra manera. Por el contrario, se trata de una táctica muy bien definida y tramada, un gesto consciente de sí, un ataque material, que copia y pega, y que puede ni siquiera tratarse de un tejido, sino de un desplazamiento del objeto entero, sin un collaje de fragmentos. De esta forma, entre el pensamiento de Barthes y las prácticas de apropiación contemporáneas hay un diálogo establecido por una continuidad a través de una diferencia.

Villaforte (1.2)

   

3. En el libro de poemas más reciente de la brasileña Angélica Freitas, Um útero é do tamanho de um punho, hay una sección titulada “3 poemas hechos con ayuda de Google”. Angélica propone expresiones en Google, como “la mujer va”, “la mujer quiere” y “la mujer piensa” —títulos de los poemas—, y entonces se encuentra con un manantial de resultados indexados por Google. La poeta se limita a navegar por esos resultados, tomar lo que le interesa y luego reorganizar su selección, editarla en forma de versos. No se trata de dadaísmo, a pesar de la semejanza gestual. No se trata de eso porque existe una decidida y fuerte intervención autoral que, incluso abriéndose al azar, controla buena parte del resultado final del poema, aunque Angélica Freitas no haya escrito los versos que se tornan de uno. Lo mismo sucede en Ensaio sobre os mestres, de Pedro Eiras. Una lógica curatorial, que también está presente en el proyecto de “literatura remix” que mantuve entre 2010 y 2013 en el blog MixLit en la plataforma WordPress. Todos estos manifiestan lo que podemos llamar autor-curador. El tejido de citas no es resultado de una previsibilidad; el hecho de que necesariamente escribimos con lo que es nuestro y de los otros. Aquí, el tejido de citas es fruto de una actitud deliberada, consciente de los actos de selección y edición, y con etapas de prueba y verificación.

Esta actitud apropiacionista se expresa también en el libro Tree of Codes, del escritor Jonathan Safran Foer, y en el libro Nets, de la poeta y artista Jen Bervin. El primero, publicado en 2010, es una narrativa que nace de un texto original de 1934, Street of Crocodiles, colección de cuentos interconectados de Bruno Schulz. En las páginas del libro, con un orden editorial impresionante, se imprimen los extractos de Schulz que Safran Foer seleccionó para que permanezcan en su narrativa, y en el lugar de los que Safran Foer optó por retirar hay agujeros, recortes que dejan un espacio vacío. El trabajo de Jen Bervin, en Nets, parte de una lógica similar. Ella usa sonetos de Shakespeare, solo que, en lugar de elegir fragmentos que se imprimirán en el libro y otros que, excluidos, dejarán un vacío, Bervin crea un juego de tonalidades. El texto íntegro de los sonetos de Shakespeare está impreso, pero algunas palabras del texto —las elegidas, que forman el nuevo poema de Bervin— están impresas en negro, mientras que las otras aparecen en gris. Las palabras del poema de Bervin se destacan, obviamente, y el aspecto general recuerda a algo relacionado con la topología, con palabras más “altas” que otras. Figura y fondo. Figura: la lectura de Bervin. Fondo: el original de Shakespeare.

Tanto Bervin como Safran Foer no solo leen e interpretan lo que leyeron, sino que modifican lo que leyeron de forma visible y física. Sus procesos hacen que la lectura deje de ser algo que se hace solamente con los ojos para que se convierta en una lectura con las manos. Las diferencias entre las fuentes —Shakespeare y Bruno Schulz— resultan en juegos distintos con la cuestión de la autoría, naturalmente, pero la diferencia entre los procesos en sí queda clara: mientras que Bervin posproduce el gesto de la selección y deja que el texto original conviva con su nueva lectura, Safran Foer recorta y deja agujeros. Son señales de una lectura táctil. Desde el punto de vista de la producción, ambos encaran el texto en su encarnación original con el deseo de doblarlo y desdoblarlo hasta que de allí se pueda arrancar otra poesía o narrativa de los textos que les ofrecieron terminados. Son hackers del texto original. Invasores de discursos. Lectores-autores que expresan un espíritu del tiempo denominado por Marjorie Perfloff de genio no-original. Ya no importa inventar algo o ser el origen, sino insertarse en una onda preexistente. “’Llegar en lugar de ser el origen de un esfuerzo”[11], como dice Gilles Deleuze.

Mientras Safran Foer, Jen Bervin y Kenneth Goldsmith trabajan con fuentes únicas, sin mezclar materias textuales, Delírio de damasco, “3 poemas hechos con la ayuda de Google” y la serie MixLit están compuestos por la aglutinación de palabras tomadas. Una obra textual que incluye diversas fuentes torna sus márgenes porosos, pues apunta hacia afuera. E incluso abre la posibilidad de que otras fuentes encajen dentro de ella. Así, se convierte en maleable, como si fuese en la práctica una obra eternamente inacabada. Podría continuar sirviéndose de fuentes nuevas, editándolas, arrojándolas dentro de sí. Con respecto a la ficción de Rubem Fonseca, repleta de citas, Vera Follain de Figueiredo dice que “el juego constante de remisiones a otros textos diluirá los márgenes que delimitarían su interioridad”[12]. Lo mismo se aplica al mash-up o bricolaje. Sin embargo, no es cierto que podamos llamar lo que sucede en esos tipos de obra “remisiones a otros textos”. Lo que parece más probable es que esas obras “presenten otros textos”, ya que no solo remiten a ellas. Ellas apuntan a otros textos externos pero, además, son los mismos otros textos.

Las obras contemporáneas responden a una situación propia de los días de hoy, que es el alcance avasallador de la realidad, que nos alcanza donde quiera que estemos, a través de los smartphones, de la radio o del pequeño televisor que nos acosa aún en el ómnibus o los ascensores, prácticamente prohibiéndonos que olvidemos el día de día de los famosos, nuestra suerte astrológica o la cotización de la bolsa. Si el exceso de estímulos termina agotándonos, causando así la negativa, la insensibilidad, una total indisponibilidad para el espanto —hasta entonces el fundamento de la poesía—, el escritor, el poeta, el artista recorren los propios estímulos que los agotan para dejarlos hablar por sí mismos, o por medio de rearreglos, reflejando la banalidad y el tedio, como hacen las obras de Kenneth Goldmisth. Por eso, el término “poesía del posespanto”[13], como dice Alberto Pucheu, caracteriza la poesía de A morte de Tony Bennet, del poeta Leonardo Gandolfi, una poesía en que no hay momentos de intenso voltaje emocional, asumida como poesía de “batería baja” por el autor, hecha de partes de letras del cantante Roberto Carlos, diálogos de películas de espionaje, entre otras tantas fuentes cuyo exceso, en nuestras vidas, nos lleva a una sensibilidad casi plana.

Parte del exceso se debe al hecho de que vivimos una incesante producción de pasado. Cada vez más archivos, cada vez más registros, cada vez más novedades sobre nuestros antepasados, novedades extraídas con las que tenemos que estar y entonces reevaluar dónde estamos, dónde estuvimos y qué hacemos a partir del momento en que ya no podemos ignorarlas. El escritor, percibiendo que el universo ficcional/poético/literario queda enterrado debajo de tanta realidad (aunque se presente, muchas veces, con aires de ficción), sin posibilidad de alcanzar y sensibilizar al lector ya insensible debido a tantas noticias, busca generar una intervención más notable en la realidad o servirse de ella para desastibilizarla (modificarla, colocarla bajo sospecha) por medio de la inserción del mirar poético y de la ficción. Si los periódicos presentan la realidad con todo un aparato que le da aires de ficción, el escritor presenta la ficción con un aparato que le dé aires de realidad; espectáculos de realidad, como dice Reinaldo Laddaga. Y eso no sucede, en este momento, como una especie de reacción triste al exceso de realidad, sino como una proposición entusiasmada por el contacto con lo real, con la posibilidad de tratar con un material que otras generaciones no pudieron tratar (posts y mensajes en redes sociales, por ejemplo, en el caso del Livro das postagens, de Carlito Azevedo). Se trata de la oportunidad de dar una nueva vida a las porciones de realidad, que ha sido asumida con aparente ánimo.

Este ánimo parece mover tanto obras que se hacen a partir de la mezcla entre “pedazos” de lo preexistente y fragmentos originales y también aquellas integralmente no escritas/no creadas por quienes las firman. El autor, principalmente de estas últimas, se convierte en un “procesador del lenguaje y sensaciones”[14], como dicen Frederico Coelho y Mauro Gaspar. Procesador: una máquina. Lenguaje: materia que produce tal o cual sensación y pensamiento, que depende de cómo se manipule. El lenguaje procesado resultante en obras menos o más consecuentes, de mayor o menor intensidad, interés y potencia. Pensemos en la obra Sessão, de Roy David Frankel. El libro parte de una transcripción de los discursos de los diputados brasileños durante la votación de 2016 para el impeachment (proceso de destitución) del gobierno de Dilma Rousseff. En el libro, los discursos se reconfiguran en versos. Las declamaciones de los votos se tornan poesía. La memoria de aquel día y de lo que vimos y escuchamos por la televisión es inmediata. Discursos pobres, vacíos, falsos, violentos, puro escarnio. Al mismo tiempo, la forma poética en versos libres que juegan también con la espacialidad de la página —al resaltar, del lado derecho de la página, toda palabra que envuelve conceptos como “nación” y “patria”— no nos prepara para el contenido allí contenido; por el contrario, camuflan, bajo la forma de poema, la materia de la cual están hechos versos. Por medio de esa operación, Sessão causa una falla en el lector, que no ve el piso. El efecto resulta del contraste brutal entre forma y contenido. Y, curiosamente, hay una carga emocional altísima en el libro, pues es imposible, para el lector brasileño, no deprimirse al dar vuelta página tras página y ver, una vez más, que se mantiene la crudeza discursiva. Es como si estuviésemos entrando en contacto con esas palabras por primera vez, al mismo tiempo que reestablecen un recuerdo amargo. Es como el recuerdo de un trauma. Sabemos lo que tenemos por delante pero, incluso con ese entendimiento, no quiere decir que estemos preparados. Sea el lector un opositor a la caída de Dilma o un entusiasta, es imposible no lamentar la baja calidad intelectual, moral y civil expresa en la oratoria de los diputados. El pasado se revive como diferencia: hay algo del recuerdo afectivo que cargamos de aquel día, pero presentado por medio de un nuevo dolor que se revela en la lectura. Los tiempos y los afectos se desdoblan. El autor no escribió nada.


REFERENCIAS

AIRA, César. A nova escritura. En: Pequeno manual de procedimentos. Curitiba: Arte e Letra, 2007.

AZEVEDO, Luciene. Tradição e apropriação: El Hacedor (de Borges), Remake de Fernández Mallo. En: AZEVEDO, Luciene; CAPAVERDE, Tatiana (orgs.). Escrita não criativa e autoria. São Paulo: e-galáxia, 2018.

BOURRIAUD, Nicolas. Pós-produção: como a arte reprograma o mundo contemporâneo. São Paulo: Martins Fontes, 2009.

CHARTIER, Roger. Os desafios da escrita. São Paulo: Unesp, 2002.

COELHO, Fred; GASPAR, Mauro. Manifesto da literatura sampler. 2005. Disponible en: <http://www.maxwell.vrac.puc-rio.br/12382/12382_5.PDF>.

DELEUZE, Gilles. Conversações. São Paulo: Editora 34, 1999.

EIRAS, Pedro. Ensaio sobre os mestres. Lisboa: Sistema Solar (Documenta), 2017.

FIGUEIREDO, Vera Follain de. Os crimes do texto: Rubem Fonseca e a ficção contemporânea. Belo Horizonte: UFMG, 2003.

GOLDSMITH, Kenneth. Uncreative Writing. Nova York: Columbia University Press, 2011.

MANOVICH, Lev. The language of new media. Cambridge, Mass.: MIT Press, 2001.

PERLOFF, Marjorie. O gênio não original. Belo Horizonte: Editora UFMG, 2013.

PUCHEU, Alberto. Do tempo de Drummond ao (nosso) de Leonardo Gandol . Da poesia, da pós-poesia e do pós-espanto. Rio de Janeiro: Azougue Editorial, 2014.

[1] Chartier, 2002, p. 109-110.

[2] Citado por Perloff , 2013, p. 268.

[3] Citado por Perloff , 2013, p. 268

[4] Bourriaud, 2009, p. 8.

[5] Bourriaud, 2009, p. 8.

[6] Eiras, 2017, p.398-399.

[7] Bourriaud, 2009, p. 12-13.

[8] Aira, 2007, p.17.

[9] Citado por Azevedo, 2018, p. 82

[10] Manovich, 2001, p. 116. Mi traducción

[11] Deleuze, 1999, p. 151.

[12] Figueiredo, 2003, p.12.

[13] Pucheu, 2014, p. 70.

[14] Coelho y Gaspar, 2005, sin numeración.

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Cadê Zazá? O la vida como obra de arte

 

Por: Silviano Santiago

Imagen: Leonardo Mora

En “Cadê Zazá? O la vida como obra de arte” el escritor y crítico brasileño Silviano Santiago analiza los modos en que los procesos de subjetivación –el gobierno de sí por sí mismo– articulan las relaciones del sujeto con el otro y la comunidad. Apelando a los aportes teóricos de Foucault, Derrida y Nietzsche, Santiago reflexiona sobre una anécdota: Luiz Carlos Maciel, un gurú de los años 70, cuenta en As quatro estações  que en 1972, en la playa de Ipanema, prefirió usar la bombacha “Zazá” de su compañera Celia. Esa escena le permite a Santiago narrar el modo en que los jóvenes actores de la escena cultural brasileña del siglo XX inventaron nuevas posibilidades de vida, en el contexto represivo de la dictadura militar en Brasil y, a la vez, pensar sobre el poder totalitario y la libertad. Este texto forma parte de la traducción y la compilación que Mario Cámara y Paloma Vidal realizaron de la producción ensayística de Santiago.

Texto original: «Cadê Zazá?[1] O la vida como obra de arte», en: Santiago, Silviano, Vale cuanto pesa, Editorial Grumo, 2019. Traducción: Mario Cámara y Paloma Vidal.


 

Para Scarlet Moon de Chevalier

Comenzaré la discusión sobre hermenéutica del sujeto, posmodernidad y estética con una anécdota. A través de ella y con la ayuda de Michel Foucault, me preguntaré en primer lugar cómo el gobierno de sí por sí mismo articula las relaciones del sujeto con el otro y con la comunidad. En un segundo momento, el corto relato nos ayudará a comprender las modalidades de formación del sujeto en la posmodernidad, para utilizar el concepto del filósofo francés, a través de las “técnicas de la vida” y ya no más de acuerdo a alguna forma de represión determinada por lo que está prohibido y por la ley. Ese movimiento de resemantización del sujeto por el sujeto mismo –proceso de subjetivación– no puede ser disociado, en el caso del relato que nos servirá de ejemplo, de la lucha contra la dictadura militar implantada en Brasil en 1964, ni puede ser disociado, en una segunda instancia, de una discusión sobre el poder totalitario y la libertad.

Retomando palabras de Nietzsche, la anécdota servirá para narrar el modo en que nuevas posibilidades de vida son inventadas por los jóvenes actores en la escena cultural brasileña de finales del siglo XX, contribuyendo a realzar, a través de una estetización de la existencia, la manera en que el sujeto construye para sí mismo un verdadero estilo de vida. La anécdota podrá servir, finalmente, como manifestación de “vitalismo”, como apunta Gilles Deleuze, que se constituye teniendo como telón de fondo la estética. Tomemos otras palabras de Foucault para anticipar el movimiento general de nuestro razonamiento: nos situaremos frente a un ejemplo estético donde se observará cómo el arte de sí mismo se configura como fundamento ético.

Vamos a la anécdota. Por haber sido inaugural hoy resulta común. Luiz Carlos Maciel, gurú de los años 1970, narra en As quatro estações, libro recién publicado por la editorial Record, el siguiente episodio: “1972. Estoy en la playa de Ipanema, en Río de Janeiro, adelante del muelle. No llevo short. Visto una bombacha Zazá, de mi compañera Celia. Es una actitud unisex que resolví adoptar para dejar claro, de un modo lo suficientemente inocente, mi adhesión a la revolución comportamental de la que tanto se habla. // Me acuerdo de la primera vez que usé una bombacha: tuve una erección inmediata. […] No me sentí como una mujer usando una bombacha, sentí como si fuera carne femenina y no un fragmento de tela lo que rozaba mi sexo. […] A mí y a otros frecuentadores del lugar nos gusta creer que [el muelle] es un territorio libre dentro del Brasil dictatorial. La falta de libertad es sustituida por otras libertades: la sexual, la de tomar drogas, la de pensar en la locura que uno quiera…”.

Liberemos los elementos constitutivos de ese relato ejemplar de una filosofía matinal, sexualizada, alegre e irónica. La marca social que define el cuerpo como masculino es la malla que recubre la desnudez en la playa. La malla no destaca al sujeto, lo aniquila, reduciéndolo a la condición de todo y cualquier hombre en el rol de macho. El sujeto masculino abraza la revolución comportamental de la que tanto se habla, a fin de no interferir en el estado actual de las cosas. Se reconstruye, en primer lugar, un espacio social en que las marcas del sexo biológico alejan en lugar de acercar las parejas. El sujeto sale a la búsqueda de experimentar, no en el campo minado y estrecho de la política nacional, sino en el campo fugaz e irónico del comportamiento humano. Inventa para sí un estilo, un estilo de vida experimental, que es transformador de la realidad nacional que lo circunda de manera intolerable, limitándole el horizonte. Como señala Sócrates en la Apología, el filósofo, “al enseñar a los ciudadanos a cuidarse a sí mismos (más que de sus bienes), les enseña también a ocuparse de la propia ciudad (más que de sus negocios materiales)”.

El sujeto comienza a escribir una historia alegre para el propio cuerpo, que es distinta de las historias sombrías que han sido escritas por la ética sobre las relaciones hombre-mujer. De la vida íntima de la mujer, el sujeto sustrae la pieza más íntima: la malla. Zazá cambia el la malla por la bombacha en el espacio público. Al vestir la pieza femenina, el cuerpo masculino exhibe su propia y nueva intimidad en la playa, en la ciudad, en el mundo, desenmascarando convenciones. Al incorporar la intimidad de lo femenino a la sociabilidad de lo masculino, incorpora también la sociabilidad de lo masculino a la intimidad de lo femenino. Se vuelve otro, sin ser otro en sentido estricto. No se trata de un subterfugio para rediseñar al hombre como mujer, forma poco sutil de autocastración. Habita la inestabilidad del devenir, constituyendo para sí y para el semejante un puente identitario fraterno por donde comenzarán a transitar los diversos géneros. La bombacha es mediadora. Dice el texto que es “unisex”. La ambigüedad de la performance potencializa un nuevo estilo de vida, es decir, nuevas emociones humanas, demasiado humanas.

Escribe el narrador: “[…] No me sentí como una mujer vistiendo una bombacha”. La siente como si fuera la propia intimidad de la carne femenina rozándole la piel. La bombacha no entorpece los sentidos, los activa, direccionándolos hacía los canales de la sexualidad. Potencia el goce y la alegría de la vida. En ese mismo fragmento, el narrador dice que lo mismo había ocurrido –según su testimonio– con el dramaturgo Julian Beck, del Living Theater.

Como la palabra en un poema, la bombacha en el habla pacífica del cuerpo masculino puede ser un arma. Sirve para constituir, por encima de cualquier distinción de género, un espacio fraterno de libertad dentro de la playa de Ipanema, en el muelle. Sirve para que allí, al sol de una nueva mañana, se establezca un reducto clandestino de lucha contra la dictadura militar. La acción de cada uno/a de los frecuentadores del muelle es una performance, en el sentido teatral del término, en que el deseo se vuelve el actor más eficiente en la lucha política contra la dictadura. Teatro en vivo, Living Theater. El desenmascaramiento del totalitarismo militar no se da por las armas de otro totalitarismo, el ideológico, que se le oponía en el campo de la actualidad. El juego de poder es minado por el más básico de los cuestionamientos éticos que se le pueden hacer, ya que se encuentra estimulado por el análisis de las relaciones injustas de poder en el plano de las relaciones humanas. El desenmascaramiento de las reglas y acciones de la dictadura se da por una regla y una acción alternativas, orquestadas por sujetos que, en el proceso de liberación del deseo, son actores de un habla performática, tomando ahora el adjetivo (performático) en su sentido lingüístico.

Hagamos también un flash-back teórico. La década de 1980 se abre con un importante desplazamiento en las preocupaciones básicas de Michel Foucault. Vale decir, por una nueva crisis. Sus investigaciones anteriores, prácticamente restringidas al binomio saber y poder, son reorientadas a una tercera dimensión, o sea, por lo que con posterioridad fue siendo conocido como modos de subjetivación. El curso que ofrece en 1980-1981 en el Collège de France, titulado “Subjetividad y verdad”, plantea de manera explícita la siguiente cuestión: “[…] De qué manera un sujeto fue establecido como objeto de conocimiento posible, deseable o aun indispensable, en diferentes momentos y en diferentes contextos institucionales”. Como primera respuesta a la cuestión, el filósofo se concentra en el período grecorromano, momento histórico en que se da la transformación del pensamiento helénico hacia una moral cristiana. Ese retorno a los antiguos tenía un hilo conductor también explícito, las “técnicas de sí”. Son estas, según las palabras de Foucault, los procedimientos presupuestos a los individuos para fijar su identidad, mantenerla o transformarla, gracias a las relaciones de dominio de sí, sobre sí o de conocimiento de sí por sí. El hilo conductor sirve para que el filósofo recoloque el imperativo socrático (conócete a ti mismo) bajo la perspectiva de nuestro tiempo: ¿qué hacer de sí mismo en el presente?

Para responder de manera concreta a las cuestiones (no olvidemos que para nuestro filósofo es indispensable definir el momento y el contexto institucional en que se coloca la cuestión), Foucault vuelve su mirada a textos poco canónicos de la antigüedad. Limita su trabajo de investigación al periodo que va de Sócrates a Gregorio de Nicia. A través de la lectura de estos autores detecta que no es solo la filosofía la que está siendo asimilada al cuidado del alma, también lo está siendo el ascetismo cristiano, que a su vez se coloca bajo el cuidado de sí. Foucault no tiene la intención de aplicar los hallazgos y conclusiones a los que llega por la reflexión histórica a la comprensión de los graves problemas de nuestra época. La historia para Foucault, escribe Deleuze, no sirve para establecer nuestra identidad, sino que disipa en favor del otro que somos. La intención del regreso al pasado grecorromano es la de exhibir a los contemporáneos los presupuestos de la invención de un modo de existencia estético por los griegos. Como dice Gilles Deleuze de modo aparentemente enigmático: Foucault va a buscar en la historia el conjunto de las condiciones casi negativas que hacen posible la experimentación de algo que escapa a la historia. Según Deleuze, para Foucault pensar es experimentar algo que escapa a la historia. Sin embargo, la experimentación sin el fundamento histórico se vuelve indeterminada. Por otro lado, la experimentación al escapar de la historia hace pie en la filosofía. Repitamos: pensar es experimentar, como queda claro en el relato carioca que estamos utilizando.

El seminario siguiente de Michel Foucault en el Collège de France –el de 1981-1982, publicado bajo forma de libro ese año en París y titulado La hermenéutica del sujeto– sirve para plantear algunas cuestiones complementarias. Me detengo en una de ellas, al tiempo que señalo una aproximación inusitada: Michel Foucault y Jacques Derrida. Me refiero a la lectura que hace Derrida del diálogo Fedro. Paralelamente a las especulaciones metafísicas de Jacques Derrida en “La farmacia de Platón”, Michel Foucault indaga sobre el modo de existencia en nosotros de los discursos verdaderos. Conduce el pensamiento del lector hacia el citado diálogo platónico, llevándolo a fijarse en el hecho de que el modo de existencia de los discursos debe ser buscado en un movimiento de comprensión del saber sobre sí mismo muy distinto del prescrito por Sócrates, cuando le pide al alma volverse sobre sí misma para reencontrar su verdadera naturaleza.

Para orientarnos mejor en la respuesta dada por Foucault a la cuestión, hagamos un rapidísimo desplazamiento por la lectura que hace Jacques Derrida del diálogo de Fedro. La deconstrucción del paradigma platónico apunta al hecho de que la elección de la filosofía como único camino que conduce a la búsqueda de la verdad está configurada sobre dos violentos procesos de jerarquización. Conceptos opuestos –filosofía X sofística, escritura del alma X discurso– son dramatizados en el diálogo platónico para que allí se instale una preferencia. A la jerarquización (filosofía y escritura del alma reciben una distinción positiva) le sigue un proceso de rebajamiento de los otros dos elementos en juego (sofística y discurso escrito reciben la marcación negativa), con la consecuente exclusión de estos últimos del dominio de la metafísica occidental. El filósofo rebaja al sofista, excluyéndolo de la comunidad filosófica. El filósofo, de pie y al lado de su discurso vivo, lo protege y lo auxilia mientras afirma que el sofista es el “hombre de la no presencia, de la no verdad”. Sócrates busca mostrar al joven Fedro, reproductor de las palabras de Lisias, cómo él mismo puede en el futuro producir los propios signos que lo expresan, siempre y cuando no se atenga a la reproducción de textos escritos ajenos y acepte las reglas del verdadero filosofar. A partir de la enseñanza de los sofistas, Fedro había sido adiestrado para convencer a sus oyentes, llevándolos al conocimiento por la verosimilitud. Hacía falta que se liberara de una vez por todas de los logógrafos (escritores de discursos).

Retomemos a Michel Foucault donde lo habíamos dejado, o sea, en la “reversión [renversement] del platonismo”. Continúa: “Lo que Plutarco o Séneca sugieren, al contrario [de lo que afirma Sócrates], es la absorción de una verdad dada por una enseñanza, una lectura, o un consejo; y esta es asimilada hasta volverse parte de uno mismo, un principio interior permanente y siempre activo de acción”. Y concluye, acentuando el peso que comienza a tener la discusión sobre la memoria fuera del paradigma platónico: “En una práctica como esa no se encuentra una verdad escondida en el fondo de sí a través del movimiento de la reminiscencia; las verdades recibidas son interiorizadas por una apropiación cada vez más acentuada”.

Conócete a ti mismo, sí, pero por el desvío del discurso del otro, por el desvío de la lectura y de la escucha, por el desvío de la apropiación. O en palabras de Foucault: “Se trata […] de armar al sujeto de una verdad que no conocía y que no residía en él; se trata de hacer de esa verdad aprendida, memorizada, progresivamente aplicada, un casi-sujeto que reina soberano en nosotros mismos”. De manera paradójica, la memoria, antes de ser reminiscencia es apropiación; el presente, antes de ser regreso al pasado es una mirada al futuro; la vida antes de ser balance es proceso y transformación. La memoria (el presente, la vida) se ejercita bajo la forma de “ejercicios progresivos de memorización”, teniendo en cuenta el nuevo sentido que le damos a esta palabra.

A partir de la lectura de Marco Aurelio, Foucault redefine el nuevo proceso de funcionamiento de la memoria: “[…] Se debe tener en uno mismo una suerte de libro, que se relee de vez en cuando”. Ese libro que se relee contiene múltiples voces. El proceso de subjetivación nada tiene que ver, como en la anécdota brasileña, con la vida privada de un único individuo. Tiene mucho más que ver con el modo en que una comunidad, como en el caso de los frecuentadores del muelle de Ipanema en la década del setenta, experimenta la condición de sujetos al margen del saber constituido y del poder dominante; tiene más que ver con el modo en que se están preparando para entregarse a la invención de nuevas formas de saber (por ejemplo, la ciudadanía) y de poder (por ejemplo, la democracia). Alerta Deleuze sobre el hecho de que en muchas formaciones sociales no son los maestros, sino más bien los excluidos sociales, los que constituyen el foro de subjetivación.

Dijimos anteriormente que la anécdota, que había sido inaugural, hoy es corriente en la medida en que el saber penetró en ella y el poder se la apropió. En su fase inaugural, sin embargo, cuando expresaba un “querer-artista” que era irreductible al saber y al poder dominantes, era la expresión de una “espontaneidad rebelde”. Narraba el modo por el cual un modelo ejemplar de comportamiento explota en la cotidianeidad, sustantivando un campo magnetizado, influyente a partir de las intensidades adjetivas que para allí refluyen. Cuando se dice modelo ejemplar es necesario hacer una salvedad. No existe por detrás de la práctica de subjetivación la voluntad de imponer ese comportamiento específico (en este caso, el uso en público de la bombacha en los hombres) como bueno para todas las personas. La experiencia a la que nos estamos refiriendo no se confunde con la del artista pop, que desea imponer a todos, mediante un espectáculo circense, su comportamiento singular como modelo a ser imitado y copiado por sus fans. La subjetivación no se desgasta por los meandros que uniformizan a la mayoría por obediencia al modelo dominante. En otras palabras, a través del experimento vital no se busca una normalización ética teniendo como telón de fondo la estetización del cuerpo humano. Ni imitación ni copia de modelo ejemplar, es decir, ausencia de cualquier deseo jerarquizante. Lo transversal como trazo significante. El experimento vital traduce más bien una elección personal cuyo fin, según palabras de Foucault en una entrevista concedida a Dreyfus y Rabinow, es el de constituir una “vida bella”, “de dejar para la posteridad el recuerdo de una bella existencia”. Lo ejemplar es lo bello que es ese cuerpo, esa vida.

Sandra Coelho de Souza, en el libro La ética de Michel Foucault, en particular en el capítulo “La voluntad de verdad como arte”, remarca la importancia que tiene para el mejor conocimiento de la teoría de la subjetivación el prefacio (1886) de Nietzsche de la segunda edición de La gaya ciencia. Recuerda las palabras del filósofo francés que sostienen que sus ideas solo tienen sentido puestas en relación al pensamiento de Nietzsche. El prefacio comienza por una pregunta sobre su propio estatuto: ¿algún prefacio podría familiarizar al lector de un libro con la experiencia [cursiva en el original] del autor que preexiste al libro? Es conocida la experiencia por la que pasa Nietzsche. Se había recuperado de una grave enfermedad. Estaba curado, razón por la cual todo en ese libro está escrito con “petulancia, inquietud, contradicción, semejantes al viento en abril”.

Todo el libro, afirma Nietzsche, no es nada más que el “júbilo de las fuerzas que renacen, de la fe que despierta en la mañana, y al día siguiente, es nada más que el repentino sentimiento y presentimiento del futuro, de aventuras eminentes, de mares que se abren, de objetivos nuevamente permitidos, objetos de una fe que se renueva”. Sandra observa que “todo un dominio de saber es de este modo puesto en relación no al logos, sino al cuerpo del hombre”. Un cuerpo que había aprendido a vivir con los griegos. Escribe Nietzsche y me apropio de sus palabras a modo de conclusión: “¡Ah! estos griegos ¡cómo sabían vivir! ¡Eso exige la resolución de mantenernos valientemente en la superficie, de conservarnos agarrados a la superficie, a la epidermis; adorar la apariencia y creer en la forma, en los sonidos, en las palabras, en todo el Olimpo de la apariencia! ¡Estos griegos eran superficiales… por profundidad (…)! ¿No seremos nosotros, precisamente en eso… griegos? ¿Adoradores de la forma, de los sonidos, de las palabras? ¿Artistas, por lo tanto?”.

2001

[1] “Cadê Zazá” es el título de una canción de carnaval, cantada por Carlos Galhardo: https:// www.youtube.com/watch?v=5Eu0UjORj5o. Con el correr de los años, al popularizarse la canción, el título se volvió una expresión para referirse a las mujeres que tienen relaciones fuera del matrimonio. Será también, en los años 1970, el nombre dado a una bombacha sensual de mujer.

 

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El film imaginado (o Narcisa Hirsch y Michael Snow hablando)

Por: Federico Windhausen

Imagen: Imagen promocional de Taller (Hirsch, c. 1974)

Federico Windhausen reconstruye el itinerario de la conexión conceptual entre la obra audiovisual de Michael Snow, A Casing Shelved (1970) y el film Taller (c. 1974), de Narcisa Hirsch, cineasta alemana residente en Argentina desde temprana edad y figura esencial del cine experimental latinoamericano. Windhausen elabora el diálogo entre ambas obras a partir de una serie de ausencias; la mayor: Taller fue hecha en respuesta a la obra de Snow, a pesar de que Hirsch no la había visto previamente. Décadas después, a partir del proyecto curatorial de Windhausen, «The Imagined Film: Narcisa Hirsch and Michael Snow» (Toronto, 2013), el diálogo entre ambas piezas audiovisuales se convirtió en un encuentro real: Snow y Hirsch vieron por primera vez sus obras y conversaron al respecto.


Este texto es la crónica de una serie de diálogos que tienen, en su centro, dos obras estructuradas por una ausencia. La primera es una obra audiovisual que no incluye (y no puede incluir) imágenes en movimiento. Para muchos es una película, aunque algunos filósofos dirían que tal designación es lo que se llama un error categorial. El segundo trabajo es una película hecha en respuesta a la existencia de esa obra anterior. Se hizo a pesar de otra ausencia – de no haber podido ver esa obra audiovisual. Sin embargo esa carencia no excluyó la posibilidad de buscar un diálogo entre películas, un intercambio intertextual que podría ser tan productivo como poco común. Varias décadas después, con un proyecto curatorial pude agregar a esa conexión conceptual un encuentro real. La parte principal de este texto es una transcripción editada de ese evento, que titulé «The Imagined Film: Narcisa Hirsch and Michael Snow». Pero antes de llegar ese diálogo entre y con los cineastas, empecemos con descripciones de las dos películas.

 

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En 1970, el artista y cineasta canadiense Michael Snow presentó por primera vez una obra titulada A Casing Shelved. La produjo en su taller en Canal Street, a media cuadra de Broadway, en Nueva York. A Casing Shelved consta de una diapositiva fotográfica con una imagen de una estantería (o biblioteca) llena de objetos y una banda sonora (durante muchos años fue un casete de audio) con una narración presentada por Snow que dura 45 minutos. Según el cineasta:

La biblioteca que pinté y usé al comienzo de Wavelength [1967] todavía estaba en el estudio en 1970, pero estaba llena de una gran variedad de objetos relacionados con mi trabajo. Hice una diapositiva de 35 mm y luego, sentado frente a la biblioteca en el lugar donde estaba la cámara, grabé mi voz. Dije todo lo que podía pensar sobre cada elemento de la biblioteca. Antes de la grabación, había decidido las categorías de mi descripción, así como, aproximadamente, el recorrido físico (alrededor del mueble) que tomaría.[1]

La mundanidad de la diapositiva se complementa con el carácter lapidario de su monólogo. En algunos momentos esa narración se asemeja a la típica visita al estudio de un artista en donde presenta y habla sobre sus obras de arte. Pero en la imagen de A Casing Shelved no se puede ver claramente ninguna obra individual – y a veces, Snow entra en un modo más perversamente ensimismado, contándonos sobre objetos (como una lata de café) que simplemente forman detritos y minucias insignificantes dentro de su vida cotidiana en el taller. Su narración parece casual y digresiva pero también intenta ser extensa, lo suficiente como para lograr cierto grado de exhaustividad.

Según Annette Michelson, para quien A Casing Shelved presenta “una redefinición de la noción de un film a través del sonido”, lo que se puede llamar la película “empieza cuando la voz del artista, grabada, comienza a catalogar los objetos, llevándolos a nuestra vista, dirigiendo el ojo del espectador a una lectura de la imagen, haciendo de esa imagen fija una película – y, una vez más, una película narrativa”.[2] El cineasta ha declarado varias veces que estaba usando el sonido para guiar nuestros ojos, para dirigirlos a moverse dentro del espacio del marco de una manera similar a los movimientos de la cámara. Pero, por supuesto, Snow también es consciente de que podemos mirar o no mirar libremente, así como podemos escuchar sus declaraciones con diferentes niveles de atención. Como en muchos de sus otros trabajos que exploran órdenes y dispositivos como el resumen extenso o el recorrido panorámico, Snow establece un contraste ingenioso entre la estructura cumulativa de la obra, que generalmente se presenta de manera sencilla y casi clínica, y la calidad subjetiva de nuestra experiencia estética, que a menudo parece fragmentada e incompleta.

 

Fotograma de A Cashing Shelved, de Michael Snow

Fotograma de A Cashing Shelved, de Michael Snow

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La película de Hirsch se llama Taller (c. 1974) y también se limita a una imagen, filmada en su estudio en el barrio de Recoleta en Buenos Aires.[3] Pero debido a que fue rodada en 16 mm, provoca una relación diferente su relación con lo estático y el movimiento. La película existe en una versión en inglés y otra en español, y en ambos Hirsch comienza al estilo de la obra de Snow, con una discusión de lo que se nos da a ver, es decir, una pared que está predominantemente dominada por otras imágenes, como fotografías e ilustraciones. Aunque los objetos físicos frente a su cámara no se mueven, la iluminación sí cambia, evitando que la toma parezca completamente estática. En un determinado momento las lámparas se mueven detrás de la cámara, generando sombras, y Hirsch usa filtros de gel colocados sobre esas lámparas para transformar los colores en la habitación (tal vez ligeramente inspiradas por el uso de filtros de color en la película Wavelength de Snow).

Lo que Hirsch dice en la banda sonora es principalmente un monólogo, pero se presenta dentro el marco de una conversación con un amigo visitante (Horacio Maira en la versión en español, Leopoldo Maler en la versión en inglés). La conversación se lleva a cabo durante el ritual de la merienda diaria, agregando un toque humorístico en la versión en inglés cuando Hirsch sigue hablando mientras come.

Otra desviación del modelo creado por A Casing Shelved se produce cuando la descripción de Hirsch empieza a hablar del espacio que queda fuera de la pantalla, detallando la escena en su taller de forma circular, como si estuviera recorriendo la habitación con una cámara girándose lateralmente (un movimiento que la cineasta lleva a cabo en el taller en su corto Testamento y vida interior [c. 1977], del que Hirsch menciona algunos aspectos que está desarrollando). Si Snow usa su narración para dirigir nuestros ojos a partes específicas de la imagen, las palabras de Hirsch funcionan solo en los primeros dos minutos del film de manera similar. Luego desarrolla una discusión detallada que presume que la espectadora intentará extender el contenido visual de la película mentalmente, mientras permanece alerta ante ligeros cambios en la imagen proyectada en la sala.[4] Los elementos imaginados de la película incluyen el paneo de la cámara que Hirsch construye a través de la trayectoria de su narración, los objetos de la habitación que la cámara no filma y la escena representada por los sonidos grabados a la hora del té. En la versión en inglés, la cineasta observa que «la sensación de tiempo, [de] espacio» – y de los espacios frontales y dorsales – a veces se confunde. Cuando habla del tema está abordando, sin advertirlo, una especie de enigma fenomenológico que también suele captar el interés de Snow.

Pero en contraste con el enfoque microscópico de Snow en su práctica artística, algo que él mantiene a cierta distancia de su vida personal, el recorrido de Hirsch por el cuarto es una introducción a aspectos seleccionados de su vida en ese momento, no todos los cuales están relacionados con sus películas o su arte. Ella indica, al menos parcialmente, cómo los objetos de su espacio de trabajo surgen de o hacen referencia a su vida familiar, sus amistades, sus filmaciones y otras actividades, algunas de las cuales la distinguen claramente como una mujer con un grado particular de privilegio y libertad. Sin embargo, también parece estar atenta al mundo que habita, una característica que se manifiesta en su narración de varias maneras. Por ejemplo, menciona (en inglés) una “ventana” en el taller:

… una ventana que no va a ninguna parte. Es solo un marco, y detrás del marco hay una foto que también mira hacia el Pacífico en Chile. Y allí termina la pared y comienza otra pared. Y luego tenemos una ventana, una ventana real, y la ventana da a un balcón, y después del balcón está la embajada rusa. No es realmente la embajada rusa. Es el lugar donde va la gente de Rusia cuando viene de visita. Pero nunca vemos visitantes. Me pregunto qué pasa, por qué nunca envían a nadie. Hay muchas palomas como en cuclillas en el techo. Parecen refugiados, creo. Y es un poco gris y está lloviendo en este momento. Y bueno, esa es la ventana a la embajada rusa.

Uno de los temas que emerge en su descripción es la geografía y los viajes, ya que Hirsch traza un mapa de una vida en la que las actividades están marcadas por los lugares y donde los lugares se vuelven importantes por las actividades realizadas dentro de ellos. Como en la película de Snow, los objetos funcionan como un medio a través del cual puede realizar un autorretrato. En el caso de Hirsch, sin embargo, esa auto-representación tiene más que ver con sus relaciones afectivas y su participación en comunidades locales y transnacionales. Pero si Hirsch expone, a diferencia de la insularidad de Snow, elementos de su vida que están más relacionados con lo familiar y lo social, el género y los múltiples papeles de la vida cotidiana, también es evidente que ella se presenta de una manera limitada y selectiva. Esto es consistente con una tendencia general dentro de la filmografía de esta cineasta: el “yo” figura en la obra a través de una interacción dinámica entre la revelación y la ocultación, mediante un juego de toma y daca entre lo que se hace visible y lo que queda fuera de la pantalla.

Complementando ese juego es la estrategia textual que Hirsch realiza con Taller. Hablando de los palimpsestos literarios, Gérard Genette nos ofrece una manera de entender el “texto en segundo grado…o texto derivado de otro texto preexistente” y la “relación que une un texto B…a un texto anterior A…en el que se injerta de una manera que no es la del comentario”. Dentro de la amplia gama de derivaciones, citas y diálogos entre textos clasificados por Genette, puede ser que el más cercano al caso Hirsch/Snow es ese “orden” en el

que B no hable en absoluto de A, pero que no podría existir sin A, del cual resulta al término de una operación que calificaré…como transformación, y al que, en consecuencia, evoca más o menos explícitamente, sin necesariamente hablar de él y citarlo.[5]

Si Taller es una evocación indirectamente explícita de A Casing Shelved, quizás la obra de Hirsch logra agregar algo a la identidad de su precursor, convirtiéndola en una película que no solo fue hecha por un cineasta, sino también imaginada por otra cineasta. Y dejando de lado sus significados más conceptuales, Taller representa otro tipo de injerto, uno de trayectorias históricas y de regiones. Situada al margen de una práctica contracultural con un lugar de por sí precario dentro del campo global de las actividades cinematográficas, Hirsch logra implantar, a través de su film, una obra de los cines vanguardistas del Sur en la terreno de juego del Norte. Igualmente importante para su “operación” es su posición como mujer haciendo cine experimental, inventando sus propias formas de diálogo durante lo que resultó ser los últimos años de la predominancia (por lo menos discursiva) de cierto tipo de cineasta experimental masculino.[6]

*

Es probable que Narcisa se haya enterado por primera vez de A Casing Shelved a través de una pariente suya en Nueva York que publicó un artículo sobre la película en 1973.[7] Casi cuatro décadas después, en Berlín en 2012, yo asistí a un congreso de cine al que Michael Snow había sido invitado. Allí le hablé del caso de Taller y le propuse mi idea: en una proyección pública en Toronto, donde él vive, cada cineasta podría ver la película del otro por primera vez y luego, juntos, podrían compartir sus impresiones en una conversación pública. Michael, quien nunca había oído hablar de la película de Narcisa, se rió y aceptó de inmediato.

Lo que sigue es una versión editada de la conversación que moderé después de la proyección de ambas películas en Toronto el 13 de junio de 2013. La transcripción y traducción iniciales fueron realizadas por Azucena Losana, a las que agregué algunos cambios editoriales con la ayuda del buen ojo de Guido Herzovich.

*

Narcisa Hirsch: Michael, creo que tenés que hablar primero.

Michael Snow: Realmente disfruté mucho tu película. Y si no estuviéramos en estas circunstancias hubiera pensado que es muy similar a A Casing Shelved. Pero también son muy diferentes. Tenés un visitante, por lo tanto hay un espectador interno. Hay obviamente bastantes diferencias, pero sí, creo que sin saberlo hubiera dicho: «Ah, esto es un poco como A Casing Shelved”. Pero no lo es. Es otra cosa.

NH: Bueno, estaba sentada atrás, así que no podía ver los objetos muy bien. Necesitaría volver a ver la película para observarlos mejor ¡porque son muchos! Pero lo primero que noté, o más bien sentí, es que la película de Michael trata sobre su trabajo, sobre sus herramientas y los objetos que usa para su trabajo, y mi película trata más bien sobre mi vida. Tal vez este es un aspecto más femenino. Tiene que ver con mis amigos porque que hay un espectador/oyente que está allí tomando el té conmigo, con las fotografías de mis hijos en el lugar donde veraneamos, etc. Esto es solo algo que noté como una diferencia principal.

MS: Sí.

NH: Pero por lo demás, creo que es bastante similar porque, como dijo Federico, hice esta película después de enterarme de que Michael había filmado la narración de una diapositiva y lo mío era un intento de superación. Dije “¡haré algo más!” y en lugar de narrar o hablar sobre las cosas que se ven, decidí hablar sobre lo que no se ve. Esa fue mi intención. Sin embargo, siento que hay una similitud aún sin haber visto antes la película de Michael. Esta es la primera vez que la veo. Ni siquiera había visto una fotografía. Es completamente nueva para mí. Todo esto sucedió hace como 40 años, y ¡ahora nos encontramos en este contexto tan peculiar! Esto se lo debemos a Federico que es una suerte de hechicero y organizó este encuentro. Personalmente me siento muy feliz de estar aquí con Michael y Federico, y gracias también a Chris Kennedy. Estar aquí es realmente un honor. Muchas gracias.

MS: Siento lo mismo.

Federico Windhausen: Michael, ¿quieres hablar sobre la relación entre hablar y ver? Narcisa quería hablar sobre lo que no se ve en su película. Eso también es parte de tu película. ¿Se puede decir que hay una perversidad en A Casing Shelved? Porque en el film a veces no se puede ver con claridad de lo que se está hablando.

MS: Bueno, hubo una serie de deseos que me condujeron a hacer este film. Es un intento de hacer una película que no tenga movimiento. La voz guía al espectador sobre la imagen y eso se convierte en una película. Esa era mi ambición, que el movimiento se derive del sonido y no de la imagen, lo cual creo que se logra. Supongo que hay en algunos de mis trabajos un intento de cierto tipo de pureza o algo esencialista que está muy concentrado de alguna manera. Esto tiene relación con una película que llamé One Second in Montreal [1969], que dura aproximadamente 30 minutos, y no hay movimiento, tiene que ver sólo con la duración. Por lo tanto, hay en mi obra muchos de estos intentos de concentrar o de construir un posible acercamiento a este tema en particular.

FW: ¿Dirías entonces que hay un grado de descripción que excede nuestra capacidad de ver de qué se está hablando? Como, por ejemplo, el destornillador. No se puede ver el destornillador. O estás hablando de cosas que a veces quedan dentro de los contenedores que se ven. ¿Fue una estrategia deliberada hablar de cosas que no se pueden ver o que son muy difíciles de ver?

MS: No. Quería hablar sobre lo que se podía ver. Obviamente, a veces había recuerdos sobre cómo llegué allí y ese tipo de cosas. Pero sólo decidí hablar sobre todo lo que podía ver allí.[8]

FW: Esta pregunta es para los dos: ¿la estructura de sus films fue aleatoria? ¿Decidieron lo que iban describiendo y en qué momento? ¿Lo planificaron previamente o simplemente comenzaron a hablar?

MS: Estaba planeado en un sentido general. Pensé en discutir las categorías, porque quería tratar de mover la mirada del espectador de esta taza de café a esa otra taza de café, por lo que fue solo una decisión sobre de qué categorías hablaría, o sobre lo qué había allí y cómo clasificarlo: como una lata o como un cilindro. Todas las descripciones, todas las realidades, surgieron de mirar. Eso es algo interesante. En realidad no lo hice mirando la diapositiva sino la cosa misma.

FW: Narcisa, ¿planeaste lo que ibas a hablar?

NH: Realmente no puedo recordarlo, tenía dos versiones de este film, una en español y otra en inglés. Como la película es principalmente el sonido entonces hay dos películas diferentes, pero la imagen es la misma. Acabo de leer algo de John Cage en donde habla sobre una película que vio y dice: «Esto es hermoso y la belleza te atrapa». Estaba pensando que cuando filmo me encuentro atrapada por el hecho de que la mayoría de las veces necesito referirme a algo hermoso y eso me perturba. Estoy muy perturbada por eso. En A Casing Shelved Michael muestra esos estantes mientras habla sobre el trabajo sin movimiento alguno. Bueno, en mi película hay movimiento a medida de que se mueve la luz de la lámpara naranja, que también aparece en mi película Come Out [c. 1974]. Creo que para hacer una película conceptual hay que llegar a la esencia, como dices, el objetivo es ese. Bueno, siento que en el proceso de mi obra me quedo atrapada en esta idea de belleza y esto me ocurrió en este film.

FW: ¿Estás diciendo que eso te molesta un poco?

NH: Sí.

FW: ¿Porque te convierte en una esteta burguesa?

NH: En cierto modo, sí. Obviamente filmar es algo que necesito en mi vida. Pero al mismo tiempo tengo la sensación de querer llegar a algo más real de una manera platónica, aunque también siento que es innecesario. Pero eso es una dificultad, sí.

FW: Mirando estos trabajos ahora, son artefactos de un período particular en la práctica artística de ambos. ¿Quieren hablar sobre el contexto? ¿Qué estaban haciendo en ese momento y qué representan todas estas películas como registros de un momento particular en su obra?

MS: Bueno, como dije antes, hay un trasfondo. Me pareció interesante usar los elementos que estaban en el estudio y usarlos de otra manera. Esos objetos son un subproducto de hacer arte y yo los uso para hacer arte. En A Casing Shelved hablo de una pieza con diapositivas que llamé Sink [1970] cuyo tema principal es la imagen de un lavamanos manchado de pintura que estaba en mi estudio en ese momento. Simplemente al fotografiarlo lo tomé por sorpresa, de alguna manera, al cambiar la iluminación en cada diapositiva. Es una pieza de 80 diapositivas (un díptico compuesto también por una fotografía del mismo lavamanos). El objeto pasa por todas estas variaciones de cobertura que a veces son extremadamente radicales. Es algo que proviene de la pintura, pero no es una pintura, y fue más o menos al mismo tiempo que A Casing Shelved.

FW: Vale aclarar que A Casing Shelved tiene un registro [en tu narración] de las personas que trasladan la estantería en tu película Wavelength. Hablás en A Casing Shelved de otras personas.

MS: Sí.

FW: Narcisa…

NH: Bueno, [Taller] obviamente es una pieza histórica porque se relaciona con las cosas que estaba haciendo yo, y la película de Michael se relaciona con las cosas que estaba haciendo él, así que es histórica en ese sentido. No tengo mucho que decir al respecto. Volviendo al acto de la belleza de John Cage, como dije, la belleza te atrapa porque si tienes un objeto hermoso el primer paso es querer poseerlo, quieres colgarlo en tu pared si es una pintura, etc. Mientras que con el arte conceptual no pasa eso. Más tarde puede convertirse en un objeto de deseo también, pero inicialmente es diferente. Creo que eso es algo importante hoy en día, especialmente con el arte moderno, porque en el pasado se suponía que el arte tenía belleza y era un objeto que también podía entenderse de la misma manera en que se entiende la belleza. Pero antes de hacer esta película, fui al MoMA [Museum of Modern Art] a ver Wavelength. Fue la primera vez que realmente veía una película experimental. Estaba comenzando a hacer cine experimental en Argentina a fines de los años 60 y principios de los 70, y todo era muy diferente a lo que pasaba en los Estados Unidos o Canadá. Wavelength me impresionó mucho y mi primera reacción fue: «No puedo soportarlo, dura demasiado tiempo, no pasa nada en esta película». Y luego recordé que la persona que me la había recomendado dijo que duraba 45 minutos, entonces me relajé y pensé: «Bueno, esto va a terminar en algún momento». Entonces pude verla de verdad, recuerdo esa sensación muy claramente. Luego me fui y hablé mucho sobre la película y alguien dijo: «Michael Snow es muy conocido… hizo una película en la que muestra un estante lleno de objetos y habla sobre lo que él ve en el estante». Ese fue el momento en el que dije: «Bueno, tengo que hacer algo más», e hice Taller en donde hablo sobre lo que no se ve. Pero como dije antes, Argentina no era como los Estados Unidos o Canadá en ese momento, eran tiempos muy heroicos en términos de la vanguardia y de todas las cosas revolucionarias que estaban sucediendo política y artísticamente. Es por eso que hablo [en Taller] sobre el cine on the ground o el cine underground, para poder atemperar eso.[9] Nosotros en ese momento éramos un grupo muy pequeño de personas filmando en Super 8, mientras que los estadounidenses principalmente filmaban en 16 mm. Pero el Super 8 era mucho más barato y más asequible, por eso lo usábamos. No se podían mostrar las películas como hacemos ahora. La gente se puede sentar a verlas y les pueden gustar o no. En ese momento Argentina era un campo de batalla y la sangre corría. Estábamos en las barricadas y defendíamos cosas a veces sin saber de lo que estábamos hablando. Había un espíritu muy, muy revolucionario. En los Estados Unidos con las películas underground, Jonas Mekas era como un gurú defensor de ese movimiento. En Argentina fue mucho peor porque tenías que estar de un lado o del otro, y esto era un asunto constante en medio de la dictadura militar. Por eso fue tan importante el Goethe-Institut. Jutta [Brendemühl, directora de programación del Goethe-Institut Toronto] está aquí hoy, el Goethe-Institut en Toronto me invitó, y les agradezco por eso. En Buenos Aires fue muy importante que el Goethe-Institut nos apoyara en esa época porque era una institución extranjera y los militares no se atrevían a tocarla demasiado. Al final lo hicieron, porque invitaron a Buenos Aires al polémico cineasta alemán Werner Schroeter. Él hizo algunas cosas [en un taller de cine abierto al público] y el Instituto Goethe recibió amenazas advirtiendo que si ese hombre no se iba de inmediato, pondrían bombas en el instituto. Ese fue el único apoyo institucional que teníamos en ese momento.

FW: Solo para aclarar, viste Wavelength a fines de los sesenta o principios de los setenta en el Museo de Arte Moderno.[10] Pudiste viajar, así que una de las cosas que hiciste fue comprar copias de películas experimentales para llevarlas a Buenos Aires. Entre ellas estaba Wavelength.[11]

NH: En aquella época yo tenía la posibilidad de viajar. Como dije antes, éramos un grupo muy pequeño de gente que, si bien no hacíamos películas juntos, nos ayudabamos con cuestiones técnicas como los equipos para filmar, etc., y cuando había una proyección, generalmente proyectábamos nuestras películas juntos. Marie

Louise Alemann trabajaba para el Goethe-Institut y también tenía la posibilidad de viajar. Pudimos ver algunas de las películas que se estrenaba en ese momento. Fui al Millennium Film Workshop en Nueva York y algunos otros lugares donde había proyecciones y eso fue una influencia muy fuerte para mí. El resto del grupo no viajaba como nosotras. Sin embargo produjeron películas que no eran muy diferentes a las que se hacían en los Estados Unidos, Canadá o Alemania. Eso vino de… vino porque vino. Fue una inspiración de la época. Pero lo que quiero decir es que, por supuesto, fue una batalla. Tenías que decidir de qué lado estabas. Si hacías una película experimental, eso significaba principalmente que nadie la vería y si la veían la atacaban. A nadie se le podría ocurrir comprar películas de ese tipo y tampoco estaban a la venta, lo cual, en perspectiva, creo que fue algo bueno.

FW: Bien, ahora es el momento de hacer preguntas.

Persona 1: [Pide que hablen de la relevancia del arte conceptual argentino y latinoamericano de la década de 1960.]

NH: Bueno, hablando de asuntos políticos, nosotros estábamos muy cerca de todos esos grupos. También tuvimos que, en cierto modo, elegir si estábamos a favor de los militares o en contra de ellos. Hubo todo un movimiento de cine político argentino. Creo que el arte, siempre y cuando sea arte también es político. Pero nuestras películas no eran políticas en el sentido obvio en el que normalmente se concibe lo político como tal. Creo que el cine experimental o underground, como quieran llamarlo (sin darle una categoría porque estoy de acuerdo en que no debería tenerla), tiene más que ver con la poesía que con el cine de las películas narrativas o comerciales que se ven en los cines. Al tratarse de poesía, creo que tiene una ventaja política diferente. Creo que si le hubiéramos mostrado nuestras películas al recientemente fallecido dictador Videla (quizás algunos de ustedes habrán visto la noticia en los diarios), no le habrían gustado, y tal vez las habría prohibido, así como en la Alemania Nazi habrían prohibido también este tipo de arte. Pero nuestras películas tampoco fueron reconocidas por esos cineastas documentalistas como Pino Solanas, que estaban filmando películas muy políticas. A él tampoco le habrían gustado nuestras películas. Creo que más bien estábamos en una tercera categoría que, como dije, tiene más que ver con la poesía.

Persona 2: Michael, aunque tu film es una pieza bidimensional, parece que el ojo [del espectador se está moviendo]. A medida que miramos, las partes se enfocan. [Los ojos] se acercan, más o menos, a [los objetos de la imagen] a medida que hago foco. Aunque la cámara no se mueve, la estoy experimentando como un zoom. Puedo concentrarme y tengo que mirar y ver qué hay en ese estante, e ir a ver lo que puedo ver en otro estante. Entonces trato de averiguar «¿Dónde está la voz observando? ¿Está hablando de esta taza de café o esta otra?” Hay una experiencia realmente diferente de la otra película [Taller] que opera como un ancla. Lo estaba experimentando como en un sentido tridimensional: estoy sentado en una habitación y escucho dónde estás y puedo seguirte. Entonces tenemos la idea de la autorreflexión del espejo: puedo ver la habitación que estamos viendo frontalmente y detrás de mí. No digo que la película de Michael se sintiera bidimensional. Estaba enfocado hacia adelante, y estaba acercándose y alejándose. Taller es la una experiencia de una habitación en el espacio.

MS: Eso me parece correcto.

NH: Es un buen comentario.

MS: Lo que hice fue concentrarme en ese objeto [la estantería] en particular y todas sus cosas y, por supuesto, fue deliberado.

Persona 3: En el momento en que terminaste la película, ¿qué tipo de lugar o en qué tipo de festival se proyectó y qué tipo de comentarios recibiste en ese momento?

MS: Bueno, no fueron comentarios violentos. Hubo una proyección en la Art Gallery of Ontario. Mi esposa Peggy Gale, que está aquí presente, trabajaba en el departamento de cine. Hubo una proyección en la que, después de unos minutos de A Casing Shelved, era como si la gente tuviera globos de pensamiento sobre sus cabezas diciendo: «Ah, ya veo cómo va a ser esto». ¡Y se fueron! Dejaron claro que sabían cómo iba a ser y que no querían ver más. Y bueno, eso pasa.

Peggy Gale: El 20% de la gente se quedó. También vieron cómo iba a ser y pensaron: «Ah, cool«. O como fuera el término en ese momento.

FW: ¿Recuerdas las primeras proyecciones de este film? ¿dónde lo mostraste? Yo lo vi en los años 90 en una galería de arte. ¿Comenzaste a mostrarlo en galerías o en cines?

MS: La intención original fue siempre de proyectarla en salas de cine, pero hice un video y lo mostré un par de veces con auriculares y fue un error. La imagen era pequeña y con una imagen comprimida que no se veía en absoluto no funcionó la idea de guiar los ojos. Los ojos se quedaban fijos en un solo lugar. Definitivamente no fue una buena idea, por lo que ya no se puede ver más en este formato.

NH: Me gustaría decir una cosa más sobre este tema del público. Recuerdo haber visto, como ya dije, Wavelength en el MoMA. Como dijo Michael, la gente se levantaba indignada diciendo: «Ya sabemos de qué se trata». Recuerdo que también teníamos espectadores diciendo: “Mi hijo de cinco años hace cosas mejores que lo que se muestra aquí”. Tuvimos que soportar muchas agresiones. Pero al menos para mí fue un momento muy feliz. Todo el período en el que estuvimos haciendo películas en los años 60, 70 y también a comienzos de los 80 era un momento feliz para ser desconocido. Feliz para ser una especie de sonámbulo, haciendo cosas que ignorábamos de que trataban. Era como ser un sonámbulo bastante feliz porque no teníamos que rendirle cuentas a nadie. Nadie nos presionaba para que termináramos una película. Nadie nos financiaba y fue una gran libertad, un sentimiento de gran libertad.

MS: Estaba pensando que la mayoría de mis películas fueron bien recibidas, pero hubo una ocasión en particular, durante el estreno de mi película Back and Forth en 1969 en el Museo de Arte Moderno. En aquel entonces el teatro estaba abajo y había 15 o 20 espectadores. En el minuto 10 o 15 alguien del público gritó: “Esto es realmente pésimo. Creo que deberíamos decirles que dejen de proyectarlo. No quiero seguir viendo más”. Otro chico que estaba sentado detrás de él comenzó a discutir y le dijo “Siéntate, queremos ver la película”. Ambos se pusieron de pie y uno intentó golpear al otro. Eso fue asombroso, yo estaba viendo esto sentado entre el público. En la película, la cámara se mueve de un lado a otro y ellos estaban parados frente al haz de luz del proyector. Se movían de un lado a otro golpeándose y se podían ver sus sombras sobre la proyección. ¡Lo arruinaron todo! La gente salió corriendo de la sala. Mi esposa en ese momento, Joyce Wieland, llegó tarde y bajó las escaleras cuando todos huían.

FW: Este es un género de anécdotas de los cineastas experimentales: Lo que sucedió la vez que la gente odió mi película. Una última pregunta…

Persona 4: Con respecto a los colores, la película con los años cambia de color. Ahora, mirando en perspectiva ¿recuerdan los colores de sus películas? ¿Ambos films eran originalmente de ese color? En el caso de Michael Snow, en la película se están describiendo los colores, ¿Recuerdas si la película tenía esos colores? Estabas describiendo azul y verde, pero ahora predominan los rojos y los naranjas en la pantalla, ¿la recuerdas así?

MS: ¿Los colores reales?

Persona 4: Sí. Lo que estamos viendo en la pantalla y lo que hay en tu memoria. A veces los colores son mucho más vívidos en nuestros recuerdos. ¿Recuerdan si sus films tenían esos colores?

MS: Si se pueden hacer copias de proyección, los colores suelen estar lo más cerca posible de lo que se pretende originalmente. Es cierto que las películas, como todo lo demás, se desgastan y los distribuidores en ocasiones no prestan suficiente atención y muestran copias que no deberían proyectarse. Me estoy alejando de tu pregunta. También hay variaciones en las cintas de video. Solo se puede tener control sobre un color cuando se desea desde el comienzo y después se hace todo lo posible por lograrlo.

FW: Narcisa, tu película no se ve como solía verse.

NH: Bueno, no tengo el negativo de esa película, así que lo que vemos hoy es lo que queda de la impresión original.[12] Como viste está muy rayada. Realmente tengo que restaurarla. Pero esto es lo que hay. El otro día la mostré [a la versión de Taller en español] en Buenos Aires y cuando proyectamos esa copia tuve que disculparme con los espectadores por todos los rayones [en la imagen]. Alguien del público dijo: «No, eso es lo atractivo de la película, porque están sucediendo pequeñas cosas y comienzas a prestar atención a los rayones». Eso lo hizo más interesante para esa persona que dijo: «No, déjalos porque nos gustan».

FW: ¿La copia en español tiene mejor color?

NH: Un poco sí. Pero en este punto para mí no hay mucha diferencia porque hoy en día hay una definición maravillosa en el HD, el Blu-ray, etc., es una tecnología perfecta. Y todo el fílmico en 16 mm y sobre todo el Super 8 de esa época, es una tecnología tan deficiente que [mostrar esas copias] exige capitalizar sus defectos. Lo mostramos como era en ese momento, y ahora algunos de los jóvenes estudiantes de arte o de cine quieren filmar en Super 8 porque sienten que su materialidad es una novedad. Para ellos, la tecnología de la perfección es tan familiar que ya no les sorprende. No sienten asombro por eso. Les resulta natural verlo o escucharlo mientras que el fílmico les resulta algo extraño. Les produce curiosidad por usarlo.

FW: Buenos Aires todavía tiene laboratorios para revelar Super 8.

NH: Sí, se puede revelar y hay estudiantes que quieren tener cámaras Super 8 y filmar. Eso pasa.

FW: Gracias, Michael y Narcisa. Y gracias a todos por venir.

Chris Kennedy: Quiero agradecer a Narcisa y Michael, y gracias, Federico, por liderar la discusión y traernos estas películas.

 

Unos agradecimientos especiales: Chris Kennedy era el programador del ciclo Free Screen en el cine Bell Lightbox del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF) y el promotor principal de mi idea curatorial. El evento fue posible debido al apoyo de Chris, Brad Deane de TIFF y Sonja Griegoschewski y Jutta Brendemühl de Goethe-Institut Toronto.

[1] Citado en “Michael Snow” (programa), Yale Union, https://yaleunion.org/snow/ (2014).

[2] Annette Michelson, «Toward Snow, Part I», Artforum vol. 9, no. 10 (June 1971), p. 37.

[3] Como fuente de fechas para sus propias películas, Hirsch suele ser notoriamente imprecisa. Además, reproducir sus fechas especulativas sin buscar documentación histórica se ha convertido, lamentablemente, en una práctica habitual. No sorprende entonces que varían considerablemente los años asociados con esta película. En los diarios y programas de funciones de cortometrajes en Buenos Aires el primero registro impreso de una proyección pública de Taller aparece en 1974. Como menciono a continuación, Hirsch probablemente se enteró de A Casing Shelved gracias a una escritora, Andree Hayum, que publicó un artículo sobre esa obra en 1973. Por tanto uso la fecha “circa 1974”.

[4] Hollis Frampton es otro cineasta que hizo una película que parece ser una respuesta a esa obra de Snow. En su película (nostalgia) de 1971, un narrador (Michael Snow) habla del significado autobiográfico (para Frampton, quien escribió el guión) de varias de sus fotografías, muchas de las cuales lo llevan a hablar de sus amistades. Pero el espectador solo puede ver cada fotografía después de que la narración ha dejado de hablar de esa imagen, cuando ya está ofreciendo un comentario sobre la siguiente fotografía (que aún no se puede ver). Típicamente esto produce una situación en la que el espectador conecta la imagen visible en pantalla con la narración anterior mientras intenta recordar lo que se dice en el presente – y tal vez intenta imaginar lo que mostrará la fotografía que viene. Hirsch nunca vio y no recuerda haber oído hablar de (nostalgia).

[5] Gérard Genette, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, traducción de Celia Fernández Prieto (Madrid, Taurus: 1989), p. 14.

[6] Andrea Giunta observa que «La obra de Narcisa Hirsch tiene zonas de contacto con las prácticas que a comienzos de los años setenta se multiplicaban en Buenos Aires interrogando la constitución del sujeto femenino». Estoy de acuerdo, pero agrego aquí que Taller en particular tiene resonancias con lo que llegó poco después al campo del cine vanguardista del Norte. En 1975 la cineasta experimental Laura Mulvey publicó su influyente crítica feminista de la representación visual de la mujer en el cine de Hollywood, en un ensayo teórico que funcionó también como un manifiesto para su propia práctica cinematográfica. Poco después, Constance Penley y otras teóricas feministas del cine comenzaron a publicar críticas (generalmente en términos ideológicos y psicoanalíticos) de algunas de las corrientes primarias del cine experimental. Esas publicaciones contribuyeron a una disminución general en el grado de prestigio otorgado a cineastas como Snow y prefiguran la llegada y ascenso de mujeres cineastas como Leslie Thornton y Su Friedrich, ambas representadas en la filmoteca de Hirsch con obras tempranas. Debo aclarar que la intención de Hirsch no fue construir una crítica de Snow o su generación de cineastas. Más provocador es el hecho – paradójico en algunos sentidos – de que nunca buscó definirse como feminista o asociarse activamente como artista con el feminismo. Sin embargo participó en varios grupos de mujeres, el primero de los cuales condujo directamente a la producción en 1974 de Mujeres, una película de 16 mm en donde varias mujeres, una a la vez, hablan con una imagen de su propia cara. También merece mención que a lo largo de su carrera ha demostrado un prolongado interés en las ideas de Simone de Beauvoir, citada directamente en dos cortometrajes en Super 8 que están estrechamente vinculados, A-Dios y la segunda película que se llama Mujeres. Véase: Andrea Giunta, “Narcisa Hirsch. Retratos”, en alter/nativas: Latin American Cultural Studies Journal [en línea], otoño 1, 2013. https://alternativas.osu.edu/es/issues/autumn-2013/debates/giunta.html; Laura Mulvey, «Visual Pleasure and Narrative Cinema», Screen vol. 16, no. 3 (October 1975), pp. 6–18; Constance Penley, «The Avant-Garde and Its Imaginary», Camera Obscura no. 2 (Fall 1977), pp. 3–33.

 

[7] Andree Hayum, “A Casing Shelved», Film Culture no. 56/57 (Spring 1973), pp. 81-89.

[8] A veces, durante su narración, Snow claramente habla de objetos que no podemos ver. Es posible que mi pregunta fue mal formulada o que el cineasta no me escuchó claramente. Su respuesta me pareció extraña y luego, después del evento, otros espectadores expresaron su confusión sobre su negación de lo que parecía ser, dentro de su obra, una estrategia típicamente lúdica. Hablar de objetos que no se puede ver durante un monólogo dedicado a todo lo que es visible en una imagen sería consistente con los toques perversos que Snow disfruta insertar en sus películas.

[9] En inglés Hirsch usó la frase “to take away the edge of that” que traduzco aquí como “atemperar”. En Taller Hirsch habla de empezar a hacer cine “sobre el suelo” en vez de cine subterráneo o underground. Teniendo en cuenta cuando realizó la película, me parece que podría estar refiriéndose a la visibilidad que podría lograr a tener su cine (y el cine experimental de sus colegas) en el Goethe-Institut de Buenos Aires, donde Hirsch y Marie Louise Alemann lanzaron un ciclo de cine experimental en abril de 1974. Hirsch presentó Taller en mayo de 1974 en el instituto.

[10] Es muy probable que Andree Hayum fue también la persona que le sugirió a Hirsch que vea Wavelength en el MoMA. En un intercambio de correos electrónicos de octubre de 2013, Hayum especuló que Hirsch vio Wavelength por primera vez en 1971 o 1972. Durante esos años, Hayum participaba en un grupo o colectivo informal de mujeres que incluía a Melinda Ward y Regina Cornwell, ambas asociadas con el departamento de Film del MoMA en ese momento. Hayum recuerda que se enteró de Wavelength a través del interés de Annette Michelson y su artículo de Artforum de 1971 (citado anteriormente). Cornwell finalizó su tesis doctoral sobre la obra de Snow en 1975.

[11] Hirsch compró la gran mayoría de las películas en su colección personal de cine experimental en Nueva York alrededor de 1981, no durante la década del setenta como se suele declarar. Según mis investigaciones, la cineasta publicó artículos y anuncios en 1981 y 1982 para dar a conocer públicamente su compra y ofrecer las películas para proyecciones locales en Buenos Aires. Hirsch se había olvidado de esas publicaciones y sostiene que su oferta fue en gran medida ignorada.

[12]  Lo que dijo Hirsch fue incorrecto. Los negativos para las versiones en inglés y español de Taller se encuentran almacenados en su propio archivo de películas.

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Hélio Oiticica y el nuevo sublime: un evento radical en el arte contemporáneo

Por: Gonzalo Aguilar

Imágenes: Archivo

Gonzalo Aguilar traza el itinerario de una serie de transformaciones que se dieron en el ámbito del arte en el transcurso de la década del sesenta: una época en la que el concepto de energía se volvió preponderante y cuya preeminencia vinculó las prácticas artísticas con el entorno, con el afuera, con el acontecimiento histórico, con lo no artístico. En este marco, Aguilar aborda el uso particular e intensivo que el artista plástico brasileño Hélio Oiticica hace del color blanco en varias de sus obras realizadas en la ciudad de Nueva York. Para el autor, más que regional o propio de un campo específico, el uso del blanco es transversal y marca un evento radical: un nuevo sublime en la escena contemporánea.


La sustitución de la forma por la energía en el arte es uno de los acontecimientos más importantes de principios de la década del sesenta. De repente, es como si toda la literatura crítica y las prácticas artísticas que habían dominado la escena de los años cincuenta se desmoronaran. No se trata de un hecho catastrófico ni de un cambio repentino y absoluto, pero si se observan con detenimiento esos años se verá que el arte de mediados de los sesenta ya no se parece en nada al de la década anterior.

Es que si en los años cincuenta los discursos giraban alrededor de la forma, con el tiempo el concepto de energía fue ocupando toda la escena. La supremacía del criterio de energía se manifiesta tanto en el exceso de materialidad que disuelve o amenaza la forma como en la caída de ciertas restricciones que definían el campo del arte. El retorno de la figuración es tal vez uno de los ejemplos más poderosos no solo porque su exclusión había sido una de las consignas más fuertes del modernismo, sino también porque hasta los propios artistas que venían del concretismo, como Hélio Oiticica o Waldemar Cordeiro, comenzaron a trabajar con figuras humanas.

El poder de la energía trajo un cambio en el arte y, concomitantemente, en el papel del artista. El artista ya no se colocaba en una posición exterior a la obra guiado por los procesos de construcción sino que se involucraba y se convertía o en una extensión de la obra o en su soporte (como también sucede con el espectador). La energía, antes que con la forma, está vinculada con los organismos vivos, con las conexiones, las fuerzas del afuera y es conducida de un cuerpo a otro de manera tal que la acción del artista está involucrada (de ahí también que lo háptico desplace a lo óptico, lo táctil a lo visual). Mário Pedrosa lo sintetizó con una fórmula genial: el artista es “una máquina sensorial”.

En cuanto al arte, este ya deja de vincular sus prácticas con el pasado específico para operar con el entorno: al ser despojado de los criterios que lo sostenían como un dominio autónomo, no es casual que el arte se haya convertido en una máquina conceptual. Si los rasgos distintivos carecen de relevancia y ya no hay atributos esenciales, el arte deviene un concepto que artistas, instituciones y espectadores pueden manipular en un perpetuo estado de vacilación e indeterminación (y, obviamente, de disputa institucional). Marcel Duchamp es el referente fundamental en este giro conceptual (la materia gris), aunque también hay que considerarlo un nexo con el artista como máquina sensorial (la materia rosa, como la trabaja Georges Didi-Huberman en La Ressemblance par contact, París, Minuit, 2008).

La energía vincula a las prácticas artísticas con el entorno, con el afuera, con el acontecimiento histórico, con lo no artístico. En este desplazamiento, los años sesenta se caracterizan por el uso inventivo del espacio (la situación) como lugar en el que se testea la potencia del arte. Si bien al principio de la década el rasgo principal de este uso fue la incorporación de nuevos materiales (cosas encontradas en la calle o dispositivos no convencionales) y de nuevas experiencias sensoriales (en particular las aportadas por los medios masivos), pocos después la cuestión fundamental consistió en la relación conflictiva entre la práctica artística y el espacio de exhibición, tanto en su dimensión pública como política. El uso de la esplanada del Museo de Arte Moderna de Rio de Janeiro fue sintomático de este uso intensivo de las energías que venían de todos los ámbitos, sobre todo de la calle como lugar de manifestación. En ese espacio la energía era reconducida a la potencia de la historia que sostenía la promesa de un futuro emancipado. Sin embargo, la relación entre energía, arte y espacio público sufre un cortocircuito de grandes dimensiones con el AI-5. Este acontecimiento (“la noche negra” como la llamó Oiticica) hace que los artistas se pregunten sobre cómo usar o reconducir la energía. La respuesta de Hélio Oiticica es su experiencia londrina y, posteriormente, el exilio en Nueva York, donde inauguró la posibilidad de nuevas conexiones.

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El cambio que implicó su radicación en la ciudad norteamericana podía observarse en varias instancias: en los cuerpos elegidos para los parangolês, en el retiro de los espacios públicos de exhibición (deja de exhibir después de la experiencia de Information en el MoMA), en la incorporación de nuevos materiales (como la cocaína, el fílmico, las ambientaciones) y en un viraje en el uso de los colores. Los naranjas comienzan a ser desplazados por los azules oscuros (como en algunas cosmococas) o por los blancos. También en esos años Oiticica construye una red afectiva que incluye a amigos más jóvenes que lo visitan en Nueva York (como Wally Salomão, Ivan Cardoso), otros que conoce en la ciudad como Silviano Santiago y los poetas de Noigandres (Décio Pignatari, Haroldo y Augusto de Campos) que también lo visitan en la Big Apple. Con Haroldo entabla una relación particularmente intensa: poco antes de morir y cuando ya estaba internado, Haroldo escribe un guión fílmico para Ivan Cardoso sobre su amigo Hélio Oiticica.

Entre todos los cambios en la obra de Hélio que se relacionan con su traslado a Nueva York me interesa particularmente el uso intensivo del blanco en varias de sus obras, sobre todo las que se relacionan con los hermanos Campos. La presencia del blanco no es exclusiva de Oiticica y en los años sesenta la centralidad que adquiere la figura de Malévich impulsa una cantidad de reflexiones y de obras que tienen como punto de partida Blanco sobre blanco, obra que forma parte del patrimonio del MoMA (fue comprada por Alfred Barr en 1935). Pero no solo eso, la diseminación del blanco es mucho mayor y si en la poesía está afectada por la relectura de Mallarmé, en otras prácticas artísticas también se impone a partir de otras genealogías. A fines de los sesenta, una cantidad de fenómenos llevan a pensar que el recurso del blanco es índice de una situación mayor que excede las genealogías particulares y las especificidades de cada arte. Más que regional o propio de un campo específico, el uso del blanco es transversal y marca un evento radical: un nuevo sublime en la escena contemporánea.

En “El suprematismo”, Kazimir Malévich escribe: “El blanco, verdadera representación del infinito” (Escritos, edición de Andréi Nakov, Madrid, Síntesis, 2007, p.280). La frase no carece de ambigüedad porque ¿puede el blanco representar algo? El “abismo blanco y libre” del que habla Malévich resulta una solución muy original al problema del arte y el infinito en la medida en que el blanco puede representarlo justamente porque no representa nada. La interpretación del color es tan arbitraria como cualquier otra pero se basa en que, al menos en la cultura occidental, el blanco es visto como vacío, borramiento, pura luz, nada. En un cuadro de dimensiones muy pequeñas (79,4 cm x 79.4 cm), el suprematista ruso recupera lo sublime sin deshacerse de las prácticas fundacionales de la vanguardia: el abandono de la representación y el cuestionamiento radical del lenguaje estético. Es más, su obra exhibe cómo lo sublime diluye la representación: es tan poderoso que excede todo concepto y toda figuración sensible.

Según la conocida y clásica obra de Edmund Burke, lo sublime es aquello que, por demasiado grande y poderoso, provoca terror ya que pone en peligro o en duda el principio de autoconservación. Con un tipo de funcionamiento diferente a la armonía de lo bello, la mediación estética hace que este peligro o terror se transforme en “una pena que produce placer”. En las diferentes lecturas que sufre el término en su recorrido histórico, tal vez el desplazamiento más importante es el vínculo (ya presente en Burke) que se establece entre lo sublime y la imposibilidad de plasmar o representar lo inconmensurable. Este giro es conceptualizado por Kant en la Crítica del juicio (1790). En su estudio, Kant sostiene que lo sublime excede el alcance de lo fenoménico. Se produce así, en la relectura que Kant hace de Burke, una abstracción: un recorrido desde lo grande y lo sensible hacia lo que es inaccesible a los sentidos adquiriendo estatuto conceptual (de sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime de 1764 a la Crítica del juicio de 1790, de la etapa precrítica a la coronación de la crítica de las facultades). Para Kant, la discordancia entre razón e imaginación mueve la lógica de lo sublime.

Resulta imposible no evocar el concepto de lo sublime una vez que la energía en el arte aparece como su factor fundamental. En palabras de Jean-François Lyotard, “la inconmensurabilidad de la realidad en relación con el concepto, está implícita en la filosofía kantiana de lo sublime” (La posmodernidad (Explicada a los niños), Barcelona, Gedisa, 1995, p.20). Otros autores también reinstalaron el concepto de lo sublime en sentido kantiano para pensar el arte y la literatura contemporáneos. Fredric Jameson, por ejemplo, habla de un “sublime posmoderno” que se define por “plasmar” lo irrepresentable, que sería el capitalismo multinacional como totalidad (Ensayos sobre el posmodernismo, Buenos Aires, Imago Mundi, 1990, pp.63-64). Andreas Huyssen, en “El mapa de lo posmoderno”, señala que “históricamente el sentimiento de lo sublime contiene un deseo secreto de totalidad” y discute el sublime en Lyotard a partir de Habermas y la diferenciación de las esferas en la vida moderna (Después de la gran división (Modernismo, cultura de masas, posmodernismo), Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002, p. 370). Gilles Deleuze, en La filosofía crítica de Kant, sostiene que “en efecto, como dice Kant, lo sublime es lo informe y lo disforme” (Madrid, Cátedra, 1997, p.88). Al disponer de una máquina sensorial que trata de conducir estas energías, surge un nuevo sublime, un sublime vivencial. Afirmación del goce o del crelazer (para usar un término de Oiticica), este sublime no se construye sobre una realidad trascendente sino sobre la inmanencia. No hay necesidad de un noumeno ni de un Blanco mayúsculo, como escribe Jacques Derrida, sino que hay un vacío y una superficie blanca cualquiera. También Jean-Luc Nancy en su estudio “La ofrenda sublime” vincula lo sublime al blanco: “La blancura suspendida de la hoja o del lienzo: la experiencia de lo sublime no requiere nada más” (Un pensamiento finito¸ Barcelona, Anthropos, 2002, p.139).

Sobre este nuevo sublime que se manifiesta en lo blanco escribió Haroldo de Campos en los textos que le dedicó a su amigo Oiticica. La epifanía o los “éxtasis discontinuos”, para decirlo con palabras de Oiticica, no procuran una instancia trascendente sino que celebran lo paradisíaco en el instante-vida. Edén, señala Haroldo, es “un hebraísmo que, no por casualidad, significa delicia” (Éden (Um tríptico bíblico), São Paulo, Perspectiva, 2006, p.210). Delicia o goce, lo sublime vivencial empuja al sujeto hacia los límites, hacia el lugar en el que se pierde pero que en esa pérdida conoce también su potencia.

Escritura: constelaciones nocturnas

Si Malévich era un umbral para las artes plásticas, en poesía la referencia fundamental fue Stephane Mallarmé quien, en Un coup de dés, había utilizado el blanco como espaciamiento del poema y como materialización del signo para instituir el horizonte de escritura constelar en el que se moverían diversas poéticas, desde “los signos en rotación” de Octavio Paz a la poesía concreta del grupo Noigandres.

En 1967, Octavio Paz publicó el poema Blanco, una experiencia espacial que funciona mediante combinaciones permutativas que producen más de veinte variantes. El poema fue traducido años después por Haroldo de Campos en su libro Transblanco, que incluye otras traducciones o transcreaciones de poemas del mexicano con un intercambio de cartas y otros textos críticos. El blanco surge como una preocupación común que se vincula con la espacialidad, visualidad y construcción del poema, además de expresar la posibilidad de una epifanía que en Octavio Paz tenía que ver con sus experiencias en India, donde fue embajador entre 1962 y 1968 y escribió obras como Blanco y El mono gramático. Pasaje de Blanco y su transcreación por Haroldo de Campos en Transblanco:

Apariciones y desapariciones

La realidad y sus resurrecciones

El silencio reposa en el habla

[…]

Irrealidad de lo mirado

La transparencia es todo lo que queda

[Aparições e desaparições

A realidade e suas resurreições

O silêncio repousa na fala

[…]

Irrealidade do visto

A transparência é o que resta ao fim de tudo]

 

La irradiación de lo blanco también llega a la teoría con la crítica postestructuralista y las relecturas de Mallarmé. En 1969, Jacques Derrida dicta una serie de conferencias sobre el poema en prosa “Mímica” de Mallarmé que publica un año después en la revista Tel Quel e incluye en su libro La diseminación. “La doble sesión”, tal el título del ensayo, es una reflexión sobre las nociones de blanco, pliegue, himen y espaciamiento en la obra de Mallarmé. Enfrentado con la concepción de Jean-Pierre Richard, Derrida sostiene que el blanco en Mallarmé no es un tema sino una operación de puesta en escena de la escritura, de espaciamiento y de plegado. “El blanco se pliega –escribe Derrida–, es(tá marcado por un) pliegue” (Madrid, Fundamentos, 1975, p.380). Esto es así porque no hay sentido total ni propio, lo que hay más bien es un “contenido sémico casi vacío” y nunca un “Blanco mayúsculo” (p.387). Aunque en un principio Derrida confluye con Malévich al sostener que el blanco convierte la finitud en infinito (p.379), agrega un giro que lo aleja de todo misticismo en la ligazón entre el blanco y la trascendencia. El infinito, según Derrida, no remitiría a una presencia sino a algo que se difiere, se retarda, se disemina. El blanco no es polisémico, no se caracteriza porque tiene muchos sentidos, sino porque el sentido difiere y es irrecuperable en su totalidad. Por eso el blanco que Derrida anuncia no tiene límites, no tiene –según una figura clave en Derrida– parergon, esto es, marco. Es el ergon que deviene parergon y viceversa, algo que está literalmente plasmado en el Blanco sobre blanco de Malévich, que es un cuadrado adentro de otro. Como si la pintura se contuviera a sí misma y a la vez exhibiera su rechazo al marco (es decir, a la pintura misma). En este juego de marcos podríamos afirmar que Malévich hace una no-representación de lo infinito. Malévich mismo se refiere a esto cuando en el manifiesto “El suprematismo” escribe, en un manifiesto de 1919, que “el azul del cielo ha sido perforado y ha penetrado en el blanco, verdadera representación del infinito, y por ello, liberado del fondo celeste en color” (Escritos, op.cit., p.280). Esa infinitud muestra el estatuto inestable de la obra que tan pronto se pone un límite como lo empuja más allá en un juego en el que la estética parece llegar a su propia disolución.

Lo expuesto, de todos modos, permite afirmar que la relectura de Mallarmé y Malévich recorre el arte de fines de la década. Ahora bien, ¿cómo leer todas estas apariciones y recurrencias que son de diferente orden y parecen responder en principio a fenómenos absolutamente heterogéneos entre sí? ¿Se produce en esos años una diseminación de lo blanco que excede la herencia mallarmeana y malevichiana y es índice de una experiencia mucho más amplia, más vinculada al presente que a la reactualización de poéticas históricas?

Diseminación de lo blanco

Curiosamente, la aparición del blanco también se da en artes más ligadas a lo masivo como el cine y la música. El film Persona, de Ingmar Bergman, estrenado en 1966, comienza con las imágenes de un proyector, un rollo de acetato, un pene erecto y viejos films de animación. En sus destellos, la pantalla se pone más de una vez en blanco, como si Bergman quisiera exhibir el soporte material (la pantalla) sobre el que se proyecta la historia o la fantasía (la luz). El blanco es el origen del cine pero también su destrucción: es el goce que provoca la construcción de la fantasía y su disolución (conflicto también central en Fanny y Alexander en la escena de la linterna mágica y de las marionetas).

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En el área de la música erudita de vanguardia, John Cage publica en 1969 Notations, un libro que contiene partituras musicales no convencionales. La página en blanco plantea una apertura que exige al compositor una notación que prescinda de la convención del pentagrama. El compositor dispone, entonces, de un campo de notación indeterminado y sin restricciones al que él mismo debe dar forma. Ya no están las líneas, las cinco líneas de la notación convencional, sino el espacio indeterminado que cada compositor reinventa. El libro será usado después por Hélio Oiticica en la Cosmococa que dedicó a los hermanos Campos.

Pero no solo en el terreno de la música erudita se produce una diseminación de lo blanco, también en el ámbito de la música masiva el blanco adquiere un gran protagonismo. Cada portada de Los Beatles era un acontecimiento. Desde su segundo disco With The Beatles, con la foto en blanco y negro de Robert Freeman, sus portadas fueron su vínculo con las artes plásticas que les eran contemporáneas. En 1966, Los Beatles hacen una sesión de fotos con Robert Whitaker conocidas como la butcher cover para el disco Yesterday and Today que sería distribuido en Estados Unidos. En la portada, Los Beatles jugaban (literalmente) con lo abyecto y se reían entre reses de vaca mutiladas y muñecas infantiles también despedazadas.  

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Con su simpatía habitual, los Beatles sugerían, en la sesión de Whitaker, que aún el mundo del espectáculo y del yeah-yeah-yeah debía aprender a convivir con la visión de vísceras, sangre y restos (poco después, la televisión comenzaba a mostrar los reportes visuales de la guerra de Vietnam). Finalmente, la compañía discográfica decidió cubrir la foto por otra que mostraba a los Beatles bien vestidos y metidos dentro de una valija (los fans y coleccionistas encontraron el método por el cual despegar esa foto y recuperar la butcher cover). Poco a poco, los músicos de Liverpool iban conociendo que tocaban un límite y que no solo se debían dedicar a revolucionar la pop music sino también a redefinir su imagen mediática. Un año después, la tapa de Sgt. Pepper Lonely Hearts Club Band, a cargo de Peter Blake, sería tan importante como las músicas que contenía.

Por entonces, John Lennon comienza a rendirle un verdadero culto al color blanco. Aparece a menudo vestido con un traje blanco y hasta habita una casa en Ascot toda pintada de blanco (donde se grabó el video de Imagine), incluido su piano de cola. El 1º de julio de 1968, Lennon y Yoko inauguran la muestra You are here en la galería de Robert Fraser (el marchand del swinging London que les recomendaba a los Beatles artistas para las tapas de sus discos). La obra central de la muestra era un cuadro blanco con la leyenda manuscrita “You are here”. En la ceremonia inaugural, John y Yoko liberaron 365 globos inflados con helio, “el gas más leve” como nos recuerda Jimi Hendrix (“I have this one little saying, when things get too heavy just call me helium, the lightest known gas to man.”; “call me helium” fue la divisa que después tomó Oiticica para autodefinirse). En cada globo había una tarjeta en la que se leía “You are here” de un lado y “Write to John Lennon, c/o The Robert Fraser Gallery, 69 Duke Street, London W1” en el otro.

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También la tapa de su primer disco con Yoko, Unfinished Music No.1: Two Virgins, editado en noviembre de 1968, muestra a la pareja desnuda con el borde difuminado en blanco.  Dos elementos que pueden asociarse con la blancura aparecen en la portada: la virginidad (el disco se titula Two Virgins) y la desnudez. Como si el blanco evocara inmediatamente en la mente del observador la idea de vaciamiento y la de despojo como punto de partida para la acción libre.

La pasión por el blanco no solo era propia de John y de sus devaneos con la vanguardista Yoko Ono sino que interesaba a la banda de rock más popular del planeta. En 1968, sale a la venta el disco doble con su tapa absolutamente blanca. El White Album (como se lo denominó) fue diseñado por Richard Hamilton, uno de los artistas más relevantes del pop británico (su obra Just what is it that makes our today’s homes so different, so appealing, considerada la primera obra de pop art, fue presentada en la muestra This is tomorrow en la Whitechapel Art Gallery de Londres en 1956). Pese a ser absolutamente blanca y con las letras del grupo en relieve también en blanco, la tapa tenía un detalle: llevaba un número de serie que creaba una cierta singularidad de un disco que, ya se sabía, iría a vender millones. El título no figura en ningún lado y Richard Hamilton sugirió que el título es The Beatles haciendo una referencia irónica a la banda del Sgt. Pepper, como si ahora la banda ficticia fueran los propios Beatles. Al poner las letras en relieve, es como si el blanco hiciera tanto una supresión de la visualidad como una apelación a lo táctil, a la necesidad de acariciar el objeto y palpar su materialidad.

La portada del White Album, como todo lo que hacían los Beatles, suscitó una serie de réplicas, parodias y diálogos entre las que se encuentra el disco de Caetano Veloso de 1969. El contraste con la anterior portada diseñada por Rogério Duarte es similar a la del grupo de Liverpool: sobre un fondo blanco, se lee la firma de Caetano. De todos modos, ese blanco, más que un diálogo artístico, es el testimonio de una ausencia forzada. Al terminar su disco, Caetano debió abandonar Brasil y exiliarse en Londres desterrado por el gobierno militar. El disco, grabado en condiciones muy duras, quedó en manos de la compañía, quien se ocupó de editar el disco y eligió esa tapa de urgencia ante la ausencia forzada del músico.

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La forma del blanco

En su libro Dreamworld and Catastrophe: The Passing of Mass Utopia in East and West, Susan Buck-Morss sostiene que en su viaje de la Unión Soviética a Estados Unidos, en las manos de Alfred Barr, el Blanco sobre blanco de Malévich se convirtió en un prototipo del arte “puro” y “verdadero” y, con el paso del tiempo, en una pieza clave en los debates estéticos de la Guerra Fría. El clímax que la obra de Malévich alcanzó en los sesenta se convirtió en un cliché y en una defensa de las posiciones autonomizadoras y formalistas: su éxito mercantil fue el índice de su domesticación. Eso se verificaría, siempre según Buck-Morss, en todos los monocromos que, subordinados a las posiciones críticas de Clement Greenberg, se hicieron en esos años. Según escribe Susan Buck-Morss en Dreamworld and Catastrophe: The Passing of Mass Utopia in East and West, “Formalist was perhaps the most damming thing one could say politically about an artist in the Soviet Union in the 1930. But formalism was precisely the valued criterion for political art in the West, according to the US Marxist art critic Clement Greenberg” (Cambridge, MIT Press, 2000, p.89). En su viaje de la URSS a EEUU, “the square became the prototype of “pure” and “true” art, which, as experimental and “advanced”, could only flourish in a political democracy” (op.cit., p.89). Buck-Morss a continuación, además de hablar de su éxito financiero, se refiere a los monocromos de Josef Albers, Brice Maden, Barnett Newman, Ad Reinhardt, Frank Stella y otros. El Blanco sobre blanco, en su viaje al capitalismo, perdió su poder místico y revolucionario.

El recorrido que traza Buck-Morss de todos modos no es el único que hace un cuadro en una época en que las reproducciones viajan más que las propias obras. En la historia de la recepción de Blanco sobre blanco el papel que desempeñó la revista francesa Art de aujourd’hui fue fundamental. Porque pese a que, como señaló Guibault, en el siglo XX el arte moderno se desplaza de París a New York, en los años 50 la crítica francesa todavía seguía siendo la más poderosa fuente de información de los artistas y escritores latinoamericanos. El cuadro podía estar en New York y ser parte de las políticas de la Guerra Fría, pero en la recepción latinoamericana el cuadro de Malévich estaba más vinculado a los debates que se desarrollaban en el seno de los Partidos Comunistas locales y a la crítica a un público que era conservador en cuestiones de arte. Seguramente podría hablarse de una mirada “formalista” pero la forma no es lo mismo en todos los lugares y en todas las épocas. El poeta brasileño Augusto de Campos recuerda su primer contacto con la obra del pintor ruso:

Meu primeiro contacto com os quadrados de Malévich se deu em 52, nas conversas com os pintores concretos (Cordeiro, especialmente, que era teórico tinha grande capacidade de formulação). Embora a vanguarda russa não estivesse presente nas primeiras bienais (as autoridades soviéticas as relegavam aos porões dos seus museus), comprei na ocasião dois números da revista francesa Art d’aujourd’hui, de junho de 1952 e julho de 1953 (que ainda tenho). No primeiro, ele comparece com alguns dos seus trabalhos […] no segundo, há um estudo mais longo e completo “Les idées de Malévich” por Julian Alvard, que me impressionou muito. Entre as ilustrações (todas em preto e branco), o quadrado preto de 1913, ocupando todo o quadro, e um dos “branco sobre branco” de 1916. Juntamente com Mondrian, e os concretos paulistas, é a base plástica do Poetamenos.

La plural genealogía de lo blanco hace que no pueda reducirse su sentido a una estrategia de dominación o a una única idea de forma. Más bien el blanco –como lo vio Derrida– tiende a suspender o hasta impugnar la forma, más bien el blanco es una apertura que adquiere sentidos diferentes si se trata de los bordes no pintados de una obra de Cézanne, de los cuadrados de Malévich o de un parangolé de Oiticica: no puede reducirse a una única tradición o limitarse a una apropiación museística. A fines de los sesenta, el blanco implica, por un lado, el conocimiento de los materiales que usa el arte y, por otro, la apertura al infinito, a lo absoluto pero no a un absoluto mayúsculo (para usar el término de Derrida) sino a un absoluto inmanente.

El conocimiento de los materiales enlaza a todas las artes a la vez que las separa: porque si el movimiento hacia la materia que las hace posible es el mismo, lo que encuentran es peculiar. En los años cincuenta, lo que encontraban (“la pintura es forma y color”) puede ser lo esencial pero, en otros momentos, puede constituir una revelación de otro orden, no necesariamente de lo esencial intrínseco. Hoja en blanco, silencio, soporte, pigmento blanco: los materiales parecen ser los mismos pero no lo son. El fragmento de Bergman evidencia algo que puede extenderse a otras producciones: al exhibir el blanco, el cine se encuentra con su propia materialidad, su soporte. El blanco acá es específico de cada medio porque si la pantalla blanca vale para el cine no lo es para la pintura, donde es lienzo blanco; ni para la poesía, donde es espaciamiento. En música, sólo metafóricamente el blanco puede equivalerse con el silencio, pero la existencia de obras que hacen del silencio su soporte hablan de una orientación del arte hacia la materia en el sentido de la physis como fundamento que el arte suele escamotear o desplazar a un segundo plano, y esa es una de las funciones que cumple el blanco. John Cage señaló, entre sus inspiraciones para la composición 4’33’’, las White Paintings de Robert Rauschenberg a las que denominó “espejos del aire”. Este blanco es básicamente sensorial y esa es la materia inicial o la masa a la que hay que modular (y ya no la forma). Una materia indeterminada en la que cada marco solo potencia su inconmensurabilidad y exceso. Como se infiere de la lectura de Derrida, el blanco no es una consolidación de la forma sino su amenaza, el juego indecidible entre el finito de la obra y su apertura hacia otra cosa, sea el infinito, lo absoluto o la materia que, con su fuerza o energía, cuestiona la forma. Al zambullirse en el blanco como soporte o materia del arte, las obras terminan afirmando algo que, a simple vista, parece escandaloso: lo absoluto de la inmanencia. Y la potencia del arte para crear, en ese plano, nuevas sensorialidades, experiencias y modos de la reflexión.

 

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De la percepción a la reflexión. Oscar Masotta y la desmaterialización del happening

Por: Alejandro Virué

Imagen de portada: afiche de «Parámetros», de Roberto Jacoby.
Todas las fotos fueron tomadas por el autor en la exposición «Oscar Masotta. La teoría como acción» (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona).

Alejandro Virué nos introduce, a través de un ejercicio crítico y de imaginación, en el mundo del happening a fines de la década del sesenta. Aún más: logra, en este breve ensayo, llevarnos por los itinerarios de reflexión teórica y experimentación de Oscar Masotta a propósito del género, para mostrar cómo el escritor, en sus distintas apuestas por replicar ese tipo de experiencias en un país periférico como Argentina, apostó por trascender el happening mediante el «arte de los medios de comunicación masiva». Para Virué, en las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y el arte de los medios, se verifica un corrimiento del eje desde la afección sensible (propia del arte) hacia la reflexión.


I. Un ataque a los sentidos en Nueva York
Nueva York, 1966.

Imaginemos entrar a un edificio del West Side en Manhattan con destino al tercer piso. Para eso hay que subir por escaleras largas que dan a salones prácticamente vacíos que parecen deshabitados. En la última de ellas empiezan a escucharse sonidos electrónicos mezclados con otros inclasificables. Se huelen sahumerios. Al entrar al salón, que está en penumbras, los ruidos se vuelven ensordecedores. En la pared del fondo, una luz rojiza alumbra a cinco personas vestidas con túnicas, una de ellas ubicada en posición de yoga, otra tocando un violín de manera monocorde, las demás emitiendo sonidos guturales amplificados por micrófonos. Los sonidos electrónicos se mezclan con las voces y el violín. El volumen es insoportable. Los cinco iluminados parecen estar poseídos, en trance, drogados. Están ahí desde hace horas y se quedarán en esas posiciones, repitiendo sus acciones, por varias horas más. El ruido es tan fuerte que se torna insoportable y vuelve imposible cualquier tipo de comunicación verbal. Ese exceso sonoro produce un efecto paradójico: secuestra el sentido del oído hasta volverlo inútil. Obliga a agudizar la vista en una suerte de compensación. Pero la luz es escasa y solo permite ver a esos sujetos en trance. “¿Cuánto duraría esto? O bien, ¿cuánto me quedaría?” (Masotta, 2004: 300), se pregunta un joven Oscar Masotta. Veinte minutos después, entre confundido y desilusionado por la experiencia, en la que no cree, se va.

Lo que acababa de presenciar era un happening del artista norteamericano La Monte Young. A pesar de su desencanto inicial, unos días después Masotta reivindica la experiencia, al punto de decidirse a replicarla en Buenos Aires meses después. Para el intelectual porteño, La Monte Young lograba con su happening dos efectos “profundos”: una reestructuración del campo perceptual, a partir de la escisión de uno de los sentidos respecto de los otros, que sumado a la monótona escena de los performers bajo la luz roja producía un efecto similar al de los alucinógenos; y una toma de conciencia respecto de la estructura misma de la percepción. Al exacerbar la continuidad de los sonidos, al punto de obturar la capacidad de discriminación del oído, se volvía evidente la importancia de la discontinuidad en la configuración sensorial como tal. En palabras de Masotta, el happening “nos permitía entrever hasta qué punto ciertas continuidades y discontinuidades se hallan en la base de nuestra relación con las cosas” (302).

Entusiasmado, Masotta vuelve a Buenos Aires en mayo de 1966 decidido a hacer un happening. Pero la Argentina no era un país de happenistas (335). Ni siquiera el Instituto Di Tella, la institución más vanguardista del momento, incluía obras del género entre su oferta. A la escasa familiaridad del público local con los happenings se sumaba un problema curioso: pese a la presencia austera del género, el término se había popularizado en la prensa para referirse a cualquier evento irracional y escandaloso (337). El ímpetu por replicar la experiencia que le provocó el espectáculo de La Monte Young terminaría adquiriendo una dimensión pedagógica y modernizadora, la determinación, por parte de Masotta, “de introducir definitivamente entre nosotros un género estético nuevo” (305). Es por esto que reúne a artistas e intelectuales amigos y organiza una serie de ciclos que, además de happenings originales, incluirán réplicas de otros realizados en Francia y Estados Unidos, conferencias teóricas y obras que pretenden ser, incluso, una superación del género.

Lo que inicialmente podría interpretarse como concesiones que el intelectual argentino se vio obligado a hacer para volver asequible el género a un público que, por falta de información o prejuicios ideológicos, parecía no estar del todo preparado para recibir, termina convirtiéndose en un intenso trabajo de experimentación y de reflexión teórica, como puede verse en la serie de ensayos sobre el tema que Masotta publica en esos años. La posición de desventaja que suponía realizar happenings en un país periférico como la Argentina deviene, entonces, impulso creativo. El punto culminante de este desarrollo será la ambiciosa pretensión del escritor de haber logrado, con esas experiencias y desde la Argentina, crear un nuevo género, al que juzga una superación del happening y que bautiza “arte de los medios de comunicación masiva”.

En este texto pretendo dar cuenta de ese recorrido. Para eso, en primer lugar haré una breve caracterización del género, basándome en el célebre ensayo de Susan Sontag y las reflexiones del propio Masotta. Luego, analizaré los proyectos en torno al happening en los que se involucra el escritor, deteniéndome especialmente en los problemas que se le presentan por pertenecer a un país periférico y en las soluciones creativas que encuentra no solo para sortearlos sino, incluso, para convencerse de estar haciendo un aporte novedoso y superador al desarrollo del arte de vanguardia desde Buenos Aires.

II. El happening y su rol en el desarrollo de la vanguardia

Aunque algunos autores sostienen que el primer happening fue realizado por John Cage en 1952 (Bigsby, 1985: 45), cuando el músico superpuso en una misma sala una lectura de poemas, una ejecución de piano y una coreografía de danza, el término fue acuñado recién en 1959 por uno de sus discípulos, el artista plástico Allan Kaprow, que presentó Eighteen Happenings in Six Parts en la Reuben Gallery de Nueva York. El artista dividió la sala en tres áreas, donde un grupo de performers realizó una coreografía de movimientos mínimos, acompañados por sonidos electrónicos y una serie de proyecciones audiovisuales en una pantalla. El objetivo del experimento, según declaró el propio Kaprow, era conectar al público con las cosas sin mediaciones conceptuales ni jerarquizaciones. Los sonidos y las imágenes proyectadas no estaban subsumidas al desarrollo de una acción dramática por parte de los performers. Las personas eran tratadas como un objeto más.

El primer ensayo exhaustivo del género (“Los happenings: un arte de yuxtaposición radical”) formó parte del célebre libro Contra la interpretación, de Susan Sontag, publicado a principios de 1966. Habían transcurrido apenas siete años desde el happening de Kaprow pero el género había proliferado en la escena cultural neoyorquina, principalmente por obra de artistas plásticos, como Jim Dine, Robert Whitman, Al Hansen, Yoko Ono y Carolee Shcneemann, y algunos músicos, como Dick Higgins y La Monte Young.

En su ensayo, la norteamericana describe los happenings como “teatro de pintores” o “pinturas animadas” (Sontag, 2012: 343). Una de sus razones es estrictamente empírica: la mayoría de los happenistas neoyorquinos eran pintores. Pero Sontag va más allá, al punto de sostener que “la aparición de los happenings puede ser descripta como una consecuencia lógica de la escuela de pintura de Nueva York de los años cincuenta” (343), que recurrió a lienzos de gran tamaño a los que adhería materiales comúnmente ajenos al arte plástico, generalmente en desuso, como patentes de autos, recortes de diario, pedazos de vidrio y hasta medias de los artistas. La crítica ve en estos procedimientos una voluntad de proyección tridimensional, que encuentra en los assemblages de Robert Rauschenberg y Allan Kaprow su expresión más radical. El happening sería, desde esta perspectiva, el paso del deseo de tridimensionalidad que ya se veía en los assemblages a su actualización dura y pura en una habitación. Este pasaje permite la incorporación de un material que el lienzo impedía: los hombres. Y aquí radica una de las diferencias fundamentales entre el happening y el teatro: las personas se incorporan como un objeto más, sometido a las mismas leyes que el papel o el vidrio.

Allan Kaprow en su environment "Yard" (1967)

Allan Kaprow en su environment «Yard» (1967)

Al carácter fundamental que adquieren los materiales se suma, por la inexistencia de una trama, un uso peculiar del tiempo. El happening “opera mediante la creación de una red asimétrica de sorpresas, sin culminación”, asimilándose a la “a-lógica de los sueños” (340). Sontag ilustra esta característica con la reacción generalizada que observa en el público:

He advertido, tras asistir a un buen número de ellos en el curso de los dos últimos años, que el público de los happenings, un público fiel, atento y, en su mayoría, preparado, suele no darse cuenta de cuándo ha terminado el happening, y se le debe indicar que es hora de marcharse (340).

El otro elemento que denota la libertad que establecen los happenings respecto del tiempo es su “deliberada fungibilidad”: la obra se consume en el momento mismo de su ejecución y, a diferencia de otras artes de la interpretación, como una obra teatral o un concierto, no hay guion o partitura a la que referirse. No hay un más allá del momento presente de su realización.

La importancia de los materiales utilizados le permite a Sontag incluir al happening en la serie del arte plástico. La inconsistencia temporal en el universo teórico del surrealismo. Sin embargo, el rasgo del género que más sorprende a la crítica es el tratamiento del público. Ya sea a través del sometimiento a ruidos ensordecedores o luces molestas, ya sea a partir de una disposición particular de la audiencia, a la que se le puede exigir desde mantenerse de pie durante toda la obra hasta estar amontonada en una pequeña habitación, “el suceso parece ideado para molestar y maltratar al público” (339). Para Sontag, este “modo insultante de comprometer al público parece otorgar a los happenings, a falta de otra cosa, su sostén dramático” (340).

En “Después del pop: nosotros desmaterializamos”, ensayo que escribe en 1967, Oscar Masotta utiliza el happening como un caso emblemático de su teoría de la vanguardia. Allí postula una serie de propiedades que, a su juicio, debe poseer toda obra de vanguardia que se precie de tal: (a) Que pueda reconocerse en ella una reflexión respecto de la historia del arte, es decir, que pueda ubicársela como el resultado de una secuencia de obras; (b) que permita una apertura a nuevas posibilidades estéticas y, al mismo tiempo, realice una negación de un género anterior; (c) que esa negación no sea arbitraria, sino que esté fundamentada en el desarrollo mismo del género que niega; (d) que cuestione, a partir de su hibridación, los límites de los grandes géneros artísticos (Masotta, 2004: 347/348).

Es fácil comprobar la pertinencia del happening en esta caracterización. Como señalaba Sontag, el happening puede pensarse como una realización cabal de la voluntad tridimensional que se manifestaba en el arte plástico previo, algo que Masotta detecta, a nivel local, en el movimiento informalista y las “ambientaciones” de Marta Minujín. Pero esto mismo es lo que lo niega como pintura, al sustituir el lienzo por una sala e incluir elementos propios del teatro, como actores y música, sin poder ubicarse, tampoco, al interior de ese género por carecer de una trama.

La tesis más sugestiva del texto de Masotta refiere a las nuevas posibilidades estéticas que el happening habilita: “En el interior mismo del happening existía algo que dejaba entrever ya la posibilidad de su propia negación, y por lo mismo, la vanguardia se constituye hoy sobre un nuevo tipo –un nuevo género– de obras” (349). El último emergente de la vanguardia mundial habría nacido nada más y nada menos que en Buenos Aires. Masotta llama al género “arte de los medios de comunicación de masas” y considera que “contiene en sí nada menos que todo lo que es posible esperar de más grande, de más profundo y más revelador del arte de los próximos años y del presente” (349/350).

 

III. Los happenings de Masotta y su “superación” por el arte de los medios

En los ensayos que Masotta le dedica al tema, que aparecen en sus libros Happenings (1967) y Conciencia y estructura (1969), pueden rastrearse los inconvenientes que se le presentaron al intelectual para llevar a cabo su objetivo de instalar el happening en la Argentina. En primer lugar, como adelanté, Masotta encuentra un desfasaje entre la proliferación del término en la prensa masiva y los escasísimos happenings que se realizaban en el país.  Como señala Ana Longoni: “Ya en 1962, en su primer número, Primera Plana lo anunciaba como ‘una extraña forma de teatro’ que tenía lugar en Nueva York” (Masotta, 2004: 57). Para el momento en que Masotta organiza sus ciclos, el término se usaba para designar cualquier evento artístico “algo irracional y espontáneo, intrascendente y festivo, un poco escandaloso” (337). El escritor encuentra en la carencia de una crítica local especializada que legitime las producciones de vanguardia (como existía en Inglaterra, Estados Unidos o Francia) una de las razones del fenómeno. Esto repercute sobre la crítica de los medios masivos, que al no poseer fuentes teóricas de calidad en las que basarse termina siendo “mal informada y adversa” (339). Masotta incluye en este último grupo a los periódicos más innovadores de la época, como Primera Plana y Confirmado. Los acusa, en última instancia, de poco comprometidos: “Les interesa más exhibir una información que en verdad o no tienen o han obtenido apresuradamente que usar simplemente de la información que tienen para ayudar a la comprensión de las obras” (339/340). Si bien este diagnóstico del estado de la crítica puede explicar la dudosa calidad de la información que circula en torno al happening, no da cuenta de la proliferación del término. Masotta atribuye esto último a “una cierta ansiedad o alguna predisposición por parte de las audiencias masificadas” (340). La prensa respondería, entonces, aunque de manera ineficiente, a una demanda existente de sus consumidores. En este sentido, el ímpetu innovador y pedagógico de Masotta al organizar sus ciclos de happenings y conferencias estaría correspondido por un deseo genuino e insatisfecho del público local.

Tapa del libro "Happenings", compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967).

Tapa del libro «Happenings», compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967)

A esta coyuntura se agrega, por otro lado, un clima de sospecha generalizado respecto del arte de vanguardia desde ciertos sectores de la izquierda. Los estudios más importantes en historia de las ideas de la época (Gilman, Longoni, Sigal, Terán) coinciden en que “la percepción generalizada de estar viviendo un cambio tajante e inminente en todos los órdenes de la vida” (Longoni, 2014: 22) con la que empieza el período deriva, una vez afianzada la revolución cubana, en un “militante antiimperialismo” (Terán, 2013: 139), que tendió un manto de sospecha sobre las ideas y producciones provenientes de Europa y Estados Unidos, principales centros de producción del arte experimental. Aun si en estos grupos se dieron grandes discusiones respecto del rol de la vanguardia artística, y en una publicación como Cuadernos de Cultura, del Partido Comunista, podían encontrarse defensas explícitas –como la que realizó el artista Jorge de Santa María en 1969 al otorgarle “un efecto de crítica social” (Longoni, 2014: 221) – la posición predominante era de rechazo por “entendérsela como un modo extranjerizante o ejercicio meramente lúdico y superficial” (25).

Es probable que esta coyuntura haya influido en algunos de los desplazamientos más significativos entre el happening de La Monte Young y Para inducir el espíritu de la imagen, como llamó Masotta al suyo. Si bien mantendría el esquema general (una ambientación sonora perturbadora, la sala en penumbras, un grupo de personas iluminadas frente al público), antes del evento agregaría un suplemento explicativo: le anticiparía a la audiencia con lujo de detalles aquello que experimentaría unos minutos después. A diferencia de su propia experiencia como espectador del happening de La Monte Young, que apelaba de forma directa a los sentidos, sin mediaciones verbales ni anticipos, la audiencia del suyo oiría un relato pormenorizado de aquello que vería. De esta forma, Masotta operaba sobre sus expectativas y violentaba de manera explícita algunos de los rasgos del género, como su inmediatez, el factor sorpresa, la incertidumbre respecto de su duración.

La otra gran modificación que introduce Masotta es, si se quiere, temática. Los cinco performers de La Monte Young parecían practicar alguna variante de espiritualismo oriental, o por lo menos eso sugerían sus túnicas, los sahumerios encendidos, las poses de meditación. El argentino elige reemplazarlos, en principio, por entre treinta y cuarenta personas reclutadas “entre el lumpen proletariado: chicos lustrabotas o limosneros, gente defectuosa, algún psicótico de hospicio, una limosnera de aspecto impresionante que recorre a menudo la calle Florida” (Masotta, 2004: 302).  A la distribución de roles entre actores y público Masotta le sumaría una dimensión socio-económica: espectadores de clase media y media-alta pagarían por ver en el escenario a un grupo de lúmpenes. Quizás juzgara que, de esa forma, resguardaría su obra de la sospecha generalizada que, como vimos, la mayoría de los intelectuales de izquierda tenía respecto del arte experimental. El propio Masotta parece sugerirlo cuando dice que en el espectáculo de La Monte Young había “una mezcla intencionada –para mi gusto, un poco banal– de orientalismo y electrónica” (299, el resaltado es mío).

"Segunda vez", recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

«Segunda vez», recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

Pero además de estas adaptaciones coyunturales, propias de cualquier proceso de importación cultural, hay otras que parecen responder a ciertas inquietudes estético-intelectuales de Masotta respecto del género. En el esquema inicial, Para inducir el espíritu de la imagen duraría dos horas. Más adelante decide reducirlo a una sola. En su balance sobre el evento, que narra de manera detallada en “Yo cometí un happening” (una respuesta a la crítica encubierta que publicó Gregorio Klimovsky en el diario La Razón), juzga desacertado ese cambio y lo atribuye a sus prejuicios idealistas, que hacían que se interesara más “por la significación de la situación que por su facticidad, su dura concreción” (305). Podría pensarse, sin embargo, que en esa jerarquización del significado por sobre el hecho en sí (algo que puede verse, también, en el relato anticipatorio con el que comienza su happening) ya está operando una de las diferencias fundamentales que Masotta encuentra entre el happening y el arte de los medios:

Mientras el happening es un arte de lo inmediato, el arte de los medios de masas sería un arte de las mediaciones, puesto que la información masiva supone distancia espacial entre quienes la reciben y la cosa, los objetos, las situaciones o los acontecimientos a los que la información se refiere. Así la ‘materia’ del happening, la estofa misma con la cual se hace un happening, estaría más cerca de lo sensible, pertenecería al campo concreto de la percepción; mientras que la ‘materia’ de las obras producidas al nivel de los medios de información de masas sería más inmaterial, si cabe la expresión, aunque no por eso menos concreta. El pasaje entonces desde el happening a un arte de los medios de información de masas arrastraría una transformación de la materia estética: esta se haría, cada vez, más sociológica (201, 202).

 

Si bien sería absurdo incluir Para inducir el espíritu de la imagen dentro del arte de los medios de masas, por el sencillo hecho de que en su ejecución no intervinieron medios masivos, no es osado pensarlo como una obra de transición entre uno y otro género. Por un lado, como ya dije, la descripción detallada del evento con la que Masotta inicia el happening introduce una mediación entre los espectadores y el hecho performático que, inevitablemente, condiciona su recepción. El hecho de que Masotta reduzca el tiempo de exposición del público a los ruidos ensordecedores y la observación de los performers en la tarima, por su parte, disminuye el efecto que, se supone, estos generarían sobre la percepción. Por último, la introducción de una referencia explícitamente política, al elegir un grupo de performers de extracción social manifiestamente baja, corre el eje del efecto sobre los sentidos a la significación social del happening. De hecho, cuando finaliza el espectáculo y sus amigos de izquierda, como los describe, se acercan molestos a preguntarle por su sentido, Masotta les contesta “usando una frase que repetí siguiendo exactamente el mismo orden de las palabras cada vez que se me hacía la misma pregunta. Mi happening, repito, ahora, no fue sino un acto de sadismo social explicitado” (312). La pregnancia de esta descripción en algunas de las investigaciones recientes que tomaron el happening como objeto (Claire Bishop, en Artificial Hells, incluye la obra de Masotta en un capítulo titulado “Social Sadism Made Explicit”; Mario Cámara, en Restos épicos, lo ubica junto a una serie de obras que denomina “Serie sádica”) demuestran que más que su intervención sobre el terreno de los sentidos, lo que primó en la recepción de Para inducir el espíritu de la imagen fue su significación política.

El otro happening que realizó ese año explicita aún más el desplazamiento del interés de Masotta de la inmediatez y la intervención sobre lo sensible que se espera del happening a las mediaciones y la problematización de la comunicación de las que se valdría el arte de los medios masivos. El helicóptero, como lo llamó, involucró dos locaciones diferentes: la sala el Theatrón y una antigua estación de trenes de Martínez. Aunque la totalidad del público fue citada en el Instituto Di Tella a la misma hora, allí se dividió a la audiencia en dos grupos, a los que se les asignaron vehículos diferentes. El objetivo era que ninguno de los espectadores pudiera ver la totalidad del happening, aunque solo se percatarían de esto al final. En el teatro se proyectó un corto en el que una persona, completamente vendada, se agitaba violentamente con el propósito de liberarse; simultáneamente, un baterista y otros músicos tocaban en vivo, las acomodadoras daban indicaciones a los gritos durante el evento y el público era fotografiado una y otra vez. En la estación de trenes, mientras tanto, la actriz Beatriz Matar saludaba al público desde un helicóptero que sobrevoló el lugar durante varios minutos. El happening culminaría con la reunión de las dos partes en la estación de trenes. El objetivo era simple: que los espectadores de cada una de las secuencias les narraran a los otros aquella que no presenciaron. El happening, escribe Masotta, “se resolvía así en la constitución de una situación de comunicación oral: de manera ‘directa’, ‘cara a cara’, ‘recíproca’, y en un mismo ‘lugar’, los dos sectores de la audiencia se comunicaron lo que cada uno no había visto” (359). El énfasis, como es evidente, estaba puesto en las mediaciones: solo a partir de las narraciones de los otros cada espectador podría lograr una apropiación global de la situación.

Afiche del happening "El helicóptero", de Oscar Masotta

Afiche del happening «El helicóptero», de Oscar Masotta

Como puede verse, en los dos happenings de su autoría Masotta le otorga un rol central a las mediaciones narrativas. A los motivos que ya explicité, hay que agregar uno fundamental: si bien su objetivo explícito era instalar el happening en el ambiente cultural local, en el transcurso de la preparación de sus ciclos, y a partir de las discusiones con los artistas e intelectuales que convocó para llevarlos a cabo (Roberto Jacoby, Eduardo Costa, Miguel Ángel Telechea, Oscar Bony, Leopoldo Maler y Alicia Páez), el escritor empieza a dudar de la actualidad del género: “A medida que aumentaba nuestra información crecía la impresión de que las posibilidades –las ideas– se hallaban agotadas” (252). Estas dudas respecto de la posibilidad de hacer un aporte original al género resultarán en otro de los hitos de transición hacia el arte de los medios: en vez de hacer un ciclo de happenings originales, el grupo resuelve hacer un happening de happenings: recrear, en un mismo evento, una serie de obras que se realizaron en otros países y que consideran relevantes dentro del género. A partir de libros, grabaciones y el relato de Masotta de uno de los que presenció en Nueva York, el grupo replicaría happenings de Carolee Schneemann, Claes Oldenburg y Michael Kirby. Sobre happenings, el nombre que eligen para el evento, ya da una pauta de sus intenciones; la idea era realizar un comentario acerca de otros happenings:

Los acontecimientos, los hechos, en el interior de nuestro happening, no serían solo hechos, serían signos. Dicho de otra manera: nos excitaba, otra vez, la idea de una actividad artística puesta en los ‘medios’ y no en las cosas, en la información sobre los acontecimientos y no en los acontecimientos (253)

 

La recreación de esos happenings célebres, además, violentaba otro de aquellos rasgos característicos del género: su fungibilidad. Roberto Jacoby, uno de los integrantes del grupo, muestra la plena conciencia que tenían al respecto: “Los copiamos como si fueran obras de teatro sujetas a guión, lo cual era una manera de matar el happening o transponerlo a las reglas de la reproductibilidad” (68).

Será precisamente Jacoby el que realice el pasaje definitivo al arte de los medios masivos. La invitación a realizar un ciclo de happenings con la que Masotta reúne a un grupo de artistas e intelectuales en abril de 1966 coincidió con algunas ideas que Jacoby venía masticando hacía un tiempo, como la de hacer “una exposición que fuera sólo el relato de una exposición” (70). A mediados de año, Roberto Jacoby, Eduardo Costa y Raúl Escari anuncian, a través de un manifiesto –gesto clásico de las vanguardias artísticas–, la creación del grupo de Arte de los Medios de Comunicación. Su obra inaugural, que terminó conociéndose como antihappening, consistió en la elaboración de una gacetilla compuesta por relatos y fotografías montadas de un happening inexistente. El propósito era que los medios hicieran circular esa información como si fuera verídica, constituyendo la obra en el proceso mismo de transmisión. El circuito se completaría con la reconstrucción que cada lector hiciera a partir de las reseñas de la prensa. Esta operación, que ponía en evidencia el artificio que interviene entre los hechos y su comunicación –al punto de poder divulgar como un acontecimiento real algo completamente montado por un grupo de artistas–, puede resultarnos algo inocente en la actualidad, a la luz de la proliferación de fake news.

Pero el grupo no se proponía, simplemente, advertir acerca del poder de los medios de engañar a sus audiencias, sino más bien extender los límites de la obra de arte, incluyendo la materia de la que estas pueden valerse y sus vehículos tradicionales. Son paradigmáticas, en este sentido, las presentaciones de literatura grabada en el Instituto Di Tella, en las que se reprodujeron grabaciones de relatos orales recogidos en la ciudad de personajes ajenos al circuito literario tradicional, como un lustrabotas, una psicótica con delirios de persecución y la abuela de uno de los artistas. Las obras no solo desplazaban el medio arquetípico de la literatura del libro al cassette sino que cuestionaban el hecho literario en sí mismo, a partir de relatos no necesariamente ficticios, narrados por no-escritores.

En sus Lecciones de estética, Hegel presenta la tesis de que el arte pertenece al pasado. Con esto no quiso decir que las obras artísticas fueran a dejar de existir, sino que su función, que para el filósofo no era otra que manifestar la verdad, ya no podría darse de manera inmediata. Arthur Danto ilustra esta idea con las latas de sopa de tomate Campbell’s de Andy Warhol: cuando las miramos lo primero que nos preguntamos es si son arte o no. Su inclusión en ese universo depende, en última instancia, de un argumento; deben darse razones (históricas, estéticas, institucionales) que certifiquen tal pertenencia. En otras palabras: arte y filosofía del arte, obra y crítica se vuelven mutuamente dependientes. Sin la segunda no existe la primera. La conmoción, de producirse, es eminentemente intelectual. Hegel diría que el arte ha sido sustituido por la filosofía.

En las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y su supuesta superación por el arte de los medios hay un eco de estas ideas. Si lo innovador del happening consistió en la extensión de la materia del arte –al utilizar materiales plebeyos e incluir al hombre como uno más de ellos–, la imposibilidad de convertirse en objeto de museo por su carácter irrepetible y la extensión de los límites de aquello que puede considerarse obra, las mediaciones narrativas que incluyó Masotta en los suyos y la superposición entre obra y transmisión que llevaron a cabo sus colegas con el arte de los medios masivos corren definitivamente el eje desde la afección sensible, uno de los atributos definitorios del arte, hacia la reflexión. En palabras del escritor: “El objeto estético nuevo lleva en sí mismo no tanto –o bien tanto– la intención de constituir un mensaje original y nuevo como permitir la inspección de las condiciones que rigen la constitución de todo mensaje” (221). La pregunta que estas obras le hacen, en definitiva, a sus receptores, involucra su propio status (¿Es esto una obra de arte?), lo que obliga a reflexionar sobre la constitución misma del hecho artístico.

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Nancy Morejón y la musicalidad de la poesía afrocubana

Por: Jorge García Izquierdo

Imagen: «Independencia de Cuba», Revista La Flaca, 1873

En el marco del seminario “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” –dictado por Mario Cámara–, Jorge García Izquierdo nos propone pensar puntualmente los cruces entre literatura, música y danza en los poemarios Richard trajo su flauta y otros poemas (1967) y Elogio de la danza (1982), de la escritora cubana Nancy Morejón. En ellos, para el autor, el baile y el cuerpo son especiales protagonistas y la música se concibe como una potencia que funciona como «creadora primaria de culturas».


Si nos pusiéramos a bucear por los orígenes primarios de la literatura, especialmente del teatro y de la poesía, nos encontraríamos de lleno con la música como una hermana natural que en algún momento de la historia se independizó –o la independizaron– como disciplina independiente. Según el músico y humanista español Cristóbal Halffter, la ligadura se encuentra en “una realidad física que une poesía y música: el sonido” (Halffter, 2007: 18). Sin embargo, es nuestra herencia cultural la que nos produce esa barrera entre música y poesía: “El proceso de percepción de ese sonido es también diferente por nuestra mente, cuando es [sic] trata de poesía o cuando lo percibimos como música” (Halffter, 2007: 18).

No habría sido lo mismo del teatro de la Grecia clásica sin su coro de los textos bíblicos y religiosos sin su canto gregoriano y musical. Lo afirma el poeta Luis Antonio de Villena:

Y es lo cierto que mucha poesía, antaño, nació ligada a la música y al canto. Así la poesía de los trovadores provenzales y toda esa importantísima producción lírica española que, desde la Baja Edad Media, conocemos como “Poesía de cancionero” (Halffter, 2007: 7 y 8).

La división entre poesía culta y popular, por un lado, y música culta y popular, por otro, produjo una paulatina ruptura de las intersecciones entre música y poesía, así como la eliminación del coro en el teatro. La posibilidad de leer, de tener ejemplares para hacerlo y de disponer de herramientas para la escritura alejó durante siglos a la población analfabeta o de las capas populares; todos, sin embargo, tenían oídos con los que disfrutar de cualquier romance o balada popular. En consecuencia, esta unión nunca llegó a romperse gracias a las labores anónimas y orales de conservación que las clases más bajas, casi sin conciencia de ello, realizaron. Sobre ello vengo a escribir en este trabajo. Más concretamente, acerca de la relación entre musicalidad y oralidad y la poesía de Nancy Morejón, quien bebe de las creaciones populares de la cultura afrocubana. Para eso, me centraré en sus poemas “Richard trae su flauta” y “El tambor”.

***

Desde el siglo XVI, la colonización en la América hispánica, portuguesa y, después, inglesa utilizó mano de obra esclava proveniente de África. Es aquí cuando nace el sujeto afroamericano, que especialmente se distribuye hoy en el Caribe y en Brasil. Esta población influyó en la creación de las identidades nacionales de cada uno de los territorios donde se asentó, con distintos elementos de la cultura afroamericana como, por ejemplo, “práticas religiosas, manifestações da cultura popular, culinária, idioma, práticas esportivas” (Aguiar Patriota, 2011: 12).

En la década de 1930, surgieron diversos teóricos en paralelo que analizaron la cuestión del problema de la población negra y su relación con la blanca. En 1934 apareció por primera vez el término “negritud” en una revista llamada L’estudiant noir (El estudiante negro) que lideraba Aimé Césaire (1913-2008)[1]. Otro martinicano más joven, Frantz Fanon (1925-1961), publicó en 1952 Piel negra, máscaras blancas[2]. En Cuba, la preocupación por la armonización de las “razas” en virtud de una única visión de la identidad nacional aparecía ya desde el mismo José Martí; la visión crítica de la negritud llegó a la isla de la mano de Fernando Ortiz, el más importante antropólogo cubano, así como de otros autores fundamentales como Lydia Cabrera y José Luciano Franco. No podemos olvidar, pese a no ser caribeño, a Gylberto Freyre (1900-1987), cuya reflexión acerca de la esclavitud y la negritud en Brasil es central, y en la que se destaca su obra Casa-Grande y Senzala[3] (1933).

En paralelo a este movimiento de la negritud, las vanguardias artísticas y literarias se desarrollaron poniendo un gran enfoque en lo sensitivo: los poemas comenzaron a tener su propia música y las fronteras entre los distintos géneros artísticos empezaron a confundirse. En Cuba, el gran poeta de la vanguardia es también el de la “negritud”: Nicolás Guillén. Ese autor introdujo en el espectro de la poesía culta la voz propia de la población afrocubana, que durante siglos tuvo que permanecer callada. El interés de algunas vanguardias por las expresiones populares se tradujo en Cuba en un sinfín de sonidos, bailes y oralidades que rompieron con el papel para llegar directamente a nuestros oídos.

Luis Palés Matos, Guillén o el propio Césaire inauguraron, así, una línea literaria directamente relacionada con su identidad racial: la literatura de la negritud. Estos poetas incluyeron en sus textos canciones propias del folclore afroantillano y tuvieron una gran fijación por la música[4], que está en estrecha relación con la cultura afroamericana. Nicolás Guillén logró ser considerado un maestro literario e intelectual, incluso más allá de Cuba. Décadas más tarde, Nancy Morejón (1944) –otra poeta– siguió su estela literaria y, también, con el aprendizaje del gran antropólogo Fernando Ortiz, a propósito de su esfuerzo por mostrar una Cuba mixturada, con la riqueza de no una, sino varias raíces.

Nancy Morejón es traductora, ensayista[5] y poeta. Ha publicado numerosos libros de poesía[6] desde 1962 hasta el año 2000 y ha sido reconocida nacional e internacionalmente. Entre muchos premios, se puede destacar el Premio Nacional de Literatura conseguido en 2001. La continuación de esta corriente literaria por parte de esta autora tuvo como consecuencia un proceso de “feminización” de esta temática, pues se comenzó a introducir mujeres en las obras y a darles papeles más protagónicos.

La oralidad y la música en la cultura afrocubana

La cultura afrocubana, a causa de su posición subalterna en la isla durante siglos, contribuyó con la creación de una tradición oral y musical ingente. Esa tradición, en líneas generales, se orienta en torno a la construcción de un sentimiento de comunidad que comparte y alimenta distintos mitos: por un lado, todos aquellos relacionados con la religión yoruba[7] y sus procesos rituales y, por otro, el de la construcción de una historia colectiva común, en relación con el hombre negro esclavo que fue llevado a la fuerza a las Antillas.  Los aportes musicales y literarios de la población afrocubana en Cuba son muy destacables; sin embargo, al contrario que en otras culturas occidentales, no conviene distinguir mucho ambas porque siempre vivieron en simbiosis y relación permanente.

Estas influencias literarias tienen tres formas principales: las fábulas, los proverbios y la poesía. Se trata, en cualquiera de los casos, de literatura oral que necesita de muchos elementos extra-lingüísticos para captar la atención del público (Abudu, 2002: 134). Una de sus características es la construcción dialógica de la poesía: un verso espera la respuesta de otro y, así, se construye un sujeto poético colectivo en lugar del tradicional sujeto poético individual de la poesía escrita occidental. Los proverbios[8] tienen una función especial, ya que pueden definirse como “compact expressions of a people’s wisdom and philosophy, of accepted and infalible truths of lessons gernered from long observations of nature and human behavior” (Abudu, 2002: 137). Proverbios, fábulas y poesía contribuyen a conocer la realidad social e histórica de la población negra en Cuba, pues sus historias nos permiten reconstruir tanto su historia como su cosmología comunitaria.

La tradición musical de la población afrocubana en la isla es tan importante que Fernando Ortiz llegó a dedicar numerosas páginas de sus estudios a la etnomusicología[9]. Ligadas a esas aportaciones literarias, las musicales son de una importancia innegable, pues no solo las llevaban a los terrenos religiosos, sino también “en todos los aspectos de su existencia cotidiana, dándole vida además a numerosas versiones criollas de sus antiguos instrumentos” (Castellanos y Castellanos, 1994: 330).

Nancy Morejón: un proyecto poético contra el elitismo cultural

         La poesía de Nancy Morejón huye continuamente de lo estático y de lo gris con una idea política de querer representar y reconstruir a la comunidad afrocubana, conocedora de la migración –forzosa o no– y de la inestabilidad de un espacio vital propio. Los ríos y los pájaros se constituyen en recurrente símbolo colectivo de la libertad y la conciencia histórica. Convertirse en pájaro supondrá seguir mudándose, pero esta vez de forma libre y por encima del ámbito terrenal, en el que se incluye ese color grisáceo monótono con el que se recuerda la época colonial. La música forma parte también de este movimiento de constante cambio, pero también de ese sentir alegre. Para Morejón, no es posible continuar la revolución sin bailarla.

Esto último se ve con mucha más claridad en los libros Richard trajo su flauta y otros poemas y, sobre todo, en Elogio de la danza, en los que el baile y el cuerpo son especiales protagonistas. Dedica varios de sus poemas a la danza: “Elogio de la danza”, “Alicia Alonso[10]”, “Redes”, “Danza del mirlo”, etc.; y otros tantos títulos referentes al ámbito musical: “El tambor”, “Flautas”, “Suite recobrada”, etc. Richard trajo su flauta y otros poemas tiene casi todos sus poemas dedicados a artistas populares: “Réquiem para la mano izquierda”[11] a Marta Valdés[12]; “Otro nocturno” a César Portillo de la Luz[13]; “Adiós felicidad” para Ela O’Farrill[14]. Las dedicatorias adquierena forma más intensa y directa en el poema principal de este libro: “Richard trajo su flauta”, referido al flautista cubano Eduardo Richard Egües Martínez[15] (1924-2006).

Esta última poesía, dividida en ocho partes, relata la noche en que un grupo de amigos celebraba el cumpleaños de una mujer llamada Gladys. El texto no solo dialoga con la música sino también con aspectos de la narrativa, sumado a la dificultad añadida de contar la música; a pesar de eso, logra que sintamos todos y cada uno de los instrumentos nombrados y que llenan de intensidad la sala y las páginas: sin batería no hay ritmo:          “Mientras revolvíamos los discos / «la batería es lo que lleva el suin» / truena y llueve” (Morejón, 2006: 61); el protagonista es el piano: “El piano está en la sala / la oportunidad del piano en la sala / bastaba para que distinguiéramos / todo lo demás / toda la sala no es grande sólo el lugar del piano” (Morejón, 2006: 62); el violín se siente algo molesto: “Las niñas con las manos cruzadas / los niños practicando solfeo / refunfuñando del violín pegajoso y alcohólico (Morejón, 2006: 63)”; el clarinete suena con una fuerza vibrante:    “Para mí era primera vez / primera vez / primera que reconocía un clarinete[16] tan feroz” (Morejón, 2006: 64); y, por último, el baile llegó con los instrumentos menos europeizados (el timbal y el güiro): “Mozart y Europa reían muy de lejos / pero también nosotros bailábamos desesperadamente / al escuchar un timbal un bajo una trompeta un güiro una flauta” (Morejón, 2006: 65). Los instrumentos se ideologizan con el timbal y el güiro como elementos constructores de la identidad afrocubana, pero también con la flauta, a la que relaciona con los dioses yoruba, quienes no se alejan de la música cuando esta suena: “Los orishas oscilaban tranquilos alrededor de los dedos/los dedos de la mano derecha disminuían el ritmo/ lentamente/ el esperado trae su flauta” (Morejón, 2006: 69).

El relato del concierto mantiene el mismo tono de nostalgia alegre que se puede observar en su obra poética: “Ya no queda ningún músico de mi generación/ en Placetas/ sobre todo la banda/ una retreta mala como cará” (Morejón, 2006: 61)”. Además, la poeta cubana consigue transmitirnos aquella emoción tan difícil de describir que se experimenta antes de escuchar una buena pieza en directo: “Regresamos vacíos deseosos de escuchar la música del siglo/ la felicidad consistía en todo aquel placer de escuchar/ sometidos a la hegemonía de una magia” (Morejón, 2006: 64).

Mientras que “Richard trajo la flauta” relata un concierto con todas las sensaciones que se producen alrededor, quince años después, en el libro Elogio de la danza, publica un poema cuya relación con la música se realiza desde una perspectiva distinta, pues en lugar de contarla, la reproduce. Se trata de “El tambor”. El texto es en sí mismo un tambor, tiene la música propia de quien, solo con palabras, convoca a la colectividad de la misma forma en que lo hace este instrumento de percusión. Además, el proceso creativo de la música llega a superar la antítesis lógica entre el fuego y el agua en una suerte de ritual: “Fuego sobre mis aguas/ Aguas irreversibles/ en los azules de la tierra” (Morejón, 2006: 118).

Diez de los diecinueve versos de este texto comienzan con las palabras “mi cuerpo”, simulando, así, el golpeo musical de la baqueta a la caja del timbal. El carácter de esta poesía es completamente grupal: está construida para ser recitado en comunidad (incluso, con una percusión), utiliza la primera persona como un yo colectivo y, además, se realiza en torno a un instrumento con el que la población afroamericana realizaba sus propias comunicaciones internas. Se puede encontrar, en torno al fuego y al humo, un hilo conductor entre “Richard trajo la flauta” y este poema. En el primer caso leemos, al final de la tercera parte: “Fuego/ era la primera vez la gran primera vez/ y todo el silencio se reducía a escuchar/ a escuchar” (Morejón, 2006: 65); en el comienzo de “El tambor” la poeta nos dice: “Mi cuerpo convoca la llama. / Mi cuerpo convoca los humos” (Morejón, 2006: 118).

Este poema no solo contribuye a la unión entre poesía y música sino que, además, propone una relación directa entre música y sociedad: el tambor suena en los lugares identitarios (las catedrales, el mar) y se mimetiza con el propio cuerpo del yo lírico. La poeta se convierte en un tambor y su percusión se transfigura en poesía. Según el Diccionario enciclopédico de la música, el tambor fue utilizado por la población proveniente de África en sus diferentes versiones:

Las marimbas del sur de México y Guatemala, así como los tambores de piso ejecutados por la población negra de las costas de Colombia y Ecuador, se consideran de origen africano. (Latham, 2008: 70)

Un tercer poema es también interesante en esta relación recíproca entre poesía y música: “Las flautas“. Comienza con una cita de un poema escrito originariamente en nahuatl[17]: “Al menos flores, al menos cantos” (Morejón, 2006: 117). Esta vez, se llega a la relación con la música a través de un tercer camino: no relata una escucha, ni la reproduce, sino que la utiliza como una forma de expresar una tesis concreta sobre la muerte: las luchas colectivas nunca desaparecerán gracias al folclore tradicional del cual, en el caso de la población afrocubana, la música forma un apartado indispensable. El aspecto más combativo y menos psicológico se ve en los últimos dos versos, en los que se parafrasea al poema nahuatl inicial: “Oh flores enjauladas/ ¡Al menos cantos, al menos flores!” (Morejón, 2006: 117). Las flores, al morir con el paso del tiempo, se convierten en una segunda vida en flautas; esto es, en su memoria sonora: “Oh flores redivivas/ Oh flautas” (Morejón, 2006: 117). Esta idea en torno a la inmortalidad de la música aparece también en varios pasajes de “Richard trajo la flauta”, aunque de una forma más concreta, en relación con lo que Nancy Morejón llama “relatos”.

Los poemas de estos dos libros recurren a la producción de efectos sonoros con las palabras y al manejo de efectos rítmicos para ralentizar o acelerar los versos en función de su contenido. Por ejemplo, en “El tambor“, el ritmo del poema no está supeditado a una forma estrófica previa sino a la musicalidad propia de los rituales afrocubanos a los que hace referencia. En cuanto a los efectos sonoros, se pueden observar en “La flauta“, cuyo juego semántico entre “flautas” y “flores” se apoya, también, en ese sonido /fl/ que hace sonar el texto.

Más allá de Richard trajo su flauta y otros poemas y de Elogio de la danza, el resto de la obra de Morejón es un tributo a la música como creadora primaria de culturas. Por ejemplo, su último poemario, La quinta de los Molinos, está lleno de alusiones a la música popular cubana, lo cual “denota que aquella flauta de Richard Egües no era un hecho coyuntural sino que había llegado para quedarse” (Mateo y Prieto, 2011: 394).

***

Las intersecciones entre música y poesía no son un hecho nuevo sino que, como hemos visto, nacieron en un mismo tiempo y comparten características técnicas muy evidentes, como la importancia del ritmo y de la respuesta del público. Fue la elitización de parte de la literatura y de la poesía, esto es, la restricción de este público y el transporte a salones cerrados de cortes muy alejadas de lo popular, lo que hizo que estas dos artes se concibieran, hasta hoy, como disciplinas que han de darse la espalda. Sin embargo, en el siglo XX (y en la actualidad, también) fueron muchos los y las cantantes que se denominaron “cantautores” como una forma de expresar la relevancia poética de su obra musical. En todos ellos predominaba una característica: une crítico en la visión de la sociedad y una cercanía mayor a la realidad de las clases populares.

Nunca se logró esa separación total y siempre hubo poetas que quisieron recitar en las plazas como trovadores para evitar, así, alejarse del mundo del que escribían. Proyectos poéticos con una finalidad totalmente opuesta a la elitización literaria conservaron estas intersecciones. Nancy Morejón constituye una de estas salvaguardas, especialmente por su relación con la cultura afrocubana y con los sonidos que nadie logró silenciar.

Bibliografía

ABUDU, Gabriel A. “African oral arts in Excilia Saldaña’s Kele”. Afro-Hispanic Review. Vol 21. Nº 1-2, 2002, pp. 134-143.

AGUIAR PATRIOTA, Antonio de, “A Herença Africana no Brasil e no Caribe”, en Henrique Cardim, Carlos y Gama Dias Filho, Rubens (org.). A herença africana no Brasil e no Caribe. Brasilia, Fundação Alexandre de Gusmão y Ministério das Relações Exteriores, 2011.

AIXELÁ CABRÉ, Yolanda y MARTÍ PÉREZ, Josep (eds.). Estudios africanos. Historia, oralidad y cultura. Barcelona, CEIBA y Centros Culturales Españoles de Guinea Ecuatorial, 2008.

CASTELLANOS, Jorge y CASTELLANOS, Isabel. Cultura afrocubana. Letras, música, arte. Miami, Ediciones Universal, 1994.

GUILLÉN, Nicolás. Obra poética: 1920-1972. La Habana, Editorial de Arte y Literatura, 1974, vol. 1.

HALFFTER, Cristóbal. Música-Poesía: semejanzas y diferencias. Madrid, Visor Libros, 2007.

LATHAM, Alison. Diccionario enciclopédico de la música. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2008.

MATEO, Margarita y PRIETO, Alfredo. “De orichas y güijes: la poesía de Nancy Morejón”. Revista Iberoamericana. Vol 77. Nº 235, Abril-junio 2011, pp. 381-406.

MOREJÓN, Nancy, Antología poética. Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamérica, 2006.

OKPEWHO, Isidore. African Oral Literature: Backgrouns, Character and Continuity. Bloomingtond Indianapolis: Indiana University Press, 1992.


[1] Césaire escribió años más tarde los textos base de la cultura crítica y académica de la negritud: “Discurso sobre la negritud” (1950) y “Discursos sobre el colonialismo” (1955).

[2] Este es el primero de sus cuatro ensayos. Reflexiona acerca de las relaciones entre la población negra y la blanca, centrando su relato en Martinica y en París.

[3] Con ‘Casa Grande’, Freyre hace referencia a los molinos de azúcar donde trabajaban de forma esclavizada buena parte de la población negra que llegó a Brasil. Este título fue también traducido al español como Los Maestros y Los Esclavos.

[4] Muestra de ello es, por ejemplo, el poema «Guitarra», de Nicolás Guillén, pero también otros textos incluidos en el libro Sóngoro cosongo y otros poemas (1931): «La canción del bongó», «Canto negro», «Rumba», etc.

[5] Precisamente dos de sus cuatro ensayos versan sobre Nicolás Guillén, muestra del hilo conductor entre este y la poesía de Morejón: Recopilación de textos sobre Nicolás Guillén (1974) y Nación y mestizaje en Nicolás Guillén (1980). También el propio Guillén habló muy bien de ella en un texto que incluyó en la edición de La rueda dentada de 1973.

[6] Ha publicado los siguientes títulos de poesía: Mutismos (1962); Amor, ciudad atribuida (1964); Richard trajo su flauta y otros argumentos (1967); Parajes de una época (1979); Elogio de la danza (1982); Octubre imprescindible (1983); Cuaderno de Granada (1984); Piedra pulida (1986); Baladas para un sueño (1991); Paisaje célebre (1993); La quinta de los molinos (2000).

[7] Se trata de una religión politeísta llevada a la isla gracias a los barcos negreros de esclavos que provenían de lo que hoy llamaríamos Nigeria. En sincretismo con el cristianismo imperante tras la conquista hispánica surgió la santería.

[8] Lo afirma en el marco de su análisis de Kele, libro de cuentos de Excilia Saldaña (1946-1999), donde cada uno de los relatos es introducido por un proverbio africano como forma de valorar la sabiduría ancestral y de ahondar con la reivindicación de los orígenes.

[9] Fernando Ortiz tuvo en la criminología (Los negros brujos, 1906) sus primeras inquietudes. De ahí se fue directamente a realizar estudios de los afrocubanos (Glosario de afronegrismos, 1924 o Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, 1940), en los que estudió muchos elementos históricos y económicos de la población negra en la isla y, como elemento indispensable para conocer bien a los afrocubanos, publicó diversos libros sobre etnomusicología: De la música afrocubana (1934), La africanía de la música folklórica de Cuba (1950) y Los instrumentos de la música afrocubana (1952-1955).

[10] Alicia Alonso (1921) fue la primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba y también se ha desempeñado como coreógrafa. Condecorada con numerosos premios, es una de las figuras del baile clásico más distinguidas de Iberoamérica.

[11] Existen dos poemas titulados con el nombre de este tipo de composición musical dedicada a las misas de difuntos: «Réquiem para la mano izquierda» en Richard trajo su flauta y otros poemas y «Réquiem» en Cuaderno de Granada. Más información sobre este tipo de composiciones musicales en Diccionario enciclopédico de la música (2008) de Alison Latham.

[12] Marta Valdés es una importante cantante y actriz cubana nacida en 1934.

[13] César Portillo de la Luz (1922-2013) fue un guitarrista y compositor cubano que también contribuyó al mapa cultural afrocubano.

[14] Ela O’Farrill (1930 – 2014) fue una compositora y cantante cubana cuya canción más importante se titula precisamente «Adiós felicidad».

[15] En el poema también se mencionan otros músicos cubanos como Romeu (1945): “Sin el menor ruido / con las venas del coñac y el danzón de Romeu” (Morejón, 2006: 61).

[16] Los dos instrumentos mejor valorados en el poema, la flauta y el clarinete, son los dos que tocaba Richard Egües.

[17] Se trata del poema “Cantos de Huexotzingo”, en el cual el yo lírico se lamenta de que toda la fama cosechada en la vida perecerá rápidamente y se consuela con que al menos los cantos permanezcan inmortales.

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Performatividad y trans-versalidad artística: performance, género y construcciones de la subjetividad trans en aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada

Por: Andrés Riveros Pardo

Foto de portada:  Christer Strömholm

En el marco del seminario “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” –dictado por Mario Cámara–, Andrés Riveros Pardo propone una lectura de aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada que pone el acento en los cruces (de las disciplinas, los géneros, los soportes, las escrituras). Así, para el autor, estas dos artistas –al hacer de su arte un vehículo para poner en práctica su género– construyen su subjetividad no solo a través, sino dentro del arte.


Nadie me quita lo producido

Effy Beth

Es que sigo creyendo que no soy una individua

fuera de lo escrito o de lo actuado

Camila Sosa Villada

 

 

Dos artistas, dos transiciones, varias acciones artísticas que se interconectan y que, a la vez, generan nuevos vínculos que abren las posibilidades de los cuerpos y las formas de entenderlos/habitarlos. Effy Beth y Camila Sosa Villada son reconocidas artistas que han trabajado la mayor parte de su trayectoria narrando las experiencias alrededor de sus transiciones sexo-genéricas e, igualmente, han llevado registro de estas a través de diferentes obras y géneros artísticos. Esto les dio la posibilidad de abarcar el cambio desde miradas diversas, que mutan, se transgreden constantemente y que llevan en su forma la misma esencia de variabilidad e inestabilidad de les objetos-sujetxs que buscan problematizar.

Effy dirigió su mirada hacia el performance. Muchos de los que llevó a cabo fueron muy reconocidos y tuvieron gran repercusión dentro de los ámbitos académico y artístico. Por ejemplo, en Soy tu creación recopiló más de ochocientos retratos que el público realizó de ella y en Nunca serás mujer, obra en la que extrae toda la sangre que debería haber menstruado hasta el momento de su cambio hormonal, logró hacer visibles muchas de las experiencias y afectos involucrados en su transición hormonal. En el blog dedicado a esta acción, la misma Effy explica un poco más acerca de este proceso:

Reparto la sangre en 13 dosis representando las 13 menstruaciones desde abril del 2010 a abril del 2011, y realizo con cada una de ellas una serie de acciones relacionadas con lo que viví cada mes respecto a la construcción de mi identidad de género. Las acciones son performáticas en su totalidad, aunque algunas en particular son también intervenciones urbanas, y foto-performance[1].

 

Desde esa perspectiva llevó a cabo muchas otras acciones performáticas, como Awomen o Genital Power: Cortala!, que también fueron tanto obras como obras-herramientas y que funcionaron no solo para comunicar su visión sobre los cuerpos, las experiencias de vida y las subjetividades disidentes, sino que fueron en sí mismas partes fundamentales de su proceso de transición.

Esta artista, cuyo género asignado al nacer fue el masculino, es capaz de crear diferentes acciones que captan diversos momentos de su pasado, las transformaciones que ella misma está sufriendo y su posterior tránsito entre géneros. Su capacidad de hacer que sus obras no solo sean visiones y representaciones de estas corporalidades, sino que tengan la potencia de ser actos performativos del género, resalta esta misma característica fundamental de lo que llamamos “género” y pone de manifiesto la idea de producción de identidades, en vez de apelar a la idea tradicional y, al parecer, insuficiente, de la estabilidad “biológica” y “natural” de los cuerpos. Es de vital importancia mencionar la potencia transformadora de sus obras, las cuales no se limitan a denunciar o a hacer activismos —solamente—, sino que llevan en sí mismas una potencia para generar espacios de reflexión y transformación: se están transformando, transforman y “transicionan” con ella y con quienes se involucran en ellas.

 

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

 

Beth (como ella lo menciona en algunos de los escritos registrados en textos creados como homenajes) también hace uso del video, la fotografía y el cómic para ampliar las posibilidades de su obra. A través de ellos hace más evidentes ciertas posturas y condiciones de los cuerpos que están construyéndose constantemente y ciertas características del cambio que se ven limitadas a la hora de realizar únicamente performances. En video-performances como Pequeña Elizabeth Mati (Little Mermaid doblado al español)[2], por ejemplo, interviene videos de su infancia para poner de manifiesto la violencia y las presiones sociales que imponen los padres y las madres a les niñes para que representen un cierto género o demuestren que pueden reencarnar ideales heteronormativos y binarios. A través de subtítulos en los que cambia los diálogos que se escuchan en el audio de los videos, Effy pone en estos mismos las palabras que realmente hubiera querido decir en ese momento o la forma en la que realmente estaba escuchando los mandatos que sus padres le imponían por haber “nacido” como varón.

Su repentina muerte deja varios de sus proyectos artísticos a la deriva. Uno de ellos, Varias miradas sobre la chica que nació con la concha salida, que luego vendría a llamarse a.C/d.C: un libro de Effy Beth, se transformó en un libro en el año 2018. Esta obra conjunta resume de forma más interesante la manera en la que Effy producía su obra a la vez que se producía a sí misma. Este proyecto fotográfico buscaba representar el cambio quirúrgico de la reasignación de sexo. Siempre teniendo en cuenta la característica política y pública de los cuerpos y del género, ella no representa su cambio desde ella misma y su visión, sino que involucra la mirada de les otres, como ya lo había hecho en muchos de sus performances anteriores. De esta forma, convoca a un grupo de artistas a través de una mecánica bastante específica en la que lxs invita a tomarle dos fotografías: una que la muestre antes de su cirugía y otra, más de un año después, en la que se vea el resultado del procedimiento; en este caso, entonces, las fotos mostrarían su vagina. A continuación, transcribo algunas aclaraciones que hace Effy acerca de la toma de las fotografías para el proyecto (las cuales aparecen en el libro de 2018):

La fotografía con el pene será a realizarse dentro de los 30 días luego de aprobada la propuesta, y la fotografía con la vagina será realizada un año o dos años después. Las fotografías estarán realizadas en base a los bocetos enviados, y tanto el boceto como la fotografía resultante se mantendrán en secreto hasta el momento de la publicación del libro. El día que se tomen las fotos, se selecciona cuál es la que quedará en el libro y todas las demás serán borradas en el momento.

 

Effy no lograría llegar a la toma de la segunda foto planeada. Sin embargo, el libro en el que ella planeaba registrar esta obra fue publicado con ayuda de su madre y de les artistas elegidos para fotografiarla. Este texto deja un testimonio asombroso de la construcción social y cultural que tiene el performance –especialmente en América Latina– y que tienen los cuerpos, como lo menciona Silvio de García en su artículo “Arte acción en América Latina: cuerpo político y estrategias de resistencia” (2010):

Es entonces cuando en la performance o el arte acción de Latinoamérica nos encontramos con el “cuerpo político”, es decir, con un cuerpo que no solo es instrumento de significaciones, sino que opera en sí mismo como reflejo de determinadas demarcaciones de lugar, asociadas al flujo de los acontecimientos históricos y sociales […]. Dicho de otro modo, se asume el cuerpo como una construcción social, no como una forma dada y desarrollada aisladamente, sino como producto de una dialéctica entre el “adentro” y el “afuera”, entre el cuerpo individual y el cuerpo social (3).

 

Son, entonces, les otres, les fotógrafes y sus miradas, quienes terminan por completar su cambio. Si la fotografía puede llegar a ser la prueba fehaciente de un hecho o de un evento, si la pensamos en su función más periodística, en esta obra esta técnica no alcanza a evidenciar la transición de Effy. Sin embargo, quienes realizan la obra con ella pueden dar cuenta de su vida y de la materialidad de su proceso a través de la poesía, la escritura, la intervención fotográfica o la elección de otras fotos de ella que pudieran dar cuenta de esta transición. Es la interconexión de las artes, la que ella misma había practicado, la que puede representar de forma más exacta la construcción de un cuerpo marginal, que no se conforma con el discurso biológico, sino que explora las posibilidades, las formas y desvanece, a través de la acción, los límites y las barreras impuestas. Tal como dice Martín Villagracia, uno de les artistas que la fotografió para este proyecto: “Effy nunca fue la construcción exclusivamente de sí misma. De alguna manera, siempre fue un proyecto colectivo en el que participaba todo aquel que compartía su experiencia”. De esta forma, se puede evidenciar el propósito netamente performativo de la obra de Effy.

 

Effy 1

 

Sosa Villada, por su parte, se ha referido a este mismo tema en poemas de su primer libro La novia de Sandro (2015) y en El viaje inútil: Trans/escritura (2018), en el que hace énfasis en la manera en la que la literatura, la lectura y la escritura han hecho parte de su proceso de transición, de su obra y de su vida. Finalmente, en la obra de teatro Carnes Tolendas, puesta en escena en el año 2013, que mezcla registros y fragmentos de obras de Federico García Lorca como La casa de Bernarda Alba (1945), Doña Rosita la soltera (1935), Yerma (1934), Bodas de sangre (1933) y algunos de sus poemas junto con frases representativas de su madre y su padre durante fases de infancia, de su transición y de su reconocimiento genérico.

A través de diferentes lenguajes artísticos como el teatro, la poesía, el ensayo y la prosa, Camila Sosa Villada también narra el proceso que la lleva de Cristian a Camila. Es también, como en el caso de Effy, una artista que ve en la transversalidad de las artes y los géneros artísticos una forma de hacer igualmente performativa la variabilidad genérica de los cuerpos no hegemónicos. A través de la incursión en diferentes artes, las barreras que se instauran alrededor de las artistas se desvanecen y abren la puerta a nuevas posibilidades. Su propio cuerpo y subjetividad son, para Sosa, construcciones que se llevan a cabo a través de diferentes experiencias que devienen en sus actuaciones, sus letras, sus personajes y, por lo tanto, están en cada libro y parlamento. Ella, obra maleable y siempre en proceso de construcción, es la expresión artística que cuenta a través de su obra. Su familia, su pasado y las situaciones por las que pasó son la materia prima de donde viene el material para convertirse en lo que ahora es o quisiera ser. Por ejemplo, en su libro más reciente, Las malas (2019), pone de manifiesto y convierte en obra su experiencia en el ejercicio de la prostitución y el recuerdo de los grupos de travestis que se toman las calles y las plazas para poder llevar a cabo su oficio. En sus palabras, tomadas de El viaje inútil: Trans/escritura:

Escribir sobre esas travestis como las últimas revolucionarias además de los amantes y también como la última bohemia que conocí. Y la última poética que parte de algo tan inesperado como las zonas rojas y una comunidad marginada como hemos sido las travestis. Esto es el equilibrio del que hablé antes. Es necesario poner en palabras esa pieza que falta en el inconsciente colectivo. Develarlo ponerle palabras a eso para que la gente lo lea y lo escuche (90).

 

Entonces, cuando la misma experiencia se convierte en obra, se visibiliza. Y esto mismo sucede con el género y las transiciones sexo-genéricas: solo pueden ser o entenderse desde su práctica, como diría Judith Butler, y no desde su nombre, como nos han hecho creer con los discursos hegemónicos y binarios de la exclusividad del varón y la mujer como únicas variables y posibilidades genéricas. Lo que busco explorar aquí es la forma en la que la transversalidad de artes que practican Beth y Sosa son maneras de poner en práctica las formas de construcción de la subjetividad trans y de hacerlas visibles a través de su puesta en escena en el universo social, “exterior” y público. Al hacer esto las obras son en sí mismas variabilidad, transgresión y posibilidad de apertura. Como parte del proceso de construcción de una subjetividad trans, estas artistas han tenido que experimentar con su propio cuerpo, instrumento político por excelencia de las subjetividades queer, trans o no binarias, para poner en evidencia la idea del cuerpo como una construcción siempre inacabada que, como la obra de arte, toma total relevancia a la hora de enfrentarse a la mirada externa. Esta característica la comparten con la idea de “performance” y de “cuerpo social” antes mencionadas y con la noción de “cuerpo” dentro de la teoría performativa del género estudiada por Butler, especialmente en Cuerpos aliados y lucha política: hacia una teoría performativa de la asamblea (2015):

El cuerpo no es tanto una entidad como un conjunto de relaciones vivas; el cuerpo no puede ser separado del todo de las condiciones infraestructurales y ambientales de su vida y su actuación. Esta última está siempre condicionada, lo cual no es más que una muestra del carácter histórico del cuerpo” (69 – 70).

 

Tal vez podamos encontrar un gran ejemplo de esto en las palabras de la madre de Effy Beth, Dori Faigenbaum, en una entrevista con la emisora de radio La retaguardia luego de la muerte de Effy y en la que se refiere al carácter social y relacional de las obras de su hija:

Ella era también como muy precisa en cómo pensaba todo y me parece que el impacto de toda su obra es que ella no iba a convencer a nadie de nada, sino que iba a trabajar con la representación social de la gente que pasaba frente a su persona, esto quiere decir: “Yo no te voy a convencer de que el sida es esto u otra cosa, el género es esto u otra cosa, sino que te voy a poner a vos en situación de que pienses y de que digas qué juzgas, qué prejuzgas, o qué opinas en relación a ciertos temas, y si vas a seguir pensando lo mismo después de decirlo en voz alta[3].

 

 

Recuento y encuentro: un poco más acerca de las conexiones entre la obra de Effy Beth y la de Camila Sosa Villada

 Tal vez sea correcto empezar este recuento admitiendo que Effy Beth nunca incursionó en la literatura como tal, mientras que la obra de Sosa Villada se basa, principalmente, en la escritura de poesía, guiones de teatro, prosa y ensayos. Sin embargo, lo que me interesa resaltar dentro del trabajo de cada una de ellas es la forma en la que han logrado no solo relatar, sino poner en evidencia, con su obra y con su mismo cuerpo/subjetividad, la manera en la que se vive o se experimenta la transición sexo-genérica en las disidencias. Por esta misma razón, he elegido centrarme en las obras aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada. En estas, considero, se muestra de forma más explícita este proceso a través de diferentes mecanismos y sobre todo, como mencioné anteriormente, la trans-versalidad de diferentes géneros y artes. En el primero de estos textos se documentan los resultados del proyecto de Effy ya descrito y se hace un “recuento” del mismo por parte de les fotógrafes y artistas elegides por ella. Igualmente, este texto contiene un pequeño diario de los primeros días de Effy luego de someterse a la cirugía de reasignación genital. Este breve recuento parece de suma relevancia porque pone en palabras la experiencia más personal y afectiva por la que pasan quienes toman esta clase de decisiones. Por otro lado, Camila Sosa Villada también hace mucho énfasis, en el texto ya citado, en los procesos que fue experimentando dentro de su vida a la hora de descubrir que no estaba de acuerdo con el género con el que había sido asignada en su nacimiento y además, con otros temas que la constituyen como una subjetividad disidente al haber nacido sin gran capacidad económica, con un padre autoritario y al haber tenido que ejercer la prostitución. El primer cruce que podemos ver entre ambas obras, además del material escrito que nos dejan, es precisamente la constitución de los cuerpos, los géneros y las realidades que los transitan como algo que está siempre en movimiento y que sucede en varios ámbitos y espectros.

Es importante hacer un brevísimo recuento de su obra para encontrar algunos hitos que las llevaron hasta este punto y para —claro está— entrar un poco más informades en sus expresiones artísticas. En cuanto a las diferentes performances y otras piezas de Effy se podría decir mucho, ya que a pesar de su temprana muerte logró crear numerosas acciones que la posicionaron como una de las artistas más reconocidas dentro del “círculo disidente”. Sin embargo, una de las obras en las que mejor se puede observar la cualidad social y “externa” de sus acciones posteriores sería el performance Soy tu creación. Allí Effy ya empieza a jugar con la construcción social del cuerpo y con la problematización de la mirada a la hora de reconocer a une otre y hasta a une misme. En el texto Que el mundo tiemble: Cuerpo y performance en la obra de Effy Beth (2016) en el que se recopila mucha de su producción artística, se encuentra este pasaje escrito por ella, que revela un poco más los pormenores de la acción: Acostada en un colchón, con poca ropa, simulando máxima intimidad y predispuesta a entablar conversación con quien sea que se me acerque, voy a pedir que se me retrate de manera simple para yo poder verme a través de otros ojos” (54). El performance hace visible el cuerpo a través de la acción del dibujo y convierte la mirada en un fenómeno compartido: quien mira construye al otro y a la vez, quien es reconocido puede moldear su subjetividad con base en la forma en la que le otre mira. Aunque los resultados de los retratos varían es importante resaltar dos de ellos: muchos de les asistentes “binarizan” la corporalidad de Effy llevándola hacia lo femenino e, incluso, exagerando sus senos. Igualmente, se da paso a una corporalidad híbrida: muchos de los retratos realizados muestran a Effy como una sirena. Esto resulta interesante porque enfrenta las dos maneras en las que solemos reconocer el cuerpo, el género y la genitalidad, a saber, a un cuerpo que reconocemos como femenino solemos asignarle una genitalidad femenina o, por otro lado, al no reconocer inmediatamente la genitalidad de una corporalidad disidente la enfrascamos y limitamos al ámbito de la fantasía, de lo que no estamos seguros. Un terreno de incomprensión que preferimos dejar a la imaginación. En las conclusiones de esta obra y de su resultado Mira Colectiva, consignado en el texto antes mencionado, Effy resume la forma en la que hace visible y casi palpable la verdadera constitución de lo que solemos llamar como “interno” y “externo” en términos de identidad y de subjetividad: cómo se difumina esa línea divisoria ya casi inexistente:

Paradójicamente al momento de pensar este proyecto tengo plena convicción de que somos nuestra propia creación con lo que los demás nos dan, y no al revés. Somos los constructores que continuamos individualmente lo que nuestros padres, amigos y sociedad nos ayudaron a construir mediante la ida y vuelta de una mirada crítica. En la obra invierto la función social y la limito hacia un solo sentido: primero digo yo soy yo, y luego los demás construyen o destruyen sobre eso. Esto es lo que me transforma de ser humano a objeto pasivo. Entrego mi persona a capricho del ojo ajeno (63-64).

 

Con esta acción Effy parece demostrar la importancia de la mirada en la construcción de la subjetividad y, por lo tanto, hace “externo” lo que consideramos como “interno”. Al hacer de la mirada un acto cuyo resultado termina en un papel y que puede ser experimentado a través de los sentidos y de “la superficie” se hace evidente el hecho de que construimos con y a través de la mirada y que lo que nos ve o la forma en la que nos ven también nos constituye: no existe algo como un antes o un después en la construcción de la subjetividad, sino que como dice Butler en su texto El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), lo que consideramos “interior” hace también parte de discursos sociales y de realidades “externas”. Es decir que puede llegar a ser tan solo una ficción regulatoria que jerarquiza ciertos planos de la subjetividad por encima de otros, siendo el género, por ejemplo, uno de ellos:

En otras palabras, actos, gestos y deseo crean el efecto de un núcleo interno o sustancia, pero lo hacen en la superficie del cuerpo, mediante el juego de ausencias significantes que evocan pero nunca revelan, el principio organizador de la identidad como una causa. Dichos actos, gestos y realizaciones […] son performativos en el sentido de que la esencia o la identidad que pretenden afirmar son invenciones fabricadas y preservadas mediante signos corpóreos y otros medios discursivos (266).

 

En El viaje inútil Camila Sosa Villada hace un recuento de las experiencias y condiciones sociales y familiares que la marcaron y acompañaron tanto en su tránsito sexo-genérico como en su decisión de convertirse en artista. Acciones que van íntimamente conectadas. Las condiciones sociales, como mencioné antes cuando hablé de la obra de Effy, hacen parte de la constitución de su subjetividad. Es la precariedad[4] la que moldea muchas de las condiciones que determinan aspectos de su subjetividad en los años de su infancia y los que la hacen encontrar una salida posible en el arte y la literatura. Estas condiciones “externas” resultan ser de suprema relevancia para lo que ella será “internamenteen años posteriores como escritora:

Contra toda la soledad y la tristeza de vivir en ese pueblo, donde el único entretenimiento es sentarse a mirar los autos pasar por la ruta, en ese pueblo donde nos hemos tenido que anclar las dos, en ese pueblo donde todo llega tarde, donde no tenemos luz eléctrica, ni gas, ni esperanza de nada, ahí resultó que sin quererlo, sin sospecharlo siquiera, mi mamá me enseñó a leer. Y yo aprendí (19 – 20).

 

Este texto muestra cómo se difumina esta supuesta línea divisoria entre el discurso y la subjetividad. Esto demuestra la compleja relación que se da, aún más en la infancia, entre estos elementos que se materializan y toman forma en la conducta y en la relación con les demás. Es por esto que el terreno de la lucha de les artistas y corporalidades trans se da en el ámbito político, porque es justo allí en donde entra a jugar el discurso del género y la sexualidad que se ha internalizado durante el proceso de la infancia. Bien lo menciona Jack Halberstam es tu texto “Trans*: una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género” (2018) cuando se refiere al devenir trans y a la forma en la que se puede ver claramente en los primeros años de vida que el género “viene de otra parte, en vez de formar la verdad del cuerpo” (83), porque es internalizado después de que la madre, el padre o el grupo social lo declaren. En el siguiente párrafo explica un poco mejor esta idea basado en algunas premisas de Wendy McKenna y Suzanne Kessler descritas en su texto de 1978 Gender: An Ethnomethodological Approach:

Un cuerpo infantil puede escapar a la matriz de la supervisión paternal y pedagógica, pero un sistema de normatividad opera ejerciendo una presión sobre las conductas no normativas y por medio de la interiorización de criterios de conducta que son transmitidos de forma silenciosa e incluso por medio de gestos. En otras palabras, se espera de las criaturas de cualquier origen que interioricen modelos de género y los reproduzcan de modo que encajen con sus posiciones culturales, raciales y de clase, y en relación con los modales, con lo que gusta y es apropiado según el género y lo que no, con las interacciones convencionales dentro de una matriz heterosexual, e incluso con sus propias esperanzas y temores del futuro (85).

 

Camila Sosa Villada comenta, en una entrevista para el medio Agencia Presentes, algo muy parecido a la hora de referirse a las primeras veces en las que decidió empezar a vestirse de la manera asignada al género femenino:

Fue un proceso muy natural, vino con el paso del tiempo. Nunca tuve que ponerme a pensar sobre mi identidad, estaba ahí y fue poco a poco. Primero asumí que me gustaban los chicos, luego apareció Cris Miró en la tele, entonces las cosas cambiaron. Porque todas esas cosas que yo hacía en secreto –vestirme con la ropa de mi mamá, pensarme como mujer– cobró una dimensión social. Yo podía ser como Cris, había alguien que lo había hecho posible. Se veían en la tele todo el tiempo travestis que aparecían en lo de Mauro Viale, mujeres decididas a todo, empoderadas. De repente no me sentí sola, estaba inmersa en un movimiento. Fue muy fácil ese proceso íntimo. El social fue más complicado…[5]

Camila Sosa Villada (fuente: https://latinta.com.ar/2016/09/la-cultura-va-un-paso-adelante/)

Camila Sosa Villada (fuente: https://latinta.com.ar/2016/09/la-cultura-va-un-paso-adelante/)

 

En El Viaje inútil se interconectan temas como la pobreza, la condición social y la raza, lo que hace que el cuerpo trans no sea solamente determinado por el género, sino también por diferentes condiciones y discriminaciones. La exclusión como herramienta queer para forjar lazos y reivindicar la experiencia disidente la llevan a enmarcar sus vivencias dentro de las diferentes formas de rechazo a la que ha sido sometida como mujer pobre y “negra” que pertenece a una disidencia. Así lo expresa en este poema extraído de su primer poemario La novia de Sandro:

Soy una negra de mierda, una ordinaria, una orillera, una cuchillera, el mundo me queda grande, el tiempo me queda grande, las sedas me quedan grandes, el respeto que queda enorme, soy negra como el carbón, como el barro, como el pantano, soy negra de alma, de corazón, de pensamiento, de nacimiento y destino. Soy una atorranta, una desclasada, una sin tierra, una sombra de lo que pude ser. Soy miserable, marginal, desubicada, nunca sé cómo sonreír, cómo pararme, cómo aparentar, soy un hueco sin fondo donde desaparece la esperanza y la poesía, soy un paso al borde del precipicio y el espíritu me pende de un hilo. Cuando llego a un lugar todos se retiran, y como buena negra que soy, me arrimo al fuego y relumbro, con un fulgor inusitado, como una trampa, como si el mismo mal se depositara en mis destellos.

 

De la misma forma en la que cruza estos límites para narrar la manera en la que esto la ha marcado, también logra llevar al ámbito performático todos estos cruces tanto en la experiencia vivida con sus padres y familiares, como con extractos de obras literarias con las que pudo sentirse identificada en su infancia o en su juventud. Esto lo realiza, en Carnes Tolendas una de sus principales obras de teatro en la que es la escritora y la actriz que representa todos los papeles. En esta obra entremezcla las voces de su padre[6], de sus familiares y de sus recuerdos para hacer evidente la manera en la que fue constituida desde la autoridad y la definición estricta de los roles de género. De la misma forma, nos recuerda la manera en la que diferentes historias de personajes de la literatura también han marcado su vida y su subjetividad, sobre todo, uno tan emblemático para las disidencias como lo es Federico García Lorca. Ejemplo de esto es su crítica a esta misma autoridad que presenta en obras como La casa de Fernanda Alba y cuyo extracto es recitado por Sosa: “Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a ese porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana”[7]. Que cada una de esas voces pasen por su garganta y sean interpretadas por ella misma no es casualidad: demuestra que estos discursos permanecen en ella a través de su vida y de las etapas de su transición y que por tanto, existen en la medida en que son reproducidas, no antes; característica que tienen en común con el género y su cualidad performativa.

De la misma manera que Sosa Villada narra el peso de su transición a través de estas voces, Effy busca narrar su cambio en tres momentos importantes para ella: el cambio dado por el tratamiento de reasignación hormonal asumido en 2010, la desidentificación con sus genitales y, por último, el cambio corporal que implica la cirugía de reasignación genital. Cada una de estas etapas fue puesta en la esfera pública por la artista a través de diferentes acciones performáticas o por medio de obras que implicaron otra clase de recursos. La primera de ellas fue tratada en Nunca serás mujer, obra que se basó en la visibilización de la “menstruación” que Effy podría haber producido durante un periodo de trece meses, como respuesta a los comentarios de algunas personas que le decían que nunca iba a ser mujer, debido a que no sería capaz de menstruar. A través de este acto también hizo evidente otras preocupaciones de los cuerpos reconocidos como femeninos y de las subjetividades trans: su vínculo inevitable con organismos reguladores como los médicos, las obras sociales y el Estado a través de documentos que supuestamente dan cuenta de la identidad de las personas como la cédula o en DNI; el acoso callejero, y al igual que Camila Sosa Villada, los problemas familiares que implica asumirse trans o no binarix dentro de esta institución asumida como binaria[8].

Para la segunda etapa, Effy exterioriza la “desentificación” de algunas subjetividades trans con sus genitales de nacimiento a través de Genital panic: cortala!, una acción que lleva a cabo en la Marcha del orgullo LGBTIQ y que, como ella explica en la notas acerca de esta performance, es un remake trans de la performance Genital Panic de VALIE EXPORT. Allí, a comparación de la acción original, se muestra el pene de la artista a través de los pantalones agujereados y no es expuesto al nivel del rostro de lxs asistentes a un cine, sino que es amenazado por la misma artista, con unas tijeras podadoras. Ella continúa su explicación, en el texto consignado en el libro Que el mundo tiemble: “En vez de genitales femeninos, dejo a la vista mis genitales masculinos, y en vez de un arma cargo una tijeras. Cuando logro la atención de alguien aprieto mi genitalidad con el filo de las tijeras” (164).

Por último, Effy llegaría a narrar la cirugía de reasignación genital a través del breve diario que deja en el texto antes mencionado. En él cuenta su experiencia justo después del procedimiento[9], así como el proceso post-operatorio, que involucra curaciones, fajas, hinchazones, irritabilidad, falta de apetito y la inserción de dildos de diferentes calibres en la nueva cavidad vaginal para evitar infecciones. Al respecto, Effy escribe en el texto que aparece en aC/dC: Un libro de Effy Beth, consciente del malestar generado tras el sexto día de internación: “He vuelto a nacer y mi llanto es la misma que la de un bebé, que llora la angustia natural de estar procesando su propia existencia”.

Aunque este texto parece ser básico para entender la transición de Effy, es claro que toda su obra, así como la de Villada, es importante para narrar los cambios y la forma en la que se constituye la subjetividad de lxs sujetxs trans. No es en los procesos de reasignación hormonal o genital que se construye o en el momento exacto en el que deciden probar las prendas del “género opuesto”, sino que es un proceso constante de transgresión de los diferentes tipos de regulación y limitación de sus expresiones. No hay un trozo de vida o una experiencia, entonces, que sean básicos para contar una vida trans, sino que, como hemos visto en el caso de estas dos artistas, se narra precisamente en el mismo cruce de fronteras, sean de tipo genérico, de tipo social, familiar o artístico.

 

Camila Sosa Villada, «Carnes Tolendas».

 

Trans-versalidad en los géneros artísticos y cruces entre el performance y la performatividad: una conclusión

Si concordamos con Judith Butler en que la práctica del género es su misma ontología, entonces podemos afirmar que el género que une es se produce en el espacio político y no antes. Por esta misma razón, se puede decir que es acción y no esencia. Butler nos recuerda esto en El género en disputa:

En vez de una identificación original que sirve como causa determinante, la identidad de género puede replantearse como una historia personal/cultural de significados ya asumidos, sujetos a un conjunto de prácticas imitativas que aluden lateralmente a otras imitaciones y que, de forma conjunta, crean la ilusión de un yo primario e interno con género o parodian el mecanismo de esta construcción. (270)

Entonces, los asuntos relacionados con el género transgreden siempre la barrera de lo íntimo y es necesario que las obras que se refieren a su variabilidad o que ponen en tela de juicio su estricto binarismo sean igualmente públicas y exteriores. La cualidad performática de géneros artísticos como el teatro y el mismo performance facilitan esta condición y llevan estos temas supuestamente autobiográficos a lugares en los que la mayoría de personas puede sentirse interpeladas. En su texto Prácticas de Sí: subjetividades contemporáneas en las expresiones artísticas trans actuales en Buenos Aires (2014) Pablo Farneda comparte la visión de la autora Estrella de Diego acerca de este tema. En general, afirma que a la hora en que la experiencia se inscribirse en el arte, sobre todo en el performance, que implica una suerte de autorreferencialidad de la vida de lx autorx, el yo autobiográfico puede llegar a desdibujarse debido al desfasaje que implica el hablar de lo que somos y percibir lo que en realidad percibimos que somos:

En  su  libro  sobre  autobiografía  y  performance  titulado No  soy  yo, Estrella  de  Diego se pregunta: ¿Cómo aproximarse al sujeto “esencial” si hablar de uno mismo implica cada vez  hablar  de  los  demás, incluso de todos esos demás que habitan el sujeto? (…) Cada proyecto  autobiográfico  implica  la  ausencia  de  lo  que  somos  ahora.  De lo que estamos siendo mientras relatamos” (2011: 41 – 48).  En  esta  omisión  se  funda,  para  la  autora,  la imposibilidad  de  clausurar  el  yo  como  esencial  y  el  relato  autobiográfico  o  cualquier autorretrato  como  verdad  individual,  dado  que  nunca  nos  encontramos  allí  donde  nos enunciamos y viceversa, nunca nos enunciamos allí donde nos encontramos (54).

 

De esta manera, al entender que las artes biográficas son más que relatos de un yo y que pueden llegar a representar los discursos y ficciones que nos afectan como cuerpo social, podemos entender que la obra de estas dos artistas (y de muchxs otrxs más) no hablan solamente de su experiencia con su género o con la variabilidad del mismo, sino que sirven para señalar tensiones en lxs espectadores y en la sociedad. Jack Halberstam resume este hecho en su texto Trans*: “Este es un marco perfecto para el cuerpo trans*, que, en última instancia, no busca ser observado y conocido, sino que más bien desea poner en duda la organización de todos los cuerpos” (120). Esto por la cualidad performática de los géneros artísticos que atraviesan el discurso para devenir acciones e igualmente, porque hacen aún más evidente que la división interna-externa de los cuerpos es inexistente. Por esto es que las acciones que ellas realizan en sus cuerpos pueden hablar de su subjetividad y que los elementos que constituyen su subjetividad y su forma de entenderse pueden dar cuenta de los cambios en sus cuerpos y en su entorno. Y esto no solo se limita a estos dos espectros, sino, como ya mencione, se puede expandir al ámbito social, cultural y público.

Si la performatividad inherente al género requiere de acciones performáticas para tocar los temas que lo atañen, esto implicaría que el terreno para tratar sus variaciones y su elasticidad es la acción y no tanto el discurso. Esto resulta básico para las subjetividades trans, ya que su misma auto-denominación como personas trans requiere de la transgresión de las limitaciones y de los sistemas normativos que regulan los cuerpos y sus expresiones. Esto implicaría una construcción constante de la subjetividad, que pasa por diferentes estados en diversos niveles que se conectan y que a la vez, no se limitan a ellos: “la superficie” del cuerpo se modifica con los cambios quirúrgicos y hormonales o a través de prendas o accesorios; el interior del cuerpo también lo hace a través de otros cambios hormonales e igualmente, se presentan ciertas modificaciones en ámbitos más psicológicos como la forma de ser afectade.

La acción constante que podemos percibir en estas subjetividades es el desvanecimiento y el cruce de toda clase de límites. En el caso de la obra de Villada y de Beth podemos darnos cuenta de que el ir de género artístico en género artístico es tan performática y performativa como los cambios que podemos ver en sus cuerpos. Ir del performance a la literatura, de la fotografía al cómic, de la novela a la poesía o ensayo en el mismo libro y en toda su obra es parte importante de la des-limitación de las experiencias. En el caso de Sosa Villada vemos cómo va del ensayo a la poesía y al teatro y, por otro lado, vemos cómo en a.C/d.C se muestran características importantes de la obra de esta artista y de su misma subjetividad a través del cruce de las diferentes voces de les artistas que la acompañaron, la suya propia, fotos, montajes y géneros literarios como la poesía, la narración autobiográfica y el testimonio.

Al hacer de su arte un vehículo para poner en práctica su género, estas dos artistas están construyendo su subjetividad no solo a través, sino dentro del arte: es un proceso que se da en el mismo cuerpo y que se hace a través de la transversalidad de los géneros artísticos para evidenciar la transición sexo-genérica de cuerpos no-estables que pueden modelarse, encarnarse, modificarse en y por medio de la de le otre, y del derecho a expresarse en la escena pública. De la misma forma en que ponen de manifiesto esta cualidad del género y de sus mismas subjetividades, al hacer una obra que trata de limitaciones del cuerpo social, también evidencian las injusticias y la precariedad a la que son sometidos ciertos grupos de los que la sociedad no se siente responsable, a saber, las minorías sexo-genéricas, las travestis que deben ejercer el trabajo sexual, les jóvenes que han tenido que abandonar el núcleo familiar por sus preferencias sexuales, etc. La acción de ponerles en la mira social sirve para reivindicar la lucha de dichas existencias y de sus vidas como merecedoras del llanto[10] y de luto. Como Butler lo anuncia en su texto Cuerpos aliados y lucha política, el hecho de que el género sea de por sí político hace que la lucha que defiende la posibilidad de manifestarlo a través de la misma expresión genérica sea igualmente performativo:

No se puede separar el género que somos y la sexualidad en que nos implicamos del derecho que cada uno de nosotros tiene a afirmar estas realidades en público, con plena libertad y protegidos frente a los violentos. En cierta manera, el sexo no es anterior al derecho de hacer precisamente eso. Es un momento social en nuestra vida íntima, y que debe ser reconocido en términos igualitarios. No solo el género y la sexualidad son en cierto sentido performativos, también lo son su expresión política y las reclamaciones planteadas en su nombre (63).

 


 

[1] Este proyecto está descrito y narrado en el blog Nunca serás mujer, al que se puede acceder a través de la siguiente dirección: http://nuncaserasmujer.blogspot.com/

[2] Obra registrada en el blog: http://tengoeffymia.blogspot.com/

 

[3] Entrevista disponible en: http://www.laretaguardia.com.ar/2015/09/a-effy-no-la-mato-la-sociedad-ella.html

[4] Butler, en Marcos de guerra: Las vidas lloradas (2009), se refiere a ese término como “la condición políticamente inducida que negaría una igual exposición mediante una distribución radicalmente desigual de la riqueza y unas maneras diferenciales de exponer a ciertas poblaciones, conceptualizadas desde el punto de vida racial y nacional, a una mayor violencia” (50).

[5] Entrevista disponible en: http://agenciapresentes.org/2018/01/12/camila-sosa-villada-trans-ya-una-forma-militancia/

[6] Por ejemplo, al inicio de la obra usa la voz él para decir: “Porque esta casa es así, he dicho yo, a esta casa yo le levanté el cimiento, yo le levanté las paredes, yo te mantengo a vos y al maricón que tenés por hijo. Así que en esta casa se me va a empezar a respetar y a hacer las cosas que se tienen que hacer cuando se tienen que hacer y como yo diga que se tiene que hacer. ¿Me estás entendiendo, mujer?”. Fragmento tomado de Carnes Tolendas disponible en https://vimeo.com/19229673

[7] Fragmento tomado de Carnes Tolendas disponible en https://vimeo.com/19229673

[8] En su texto Trans*: Una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género Jack Halberstam se refiere al tema de la familia en las infancias trans* y dice: “La familia designa un sistema que se supone protege, ampara y apoya a sus miembros, pero, como cualquier sistema de pertenencia, a menudo también excluye, avergüenza y ataca violentamente a los extraños. La presencia de criaturas que se identifican con el otro género y de criaturas de género ambiguo en el seno de las familias pone en cuestión todas las ideas habituales sobre el género, la infancia y la corporalidad, y en última instancia plantea dudas sobre la validez de la familia en sí misma” (70).

[9] Effy explica un poco más acerca de este proceso en a.C./d.C de la siguiente manera: “Duración 5 horas. Ingreso al quirófano a las nueve de la mañana. Se me administra anestesia local las primeras 3 horas y luego un sedante en el momento de introducir el injerto. Egreso del quirófano a las 14 horas, ya despierta y con las fajas en las piernas que me habían puesto al inicio de la operación. Tengo un tutor puesto en el interior de mi vagina. Sobre la vagina tengo puestas dos gasas, y sobre las gasas tengo puesto apósitos pegados con cinta”.

[10] En Marcos de guerra: las vidas lloradas, Butler se refiere a las vidas precarias y a su condición de ser lloradas como un requisito para asumirlas: La aprehensión de la capacidad de ser llorada precede y hace posible la aprehensión de la vida precaria. Dicha capacidad precede y hace posible la aprehensión del ser vivo en cuanto vivo, expuesto a la no-vida desde el principio” (33).