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Revisión, corrección y prejuicios: Carolina Maria de Jesus y las decisiones editoriales sobre su obra

Por: Sílvia Ornelas y Agustín Eduardo Vaccaneo

En el marco del seminario “Crítica y performance. Operaciones sobre la literatura brasileña contemporánea”, que dictó Lucía Tennina en la Maestría de Literaturas de América Latina, Sílvia Ornelas y Agustín Eduardo Vaccaneo se detienen en las decisiones editoriales sobre la obra de Carolina Maria de Jesus. ¿Puede existir una escritora analfabeta?


El lanzamiento de Casa de alvenaria, en dos volúmenes, con el que la editorial brasileña Companhia das Letras inaugura la publicación de los cuadernos de la escritora Carolina Maria de Jesus, reaviva un debate sobre la revisión y las decisiones editoriales acerca de sus escritos. La discusión también se hace presente en la Argentina con la publicación de Cuarto de desechos y otras obras a partir de una nueva traducción.

Desde la primera vez que se publicaron sus escritos en 1958, el interés general por la autora se enfocó en su excepcionalidad como escritora negra y en la exposición de las condiciones sociales y culturales en que se sobrevive en los barrios marginados de las periferias. ¿Tiene su obra calidad para valerse por sí misma, sin los índices que la transforman en algo exótico y fetichizan su escritura? Pasaron más de sesenta años desde que Carolina Maria de Jesus despuntó en el mapa de la literatura, pero el espacio que ocupa su obra en el canon sigue en disputa.

Escritora ¿y analfabeta?

Carolina Maria de Jesus fue una de las primeras escritoras negras publicadas en Brasil. Pobre y autodidacta, cartonera y madre, registró en cuadernos lo que observaba e interpretaba de la vida cotidiana en la favela de Canindé.

Sus escritos aparecieron primero en la prensa brasileña, en 1958 y 1959. En 1960, se publicó el libro Quarto de despejo: diário de uma favelada[i], una versión de sus diarios curada por el periodista Audálio Dantas, quien afirma haber seleccionado los “fragmentos más significativos”[ii](de Jesus, 2014, p. 6) de los veinte cuadernos escritos de puño y letra por ella entre julio de 1955 y enero de 1960. Esta publicación conquistó un gran éxito comercial y se tradujo a catorce idiomas. La edición afirma respetar “fielmente el lenguaje de la autora, que muchas veces contradice la gramática, inclusive la grafía y acentuación de las palabras” porque esos elementos traducen “con realismo la forma en que el pueblo ve y expresa su mundo” (de Jesus, 2014, p. 9). Así, Carolina Maria de Jesus pasó a ser reconocida como la “escritora da favela” y por el paradojal epíteto de “escritora analfabeta”.

João Pinheiro, coautor de Carolina, una historieta biográfica, con su autorización.

Su reconocimiento fue desdeñado por la academia, que objetó el valor literario de su obra y la consideró mero documento histórico. El foco de observación prevaleció en su condición sociocultural, no en el estilo o las cualidades artísticas de la obra, hecho denunciado sucesivamente por la autora.

Según cifras aportadas por Luciana de Mello (2021), Carolina Maria de Jesus fue “(t)raducida a dieciséis lenguas, publicada en cincuenta y seis países, con seis millones de libros vendidos, alcanzó en sus días el estatus de escritora estrella pop”. Sin embargo, hay una desproporción en el interés que crea la obra Quarto de Despejo respecto al resto de su producción literaria. Su segundo libro, Casa de alvenaria, publicado tres años después, en 1961, no tuvo el éxito esperado. A pedido de Audálio Dantas, la autora escribió sobre la vida después de abandonar la favela e instalarse en una casa de ladrillosen Osasco, ahora delante de las cámaras, entre autógrafos y entrevistas, tal vez contando con la expectativa del público. Pero Carolina no estaba conforme y deja ver en su texto que no pretendía escribir otro diario más: prefería explorar otros géneros textuales y se sentía limitada, incluso manipulada.

La nueva edición de Companhia das Letras

Ante el redescubrimiento al que asisten en la actualidad escritoras y escritores que se han excluido de la cultura “oficial”, el consejo editorial de Companhia das Letras que supervisó la nueva edición de los cuadernos de Carolina propuso una “edición integral, ampliada con contenidos inéditos y rehecha a partir de los manuscritos originales de la autora”, según el anuncio plasmado en su página web.

Este consejo editorial es coordinado por la lingüista y escritora Conceição Evaristo, importante intelectual brasileña, y Vera Eunice de Jesus, quien, además de ser profesora y poeta, es hija de Carolina Maria de Jesus y la principal responsable de su legado. Aunque dirija una crítica a la edición elaborada por Audálio Dantas, que realizó recortes considerables y modificó la escritura de la autora, a veces sin indicar la alteración, esta edición también optó por mantener la forma original del texto, marcada por muchos desvíos de la norma, en especial respecto a la ortografía:

“A fin de resguardar la integridad de la voz y de la escritura de Carolina, esta nueva edición de Casa de alvenaria conserva toda la diversidad de registros presente en los manuscritos, por considerarlos marcas autorales imprescindibles para la adecuada recepción su obra. De este modo, el criterio básico de la intervención editorial fue mantener todas las grafías que desentonan de los diccionarios del inicio de la década de 1960, cuando el libro fue escrito” (nota sobre la edición, párrafo 2).

A pesar de admitir algunas excepciones, actualizadas “para desanublar la lectura”, el mismo criterio se aplica al uso de los signos de puntuación y a las “construcciones verbales y nominales de concordancia disonante, comprendidas como herramientas de construcción literaria” (nota sobre la edición, párrafo 3).

La propuesta de la nueva edición se destaca, por lo tanto, por la decisión de preservar el texto en su totalidad, sin censura. Llama la atención, sin embargo, que un consejo editorial con una composición tan bien pensada considere los desvíos de la norma como “herramientas de construcción literaria”.

¿Corregir es discriminar?

Regina Dalcastagnè, investigadora, escritora y crítica literaria, perteneciente al Departamento de Teoría Literaria de la Universidade de Brasília, discrepa vehementemente de la decisión editorial de conservar en esta reedición la gramática original de la escritora. Aunque el consejo editorial haya declarado la intención de resguardar la integridad de la voz y de la escritura de la autora, Dalcastagnè afirma que a nadie se le ocurriría vincular la integridad de los escritores de la élite del canon literario a sus errores ortográficos.

¿Por qué suponer que la integridad de la voz de Carolina Maria de Jesus se refleja en esos errores? Si la obra de todos los grandes escritores es meticulosamente revisada, ¿por qué tratar de otro modo los escritos de esta autora?

Dalcastagnè, autora de Literatura brasileira contemporânea: um território contestado, que puso en evidencia la falta de pluralidad en la literatura brasileña, dominada por hombres blancos de clase media, insta a leer su obra por sí misma en lugar de definirla por su origen, porque cree que la escritura de Carolina Maria de Jesus se destaca a pesar de los desvíos de la norma, no por causa de ellos.

Al reeditar la obra de escritores del pasado, actualizar la ortografía según las normas contemporáneas es un procedimiento habitual en el mercado brasileño. Incluso obras de un pasado no muy lejano son revisadas para respetar el Acuerdo Ortográfico de la Lengua Portuguesa de 1990.

Para Dalcastagnè, la decisión de conservar los desvíos gramaticales funciona como modo de darle un carácter exótico a la escritura de Carolina Maria de Jesus, lo que la mantiene en los márgenes del canon de la literatura brasileña e impide apreciarla como literatura a secas, sin necesidad de adjetivarla como “marginal” o “periférica”.

Pretuguês

La decisión de mantener los desvíos de la norma se apoya en la reivindicación de que las faltas de ortografía de Carolina Maria de Jesus son marcas que revelan otras “faltas”: la escasez asociada a la vida en las favelas brasileñas, sin acceso a educación, habitación digna, servicios públicos, oportunidades de empleo formal y, con una frecuencia alarmante, comida.

Es posible vincular la decisión del comité editorial al pensamiento de Lélia Gonzalez, para quien en el Brasil no se habla portugués, sino “pretuguês” (fusión de las palabras “preto”, que significa “negro”, y “portugués”). Gonzalez reivindicaba el lenguaje coloquial y el conocimiento popular en el marco de un proceso de descolonización del saber, asumiendo prácticas lingüísticas propias de amplios sectores que suelen ser descartadas por la academia.

Sin embargo, considerando todos los esfuerzos de Carolina Maria de Jesus para escribir literatura, ¿se puede realmente afirmar que los desvíos de la norma sean “herramientas de construcción literaria”?

Dalcastagnè deja en claro que no propone modificar el estilo de los textos, sino adecuarlos a los parámetros buscados por la propia Carolina Maria de Jesus, que, con el objetivo de escribir según las normas, llegaba a la hipercorrección. A pesar de haber frecuentado la escuela solo dos años, fue ávida lectora y tuvo contacto con clásicos de la lengua portuguesa. La transgresión a la normativa de Carolina Maria de Jesus es involuntaria y no deseada por la autora: se comete desde el desconocimiento de la norma académica, que, por carencias relativas a su condición de vida, fue prácticamente inaccesible para ella. El vínculo entre Carolina Maria de Jesus y las instituciones culturales fue siempre asimétrico y constituyó un eje de debate interno para ella, que denunció sucesivamente lo que consideraba un aprovechamiento de su generosidad y su ignorancia.

Fernanda Oliveira Matos afirma que, “en un intento desesperado de afirmar su autoría y ascender socialmente, Carolina escribirá para los que componen este campo intelectual, este sistema literario que la excluyó, sea el público ligado al proceso de producción de la obra o los lectores con grados de instrucción que ella no logró tener” (2014, p. 20). De hecho, en las modificaciones generadas en el proceso de revisión de sus siguientes libros se observa una gran preocupación estilística. Matos advierte que “(e)n este sentido, las correcciones de la hija Vera Eunice y el manejo de vocabulario más rebuscado —fruto de sus interminables lecturas— representaron piezas fundamentales en su desarrollo como autora” (2014, p. 34).

Edición argentina de Mandacaru (2021)

La primera traducción al español de los escritos de Carolina Maria de Jesus fue publicada por la editorial argentina Abraxas y reeditada varias veces. Respecto a ella, Oliveira et al. advierten:

“La traducción tiende a normalizar, es decir, estandarizar la escritura de Carolina. Así, [la traductora] Beatriz Broide decide no reproducir las faltas de ortografía, que Audálio había conservado en portugués como prueba de autenticidad del documento que editaba, ni algunos rasgos que dan a la escritura de la autora un tono más oral. Igualmente, tiende a reemplazar por usos comunes ‘el vocabulario escogido’, las palabras que ‘no son de uso corriente en el ambiente en que vivía’ Carolina y que esta ‘ingenuamente’ se preocuparía en usar, aunque no lo hiciera siempre ‘con propiedad’” (2021, p. 6).

Oliveira et al. observan además que la edición cubana, de Casa de las Américas, también opta por estandarizar la escritura de Carolina, pero conserva “ciertas irregularidades con el objetivo de subrayar, justamente, su impropiedad” (2021, p. 7) e incluye notas de pie de página con explicaciones innecesarias para explicar la “confusión” del texto original.

Esas traducciones tenían el objetivo de transmitir “lo que ella decía”, sin valorar su estilo. La propuesta de lectura era abordar esos textos como documentos, denuncia, no como literatura.

De la década de 1960 a la actualidad, la percepción respecto a la obra de Carolina Maria de Jesus cambió. De la mano de la llamada literatura marginal que empezó a surgir en las periferias brasileñas a fines de la década de 1990, cuyos exponentes reivindican a la autora como precursora, surgieron además otras lecturas propuestas por la crítica. A partir de la percepción de ese cambio, el Laboratorio de Traducción de Universidade Federal da Integração Latino-Americana (UNILA) realizó la traducción colaborativa de Cuarto de desechos y otras obras, publicada por la editorial Uniandes. Esta vez, el desafío ya no era trasmitir la autenticidad de un documento de denuncia, sino corresponder a la singularidad de esa escritura (Oliveira et al., 2021).

De esta traducción deriva la edición publicada por Mandacaru, una editorial argentina con la propuesta de “publicar escritoras cis y trans, afrodescendientes, originarias y también blancas de lengua portuguesa de Brasil, África y Portugal”, en una adaptación al español rioplatense producida por Lucía Tennina y Penélope Serafina Chaves Bruera.

En el prólogo, que explicita el carácter colaborativo y grupal de la traducción, está el aviso de que esta edición va a contrapelo de las anteriores, que tendieron a “normalizar la escritura de Carolina y a conservar casi exclusivamente las irregularidades que permiten la asociación de la autora con los sectores populares” (de Jesus, 2021, pp. 18-19). Se intenta, por lo tanto, recrear el estilo y respetar la singularidad de sus elecciones para “evitar volver a encasillar a la autora como escritora inculta de la favela” (de Jesus, 2021, p. 22).

Con el propósito de no “volver a colocar a Carolina en el lugar de la falta” y no “contrariar la voluntad de la escritora, quien, con razón, esperaba que sus textos pasaran, como sucede con cualquier autor/a, por un proceso de revisión” (Oliveira et al., 2021, p. 14), la traducción presenta un texto que permite valorar a esta autora en tanto escritora y no como mera representante de una clase social desplazada.

Leer a Carolina

La nueva edición brasileña de Companhia das Letras y la traducción y adaptación al español rioplatense de Mandacaru vuelven a poner a Carolina Maria de Jesus en evidencia y reavivan los debates acerca de las decisiones editoriales sobre su obra. ¿En qué consiste su estilo? ¿Mantener su texto tal cual ella escribió es una forma de exaltar su historia de vida? ¿La única literatura que vale es la escrita de acuerdo con la variedad estándar del idioma? ¿La corrección de los desvíos le quita la esencia a su obra? ¿Cuál es entonces el rol del revisor en una editorial?

El objetivo de la revisión de texto nunca debe ser subordinarlo y despojarlo de su singularidad. La obra de Carolina Maria de Jesus requiere de un trabajo muy cuidadoso y delicado, porque no se trata de normalizar su lenguaje, pero sí de quitarle lo que estorba la lectura, como estorbaría la lectura de cualquier otra producción textual. Si los errores fueron involuntarios, no se debería tratarlos como transgresiones intencionales, en especial considerando que Carolina Maria de Jesus sí jugaba con las palabras.

Es imposible afirmar si una edición de la obra debidamente corregida abriría las puertas del canon a Carolina Maria de Jesus, o siquiera si permitiría leer su obra por lo que es, si ese gesto permitiría quitar los lentes de la fetichización. Lamentablemente, una vez más, se privó al público brasileño de la chance de descubrirlo. De todos modos, aunque desde veredas opuestas, ambas ediciones buscan el mismo objetivo: leer a Carolina Maria de Jesus con sus propias palabras.


[i] Las ediciones de las obras de Carolina Maria de Jesus citadas son las siguientes: Quarto de despejo: diario de uma favelada, 10ª ed., publicada por Ática en 2004; Casa de alvenaria – volume 1: Osasco y Casa de alvenaria – volume 2: Santana, ambas publicadas por Companhia das Letras en 2021; y Cuarto de desechos y otras obras, publicada por Mandacaru Editorial en 2021.

[ii] Para agilizar la lectura, tradujimos las citas referidas del portugués al español.


Lecturas de los silencios en «El silencio es un cuerpo que cae»

Por: Francisca Ulloa

La ópera prima de Agustina Comedi, El silencio es un cuerpo que cae (2017), es un retrato documental de la vida de su padre Jaime a partir del montaje de imágenes que él mismo había grabado durante los 90. Estas cintas que retratan una familia heteronormada son vehículo de un secreto familiar relacionado a la identidad sexual de su padre durante las décadas anteriores. En paralelo, a través del relato íntimo de Jaime, acompañado de la yuxtaposición de grabaciones y entrevistas a familia y amigos, se repone un archivo de homofobia y transfobia en las últimas décadas del siglo XX cuyo epicentro es Córdoba, como periferia del centralismo cultural de Buenos Aires. La construcción de un archivo del trauma que implica esta reposición, muchas veces marcado por el olvido y la inerrabilidad, cuestiona la forma convencional de documentación y representación a través de imágenes que muestran las grietas del ocultamiento. 


A lo largo de este texto quisiera proponer una lectura en torno a la obra en cuestión a partir de un punto: el lugar del silencio en la recuperación o construcción de un archivo que fue desplazado y ocultado. Tengo, también, la intención de poner foco sobre Monona como personaje o archivo protagonista, porque su silencio es el único diferente por su actualidad y eso lo transforma en problemático. Monona como la esposa de Jaime, la madre de Agustina, es una presencia en casi todas las imágenes, pero se puede pensar también como archivo mudo. ¿Es posible construir una narración en base al silencio? ¿Hasta qué punto el silencio de Monona le da entidad de revelación al pasado de Jaime? ¿Qué sucede en un contexto donde el componente ordenador de un secreto ya no rige como tal?

Para acompañar estas ideas, se puede traer a cuenta otra opera prima estrenada en los último cinco años, La vida dormida (2020) de Natalia Labaké, que es posible vincular con el documental de Comedi en torno a la reposición de un archivo familiar de las últimas décadas de siglo XX. Ambos documentales proponen como protagonistas personajes marginados o desplazados por la lógica heteropatriarcal, en el caso de Labaké, las mujeres de su familia. A través del montaje recuperan marcos de vida silenciados en su contexto, dándoles voz a partir de los testimonios del presente. Aun así, el tono de la narración es disímil; sobre todo en su tratamiento con los personajes femeninos, si el documental de Labaké entreteje un archivo de opresiones que permiten una lectura feminista lineal de mujer opacada, la película de Comedi desborda esta linealidad y complejiza el encuentro entre las memorias feministas y las políticas de las memorias de las disidencias sexo-genéricas. Quisiera traer a cuenta este documental porque pienso que el abordaje en torno a El silencio es un cuerpo que cae puede potenciarse a partir de un contrapunto entre ambas películas.

El secreto y el silencio

El silencio es un cuerpo que cae repone no solo la vida de Jaime sino un archivo sobre las dificultades y la clandestinidad de la experiencia gay, lésbica y trans durante el 70s, 80s y 90s entre la última dictadura argentina, los grupos revolucionarios que rechazan a la homosexualidad como una desviación burguesa y la pandemia del VIH. La develación, con las limitaciones en la recuperación histórica de un hecho silenciado, transcurre a partir de un vacío de imágenes sobre la vida gay del padre que contrasta con la narrativa de los testimonios y el guión. Considerando como punto de partida la entidad del secreto se entiende que la revelación no es azarosa; hay una ubicación temporal del mismo; el secreto perdió su “estatus” de secreto. Hay, asimismo, un atestiguamiento del mapa de poder que se construye mientras se van desarmando las capas del secreto.

Fotograma «El silencio es un cuerpo que cae».

Pero en el señalamiento de un secreto silencioso y anacrónico, se asoma un silencio actual. Foucault sostiene que lo que se dice y lo que se calla no puede encasillarse en una división binaria [i], el silencio no es uno sino varios, que forman parte integrante de estrategias que atraviesan discursos ¿Que discurso encarnan, entonces, los silencios de Monona?

Narrativamente, hay pequeños fragmentos del documental donde el silencio de este personaje se transforma en un silencio simbólico, es decir, otorga fuerza retórica al archivo de la disidencia, enmarcado en una forma sutil de opresión. En una lectura bastante simplista, es en la presencia de ambos como pareja donde la identidad de Jaime se problematiza y empieza a convivir con los silencios; y, también es en este periodo de su vida donde surge con más potencia un archivo de la intimidad. Ann Cvetkovich menciona en Un archivo de sentimientos: trauma, sexualidades y culturas públicas lesbianas que el secreto funciona como una práctica subjetiva en la que se establecen las oposiciones privado/público, y el fenómeno de secreto a voces no desmorona este binarismo sino que los restablece. Es posible pensar, entonces, que los registros de aquellos momentos donde el secreto quedó expuesto permiten crear una trama de lo invisible que fue confinado a la escena de lo privado[i]. La falta de etiqueta en la cara de Nestor en la foto del casamiento, el llanto silencioso de Jaime por la muerte de Nestor, los viajes repetidos, las noticias que alertan sobre el VIH-SIDA, son experiencias afectivas donde se forjan conexiones entre la política y la intimidad, proyectando desde la esfera personal un contexto más amplio[ii].

Paralelamente hay otra potencia en Monona, el silencio actual permite pensar la problemática desde el presente, como un pensamiento vascular. El corte temporal convive aún con vestigios del pasado, la madre que no encaja en este nuevo mundo, forma el eslabón. Si la obra expone el secreto para ser enterrado en el archivo de la historia gay transformando la representación o imagen del hombre enclosetado en una identidad más fluida y compleja, el silencio de Monona tensiona esta lectura de nuevas formas de agencias sexo afectivas. El abordaje sobre la identidad y el deseo sexual no dejan de imponer nuevos requerimientos de secretismo que obligan al documental a experimentar formas de expresión que desafíen esta resistencia. 

En ese sentido, poniendo foco sobre los momentos de voz en off de ciertos personajes, amigos o amantes del padre, que aparecen disociados de la imagen, se pueden encontrar otros espacios que no quieren ser habitados. Pero al transformar sus testimonios en archivo hay una especie de redención, como menciona Giorgi, se erige un presente que puede trazar una relación distinta con el pasado[i]. En contraste, Monona no encarna un tono de reconfiguración afectiva sino una continuidad, y es la única que funciona de esa manera a lo largo del documental. La actualidad del silencio parece rearticular una lógica de fracaso de la economía afectiva, en terminos de la concepción de fracaso de la vida queer que fueron socialmente desautorizadas, de la que busca despegarse la narración. Asimismo, la falta de recuperación de su propia subjetividad emocional del pasado impide una vinculación del presente con su historia. Si el secreto fue ordenador de la realidad, el silencio de la actualidad parece no interferir con el fin de la misma y de esa manera queda expuesta la distorsión de la norma familiar que acarrea la reconstrucción de la biografía de Jaime.

Si la directora, escogiendo una historia sobre su padre como sujeto que no encarna los valores del triunfalismo gay, logra crear un archivo de la invisibilización, represión, negación de afectos sin que se sienta adverso ¿no se convierte entonces la madre en sujeto de la negación de la negración de Jaime, o el secreto del secreto? ¿Cuál es el valor de las representaciones negativas en el presente, sin caer en la concepción de un ensayo común de homofobia o como resabio de la era pasada? En cierto punto, focalizar sobre la fuerza repetitiva de la exclusión social, da cuenta de la durabilidad de la homofobia, el sexismo y otras formas de jerarquías en un contexto que se percibe a sí mismo como “post gay”[i]. ¿Cuál es, entonces, el atractivo de estas figuras anacrónicas, que pueden ser entendidas como retrocesos? [ii]

El archivo familiar y las representaciones de lo invisible

La reposición del archivo afectivo, político e íntimo del documental da lugar a un abordaje comparativo dentro del espectro de películas familiaristas que generan archivo sobre el patriarcado y las disidencias. Estas representaciones intervienen en un presente que desde hace años viene cuestionando las estructuras y mandatos familiares, las formas de poder y asimetrías que atraviesan la esfera doméstica. En ese cuestionamiento, el lugar de las madres muta, hay una presencia tácita femenina que antes no estaba representada y que reorganiza la visibilidad de las figuras convencionales.

En El silencio es un cuerpo que cae, el objeto cultural sentimentalista se representa en el cuerpo del hombre que dramatiza la lucha de la identidad, el espacio y las potencialidades de las disidencias. Monona, en cambio, aparece desborrada de esta lectura. No hay un tratamiento sobre ella como compañera de Jaime y madre de Agustina, aun cuando es posible generar empatia a partir de su condición de mujer de una provincia de Argentina en un contexto hostil hacia cualquier desviación de la heteronorma y bajo un sistema patriarcal, y que a pesar mantiene y también produce el secreto. Es interesante pensar que el documental situa a una mujer, que a sabiendas de su compañero gay construye un lazo de parentesco, transformandose en aliada oculta y silenciada en un contexto en que se debatía la personería jurídica de las primeras organizaciones LGBT, previo a la Ley de matrimonio igualitario (2010) y de la sanción de la Ley de identidad de género (2012), incluso antes de la marea verde y los feminismos populares.

Fotograma «el silencio que cae».

Pareciera que el secreto circuló contagiosamente, ella a sabiendas de la identidad sexual de Jaime se sume a sí misma en un armario de una comunidad, ofreciendo una fuerza aún más potente para el ocultamiento[i]. Situado ahora en un contexto distinto que se percibe rupturista, las múltiples posibilidades de lo que interpretará la audiencia frente a la revelación del testimonio de Monona redefinen las características de su silencio ¿El discurso tras este silencio evidencia una lógica de agotamiento o de posibilidades y convivencias del presente? ¿Cómo se pueden generar espacios de empatía en sentidos afectivos que hoy son anacrónicos para nosotrxs? 

En el otro documental, La vida dormida (2020), Natalia Labaké repone un archivo familiar de las últimas décadas del siglo XX, donde hay una búsqueda para visibilizar lo invisible situando como protagonistas a las mujeres de su familia y retratando el espacio secundario al que fueron relegadas en una familia activa e involucrada en espacios políticos sumamente machistas del 90. La directora utiliza las grabaciones que había realizado su abuela acompañando a su abuelo, Juan Labaké, abogado de María Estela Martinez de Perón y activo dirigente del peronismo durante el gobierno de Carlos Saúl Menem. El retrato de la cámara, así como sucede con las cintas de El silencio de un cuerpo que cae sirve de anteojeras para penetrar en territorios anacrónicos que contrastan con el presente. 

Ambos documentales yuxtaponen una doble narrativa: por un lado la del padre o de la abuela y por el otro el montaje de la directora. Si bien son ellas quienes determinan la construcción, exponiendo el modo en que él o ella percibieron su realidad, en el documental de Labaké no se subraya discursivamente una intención como sucede en el de Comedi. Sino que se abre el espacio a la audiencia para realizar sus propios cuestionamientos e identificar diversas formas de opresión que transcurren de manera tácita. Hay una manera más sutil de generar un relato familiar, un montaje más delicado que entreteje el mundo doméstico con el mundo público. La voz de Labaké no es una guía entre estos territorios, su forma de intervenir en el presente con el peso del archivo surge en la forma en que se espejan entre los tiempos opresiones que, si bien mutaron, fueron desplazando a las mujeres de la trama familiar.

Incluso, la diferencia en el tono de las películas queda evidenciada en el título: dormir y callar. De alguna manera, Labaké desnuda a su familia, todo lo que busca decir el documental se va construyendo desde la intimidad cotidiana; el mensaje es subliminal, como el sueño, más poroso. Mientras que en la película de Comedi, el silencio es más bien un paredón que debe derrumbarse para reunir las partes que lo constituyen. Esta distancia entre las películas se debe a una diferencia clave. En La vida dormida no hay un secreto; el sexismo no estuvo atravesado por el ocultamiento de una identidad; pero, al igual que en la película de Comedi, la fuerza retórica reside en lo silenciado. En ese sentido, problematizando la lectura sobre los personajes femeninos, en El silencio es un cuerpo que cae, no hay un desplazamiento o ocultamiento, sino que el rol femenino aparece sosteniendo la sexualidad gay marica (o tal vez la desplaza).

En La vida dormida las grabaciones de la abuela en diálogo con las grabaciones de la actualidad son vehículo de un discurso que surge a partir del foco en lo que no se dice, verbalizandolo a través del montaje. El silencio no es un obstáculo ni un límite para la reposición del archivo, incluso es una parte central del mismo. Es tanto el protagonismo que toma que se transforma en la expresión o el discurso más fuerte del documental ¿Cómo puede haber silencio, en el sentido de algo no dicho, si es intapable? Se puede traer al caso un personaje clave, Menem, que si bien no integra parte de la esfera doméstica, su presencia dice muchísimo de ella sin la necesidad de una intervención.

Fotograma «La vida dormida».

Poniendo foco en los silencios actuales, hay una forma en la superposición de registros de ambos tiempos que incomoda al presente, más que por su pasado, por las resistencias del sistema de poder al paso del tiempo. En el documental de Comedi, el salto en el tiempo es abrupto. El presente es responsable de darle forma a una demanda sobre las opresiones del pasado, haciéndolo hablar, observándolo a la distancia. Donde hay ausencia hay también reposición. Si algo del componente cinematográfico se pierde en esta literalidad o reiteración, la figura de Monona articula una serie de interrogantes e inquietudes que pone en cuestión las estructuraciones actuales con vestigios contradictorios de la experiencia contemporánea[i]. Su silencio en torno a su vínculo afectivo con Jaime expone lo incompleto de la presentación de su subjetividad, encarnando una forma de archivo menor dentro de un archivo marica y se presenta como una forma de decir “ahora sabemos todo lo que no sabemos”. Tampoco hay pistas para saberlo, es tarea de la audiencia definir las características del silencio y en ese sentido es problemático.

La madre de Labaké, en cambio, ocupa un espacio disímil. Si bien a lo largo de su documental hay una recurrencia sobre lo no dicho, se asoma también el enojo y la resignación como forma de recuperar afectos innarrables en su contexto. Esto queda patentado de manera muy clara en una conversación entre ambas, donde las hijas la interpelan por el pasado, por haberse mantenido dentro de este ámbito familiar. Incluso, la directora dice directamente: “no lo pudiste ver, no tenias un movimiento feminista atrás”. Y la respuesta de la madre es todavía más significativa: “No habria podido ver por más movimiento feminista que hubiera habído (…) ¿Qué querés? Es lo que yo viví.” (1.01.51) Inmediatamente, se repone una escena filmada por la abuela donde la madre está en una reunión aunque parece no estarlo, su expresión pareciera estar descontextualizada.

Si el documental de Labaké se caracteriza por un discurso del silencio, este paréntesis de testimonio directo ofrece un acercamiento a los afectos que atraviesan estas figuras femeninas anacrónicas, partes esenciales de la forma sistemática en que se entrelazan las diversas formas de opresiones [i]. En ese sentido, estas figuras femeninas se vuelven inteligibles en trasfondos distintos, en Labaké se trata de silencios partiarcales mientras que en Comedi se trata de silencios heteronormativos en relación a la familia reproductiva. En El silencio es un cuerpo que cae se corre del espacio que ocuparía Monona hace 30 años. En el documental escapa de la lógica de la representación teatral heterosexual, donde seria relegada a una forma de amueblar el closet, camuflarlo a los ojos de las personas ajenas; mas la presencia en las imágenes y la ausencia de testimonio impiden ofrecer otro espacio para ella[ii].

Es interesante ahondar en torno al modelo narrativo que abren ambas películas para pensar una suerte de modelos críticos o perspectivas distintas dentro del archivo del género y la disidencia en torno al tratamiento con los personajes “rendidos”; aquellxs cuyo discurso fue absorbido por el paso del tiempo sin ser sustituidos por nuevos discursos, calificadxs por ciertas opresiones y descalificadxs por otras. Asimismo, el reconocimiento de la singularidad de los silencios abren camino para tematizar la especificidad de cada material cultural y sus diferentes representaciones.

A lo largo del texto fueron surgiendo más interrogantes que respuestas, ambos documentales son problemáticos en el desafío de desarmar el hermetismo de los mundos íntimos y trazar una significación con la esfera pública y la actualidad. A partir de este entre lineamiento, lo socialmente oculto y silenciado se erige en condiciones de igualdad con todos los discursos y acciones que permiten abordar, entender e incluso decodificar a una sociedad como a una vida personal[i].  El límite del silencio en la historicidad de las disidencias y las mujeres deja de concebirse como tal para transformarse en vehículo de la construcción de un archivo de intimidad. Pero, si el silencio es un discurso ¿no es entonces ausencia de discurso una señal del perpetuamiento de los efectos del trauma, considerado como huellas duraderas en torno a situaciones o marcos de vidas oprimidas en culturas impregnadas por la hipermasculinidad, la homofobia y la misoginia?


Bibliografía

  • Cvetkovich, Ann. “Un archivo de sentimientos: trauma, sexualidades y culturas públicas lesbianas”. Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2018
  • Giorgi, Gabriel. “El archivo de las imágenes, el desorden de las familias. Kilometro111, 2018 en: http://kilometro111cine.com.ar/el-archivo-de-las-imagenes-el-desorden-de-las-familias/
  • Kosofsky Sedgwick, Eve. “Epistemología del armario”. Ediciones de la Tempestad, Barcelona, 1990
  • Love, Heather Fracaso camp en “Pretérito indefinido: afectos y emociones en las aproximaciones al pasado” Eds. Macón, Cecilia y Solana, Mariela, Título, Buenos Aires, 2015 
  • Prod: Labaké, Natalia, Luconi, Mariana, Burghi, Agustín. Dir: Labaké, Natalia (2020) “La vida dormida”. Argentina, Proton Cine.
  • Prod: Maristany, Juan Carlos, Diaz Pernia, Linda. Dir: Agustina Comedi (2017) “El silencio es un cuerpo que cae”. Argentina, El Calefón

[i] Kosofsky Sedgwick, Eve. “Epistemología del armario”. Ediciones de la Tempestad, Barcelona, 1990 p. 15

[ii] Kosofsky Sedgwick ibid. p. 92

[iii] Cvetkovich, Ann. “Un archivo de sentimientos: trauma, sexualidades y culturas públicas lesbianas”. Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2018 p. 17

[iv] Giorgi, Gabriel. “El archivo de las imágenes, el desorden de las familias. Kilometro111, 2018 en: http://kilometro111cine.com.ar/el-archivo-de-las-imagenes-el-desorden-de-las-familias/

[v]Love, Heather Fracaso camp en “Pretérito indefinido: afectos y emociones en las aproximaciones al pasado” Eds. Macón, Cecilia y Solana, Mariela, Título, Buenos Aires, 2015  p. 189

[vi] Op. cit. p. 201

[vii] Kosofsky Sedgwick ibid. p. 106

[viii] Kosofsky Sedgwick ibid. p. 61

[ix]  Kosofsky Sedgwick ibid p. 47

[x]Op. cit p. 271

[xi] Cvetkovich ibid p. 28

Morir de archivo

Por: Javier Guerrero

Javier Guerrero es profesor asociado de estudios latinoamericanos de la Universidad de Princeton, sus investigaciones están focalizadas en la intersección de la cultura visual y sexualidad, especialmente en el cuerpo como lugar de promulgación y recreación de disputas y sobre su materialidad. En este texto, adelanto de la presentación y conversatorio que se llevará a cabo en la Sede Volta de la UNSAM, explora la noción de archivo como un exceso capaz de discutir y destituir la finitud de la vida y la desaparición del cuerpo que vive y escribe.


Parto de una premisa. Todo archivo es un dispositivo póstumo. Su activación se perpetra con independencia de la vida de su autor. Archivar es un poco morir, pese a que ese a quien se archive continúe viviendo. Indago, sin embargo, en una dirección contraria. Me aproximo a la idea de que el archivo excede su condición funeraria y en él pueden producirse formas de vida y permutaciones somáticas capaces de desafiar la tajante división entre vivir y morir, inclinadas a emancipar la coincidencia entre el fin material del autor y el cese de su escritura. Me interesan las diversas e ingeniosas maneras con las que el cuerpo autoral escribe luego de perecer. Pienso cómo la autoría, el cuerpo y la obra pueden continuarse desde el más allá. Me pregunto, sin embargo, ¿cómo opera este tránsito?, ¿cómo la escritura se materializa, es decir, se hace materia después de la muerte?, ¿cómo el archivo produce una sobrevida material más allá de la fijeza de morir, morir de archivo? Los problemas que discutiré a continuación dan cuenta de las maneras en que el archivo se vuelve un exceso capaz de discutir y, en ocasiones, destituir la finitud de la vida y la desaparición del cuerpo que vive y escribe. Aquí radica mi principal argumento.

Porque la interacción entre materialidad corporal y archivo de escritor ha sentado las bases para activar a este último como laboratorio de extensión de la vida y, por consiguiente, de una compleja revisión de los límites de la figura del autor, así como de los de la obra como producción sellada tras la pérdida material de su agente. Porque los archivos también son artefactos que producen nuevas pieles autorales y sobrevidas sintéticas, que disputan tanto las nociones más férreas de autor como el fin biológico de la vida.

Por ello, he dicho que mi discusión excede el problema de lo póstumo, con el que se han concebido tradicionalmente los papeles. Ya Arlette Farge definió la sala de consulta del archivo como un espacio sepulcral.[1] Pese a que su interés radica en dar cuenta, por ejemplo, de cómo emergen las voces e historias de los oprimidos de los archivos policiales consultados en la Biblioteca del Arsenal, Farge hace uso de la figura del cementerio ––frío, gris, opresivo, donde el tiempo se ha suspendido[2]–– para caracterizar el lugar en el que interactúa con los seductores documentos. Carolyn Steedman, por su parte, relata que las primeras excursiones del joven historiador francés Jules Michelet a los Archivos Nacionales de París son descritas por el mismo como un ingreso a “catacumbas de manuscritos” en los que se respira el polvo de sus documentos.[3] Propongo, por el contrario, una reflexión sobre aquello que se compone más allá de la muerte, que cobra vida desde la ultratumba pero se gesta como sobrevida con independencia de la mano viva del autor, quien paradójicamente vuelve con la ayuda de otras manos, prostéticas y amorosas, para poder escribir. La sala de consulta es una superficie muy alejada del sepulcro que debemos acariciar para acercarnos a aquello que está allí, aunque todavía no lo sepamos. El archivo se halla más allá del circuito cerrado de la vida, más allá de su revisión post mortem; o, mejor dicho, el archivo sencillamente se concibe más allá.

Pensar el archivo ha sido una tarea a la que me he aproximado desde el cuerpo. He indagado en el archivo como materia, en sus muchas dimensiones y formas, incluso cuando discuto su inmaterialidad, su analfabetismo. En tal sentido, mi trabajo prueba que las operaciones materiales propias del archivo se producen de manera simultánea o paralela a nuevas sedimentaciones del cuerpo, postergadas de la vida misma. La materialidad propia del archivo es capaz de impulsar operaciones que modelan el cuerpo de su autor, modelaje que puede producirse en un sentido metafórico, pero que definitivamente se perpetra en un curso estrictamente material. Porque el archivo no sólo conserva las huellas del cuerpo y su pasado, sino también reproduce la lógica y la narrativa de su intrínseca capacidad de transformarse. Su impacto sobre la inteligibilidad corporal dependerá de cómo, a su vez, estos cuerpos archivados sean capaces de jaquear el sistema que los oprime, incluido el del archivo mismo, para así hacer factibles sus ejercicios de transformación y metamorfosis. Y es solo a partir de su constatación háptica, su condición de materia táctil, visible, audible, sensorial, que entiendo su complejidad y su infinito potencial sobre las nociones de autor, cuerpo y obra.

Achile Mbembe caracteriza la sensorialidad del archivo como la prueba fehaciente de que algo realmente sucedió; y, por lo tanto, su destino final estaría fuera de su propia materialidad.[4] Mbembe entiende la naturaleza material del archivo, inscrita en el universo de los sentidos, como índice de algo que lo excede. Concibo, más bien, el archivo como una condición en la que se intersectan las materialidades del cuerpo y del archivo mismo, que entrelaza las narrativas somáticas y el momento en el que tocamos el archivo, para producir una dimensión material que desconozca las distinciones entre su afuera material y de la vida que está por gestarse entre los papeles de autor.

Asimismo, el archivo constituye un complejo campo de batalla.[5] La nación y la institución son las encargadas de trazar sus límites y pertenencias.[6] No obstante, aunque el problema del archivo esté ligado a ansiedades locales, nacionales o instituciones, a marcos domésticos propios de la comunidad imaginada[7], la condición paria, transnacional y migrante propia del archivo logra inventar nuevos espacios y articulaciones para, entonces, poder sobrevivir. Es decir, el archivo contiene siempre sus propios protocolos y convenciones de lectura que ingresan cuando se funda o inventa, pero que también detentan las posibilidades de vulnerarlo e intervenirlo. Por esta razón, él posee la capacidad de contestar y rebelarse ante aquello que lo reduce y limita. Asimismo, la potencialidad también se produce de espaldas a las escrituras nacionales, lo cual le permite ordenarse de acuerdo con otras lógicas y relatos, a partir de figuras alternas a la ley y las regulaciones del archivo, del sexo y del cuerpo.

El escritor cubano Reinaldo Arenas ha guiado el cuerpo crítico que me ha permitido sospechar del archivo, en especial de su fijeza o de su condición de epitafio. Su trabajo literario, que inquieta en muchas dimensiones las temporalidades más fijas de la vida y la muerte, ha sido pieza fundamental para la materia de mi propuesta. La plasticidad del cuerpo de Arenas funda, bajo mi perspectiva y en mi propio recorrido personal, así como en el de mis manos, el problema material del archivo sexuado de escritores en América Latina. El archivo de Reinaldo Arenas ubicado en la Universidad de Princeton consiste en una recopilación de trabajos y documentos personales del autor correspondientes al período abarcado entre 1968 y 1990. Su materialización, producida en vida, intersecta y detiene las posibilidades de destrucción, desaparición o censura. El archivo, por lo tanto, se abre más allá de los controles nacionales, las ansiedades locales y se ubica por fuera de las condiciones que amenazarían su materialidad, pero también sus potenciales sobrevidas. El archivo es un amparo desterritorializado, cuenta con la posibilidad de gestarse al margen de su negación vernácula.

Sin embargo, no se trata de un archivo estático, si tal cosa fuera posible. Luego de la muerte de Arenas, tanto sus amigos como sus colaboradores más cercanos han continuado la colección e incluso se han creado, asociadas a ella, constelaciones de archivos y documentos del escritor. Arenas siempre pensó en su archivo como sepultura y, en este sentido, su colección desde temprano, desde su propia concepción, produce un ensayo del cuerpo fuera de la maquinaria biológica y la temporalidad de la vida. Por todo esto, el archivo permite experimentar de manera reiterada con sus formas sexuadas en el inmenso afuera de la finitud material de la biología y de las réplicas del dualismo o binarismo de género.

La destitución de la fijeza del archivo, su fetichización y sedimentación, resulta otro problema fundamental para mi trabajo. A diferencia de la obra terminada, todo aquello que entra en el archivo ha sido históricamente pensado como exceso, como aquello no concluido o que incluso puede contradecir la firma de su autor. Se ha concebido como basura de autor. El archivo es siempre una obra abierta, está volcado hacia lo incompleto, hacia la negación de la permanencia y se une como artefacto tránsfuga, desanclado y volátil. Se trata de un relato material que no intenta clausurarse como obra completa, que por el contrario no termina ni terminará nunca porque culminar sería morir. El archivo es una suerte de impronta residual, de fragmentos y restos que discuten y niegan la totalización de una obra, un autor o del mismo cuerpo o archivo. El archivo es una condición material siempre en proceso de estar y de ser. Allí radica su potencia, su compleja y diferida condición reproductiva.

Como he apuntado desde el principio, la noción de archivo que reclamo es del todo material. Los archivos que trabajo son siempre papeles, manuscritos, cosas u objetos, materiales que deben ser tocados o, por lo menos, imaginados o fantaseados como tales. Aquí el archivo no es sinónimo de canon ni corpus o de memoria colectiva.[8] A diferencia de ello, para mí el archivo es siempre un repositorio enmarcado en espacio y tiempo, por una condición de consignación y pertenencia. Porque la materialidad del archivo y mi indagación en las formas físicas de la escritura y de la categoría de autor resultan clave para discutir la materialidad del cuerpo, de la obra y sus múltiples sobrevidas. En la proliferación de materiales prostéticos o cosméticos, como sucede en el caso del archivo del escritor mexicano Salvador Novo, quien deposita sus pelucas, anillos y chalecos en su colección del Centro de Estudios de Historia de México Carso; u orgánicos, como acontece en el caso de Delmira Agustini y la preservación, por ejemplo, de su cabello en la Biblioteca Nacional de Uruguay, se gestan experimentos somáticos en los que los límites materiales del cuerpo se expanden y logran articular nuevas siluetas que ahora disfrutan poder inscribirse en el horizonte simbólico del cuerpo. Esto sucede dado que los propios archivos están marcados por su condición minoritaria ––por la del joto, en el caso de Novo, o el de la mujer divorciada, en el caso de Agustini––, de complejo ingreso en la ciudad de las letras y sus férreos anillos lectores.

Me interesan las escenas de lectura de archivo. En cierto sentido, el problema de quién lee el archivo, quiénes serán capaces de narrarlo a futuro, quiénes lo proveerán de un sentido y un tiempo resultan fundamentales y no distantes del cuerpo. El archivo, abierto a la interpretación y por ello a un porvenir instalado desde siempre en él, depende de la sintaxis crítica que le confiera significación. Por ello, la puesta en escena de la lectura del archivo ––de mi parte, las manos con las que escribo aunque ahora no las vean, pero también de quienes conciben su propio archivo o se atreven a leer el de otros–– resulta imprescindible para discutir y proponer su legibilidad. Las disputas del sentido se hacen explícitas cuando se produce esta escena de lectura. Por ejemplo, leer el archivo del padre, como sucede con el caso de la escritora chilena Pilar Donoso, hija de José Donoso, constituye un episodio cardinal que a fin de cuentas hace emerger no solo a una arconte proscrita, a la hija a quien se le ha prohibido leer los papeles del padre, sino principalmente consolidar la gestación de una figura autoral. Propongo que el ojo desnudo resulta una trampa de archivo; contrariamente, leer a través del velo, con la mirada velada, conlleva una posibilidad material que cuestiona la transparencia adjudicada al archivo. Aquí el archivo transparente apunta hacia una hegemonía que desecha las posibilidades de alteridades e insiste en la finitud de la vida y la fijación del sentido. Pilar Donoso reclama desde la tumba, la del padre, pero especialmente desde su propio sepulcro, desde el que escribe después de muerta, el archivo que le ha sido arrebatado en vida.

Morir de archivo, entonces, no es morir. Es justamente organizar una nueva vida a distancia, es procurar deshacer la clausura de la tumba, es permitirse postergar las formas que no eran posibles, por muchas razones, durante lo que hemos denominado y seguimos llamando vida. Porque vivir es una condición que no termina con la expiración; porque escribir, incluso en la acepción más mecánica del término, se puede perpetrar desde el panteón, con las cenizas esparcidas o entre los mismos polvos del archivo. Si la escritura nunca es una empresa individual, si escribir siempre necesita de una comunidad y una máquina que involucre varias manos, volver después de morir también requiere de un cardumen entero de dedos dispuestos a acariciar y despertar aquello que en algunos casos tuvo que esperar muchos años para de nuevo aparecer. Se trata, pues, del renacimiento posible.


[1]Arlette Farge, The Allure of the Archives, translated by Thomas Scott-Railton (New Haven: Yale University Press, 2015), 114.

[2] Ibíd., 114-115.

[3] Carolyn Steedman, Dust: The Archive and Cultural History (New Brunswick-New Jersey: Rutgers University Press, 2001), 26.

[4] Achille Mbembe, “The Power of the Archive and its Limits”, in Refiguring the Archive, edited by Carolyn Hamilton, Verne Harris, Jane Taylor, Michele Pickover, Graeme Reid, and Razia Saleh (Cape Town: David Philip, 2002), 21.

[5] Cristina Freire, “Archive as Battlefield”, in Public matters debates & documents from the Skulptur Projekte Archive, edited by HermannArnhold, Ursula Frohne and Marianne Wagner (Köln: Buchhandlung Walther König, 2019), 167-175.

[6] Jacques Derrida. Mal de archivo. Una impresión freudiana, traducido por Paco Vidarte (Madrid: Trotta, 1997).

[7] Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (Lon­dres: Verso, 1983)

[8] Anna María Guasch aclara que a propósito del interés archivístico acontecido en las artes visuales contemporáneas, este se entiende como memoria colectiva. Anna María Guasch, Arte y archivo, 1920-2010. Genealogías, tipologías y discotinuidades (Madrid: Ediciones Akal, 2011), 303.