La biografía como invocación. Una lectura sobre «Autobiografía de mi madre» de Jamaica Kincaid
Por: Lucía Belmes
En este trabajo realizado en el marco del seminario “Vidas ajenas en el siglo XXI. Escrituras biográficas en América Latina”, dictado por Patricio Fontana, Lucía Belmes se centra en los modos en que la novela Autobiografía de mi madre de Jamaica Kincaid problematiza los relatos posibles sobre la fundación de un origen en relación a las identidades de la diáspora africana.
“Mi madre murió en el momento en que nací así que durante toda mi vida no hubo nada que se interpusiera entre la eternidad y yo; a mis espaldas había siempre un viento negro y desolador” (Kincaid, 2021: 9). En el inicio de Autobiografía de mi madre (1996) está el abismo que abre la muerte de la madre. Xuela, la narradora, va relatando los acontecimientos de su vida desde ese comienzo dramático hasta la adultez, intentando recomponer los fragmentos de un origen abierto y desconocido. Un primer interrogante que surge en la lectura de la novela es acerca de qué significa que sea titulada como una autobiografía. ¿La narradora es una figura indisociable de su madre? O acaso la madre permanece de manera espectral sobre la existencia de la hija, una presencia enigmática que tal vez sea posible develar en la escritura. Entre ellas no alcanzó a haber un reconocimiento: “en mi origen estaba esta mujer a la que nunca le había visto la cara” (ídem). La muerte establece una continuidad, para conocer a la madre, Xuela tiene que contar su propia historia, imaginar esa vida que dio origen a la suya.
Lo que sigue a ese comienzo es el relato de cómo la narradora fue entregada, por su padre, a la mujer que le lavaba la ropa para que la críe y se ocupe de ella. Desde ahí, el padre será una figura intermitente, que estará presente con más o menos intensidad en los momentos de su vida. Pero, como veremos, funciona como otra de las aristas de esa trama familiar que ella busca revelar, intentando otorgarle un sentido a su carácter, a sus afectos y ambiciones. “¿Quién era? Me lo pregunto todo el tiempo, hasta el día de hoy.” (Kincaid, 2021: 39). Así, la narración avanza entre el crecimiento y la madurez de la narradora y sus interrogantes sobre los vínculos familiares. En ciertos momentos la madre aparece como en un sueño, la protagonista sólo alcanza a ver sus pies descalzos, una pollera hasta los talones, pero nunca puede ver el rostro. Es una imagen espectral que alimenta sus fantasías. El anhelo de recuperar una proximidad con su madre se sostiene en la escritura, como si creara, en sus conjeturas sobre el origen de su vida, el espacio para que ese encuentro acontezca.
Es posible ubicar la novela en relación con otras biografías de hijos sobre sus padres, un subgénero prolífico desde el siglo XX a esta parte, en el que participan diversos textos de autoras y autores consagrados como Paul Auster, Philip Roth, o, para citar ejemplos locales, Un comunista en calzoncillos (2013) de Claudia Piñeiro, El salto de papá (2018) de Martín Sivak y El corazón del daño (2021) de María Negroni, donde también, como en la novela de Jamaica Kincaid, se entrelazan las vidas de madre e hija. Sobre esta tradición escribe Manuel Alberca en el capítulo dedicado a biografías consanguíneas, en su libro Maestras de vida. Biografías y bioficciones. Allí analiza los modos en que en esas biografías se complejizan los vínculos entre biógrafo y biografiado, en la medida en que opera una proximidad por el vínculo familiar, a la vez que la escritura traza una distancia entre quien escribe y la vida que se quiere narrar. Alberca menciona que habría, detrás de estas biografías, un ajuste de cuentas. Como si los hijos/as (o también sobrinos, nietas, amantes) que emprenden el proyecto de biografiar a sus familiares lograsen, en ese espacio de la escritura, condenar a sus biografiados por los errores cometidos, o bien, reconciliarse y suturar heridas del pasado común. El autor retoma una reflexión de Michael Holroyd que es pertinente para este análisis, según la cual, “todas las buenas biografías resultan intensamente personales, porque plasman la relación que mantiene el biógrafo con su biografiado” (Alberca, 2021: 131). Esta mirada da un lugar central a la figura del biógrafo y al reconocimiento que este pueda hacer de sí mismo, para, desde ahí, poder contar la vida de alguien más. Las fronteras entre la vida de uno y otro se tornan porosas, esto “produce un efecto paradójico, porque el biógrafo se reconoce también en la vida de sus biografiados y a través de ellos” (ibid., 132). Lo que los biógrafos escriben está íntimamente ligado a la experiencia personal, y la biografía puede leerse entonces como el testimonio de una relación. Esta premisa, sin dudas, surge en la lectura de Autobiografía de mi madre. Desde la novela es posible trabajar otros matices en esa zona de las biografías consanguíneas, donde la sangre, los rasgos y el nombre, como veremos, son elementos que reúnen a la madre y a la hija en una autobiografía común.
Hay ciertos aspectos de la trayectoria de Kincaid que me interesa recuperar para abordar esta novela en particular. La autora nació en Saint John’s, capital de Antigua y Barbuda ‒ex colonia del imperio británico‒, en 1949, con el nombre de Elaine Potter Richardson. Se formó en el sistema educativo inglés, y en 1965 viajó a New York, donde se instaló en la casa de una familia y trabajó como au pair. Más adelante abandonó ese empleo y empezó a dedicarse a la fotografía y a la escritura en diversos medios periodísticos. En 1973, cuando se publicaron sus primeros artículos, cambió su nombre a Jamaica Kincaid, como la conocemos hoy. El trabajo con la escritura le dio la posibilidad de nombrarse, y sobre este gesto podemos trazar una relación con el personaje de Xuela que, a través de la percepción de sus olores, la textura de su propia piel, sus cabellos, se encuentra en posesión de sí misma. En un momento de la narración expresa: “Nadie me contempló, yo me contemplé a mí misma; la corriente invisible salía de mí y volvía a mí. Aprendí a amarme a mí misma como acto de resistencia (…)” (Kincaid, 2021:51). Tanto la narradora de Autobiografía de mi madre como la propia Kincaid dan especial importancia al gesto de forjarse un nombre y una identidad, y esto, podemos pensar, se presenta como un acto de rebelarse contra las imposiciones coloniales y patriarcales.
En este pequeño recorte de su vida hay elementos que serán parte sustancial de sus obras. El cruce entre biografía y ficción es distintivo de sus producciones. Por ejemplo, la protagonista de Lucy (1990) es una joven antillana que llega a Estados Unidos para trabajar como au pair en casa de una familia blanca y acomodada. Es una narración en apariencia simple, que acompaña a Lucy en sus descubrimientos afectivos y profesionales. Pero el tono agudo de la novela manifiesta de manera contundente críticas y reflexiones que revelan, entre otros aspectos, las diferencias de raza, clase y género que median los vínculos entre los personajes. Hay una pregunta que la narradora hace, insistente, sobre la mujer que la hospeda en su casa al comienzo de la novela y para la cual trabaja: “¿cómo se llega a ser así?” (Kincaid, 2022: 21). Esta pregunta parece inocente, pero deja entrever una relación jerárquica, colonialista, entre la forma de ser de una y otra. En un momento de la novela ambas visitan un museo y Lucy distingue que una de las salas estaba dedicada a personas muertas que, de alguna forma, se relacionaban con su abuela: “Mariah dice, ‘tengo sangre india’ y por debajo yo podía jurar que lo dice como si estuviera anunciando la posesión de un trofeo. ¿Cómo se hace para convertirse en el tipo de vencedor que puede reclamar ser también el vencido?” (Kincaid, 2022: 37). Esto nos da una idea más acabada de cómo es ‘ser así’ para la narradora. Sin ahondar en un análisis más extenso de esta novela, me interesa señalar cuestiones que están presentes también en Autobiografía de mi madre, y que tienen que ver con este cruce entre elementos biográficos y ficcionales. En ambas obras compone una trama que involucra acontecimientos de su biografía y hechos ficticios, y esto no quiere decir que nos lleve, como lectorxs, a tratar de dilucidar una narrativa sobre la vida de la autora. Sino que este aspecto de su producción resulta relevante en tanto que lo que trabaja Kincaid es la configuración de una perspectiva racializada sobre los acontecimientos de una vida. Es decir, las narraciones se construyen desde una mirada proveniente de la diáspora africana que discute la configuración social impuesta bajo la colonización europea. La narradora de Autobiografía… desarrolla una voz singular que cuestiona con violencia el mundo tal como lo experimenta. Estas críticas están ancladas en una mirada específica, en el caso de Lucy, es la perspectiva de una mujer joven nacida en las Antillas, región del Caribe colonizado, que deja su lugar de origen y va a trabajar para una familia blanca norteamericana. En el caso de Autobiografía de mi madre hay un desarrollo aún más profundo y complejo sobre las relaciones coloniales, y fundamentalmente, sobre los orígenes de la narradora. Más bien, sobre la dificultad de establecer ese origen.
El punto de partida, como vimos, es la muerte de la madre y el desamparo que esa pérdida provoca. Hay una incomodidad que produce el tono de la narración vinculado al horizonte de soledad radical, donde pareciera que no es posible una recomposición, una alianza afectiva con otros que pueda reparar ese dolor inicial. Xuela habita distintas casas a lo largo de la novela. Primero, se cría en el hogar donde el padre la deja, con Ma Eunice, una mujer que no es especialmente cariñosa: “Ella no me gustaba y yo echaba de menos la cara que nunca había visto; miraba por sobre mi hombro para ver si alguien venía como si estuviera esperando que alguien viniera” (Kincaid, 2021: 11). El anhelo de ver a su madre la separa de esa mujer que la está criando, como si la atención estuviera dirigida solamente en recuperar ese rostro perdido, imaginar esa vida, y entonces no tiene lugar otro vínculo maternal. Luego aparecen otras mujeres, la maestra, la pareja del padre, con ninguna desarrolla una relación afectiva y es incluso rechazada por ellas.
En esas primeras páginas se narra algo muy significativo que es el inicio de su escolarización. La educación aparece estrechamente vinculada al colonialismo, señala que las primeras palabras que aprendió a leer, al llegar a la escuela, fueron: el imperio británico. Describe a su maestra de la siguiente manera:
(…) era una mujer que había sido preparada por misioneros metodistas; era del pueblo africano, por lo que yo podía ver, y encontraba en eso una fuente de humillación y odio a sí misma, y llevaba su desprecio como una prenda de vestir, como un manto o un bastón en el que se apoyaba constantemente, un derecho natural que nos legaría a nosotros. (ibid., 18).
Desde ese rechazo constitutivo sobre la propia identidad se van tejiendo relaciones de desprecio, la narradora observa que todos sus compañeros ‒varones, ella es la única mujer en la clase‒ también son del pueblo africano, y todos se odian entre sí. El rechazo sobre los rasgos de africanidad en cada uno da cuenta de cómo se internaliza en la constitución identitaria la perspectiva colonialista blancocentrada. Es significativo que esto aparezca en la escena escolar, ya que evidencia que lo que se perpetúa desde esa enseñanza es una configuración social que reduce las trayectorias afrodescendientes a vidas que no son dignas [i]. En este sentido, la protagonista se implica en una búsqueda identitaria que tiene que ver con recomponer sus orígenes y los vínculos de sus ancestras con los pueblos colonizados. Hay una pregunta por el origen que sostiene la narración y que suspende esa identificación negativa respecto de la descendencia africana, que sí está presente entre sus compañeros de escuela y en otros personajes. Frente a un escenario hostil, en el que no logra identificarse con sus pares ni encuentra un sentido de pertenencia, Xuela se vuelca sobre sí misma, en un recorrido intenso de autoconocimiento.
Sobre su madre, Xuela sabe pocas cosas. Conoce el nombre, que ella misma heredó, y que fue abandonada en el portón de un convento por una mujer, tal vez la madre. La narradora especula sobre esta historia, señala que esa bebé fue rescatada por una monja que le dio su apellido, y que “estaba envuelta en unos retazos de tela limpia y vieja y el nombre Xuela estaba escrito en esos pedazos de tela” (Kincaid, 2021: 70). Agrega que no sabe cómo sobrevivió ese nombre escrito en un retazo, pero que es el que el padre le brindó a ella una vez que su madre murió. En esta anécdota hay un origen compartido para ambas, una filiación a través del nombre y el abandono. Otro aspecto de esa comunión entre las dos es la herencia africana y ciertos rasgos físicos, la madre era del pueblo Carib y la narradora lleva eso consigo, dice que cuando sus compañeros de clase la miraban, sólo veían en ella a ese pueblo africano “que había sido derrotado pero había sobrevivido” (ibid., 19). Xuela reconoce el desprecio en esas miradas y aunque distingue la herencia del pueblo Carib en su cuerpo, aclara que esto no define de manera cabal lo que ella es. No hay una identificación que complete su percepción de sí misma, lo que hay más bien son pilares sobre los que va arriesgando su búsqueda.
La segunda casa en la que vive es la del matrimonio del padre con una mujer, tienen juntos una hija y un hijo, con los que la narradora tampoco establece un vínculo afectivo: “Él [su padre] quería decirme que éramos todos suyos; fue en ese momento cuando sentí que yo no quería pertenecer a nadie; que ya que la única persona a la que hubiera aceptado pertenecer no había vivido para que lo hiciera, no quería ser de nadie; que nadie fuera mío” (ibid., 87). Hay un despojo trágico en la vida de Xuela que imposibilita la creación de otros vínculos familiares, de nuevos lazos que puedan generar una pertenencia. Frente a esto, la narradora no se paraliza sino que va transitando su vida con ímpetu y con la capacidad de “dirigir su propia vida”. En un momento queda embarazada y decide abortar, las referencias a este hecho tienen que ver con el poder y el control sobre sí misma. Aparece además como un acto que la conecta con la historia de su madre, retoma el abandono ligado a la maternidad y evita entonces participar de la crianza de alguien más, como si pudiera interrumpir una continuidad trágica. La vida de Xuela avanza hacia adelante, el crecimiento, la adultez, pero la atención de la narración está dirigida en un movimiento opuesto. Una mirada vuelta hacia atrás que conecta lo incierto del origen familiar con una configuración social determinada, donde es muy difícil reconstruir certezas sobre ciertas historias: “en una vida como la suya, como la mía, ¿qué es un nombre verdadero?” (ibid., 69). Da cuenta así de que para una mujer afrodescendiente el nombre, las raíces, la propia historia es algo difícil de determinar. Ella sabe muy poco de su madre y la escritura autobiográfica quizás le permita crear el espacio donde esa figura es invocada y puede hacerse presente, revelando un sentido sobre su propia existencia.
En su libro A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, la filósofa Vinciane Despret analiza diferentes maneras en las que las personas se vinculan con los muertos, cómo estos influyen sobre los actos de quienes están vivos, desde los aspectos ligados a rituales hasta los gestos íntimos que relacionan un mundo y otro. En un capítulo destinado al análisis de las historias que distintas personas cuentan sobre sus fallecidos, como un indicador de la presencia de estos, Despret señala que “Los relatos cultivan el arte de prolongar la experiencia de la presencia. Es el arte del ritmo y del pasaje entre varios mundos, el arte de hacer sentir varias voces. Vacilar, caminar en el medio, un verdadero medio, no el de una línea, sino el de líneas múltiples”. (Despret, 2021: 175). En relación a esto, es posible analizar cómo la escritura de Kincaid invoca voces, presencias y rostros, a través de la pregunta por el origen y la búsqueda por trazar una genealogía posible desde líneas que se van abriendo. Las formulaciones sobre el origen en esta narración permiten tensionar la idea de identidad y descendencias en términos esencialistas. El linaje familiar no se traza desde una verticalidad, sino que se descubre, en la narración, como ramificaciones y aperturas en varias direcciones. También como la confluencia de distintas figuras y pueblos. Xuela admite que ciertos rasgos de ella la identifican como descendiente de los Carib, pero no solamente. Esto se da porque no hay un conocimiento cabal sobre sus orígenes, pero a la vez esa vacilación habilita una distancia respecto de cierto esencialismo. El linaje puede ser entonces el encuentro de distintas herencias, donde no hay una separación tajante entre vivos y muertos, entre una identidad originaria y quienes portan ese legado. Las desheredadas, los rostros que permanecen en las sombras, son incorporadas en el relato de la protagonista, participan de la vida de ella a partir de la escritura. Más adelante en su análisis, Despret concluye: “Esas historias no encantan el mundo, como se dice a menudo, sino que se resisten a su desanimación. No luchan contra la ausencia, sino que componen con la presencia” (ibid., 177). Esta idea permite pensar de otro modo las interacciones entre ambos mundos, donde preservar la figura de alguien que muere no es evitar la ausencia, o el olvido, sino producir una invocación, una presencia de ese ser en el terreno de los que permanecen vivos, y desde allí habitar un espacio común, una zona de contacto. En la novela de Kincaid, esa presencia de la madre le permite fundar un origen, darse una identidad a ella misma y también a aquellas que estuvieron antes.
La idea de una autobiografía nos lleva también a pensar en el carácter indisociable entre una y otra, una muere y la otra nace en el mismo instante, como si la narradora tomase el lugar de su progenitora. La escritura biográfica ciertamente entrelaza vidas, la experiencia de aquel que emprende la tarea de narrar la vida de otro se vuelve central. En relación a esto, hay un proceso de autoconocimiento en la novela que tiene un fuerte anclaje en la dimensión corporal. En la primera parte, Xuela expresa que ante la muerte de su madre ella no sabe quién es, precisa entonces encontrar formas de reconocerse. Menciona que empieza a hablarse con un tono dulce y que esa es una forma de estar menos sola. La voz como un primer elemento a través del cual puede conectar consigo misma. Después, el sentido del tacto empieza a tomar relevancia. Tiene su primera menstruación, su cuerpo empieza a cambiar y ella disfruta de olerlo, tocarse y reconocer las formas que va tomando. La sexualidad aparece como un campo de exploración donde lo primero para la narradora es encontrarse a sí misma. Si bien tiene amantes y termina casándose con un hombre, desde el inicio es tajante en su decisión de no tener hijos. La sexualidad está ligada al placer y no a la reproducción. Es interesante cómo esa concepción de rechazar la maternidad aparece, hacia el final de la novela, vinculada directamente a la idea de no insertarse en una identidad, en una raza o una nación. Esta posibilidad de no engendrar hijos es también la de interrumpir una cadena que reproduce ciertas formas de vida.
La narración desarrolla un cruce entre las inquietudes de la protagonista sobre la trama familiar y las reflexiones sobre los pueblos y sujetos colonizados. La memoria familiar se va reconstruyendo a partir de una mirada crítica sobre el colonialismo europeo y la esclavitud. Sobre el padre, por ejemplo, dice que tiene rasgos europeos, la piel blanca casi fantasmal que heredó de su padre, los ojos grises, “sólo la textura de su pelo, grueso y con rulos apretados era como el de su madre. Ella era una mujer de África, de dónde en África no se sabía (…) ese lugar del mapa que era una configuración de formas y sombras de amarillo” (ibid., 45). Insiste en la dificultad de reconstruir un origen para las descendientes de los pueblos esclavizados, no hay nombres verdaderos, lugares específicos de procedencia, todo ha sido ensombrecido por la violencia colonial y patriarcal. Para la protagonista, la diferencia entre varones y mujeres es tajante. Por ejemplo, expresa que las preguntas que ella realiza no tienen valor, nacen de la desesperación, y que sus posibles respuestas no ocuparían volúmenes de enciclopedias. Siguiendo con la ascendencia paterna, más adelante refiere que el padre estaba orgulloso del color rojo de su pelo, porque esto era una evidencia de su filiación con un hombre escocés, que había tenido muchos hijos con muchas mujeres distintas, todos varones y con el pelo rojo. “Yo no tenía el pelo rojo, yo no era un varón” (ibid., 45), afirma la narradora, y continúa reflexionando sobre cómo su abuela paterna permaneció como una figura borrosa en los recuerdos del padre, sin facciones claras, aunque “debe de haberle remendado la ropa, cocinado la comida, curado las heridas que se hacía en la escuela” (ídem). Las madres son, entonces, una imagen borrosa, sin un rostro claro, con un pasado ligado a una herencia africana que es muy difícil recomponer. Y el lugar de las mujeres y de los hombres en la construcción de la historia es totalmente distinto. La voz de una mujer racializada no es una voz autorizada ‒no participa de escrituras enciclopédicas‒, pero es por eso también que tiene la capacidad de calar los discursos rígidos construidos desde la perspectiva dominante. El ímpetu audaz de la protagonista subyace en este trabajo de develar los rostros difusos, subyugados, y devolverles una potencia vital.
La lengua es otro aspecto fundamental en esta perspectiva que conecta la trama social y afectiva. Ya desde los inicios de la novela, con el proceso de escolarización, se traza una diferencia entre el inglés correcto, lengua oficial que se habla en la escuela, y el patois francés que es la lengua del espacio íntimo, un dialecto que conforma un gesto de resistencia. A través de esta lengua los nativos o descendientes de pueblos que han sido colonizados, se apropian de códigos de la cultura dominante y los recrean, inventando formas que intervienen sobre las lenguas europeas. En su conferencia “Naciones y diásporas”, Stuart Hall analiza las configuraciones diaspóricas en la modernidad globalizada y se detiene en los usos de la lengua que generan hibridaciones ‒como el criollo, el patois‒ respecto de las formas culturales colonialistas, provocando así una desestabilización en la dominación lingüística. Xuela habla patois con sus compañeros de escuela, con la mujer que la cría en su infancia, consigo misma. El hecho de comunicarse en patois francés no tiene que ver con un lazo afectivo en términos positivos, pero sí da cuenta de un entramado de vínculos entre “los vencidos” o “los desheredados”, como expresa la narradora. También habla esta lengua con su padre en un momento en el que él la castiga violentamente y para ella, en el acto de infligir dolor, se expresa “su verdadero ser”. Entre la narradora y su padre cabe una distancia significativa, si bien dentro de él conviven tanto la figura del colonizador como la del pueblo colonizado, hacia el final de la novela, ella reconoce en su padre en mayor medida una presencia del “aspecto de los vencedores (hombre escocés) que de los vencidos (pueblo africano)” (ibid., 153). Esa definición que alcanza sobre su padre es un punto de llegada en la narración. La ficción que empieza con una escena abismal, y que va abriéndose camino entre sombras y orígenes difusos, logra articular un sentido nuevo hacia el final. En el último tramo llega, incluso, a una certeza sobre su madre:
Que ese pueblo, el pueblo de mi madre, se balanceara precariamente en el filo de la eternidad, a la espera de ser tragado por el gran bostezo de la nada, no estaba en duda, pero la parte más amarga era que no era culpa de ellos que habían perdido y perdido de la manera más extrema; habían perdido no sólo el derecho a ser ellos mismos, se habían perdido a ellos mismos. Esa era mi madre. (ibid., 163).
Esta asociación entre la historia de un pueblo y la vida de la madre condensa de manera significativa cómo es abordado el problema de la memoria familiar en la escritura de Kincaid. La propia trama de los vínculos está montada sobre esta distinción entre colonizadores y pueblos colonizados. En este sentido, retomo esta idea de que la perspectiva desde la cual la autora construye sus ficciones se afirma en una mirada racializada sobre los acontecimientos. Revela en cada descripción, en cada pregunta, una configuración social impuesta con el colonialismo. Y, fundamentalmente, evidencia una continuidad de este proyecto civilizatorio en el presente. La diferenciación entre quienes descienden de colonizadores y quienes descienden de los pueblos colonizados da cuenta de subjetividades que son constituidas como contemporáneas en la narración. Es decir, no es una referencia a herencias o vidas pasadas solamente sino que es una distinción que se reitera respecto de los personajes que conviven con la narradora, y que estructura las formas de vida. Hay una disputa de sentidos desde la voz de Xuela y, si bien ella menciona que sus preguntas no tienen el alcance del saber mayor, aquel que establece un sentido único y dominante sobre los acontecimientos, su perspectiva logra producir interrupciones en ese relato. Se ocupa de trazar genealogías como una forma de entender su origen y de habitar su propio presente. En esta línea, recupero la siguiente reflexión de Stuart Hall, que apunta a cómo se conforman las identidades de la diáspora africana en diálogo con la tradición y también, con las propias opciones de vida que puedan forjarse:
Las identidades de la diáspora se mueven hacia el futuro a través de un desvío simbólico por el pasado. [Esto] produce nuevos sujetos que portan las huellas de los discursos específicos que no solo los formaron, sino que también les permitieron autoproducirse nuevos y diferentes. (Hall, 2019: 145).
Hall propone el reconocimiento de los discursos y culturas de los pueblos africanos como tradiciones que también se reinventan y se reconfiguran en el presente, en lugar de entender estas herencias como aspectos fijados en el pasado y por eso inmutables. Esta idea de dar espacio a la creación de la propia identidad, en un movimiento que recoge los sentidos de esas tradiciones y que interactúa con un presente abierto, nos aporta para poder pensar la complejidad del personaje de Xuela. Ella se reconoce como parte de los derrotados y expresa, al final de la novela, que “el pasado es un punto fijo, el futuro tiene final abierto; para mí el futuro tiene que seguir siendo capaz de iluminar el pasado de manera tal que en mi derrota esté la semilla de mi gran victoria” (ibid., 178). El horizonte amplio del futuro involucra la posibilidad de intervenir sobre la historia, de redefinir acontecimientos y de recuperar voces silenciadas, para escuchar otros sentidos posibles sobre el presente.
La novela de Kincaid parte de un escenario de soledad radical que es la muerte de la madre, a partir de allí se conforma una narrativa cargada de especulaciones sobre el origen. Lo que se intenta narrar, además de esa vida materna que se escapa y que permanece como una figura espectral, es el saber y el reconocimiento sobre la ancestralidad de la diáspora africana. Hay una memoria familiar que la narradora busca recomponer, a partir de entender quién es ella, quiénes son su madre y su padre. Encuentra sentidos en una genealogía que pueda contar de dónde vienen sus familiares, qué tipo de vida llevaron y de en qué lugar del relato histórico se encuentran. La violencia colonialista se impone sobre la vida de “los vencidos”, “los desheredados”, intentando anular la potencia y la memoria de esas trayectorias. En este escenario, la apuesta de esta novela es la de configurar, desde la ficción, un origen posible ‒familiar pero también colectivo, comunitario‒ que revierta una historia de silencio y opresión sobre los pueblos africanos.
[i] Al respecto, los desarrollos teóricos de Frantz Fanon en Piel negra, máscaras blancas (1952) como también los aportes más recientes de Grada Kilomba en Memórias da plantação: Episódios de racismo cotidiano (2019), entre otros trabajos, dan cuenta de los mecanismos físicos y psíquicos a partir de los cuales el racismo interviene en las configuraciones identitarias de sujetos afrodescendientes.
Trabajos citados
Alberca, Manuel. Maestras de vida. Biografía y bioficciones, Málaga, Editorial Pálido Fuego, 2021.
Despret, Vinciane. A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Cactus, 2021.
Fanon, Frantz. Piel negra, máscaras blancas, Madrid, Akal, 2009.
Hall, Stuart. El triángulo funesto. Raza, etnia, nación,Madrid, Traficante de Sueños, 2019.
Kilomba, Grada. Memórias da plantação: Episódios de racismo cotidiano, Río de Janeiro, 2019, Editora Cobogó.
Kincaid, Jamaica. Autobiografía de mi madre, Buenos Aires, 2021, La parte maldita.
——————— Lucy, Buenos Aires, 2021, La parte maldita.