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El pelo, la nariz, la boca, ¿en qué rostro se refleja la memoria silenciada?

Por: Agustina Ramos

El documental Bajo Sospecha: Zokunentu (2022), del director Daniel Díaz Oyarzún, inauguró el pasado lunes 6 de octubre la «Muestra de Cine Indígena en Buenos Aires. Desde Wallmapu al Nunatsiavut», organizada y programada por Violeta Percia. En esta nota, Agustina Ramos reseña la película atendiendo al modo en que la historia individual se entreteje con la historia del pueblo mapuche. 


La detención: un punto de partida. El film se desarrolla a partir de la exposición homónima de Bernardo Oyarzún, tío del director. En la muestra, el artista exhibe a través de fotografías su propio rostro acusado de cometer un delito. Pero no es solo el rostro: es una identidad, es la historia, es la memoria, es el origen. “Defecto de delincuente” lo llama él. En 1997 los carabineros lo detienen injustamente. ¿Qué es lo que hay detrás de ese rostro? ¿Qué condiciones, ecos, memorias se silencian en esas facciones? Estas preguntas llevan a Bernardo a enfrentarse con una historia que, hasta entonces, le había sido vedada dentro de su círculo familiar, una historia de difícil acceso.

En el documental Bajo sospecha: Zokunentu, de Daniel Díaz Oyarzún, esa historia individual se entreteje con la historia del pueblo mapuche. La historia familiar se colectiviza, porque no hay memoria individual sin una trama histórica que la contenga, la cobije y le dé sentido. El linaje de los Oyarzún hace eco en lo colectivo de la comunidad mapuche que habita el actual territorio chileno. Tres generaciones –Bernardo, Daniel y su abuelo— dialogan más allá de las posibilidades de la materia, porque hay un origen que los atraviesa y acomuna: su origen mapuche. A través del corrimiento del velo occidental que intenta delimitar sus subjetividades, dejan hablar a lo ancestral y a toda la historia del pueblo, que logra salir a la luz: rituales, saberes ancestrales, comunidades, cuerpos racializados, violencias ejercidas por el poder estatal y representaciones impuestas sobre la identidad indígena.

En la película se lleva a cabo un doble proceso descolonizador. Por un lado, Bernardo toma un hecho central de su vida –su injusta detención– que reverbera en la historia mapuche y lo resignifica políticamente a través del arte. Desde un gesto visceral, donde el cuerpo se vuelve superficie de visibilización, sus obras –proyecciones de términos discriminatorios sobre un hombre de Vitruvio indígena, la performance del Sandro-mapuche– dejan en evidencia un sistema que intenta expulsar y poner “bajo sospecha” todo rasgo indígena, todo signo de alteridad.

Por otro lado, Daniel toma como punto de partida la vida y obra de su tío Bernardo para lanzarse a la búsqueda de una identidad plural, reconocerse mapuche y dejar plasmado el recorrido mediante el lenguaje cinematográfico que funciona, en este caso, como una herramienta de reapropiación y resistencia.

En esta línea y en sintonía con una intención descolonizadora, el lenguaje se vuelve una herramienta fundamental y transversal en la construcción de este documental. El largometraje de Daniel es el primero en realizarse en mapuzungun. Este gesto remite a la memoria de una lengua y su recuperación: volver a nombrar al territorio y a la historia para redefinir y reconstruir los hechos desde una perspectiva propia. El aprendizaje y la transmisión de la lengua también están presentes en el documental: a través de un archivo audiovisual se nos hace parte de una de las clases que toma Bernardo, donde el profesor al explicar un vocablo en mapuzungun evoca un territorio previo a los Estados nación, anterior a las fronteras. Nos hace pensar en una lengua que no conoce de limitaciones y que posee en ella misma una voluntad plural. La abuela del director también abraza la idea de rehabitar su lengua, lo hace nombrando las distintas piezas con las que realiza sus tejidos –tradición y sabiduría que recoge de sus antepasados. En este sentido, la apuesta por la visibilización de la lengua mapuche cobra un valor central a la hora de reconstruir esa identidad colectiva.

En esta búsqueda de rehabitar las huellas de un origen, el documental evidencia el modo en que Bernardo vuelve propio aquello que le fue presentado, en algún momento, como ajeno. En él hay un espíritu de lo colectivo que crece conforme avanza el film: comienza con la reconstrucción de su entramado familiar y culmina fortaleciendo su vínculo con la comunidad mapuche en dialogo con referentes de su pueblo. Bernardo participa en rituales ancestrales; se vuelve parte. Logra traducir esa búsqueda visible en sus propias obras cuyo referente principal es la identificación colectiva. Es en esa transformación que el arte deja de ser solo testimonio para convertirse en una forma de restitución de su origen, una forma de darle legitimidad y dignidad a su comunidad toda en la actualidad. Como plantea Ticio Escobar en el artículo “Arte indígena: el desafío de lo universal” (disponible en Revista Transas), la existencia de un arte indígena diferente sostiene el derecho de los pueblos a su territorio: un espacio donde crear, creer y narrarse según su propio ritmo, según su propia identidad plural. Bajo Sospecha participa de ese gesto de afirmación: rehace la mirada, desordena el canon y devuelve al arte su dimensión comunitaria. Ese pasaje que el documental registra no es solo un reencuentro personal, sino una afirmación política.

 

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Sueños sonoros de supervivencia: «Yo me llamo humana» (2020) de Kim O´Bomsawin

Por: Carolina Ovejero

En esta nota, Carolina Ovejero reseña el documental «Yo me llamo humana» (2020), dirigido por Kim O’ Bomsawin, perteneciente a Abenaki, pueblo indígena del noreste de Canadá. La película formó parte de la Muestra de Cine Indígena en Buenos Aires «Desde Wallmapu al Nunatsiavut».


Yo me llamo humana es un documental realizado y dirigido en 2020 por la socióloga y cineasta Kim O’ Bomsawin, perteneciente a Abenaki, pueblo indígena del noreste de Canadá. Su trabajo se orienta hacia la defensa de los derechos humanos, con especial énfasis en las mujeres indígenas de ese país y de Estados Unidos. Propone su arte como herramienta para incorporar las voces de los pueblos originarios en las narrativas del mundo cultural y artístico contemporáneo.

La película se inspira en los relatos de vida de la poeta inuit Joséphine Bacon, originaria de la comunidad innu de Pessamit, pueblo indígena milenario ubicado en lo que hoy conocemos como provincia de Quebec, al noreste de Canadá, y cuyas formas de vida nómadas, creencias y lenguas han sido desplazadas por procesos coloniales. A través de sus memorias, Bacon transmite los saberes colectivos de su pueblo. Además de su labor como poeta, es investigadora comunitaria, documentalista, curadora y la voz intérprete y mediadora entre antropólogos y ancianos de su comunidad. Su recorrido articula el trabajo cultural con la reivindicación de la oralidad como patrimonio vivo.

Este film nos impregna de la necesidad de mantener viva la memoria de sus ancianos cuya partida, en muchas ocasiones, implica que se van con ellos tradiciones orales, lenguas y saberes. En esos interludios quedan legados, cargados de atmósferas que evidencian cambios, continuidades, aceptaciones y un futuro incierto.

Con el alma y las palabas en innu, Joséphine Bacon nos invita a repensar el horizonte como un anhelo, como tránsito, como término, como tiempo. Bajo la dirección de Kim O’ Bomsawin, este proceso, que es a la vez poético y conceptual, nos sumerge en una mirada, una escucha que se transforma en un fade-in y nos deja un resonar de la sabiduría de este pueblo nómade.

El film se inscribe en este ciclo de cine indígena, no con la intención de homogeneizar la mirada, sino de retratar los recorridos de despojo territorial y procesos de colonización que sucedieron en contextos que trascienden las fronteras impuestas por la lógica de los Estados-nación. Incluir esta obra como film de clausura, presupone un mirar desde el sur, que cuestiona y reconfigura la cartografía occidental establecida.

En este marco, los recursos sonoros y musicales del montaje se articulan en un ritmo cadencial que funciona como metáfora audiovisual de la oralidad y de las temporalidades de la comunidad innu. Esta musicalidad se enlaza con la poética de la narradora; Bacon recita sus poemas con entonación pausada, respeta silencios y otorga a cada palabra matices de intensidad que se conjugan con el sonido-silencio. La sonoridad de la naturaleza nos invita a sumergirnos en la profundidad de los paisajes. Como en un formato de artes combinadas, se ensamblan imagen y sonido para potenciar el registro audiovisual. Finalmente, la resonancia de los fade-in genera una evanescencia sonora que propicia una reflexividad, en un acompañamiento suave, contenido y delicado que prolonga las sonoridades de la voz.

Joséphine nos habla desde la libertad que encuentra en las memorias de sus antepasados, en las huellas que Papakassik dejó para ella, en los sonidos de su universo y en sus palabras, inmersas en su identidad y entrelazadas con el paisaje y la naturaleza de su pueblo natal, al que añora desde una aparente urbanidad ajena. Ella habita las palabras que ya no existen y las acciones que han dejado de realizarse. Su temor por la desaparición de la lengua y las tradiciones la impulsa a crear poemarios bilingües que inspiran a su pueblo y a otros pueblos indígenas. En estos poemas emergen pensamientos nómades, inextricables de sus vivencias, que se expanden hacia parajes inesperados, desconocidos.

Yo no tengo andar felino

tengo la espalda de las mujeres ancianas

las piernas arqueadas de las que cargaron,

de las que alumbran caminando

La sabiduría de este pueblo, transmitida a través de los sueños, funciona como un dispositivo de pervivencia cultural. Para evitar la pérdida de las costumbres y de la vida comunitaria y nómade, el territorio de Tshishe Mishtikuashisht, actual Québec, oficiaba como un lugar de valor espiritual y simbólico, que encarna la tradición basada en el profundo respeto por la naturaleza. Los innu vivían en tiendas cubiertas con piel de caribú, un animal que les proporcionaba alimento –del cual aprovechaban todas sus partes–, abrigo y significación espiritual. La caza era concebida como un acto de reciprocidad, en el que los caribúes se entregaban voluntariamente, mientras los chamanes, guiados por creencias oníricas, predecían el éxito de la jornada; y durante los ritos se ejecutaban tambores y se cantaba a modo de agradecimiento.

Así, por ejemplo, el Caribú –respetado y venerado como fuente de sustento para las necesidades de la comunidad– se entrelaza simbólicamente con el tambor del “Maestro del Caribú”, Mathieu André. Ambos mantienen una relación directa con los sueños y la supervivencia, marcan el ritmo de la vida, el cuidado mutuo y la continuidad de las prácticas culturales.

Estos sueños sonoros de supervivencia nos invitan a reflexionar sobre aquellos aspectos simbólicos, intangibles, que luego se inscriben en los modos de vida y evocan el sentido de pertenencia. En esas intersecciones oníricas se devela la médula de una identidad ligada a su territorio y a sus creencias. En ellas, la presencia de los antepasados acompaña los momentos de supervivencia, al golpe de un tambor que marca la rítmica del sendero y sostiene la memoria viva del pueblo.

Estos saberes, de la esfera simbólica, se manifiestan en las acciones cotidianas de la comunidad, construidas en la territorialidad que les da sentido. Los innu otorgan un valor espiritual a su relación con la naturaleza que los rodea, por lo que forjan una identidad ligada a aquello que los inspira en su entorno. Ésta, fluctuante, impregnada de dimensiones intangibles, ha sido transmitida a través de las generaciones. En ese contexto la obra propicia escenarios de transmisión de estas identificaciones, con un fuerte gesto hacia la propia comunidad y otras comunidades indígenas, así como también interpela públicos no familiarizados y proyecta su alcance a una escala internacional al ser incluida en este ciclo.

Entran aquí en juego los desafíos que plantean los procesos de desterritorialización (Haesbaert, 2005; Ortiz, 1998, 1995) y globalización de la cultura (Ortiz, 2000, ([1994] 2004), que se convierten en un eje fundamental para pensar la translocación (Castro-Gómez, 2011). Emerge así un espacio en el que se tejen nuevas tramas interculturales y, con él, la necesidad de reacomodar nuestros hábitos en esta transformación. Para repensar lo que podría percibirse como una pérdida, es posible comprender estos procesos como formas de continuidad que adoptan nuevas modalidades y, de este modo, resignificar lo que permanece en medio de la transformación.

A lo largo del film, las palabras en lengua innu se entretejen con el relato, y dan forma a un bilingüismo que da cuenta de la convivencia de los códigos. Esta secuencia lingüística, en el espacio audiovisual, evidencia una continuidad en constante reactualización. El diálogo entre lo contemporáneo y la voz de los ancianos muestra en ese dinamismo una matriz cultural que permanece con nuevas formas, aun cuando no siempre parezca posible.

En este sentido, no existe un legado intacto: son los continuadores quienes, en cierta medida, lo traducen y se convierten en intermediarios entre el pasado y el presente en pos del futuro. Lo doloroso, quizás inevitable, es ser testigos conscientes de los cambios que se producen y asumir en ese impacto la responsabilidad que estos implican. El legado adquiere nuevas formas a lo largo del camino, y sentirse responsable de esos hitos revela la complejidad de un momento en constante transformación.

La pervivencia de las memorias se mantiene vigentes en la medida en que existan procesos sociales y decisiones humanas que las compartan. A partir de la creatividad que en esta obra se despliega, puede decirse que oficia de mediadora en esa transferencia. La trama enlaza los tiempos que se van con aquellos que llegan, y en esa agencia, los descendientes innu asumen hoy un papel fundamental a través del arte, la poesía, las lenguas y este film, que abre nuevas puertas a la resignificación de sus costumbres, creencias y cantos –patrimonio vivo de su pueblo.

Con ello nos llevamos más interrogantes sobre el respeto por la tierra y el territorio, sobre la valoración de lo propio y lo ajeno, sobre quiénes somos y por qué. También acerca de las sabidurías que se van, los legados que perduran y las formas en que podemos actuar desde la creatividad para ponderar la continuidad de los saberes que propician las tradiciones y celebrar el impulso que éstas inspiran. De esta manera, esta obra nos invita a reimaginar el presente y el futuro.

* La entrevista realizada a la directora Kim O’Bomsawin, en el marco de la Muestra, se encuentra en el canal de la Maestría en Literaturas de América Latina (UNSAM) y puede accederse a través de este enlace: https://www.youtube.com/watch?v=bCLgfQhFP0I?

 


Bibliografía

-Castro-Gómez, S. (2011). «Geografías poscoloniales y translocalizaciones narrativas de «lo latinoamericano»: La crítica al colonialismo en tiempos de la globalización». En Translocalizaciones (pp. 155–182). [Documento PDF].

-Haesbaert, R. (2005). Da desterritorialização à multiterritorialidade. In Anais do X Encontro de Geógrafos da América Latina (pp. 6774–6792). Universidade de São Paulo.

-Ortiz, R. ([1994] 2004). Mundialización y cultura (2.ª ed. en castellano, E. Noya, Trad.). Bogotá, Colombia: Convenio Andrés Bello.

– Ortiz, R. (1995). «Cultura, modernidad e identidades». Nueva Sociedad, (137), 17–23.

________ Otro territorio: Ensayos sobre el mundo contemporáneo. Bogotá, Colombia: Convenio Andrés Bello.

________ Globalización: Cultura y política contemporánea. Buenos Aires, Argentina: Alianza Editorial.

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Ahogar la mirada. Sobre «Bania / Agua» (2015) de Mileidy Orozco Domicó Keratuma, «Ati’t» (2023) de Tirza Yanira Ixmucané Saloj Oroxom, y «Oq Ximtali» (2017/2023) de Manuel Chavajay

Por: Josefina Raposo

A partir de tres cortometrajes realizados por cineastas indígenas de Colombia y Guatemala, Josefina Raposo analiza cómo la escucha del agua configura modos de percepción y pensamiento que desafían el ocularcentrismo moderno. Desde una perspectiva acustemológica, se analizan las interrelaciones entre mito, paisaje sonoro y política ambiental.


Con motivo de la Muestra de Cine Indígena: Desde Wallmapu al Nunatsiavut, que tuvo lugar los días 6, 8 y 9 de octubre, me interesa analizar tres de los cortometrajes proyectados en el programa Imágenes de otros mundos posibles. Se trata de Bania / Agua (2015), de Mileidy Orozco Domicó Keratuma, perteneciente a la nación Êbera de las familias Eyabida; Ati’t (2023), de Tirza Yanira Ixmucané Saloj Oroxom, de origen maya K’iche-Kaqchikel; y Oq Ximtali (2017/2023), de Manuel Chavajay, artista maya Tz’utujil.

Sólo con una lectura veloz de las sinopsis de los tres cortometrajes es fácilmente identificable el cordón que los une: el agua. Y es a partir de ese punto que se pueden trazar multiplicidad de ejes de análisis que triangulen las relaciones entre los pueblos indígenas y los cuerpos de agua. Sin embargo, al ver las tres piezas audiovisuales hubo un componente que tomó un rol privilegiado en mi forma de entender cómo estos cortos construían otros mundos posibles: el sonido. Me pregunté entonces ¿qué es posible descubrir cuando la atención se centra en la relación entre los sonidos de la naturaleza y cómo esto abre camino a otros mundos que, tal como plantea Violeta Percia en su descripción de la muestra, descolonicen nuestra mirada?

De esta manera, mi interés se asienta sobre las bases teóricas de los estudios sonoros y siguiendo la línea de las críticas al “ocularcentrismo” moderno que privilegia la visión por sobre el resto de las experiencias sensoriales, desconociendo que la escucha y la materialidad de los sonidos permiten, en palabras de LaBelle “micro-epistemologías” que abren el camino a nuevas formas de comprender al mundo (2019, p. xviii, traducción propia). Lo sonoro se torna así, también, una forma de habitar el territorio desde la vibración y no sólo desde la mirada.

A partir de este eje, propongo leer las tres piezas que integran el programa como configuraciones audiovisuales que, desde distintas geografías y temporalidades, despliegan una acustemología relacional –entendida, siguiendo a Feld (2013) y a Tallbear y Willey (2019), como una forma de conocimiento situada que emerge de la escucha y de la interdependencia entre humanos y no-humanos– que subvierte la jerarquía moderna de la mirada.

1- Bania / Agua (2015)

En el cortometraje dirigido por Mileidy Orozco Domicó Keratuma, nos encontramos con una representación del mito de creación de los Êbera (hombres) y las disputas por el agua. Según el mito Êbera, Karagaví creó el mundo y a los hombres, sin embargo, su mundo si bien tenía “todo lo que necesitan” (7:22), carecía de fuentes de agua, lo que convertía ese recurso escaso en un punto de discordia. Existen variantes al mito, pero todas suelen coincidir en la presencia de Genzerá que descubre una fuente de agua abundante pero lo oculta al resto de su comunidad por miedo a que, tal como relata la protagonista del cortometraje “Los Êberas no nos la compartirán” (12:30). Es la escasez de agua y el castigo posterior a Genzerá lo que motiva al mito sobre el agua y la enseñanza de que todos los Êbera son protectores de los recursos naturales. Si bien en el mito más difundido Genzerá es convertida en una hormiga que carga con una gota de agua, en el cortometraje de Mileidy Orozco Domicó Keratuma, Genzerá demarca su arrepentimiento frente a Karagaví y se sumerge en el agua transformándose en Bania, reafirmada por la frase final “Es Bania”. De esta manera, resignifica el castigo, y abre a una lectura donde la transformación ya no implica una condena, sino una restitución del vínculo, o mejor dicho, una continuidad entre los humanos y el agua.

En el plano sonoro, la naturaleza se erige como la gran protagonista. El agua, aunque no aparece físicamente en este mundo, atraviesa toda la pieza desde su composición sonora. Puede leerse allí una metáfora de la ceguera humana: el olvido de que la dimensión sensorial de la naturaleza funciona también como un modo de saber, una vía para reencontrarse con aquello largamente anhelado. A su vez, los sonidos del fuego y los instrumentos de viento, asociados habitualmente a prácticas rituales en comunidades indígenas, se entrelazan con los murmullos de los cuerpos de agua. Ese entretejido sonoro no sólo marca el ritmo y la intensidad del cortometraje, sino que también evidencia una forma particular de vínculo con la naturaleza a partir de la escucha. En este sentido, el agua adquiere una relevancia territorial, mítica y estética para los Êberá: parte de una episteme que, frente a las disputas por la propiedad del agua y los sistemas capitalistas que la reducen a mercancía, sitúa el centro en la memoria colectiva de un pueblo que escucha y se funde con los elementos de la naturaleza. El agua no es solo el eje mítico del relato, sino el medio acústico que preserva la memoria del pueblo Êbera. El cortometraje reconfigura la oralidad como un archivo vivo que suena, fluye y resiste frente a la colonización del territorio y del oído.

2- Ati’t (2023)

En Ati’t nos encontramos con la historia de la abuela lago (Ri Ati’t) que también hace referencia al lago Atitlán de Guatemala. Tal como describe su sinopsis, este cortometraje realiza una “exploración poética que nos sumerge entre sonidos e imágenes en un viaje por la memoria del agua”.

En esta pieza audiovisual, la experiencia de la directora como sonidista se destaca, es el ruido del agua junto con instrumentos de viento y percusión, los que marcan el ritmo del montaje. Las imágenes vienen después del sonido, y desde la narración –que vale la pena aclarar que no hay un sujeto de enunciación evidente, sino que es el mismo lago el que nos habla– se nos exige que escuchemos su voz con nuestros “oídos y con sabiduría” (1:31). De esta manera, queda explícita la relevancia de la escucha como herramienta de aprendizaje, en lo que Feld (2013) llamaría una acustemología que investiga “la primacía del sonido como una modalidad de conocimiento y de existencia en el mundo” (p. 222). Los sonidos del agua y de sus variaciones cuando se ve afectada por la contaminación actúan como un registro acústico de la crisis ecológica, un paisaje sonoro que documenta tanto la degradación ambiental como la memoria ancestral. Como plantea LaBelle (2019), “el espacio acústico […] propicia un proceso de territorialización acústica, en el que la desintegración y reconfiguración del espacio […] se convierte en un proceso político” (p. xvii–xviii, traducción propia), en otras palabras, escuchar no es un acto pasivo, sino que implica disputar los modos en que habitamos el mundo. No es mi intención quitar peso al valor de las imágenes en este cortometraje, pero sí resaltar que no existe una jerarquía que posicione la imagen por sobre lo sonoro, sino que confluyen y crean epistemes sensoriales conjuntas.

Considerando los todavía actuales debates en Guatemala acerca de la falta de una regulación que garantice efectivamente el derecho al agua como recurso vital (Human Rights Watch, 2025), este cortometraje se inscribe en una línea crítica frente a los excesos del extractivismo capitalista. Al igual que Bania / Agua, plantea la necesidad de repensar las cosmovisiones que conciben lo humano y lo no humano como partes de un sistema de relaciones interdependientes. Esa idea se hace visible en la escena final, donde el cuerpo humano se disuelve en el lago: una imagen que sugiere la posibilidad de mundos plurales y de formas menos lineales de imaginar el futuro.

La narración final vuelve a poner el foco en la escucha y en el carácter colectivo de la reconstrucción de nuevos mundos: “Escuchen lo que les voy a decir; abrácenme como lo hace el agua. Todos y todas retornen otra vez, vengan, vengan…” (16:33). De esta manera, la narrativa propuesta por Ixmucané Saloj Oroxom además de mostrar la polución presente en las aguas, muestra otro tipo de relación posible con ellas. Remarcando formas distintas y rituales de vincularse con la naturaleza, volverse parte de ella en lugar de utilizarla como mercancía que sirve a nuestro favor.

3- Oq Ximtali (2017/2023)

Esta es una pieza de videoarte que consta de veinte cayucos amarrados entre sí formando un círculo. Cada punto representa, tal como afirma la descripción, parte de la cosmovisión maya, desde la cantidad de cayucos y el sentido circular. La naturaleza no plantea casualidades sino correspondencias y certezas: “Todo tiene sentido a nuestro alrededor y todo es circular”, dice Chavajay en la sinopsis. Nuevamente, desde la concepción de la idea se plantean estas cosmovisiones y epistemologías que entienden al ser humano como parte de un sistema más amplio y poroso.

En esta pieza de video se combinan forma y sonido. Incluso antes de que la imagen esté nítida ya el sonido nos hace entender en dónde estamos. La decisión de no incorporar ningún otro elemento sonoro que no sea el agua, los cayucos chocando entre sí y los remos impactando al agua, refleja una intencionalidad clara de que es el agua la protagonista. Nuevamente, teniendo en cuenta el contexto de Guatemala y su crisis por la distribución del agua, ubicarla como protagonista es un acto político.

Por otro lado, es también relevante cómo al estar unidos en un círculo, el movimiento y el esfuerzo que se emplea en el remar es lo que en el mundo capitalista se clasificaría como improductivo o ineficiente. Es un movimiento que no va a ningún lado, pero en la obra de Chavajay este movimiento, estas vibraciones del cuerpo sobre el agua, crean una escena de resistencia poética frente a la lógica del progreso lineal y extractivista. Se manifiesta así una temporalidad cíclica, donde el cuerpo se funde con el ritmo del agua y el gesto físico y sonoro sustituye a la productividad por la experiencia del vínculo. En este sentido, resuena con La teoría de la bolsa de la ficción de Ursula K. Le Guin (2022), Oq Ximtali actúa como una “bolsa sonora” que contiene y resguarda las vibraciones del agua, en un gesto colectivo que no avanza en el sentido teleológico de la modernidad, sino que mantiene la relación con el entorno. El sonido de las mínimas oscilaciones del movimiento, conforma una textura sonora que sostiene la imagen y la convierte en un acto ritual. La repetición o circularidad no implica un estancamiento, sino una insistencia en permanecer, en escuchar, en existir junto al agua y no sobre ella; una forma de resistencia ante la idea de progreso moderno y una invitación a pensar en comunidades que sostienen el mundo en lugar de avanzar sobre él.

De este modo, Oq Ximtali opera en la misma frecuencia que Bania / Agua y Ati’t: las tres piezas devuelven al agua su agencia sensorial, política y estética, proponiendo un modo de percepción que no es de dominio sino de cohabitación.

4- Conclusión

En los tres cortometrajes, el agua emerge como materia, archivo y lenguaje. Su presencia sonora articula una memoria colectiva que se transmite por resonancia. Tal como afirma Cruz Rivera (2015), “el sonido puede ser efímero (históricamente hablando) pero el ser humano tiene una poderosa capacidad para almacenarlo en la memoria individual y colectiva” (p. 227).

Los mundos que se crean a partir de las epistemes indígenas son sensoriales: se fundan en una escucha que descoloniza la mirada y establecen formas de conocimiento que se produce en relación, no en dominio. Estas obras, al entrelazar mito, política y paisaje sonoro, denuncian el extractivismo colonial al tiempo que ofrecen respuestas sensibles a la crisis del Antropoceno. Como si colocaran un espejo frente a las cosmovisiones occidentales, nos recuerdan que la respuesta está en donde se han negado a escuchar, ver, relacionarse. El futuro, como sostiene Ailton Krenak, es ancestral, está en la tierra que nos precede y nos sobrevivirá. En ese sentido, vuelvo a recuperar la noción de “relacionalidad crítica” de Tallbear y Willey (2019) que propone un horizonte donde humanos y no-humanos coexisten en una simbiosis productiva. Escuchar el agua –más que verla fluir– es comenzar a imaginar esos otros mundos posibles que las obras convocan. Lo sonoro, en su promiscuidad y reproducibilidad, ofrece una forma de pensar la multiplicidad contemporánea. Como escribe LaBelle (2019), “el sonido crea una geografía relacional que es frecuentemente emocional, conflictiva, fluida, y que estimula un conocimiento modelado por las intensidades de lo escuchado, como también lo oído por casualidad [overheard], lo reverberante y ecoico” (p. xix, traducción propia). Escuchar el agua es entonces escuchar los mundos moverse.


Bibliografía

– Amaro, L., Catrileo, D., & Quevedo, J. (2022). “Ojo de agua atenta”: aparatos de resonancia y resistencia en los videoperformances de Paula Coñoepan y Sebastián Calfuqueo. 452ºF: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, 27, 62-80.

– Cruz Rivera, S. A., & García, M. A. (2015). Percepción y función de sonidos en ritos nahuas y mayas. Cambios y continuidades. In B. Brabec de Mori & M. Lewy (Eds.), Sudamérica y sus mundos audibles. Cosmologías y prácticas sonoras de los pueblos indígenas (pp. 225-239). Estudios Indiana 8.

– Feld, S. (2013). Una acustemología de la selva tropical. Revista Colombiana de Antropología, 49(1), 217-239.

– Human Rights Watch. (2025). “Sin agua, no somos nada” Por qué Guatemala necesita una ley de aguas. Human Rights Watch.

– Krenak, A. (2024). Futuro Ancestral (R. Carelli, Ed.; T. Arijón, Trans.). Taurus.

– LaBelle, B. (2019). Acoustic Territories. Sound Culture and Everyday Life (2da ed.). Bloomsbury Academic.

– Le Guin, U. K. (2022). La teoría de la bolsa de la ficción (L. Chieregati, I. Salvador, & G. Alfaro, Trans.). Rara Avis Editorial.

– Tallbear, K., & Willey, A. (2019). Critical Relationality: Queer,Indigenous, and MultispeciesBelonging Beyond Settler Sex &Nature. Imaginations, 10(1), 5–15. dx.doi.org/10.17742/IMAGE.CR.10.1.1

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Los objetos umbilicales: el cruce de fronteras e identidades

Por: Debra A. Castillo

Debra Castillo falleció sorpresivamente el 5 de octubre, dejando un vacío enorme en el mundo de los estudios críticos latinoamericanos. Castillo/Debra/Debbie era conocida por su agudeza crítica, su mirada feminista y su enorme compromiso académico, afectivo y militante con la población latina en los Estados Unidos. Publicó más de 150 artículos académicos y una veintena de libros, muchos en colaboración. Fue editora de las revistas Diacritics y Latin American Literary Review y presidenta del Latin American Studies Association. En los últimos años realizó proyectos de investigación en colaboración con colegas del sudeste asiático sobre políticas del cuidado, afectos y espacios de género. Debbie formó decenas de investigadores e investigadoras y dirigió, además, una compañía de teatro fronterizo en la Universidad de Cornell donde trabajó durante 40 años.

Este texto fue publicado en Memoria y Ciudadanía, un libro coeditado por Ileana Rodríguez y Mónica Szurmuk, y publicado en una coedición de 2008 de las editoriales del Instituto Mora en la ciudad de México y Cuarto Propio de Chile. Pero adquiere una enorme actualidad en el contexto actual antimigratorio en los Estados Unidos, ya que se ocupa de los objetos de memoria, “objetos umbilicales” los llama Debbie, que sirven como metonimias de patria para quienes han cruzado la frontera entre México y Estados Unidos.

La traducción del libro Transitions in Latin American Literature 1980-2020, editado en colaboración con Mónica Szurmuk, será publicado por EDUVIM en 2026.


En el cuento de González Viaña, “El libro de Porfirio”, el narrador habla de una familia de indocumentados recientemente inmigrados a los Estados Unidos:

“Lo importante es saber cómo fue que a los Espino se les ocurrió entrar a este país cargando con un burro cuando todos sabemos cuánto pesan el miedo y la pobreza que traemos del otro lado. La verdad es que todos hubiéramos querido traer el burro, la casa, el reloj público, la cantina y los amigos, pero venir a este país es como morirse, y hay que traer solamente lo que se tiene puesto, además de las esperanzas y las penas” (12).

Esta fábula sobre la improbable llegada y aventuras del burro a los Estados Unidos funciona como una alegoría sobre los costos de la inmigración al poner en evidencia los elementos culturales, tanto materiales como intangibles, que la familia trae consigo al nuevo país y hace recordar al lector la confrontación fundamental que el desplazamiento a través de una línea aparentemente arbitraria supone para la identidad. Este es un modo especial de duelo, llamado “duelo cultural” por Ricardo Ainslie, que involucra la perlaboración no solo respecto de los seres queridos, sino también de las formas culturales conocidas. Al igual que cuando alguien realiza un duelo, determinados objetos significativos pueden proveerle de un puente simbólico hacia la persona querida, los intentos restituyentes por mantener o establecer tales objetos-puentes con la patria de origen alivian al inmigrante en el largo proceso de este duelo cultural.

Un segundo ejemplo –de un orden completamente distinto– es representado por la imagen del Rincón Criollo en el Bronx, en la ciudad de Nueva York. El Rincón Criollo es una entre muchas construcciones de este tipo, realizadas por un grupo de “nuyoricans” en lotes baldíos a lo largo de la ciudad. Llamadas “casitas”, estas estructuras más o menos permanentes, imitan el estilo del bohio puertorriqueño y por lo común están profusamente decoradas con arte tradicional y objetos folclóricos. El Rincón Criollo funciona como centro comunitario y lugar de encuentro para el barrio; un hogar común en una ciudad que no se parece mucho a un hogar, a pesar del paso de los años. En ambos ejemplos vemos los costos de la dislocación geográfica, los esfuerzos por restaurar una unidad psíquica y las consecuencias de la organización social.

Al respecto, Jorge Durand y Douglas Massey comentan:

“cuando se trata de migración… el evento, el movimiento, requiere del cruce de una línea intangible que existe básicamente en un mapa y es por lo general una línea invisible en el espacio… En el análisis final, el trazado de esta línea y la especificación de aquellas circunstancias bajo las cuales atravesarla cobra significado son ejercicios arbitrarios y, por tanto, sujetos de un cúmulo de manipulaciones de sentido” (2).

Aunque ciertos cruces de fronteras resultan más cargados de significado que otros, la reflexión de Durand y Massey es iluminadora –creamos e imponemos significados sobre el borde precisamente por su arbitrariedad.

Mike Davis diría:

“la idea del latino es bastante fértil justamente porque es problemática. Pone en discusión el modo en que los latinoamericanos se ven a sí mismos, pues hoy en día la constante migración desde las fronteras con los Estados Unidos dificulta la diferenciación entre los latinos y los latinoamericanos… De la misma forma, el influjo de latinoamericanos en los Estados Unidos afecta históricamente a los grupos latinos, acercándolos más a sus raíces nacionales (…)” (xv).

A medida que los inmigrantes recientes se mueven desde los centros poblados más tradicionales hacia nuevos hogares en el centro de los Estados Unidos trayendo consigo sus familias, o casándose con personas de distintas etnias, y estableciéndose en pueblos con baja densidad de latinos, la relación siempre resbaladiza entre desplazamiento y retención de proyectos culturales coherentes se torna más rico, más complicado y más tenso.

Miremos más de cerca fenómenos populares como la casita o como la experiencia sugerida por el cuento de Porfirio, para abrir la discusión sobre tipos específicos de objetos culturales altamente codificados, restos de hogar, de la cultura de origen, que sirven para definir y anclar estas identidades cambiantes de manera significativa. El cruce de la línea arbitraria hacia los Estados Unidos tiene un efecto profundo. Marca y da forma al individuo de manera importante, algunas veces traumática, generalmente nostálgica, y frecuentemente (aunque no siempre) acompañada de duelo. La mayoría de veces, señala a la vez un despojamiento y una condensación de la identidad, compensada con una condensación de afecto alrededor de unos cuantos restos culturales extremadamente cargados.

En el nuevo territorio, la diferencia y la distancia se condensan frecuentemente en la pregunta “¿de dónde eres?”. La pregunta, el hecho de que se la haga y se la haga, además, con tanta frecuencia, incluso en su versión más inocua, pone en evidencia el supuesto de que las raíces del interlocutor se encuentran en un lugar (único), la patria, la tierra que no es esta tierra, y que la identificación con dicho lugar nos informará sobre algo importante respecto de esa persona. En La guagua aérea, el texto clásico de Luis Rafael Sánchez acerca de cómo la migración afecta los parámetros de la identidad puertorriqueña, la pregunta “¿de dónde es usted?” aparece repetidas veces. Un pasajero inicia con dicha interrogación una conversación con el narrador. Luego de aclararle que viene de la ciudad de Humacao, el narrador procede a hacerle la misma pregunta a su vecina:

Me contesta –de Puerto Rico. Lo que me obliga a decirle, razonablemente espiritista –eso lo ve hasta un ciego. Como me insatisface la malicia inocente que le abunda el mirar… añado, pero, ¿de qué pueblo de Puerto Rico? Con una naturalidad que asusta, equivalente la sonrisa a la más triunfal de las marchas, la vecina del asiento me contesta –de Nueva York (21).

El intercambio humorístico de Sánchez juega con las expectativas respecto de homologías en el lenguaje, la cultura y el propio lugar de origen. El “triunfo” de la mujer, su habilidad para sorprender al puertorriqueño nacido en Puerto Rico con una respuesta inesperada, recuerda al lector que el “guagua” de la ruta San Juan –Nueva York vuela en ambas direcciones, expandiendo así su comprensión de la comunidad puertorriqueña.

Hasta cierto punto, entonces, el nudo afectivo sugerido por el hogar original permanece sin ser cuestionado por la categoría de origen nacional, incluso cuando el origen nacional es la respuesta más esperada. Lo que esta interrogante enfatiza para nosotros no es, entonces, una relación intrínseca con el Estado, sino más bien la manera cómo se generan lugares con referencia a la relación de semejanza y diferencia. “¿De dónde es usted?” en el texto de Sánchez es una estrategia conversacional que supone la apertura del diálogo entre compatriotas que comparten la experiencia de dislocación y migración circular.

Igualmente frecuente, la pregunta familiar “¿de dónde eres?” afirma significativamente “tú no eres de aquí,” sugiriendo, por lo general, la coda implícita “a diferencia de mí.” “A diferencia de mí en dos sentidos: primero, “no eres como yo,” lo cual aparece con la pregunta y, luego, “no eres como yo,” es decir, no eres de aquí. Simultáneamente, en el mejor de los casos, la pregunta es también una invitación a narrar, a contar la historia de la diferencia, del no-aquí, no-nosotros. Puesto que los inmigrantes son definidos frecuente- mente por este tipo de interpelación al interior de espacios sociales necesariamente transnacionales, no puede ser sorprendente que ellos activamente mantengan y (re)construyan lazos con sus lugares de origen incluso después de comprometerse a establecerse en los Estados Unidos. Más aún, el llamado a esa identidad transnacional se ve apoyado y reforzado por otras cualidades afectivas para el inmigrante. Como es el caso con los clubes sociales y las casitas, muchas veces el atractivo del “no-aquí” ofrece una valoración positiva que puede incluir factores de estatus social, jerarquía familiar y poderosas alternativas para la construcción étnica

Los nuevos inmigrantes de América Latina, aún cuando así lo desearan, son pocas veces bienvenidos sin cuestionamientos en la cultura definida en los Estados Unidos por una tercera (así como por una anterior o posterior) generación de caucásicos, asimismo hijos o nietos de inmigrantes. Por tanto, ésta es una experiencia esencial de definición; el inmigrante en el nuevo país nunca está del todo en su propio lugar. El lugar de origen retrocede en el tiempo y el espacio; no obstante, en el nuevo espacio el inmigrante es inherentemente un extraño, y para el inmigrante qua inmigrante, la nueva patria nunca es del todo su propio lugar, el lugar que fundamente las prácticas culturales –aún cuando, como es el caso en los Estados Unidos, la nación se defina fundamentalmente como una nación de inmigrantes. La identidad se deriva de un tipo particular de recuerdo cultural compartido: prácticas cotidianas incuestionables, el idioma, costumbres alimenticias que son valoradas y constituyen poderosos vínculos afectivos.

En su artículo de 1994, “Estrategias dialógicas, metas monolingües,” Bruce Novoa identifica una paradoja crucial en la construcción étnica en los Estados Unidos. En el proceso de adaptación a los Estados Unidos, sugiere, el inmigrante sufre enormemente por mantener contacto con su nación de origen, por medio de una interacción crecientemente ritual con los elementos de la “ahora distante ‘cultura auténtica:’” comida, idioma, objetos materiales, costumbres sociales, festivales. Estos objetos materiales simbolizan cualidades bastante abstractas, como es el caso del emblemático burro Porfirio en la fábula de González Viaña. Cada vez más, los sociólogos y otros estudiosos de la cultura comentan esta necesidad humana por recuerdos concretos que anclan los individuos a su lugar de origen. Luis Rafael Sánchez cita a un compañero de viaje: “Si no puedo vivir en Puerto Rico, porque allí no hay vida buena para mí, me lo traigo poco a poco. En este viaje traigo cuatro jueyes de Vacía Talega. En el anterior un gallo castrado. En el próximo traeré cuanto disco grabó el artista Cortijo” (1994, 17).

Surgen aquí numerosas preguntas. ¿Cómo subsiste lo que se trae consigo respecto del contexto, la memoria o el duelo de lo que se dejó atrás? ¿Cómo pueden estos objetos crear puentes hacia esas memorias? ¿Qué es lo que se borra o se pierde con esta nueva vida? Estas relaciones con restos culturales específicos, altamente simbólicos y denodadamente mantenidos, definen la identidad étnica así como el reclamo individual de autenticidad cultural; sirven como códigos de interacción social y actúan como estrategias de supervivencia para contrarrestar las amenazas que se percibe vienen de fuera. Del mismo modo, estos objetos alcanzan un elevado valor en una nueva nación, donde se convierten en metonimias de todo lo que ha sido abandonado y todo lo que debe ser preservado. Irónicamente, asegura Bruce Novoa: “El hecho de que estos restos culturales sean recordados, practicados o consumidos con tan intensa necesidad y placer como algo distinto de la sociedad circundante, los convierte en rasgos ya no (auténticamente) nacionales, sino en rasgos estadounidenses, pues su particular valor y significado está determinado por este país y no por el país de origen del grupo” (228). Como intuye Bruce Novoa, es precisamente su naturaleza de restos aislados, su estatus altamente valorado, su naturaleza fetichística, lo que hace de ellos una peculiar construcción del inmigrante y ya no rasgos ordinarios inmersos en la inmediatez de la riqueza de la cultura familiar.

De modo semejante, podemos ver el impulso repetido monumentalmente en muchos murales en barrios latinos a través de todo el país, aquí ilustrados por imágenes representativas del internacionalmente conocido Parque Chicano en el área de Logan Heights (Barrio Logan) en San Diego. El Parque Chicano bebió del ímpetu del proyecto de recuperación de la pintura mural inspirada en los muralistas mexica- nos postrevolucionarios y realizada en California en la década de los setentas. En los años sesenta, después de la construcción del Puente Coronado y su autopista y la vía de acceso que atraviesa el corazón de la comunidad, artistas locales como Salvador Torres, residente de Logan por muchos años, inspiraron a la comunidad con su visión artística para (re)establecer el orgullo cultural en su diseccionado barrio. Al recorrer el parque hoy en día, uno se enfrenta, inevitablemente, con que la metáfora del puente como una forma de pensar la inmigración y sus narrativas, precisa de un examen mayor. El Parque Chicano puede explorarse tanto desde la base del puente, como desde su corredor, y es posible ver aquello que el puente ensombrece y aquello que su torre interrumpe o hace posible. Así, el Puente Coronado también, como muchos otros puentes modernos, no es simplemente un arco que va del punto A al punto B, sino una estructura de muchos tentáculos.

El merecidamente famoso cuerpo de veintitantos murales del Parque Chicano ofrece un modelo de localización y familiarización, creando paisajes que funcionan en muchos niveles y a muchas escalas. Redefinen la destrucción causada por la autopista que corta el barrio latino y convierten el despojo industrial en un parque. Asimismo, reafirman la continuidad de la historia, la cultura, la tierra y el agua respecto de la Bahía de Coronado –“hasta la bahía” reza uno de los murales que decora una de las columnas del puente– con una comprensión transnacional de su herencia y su cultura.

En el otro extremo, la contrapartida de las estructuras enormes se halla en la minucia. Una fotografía, un memento, una canción, sirven como recuerdo de la patria, dan testimonio de la integridad de un sistema social distante y amado; pero también, en soledad, recuerdan al inmigrante de su susceptibilidad a los caprichos de las memorias inconexas, a la vulnerabilidad de la plantilla cultural reconstruida y de la potencial pérdida de conocimiento valioso. Son honrados como locus de memoria afectiva, pero también a veces temidos por su duelo anticipatorio de una pérdida irrecuperable. Cuando la nueva cultura oprime al inmigrante con sus aparentes afirmaciones de homogeneidad y asimilación, estos objetos recrean el espacio de la patria y certifican un vínculo continuo con otro espacio aún más densamente cargado de significados.

Los latinos, especialmente los inmigrantes indocumentados, experimentan exclusión y marginalidad en los Estados Unidos, la acusación de no pertenencia, la amenaza de la deportación. Mantener vínculos con su patria les permite apoyar sistemas mutuamente inteligibles en los cuales las historias cobran sentido. Con todo, las historias sobre ellos mismos contadas para reforzar la identidad, eventualmente tienden a ser resbaladizas cuando cambian de suelo. Inevitablemente, estos objetos vinculados culturalmente dan lugar a historias sobre una cultura ahora abstraída de su cotidianeidad, sobre un pasado nostálgicamente recordado, irrevocablemente distante a pesar de la compresión de tiempo y espacio operante en los paisajes de diáspora contemporáneos. Al unir metafóricamente a los inmigrantes con su patria, se convierten en líneas de vida, en cordones umbilicales: en objetos umbilicales.

Los objetos, en general, nos recuerdan experiencias, provocan la narración de historias que, a su vez, requieren de una audiencia: la oralidad es el pegamento esencial de la comunidad. Los objetos umbilicales existen de manera más completa en las narraciones sobre ellos, y son, en algún grado, más significativos según la ocasión en que se narren las historias. Éstas recuerdan a su poseedor de, y se mueven a través de, otros eventos y espacios; son oportunidades para informar. Describen continuidades y crean inicios. En el caso de las historias de objetos umbilicales, la narración sirve como una parábola de la diferencia, inmersa en marcos espacio temporales. Viajan y a la vez se quedan en casa. Son narraciones que insisten en la imposibilidad o (la falta de deseo) de abandonar una cultura de origen y asumir otra; fundan una historia de orígenes en una manera particular y conmovedora, y sirven para contrarrestar los temores a la homogenización de la americanización. De modo ambiguo, la narración del objeto umbilical involucra la búsqueda y el hallazgo, pero también la fundación, o la refundación de lo ya fundado, insertándolo en el contexto de una historia sobre el viaje y la llegada. También, es un puente hacia el pasado siempre en retroceso, el cruce y recruce de una cada vez más peligrosa y distante frontera.

Esta discusión ha evocado tres ejemplos hasta aquí: un burro alegórico, un espacio comunitario nuyorican y un conjunto de murales bastante conocido. Estos ejemplos apelan a un amplio registro de circunstancias e historias que van desde el exilio hasta complicadas negociaciones de identidades transnacionales. Sugieren de manera indirecta complejas relaciones, más entreveradas y resbaladizas de lo que, hasta la fecha, acreditan los estudios. Y las historias, como los objetos, cruzan la frontera para ganar significado; se les unen objetos de posteriores viajes o regalos típicos traídos por familiares que llegan de visita. El narrador, entonces, se convierte en un autoetnógrafo, quien mantiene una relación privilegiada con lo que, de otra forma, constituiría un objeto opaco y, gracias a éste, a su vez, con la memoria y el conocimiento.

Esta observación sugiere que la subjetividad puede ser definida por un reconocimiento tardío; que la identidad del grupo latino pueda tener algo que ver con una percepción compartida de trauma, que a su vez lleva hacia la nostalgia, hacia una frustrada/frustrante tardanza respecto de la identidad. Puesto que hasta cierto punto la experiencia está conformada por el trauma, la nostalgia y la tardanza, podemos esperar encontrarnos con una suerte de envenenamiento retrospectivo de ciertos aspectos de la narración (pasada o presente), y algo semejante a lo que Freud llamó duelo irresuelto. En otras palabras, los inmigrantes usan estos objetos como una forma, no tanto de hacer referencia a un espacio ideal otro, sino a un yo ideal otro, que puede no haber existido nunca pero que siempre se anhela.

Resulta muy llamativo en estos recuentos el supuesto de que (lo) Otro (espacio, tiempo) sea más auténtico que el del punto de partida de la narración y que la patria esté asociada a determinada cualidad fija, mientras que el nuevo espacio se proyecta como un perturbador y hostil lugar de flujo. Por tanto, no se trata únicamente de que el sujeto vive en un estado de inautenticidad, sino que hasta cierto punto, lo requiere y lo hace posible. Constituye una cualidad fundamental de la diferencia aducida en las negociaciones entre las exigencias reales y las exigencias percibidas de la cultura dominante y el deseo del inmigrante por mantener un yo cultural distinto.

Para concluir, quiero enfocarme en un ejemplo final, en el cual la autenticidad resulta, por una u otra razón, inestable.

El título del libro de Sheila y Sandra Ortiz Taylor, Imaginary Parents: A Family Autobiography (Padres imaginarios: una autobiografía familiar), advierte inmediatamente al lector que el contenido del libro desafiará sus expectativas respecto del género. Esta colaboración de una novelista (Sheila) y una artista (Sandra), cada una reconocida por sus propios méritos, inevitablemente destaca la apropiación creativa de la historia familiar y el reacomodo de los objetos encontrados, de tal modo que la literatura y el arte visual, el libro y el objeto, se intersectan y reflejan mutuamente. En una sección del libro, titulada “Housekeeping” (“El cuidado de la casa”), la narradora describe cómo su abuelo, “Mypapa,” siete meses después de la muerte de “Mymama,” se dirige a la cómoda que solían compartir y busca en el interior de los cajones hasta encontrar el objeto que desea, algo duro envuelto con una de las muchas prendas. Pone el bulto sobre uno de los muebles, “y lentamente lo desenvuelve hasta que el arma (un Colt que Pancho Villa le había entregado, la Luger alemana que su hijo David trajo de la guerra, la 38 que había comprado la semana pasada en una tienda de empeño en Riverside) queda al descubierto bajo un sólo haz de luz de la ventana” (130). Mientras que en este caso, el contexto no aclara si la narradora se refiere a una serie de eventos o a uno solo, rememorado varias veces, ni tampoco por qué de pronto el abuelo siente la urgencia de mirar el arma (o armas) en este momento (o momentos); la caja de Sandra, “Recuerdos para los abuelitos” tiene una inscripción que describe el suicidio del abuelo con una escopeta siete meses después de la muerte de su esposa, reduciendo aparentemente la multiplicidad de narraciones de Sheila (todas acerca de armas) a una única imagen verdadera (aquélla de la escopeta).

Cada versión complementa la otra, a la vez que añade confusión a una historia cuyo argumento básico es el mismo, pero cuyos detalles son distintos siempre. En el relato, el suicidio del abuelo es olvidado en las tres micronarraciones, cada una rodeada de su respectiva combinatoria de variables. En la caja de Sandra, el esqueleto sobre la cama inaugura para el espectador una irresoluble serie de interpretaciones potenciales. No existe, sin embargo, razón alguna para privilegiar la caja de Sandra con su pequeña escopeta al lado del esqueleto, contextualizados por la inscripción, por encima de la historia inestable de Sheila. Es mucho más interesante notar que la yuxtaposición del objeto de arte y el relato de un objeto similar recuerda al lector/espectador la primacía de la imaginación y la creatividad sobre los supuestamente auténticos hechos históricos. Existe una unidad artística, sea que la composición con palabras en una página o la composición con objetos en un espacio, tenga mayor validez que la otra.

Existen también otros contextos. Las dos muchachas están obsesionadas con la imaginería típica de la narrativa de vaqueros del oeste, incluyendo las pistolas de juguete. Padres imaginarios incluye también una historia fragmentada, escrita por Sheila, sobre una deprimida y abrumada tía que se suicida con el arma de su esposo Ted (100-101), acompañada de una reflexión sobre el mismo episodio de la historia familiar en la caja “Winifred, su historia”. La caja de Sandra presenta una pistola y una cita no atribuida a Emily Dickinson “Mi vida había sido –una pistola cargada,” de modo que las palabras de Dickinson se colocan en boca de la tía y se crea así una interpretación multicultural de muchos niveles sobre un evento traumático.

Aunque el juego de las dos formas de producción artística es una de las características más originales de este libro, no toda historia en el libro tiene un paralelo visual. Uno de los leit motivs a lo largo del texto de Sheila es Pancho Villa. Las referencias a Villa en Padres imaginarios abundan, desde la misteriosa alusión parentética al Colt de Pancho Villa, anteriormente citada, pasando por el cuento de un encuentro romántico de la madre con el personaje histórico, hasta las cómicas aventuras de un Pancho Villa de paja que mide 6 pies de alto al final de la narración, cuya compra –hecha por la hermana mayor en un mercado de México– es descrita por la narradora como “necesaria” (la del caballo que hace juego es, por contraste, opcional) (252-253). De este modo, uno de los hilos comunes de la narración es que Pancho Villa aparece continuamente: en la aparentemente lejana referencia a su revólver, así como en una atesorada reliquia de dudosa procedencia y en el objeto kitsch hecho especialmente para turistas.

La historia de la reliquia es una de las más desarrolladas e involucra el látigo de Pancho Villa. Es una historia romántica, que bien podría funcionar en una película de cine mudo, y que le llega al lector por medio de agujeros e imprecisiones históricas fácilmente discernibles. La tradición familiar nos habla del famoso general azotando el rancho de la familia en California por ninguna razón aparente, más que la de esperar en los alrededores para recibir una entusiasta bienvenida, alzar a la futura madre de la narradora sobre su caballo e irse dejando atrás algunos preciados artefactos (o artefacto porque esta historia sólo habla del látigo. El arma que aparece un poco más tarde en la historia deja huellas en las narraciones más cortas). Pero ¿no nos había dicho la narradora que habían perdido el rancho desde tiempos inmemoriales? Además, aunque es cierto que Villa condujo una incursión en Columbus, Nuevo México el 9 de marzo de 1916, ni él ni su ejército llegaron jamás hasta California y, dado que la guerra terminó en 1920, la madre es probablemente al menos 10 años demasiado joven como para tomar parte en este episodio. He aquí la historia de “La cena de 1947”:

De la pared, justo al lado de la oreja izquierda de mi padre, pende el látigo de Pancho Villa. Mi madre me ha contado la historia. Pancho Villa y sus hombres cabalgan hacia la casa del rancho de la familia. Pancho Villa se agacha desde su silla. Mi madre se cuelga de su brazo derecho y abraza su dulce olor de sudor y camino… Y cuando Pancho Villa baja a mi mamá, saca un largo látigo de cuero trenzado de su silla y se la entrega al abuelo, quien la acepta honrado. Ahí ha quedado colgando de la pared, justo al lado de la oreja izquierda de mi padre (91-92).

Las Taylor inician sus historias con un objeto material específico (una fotografía, una pistola, un látigo) que les sirven como referentes culturales especialmente evocativos. En lugar de convertirlos en fetiches; ellas exploran lo que podría significar el hecho de rastrear sus historias desde el supuesto de la inautenticidad en lugar de aquél de la autenticidad. El supuesto, entonces, se convierte en la ocasión para narrar y la invitación a crear complementos. Simultáneamente, cierta nostalgia permea la reconocida inautenticidad en su camino hacia la formación de una identidad auténtica, catalogada a través de la hibridez cultural. Sin embargo, aunque la nostalgia persiste como una cualidad significativa de estos textos, parece funcionar sin el trauma.

En el libro de las Taylor, Pancho Villa es uno de esos personajes que puede irrumpir en los mapas internacionales. Es, por tanto, bastante apropiado que el libro concluya con la descripción de una estatua suya, de tamaño natural, que la joven mujer compra en México. Como los serapes hechos para los turistas, los árboles de la vida de arcilla, los retratos en terciopelo de héroes revolucionarios, los afiches de tauromaquia hechos a pedido, y muchos otros objetos por el estilo, el Pancho Villa de paja, de 6 pies de altura, evoca un sistema altamente estandarizado de intercambio y señala la forma como las historias pueden cruzar la frontera en ambas direcciones, siguiendo las huellas del artefacto. En esta economía, los artesanos locales crean objetos de arte folclórico para el mercado de souvenirs, informando así de su percepción de lo que ellos asumen que es del gusto de sus clientes. Como la estatua de Pancho Villa, dichos objetos pueden variar desde los souvenirs más baratos hasta obras de arte muy costosas, pueden tener un valor de exhibición y no suelen tener un valor de uso aún cuando imiten objetos “auténticos.” Y esto realmente no importa de manera significativa.

Llama la atención que estos objetos parecen, de algún modo, siempre devaluados y faltos de autenticidad de antemano y, como tales, requieran de una cierta distancia irónica entre el dueño y el objeto mismo. De hecho, la frivolidad del objeto, su falta de “aura” aún cuando sean muy costosos –o acaso justamente por eso– resulta siendo casi su propia condición de posibilidad. Pancho Villa es en cierto sentido necesario; se lo compra con afecto, no obstante la historia en la que aparece nada tiene que ver con sus hazañas históricas. El elemento cómico es más importante: lo difícil que resulta hacer caber un muñeco de seis pies en un coche incluso tan grande como un Buick Century y la reacción que causa la imagen fugaz de su bota, asomando por la ventana del coche cual si fuere la bota de un cadáver, entre los sorprendidos residentes de los pueblitos que las mujeres recorren en su camino.

A diferencia del metafórico burro de González Viaña, el Pancho Villa de paja, tanto como los árboles de la vida y otros objetos que las mujeres compran en el mercado, no comporta la promesa de una restitución cultural. Por el contrario, marca una distancia respecto del supuesto hogar cultural y opera a favor del descrédito de las reivindicaciones sobre la autenticidad e interioridad en lugar de sustentarlas. La narradora parece sugerir, no obstante, el tono humorístico que el verdadero objeto auténtico e imposible está siempre más allá de nuestro alcance. Tal vez nunca nos sea accesible a no ser por rastros en la memoria. La experiencia auténtica es elusiva, se ubica siempre más allá del horizonte, siguiendo las líneas del camino que se difumina junto con la imagen de las botas de Pancho Villa asomadas por la ventana de un Buick Century polvoriento.

No obstante, a la misma vez, la estatua de paja informa sobre el gusto y sobre la relación íntima que la narradora mantiene con su cultura original. Está inmersa en una narrativa que incluye la herencia familiar entretejida con la historia mexicana, una historia en la cual la estatua forma parte de un continuo que incluye a la madre cargada por un Pancho Villa a caballo, al abuelo recibiendo el honroso regalo del látigo, el mismo abuelo que se mata con el Colt de Villa. Esta historia, un tejido hecho de muchas y muy profundas capas, es bastante diferente de las historias que podrían ser contadas si ese mismo objeto u otro similar fuesen el punto de partida de una conversación con una persona que lo hubiese comprado como un turista. Paralelamente, la historia sobre el objeto toma en cuenta al interlocutor. Nos confronta en su deseo de construir puentes o establecer y vigilar distancias.

Appadurai ha comentado: “en las peculiares cronologías del capitalismo tardío, el pastiche y la nostalgia son modos fundamentales de la producción y recepción de imágenes” (30). Quisiera añadir que la nostalgia no es únicamente un modo de producción, pero es ella misma producto, a la vez que es producida en y a través de la comunicación con el interlocutor imaginado/deseado. Es más, el modo en que la nostalgia más frecuentemente encuentra su forma más cómoda es el pastiche, en especial en el fragmento narrativo autoetnográfico.

Si estamos de acuerdo en que la oralidad y la etnografía sirven como pegamento esencial; entonces, lo que ellas componen y restauran son objetos compuestos por dos caras, una material y la otra natural. En una cultura (la nuestra) en la cual el conocimiento es normalmente definido por abstracción, hay muy poco espacio para los “meros” objetos. Con todo, la materialidad se reafirma obstinadamente, en su dignidad y en su frivolidad, en toda su extraordinaria ordinariez, en estas historias tamizadas, en estos objetos umbilicales.

 

Debra Castillo con Camellia Pual y Rosalie Purvis en Jadavpur University

 


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