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Arte indígena: el desafío de lo universal

Por: Ticio Escobar*

Imagen de portada: Escena del ceremonial chiriguano-guarani Arete guasu. Fotografía: Fernando Allen. Santa Teresita, Chaco Paraguayo, 2012.

Ticio Escobar propone considerar las posibilidades de afirmación y continuidad que tiene el arte popular de origen indígena en la extraña escena globalizada. Para esto realiza un meticuloso trabajo crítico con los conceptos de “cultura”, “arte indígena” y “arte popular”. Y nos lleva hacia la pregunta sobre la definición del “arte latinoamericano” hasta hacerlo confrontar con las circunstancias de la escena global y las exigencias de una ineludible posición acerca de lo universal.


Ya se sabe que las culturas nativas asentadas en las diversas regiones de América Latina antes de la Conquista habían desarrollado formas potentes de arte: ya fuere el de las altas culturas precolombinas o el de los pueblos selváticos o llaneros del Cono Sur que, aunque no alcanzare la institucionalidad monumental de aquél, conformó complejos sistemas de producción artística. Se sabe también que el encuentro intercultural desarrollado a lo largo de los tiempos coloniales produjo no sólo casos feroces de extinción y etnocidio, sino fuertes procesos simbólicos e imaginarios de reajuste y reposición transcultural.

Ahora bien, ¿tendrá el arte proveniente de estas culturas capacidad de sobrevivir y crecer en condiciones opuestas a las que les dieron origen? La pregunta es muy complicada porque involucra no sólo el concepto general de cultura sino específicamente el de arte; y lo hace en el contexto de una tradición que discute lo artístico de sistemas diferentes al occidental y en un momento en que el propio lugar del arte universal aparece bajo sospecha.

Gran parte del debate contemporáneo acerca de lo cultural supone la reconsideración de figuras que, en sus versiones esencialistas, habían sido dadas de baja. Enfrentadas ellas a la contingencia y el azar de mil historias cruzadas, pueden arrojar nuevas pistas sobre problemas que también han burlado el cerco del nuevo siglo y regresan empecinadamente con sus mismas preguntas y sus viejos fantasmas.  Por eso, sin pretender responder aquella pregunta compleja que, obviamente, no puede ser zanjada, este artículo se acerca a ella y la merodea revisando nociones que pueden llegar a enriquecer su formulación y buscan vincularla con otras cuestiones necesarias. En función de ese propósito, asume la discusión de algunos de estos conceptos comenzando con el propio término “arte indígena”.

Óga jekutu. Casa ceremonial paĩ tavyterã, guarani. Fotografía: Rocío Ortega. Jaguati, Departamento de Amambay. 2011.

Óga jekutu. Casa ceremonial paĩ tavyterã, guarani. Fotografía: Rocío Ortega. Jaguati, Departamento de Amambay. 2011.

ACERCA DEL ARTE INDÍGENA

El canon occidental

Hay una cuestión central que aparece a la hora de abordar el tema del arte indígena: ¿cómo puede definirse el límite de lo artístico en el contexto de culturas en las cuales la belleza, lo estético, impregna el cuerpo social entero? Apenas formulada, esta pregunta resulta demasiado similar a la que se plantea hoy con relación al esteticismo difuso contemporáneo. Este tema será tratado posteriormente, pero conviene ya formularlo para marcar un horizonte de coincidencias sobre el fondo de una escena cruzada por diferencias que parecen insalvables.

Pero volvamos ahora al arte indígena. Cuando se habla de “arte”, se habla de un conjunto de objetos y prácticas que recalcan sus formas para producir una interferencia en la significación ordinaria de las cosas e intensificar la experiencia del mundo. El arte indígena, como cualquier otro, recurre a la belleza para representar aspectos de la realidad, inaccesibles por otra vía, y poder así movilizar el sentido, procesar en conjunto la memoria y proyectar en clave de imagen el porvenir comunitario. Sin embargo, a la hora de otorgar el título de “arte” a estas operaciones, salta enseguida una objeción: en el contexto de las culturas indígenas, lo estético no puede ser desprendido de un complejo sistema simbólico que fusiona en su espeso interior momentos diferenciados por el pensamiento occidental moderno (tales como “arte”, “política”, “religión, “derecho” o “ciencia”). Las formas estéticas se encuentran en aquel contexto confundidas con los otros dispositivos a través de los cuales organiza la sociedad sus conocimientos, creencias y sensibilidades. Es decir, en las culturas indígenas no cabe aislar el resplandor de la forma de las utilidades prosaicas o los graves destinos trascendentales que requieren su oficio auratizante. Es más: tales culturas no sólo ignoran la autonomía del arte, sino que tampoco diferencian entre géneros artísticos: las artes visuales, la literatura, la danza y el teatro enredan sus expresiones en el curso de ambiguos y fecundos procesos de significación social que se apuntalan entre sí en el fondo oscuro de verdades inaccesibles.

Estas confusiones presentan apuros teóricos varios derivados de la economía propia del pensamiento moderno que se empeña en regir en terrenos extranjeros y se desorienta al transitarlos.  Desde Kant, la teoría occidental del arte autonomiza el espacio del arte separando forma y función mediante una sentencia definitiva y grave: sólo son artísticos los fenómenos en los que la primera se impone sobre las funciones que enturbian su apariencia (usos rituales, económicos, políticos, etc.). Condicionado por las razones particulares de su historia, el arte occidental moderno requiere el cumplimiento de determinados requisitos por parte de las obras que lo integran: no sólo la autonomía formal, sino también la genialidad individual, la renovación constante, la innovación transgresora y el carácter único y original de cada una de aquellas obras. El problema es que estos requerimientos, específicos de un modelo histórico (el moderno), pasan a funcionar como canon universal de toda producción artística y como argumento para descalificar aquella que no se adecuare a sus cláusulas. Y lo hacen impulsados por las razones fatales de la hegemonía, que convierten la perspectiva de un sector en manera única de mirar el mundo y de enunciarlo. Por eso, ciertas notas que definen el arte realizado durante un trecho corto de su extenso derrotero (siglos XVI al XX), devienen arquetipos normativos y requisitos ineludibles de toda producción que aspire al título de artística.

Esta extrapolación abusiva de los rasgos de la modernidad introduce una paradoja en el seno mismo del concepto de lo artístico. En principio, la clásica teoría occidental del arte entiende que éste se constituye a partir de un misterioso cruce entre el momento estético (el de la forma sensible, el lugar de la belleza) y el poético (el del contenido: el relámpago de un indicio de lo real, la fugaz manifestación de una verdad sustraída). Según esta definición, el arte resulta expresión esencial de la condición humana desde sus mismos orígenes y a través de todo su periplo largo; pero a la hora de aplicar esa definición sólo registra como legítimamente artísticos los productos que cumplen las exigencias del estricto formulario moderno.

Las expresiones del arte indígena, como casi todo tipo de arte no moderno, no llenan esos requisitos: no son producto de una creación individual (a pesar de que cada artista reformule los patrones colectivos) ni generan rupturas transgresoras (aunque supongan una constante renovación del sentido social) ni se manifiestan en piezas únicas (aun cuando la obra producida serialmente reitere con fuerza las verdades repetidas de su propia historia). Por lo tanto, desde la mirada reprobadora del arte moderno, tales expresiones son consideradas meros hechos de artesanía, folclor, “patrimonio intangible” o “cultura material”. No cumplen los requisitos de la autonomía formal moderna: no son inútiles, en el sentido kantiano del término; se encuentran comprometidas con ritos arcaicos y prosaicas funciones, empantanadas en la densidad de sus historias turbias y lastradas por la materialidad de sus soportes y el proceso de sus técnicas rudimentarias.

La dicotomía entre el gran sistema del arte (fruto de una creación esclarecida del espíritu) y el circuito de las artes menores (producto de oficios, testimonio de creencias llanas) sacraliza el ámbito de aquel sistema. Por un lado, los terrenos del arte quedan convertidos en feudo de verdades superiores, liberadas éstas de las condiciones de productividad que marcan la artesanía y de los expedientes litúrgicos que demanda el culto bárbaro. Por otro, devienen recogido recinto del artista genial, opuesto él al ingenioso y práctico artesano o al oficiante supersticioso y exaltado.

Dos alegatos

No obstante esta desobediencia de los paradigmas modernos, sigue siendo conveniente hablar de arte indígena. Este reconocimiento supone asumir la diferencia de las culturas otras: significa admitir modelos de arte alternativos a los del occidental e implica recusar un modelo colonial que discrimina entre formas culturales superiores e inferiores, dignas o no de ser consideradas como expresiones privilegiadas del espíritu. Bajo este título se abogará en pro del uso del término “arte indígena” mediante dos alegatos básicos.

 

De la diferencia y sus formas

Desde el fondo incierto de la historia y cubriendo el mundo hasta sus últimos rincones, diversas sociedades no-modernas trabajan la alquimia oscura del sentido mediante la refinada manipulación de la apariencia. Lo hacen entreverando formas y funciones, belleza y utilidad: la guirnalda que inflama la frente del chamán o enaltece la del cazador, las pinturas que ornamentan con opulencia los cuerpos humanos para divinizarlos o hacerlos rozar el límite de su condición animal, las vasijas depuradas en sus diseños o sobre-ornamentadas para el culto o la fiesta profana, así como el diseño seguro de tantos utensilios comunes inmersos en la cotidianeidad de los pueblos indígenas; todos estos gestos y objetos, antes que apelar a la fruición estética, buscan reforzar, mediante la belleza sin duda, significados sociales que crecen mucho más allá de los terrenos del arte. Una vez más: la belleza no tiene un valor absoluto: sirve como alegato de otras verdades.

Pero la falta de autonomía de lo estético no significa ausencia de forma. Aun mimetizada, sumergida en la trama espesa del conjunto sociocultural y confundida con las muchas fuerzas que dinamizan el hacer colectivo, la forma estética se encuentra indudablemente presente: anima desde dentro las certezas primeras y empuja en silencio la memoria pesada y cambiante de la comunidad. La belleza trabaja clandestinamente para apuntalar verdades y funciones que requieren el aval de su propia imagen en la escena de la representación: subraya funciones, inflama verdades, intensifica figuras fundamentales; se tensa hasta el límite, obligada a decir lo que está fuera de su alcance y, al hacerlo, llena el horizonte cultural de relámpagos, inquietudes y presagios.

Así, en las culturas indígenas lo estético significa un momento intenso pero contaminado con triviales funciones utilitarias o excelsas finalidades cultuales, enredado con los residuos de formas desconocidas, oscurecido en sus bordes que nunca coincidirán con los contornos nítidos de una idea previa de lo artístico. Lo bello apunta más allá de la armonía y de la fruición: despierta las potencias dormidas de las cosas y las inviste de sorpresa y extrañeza; las aleja, quebranta su presencia ordinaria y las arranca de su encuadre habitual para enfrentarlas a la experiencia, inconclusa siempre, de lo extraordinario. En estos casos, las creencias religiosas y las figuras míticas que animan las representaciones rituales requieren ser recalcadas mediante la manipulación de la sensibilidad y la gestión de las formas. Las imágenes más intensas y los colores sugerentes, así como las luces, composiciones y las figuras inquietantes ayudan a que el mundo se manifieste en su complejidad y en sus sombras; en su incertidumbre radical, en vilo sobre las preguntas primeras: aquellas que no conocen respuesta.

Por otra parte debe considerarse que existen operaciones artísticas que van más allá del alcance de lo estético. Esto es especialmente claro en culturas no-modernas y en ciertas operaciones del arte contemporáneo, pero también atraviesa todo el devenir del arte en general. Para definir mejor este tipo de operaciones tomemos como ejemplo el caso de los rituales, ámbito privilegiado del arte indígena.  La escena de la representación ceremonial se encuentra demarcada por un círculo de contornos tajantes. Al ingresar en él, las personas y los objetos quedan bañados por luminiscente distancia que supone estar del otro lado, más allá de la posibilidad de ser tocados, fuera del alcance del tiempo ordinario y el sentido concertado. De este lado de la línea que dibuja el cerco del espacio ceremonial, los hombres y las cosas obedecen a sus nombres y sus funciones: no son más que utensilios profanos y muchedumbre sudorosa y expectante agolpada en torno al escenario. Al cruzar la raya invisible que preserva la distancia y abre el juego de la mirada, los objetos y los hombres se desdoblan. Ya no coincide cada cual consigo mismo y, más allá de sí, deviene oficiante, dios o elemento consagrado. ¿Qué los ha auratizado? ¿Qué los ha distanciado y vuelto inquietantes indicios de algo que está más allá de sí? Ante esta pregunta se abren dos caminos, entrecruzados casi siempre. Son los que, titubeante, sigue el arte en general: el que privilegia la apariencia estética y el que hace inflexión en el concepto.

Ante la pregunta acerca de qué ha otorgado un excedente de significación, un valor excepcional, a ciertos objetos y personajes que aparecen, radiantes, en la escena ritual, la primera vía es la de la belleza, recién referida más arriba. El otro itinerario es el que se abre al concepto: a esos objetos y personajes los ha hecho raros y distantes, los ha auratizado, el hecho de saberlos emplazados dentro de la circunferencia que los separa del mundo cotidiano y los ofrece a la mirada. Éste es un camino largo que, estirando un poco los términos, podría ser calificado de conceptual. Conceptual, en el sentido de que coincide, por ejemplo, con la vía abierta, o instaurada, en el arte moderno por Duchamp: es la idea de la inscripción de los objetos la que los auratiza, independientemente de sus valores expresivos o formales: fuera del círculo establecido por la galería o el museo, el urinario o la rueda de bicicleta no brillan, no se distancian, no se exponen a la mirada: no significan otra cosa que la marcada por sus funciones prosaicas. Fuera del círculo consagrado de la cultura indígena, las cosas coinciden, opacas, consigo mismas y no remiten a la falta primera o la plenitud fundante. Acá la belleza no tiene nada que hacer: sólo importa un puesto; la noción de un puesto. La distancia está marcada por el concepto.

Los otros derechos

Pero hay otras razones, de carácter político, para argumentar en pro del término “arte indígena”. El reconocer la existencia de un arte diferente puede refutar una posición discriminatoria que supone que la cultura occidental detenta la prerrogativa de acceder a ciertas privilegiadas experiencias sensibles. Y puede proponer otra visión del indígena actual: abre la posibilidad de considerarlo no sólo como un ser marginado y humillado sino como un creador, un productor de formas genuinas, un sujeto sensible e imaginativo capaz de aportar soluciones y figuras nuevas al patrimonio simbólico universal.

Por último, el reconocimiento de un arte diferente puede apoyar la reivindicación que hacen los pueblos indígenas de su autodeterminación y su derecho a un territorio propio y una vida digna. Por un lado, la gestión del proyecto histórico de cada etnia requiere un imaginario definido y una autoestima básica, fundamento y corolario de la expresión artística. Por otro, los territorios simbólicos son tan esenciales para los indígenas como los físicos; aquellos son expresión de éstos; éstos, proyección de aquellos. Por eso, resulta difícil defender el ámbito propio de una comunidad si no se garantiza su derecho a la diferencia: su posibilidad de vivir y pensar, de creer y crear de manera propia.

 

Escena del ritual popular Guaikuru ñemonde. Fotografía: Fernando Allen.

Escena del ritual popular Guaikuru ñemonde. Fotografía: Fernando Allen.

EL ARTE INDÍGENA EN CUANTO ARTE POPULAR

Una vez planteada la utilidad de emplear el término arte indígena, conviene hacerlo como una modalidad específica de arte popular. Esta conveniencia resulta de la expansión de procesos coloniales y poscoloniales de “popularización” de lo indígena y de mestizaje e hibridación intercultural. Pero también proviene de la posición asimétrica que ocupan los pueblos indígenas en el contexto de las sociedades nacionales latinoamericanas; posición que los equipara a los demás sectores excluidos de una participación social plena: aquellos que, en sentido estricto, pueden ser llamados populares. El arte popular, que incluye el indígena y que será mejor considerado enseguida, se afirma desde la expresión de la diferencia. Y lo hace a través de las muy diversas prácticas de sectores marginados que precisan reinscribir sus propias historias para asumir los desafíos que impone o propone la cultura hegemónica.

Empleada desde hace décadas por pensadores como García Canclini, la figura gramsciana de hegemonía ha devenido útil para trabajar el concepto de lo popular en América Latina. En esta dirección, el conflicto intercultural no supone necesariamente una imposición forzosa ejercida por un polo dominante sobre uno dominado, sino un conjunto de procesos que incluyen tanto la capitulación, el repliegue y la pérdida como complejos juegos de seducción, estrategias de resistencia y movimientos de negociación y acuerdo. Lo popular se afirma ante el poder hegemónico no como pura exterioridad suya, sino como postura alternativa ante él: la posición desventajosa de grandes mayorías o minorías que, relegadas de una participación efectiva en lo social (lo económico, lo cultural o lo político), producen discursos, realizan prácticas y elaboran imágenes al margen o en contra del rumbo hegemónico; hoy, el marcado por la cultura capitalista.

Así, lo popular subalterno y lo hegemónico se relacionan no como sustancias completas enfrentadas en una disyunción lógica absoluta sino como momentos de un conflicto contingente que admite desenlaces imprevistos y provisionales. Este hecho determina que la tensión entre uno y otro término no implique emplazamientos fijos sino puestos variables: disposiciones azarosas que pueden repelerse o entrecruzarse y, aun, confundirse en algún trecho breve de sus itinerarios diversos. Pero también determina tendencias ambivalentes en el seno de la cultura popular que, o bien promueven posturas conservadoras o bien impulsan apuestas disidentes. Esta misma ambigüedad hace que dichas culturas se vuelvan, recelosas, sobre sus propias reservas de memoria y deseo o decidan incursionar en los terrenos adversarios y tomar de ellos argumentos nuevos para corroborar sus particularidades y retomar, quizá, sus caminos viejos.

Asumiendo estos supuestos, podemos caracterizar la cultura popular como el conjunto de prácticas, discursos y figuras particulares de sectores ubicados  desfavorablemente en la escena social y marginados, por lo tanto, del acceso a diversas instancias de poder. Este menoscabo determina que a las culturas populares no les convenga el modelo instituido de representaciones y opten por continuar desarrollando formas alternativas de producción simbólica. El concepto de “arte popular” designa un ámbito específico dentro de los territorios de la cultura popular. Se refiere a puntos intensificados, difíciles, suyos: tensiones, discordancias y rupturas, pliegues, contracciones y crispaciones formales ocurridos en ese ámbito y dirigidos a replantear el sentido social a través de diversas maniobras formales. Según queda sostenido, tales maniobras, realizadas paralelamente a las del arte hegemónico, no operan en forma autónoma sino en concurrencia y hasta en fusión con otros movimientos que traman el hacer social.

A partir de estas consideraciones, el arte popular puede ser identificado a través de tres notas suyas.

 

La negación

Esta cualidad parte de la situación asimétrica en que se encuentran los sectores populares: marginados de una presencia plena en las decisiones que los involucran, excluidos de una participación efectiva en la distribución de los bienes y servicios sociales e ignorados en su aporte al capital simbólico de la colectividad. Históricamente, el concepto de pueblo es, así, definido por descarte: la plebs, los residuos de la república autoconciliada, el Tercer Estado (lo que no pertenece a la Nobleza ni al Clero), lo no-dominante, lo no-proletario, lo no-occidental, etc. El arte popular cubriría el remanente de lo que no es ni erudito ni masivo y crecería marcado por el estigma de lo que no es.

La afirmación

Las discusiones de la teoría crítica cultural han llevado a discutir el término “popular” no tanto mediante una carencia (lo marginal, lo excluido, lo subalterno), sino a partir de un movimiento productivo que interviene en la constitución de las identidades y la afirmación de la diferencia. Por eso, si bien el concepto de “arte popular” se ha definido desde una omisión y desarrollado en cuanto antagonista (lo opuesto al arte hegemónico), hoy parece conveniente subrayar sus momentos positivos: el arte popular implica un proyecto de construcción histórica, un movimiento activo de interpretación del mundo, constitución de subjetividad y afirmación de diferencia. A través de la creación de formas alternativas, distintas colectividades elaboran sus historias propias y anticipan modelos sustentables de porvenir: reubican los mojones de la memoria y reimaginan los argumentos del pacto social. La consistencia auto-afirmativa del arte popular constituye un referente fundamental de identificación colectiva y, por lo tanto, un ingrediente de cohesión social y un factor de resistencia cultural y contestación política.

 

La diferencia

La creación artística popular tiene rasgos particulares, diferentes a los que definen el arte moderno occidental. No levanta para la belleza una escena separada ni reivindica la originalidad de cada pieza producida ni aspira a la genialidad ni a la constante innovación. Pero es capaz de proponer otras maneras de representar lo real y movilizar (o interferir, trastornar) el flujo de la significación social. En diversas regiones de América Latina, pueblos apartados e intensos crean obras que, repitan o renueven las pautas tradicionales, dependan o no de funciones varias, se produzcan individual o serialmente y correspondan a creadores reconocidos o autores anónimos y/o colectivos, son capaces de asumir perspectivas propias para intentar expresar lo que está más allá de la última forma; que es ese el oficio del arte y ese su destino o su condena.

EL ARTE POPULAR EN CUANTO LATINOAMERICANO

Los lugares de la periferia

Este título pretende avanzar hacia el tema de las relaciones entre el concepto de arte popular hasta hacerlo confrontar con las circunstancias de la escena global y las exigencias de una ineludible posición acerca de lo universal. En trance de hacerlo, apela ahora a un encuadre más amplio y trae a colación lo latinoamericano en cuanto periférico.

La cuestión que rige para todas las formas subalternas de arte y cultura es determinar hasta qué punto pueden dar cuenta ellas de sus propias historias empleando (aunque fuere parcialmente) sistemas de representación marcados por los modelos hegemónicos. El arte periférico, el producido en América Latina en este caso, se desarrolla tanto mediante estrategias de resistencia y conservación como mediante prácticas de apropiación, copia y transgresión de los modelos metropolitanos; tales prácticas se encuentran por lo tanto ante el desafío de asimilar, distorsionar o rechazar los paradigmas centrales en relación a la memoria local y de cara a proyectos históricos particulares.

El modelo de oposición centro-periferia a partir del cual suele ser trabajado el concepto de “arte latinoamericano” presenta problemas. Enunciada desde el lugar del centro (el llamado “Primer Mundo”), la periferia (o “El Tercer Mundo”) ocupa el lugar del otro. Éste significa el inevitable costado oscuro del Yo occidental: la copia degradada o el reflejo invertido de la identidad ejemplar. Según esta perspectiva, el otro no representa la diferencia que debe ser asumida, sino la discrepancia que habrá de ser enmendada: no actúa como un Yo ajeno que interpela equitativamente al Yo enunciador, se mueve como el revés subalterno y necesario de éste. Y ambos se encuentran trabados entre sí mediante un enfrentamiento esencial y especular que congela las diferencias. Desde este esquema, el arte indígena es considerado o bien como la matriz ahistórica de las verdades originarias o bien como ingrediente primero o condimento de la alegre ensalada posmoderna: el potaje kitsch que reclama el nuevo mercado de lo exótico.

Para discutir este modelo conviene imaginar estrategias de contestación a la hegemonía central que no pasen por el mero antagonismo reactivo. Ante la oposición metafísica entre lo uno y lo otro (el centro y la periferia, lo latinoamericano y lo  universal) cabe asumir la mutua inclusión de los términos opuestos e imaginar un tercer espacio de confrontaciones o vaivenes. No debe esperarse, pues, un desenlace definitivo para la oposición centro/periferia, cuyos términos fluctúan siempre empujados por discordias y conciertos diversos. El desanclaje de estos términos posibilita reivindicar la diferencia del arte latinoamericano no mediante su impugnación abstracta a los modelos del arte central sino a partir de posiciones propias, variables, determinadas por intereses específicos. Desprendidas de emplazamientos fijos, oscilantes –tanto como las posiciones centrales- las periféricas adquieren una movilidad que les permite desplazarse con agilidad. Entonces pueden cambiar sus puestos para concertar, debatir o enfrentarse a aquellas en movimientos que respondan a los azares de la contingencia histórica antes que a un cuadro formal de oposiciones lógicas. Esta soltura permite ejercer la diferencia cultural no como mera reacción o resistencia defensiva sino como gesto político afirmativo, obediente a sus propias estrategias. No se trata, pues, de impugnar o aceptar lo que venga del centro porque viene de allí, sino porque conviene o no a un proyecto propio.

Desde estas consideraciones, el arte latinoamericano puede dejar de ser concebido como una figura autosuficiente, idéntica a sí: como un santuario consagrado al origen mítico, el final feliz de una heroica síntesis histórica o la contracara relegada del arte universal. Por eso, hablar de “arte latinoamericano” puede resultar útil en cuanto no designa su concepto una esencia sino una sección, pragmáticamente recortada por razones políticas, conveniencias históricas o eficacia metodológica; en cuanto permite nombrar un espacio, discursivamente construido, en el que coinciden o se cruzan jugadas alternativas de significación y propuestas que se resisten a ser enunciadas desde las razones del centro.

Elogio del desencuentro

Encubridora de conflictos, la historia oficial ha recurrido al eufemismo “encuentro de culturas” para referirse al brutal choque intercultural que supuso la Conquista sobre los territorios indígenas. Afortunadamente, el término “encuentro” obedece en castellano a dos acepciones distintas, contrapuestas a veces; tanto designa una coincidencia como una colisión: un desencuentro. Gran parte de la diferencia cultural puede ser considerada asumiendo ese doble sentido: es cruce y choque, pero sobre todo, es diferimiento y disloque.

En América Latina, la modernidad del arte popular, como la de otras formas de arte, se desenvuelve a partir de los desencuentros producidos por el lenguaje moderno central al nombrar otras historias y ser nombrado por otros sujetos. Sus mejores formas se originan mediante deslices, equívocos y malentendidos; yerros involuntarios e inevitables lapsus. Pero también surgen de las distorsiones que producen las sucesivas copias, de las dificultades en adoptar signos que suponen técnicas, razones y sensibilidades diferentes y, por supuesto, del consciente intento de adulterar el sentido del prototipo. Así, muchas obras destinadas a constituir degradados trasuntos de los modelos metropolitanos recuperan su originalidad en cuanto por error, ineficacia o voluntad transgresora traicionan el rumbo del sentido primero. Fieles, a veces, a sus aspiraciones anticolonialistas o al ritmo de sus tiempos propios; presas, otras veces, de actos fallidos, desatinos y confusiones, las diversas formas de arte latinoamericano hicieron dramáticas alteraciones de los tiempos, la lógica y los contextos de las propuestas modernas.

Así, las culturas periféricas se hallan desencajadas en relación a las figuras propuestas o impuestas por la modernidad central, que siempre llegan diferidas, diferentes. Si bien la hegemonía ya no es ejercida a partir de emplazamientos geográficos ni enunciada en términos absolutos, las posturas que se asuman ante sus preceptos o sus cantos de sirena siguen constituyendo una referencia fundamental del arte latinoamericano, definido en gran parte desde los juegos de miradas que cruza con el centro; desde los forcejeos en torno al sentido. Y, por eso, la tensión entre los modelos centrales y las formas apropiadas, transgredidas o copiadas por las periferias, o a ellas impuestas, constituye un tema que sigue vigente y requiere continuos replanteamientos.

Este conflicto ocurrió desde los primeros tiempos y, a su modo, sigue ocurriendo. La colonización europea de los territorios latinoamericanos significó un proceso de desmantelamiento de las culturas autóctonas y de imposición violenta de los lenguajes imperiales. Pues bien, en cuanto puede asumir una postura propia ante esta situación (sea de resignada aceptación o de airado rechazo, sea de complacida apropiación o incautación calculada), el arte popular colonial logra definir formas expresivas particulares. Guarda en su origen la memoria de terribles procesos de etnocidio y de rencor, de vaciamiento y persecución. Pero sus formas no traducen fielmente estos conflictos, y no los resuelven, por cierto, ni efectiva ni simbólicamente. Simplemente se afirman animadas por sus tensiones, por el esfuerzo que supone el enfrentarlas, por las energías que despiden, quizá.

Como los primeros indígenas misionalizados que comenzaron copiando sumisamente los modelos barrocos para terminar desmontando el sentido del prototipo, así, muchas otras formas fueron capaces de torcer el rumbo del trazado impuesto por la dirección hegemónica. El arte popular mestizo crecido después se consolidó a través de profundas distorsiones y destiempos tanto como de feroces forcejeos en torno al sentido que dieron como resultado un arte diferente. Lo que estaba concebido como producto de copia de segunda mano terminó constituyéndose en una expresión nueva.

Es que los designios de la dominación nunca pueden ser enteramente consumados. Y esto es así no sólo porque las estrategias del poder se vuelven, desde cierto punto, descontroladas, sino porque los terrenos del símbolo son esencialmente equívocos y cobijan una ausencia central que no puede ser colmada. Aun los más duros procesos de dominación cultural, los más feroces casos de etnocidio, no pueden cubrir todo el campo colonizado y dejan, a su pesar, una franja vacante. En ese baldío opera la diferencia; desde allí, los indígenas, primero, y los mestizos y criollos, después, produjeron, a veces, (sub)versiones particulares, obras que lograron asir algún momento de alguna verdad propia y escapar, de ese modo, del destino espurio que les tenía asignado el proyecto colonial. Según quedó referido, en muchos casos los indígenas comenzaron imitando meticulosamente los patrones occidentales y terminaron doblegando el sentido de los modelos. Del mismo modo, a lo largo del tiempo escindido que empezaba entonces, las mejores formas del arte latinoamericano fueron (son) aquellas que lograron afirmarse en la breve oquedad que dejan abierta los desajustes del poder y los extravíos de la imagen, y pudieron nutrirse de las ímpetus condensados que allí se refugian.

Escena del ritual popular Kamba ra’anga. Fotografía: Fernando Allen.

Escena del ritual popular Kamba ra’anga. Fotografía: Fernando Allen.

EL ARTE INDÍGENA ANTE LA MODERNIDAD

La quiebra del sistema de producción artesanal generada por la revolución industrial perturba profundamente el destino de la cultura popular; de toda la cultura, en verdad. Por una parte, instaura el divorcio entre los reinos privilegiados del arte -relacionado con la autonomía de la forma-  y los terrenos inferiores de la artesanía -heredera de  prosaicos empleos utilitarios-. Por otra parte, dentro de los propios productos utilitarios, aquella revolución establece una separación tajante entre los manufacturados artesanalmente en forma tradicional y los fabricados de manera industrial. Estas separaciones se exacerban durante la pos-industrialización y la hegemonía de los mercados globales, cuando la masificación tecno-mediática y la mercantilización de lo cultural llegan a extremos nunca antes previstos. Por eso, el futuro de las artes populares, basadas en gran parte en artesanías, parece estar condicionado por sus oposiciones, enlaces y confusiones con el arte ilustrado, por un lado, y la cultura masiva, por otro. Este doble condicionamiento remite a la cuestión del alcance de los cambios en el arte popular.

 

Los privilegios del cambio

Gran parte del discurso acerca de la cultura popular indígena se encuentra teñida en América Latina por los discursos nacionalistas y populistas que se encuentran en los orígenes de las definiciones oficiales de lo popular. El nacionalismo considera la Nación como una sustancia completa encarnada en el Pueblo, concebido como conjunto social homogéneo y compacto: un sujeto ideal que nada tiene que ver con las exclusiones y las miserias que sufren los indígenas reales. Mitificada, la producción artística se vuelve fetiche o reliquia, remanente fijo de un mundo condenado a la extinción. Congelado en su versión más pintoresca, el arte popular queda convertido en ejemplar sobreviviente de un mundo originario arcaico cuya mismidad debe ser preservada de los avatares de la historia.

Este argumento romántico, alegato de ideologías nacionalistas que precisan fundamentar el Ser Nacional sobre bases incólumes, promueve una diferencia básica entre el arte culto y el popular. El primero se encuentra forzado a innovar continuamente bajo la amenaza de perder actualidad; el segundo se halla destinado a permanecer idéntico a sí mismo so pena de adulterar sus verdaderos valores y corromper su autenticidad original. Así, mediante este esquema categórico, intransigente, se asignan puestos y funciones según el guión prefijado de la historia: al arte popular le corresponde el pasado; al culto, el porvenir. Uno debe dar cuenta de sus raíces y ser el depositario del alma indígena o mestiza; el otro debe estar vertiginosamente lanzado a la carrera lineal y continua del progreso.

Aunque se volverá sobre este tema, conviene adelantar que una dicotomía equivalente afecta el pensamiento de la relación entre lo universal y lo particular: un arte propio, local, auténtico y original se opone a la universalidad como si constituyera ésta una sustancia entera y cerrada, ajena. Tal dicotomía es responsable del viejo dilema: o se mantiene la pureza ancestral o se diluye el legado de la memoria en los flujos abstractos del Todo. Esta falsa alternativa ha promovido innumerables e innecesarias dicotomías y simplificaciones. Desde sus inicios modernos, el arte de América Latina se ha debatido, lleno de culpas, ante disyunciones planteadas sobre un mismo principio: la fidelidad a la memoria propia versus el acceso a la contemporaneidad. O bien: el atraso de la provincia versus la obsecuencia ante el poder de las metrópolis. Pero comprobado está que la alternativa entre auto-encierro y alineación es inútil; la reclusión de identidades supuestamente intactas resulta tan perniciosa como la adopción servil de los cánones coloniales. El enclaustramiento no es una buena estrategia; la mejor alternativa ante la expansión imperial es salirle al paso e intentar reformular y transgredir las reglas de su juego en función de los proyectos propios.

Por eso, la pregunta acerca de si las culturas tradicionales pueden o no cambiar o qué es lo que deberán conservar de sus propios acervos y qué sacrificar de ellos está mal planteada: en ningún caso puede ser resuelta desde afuera del ámbito de las propias culturas involucradas. Cualquiera de ellas es capaz de asimilar los nuevos desafíos y crear respuestas y soluciones en la medida de sus propias necesidades. Según éstas, el arte popular puede conservar o desechar tradiciones centenarias tanto como rechazar con fuerza o aceptar con ganas bruscas innovaciones acercadas por la tecnología o las vanguardias del arte.

No existe una “autenticidad” en el arte fuera del proyecto de la comunidad que lo produce. Por esto, cualquier apropiación de elementos foráneos será válida en la medida en que corresponda a una opción cultural vigente, mientras que la mínima imposición de pautas ajenas puede trastornar el ecosistema de una cultura subordinada. Obviamente, aquella apropiación y este trastorno nada tienen que ver con orígenes ni fundamentos: son cuestiones políticas. Y en cuanto tales, suponen disputas en torno al sentido e involucran, nuevamente, la cuestión de la diferencia.

 

Las otras modernidades

Aunque el arte popular latinoamericano comparta con el vanguardístico ilustrado la condición asimétrica de lo periférico, hay diferencias que caben ser remarcadas en relación al proyecto moderno. Cuando los artistas populares, específicamente indígenas, se apropian de imágenes modernas o contemporáneas, no están cumpliendo un programa explícito de asimilación o impugnación de los lenguajes metropolitanos: responden a estrategias de sobrevivencia o expansión; incorporan con naturalidad nuevos recursos para continuar sus propios trayectos, iniciados en tiempos precolombinos las más de las veces; incautan figuras con las cuales habían cruzado una mirada de identificación o un guiño seductor.

Es decir, el empleo que hace el arte indígena del capital simbólico moderno occidental no constituye una postura sistemáticamente asumida ante la cuestión de si cabe ceder ante los hechizos de la modernidad o sacrificar la “autenticidad”. Por eso, estos decomisos, préstamos o intercambios interculturales carecen de la gravedad y el aire culpable de las apropiaciones vanguardísticas del arte ilustrado. Y por eso, las culturas populares utilizan sin tanto remilgo y miramiento formas, recursos y procedimientos contemporáneos y aun saben disputar con maña circuitos tradicionalmente reservados a la cultura masiva o erudita.

Es que el acceso a la modernidad desde lo subalterno se produce en forma extraña a la lógica moderna y, consecuentemente, implica un estorbo, cuando no una contrariedad, a su despliegue ordenado. Los grandes temas de la agenda moderna (el ideario programático, las figuras de tendencia, progreso, actualización y ruptura, la autonomía de lo estético, el peso de la autoría, etc.) siguen sin aparecer en la producción artística popular aun cuando ella incursiona en ámbitos regidos por racionalidades modernas. Por eso, los artistas indígenas y mestizos aceptan, o sustraen imágenes y conceptos nuevos en cuanto resulten útiles a sus propias historias. Y cuando lo hacen con talento y convicción, producen resultados genuinos, formas recientes o viejas figuras reanimadas: auténticas en su radiante impureza.

 

Las otras posmodernidades

Esos impuros procesos de mezclas que producen las otras modernidades -las modernidades paralelas o las submodernidades- constituyen una de las fuerzas que levantan y perturban la promiscua escena cultural contemporánea. El concepto de “hibridez cultural” se refiere en parte al entreverado espacio global en el que coinciden, deformados en parte, el arte culto, el de masas y el popular, mezclados entre sí, a veces en forma demasiado apresurada. Indudablemente este concepto permite asumir mejor la trama espesa de transculturaciones y discutir, así, tanto los sustancialismos que estereotipan lo popular como los historicismos que hacen del devenir ilustrado la única vía genuina y bien encauzada. Pero el mismo concepto, el de “hibridez”, se vuelve problemático cuando cae en la trampa que delata y resulta, a su vez, esencializado. Este riesgo remite a dos cuestiones. La primera tiene que ver con la absolutización del fragmento; la segunda, con la esencialización de lo híbrido.

 

Primera cuestión: mediaciones

La primera cuestión, (relativa a un tema ya mencionado) se levanta ante posiciones que sustancializan la particularidad y hacen de la dispersión un destino inevitable. El descrédito de las totalidades y los fundamentos y el abandono de los grandes relatos modernos han promovido la apertura de un escenario favorable a la diferencia pluricultural. Pero la proliferación de las demandas particulares ocurre en detrimento de los principios de la emancipación universal de origen ilustrado. Encerradas en sí, las posiciones que exaltan la segmentación y la consideran una categoría autosuficiente, terminan promoviendo la desarticulación de las demandas particulares y estorbando la posibilidad de que compartan ellas un horizonte común de sentido. Y entorpecen, por eso, la convergencia de los intereses sectoriales en proyectos colectivos, indispensables no sólo para la congruencia del cuerpo social sino para la eficiencia de las propias jugadas particulares. Confrontadas entre sí a partir de códigos comunes que faciliten la negociación y el intercambio, tienen las culturas indígenas mejores posibilidades de inscribir sus demandas en un ámbito abierto al interés público.

Por otra parte, esencializar la diversidad constituye ocasión de nuevos sectarismos y autoritarismos varios y puede oscurecer la perspectiva de universalidad que requiere todo proyecto de arte como horizonte de posibilidades. De ahí la necesidad de replantear sobre bases más complejas la tensión entre lo particular y lo universal. Y esta operación exige concebir ambos términos no como referentes autónomos ni momentos de una relación binaria ineludible, sino como fuerzas variables cuyo interjuego moviliza negociaciones y supone reposicionamientos, avances y retrocesos, conflictos no siempre resueltos, soluciones provisionales, inesperadas. Pero la escena confusa, fecunda, donde actúan esas fuerzas requiere la mediación de políticas culturales, instancias públicas ubicadas por encima de las lógicas sectoriales. Tanto como garantizar la diversidad, estas mediaciones deben propulsar condiciones aptas para la confrontación intercultural. Y deben alentar la posibilidad de que los derechos de las minorías coexistan con miradas de conjunto. Miradas que permitan cruzar proyectos por encima del inmediatismo de las demandas particulares y puedan coordinar discursos y prácticas sin sustantivizar la totalidad ni arriesgar las diferencias.

Por eso, resulta importante instalar el tema de las identidades locales en el espacio de la sociedad civil, escena preparada para negociar la disputa entre las demandas parciales y el bien común. E, instalado allí, conviene vincularlo con la figura de ciudadanía. Si aquel subraya el momento particular, ésta acentúa el universal. La idea de una ciudadanía indígena resulta fundamental para garantizar formalmente las condiciones simétricas del juego de lo sectorial y lo general, lo propio y lo ajeno, que moviliza y arriesga el curso de la cultura. Y deviene imprescindible para imaginar la participación de los pueblos-otros en la utopía necesaria de una ciudadanía global afirmada sobre las diferencias.

 

Segunda cuestión: Misceláneas

Al exaltar la mezcolanza cultural, ciertas tendencias posmodernas, generalmente académicas y relacionadas con el multiculturalismo norteamericano, ven en ella un emblema del latinoamericano posmoderno “típico”: el híbrido marginal y exótico que celebra ritos ancestrales bebiendo coca-cola. Así, el concepto esencializado de la identidad basada en lo “auténtico” es sustituido por el concepto fetichizado de identidad fijado en su momento de pura mezcla y convertido en un banal popurrí; la imagen folklorizada de la extrema alteridad contemporánea: aquella capaz de fusionar ingeniosamente los elementos más dispares.

Cercanas a esta posición, las ideas de abolición de todas las fronteras interculturales y de desterritorialización absoluta de las identidades reimaginan el espacio simbólico planetario como una superficie homogénea y conciliada, desplegada. Levantadas las fronteras, mezclados entre sí todos los signos y las imágenes, el nuevo escenario mundial es concebido como una totalidad palpitante y nerviosa en cuyo intrincado interior resulta imposible distinguir las señas de la diversidad. Esta postura impide reconocer el hecho de que, aunque las distintas culturas vean borronearse sus contornos, comercien entre sí técnicas, ideas e imágenes y abreven con resignación o entusiasmo de un capital simbólico cada vez más indiferenciado, cada una de ellas mantiene lugares propios desde donde participa del festín global o de sus migajas. Y, mientras conserven la vigencia de sus argumentos, las culturas indígenas serán capaces de cautelar el dominio de sus matrices de significación y la peculiaridad de sus proyectos históricos. De cara a éstos, combinarán los ingredientes del menú global de forma específica y harán que ellos resulten distintos en cada escenario particular.

Por eso, aunque el arte indígena no pueda hoy ser considerado como un cuerpo completo y cerrado, impermeable en sus formas a las de la cultura erudita y la industrializada, es importante que su diferencia sea preservada. Las disyunciones binarias que enfrentan en forma fatal lo popular -ya sea con lo ilustrado, ya con lo masivo- requieren ser desmontadas. Pero esta operación no debe suponer la alegre equivalencia de todas las formas ni desconocer la pluralidad de los procesos de identificación y subjetividad. Desde sus memorias y sus posiciones distintas, ante cuestiones cada vez más compartidas, las diversas comunidades étnicas se arrogan el derecho de inscribir a su manera la memoria común y producir objetos y acontecimientos que anticipen posibilidades alternativas de futuro. Un futuro cuyas sombras tantas sólo pueden ser rasgadas mediante el filo de imágenes construidas desde las mismas colectividades.

Ayoreo (Zamuco) Corona cacical con cubrenuca. Fotografía: Fernando Allen.

Ayoreo (Zamuco) Corona cacical con cubrenuca. Fotografía: Fernando Allen.

Breves intersecciones

Una vez salvada la especificidad del arte indígena y antes de cerrar este artículo, conviene no obviar los tratos que aquel arte mantiene con otros sistemas culturales con los cuales comparte el escenario contemporáneo: la masificación cultural y el arte de filiación ilustrada.

Desafíos masivos

Con relación al primer sistema, se parte del dato de que las industrias culturales y las tecnologías masivas de comunicación e información han adquirido una incidencia contundente en la recomposición de la vida cotidiana, la educación, la transformación de los imaginarios y las representaciones sociales y, por ende, en la dinámica del espacio público. Resulta indudable que los procesos de masificación de los públicos, así como los de homogeneización y cruce intercultural que promueve la industrialización de la cultura, pueden significar un acceso más amplio y equitativo a los bienes simbólicos universales, enriquecer los acervos locales y permitir apropiaciones activas de los públicos. Ahora bien, el cumplimiento de estas posibilidades requiere el concurso de condiciones históricas propicias: existencia de niveles básicos de simetría social e integración cultural, vigencia de formas elementales de institucionalidad democrática, mediación estatal y acción de políticas culturales capaces de promover producciones simbólicas propias y relaciones transnacionales equitativas, así como de regular el mercado y compaginar los intereses de éste con los de la sociedad civil.

Es obvio que estas condiciones están muy lejos de ser cumplidas en las castigadas sociedades latinoamericanas. Entonces, se corre el grave riesgo de que, enfrentada a una contraparte sociocultural extenuada y vulnerable, la expansión avasallante del nuevo complejo tecnológico cultural exacerbe las desigualdades, arrase con las diferencias y termine postergando las posibilidades de integración cultural y, por lo tanto, las de movilidad y cohesión social. Y, entonces, cualquier política que busque facilitar el acceso democrático al nuevo mercado cultural y pretenda que ese movimiento se apoye en un capital simbólico propio, debe enfrentar grandes cuestiones que involucran dimensiones distintas: cómo fortalecer la producción significante propia de modo que sirva ella de base a industrias culturales endógenas y de contraparte de las transnacionales; cómo hacer de éstas canales de experiencias democratizadoras; cómo impulsar un consumo más participativo. Y, mirando más lejos, cómo promover integración social y convocar la presencia del Estado en lo cultural. Y más lejos aún, cómo erradicar la exclusión y la asimetría, vigorizar la esfera pública e impulsar instancias efectivas de auto-gestión indígena.

Obviamente, este artículo no pretende ubicarse ante estas preguntas desmesuradas. Pero quiere mantenerlas abiertas, pues ellas trazan el contorno de los grandes desafíos que enfrentan las formas tradicionales del arte para conservar la vigencia en medio de un escenario bruscamente alterado.

De hecho, aquellas formas tradicionales saben ingeniarse para transitar este espacio embrollado. Constituye un lugar común en el ámbito de los estudios sobre cultura negar hoy una oposición tajante entre lo masivo y lo popular. Paralelamente al caso de milenarias experiencias civilizatorias arrasadas, es evidente la emergencia de una nueva cultura popular constituida a partir de un sistema activo de consumo: estrategias diversas que, a pesar de las grandes asimetrías ya mencionadas, permiten apropiaciones de los sistemas tecnológicos e industrializados y generan vínculos con la experiencia propia y el propio proyecto. Pero, coincidentes en gran parte con esos sistemas y entrelazados a menudo con ellos, persisten tozudamente modelos organizados en torno a matrices simbólicas propias de origen tradicional que luchan por cautelar su diferencia, aun apelando a formas cada vez más mixturadas.

La promiscuidad del aura

En torno a la segunda cuestión, la de las relaciones entre el arte indígena y el erudito contemporáneo, se produce una coincidencia inesperada, ocurrida paralelamente al interés que aquel despierta en éste y al tráfico, más o menos furtivo, que mantienen ambos. Sucede que, al anular la autonomía del arte, la estetización difusa del mundo cancela aquella distinción kantiana que separaba la forma del objeto de sus usos y utilidades. El arte contemporáneo vacila ante el giro imprevisto de sus privilegios y el derrumbe de sus dominios resguardados. En principio, la inmolación de la autonomía del arte, el sacrificio del aura, tiene un sentido progresista y corresponde a un afán democratizador: permitiría la conciliación del arte y la vida cotidiana y el acceso masivo a la belleza; produciría el feliz reencuentro de la forma y la función. Pero, paradójicamente, la vieja utopía de estetizar todas las esferas de la vida humana se ha cumplido no como conquista emancipatoria del arte o la política sino como logro del mercado (no como principio de emancipación universal sino como cifra de rentabilidad a escala planetaria). La sociedad global de la información, la comunicación y el espectáculo estetiza todo lo que encuentra a su paso. Y este desborde de la razón instrumental, esta metástasis de la bella forma, neutraliza el potencial revolucionario de la pérdida de autonomía del arte. El viejo sueño vanguardista es birlado al arte por las imágenes complacientes, omnipresentes, del diseño, los medios y la publicidad.

Ante esta situación, reconquistar el oscuro lugar del arte, recobrar el disturbio de la falta – el espesor de la experiencia aurática, en suma- puede resultar un gesto político contestatario: una manera de resistir la autoritaria nivelación del sentido formateado por las lógicas rentables. Es que la autonomía del arte ha sido cancelada no en vistas a la liberación de energías creativas constreñidas por el canon burgués. Lo ha sido en función de los nuevos imperativos de la producción mundial que hace de los factores disgregados del arte (belleza, innovación, provocación, sorpresa, experimentación) estímulo de la información, insumo de la publicidad y condimento del espectáculo.

No se trata, obviamente, de restaurar la tradición autoritaria e idealista del aura sino de analizar su potencial disidente y crítico: la distancia aurática abre un lugar para el juego de las miradas, relega la plenitud del significado y permite inscribir la diferencia. Y es en este punto donde el arte indígena -falto de autonomía en sus formas, tenso de nervio aurático- puede demostrar que las notas que marcan aquella tradición idealista son contingentes. Y, entonces, permite imaginar otras maneras de cautelar el enigma y, a través del trabajo de la distancia -de la esgrima de las miradas- mantener habilitado el (des)lugar de la diferencia, el (des)tiempo de lo diferido.

El secreto del arte indígena mantiene abierto el espacio de la pregunta y el curso del deseo sin participar de las notas que fundamentan el privilegio exclusivista del aura ilustrada: la obstinación individualista, el afán de síntesis y conciliación, la vocación totalizadora, la pretensión de unicidad, la jactancia de la autenticidad o la dictadura del significante. En el arte “primitivo”, el aura que aparta el objeto, y lo hace entrar en tembloroso desacuerdo con su propia apariencia, no invoca el poder de la forma pura y autosuficiente: ilumina, promiscuamente, desde dentro, el cuerpo bullente de la cultura entera. Y como bien quisiera hacerlo el arte contemporáneo, hace de la belleza un vestigio arisco y breve de lo real.


[1] Este artículo fue publicado en Una teoría del arte desde América Latina, edit. José Jiménez, Badajoz: MEIAC; Madrid: Turner, 2011