Canon al espejo (imágenes de imágenes). Contrastes y complicidades entre Raúl Ruiz y Juan Downey

Por: Fernando Pérez Villalón

Imagen: Fotograma de The Looking Glass [El espejo] (Juan Downey, 1982, video color, 28:49 min.)

En el marco de las Jornadas “LITERATURAS Y ARTE EN LOS OCHENTA: DESDE LOS SÓTANOS” organizadas por la Maestría en Literaturas de América Latina-UNSAM que se llevarán a cabo los días 15 y 16 de agosto en el Malba, se presentará Fernando Pérez Villalón, Director del Departamento de Arte de la Universidad Alberto Hurtado (Chile), quien discurrirá acerca de los puntos de contacto entre dos grandes cineastas experimentales de Chile, Raúl Ruiz (1941-2011) y Juan Downey (1940-1993). Ambos trabajan en la idea de exacerbación del artificio y confluyen en dos imágenes muy potentes: por un lado la de Narciso como “reflejo siempre distorsionado” de la realidad y la de las Meninas como idea de representación adentro de la representación. Sus obras están llenas de contrastes, cruces y complicidades entre el cine y el video, el impulso etnográfico y la ficción, la exploración de lo local y el cosmopolitismo, el exilio y el arraigo, el humor cáustico y la melancolía. En este capítulo del libro La imagen inquieta (Santiago: Catálogo Libros, 2016) se exploran algunos de estos derroteros, a partir de los motivos del espejo y las imágenes de imágenes como elementos de una antropología negativa de la imagen.


“Hacer cine quiere decir, señoras y señores, mirar el mundo a través de una máquina o monstruo medio mecano, medio cámara fotográfica, medio bicicleta; máquina solar, porque se agita al contacto con la luz; noctámbula, porque acuna entre penumbras. En ella, medio entreverada, se encuentra una cinta transparente, larga hasta de un kilómetro y ancha de no más de 70 milímetros. Antes de atarla a la máquina, se unta nuestra cinta con una gelatina que se obtiene según una receta no muy distinta a la que se usa para fabricar la sustancia de Chillán. Se hierve en una olla de huesos de caballo y se la deja enfriar. Allí, se sumerge el celuloide. Así tratada, la cinta, como la uva, adquiere la propiedad de absorber las apariencias de lo que se le ponga por delante. Una vez que la cinta absorbe las sombras y transparencias con que se enfrenta, se pone a marinar en un estanque y luego se cuece a bañomaría. De esta manera, se hace aparecer una cantidad inverosímil de imágenes espejeantes, a las que se les agrega, antes de servirlas, un poco de música, palabras evocadoras y uno que otro sonido. Un ojo con un párpado que pestañea 24 veces por segundo”.

Así describía Raúl Ruiz su “curioso oficio” en un discurso del año 97, agudamente consciente de la materialidad del medio con el que trabajaba y de las lógicas pragmáticas y fantasmáticas de su operación, que compara intencionalmente con una suerte de cocinería, una serie de procesos con algo de mágico, pero también mucho de concreto, artesanal, con la tensión entre los dos polos del misterio y ministerio a los que se refería en su Poética del cine. Varias veces escuché a Ruiz afirmar que el tipo de producción de una película podía definirse por el número de camiones que necesitaba, y en el curso de su trayectoria el cineasta trabajó siempre con todo el espectro, desde proyectos con presupuesto mínimo a los que no tenía problema en adaptarse, hasta producciones multinacionales con actores consagrados, abundantes recursos y las dificultades que ellos traen consigo. En todos los casos, estaba clara la naturaleza del cine como un producto muy marcadamente colectivo, colaborativo y destinado a un tipo particular de circulación que Ruiz tenía muy presente, la oscuridad de la sala de proyección: “Cuando las imágenes así obtenidas se proyectan en la noche artificial, otros párpados –prótesis de una linterna ciclista– nos obligan a parpadear a todos a un mismo ritmo y compás. Y de aquella unanimidad rítmica nace una como ilusión de movimiento que nos encanta”.

Contra esta vocación nocturna de la imagen cinematográfica tradicional, heredera en cierto sentido del teatro de sombras y de la linterna mágica, y basada en la proyección a través de un haz de luz de imágenes fotográficas fijas a una velocidad que las hace moverse ante nuestros ojos, la imagen de video parece adscribirse a un régimen diurno, destinada a la pantalla de dimensiones reducidas del televisor, ella misma una fuente de luz que produce una imagen por la traducción de los impulsos magnéticos de la cinta a intensidades luminosas en una superficie de vidrio. En general, los primeros practicantes del video arte, y en esto Juan Downey no era una excepción, estaban muy conscientes de la necesidad de explorar las propiedades de este nuevo medio: lejos de concebir la cámara portátil de video como un instrumento que ofrecía la posibilidad de hacer cine de manera más económica, querían descubrir las posibilidades nuevas de otro modo de trabajo.

En efecto, con la aparición de las primeras cámaras portátiles se volvía posible registrar la realidad de manera instantánea y reproducirla transmitiéndola a un monitor sin pasar por el proceso de revelado que exigía el cine (sometido en esto todavía a la lógica de cámara oscura de la fotografía). El formato del video permitía, además, editar una cinta con equipos mucho más fácilmente accesibles, manipulando y alterando la imagen en el proceso de montaje con efectos imposibles de lograr en celuloide (al inicio la edición de video era un proceso muy rudimentario, pero al poco tiempo se fue sofisticando, y en las producciones tardías de Downey puede verse que tuvo acceso a estudios de edición que permitían efectos más complejos y todo tipo de juegos con la imagen). Pasar directamente de la cámara a un monitor no sólo permite ver inmediatamente la imagen que se está registrando, sino también explorar las relaciones con la propia imagen reproducida en vivo sobre una pantalla, a veces sin grabarla, una dimensión del medio que frecuentemente lo llevó a ser asociado con el espejo y con la figura de Narciso. Downey comprendió tempranamente las posibilidades del feedback directo, que ocupan un lugar central en su serie Video transaméricas, pero también jugó en reiteradas ocasiones con la idea de la imagen de video como un reflejo de su propio rostro en la pantalla o como un doble inquietante, con el que sostiene un curioso diálogo en El espejo (1982). Ruiz, por su parte, aunque reticente a filmarse a sí mismo, a aparecer en la pantalla de sus películas y hasta a ser fotografiado mientras trabajaba, compartía esta fascinación por los espejos, que en sus películas con frecuencia multiplican y complican el espacio, duplicando los decorados en los que transcurren sus historias y las perspectivas desde las que contemplamos a sus personajes. En su caso el espejo más que ser un dispositivo en el que contemplarse a sí mismo es un objeto que, dispuesto en diagonal respecto a la mirada, permite ver lo que no está directamente ante nuestros ojos, asomarse a otras escenas de manera oblicua (tal vez más cercano en esto al mito de Perseo enfrentando a la Medusa que al de Narciso enamorado de sí mismo).

Por cierto, la especificidad medial del cine y del video, en la que se centró gran parte de la discusión en los años de emergencia del segundo, está hoy en día completamente desdibujada por el formato digital que ha absorbido a ambos y que hace que veamos en DVD las películas de Downey y Ruiz, indistintamente en la pantalla de un computador, en un televisor, proyectadas en salas de diversos tipos, o incluso en las minúsculas pantallas de nuestros aparatos portátiles. Hay quienes comprenden este fenómeno como una muerte del cine, o en todo caso como su disolución en un campo más amplio en el que convive con videojuegos, comunicación en redes sociales, comerciales, videoclips, pornografía, TV digital y video arte, sin que sea posible dibujar fronteras nítidas entre esos medios y modos de consumo de la imagen. Pero el purismo no parece haber estado nunca al centro de las preocupaciones de estos artistas, que más bien se servían de todas las posibilidades que tenían a mano y las exploraban hasta el límite, sin miedo a la mezcla y la impureza. Contra la tendencia actual a desconfiar de las imágenes, Ruiz y Downey parecían siempre dejarse llevar por el entusiasmo, la seducción y el placer de las imágenes, aunque sin nunca perder la lucidez respecto a sus propiedades y peligros. Hay en ambos un fuerte optimismo respecto a las posibilidades de la imagen de hacer surgir mundos posibles mediante los cuales se modifica el mundo real, de cuya evidencia y solidez de hecho la imagen nos enseña a desconfiar al mostrarnos fantasmas que parecen reales, ensueños que invaden nuestra vigilia y en los que nos adentramos con los ojos abiertos.

En una entrevista incluida en los documentos que acompañaban la exposición El ojo pensante, Downey declaraba que en el cine “existe una resolución de la imagen, una textura que permite una mayor distancia, una escala diferente en cuanto al tamaño del espectador, de manera que es un medio omnipresente, que llega a controlar las conversaciones entre la gente, puede sostener la atención de un centenar o varios centenares de personas simultáneamente”; en cambio en el video, decía, “debido a su baja resolución de la imagen y en cuanto a su escala con respecto a la audiencia, es importante una proximidad porque hay una reacción más espontánea del espectador”. En otra entrevista, probablemente de la misma época, subraya nuevamente la mayor definición del cine, su escala monumental (una palabra que Downey asociaba a la arquitectura producida por un Estado coercitivo), su “capacidad de distancia y de ángulos abiertos que el video no tiene”, y las contrasta con la capacidad de retroalimentación directa del video, su “especial calidad para el tratamiento de los primeros planos y las entrevistas”, y sus cámaras silenciosas y de menor tamaño que producen una interacción menos intrusiva con el entrevistado, que “logra olvidarse de la presencia de la cámara”. Es interesante matizar declaraciones como estas con el hecho de que, como recuerda Kirk von Heflin, que trabajó como camarógrafo en varias obras de Downey, cuando filmaron pinturas en diversos museos de Londres, París y Madrid, decidieron recurrir a película de 16 mm., que permitía una mejor resolución en la captura de la imagen, y luego transferirla a video para poder editarla con mayor flexibilidad.

Una de las primeras cosas que se advierte en los videos de los años 70 y 80 es su feroz obsolescencia: se ven como imágenes muy claramente de otra época, la diferencia de ellas con una imagen de video digital de alta definición es mucho más dramática que la que hay entre ese video y una imagen de cine de una película antigua, porque finalmente la película fotográfica análoga era un dispositivo caracterizado desde muy temprano por una definición detallada y precisa de la imagen. Pero era en parte ese aspecto del video el que le interesaba a Downey, cuyo primer proyecto a gran escala en este medio (Video transaméricas) se proponía utilizar la posibilidad del playback para poner en circulación una gran imagen múltiple de la diversidad y unidad cultural del continente americano, en una suerte de narcicismo colectivo que sería también la dispersión total del narcisismo especular individual. Este proyecto implicaba una concepción del artista como etnógrafo, comunicante cultural, antropólogo, y hasta podría decirse que reportero. Pero ni en Ruiz ni en Downey se trató jamás principalmente de documentar ni registrar la realidad, sino de producir conjuntos de imágenes deliberadamente distorsionadas y manipuladas, en el caso de Ruiz con frecuencia por medio del uso de filtros de colores o iluminación artificial, ángulos y movimientos de cámara inusuales, y una muy peculiar gramática del montaje tensionada entre las tendencias centrífugas y centrípetas de cada plano; en el caso de Downey, utilizando en buena parte del conjunto de su obra la división de la pantalla en partes, la introducción de una paleta cromática alterada, la intervención de la imagen con textos y diagramas geométricos y todas las posibilidades de transformación de la imagen disponibles en la tecnología de su época. Este gusto por el juego, por lo artificioso, los emparenta a ambos con la estética barroca que a menudo citaban en sus obras y los sitúa en las antípodas de la concepción baziniana de la imagen cinematográfica como esencialmente objetiva, como una tecnología que habría finalmente satisfecho nuestra obsesión por la semejanza y la consiguiente búsqueda de realismo, al producir una imagen que no se parece a lo real sino que lo registra. Esto no quiere decir que para Downey o Ruiz sea irrelevante la capacidad de la cámara de captar o capturar la realidad, pero ello no se lograría simplemente dejando operar sus capacidades técnicas, sino que exacerbando el artificio, revelando que la transparencia es ilusoria y que a la realidad se accede solamente a través de la teatralización, el simulacro, el juego, e incluso el engaño, la mentira, la ficción, el mito y la mitomanía.

            Si uno de los modos en que tanto Downey como Ruiz exploran las posibilidades de sus respectivos medios es la utilización de toda la gama de sus recursos técnicos, hay en ellos también una reflexión sumamente consciente sobre la imagen como un fenómeno capaz de transmitirse por diversos medios, transmutándose en ese tránsito, pero conservando algunas de sus propiedades: ambos no sólo mezclan o alternan libremente el cine y el video, sino que llevan a cabo en varias de sus obras un trabajo sostenido con lo que Raymond Bellour ha llamado el espacio entre-imágenes, al incluir en ellas imágenes fijas fotográficas, pinturas, diagramas y mapas que trastornan el tiempo de la imagen móvil y sus relaciones con la historia, los relatos, el espacio, y la imaginación.

            En Ruiz, este motivo entra a su obra de modo consciente desde finales de los 70, época en que realiza una película utilizando casi solamente imágenes fijas conectadas por la voz de un narrador (Coloquio de perros, 1977), una serie en video sobre la historia de Francia compuesta a partir de la edición combinada de películas populares sobre sus grandes acontecimientos (Pequeño manual de historia de Francia, 1979), y dos adaptaciones muy libres de Pierre Klossowski (La vocación suspendida, 1978, y La hipótesis del cuadro robado, 1979), en las que dialoga con ciertos debates vinculados a la teología de la imagen. Las películas de esta época, en particular La hipótesis, se plantean preguntas sobre la interpretación de una pintura o una imagen fotográfica, su descripción verbal, su vinculación con un relato y con los estereotipos a partir de los que se produce todo simulacro, sirviéndose de la experimentación con el montaje, los movimientos de cámara y los tableaux vivants, que ponen en escena en el espacio tridimensional el drama que una pintura representa. Así, los cuadros vivientes en La hipótesis tienen por función explícita servir a la reconstrucción del sentido de un conjunto de pinturas a las que les falta un cuadro que permitiría comprender cabalmente la serie, pero son también un procedimiento que pone en juego la tensión entre la inmovilidad relativa de la pose y la movilidad de la imagen cinematográfica, como transposición de la tensión entre el tiempo detenido de la pintura y el tiempo en flujo de la acción, que sin embargo es siempre, en el universo klossowskiano, la reiteración de una imagen, el retorno de un gesto preexistente. Para Klossowski el simulacro, lejos de ser una imitación degradada del mundo visible, es una exacerbación por medio del estereotipo de algunas de sus tensiones subyacentes e invisibles que permite aprehender los fantasmas a los que la realidad imita sin saberlo. El tableau vivant, por tanto, restituye el modelo que el cuadro copió pero también hace aparecer lo que en el cuadro queda oculto por ser irrepresentable, le devuelve las fuerzas invisibles que lo constituyen y revela el entramado fantasmático que articula lo real.

Estos motivos seguirían presentes en la obra de Ruiz durante las décadas siguientes, en películas que interrogan la relación paradojal entre un territorio y su representación cartográfica, entre una imagen fija y el tiempo que congela, en un fenómeno que se vincula de modo inquietante con el paso de la vida a la muerte y de la muerte a los retornos fantasmáticos de los que el cine es una instancia. Sus películas están llenas de pinturas que parecen a punto de animarse, de personajes cuyas acciones imitan o reiteran sin saberlo las de un cuadro, de imágenes de imágenes que nos proponen una rigurosa pero delirante reflexión sobre el vértigo de lo visible, con sus paradojas y aberraciones.

El impulso autorreflexivo estuvo presente en la obra de Downey desde sus inicios, pero se acentúa hasta el delirio en los videos de la serie El ojo pensante, que ponen en escena algunas de las mismas paradojas y preguntas que plantea la indagación de Ruiz sobre la relación entre imagen fija e imagen animada. Las meninas (1975), sobre el cuadro de Velásquez, La Venus del espejo (1980), El espejo (1982) e Información retenida (1983) son meditaciones acerca de la relación entre la realidad y su reflejo, entre el pintor y su modelo, entre la mirada del espectador y los sentidos de lo visible. En el caso de la pintura, estas relaciones se caracterizan, a partir de una idea de Leo Steinberg que cita Información retenida, por la ambigüedad deliberada que, a diferencia de los signos, evita entregar información con claridad y coherencia. Las pinturas serían signos opacos, reticentes, equívocos, fascinantes precisamente por su ineficacia comunicativa. Asimismo, aparece la transposición de una escena pintada (Las meninas) a un cuadro viviente en el que actores representan la escena como un modo de comprender el drama que en ella se presenta, la fascinación por la perspectiva deformada de la anamorfosis, la exploración de la pintura como un mundo cuyas fronteras con la realidad externa son porosas, un espacio en que podemos penetrar con la mirada y que al mismo tiempo nos penetra, nos permea, nos devuelve la mirada. Downey relata en varias ocasiones su relación intensa, erótica y hasta casi mística, con ciertas imágenes, en particular con Las meninas: “Hay una pintura a la que visitaba cada día, aunque fuera por un breve rato, y es Las meninas de Velásquez. Se refleja al otro lado de la galería en un pequeño espejo, y la atmósfera mágica de toda la habitación, donde la luz natural que entraba por una ventana lateral me envolvía muchas veces en la ilusión de que yo estaba dentro del espacio barroco de la pintura, como si fuera posible para mí caminar en torno a las figuras de contornos difusos de las meninas. Podía sentir mi cuerpo desaparecer tras el torso brillante de seda de la infanta, mi piel se volvía ocre, como una pintura. Los rituales mágicos que llevé a cabo en el espacio de Velásquez eran iluminaciones de mente y cuerpo, similares sólo a un encuentro con Dios, la Gran totalidad, la luz blanca, lo desconocido radiante”.

Tampoco Ruiz fue inmune a la fascinación ejercida por Las meninas como cuadro que condensa la capacidad de la imagen de poner en abismo su relación con lo representado, con la mirada del espectador como dimensión virtual del espacio pictórico y con su propio proceso de producción: en el corto Wind Water (1995), filmado en formato de video para la televisión británica, nos muestra el cuadro de Velásquez alternado con fragmentos de pinturas chinas, mientras en la banda sonora escuchamos una narración en francés y voces en off “en árabe antiguo, en español para el perro del cuadro y en mandarín para el pintor chino del siglo XVII Shi Tao”.

Ahora bien, si en Ruiz siempre persiste una mirada distanciada, irónica, barroca y juguetona pero fuertemente reflexiva, dotada de cierta reserva respecto a la propia exposición (el propio Ruiz no aparece nunca, que yo recuerde, en su propio cine, salvo como voz), Downey se entrega por completo al juego de la identificación con su doble o reflejo, se sumerge en el espacio líquido de la imagen, como el Narciso inclinado sobre una fuente que, en una escena reiterada de El espejo, se arroja al agua y se hunde en ella. Ruiz en cambio se sitúa más bien en el lugar del voyeur, oculto atrás de un espejo transparente como el que aparece en Klimt (2006), sin revelar su rostro, pero proyectando juguetonamente sombras chinescas con sus manos sobre la pantalla.

Aunque en la obra de uno y otro hay guiños innegables al género del diario, la autobiografía o el autorretrato, como ya dije Ruiz prefiere optar por la reserva, la fabulación y la especulación desde detrás de la cámara, que le sirve de máscara, mientras que Downey se inclina con frecuencia hacia lo confesional, hacia el relato en primera persona y la filmación del propio rostro (siempre con la conciencia de que el yo es un personaje, una ficción que se pone en escena). A Ruiz le interesaba mucho la idea de Erving Goffman de que en nuestra vida cotidiana en realidad ponemos en escena representaciones ante el público de las personas con las que interactuamos (desarrollada en un libro que leen y discuten los personajes de Diálogo de exiliados), que en su obra se vincula a la idea barroca de theatrum mundi, del mundo como espectáculo, y Downey, además de ser conocido por su afición a comportarse como un personaje “de película”, siempre aparece en sus videos con una alta dosis de teatralidad y de artificio.

Tal vez más que con el diario fílmico o el documental autobiográfico, géneros con los que ambos juegan, se podría decir que Ruiz y Downey exploran las posibilidades del autorretrato fílmico, en el sentido que le da Michel Beaujour al término en su memorable Espejos de tinta: una exploración de la propia personalidad y a la vez de las posibilidades de la escritura y su relación con la memoria, el pensamiento, el saber y el mundo. Si la autobiografía se caracteriza por la construcción de un relato lineal, cronológico y continuo, el autorretrato en cambio “intenta crear coherencia a través de un sistema de referencias cruzadas, anáforas, superposiciones, o correspondencias entre elementos homólogos y sustituibles, de manera de dar la apariencia de continuidad, de yuxtaposición anacrónica, de montaje, en oposición a la sintagmática de una narración, sin importar cuán embrollada, ya que el embrollamiento de una narración siempre invita al lector a ‘reconstruir’ su cronología”. Si la autobiografía aspira a ser un relato retrospectivo en que coinciden protagonista, autor empírico y narrador, verídico en la medida de lo posible, en el autorretrato la veracidad importa menos que la exploración de las fronteras difusas entre el yo y el mundo, que difumina la linealidad del relato: “El ‘yo’ resume la estructura del mundo, como el microcosmos la del macrocosmos”. En al autorretrato según Beaujour, hablar sobre sí mismo es hablar sobre el mundo en su dispersión y su complejidad, es compilar una enciclopedia infinita de saberes fragmentarios en los que el yo y las cosas se entremezclan y esclarecen mutuamente: “uno debería ver en el autorretrato una imagen en espejo del ‘yo’ que refleja en abismo los espejos enciclopédicos del ‘gran mundo’.”

Ni vidrio transparente que nos permite contemplar el mundo detrás suyo, a resguardo de las inclemencias del tiempo, ni espejo que lo refleja fielmente, la imagen de cine y video en Ruiz y Downey funciona como un dispositivo complejo que hace aparecer lo invisible a simple vista, que distorsiona y filtra deliberadamente al registrar, y que investiga las propias ambigüedades al exacerbar su condición de simulacro, volviéndose sobre sí misma no para morderse la cola ni quedarse en la fascinación de la apariencia sino para, al agitar el agua, ver al mismo tiempo el fondo de la fuente, su reflejo en ella y el mundo del que ese reflejo es un pliegue escondido.

 

Referencias

Las citas iniciales de Ruiz provienen del discurso dado con ocasión de la concesión del Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales en Cuneo (ed.) Ruiz (Santiago, Ediciones UDP, 2013), p.329.

Sobre los inicios del video arte en Chile, ver Apuntes para una historia del video en Chile (Santiago, Ocholibros, 2010), de Germán Liñero.

Sobre la relación entre el medio del video y el narcisismo, ver el texto de Rosalind Krauss “Video: The Aesthetics of Narcissism” (October, Vol. 1, 1976, 50-64).

Ver también, sobre los motivos de Narciso y del espejo en la obra de Downey, “El misterio de la gran pirámide”, de Justo Pastor Mellado (en Video porque te ve) y “Risa en el espejo: los videos de Juan Downey”, de Carla Machiavello (en AAVV Efecto Downey. Espacio Fundación Telefónica, Buenos Aires, 2006.

Sobre la relación de Downey con las técnicas de edición de video, ver el testimonio de Rick Feist en Juan Downey: The Invisible Architect 151-153.

La entrevista a Downey sobre cine y video es la misma citada anteriormente (15) . La otra entrevista está en la revista Enfoque, en un número que contiene también una conversación con Ruiz (s/a “Juan Downey: tiempo espacio, abstracción” (entrevista), Enfoque, revista de cine 7, 1986, 25-27).

Raymond Bellour desarrolla las relaciones entre imágenes de diversos medios y la presencia de la imagen fija en el seno de la imagen móvil, en su Entre imágenes. Cine, foto, video (Buenos Aires, Colihue, 2009).

Klossowski desarrolla su teoría del simulacro en relación con el tableau vivant en diversos ensayos recogidos justamente bajo el título Tableaux vivants. Essais critiques 1936-1983. (París, Gallimard, 2001). Ver en particular “La description, l’argumentation, le récit”.

El relato sobre la relación de Downey con el cuadro Las meninas -una transcripción del audio del video Las meninas– se encuentra en Juan Downey: The Invisible Architect (Valerie Smith ed., MIT List Visual Arts Center y Bronx Museum of the Arts, Cambridge Massachusetts, 2011).

Sobre el tema de las fronteras porosas entre imagen y realidad, ver “Entrando en la imagen” de Valerie Smith, en el catálogo El ojo pensante (Julieta González (ed.), Fundación Telefónica de Chile, 2010).

La descripción del propio Ruiz de Viento agua está la filmografía comentada en Ruiz 244.

El libro de Erving Goffman que discuten los personajes de Diálogos de exiliados es La presentación de la persona en la vida cotidiana (Buenos Aires, Amorrortu, 2001), que trata sobre el carácter de puesta en escena de las interacciones sociales.

Sobre el impulso autobiográfico en la obra de Downey, ver los textos “Video arte y autobiografía” y “El ojo de la papa: autobiografía y video en la obra de Juan Downey”, de Justo Pastor Mellado, en

Juan Downey, Video porque te ve (Santiago, Ediciones Visuala Galería, 1987).

Las citas respecto al género del autorretrato provienen del libro de Michel Beaujour Poetics of the Literary Self-Portrait (Nueva York, NYU Press, 1991), p.3.