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Ante el arte contemporáneo: la práctica crítica de Florencia Garramuño. Sobre «La vida impropia» (2023)

Por: Sandra Contreras


El siguiente texto fue leído en la presentación de La vida impropia, de Florencia Garramuño, publicado en 2023 por Eduvim. En él, Sandra Contreras concibe al ensayo como la exploración de un archivo heterogéneo que interroga qué nos dicen las prácticas culturales y artísticas del presente. Aquí, detecta un giro afectivo que sienta nuevas posiciones en la voz de la crítica.


Leo el último libro de Florencia Garramuño, La vida impropia, y pienso en las formas en que viene siendo interrogada en las últimas décadas la idea de lo “contemporáneo”. Pienso, claro, en “¿Qué es lo contemporáneo?”, la pregunta que apuntaba Giorgio Agamben hacia principios de este siglo, y para la que ensayaba, como sabemos, en la estela intempestiva de Nietzsche, decisivas respuestas, que rápidamente convertimos en consignas cada vez que queremos dejar en claro que no sucumbimos al pegoteo de la mera actualidad: la que define, por ejemplo, la contemporaneidad como esa relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él precisamente a través de la distancia que abren el desfasaje y el anacronismo. Pienso, también, en la versión que le dimos por aquí y no hace mucho a la pregunta cuando, en el debate implícito entre la lectura en clave de posautonomía de Josefina Ludmer y los protocolos modernos de la crítica de Beatriz Sarlo, dirimíamos acaloradamente los presupuestos teóricos e históricos, es decir, las formas, con las que leer las literaturas del presente.

Dos modos, entonces, de la pregunta: ¿qué significa ser contemporáneo?, ¿cómo leer lo contemporáneo? Yo creo que La vida impropia introduce una tal vez mínima y casi imperceptible pero sin dudas decisiva, y clave, variación en la serie. Y es que, sin proponerse emprender estrictamente definiciones conceptuales ‒aunque su ambición teórica es evidente‒ y sin postular ni pronunciarse por consignas metodológicas  ‒aunque todo su libro es la puesta en práctica y la exhibición de un potente método de lectura‒, Florencia se pregunta, más precisamente, una y otra vez, qué nos dicen ciertas prácticas culturales y artísticas del presente, esto es, ¿qué dicen, qué nos dicen, para citarla, “del modo en que organizamos y comprendemos la experiencia en el mundo contemporáneo”? Esta nueva declinación de la pregunta por lo contemporáneo ‒no qué es ni cómo leerlo, sino qué (nos) dice‒ es a su vez el nuevo capítulo de una larga exploración sobre las intervenciones artísticas del presente que Florencia anticipó en La experiencia opaca, el libro de 2009 con el que empezaba a pensar la lenta transformación del estatuto de lo literario a partir de las prácticas de escritura de los años setenta y ochenta; pero que encaró, creo que ya más decididamente, desde Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, el libro de 2015 en el que postuló hipótesis fundamentales y ya clásicas sobre las formas en que obras latinoamericanas tan diversas como las de Mario Bellatin, Joao Gilberto Noll, Fernando Vallejo o Rosângela Rennó participan de esa intensa expansión hacia fuera de su campo específico que signa a la literatura y el arte contemporáneos.

Pero si digo que La vida impropia es un nuevo y apasionante capítulo en esta larga exploración es porque, además, veo aquí la construcción de una nueva posición en la voz de la crítica. Quiero decir, la veo ahora a Florencia entablar una suerte de vínculo con las prácticas artísticas que la interpelan, escribir como si se tratara ahora, sobre todo, de escuchar más que de comprender o interpretar sus palabras y sus tonos, como si fuera posible, o deseable, propiciar o exponerse a alguna forma de diálogo. Voy a servirme de dos imágenes del libro para circunscribir un poco mejor lo que estoy queriendo mostrar. En el primer capítulo, cuando lee Historia natural da Ditadura (2006), de Teixeira Coelho, y Delírio de Damasco (2012) de Verónica Stigger, Florencia describe la radicalidad de esas voces narrativas como efecto de una insistencia en “la posición de aquel que está presente ante acontecimientos cuyo sentido muchas veces se le escapa”. En el último, cuando interroga los rostros de los yanomamis que Claudia Andujar expuso en su serie fotográfica Marcados (2006) describe la impresionante capacidad de interpelación de esos retratos como efecto de la forma en que el fotomontaje hace aparecer a ese pueblo ya no “en tanto otro sino parcelado en singularidades expuestas al otro, cuya mirada, por otro lado, estos retratos parecen reclamar”. Entonces: estar presente ante acontecimientos cuyo sentido se escapa; exponerse o quedar expuesto al otro reclamando, al mismo tiempo, su mirada. Algo de esto creo reconocer en la actitud ‒la actitud en el sentido de inclinación y disposición más que de toma de posición‒ que adopta la voz crítica de Florencia cuando, tan atenta como hospitalaria, escribe como situándose ante, como exponiéndose a, lo que dicen o entredicen las obras, cuando practica la escritura como una forma de responder, en el sentido de atender, no de afirmar certezas, a la mirada que reclaman. Un método de lectura, entonces, el de La vida impropia, que se practica como un acto de atención y que es también una práctica de escucha, muy próxima diría, a esa disposición para la escucha de lo que se escribe “hoy” que hacía de Tamara Kamenszain, su gran amiga y maestra, la gran lectora del presente.  

Me importa mucho señalar de entrada la adopción de esta actitud, a la que quisiera describir también como un giro afectivo porque es este giro afectivo, esa disposición de la voz crítica a dejarse afectar, lo que emerge justamente cuando el objeto que interpela a la crítica es la vida. Una vida, como dice Florencia, en el sentido en que Deleuze subrayó esa indeterminación. Una noción de vida impropia, dice Florencia, que en el contexto de la deconstrucción de la subjetividad como uno de los grandes motivos del pensamiento contemporáneo (Florencia piensa leyendo a Roberto Espósito, a Jean-Luc Nancy) se vuelve una reflexión sobre lo común y la experiencia compartida; una noción de vida impersonal, anónima, que emerge en algunas obras contemporáneas no como expresión de subjetividades particulares, individuales o colectivas, sino como subjetivación de una energía o una “chispa” que trasciende a esos sujetos y a los cuerpos individuales. Es la “chispa” que, según la magnífica descripción que en el comienzo del libro Florencia hace de O peixe (2016), el film de Jonathas de Andrade, pasa entre los cuerpos de los pescadores de Alagoas y los cuerpos de los peces que ellos atrapan, la chispa que salta en ese abrazo ritual que es pesca y depredación, pero también confrontación de cuerpos con una vida que se intensifica allí mismo donde está a punto de expirar. No casualmente Florencia entra y nos hace entrar al archivo heterogéneo de prácticas artísticas que compone su libro, a través de esta impactante escena, artificial y real a la vez, ante la que se sitúa y a la que se expone menos con un conjunto de saberes que con un conglomerado hecho de imaginación y pensamiento, y también de sobresalto y emoción.

El archivo heterogéneo del libro ‒así concibe su corpus‒ se distribuye en dos grandes zonas. En la primera parte, se tratan las figuras de lo impersonal y anónimo que Florencia lee en textos escritos, sea en las voces narrativas que exponen a la novela a una radical mutación, como las de Sergio Chejfec, Teixeira Coelho, Verónica Stigger, o Diamela Eltit, o en las voces impropias que configuran los poemas de Edgardo Dobry, Carlito Azevedo, Marília Garcia o Carlos Cociña. En la segunda, las imágenes de coexistencia y colectividades que se abren paso en los acoplamientos de cuerpos, en la pulsión documental o en la exposición de rostros, según las componen y registran, en filmes y fotografías, las cámaras de Jonathas de Andrade, Patricio Guzmán, Kleber Mendonça Filho, Claudia Andujar, Gian Paolo Minelli.

Desde luego, Florencia sabe muy bien que todas estas nociones que va imbricando unas en otras ‒impropiedad, desapropiación, impersonalidad, anonimato‒ tienen una larga tradición en la literatura y el arte modernos y, claro, en el posestructuralismo. El desafío que asume su práctica teórica, entonces, consiste en deslindar, cada vez, con aguda precisión, los rasgos que singularizan la emergencia de esa vida impropia en sus contextos específicos, en los nuevos debates, en los modos de leer de hoy. Así, si en la idea de impersonalidad resuenan programas claves de la poesía del siglo XX, la voz lírica impropia que habla en Monodrama (2015) de Azevedo, Engano Geográfico (2012) de García, Cosas (2008) de Dobry o El margen de la propia vida (2013) de Cociña, se configura ahora más bien como un “punto móvil constantemente dislocado y desubicado”, en el que el lugar del sujeto se vacía para “hacerse hospitalario a una experiencia concebida más allá del prisma de la experiencia individual”. Y si el recurso al documento puede rastrearse hasta las vanguardias históricas, hoy, dice Florencia, una nueva pulsión documental hace de la condición fotográfica de los relatos de Modo linterna (2013) el expediente para abrirse a una experiencia compartida; o inviste, por ejemplo, a los dispositivos de desapropiación de Nostalgia de la luz (2010) de una ética de la solidaridad con la que diversos archivos históricos tocan ya no solo a quienes han sufrido la violencia del estado en carne propia. Del mismo modo, si la novela fue históricamente un género abierto e informe, el grado de expansión que en los últimos años ponen de manifiesto relatos como Delirio de Damasco de Stigger, Historia natural da ditadura de Coelho o Mano de obra (2022) de Eltit ya no puede ser contenido en esa plasticidad porque de lo que se trata ahora, dice Florencia, es de una exploración literaria como modo de pensar la vida en común y la experiencia singular que circula anónimamente. Finalmente, si la representación del pueblo está en el nudo de todos los realismos, y alimenta todos los nacionalismos y redentorismos, los ensayos fotográficos de Andujar sobre la nación yanomami o los de Minelli sobre los habitantes del barrio Piedrabuena, articulan un discurso que expone el ser-en-común de los pueblos no en calidad de existencia reunida sino en su singularidad plural, en su existencia dispersa. De modo tal que, una y otra vez, todo a lo largo del libro, situarse ante las figuras y los dispositivos de la vida impropia implica ahora, en la voz de la crítica, una reconfiguración de lo común, esto es, una vuelta sobre lo común que ya definía el mundo del arte contemporáneo en el libro anterior, pero desde otro lugar. Si en el libro del 2015 lo común refería a esa zona de inespecifidad entre lenguajes, formatos y materiales artísticos en que se moldean la literatura y el arte contemporáneos, ahora, más directamente en diálogo con las filosofías de la comunidad de Jean-Luc Nancy y Roberto Espósito, con las hipótesis de Georges Didi-Huberman sobre la exposición y figuración de los pueblos o las de Erik Bordeleau sobre el anonimato, La vida impropia ‒este libro‒ saca lo común de la pregunta por la forma para situarlo, en otra dirección, en la discusión por las formas de organizar la experiencia, en la política de la coexistencia, del estar-con.

Por esto son claves, creo, y certeramente luminosas, dos figuras que reaparecen una y otra vez en el libro: el umbral y el intervalo. El yo en la poesía de Dobry, como umbral de “un modo de reflexión sobre una experiencia que, siendo personal, puede ser vista como la experiencia de cualquiera”. El yo en la poesía de Cociña como umbral que, en sus dispositivos de desapropiación, “irrumpe como lugar de elaboración de la coexistencia y del contacto”. El intervalo del ser-con que configura la singularidad de la voz en la poesía de Garcia como “singularidad de una relación” hecha de diálogos e interferencias, como singularidad “de una respuesta al otro”. El intervalo “entre personas y cosas” que Stigger y Coelho eligen como la materia primera de su elaboración narrativa. O el intervalo de la coexistencia, el contacto a veces forzado entre cuerpos y materias, que exhiben los filmes de Guzmán y Mendonça Filho, y el intervalo de la colectividad que exponen las instalaciones fotográficas de Andujar y Minelli como exploración del espacio común de la comparecencia.

  

Como se ve, no se trata nada más de unos debates teóricos. Porque si bien lo impropio y lo impersonal cobran valor en el contexto de la preocupación (contemporánea) por lo que viene después del sujeto, y también, naturalmente, en un “paisaje social donde el desplazamiento y la contingencia de las relaciones personales se hace cada vez más evidente”, lo cierto es que, concebido y escrito el libro entre 2015 y 2021, y desde aquí, Argentina, Chile, Brasil, la vida impropia de la literatura y el arte contemporáneos ‒sea la desesperada vitalidad que parpadea en los filmes de Andrade o la potencia vitalista que Eltit visibiliza a través del anonimato‒ emergen, especialmente, como “un arma certera” contra las capturas y reapropiaciones identitarias del neoliberalismo, como una tímida pero potente luz “ante la avalancha de los nuevos fascismos que amenazan con destruir toda coexistencia”, como formas de resistencia nada desdeñables, anota Florencia, “en estos tiempos sombríos como los que nos tocan”. Neoliberalismo, nuevos fascismos, tiempos sombríos. Tal, podríamos decir, para volver a Agamben, la oscuridad del presente que directamente interpela, sin alcanzarla, a la crítica. Recordemos: “contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo”. Creo, sin embargo, que la escritura de Florencia en este libro dirime el vínculo con su tiempo menos en el orden de la visión (todo en el ensayo de Agamben parece pasar por las acciones de mirar, observar, percibir) que en el ámbito de la práctica. (Por esto, y entre paréntesis, en el mismo sentido en que Florencia prefiere hablar de prácticas artísticas y culturales en lugar de “obras”, hablo de práctica para referirme a su escritura). En este sentido, en la ecología cultural y social contemporánea, pero también, y especialmente, ante las coyunturas político-económicas del presente de América Latina, el giro afectivo que en La vida impropia inclina la voz de la crítica a la exploración (a la exploración, más que a la investigación, hoy cada vez más cuantificada) implica a su vez una disposición a crear y a suscitar en la escritura el intervalo del ser-con y una invitación, a quienes lo leemos, a pensar e imaginar nuestra común coexistencia. En esta práctica de la convivencia reside, sin dudas, su más radical intervención en el presente.  


La vida impropia

Florencia Garramuño

Buenos Aires, Eduvim

2023

158 páginas

La ficción como intervención política. Sobre “Jellyfish. Diario de un aborto” (2019) de Carlos Godoy.

Por: Andrea Zambrano

Jellyfish. Diario de un aborto (2019) es una novela que se escribió mientras se desarrollaba el debate y la votación del Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en el Congreso argentino en 2018. Se trata de una obra producto de esa coyuntura específica y que busca, de manera explícita, intervenir en un debate urgente. La novela adopta la forma del diario íntimo de Yakie, una joven de clase media porteña que cursa un embarazo no deseado y que decide abortar con Misoprostol. En su lectura de Jellyfish, Andrea Zambrano aborda las tensiones entre la capacidad específica de la literatura de poder decirlo todo y una voz femenina elaborada por un autor varón al respecto de una experiencia corporal tan particular como lo es el aborto. Para Zambrano, la novela de Godoy, un texto escrito al calor de los acontecimientos suscitados en 2018, remite a una urgencia política actual, dado que permite interpelar al público lector no solo en cuanto a la legalización del aborto, sino, también, al respecto del rol posible de los varones en este tipo de demandas.

La reseña forma parte de una serie de textos que publicaremos en un próximo dossier, en base a las discusiones y reflexiones llevadas a cabo en el marco del seminario dictado por Daniela Dorfman, “Legalidades en disputa: el género en Derecho y en literatura” en la Maestría en Literaturas de América Latina de la UNSAM, dirigida por Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk. Entre otros temas, reflexionaremos sobre la relación entre la discusión del aborto y sus tematizaciones ficcionales, el lugar de los varones en esos debates, las divergencias entre el discurso legal y el literario, y las posibilidades que abre la literatura para crear imaginarios sociales que contrastan con los relatos jurídicos.


Voz narrativa ambivalente

“¿Cómo tiene que escribir una persona que va a abortar por primera vez?”, se pregunta Yakie, la joven porteña que narra, a través de una especie de diario personal, la montaña rusa emocional que vive durante veintiún días seguidos desde que su prueba de embarazo da positivo hasta que aborta con Misoprostol.

Este diario es, sin embargo, un relato de ficción. Detrás de la bronca, preocupación, ironía, desconexión e indiferencia expresados por la protagonista ante una situación indeseada, se encuentra un escritor varón. No se trata de una mujer narrando su experiencia en primera persona ni tampoco de una mujer escribiendo a partir del relato de otra. Aun así, es una historia que se construye a partir de vivencias profundamente femeninas desde lo corporal: fluidos, sangre, deseo sexual, ambivalencia emocional.

¿Puede entonces un hombre narrar las experiencias de una mujer? ¿Puede un varón usar la ficción para tomar una voz femenina que relate la experiencia —clandestina y traumática para los países en donde todavía no es legal— del aborto? La propuesta literaria del autor, Carlos Godoy, arroja cierta intención de interpelar e intervenir en tanto sujeto masculino lector y sujeto masculino escritor, en relación con el debate sobre el Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) que se viene dando desde 2018 en Argentina, y que sirve de contexto histórico en el que se desenvuelve su obra.

Cuando en aquella entrevista que en 1989 le hiciera Derek Attridge a Jaques Derrida, este último describiera a la literatura como esa institución salvaje que le permite a uno decirlo todo, se refería precisamente a ese carácter permisible y lícito propio de la ficción para quebrantar cualquier norma a través de la escritura: “La ley de la literatura tiende, en principio, a desafiar o a anular la ley (…) Es una institución que tiende a desbordar la institución”[i] Es entonces esa suspensión, ese retiro respecto de la realidad, lo que caracteriza a esa institución ficticia, en palabras del filósofo francés, contenida en el espacio literario.

En un par de entrevistas publicadas posterior al lanzamiento de su novela, el propio Godoy afirmó que lo distintivo del relato, desde su punto de vista, radica precisamente en que la narración se erige desde una voz femenina, y que de lo contrario el texto hubiese perdido fuerza. Algo similar señaló el director argentino Pablo Giorgelli en una entrevista concedida a Revista Transas a propósito de su película Invisible (2017), en la que se narra la historia de una adolescente que toma la decisión de abortar en el contexto de clandestinidad y desamparo que se vive aún hoy en la Argentina. Al momento de ser interrogado sobre la experiencia de producir, como escritor varón, una historia profundamente femenina, Giorgelli afirmó que el desafío del autor, en cualquier propuesta artística, es dar un paso al costado y desaparecer por completo de la escena principal, para otorgarle al personaje la voz protagonista que le permita contar su propia historia.

Es, entonces, a partir de esa libertad de decirlo y cuestionarlo todo como especificidad propia de la escritura literaria cuando se desvanece la presencia del autor tras la polifonía de voces inmersas en el contenido de la ficción. Así, la voz de Yakie no tendría por qué hablar en nombre de Godoy, y este último no tendría tampoco que responder ni dar cuenta de las aseveraciones de Yakie, ya que la voz autoral desaparecería al punto tal de volverse indescifrable en la polifonía del texto literario.

No obstante, y a los efectos del planteo en Jellyfish, es esta misma distinción de decirlo y cuestionarlo todo lo que le permitiría a la literatura excusarse de asumir cualquier tipo de responsabilidad respecto de la realidad en la que esta se construye:

Dada la dislocación en la identidad del sujeto que esta opacidad introduce, y la imposibilidad del sujeto de reconocerse a sí mismo, de dar cuenta de sí mismo, de responder por sí mismo –en virtud de una radical extrañeza y de un enigma indescifrable que lo separa de sí mismo e introduce en el “sí mismo” la fisura de una alteridad radical- se abre y se intensifica en el ejercicio de la escritura literaria el espacio de una irresponsabilidad insuperable (…) La hiperresponsabilidad introducida por el derecho de decirlo y cuestionarlo todo se da, entonces, simultáneamente con la hiperirresponsabilidad de no poder, en últimas, dar cuenta de uno mismo ni entenderse a uno mismo[ii].

Cabe preguntarse, entonces: ¿es Jellyfish. Diario de un aborto, una obra que se encuentra “suspendida” —en términos de Derrida— respecto de la realidad de un Estado que todavía no resolvió legalmente el tema del aborto? ¿Esta realidad le permite al autor asumir una responsabilidad política desde la ficción? En el monólogo que emplea Yakie durante los veintiún días seguidos en los que transita y narra su experiencia, parecen vislumbrarse ciertas pistas respecto a las nociones de ficción y realidad abordadas con anterioridad:

Estamos en un momento de la historia en donde la ficción no alcanza a describir los procesos de la realidad. La ficción es el fantasy, la sci-fi, ya está en un nivel superior que el realismo. El realismo, lo que me pasa a mí, la realidad, es un grotesco delirante[iii].

El interrogante que hace énfasis en el “poder” del autor para entender, sentir, imaginar o recorrer la experiencia de una mujer que aborta, quizá pueda más bien transformarse en el “deber” que asume el escritor al tomar una posición activa —como varón cis con evidente imposibilidad de atravesar un aborto en carne propia, dentro de un movimiento protagonizado por mujeres y en medio de una discusión pública nacional en la que se juega nada menos que la posibilidad de su legalización. Es justamente en esa habilitación franqueable planteada por Derrida, en donde se sitúa la propuesta de Godoy de erigir un relato a partir de una experiencia corporal que le es absoluta e indefectiblemente ajena, pero que le permite participar, desde la ficción, de un debate que ocupa la agenda coyuntural actual.


Provocación e inmediatez

Jellyfish”, según escribe el propio Godoy a modo de prólogo, “fue escrito mientras sucedían los eventos históricos y sociales que se narran[iv]. La figura de Yakie, una estudiante de Puan que se autodescribe como “cheta, neurótica y aspiracional”, hija de una dramaturga “progre” que la insta a participar de movimientos y movilizaciones feministas, le sirve al autor para introducir un registro inmediato del presente de la protagonista, con eventos y acontecimientos sociales y políticos fuertemente anclados a la actualidad de la escritura. De allí que veamos referencias profundamente realistas que de a ratos parecen desdibujar el límite entre la ficción y la realidad, al punto de que la fuente, según señala el propio Godoy en su introducción, “es el testimonio diario de una mujer de 19 años que se realizó un aborto ilegal -con Misoprostol- en territorio argentino (…)”[v].

El planteo sobre el aborto que se presenta en Jellyfish, es el de una necesidad actualista en su sentido más puro. Se trata de una mirada básica de la inmediatez que acude al recurso de la provocación a fines de alcanzar la verosimilitud política: la novela, que claramente visibiliza el aborto -muy al margen de ser hoy una experiencia prohibida por la ley-, recurre a la personalidad drástica, displicente y nihilista encarnada por Yakie, pero probablemente también por la “joven lectora abortista” a quien ella se dirige para potenciar el estereotipo de la mujer que aborta: la de clase media progre urbana.

La única clase a la que le importa es la clase media progre, que lo usa como bandera contra el Estado, contra la hegemonía de la derecha que ganó el sentido común[vi].

Al atribuir a la protagonista una personalidad indolente y transgresora (siendo fundamental la referencia a la toxicidad, moralidad y sobretodo legalidad de los abortos plasmados en “Motherhood” de Irene Villar), con estereotipos de clase y género incorporados (“el looser de Tomi” que “siempre fue la mujer de la relación”), y con la práctica del aborto a cuestas como una experiencia destraumatizada (“no me siento culpable por abortar… abortaría mil veces”); el relato está estereotipando las nociones de deseo y libertad, como elementos no visibles de la experiencia del aborto, relegándolas a aspiraciones exclusivas de la mujer joven universitaria de clase pudiente, y, en el caso particular de Yakie, escéptica a la demanda colectiva que, de a ratos, la interpela en un contexto que no le es ajeno: el debate parlamentario de 2018.

Esta es la primera vez que voy a una marcha en la que, si bien no soy una víctima, soy finalmente una mujer que va a abortar de un modo clandestino y está pidiendo aborto legal, seguro y gratuito[vii].

Hay, además, y a pesar de la separación de voces entre la protagonista y el autor (según la licencia que habilita el ejercicio de la ficcionalidad), un paralelismo entre la actualidad de la escritura diaria de Yakie caracterizada por la instantaneidad que le permiten las redes sociales (Facebook, Instagram, Telegram, Whatsapp), y la rapidez con la que Godoy llevó adelante la escritura de su novela (la finalizó en un par de meses de “tipeo compulsivo”, según él mismo aseguró). Otro paralelismo rastreable entre autor y personaje es la participación distante -aunque a favor- de las movilizaciones y marchas por el Ni una menos y el 8M.

Yakie: La marcha estuvo buena. Las consignas fueron «Aborto legal, seguro y gratuito», «Trabajo para las mujeres despedidas» y otras cosas más. Ni idea. Había mucha pendeja de mi edad o más chica. Un par de lesbians en tetas. Y chabones. Esperaba muchos menos chabones. Fue raro estar ahí escuchando los cantos, leyendo los carteles [viii].

Godoy: Trato de ir a todas las marchas del 8M o “Ni una menos” o a las concentraciones por la despenalización del aborto en el Congreso. Pero no marcho. Voy hacia el final, cuando ya no se marcha y se aglutinan en algún escenario. Me gusta ver los afiches, los grafitis, dar un par de vueltas, levantar panfletos. No sé si es la mejor forma de participar, pero es la que encontré [ix].

Una novela con urgencia política

Jellyfish. Diario de un aborto es una novela circunstancial que si bien se tomó las licencias de la ficcionalidad para emplear una voz que no le corresponde —en tanto sexo biológico, identidad y desigualdad de género— es un relato que no puede y tampoco quiere correrse del pedido político por la legalización del aborto. Quizá sea en esta clave de lectura que deba interpretarse el rol opaco que ocupan las figuras masculinas del relato: los problemas de Tomi, su pareja actual, para afrontar la adultez; la actitud violenta del novio de su mejor amiga; o la ausencia de su propio padre. La imposibilidad de sentir empatía por alguno de estos personajes tal vez tenga que ver con un llamado de atención del propio autor hacia la manera en la que la masculinidad sí puede -y de hecho suele- abortar: desde la falta de escucha y gestión como formas de compañía.

El relato plantea una mirada crítica hacia las cargas morales sobre las que se abordan la realidad del aborto como práctica tangible de la sociedad actual. La experiencia de Yakie es instalada en la esfera de lo público sirviendo como registro inmediato de una coyuntura vigente. El relato de Godoy es un texto que desdibuja los límites de lo netamente literario para aportar al debate político en la medida en que se visibiliza al aborto como hecho evidente, dándole entidad política desde la ficcionalidad.

Es entonces en la asunción de responsabilidad —volviendo a los términos de Derrida— en donde se encuentra el rasgo distintivo en la obra de Godoy: aun teniendo la oportunidad de decirlo todo con la hiperresponsabilidad que le habilita la ficción, la elección es asumir una postura crítica frente a un debate urgente en la agenda parlamentaria actual. En este sentido, es la intervención en la discusión por la legalización del aborto lo que convierte a esta novela en un relato totalmente presente, sin que esto habilite en ningún caso a un escritor varón a otorgarle voz o visibilidad a un movimiento colectivo de larga data protagonizado por mujeres y personas gestantes.

Sin caer en reducciones biologicistas ni esencialismos sobre roles de género (siendo justamente lo que desde el feminismo se pretende desnaturalizar), podría plantearse que probablemente la más notoria evidencia de masculinidad hegemónica presente en Jellyfish es, por un lado, la estereotipación de la mujer que aborta (Yakie es una chica cruel, insensible y caprichosa que lo ha tenido todo), y por otro, la generalización que elige hacer del proceso ficcional en el que da vida a una mujer de 19 años que aborta con Misoprostol, como experiencia y testimonio común —según asegura el propio Godoy en el prólogo— rastreable en cualquier rincón de la Argentina.

No obstante, vale decir que Jellyfish plantea una clara y evidente pretensión realista al narrar la experiencia corporal por la que atraviesa Yakie en un contexto con referencias nacionales existentes. Se trata de un personaje juvenil, con lenguaje moderno (usa expresiones y abreviaturas muy actuales como “ah re”), con descarada honestidad (de modo cínico y burlesco se refiere al instructivo del aborto que llega a sus manos como “the lesbian pdf”), y con privilegios de clase que dan cuenta de una particularidad que no necesariamente constituye el común denominador de las mujeres que abortan en Argentina, pero que a la vez ahonda en elementos que son rastreables en un sinfín de relatos sobre el aborto: por un lado, la figura de las amigas como apoyo y acompañamiento afectivo, así como la presencia de redes y grupos de socorristas que brindan insumos y manuales de procedimiento como ayuda y contención feminista; por otro, las incontables referencias a casas, cuartos, baños, inodoros y bidets como espacios que remiten a la intimidad en la que comúnmente se lleva a cabo el ritual del aborto.

Hay libros que son hechos[x]. El de Godoy es un texto que, escrito al calor de los acontecimientos suscitados en 2018, remite a una urgencia política actual interpelando al público lector o bien por la discusión per se sobre el pedido de legalización del aborto o bien por la polémica desatada alrededor del sujeto varón que erige la escritura.

La novela en forma de diario relata una serie de eventos que efectivamente sucedieron durante esos días: por un lado las escuetas movilizaciones de los “pro vida” con consignas moralistas, religiosas y, sobre todo, hipócritas, acompañadas de un feto gigante confeccionado con papel maché; por otro, la enorme marea verde que, en contraposición, rodeaba el Congreso bajo el frío inclemente del invierno de entre junio y agosto, junto a las vigilias que, bajo noches despejadas o lluvias heladas, custodiaron el debate en Diputados y en el Senado.

Es por esta razón que Jellyfish. Diario de un aborto es hoy, en 2020, un texto absolutamente vigente tanto por los argumentos celestes que anteponen moléculas y ADNs por sobre la decisión firme de personas gestantes de ejercer soberanía sobre sus cuerpos; como por aquelles quienes han hecho imparable a una avalancha verde que demanda, por dignidad, un reclamo que ya es ley en las calles. Ojalá que las movilizaciones de este 29 de diciembre (luego de cumplirse un poco más de dos años de aquellas marchas a la que asistió una escéptica Yakie) tengan un desenlace favorable para quienes exigimos la libertad de decidir sobre nuestro propio cuerpo. Que sea ley.

***

[i] Esa extraña institución llamada literatura. Una entrevista de Derek Attridge con Jacques Derrida. Boletín nº 18 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. 2019. P. 117.

[ii] Compartiendo el secreto, entre la ley y la ficción. La literatura y lo político en el pensamiento de Jacques Derrida. Revista de Estudios Sociales, 2010. Disponible en: https://journals.openedition.org/revestudsoc/14241

[iii] Godoy, Carlos. Diario de un aborto. Buenos Aires. Colección Andanzas. 2018. P. 116.

[iv] Ibídem, p. 6.

[v] Ídem.

[vi] Ibídem, p. 22.

[vii] Ibídem, p. 20.

[viii] Ídem.

[ix] “Todo esto es una gran marca de época”. Entrevista a Carlos Godoy, 2019. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/180038-todo-esto-es-una-gran-marca-de-epoca

[x] Frase de Gabriela Cabezón Cámara en el prólogo a la novela Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró.

Una serie materna. Sobre «Dos cuentos maravillosos», de Alejandra Bosch

Por: Rosana Koch

Imagen: Hansen, Peter (1907-1908), Playing children, [óleo sobre tela]

Rosana Koch reflexiona sobre la primera novela de la escritora santafesina Alejandra Bosch, Dos cuentos maravillosos (2020), editada a principios de este año por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Para la autora, la escritura de Bosh en esta obra funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre madres, hermanas e hijas. Koch propone que la historia de la novela “se escribe hacia atrás”, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, y sus difíciles vínculos fraternales, frente a una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.


Espero una carta tuya. Los recuerdos son todo para mí,

hay veces que me impiden salir de la cama,

y hacen de los días una zona gris y pesada.

Amanda Boyle

Dos cuentos maravillosos es la primera novela de Alejandra “Pipi” Bosch, editada a principios del 2020 por el sello editorial Baldíos en la Lengua. Nacida en Santa Fe, en la actualidad reside en Arroyo Leyes, cuyo nombre puede resultar familiar dado que fue el elegido para el proyecto editorial de huella ecológica que lleva a cabo. Ediciones Arroyo es una apuesta de elaboración artesanal que sorprende con sus diseños y los materiales plásticos reciclables que utiliza. Comenzó con autores santafesinos y hoy en día, gracias al crecimiento del proyecto, cuenta con más de setenta poetas en su catálogo.

La producción literaria de Alejandra Bosch comprende varias obras dentro del género poético: Niño pez (Del Aire, 2015), Malcriada de Acuario (Objeto Editorial, 2017), Un avión, su piloto y un pájaro (Caleta Olivia, 2017), Sabio el pájaro (Editorial Deacá, 2020) y su último poemario Dominios: Gatos y albañiles (Viajera editorial, 2020).  En este sentido, Dos cuentos maravillosos es la primera incursión de la autora en el género narrativo.

La entrada con la que propongo ingresar a esta pieza es la siguiente escena: un dibujo de la artista, escritora y protagonista de la novela, Amanda Boyle, a quien desde niña le gustaba dibujar y recortaba papeles blancos, luego dibujaba en ellos, les ponía la fecha y los guardaba. Su ilustración predilecta traza las imágenes de un ave que cubre su nido de pichones. Sin embargo, al afinar la mirada, podemos distinguir a dos niñas con cabellos largos dibujando apaciblemente sobre una mesa y la figura de un ave/mujer/sin rostro, espectral como una sombra, ubicado detrás de ellas, envolviéndolas. Esos trazos evocan a Amanda su niñez  y, en especial, un cuadro de Pablo Picasso titulado “La maternidad” (resuena tanto el nombre de Juan Pablo Castel). Ese dibujo nos acerca una representación de lo materno que se escapa de sus asignaciones hegemónicas (protección, soporte, cuidado), para inscribir en su lugar las voces de un reclamo constante. De modo que podemos ver cómo la historia se escribe hacia atrás, en los pliegues de una memoria que parece recuperar la intemperie de dos hijas, el vínculo fracturado entre ellas dos como hermanas, y una madre abnegada y enferma que desata la culpa, la disputa y los rencores de esa trama familiar.

La escritura funciona como el lugar donde se exhiben los lazos familiares entre las madres, hermanas e hijas. Julián, el hijo de Amanda, después del suicidio de su madre, rescata de un cajón la correspondencia que mantuvieron su madre y su hermana Cecile, y el diario de su abuela. La lectura del hijo, y también la de su novia y futura esposa Laura –y otrxs lectores que asoman la trama–, introducen en el texto las voces femeninas. Por un lado, las cartas configuran aquel espacio íntimo en él que se  reconstruye el derrumbe en la relación de dos hermanas, que siempre fueron amigas, pero con la imposibilidad de “marcar en su ruta de vida qué cosa fue lo que las separó” (37). La relación se tensa  de forma definitiva cuando los acuerdos sobre el cuidado de la madre y su posterior muerte cargan con culpas que no se comparten.

Por otro lado, los diarios de la madre encerrada en el espacio doméstico, modulan las versiones de una esposa, viuda y maestra, pero en especial la de una madre temerosa, vulnerable frente a los golpes de un esposo al que califica como “zorro”, “un perseguidor, una aberración capaz de querer jugar con ellas [sus hijas] de modos impensados. Por eso fue que, después de tantos años, acepté mi gran equivocación. Pero cómplice no fui, sino ciega” (41). La confesión ensaya los peores silencios que el relato decide omitir: “Sobre estos hechos, nunca hablamos entre nosotras. Sostuve la mirada de mis hijas y ellas supieron, como yo, que debíamos seguir adelante” (41-42). Al mismo tiempo, la trama “oculta” expone una matriz vincular madre-hijas mucho más compleja que sobrevuela en toda la novela y arroja sus señales con expresiones como “cuidar a un monstruo” (15), “nuestra madre enferma” (15), o “¿Qué trampa es esta que armó [la madre] para nosotras [sus hijas]?” (14).

Hay una pregunta que seguramente todo lector quiere reponer después de la lectura: ¿por qué se titula “Dos cuentos maravillosos”? El primer cuento maravilloso que se intercala relata la historia de una mujer que huye primero de la casa materna y después de un hombre “lindo” para sentirse “a salvo del amor” (26); el segundo cuento, un niño sueña y a la vez que sueña, ensaya los modos de ser percibido (contenido) por una mirada tutelar. En ellos también se cuelan lecturas de aventuras y fantasía, como Moby Dick y Sandokan. A pesar de los diferentes argumentos, ambos cuentos -cuya autoría reza A.B. (Amanda Boyle)- trazan en su morfología una misma composición interna, según explicó Valdimir Propp, mencionado también en la novela: fantasía, superación, huida, prueba, alivio. Estas instancias, en sus infinitas modulaciones, desvían una premisa (que también se extiende a esta trama vincular-familiar): la de que todos los cuentos maravillosos tienen un final feliz.

Maradona, el niño que descendió del cielo

Por: Lucía De Leone

Ayer falleció Diego Armando Maradona, ídolo popular, jugador talentosísimo, personaje contradictorio y polifacético. Entre las casi infinitas miradas con las que puede abordarse su figura, desde Revista Transas compartimos la singular visión de la escritora Sara Gallardo. En esta oportunidad, Lucía De Leone recupera las crónicas* que Gallardo escribió para La Nación en 1984 y 1987 cuando la escritora se encontraba en Nápoles, una ciudad que se había maradonizado por completo. A partir de ellas, De Leone reflexiona sobre la particularísima visión de Gallardo, la periodista que se animó a escribir sobre los mil y un temas.

*Las crónicas fueron extraídas de Sara Gallardo, Los oficios, Buenos Aires, Excursiones, 2018 (compilado y prologado por Lucía De Leone) y son gentileza de Paula Pico Estrada.


Le pidieron que escribiera sobre autos y ella se despachó con una extensa nota sobre las carreras en el autódromo. Otra vez, le tocó ir a Chipre y conversar con el líder político religioso Makarios III. También entrevistó a personalidades de la cultura: desde Maximiliam Schell a Zulma Faiad. En las revistas para mujeres, incluso las más modernas, como Claudia, eligió escribir crónicas domésticas en las que se parodiaba a sí misma como mujer de la casa: ¿quién se llevaría a Barcelona el lavarropas y en barco? En las revistas para ejecutivos, publicaba una página de modas no convencional de acuerdo a los parámetros de la época y una columna semanal que la hizo famosa por forjar un tono irreverente y desprejuiciado. “¿Ahora quieren que hable de China?”, decía uno de sus títulos.

Hablo de Sara Gallardo (1931-1988), la autora de las impactantes novelas Enero (1958) y Eisejuaz (1971). También, la periodista argentina que se le animó, y con éxito, a los mil y un temas. Durante sus últimos años, ya instalada en Europa, enviaba con periodicidad casi diaria notas para La Nación. Muchas veces, esas colaboraciones las realizaba sin saber demasiado sobre los temas que escribiría o incluso inventándolos.

Sara no tenía conocimientos técnicos sobre el fútbol, pero estaba justo en Nápoles cuando la ciudad se había maradonizado. Sara no había seguido los pasos de Maradona. Quizá sabía que había jugado en Boca, seguramente no que antes lo había hecho en Argentinos Juniors. Cuando escribió la primera para La Nación, en 1984, faltaban todavía dos años para que el futbolista se consagrara definitivamente en el Mundial de México y ya fuera casi imposible no saber de su existencia.

Las otras dos crónicas referidas al Napoli de Maradona, estas sí posteriores al triunfo argentino en México, se publicaron en 1987 en el mismo diario. Las tres están recopiladas en el libro Los oficios, que preparé para la editorial Excursiones en 2018. En todas ellas, Diego, al que Gallardo compara con el Papa, está hasta en la pizza y es protagonista sin rivales del merchandising futbolero: remeras, casetes, pelucas enruladas y hasta garrafas Maradona.

Del mismo modo que en sus ficciones, el periodismo que practica Gallardo en estos textos es rebelde a encasillamientos predeterminados. Se trata de un periodismo oficioso pero que macanea con desfachatez, que se expide ejemplar y burlescamente sobre todos los temas desde la “desactualidad” (que no es lo mismo que la inactualidad).

Esta cronista está, casi sin saber cómo, en el lugar de los hechos. No obstante, observa, registra, se detiene en los detalles, pregunta, acaso lee algo, mezcla lo que sabe con lo que ve. Así, el Vesubio y la Madonna se entrelazan con Maradona o el celeste y blanco de Belgrano, French y Beruti aparecen replicados en entonaciones futbolísticas de lo argentino. Pero Sara vislumbra también en esa ciudad musicalizada con el himno napolitano al ídolo, en esas calles alborotadas por la pasión futbolera y en ese fuera de tiempo de urbe paralizada donde no importan los festejos sagrados ni paganos porque juega el Napoli, otro modo de la fiesta, aún más insurgente.

¿No son el macaneo, el divague, la desinformación formas insurrectas de la imaginación? Antes de que el Vesubio reaccione otra vez, Sara nos invita a leer indicios en las nubes, a atender la cábala y a merodear sin pisar la capa de seda que tendieron a “los pies del niño descendido del cielo”.

***

Argentina sta accá

NÁPOLES.- Las nubes se abrirán, ochenta mil devotos aullarán. El niño ascenderá entre chispas de luz y rugir del helicóptero en el estadio San Pablo, de Nápoles. Los presentes habrán pagado uno o dos dólares, que se darán a los pobres de la ciudad.
Lello Gambardella, jefe de la hinchada local, no verá el descenso. A pie, con un puñado de sal y un poster del colo, estará camino a Pompeya, donde agradecerá a la Madonna la gracia recibida por su club. En su lugar, en el estadio, un Vesubio de cartón bombardeará fuegos artificiales, y una nube de globos celestes y blancos subirá al cielo. En un jeep blanco, Diego Maradona deberá entrar en la ciudad por el lungomare, igual que el Papa.
Este ceremonial, prolija y apasionadamente tramado, sufrirá una demora similar al retraso de la llegada de Maradona, inicialmente prevista para hoy y pospuesta hasta nuevo aviso. Por lo que la imaginación napolitana tendrá tiempo para agregarle detalles a la ruidosa recepción.

Remeras, cassettes y pizza

Talleres escondidos trabajan día y noche para estampar remeras y grabar cassettes con el himno en su honor, que dice: “Argentina stá acca” (versión en dialecto napolitano). En muchos locales se sirve la pizza a la Maradona, de mejillón y pulpo. En Peppino, trattoría tradicional de Santa Lucia, los mozos visten camiseta azul con la cara del pibe en el pecho. Pelucas de negros rizos se ofrecen en vidrieras de barrio. Los compatriotas que juegan para clubes italianos expresan juicios generosos. Passarella, Bertoni, Díaz y Hernández alaban al unísono al niño y a Napoli.
Las páginas deportivas de los diarios sacan cuentas y parece que Maradona es el décimo argentino que juega para Napoli en medio siglo, a lo que habrá que sumarle dos entrenadores.
Otros periodistas sacan nuevas cuentas. Se recuerda que en 1977, Gianni Di Marzio, entrenador de Napoli, volvió de Buenos Aires hablando de un chico que le parecía destinado a ser un fenómeno. Y se recuerda que Gianni Agnelli dijo hace poco tiempo por la televisión que, después de haber recomendado al joven desconocido al entrenador de Juventus, Boniperti, recibió esta respuesta: “Awocato, si Maradona fuera tan bueno como usted dice, no se nos hubiera escapado”.

Las listas españolas

Los diarios de España hacen las listas de los desplantes del “pibe” y de su clan de treinta amigos, del lujo y las compadradas, la paliza a un fotógrafo que los encontró de mal humor. Y se habla de deudas, de que la Maradona Productions está en espesa crisis financiera y que no ha visto una peseta de los ciento cincuenta millones pagados por unos cortos publicitarios del “pibe” contra la droga, que fueron a parar a bolsillos acreedores.

Listas más inquietantes para Napoli se leen en los diarios italianos: Maradona llegó a España en el 82 y trajo sobre su espalda un mundial empezado bien y terminado mal, porque Italia lo venció, Gentile lo desgarró, Brasil lo humilló hasta el punto de arrancarle una reacción que lo hizo expulsar. En diciembre de ese año se enfermó de hepatitis, que lo tuvo meses sin jugar, le siguió un dolor en los hombros, y, después, una patada que le arruinó una pierna. Y, posteriormente, el odio contra los españoles.
Y así llegará a Nápoles. La ciudad con el índice más alto de mortalidad infantil de Europa, tiende sobre el golfo una capa de seda a los pies del niño descendido del cielo.

Sara Gallardo, La Nación, 4 de julio de 1984

 

Nápoles está toda celeste

NÁPOLES.- Nápoles está toda celeste. El celeste de Belgrano, de French y de Beruti, para precisar. El de Maradona, para ser justos. El nuestro, para ser exactos. La fiesta será impresionante y el secreto de los barrios ha estallado por las comisuras de todas las bocas más selladas.
El celeste que decoraba los bassi, los bajos famosos, donde sólo se puede dormir o fabricar niños -el resto de la vida es en las calles- ha pasado a las paredes; donde no alcanza la pintura, suplen las banderas y los estandartes.
Forcella está envuelta toda entera en una nube celeste, millares de globos en forma de corazón techan los “vicolos”, las callejuelas, de la catedral a los tribunales.
Hoy a la noche habrá un banquete de especialidades napolitanas en un ámbito que ocupa las cuadras que van desde via del Duomo a via Coletta; los del barrio han pagado unos 45 dólares por cabeza para contribuir.
Los carros del desfile fueron secreto por pocos días. Los prepara en el viejo cuartel borbónico vecino a la plaza de armas de Ñola, el renombrado Giuseppe Tudisco, artesano de antiquísima tradición.
Con los hijos Salvatore, Gaetano y Raffaele han ideado cinco alegorías, cuatro encargadas por clubes deportivos, la quinta, “donada por mí, como agradecimiento de un hincha que ha esperado este acontecimiento la vida entera”.
El primer carro ya está listo: está el rey Maradona en el centro, y alrededor los futbolistas extranjeros Boniek, Rummenigge, Platini, Briegel Hateley, que le rinden homenaje.
El segundo es un enorme vesubio que expulsará en bocanadas de fuego a los otros “scudettos”, arrasados por el triunfo del Napoli.
El tercero es el carro de la primavera, con tres paneles que anuncian el feliz evento y una gran mariposa que lleva consigo a los santísimos Allodi y Ferraino.
Cuarta es la carroza del scudetto, de cuyas ventanas asoman los jugadores del Napoli.
Por fin, un caballo de Troya todo azul, de cuya panza saldrán niños vestidos como futbolistas.
Algunos subacuáticos del centro Sant Erasmo se sumergieron ayer temprano en las aguas de Massalubrense para poner una bandera con el scudetto a 40 metros de profundidad ante la Madonna de la Gruta de Vervece, sobre una alfombra de flora submarina.
Las cien “Rosalinde Sprint” de los barrios Españoles, o sea los “femminielli, o travestidos de tradición añosa, bajarán por la calle Toledo todos de azul y de lentejuelas, desparramando sex appeal.
Tal vez la exaltación mayor puede palparse en el célebre barrio de la Sanitá, de donde salieran Totó y tantos talentosos alumnos de Doña Miseria.
En el gran bazar pintado de celeste de via Vergini, Salvatore Scognamillo, alias “Poppella d’pagnutielle”, produce adornos celestes y blancos. Enfrente, un negocio de garrafas de gas, se Rama “Las garrafas de Maradona”.
Hasta los canastos de fruta están pintados de celeste. “Esto no es nada -dicen los chicos-, la gran sorpresa del domingo será una torta alta de 6 metros en medio de la plaza de la Sanitá, con todos los jugadores del Napoli como decoración”.

Sara Gallardo, La Nación, 10 de mayo de 1987

Después de 61 años

NÁPOLES.- ¡Y se dio! Sesenta y un años de encarnizada lucha, desde la fundación. Estuvieron a punto de ganar más de una vez. Fueron vencidos no sólo por los equipos de las ciudades ricas, la Juve, el Inter, el Torino y el Milán, o por el de la capital, la Roma. También por cuadros de ciudades medianas, la Florentina, el Bolonia, ¡hasta el Cagliari, de Cerdeña!
Hicieron tanta buena letra… En las últimas semanas los hinchas del Napoli, por pedido del presidente, se mostraron caballeros, no rugieron, no se pelearon, se diría que hacían su buena obra cotidiana. Los delincuentes dejaron de robar, la crónica policial de los diarios napolitanos se achicó. Y por “scaramanzia” -lo que nosotros decimos cábala-, la palabra scudetto, el escudito de campeones, dejó de pronunciarse. Los sótanos estaban llenos de carteles y de gigantes de papel estraza petrificado para el día del triunfo. Cuando no se podía más, alguien extendía pancartas con una frase de árbol en árbol.
Había un sólo pensamiento, una sola intención. Nadie se acordó de que el domingo era el Día de la Madre, festejado en Italia con vestidos nuevos y flores a granel. A nadie le importó que la Iglesia hubiera proclamado el sábado la obligación de los católicos de votar en las elecciones próximas: abstenerse o votar en blanco será pecado de omisión. Nadie tomó en cuenta la avara declaración del presidente del “Barsa”, llegado para el evento: “Lo que Diego aprendió en Barcelona le fue útil para Nápoles”.
Y empezaron los presagios favorables. Un viejito vio una nube en forma de scudetto sobre el Vesubio. En el Lotto del sábado salió el 43, número atribuido a Maradona. La televisión mostraba a nuestro Diego grabando su canción en italiano: “Amica mia”, dedicada a su madre. Y Diego, con auriculares y emoción decía cuánto la extraña y qué duro es, pese a todo, luchar tanto y tan lejos.
Fue un empate. Maradona no parecía contento. El estadio se transformó en un animal vivo, todo azul, algo que daba miedo. Y una bandera italiana gigantesca bajó al ruedo.
Desde Tokio llega, pues, el martes, la tela encargada por una empresa, una vastedad de kilómetros azules que envolverán en un paquete el Vesubio, que el domingo próximo entrará en erupción con quintales de fuegos artificiales. Es de esperar que no despierte.
La fiesta se ha lanzado, la imaginación ha tomado el poder.

Sara Gallardo, La Nación, 11 de mayo de 1987

 

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El N° 249 DE LA REVISTA SUR: TRADUCTORES Y TRADUCCIONES DE LITERATURA JAPONESA MODERNA

Por: Magalí Libardi*

A fines de 1957, la revista Sur puso a disposición del público lector argentino una selección de literatura japonesa moderna. En este artículo, Magalí Libardi desgrana minuciosamente el “detrás de escena” de ese número de Sur, para entender el primer capítulo de la historia de la traducción de literatura japonesa en Argentina. Como demuestra la autora, en ese proceso tuvo un rol fundamental el traductor argentino-japonés Kazuya Sakai, sobre quien volveremos a leer en una próxima entrega de este Dossier**.


En noviembre de 1957, la emblemática revista literaria Sur publicó un número dedicado a lo que llamó «literatura japonesa moderna». La antología reúne ejemplos de prosa, poesía y teatro de veintidós autores japoneses, versionados por cuatro traductores, e incluye tres textos de corte ensayístico. Se trata de un número clave para comprender la situación de Sur como empresa cultural a finales de la década de los cincuenta y para historizar los comienzos de la difusión de la literatura japonesa en Argentina.

Sur, N°249 (noviembre-diciembre de 1957).

Sur, N°249 (noviembre-diciembre de 1957).

Son muchos los autores que han señalado el impacto de la dimensión social en la inserción de obras transferidas a un nuevo contexto. Pierre Bourdieu resalta la centralidad de las operaciones sociales de selección y marcación en ese traslado: la importación exitosa depende de agentes ya legitimados, capaces de validar con su prestigio aquello que se importa. Así, el agente importador simultáneamente transmite y se adueña de capital simbólico. Por su parte, Wilfert-Portal señala la necesidad de concebir a ese agente importador de modo no idealizado, a fin de abordar, con plena conciencia de la dimensión material y económica, las transferencias en las que los actores asocian su identidad social a los objetos que importan y se vuelven garantes de su valor.

Asimismo, a partir del llamado «giro cultural» de la década de 1980, en el campo de los estudios de traducción también se ha destacado la importancia de la cultura receptora en la representación del Otro que surge de todo proceso de traducción. Patricia Willson ha precisado que los modos de construcción de lo foráneo por parte de ese aparato editorial constituyen estrategias editoriales, entre las cuales la más evidente es la elección de los textos que habrán de traducirse.[1] Además, la relación entre imaginario e importación es constante y recíproca: el traslado de textos de una cultura a otra es esencial en la construcción del imaginario sobre el Otro, y los imaginarios vigentes en un momento particular determinan los textos que se importan (ya sea para reforzar o subvertir esos imaginarios).

En el objeto de estudio de este escrito se construye un imaginario particularmente complejo, resultado del momento histórico, de la gran distancia cultural entre los textos importados y el aparato importador, y de las características particulares de las culturas interactuantes. Hanne Jansen sostiene que, mientras más distancia exista entre lo representado y el texto representante, más estereotípica resulta la imagen construida. Sin embargo, Sur fue, en ese sentido, un agente importador excepcional no solo por su gran capacidad de legitimación, sino también por su carácter cosmopolita.[2] Sus colaboradores estaban acostumbrados a mirar al Otro en busca de modelos que sirvieran para cerrar lo que percibían como vacíos en la joven cultura argentina. Es innegable, no obstante, que su mirada estaba preferencialmente dirigida a Europa y Norteamérica, e incluso su abordaje de la literatura japonesa fue consecuencia de la mediación de un estadounidense.

Mientras tanto, esas regiones centrales de occidente sí miraban a Japón directamente y establecían una dinámica intrincada de dominación y acogimiento. Orientalismo, el famoso estudio en el que Edward Said analiza esas relaciones de poder, no se detiene en el caso de Japón ni en el imperialismo japonés, que en sí mismo puede pensarse como un modo alternativo de orientalismo, como lo han hecho Harada o Nishihara.[3] En efecto, el dominio de Japón sobre otras regiones de Asia lo acercó al modelo “aprobado” por occidente, y su victoria en la guerra ruso-japonesa de 1904-5 logró consolidar su participación en la comunidad de estados-naciones modernos.

Argentina no se encontró nunca entre esas potencias capaces de legitimar el modelo occidental. El traslado de los textos que se presentan en Sur implica dos culturas periféricas, y esto supone una actitud importadora distinta a la condescendencia bonachona que Bourdieu menciona al pasar como actitud frecuente entre los «orientalistas». En la introducción que escribe para el número 249, Octavio Paz sostiene que el destino de Japón está unido al de occidente, pero «ese destino no lo sufre pasivamente (como la mayoría de las naciones hispanoamericanas y muchas de Asia, África y aun de Europa) sino que es uno de sus protagonistas, uno de sus “héroes-villanos” y, asimismo, una de sus víctimas». La visión orientalista de Paz se asemeja más a la del propio Japón sobre sí mismo que a la que Said adjudica a las potencias occidentales.

Sur en 1957

Como señala John King, para 1955 Sur aún era la revista literaria más importante de Argentina, pero ya no contaba con el internacionalismo que había caracterizado sus primeras épocas.[4] Al mismo tiempo, tanto la creación de revistas alternativas por parte de varios de los escritores argentinos más jóvenes como el repudio desde Sur a la Revolución cubana volvieron la publicación menos atractiva para las nuevas generaciones. Las antologías aparecieron en esta época como una alternativa para que la revista siguiera vigente en cuanto empresa cultural y continuara tendiendo puentes, aunque ya no desde el contacto directo con las figuras más relevantes de la literatura mundial, sino de un modo más estructurado y académico. El primer número de esa índole fue el 240 (1956), dedicado a la literatura canadiense, al que siguió el número 249, dedicado a la literatura japonesa contemporánea. En el número 254 (1958) se abordó Israel y en el 259 (1959), la India. Ya en los sesenta, aparecieron los números sobre literatura alemana contemporánea (308-310, 1967-1968) y sobre literatura norteamericana joven (número 322, 1970).

En un ensayo de 1980, María Luisa Bastos, quien fuera jefa de redacción de Sur tras la partida de José Bianco en 1961, defiende la década de 1960 en Sur –que King cataloga de reconstrucción fallida– alegando que se publicaron a autores como Samuel Beckett, Osamu Dazai, Marco Denevi, Juan Goytisolo, Eugene lonesco, Yukio Mishima, Vladimir Nabokov, Alejandra Pizarnik y Mario Vargas Llosa. Dos de los ocho autores mencionados son japoneses, lo cual es un testimonio de la importancia que adquiriría para Sur la literatura japonesa tras la publicación del número 249, así como del aura ejemplar que la envolvería desde su incorporación al sistema de literatura traducida argentina.

Selección y arreglo: del Japón de Ishikawa al Japón de Mishima

En la introducción al número, Paz cuenta que la consagración de ese número a la literatura japonesa fue el resultado de un encuentro fortuito en Nueva York entre Victoria Ocampo y Donald Keene. Keene, traductor, académico, historiador y cronista estadounidense, era para entonces una de las figuras más influyentes de los estudios japoneses en lengua inglesa. Según las declaraciones de Keene durante una entrevista con Takaki Kana, solo conversó con Ocampo una vez, y los detalles de la publicación se arreglaron con José Bianco, el jefe de redacción de ese momento. Keene seleccionó textos del volumen Modern Japanese Literature. An anthology que había publicado en 1956. Tanto ese volumen como Anthology of Japanese Literature de 1955, fueron muy populares entre los lectores anglohablantes y, según Keene, Octavio Paz había leído ambos.

Modern Japanese Literature. An anthology (1956), de Donald Keene

Modern Japanese Literature. An anthology (1956), de Donald Keene

En el caso de la revista Sur, los autores publicados fueron, mayoritariamente, una porción de los previamente seleccionados por Keene. No hay, por lo tanto, una medición directa de fuerzas entre la literatura argentina y la japonesa, sino que se recurre a un agente mediador. Sin embargo, no todos los textos que conforman el número de Sur fueron extraídos de la antología de Keene. Aquellos que coinciden son: «El diario romaji» de Ishikawa Takuboku, «Kesa y Morito» de Akutagawa (transliterado como Agutagawa en Sur) Ryonosuke, «El crimen de Han» de Shiga Naoya, «Tiempo» de Yokomitsu Riichi, «El lunar» de Kawabata Yasunari, «La mujer de Villon» de Dazai Osamu, «En los bajos de Tokio» de Hayashi Fumiko, y los poemas de Hagiwara Sakutaro, Ishikawa Takuboku, Kitagawa Fuyuhiko, Kitahara Hakushu, Miyazawa Kenji, Nakahara Chuya, Nakano Shigeharu, Takamura Kotaro y Yosano Akiko. Los textos que no coinciden son: «En alabanza de las sombras» de Tanizaki Junichiro, los poemas de Ando Ichiro, Kusano Shimpei, Tachira Michizo, Takenaka Iku, Tanaka Katsumi, y la obra en un acto El tambor de damasco de Mishima Yukio. En cuanto a los poemas que no se tomaron de la antología de Keene, la mayoría aparece en el volumen titulado The Poetry Of Living Japan, que editaron Takamichi Ninomiya y D.J. Enright y se publicó el 7 de mayo de 1957, por lo que es posible que esta sea una de las fuentes alternativas consultadas.

El orden en que se presentan los textos se corresponde, en la sección de prosa, no con el de Modern Japanese Literature, sino con el texto introductorio de Keene que publica Sur (a excepción de los textos de Shiga y Akutagawa, que se publican en el orden inverso) y que es, en general, cronológico (la cronología se desfasa parcialmente en la revista al seleccionar un texto de Tanizaki de 1933 y al invertir el de Shiga, de 1913, y el de Akutagawa, de 1918). A la sección de prosa le sigue una antología poética en orden alfabético, luego la obra teatral de Mishima y, para terminar, un ensayo sobre la música de Okinawa escrito por Juan Pedro Franze. El primero de los textos en prosa, El diario romaji, es el único que se publica junto con la nota explicativa de Keene que precede a todos los textos que aparecen en Modern Japanese Literature. Ishikawa fue una figura fundamental en la literatura japonesa moderna, y los motivos por los que eligió escribir un diario en rōmaji (ローマ字, caracteres romanos) son demasiado complejos para abordarlos aquí, pero es posible interpretar la ubicación de este texto híbrido, en el que el narrador referencia explícitamente a Hamlet, como un gesto conciliador, un modo de demostrarle al lector que la literatura japonesa moderna es, como afirma Paz en su introducción, «extraña y familiar» (1957: 3), aunque haciendo hincapié, por lo menos al comienzo, en la familiaridad. Por el contrario, la última traducción, que es una de las únicas dos directas del japonés, es de una adaptación escrita por Mishima de una obra homónima del teatro noh que data del siglo XV y que parece completar el oxímoron de Paz.

Traducir traducciones

No resulta sorprendente que la gran mayoría de las traducciones que se publicaron en el número 249 de Sur sean indirectas, ni que casi todas tomen como texto de partida las versiones en inglés que se publicaron en Modern Japanese Literature. Alejandrina Falcón señala que las traducciones indirectas pueden ser declaradas, si se informa a los lectores del trabajo con un texto intermedio, o «camufladas». En este caso, solo las versiones realizadas por Alberto Girri, que componen la antología poética, llevan una leyenda explícita que informa que se han traducido del inglés. Los demás textos aparecen acompañados por el nombre del traductor al final, sin mención de la lengua del texto «original», y en ninguno de los dos textos introductorios se menciona que se esté trabajando desde traducciones, ni mucho menos se llega a nombrar (y dar crédito) a alguno de los catorce traductores que trabajaron junto a Keene para producir las versiones que aparecen en su antología.

El primero de los cuatro traductores que aparecen asociados a los textos originalmente escritos en japonés, es Carlos Viola Soto, quien traduce a Ishikawa, Tanizaki, Shiga y Yokomitsu. Viola Soto había trabajado con Girri en la traducción de un volumen de poesía italiana contemporánea y también colaboró posteriormente en la colección que creó Kazuya Sakai. Tres de sus traducciones para la revista parten de las versiones en la antología de Keene. El fragmento que se publica de El diario romaji (traducido al inglés por Keene) es considerablemente más breve que el que se publica en Modern Japanese Literature, pero tanto «El crimen de Han» como «Tiempo» coinciden por completo con «Han’s Crime» en traducción de Ivan Morris y «Time», también en traducción de Keene. La excepción es el fragmento del ensayo de 1933 de Tanizaki titulado «En alabanza de las sombras», que, como se mencionó, no está incluido en la antología de Keene. Si bien en su conferencia sobre los haikus de Borges, el profesor Shimizu Norio se refiere muy tangencialmente a la traducción del ensayo de Tanizaki para Sur y propone una fuente francesa, no parece haber rastros de dicha versión, y la bibliografía considera como primera al francés la realizada por René Sieffert en 1977. Incluso en la entrevista que en 2017 dieron los traductores Ryoko Sekiguchi y Patrick Honnoré tras publicar una nueva versión francesa del ensayo, sólo mencionan la traducción de Sieffert como antecedente. Al mismo tiempo, en 1954, el reconocido académico y traductor del japonés Edward G. Seidensticker, que era un gran amigo de Keene e incluso produjo versiones para su antología, tradujo y comentó varios fragmentos para la publicación Japan Quaterly (vol. 1, n.° 1), que luego se publicaron en la revista Atlantic Monthly (enero de 1955) con el subtítulo «An English Adaptation» (1955: 141). La versión de Viola Soto reproduce exactamente los mismos fragmentos, siguiendo de cerca las decisiones de Seidensticker, lo que convierte a este texto en la fuente más probable.

Miguel Alfredo Olivera aparece como el traductor de los textos de Kawabata, Dazai y Hayashi. La traducción de «El lunar» coincide con «The mole», traducido por Edward Seidensticker, la de «La mujer de Villon», con la versión del cuento de Keene y la de «En los bajos de Tokio», con la traducción de Morris. La única particularidad notable es el cambio en el título de este último relato. La versión de Morris se publicó con el título de «Tokyo» en la antología de Keene y el de «Downtown» en la antología editada por el propio Morris en 1957, titulada Modern Japanese stories: an anthology. Esa edición también incluye una nota al pie que no aparece en la versión del volumen de Keene, en la que Morris nombra los barrios que se incluyen en el término shitamachi, que es el título original del cuento y literalmente significa barrio bajo.

Alberto Girri es el único de los traductores de este número (sin contar a José Bianco, que tradujo a Keene y se examinará más adelante) que aparece consignado en el reverso de la tapa de la revista como parte del comité de colaboradores de Sur. Girri se encargó de la traducción de los veintiún poemas que conforman la sección de antología poética. En 1974, Ediciones Corregidor publicó el volumen Versiones, en el que se recogen numerosas traducciones de poesía hechas por Girri, entre ellas la totalidad de las que aparecen en el número 249 de Sur. Versiones incluye, además, un prólogo en el que Girri recuerda al lector que se tratan de traducciones del inglés y afirma haber «intentado, en esencia, una aproximación al pensamiento poético de cada autor». Resulta muy difícil imaginar un escenario en el que tal pretensión pueda cumplirse cuando se trabaja a partir de traducciones de poesía.

El problema de trabajar a partir de traducciones se manifiesta con particular intensidad cuando la forma y el contenido interactúan íntimamente, como suele ser el caso de la poesía. Se agudiza, además, en el caso de la poesía escrita en lenguas como el japonés, pues la dimensión visual de los ideogramas aporta efectos y matices adicionales. No obstante, traducir a partir de traducciones siempre es limitante. El resultado no puede ser más que parcial y vagamente aproximado. Anna Kazumi Stahl resume las falencias de las traducciones indirectas: las versiones no logran una intimidad con la mentalidad japonesa ni pueden siquiera cuestionar las interpretaciones del primer traductor.[5] A pesar de esto, la época, el prestigio de los tres escritores-traductores convocados y la escasez de traductores del japonés explican la inclusión de traducciones indirectas en el número 249 de Sur, que, de todos modos, cumplió el cometido general de acercar a los lectores argentinos a una literatura que probablemente desconocían por completo y sirvió de antesala a la publicación, a través de la Editorial Sur, de la traducción directa realizada por Kazuya Sakai de la novela El sol que declina de Dazai en 1960.

Kazuya Sakai, traductor del japonés

Que el número 249 de Sur haya hecho uso de una lengua intermedia para traducir del japonés no significa que no hubiese antecedentes de traducciones directas al español, aunque estas fueron la excepción durante mucho tiempo. Alfonso Falero nota que durante las primeras décadas de siglo XX la tendencia en la incipiente niponología española era depender de lenguas intermedias, como el francés, el inglés y alemán.[6] El único ejemplo de traducción directa que menciona es la de Antonio Ferratges de dos piezas de teatro japonés publicadas por la editorial Aguilar en 1930. A partir del estallido de la guerra civil española ya no se tradujeron obras japonesas en España, pero eso no significó el cese de la actividad traductora relacionada con Japón, sino su desplazamiento a Latinoamérica.

En Argentina, el antecedente más significativo es la editorial Ko-shi-e, fundada en 1953 por Koichi Komori y su hermano, Shigekazu Shimazu y Takeshi Ehara. El resultado de esta empresa fue la excelente antología Cuentos japoneses, que incluye «Rashōmon» y «En el bosque» de Akutagawa, y que se publicó en junio de 1954, con traducciones directas de Takeshi Ehara, director en ese momento del periódico Akoku Nippo. Según el propio Ehara, el volumen estaba pensado para el público general argentino, pero también para que los integrantes de la colectividad japonesa se lo regalasen a sus amigos argentinos o, en caso de ser padres, a sus hijos.

El más célebre traductor del japonés de la época en Argentina, sin embargo, fue Kazuya Sakai. Sakai nació en Buenos Aires en 1927, pero se educó en Japón y regresó a Argentina en 1951. En 1956 se convirtió en miembro fundador del Instituto Argentino Japonés de Cultura, cuya revista, Bunka, aparece anunciada en una de las primeras páginas del número 249 de Sur. En ese primer número de Bunka, Sakai publicó su artículo «Gingaku: las máscaras más antiguas que se conservan».

Sakai tradujo «Kesa y Morito», de Akutagawa Ryonosuke y El tambor de damasco, de Mishima Yukio para la antología de Sur, pero estas no fueron sus primeras traducciones. En 1954, publicó su versión de «Rashōmon» a través de la editorial López Negri. En 1958, creó la colección Asoka para la Editorial Mundonuevo (ex La Mandrágora) junto a Osvaldo Svanascini, que pretendía difundir la filosofía, la cultura y las artes de algunos países asiáticos. Ya en 1959, tradujo «Kappa» y «Los engranajes» y El biombo del infierno y otros cuentos, todos de Akutagawa, para esa colección, y varias piezas de Mishima bajo el título de La mujer del abanico: seis piezas de teatro noh moderno, además de la novela para Editorial Sur.

La mujer del abanico: seis piezas de teatro noh moderno de Mishima, traducción de Kazuya Sakai.

La mujer del abanico: seis piezas de teatro noh moderno de Mishima,       traducción de Kazuya Sakai.

Las traducciones de Sakai son portadoras de una hibridez particular, en la que la domesticación y la exotización se intercalan constantemente, que podría interpretarse como simbólica de la identidad del propio Sakai. Asimismo, los textos que traduce –una exploración psicológica de un cuento tradicional y una adaptación moderna de una obra del teatro noh– se pueden pensar como reescrituras sintéticas, que dan cuenta del encuentro entre elementos dispares, como la propia identidad argentina-japonesa. Keene y Sakai se conocieron recién en 1963, permanecieron en contacto desde entonces, y fue a través de Keene que Sakai conoció a Octavio Paz, con quien luego trabajó en la revista Plural en México.

Dos introducciones y un ensayo

No cabe duda de que tanto la organización como el componente paratextual modelan también la imagen de lo extranjero. El número 249 de Sur se inicia con la ya mencionada introducción Paz, quien se ajusta bien a la descripción que hace Wilfert-Portal de los importadores prologuistas que, por su carácter de referentes culturales, actúan también como garantes del material importado. Paz se desempeñó durante 1952 como encargado de negocios de la Embajada de México en Japón, pero, como consecuencia de su marcado interés por la cultura japonesa, su labor diplomática continuó incluso después de despedirse de Tokio. En 1957, tradujo junto a Hayashiya Eikichi una colección de haikus de Bashō y, poco después, Sendas de Oku, del mismo autor. Al mismo tiempo, no se debe olvidar que Paz solo pasó cinco meses en Japón y nunca aprendió la lengua. Su texto para Sur cierra con una reflexión sobre la “otredad” evidenciada por la literatura japonesa moderna, que es para él una materialización de la misión de la literatura en general. Para Paz, Japón es, en todas sus manifestaciones, ejemplar.

A esa introducción sigue la de Keene en traducción de Bianco. El texto es un artículo titulado «Modern Japanese Literature», que Keene publicó en University of Toronto Quarterly, en el que señala el desconocimiento en occidente de la literatura japonesa, la atracción que ejerce un Japón imaginado y la decepción de los lectores occidentales al encontrarse en la literatura con un Japón “moderno” que no responde a esas expectativas. Concluye con una idea similar a la de Paz respecto a la síntesis que es la literatura japonesa moderna, tan ligada a la tradición y totalmente inteligible para los lectores modernos. La traducción de Bianco incluye las dos notas al pie, pero se aleja del texto original en dos momentos: primero, reemplaza los versos de «To a Skylark» de Shelley, que Keene usa como ejemplo del tipo de imagen poética que durante siglos fue inconcebible en Japón, con una estrofa de «Oh, libertad preciosa» de Lope de Vega, y más adelante, cuando se comienza a hablar de Kawabata, modifica el comienzo de la frase original («Kawabata’s novels») por «El lunar».

El texto que cierra la antología es un ensayo de Juan Pedro Franze sobre la música de Okinawa. Franze era colaborador frecuente en Sur, pero, a primera vista, esta pieza parece desentonar con el resto de la antología. Su inclusión, sin embargo, difícilmente sea arbitraria. Según los datos recogidos por Cecilia Onaha, para 1978, el 70% de la comunidad japonesa en Argentina era de origen okinawense, y sus expresiones culturales se preservaron en buena medida en el país receptor. La Agrupación de Música y Danza Okinawense se formó a finales de los cuarenta, y en 1951, sus integrantes crearon el Centro Okinawense en la Argentina. Música y danzas se practicaban asiduamente: hubo una actuación en el Teatro Discépolo en 1952 y una demostración en 1953 a cargo de Seihin Yamauchi, que fue televisada. El artículo de Franze demuestra una consciencia sobre esta característica de la inmigración japonesa en Argentina.

Página 118 del N° 249 de Sur: ensayo “La música de Okinawa” de Juan Pedro Franze.

Página 118 del N° 249 de Sur: ensayo “La música de Okinawa” de Juan Pedro   Franze.

Conclusiones

Pageaux propone que la representación del Otro que puede destilarse de los textos literarios habrá de corresponderse con alguna de tres actitudes fundamentales: la manía, la fobia o la filia.[7] La manía implica una visión de la cultura extranjera como superior a la propia, la fobia aparece si la realidad cultural extranjera es considerada inferior y negativa, y la filia nace si la cultura que mira representa en términos positivos tanto la cultura de origen como la cultura extranjera. Solo en la filia se evalúa y reinterpreta lo extranjero. Las estrategias editoriales del número 249 de la revista Sur, revelan una actitud que oscila entre la manía y la filia, que es consistente con la representación histórica de los inmigrantes japoneses en Argentina a mediados del siglo XX. Ya se ha mencionado que Paz orienta la lectura de la antología hacia una imagen de Japón como país ejemplar y, específicamente en lo que respecta a su literatura moderna, como modelo de realización acabada y paradigmática de lo que Moretti llama la «ley de la evolución literaria», es decir, el compromiso entre la influencia formal occidental (francesa o inglesa) y los materiales locales de las culturas periféricas, que subyace al surgimiento de la novela contemporánea en la mayoría de los casos. Tanto la selección de obras de Keene como las traducciones directas de Sakai refuerzan la misma visión de la literatura japonesa moderna como forma híbrida en la que se logra un equilibrio entre la realidad tradicional o local y las formas modernas u occidentales. Esta valoración ejemplar se ve replicada en la historia de la comunidad japonesa en Argentina: autores como Silvia Gomez y Marcelo Higa[8] han señalado la existencia de un «prejuicio positivo» de la sociedad argentina a todo lo relacionado con Japón.

Al mismo tiempo, el contacto con organizaciones de cooperación –como el Instituto Argentino-Japonés de Cultura–, el interés por proveer algunas traducciones directas, y la inclusión de la comunidad okinawense a través del ensayo final demuestran un compromiso que trasciende el mero japonismo de las formas vacías. Amalia Sato ha dicho que el número 249 «resulta impecable en cuanto a las aperturas que propone» y Shimizu Norio, que se trata de un «número de extraordinaria calidad». Quizás el aporte más importante de Sur en este caso sea que, gracias a su elevado capital simbólico y mediante la enmarcación erudita de los textos japoneses, fue capaz de sentar bases más sólidas que cualquier iniciativa previa en la creación de las condiciones sociales necesarias para propiciar un «diálogo racional» entre culturas.

***

[1] Willson, P. (2004). La Constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX. Buenos Aires: Siglo XXI.

[2] Jansen, H. (2016). «Bel Paese or Spagheti noir? The image of Italy in contemporary Italian fiction translated into Danish». En L. van Doorslaer, P. Flynn y J. Leerssen (eds.), Interconnecting Translation Studies and Imagology. Amsterdam: John Benjamins Publishing Company, 163-180.

[3]  Nishihara, D. (2005). «Said, Orientalism, and Japan», Alif: Journal of Comparative Poetics, 25, 241-253.

[4]  King, J. (2009). Sur: A study of the Argentine literary journal and its role in the development of a culture, 1931-1970. Cambridge: Cambridge University Press.

[5] Stahl, A. K. (2012). «Lecturas posibles del japonés». En G. Adamo (ed.), La traducción literaria en América Latina. Buenos Aires: Paidós, 177-192.

[6] Falero, A. (2005). «Lexicografia y cultura: el caso de la traducción de textos japoneses al castellano». En C. Gonzalo y V. G. Yebra (eds.), Manual de documentación para la traducción literaria. Madrid: Arco/Libros, 325-348.

[7]  Pageaux, D. H. (1994). «De la imagineria cultural al imaginario». En P. Brunel e Y. Chevrel (eds.), Compendio de Literatura Comparada. Trad. de I. Vericat Núñez. México: Siglo XXI, 101-131.

[8] Higa, M. (1995), «La problemática identificatoria de los inmigrantes japoneses y sus descendientes en Argentina» (ponencia presentada a las V Jornadas sobre Colectividades).

* Magalí Libardi es traductora pública y científico-literaria en inglés por la Universidad del Salvador, donde se desempeña como docente. Participó del Programa de Estudios Asiáticos becada por la organización Jasso y la Universidad Kansai Gaidai de Osaka, Japón. Cursó, además, la Carrera de Especialización en Traducción  Literaria (UBA) y la Diplomatura en Estudios Nikkei (Asociación Estudios Nikkei / Niquey), y actualmente se encuentra preparando su tesis para la Maestría en Literaturas en Lenguas Extranjeras y en Literaturas Comparadas (UBA).

** Una versión previa de este texto fue presentada en la II Jornada Latinoamericana de Estudios Editoriales (Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2019).

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La ceremonia del té en el sur

Por: Malena Higashi[1]

Imagen: Sen Genshitsu XV. Primera demostración de Chanoyu en Argentina. Buenos Aires, 22 de octubre de 1954.

 

El mate sudamericano tiene mucho de ritual: algo similar, pero llevado a un extremo de refinamiento artístico, ocurre con la ceremonia del té en Japón. En esta nota, Malena Higashi conecta la historia de su abuela, maestra de la disciplina en Argentina, con su propio recorrido en el camino del té, entre Kioto y Buenos Aires. Malena se pregunta qué significa esta práctica en América Latina, con otros ingredientes, otros utensilios, otras flores: una ceremonia “mestiza” para compartir y disfrutar un té.


Caminar

Lo primero que se aprende en la ceremonia del té es a caminar. Que es como decir, aprender a llevar el cuerpo. Caminar con movimientos sigilosos, con el andar de un cuerpo ligero, con pasos discretos y cortos. Cuando veo a mis maestros desplazarse pareciera que estuvieran flotando levemente en el aire, pero su presencia no es etérea, todo lo contrario: están de una manera muy firme sobre la tierra y su sabiduría acumulada por la experiencia y el paso de los años hace que su modo de estar en el mundo sea muy contundente.

No reparé en todo lo performático y en la presencia fundamental que tiene el cuerpo en la ceremonia hasta que me tocó hacerla todos los días durante un año, mientras estudiaba en la escuela Urasenke de Kioto. La práctica diaria moldea el cuerpo y cada vez que deslizaba con una mano el fusuma[2] para entrar a la sala y preparar el té, sentía que se abría el telón de un teatro.

Hace muchos años, cuando estudiaba periodismo, un profesor me dijo que parecía japonesa de cara y cuerpo, pero mi gestualidad era argentina. Tiempo después, cuando leí el libro Gestualidad japonesa de Michitaro Tada entendí que la gestualidad es parte del cuerpo y de la cultura misma. Releyendo hoy mis apuntes pienso entonces que siendo argentina, tengo que emular cierta gestualidad japonesa a la hora de hacer un té: la delicadeza de las manos al tomar y dejar cada objeto, levantarme del tatami y volver a sentarme en él con la espalda y la cabeza recta, como si me estuvieran tirando de un hilo que sale del centro de mi cabeza alineando todo el cuerpo. Al batir el té, hacerlo de manera enérgica, pero que ese cambio brusco de la fuerza no se note en el brazo ni en la mueca de la cara. Movimientos armoniosos y delicados. Movimientos que parezcan naturales. Esa es la gestualidad que requiere el Chadō, el camino del té, que en Occidente se conoce como ceremonia del té.

Distancia

Siempre pensé que mi abuela había conocido la ceremonia del té en Japón. Son esas cosas que das por sentadas hasta que un día te das cuenta de que tu abuela sólo vivió en Japón los seis años que duró la Segunda Guerra Mundial. Y viajás a Japón y visitás el pueblo de donde vino tu bisabuela, un punto en el mapa perdido en la prefectura de Kagoshima a donde ni siquiera llega el tren. La casa familiar está en medio del campo sin una dirección precisa. La indicación al taxista para llegar hasta ahí es simplemente “cerca del cementerio”.

En plena guerra y viviendo en una casa en una zona rural de Japón, nadie practicaba Chadō. Sí había algo de Ikebana, según recuerda mi obachan[3]. “Era algo muy elevado para los japoneses. Pensándolo bien, no debería ser así. El Chadō es una educación, te enseña acerca del gyougi sahou, la vida cotidiana”, las buenas maneras.

Paradójicamente (o no), mi abuela se acercó por primera vez a la ceremonia del té en Buenos Aires. Fue en el año 1979, cuando a través del Círculo de Damas de la Asociación Japonesa a la que pertenecía entró en contacto con esta práctica. Unos años después llegó de Japón Okuda Sensei[4] a enseñar y en 1985 fue mi abuela quien se hizo cargo del grupo que se había conformado. Para ese entonces yo tenía un año. Me gusta pensar que mi abuela estaba descubriendo dos mundos en simultáneo: el del té y el del abuelazgo.

Arimidzu sensei Soe. Demostración de ceremonia del té en el Museo de Arte Oriental (MNAO), Buenos Aires, 1992.

Arimidzu sensei Soe. Demostración de ceremonia del té en el Museo de Arte Oriental (MNAO), Buenos Aires, 1992.

Unos años después viajó a Japón, a la sede de Urasenke en Kioto para perfeccionarse en la ceremonia del té. Después de esos meses intensivos de estudio le fue otorgado su cha mei, su nombre de té, que es “So-e”. Desde entonces se dedica a enseñar en Buenos Aires. En esas largas conversaciones que tenemos, en las que sólo puedo pescar respuestas esquivas a mis preguntas puntuales, me contó que siempre había querido hacer algo relacionado con la cultura japonesa. “Lo más cercano que encontré fue la ceremonia del té”, me dijo. “Cercano”, dice mi abuela sensei. Pienso en los miles de kilómetros que nos separan de Japón. La distancia física y el abismo cultural. Por momentos me parece un milagro que en Argentina exista un grupo que practica rigurosamente la ceremonia japonesa del té.

Kioto/Buenos Aires – Buenos Aires/Kioto

 

En estas idas y vueltas, en este tráfico de ceremonia del té Kioto-Buenos Aires y viceversa hubo un hito que marcó la historia (al menos la nuestra) para siempre. El 22 de octubre de 1954 se realizó por primera vez una ceremonia del té en Argentina. El anfitrión era un joven de 31 años, futuro heredero de la tradición Urasenke. Sen Genshitsu XV, tal es su nombre, se convertiría años más tarde en el décimo quinto Gran Maestro de la Escuela Urasenke. Como mi abuela, había podido superar los años duros de la guerra y había volcado de lleno su vida al té. Fue uno de los maestros que más se preocupó por difundir un mensaje de paz que cargaba como una insignia a cada país que visitó. Esos viajes lo trajeron a América Latina. Y su presencia aquí dio lugar a la Escuela Urasenke que sigue existiendo hoy.

Hace 66 años, se realizó esta primera ceremonia del té en un palacete ubicado en la avenida Luis María Campos. Era la residencia del inmigrante japonés Kenkichi Yokohama que se había dedicado al comercio de antigüedades traídas de Oriente. En las fotos en blanco y negro se ve al Gran Maestro vistiendo un kimono oscuro y en él un detalle que identifica su linaje: el escudo familiar que tiene la forma de un trompo. Muchos años después, luego de una significativa trayectoria recorrida al frente de la tradición Urasenke, Sen Genshitsu XV decidió dar un paso al costado y ceder el cargo a su hijo. En uno de los textos que publicó por esos años se refirió a ese símbolo: “así como el trompo, espero poder seguir en movimiento constante a lo largo de mi vida”.

Sen Genshitsu XV. Primera demostración de Chanoyu en Argentina. Buenos Aires, 22 de octubre de 1954

Sen Genshitsu XV. Primera demostración de Chanoyu en Argentina. Buenos Aires, 22 de octubre de 1954

* * *

El 31 de marzo de 2017 llegué a Kioto, específicamente al “Urasenke Gakuen Professional College of Chadō” para estudiar durante un año la ceremonia del té. Como relaté al principio del texto, entre las cosas que aprendí durante ese año puedo mencionar lo performático, la importancia fundamental del cuerpo. Mi mundo del té se expandió traspasando los límites imaginados, porque no sólo aprendí cosas nuevas sino que me sumergí en una manera japonesa de hacer las cosas en todos los aspectos posibles: la disciplina, el orden, la limpieza, formas de vincularme y de convivir con mis compañeros extranjeros y con los estudiantes japoneses que venían de diversos puntos del archipiélago para estudiar.

Hay dos escenas que dicen mucho acerca de la cultura japonesa y de la relación con nuestra propia cultura, occidental y latinoamericana. Estas dos escenas abren y cierran un ciclo: una sucedió antes de embarcarme en el viaje y la otra hacia el final.

Maruoka sensei, maestro de la Escuela Urasenke con sede en Ciudad de México que nos visita todos los años para ayudarnos a profundizar nuestra práctica, me dio una serie de consejos en la última clase que tuvimos en Buenos Aires antes de mi viaje. Y uno de ellos fue muy puntual: “No te olvides de disfrutar el té”, me dijo. No entendí muy bien a qué se refería, porque disfrutar el té es algo natural para quienes lo practicamos. Terminé de comprenderlo cuando estuve en Japón: la sobreexigencia, el nivel de excelencia, la perfección con la que funcionan las estructuras japonesas a veces genera rispideces en los vínculos humanos. Es como si por un lado estuviera el plano organizacional y por el otro el plano de la convivencia. Obviamente van de la mano, pero es en esos roces en donde se generaba cierta incomodidad. Y un ambiente de té realmente requiere estar libre de tensiones. Es decir, para disfrutar del té hay que llevarse bien primero con una misma, y luego con todos los demás. Es un disfrute entonces que requiere cierto esfuerzo, cierto entendimiento. No es algo dado naturalmente. Y no hay que olvidarlo nunca: lo más importante en un encuentro de té es esa correspondencia entre la anfitriona y sus invitados. De ese momento compartido, de esa vivencia viene el disfrute del té.

También tiene que ver con algo vinculado al cuerpo. Los procedimientos para preparar el té se estudian rigurosamente: el orden, el lugar en donde va cada elemento, los movimientos sutiles y elegantes. Cada uno de nosotros los practica una y otra vez y al principio parecieran ser un poco mecánicos porque es la mente la que pone el orden. Años después, una misma se va volviendo parte de aquello que practica y es el cuerpo el que articula el movimiento. Se hace el té sin pensar, la mente queda vacía de pensamientos. Y a pesar de cierta rigidez en la forma, aflora ahí mismo la libertad expresiva de cada una. Estos procedimientos se vienen realizando de la misma manera desde hace 400 años pero cada practicante va moldeando su estilo y al realizar la ceremonia dejará entrever su propia sensibilidad; podremos observar a distintos maestros hacer la misma ceremonia, que será personal y universal a la vez. Creo que ahí hay también un disfrute: el del fluir del procedimiento, cuando nuestro cuerpo se vuelve uno con el movimiento.

La segunda escena tiene que ver con el período final de mis estudios en Japón. En una reunión con Okusama, la esposa de Iemoto Sen Soshitsu XVI, el actual Gran Maestro de la Escuela Urasenke, mi compañero Freddy de Taiwán preguntó qué cosas deberíamos tener en cuenta al volver a casa. Ella respondió que habíamos aprendido nuestra base ahí, que nunca debíamos olvidarla. Y que, naturalmente, tendríamos que adaptar algunas cuestiones a las limitaciones que pudiéramos encontrar en nuestros países de origen. El Gran Maestro Sen Genshitsu XV lo explica muy bien en un breve ensayo titulado “Insuficiencia” en el que cita a un daimio[5] poderoso que escribió lo siguiente: “El objetivo original del té tiene, en su esencia, la aceptación de lo insuficiente”. El Gran Maestro dice que el camino del té es un método por medio del cual podemos aceptar nuestra propia suerte y estar satisfechos con ella. “Por ejemplo, la inmensa mayoría de las personas que practican el té hoy en día no tienen acceso a una casa de té o jardines que hayan sido especialmente diseñados y construidos para reuniones de té. Pero, independientemente de que una reunión se lleve a cabo o no en tal escenario, el anfitrión debe dirigir su total atención a las necesidades y el confort de sus invitados; sus esfuerzos no deben disminuir simplemente por falta de las cualidades ‘apropiadas’ en el lugar en que servir el té. La superación de tal insuficiencia por medio de la creatividad aumenta en proporción directa la profundidad de la experiencia tanto del anfitrión como del invitado”. Indefectiblemente habrá una adaptación de la práctica.

Todo esto me lleva a una pregunta que siempre vuelve: ¿cómo pensar hoy el futuro de la tradición? Es una pregunta que engloba el pasado, el presente y el futuro. Estoy convencida de que el rol que tenemos los practicantes de té fuera de Japón es importante para que la ceremonia del té se siga expandiendo y, por lo tanto, se mantenga viva y en movimiento. El ejemplo concreto que se me ocurre es la popularidad que tiene hoy el matcha, el té verde en polvo que se bebe en la ceremonia del té. El consumo de matcha traspasó las fronteras de Japón y hoy en día se puede comprar en cualquier lado. Incluso se puede tomar en grandes cadenas de cafeterías mezclado con azúcar y leche, el producto se llama matcha latte. También se popularizó el matcha (por su saber y su color verde) como un ingrediente para la pastelería. Frente a esta explosión de la fiebre del matcha me interesa siempre difundir la idea de que es un té que está vinculado a la historia, la filosofía e incluso la política en Japón. Es una bebida que tiene un peso cultural enorme y eso hace que no sea simplemente un té. Chanoyu es la otra denominación con la que se conoce la práctica de la ceremonia y su traducción es “agua caliente para el té”, es decir que originalmente se tomaba solamente mezclado con agua caliente sin ningún otro agregado. La otra palabra, Chadō, termina de completar la idea a la que me refería antes. “Cha” significa té, y “dō”, camino. El Chadō se transita a lo largo de toda la vida y su aprendizaje profundo va permeando la vida cotidiana. Es justamente eso que mi abuela llamó gyogi sahou. El camino es la vida diaria.

Un verde como el té, un verde como el mate

La escritora Banana Yoshimoto estuvo de visita hace muchos años en Argentina y también pasó por Brasil. En el ensayo “El misterio del mate” cuenta algo acerca de ese viaje y en particular se refiere al señor Saito, un japonés radicado en Brasil que, como explica Yoshimoto, llevaba tanto tiempo viviendo allí que se había convertido en sudamericano. También menciona que toma mate, y ella misma lo prueba. Aunque le resulta fuerte empieza a gustarle. “Tal vez, un té tan potente como ese sea necesario para seguir viviendo en aquella rigurosa naturaleza”, reflexiona. Me gusta pensar esta misma postal pero a la inversa: ¿por qué los japoneses beben té matcha? ¿Y por qué idearon y perfeccionaron la cultura de la ceremonia del té? Con respecto a la primera pregunta tengo varias respuestas posibles. La costumbre de beber matcha fue llevada desde China por los monjes zen, que lo bebían para sostener sus largas horas de meditación y como medicina. Hacía el año 1300 se popularizó su consumo en ostentosos banquetes y fue el siglo XV con el monje zen Murata Shuko que el té empezó a cobrar otro sentido, que terminó de establecerse con el Gran Maestro Sen no Rikyu[6] en el siglo XVI. En paralelo, los japoneses idearon técnicas específicas para el cultivo de la camelia sinensis, la planta del té, y para producir con ella un matcha de excelencia que ningún otro país del mundo pudo igualar.

El matcha es un té fuerte, me atrevo a decir que incluso es más fuerte que el mate: por su intensidad, su color y su densidad. Es un líquido más bien espeso y al beberlo estamos tomando directamente la hoja de té, molida y mezclada únicamente con agua caliente.

Con respecto a la segunda pregunta, un encuentro de té es, entre muchas cosas, una comunicación a través de dispositivos (una caligrafía, un arreglo floral, una comida llamada kaiseki, una ceremonia del incienso) que comunican distintas cosas en niveles de lectura muy profundos, si se tiene el conocimiento suficiente. Un encuentro de té es un espacio y un tiempo compartidos, únicos e irrepetibles. Hay una cercanía emocional muy fuerte entre la anfitriona y sus invitados pero se mantiene la distancia física y el respeto propio de esta ceremonia (y de la cultura nipona en general). Es una manera japonesa de mostrar los sentimientos. Muchas veces me hicieron el siguiente comentario: “¿Tanto lío para preparar una taza de té?”. Es que la taza de té es la excusa. Y todo lo demás, cada mensaje detrás de cada gesto, es lo que nos convoca.

Seguir aprendiendo

Otra de las cosas que entendí durante mi año de estudios en Kioto es que algo que se valora mucho en el mundo del té es una capacidad de inventiva combinada con el buen gusto para elegir los elementos que se van a utilizar para preparar el té. A los japoneses les divierte ver una taza hecha con diseños y arcillas que no sean japonesas. Incluso las cucharillas de bambú para servir el té son talladas en maderas locales en aquellos lugares en donde el bambú no crece y eso hace que un elemento conocido se vea y se sienta distinto en otro material. La gracia es poder explicar de qué tipo de madera se trata, de qué árbol proviene; lo mismo con la cerámica. Se trata de poder armar un relato alrededor de estas artesanías locales que cobrarán otra dimensión (y otros significados) circulando ahora en una sala de té.

Organizar y planificar un encuentro de té nos fuerza necesariamente a observar profundamente nuestro entorno, investigar acerca los tipos de cerámica autóctonos, buscar los nombres de las flores silvestres que crecen en suelo local para hacer arreglos florales. Esta combinación armoniosa entre objetos de distintas partes del mundo puede dar lugar a un interesante encuentro de té.

Este señalador fue el souvenir que Urasenke Argentina hizo para los festejos de su 65 aniversario el 27 de octubre de 2019. La caligrafía fue escrita por Arimidzu sensei

Este señalador fue el souvenir que Urasenke Argentina hizo para los festejos de su 65 aniversario el 27 de octubre de 2019. La caligrafía fue escrita por Arimidzu sensei.

En nuestras prácticas de cada semana en Urasenke Argentina usábamos objetos japoneses y de a poco empezaron a colarse tazas hechas acá. En este mestizaje Japón está siempre presente y empieza a fundirse con cada una de las culturas en donde se practica la ceremonia del té. Creo que el Chadō es para mi abuela una forma de mantener siempre vivo su vínculo con la cultura japonesa y sus raíces. Inconscientemente yo también me fui volcando hacia ese lado y a medida que descubría que hacer té era también una manera de entrenar los sentidos, de aprender el significado profundo de una caligrafía, preparar los dulces para servir y establecer un diálogo con las flores para poder hacer un chabana (arreglo floral), entré en un romance que al día de hoy sigue latiendo muy fuerte. Cuando le pregunto a mi abuela qué fue lo que aprendió de todos sus maestros y de todos estos años dando clases dice que no puede asegurar saberlo todo. “Sigo aprendiendo”, responde con una sonrisa. Y con esa respuesta disfrazada de simpleza, vuelvo como en una espiral al principio del ensayo: en este largo camino del té volvemos siempre al punto de inicio y aprendemos a caminar, una y otra vez.

Hatsugama Urasenke Argentina. Es el primer té que se realiza cada año y que da comienzo a las clases, Buenos Aires, 19 de enero de 2020.

Hatsugama Urasenke Argentina. Es el primer té que se realiza cada año y que da comienzo a las clases, Buenos Aires, 19 de enero de 2020.


[1] Malena Higashi es practicante de Chadō, aquí conocida como ceremonia del té. Es egresada del programa “Midorikai” de Urasenke Kioto y es vicepresidenta de Urasenke Argentina. Organiza encuentros de ceremonia del té y dicta los talleres “Agua caliente para el té” y “Un Japón propio”. También es docente en el Instituto Argentino Japonés Nichia Gakuin, Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y periodista.

[2] Puerta corrediza.

[3] Abuela.

[4] Maestro.

[5] Señor feudal.

[6] Sen no Rikyu (1522-1591) elevó la ceremonia del té a su máxima expresión: la ordenó, pero también la “japonizó” a través de artesanías de bambú y piezas de cerámica japonesa, dando origen incluso a la cerámica de tradición Raku junto al ceramista Chojiro. Le dio a la ceremonia del té una impronta vinculada a lo que se conoce como estética wabi, un estado mental ligado a la frugalidad, la simplicidad y la humildad.

 

Primeras desertificaciones latinoamericanas

Por: Michel Nieva

Imagen: “Colonel Roosevelt and Dr. Moreno with Four
Argentine Indians”, por Frank Harper

Michel Nieva reseña The Desertmakers- Travel, War and the State in Latin America (Routledge, 2020) de Javier Uriarte. Un libro que se detiene sobre las escrituras de Francis Burton, W.H. Hudson, Euclides da Cunha y Francisco “Perito” Moreno e indaga las formas del desierto en tanto tropo fundacional del territorio sudamericano. Escrituras de viaje donde la traducción de cuerpos y territorios materializó un proceso de desertificación sobre el cual se constituyeron los órdenes nacionales del Paraguay, Uruguay, Brasil y Argentina y se consolidó su inserción en el sistema capitalista mundial hacia el siglo XIX.


 

La figura del desierto como artefacto cartográfico y político en el exterminio de comunidades indígenas y la constitución del territorio argentino es un tropo que proliferó ampliamente en los estudios culturales latinoamericanos durante la primera década del siglo XXI. Notables ejemplos de este abordaje fueron Mapas de Poder, de Jens Andermann, Un desierto para la nación, de Fermín Rodríguez o Literatura y frontera, de Álvaro Fernández Bravo. La novedad, sin embargo, que aporta este nuevo libro de Javier Uriarte a los anteriores es que no limita su análisis al desierto argentino, sino que ofrece una perspectiva regional que indaga comparativamente la trayectoria de esta problemática figura en los procesos modernizadores de Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina, y rastrea cómo, similarmente, las prácticas bélicas de consolidación de los Estados-Nación crearon desiertos en esos países como espacios decisivos del capitalismo en la periferia global. Porque la hipótesis vertebral del libro de Uriarte es que el desierto no fue meramente un significante vacío de las élites nacionales para justificar el genocidio y saqueo a poblaciones originarias (como el nombre “Conquista del Desierto” sugiere), sino que el mismo proceso de modernización que introdujo economías de extracción intensificada y tradujo cuerpos y territorios al lenguaje del capital materializó también, y al mismo tiempo, un proceso de desertificación de dichas geografías.

The Desertmakers, libro basado en la tesis doctoral que el autor presentó en la Universidad de Nueva York, propone que si estos procesos simultáneos de modernización y desertificación que tuvieron lugar en Latinoamérica se pusieron en práctica mediante la guerra, es acaso a través de textos de viaje al campo de batalla donde mejor se cifre su política discursiva. Por eso, concretamente, el libro circunscribe su archivo de análisis a Letters from the Battlefields of Paraguay (1870), de Francis Burton, The Purple Land (1885), de W.H. Hudson, Os sertões (1902) de Euclides da Cunha y una variedad de cartas y diarios de viaje publicados por Perito Moreno antes, durante y después de la “Conquista del Desierto”.

Un punto en común entre todos estos textos es el efecto devastador en las poblaciones y los territorios del conflicto bélico que describen. Si en la guerra del Paraguay este país perdió el 40% de su territorio y el 60% de su populación, en la Guerra de las Lanzas peleó el 5% de los habitantes que Uruguay tenía en ese entonces, y en Canudos y la campaña militar de Roca se acometió una política sistemática de extermino étnico, el autor encuentra una insistencia en estos textos en lo ruinoso y la ruina como la materialidad propia del desierto, materialidad que los poetas románticos exaltaron y que aquí anuncia la falla inevitable de la modernización latinoamericana. Uriarte subraya que, si el proceso modernizador considera anacrónicas las formas de vida indígenas, hay una ruina específica del desierto que no es sólo espacial sino también temporal, es decir, que ya existe previamente al proceso de destrucción y que también lo sobrevive. En ese sentido, es muy interesante cómo en el capítulo consagrado a Perito Moreno (fundador del Museo de Ciencias Naturales de La Plata a partir de los cementerios indígenas saqueados en la Patagonia) Uriarte encuentra una relación intrínseca entre el tiempo del desierto y el tiempo del museo, ya que en ambos opera un proceso de cronofagia que deshistoriza a los pueblos originarios y los expulsa a la prehistoria, un residuo anacrónico intraducible al tiempo moderno.

De acuerdo a Uriarte, la “producción destructiva” emprendida por las campañas bélicas modernizadoras no sólo homogenizó a las poblaciones mediante el genocidio étnico, sino que también homogenizó la espacialidad y la temporalidad de los territorios que habitaban, y que fueron puestos a funcionar al ritmo frenético, constante e imparable del capital. Así, para Uriarte, la forma más específica del desierto que el capitalismo global violentamente impone en el siglo XIX latinoamericano es una monotonía en la raza, en el tiempo y en el espacio. De esta manera, un logro del libro es ya entrever en esta pérdida de diversidades ambientales las primeras huellas del extractivismo en la región, cuyo papel es central en los procesos desertificadores actuales.

Cabe destacar que, si bien The Desertmakers se aventura en textos y problemas con una extensa discusión acumulada, logra proponer nuevas y originales lecturas sin incurrir en la erudición ni en una jerga especializada para entendidos. En ese sentido, el libro es una recomendable puerta de acceso a la bibliografía de las primeras modernidades latinoamericanas, ya que no sólo propone una perspectiva regional y novedosa del tema, sino que cuenta con la rara virtud en la escritura académica de desplegar una prosa elegante, clara y didáctica, sin sacrificar la profundidad de sus planteos.

The Desertmakers, que recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2012 en Uruguay, se impone como una bibliografía decisiva en los estudios latinoamericanos de geografía crítica y literatura de viajes, además de que abre importantes líneas para pensar las continuidades históricas de los procesos extractivos y desertificadores actuales. Escrito originalmente en español y traducido al inglés por Andrea Rosenberg, esta edición pone en evidencia la deuda editorial que pesa sobre el libro, ya que permanece aún inédito en su lengua original.

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Ingenieros y alpargatas: de los inicios del go en Argentina (1971-1973)

Por: Luciano Salerno[i]

Imagen: De izquierda a derecha: Mitsuhito Takashima, Rodolfo Bassarsky, Carlos Asato, Franklin Bassarsky y Noboru Hara. 30 de diciembre de 1971.

El go, ese juego de tablero tradicional japonés en el que se mueven piedritas blancas y negras, tiene en Argentina una historia de cinco décadas. Hoy compartimos el capítulo inicial de esa historia, que Luciano Salerno fue rastreando en la memoria de sus protagonistas y en documentos de la época. El resultado: el go como una nueva pista para pensar los vínculos interculturales entre argentinos, japoneses y okinawenses en las últimas décadas del siglo XX.


El go[ii], ese juego de tablero de origen chino, desarrollado durante siglos en Japón y finalmente adoptado por buena parte del mundo, fue mi obsesión durante muchos años. Fui jugador amateur con aspiraciones competitivas, fui también directivo nacional durante años, y actualmente soy directivo regional de la federación latinoamericana que regula y organiza su juego.

Ocasionalmente, además, me convierto en una suerte de historiador de sus anécdotas excéntricas y curiosas. Mi primer maestro de go, Franklin Bassarsky, fue quien me introdujo a estas anécdotas durante mi primer año como jugador, poco antes de su muerte. Las historias épicas de torneos, fracasos, triunfos y viajes resonaban en mí, y posiblemente marcaron el rumbo de los años de competencia que seguirían a sus clases.

Durante casi toda mi breve carrera como jugador, y durante buena parte de mi investigación reciente sobre la historia del go en Argentina, pensé que el desarrollo del juego en el país había sido en su inicio casi puramente local, surgiendo en el país como una especie de milagro nacional. Mirando un poco más de cerca, descubrí que esto era sólo muy parcialmente cierto, y que había otros factores que habían influido en, sino su surgimiento, su supervivencia en el país.

“El primer curso de go en Argentina lo dio Hilario Fernández Long, en el Centro Argentino de Ingenieros. Estaba en la calle Cerrito, que en ese momento no tenía la 9 de Julio adelante, era una calle», Héctor Rebagliatti entrecierra los ojos, intentando recordar los detalles del curso en el que aprendió a jugar al go, “Creo que fue en el año 71, porque ya estaba casado yo”.

En su departamento en Caballito, Héctor tiene en el estante de una mesa ratona su tablero de go, hecho artesanalmente en los años setenta, y sus gokes, recipientes que albergan las “piedras”, fichas de diversos materiales para jugar el juego. Las piedras son finas y planas, y me recuerdan a las que tenía un amigo que las había heredado de su abuelo japonés.

Héctor empezó a trabajar en la Fábrica Argentina de Alpargatas al día siguiente de recibirse de ingeniero, y poco después fue, junto a quince o veinte compañeros de trabajo, al curso de go que dictaba Hilario Fernández Long en el Centro Argentino de Ingenieros.

De todos los personajes que formaron parte de la historia del go en Argentina, Hilario Fernández Long fue el más célebre. En cualquier búsqueda de su nombre, rápidamente aparece como un humanista, científico y filántropo, de esos que solo existen en películas sobre personajes del siglo XX. Rector de la UBA, miembro de la CONADEP, educador pionero de la computación en Argentina. Además, primer maestro de go en el país y autor del libro Introducción al Go junto con Adalberto Moderc.

En un testimonio, Hilario dice que después de conocer el go a través de revistas de arquitectura, tomó el juego como “una religión que había que propagar”. Mandó a fabricar piedras de plástico a una fábrica de botones de San Martín, y organizó primero una Conferencia en el Centro Argentino de Ingenieros en Noviembre de 1970, y luego el primero de varios cursos en el mismo lugar, en Abril de 1971, en lo que serían sus aportes más grandes a la difusión del juego en el país.

Ese es el curso que recuerda Héctor Rebagliatti, del cual la mayoría de los asistentes eran compañeros suyos de la fábrica Alpargatas. Todos tenían entre veintiséis y treinta y cinco años. “A cierta edad, todo te despierta curiosidad”, dice Héctor.

Uno de los factores más importantes en el arraigo del juego entre los asistentes a ese primer curso fue el horario de almuerzo de Alpargatas. La fábrica daba a sus empleados una hora y media para almorzar, a diferencia de los sesenta minutos que son habituales hasta el día de hoy en cualquier trabajo en relación de dependencia. La idea era que los empleados que vivían cerca (que en el origen de la fábrica eran mayoría) pudieran volver a comer a su casa antes de empezar el turno tarde. Héctor y sus compañeros, en cambio, iban a los bares y restaurantes de la zona y comían en media hora. El resto del tiempo lo utilizaban para jugar al go.

“Jugábamos con una hoja cuadriculada en la que marcábamos las líneas y los hoshi, y cruces para las negras y círculos para las blancas. Con lápiz, y una goma para borrar cuando había capturas.”

Más allá de los rudimentos básicos del juego que les había enseñado Hilario, los jugadores de Alpargatas no tenían más recursos que su propio ingenio para mejorar su nivel. Todavía no abundaban publicaciones en idiomas no asiáticos, y las que existían no estaban disponibles en Argentina. Por lo tanto, algunos de los conceptos que hoy en día se consideran básicos, en ese momento tenían que ser descubiertos en el juego mismo.

Héctor compartía su oficina con los ingenieros Roberto Pimentel y Adalberto Moderc. Los tres estaban intensamente motivados con el juego y, estando en contacto estrecho con la Facultad de Ingeniería, pronto empezaron a compartir el go con muchos profesores de la facultad.

Según Héctor Rebagliatti, la Asociación Argentina de Go fue fundada prácticamente por los jugadores de Alpargatas. Adalberto Moderc se había acercado particularmente a Hilario Fernández Long a través de la militancia en la Democracia Cristiana que ambos compartían, y este último parece haberlo asesorado en términos de asociaciones civiles.

El 11 de septiembre de 1971, solo cinco meses después del primer curso de Fernández Long, se fundó la Asociación Argentina de Go en el Centro Argentino de Ingenieros, con Adalberto Moderc como presidente y Héctor Rebagliatti como Vicepresidente. En el primer artículo de su estatuto, nombra como uno de sus objetivos “fomentar en el país la difusión del go y en esta Capital proveer a los socios de un lugar de reunión”.

Entre los vocales de la primera comisión directiva destacan los nombres de Hilario Fernández Long, como era de esperarse, y de Franklin Bassarsky.

Franklin no era ingeniero y no trabajaba en Alpargatas, a pesar de lo cual formó parte de la fundación. Tenía 29 años, y era estudiante de la Licenciatura en Matemáticas en la UBA. Su hermano mayor, Rodolfo Bassarsky, era el que había asistido a uno de los cursos de Fernández Long a mediados de 1971. Si bien él tampoco era ingeniero, sino médico, había sido invitado por un amigo cercano que, siendo arquitecto, tenía contacto estrecho con el Centro Argentino de Ingenieros.

Para Rodolfo Bassarsky, el denominador común de esos primeros grupos no era su profesión, sino su afición a otro juego de tablero: el ajedrez. Tanto Franklin como Rodolfo eran aficionados al ajedrez, pero el primero lo dejó de forma absoluta al conocer el go y dedicarse a su estudio. Según Rodolfo, Franklin

“tenía un perfil intelectual y un mecanismo de pensamiento que con toda evidencia armonizaban a la perfección con un juego que requiere un razonamiento y discernimiento claros, un sentido de la ponderación preciso y un equilibrio emocional ajustado. (…) Franklin tenía un temperamento y un genio para cuyo desarrollo el go parecía ser el nutriente ideal. Por eso, sin que aún lo tuviera demasiado claro, yo estaba seguro de que el go podría convertirse en un adictivo noble para mi hermano”.

Inmediatamente después de su fundación en el Centro Argentino de Ingenieros, la AAGo buscó una sede propia, que encontró en la Escuela del Sol, en la calle Ciudad de la Paz 394, en el barrio de Palermo. Si bien se designó al sábado como el día principal de juego, en horario nocturno, la sede abría otros días de la semana según los requerimientos de los torneos de turno.

El interés de los ajedrecistas por el go no se limitó a los jugadores amateurs. Varios profesionales, entre los que se cuentan los grandes maestros Raúl Sanguinetti y Julio Bolbochán, se interesaron por el juego, lo que contribuyó de forma explosiva a su difusión. Bolbochán, autor de las columnas de ajedrez en el diario y la revista La Nación, comenzó a escribir columnas sobre go y a cubrir los eventos más importantes de la asociación con una frecuencia como mínimo semanal.

Diario La Nación. Diciembre de 1971

Diario La Nación. Diciembre de 1971

Estas columnas y notas del diario La Nación son recordadas por todos los jugadores de la época, y sin dudas ayudaron a generar un flujo constante de jugadores nuevos hacia la asociación.

Héctor Rebagliatti recuerda que, para 1972, en la Escuela del Sol cada sábado dictaba tres cursos de cien alumnos cada uno, uno atrás del otro. El otro miembro de la AAGo que empezó a dar cursos ahí, junto con Héctor, fue Franklin.

Para los últimos meses de 1971, la presencia del go en el diario La Nación se había convertido en un auténtico auspicio: se inauguró la primera Copa La Nación, que duró dos meses a ritmo de una ronda por semana. Al ser un torneo auspiciado por el diario, la cobertura fue absoluta desde el comienzo. Esto incluyó, por supuesto, el anuncio de que el torneo iba a comenzar y de que las inscripciones para participar estaban abiertas. Así llegaron los primeros japoneses a la AAGo.

Para la década del 70, la inmigración japonesa en Argentina ya contaba con más de sesenta años de historia. Luego de la Segunda Guerra Mundial, durante las décadas de los 50 y 60, la presencia de japoneses y de descendientes en territorio local se había profundizado claramente, así como las relaciones con aquel país. Tal vez una muestra de ello sea la visita del príncipe Akihito en 1967, y la fundación del Jardín Japonés en Buenos Aires para honrarla.

Los japoneses y nikkei que vivían en Argentina y jugaban al go no tenían, hasta ese momento, conocimiento de que en el país se jugaba también fuera de su comunidad. Al torneo de 1971 asistieron, por curiosidad y a partir de la publicación del diario, tres de ellos: Mitsuhito Takashima, Noboru Hara y Carlos Asato. De los tres, el primero nunca participó oficialmente de la AAGo, pero formó parte de numerosos torneos organizados por ella. El segundo era un hombre mayor, y si bien murió pocos años después, hizo grandes aportes a los jugadores argentinos durante y después de la copa La Nación. Carlos Asato, en cambio, quien no era japonés sino nissei argentino, se convirtió más tarde en uno de los socios y jugadores más estables de la AAGo durante décadas.

Cuando llegó al torneo, Carlos tenía treinta años de edad y dieciocho de jugador. Su primo, Masayoshi Higa, había venido de Okinawa en 1951 “con el tablero bajo el brazo”. Más tarde habían llegado su padre, tío de Carlos, y su hermano. Todos jugaban al go. Hasta 1971, Carlos nunca había jugado con nadie aparte de sus familiares.

Cuando me recibió en su casa, Carlos me presentó orgulloso ante uno de sus vecinos como un “historiador del go en Argentina”. Su esposa trajo unos sándwiches de miga a la mesa del living donde conversamos, y Carlos procedió a contarme, sin orden, todos los recuerdos que tenía de sus aventuras con la AAGo. Del torneo de 1971, sin embargo, no tenía una memoria muy clara, hecho por el cual se lamentaba constantemente.

Además de los japoneses, se sumó a ese torneo un jugador alemán llamado Guillermo Holtey que, como aquellos, tenía más experiencia de juego que todos los argentinos. Ante la evidente superioridad de los extranjeros, el objetivo de los argentinos se convirtió rápidamente en terminar el torneo como el mejor jugador del país.

Héctor Rebagliatti recuerda el duelo más difícil que tuvo en esta competencia, contra Franklin Bassarsky. Jugaron un sábado en la AAGo durante siete u ocho horas la primera mitad del partido. Al no haber terminado, postergaron el resto para el día siguiente: el domingo, entonces, jugaron en la casa de Héctor durante siete u ocho horas más. “En esa época no teníamos relojes, y los partidos duraban días”, recuerda Héctor. Frente a la terquedad de Franklin ante una partida claramente definida a favor de Héctor, él recuerda pedirle por favor que abandonara para terminar la tortura de casi dieciséis horas de juego, a lo que Franklin finalmente accedió.

Héctor logró el tercer puesto pero, bajo la mirada atenta de los argentinos, fueron dos japoneses los que disputaron la final del torneo el 30 de diciembre de 1971: Mitsuhito Takashima y Noboru Hara.

De izquierda a derecha: Mitsuhito Takashima, Rodolfo Bassarsky, Carlos Asato, Franklin Bassarsky y Noboru Hara. 30 de diciembre de 1971

De izquierda a derecha: Mitsuhito Takashima, Rodolfo Bassarsky, Carlos Asato, Franklin Bassarsky y Noboru Hara. 30 de diciembre de 1971

Enrique Lindenbaum, uno de los jugadores más destacados desde 1972 hasta finales de los años setenta, recuerda que Noboru Hara era al principio inalcanzable para los jugadores argentinos. Sin embargo, era evidentemente muy generoso: Lindenbaum recuerda que, ya en 1972, los invitaba a jugar a su negocio, mayorista de telas para trajes en la avenida Belgrano (Rodolfo recuerda que, también, los invitaba a su casa) y que él logró ganarle en 1973, poco antes de que Franklin también lo lograra. En ese momento, a modo de graduación, Hara los invitó a jugar a la Asociación Japonesa de Argentina de la avenida Independencia 732.

“Fue una impresión terrible, el que para nosotros era el mejor jugador resultaba ser el más ‘pichi’ (el de menor categoría) entre ellos. Con una humildad y cordialidad inimaginable para nosotros, ellos fueron enviando jugadores cada vez un poco más fuertes, y a medida que íbamos aprendiendo nos subían el nivel, sin humillarnos”.

Noboru Hara no participó de actividades con los argentinos por mucho más tiempo, y los testimonios que lo incluyen no llegan más lejos que el año 1973. Pero para entonces, había cumplido un rol clave: hacer de nexo entre los argentinos y los japoneses en Argentina, que a partir de entonces serían una suerte de tutores para los jugadores más fuertes del país, y formarían incluso al que hoy en día es el jugador más fuerte del país y uno de los amateurs más fuertes del mundo: Fernando Aguilar.

No sería exagerado, entonces, considerar a Noboru Hara y su grupo como el primero de una serie de apoyos japoneses al go en Argentina. En su caso, partiendo exclusivamente de la buena voluntad y no como parte de una política de difusión y promoción explícita, aunque esto sería la excepción. Lo que siguió durante el resto de la década del setenta solo confirma mi segunda hipótesis, basada en la importancia fundamental del país asiático en el juego en Argentina. Hacia finales de los años setenta no solo más japoneses clave vinieron a Argentina, incluyendo a algunos míticos jugadores profesionales de go, sino que incluso Japón realizó la epopeya histórica de llevar argentinos a su territorio para enseñarles el juego y formarlos como docentes y jugadores.

Lejos quedó, en este punto, mi hipótesis de que el go en Argentina se había desarrollado inicialmente solo por argentinos. Tan lejos como las hojas cuadriculadas que utilizaban para jugar en Alpargatas. Es cierto que, sin esas partidas en los almuerzos de la fábrica, sin las columnas en el diario La Nación y sin los cursos de Hilario Fernández Long, el go habría tardado mucho más en llegar a los jugadores argentinos y en consolidarse entre ellos. Pero también es evidente que, muy poco después de esos primeros meses, la llegada de los japoneses a la actividad allanó un camino que, de otra forma, tal vez nunca hubiese existido.


[i] Luciano Salerno es Licenciado en Guion de Artes Audiovisuales (Universidad Nacional de las Artes) y Diplomado en Estudios Nikkei (CEUAN). Además, es jugador de go y se desempeña como directivo de la Asociación Argentina de Go desde 2013 y de la Federación Iberoamericana de Go desde 2018.

[ii] Una versión preliminar de esta crónica fue presentada en el I Encuentro de Estudios Nikkei (Buenos Aires, 2019). Asimismo, el texto será incluido en el libro colectivo En construcción. Aportes para una perspectiva niquey en los estudios interculturales, de próxima aparición.

Dos libros de Pablo Anadón

Por: Víctor Winograd

Imagen: George Tooker – The Waiting Room (1959)

Víctor Winograd, íntimo y sensible, se detiene sobre la forma del verso que se conjuga en el poeta cordobés Pablo Anadón, cuyos libros lejos están del libertinaje, pero cometen varios pecados, entre ellos, toman la forma del canto del pájaro.


 

El verso libre, que dio respiración a los salmos bíblicos y a las felices enumeraciones de Whitman, terminó desorientando a la poesía. Quienes lo popularizaron entre el siglo XIX y el XX fueron poetas que dominaban perfectamente la métrica clásica, de cuyas normas pretendían liberarse. En ellos, la conciencia de la separación era absoluta, y por eso la separación nunca era absoluta. Así lo expresa Vallejo, con un énfasis casi dramático en una carta a Antenor Orrego: “¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje!”. Si Pound o Elliot hubiesen sido latinoamericanos, quizás habrían exclamado algo similar.

Estos poetas eligieron el verso libre. Es la elección lo que le confiere al verso su calidad de libre y lo aleja de la arbitrariedad. En la poesía de Vallejo, de Pound, de Elliot, de Mallarmé —e incluso en la del Borges ultraísta— lo que predomina es una combinación libre de versos clásicos. Sin embargo, luego de este primer acto de liberación consciente, el estado del verso libre cambió. Sobrevino lo que podría llamarse (para emplear términos de actualidad pandémica) una nueva normalidad. El verso libre pasó de ser una liberación consciente a ser una norma inconsciente. Se transformó de este modo en algo impuesto por la limitación y, por lo tanto, en mera naturaleza, como el canto del mirlo después de la lluvia i.

La poesía de Pablo Anadón comete varios pecados para nuestra época: es clara y precisa, íntima y sensible. Sus versos, cuando son libres, nunca son arbitrarios. Sus imágenes nunca son rebuscadas. Así, por ejemplo, en estas dos estrofas de “La galería”, del libro Estudios de la luz:

Mensajera extraviada de la luz,

Desde allá hacia aquí

Ha llegado en su vuelo vacilante

La cría de paloma: se ha estrellado

Contra la propia imagen en el vidrio.ii

No quiero hacer ahora ninguna analogía

Entre el destino, el nuestro

Y ese manojo fácil

De plumas sobre el piso.

La destreza poética de Anadón hace que una expresión en apariencia simple como “manojo fácil”, que hasta puede parecer escrita distraídamente, esconda en verdad la clave dramática del poema. Pues tras haber insinuado (y negado, con buena retórica) el anhelo de comparar el accidente de la paloma con nuestro destino, calificar de “fácil” a ese manojo de plumas sobre el piso nos devela que así termina todo cuando chocamos con nuestra propia imagen y la muerte nos lleva. Así: fugazmente, con insignificancia incluso, como cualquier suceso menor que se pierde en la inmensidad del tiempo y del espacio.

Al oído sensible y preciso, Anadón suma otra virtud: el desprecio por las supersticiones modernas. Por caso, no parece importarle el credo que asevera que hay formas poéticas caducas. Esto le permite componer sonetos admirablesiii, como el que abre su último libro, Hostal Hispania:

Como un hombre que ha sido mutilado

Cree agitar su brazo y sólo mueve

Su vacío, a menudo me conmueve

La sombra de los días que han pasado.

Ínfimas sombras, cosas que he querido:

Ese recuadro en que el paisaje breve

De un patio empalidece; algo muy leve:

La flor que cae de un libro en un descuido.

A veces en la noche me despierto

Y busco con la mano el velador

De la mesa de luz de mi niñez…

Nadie puede olvidar lo que una vez

Se quiso, y ya no se ama sin dolor.

No sé cuánto hay en mí de vivo o muerto.

La sentencia de Tolstoi: “pinta tu aldea y pintarás el mundo” resuena de la mejor manera en Anadón. Porque este comprende que la aldea es a la vez real y figurada. Su aldea son los paisajes cordobeses, la sierra, pero también su propia vida, sus hijos, sus nostalgias y aun sus ideas metafísicas. Por eso, apostado frente a una cañada, puede escribir:

Tal vez un día tanta dolorosa

Carga de pérdida y zozobra, un mero

Arroyito se vuelva, un transcurrir

Sereno hacia la nada prodigiosa.

Profesor, editor y traductor múltiple, en Anadón resuenan explícitamente los ecos de Frost, de Montale, de Dante, de Kavafis, de Fernández Moreno. Y, acaso más secretamente, los de Banchs, de Lamb, de Julián Del Casal, del Lugones austero, de Baudelaire y, como en todo gran poeta, los de Paul Verlaine. “Releyendo a Kavafis”, de Hostal Hispania, es ejemplo de los primeros:

Hundido en una vieja reposera

De vuelta del trabajo, con la hora

Silenciosa regresa lo que fuera

Su vida alguna vez. ¿Aún la añora?

Es tarde y está solo. Bebe, fuma,

Hojea un libro, lo abandona, bebe

Un sorbo más, se pone en pie… Se esfuma

Lejana, turbia, la ciudad. Ya llueve.

Resuena el agua en las baldosas, trae

Un eco de los días de placer:

Todo lo dio por una sensación

Soñada y realizada. En calma, cae

La lluvia. Hizo sufrir. No halla perdón.

Olvido busca: no sentir, no ser.

Así como lo cotidiano y concreto —un lugar, un paisaje, un momento— suelen ser la puerta de entrada a los poemas de Anadón, la puerta de salida suele tener la forma de las permanencias metafísicas. Lo notable es que como lectores hacemos el recorrido casi sin percibir el momento del pasaje de una categoría a la otra. Lo que parecía contingente se vuelve de pronto necesario; lo que parecía una experiencia individual del poeta se vuelve de pronto universal. Hay plena conciencia en el poeta de que la hybris es el peligro:

Bien sabían los griegos que la hybris,

Esa ilusión sin fondo, esa nostalgia

Era la sola culpa, el mal de males.

Bioy Casares contaba que Borges solía ir a una librería en la calle Córdoba y que el librero, cada vez que lo veía, le ofrecía empedernidamente novedades de la casa real inglesa. “Nunca sabemos a quién tenemos al lado”, concluía Bioy. Con cierta vergüenza, debo confesar que al hablar de Anadón me siento un poco el librero de Borges. Gracias al azar de un enlace que alguien posteó en Twitter, llegué a una publicación donde había algunos poemas de él. Al leerlos quedé muy impresionado y quise saber quién era. Con perplejidad, noté que Anadón me seguía en Twitter y que yo también lo seguía. Gracias a los milagros de las compras en línea, conseguí Hostal Hispania y su lectura me maravilló. Se lo comenté a Anadón en un mensaje y él se mostró asombrado, y su asombro me asombró. Dos días más tarde conseguí Estudios de la luz, cuya lectura no hizo sino cimentar mis impresiones. Estaba —y estoy— frente a un poeta que excede su lugar y su tiempo. Voy a dejar que un soneto suyo, “Razón de ser”, corone estos comentarios:

Que otros sigan haciendo divertidos

Malabarismos con la poesía;

Da gusto verlos con sus coloridos

Versos sin duelo, sin melancolía,

Jugando al juego de olvidar la vida.

Yo no puedo. Lo mío también tiene

Algo de juego, pero una partida

Donde el tiempo ya ha ido y el que viene

Buscan razón de ser en el presente

Agónico, fugaz de la escritura:

Allí un hombre se inclina hacia el tablero,

A solas con la noche y con su mente,

Y aguarda, blanca o negra, la insegura

Jugada de un destino verdadero.

 


i Cabe recordar las lúcidas palabras de Adorno en su Teoría estética: “Todos consideran bello el canto de los pájaros; toda persona que sienta y en la que sobreviva algo de la tradición europea se emocionará al escuchar un mirlo después de la lluvia. Sin embargo, en el canto de los pájaros acecha lo terrible, pues no es un canto, sino que obedece al hechizo que los atrapa”.

ii Como anotación marginal, observo en estos versos un simpático parentesco con aquellos que abren el gran poema nabokoviano del finado John Shade en Pale Fire: I was the shadow of the waxwing slain / By the false azure in the windowpane.
iii Me animo a creer que si a Anadón se le preguntara por esto, diría que considerar caduco al soneto no es menos supersticioso y arbitrario que considerar caduco al lenguaje.

“La literatura es un refugio en tanto potencia para salir del refugio, en tanto potencia para incomodar”. Entrevista a Dahiana Belfiori, autora de Código Rosa. Relatos sobre abortos (2015)

Por: Equipo Transas*

Introducción: Daniela Dorfman

Dahiana Belfiori es escritora y coordinadora de talleres de lectura y de escritura creativa en Rosario, Buenos Aires y Barcelona. Creó espacios culturales y ciclos literarios y colabora para el suplemento Rosario|12 del diario Página|12. También formó parte de las Socorristas en Red desde su conformación hasta el año 2017. Su libro Código Rosa. Relatos sobre abortos (2015) compila y ficcionaliza diecisiete relatos de mujeres que decidieron interrumpir sus embarazos acompañadas por las Socorristas en Red, un servicio que, siguiendo protocolos de la OMS, da información y acompañamiento a personas que deciden abortar con misoprostol.

La siguiente entrevista se hizo en el marco del seminario “Legalidades en disputa: el género en Derecho y en Literatura” dictado por Daniela Dorfman en la Maestría en Literaturas de América Latina que dirigen Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk. El seminario proponía pensar los modos en los que la literatura actúa en los límites de lo decible y también reflexionar sobre cómo, en tanto parte de la conversación pública con otras discursividades legales, sociales y políticas, puede presionar o promover cambios.

En esa línea se leyó Código Rosa como un texto que saca al aborto del closet y que abre, en los límites entre la legalidad y la ilegalidad, una zona de enunciación posible en la que empieza a leerse y a escucharse el “Yo aborté” que la ley quiere impedir y castigar. El texto articula la experiencia con la ficción, vuelve colectivos los testimonios individuales y, tensionando las relaciones entre lo íntimo, lo público y lo privado, da forma a nuevos modos sociales de hablar del aborto. Desde esa lectura hablamos con Dahiana Belfiori sobre su experiencia, los relatos, el proceso de escritura y el significado político del libro.


Daniela Dorfman: ¿Podrías contarnos sobre la anécdota que le da nombre al libro?

El nombre Código Rosa viene de la voz y de la palabra de una de las mujeres que las socorristas de Neuquén acompañaron a abortar. Cuando ellas atendieron el teléfono, esa mujer, en vez de decir: “Hola sí, ¿hablo con Socorro Rosa[1]?”, dijo: “Hola sí, ¿hablo con Código Rosa?”. Eso fue hilarante en su momento, ahí nos pusimos a pensar en qué significaba ese lapsus, esa manera de nombrar que tiene una mujer y que evidentemente hay allí algo del código, de un código que se maneja y que tiene que ver con unos modos particulares de pensar los abortos, las experiencias de aborto, las experiencias activistas, los feminismos. Algo que cuajó en esa palabra y por eso para mí vino a cerrar el nombre del libro, que fue lo último. Así aparece como una anécdota más.

DD: ¿Cómo fue para vos ese proceso de escritura, con qué preguntas, reparos, problemas te encontraste a la hora de transformar esas experiencias y esos testimonios en textos literarios? Más aun teniendo en cuenta que implicaban una intervención sobre relatos y sobre voces ajenas, y también sabiendo que ibas a ser una especie de bisagra que llevaría a esos relatos de lo privado a lo público.

Es una pregunta que no dejo de hacerme y que no han dejado de hacerme, y que en la medida en que pasa el tiempo adquiere otras resonancias. Porque lo que quizás me interpelaba o me interpeló en su momento, en el momento de escritura, no es lo mismo que me interpela ahora. O no es lo mismo que pienso en este momento acerca de la propia experiencia de escribir, reescribir y releer el libro a través de las lecturas de Código Rosa. Y de las devoluciones que tuve a lo largo de estos años de mujeres que lo han leído, de personas que han leído el libro.

Es como si tuviera que hacer un camino a la inversa y encontrar cuáles eran esas preocupaciones, que las leo en mi prólogo… y una se extraña de lo que lee ahí y vuelve a decir algo de esto hay, pero qué…. En su momento las preocupaciones fueron muchas, me encontré con muchos obstáculos. En principio, encontrar el tono que respetara esas voces que aparecían, las voces de esas mujeres que estaban contando un momento particular de sus vidas y una experiencia muy particular de sus vidas. Entonces, mi mayor preocupación era algo del orden de la fidelidad. No sé si llamarlo así, pero podríamos pensarlo así. Por otro lado, es muy gracioso porque una pretende ser objetiva cuando, en realidad, esa distancia necesaria para contar esa experiencia se acorta, porque estás trabajando con testimonios. Porque el testimonio es algo que está vivo. Lo que una hace desde la propia lectura y desde mi propia experiencia influye en la escritura, por lo que esta pretensión de objetividad –digo objetividad muy burdamente–, esta pretensión de tomar una distancia a veces se me hizo imposible y lo descubrí en el momento de la escritura.

Porque veía o sentía –y también pasaba por el cuerpo– las experiencias narradas y revivía mi propia experiencia de aborto. Y las experiencias de aborto de otras tantas que había leído previamente. Entonces era un conjunto de voces con el que estaba trabajando, por eso digo que está vivo. El testimonio está vivo por lo que narra en sí mismo y por todos los ecos que produce: en mi caso, por la experiencia de haber abortado, por la experiencia de acompañar mujeres a abortar y por las narraciones que había leído de testimonios de otros momentos históricos de Argentina. Porque recordemos que cuando salió el libro, unos diez años antes, estaban todos los testimonios que aparecían en RIMA [Red Informativa de Mujeres de Argentina] con el título “Yo aborté”, que fueron unos testimonios claves para mí. Testimonios que, por su parte, estaban muy en sintonía con todas las experiencias de la década del setenta en Francia, cuando salieron públicamente muchas intelectuales a decir “yo aborté”. Pero, a su vez, con las características puntuales de narrar en primera persona, quizás por primera vez y en un ámbito cuidado, feminista, como era RIMA, experiencias que no tenían nada que ver con las experiencias que yo estaba contando en Código Rosa, que eran propiciadas y acompañadas por feministas, con medicamentos. Había una distancia que no era solo una distancia generacional o histórica, sino también de prácticas concretas de acompañamiento y del aborto en sí mismo.

Retomando un poquito, me encontré con el obstáculo principal de cómo narrar, cómo contar eso, siendo respetuosa y, a su vez, haciendo otra cosa de eso, que es trabajar desde la ficción, para que pueda ser leído desde la ficción. Porque hay una operación que una hace necesariamente allí para que funcione la ficción. El pacto es de lectura de ficción, podríamos pensarlo como un híbrido, sabiendo que allí, en el fondo, hay testimonios. Es decir, sabiendo que allí hay mujeres de carne y hueso que pasaron por esa experiencia. Entonces era todo un desafío trabajar con eso. Y yo pasé por momentos muy difíciles, porque estuve meses, por lo menos un par de meses, sin poder escribir luego de leer un testimonio muy duro. Porque me encontraba con que no era la experiencia del aborto lo más importante que habían pasado esas mujeres retratadas en sus vidas, sino las experiencias de violencia que habían sufrido en este sistema héteropatriarcal y violento con las mujeres y las feminidades.

Entonces, fueron momentos difíciles de sortear. Y luego cada uno de esos testimonios, también, tenía su tono, su voz y tenía que descubrirlo. Yo tenía que entrar ahí, yo diría que “en puntas de pie”, tratando de encontrar ese eco que me parecía relevante y dónde estaba centrada la mujer narrando, desde qué lugar quería ser contada esa voz. Hubo mucho ejercicio de escucha del testimonio desde muchos lugares: de lo que leía, porque había transcripciones; de lo que escuchaba, porque podía escuchar su voz. Además, lo que yo tenía que reponer que no conocía de esas mujeres. Porque yo no me encontré con esas mujeres, yo me encontré con el trabajo de transcripción y con su voz, pero muchas cosas, muchas cuestiones de particularidades, las tuve que reponer. Y en eso también consistió el ejercicio de ficcionalización: encontrarle un escenario, personajes, momentos a ese testimonio.

DD: ¿Qué formato tenían las entrevistas que recibiste? ¿Eran un cuestionario igual para todas las mujeres entrevistadas o eran ellas contando su historia?

Era una entrevista semi estructurada y era un cuestionario que era similar para todas. Pero cada una de esas mujeres expandía las preguntas y habilitaba otras. Entonces algunas entrevistas eran muy ricas por lo que sí decían y otras, por lo que no decían. Fue todo un desafío leer los silencios. Sobre todo hay uno de los relatos, el de Camila, la mujer boliviana, en el que yo hice una operación muy fuerte para mí, que fue armar un relato único de ella. Pero, en realidad, cada una de esas oraciones, cada una de esas frases es una respuesta a una pregunta particular. Entonces yo armé un relato a partir de cada una de esas respuestas, fue toda una operación, de hecho yo decidí exponer la operación que estaba haciendo en el mismo relato. Fue todo un desafío para mí y en cada uno de los relatos están las marcas de mi propia voz también, en los que por momentos se confunde la narradora con la autora y con la militante. Hay confusiones que están puestas adrede, yo dejo esa marca como una cicatriz que tiene que ver con el lugar de enunciación de cada voz que aparece.

DD: Una de las cosas que estuvimos discutiendo en el seminario es la literatura como un espacio de una enunciación que no es posible en otros ámbitos y muy característicamente en este ámbito oficial, estatal y de la justicia, aunque cada vez hay más lugares donde se habilita alguna forma de apertura hacia esa experiencia. ¿Tuviste presente al escribir que eran relatos que narraban una experiencia prohibida por la ley? ¿De qué manera eso influyó en tu escritura y en tu trabajo con estos textos?

Bueno, de hecho, en ese momento yo seguía siendo socorrista y estaba acompañando a mujeres públicamente a abortar y dándoles información. En realidad nosotras siempre jugamos con los límites de la ley, de lo prohibido y de lo permitido, y me parece que eso es interesante también. A partir del 2012 con el fallo FAL –que habilita los alcances de los abortos no punibles–, también ahí teníamos un resguardo para poder pensar los abortos como prácticas que están encausadas en un marco de cierta legalidad. Sí, por supuesto que lo tuve presente y creo que también ese fue un gran desafío, porque implicaba exponerme en primera persona con un objeto que implicaba también dar cuenta de los acompañamientos, pero también de exponer a esas otras voces, a esas mujeres en otro formato, y particularmente la cuestión de la clandestinidad del aborto.

Creo que no sé muy bien cómo operó a la hora de describir, creo que yo estaba muy vinculada con la práctica activista-socorrista, entonces no podía atisbar cuánto de clandestinidad había ahí, para mí todo lo que estábamos haciendo estaba permitido, es una escritura en caliente también. A pesar de serlo así y a pesar de estaba advertida de que era escribir algo que estaba en los bordes de la ley, sabía que era necesario hacerlo, porque esa operación de la ficcionalización también resguardaba lo que estábamos haciendo de alguna forma. Siempre podemos pensar que es una ficción y creo que fue un poco lo que me ayudó a no quedarme atrapada en esto de la clandestinidad para poder escribir las historias.

Martina Altalef: ¿Para vos la ficción en Código Rosa funciona como un refugio de lo prohibido? Y a partir de eso y pensando en la ficción en general: ¿la ficción permite narrar lo que la ley no permite en distintos contextos de clandestinidad, no solo con respecto a la interrupción del embarazo?

Qué difícil esa pregunta, yo no sé para qué sirve; sí tuvimos una intencionalidad política, ética, estética, que era contar esto que nos estaba pasando, estas experiencias que son colectivas. Yo creo que la literatura no solo es refugio de lo prohibido, es refugio de lo que nos pasa, de lo que vivimos y esto es tan amplio que no tiene que ver solo con lo permitido por la ley. Todas las experiencias humanas no entran en las generalidades ni en las abstracciones de una ley y muchas de nuestras experiencias como mujeres en la sociedad no están enmarcadas dentro de la ley, entre ellas la experiencia de abortar.  Y me parece que es un refugio, pero no solo para lo prohibido, sino para esto que necesita ser contado porque su prohibición es un blef, es algo que no tiene que ser, algo que no tiene que estar en ese lugar. Entonces me parece que es un refugio en tanto potencia para salir del refugio, en tanto potencia para incomodar, en tanto potencia para decir: oiga, miren, acá estamos todas estas, de todos estos lugares, con todas estas características, que estamos narrando una experiencia que no cabe en la ley, que nos importa poco la ley y que la vamos a seguir ejerciendo más allá de la ley que la prohíbe.

MA: En ese sentido otra pregunta que tengo es: ¿cómo apareció Selva Almada para prologar el libro? Porque es un nombre que, en principio, podría aparecer para dar peso a esa dimensión literaria de la que hablabas, sin embargo, en el prólogo lo que ella destaca es la clave testimonial, la clave activista.

Selva hace el prólogo a partir de mi invitación, nos contactamos por un amigo en común con el que ella había estudiado en Paraná, Luis Acosta, el que ilustra el libro. Fue hermoso porque este libro provocó encuentros humanos, afectivos, reencuentros de muchos años. Es importante para mí decir esto. ¿Cómo hacemos estos objetos las feministas? ¿Cómo pueden salir? ¿De dónde salen? ¿Con qué materialidad trabajamos? Trabajamos con estos afectos, con estas presencias, con ciertas convicciones. No se puede hacer un libro de estas características sin todo eso funcionando.

Una podría pensar que fue mágica esa presencia; yo la convoco porque, efectivamente, quería que diera cuenta de algo vinculado a lo literario, como pidiendo que me abriera el camino a lo literario. Pero no a mí, sino a esas mujeres que están contando la historia: esto se enmarca dentro de la literatura. Y Selva [Almada] viene y escribe el prólogo. Y ahí está otra de las sorpresas, otra de las alegrías que da el libro. Todo lo que no se espera, todo lo que no esperaba, también aparece en el libro. Incluso ese prólogo. Fue hermoso, en realidad, constatar y leer algo que volvió en el prólogo de Selva, siempre la lectura de Código Rosa remitió a una serie de preguntas: ¿cuál fue mi experiencia con el aborto?, ¿qué tipo de experiencia fue?, ¿cuándo me llegó a mí? Volvía en forma de pregunta y volvía con otra respuesta. Entonces esa es la respuesta de Selva y esa es la invitación. Y es una clave de lectura del libro, efectivamente. Porque invita a decir: ¿qué pasaría, qué hubiera pasado si hubiéramos tenido –en mi caso también, cuando yo aborte a los dieciocho años, hace más de veintipico– este tipo de material en nuestras manos? ¿Cuán habilitadora hubiera sido esta lectura para mi propia experiencia? Para pensarme, esa u otras lecturas o relatos en torno al aborto. Selva dio en la clave contando esto. Dio en la tecla del libro. A mí me encantaría que fuera un libro que leyeran las adolescentes. En las escuelas medias, por ejemplo. Con ESI mediante. Sí, creo que es habilitador para pensar la experiencia de aborto.

DD: A mí me pareció muy valiente de parte de Selva, además de productivísimo para el libro, que ella contara cómo –en una escuela del estado, laica, de Entre Ríos (donde ella creció)– les pasaron el video El grito silencioso, que está totalmente en contra del aborto. Ella cuenta cómo es el proceso en el que, desde entonces, cuando era más chica y durante años, va cambiando su posición y su percepción acerca del aborto… mediante, justamente, rumores. Los rumores acerca de sus coetáneas que abortaban (porque en general no eran amigas), gente que conocía y que abortaba. Lo que cambia su posición son, justamente, los relatos. Otra forma de circulación clandestina de relatos acerca del aborto. Me parece que ella dio en el clavo con ese el prólogo, aunque no hizo lo que vos esperabas, pero me parece que le suma mucho al libro. Es una lectura muy productiva acerca de qué pasa con estos relatos clandestinos, sobre experiencias ilegales. Qué efectos pueden tener, qué producen.

Sí, de hecho creo que hay algo interesante ahí sobre el rumor. El rumor puede tener una connotación negativa. Pero lo asocio al susurro… y el susurro, para mí, tiene algo muy interesante: que es muy poderoso, es esa manera que tenemos –incluso podemos pensarla como una tradición o como un refugio– de compartir las mujeres. Me imagino a las mujeres en la cocina compartiendo historias, en susurro, ahí, en voz baja. Y ahí la traigo a Tununa Mercado. La potencia del susurro. La potencia política del susurro. Creo que ahí se enlaza con esto que decís. Podemos pensar también estos rumores como maneras de contarnos nuestras experiencias. En voz baja. No significa en silencio, necesariamente. Ponerle una mirada en otra clave, potenciar el rumor como algo que se dice y que nos permite explicar nuestra experiencia o darle lugar a la experiencia del aborto.

Karina Boiola: A su vez, en Código Rosa también hay una presencia muy fuerte de la imagen. ¿Cómo fue el trabajo de ilustración del libro? ¿Qué diálogos y conexiones propusieron los y las artistas que ilustraron la obra, con vos y con los testimonios que se incluían allí?

El proceso de ilustración, que hubiera una ilustración, también fue un pedido de Las Revueltas. Ese fue un desafío: tener, disponer y poner a disposición una batería de imágenes que disputaran el sentido de las imágenes hegemónicas sobre las experiencias de aborto. Yo elegí a las personas con las quería trabajar, en este caso Luis Acosta y Gisela Martino, que en aquel momento también era socorrista. Eran personas que vivían conmigo en la ciudad de Rafaela (en la misma ciudad, no en la misma casa), entonces era posible también poder juntarnos físicamente para trabajar. Hubo algo de eso, del encuentro… es un libro que está hecho de afectos. Una trama de afectos muy potentes para poder sostenerlo en el tiempo, también. Y sostener su escritura y su hechura, su factura.

Yo lo que hice fue darles los relatos, contarles a estas personas –que además me conocen bastante bien, veníamos compartiendo experiencias de todo tipo– e ir pasándoles los relatos a mediada que los tenía, aunque fuera en crudo. Hablando mucho. Y entre ellos empezaron a pensar cómo, desde qué lugar y encontraron que la manera más a tono con lo que yo estaba haciendo –y más respetuosa con esas voces– era pensar el retrato. Toda la cuestión estética tendrías que preguntarles directamente a las ilustradoras y los ilustradores, pero sí puedo decir que fue interesante.

Recuerdo que una vez estábamos en mi casa y se pusieron a dibujar una especie de cadáver exquisito, uno continuando el dibujo del otro. Después eso tuvo un procesamiento en la computadora, digital, pero a priori y en primera instancia hubo un intercambio de papeles. Era un “bueno, yo empiezo un dibujo, vos lo terminás” y así. En la mesa, un dibujo, “a ver cómo lo ves vos”, “cómo lo sentís vos”. Intercambio de papeles y terminar ese dibujo.  Fue muy interesante ese proceso, porque también habla de algo colectivo, un dibujo construido de ese modo es súper particular, súper interesante. Da cuenta de una polifonía también a la hora del dibujo. Después, Luis Acosta es el que diseña completamente el libro. Entonces hubo también una cosa de trabajo manual, del dibujo a mano alzada, de un dibujo con líneas, y después Luis hizo toda la digitalización y el diseño completo del libro.

DD: Entiendo que recibiste alrededor de treinta entrevistas y en el libro terminaron diecisiete. ¿Cómo fue el proceso de selección? ¿Cómo las elegiste para mostrar la diversidad, qué buscaste con esa variedad y con el conjunto? ¿Cómo te parece que estas historias son diferentes de la narrativa social disponible fuera o antes de Código Rosa?

Esa diversidad de la que das cuenta es un poco la intención que he tenido al elegir estos testimonios particularmente. Sí, había unos treinta, yo ya no me acuerdo la cantidad exactamente de entrevistas y de testimonios que recibí en crudo, digamos. Sí recuerdo que las entrevistas quizás tenían veinte páginas, entonces había que hacer ahí todo un trabajo. Ese es el trabajo escritural, que podemos estar también hablando bastante sobre eso, porque ahí hay todo un trabajo de selección de qué quería contar. Por eso digo que está todo en escuchar, el tono y lo importante de cada uno de estos relatos. Hice una selección en base a dar cuenta de esa diversidad de mujeres que abortamos.

Dar cuenta de que todas las mujeres abortamos con esta idea de todas las edades, de todas las clases sociales, siendo creyentes, siendo practicantes de la religión católica o no, etc. Estando solas, estando acompañadas en la vida, con pareja, sin pareja. Bueno, estudiantes, no estudiantes. Todo esto que aparecía en los testimonios y, también, lo que hice con algunos testimonios que quedaron por fuera. Los que quedaron afuera, en realidad, también están en esos diecisiete porque hay una especie de condensación en tanto experiencias y quizás se coló ahí alguna voz de esos otros testimonios en mi propia voz. Cuando interviene la autora, la narradora, yo misma… quién más, ¿no? Todas esas voces.

Y me parece que un poco eso, ese criterio de diversidad y a la vez de dar cuenta de que no es posible abarcar eso, que la experiencia es la experiencia, que es ahí, que es singular. La singularidad de la experiencia de abortar, dar cuenta de eso me interesaba mucho, puntualmente, pero eso ya estaba también, ese interés y –eso es muy importante decirlo– ya estaba en quienes me invitaron a escribir a partir de los testimonios. Obviamente de esas entrevistas también creo que hubo una preselección de a quiénes iban a entrevistar Las Revueltas. Entonces ahí ya hay una selección y ese material ya viene con ese trabajo, previamente. En relación con “las rosas”, yo hago esa operación de decir que todas somos “rosas”, porque eso no estaba dicho. Eso fue un artilugio para la ficción, pero no nos decíamos “rosas” a nosotras mismas. Nos empezamos a decir, creo, a partir de Código Rosa. Porque ahí también es interesante cómo se juega la ficción con la realidad, ¿qué fue primero? No importa, ¿no? Tampoco es muy importante. Pero está bueno, porque después todas las que acompañamos fuimos “rosas”.

DD: Está bueno eso que decís: cómo la ficción terminó también modificando la realidad en la que vos te basabas. En relación con eso me preguntaba de qué manera este trabajo con tantos relatos ajenos modificó tu propia experiencia y tu narración interna de tu experiencia de aborto.

Bueno, yo tengo que decir que ya venía trabajando mucho mi propia experiencia de aborto en relación con los acompañamientos, con lo que relataban las propias mujeres acompañándolas a abortar. Por supuesto que no dejan de interpelarme esas voces ahora, hoy. Esas voces me parece que dan cuenta de la complejidad, a su vez de la singularidad y la complejidad de la experiencia de abortar. Y que por más que una tenga trabajado de arriba abajo y habiendo recorrido, también, desde todos los aparentes sectores, argumentos a favor de la legalización del aborto y en relación con la experiencia de aborto, cada aborto es aquí y ahora y cada aborto tiene su singularidad. Si yo tuviera que decir qué pasaría si yo tuviera que abortar ahora, no lo sé, y eso es interesante. Creo que ahí hay una clave para leer el libro. Cada aborto es así, entonces, es una experiencia que de alguna manera es irrepetible y que yo puedo haber abortado y puedo haber pasado “bien”, entre comillas; quiero decir, no haberme cuestionado desde los discursos dominantes el haber abortado, haber tenido masticado un montón de cuestiones en relación con aborto. Sin embargo, puede ser que la experiencia sea traumática, por ejemplo, incluso estando a favor, incluso siendo feminista.

Cada experiencia es en contexto y eso me interesa pensar también que expone el libro y por eso digo que siguen interpelándome esas voces, hoy. No solo en el momento de la escritura del libro, porque también hoy escucho a las mujeres que abortan, más aún después del 2018, con toda esa gran exposición de argumentos y discursos en el Congreso de la Nación de todas las compañeras de la Campaña para pensar la legalización. Bueno, incluso hoy me siguen interpelando, a pesar de todo eso y con todo eso, esas voces. Creo que hay algo en la experiencia de abortar que tiene que ver con el tiempo, con el correr del tiempo. Con la encrucijada en la que se encuentra una mujer que está embarazada y que no quiere continuar con ese embarazo que es, precisamente, la de que el tiempo corre y que es una decisión trágica, no traumática, trágica en el sentido de tengo que decidir, estoy obligada a decidir. Y eso está puesto en el libro. En esto sigo a Laura Klein cuando dice que el aborto es una experiencia trágica, en el sentido de que estamos compelidas a decidir, no hay escapatoria, tanto si decido continuar con el embarazo, como si no.

DD: Al mismo tiempo, el libro parece bastante liberador, en el sentido de que desplaza ese discurso de que el aborto legítimo es el que está justificado por una violencia, una violación o un abuso. Hay expresiones de alegría y de alivio, del aborto como una cosa más de la vida, algo que puede no ser traumático, que no necesariamente establece un antes y un después.

Sí, de hecho, esa es la impronta y la decisión política del libro. Cuando hablo de “tragedia” no me refiero a una experiencia traumática, digo que es inevitable decidir, las mujeres que abortamos estamos en una situación en la que no queremos estar. Y abortar no necesariamente se convierte en una experiencia traumática o es dolorosa en sí misma. Puede serlo o no. El libro da cuenta de esa complejidad.

DD: Una de las cosas que aparecen en Código Rosa y que estudiamos en el seminario con Invisible, la película de Pablo Giorgelli, es cuánto más complica las cosas la ilegalidad. En el seminario pensamos que es una película sobre el silencio, no sobre el aborto. Es sobre los problemas que trae la ilegalidad. Una chica de dieciocho años, mientras su profesora de gimnasia la reta porque no le sale algo jugando al vóley, debe al mismo tiempo lidiar con la complejidad de tener que hacer algo ilegal con el riesgo que eso significa para su cuerpo. Y el riesgo de no poder contarlo, de no poder presentar un certificado en la escuela y decir “no vine porque me hice un aborto”. Tener que estudiar para las pruebas de la escuela mientras se hace un aborto.

Mónica Szurmuk: Me encantó, Dahiana, la manera en que hablaste del libro y de tu proceso de escritura. Creo que es muy iluminador lo que trajiste, sofisticaste mucho nuestra manera de leerte a través del modo en que explicaste tu proceso de escritura. Y te quiero hacer dos o tres preguntitas con respecto a eso. La primera: usaste mucho la palabra “una”. Quería preguntarte acerca de ese uso porque este es un libro colectivo y de alguna manera ese “una” te permite ponerte en diferentes lugares. La otra es: ¿qué aprendiste como activista y qué aprendiste como escritora en el proceso de recoger las entrevistas para este libro? La tercera: vos hablaste de los testimonios anteriores, los de RIMA, por ejemplo. ¿Qué otros testimonios literarios tenías y te ayudaron? ¿Recurriste a alguno de estos testimonios literarios cuando vos hiciste tu propio aborto a los dieciocho años?

En relación con “una”, no me doy cuenta de que hablo así, pero supongo que hay una conexión entre el “una” que es una tercera persona y es todas a la vez. Sirve para no decir “yo”, porque me incomoda hablar en primera persona, no siento que sea un libro en primera persona. Por más que también siento que dejé mi vida ahí. Es muy ambigua y compleja mi situación con el libro, con el proceso de escritura y con mi activismo. No fue un proceso para nada gratuito en mi vida. Si el aborto marcó un antes y un después en mi vida, Código Rosa también, en muchos sentidos. Me obligó a revisar mi práctica socorrista y los acompañamientos, porque hizo que estuviera mucho, mucho, mucho más atenta al modo en que escuchaba a las mujeres. De hecho, es uno de los motivos por los que me fui de Socorro, entre muchos otros. Y eso también me hizo revisar mi escucha cuando detecté que estaba burocratizada. Escribí acerca de eso. Podemos dejarlo ahí. Como un tema, es un gran tema.

Es muy interesante para mí pensar cómo este libro afectó mi escritura y mi feminismo y la práctica concreta socorrista. Creo que hizo mucho más sutil y atenta mi escucha. Complejizó mi manera de pensar las experiencias de aborto, y no solo de aborto, las experiencias de vida de mujeres, lesbianas, personas trans. Nuestras vidas en el mundo, la vida en general. De la escritura, aprendí que no se puede escribir un libro como este en un año, lo hice y casi me muero. Esto es una broma y no tanto. Siento que envejecí, no sé si decirlo así. Como si en un año (o dos, porque después de escribirlo lo presenté en todo el país) hubiera vivido mil vidas en una, esa es la sensación que tengo. Y que no se puede escribir tan rápido, lo digo medio burdamente. Se puede, pero con costos de todo tipo.

También en relación con los testimonios, cuando tenía dieciocho y aborté, yo no tenía ningún discurso habilitador de la experiencia que estaba viviendo al alcance de mi mano. Solo alguien que me dijo “che, podés abortar si querés”, que fue la persona de la que había quedado embarazada. Dije sí, yo no quiero ser madre. Yo lo único que quería era no querer ser madre. Venía de una escuela de monjas, la cuestión del asesinato y la culpa estaba muy presente. Durante cinco años no hablé con nadie de la experiencia que había vivido. Entonces mi experiencia de aborto sí fue un antes y un después en mi vida, fue una experiencia traumática que luego pude tramitar de muchas maneras. De hecho, creo que escribo Código Rosa tratando de iluminar, de darle voz a mi propio aborto.

Sobre los testimonios literarios, por supuesto todo el activismo previo, la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Yo había visto y leído cuanta película y cuanto material caía en mis manos en relación con el aborto. Todo lo que salía, lo leía e intentaba pensarlo. Y una película que fue fundamental para mí es Ella tiene los ojos bien abiertos, un documental que llega de la mano de una compañera sueca que lo traduce estando en Córdoba, conmigo ahí. Ahora se encuentra en YouTube. Narra la experiencia de un grupo de mujeres del MLAC en Francia, que acompañaba abortos (con otra técnica, la aspiración) y partos en las casas. Fue crucial para pensar el socorro y la escritura del libro. Ni hablar, Fornicar y matar, de Laura Klein. Para mí ese libro que se publicó en 2005, en el mismo año que se crea la Campaña –de la que también fui parte, también estuve allí– fue muy importante. Tengo ese libro acá y me acuerdo de que lo llevaba en mis manos y estaba orgullosa de llevar este libro que decía “fornicar y matar”, hablaba del problema del aborto. Era una manera de decir miren, estamos hablando de aborto.

Tenerlo en la mano era disruptivo. En cualquier lugar público que estuviéramos era como una manera de protesta. Ese fue un libro. Pero sí es cierto que yo sabía que existía El Acontecimiento de Annie Ernaux, que también lo tengo acá. Fue un libro que leí cuando fui a presentar el libro a España, porque lo conseguí recién en España, una vez escrito Código Rosa. Y recuerdo que fue –esto también lo escribí–una experiencia absolutamente conmovedora. De hecho, me emociono cada vez que lo recuerdo, porque iba en un tren de Granada a Barcelona o de Barcelona a Granada, no me acuerdo, en el que lo leí al libro completo y no podía dejar de llorar porque me decía cómo puede ser que yo no haya leído esto y está hablando en el mismo tono… yo sentí que estábamos hablando de la misma cosa. Alrededor de la vida y de la muerte, rodeando la vida y la muerte, sin huir de la complejidad de pensar la vida y la muerte en un mismo hecho que es el aborto, en una misma experiencia. Y para mí fue alucinante también saber que estaba en deuda con esta lectura, pero que este libro, que era previo a Código Rosa, iluminó también mi propia experiencia de escritura.

Gonzalo Aguilar: Quería preguntarte por ese libro que estás escribiendo ahora, en qué consiste y si redefine un poco la relación que hay tan especial en Código Rosa entre el testimonio y la ficción. Porque cuando uno ve un libro de esas características piensa hacia qué lugar va. ¿Va en un camino hacia la ficción? ¿Va en un camino hacia el testimonio? ¿O sigue en la misma línea de investigar esa especie de juego o de relación tan dificultosa, tan difícil o tan compleja entre lo testimonial y lo ficcional? Entonces quería que contaras un poco sobre ese último libro que estás por publicar, si no entendí mal, y cómo redefine un poco tu trayectoria.

Está buena la pregunta. Es loco porque mi libro Lo más simple es desnudarse en realidad es una recopilación de las contratapas que yo fui publicando entre 2013 –es decir, previa a la escritura de Código Rosa– y 2016. Y las contratapas en realidad juegan… bueno, hay contratapas que son evidentemente completas ficciones ¿no? No sabría qué decir que es: ¿cuentitos?, ¿cuentos?, ¿cuentos breves? ¿especie de aguafuertes? No lo sé, no sé qué es lo que escribo, no lo puedo definir y me parece que está bueno no tener, no poder definir lo que uno escribe, que de eso se encargará quien lee. Sí puedo decir que mi mirada es desde la ficción y mi escritura, la mayor parte de mi escritura es desde la ficción. Ahora sí es cierto que esa ficción está teñida de momentos o de escenas que pueden pensarse como autobiográficas. Es decir, que algo que me pasó –o que sentí o que viví o que vivió alguien cercano– es de lo que se nutre la escritura también de ficción. Eso opera para pensar y para escribir un cuento, un relato. También algunos de los textos que aparecen allí son breves crónicas. O sea, también hay ahí como un oficio, como un pulso vinculado con el momento histórico; es decir, mi mirada feminista y militante asociada con una especie de observación de la realidad y, podemos pensar, algo del gesto literario en esa escritura.

Hay un gesto literario en alguna de esas crónicas. De eso va el libro. Es un conjunto de contratapas que publiqué en el Rosario/12 en ese período. Es decir, mientras escribía Código Rosa también escribía esas contratapas. Y está bueno porque hay una evolución en la escritura, se nota una evolución en la escritura. Yo no estaba segura de publicar esto en formato libro, porque ya están publicadas, pero bueno, ese formato también me permitió revisar, hacer una selección. Es una selección, no es todo, por supuesto, porque hay más de setenta contratapas. Es la misma editorial la que va a publicar el libro. Eso afectó también mi escritura, porque ahora estoy pensando muchísimo y escribiendo, intentando escribir una especie de novela que está tironeada por estos otros libros. Tironeada porque no es tan fácil desprenderse, me costó mucho desprenderme de Código Rosa y de todo lo que afectó a mi vida. Porque las devoluciones y las lecturas del libro siempre fueron muy fuertes. En el 2015 lo presenté durante todo el año en Argentina y después del 2015, en 2016 y 2017 incluso, continué recibiendo, si no era una vez al día, por lo menos a la semana, algún mensaje de alguna mujer que lo había leído y contando su propia experiencia de aborto. Eso afecta también la propia escritura, la vida.

DD: Me cuelgo un poquito de la pregunta de Gonzalo para no dejarte escapar, a ver si nos contás un poquito, lo que puedas, lo que quieras, de esto que llamaste “pseudo novela” en la que estás trabajando, un poquito de qué va.

Sí, en realidad ahí es una ficción que son cuatro, la historia de cuatro mujeres que casualmente rondan los cuarenta años y que tienen problemáticas vinculadas a ese momento de la vida. Estoy interesada y estoy leyendo mucha ficción, yo también creo que tiene que ver con el momento que estamos viviendo, que tematiza la vejez. Y vejez y feminismo me interesan particularmente y por ahí estoy ahondando, abarcando y trabajando ese tema. Vejez no necesariamente porque a los cuarenta seamos viejas, pero sí dejamos de ser, o no sé, ahora no, pero es un momento muy particular de la vida. En el que pasan algunas cosas que nos alejan de ciertos… no sé si llamarlos ardores y cuestión compulsiva… miramos la vida desde otro lugar y me parece que es un momento super interesante desde el cual escribir y retratar a estas mujeres de cuarenta años. Complejizar, pensar a las mujeres y a la soledad, también es otra de las cosas en las que está ahondando esta novela, novelita, no sé qué es todavía, está ahí en proceso. Y esto: alguna que ha decidido no ser madre, alguna que ha decidido tener otras experiencias vitales, alguna que decide viajar, bueno, etcétera, son historias que están buscándose todavía… Pero sí puedo decir que tienen que ver particularmente con una indagación en torno a la vejez y la soledad, que es lo que me interpela profundamente en este momento.

Tomás Remi: Teniendo en cuenta que el aborto estaba penalizado [al momento de la publicación de Código Rosa] y sigue penalizado, quería preguntarte si habías tenido algún tipo de repercusión negativa desde el punto de vista legal.

Está buena esta pregunta: La verdad es que no, para sorpresa mía en ese momento. Yo también tuve miedo de que hubiera repercusiones negativas. Anduve por todos los medios. En cada pueblo, en cada ciudad que llegaba, iba a los medios más importantes y salían notas sobre Código Rosa y sobre el aborto. Por supuesto, levantaba polvo en los pueblitos y en las ciudades por donde anduve, pero no hubo ninguna repercusión negativa, al menos no directamente… y eso la verdad me sorprendió. Pero a la vez no, porque es cierto que, en todo caso, lo que sí constaté es que el libro daba cuenta de algo que estaba presente, es decir, estaba poniendo en palabra esto que estaba sucediendo y tuvo muchísima mayor recepción positiva que negativa.

Positiva en términos de “gracias por lo que estás haciendo” de parte de muchas mujeres que me escribieron durante muchos años diciendo: “Encontré alguien que dice lo que me pasó, me siento reflejada en esta experiencia, esto da cuenta de una vivencia, esto te lo agradezco”. Es decir, el libro también rompe un silencio –como dice Adrienne Rich– es una manera de romper un silencio, pero que no era silencio, sino que era susurro. Entonces, fue como poner en la arena pública ese susurro, amplificar el susurro. Un susurro que empieza a oírse y, en ese sentido, fue muchísima la repercusión hermosa que tuvo el libro.

Y los casos negativos, así como muy aislados, yo no tengo, es decir, los borré o no los tengo, pero sí recuerdo, por ejemplo, alguna persona en alguna radio haciendo de bueno y de malo a la vez, preguntándome todo lo que no hay que preguntar y yo respondiendo a todo eso, lo cual era muy gracioso e hilarante para mí. Eso fue divertido. Realmente fue divertido. Fueron momentos divertidos y no hubo repercusiones legales, porque además el libro también es ficción. Obviamente las mujeres no se llaman así, por ejemplo, y hay toda una operación que yo hice que fue reponer escenarios que no existen, personajes que no existen, momentos. Recreo elementos, ya sea atmosféricos, personajes, situaciones que las mujeres no cuentan en sus testimonios, pero que dan, que fortalecen los aspectos de los testimonios que nos interesaba que se tuvieran en cuenta a la hora de pensar la experiencia de aborto.

Por el libro no recibí ningún mensaje violento, pero sí te puedo decir que, como feminista, sí recibí mensajes de odio, como todas las que salíamos antes del 2015 a la calle. Me acuerdo de que en Córdoba, repartiendo los folletos de la Campaña y juntando firmas en una mesa para presentar el proyecto de ley, hubo gente que me gritaba “asesina”. También en Rafaela –cuando por primera vez conformamos un grupo feminista en la ciudad (muy conservadora) y salimos a la calle a poner en el espacio público, en la plaza, el tema del aborto– hubo repercusiones. En una ciudad como esa, de cien mil habitantes, una hace cualquier cosa en un espacio público y tenés a todas las cámaras y los medios presentes.

Pero yo ya estaba curtida, el discurso del odio es algo que no tuvo efectos en mí, yo creo que estamos preparadas para trabajar eso. Lo que me parece que no estamos preparadas o que tenemos que trabajar más las feministas es pensar seriamente los matices en torno a nuestros propios discursos; es decir, qué tipo de discursos ponemos a circular y cómo los ponemos a circular. Si hay algo que me enseñó el libro es a pensar las complejidades, cada vez me siento más lejos de la simplificación de ciertas consignas y eso sí es una operación, eso sí es algo que me ha dejado la escritura de Código Rosa.

MA: Por un lado, nos hablaste de todas las presentaciones de Código Rosa que se hicieron a lo largo del país y, por otro, nos contaste de tu voluntad de romper las fronteras del género en tu escritura. Entonces podría pensarse que quebrás las fronteras geográficas con personajes que también vienen de afuera de la nación, de la Nación Argentina, donde operaría una misma ley. Me parece, con respecto a esto último que decís de evitar las simplificaciones, evitar las reducciones, que hay una búsqueda tuya. Entonces me interesa si podés hablar un poco más de eso y también sobre qué lecturas federales o qué lecturas que quiebran las fronteras de la nación encontraste que se hicieron de Código Rosa.

Con el libro puntualmente, a ver si puedo contestar la pregunta, porque tiene como varias aristas o varios niveles. Lo más inmediato, podría decirte, lo más sencillo es que me han invitado a presentar el libro desde otros lugares, otros países y ese libro también ha sido una posibilidad para pensar las experiencias de aborto y las prácticas de aborto legales y no, en otros países. Una posibilidad para pensar cómo también que el aborto sea legal –por ejemplo, en España, no implica necesariamente que las mujeres puedan hablar de sus experiencias de aborto. No implica necesariamente que se rompa el silencio en torno a las experiencias de aborto y eso creo que también pasó con Código Rosa y fue muy impresionante para mí. Porque yo ahí sí me encontraba con un escenario que desconocía y que cuando empiezo a charlar con las mujeres de España –lo presenté en el sur, lo presenté en Madrid, en Barcelona–, también las particularidades de cada zona de España con sus historias, una sociedad católica mayoritariamente, con todo lo que implica, con el silencio en torno al franquismo, digo, todo esto también opera en relación con el aborto.

Y fue muy notorio cómo incluso las mismas mujeres que presentaban el libro, que tenían prácticas feministas muy fuertes y que se decían feministas y que militaban o estaban a favor del aborto legal, veían en el libro una especie de valentía suprema porque estábamos contando nuestra experiencia de aborto en voz alta. Y yo decía… pero ¡ostias!, ¿qué pasa acá? Es esto lo que pasa, no se puede hablar de la experiencia, no podemos hablar, así como sí hablamos del parto y de la maternidad (esa experiencia está más habilitada), no así la experiencia de aborto. Por ejemplo, en Granada, en el Máster de Género de la Universidad de Granada, yo hice una pregunta: si sabían de mujeres que hubieran abortado. Muchas de ellas se quedaron pensando en esa pregunta y salió una piba de veintipico de años diciendo: “La verdad que conociendo las estadísticas de aborto en España, sabiendo que se aborta, no puede ser que yo a esta edad no conozca a nadie que haya abortado ¿nadie de mi entorno abortó? No, ninguna habló en todo caso, ninguna contó su experiencia”.

¿Es necesario contar la experiencia de aborto? No, como cualquier otra experiencia de la vida. Pero es notorio el silencio alrededor de esta práctica y también es notorio que si yo hago toda una gestión para cualquier intervención médica y todo el mundo sabe que me voy a intervenir, sea cual sea la práctica médica que haga, haya silencio en torno a esta otra práctica médica. Eso para mí fue muy interesante. De hecho, después en otra de las presentaciones en Málaga, creo que fue en uno de los sindicatos, una de las pibas dice: “Bueno, la verdad es que no fue una experiencia buena, porque la experiencia del aborto, aunque fuera legal, fue una práctica en la que no pude sacarme mis dudas, no pude hablar de eso, ni siquiera en el lugar donde me fui a hacer la práctica”. Y muchas van con muchas dudas, no médicas, no dudas en cuanto a la intervención, son otro tipo de dudas y ahí es donde empieza la complejidad de la experiencia. Eso por un lado.

Por otro, en esto de las fronteras me decías, que las fronteras se rompen, me parece que justamente una de las fronteras es darnos cuenta de que, precisamente, el aborto es una práctica que tenemos las mujeres desde tiempos inmemoriales, que la seguimos ejerciendo y que atraviesa fronteras. Podemos verla como una experiencia singular, pero que todas la vivimos o todas la conocemos, en cualquier lugar del mundo, con las particularidades que tenga la experiencia en cada lugar del mundo. Y que podemos dar cuenta de eso. Como la de maternar, como la de parir. El libro me ha permitido verlo y compartirlo. Contarles a ustedes esto que viví en España o en Chile, también lo mismo. O sea, Chile, Uruguay, todas las experiencias que pude vivir, de compartir, a partir de la lectura de Código rosa. Y después también otras fronteras que se rompen son las fronteras generacionales, eso es también algo del feminismo que me interesa.

DD: Estaba pensando en que el tuyo es un libro que está muy fechado y que tiene una politicidad muy concreta, como vos decías al principio. Lo que te quería preguntar es cómo te gustaría a vos que se lea, ya que hablamos de romper fronteras, rompamos la cronológica también. ¿Cómo te gustaría que se lea en un futuro? Como mínimo después de la legalización del aborto –que en algún momento va a ocurrir– y que creo que cambia mucho la manera de leer el libro. ¿Qué te gustaría a vos que sea este libro después, cuando tenga que cambiar su sentido político?

Sí, qué pregunta compleja porque, pensando un poco en todo lo que estábamos hablando, creo que, a tono con lo que el libro hace, ese gesto de tomar testimonios y ficcionalizarlos en clave literaria, pienso que puede ser tomado como un testimonio de época, ¿no? De una época que no sabemos qué época es, qué fecha podemos pensarle. Eso es imposible de determinar. Podríamos pensarlo así, pero también creo que el libro puede pensarse más sencillamente como historias de mujeres que pasan por una experiencia vital y las cuentan. Y que eso produzca efectos en otras mujeres y en otras personas, no solo mujeres, en toda aquella persona que lo lea. Como cualquier libro, en realidad.

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* Elaboración de preguntas y transcripción: Martina Altalef, Angela Martin Laiton, Jimena Reides, Belén Wildner, Tomas Remi, Mónica Prol, Virginia Tognola y Karina Boiola. Edición: Karina Boiola.

[1] Socorro Rosa es uno de los grupos de Socorristas en Red que acompañan, por teléfono o presencialmente, a mujeres que abortan específicamente con misoprostol y que siguen protocolos de la Organización Mundial de la Salud en ese acompañamiento.

 

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Mates con mochi

Por: Salomé Romera*

Imagen: Foto familiar, archivo de Salomé Romera (19/9/1965).

A pesar de haber leído el clásico de Yoshio Sugimoto, crítica contundente del esencialismo japonés, la autora de este texto reflexiona: “me tomó mucho tiempo desterrar el nihonjinron de mi cabeza”. Y para hacerlo, Salomé Romera recurre a una crónica deslumbrante en la que narra la historia de su familia; en ciertos tramos con un realismo mágico niquey o costumbrismo intercultural japonés-tucumano. El desenlace del artículo nos enseña contundente que la identidad nikkei no puede limitarse a imaginarios racializados de una supuesta “sangre japonesa”.


“Yo también soy nikkei” escucho decir a mi mamá e inmediatamente siento como mi cara se pone color rojo anko. Estamos cenando en un restaurante japonés en Buenos Aires y ella le habla al mozo que nos trae la comida. Mi mamá: ojos verdes o grises según el día, piel aceituna, de rasgos que a simple vista no delatan “sangre japonesa”. Pero ahí está, afirmando ser lo que yo entiendo como “descendencia japonesa”. Pienso que el mozo va a descubrir la falta en nuestras caras de no-japonesas y que vamos a quedar expuestas.

Esta idea de la conexión entre la sangre, los rasgos y la legitimidad de la identidad me acompañaron durante un largo proceso de aprendizaje. El episodio sucede en mayo de 2018, durante mi tercer mes de cursada de la Diplomatura en Estudios Nikkei. Estoy apenas empezando a conocer y preguntarme qué significa nikkei, más allá de una vaga noción sobre descendientes de emigrantes japonesxs. El intercambio del restaurante me desconcierta. Siento que estamos usurpando una identidad que no nos pertenece y quiero esconderme detrás del bol de udon, o pedirle perdón a este chico y a sus ancestros. Mi vieja, ajena a mi turbación, cuenta emocionada su historia.

“Susumi Suyama se llamaba, pero la abuela le había pedido que se bautice y se ponga José.” Dice mi mamá sobre mi bisabuelo japonés, quien emigró a Argentina desde la isla de Kyūshū, al suroeste del país. Conoció a Bonna Ledesma, mi bisabuela, en la década del 40. Ella era una enfermera tucumana que trabajaba como asistente de oftalmología en un hospital. El abuelo –como lo nombra mi mamá siempre que habla de él– acudía a ese mismo hospital a hacerse curaciones en un ojo. Fue amor a primera vista.

Después de unas idas y vueltas entre Tucumán y Buenos Aires, se casaron en 1947 en la provincia norteña y se mudaron a la esquina de Moreno y Avenida Roca. En barrio sur, al abuelo lo conocían como Don José. Para el Estado argentino, era Susumi José Suyama, como lo denominaba la combinación de nombres en su cédula de identidad. Alguna vez mi mamá le preguntó por qué no se hacía el D.N.I., para así evitar los trámites a la hora de votar en las elecciones municipales. Su respuesta fue reveladora: no lo sacaba porque él no era ciudadano argentino. Un breve panfleto del Congreso ilumina mi ignorancia cívica, y aprendo la diferencia entre “ciudadanos” y “habitantes”. Habitantes somos todas las personas que residimos en el país de manera regular, hayamos nacido aquí o no. Para quien no nació en el territorio, acceder a la ciudadanía exige ciertos trámites y un plus interesante, que no es burocrático: la expresión de su voluntad de adquirirla. No hay trámite que valga si no lo acompaña el deseo de ser parte de esta tierra. Negando su pertenencia a la nación argentina, Suyama-san se afirmaba en otro territorio y otra comunidad.

Sin embargo, por el resto de su vida habitó suelo argentino. En verdad, no quería volver a Japón de forma permanente, por el amor que lo unía a su esposa. Era un matrimonio feliz, que a los pocos desacuerdos que tenía los resolvía con calma. A Bonna, viajar al otro lado del mundo no le interesaba, lo que no significa que no haya tenido lazos con Japón; por el contrario, mantenía un estrecho vínculo con la colectividad nipona en Tucumán. Bisabuela, abuela, mamá y su melliza participaban de los diversos eventos que se realizaban los domingos en la Sociedad Japonesa de Tucumán, como obras de teatro, danzas y recepción de japoneses que llegaban al país. Además, las invitaban a las fiestas familiares, a los cumpleaños y a los casamientos, que en esa época se celebraban en las casas. Hablando con mi mamá sobre festejos, le cuento algo referido a la importancia de los regalos en Japón, e inmediatamente hace una conexión: los japoneses de la comunidad eran muy regaleros. A su hermana y a ella les obsequiaban comidas típicas, muñequitas niponas, dulces que evoca con deleite. Cuando era adolescente, la dueña de la tintorería donde el abuelo había trabajado le regaló un anillo que todavía usa. Un pequeño tesoro que conserva el cariño y el recuerdo de Margarita, a quien afectuosamente llamaba “abuela”.

Si mi bisabuela no pensaba viajar a Japón, mi mamá soñaba con acompañar a su abuelo a la Tierra del Sol Naciente. José no la tomaba muy en serio, pero sí anhelaba llevarla a la Fiesta Nacional de la Flor en Escobar, de fuerte presencia japonesa. No era lo único en que quiso consentirla, ya que no por ser como un padre dejó de ser un abuelo, y sabemos que son los miembros de la familia que se dedican a malcriar. Al momento de casarse mi mamá, le dio su alianza, y la de su esposa terminó en manos de mi viejo. Y así como la parejita no tenía plata para anillos, tampoco le alcanzaba para camas, por lo que ligaron la matrimonial del abuelo. José, siempre sencillo y generoso, se mudó a una camita de su tamaño. De ser por él, les daba hasta su dormitorio: ante la noticia de que se iban a casar respondió “entonces ustedes vivir acá”, con su particular forma de hablar.

La dificultad para comunicarse fue un enorme obstáculo para la primera generación que emigró de Japón a la Argentina, y el caso de José no fue distinto. Con el paso de los años, aprendió el idioma, pero queda claro por el relato de mi familia que conjugar verbos no era su fuerte. Más importante que la molesta gramática del español, era para Suyama-san el no perder contacto con su lengua materna. Todos los días, la repasaba con ayuda de un pequeño diccionario de japonés. A menudo, durante el agobiante verano tucumano, la familia sacaba las sillas a la vereda para tomar aire y ver a la gente pasar. Él se sentaba en esa esquina -diccionario en mano, a veces- a revisar su idioma natal. También podía ponerlo en práctica con alguna regularidad ya que, como suele suceder cuando se encuentran compatriotas en suelo ajeno, entre issei hablaban nihongo. Tanto mi mamá como mi papá recuerdan que les explicaba el significado de los vocablos nipones que más sonaban en casa, les enseñaba algunas frases típicas, los saludos y los números. Para mi mamá era su otosán, una graciosa tucumanización de la palabra “padre” en japonés.

Hasta los animales domésticos aprendieron el idioma extranjero. La familia había heredado una catita, mascota típica de la época, que repetía palabras y melodías. Susi Terán –como se llamaba el bicho– tenía un trato diferenciado con cada integrante del hogar. A Bonna, y sólo a ella, le cantaba tangos y le daba besitos. Quizás porque no le habían enseñado nada, a las mellizas se dirigía cuando sonaba el teléfono nomás, al grito de ¡CHICAS, TELÉFONO! Por las mañanas, Susi saludaba a José con ohayou, ohayou. Y cuando el abuelo salía de la casa, le gritaba ¡SAYONARA!, hasta que obtenía respuesta. A mi mamá, ni cabida: no importaba cuánto le insistiera con los ohayous, la señorita Terán no se los devolvía.

Al igual que las palabras, los alimentos del lejano país también se colaron en el día a día norteño. Aunque cueste imaginarlo hoy, la soja antes de los 80 era en Argentina casi desconocida, empezando a asomar tímidamente como cultivo comercializable recién a partir de esa década. Pero en la casa de les Suyama-Ledesma siempre había soja cocida en la heladera, para utilizar en distintos platos. Mi viejo me dice que, aunque en su casa se comía de todo, antes de ir a comer a la casa de su entonces novia ni había escuchado hablar de la soja. También le llamaba la atención el poco interés que tenía José por la famosa carne argentina, considerando el mito nacional sobre el privilegio de comerla. Al abuelo nipón, la soberbia carne nacional lo traía sin cuidado. Lo que para él era ineludible, obviamente, era el gohan, arroz blanco. Cocinado en un jarro que ponía sobre la mesa, estaba presente en todas las comidas.

Casi a la par del arroz, en términos de importancia culinaria, estaba el té. “Toda su ceremonia del té, no era ningún saquito como los que tomábamos nosotros. El tiempo que tenía que hervir, cómo tenía que hervir, cuánto tiempo en el colador”, dice mi viejo. Recuerda también una especie de tetera que “cuando la vaciabas hacía el ruido que hacen las palomas, y la jarra tenía forma de paloma”. Vaya uno a saber qué era este recipiente pajaril, tan cotidiano para un japonés como curioso para un tucumano.

Otro utensilio peculiar eran los palillos, con los que siempre comió, “como japonés”. Suyama-san mantuvo sus hábitos en la mesa, aunque no cuadraran en el contexto local (y a pesar de que las tucumanas se quejaran de algunos de ellos). Lo que no significa que no compartiera un asado o unos mates, bien dulces y calientes como le gustaban.

De las comidas, lo que mi mamá recuerda con más deseo son “unos pancitos de arroz gomosos, sin sabor a nada”. Los tostaban y acompañaban con dulce de fruta casero, siendo ella y el abuelo amantes de los dulces. “Era una fiesta cuando traía eso”, me dice. Por la descripción que hace del pequeño manjar –interior gomoso, corteza crujiente una vez tostado, sabor sutil– seguramente habla del tradicional mochi. En lugar de comerlos con pasta de porotos –anko– como en Japón, los disfrutaban con dulces hechos de los nísperos, chirimoyas, papayas e higos que crecían en el fondo de la casa.

Para mi mamá, que había crecido con esta mezcla de sabores y hábitos, no había nada más normal. Su cotidianidad se desnaturalizaba cuando sus amigas o sus compañeras del colegio iban a la casa, a quienes les llamaba la atención todo lo que para ella era parte del paisaje diario. Y, si al principio no se animaban a conversar con ese señor reservado, una vez que descubrían que además era amable y sencillo, las preguntas sobre Japón empezaban a llover. Esta fascinación o su reverso, la indiferencia, eran las actitudes más generalizadas entre las personas de afuera del hogar. Madre no recuerda prejuicios y, aunque apunta que “racismo siempre ha habido”, no lo percibió con respecto a su abuelo; a diferencia del antisemitismo que era (y aún es) moneda corriente en las expresiones y el trato hacia las colectividades judías. Las preguntas que le hacían a ella pasaban por no tener “cara de japonesa”, retomando el asunto de los rasgos faciales y lo que esperamos descubrir en ellos.

Además del elenco tucumano, miembros de la colectividad nipona de todo el país desfilaban por la casa. Pero “los paisanos” no eran el único vínculo que mantenía el abuelo con Japón. Estaba suscripto a una publicación mensual en castellano sobre actualidad nipona y además recibía revistas que llegaban del país oriental. Tanto mi mamá como mi papá recuerdan la impresión que les causaron esas revistas, de fantásticos colores y un papel suave como la seda. El contenido era incluso más maravilloso, revelando tecnologías tan avanzadas que les hacían pensar que Japón estaba más lejos de Argentina en el tiempo que en el espacio.

Eran años en los que Japón no era sinónimo de superpotencia, sino más bien de potencia del eje. Fanático del cine, mi viejo se veía todas las películas que llegaban, y gran parte eran sobre la segunda guerra mundial. Arriesga que el relato yanqui del “peligro amarillo” permeaba la idea del lejano país que tenía la mayoría de los argentinos, él incluido. La profunda relación con José durante más de diez años, la cercanía con la comunidad nipona y las revistas extranjeras fueron para él una ventana a un Japón diferente. Pudo conocer “otra cosa distinta que esos guerreros que pasaban uno tras otro para matar o para que los maten. Era un país que producía, crecía.” En una época en la que Argentina y Japón no tenían tanto intercambio comercial, José –quien tenía vínculos con algunas empresas japonesas– hizo distintas ofertas al gobierno tucumano, buscando ser un nexo entre ambos países. Traducía las propuestas que le llegaban a un japoñol de difícil comprensión, que mi papá retraducía a un perfecto tucumano.

Desde la importación de los cierres YKK hasta la modernización de la maquinaria de los ingenios azucareros tucumanos, ninguna de las iniciativas de José prosperó, a pesar de su empeño y laboriosidad. Eran parte de sus esfuerzos por juntar dinero suficiente para viajar, ya que anhelaba volver a ver a la familia que había quedado en su isla natal. Mantenía contacto estrecho con su madre y sus numerosos hermanos, se mandaban cartas, él les enviaba plantas. Visitar Japón era su sueño, me cuenta mi papá. Hablaban de eso con frecuencia y trataban de hacerlo realidad. A fines de los 80, José les vendió parte del terreno de la casa familiar a la nieta favorita y a su marido. Con ese dinero y una ayuda de la Sociedad Japonesa parecía que por fin lograría viajar, pero se enfermó y nunca pudo concretarlo.

Mi mamá sentencia: “él vivía entre Argentina y Japón”. Y si él habitaba un espacio intermedio, ella vivía en uno híbrido. En 1965, mi abuela presentó como trabajo final de sus estudios de corte y confección dos kimonos, realizados en una tela plástica muy novedosa. Los modelaron las mellizas, maquilladas y peinadas como geishas en miniatura, con todos los detalles en su lugar y reverencias incluidas. Los patrones para elaborar los atuendos surgieron de las páginas de las revistas que llegaban de Japón, por supuesto. Modelos de esas mismas publicaciones inspiraron prendas que mi bisabuela tejió para su nieta, incluido su vestido de novia. Diseñaron el atuendo juntas y mi mamá eligió el punto de encaje que más le gustaba de una revista nipona.

Las mellizas desfilando en la Sociedad Sirio-Libanesa de Tucumán. 19/9/1965.

Las mellizas desfilando en la Sociedad Sirio-Libanesa de Tucumán. 19/9/1965.

Tenemos una reinterpretación de una vestimenta tradicional japonesa hecha por una argentina, confeccionada en tela ultramoderna y presentada en los cuerpos de dos tucumanitas; a la par del típico vestido de bodas occidental, enriquecido con un punto japonés e ideado en conjunto por dos generaciones de argentinas. En ambas prendas hay una mezcla de tiempos y territorios, cuyo maravilloso resultado es mucho más que la suma de sus partes. Creo que estas composiciones son expresiones de una nikkeidad que se vivía en esa familia, una interculturalidad parecida a muchas otras dentro de la colectividad argentino-japonesa, difícilmente reductible a meras cuestiones biológicas o de sangre.

Es 2019 y estoy cenando ramen con mi viejo, en una mesa compartida con comensales desconocides. Entablamos charla con una joven nikkei, quien menciona el festejo por el Día Internacional del Nikkei, próximo a realizarse. Le digo que seguramente nos veamos ahí, ya que a veces hago de emisaria de la Asociación Nikkei de Tucumán en los eventos a los que su presidenta no puede asistir por la distancia. Ella se ríe y comenta mordaz cuánto va a resaltar “una blanquita” en la celebración. El temor de ser descubierta por farsante, igual al que había sentido en ese otro restaurante un año antes, se ha hecho realidad.

Ese encuentro me deja un mundo de sensaciones. Comprendo que la experiencia de mi mamá no es igual a la de quienes sí tienen determinados rasgos, porque el racismo condena a simple vista. En ese sentido, ella no transitó una nikkeidad conflictiva. Es fácil sacarse el kimono y volver a ser “una tucumana más”. Entiendo por qué la chica del ramen dijo lo que dijo, sé que no soy una persona racializada y que mi blanquedad me protege. Al mismo tiempo, me molesta pensar que alguien pudiera aplicar un medidor de japonesidad para validar o negar la identidad de mi vieja, como hice yo esa noche de la charla con el mozo.

En la nota de La Nación, “Argentinos en Japón. Por qué es tan difícil ser nikkei en la tierra de sus abuelos”, el autor mide el nivel de sangre japonesa de una de sus entrevistadas, para definir si es nikkei completa, media o un cuarto. Esto después de afirmar que en Japón nadie podría imaginar que la familia de la joven es tucumana, aunque no sea “solo por los rasgos fisonómicos”. Sin embargo, inmediatamente opone su apariencia “japonesa” a la de su amiga, también nikkei, pero con rasgos de gaijin. Confuso mensaje. ¿Se trata o no de rasgos y apariencias? Queda la sensación de que no podemos despegarnos de la idea de que basta un vistazo para conocer la identidad de una persona. Que está en el cuerpo de una manera evidente para cualquiera que pueda ver. Es un atajo que esquiva la complejidad humana, para descubrirla hace falta más que un vistazo superficial, quizás se parezca más a leer un libro que a ver una foto.

Empecé este texto describiendo algunos atributos físicos visibles de mi mamá, para contraponerlos a otros que no especifico, pero que adscribo a la japonesidad. Mi apuesta es que quien los lea imagine unos rasgos faciales particulares. Es una trampa, asentada en años de estereotipos, ideas preconcebidas y hasta una corriente de pensamiento. ¿Cómo se supone que se ve una persona nikkei? No como nosotras, fue mi reacción instantánea en el restaurante. Lo absurdo es que, varios meses antes de esta cena, ya había leído el superclásico de Yoshio Sugimoto: Una introducción a la sociedad japonesa. Me habían impactado en particular los capítulos que desmitifican la idea de una “única raza japonesa”, noción propia no sólo de extranjerxs ignorantes como yo, sino de todo un género de textos denominado nihonjinron, que afirma la singularidad y homogeneidad de “lo japonés”, desde la biología hasta la psicología, pasando por el idioma y las estructuras sociales. De forma velada o no, esta “esencia japonesa” excluye a Okinawa y su gente y a la población originaria Ainu, y estas teorías de la japonesidad se han usado con fines racistas, nacionalistas e imperialistas.

A pesar de que en cuanto leí acerca del tema sentí que había abierto los ojos a una realidad mucho más verosímil que el mito de la uniformidad de la identidad japonesa en todos sus aspectos, me tomó mucho tiempo desterrar el nihonjinron de mi cabeza. Requirió entender lo racista de mis prejuicios, que no sólo niegan la experiencia intercultural de mi vieja, sino que, lo que es peor, implican que todas las personas de ascendencia japonesa se ven más o menos parecidas. Pero los seres humanos somos infinitamente variados, y la cara o la sangre no son indicadores automáticos de casi nada. La identidad de una persona no es esencial ni es estática, se está construyendo de manera constante, nutriéndose y mutando en tanto entra en contacto con otras identidades individuales y colectivas.

El encuentro entre diferentes culturas no está exento de conflictos, las relaciones de poder son siempre desiguales, en especial en un territorio donde una es dominante. Pero sus frutos son exuberantes, y tiene el potencial de dar aún más si abrimos el juego en lugar de cerrarlo. Bonna y José nunca tuvieron hijes propies, descendientes como tales, pero acogieron a mi mamá como su “hijita” y ella les eligió como figuras materna y paterna. El lado japonés aportó variedad cultural en forma de hábitos, valores, espacios de sociabilidad, alimentos y palabras, que todavía la acompañan. Mi mamá no sólo fue bien recibida en la comunidad nipona local, sino que formó y forma parte de ella. Mi vieja también es nikkei.

Mi mamá y mi papá el día de su casamiento junto a José, en la casa de mis abueles paternes. 21/6/1984.

Mi mamá y mi papá el día de su casamiento junto a José, en la casa de mis abueles paternes. 21/6/1984.

* Licenciada en Ciencias de la Comunicación (FFyL/UNT). Diplomada en Comunicación, Género y Derechos Humanos (Asociación Civil Comunicación para la Igualdad junto a CIM/OEA). Diplomada en Estudios Nikkei (Asociación Estudios Nikkei / Niquey). Integrante de la Red Iberoamericana de Investigadores en Anime y Manga. Becaria del Ministerio de Educación de Japón (MEXT) para investigación de posgrado en la Universidad de Nagoya.

Glosario (N. d. E)

Issei: «Primera generación», se utiliza para referirse al inmigrante japonés.

Nihongo: Idioma japonés.

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Qué es ser unx escritorx nikkei y otros juegos de la identidad

Por: Virginia Higa[i]

Imagen: “Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

 

En esta nueva entrega del dossier Estudios Inter-Culturales Nikkei / Niquey: Nuevas perspectivas entre Japón y América Latina, coordinado por lxs doctorxs Paula Hoyos Hattori y Pablo Gavirati, la escritora Virginia Higa nos ofrece un ensayo en el que explora la construcción de la identidad a partir de tres escenarios: un juego, un regalo y un encuentro de escritorxs. Así, la categoría “escritorx nikkei” se dibuja despacio como una oportunidad, una mirada, una de tantas formas de cruzar la frontera.


I: Cruzo la frontera

Mi juego favorito es un juego verbal, se llama Cruzo la frontera. Siempre es más divertido jugar de a muchos, pero creo que también sirve para entretenerse en soledad. El juego funciona así: hay una frontera y hay un guardián, que va enumerando elementos de una categoría oculta. Los otros participantes deben descubrirla, pensar nuevos ejemplos y tratar de “cruzar la frontera” con ellos. Es un juego un poco kafkiano, wilkinsoniano, definitivamente un buen juego para escritores. Acá, A es el guardián que proporciona el primer elemento, y el resto, jugadores que quieren cruzar:

A: Cruzo la frontera con un oso panda.

B: ¿Cruzo la frontera con un oso pardo?

A: No.

C: ¿Cruzo la frontera con una cebra?

A: Sí.

D: ¿Cruzo la frontera con un dado?

A: Sí.

E: ¿Cruzo la frontera con una película de Chaplin?

A: ¡Sí!

 

Y así. El juego puede ser tan simple o tan complicado como los jugadores quieran. He participado en rondas extremadamente difíciles, metafísicas, metalingüísticas, y también en otras muy breves y poco inspiradas. Lo que más me gusta de este juego es que funciona de abajo hacia arriba: para llegar al concepto abstracto de la categoría oculta (“cosas blancas y negras”), hay que pasar primero por múltiples ejemplos concretos. Y antes del momento epifánico en que la categoría se manifiesta, el conjunto de elementos que cruzan la frontera parece una pila de chatarra amontonada al azar. Hay una instancia extra de diversión que tiene lugar cuando algunos jugadores adivinaron la categoría y otros no. Los primeros siguen dando ejemplos que cruzan la frontera mientras los segundos observan perplejos lo que consideran una miscelánea sin sentido.

Por mi parte, cuando converso con otros, siempre necesito ejemplos para sentir que entiendo realmente de qué se está hablando, no me alcanza con nociones abstractas y definiciones. Mucho tiempo pensé que eso era una deficiencia, pero ahora me gusta pensar que la necesidad de ejemplos para entender el mundo está relacionada con un temperamento literario. La literatura es el terreno de lo particular, lo opuesto del pensamiento estadístico. Es lógico que Platón haya querido sacar de su república a “los poetas y sus auxiliares”: eran enemigos de la data science. Pensaban con ejemplos y no con definiciones. Con escenas y no con ideas. Con anécdotas, y no con datos. El movimiento mental de la abstracción es muy necesario para la vida pero el arte debe hacer un esfuerzo consciente por suprimirlo un rato (un ejemplo ilustrado: en un extremo del continuum del pensamiento —y la utilidad—, un emoji; en el otro, un cuadro de Lucien Freud). La observación de lo singular florece cuanto más se aleja el arte del ideal.

El lingüista George Lakoff lo explica mucho mejor en Women, Fire and Dangerous Things: entender cómo categorizamos es entender cómo pensamos.

La visión tradicional y objetivista de las categorías es filosófica y surge de dos mil años de disquisiciones acerca de la razón. En la teoría clásica, las categorías se definen a partir de las propiedades comunes de sus miembros y designan clases de cosas o seres del mundo real o de algún mundo posible. Pero el pensamiento humano es imaginativo de un modo menos obvio: cada vez que categorizamos algo de una manera que no refleja la naturaleza estamos haciendo uso de nuestra capacidad innata de imaginar y crear, estamos expresando una facultad inherente de nuestra especie.

Me propongo un ejercicio para la vida que también va a servir para la escritura: pensar categorías y ejemplos cada vez más ingeniosos para Cruzo la frontera.

“Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

“Ryūkō eigo zukushi” (“Colección de palabras inglesas de moda”), grabado sobre madera, Kamekichi Tsunajima, 1887.

II: El genotipo y el arquetipo

Hace dos años me regalaron para Navidad uno de esos kits de ADN que salieron al mercado en la última década y que a partir de un testeo genético pueden revelar de qué partes del mundo venían tus ancestros. Después de reconciliarme con la idea de entregar mi genoma a una empresa (Google ya tiene todos nuestros datos biométricos, por cierto), abrí la cajita de cartón y leí las instrucciones. Los pasos a seguir eran escupir en un tubo de plástico, mandar la muestra por correo y esperar. Un mes más tarde me llegaron los resultados a la casilla de mail.

El mapa genético es una página personalizada con un diseño súper amigable que incluye informes, trivias y un mapamundi coloreado con mucho detalle según el lugar de origen de tus antepasados. Además, la plataforma cuenta con una red social para contactar con parientes encontrados a lo largo y ancho del mundo.  Comparando el ADN de cada usuario con enormes bases de datos de referencia, estas compañías logran señalar con sorprendente precisión el lugar de origen de tus ancestros hasta ocho generaciones atrás. Ese día descubrí, entre otras cosas, que tengo un antepasado originario de Gambia o Senegal; que un tatarabuelo o abuela, nacido entre 1710 y 1830, era 100% nativo de Brasil (guaraní, kayapó… ¿quién sabe? no hay suficientes datos de esos pueblos en los archivos de la compañía) y que mis ancestros japoneses no eran solo okinawenses sino que al parecer podrían venir también de las prefecturas de Kagoshima y Shimane, en las islas de Kyushu y Honshu.

¿Eso significa que soy afrodescendiente? Me pregunté. ¿Tengo raíces en los habitantes originarios de las Américas? ¿Mi linaje japonés no se remonta solo al antiguo reino híbrido de Ryukyu, como pensó siempre mi familia? La respuesta es sí a todo.

Los resultados del test de ADN me tuvieron entusiasmada y reflexiva durante mucho tiempo. Imaginé el argumento de una novela en la que una persona recibe sus resultados, y, como yo, encuentra que tiene un antepasado africano o nativo americano. Empieza a obsesionarse con su linaje, hace averiguaciones en la familia, se pone a estudiar historia y etnografía. Cree ver rastros de pelo moteado en sus rulos o descubre mirándose al espejo que tiene rasgos aymara. Se empieza a vestir con la ropa que considera que le corresponde por herencia o se emociona con el gospel como nunca antes. Se vuelve, en fin, una caricatura. No hay nada de malo en identificarse con un pasado, pero la relación entre herencia cultural y herencia genética es una zona gris y resbaladiza en la que hay que pisar con cuidado, o corremos el riesgo de caer en posiciones reduccionistas y en esencialismos peligrosos. Porque ¿hay algo más inmanente que el propio, inmutable, ADN? El argumento de la novela quedó abandonado hasta que encuentre una manera más amable e inteligente de mostrar la relación de una persona con la historia que cuentan sus genes.

A simple vista parecen productos de cosmovisiones opuestas, pero el mapa genético tiene un aspecto en común con otra radiografía, tal vez más polémica, de la identidad: la carta astral. Las dos sacan a la luz una narrativa del pasado que nos sitúa en un punto preciso y bien codificado de la línea de tiempo, de la heterogeneidad infinita. Las dos toman datos del mundo que en sí mismos no significan nada y los convierten en un relato, y a nosotros en piezas móviles de un juego inmemorial. Las dos trazan líneas posibles que predicen, a su manera, el futuro: qué color de ojos tendremos, qué enfermedades; o bien qué relación con nuestra madre, qué atributos de la personalidad, pero ninguna de los dos lo determina en modo alguno. El medio ambiente, es decir, la vida, hace con esos mapas lo mismo que con todo lo demás: los excede y los arrasa. Llegué a la conclusión de que hay dos maneras de tomarse los resultados de un test de ADN (o de una carta astral), una es la obsesión y la búsqueda de la esencia. La otra es el juego y el estallido de las categorías. Desde ya, me quedo con la segunda. Porque del laberinto sin salida de los genes o de la posición de las estrellas, se sale haciendo trampa, es decir, por arriba. La identidad como juego, la única actitud sensata que se puede tener en el mundo de las taxonomías.

III: Qué es ser unx escritorx nikkei

Llego ahora a lo que me convoca. El año pasado me invitaron a participar de una mesa de escritores nikkei latinoamericanos en la Asociación Japonesa en Argentina. Las otras invitadas de nuestro país eran Anna Kazumi Stahl, Alejandra Kamiya y Agustina Rabaini. ¿Qué teníamos todas en común? Al parecer éramos escritoras nikkei. ¿Qué significaba eso? Ninguna de nosotras lo sabía con certeza, pero habíamos aceptado la invitación con gusto. Los organizadores de la mesa consideraban que “cruzábamos la frontera” de ese juego, y eso era suficiente. Lo cierto es que todas teníamos en nuestra historia personal una relación más o menos cercana con Japón, aunque eso no se traducía necesariamente en una obra de temática japonesa. Nuestras propuestas estéticas eran también muy diversas.

Lo nikkei es una categoría viva y por lo tanto mutable. Ese día, nosotras éramos ejemplos de lo que es ser unx escritorx nikkei, y juntas, en nuestra heterogeneidad, ayudábamos a definir y construir ese grupo desde abajo. Como todas las categorías que son nuevas en el mundo, lo nikkei reúne un grupo de elementos que antes eran disímiles (como un dado y una película de Chaplin), y les da una identidad y una cohesión. Quizás lo más interesante de lo nikkei (y más todavía, de la idea de unx “escritorx nikkei”) es que es una categoría en construcción, una categoría de la imaginación y no una etiqueta que se pone desde arriba para clasificar elementos con ciertos rasgos comunes.

¿Qué es, entonces, ser unx escritorx nikkei? ¿Es también ser una persona nikkei?     ¿Qué relación hay entre ser persona y ser escritorx? Son preguntas demasiado amplias para este texto. Pero hay dos puntos que creo que son esenciales:

En primer lugar, creo que unx escritorx nikkei no necesariamente escribe dentro de un universo de temas ligados con Japón, sino que ejercita sobre todo una manera de mirar. La mirada nikkei es una mirada corrida, que puede pararse y observar desde un lugar distante lo que ocurre entre dos culturas en contacto (me doy acá la licencia de considerar nikkei al Inca Garcilaso de la Vega, primer escritor mestizo de América, entrañable amigo de los híbridos del mundo). Para la mirada nikkei, todo lo que tiene que ver con Japón es a la vez familiar y extraño. Esa naturaleza doble puede no ser igual de útil en todos los aspectos de la vida, pero es sumamente productiva para escribir. Hace dos años publiqué una novela que cuenta la historia de una familia de inmigrantes italianos, basada de manera libre en la historia de mi propia familia materna. No hay nada de temática japonesa en ella, pero creo que está atravesada por la mirada nikkei, que fue condición de posibilidad para su escritura. En la novela trabajé con el léxico y las palabras que se usaban en la familia y que de algún modo también creaban categorías nuevas. Los que antes eran elementos a la deriva, de pronto, en virtud de una palabra, encuentran un lugar en el mundo. Me gusta pensar que son palabras que no tienen sinónimos (aunque si uno ama el lenguaje debería descreer de los sinónimos en general) y pertenecen a la misma clase que lo nikkei: en su indeterminación radica su fertilidad y su poder creativo.

En segundo lugar, unx escritorx nikkei sí que tiene una relación con Japón: es una relación de amor no correspondido. Y como todas las relaciones de amor no correspondido, es poética, inmensa, intensa y un poco patética. El escritor nikkei amará a Japón con locura, pero Japón nunca lo amará. El escritor nikkei cree que su amor por Japón lo dignifica, y con esa premisa trabaja y produce y, si tiene suerte, crea algo de belleza. A Japón ese amor le es del todo indiferente.

Una forma de mirar y un amor imposible. Eso es para mí ser unx escritorx nikkei. Pero últimamente siento el deber de buscar la esencia de las cosas en algo que no se pueda definir con palabras, y sin embargo sé que lo único que tenemos son las palabras. Ojalá aparezcan muchxs más escritorxs nikkei y muchas más categorías como lo nikkei, y que las personas puedan entrar y salir de ellas sin problema, cruzando la frontera a veces sí y a veces no, según la partida que elijan jugar.

[i] Virginia Higa es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. En 2018 publicó su primera novela, Los sorrentinos (ed. Sigilo), que se tradujo al italiano, al sueco y próximamente al francés. En la actualidad vive en Estocolmo, donde trabaja como profesora de español y traductora literaria.

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Palabras precisas. Sobre el proyecto Reunión, de Dani Zelko

 

Por: Mario Cámara

En este texto sobre el proyecto Reunión de Dani Zelko que integra el dossier “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine”, Mario Cámara nos ofrece un análisis preciso sobre el funcionamiento de esta obra compleja que comprende un procedimiento de escucha, transcripción a mano, conversión a poesía, impresión y distribución barrial y su posterior lectura pública. De esta manera, se va construyendo una voz plural, un relato coral que es siempre una experiencia colectiva fruto de encuentros fortuitos en diferentes lugares del mundo. Las voces que componen los poemas adquieren un carácter performativo: están entre dos personas y no entre dos hojas. Zelko se convierte entonces en un escriba de voces silenciadas, en un flanneur coleccionista de relatos a los que ingresa con su cuerpo para encontrarse con la palabra y el cuerpo del otrx. Zelko se transforma, en definitiva, en un recopilador de historias marginadas que culminan en una ceremonia única y aurática. Quizás esta forma de escribir pueda disolver un rato los límites del propio cuerpo y suspendernos en un cuerpo compartido.


Nesse final de semana fui ‘expulso’ de um grupo de whatsapp – ex-colegas de colégio, maioria absoluta de bolsonaristas. Enquanto durou foi bastante rica a experiência de receber memes bizarros e perceber como a extrema-direita ganhou campo no coração de gente ‘comum’ no Brasil.

João Paulo Cuenca

¿Cómo hacer escuchar la voz del otre?, ¿cómo recuperar la singularidad de una vida?, ¿cómo transponer su entonación, su gramática, su presencia?, estas preguntas han sido, y lo son todavía, recurrentes para la literatura y el arte durante buena parte del siglo XX y lo que va del nuestro. Su formulación, sin embargo, a menudo ha contenido una serie de interrogantes insidiosos: ¿es posible hacer escuchar esas voces?, ¿en qué sitio se coloca el artista en esa operación?, ¿cuál es el riesgo de manipulación, de uso o de paternalismo de ese otro? El presente, con la expansión de los medios masivos de comunicación y su conversión en gigantes corporaciones con un fin exclusivamente económico, con la concentración de las editoriales en unas pocas firmas globales, con la creciente manipulación de las redes sociales, las fake news y la algoritmización de contenidos e informaciones le otorgan a los interrogantes iniciales un nuevo dramatismo. Pues se tiene la impresión, cada vez más certera, de que las voces de esas otras y esos otros, subalternas y subalternos, siguen dos caminos, o van desapareciendo de la esfera pública, o son editados por discursos autoritarios y formateados por pedagogías de la crueldad.[1]

En el marco de este diagnóstico me interesa abordar la producción de un joven artista argentino, Dani Zelko, cuyo proyecto Reunión[2] apunta a la captura de intensidades que se marcan en gramáticas, gestos y presencias, a través de la invención de procedimientos de reenmarque, cuyo resultado es el desmonte, la puesta en cuestión y la recuperación de existencias precarizadas, perseguidas, olvidadas o, simplemente, de una manera u otra, invisibles. Bajo ese título, Reunión, Zelko ha producido un total de siete libros, con dos zonas muy claramente delimitadas. La primera está compuesta por dos libros, denominados Primera y Segunda Temporada, que compilan, cada uno, un total de nueve escritos-testimonios recogidos en Argentina, México, Cuba, Guatemala, Bolivia y Paraguay. Aquí encontraremos una cartografía afectiva que mapea la voz de vidas apenas audibles, situadas en barrios populares de grandes ciudades o pequeños pueblos de Latinoamérica, recogidas a partir de una serie de desplazamientos aleatorios. El azar de los encuentros y la pregunta implícita por el “quién eres” articulan la totalidad de lo que voy a designar con el nombre de “poemas-testimonios”. La segunda zona, también compuesta por poemas-testimonios, que continua hasta el presente y lleva como subtítulo ediciones urgentes, contiene los restantes, hasta el momento, cinco libros. El proyecto aquí adquiere una politicidad más específicamente direccionada, basada en la inmediatez de los acontecimientos y la necesidad de la contrainformación. En las ediciones urgentes la palabra escuchada ya no es resultado del detournement, ya no son sujetos cualesquiera quienes hablan, sino protagonistas perseguidos, marginados, silenciados, dañados, familiares, amigos o compañeros de comunidad de personas asesinadas por fuerzas de seguridad estatales o víctimas de catástrofes naturales. Entre una y otra zona existen diferencias y continuidades sobre las cuales me quiero detener en las páginas que siguen. Tanto en las Temporadas como en Ediciones Urgentes Zelko pone en práctica un procedimiento que compromete la escucha, la transcripción a mano, la conversión a poesía de lo que escucha, la impresión, la organización de una lectura pública y la producción de un libro que distribuye y archiva en su sitio web. Sobre todos estos aspectos también reflexionaré en las próximas páginas.

Poéticas del caminar

 En la Temporada 1 y en la Temporada 2 encontramos la siguiente descripción, en primera persona e impresa en la tapa de cada uno de los libros:

Caminando sin rumbo, conozco a estas personas. Las invito a escribir unos poemas. Compartimos un rato, a veces varios días, y me dictan y les hago de escriba. Una vez escritos los poemas, se imprimen en libros. El escritor lee su libro en una reunión en el lugar donde vive y regala los libros a sus vecinos. Cada escritor cuenta con un portavoz, elegido por afinidad, que es el responsable de leer en voz alta sus poemas cuando se completa una temporada de Reunión. Al principio, en un encuentro, la palabra hablada se transforma en palabra escrita. Al final, los poemas hacen posible un encuentro que se vuelve palabra oral. Los poemas contentos: están entre dos personas y no entre dos hojas.

El texto describe las diferentes etapas que Zelko atraviesa hasta obtener los poemas-testimonios que nosotros finalmente leemos: caminar, escuchar, escribir, imprimir. En su brevedad, el texto logra convocar un sinfín de evocaciones que conectan prácticas y tradiciones. ¿Por dónde camina Zelko y qué significa el caminar? El itinerario que se construye a medida que leemos los poemas-testimonios delinea un mapa continental y marginal. Desde Lacanjá-Chansayab, un pequeño poblado en la selva de Lacandona en Chiapas, México, hasta Villa Dominguez, en Entre Ríos, desde Tzununá, Guatemala, hasta Asunción, en Paraguay, pasando por la villa Charrúa, en Buenos Aires, las temporadas recogen sus historias y se ubican, de este modo, lejos de la postal turística pero también, como intentaré mostrar, lejos de una estética de la pobreza o del exotismo autóctono.[3]

Hay dos aspectos importantes que este primer punto, el del viaje, evoca. En primer lugar el del viaje latinoamericano, encarnado tempranamente por Ernesto Che Guevara y plasmado en sus Diarios de motocicleta. Guevara consigna allí su travesía de 1951 a bordo de una motocicleta, que lo llevará desde Argentina hasta Caracas, Venezuela. Un viaje que, como ha reparado Ricardo Piglia, lo conecta con los jóvenes de beat generation, y a través del cual descubre nuevos territorios a partir de la experiencia personal.[4] No se trata, por supuesto, de establecer una fácil analogía entre Che Guevara y Dani Zelko, pero sí consignar que aquel viaje abre un horizonte para que decenas de jóvenes, en moto, automóviles, ómnibus, se propongan recorrer el continente como un rito iniciático de conocimiento social, autoconocimiento, de lecturas y escrituras. A pesar de que Reunión no sea un diario de viaje, Zelko se ocupa de plasmar escenas, en cada una de las Temporadas, que lo tienen como protagonista y funcionan como estampas de llegadas y partidas de los sitios recorridos, o como corolario del momento en que entra en contacto con las personas con las que conversará. En su encuentro con Akim por ejemplo, que abre la primera temporada, cuenta lo siguiente:

Estaba en El Remate, un pueblo a orillas del Lago Petén, en Guatemala. Partí con mi mochila a las cinco de la mañana rumbo a Frontera Corozal, en la Selva Lacandona, para llegar a México. Tomé un minibús que me llevó a Flores y de ahí, otro a la frontera. Era una combi para 20 pasajeros y éramos 50. Pedí bajarme y el conductor me dijo que éste era el más vacío que iba a encontrar, que los próximos iban a ser peores. A mí me tocaba estar parado, con la mochila entre las piernas y con la cabeza gacha porque el techo era muy bajo. El viaje duraba 6 horas.[5]

La figura de autor/artista que se elabora en este escrito, provisto de una mochila, desplazándose en transportes precarios, habiendo salido a la aventura del viaje, lo conecta con la tradición que acabamos de mencionar. Pero en tren de evocar, Zelko nos ofrece otra inscripción que se abre a otra serie de referencias igualmente importantes. En su encuentro con Rigo, un hombre de 44 años que vive en Tzununá, Guatemala, escribe lo siguiente:

Encontrarse con un desconocido es una forma de reingresar al mundo. Un encuentro inesperado siempre incluye una sorpresa, una conquista, una renuncia. Una pausa de lo que estabas por hacer, una salida del plan, un corte en la lógica del mundo. Cuando un encuentro sucede, te corrés de lugar. El encuentro es otro lugar. El encuentro es algo que sucede y a la vez es una construcción, una ficción, una coproducción

El encuentro empieza antes de hablar. De alguna forma misteriosa. Creo que tiene que ver con la percepción de una actitud. Una percepción que viene antes de las palabras.[6]

La imagen del encuentro inesperado resulta central para la poética de estas primeras producciones. ¿Cómo encuentra a quiénes encuentra?, podría ser la pregunta. Se trata de un encuentro dictado por el azar que compromete el caminar. En los pueblos y ciudades que visita, Zelko camina, se pierde o espera el momento preciso en que el azar lo conecte con la persona indicada. Si en la perspectiva del viaje latinoamericano podemos rastrear el horizonte abierto por Che Guevara, la premisa de la deambulación constituye el procedimiento que evitará los lugares recurrentes.[7] Lo social se articula con lo inesperado. La deriva inscribe su trabajo en una dilatada tradición, que convoca la historia del arte y define el proyecto de Zelko dentro de ese territorio. En esa línea podemos citar desde el object trouvé del surrealismo, que descubre lo insólito en medio de la urbe, al ready-made duchampiano, que singulariza y transfigura un objeto cotidiano elegido desde el desinterés[8], pasando por el detournement situacionista, referente central en este proyecto. Pues tal como afirma Guy Debord:

Entre los diversos procedimientos situacionistas, la deriva se presenta como una técnica de tránsito fugaz por ambientes varios. El concepto de deriva está indisolublemente ligado al reconocimiento de que hay efectos de naturaleza psicogeográfica así como a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo, por lo que se ubica en oposición absoluta respecto de las nociones tradicionales de viaje y paseo.[9]

La heterogénea serie propuesta encuentra su punto de convergencia en la disposición a salirse de un régimen visual tipificado y construir una mirada singularizadora y una apertura subjetiva para una experiencia de lo imprevisto. La deriva en Zelko, sin embargo, no apunta ni a los objetos ni a las geografías en lo que estas puedan tener de iluminador, sino a los sujetos. Algunos antecedentes, argentinos, y en cierta medida polémicos, pueden acudir ahora en nuestra ayuda. Los Vivo-dito de Alberto Greco, que convertían a una persona, muchas veces escogida al azar, en una obra de arte, o, como afirma Rafael Cippolini, en fetiches instantáneos, incluso trofeos[10]; o La familia obrera de Oscar Bony, que sube a una familia a una tarima para exponerla en Experiencias 68 y le vale la crítica de los sectores más conservadores del periodismo cultural y de los artistas enrolados en la izquierda[11]; o aun el Je rigole des pauvrés, de Carlos Ginzburg, otro viajero, como Zelko, como Greco, que lo muestra sonriente en medio de una población hindú en condición miserable. Intervenciones, todas ellas, éticamente controversiales. El encuentro con el otro en Zelko se distancia de cualquier sadismo social explicitado, como diría Oscar Masotta en relación a su happening Para inducir el espíritu de la imagen. Con los sujetos encontrados al azar, en Reunión se apunta a la construcción de una relación y una escucha.

Finalmente, ¿a quiénes se escucha y qué se escucha en estas primeras temporadas? Hay un testimonio-poema que constituye una escena fundacional, y que puede extenderse a la casi totalidad de los testimonios-poemas, incluidos los de Ediciones Urgentes. Se trata del sexto poema-testimonio de la Primera Temporada que pertenece a Edson, un niño de diez años que vive en un barrio popular de Buenos Aires. Zelko narra la escena del encuentro de este modo:

La primera vez que vi a Edson fue una mañana del 2015. Yo estaba en el comedor Mate Cosido, un espacio comunitario en la manzana uno del barrio Papa Francisco, donde dábamos talleres de arte para niños con unos amigos. Edson llegó agarrado de la mano de su madre, que con cara de preocupada, me apartó unos segundos del grupo y me dijo: “necesito por favor le enseñe a Edson a escribir. No sabe ni imprenta ni cursiva y si sigue así va a repetir”. Le dije a la madre que iba a hacer lo posible y me senté con Edson en un banco de madera pintado de rojo que hay en el patio del comedor. El patio es un edén en medio del barrio. Un espacio al aire libre con un árbol que da sombra y muchos murales de colores. Edson tenía una sonrisa pícara y ojos tímidos. Hablamos un poco de la escuela, de los compañeros, mientras yo pensaba cómo enseñarle a escribir a un niño de nueve años. Imaginaba que habrían probado un montón de métodos que no habían funcionado. Edson sacó la carpeta de su mochila y empezó a hacer su tarea. Escribía perfecto. Escribía con seguridad y su letra era clara. Me asomé a ver qué estaba escribiendo, a ver que estaba escribiendo: “¡Pero escribís perfecto!”, le dije. “Yo no sé escribir”, me dijo. “¡Pero si estás escribiendo perfecto!”, repetí. “¿Esto es escribir?”, me preguntó. “¡Esto es escribir!”.[12]

El no saber que se sabe, o el no saber exactamente la potencia discursiva de lo que intuye, piensa o balbuce, parece ser una condición central de numerosos testimoniantes en las Temporadas. El trabajo de Zelko, en este sentido, más que transformar lo que dicen, cortarlo o editarlo, consiste en proporcionar la escucha adecuada para que ese otro perciba que efectivamente está hablando. Es aquí donde las temporadas adquieren su primera condición política, que surge no tanto de lo que dicen los poemas-testimonios, sino del tener lugar de esa palabra.[13] Por ello, en las Temporadas y también en las Ediciones Urgentes, Zelko no es ni un productor de fetiches, ni un propiciador de infiernos artificiales (Bishop, 2012), ni siquiera un portavoz, sino intercesor[14] a través del cual escuchamos esa palabra que, percibida por quien ahora la profiere, sale del puro ruido para convertirse en discurso articulado.

Los 18 poemas-testimonios distribuidos en las dos Temporadas nos ofrecen historias de niños y adultos, que se articulan, como anticipé, en torno a la pregunta “quién eres”.[15] Una pregunta que, cabe aclarar, Zelko nunca realiza pero que parece estar implícita en la invitación realizada a los distintos participantes a “escribir un libro juntxs”, la frase-proposición con la Zelko da inició al procedimiento Reunión. La pregunta no dicha “¿quién eres?” es lo suficientemente amplia como para que en cada poema-testimonio los testimoniantes se sientan en disposición de narrar lo que más desean. No hay ni pregunta inicial ni contrapreguntas. Como si el dispositivo, artesanal hasta ese momento, compuesto por el propio Zelko a partir de unas hojas sueltas y una lapicera, construyera el espacio apropiado para la expresión de la palabra de esos otros. Sabemos desde Louis Althusser que la ideología también nos interpela y nos construye[16] y que la gubernamentalidad contemporánea nos somete a un constante escrutinio que tiene en la pregunta por el “quién eres” un sitio fundamental. Pero si la pregunta por el quién eres de los dispositivos del poder funciona como modo de reproducción e investimento de una subjetividad atrapada en esa malla de poder, que debe ser constantemente afirmada en su ser igual a sí misma, en las escenas de Reunión se opera una performance desplazada o una contraperformance en la que la palabra de ese otre parece poder operar un desvío. Desde el no saber al saber, desde el intuir al hablar, desde el pensar a afirmar, entre otros múltiples desplazamientos discursivos. Se abre, entonces, un territorio íntimo en el que la subjetividad anuda deseo, imaginación y experiencia. Quizá por ello, especialmente en la Primera Temporada, la voz de los niños tiene tanto protagonismo. Son cinco niños, sobre un total de nueve testimoniantes, que se dejan llevar por la aventura del hablar y le imprimen un tono especialmente onírico, tal como se puede ver en el siguiente fragmento de Akim:

Una vez soñé

que estaba molestando a un niño

pero yo no quería molestarlo

él me tiró una piedra y yo le dije

no me tires, no quiero pegarte

él estaba fumando su marihuana

se llamaba hippie

y le pegué y él lloró

y me sentí muy mal

yo no quería pegarle

y ahí él corrió

y yo me tiré en un cerro

pero el más grande del mundo

y caigo

y sigo cayendo

hasta que un avión

me agarró con un lazo

no tenía dónde ir

sentí que me iba a morir

y ahí aparecí en mi casa

y mi padre se enojó.

No te vuelvas a aventar, me dijo

no tenemos dinero para curarte.

 

Estrategias contrainformativas

En la siguiente etapa del proyecto, la Ediciones urgentes, Zelko se focaliza sobre temas específicos: la criminalización de la migración, la violencia patriarcal, la racialización, la persecución de la disidencia sexual, entre otras. Se trata de poner en escena la voz, y en consecuencia el contrarrelato, de poblaciones en estado de vulnerabilidad, sujetos marginalizados, perseguidos, asesinados, por el orden securitario neoliberal. Así aparece el primer libro, Frontera Norte, resultado de una serie de encuentros realizados entre septiembre de 2017 y octubre de 2018, la mayoría con migrantes provenientes de Latinoamérica y Medio Oriente que al momento de ofrecer sus poemas-testimonio se hallaban viviendo en Estados Unidos o Canadá.[17] En esta ocasión, la tapa ya no reproduce las palabras de Zelko, recluidas ahora en la contratapa, en un movimiento que lo corre todavía más de la escena. En su lugar, leemos un texto coral, que extrae fragmentos de varios de los participantes del libro y compone una reflexión centrada en la migración y el deseo de una vida mejor.

“Los migrantes están siendo construidos como enemigos políticos”. “Los migrantes están siendo incorporados al discurso de la guerra”. “Lo nuevo no son las migraciones, lo nuevo es este régimen de fronteras, esta fantasía neoliberal de gobernar la movilidad humana”. “¿Por qué no podemos entender que la inmigración es la secuela del colonialismo y la esclavitud?”. “¡La migración es la disputa misma de a qué le llamamos frontera!”. “¡Las caravanas migrantes son un levantamiento, una rebelión!”. “¡Este acto que están haciendo los migrantes inventa un nuevo momento histórico y político!”. “Migrar es pura voluntad de vida”. “Todos los seres vivos se mueven a donde hay agua, sombra, comida”. “Migrar es inaugurar un nuevo relato para tu propia vida”.

El relato resultante se encuentra atravesado por dos tensiones que recorren la mayoría de los poemas-testimonio: la persecución, en este caso del migrante como objetivo necropolítico (Mbembe, 2011), y la fuerza subjetivadora que es capaz de contener la decisión de migrar. En efecto, los poemas-testimonios hilvanan voces perseguidas sin que estas queden reducidas a una pura pasividad o sean confirmadas en su daño. Narran su dolor, resultado de experiencias de persecución y desposesión, pero también los puntos de fuga que les han permitido sobreponerse.[18] No se trata, sin embargo, de individualidades emprendedoras (Foucault, 2012; Brown, 2016), sino de voces que dejan ver una amplia red de asistencias solidarias y contingentes, como lo demostrarán, por ejemplo, los poemas-testimonios de Leonila y su hija Norma, integrantes del grupo Las patronas, que ayudan a los migrantes que viajan a bordo del tren conocido como La Bestia.[19] Al igual que el texto de tapa, los trece poemas-testimonios irán constituyendo una voz plural que contiene las marcas de los otros, no porque se conozcan sino porque la migración, como se desprende de este relato coral, siempre es una experiencia colectiva.

Las nueve sillas en la frontera de Tijuana, donde se leerá uno de los testimonios de Frontera Norte.

Las nueve sillas en la frontera de Tijuana, donde se leerá uno de los testimonios de Frontera Norte.

Luego de Frontera Norte, el trabajo de Zelko prescinde de la deriva y se concentra en el procedimiento de la escucha, la producción, la divulgación y el archivamiento. Le siguen Terremoto. El presente está confuso, de septiembre de 2017, en el que se traslada al Distrito Federal cinco días después del sismo que sacudió aquella ciudad. Monta allí una mesa en diferentes calles de las colonias Buenos Aires, Roma Sur, Obrera y Tacubaya. La instalación de la mesa transforma su deambular en una espera situada. Zelko adopta aquí la tradición del escriba. Terremoto compila la voz de dieciséis testimoniantes, identificados apenas por su edad y una letra. Desfilan allí la experiencia del presente y las memorias del devastador terremoto de 1985. Miedos y pérdidas se suceden componiendo nuevamente un poema-testimonio plural que describe a una población vital, nuevamente hay niños entre los hablantes, y en perpetuo estado de vulnerabilidad. La lectura pública aquí, en lugar de articularse alrededor de la ronda y a cargo del testimoniante, como fue realizada en las reuniones previas y lo será en las posteriores, es efectuada por el propio Zelko. Lo que sucede en esas lecturas públicas lo describe así Amanda de la Garza, en un breve texto introductorio a los poemas-testimonios:

Las personas al escuchar sus poemas asentían: “Sí, eso pasó, así fue”, como si alguien más hubiera vivido eso o alguien más lo hubiera relatado. Como si la distancia de leerse en la voz de otro, de leerse en ese instante, pudiera dar cabida a ese relato y a lo vívido, en donde la memoria es por un momento congruente con el temblor del cuerpo, y paradójicamente un recuerdo.

Tal como un ventrílocuo, Zelko reproduce oralmente lo escuchado y tipeado. La oralidad primera atraviesa de este modo un veloz circuito. Emitida por el testimoniante, escuchada y convertida de inmediato en letra impresa y leída por Zelko, se convierte, como apunta el texto citado, en relato y narración capaz de estructurar una experiencia límite y confusa como la producida por el terremoto. Se trata de devolverle inteligibilidad a partir de la resonancia en la boca de otro para que pueda ser reconocida por el propio emisor.Foto accioìn terremoto

Casi un año después, en agosto de 2018, Zelko publica Juan Pablo por Ivonne[20], que recoge la voz y las palabras de la madre de Juan Pablo Kukoc, el joven asesinado por fuerzas policiales en el barrio de La Boca, en la ciudad de Buenos Aires. Aquel crimen consolidó la política de mano dura que ya venía ejecutando el gobierno de Mauricio Macri.[21] El caso Chocobar, así se llamaba el policía que mató a Juan Pablo, es un momento bisagra en la economía emocional del macrismo, cuando la estrategia de la seguridad se impone frente al desastre económico.

Entre junio y octubre de 2019, Zelko se desplaza al sur de Argentina y compone ¿Mapuche terrorista?, el contra-relato del enemigo interno, que recoge las palabras de la comunidad Lof Lafken Winkul Mapu. Allí se narra la recuperación de tierras ancestrales, el posterior desalojo por fuerzas de seguridad y asesinato del joven Rafael Nahuel.[22] Como afirma María Soledad Boero:

A la violencia estatal contemporánea e histórica, el libro contrapone un mundo soterrado por siglos donde se experimentan otras formas de vida, una cultura ancestral pero que resiste y adquiere en la actualidad, otras fuerzas. Un pueblo que muestra su forma de habitar el mundo, el ejercicio de su lengua, el vínculo con la tierra y la naturaleza, el territorio que es una extensión de su cuerpo; la creencia en la machi y sus saberes sin edad; en definitiva, su modo de vivir en comunidad, su resistencia y persistencia ante el hostigamiento del poder colonizador y racista.[23]

Conjuntamente con ese libro, Zelko completa otro con el líder lonko weichafe Facundo Jones Huala, encarcelado por el gobierno de Chile en la cárcel de Temuco, que solo circula entre la comunidad mapuche. De este libro nada podemos decir. Su, hasta ahora, último libro, escrito en abril de 2020 plena pandemia de COVID, lleva por título Lengua o muerte y se realiza por teléfono. En la contratapa del libro, Zelko describe el modo en que utilizó la modalidad telefónica: “Durante abril de 2020 les llamé por teléfono. Me hablaron y escuché. Hice unas pocas preguntas y sonidos para que sepan que estaba ahí. Grabé sus voces. Apenas cortamos, las hice sonar y las escribí. Cada vez que hicieron una pausa para inhalar, pasé a la línea que sigue. Borré las grabaciones, les mandé los textos y los corregimos. Armamos este libro, que tiene una versión digital de descarga gratuita, un audiolibro y una versión en papel que distribuye la comunidad”.[24] Zelko escucha los relatos de tres migrantes de Bangladesh, Rakibul Hasan Razib, Afroza Rhaman, Elahi Mohammad Fazle, y la referente de la red Interlavapies, Pepa Torres Pérez. Los migrantes viven en Madrid desde años y narran la muerte de Mohammed Hossein por coronavirus luego de haber llamado durante seis días a la ambulancia sin obtener apenas respuesta, en parte por no poder hablar ni comprender el castellano. La migración aquí se anuda a la cuestión de la lengua, que ocupa el centro de las narraciones y dispara proyectos colectivos que transforman el dolor de la muerte en capacidad de lucha. Lengua o muerte reconfigura el trayecto realizado o le suma nuevos sentidos posibles. Coloca en el centro del proyecto Reunión la cuestión de lengua, su comprensión, su escucha, sus entonaciones, sus traducciones posibles, la violencia a la que es sometida y la resistencia que de allí es capaz de surgir.

En estos últimos tres libros, Zelko focaliza en colectivos activistas organizados para resistir las políticas de la desposesión neoliberal. Como apuntábamos, los colectivos perseguidos o dañables narran su condición vulnerable pero exhiben la potencia de sus redes y proyectos, tal como puede observarse en las portadas Lengua o Muerte y ¿Mapuche Terrorista?, donde el “nosotros” se adueña de la narración y aparece, en ambos casos y de diferentes maneras, una imagen de futuridad surgida a partir de un daño en el presente:

Lengua o muerte

después de la muerte de mi tío

vamos a luchar porque sea obligatorio

que los médicos de cabecera

que los juzgados

que las escuelas

que todos los sitios importantes

tengan traductores

para poder hablar en nuestro idioma

y para poder entender lo que nos quieren decir.

Somos más de cincuenta mil bangladeshi en España

y más de quinientos mil migrantes

ya no vamos a aceptar que por diferencia de idiomas

alguien se muera

no vamos a aceptar que por diferencia de idiomas no nos podamos entender.

 

¿Mapuche Terrorista?

La historia cambia

y la vamos a cambiar

a través de una forma de vida

que es ancestral

y es política.

¿Cuánto tiempo nos callaron?

Está sucediendo

una transformación

una transformación verdadera,

y sí

eso va a traer consecuencias

porque estamos oprimidos

y necesitamos no estarlo más.

Para la serie de las Temporadas proponíamos la figura del viajero cruzada con la del caminante situacionista, ahora en cambio se nos abre otro campo de referencias. En el borde inferior de Juan Pablo por Ivonne aparece la palabra “contrarrelato” (“el contrarrelato de la doctrina Chocobar”), al igual que Mapuche terrorista, que se define como “contra-relato del enemigo interno”. Esa insistencia permite entender una de las operaciones centrales puestas en juego en las Ediciones Urgentes. Zelko ahora se convierte en un artista etnógrafo (Foster, 2001) que entra en disputa con los relatos emanados de las fuerzas de seguridad y los medios hegemónicos. Y si habíamos pensado en Alberto Greco, Carlos Ginzburg u Oscar Bony para sus derivas, ahora emerge la figura del escritor Rodolfo Walsh con sus investigaciones sobre los asesinatos de José León Suarez durante los años cincuenta del siglo pasado, que derivarían en la escritura de Operación Masacre.[25]

 

De la pobreza de archivo a la performance

Reunión es como un iceberg. Nosotros apenas vemos el resultado final: los libros impresos. Nada o casi nada del complejo proceso que da por resultado esos libros está documentado. En su sitio web apenas hay imágenes de los encuentros que Zelko tiene con los diferentes testimoniantes y ninguna de las lecturas públicas ha sido filmada para que pueda ser reproducida.[26] ¿Cómo leer esa “pobreza” de archivo en el marco de un acentuado giro archivístico en el arte contemporáneo, con exhibiciones cada vez más concentradas en la documentación de procesos más que en la exhibición de obras? Es interesante recuperar aquí la distinción propuesta por Diana Taylor para pensar la performance entre “archivo” y “repertorio”. En relación con el archivo, Taylor sostendrá: “Por su capacidad de persistencia en el tiempo, el archivo supera al comportamiento en vivo. Tiene más poder de extensión; no requiere de la contemporaneidad no coespacialidad entre quien lo crea y quien lo recibe”.[27] Pese a la posibilidad de archivar al menos la lectura en vivo de algunos de sus testimoniantes y de ese modo tener más poder de extensión, Zelko elije no hacerlo. La pobreza de archivo debería ser leída, entonces, como una decisión ética que apunta a preservar el proyecto contra el riesgo de la exotización de ese otre vulnerable, y a poner de relieve el aspecto que considera más relevante: la voz de ese otre.

Sin embargo, algunos escritos del propio Zelko que figuran al final de la Primera Temporada, diversas intervenciones de críticos y artistas que escriben en sus primeras Temporadas, informaciones que nos ofrece en su página web, contribuyen a hurgar en zonas de ese archivo y proponer algunos ejes de lectura generales y transversales a sus dos etapas. Recapitulemos. La intervención de Zelko comienza con un primer encuentro íntimo con la persona o grupo que contará su historia. En ese espacio, al que no tenemos acceso, Zelko escucha y transcribe a mano. No graba ni filma, elige desprenderse de esas mediaciones tecnológicas. Su elección por la mano es una elección por el cuerpo. La mano y el brazo que se van cansando en la tarea del registro[28]. Poner el cuerpo, de este modo, constituye una gestualidad a través de la cual Zelko enuncia su compromiso con la situación, su participación activa. Depone las “armas” tecnológicas e ingresa con su cuerpo a encontrarse con la palabra y el cuerpo del otre. Entrar solo con sus manos es una forma de deconstruir una jerarquía: “vos hablás, yo te grabo”. En segundo lugar encontramos la dimensión performativa y performática. Se trata de una lectura en alta voz que se propone como una ceremonia entre encantatoria, catártica y reescenificadora, y se organiza en torno a un círculo compuesto por nueve sillas en donde se perciben gestos y entonaciones. La palabra impresa en el fanzine toma un primer estado público.[29] Frente a la deslocalización incesante de los discursos públicos, Zelko apuesta aquí por una suerte de barrialización que promueve nuevos lazos comunitarios. Frente a la reproductibilidad de la noticia compartida a través de facebook, twitter o whatsapp, Zelko apuesta aquí a la ceremonia única y aurática. El punto final de Reunión, es el archivamiento, o mejor la constitución de un contra-archivo que busca desterrar los poderes arcónticos que recubren esa palabra en su circulación pública. En efecto, en nuestro presente, las vidas infames o marginales suelen ser narradas por los grandes medios de comunicación y prontamente odiadas en los enunciados trolls, los visitantes anónimos de foros y las fake news que surcan las redes sociales. En el contra-archivo que es Reunión esas voces poseen otra entonación no solo por lo que nos cuentan, sino porque poseen otra forma. En cada uno de los siete libros publicados esa forma es la poesía. Pero, ¿qué significa en este caso “poesía”? Si, como afirma Judith Butler, “la violencia del lenguaje consiste en su esfuerzo por capturar lo inefable y destrozarlo, por apresar aquello que debe seguir siendo inaprensible para que el lenguaje funcione como algo vivo”[30], propongo que pensemos que poesía aquí es la apertura de un espacio que Zelko le abre a esas voces, atrapadas entre el silencio o la asfixia condenatoria, para que allí respiren y continúen vivas. Por ello nos cuenta Zelko, en una línea, en relación a Ivonne, la madre de Juan Pablo Kukoc, pero extendible a todos los libros que componen Reunión: “Cada vez que respiró pasé a la línea de abajo”. La puesta en página que transfigura el testimonio en poesía le ofrece a la palabra una nueva respiración que, sin perder la urgencia o el dramatismo, mantiene su jerarquía verso a verso. Frente a la concentración visual y discursiva que despliega la lógica mediática, repitiendo una y mil veces una misma imagen o un mismo conjunto de frases, la poesía en Reunión abre esas vidas, las multiplica por efecto del verso, de los cortes, por las rimas internas y por los sentidos plurales que se arman tanto horizontal como verticalmente.[31]

Temporalidades fuera de quicio

Hay tres reuniones en Reunión, lo que significa que hay diversos tiempos puestos en juego y que estos desempeñan un papel relevante en el proyecto.[32] En la primera reunión se construye una temporalidad a partir de la oralidad y el trabajo manual. La disponibilidad de la mano de Zelko propicia un tiempo urgente y lento a la vez, exhaustivo y atravesado por el cansancio muscular. La escritura se hace trazo y huella. Este pliegue temporal y primero, este cuerpo a cuerpo, es indispensable para que la ceremonia sea eficaz en términos performativos, para que el testimoniante perciba el compromiso con la situación que pone en acto Zelko. Es aquí, como afirma Claudia Bacci que “quienes testimonian lo hacen con sus capacidades de reinterpretación y autocrítica, de expresividad afectiva y corporal, desde su participación en la comunidad discursiva que define a esos hechos como parte de la trama de historia-memoria que los involucra, en diálogo con otras/otros y como parte de colectivos sociales con perspectivas políticas específicas en marcos sociales que los interpelan, mientras transcurren etapas en sus vidas cotidianas y proyectos”.[33] El testimoniante se transforma en una voz singular-plural.

La segunda reunión es la ceremonia pública y barrial que reúne a nueve personas en ronda. La figura del círculo recupera aquí imágenes de larga duración ligadas a la afectividad y al juego. Reunirse alrededor del fuego, pasar la infusión del mate de mano en mano formando un círculo, o juegos de larga duración tales como “La ronda de la batata”, el “Juan Pirulero” o el “Pañuelito”, por citar unos pocos ejemplos de juegos que se concretan a partir de la ronda y que acuden de inmediato a nuestra memoria afectiva. En relación a los juegos, en su texto “El país de los juguetes. Reflexiones sobre la historia y el juego”, Giorgio Agamben establece una conexión entre el “rito” y el “juego” vinculada al tiempo histórico. Mientras que el rito fija y estructura el calendario, el juego lo anula y lo destruye. Sostiene que numerosos juegos tienen su origen en ceremonias sagradas, en danzas, luchas rituales, adivinatorias. Pero mientras en los actos sagrados se conjuga mito y rito, en el juego solamente se mantiene el rito y no se conserva más que la forma del drama sagrado.[34] La ronda propuesta en Reunión no apela a la trascendencia, más bien la destruye para fundar un tiempo-ahora que se da sus propias reglas. La figura del círculo funciona como recorte y pliegue en relación con un afuera, y es, por supuesto, la imagen de un mundo otro o, más bien, de posible, que se concreta en un ahora.

Hay un aspecto más para señalar en torno a la ronda. ¿Por qué son nueve y no diez sillas? ¿Por qué un número impar y no par? Sin intenciones de proponer lecturas esotéricas, mi hipótesis es que el número nueve marca una ausencia y es la del propio Zelko, que durante estas lecturas se mantiene fuera del círculo. Así como en la reunión Zelko renuncia a su propia palabra, en esta segunda sustrae su propio cuerpo. Se trata, en la reunión íntima y la reunión pública, de procedimientos que buscan asegurar la palabra de quien testimonia y, al mismo tiempo, la menor intromisión del artista. La tarea de Zelko, reitero, no es la del portavoz, un malentendido posible teniendo en cuenta la naturaleza social de los poemas-testimonios, sino, como afirmé anteriormente, la del intercesor, o mejor aún, la del facilitador de situaciones.

Ronda de lectura de ¿Mapuche Terrorista?

Ronda de lectura de ¿Mapuche Terrorista?

Finalmente se produce la tercera reunión a través de nuestra lectura. Sin imágenes, solo palabras, el resultado final pone en crisis la potencial dimensión exhibitiva de Reunión, pues: ¿qué mostrar de este proyecto en un museo?.[35] La tercera temporalidad que funda aquí es la de la lectura. Impedidos de los registros sonoros o fílmicos, como lectores, somos invitados a aceptar la morosidad que los versos nos imponen y recorrer palmo a palmo las vidas allí contadas. Como si Reunión exigiera de nosotros la misma intensidad de escucha desplegada en las etapas anteriores.

En los debates en torno al arte relacional hay dos posturas claramente enfrentadas. La de Nicolas Bourriaud y la de Claire Bishop. El primero piensa el arte relacional como una suerte de espacio en que se ensayan nuevas formas de relación no permeadas por una sociedad cada vez más instrumental; mientras que Bishop sostiene, un poco en respuesta a Bourriaud, que ese modelo supone como premisa una subjetividad transparente.[36] El proyecto Reunión, en el que la relacionalidad ocupa un lugar fundamental, no es fácilmente adscribible a ninguna de esas posturas. Reunión no apunta a exhibir las consecuencias de una sociedad instrumental sobre las relaciones interpersonales, ni mucho menos apunta a exhibir la no transparencia en las relaciones humanas. En sus diferentes etapas, desde las más poéticas del comienzo hasta las más politizadas de sus últimas ediciones, Reunión no persigue una veridicción de alguna hipótesis preliminar. El carácter testimonial deshace los regímenes de verdad/mentira o transparencia/opacidad. La palabra hablada, escrita y leída funciona en un registro testimonial-performativo que narra al mismo tiempo que construye. Los testimoniantes toman la palabra –una palabra en ocasiones ignorada hasta por ellos mismos, otras veces marginada o silenciada, o simplemente guardada a la espera de ser articulada- pero esa toma de palabra también posee, como de algún modo lo hemos venido afirmando, un carácter autopoiético. Narrar en torno a la propia identidad o sobre lo que ha sucedido y lo que se desea implica no solo convocar al pasado y al futuro sino, además, dotar de una estructura narrativa a la experiencia. El testimoniante emerge de ese encuentro como un narrador-poeta.

Visto en su totalidad, el dispositivo Reunión es simple y complejo a la vez. Trabaja a partir de restricciones y distancias. Veamos. Zelko no habla ni participa de la ronda. Desde esa “no participación” y desde la ausencia de imágenes construye parte de su densidad. El resto se juega entre la artesanalidad de su lapicera, que pone a prueba la velocidad de su mano, y la escansión del testimonio que se vuelve público y se rearticula, en una nueva respiración, en la cadencia del verso, que retorna insistente y que hilvana sus sentidos en y entre los enunciados. Como si esas palabras antiguamente enmudecidas o custodiadas, a veces desconocidas hasta para sus propios enunciadores, encontraran un nuevo enlace, un nuevo tiempo, una nueva interfaz plural y una nueva potencia enunciativa en la forma de la poesía. Entonces sí, luego de esa larga travesía, llegan hasta nosotros.

***

Notas

[1] Para pensar en los lenguajes del odio y sus neutralizaciones literarias ver Gabriel Giorgi. “La literatura y el odio. Escrituras públicas y guerras de subjetividad.”, in Revista Transas (https://revistatransas.unsam.edu.ar/2018/03/29/la-literatura-y-el-odio-escrituras-publicas-y-guerras-de-subjetividad/)

[2] Todos los libros del proyecto Reunión se encuentran en: https://reunionreunion.com/

[3] Además de los poemas-testimonios, en las Temporadas participan: Juane Odriozola, Laura Ojeda Bär, Dana Rosenzvit, Guillermina Mongan, Diana Aisenberg, Ariel Cusnir, Mariela Gouric, Julián Sorter, Marina Mariasch, Alejandro López, Ana Gallardo, Ana Longoni, Andrei Fernandez, Andrés S. Alvez, Eva Grinstein, Juan Caloca, Leonello Zambón, Leticia Gurfinkiel, Marisa Rubio, Mauricio Marcín, Osías Yanov, Roberto Jacoby, Santiago Garcia Navarro y Silvio Lang.

[4] Piglia, Ricardo. “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, en El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005, p. 114.

[5] Primera temporada. Buenos Aires, 2018, p. 10.

[6] Ibid, p. 44.

[7] En el texto que Zelko escribe después del poema-testimonio del joven cubano Crespo, de la Segunda Temporada, Zelko exhibe en parte su deambular por una ciudad: “Santa Clara, Cuba. Acá está enterrado El Che. Es la ciudad que liberó cuando bajó de la sierra. Esa conquista confirmó que la revolución era un hecho y que las tropas revolucionarias podían empezar su caravana triunfal hacia La Habana. Camino por una plaza. Hay mucha gente joven. Es jueves a la tarde. Los jueves a la noche, la nueva generación de la trova cubana se junta a cantar en un bar que se llama El Menjunje. Todavía faltan unas horas. Entro al bar. Tiene un patio grande y paredes de ladrillo sin revocar. Detrás de mí aparece un hombre muy alto, muy flaco, con rastas muy largas, muy pocos dientes, y muy borracho. Crespo. Él se ocupa de la movida. “Tú, eres mi hermano”, me dice, y me encaja entre las manos una botella de gaseosa rellenada con el ron que fabrica el Estado. Nos sentamos en la fila de adelante. Van pasando los músicos. Canciones íntimas y ácidas que cuentan cómo es vivir en esta isla hoy. Muchos de los que cantan están censurados por ser socialistas. Todo el mundo se acerca a Crespo. Lo saludan, le agradecen, es la sustancia del lugar. Se hace tarde y hay que irse. Caminamos al Malecón sin agua, una plaza que queda a dos cuadras. Nos sentamos en las escalinatas de una iglesia. Somos unas 30 personas. Hay varias guitarras. Crespo todo el tiempo me abraza y me dice “Tú, eres mi hermano”. Con mucho acento en la U. Me sigue presentando a cada persona que pasa. Nos ponemos a hablar de arte con unos rastas. Les cuento de Reunión. Crespo me dice que él quiere hacer su libro, que tiene unas historias para contar. Dudo. Me cuesta mucho entender lo que dice. Casi no pronuncia las consonantes y habla con la boca muy abierta. Imposible transcribirlo. Le digo que si quiere probamos, pero que nos tenemos que encontrar al día siguiente bien temprano porque a la tarde me voy de la ciudad. “¿Te vas a poder levantar?”, me pregunta”, p. 8.

[8] Octavio Paz, Marcel Duchamp ou o castela da pureza. San Pablo, Elos, 2012, p. 23.

[9] “Teoría de la deriva”, en Internacional situacionista, vol. I: La realización del arte. Madrid: Literatura Gris, 1999, p. 50.

[10] “Alberto Greco: del espectáculo de sí al conceptualismo atolondrado”, en Alberto Greco ¡qué grande sos! Marcelo Pacheco, María Amalia García (org.). Buenos Aires: Museo de Arte Moderno, 2016, p. 113.

[11] Sobre La familia obrera escribí en Restos épicos. Relatos e imágenes en el cambio de época. Buenos Aires: Libraria, 2017.

[12] Primera Temporada, op. Cit., p. 58.

[13] Como postula Jacques Rancière: “Hay política porque el logos nunca es meramente la palabra, porque siempre es indisolublemente la cuenta en que se tiene esa palabra: la cuenta por la cual una emisión sonora es atendida como palabra, apta para enumerar lo justo, mientras que otra solo se percibe como ruido que señala placer o dolor, aceptación o revuelta”, en El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: 2010, p. 37.

[14] La definición de “intercesor” es la de alguien que intercede por otro. Giles Deleuze, en diálogo con Antoine Dulaure y Claire Parnet, sostiene lo siguiente: “Lo esencial son los intercesores. La creación son los intercesores. Sin ellos no hay obra. Pueden ser personas –para un filósofo, artistas o científicos, filósofos o artistas para un científico–, pero también cosas, animales o plantas, como en el caso de Castaneda. Reales o ficticios, animados o inanimados, hay que fabricarse intercesores. Es una serie. Si no podemos formar una serie, aunque sea completamente imaginaria, estamos perdidos. Yo necesito a mis intercesores para expresarme, y ellos no podrían llegar a expresarse sin mí: siempre se trabaja en grupo, incluso aunque sea imperceptible. Tanto más cuando no lo es: Félix Guattari y yo somos intercesores el uno del otro.”, publicado originalmente en (L’Autre Journal, n.º 8, Octubre de 1985, entrevista con Antoine Dulaure y Claire Parnet.

[15] En la Primera Temporada, los poemas-testimonios de los niños son cinco. Me permito establecer una conexión con el libro de Valeria Luiselli Los niños perdidos. Un ensayo en 40 preguntas, un trabajo de difícil definición, como el de Zelko, pero que cuenta su experiencia como intérprete en la Corte Federal de Inmigración en New York como traductora del cuestionario de admisión al que son sometidos los niños indocumentados que cruzan solos la frontera desde México hacia Estados Unidos. El libro comienza así: “¿Por qué viniste a los Estados Unidos?”. Esa es la primera pregunta del cuestionario de admisión para los niños indocumentados que cruzan solos la frontera. El cuestionario se utiliza en la Corte Federal de Inmigración, en Nueva York, donde trabajó como intérprete desde hace un tiempo. Mi deber ahí es traducir, del español al inglés, testimonios de niños en peligro de ser deportados. Repaso las preguntas del cuestionario, una por una, y el niño o la niña las contesta. Transcribo en inglés sus respuestas, hago algunas notas marginales, y más tarde me reúno con abogados para entregarles y explicarles mis notas. Entonces, los abogados sopesan, basándose en las respuestas al cuestionario, si el menor tiene un caso lo suficientemente sólido como para impedir una orden terminante de deportación y obtener un estatus migratorio legal. Si los abogados dictaminan que existen posibilidades reales de ganar el caso en la corte, el paso siguiente es buscarle al menor un representante legal”. En este caso, es el Estado el que pregunta, y exige una respuesta acorde, sobre el “quién eres”, en Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas). México: Sexto Piso, 2018. p. 9. Por otra parte, destaco lo que apunta Judith Butler: “Creo que podemos ver que esta pregunta atraviesa debates contemporáneos sobre multiculturalismo, inmigración y racismo. Es una pregunta que cambia su tono y forma dependiendo del contexto político en el cual es movilizada. Así, por ejemplo, puede ser preguntada desde una posición de supuesta ignorancia (“eres tan diferente de mí mismo que no puedo entender quién eres”), o puede ser formulada como una invitación a la escucha de algo inesperado y con el objetivo de revisar las presuposiciones culturales o políticas del sí mismo, o incluso cambiarlas drásticamente”, in Judith Butler, Athena Athanasiou. Desposesión: lo performativo en lo político. Buenos Aires: Eterna cadencia, 2017, p. 95.

[16] “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado”, in Ideología. Un mapa dela cuestión. Buenos Aires: Fondo de Cultura, 2005.

[17] El libro se compone de un total de 13 poemas-testimonios ofrecidos por: Roxana (Guatemala), Ahmed Moneka (Irak), Almendra Reina (México), Njoud Aghabi (Jordania), Norma (México), Leonilla (México), Ceyla Willy Valiente (Miccosukke), Andrés «Kiki” Puntafina (Cuba), Carlos (Venezuela), Delbert Zepeda (El Salvador), Jessica Collins (Estados Unidos), Roland Jackson (Haití), Alex González (Guatamala). El libro se completa con reflexiones de Sayak Valencia, Alba Delgado, Verónica Gago y Amarela Varela.

[18] El poema-testimonio de Maritza, una mujer trans, resulta elocuente desde el comienzo y exhibe la pregunta por el “qué te ha sucedido”: “Yo tengo todo el cuerpo marcado / toda la piel / todos los ataques / todos los golpes que recibí / los puedes ver / los puedes tocar”. Poco más adelante, Valeria, otra de las testimoniantes, se encarga de testimoniar su punto de fuga: “Y un día / corriendo en el parque / me encontré aquí una comadre / una amiga que conocí cuando yo era una sexoservidora / y empezamos a ir a correr juntas al Flushing Park / por la mañana / con mucho frío. / Ella me quería alejar de la soledad / y me dijo, “Oye” / aquí cerca dan unas clases de Zumba / gratis / ¿por qué no vamos”? / Llegamos y veníamos con medio de entrar / pero entramos y estaban todas las luces apagadas / todo a oscuras / nomás el proyector se veía / y nos gustó / bailamos y bailamos y bailamos y bailamos”, p. 37.

[19] La Bestia (también conocido como El tren de la muerte) es el nombre de una red de trenes de carga que transportan combustibles, materiales y otros insumos por las vías férreas de México, sin embargo este no solo transporta materias primas sino que también es usado como un medio de transporte por migrantes, principalmente salvadoreños, hondureños, mexicanos y guatemaltecos, que buscan llegar a Estados Unidos. Los puntos de acceso a la ruta de La Bestia desde la frontera sur de México eran Tenosique (Tabasco) y Ciudad Hidalgo (Chiapas) pero en el 2005 el huracán Stan destruyó las vías y ahora el trayecto de 275 kilómetros hasta la ciudad de Arriaga deben realizarlo a pie, este termina su recorrido en Tamaulipas, Sonora o Baja California.

[20] Participan y comentan en la edición ampliada: Esteban Rodriguez Alzueta, Luci Cavallero, Verónica Gago, Ileana Arduino, Dana Rosenzvit, La Negra Quinto y el Colectivo Juguetes Perdidos.

[21] En este caso los comentadores son: Esteban Rodriguez Alzueta, Luci Cavallero, Verónica Gago, Ileana Arduino, Dana Rosenzvit, La Negra Quinto y el Colectivo Juguetes Perdidos.

[22] Aquí comentan: Soraya Maicoño, Pilar Calveiro, Claudia Briones y Eli Sánchez Alcorta.

[23] Boero, María Soledad.” Voces y mundos que resuenan. Apuntes sobre el vínculo entre lo sensible y lo político a partir del “procedimiento” compuesto por Dani Zelko. El caso Lof Lafken Winkul Mapu”. Mimeo, 2019, p.7.

[24] Esta es la información que el libro ofrece en la segunda página: “Razib, Afroza y Elahi son migrantes. Nacieron en Bangladesh, viven en Madrid. El 26 de marzo, en medio de la crisis por el Covid-19, Mohamed Hossein, un paisano suyo, murió en su confinamiento después de llamar durante seis días a los sistemas de salud y emergencia. Ningún médico fue a atenderlo, ninguna ambulancia lo fue a buscar, hablaba poco español. Desde entonces, junto a otras organizaciones migrantes y sociales, están armando un movimiento por la lengua, exigiendo traducción oral obligatoria en centros de salud, escuelas, juzgados, oficinas del Estado. Interpretación ya para entender lo que les dicen, para hacerse entender, para vivir en su lengua.”

[25] Es interesante, además, pensar cómo el último trabajo, Lengua o muerte, puede ser leído en clave alegórica como cifra del proyecto Reunión.

[26] En el sitio web hay imágenes de algunos testimoniantes del libro Terremoto. El presente está confuso y de Ivonne, la mamá de Juan Pablo.

[27] Taylor, Diana; Fuentes, Marcela. Estudios avanzados de performance. México: Fondo de Cultura, 2011, p. 14.

[28] Luego del poema-testimonio de Montaña, en la Primera Temporada, Zelko escribe: “Ningún encuentro se graba. Escribir fue mi grabador. Se me cansaba bastante la mano y ese cansancio funcionaba. Se hacía visible que las dos partes éramos indispensables para que los poemas queden en papel, se hacía evidente que estábamos entregados a la situación. Funcionábamos como una energía común. Quizás esta forma de escribir pueda disolver un rato los límites del propio cuerpo y suspendernos en un cuerpo compartido”, p. 33.

[29] Con esos relatos, los que surgen como resultados de los viajes y los más políticamente direccionados, Zelko imprime fanzines que entrega a cada una de las personas a las que escuchó para que ellas puedan regalarlos, lo que les permite apropiarse de esa palabra entregada primeramente, luego organiza una ceremonia de lectura con nueve participantes congregados en un círculo de nueve sillas en el que uno o varios leen de los fanzines lo que le contaron a Zelko. Cuando culmina esta etapa, se imprimen libros que compilan los textos de los fanzines, informaciones de los encuentros y textos de lo que Zelko llama “portavoces”, sujetos afines a los autores originales que pueden, eventualmente, “representarlos” en futuras rondas de lectura, además de textos de artistas, activistas e investigadores.

[30] In Lenguaje, poder e identidad. España: Síntesis, 1997.

[31] El procedimiento comienza y termina en lapso breve. Que sea así resulta esencial para el tipo de proyecto que es Reunión porque puntúa la urgencia y comenta los circuitos de información puestos en juego.

[32] Zelko lo enuncia de este modo luego del poema-testimonio de Diana, compilado en la Primera Temporada: “en cada instancia de esta obra, se abre una nueva distancia. Yo y lo que digo: una distancia. Yo que te escucho: otra distancia. Yo que escribo lo que escuché: otra distancia. Parece un mecanismo intrínseco y ontológico de cómo funcionan las obras, de las posibilidades de distancias que abre una obra. Distanciarse del propio yo, del lugar donde uno está, de algo que sintió, de su voz”, p. 20.

[33] Subjetividad, memoria y verdad: Narrativas testimoniales en los procesos de justicia y de memoria en la Argentina de la posdictadura (1985-2006). Tesis de Doctorado. Universidad de Buenos Aires, 2020, p.15.

[34] Agamben, Giorgio. “El país de los juguetes. Reflexiones sobre la historia y el juego”, en Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2001.

[35] Una de las formas de mostrar ha sido la lectura en ronda de los textos pero realizada por otras personas a los que Zelko denomina “portavoces”.

[36] Ver especialmente Nicolas Bourriaud. Estética relacional. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006, Claire Bishop. “Antagonism and Relational Aesthetics”, en October, Vol. 110 (Autumn, 2004); y Claire Bishop. Artificial Hells. Participatory Art and the Politics of Spectatorship. Londres, New York: Verso, 2012.

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Paz, Octavio. Marcel Duchamp ou o castela da pureza. San Pablo, Elos, 2012.

Piglia, Ricardo. “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, en El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005.

Rancière, Jacques. El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: 2010, p. 37.

Taylor, Diana; Fuentes, Marcela. Estudios avanzados de performance. México: Fondo de Cultura, 2011.

Walsh, Rodolfo. Operación masacre. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2001.

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Del anime a las Ciencias Sociales, un camino hacia el estudio de Japón desde Argentina

Por: Valeria Rissotto[i]

Imagen: «Estados Unidos y Japón», Rissotto (2018).

 

“No hay forma de separar mi posicionamiento epistemológico de mi subjetividad”, nos plantea en este ensayo Valeria Rissotto, participante de la Diplomatura en Estudios Nikkei en 2018, y parte del equipo docente en 2019. Su lectura nos orienta más sobre una perspectiva posible para los estudios nikkei / niquey, desde su subjetividad como “no-descendiente”, para quien Japón llegó a su vida en forma temprana por el anime. Hoy Tokio es su lugar en el mundo para atravesar la pandemia 2020 y desde donde escribe estas palabras.


Figura 1 - Estados Unidos y Japón. Rissotto, 2018

Figura 1 – Estados Unidos y Japón. Rissotto, 2018

Que sea una imagen la que rompa la impasible página en blanco. Elijo esta. Una caricatura de la relación entre Estados Unidos y Japón. Los hitos históricos están marcados por la elección de la ropa. Geta y el tipo de zapatos que utilizaba la marina estadounidense en 1853. Pantalones de la Segunda Guerra Mundial. El ícono del “héroe americano”, nacido en 1941, y un kimono hecho a través de la técnica de bingata okinawense. Los peinados de los actuales mandatarios coronan las cabezas de mis personajes. El fondo es el recorte de un biombo namban. No lo elegí porque muchas veces los artistas retrataran en ellos la llegada de los extranjeros. Me gustó la metáfora de los “tiempos dorados” versus los “tiempos oscuros” como contexto para esta imagen. Intento, a través de la elección de un estilo inocente en el dibujo, crear un contraste entre lo aparente y lo histórico. No hay mejor forma de testear una primera observación que analizando sus condiciones de producción. Hasta ahí la explicación de esta imagen.

Me interesó la idea de trabajar con imágenes porque estas interpelan de manera inmediata. Apelan a las sensaciones, a las emociones, pero no están vacías de conceptos. Una imagen te gusta o te disgusta, y lo demás lo discutimos. Una imagen te incomoda, te interpela y ahí seguro que lo discutimos. Intento que mis imágenes sean complejas porque quiero decir algo a través de ellas. No creo que trabajar con imágenes sea menos productivo, o que sus bases sean menos válidas que el escrito académico. Todo depende de la perspectiva epistemológica, el marco teórico y el método del que se parta. Por eso elegí realizar lo que Linda Hutcheon, en su texto Teoría de las adaptaciones, llama adaptaciones: parodias, sátiras, homenajes. Géneros que incluyen la evaluación del autor. No es solo una representación, estoy analizando y argumentando. Por supuesto, lo hago a través de un determinado punto de vista.

A lo largo de este ensayo voy a hablar sobre lo que entiendo como perspectiva nikkei y a discutir por qué creo que es un buen lugar desde donde pensar Japón.

Posicionamiento epistemológico

Las imágenes acá presentadas son parte de mi trabajo final para la Diplomatura en Estudios Nikkei. En el primer módulo de este curso vimos algunas de las diferentes perspectivas con las que se realizan estudios sobre Japón. Japonismo, Japonología, Nihonjinron. Analizamos cómo, debido a cuestiones de influencias geopolíticas del conocimiento y culturales, estas teorías atraviesan nuestra percepción latinoamericana. Es decir, la forma en que accedemos y construimos nuestra idea sobre Japón está mediada por las teorías estadounidenses, europeas del oeste y japonesas más relevantes a nivel internacional. Como todo cuerpo de textos e ideas, estas corrientes no están libres de preconceptos y de los intereses políticos de su contexto de producción. Entonces, si quiero tener un acercamiento a Japón tengo que volver a las bases, retomar el consejo del querido Durkheim, y romper con el sentido común, y también con el sentido común académico que me atraviesa, sobre el país del sol naciente.

¿Cómo construir conocimiento autónomo, desde Argentina, libre de presupuestos erróneos? Deconstruimos las teorías, los imaginarios, los estereotipos. Desde Europa nos llegó la idea del exotismo y del misterio japonés. Los norteamericanos retomaron ese misterio para analizar, primero, al enemigo, luego, al discípulo ejemplar. La idea de inaccesibilidad extranjera a la esencia japonesa también resuena en algunos autores del archipiélago. Signos que se hacen conciencia y funcionan como anteojos que no siempre tienen el aumento adecuado. Creé estas imágenes eligiendo un posicionamiento epistemológico específico: la perspectiva nikkei.

Sabemos que la epistemología es esa parte “meta” de la ciencia. El estudio reflexivo del hacer científico. Desde qué lugar construimos conocimiento científico, cuál es la relación entre sujeto y objeto, cuál es el método más apropiado para responder una determinada pregunta, cuál es la validez de una teoría, son ejemplos de preguntas epistemológicas. Posicionarse epistemológicamente es elegir desde qué lugar interpretamos los fenómenos que nos interesan y desde qué lugar creamos textos sobre ellos. Como primera reflexión, nos reconocemos en nuestras interpelaciones. Ahora, tracemos una analogía.

Figura 2 - Perspectiva nikkei. Rissotto, 2018

Figura 2 – Perspectiva nikkei. Rissotto, 2018

Identidad nikkei

La perspectiva nikkei puede entenderse a través de la historia de la identidad nikkei en Argentina en la cual solo voy a ahondar lo necesario para explicarme (para saber más, consulta, por ejemplo, “Interpelación o autonomía” de Pablo Gavirati y Chie Ishida). A principios de los ochenta los nisei se encontraron atravesados por una doble interpelación, la de su país de nacimiento y la de Japón. Pero también sufrían una doble discriminación. En ambos lugares los trataban como extranjeros. Esto provocó que la primera generación de descendientes empezara a reconocerse en un espacio liminal. Un espacio con dos culturas, dos valores, dos sistemas de representación que podían utilizar.

Los nikkei fueron muchas veces víctimas de los estereotipos, los imaginarios y las representaciones provenientes de la interrelación entre las tres corrientes mencionadas y el contexto local. Este espacio intercultural resultó ser un punto privilegiado para observar los discursos que constituían la idea de lo “japonés” en Argentina. Este lugar de observación es el que ocupo cuando me posiciono en una perspectiva nikkei. Retomo el planteo que se dio durante la cursada; se trata de proponer un proceso de pensamiento. Situarse en el “entre” intercultural e interdiscursivo. Deconstruir los discursos, analizar las condiciones de producción de las propias ideas. ¿De dónde surgen mis presupuestos sobre Japón y sobre los japoneses? ¿Sobre la cultura otaku en Argentina? ¿Sobre la comunidad nikkei? ¿Sobre quienes practican ikebana o hacen origami?

Ansiando el reconocimiento de su interculturalidad, los nisei se adentraron en la construcción y defensa de una identidad autónoma, la identidad nikkei. Esta lucha tuvo su correlato en la creación y el hacer de instituciones específicas a nivel regional y local (la Convención Panamericana Nikkei en 1983, la creación del Centro Nikkei Argentino en 1985, la Federación de Asociaciones Nikkei en Argentina en 1994) y prosiguió con acciones de la siguiente generación (como El Proyecto Kinsei de CeUAN). De la misma manera que la comunidad nikkei llevó, y lleva, acciones específicas para lograr el reconocimiento de su categoría identitaria, también quien asume una perspectiva nikkei la elige con objetivos específicos.

Construyo conocimiento con el objetivo de crear algo autónomo, un saber local sobre Japón y sobre la relación entre nuestros países. La paradoja es que para ganar autonomía tenemos que reconocer los discursos que condicionan nuestra forma de entender el mundo. Podemos pensar al japonismo, la japonología y el nihonjinron como discursos. Los discursos, como materialidades de sentido, están en las novelas, en las películas, en las series, en las noticias, en los fanfic, en el fandom, en las comunidades y en nosotros. Me identifico con esto o aquello que aparece como lo japonés. Interiorizo esos imaginarios y se transforman en parte de mi subjetividad. Discursos que se hacen praxis e identidad. Soy, y somos, parte de esa comunidad que identifica en sí misma una interpelación fuerte con una cierta idea de Japón. Si elegimos una perspectiva nikkei, reconocer esto es la primera parte del proceso.

Elegiste un tema de estudio que se puede encasillar en “Estudios japoneses” o “Estudios nikkei”, estás leyendo sobre Japón, te interesa, ves anime, leés manga, jugás al Mario Bross o al Zelda, comés sushi, ramen, mochi, querés ir a Japón, leés a Murakami, tenés amigos con tus mismos intereses, conociste a tu pareja en un evento del fandom, cuando pensás en tus valores morales se te vienen Goku o Serena a la cabeza hablando del amor, la amistad, la perseverancia, etcétera. Recordemos: la epistemología estudia la relación entre el sujeto y el objeto de estudio. La identificación con ciertos presupuestos que crean la “idea” del objeto de estudio es parte de esta relación.

Figura 3 - Consumos, objetos, prácticas: ¿identidades? Rissotto, 2018

Figura 3 – Consumos, objetos, prácticas: ¿identidades? Rissotto, 2018

Subjetividad y conflictos

Al igual que el devenir de la identidad nikkei, la perspectiva no está exenta de conflictos. El primero es el propio nombre, utilizado por un/a descendiente que realiza estudios sobre la comunidad no hay problema aparente. ¿Pero, por qué yo, como no-descendiente de japoneses, utilizaría la palabra nikkei con la misma libertad? Dentro de la comunidad existe un debate latente sobre a quién aplica la categoría y qué variables se consideran cuando se piensa qué constituye lo nikkei. ¿Es solo una cuestión sanguínea? A medida que las instituciones se fueron abriendo al público en general, descendientes y no-descendientes se encontraron compartiendo algunos espacios, actividades, intereses y experiencias. Dirigentes del Colegio Nichia Gakuin comenzaron a utilizar el término “nikkei de corazón” para denominar a esas personas, sin ancestros japoneses, que compartían la doble identificación con Japón y Argentina. Sin embargo, la idea de integrar(nos) utilizando el mismo término no es algo que todos en la comunidad acepten y, sin dudas, como categoría identitaria de un grupo minoritario, los argumentos en contra de la ampliación del sentido se respaldan en razones entendibles.

Vuelvo a la cuestión de la identificación. No creo que haya posibilidad de absoluta objetividad ni en la investigación científica ni en ningún tipo de producción. Elijo una perspectiva con la que converjo ideológicamente, con la que me identifico. Mientras escribo este ensayo estoy sentada en el living de la casa compartida, en Asakusa, Tokyo, en la que vivo hace dos meses. Desde enero que estoy en Japón con una visa Working Holiday. Viajé sola durante 40 horas, dejando a mi compañero, que se suponía me acompañaría en abril si la pandemia no se hubiese extendido por el mundo, mi trabajo y proyectos varios. Vine para tener otro acercamiento al “Japón real”. En realidad el que yo creía que era el Japón “más” real, el de la vida cotidiana. Este es el impacto de una interpelación con “lo japonés” que empezó con Sailor Moon a mis nueve años y prosiguió a lo largo de toda mi vida, constituyéndome. Esta que soy yo, reconociéndome en mi identificación con “lo japonés” desde mi argentinidad, hace investigación en ciencias sociales, crea imágenes y escribe ensayos como este. No hay forma de separar mi posicionamiento epistemológico de mi subjetividad. Elegir una perspectiva nikkei como posicionamiento para estudiar la relación entre Argentina y Japón, o sobre Japón, no solo me permite construir conocimiento local y ubicarme de forma de evaluar las formaciones discursivas que subyacen a los presupuestos sobre Nipón, también me da la posibilidad de reconocer mi propia subjetividad como parte de esta construcción.


[i] Es Profesora  y Licenciada en Ciencias de la Comunicación Social (FSOC/UBA). Diplomada en Estudios Nikkei. Especializanda en Estudios Contemporáneos de América y Europa (UBA junto a Univsersita di la Sapienza y di Camirino). Maestranda en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Nacional de Quilmes.

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Puig en Río: la sexualidad “casi” escondida

Por: Juan Pablo Canala (UBA/PEHESA-IHAyA)

Traducción de la entrevista: Jimena Reides

Imagen: tapa de revista Lampião da esquina (Año nº 3/ Nº 28)

Lampião da esquina fue una revista brasileña dedicada íntegramente a difundir obras, artistas y movimientos políticos LGTTB, que circuló entre los años 1978 y 1981. En el año 1980 publicaron una entrevista a Manuel Puig (quien entonces vivía en Brasil y sus novelas estaban siendo traducidas al portugés y sumando lectores en el país vecino),  cuyas imágenes y traducción al español publicamos en esta nota, en conmemoración de los 30 años de su fallecimiento.

El investigador Juan Pablo Canala, quien junto a Graciela Goldchluk y Lea Hafter actualmente se encuentra clasificando y estudiando el archivo Puig de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, escribió para Transas este magnífico ensayo, en el que narra los bemoles del desembarco de Puig en Río de Janeiro y el esfuerzo del escritor porque su obra no quede suscrita a una sola tradición ni a su propia biografía, algo que se puede ver ya en el título de la entrevista, Puig habla de casi todo.


1.- Desembarco (Hotel Riviera, Copacabana, 1980)

En septiembre de 1980, luego de ocho meses de residir en Río de Janeiro, Manuel Puig todavía no lograba solucionar los contratiempos inmobiliarios que demoraban su permanencia definitiva en la ciudad. En las cartas enviadas durante esos primeros meses a su familia, pueden leerse esos vaivenes: “ya estoy por dar la seña”, “acá parece que las inmobiliarias trabajan de modo muy descuidado”, “no hubo caso en Leme”[1].

Le tomará casi todo ese año dar con la casa ideal para establecerse de forma definitiva en la ciudad. A pesar de eso, Puig se apropiará del hall y del bar del hotel Riviera, ubicado en la Avenida Atlántica 4122. Allí, en el corazón de Copacabana, recibía a periodistas, amigos y editores, mientras que en los momentos más plácidos se dedicaba a caminar por la playa, entrando en el corazón mismo de la vida carioca. Esa cotidianeidad, como lo muestran esas cartas, hecha de playa y carnaval, son la evidencia contundente de que Puig estaba dejando de ser tan solo un turista en Río. Ese vínculo propio e intenso con la ciudad, con sus costumbres y con el idioma durará  casi una década y volverá la experiencia en Brasil una marca indeleble en sus dos últimas novelas.

 

2.- A Aranha

Dos meses antes, el 7 de julio de 1980, los diarios cariocas anunciaron la presentación de O beijo da muhler aranha, la traducción local de la celebrada novela que Puig había publicado en Barcelona en 1976. Con su cuarta novela disponible en portugués, y con la apuesta fuerte de la editorial Codecri dentro del mercado editorial, Puig se convertiría en uno de los escritores extranjeros más reconocidos en Brasil. La traducción del libro, hecha por Gloria Rodríguez y supervisada por el propio autor, llegó a agotar ocho ediciones sucesivas en el término de dos años. La historia de un militante político y de un homosexual soñador, llamados afectuosamente por los lectores tan solo como Valentín y Molina, causó un enorme impacto en el público local, alimentado por el éxito que la novela ya había tenido en Europa y Estados Unidos. Pero los destinos de Puig y de esa novela estarían atados a Brasil con lazos más estrechos y fuertes que los del mero éxito editorial.

Unos meses antes del lanzamiento de la traducción de El beso, en enero de 1980, Puig comenzó a bosquejar la estructura y las escenas para la adaptación cinematográfica de su novela. En el reverso de una carta de oferta por la compra (fallida) de un departamento en Leme, esbozó la primera versión del guion que le entregará al cineasta Héctor Babenco, un argentino radicado desde 1963 en San Pablo. Sobre esa versión original, Babenco y el coguionista que lo había acompañado en Pixote, Jorge Durán, irán corrigiendo y reescribiendo el texto a lo largo de tres años.[2] La relación de Puig con el director no fue del todo satisfactoria, le dirá a su familia al respecto: “el Babenco, sigue con la cuestión de la mujer araña…dijo tantos disparates que quedé planchado ¡qué redoblona de burros!”.[3] Puig, que había estudiado cine en Roma, que tenía una serie de guiones escritos y que había participado en las adaptaciones de otros libros (propios y ajenos) se sentía autorizado para opinar acerca de las decisiones que debían tomarse a la hora de llevar su novela a la pantalla grande. Babenco, en cambio, reivindicaba su derecho de tomar la versión de Puig no como un mandato inopinable, sino más bien como un valioso pero provisorio punto de partida: “hemos discutido mucho con él. Él nos presentó inclusive un guion, del cual aprovechamos cosas muy interesantes. Pero en rigor, la estructura narrativa del guion es nuestra.”[4]

¿Qué era aquello que a Babenco no lo convencía de esa versión que Puig bosquejó durante los primeros meses en Río? Explorando esos manuscritos conservados en su archivo es notable que la adaptación de Puig volvía a darle a la figura de Molina (y de sus filmes dialogados) una centralidad absoluta y hacía que Valentín, desde la óptica del futuro director, quedara deslucido: “hemos actualizado en cierta forma el personaje del guerrillero, que en el libro está un poco dejado en segundo plano por la exuberante personalidad del homosexual (…) Y nosotros intentamos darle un vuelo, un peso y una estatura idéntica a la del homosexual.”[5]

Si Babenco en su adaptación pretendía enfatizar a la figura de Valentín, nada más y nada menos que la de un militante político revolucionario, la lectura de esta novela entre los grupos de militancia gay locales, por el contrario, centraba su mirada en Molina. Una de las publicaciones que más activamente se interesó en los pormenores de escritura del libro fue la revista Lampião da Esquina.[6] Publicada entre 1978 y 1981, en el marco de la apertura política que atravesaba Brasil, la revista fue portavoz central de la visibilización de la cultura gay local. Sus páginas buscaban llamar a la reflexión política e introducían debates culturales sobre la identidad gay, estableciendo nexos y diálogos con los movimientos homosexuales del exterior.[7] El programa que fijaba la publicación en su editorial proponía “Salir del gueto” yendo en contra de las ideas difundidas acerca de que el homosexual: “es un ser que vive en las sombras, que prefiere la noche, que encara su preferencia sexual como una especie de maldición” y concluía: “Lampião deja bien en claro lo que va a orientar su lucha: nosotros nos empeñaremos en desmoralizar ese concepto que algunos nos quieren imponer.”[8]

La publicación en Brasil de la novela de Puig se constituyó como un núcleo de interés para la revista, que no solo publicó en su número 27 (agosto de 1980) una reseña escrita por Jorge Schwartz, sino que también la incluiría sistemáticamente en la sección de libros recomendados. Fue en ese libro de Puig, que encerraba en una celda a la política con la sexualidad, donde los movimientos gays vieron que el único lugar posible para ese diálogo era la literatura, y que el encuentro de esos personajes constituía, en palabras de Daniel Link, una experiencia radical, “una manera de ver el mundo y de concebir la relación entre la voz y la escritura.”[9] Fue esa voz escrita que el autor le da a Molina y Valentín lo que para la revista se volverá una oportunidad política, ya que en sus números exponía, sistemática y continuamente, el desprecio que la izquierda revolucionaria tenía en relación a la homosexualidad.

En el número siguiente de septiembre de 1980 y aprovechando que Puig residía en Río, la revista dio a conocer un diálogo que el consejo editorial tuvo con el autor a propósito de la novela, que Transas da a conocer por primera vez en español. La nota, ilustrada con varias fotos del encuentro con el escritor se tituló “Manuel Puig habla de casi todo”. Aunque los comentarios editoriales enfatizan el buen humor de Puig y el clima festivo en el que se desarrolló la nota, una lectura más atenta del diálogo revela por momentos un posicionamiento defensivo por parte de Puig alrededor de ciertos interrogantes que los entrevistadores consideran cruciales para la comprensión de la novela: la construcción del personaje homosexual, la inscripción del libro en una tradición literaria gay, la propia condición sexual del autor. Ese “casi todo” que titula la nota también funciona como advertencia para los lectores acerca de aquello que Puig se resiste a decir, no porque no haya sido debidamente interrogado, sino porque hay preguntas que, como veremos, el reporteado deliberadamente elude. ¿Qué se esconde entonces detrás del casi? ¿Qué expectativas tenían los entrevistados en relación con las eventuales respuestas?

El primer foco de atención se vincula con la eventual relación autobiográfica entre el autor y su personaje. Las vivencias y la condición sexual que Molina exhibe en el libro motivaron a que los críticos dijeran que: “el personaje de Molina, de El beso de la mujer araña’ es Puig.” Deslindando esa identificación, Puig contesta, no sin ironía: “Está queriendo decir que yo soy homosexual, con una fijación femenina y corruptor de menores” y remata con cierta exasperación “¡Yo no soy Molina! ¡Tenemos muchas cosas en común, pero no soy él!”.[10] Puig no permite que su personaje se reduzca solamente a una traducción ficcional de su propia condición o de su experiencia personal. En contra de esta lectura, Puig reafirma que Molina es más bien una parcialidad “una posibilidad mía (…) una manera de enfrentar problemas míos”.[11]

Además de una eventual identificación entre las experiencias del autor y del personaje, el otro punto nodal de la discusión que introduce la entrevista se vincula con la apelación al imaginario femenino, con el que Puig construye la figura de Molina y que fue objeto de críticas por parte de algunos movimientos gays, quienes: “querían un homosexual fuerte”.[12] Reivindicar esa dimensión femenina de lo gay era para Puig una posibilidad de expresar cómo los homosexuales, de la misma manera que las mujeres, eran igualmente objeto de un discurso machista y autoritario asumido por los hombres heterosexuales. Al reafirmar la dimensión femenina de Molina y al confrontarla con otros modelos posibles del homosexual, por ejemplo el del “hombre fuerte”, Puig desmonta imaginarios que pretenden estandarizar o circunscribir las identidades sexuales, reivindicando la libertad como principio fundamental y reclamando la aparición de nuevos lenguajes y prácticas políticas que contribuyan a describir realidades subjetivas y sexuales también nuevas: “Creo que no se debe perder de vista el fin último de la liberación que es el de la sexualidad total. Está bien, vamos a defender una posición de minoría atacada, unirnos para defenderla mejor, pero no por eso pensemos que ese es punto final. Porque así los heterosexuales también estarían en lo cierto al defender sus posiciones cerradas”.[13] Cuando Puig llama a eludir los límites cerrados que imponen los guetos, está pensando en la necesidad de encontrar una sexualidad nueva que prescinda de aquellos dogmatismos y clasificaciones maniqueas, los mismos que el discurso machista empleó para marginar y segregar a los homosexuales. No se trata solamente de reafirmar la diferencia, sino de poder superarla.

Otra pregunta de los entrevistadores se vincula con la eventual “tradición de novelas homosexuales, o que abordan el tema” en la Argentina. Debemos pensar que las preguntas de la entrevista también buscan consolidar un programa de formación cultural destinada a su público a través de un sistema de lecturas. Esto resulta fácilmente evidenciable si se atiende a la sección de reseñas y de libros, donde por medio de textos que responden a diferentes disciplinas, se construye una suerte de canon de lecturas asociado a temas de sexualidad. La revista recomienda tanto libros de corte sociológico como los de Wilhelm Reich o de Michel Misse, como autores literarios abiertamente gays como Roberto Piva, João Silvério Trevisan y, en ese mismo grupo, también a Puig. Ante la pregunta sobre la presencia gay en la literatura argentina, se muestra evasiva en la respuesta: “no soy la mejor fuente para hablar de eso, porque mis lecturas son muy limitadas. No me avergüenza decirlo, porque mi formación fue otra, fue cinematográfica, me cuesta mucho concentrarme en la lectura, trabajo todo el día”.[14]

Puig, que admiraba a Roberto Arlt, en cuya primera novela un homosexual cuenta él mismo su historia, que conocía la escritura de muchos de los que habían sido sus compañeros del Frente de Liberación Homosexual, como Juan José Sebrelli o Néstor Perlongher, prefiere no hablar de una tradición argentina al respecto. Oculta deliberadamente su condición de lector, desentendiéndose de aquellos textos y autores que, eventualmente, pudieran constituir una serie donde El beso se integre a una literatura gay argentina. En sus silencios Puig parecería querer evitar una lectura reduccionista de su libro, puesto que la potencialidad del texto no está en el hecho de que uno de sus protagonistas sea homosexual, sino que se trata de un encuentro entre esos mundos por entonces irreconciliables en lo real: el de la militancia revolucionaria y el de la sexualidad. En serie con esta prudencia de Puig, que elude ostensiblemente otros intentos de ligarlo a la cultura gay, a lo largo de la entrevista quienes lo reportean intentan indagar sobre la sexualidad del autor, sobre su situación sentimental, sobre las eventuales (y sexuales) razones que lo llevaron a radicarse en Brasil:

“¿Pero fue solo por eso que vino a vivir a Brasil? ¿Alguna historia de amor?

Puig – Uhn… Bueno, gente bonita hay en otros países también.

(La explicación no convence, todos protestan; alguien dice que Puig está huyendo del asunto. Alceste no pudo ser más explícito: ‘¿Fue por causa de un hombre?’)”[15]

Puig enmudece. Si bien su sexualidad no era un tema tabú, no estaba oculta para sus amigos, familiares y gente cercana, si bien sus libros (algunos de ellos muy fuertemente referenciales en términos autobiográficos) exhibían una sensibilidad vinculada a su condición sexual, Puig se rehúsa a hablar en público del tema. En la esfera de lo público, cuando es más Manuel Puig que Juan Manuel Puig Delledone, reivindica para sí el derecho no a ocultar su sexualidad pero si a preservar su intimidad alrededor de ella. Puig no habla en entrevistas sobre sus romances, sobre sus preferencias eróticas o sobre sus fantasías y parecería percibir que en el entre-nos de los entrevistadores de Lampião hay una suerte de expectativa alrededor de un coming out que no se produce. Es posible que el silencio elocuente de Puig contraste con la figura imaginaria que los militantes gays brasileños se habían formado de él: la del exitoso escritor argentino pública y abiertamente gay. El sentimiento de contraste entre la imaginación y la experiencia es lo que termina por edificar el casi que titula nota.

El beso de la mujer araña parecía estar condenada a una lectura selectiva, la insistencia de Babenco en la figura de Valentín y la de los activistas gays brasileños en la de Molina parecía no advertir que la potencia narrativa del libro no se producía en uno u otro personaje, sino en el cruce de ambas subjetividades. Tal vez esa lectura más precisa los lectores de Lampião podían ir a buscarla a la reseña de la novela que había hecho Jorge Schwartz y que se había publicado en el número anterior. Con enorme lucidez, la reseña captaba de una forma muy aguda lo que el libro proponía: “Los mitos del celuloide que resuenan en el cuerpo y en la voz de Molina son equivalentes a las aspiraciones heroicas del guerrillero Valentín: dos utopías de un mundo colonizado, donde María Félix y Che Guevara se complementan y encuentran un lugar común”[16] y concluye: “El éxito evidente de la novela reside precisamente en lo que más quiere desenmascarar: el discurso de la opresión y la porosidad de ciertos modelos esquemáticos”.[17] Lo que la reseña capta de la novela es justamente esa porosidad que las miradas antagónicas no permiten advertir. Ni Valentín es totalmente revolucionario, ni Molina es completamente un alienado. Sus posiciones subjetivas, sus experiencias, reivindican lo parcial, lo coyuntural de un encuentro posible, en el contexto de discursos monolíticos más preocupados por las certezas que los sostienen en lugar de mostrar realidades cada vez más difíciles de asir.

Cuarenta años después, gracias a la generosidad de Carlos Puig, reviso metódicamente los ejemplares que el escritor conservó en su biblioteca personal pero no logro dar con ningún número de Lampião. Examino los sobres de reseñas y manuscritos que, junto a Graciela Goldchluk y Lea Hafter, todavía estamos clasificando del interminable archivo Puig. En una carpeta de recortes encuentro una hoja de la revista. Puig, como quien artesanalmente pretende resguardar la memoria de aquello que rodea a su obra, muy prolijamente recortó la reseña y la guardó. La entrevista, en cambio, esperó hasta ahora para ser finalmente exhumada.

ENTREVISTA

Manuel Puig habla de casi todo

El noviazgo entre Lampião y Manuel Puig es antiguo, y ya tuvo hasta una especie de ruptura cuando alguien le dijo en Nueva York que habíamos lanzado (¡imagínenlo!) una edición pirata de su libro El beso de la mujer araña. En realidad, algunos “lampiônicos[i]se empeñaron personalmente en ver el libro publicado en Brasil, al acompañar de cerca las negociaciones con la Editora Civilização Brasileira, primero; y con Livraria Cultura, después. Hasta que Jaguarette do Pasquim entró en el baile y Codecri compró los derechos de publicación.

 

La entrevista había sido pautada para un lunes de agosto, con los entrevistadores Francisco Bittencourt, Leila Míccolis, João Carneiro, Alceste Pinheiro, Antônio Carlos Moreira, Marcelo Liberali y yo; Adão Acosta llegó después. Recordábamos, preocupados, una de las cosas que se suele decir sobre el escritor argentino: “Puig es una persona muy difícil”. Llegó quince minutos después de la hora pautada, con un bolso y un paraguas (afuera se estaba desatando un temporal, y buena parte de la entrevista tuvo como banda sonora el repiqueteo de los truenos). Luego de dar algunos autógrafos (El beso de la mujer araña ya es un best seller incluso en nuestra redacción), se sentó en el lugar indicado por la fotógrafa Cyntia Martins, listo para charlar.

 

No, Manuel Puig no es la “persona difícil” que nos habían hecho creer. En realidad, fue la entrevista más divertida que hizo Lampião con un entrevistado que usaba y abusaba de una mímica que incluía horquillas de cabello imaginarias, peines, abanicos de plumas, sombra, lápiz labial y rouge: todo un conjunto de gestos relajados con los que intentaba resaltar las cosas importantes que decía. No se habló de la Argentina, pero eso no fue una falla: lo que Manuel Puig tiene para decir sobre su país ya está en sus libros, principalmente en El beso de la mujer araña, que tiene tanto que ver con todos nosotros (Aguinaldo Silva).

 

Aguinaldo: Leí dos críticas brasileñas sobre tu libro.  En ellas, los críticos decían que el personaje de Molina, del Beso de la mujer araña, es Puig. ¿Le dijiste eso a alguien?

Puig: No, e incluso me enojé por eso. De esa manera, están queriendo decir que soy homosexual, que tengo una obsesión con lo femenino y que soy corruptor de menores.

 

Alceste: ¿Es por eso que no te gusta que te comparen con el personaje de Molina?

Puig: ¡No soy Molina! Tenemos muchas cosas en común, pero… ¡no soy él!

 

Aguinaldo: Como tampoco sos el personaje de Valentín…

Puig: ¡Mucho menos Valentín! (Risas generales. Es una pausa para situar a quienes aún no leyeron el libro: Molina es un mariquita, Valentín es un zurdo convicto. Los dos están presos en la misma celda de una cárcel argentina, ¿entienden el drama, queridas?)

 

Francisco: Pero cada uno de ellos tiene un poco de vos…

Puig: Bueno, mis protagonistas siempre son una posibilidad mía; las mujeres y los hombres. No podría tener un protagonista torturador, por ejemplo. Uso cada personaje como una forma de enfrentar mis problemas: a través de ellos creo tener más coraje, más valor para analizar estos problemas, que directamente en la vida. Entonces, mis protagonistas son siempre posibilidades mías. Por eso, un torturador no podría ser protagonista de una de mis novelas; podría estar allí, tal vez como un elemento importante para la acción, pero como no comprendo este personaje, no puedo desarrollarlo.

 

Alceste: Pero reconocés, entonces, que tenés cosas de Molina y de Valentín…

Puig: Es posible…

 

Alceste: Más de Molina, ¿no? ¿Cuáles serían esas cosas?

Puig: Bueno, escribí esta novela porque necesitaba un personaje que defendiera el papel de la mujer sometida. (Otra pausa. Puig desiste del portuñol y anuncia: “Voy a decir todo en español, ¿está bien?”. Leila y Aguinaldo se miran seriamente, ya que uno de los dos después tendrá que desgrabar la cinta…). En ese momento, no estaba decidido a trabajar con un protagonista homosexual. Lo había postergado siempre, por una razón muy obvia: es que los lectores heterosexuales tenían tan poca información sobre lo que era la homosexualidad, que me parecía difícil hablar del tema. Después de todo, siempre se fabrica un personaje con la complicidad del lector, ¿no? Entonces, contaba con lectores que tenían poca información sobre el tema y por eso, directamente, prefería no abordarlo. Pero lo que me interesaba poner en debate era el papel de la mujer sometida, y solo se me ocurrió un personaje que podría representarlo: ¡era un homosexual con una obsesión por lo femenino! Eso también me llevó a incluir las notas al pie de página en el libro, para que el lector pudiera situarse mejor delante del personaje de Molina. Sí, porque existen muchas cuestiones sexuales que aún no están claras y una, sin duda, es la cuestión de la homosexualidad. Hasta hace pocos años no se sabía nada sobre esto; solo hace unos diez años comenzaron a aparecer libros, investigaciones, hubo más información. Otra cuestión: ¿quién sabe algo sobre la sexualidad de la mujer después de la menopausia? ¿Quién sabe exactamente qué sucede con ella? ¿El placer sexual disminuye, aumenta? ¡Es un misterio!

 

Leila: ¿Ya pensaste en escribir un libro sobre esta cuestión?

Puig: No sé, nunca lo había pensado.

 

Aguinaldo: Pero entonces El beso de la mujer araña no es un libro de Manuel Puig sobre la homosexualidad. ¿Creés que todavía les debés ese libro a tus lectores?

Puig: Bueno, aunque ésta no haya sido la intención inicial, creo que el libro terminó convirtiéndose en una discusión sobre la homosexualidad. Ahora, mi próximo proyecto es un libro sobre un muchacho brasileño… (Risas generales. Alguien, no identificado, proclama: “Ese personaje, Puig, lo conocemos muy bien”).

 

Francisco: No estoy de acuerdo con Aguinaldo. Creo que El beso de la mujer araña es un libro sobre la homosexualidad, sí. Y no hay nadie más homosexual que este Molina. Diría, incluso, que es autobiográfico. Por ejemplo: las películas que cuenta, que las vi todas…

Puig: ¡No son mis mitos!

 

Francisco: … Ya sé que no son. Esas películas las viste en la adolescencia, ¿no?

Puig: En la infancia…

 

Francisco: Me acuerdo de todos: La mujer pantera…

 Puig: Ese lo usé todo. La vuelta de la mujer zombi, también. De Sin milagro de amor, solamente usé la primera parte: la segunda era tan mala que la reescribí, quiero decir, Molina la reescribió. El de la alemana la inventé.

 

Francisco: ¿Pero no es El judío errante?

Puig: No, la inventé. Pero mirá bien: estas películas no son mis mitos, sino de Molina. Mi cine preferido es aquel de los primeros años de la década de 1930, cuando los géneros cinematográficos aún no estaban completamente establecidos y aparecían mezclados en la misma película: Sternberg, Lubistch, etc.

 

Aguinaldo: En Brasil, ya podemos decir que hay una tradición de novelas homosexuales, o que abordan el tema. ¿Sabés de algo parecido en Argentina? Por ejemplo: hay una novela de Julio Cortázar, Los premios, que tiene un personaje homosexual.

Puig: Bueno, no soy la mejor fuente para hablar sobre eso, porque mis lecturas son muy limitadas. No me da vergüenza decir eso, porque mi formación fue otra, fue cinematográfica. Me resulta muy difícil concentrarme con la lectura. Trabajo todo el día, y a la noche, si decido leer un libro de ficción, me da ganas de reescribirlo. Por eso, prefiero leer biografías, ensayos, etc. Ficción, nunca. (En este punto de la entrevista, la media docena de escritores presentes se marchitan por la decepción; el que esperaba ofrecerle uno de sus libros a Puig desiste en ese momento). La lectura, para mí, solo si no tiene estilo; porque, si lo tiene… ¡ay!, me vengo en ese momento, agarro la lapicera y empiezo a arreglarlo…

 

Aguinaldo: Es cierto, te preparaste para hacer cine. ¿Y cómo terminaste en la literatura?

Puig: Bueno, en realidad, estaba escribiendo un guion. No sé bien en qué momento ese guion se transformó en telenovela (Boquitas pintadas fue el primer libro de Puig), porque fue algo que sucedió solo. Creo que fue porque, por primera vez, estaba trabajando con material autobiográfico. Antes, en mis guiones, hacía copias de películas antiguas; me apasionaba copiar, y no crear. Pero, cuando decidí escribir un guion a partir de un tema autobiográfico, necesité mucho más espacio, y así surgió una telenovela.

 

Alceste: ¿Fue una cuestión de comodidad, entonces?

Puig: No, de exigencia del tema: me pidió un tratamiento analítico, y no sintético. Eso solo sería posible en una telenovela.

 

João Carneiro: Volviendo a esta historia de que no te gusta leer, ¿cómo es que hiciste esa investigación sobre la homosexualidad incluida en las notas al pie de página de El beso de la mujer araña, entonces?

Puig: Bueno, eso no me costó nada, porque no era ficción. Mi problema es solo con la lectura de ficción.

 

Alceste: Pero, ¿cuál fue tu intención al poner esas notas en el libro?

Puig: Ya lo dije: fue explicar mejor el personaje de Molina. Mirá, pensé particularmente en la España de Franco; en esos jóvenes de provincia, que estaban saliendo de toda esa represión, que nunca habían leído ni siquiera a Freud… No sabían nada sobre homosexualidad, ¿cómo iban a entenderlo a Molina sin esas notas?

 

João Carneiro: Para mí, escribiste un libro que no es solamente sobre homosexualidad, sino también sobre la sexualidad: lo que se discute en tu libro es la cuestión sexual. Creo que es muy importante esta salida del gueto…

Puig: Ah, sí, me preocupa mucho esta cuestión del gueto, principalmente por el tiempo que viví en Nueva York. Ahí se crean verdaderos guetos, y no creo que esta sea una solución correcta para el problema. Esto ya sucede con esta forma limitada de sexualidad que es la heterosexualidad: los heterosexuales tienen sus propios espacios, por ejemplo. Creo que es una locura pensar que este es un patrón a seguir, es decir, que los homosexuales también creen sus propios espacios y se aíslen en ellos.

 

João Carneiro: De cualquier forma, me parece que en el libro articulás a la celda como un gueto doble: el gueto de una sexualidad alienada y el gueto de una militancia política alienada. Y ahí es donde, para mí, hubo una contradicción: terminas liberando mucho más al militante político que al homosexual… En el libro, Molina termina casi tan alienado como cuando empezó, solo sirve de instrumento para la liberación de Valentín.

Puig: Bueno, ese tipo de homosexual, con la edad de Molina, ya tiene ciertos valores establecidos, una cierta formación de la que no se puede librar. Lo terrible de la sexualidad, me parece, es que, a partir de cierta edad, cristaliza algunas formas eróticas, algunos moldes eróticos de los que difícilmente se pueda salir.

 

Alceste: En este punto, tu libro es perfecto: describís a Molina con características muy conservadoras. Por ejemplo, hay un momento en el que está hablando del mozo, de su novio. Valentín le pregunta: “¿Está casado?”, y él le responde: “Sí, es un hombre normal”.

Puig: Es cierto: no tiene dudas sobre sus mitos. Cree en el macho, es un macho lo que quiere.

 

Leila: Tus libros siempre fueron muy bien recibidos por la crítica. Pero, en relación con El beso de la mujer araña, noto cierta severidad. ¿A qué le atribuís eso?

Puig: Bueno, encontré muchas dificultades para publicar este libro. En España no, porque vendo mucho allá, y el editor sabía que iba a ganar dinero con el libro. Sin embargo, en Italia no, por ejemplo. Allí mi editor era Feltrineli, que es de la editorial más de izquierda, y rechazó el libro.

 

Aguinaldo: ¿El libro llegó a venderse en Argentina?

Puig: No, está prohibido. Ya me había ido hacía siete años cuando El beso de la mujer araña se lanzó en España. Me fui después de que prohibieron otro de mis libros, The Buenos Aires Affair: ahí empezaron los problemas. Eso fue en el gobierno de Perón, pero después la Junta Militar del General Videla renovó la prohibición. Ah, volviendo a las dificultades: Gallimard, en Francia, también rechazó el libro. En cuanto a los críticos, siempre repetían lo mismo: decían que era demasiado sentimental, etc. Pero es un libro con suerte, porque las personas lo leen: funciona para el lector promedio.

 

Aguinaldo: ¿Se vendió como tus otros libros?

Puig: Se vendió más.

 

Alceste: Además de ese mensaje para la izquierda, que colocaste en el personaje de Valentín, siento que en tu libro hay un mensaje para los católicos, a través de todos los valores tomistas que el mismo Valentín carga dentro de él. Por ejemplo, cuando los dos discuten sobre qué es ser hombre, dice que ser hombre es no humillar al prójimo, es respetarlo, etc. Ahí Molina comenta: “Eso no es ser hombre: es ser santo”.

Puig: Bueno, eso lo tomé de una persona real.

 

Alceste: ¿Quiere decir que Valentín existió?

Puig: En parte. No tenía ningún contacto con la guerrilla argentina. Pero, en mayo de 1973, cuando liberaron a algunos presos, un amigo me llevó con ellos, y entonces hice una investigación, ya con la intención de escribir el libro. En realidad, pensé en hacerlo a fines de 1972, dedicado especialmente a un amigo mío. Porque mis libros también tienen esa intención: los escribo porque quiero mostrarle a alguien que está equivocado sobre un determinado tema. Pasó eso con La traición de Rita Hayworth. Un amigo, compañero de cambios en el cine italiano, me decía: “Ah, qué cosa, nosotros con nuestra formación de espectadores infantiles, dominados por una madre que nos arruinó la vida…”. Y yo le respondía: “¡Fue tu padre quien te arruinó la vida!”. Sí, porque todos los que tenían problemas culpaban a las madres sobreprotectoras, mientras que los padres indiferentes quedaban libres de toda culpa. Entonces, me levanté y dije: “¡Basta! ¡Hay que defender a las santas!”. Y como esa persona era muy inteligente, tenía una dialéctica arrasadora, me llené de rabia y escribí el libro. En el caso de El beso de la mujer araña, lo escribí para una persona que una vez me dijo: “¡Y vos sabés lo que es ser hombre!”, era un mexicano… (Puig es muy enfático en toda esta parte de la entrevista; amortigua las palabras con una mímica riquísima y transforma a los entrevistadores en una platea, causando en ellos la reacción que le parecía más conveniente. En esta parte, todos ríen). Bueno, el hecho es que tengo un raciocinio lento; muchas veces escucho una cosa de esas y no sé qué responder en el momento. El resultado es que, después, el resentimiento crece de tal manera que explota en un libro…

 

Alceste: ¿Y en cuanto al libro sobre el muchacho brasileño? ¿A quién le vas a responder?

Puig: No puedo decirlo. (La respuesta evasiva está acompañada por una mímica especial: hace como si se pusiera algunas horquillas en el cabello).

 

Francisco: (irónico) Ah, entonces es eso, ¿no?

Puig: Pero antes de escribirlo, ya tenía otro libro listo: Maldición eterna a quien lea estas páginas. Y uno que fue publicado después de El beso… El título es Pubis angelical.

 

Francisco: Estás viviendo en Brasil, ¿no? Y estás trabajando en una versión teatral de El beso… ¿Podemos hablar de eso?

Puig: Bueno, siempre me fascinó Brasil. Cuando todavía estaba en Argentina, siempre que viajaba a Europa o a Estados Unidos, arreglaba para parar en Brasil. Hay una cosa brasileña que siempre me fascinó: la posibilidad de ser espontáneo, algo que les cuesta mucho a los argentinos.

 

Francisco: A vos no te cuesta tanto; sos muy espontáneo.

Aguinaldo: ¿Pero fue solo por eso que viniste a vivir a Brasil?

Puig: Ah… Uh…

 

Alceste: ¿Alguna historia de amor?

Puig: Ah… Uh… Bueno, en otros países también hay gente linda. Pero aquí hay una combinación muy especial. Además de eso, mis problemas de salud: tengo que hacer ejercicio, ir a la playa todo el día y, para mí, es muy difícil vivir en una ciudad pequeña. Río es la única ciudad grande que conozco con playas. (La explicación no convence; todos protestan; alguien dice que Puig está evitando el tema; Alceste no podía ser más explícito; pregunta con su voz impresionante: “¿Fue por un muchacho? Puig: “Ah… Uh…”)

 

Aguinaldo: ¿Y ese cambió interfirió de alguna forma en tu trabajo?

Puig: Al contrario, trabajé bastante. Tanto que pretendía escribir algo sobre Argentina, pero ahí un personaje se metió en el medio de mi trabajo.

 

Leila: El muchacho…

Puig: Ah… Uh… En cuanto a la versión teatral de El beso de la mujer araña, quien me buscó aquí en Brasil fue Dina Sfat. En Italia ya había hecho una, que tuvo mucho éxito. Cuando Dina me buscó aquí en Brasil, me terminó contagiando su entusiasmo en relación con el trabajo. Empezamos a hablar sobre ellos, y hablamos tanto que terminé haciendo la adaptación: ya está lista, y Dina la va a producir y a dirigir.

 

Leila: Volviendo al principio: dijiste que en El beso… querías hablar de la cuestión de la mujer sometida. Ahora que la obra está lista, ¿creés que esa intención aún sigue en pie o terminó diluida en un proyecto más amplio? ¿Hubo alguna reacción por parte de las feministas, por ejemplo, en cuanto al libro?

Puig: No, creo que esa intención permaneció en primer plano, porque las mujeres son las principales defensoras de la novela. Primero, me gustaría decirte cuál es mi concepto de lo femenino. Para mí, se resume en tres cosas: sensibilidad, reflexión e inseguridad. Esta última, también, como una virtud. Más precisamente, mi último libro, Pubis angelical, es una discusión feminista: es la historia de una joven que se encuentra con la revolución sexual, y que reacciona como puede, no como quiere. En los dos casos, elegí protagonistas débiles. Molina es débil, hay homosexuales mucho más fuertes que él, más lúcidos, etc. La mujer de Pubis angelical tampoco es la mujer más inteligente. Mi intención, con eso, es hacer que el lector perciba el problema de los personajes y reaccione en relación con este.

 

Marcelo: Pero Molina, dentro de su fragilidad, de su alienación, logra enviar su mensaje.

Alceste: Y después, ese tipo de homosexual existe…

Francisco: Y es conmovedor en su fragilidad…

Aguinaldo: No creo que sea frágil; creo que es paciente…

Puig: Pero un grupo de liberación homosexual norteamericano me pidió que hiciera un personaje fuerte…

 

Aguinaldo: Creo que este tipo de homosexual activista, convicto, que es frágil, termina siendo igual a Valentín…

Leila: ¿Dónde viviste?

Puig: Antes, estudié cine en Italia. Después, en esta fase de exilio, viví en México, en los Estados Unidos y en España.

 

Leila: ¿En estos países mantuviste contactos con grupos homosexuales? ¿Cómo ves a estos movimientos?

Puig: Siempre de forma muy positiva. En los Estados Unidos, solo existe esa tendencia hacia la separación, hacia el gueto. Creo que no se debe perder de vista el fin último de la liberación, que es la sexualidad total. Está bien, vamos a defender una posición de minoría atacada, unirse para defenderse mejor. Pero no pensemos que este es el punto final. Porque así los heterosexuales también tendrían razón al defender sus posturas cerradas.

 

João Carneiro: Dijiste que a un grupo homosexual norteamericano no le gustó la fragilidad de Molina; querían un homosexual fuerte. Bueno, aquí en Río, tu libro se discutió mucho en los grupos, y noto una solidaridad muy grande de las personas en relación con el personaje. Me parece que lo más importante de tu libro, en ese aspecto, es que deja bien claro que es inevitable un diálogo entre homosexuales y heterosexuales. ¿Podrías hablar de eso?

Puig: El problema con los norteamericanos está en una valorización tal vez inconsciente de lo masculino. Para mí se trata de una equivocación, pues lo que se debe hacer es reivindicar el aspecto positivo de lo femenino. Porque de machos…

 

Aguinaldo: … ¡ya estamos hartos!

Puig: Claro, ¡ya tenemos demasiado con los dictadores, con sus hipocresías!

 

Alceste: Siempre creí que esa fijación de los gays norteamericanos en lo masculino es una cosa muy de derecha. No sé si estás de acuerdo.

Puig: Totalmente. Para mí, eso es fascismo.

 

Alceste: Incluso los dictadores toman esa misma postura: son todos “muy machos”, ¿no?

Puig: Es que para los americanos también es muy difícil elaborar la cuestión de lo femenino, porque tienen elementos muy fuertes de matriarcado. En nuestros países, no: la mujer siempre estuvo del lado de los perdedores.

 

Francisco: La mujer es un misterio tanto del lado heterosexual como del lado homosexual.

Leila: Sí. Sigue estando oprimida en los dos lados debido a una mentalidad patriarcal que hace que esté oprimida en cualquier lugar donde esté.

Aguinaldo: Es un misterio. Un día estaba hablando con una persona heterosexual sobre el órgano genital femenino. Ahí recordé un detalle que él desconocía. Entonces le pregunté: “Pero… ¿cómo? ¿Nunca trataste de ver cómo es?” Y me dijo: “No. Yo como, pero no miro…”

Leila: ¡Qué horror!

 Aguinaldo: Quiero decir, el tipo vive proclamando que le gusta la concha, ¡pero en realidad le tiene pánico!

Leila: Ahora vas a viajar, ¿no?

Puig: Sí, a los Estados Unidos. Tengo un taller literario en la Universidad de Columbia.

 

Alceste: Ya que entre tus planes está el libro sobre el tal muchacho brasileño, pregunto: ¿qué pensás del hombre brasileño?

Aguinaldo: ¿Incluso físicamente?

Alceste: ¡Claro!

Puig: Ah… Uh…

 

Leila: Llegaste acá en carnaval, ¿no? ¿Saltaste mucho?

Puig: No. Mi samba tiene una coreografía muy influenciada por Hollywood. Carmen Miranda, etc. Acá me miran con un gran desprecio cuando empiezo a bailar…

 

Aguinaldo: ¿Todavía vas mucho al cine?

Puig: Sí. Pero creo que el realismo arruinó el cine. Películas como La luna y All that jazz me hacen llegar a la conclusión de que el cine puede ser la última forma de tortura.

(Acá empieza una larga discusión sobre el cine; se habla de cine brasileño. Puig informa que, después de la entrevista, pretende ir al Cine Orly, en Cinelândia, para ver República dos assassinos. Alceste le dice que en Orly las personas nunca miran las películas, hacen otras cosas. Puig sonríe, feliz. Alguien le pregunta si vio una película brasileña reciente, que tuvo un gran éxito. Dice que sí. Ante otra pregunta: “¿Qué te pareció?”, pide antes de responder, que apaguen el grabador)

 

João Carneiro: Ya hablamos de esto acá, de otra forma, pero me gustaría insistir: me parece que en tu obra existe un mensaje cristiano. ¿Tuviste una formación cristiana?

Puig: Bueno, me interesa lo del mensaje de Cristo, el rescate de lo femenino. Cristo tomó mucho de ese lado femenino, la dulzura, la suavidad. Pero la Iglesia nunca enfrentó ese hecho. En cuanto a la formación cristiana, no sé…

 

Aguinaldo: ¿Te buscaron estudiantes brasileños interesados en tu obra? ¿Cómo fue tu contacto con ellos?

Puig: Oh, esa relación recién empieza. Me interesa ponerme en contacto con el personal del cine. Hay una película de la que escribí el guion: se filmó en México y el protagonista es un travesti; ganó premios en festivales internacionales, etc…

 

Adão: Esa película estaba por salir acá; era de Pelmex. La cooperativa que compró Ricamar, prometió hacer una premier, pero después nadie dijo más nada del tema.

Aguinaldo: Hola, hola, personal de la cooperativa: ¿qué les parece lanzar esta película? Les garantizamos el éxito… Escuchá, Puig, ¿cuántas horas trabajás por día?

Puig: Ah, todo el día. Porque tengo muchas traducciones, muchas revisiones, mucha correspondencia.

 

Aguinaldo: Pero si trabajás prácticamente todo el día, ¿cuándo hacés las otras cosas?

Puig: Creo que trabajo tanto porque no tengo mucha facilidad para lograr las otras cosas…

 

Leila: No te creo… Bueno, ya casi se está terminando la cinta. El diario, como sabés, está dirigido a las minorías, ¿hay alguna cosa que quisieras decir especialmente? Algo dirigido a las mujeres, a los negros…

Puig: Decís negros. Bueno, cuando surgió el tema de “por qué elegí Brasil para vivir” etc., bueno, supongo que esta diferencia que hay acá en relación con Argentina, esa posibilidad de ser espontáneo, diría incluso cierta alegría de vivir, tiene que ver con…

 

Francisco: La sangre negra…

Puig: Sí… porque supongo que el inconsciente colectivo de la raza negra es más saludable, porque estuvo menos siglos expuesto a una cultura represiva.

 

Alceste: Qué gracioso, todos los extranjeros llegan aquí y encuentran esa supuesta alegría de vivir…

Puig: Pero eso me parece que es una cosa, una contribución de la raza negra:esta representa una sabiduría ancestral. Quería hablar sobre esto para terminar. Ahora, repitiendo lo que dijimos sobre la fascinación de los homosexuales norteamericanos en relación con el elemento masculino, es bueno terminar diciendo que de los machos…

 

Aguinaldo: ¡Ya estamos hartos!

(Un coro alegre cierra la entrevista. Todos juntos: “Así es”)

 

[i] N. de la T.: seguidores de la revista.


[1] Las cartas que cuentan estos contratiempos son las que se escriben en febrero de 1980, véase: Puig, Manuel, Querida familia. Cartas americanas. New York (1963-1967) Rio de Janeiro (1980-1983), Buenos Aires, Entropia, 2006, Tomo II, p. 298.

[2] “En este momento deben estar tipeando la tercera versión del guion. Cuando me vine para acá la dejé lista para mecanografiar. Supongo que a mi regreso ya estará acabada.

—¿Qué importancia le asignas a la escritura del guion?

—Para mí es fundamental. Un guion es una cosa muy particular, tiene su propio proceso de maduración: 6 meses, por lo menos. Cuando hicimos el primer guion creímos que habíamos encontrado una solución para la novela. Pero lo leímos y sentimos la necesidad de hacer un segundo libro. De éste salieron un montón de ideas para un tercero. Y si siguen saliendo cosas hay que seguir escribiendo guiones”, en “El poder de la ficción. Entrevista con Héctor Babenco”, Cine Libre, no. 1 (octubre de 1982), p. 57.

[3] Puig, Manuel, Querida familia. Cartas americanas. New York (1963-1967) Rio de Janeiro (1980-1983), Buenos Aires, Entropia, 2006, Tomo II, p. 361.

[4] “El poder de la ficción”, Op., Cit. p. 57.

[5] “El poder de la ficción”, Op., Cit. p. 58.

[6] Agradezco la generosidad de Gonzalo Aguilar que, mientras preparaba su investigación sobre la cultura brasileña de los años ochenta, me acercó la entrevista de la revista Lampião a la que hago referencia en este trabajo.

[7] Para una caracterización de la revista en el marco de la cultura gay brasileña, véase: Dunn, Christopher, “Gay Desbunde”, en Contracultura. Alternative Arts and Social Transformation in Authoritarian Brazil, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2016, pp. 185-192.

[8] “Saindo do Gueto”, en Lampião da Esquina, no. 0 (abril de 1978), p. 2.

[9] Link, Daniel, “1973”, en Clases. Literatura y disidencia, Buenos Aires, Norma, 2005, p. 334.

[10] “Manuel Puig fala quase tudo”, en Lampião da Esquina, no. 28 (septiembre de 1980), p. 12.

[11] Op. Cit., p. 12.

[12] Op. Cit., p. 13.

[13] Op. Cit., p. 13

[14] Op. Cit., p. 12.

[15] Op. Cit., p. 12.

[16] Schwartz, Jorge “O insólito rendez-vous de María Félix com Che Guevara”, en Lampião da Esquina, no. 27 (agosto de 1980), p. 20.

[17] Schwartz, Jorge, Op. Cit., p. 20.

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Nachleben del bingata. Vuelta a la vida de la cultura visual okinawense

 

Por: Manuela Trejo Arakaki[i]

Imagen: «Desfile del Centenario de la Inmigración Okinawense (2008). Kimonos bingata en primer plano», de Silvina Gottschalk.  

 

Aquella vez, en 2008, que los colores del bingata en los atuendos de baile okinawense desfilaron por la Avenida de Mayo, tal vez se inició una nueva etapa histórica en la comunidad nikkei argentina. El imaginario de “Japón en Buenos Aires” no representa lo que allá se entiende como la cultura del Imperio Nipón, sino que está teñido por las tonalidades del otrora Reino de Ryukyu. En este artículo, Manuela Trejo Arakaki abre el Dossier «Estudios Inter-Culturales Nikkei / Niquey: Nuevas perspectivas entre Japón y América Latina», dirigido por Paula Hoyos Hattori y Pablo Gavirati, con una -bellamente escrita- iniciación al estudio del bingata como soporte de la identidad uchinaanchu.

 


 

El bingata no pasa desapercibido: el color estalla en su punto más alto de saturación y cristaliza su fuerza cuando se recorta sobre la tez maquillada con blanco de las bailarinas. Es puro color, imposible de eludir con la mirada; un estímulo amarillo enmarcando el ensamble de formas que luchan entre sí para mostrarse en la estridencia. Es vital, vital. El ushinchi* no es una prenda: es el traje ceremonial del baile de la corte, encierra en su materialidad el sello de la opulencia, la distinción, la exclusividad. Todo aquello irradiando extático en el movimiento pausado pero continuo del cuerpo y la tela, ofreciéndose a los dioses. Sobre la gran extensión amarilla —como un fondo bizantino, habilita un espacio supraterrenal donde los símbolos habitan juntos, pero unidos no por los elementos naturales sino porque forman una dimensión ideal— van derramándose, desde arriba, en los hombros de aquellas mujeres, primero los árboles y el viento, después las plumas de los pájaros que caen enredados en los helechos, quizás, sobrevuele un faisán de cinco colores, resabio de una antigüedad sumida bajo el poder de China, el Imperio Celeste.

Okinawa, isla subtropical del Océano Pacífico, situada al norte de Taiwán, al este de China, al sudeste de Corea y al sur de Japón, casi de forma equidistante; hoy perteneciente a Japón, pero en la antigüedad supo ostentar el nombre de Reino de Ryukyu. En este kimono bingata se siente el clima caliente y húmedo de esa tierra, el mar y el cielo, que todos juntos hacen brotar el magma dulce de las piñas, suavizadas apenas se tocan con las flores de durazno. Y de repente, la calma. Hay un vacío que nos hace respirar, aunque el aire sea denso y cargado de sol. Porque a la altura del suelo se encuentra el mar, las olas turquesas jugando como rulos van escalando en los tallos largos de los lirios, que son verdes porque están vivos, y que coronan cada uno una flor roja, blanca, rosa. Irrigan los campos de cultivo, esbozados como cuadrículas, al igual que el kanji* ‘ta’. Por último, asoma el rojo desde el interior del kimono, inyectando la sangre, golpeando junto con cada pulsación de la cuerda del sanshin*.

Una vuelta a la vida del Reino de Ryukyu, en aquel kimono. El bingata es un textil que se remonta al siglo XV, momento de la unificación del Reino de Ryukyu (1429-1879). Durante estos siglos la isla constituyó un enclave comercial de intercambio con diferentes zonas del sudeste asiático, con la subsecuente penetración de diferentes productos culturales que incidieron en las tradiciones locales. El bingata germinó en ese momento, a partir de la confluencia de saberes provenientes de otras regiones con las técnicas y las formas de Ryukyu. Este textil se realiza a través de un sistema manual de teñido sobre patrones, que representan de manera idealizada la flora y la fauna okinawense. Las figuras se agrupan y se expanden sobre un fondo liso, a menudo de color, como si estuviesen sustraídas del espacio terrenal y vueltas a resituar en un plano ideal. Se ubican en relación al medio circundante al que pertenecen, permitiendo la coexistencia de capas expresivas y formando así diferentes escenas en una misma tela. El cuadro que presentan no es narrativo sino que crea un entorno supraterrenal que eleva a los elementos hacia un hábitat cargado de significación. En sus orígenes, los colores y las figuras designaban el estatus social y estaban fuertemente regulados por la corte de Shuri —antigua capital del reino—, subsistiendo hasta su abolición junto con la familia imperial y su corte. La antropóloga Sumiko Sarashima y su minucioso estudio sobre el bingata, nos ofrece una perspectiva diacrónica de este arte superviviente: a lo largo de la historia de Okinawa —desde la incursión de Satsuma (1609), pasando por la anexión como prefectura japonesa en la era Meiji (1879) y su proceso de absorción formal al imperio— se conservó como una producción tradicional y autóctona de la región sin parangón con otras técnicas textiles japonesas.

Sin embargo, en el siglo XX apareció una tercera potencia en la arena: la milicia norteamericana. A partir de la Batalla de Okinawa en 1945, la isla sureña cayó bajo su dominio y comenzó un derrotero de disputas imperiales, sometiéndola a los intereses estratégicos políticos y militares de los gobiernos japonés y norteamericano. Desde 1952 hasta 1972, la prefectura de Okinawa quedó bajo la administración fiduciaria estadounidense. Al enfocar sus esfuerzos en una rápida recuperación económica luego de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno japonés había dejado en manos norteamericanas la función de defensa, motivada en parte por el estallido dos años antes de la Guerra de Corea. Sin embargo, si bien Japón recuperó la soberanía de las islas del sur en 1972, aquellos enclaves militares no fueron desterrados de Okinawa. Se denomina “problema de Okinawa” a esta presencia residual pero activa de la ocupación militar norteamericana, que se remonta al contexto de la Guerra Fría y que aún hoy constituye una fuente de tensión entre el Primer Ministro y el gobierno de la prefectura.

Nueva vida para el bingata

"Estampilla postal de las Islas Ryukyu. c.1967". Fuente: Flickr.

«Estampilla postal de las Islas Ryukyu. c.1967». Fuente: Flickr.

A través de los sellos postales y souvenirs destinados a las familias de los militares estadounidenses que moraban en las bases, el bingata resurgió en soportes novedosos. Fue un momento de grandes cambios estructurales, entre ellos se comenzó a tejer una imagen exótica y paradisíaca de Okinawa. Tal como señalan los estudios de Mike Perez acerca del turismo, la administración norteamericana en la isla realizó una operación deliberada sobre la “identidad”: se retornó al nombre oficial de Ryukyu y se reforzaron las particularidades culturales regionales —también en el periodo Edo, el gobierno central de Japón estableció un reglamento estricto acerca de cómo debían vestir las caravanas provenientes de Ryukyu en su visita anual a la corte: su función era resaltar el exotismo de aquella cultura—. Este programa tuvo la intención de acrecentar la brecha cultural entre Okinawa y Japón. En palabras de Rancière, la relación de interdependencia entre las esferas de la política y la estética determina la reconfiguración del reparto de lo sensible, haciendo visible aquello que no lo era. En estos años se crearon espacios para el despliegue de las danzas, la música y las artes visuales: se revitalizó el arte de la era del Reino, marcando un punto de inflexión en el retorno a la identidad uchinaanchu (okinawense). Esa estratagema de la administración norteamericana fue eficaz porque caló en un deseo latente, el deseo de reivindicar como propio un pasado esplendoroso y único; tuvo un efecto tangencial que sus actores capturaron, para movilizar la reconstrucción de su historia colectiva.

En 1973, Okinawa es devuelta a Japón. Pero un rasgo sobrevivió: la estandarización de la cultura visual, folclórica, de Okinawa, se consolidó como estrategia económica, vinculada al turismo como fuente privilegiada —y deseable— de ingresos[ii]. La activación del turismo como principal atractivo de la isla necesita de esta delimitación concreta de la “diferencia cultural” para recrearse y ofrecerse como producto. Sin embargo, esta cultura visual, en el recorrido que realizan sus imágenes al ser enviadas al mundo, es también aprehendida por la comunidad uchinanchu de ultramar (los migrantes y sus descendientes asentados en diferentes partes del mundo) y resignificada en su discurso imaginario. Esta estrategia política y económica termina materializándose en un corpus visual que trasciende la instancia nacional. ¿Cómo se pasa de una imagen emitida desde el gobierno central de Japón, imagen reificada de Ryukyu y su pasado mítico (pre anexión como prefectura), de una isla tropical pacífica, hasta la apropiación por parte de la comunidad uchinanchu transnacional de esas imágenes, resignificándolas como una matriz en común, susceptible de albergar la memoria colectiva?

La apropiación que realiza la comunidad uchinanchu transnacional de la imagen del bingata, aporta un elemento importante de identificación que refuerza la cohesión de sus miembros dispersos globalmente. Desde su origen en el Reino de Ryukyu hasta su desmaterialización en la era digital, esta forma se activó en sus diferentes etapas como un vector formativo de identidad comunitaria. La comunidad uchinanchu recuperó la imagen del bingata entramándola en su corpus visual de representación como comunidad. El estatuto visual es importante porque permite sortear el salto de la traducción. Por el carácter transnacional de la comunidad las diferentes lenguas dispersan una posible cohesión, y en esa torre de Babel la imagen se inscribe como vehículo del saber. La imagen ocupa el lugar del logos. Se independiza de su soporte y emerge de los intersticios que se abren en el entrecruzamiento de las culturas, erigiéndose como una visión resistente: el retorno a las prácticas sensibles de Ryukyu funciona como asidero en un contexto que despojó al sujeto de lo simbólico —la pérdida de la lengua uchinaguchi, de los nombres propios, de la historia—. Más aún, ese soporte queda latente en la imagen, porque es aquella potencia de su materialidad la que sigue inyectando el atributo de la sacralidad en todas las producciones posteriores; porque es necesario ese punto de contacto con el Reino de Ryukyu para validarlo como elemento de la memoria colectiva. Como postula Stuart Hall, la identidad no es una esencia sino una ficción que se construye, sin por ello perder eficacia: reafirmando su distancia con Hondou*, Okinawa puede validar su cultura autóctona regional y resignificarla. Aparece en sus dos dimensiones: la imagen bingata —en cualquier material, incluso digital— inmediata y su cuerpo en potencia, aquel que en la memoria fue un símbolo de la realeza y que, por lo tanto la activa como forma identitaria —idéntica, igual a la función original—. Cuando el lenguaje no es una puesta en común, lo visual es una dimensión que permite estructurar la cultura.

El caso de la inmigración japonesa en la Argentina tiene la particularidad de presentar un porcentaje mayor de okinawenses respecto a los inmigrantes provenientes de la isla principal de Japón. En este sentido, las representaciones que fueron configurando una cultura visual local de esta comunidad, provienen de dos instancias: primero, de la gran cantidad de inmigrantes okinawenses que se instalaron en el país y, segundo por aquel plan de revitalización de las raíces ryukyuenses que comenzó en el periodo de administración norteamericana y continuó luego de la “reversión” de Okinawa a Japón, también como un programa sistemático. El textil vehiculiza la tradición okinawense porque interpela directamente a través de un saber colectivo, las formas —de la flora, la fauna y la mitología— y sus colores típicos calan en un imaginario construido como tal a partir de la segunda posguerra. La naturaleza ficcional de ese proceso no implica la pérdida de verosimilitud con su referente: es el uso del pasado histórico del Reino de Ryukyu como lugar de anclaje, como instancia que permite apelar a un sustrato mítico, y como tal, maleable, de una identidad en formación constante. Esta identificación, visual en este caso, actúa cohesionando lo que en la modernidad implicó el fenómeno de las grandes migraciones, suturando la disgregación y aliviando de esta manera, la pérdida de un territorio donde agarrarse.

Nachleben: vuelta a la vida.

Nachleben der antike: la frase que signó el camino intelectual de Aby Warburg, su deseo puesto en la permanencia del pathos, aún luego de la tabula rasa cristiana; una corriente subterránea que irrigó la historia del arte occidental. Vuelta a la vida de la antigüedad pagana. Su obra disecciona en la diacronía ciertas imágenes que lograron vivir miles de años; nos señala con agudeza la permanencia, que unas veces se oculta pero que en otras épocas y otros lugares vuelve a desplegarse para instalar su presencia. La ninfa, el pathosformel o modelo de sentido que Warburg identificó como la prueba de un paganismo antiguo que resiste su muerte, habita solo en la tradición occidental europea. Sin embargo Warburg formuló algo más interesante: una lógica. Esto nos posibilita dar vuelta la pregunta por la recurrencia de las imágenes. Ellas no tienen vida propia, o no están dotadas de energía, incluso no portan la magia del arquetipo; el sujeto que las mira, sí. Habría que preguntar entonces, por qué los sujetos necesitan recurrir, nuevamente, a una misma imagen. ¿Cómo la dotan de energía?

El continuum que Warburg elaboró, nace en el paganismo antiguo y llega hasta nuestros días: una imagen —la ninfa— que no es más que una forma que condensa aquel pathos originario, y lo traslada investido, a través de diferentes épocas y sus diferentes concepciones universales. Esta imagen se encuentra en la superficie, porque ella misma es superficie, entonces ¿cómo se mantiene oculta, como opera a la vista de todos? La figura de la ninfa se enlaza con otros sistemas semióticos y produce nuevos sentidos. La vuelta a la vida de una forma, que nació hace siglos pero que en diferentes épocas volvió a activarse—cobró fuerza, es decir, volvió a ocupar un lugar privilegiado en la cultura visual de la sociedad— y, en otras épocas, se mantuvo dormida. Ese ocultamiento de sí misma tiene que ver con las posibilidades que habilita la forma y qué significados puede articular. Puede activar algo antiguo: la identidad ryukyuense, la construcción ficcional de los sujetos y sus representaciones culturales y artísticas. El bingata es la corte de Shuri, el apogeo del Reino, la prosperidad y los intercambios con las regiones asiáticas circundantes. Su mayor o menor circulación como imagen, su visibilización, su uso, no son azarosos. Carga en sí misma la potencia de ese legado que en última instancia significa: autonomía.

Esta imagen hace síntoma en el sentido que Warburg da a esta palabra. Pone en la superficie aquello que está oculto, rechazado de la experiencia del presente; desplaza algo del pasado aparentemente minúsculo, y lo saca a la luz como un elemento anacrónico. Ese presentarse de la imagen, tiene la fuerza de hacer chocar no solo espacialidades sino también temporalidades asincrónicas. El bingata comenzó su recorrido en el Reino de Ryukyu, pasó por Okinawa —la japonesa y la norteamericana— y ahora se presenta en la comunidad nikkei* uchinanchu. Genera una fricción y opera desde el interior de esa falla. Con-mueve las representaciones identitarias y les permite motorizar el proceso de reapropiación de su identidad. Hace síntoma porque atraviesa lo sensible (la cultura visual uchinanchu) e instaura allí algo del orden del deseo que permanecía oculto. El aplastamiento de la identidad okinawense por parte de los diferentes procesos de aculturación hizo mella en la historia, es decir, en la palabra; la dimensión visual del bingata posibilita y habilita otras formas de producción de conocimiento, de sentidos, de subjetividades.


[i] Licenciada en Artes (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Diplomada en Estudios Nikkei (Asociación Estudios Nikkei / Niquey).

[ii] En los años veinte, el movimiento Mingei originado en Japón también realizo un esfuerzo por reposicionar el arte de Ryukyu. Sin embargo, su postulado era otro: más cercano a la polémica entre las Bellas Artes y las artes decorativas, derivada del movimiento inglés Arts and Crafts liderado por William Morris, que tuvo su correlato en Alemania con la Bauhaus.

Glosario

Hondou: islas principales de Japón.

Kanji: ideograma de la lengua japonesa, proveniente de China.

Nikkei: En principio: palabra que designa a los descendientes de japoneses alrededor del mundo. (NdE: Leer la introducción del dossier para una breve discusión al respecto. Por lo demás es el tema de discusión central de la Diplomatura en Estudios Nikkei).

Uchinaa: nombre de Okinawa en su idioma.

Uchinaaguchi: idioma de Okinawa.

Ushinchi: tipo de prenda que se usaba en los bailes ceremoniales, similar al kimono japonés.

Sanshin: instrumento musical de cuerdas característico de Okinawa, que fue introducido desde China alrededor del siglo XV. En la actualidad, se sigue utilizando tanto en la música tradicional, como también fusionado con otros géneros musicales.

Cruces y aproximaciones entre lo humano y lo animal en Opendoor, de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued

Por: Bruno Nicolás Giachetti

Imagen: «Camilo y Cousteau», de Marcela Cabezas Hilb

Nuestrxs cuerpxs están atravesadxs por un orden normativo del que somos parcialmente conscientes: el Estado, la ciencia, el mercado y el espectáculo imponen ciertas reglas implícitas que se reproducen desde diversos dispositivos culturales. Ellos contribuyen a definir qué son vida y muerte, naturaleza y cultura, e incluso distinguen al hombre del animal bestializado, al que se supone completamente ajeno. En este texto, Bruno Giachetti (Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires) analiza con minuciosidad la fragilidad de estas fronteras en las novelas Opendoor (2006), de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued, poniendo el énfasis en la eficacia de la literatura como herramienta deconstructiva que explora las singularidades y anomalías de nuestras manifestaciones vivientes, y que se resisten a su normativización y conceptualización estática.


La literatura argentina de los últimos años presenta diversos cruces que desestabilizan las dicotomías hombre-animal, naturaleza-cultura y vida-muerte, desplegando un espacio inquietante que habilita una reflexión crítica sobre posibles formas de vida que no se ajustan a las taxonomías del discurso legal y la ciencia positiva.

Si la gubernamentalidad establece la administración del cuerpo social mediante técnicas y dispositivos de seguridad que protegen determinadas vidas y arrojan otras hacia la muerte (Foucault, 2006; 2013), podríamos considerar el giro animal que opera en el campo del arte y la literatura (Giorgi, 2014; Pedersen y Snæbjörnsdóttir, 2008; Yelin, 2013) como un cuestionamiento ético-estético, una redistribución del mundo sensible que permite pensar espacios comunes por fuera de los mecanismos que pretenden reducir y gestionar la heterogeneidad de lo viviente.

Las novelas Opendoor (2006), de Iosi Havilio, y Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued, vuelven problemáticas las fronteras entre lo humano y lo animal y también entre los cuerpos vivos y muertos, esbozando un umbral de indefinición en el que se resignifican los nombres, las funciones y las jerarquías socialmente consensuados.

En el caso de Opendoor encontramos una particular aproximación a la historia de la locura en Argentina, la conformación del discurso criminológico y la creación de la institución psiquiátrica “a puertas abiertas” Colonia Dr. Domingo Cabred. A través de una trama que indaga las tensiones del placer y el deseo frente a la norma heterosexual monogámica; la constitución de la propia subjetividad se desmorona en función de un exceso que problematiza las líneas divisorias entre la razón y la locura, lo real y lo onírico, la vida y la muerte.

Por su parte, Bajo este sol tremendo ofrece un entramado de relatos en los que emergen corporalidades humanas y animales en tránsito entre la vida y la muerte. El principio de la supervivencia del más apto de la teoría darwinista funciona como caja de resonancia en una historia de extorsiones, estafas y represión en la que la violencia sobre los cuerpos atraviesa el sueño y la vigilia. En contrapunto, el ajolote, que Cetarti —uno de los personajes centrales— recupera de la casa de su hermano, opera como amenaza a la teoría evolutiva, su estado larval pareciera interrumpir el devenir de la especie en virtud de una excepcionalidad que resiste el paradigma biologicista.

En las novelas de Havilio y Busqued la cuestión animal funciona como matriz de lectura de la cuestión humana. Lo animal no representa una alteridad radical frente al hombre, sino más bien un núcleo externo e interno a partir de cuyo reconocimiento social se inducen técnicas y mecanismos de domesticación-disciplinamiento-consumo-eliminación. La literatura propone un discurso contra-hegemónico en tanto traza marcos de percepción e inteligibilidad que socavan las verdades y clasificaciones del saber-poder institucionalizado.  A través de sus relatos y ficciones, se ensayan modos de nombrar la diversidad de las formas vivientes que en función de su singularidad, extrañeza, anomalía se vuelven inasignables para el discurso del saber, de la ley y de la política. Una búsqueda literaria que tiene lugar sobre ese límite inestable en el que cuerpos y palabras, ser viviente y ser hablante, el animal y el hombre se cruzan con su heterogeneidad. Esa zona humano-animal que crea la literatura desfigura el campo homogéneo de representación social, cultural y política instaurando una apertura de sentido, una mirada crítica tendiente a volver inoperante la maquinaria antropológica (Agamben, 2007) mediante una suspensión de los términos que no resuelve, sino que potencia las diferencias.

 

Discontinuidad y extrañamiento

Opendoor presenta la perspectiva de una mirada extrañada por la irrupción de una serie de acontecimientos inesperados que redistribuyen el ordenamiento del mundo sensible. La protagonista de la novela es una joven que trabaja en una veterinaria de la Ciudad de Buenos Aires mientras tiene una relación amorosa con Aída, quien en una tarde de paseo por La Boca, desaparece repentinamente para siempre. Poco sabemos del pasado y el futuro de la joven veterinaria, nunca se revela su nombre, su narrativa se desenvuelve en un presente puro. Frente a la pérdida del hogar y del trabajo que desencadena la desaparición de su pareja, ya no cuenta con un lugar a donde ir excepto la casa de un cliente de la veterinaria, Jaime, quien vive con un caballo viejo y enfermo en el pueblo bonaerense de Open Door. Allí el hombre trabaja como desmalezador en la colonia psiquiátrica que funciona bajo el sistema que tradicionalmente se denominó a puertas abiertas. Jaime lleva una vida de campo, simple y monótona; como a su caballo, que también se llama Jaime, se lo describe abatido, cansado de una vida de esfuerzos y trabajo. La protagonista ve en él a alguien de quien podría enamorase, se instala en ese hogar y paulatinamente se va convirtiendo en un ama de casa. Sin embargo, ese orden familiar que el vínculo con Jaime intenta restituir es amenazado no solo por la relación que la veterinaria entabla con Eloísa, una joven vecina que la visita asiduamente, sino también a causa de la búsqueda del cuerpo de Aída que no puede ser localizado por la policía e irrumpe en la casa de campo como fantasma.

El relato despliega un recorrido entre la ciudad y el campo a través de una mirada que trastoca la organización regular del tiempo y el espacio. La vida adquiere la forma discontinua de una cotidianidad excepcional en la que la confluencia de los cuerpos muertos/vivos, humanos/animales, vuelve inestable las distinciones entre el sueño y la vigilia, entre el caos y el sentido.

“Les criminels et les fous”

En la casa de Jaime hay un viejo ejemplar en francés del libro de Jules Huret De Buenos Aires au Grand Chaco, en cuyo capítulo “Les criminels et les fous” el viajero francés relata las condiciones del sistema penitenciario argentino hacia comienzos del siglo XX y también la historia y el funcionamiento de lo que en aquellos años se llamó la Colonia nacional de alienados. La protagonista lo hace traducir y comienza una obstinada investigación sobre ese espacio psiquiátrico que, a pesar de su sistema “a puertas abiertas”, establece una clara distinción entre el adentro y el afuera pues al ingresar da “la impresión de estar cruzando una frontera, en tiempos de guerra” (Havilio, 2006, 67).

A través del libro de Huret, que recupera el testimonio del creador de la Colonia, el Dr. Domingo Cabred, se reconstruye la historia de la criminología en Argentina; la novela indaga acerca de la conformación de ese dispositivo que hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX reunió a la medicina, la psiquiatría, la sociología, la etnología y otros saberes de las ciencias sociales alrededor del discurso, las prácticas y las instituciones dedicadas a la administración de la ley. Como sostiene Paola Cortés Rocca, la criminología constituye una utopía política que ocupa un lugar central en el proceso de constitución y de modernización de los Estados latinoamericanos: “sin violencia y sin coerción, entrega las herramientas científicas con las que distinguir entre la normalidad y la patología, entre el ciudadano y el que queda afuera de la nación, y también propone métodos para anticipar enfermedades sociales y curarlas” (2009, 335).[i] La idea de una Colonia a puertas abiertas en la que ningún muro restrinja el horizonte, “nada que limite la ilusión de la libertad absoluta” (Havilio, 2006, 128), condensa ese imaginario utópico-criminológico. La coerción y el encierro acentúan las desviaciones y las patologías que se pretenden corregir, sostiene Cabred, por eso, en ese campo abierto, donde se puede ir y venir, los internos “no piensan en escaparse […]: ¡Son libres!” (114).[ii]

La novela propone una singular aproximación a ese complejo espacio de intervención psiquiátrica que en el momento de su fundación contaba con veinticinco “alienados” y hacia el año 2000 alberga a unos mil novecientos sesenta y cuatro “locos” (168). Cuando la protagonista se introduce en la Colonia, su relato produce un quiebre en la configuración espacial, temporal e imaginaria. En efecto, un mediodía en el que acompaña a Jaime a realizar algunos trámites administrativos, la joven se pierde como si fuera un interno más en ese pequeño pueblo dentro del pueblo, “cuyas construcciones, árboles y calles transmiten la ilusión del tiempo detenido” (p . 101). Entre los internos aparece Bernardo Yasky, secretario del juzgado por la causa que investiga la desaparición de Aída, que con sus anteojos negros “tiene un aire ridículo, mezcla de moscardón y sietemesino” (p. 101); la conversación se vuelve confusa, Yasky le habla sobre el cuerpo de Aída que no aparece mientras otros cuerpos son encontrados pero no logran ser identificados por la policía. Después se acercan otros dos internos, uno que es la copia del secretario del juzgado, “Yasky en loco”, y Omar. Bernardo retoma su preocupación por la desaparición de Aída: “un cuerpo no puede desaparecer así como así”, y luego “-hay víboras” (p. 103), interrumpe Omar.

La novela amalgama el registro de lo soñado y lo vivido mediante una desfiguración de cuerpos, rostros y nombres, humanos y animales, que surgen y desaparecen, pretenden ser aprehendidos pero perturban los modos convencionales de ver, entender y habitar. En la morgue judicial donde intentan hallar el cuerpo de Aída, los cuerpos forman una suerte de collage de carne en el que “las partes se unen a la fuerza”: “Guardo en la retina un montón de animales muertos, de todas las especies, pensaba que esto iba a ser distinto, pero no, es igual” (74-75). En esos cuerpos abandonados, perdidos, no identificados, que aparecen dentro y fuera de la Colonia, en la Morgue, en casa de Jaime, se perciben rasgos comunes, una fragilidad compartida que problematiza la distribución de nombres, lugares y jerarquías sociales.

Por su parte, el cuerpo de Aída que escapa, en la ciudad, a los dispositivos de identificación y control del Estado, resurge, en el campo, como fantasma, un espectro que atraviesa la frontera entre la vida y la muerte y deviene cada vez más real, habla, se queja, se ríe (160). A medida que la aparición ominosa del muerto-vivo se acentúa, también se intensifica el vínculo con Eloísa, cuya presencia en la vida de la protagonista desencadena una atracción irresistible. Entonces, el orden patriarcal erigido en torno a la vida de Jaime se va desquebrajando progresivamente; comienza a cansarse de su “morosidad”, de su “siempre nada”, de su “cara de viejo que se las sabe todas” (109-110).  Una noche en la que Jaime se había ido a dormir temprano, la joven y Eloísa desplazan su camioneta hacia el campo abierto y bajo las estrellas tienen sexo de manera frenética y bestial: “Me traga, me come, me despedaza. Abro los ojos y acabo aullando como una loca” (152). El sexo y las drogas abren un proceso de desujeción en el que la animalidad emerge como fuerza vital interior.

La novela exhibe el reverso de un régimen de verdad psiquiátrico-jurídico que define la locura y el crimen de acuerdo con las desviaciones de un patrón de “normalidad” que regula todo exceso (del instinto, del placer o del deseo) que represente una amenaza al orden y al trabajo.[iii] La relación con Eloísa y la perturbación frente a las apariciones espectrales de Aída atentan contra esa normatividad, la vida de la protagonista se pierde en un gasto improductivo, una experiencia cuyo enclave en el aquí y ahora interrumpe toda racionalidad de medios y fines.

La irrupción de las fuerzas interiores que devienen ingobernables pareciera poner en crisis ese dispositivo de la persona que Roberto Esposito señala como constitutivo de un “sujeto destinado a someter a la parte de sí misma no dotada de características racionales, es decir, corpórea o animal” (2011, 26). Si la constitución del yo interpela al individuo como regulador de sus propios instintos, placeres, deseos, en Opendoor esa subjetividad se desmorona para dar lugar a una exploración de lo viviente, una “desviación” de la norma que resemantiza el uso de los cuerpos.

La joven permanece sola en la casa durante varios días, pierde toda motivación e interés, se come el yeso que rasga de la pared, se le va la cabeza, pierde la noción. “Todo se vuelve oscuro, denso, gelatinoso, todo pasa por mis dedos que me arañan la piel, fuerte con la ilusión de atravesar la carne, y yo ahí dejo de ser, dejo de actuar, me dejo llevar”, más tarde sueña “con sapos, polleras, orgías, y caballos” (Havilio, 2006, 174-175).

Los sueños, los espectros, la animalidad conforman un exceso de vida que desborda al yo e ilumina la precariedad de los límites que separan el adentro y el afuera de la Colonia. La novela habilita una discusión crítica sobre esas fronteras trazadas por el poder, la ley y la ciencia; se propone, en este sentido, la apertura de un espacio de indagación en el que las dicotomías entre la normalidad y la anormalidad, la vida y la muerte, el hombre y el animal perturban no tanto por la alteridad radical de sus términos, sino más bien a causa de su inquietante cercanía.

Formas de vida entre la norma y la excepción

Esta desestabilización de las dicotomías que plantea la novela de Havilio, se destaca también en el particular entramado de relatos que conforman la novela Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued. A través de un registro que combina lo vivido, lo soñado y lo mediatizado por la televisión y las revistas, se configura un matriz de percepción e inteligibilidad que trastoca la distribución y el ordenamiento de los cuerpos humanos y animales, y también problematiza los marcos en función de los cuales la vida y la muerte adquieren reconocimiento social y relevancia política.

La historia transcurre entre Lapachito, una pequeña ciudad chaqueña, y las afueras de la ciudad de Córdoba, donde vive Cetarti, quien luego de enterarse del asesinato de su madre y su hermano viaja al Chaco para reconocer sus cuerpos. El crimen había sido pergeñado por el último concubino de su madre, Daniel Molina, un suboficial retirado de la fuerza aérea que después de haber realizado el asesinato, se suicidó mediante un disparo en la cabeza.

En Lapachito, Cetarti conoce a Duarte, el albacea de Molina, quien junto a Danielito, realizan estafas y secuestros extorsivos en los que aplican la tortura, la violación y la vejación de sus víctimas. Con el objetivo de conseguir dinero fácilmente, Cetarti colabora con Duarte, primero para cobrar la pensión de su madre, y luego en el traslado de una mujer que tenían secuestrada. El relato de la historia de los personajes es intercalado con documentales, noticias periodísticas y artículos de revistas que introducen el registro mediatizado de la “vida natural y salvaje” y la intervención del hombre sobre la diversidad animal.

La novela comienza con el relato documental de la pesca de calamares Humboldt, que “son muy voraces y tienen hábitos caníbales” por lo cual “más de una vez el calamar que sacamos al bote no es el que sacó el señuelo, sino uno más grande que se está comiendo al que mordió originalmente” (Busqued, 2009, 11). La lucha por la supervivencia diagrama un escenario que vuelve indiscernibles las líneas divisorias entre la naturaleza y la cultura. Es una aproximación y una apertura de sentido que desestabiliza ese hiato que separa lo humano de lo animal en función de la exposición de las singularidades que cohabitan en el mundo viviente. La voracidad del instinto animal es atravesada por una maquinaria de depredación humana que se propaga hasta las zonas más recónditas del planeta.

La caza, la pesca, la domesticación circense de un elefante a través de una chapa electrificada, el documental de Animal Planet en el que un pulpo sortea obstáculos dentro de la pecera de un laboratorio, cristalizan la violencia de una razón instrumental que despoja a la vida animal de atributos políticos circunscribiéndola a un plexo humano que demanda su ingreso al ámbito del mercado, el espectáculo y la ciencia. En el contexto de un relato que introduce la metodología represiva de los secuestros extorsivos junto al registro mediatizado de los documentales bélico-militares, se ilumina ese umbral móvil, arbitrario e inestable que separa lo humano de lo no-humano, una frontera que marca sobre los cuerpos el grado de humanidad/animalidad en función del cual se establece la administración de la vida y de la muerte.

“En Esparta, a los pibes como éste los tiraban a un precipicio apenas nacían. Y era mejor. No sufrían” (51), le dice Duarte a Danielito haciendo referencia a un niño que tenían secuestrado. En su voz resuenan las premisas de un positivismo que pregona la supervivencia del más apto como dinámica de “selección natural y social”.[iv] Esa norma evolutiva del paradigma biologicista pareciera modelar la “eficiente” capacidad de adaptación que el propio Duarte pone de manifiesto: de represor militar en los años setenta a secuestrador y estafador en la primera década de 2000.

Este exsuboficial, que pasa su tiempo libre digitalizando antiguos videos pornográficos y confeccionando maquetas de aviones militares, conserva en su casa una serie de fotografías de operativos militares en la que se destaca una imagen de Molina en cuclillas, con una pistola en la mano junto a tres personas acostadas, “cuyas caras habían sido tapadas con líquido corrector” (Busqued, 2009, 150). En ese mismo registro fotográfico, Danielito observa a Duarte y Molina junto a otros militares sosteniendo el cadáver de una lampalagua de casi seis metros de largo a la que le habían abierto el estómago. La novela encuadra la violencia soberana que interviene sobre la heterogeneidad de lo viviente desde una perspectiva que permite visualizar la desfiguración de las formas y los rostros, humanos y animales, a través de un proceso de homogenización que invisibiliza la singularidad de los cuerpos. Allí es donde el relato opera de manera crítica estableciendo marcos de percepción que focalizan la fragilidad y la vulnerabilidad compartida por los diversos modos de vida. Cuando Duarte tortura al niño secuestrado, se escuchan gritos agudos que suenan como si se tratara de un “cerdo asustado” y luego se apagan un poco “como si al cerdo le hubieran envuelto la cabeza en un toalla” (36). Esa hibridación humano/animal que se condensa en la agonía del niño-cerdo desnaturaliza la distribución diferencial del dolor estableciendo una condición corporal común, una precariedad que atraviesa la vida en la diversidad de sus formas.[v]

Gabriel Giorgi sostiene que Bajo este sol tremendo configura un “mundo sin duelo” en el que “la muerte animal es el paradigma, en tanto que muerte insignificante, la de la vida eliminable, abandonada, sin inscripción social ni política” (2014, 152).[vi] Esos cuerpos abandonados transitan una zona de pasaje hacia la muerte en un ambiente de devastación, ruinas y residuos que cristaliza un proceso en descomposición; el barrio Hugo Wast, donde la cercanía del matadero municipal infunde un olor nauseabundo, o las calles de Lapachito, en las que las napas expulsan a la superficie los desechos cloacales, escenifican los trayectos que esas “vidas eliminables” trazan a través de un paisaje desolador y mortuorio. Se construye un enfoque visual, entre la luminosidad ardiente del afuera y las penumbras del encierro, que desdibuja la materialidad de la vida imprimiéndole un aspecto fantasmagórico. La luz sofocante bajo la cual Danielito y su madre desentierran los restos de su pequeño hermano en el cementerio de Gancedo contrasta con la lúgubre oscuridad que envuelve la vida de los personajes. La definición de las formas se vuelve difusa en una atmósfera de tinieblas, sueños y espectáculos en la que la presencia del muerto-vivo humano/animal irrumpe como amenaza, esos muertos “sin duelo” resurgen y contagian el mundo de los vivos. La trama onírica en la que conviven familiares muertos y animales feroces se conjuga con una cotidianidad noctámbula, los personajes de la novela pasan los días y las noches recluidos en sus casas, fumando marihuana, hipnotizados frente a la pantalla de un televisor continuamente encendido que espectraliza el deambular de sus cuerpos.

El ajolote, que Cetarti encuentra en la casa repleta de basura que habitaba su hermano, parece un pez muerto; sin embargo, cuando lo examina,  hace un movimiento: “Era un pez extraño, con pequeñas patas y unas branquias arborescentes que salían de la parte de atrás de la cabeza” (Busqued, 2009, 67).[vii] Ese anfibio proveniente de las costas mexicanas se asemeja a una larva de la salamandra que no ha experimentado la metamorfosis, “como un renacuajo que vive su vida entera sin convertirse en rana” (92), se aferra a un subdesarrollo que socava la “ley natural” del devenir de la especie. Podríamos pensar, en este sentido, que si la personificación de Duarte se ajusta a la norma evolutiva del darwinismo social, el ajolote condensa la excepcionalidad que resiste ese paradigma biologicista.

En efecto, la novela propone un detenimiento sobre esas formas y manifestaciones anómalas de lo viviente que ponen en cuestión el orden normativo que la ciencia, el mercado y el espectáculo imponen sobre los cuerpos vivos y muertos. Las fuerzas extrañas del mundo animal atentan contra la maquinaria antropológica de dominación: los elefantes asesinos de la india se hartan de los humanos y enfurecidos matan a sus cuidadores o salen a destruir la propiedad pública y privada hasta que son acribillados por la policía; un escarabajo gigante le provoca a un trabajador de Lapachito la amputación de sus dedos; el cebú, que se había escapado del matadero, batalla con varios hombres antes de ser trasladado al frigorífico.

La desmesura animal se potencia en la figura del Kraken, ese “monstruo marino” que habita las regiones abismales de los océanos reaparece a lo largo del relato en las noticias de la CNN, en la Enciclopedia sobre los secretos del mar de Jacques Costeau, en el periódico y en el artículo de la revista Muy Interesante que es reproducido en el interior de la novela. Allí se narran los frustrados intentos de la ciencia y de la industria televisiva por aprehender al gran cefalópodo. En la CNN transmiten las primeras imágenes obtenidas del animal con vida en las que se lo observa resistiendo las embestidas de una comitiva japonesa que intentaba capturarlo:

El animal había atacado una cámara con un señuelo a mil metros de profundidad. El ataque fue tan potente que la cámara, sujeta por una boya a la superficie, bajó seiscientos metros más. El calamar había quedado enganchado al cable y tras casi hora y media de lucha logró desprenderse, sacrificando un tentáculo. Las imágenes eran de una oscuridad azul apenas iluminada, y la fantasmal criatura no aparecía nunca del todo: de algún lado, salían unos tentáculos blancos, pero el cuerpo al que pertenecían había quedado sin registrar. (Busqued, 2009, 85).

Esa monstruosidad animal perturba como imagen fantasmal y como potencia insubordinada. La excepcionalidad del architeuthis dux, que cuenta con “los ojos más grandes del reino animal” y tiene tres corazones, dos cerebros, dos brazos y ocho tentáculos (133), instaura en la novela una presencia inquietante que expresa un exceso de sentido, un resto inaprensible e irrepresentable que irrumpe amenazante desde las profundidades de un mundo ingobernable.

La animalidad monstruosa como enclave ficcional de lo viviente

Esas expresiones monstruosas que no se ajustan a la norma permiten la apertura de una exploración literaria en la que emergen heterogeneidades que configuran las formas comunes de lo viviente. La vida como campo inconmensurable de fuerzas anómalas permea las líneas divisorias que definen la normalidad y la anormalidad. La literatura ensaya ficciones y relatos en torno a la excepcionalidad de un devenir discontinuo y en constante transformación que pone en cuestión el ordenamiento homogéneo del mundo sensible e inteligible en virtud de una aproximación a esas singularidades extrañas que dislocan los encuadres convenciones de aprehensión y reconocimiento.

En Opendoor las apariciones y las desapariciones de los cuerpos despliegan un espacio de revelaciones y ocultamientos que propicia un particular acercamiento a ese otro lado de la frontera que la institución psiquiátrica segrega como desviación, alienación o locura. En función de la presencia-ausencia del fantasma de Aída, la perturbadora atracción hacia Eloísa y la inmersión exploratoria en ese escenario de intervención psiquiátrica, se construye una matriz de percepción en la que la animalidad de los muertos y los vivos interroga la propia configuración subjetiva y la inscripción social, cultural y política de los cuerpos. Los espectros, los animales y los internos psiquiátricos, que se pierden y se encuentran, cohabitan en un campo representacional que indaga la construcción histórica de nombres, relaciones, lugares y sentidos.

En la Colonia surgen cuerpos vivos y muertos “que nadie busca, que nadie reclama, que se llaman de cualquier manera”, son, en efecto, “locos inventados, como […] la gran mayoría, porque inventar locos es fácil, nadie se equivoca inventando locos” (Havilio, 2006, 186).  La invención de la locura, como dispositivo médico-jurídico de sujeción de los cuerpos, es desestabilizada mediante la apertura de un espacio de experimentación y exploración de lo viviente, un devenir otro que asume la vida en su potencialidad monstruosa, una incursión en esa animalidad que desborda las taxonomías y resiste las técnicas y mecanismos de domesticación, control y disciplinamiento.

La invención literaria despliega un contra-relato frente a esa producción del discurso científico-legal que funciona como fundamento del artefacto humano de dominación. Lo monstruoso constituye el enclave ficcional de estos relatos que encuentran en la excepcionalidad animal modalidades singulares y rasgos comunes: como el monstruo marino de Bajo este sol tremendo que se refugia en una zona insondable en la que la vida adquiere formas indescifrables para el hombre, o el ajolote que atenta contra la maquinaria de lectura biológica-evolucionista. La anomalía animal como región de lo inclasificable y lo inasible habilita un abordaje crítico sobre ese saber-poder que, en función de discursos, prácticas e instituciones, traza las líneas divisorias entre la normalidad y la anormalidad, entre vidas a proteger y vidas eliminables.

Hacia el final de la novela de Busqued, cuando a través del recuerdo de Cetarti el relato adquiere la perspectiva del ajolote abandonado en la casa de su hermano, se esboza una mirada que interroga desde el punto de vista animal esos márgenes fijados por el hombre:

Se lo imaginó en ese momento, posando en el fondo de la pecera, en la oscuridad de la casa cerrada, preguntándose a su tosca manera en qué momento una sombra borrosa vendría a echar alimento sobre la superficie del agua. Percibiendo el vacío y la lenta levedad del cuerpo, creciente con el correr de los días. (Busqued, 2009, 182).

Ese entramado visual que ofrece una configuración extrañada del tiempo, el espacio y el transcurrir de los cuerpos reaviva una preocupación que atraviesa la novela en torno al orden cultural y político en el que se inscriben la vida y la diversidad de sus formas. En su particular estado de inmovilidad, contemplación y supervivencia, la figura larval del ajolote, que a lo largo del relato atenta contra los pares vida/muerte, suspensión/evolución, regla/excepción, aparece aquí desde las profundidades del encierro manteniendo una presencia persistente que amenaza con volverse inextinguible a través de ese recuerdo fantasmal. Se evoca, así, un mundo onírico, subterráneo, monstruoso cuya irrupción en la trama de la historia establece una tensión latente que opera mediante la develación y el ocultamiento, aquello que se expone remite a su vez a lo que escapa más allá de los límites de lo aprehensible.

De esta manera, Bajo este sol tremendo y Opendoor presentan espacios de proximidad, cruces y pasajes entre lo humano y lo animal, la vida y la muerte, la normalidad y la anomalía en función de una elaboración ficcional que desdibuja umbrales, distinciones y fronteras estableciendo encuadres y figuraciones inquietantes que se proyectan sobre esas regiones que exceden los ordenamientos, lo cognoscible y lo representable. Sus tramas y relatos ensayan modos de nombrar la inconmensurabilidad de la vida mediante una distribución del mundo sensible e inteligible que resemantiza cuerpos, prácticas, saberes e instituciones.

Se plantea entonces un acercamiento a la cuestión animal a través de manifestaciones, expresiones y modos singulares que transgreden los regímenes normativos que operan sobre la vida. Esa animalidad monstruosa, irreductible a un orden fijo y taxativo de identidades, nominalizaciones y jerarquías, conforma un reservorio de fuerzas regenerativas y un terreno de interrogaciones y desafíos políticos. La anomalía animal en tanto potencia de lo heterogéneo problematiza ese dispositivo de sujeción que conforma el artefacto humano. La constitución subjetiva, como núcleo restrictivo de una política regulatoria de los cuerpos, es puesta en cuestión por esa animalidad que irrumpe como resistencia instaurando formas singulares que socavan las operaciones regulatorias que intervienen sobre lo viviente. En ese sentido, como sostiene Esposito interpretando el pensamiento nietzscheano: “Lo animal, entendido como el elemento al mismo tiempo preindividual y posindividual de la naturaleza humana, no es nuestro pasado ancestral, sino más bien nuestro futuro más rico” (2011, 35).[viii] Esa potencia que trasciende lo individual proyecta un horizonte común, un umbral de indistinción entre lo humano y lo animal que ilumina modos de co-pertenencia en los que la vida traza sus diferencias y bosqueja espacios compartidos. La literatura incursiona en esa diversidad de la vida, que en cuanto tal, no pertenece al orden de la naturaleza ni de la cultura sino que se desenvuelve en el margen móvil de su cruce y tensión. Es allí donde estos relatos tejen sus tramas, en ese borde inestable en el que las formas de lo viviente transitan un devenir que vuelve extraño nombres propios y lugares conocidos disponiendo un escenario de cruces y aproximaciones que habilita la apertura del campo vital de reconocimiento.

Bibliografía

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Butler, Judith. Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Trad.: Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós, 2006.

Cortés-Rocca, Paola. “Etnografía ficcional. Brujos, zombis y otros cuentos caribeños”. Revista Iberoamericana, Vol. LXXV, N° 227, 2009, pp. 333-347.

Cragnolini, Mónica. Extraños animales. Filosofía y animalidad en el pensar contemporáneo. Buenos Aires: Prometeo, 2016.

De Los Ríos, Valeria. “Look(ing) at the Animals: The Presence of the Animal in Contemporary Southern Cone Cinema and in Carlos Busqued’s Bajo este sol tremendo”. Journal of Latin American Cultural Studies, Travesia, 2015.

(http://dx.doi.org/10.1080/13569325.2014.1000285).

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Foucault, Michel. “Los anormales”. En La vida de los hombres infames. Trad.: Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría. Buenos Aires: Caronte, 1996, pp. 61-66.

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_____. Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975). Trad.: Horacio Pons. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2011.

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Havilio, Iosi. Opendoor. Buenos Aires: Entropía, 2006.

Pedersen, Helena y Bryndis Snæbjörnsdóttir. “Art, artistic research and the animal question”. ArtMonitor 3, 2008, pp. 109-123.

Yelin, Julieta. “Para una teoría literaria posthumanista. La crítica en la trama de debates sobre la cuestión animal”. E-misférica (Bio/Zoo), Vol. 10, Nro 1, 2013, pp. 65-77.

[i] La criminología instaura un nuevo modo de pensar la relación entre otredad, ley y castigo; organizada “alrededor de las categorías de identificación, higiene social y gobernabilidad, […] postulará la necesidad de estudiar y vigilar al otro, conceptualizado como un ʻvirusʼ o un elemento enfermo del cuerpo social” (Cortés-Rocca, 2009, 335).

[ii] La cursiva pertenece al original.

[iii] Como sostiene Michel Foucault la psiquiatría instituye un saber que en virtud de la “protección” científica-biológica del cuerpo social propaga un racismo contra lo anormal, un racismo que se legitima como defensa interna de una sociedad contra los peligros de sus anormales (2011, 294-295).  Ese grupo de anormales que hacia fines del siglo XIX comienza a ser el foco de atención de las instituciones de control y vigilancia proviene de la excepción jurídico-natural del monstruo, el individuo a corregir y el niño onanista (Foucault, 1996: 65). Cabe señalar además que como sostiene Gabriel Giorgi la homosexualidad fue desde el siglo XIX representada como “un campo superfluo socialmente indeseable, extraño a las economías de (re)producción biológica y/o simbólica, en la encrucijada de lo raro, lo abyecto y lo ininteligible, un lugar en torno al cual se conjugan reclamos de salud colectiva, sueños de limpieza social, ficciones y planes de purificación total, y por lo tanto, interrogaciones acerca del modelo político de los cuerpos” (2004, 11).

[iv] Roberto Esposito analiza la genealogía histórica de ese darwinismo social que hacia fines del siglo XIX, a través del pensamiento Herbert Spencer, William Graham Sumner, entre otros, llevó los conceptos biológicos de la teoría evolucionista darwiniana al campo de estudio de las humanidades (2006, 37-40).

[v] Al respecto, Valeria De Los Ríos plantea, en un análisis que pone en relación el cine latinoamericano contemporáneo con la novela de Busqued, que: “the appearance of the animal as vulnerable other is in fact a political form of posing the possibility of another type of life in common, in which the care of the other – animal or human – as a vulnerable being would be a part” (2015, 4).

[vi] Resulta interesante pensar esta idea de Giorgi en relación con el pensamiento de Judith Butler (2006) quien se detiene en las operaciones de deshumanización que invisibilizan en la esfera pública los rostros de aquellas vidas no merecedoras de duelo, vidas expulsadas de los marcos políticos, sociales y culturales oficiales mediante el borramiento de la precariedad compartida que funda el lazo comunitario (63).

[vii] Podemos observar que los movimientos del propio Cetarti se van confundiendo a los largo de la novela con los del ajolote. Como plantean Fernanda Fernández González y María Stegmayer, atrapado en el aburrimiento, la falta de iniciativa, la conducta desmotivante y la contemplación melancólica, el transcurrir de Cetarti no parece distinguirse en absoluto del comportamiento que él mismo observa en el animal (2011, 7).

[viii] Cabe destacar aquí el análisis propuesto por Cragnolini sobre Así habló Zaratustra, en el cual sostiene que la idea nietzscheana de un tránsito por la animalidad no refiere a un retorno “como si lo animal fuera lo ʽoriginarioʼ perdido en la ʽhumanizaciónʼ” (2016: 216), sino que más bien implica otro modo de pensar la animalidad: “una transformación del esquema mismo de valoración y atribución de sentido” (Ibíd.).

Cuerpo, familia e intimidades. Reseña de «Rara», de Natalia Zito

Por: Damián Leandro Sarro

Foto: Constant Puyo

Rara (Emecé, 2019) es una novela de Natalia Zito, psicoanalista y escritora argentina. Damián Leandro Sarro nos propone una lectura que aborda la manera en la que la protagonista habita su cuerpo y desarma el modelo de la familia, y también un fructífero paralelismo con la obra de la escritora chilena María Luisa Bombal.


Rara, de Natalia Zito

Ed. Emecé, 2019, Bs. As.

228 páginas

 

«me aclaró él muchas veces, separando la palabra en sílabas: po-si-cio-na-dor. Separar en sílabas es violencia.» (Págs. 22/3)

 

Rara, de Natalia Zito, es una historia de varios personajes en uno solo: es la historia de una voz femenina que clama por su identificación social y familiar; es la historia de una dignidad ultrajada por una masculinidad acérrima y socialmente avalada; es la historia de una espera que por momentos es perenne, por momentos es efímera, por momentos productiva, por momentos es casi inexistente; es la historia de una búsqueda por una maternidad dichosa que en su pretensión de inefable sufre las frustraciones propias de la infertilidad; es la historia de un afianzamiento por el olvido de traumas aún latentes; es la historia del estallido del sueño burgués en mil pedazos lacerantes; es la historia de un cuerpo femenino hambriento de amor, de comprensión y de valoración.

Amor, familia, posesión, infidelidad, humor, aborto, hijo, frustración, violencia y rechazo son categorías idóneas para la lectura de Rara. Destaco la solidez en la prosa de Zito  que nos inserta en su historia como si nos llevara de la mano (¿rara?) a través de situaciones sencillas y superficiales, cotidianas y otras más profundas, a través de recuerdos, imágenes y sensaciones que, grosso modo, parecieran tópicos recurrentes, pero finalizada la historia (¿finalizada?) se transforman en coyunturas existenciales del ser humano, más allá del género. Y esto hace a la grandeza de la novela.

Hay línea de lectura que se me presenta como pertinente para abordar la novela de Zito. Estoy pensando en La última niebla, de la chilena María Luisa Bombal, publicada en Buenos Aires en 1934 bajo el auspicio de Oliverio Girondo. En ambas novelas, se muestra a la mujer como eje diegético donde la valoración del cuerpo, la búsqueda de una sexualidad y de una feminidad dignas y el enfrentamiento con patrones sociales regidos por un claro matriz patriarcal contribuyen a reafirmar la voz narrativa femenina en un ambiente muchas veces adverso.

En La última niebla, el manejo del tiempo narrativo y la descripción de los personajes, principalmente de la mujer, rompen todos los parámetros establecidos canónicamente en la literatura de su tiempo y de su país: el cuerpo femenino dejará de ser representado desde la óptica de la masculinidad para adquirir una nueva esquematización ligada a la transgresión de la realidad. Si bien en la trama de la novela hay una imposición humillante de aparentar a otra mujer, es decir, de funcionar como espejo de otra subjetividad basada en lo corpóreo, esta misma humillación condimentará sus esfuerzos para alcanzar la transgresión al plano de la irrealidad. En la edición de las Obras Completas de María Luisa Bombal (Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 2000), se lee: “Mi marido me ha obligado después a recogerme mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según él, era una mujer perfecta.” (60). Asimismo, este cuerpo femenino dejará de ser receptáculo exclusivo para el placer masculino y se transformará en objeto de autoerotismo, de un claro onanismo femenino y, en esta línea, el placer erótico de la mujer será recuperado para aclamarlo con vigor y en un plano de exposición y descripción inaudito para la época. Lo que Bombal nos marca con esta novela, entre otros puntos, es el advenimiento, o el deseo de advenimiento, del sujeto-femenino con toda su carga emotiva y sensual, y libre de todo prejuicio moral y social. Es la denuncia por la liberación de la feminidad de los rótulos masculinos y sus restricciones: algo que también debe inscribirse dentro del proceso vanguardista que acarrea su novelística. Escribir sobre la intimidad de la mujer y que su problemática de género, sus dificultades, temores, experiencias y vicisitudes puedan constituirse en objeto literario es uno de los mayores logros de Bombal dentro de la literatura latinoamericana del siglo XX y que contribuye, a su vez, a la perspectiva feminista de esta literatura.

Por ello, ambas mujeres (la de Zito y la de Bombal) exponen, a través de su voz narrativa, una clara denuncia contra los preceptos patriarcales de un rígido sistema cultural avalado por prácticas consuetudinarias percibidas como irrefutables. En su agónica, pero productiva espera, la protagonista de Zito exclama: «Cuando éramos novios mi vida propia se convirtió en nuestra vida (…) Me convertí en él y me creí mi nueva vida propia en pareja. Era la princesa que había tenido la fortuna de que le calzara el zapatito.» (57). Nos induce a pensar que el mismo tiempo de su espera es proporcional al tiempo en que ella dejó de ser ella para convertirse en ese objeto social y sexual, tener “una esposa dando vueltas es como llegar con un buen auto: se luce a la entrada y a la salida, el resto del tiempo queda estacionado.» (63). La novela va mutando, a medida que ella espera y, por ende, espera también el lector, hacia la consumación de la desilusión no sólo conyugal como práctica de status social, sino también existencial: «Todos los días vuelvo a razonar que la familia no es la cajita feliz que compramos con la comida rápida» (69) y «Me detengo en el mismo lugar donde creí que había construido mi puerta al paraíso» (224), son algunas de las exclamaciones que denotan tal situación. Y en este quiebre existencialista es donde se derrumban los grandes mitos patriarcales de Occidente en la voz narrativa de la protagonista.  Esto me lleva a citar a Antonin Artaud, en El teatro y su doble, cuando afirma que el “amor cotidiano, la ambición personal, las agitaciones diarias, sólo tienen valor en relación con esa especie de espantoso lirismo de los Mitos que han aceptado algunas grandes colectividades” (Ed. Sudamericana, 2005, Bs. As., pág. 95).

Rara es la novela donde los significantes eclosionan en un prisma multifacético para interpelar al desocupado/a lector/a.

Zama y el sonido fantasma

Por: Carlos Romero

Imagen: Fotograma de Zama (2017)

En el marco del seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha” dictado por Julia Kratje en el 2019 en la Maestría en Literaturas de América Latina, Carlos Romero se propone analizar la versión fílmica de Zama realizada por Lucrecia Martel. Para ello, pone el foco en su inquietante material sonoro y en cómo este abre la puerta a desmontar convenciones cinematográficas y desplegar una mirada feminista y de lo subalterno.


Otras víctimas de la espera

En marzo de 2017, la directora de cine Lucrecia Martel escribió una columna para el diario español El País donde buscó responder a una pregunta en retrospectiva: “¿Por qué hacer una película de Zama?”. Aún faltaban seis meses para el estreno de su adaptación de la novela que Antonio Di Benedetto había publicado en 1956. En el final del artículo, Martel ofreció una respuesta: “Porque pocas veces en la vida se puede emprender una excursión irreversible y exquisita entre sonidos e imágenes a un territorio decididamente nuevo”. Estas palabras contenían claves específicas desde las cuales acercarse a su filme. En primer lugar, la cineasta argentina señalaba que en la elección misma de la obra de Di Benedetto ya había influido su potencial sensorial. De inmediato, surgían otras preguntas posibles: ¿En qué consistía ese “territorio decididamente nuevo”? ¿Dónde radicaba su novedad? ¿Qué tipo de vínculo audiovisual suponía y cómo lograba constituir una experiencia “irreversible”?

Por la riqueza de su universo sonoro y por la centralidad narrativa que adquiere, Zama posee un gran potencial para una lectura desde las teorías del sonido, un aspecto de fuerte presencia y experimentación en la obra de Martel, y que se integra a su perspectiva feminista como realizadora.

En concreto, los estudios sobre el sonido acusmático van a resultar de gran utilidad. En La audiovisión (1993), Michel Chion recoge dos definiciones para acusmática: “Significa ‘que se oye sin ver la causa originaria del sonido’, o ‘que se hace oír sonidos sin la visión de sus causas’”. Pero Chion va a problematizar los límites que supone esta caracterización, algo que también, desde la práctica, hace Martel en Zama. Además, la directora lleva lo acusmático más allá del estatus de una técnica entre otras. Lo vuelve estructurante y lo hace jugar en dos planos simultáneos: es un sonido fantasmagórico, siempre inquietando desde el fuera de campo, que le permite incorporar esa espectralidad que puebla a la novela de Di Benedetto; y también funciona como una herramienta de extrañamiento con la cual desmontar convenciones cinematográficas y desplegar una mirada feminista y acerca de lo subalterno.

Con esa naturaleza, el sonido se irá desplegando sobre la película, tanto hacia su interior, agobiando al protagonista, el atribulado Diego de Zama, como al interpelar al espectador con el tipo particular de escucha que propone Martel. El sonido llega antes, se expresa más fuerte, penetra más profundo y persiste por más tiempo. Deja de ser “sobre algo” para volverse “algo en sí”. Se impone como un sentido que, a la vez que difuso, sobrepasa al de las imágenes, y siempre parece saber algo que ellas ignoran.

Recogiendo una idea del fenomenólogo Maurice Merleau-Ponty, Chion sostiene que un sonido tal es la “presencia fantasma” de las cosas, porque al dirigirse a un único sentido, prescindiendo de otras referencias –en especial, la visual–, no alcanza la “existencia real” que sí se completa cuando más sentidos son afectados. En su ensayo La noche (2019), Al Álvarez recuerda que para el razonamiento de los antiguos griegos y hebreos, donde lo divino y el orden quedaban del lado de la luz mientras que el caos y el miedo eran deudores de las tinieblas, “lo que se ve es lo que se conoce, y lo que se puede oír, sentir u oler pero no es visible es terrorífico porque es amorfo”.

Esa condición irreal o temible habilita, sin embargo, nuevas posibilidades perceptivas, gracias al desarrollo de una actitud particular ante lo que se oye: la llamada “escucha reducida”. Chion remarca que, independiente de su origen y sentido, este tipo de audición toma al sonido “como objeto de observación, en lugar de atravesarlo buscando otra cosa”. De ahí su empatía con lo acusmático, que “puede modificar nuestra escucha y atraer nuestra atención hacia caracteres sonoros que la visión simultánea de las causas nos enmascara”. En definitiva, permite “revelar realmente el sonido en todas sus dimensiones”, y es en ese potencial donde explora Zama.

Si indagar en los modos de ver y de escuchar es una matriz productiva con la cual acercase a un filme, Martel lo incorpora como tarea compartida por su protagonista y el público. De forma recurrente, en un desconcierto común, Diego de Zama escuchará algo que no se le muestra o que no entiende, o verá algo que el espectador no ve o solo oye, y ambos experimentarán ese “territorio decididamente nuevo” del que habló la directora.

Gran parte de la hora y 55 minutos que dura Zama ofrece una práctica insistente: exponer la relación de lo visual y lo sonoro, en un vínculo desnaturalizado, lleno de extrañamiento, con imágenes que por momentos lucen desamparadas ante los sonidos. Si Di Benedetto dedicó su novela “a las víctimas de la espera”, Martel hizo una película donde lo que se ve está siempre “a la espera” de lo que se escucha, aguardando los movimientos de un sonido emancipado, que acecha desde el fuera de campo.

Primero fue el sonido

El lugar de lo sonoro en Zama se establece desde el inicio. De hecho, es lo primero que se muestra: el chillar estridente de insectos, una especie de chicharra metálica sobre casi cinco segundos de fondo negro. Es parte de una naturaleza que suena exagerada respecto de la imagen que llegará más tarde, con el asesor letrado contemplando el río, mientras comienza a destacarse el fluir del agua. Como antes ocurrió con los insectos, la fuerza del líquido que suena tampoco se corresponde con el río que vemos. Se oye más intenso y cercano. Parece golpear contra lo que podría ser un muelle. Otro tanto ocurre con el canto de un pájaro al que nunca vemos. Sí se muestran la playa de arena y un grupo de niños que juega varios metros por detrás de Zama. Le arrojan piedras a algo en el agua, ríen y hablan en un dialecto originario que no se subtitula. A pesar de su lejanía en el campo visual, también se los escucha con claridad y potencia.

Para Chion, el sonido ambiente “rodea una escena y habita su espacio sin que provoque la pregunta obsesiva de la localización y visualización de su fuente”, y por eso “sería ridículo caracterizar como fuera de campo, bajo pretexto de que no se ‘ve’ a los pájaros piar o al viento soplar”. Sin embargo, al introducirse variables que rompen con lo pactado en la sincronía esperada –por ejemplo, una intensidad sonora que no se corresponde con la imagen–, lo acusmático sí ratifica su presencia inquietante.

En Identidade e alteridade no cinema: espaços significantes na poética sonora contemporânea, Virginia Osorio Flôres analiza otras dos películas de Martel, La ciénaga y La mujer sin cabeza, y aporta elementos también válidos para Zama. Considera que, a través del sonido, la directora construye “un espacio peculiar para sus personajes”, mediante una sincronización que no se ajusta a la “relación audiovisual simple”. Tomando el caso de La ciénaga, dirá que “hace que los sonidos sean percibidos y sentidos por sobre cualquiera otra forma de recepción”, y que esa intensidad, apartada de toda naturalidad cinematográfica, extraña y convoca al espectador.

Fruto de esa lógica relacional, el sonido adquiere “un valor de voz, comunicando alguna cosa más allá de lo que se oye y se ve”, y es entonces cuando surge algo que en Zama se aprecia claramente: “Un cuerpo material sonoro cuasi táctil”, con ruidos que “se transforman en la propia escenografía sonora de esa narrativa”. Podría agregarse que esa estructura, en rigor, siempre estuvo ahí, pero si el gesto frecuente es borrarla por obra de la sincronización rigurosa, lo que Martel pretende es justo lo contrario: mostrar el artilugio. Como señala Chion,

“para apreciar la verdad de un sonido, nos referimos mucho más a códigos establecidos por el cine mismo, por la televisión y las artes representativas y narrativas en general, que a nuestra hipotética experiencia vivida”.

Y hay algo más: al exponer lo que antes fue elidido, no solo se lo repone, sino que se amplía el espacio de la percepción. Al quitarle a la sincronía su aparente transparencia, se habilita una escucha más expectante.

Si volvemos al arranque del filme, mientras deja la ribera, al asesor letrado lo acompaña el intenso fondo sonoro de una naturaleza que sigue sin verse como tal. Luego, oirá risas femeninas que lo van a guiar hasta una posición de voyeur. Solo cuando aparezcan en la imagen, a estas mujeres se las escuchará hablar, traduciendo para ellas mismas algunas palabras del guaraní. Ya avanzada la siguiente escena y en respuesta a un pedido del gobernador, Zama dirá sus primeras palabras –es el minuto 5:42– y lo hará de espaldas, en otra constante a lo largo de la película, que buscará múltiples variantes para escamotearle el soporte visual a la voz.

En los casos en que lo audible no provenga directamente del fuera de campo, entonces los personajes muchas veces hablarán de espaldas o con planos que excluyan el rostro o los labios. Incluso, habrá ocasiones en que, aun viendo un origen posible del sonido, se tratará de una conjetura. ¿Cómo habla el pensamiento? Pero no el que adopta la forma de la voz en off, sino el pensamiento, por así decirlo, en crudo. ¿Y qué sonido tiene un dolor de cabeza que aumenta y luego se disipa? ¿Cómo se oye la muerte que estruja los intestinos de un enfermo de cólera? Porque, además de interesarse en lo que está fuera de campo, Martel explora en lo que está bien adentro de lo visual, en las profundidades de lo que se ve, y que solo puede manifestarse atravesando las imágenes.

Toda la escena del detenido al que quieren arrancarle una confesión lleva esa impronta: personajes que observan lo que no se muestra, con el único testimonio de la voz y los ruidos. Se ve al asistente Ventura Prieto, sentado y de costado; a Zama, sentado de espaldas; y al guardia, al detenido y al escribiente Hernández sin sus cabezas. Cuando el prisionero corre y se golpea contra un mueble, Zama, Ventura Prieto y el guardia lo van a rodear, pero sin que el espectador lo pueda ver. El hombre cuenta, con una voz ahogada, la vida de un tipo de pez que, de alguna manera, preanuncia el trance del asesor letrado del reino de España. Esta clase de situaciones, lejos de ser excepciones, forman el propio tejido de la narrativa de Martel.

De inmediato, cerrando la parte inaugural, aparecerá una placa en blanco y negro con el nombre de la película y sonarán los acordes de un tema musical, seguidos por imágenes submarinas de un cardumen alborotado en el agua turbia, con la voz en off del detenido, que continúa su relato. Pero su tono es otro, mucho más calmo, propio de una circunstancia muy distinta. El sonido, de nuevo, toma distancia.

Lo que sigue, debido a su riqueza, vale la pena describirlo de forma secuencial. Mientras aún suena el tema, reaparece Zama, de espaldas, contemplando el río, y luego Hernández, sentado, escribiendo, también de espaldas. Cuando su superior lo llama, el escribiente lee una carta que el asesor letrado dirige a su esposa. La imagen regresa a Zama, de perfil, que solo hablará cuando vuelva a quedar de espaldas, y sus palabras llevarán otra vez a Hernández, que sigue en igual postura. En ese momento, la toma se abre y muestra a un esclavo negro, portador de un recado. No acababa de entrar, sino que ya estaba ahí, pero sin hablar y, por lo tanto, sin dar cuenta de su presencia. Esa entidad postergada por la falta de sonido será un rasgo de muchos esclavos y sirvientes en la película: estarán en la escena, pero su silencio los volverá invisibles hasta tanto se los revele. En cuanto al mensajero, al hablar, lo hará de espaldas.

 

La señal del extrañamiento

Ya desde los segundos iniciales, entonces, el filme hará del sonido el llamado de lo extraño, la señal de que se va a romper con lo que podría entenderse como un relato más convencional, que en definitiva nunca se termina de instalar, que sobre todo se presupone y que se irá debilitando a cada paso, para adentrarse en una zona difusa, de significados ambiguos, disponibles para la interpretación.

En esa línea, un punto clave es la aparición del Oriental y su hijo. La secuencia inicia con procedimientos antes mencionados: una toma del puerto y, luego, un primer plano de Zama, mientras prueba el brandy del uruguayo y habla con su amigo Indalecio, a quien no se muestra. Cuando Indalecio se adelante para recibir al Oriental, lo hará de espaldas, y al girar para dirigirse a Zama, su imagen estará fuera de foco.

El hijo del Oriental es un niño que habla susurrando, en tono profético y, por momentos, sin mover los labios, mientras recita los títulos y logros pasados de Zama, recuerdos de una gloria extinta. Luego de entrar en escena, con la mirada perdida, sentado en una silla atada a la espalda de un esclavo negro, comenzará un discurso y el ex corregidor le preguntará si es a él a quien se dirige. Sus palabras suenan sobreimpresas, fuera de registro, como si no compartieran el mismo plano que el resto de las voces. Aunque están dentro del campo diegético, asumen rasgos difusos, similares a una voz en off creada solo para Zama. Fuera de foco, el chico girará la cabeza hacia un costado y empezará a susurrar, y sin embargo se lo escuchará bien claro, como cuando alguien nos habla al oído: si bien el tono es bajo, la cercanía y la intimidad lo vuelven potente.

Mientras se alejan de la costa, las palabras del niño, con su rostro en primer plano pero sin mover los labios, comenzarán a escucharse sobre la imagen perturbada del funcionario de la Corona. Una percepción posible es que Zama está recordando dichos anteriores, algo que el código cinematográfico por lo general suele completar con un flashback que remita a la propia escena de ese episodio previo. En este caso, esa lectura cae segundos después, cuando el sonido que flotaba vuelve a anclarse en la imagen: las palabras retornan a los labios del hijo del Oriental, y lo que asomaba como un eventual pasado sonoro se empalma con el puro presente de lo que se muestra. El chico habla, recogiendo del aire su propia voz y sincronizándose con ella.

Su discurso sigue el repaso de lo hecho por el asesor letrado en su época de corregidor, pero ahora el desconcierto tiñe de sorna los elogios. Y como prueba de la entidad, del carácter real y no subsidiario adquirido por el sonido en su nueva relación con la imagen –el “cuerpo material sonoro” de Osorio Flôres–, se dará un intercambio: mientras cuenta la pacificación de los indios lograda por Zama sin el uso de la violencia, el chico sacará una espada que parece ser la del propio funcionario, quien, perplejo, palpará su cintura.

Como ninguna otra, esta escena explora los límites de ese carácter no todo asimilable que Mladen Dolar, en su libro Una voz y nada más (2007), le asigna a la voz acusmática, de la que dice que está “en busca de un origen”, “en busca de un cuerpo”, pero que incluso cuando lo encuentra “resulta que no funciona bien”, que “es una excrecencia que no combina con el cuerpo”. Tomando el ejemplo de Psicosis, Dolar sostiene que “la voz sin cuerpo es inherentemente siniestra, y que el cuerpo al cual se le asigna no disipa del todo su efecto fantasmal”. Por esa imposibilidad de localizarla y, a la vez, por su capacidad de “parecer emanar de todas partes, de cualquier parte; adquiere omnipotencia”. Así, a diferencia de la imagen, que está anclada, la entidad de lo acusmático es flotante. Dolar también va a decir que “la voz, separada del cuerpo, evoca la voz de los muertos”. En el caso del hijo del Oriental, al igual que a su padre, pronto se lo llevará el cólera.

Sobre el efecto que producen el distanciamiento y el reencuentro de las palabras del chico con su imagen parlante, es oportuno lo que señala Jean-Louis Comolli en Ver y poder: la inocencia perdida (2007): “La palabra filmada es quizás el más profundo surco de realismo cinematográfico. Testimonio de esto –por la vía del contrario– la molestia que provoca un mal doblaje. O la dificultad que siempre ha existido en romper la ligazón del sincronismo”. En ambos casos “se ejerce una violencia a la impresión de realidad, a ese acuerdo de máquinas en que se transformó como una nueva naturaleza”.

Toda esta secuencia, muestra fiel de cómo Martel deconstruye y reconstruye el vínculo audiovisual, se completa con otro elemento: el Shepard tone, un recurso sonoro que la película empleará en puntos críticos para el protagonista y que debuta tras este primer encuentro con el niño, mientras crece la confusión en Zama. Es un sonido similar al de una sirena quedándose sin batería y, a la vez, aumentando de intensidad, o al de un misil que se acerca a un punto al que nunca termina de alcanzar y del que también se aleja. Es un efecto de presión y ansiedad, que aumenta y decrece, y que narrativamente se origina en la mente misma del personaje. Es un sonido subjetivo: oímos lo que siente Zama.

El Shepard tone o escala Shepard es una ilusión auditiva: hace percibir que un sonido no deja de elevar o disminuir su tono de forma progresiva, gracias a la superposición de varios tonos con octavas entre ellos. Dentro del trabajo de Martel, acentuará aún más la angustia y la caída de Diego de Zama. Será una expresión de los picos de perturbación que sufre ante la imposibilidad de abandonar ese punto olvidado de las colonias españolas. Cuando enfrente un nuevo desaire por parte del gobernador de turno, quien le dice que su traslado deberá seguir esperando, la escala comienza a sonar, al mismo tiempo que ingresa una llama blanca y se pasea por la habitación, y solo desaparecerá cuando el animal abandone la escena. La composición se resignifica por el efecto sonoro, incluida la presencia de la llama, deambulando en medio de una charla entre funcionarios de alto rango que no le prestan atención, como si el animal también quedara subsumido por el sonido “mental” que afecta al asesor letrado.

Cuando Di Benedetto escribió Zama tomó una decisión central y afirmativa: no sería la de sus personajes una voz históricamente fijada o reconstruida. En El concepto de ficción (2015), Juan José Saer le asignó a esa forma un valor paródico, argumento de por qué el libro no debía ser leído como una novela histórica.

“La lengua en que está escrita no corresponde a ninguna época determinada, y si por momentos despierta algún eco histórico, es decir el de una lengua fechada, esa lengua no es de ningún modo contemporánea a los años en que supuestamente transcurre la acción –1790-1799–, sino anterior en casi dos siglos: es la lengua clásica del Siglo de Oro”.

Similar gesto hace Martel con el sonido: ella tampoco se ajusta a un registro histórico. En cambio, abunda en ruidos y efectos que suenan metálicos, fabricados, “modernos”; más propios de la época de los sintetizadores que fieles al ambiente de los relatos –entre ellos y especialmente, el propio cine– que construyeron el sonido del pasado colonial en América del Sur, con su abundancia de espadas, caballos y carruajes.

Al mismo fin aporta la música de la película, siete piezas distintas pero muy similares en sus recursos, interpretadas por Los Indios Tabajaras, dos hermanos brasileños de una tribu del estado de Ceará, que tuvieron su auge en los 50 y 60. Con aires a bolero caribeño y un tono que, por el contexto, puede resultar burlón, esta música le permite a Martel seguir tomando distancia de todo contrato de realismo histórico. La usará en escenas de vida mundana, además de que con ella cerrará el filme, mientras Zama, en una canoa, con las manos amputadas, avanza por un río desbordado de verde.

Para Chion, “antes de estudiar las relaciones entre música y arte cinematográfico, es necesario romper un mito: la posibilidad de obtener una relación ‘única y necesaria’ entre una secuencia y su música”. El esfuerzo de Martel, una vez más, está puesto en exponer esta verdad conceptual, volviéndola una revelación que amplía sentidos.

Zama_Martel_Romero

Lo femenino y el asombro

Como en otras piezas de la filmografía de Martel, lo sonoro en Zama es una forma de abordar las cuestiones de lo femenino y lo subalterno. Así se muestra ya desde el inicio, con las sirvientas en el río, hablando entre ellas en guaraní y untándose con arcilla. En varias otras ocasiones, las mujeres van a encontrar en su propia compañía y sus voces un lugar de afirmación. Aparecerán en grupos, charlando en un medio tono que los hombres no alcanzan a oír o en una lengua que no comprenden. En lo formal, no es un sonido acusmático, porque su fuente está a la vista, pero igualmente es esquivo para Zama, que no lo escucha con claridad o no lo entiende. Como lo acusmático, también se le escapa y lo hace vulnerable.

Un buen ejemplo es la escena con las hijas del posadero, donde a lo onírico de los ruidos y las voces su suma la penumbra del lugar. Así como Zama no logra ver con claridad y el amante de unas de las chicas y el enigmático niño rubio se le escabullen, lo mismo ocurre con las voces de las hijas del posadero, que lo burlan, tanto porque se escapan de su percepción como porque lo ridiculizan en su rol de protector. Mientras las chicas, en sus camisones de colores claros, giran alrededor del asesor letrado, recogiendo monedas del suelo, el posadero, de espaldas a la cámara, le cuenta un temor duplicado. Dos veces, sin diferencia de énfasis y casi sin variar la formulación, le revela el miedo a que sus hijas sean abusadas por los hombres del bandido Vicuña Porto. Es un loop de sus palabras, como si hubiesen sido copiadas y pegadas.

Esta duplicación genera el mismo efecto que una ralladura en el surco de un disco de pasta: altera la armonía, la supuesta fluidez, y como en otros mecanismos ya descriptos, expone el carácter no natural del vínculo audiovisual. Toda la escena, rodada a media luz, gana un simbolismo inquietante fruto del juego de capas de sonido, con las chicas murmurando planes que evaden el control de su padre y de Zama, guardián burlado.

Con este tipo de recursos, la directora abre un plano para lo femenino: sean mujeres en sus tareas cotidianas, mujeres que susurran o hablan en dialectos, mujeres de carácter, mudas o fantasmagóricas, todas tienen un sonido o un silencio, y en su administración, marcadamente colectiva, reside una cuota de autodeterminación en un mundo regido por los hombres. Al mismo tiempo, ellas serán un contrapunto para el “despoder” progresivo de la figura de Zama, que irá experimentando en sí mismo la subalternidad.

Sobre la relación audiovisual que establece Martel y su perspectiva feminista, puede resultar valiosa la reflexión acerca del asombro que elabora Sara Ahmed. “El asombro es lo que me condujo al feminismo, lo que me dio la capacidad para nombrarme como feminista”, asegura la autora en La política cultural de las emociones (2017). En ese trabajo, plantea que el “asombro crítico” es uno de los efectos del enfoque feminista, al romper con la invisibilización que lo “ordinario” provoca en los sentidos:

Lo que es ordinario, familiar o usual, con frecuencia se resiste a ser percibido por la conciencia. Se vuelve algo que damos por sentado, como el fondo que ni siquiera notamos, y que permite que los objetos destaquen o se vean separados. El asombro es un encuentro con un objeto que no reconocemos; o el asombro funciona para transformar lo ordinario, que ya se reconoce, en lo extraordinario. Como tal, el asombro expande nuestro campo de visión o contacto táctil.

Si se traslada este esquema, la sincronización entre imagen y sonido que construye el cine tradicional asume el lugar de lo ordinario y lo familiar, mientras que las rupturas e intensidades de un universo como el de Zama constituyen una ofensiva de asombro que expone, por vía del extrañamiento, los mecanismos de la construcción.

Para Ahmed, el asombro permite “ver al mundo como algo que no necesariamente tiene que ser, y como algo que llegó a ser, con el tiempo y con el trabajo”, y por eso implica “aprendizaje”. En el caso de Zama, será lo sonoro la llave para desatar el asombro y desarticular lo ordinario, en tanto que el aprendizaje implicará ejercitar la escucha de lo extraordinario, el sonido ambiente del nuevo territorio, que puede incluso asumir la forma del silencio, como ocurre con los esclavos negros de la película.

A estos personajes Martel los representa con ese vacío de sonido que antes se señaló para el mensajero del comienzo de la película. Elididos del campo visual y sin ninguna otra referencia que dé cuenta de su presencia, el silencio los vuelve invisibles hasta tanto se opere su repentina materialización en la escena. Su entidad solo podrá ser actividad por la mirada de sus amos. La contundencia del efecto refleja el lugar de los esclavos, ubicados en los últimos eslabones de la cadena de subordinación.

En El sonido (1999), Chion advierte que el “el 95% de lo que constituye la realidad visible y tangible no emite ningún ruido” y que “el 5% que sí es sonoro traduce muy poco”, aunque no solemos ser conscientes de esto. Es decir, si sólo apelamos a los acontecimientos sonoros, “nos encontramos literalmente en la oscuridad”. Martel trabaja con este hecho sensorial que suele pasársenos por alto, pero ahí también va a ejecutar un desplazamiento. En su repaso de lo carente de expresión sonora, Chion había enumerado muros, montañas, objetos en un armario, nubes y días sin viento. A ese listado de cosas y situaciones, la directora sumará a los sujetos oprimidos.

Con Malemba, la asistenta africana y muda de doña Luciana Piñares De Luenga, la propuesta se complejiza. Aunque se trata de una esclava que compró su libertad, tampoco ella dice una palabra. Y sin embargo, a diferencia de los otros esclavos, Malemba sí está presente y se expresa, tanto con sus miradas como con sus acciones: fue quien, al comienzo de la película, persiguió al Zama voyeur. Como bien dice Luciana Piñares, Malemba “no está muda, tiene su lengua”.

El sonido interior

Junto con los ruidos y voces de lo no visto porque permanece fuera de campo, otro de los intereses narrativos de Martel se enfoca en exponer cómo suena aquello que se ubica en el interior, tanto físico como subjetivo, de lo que sí aparece en la imagen. Para Chion, se trata de situaciones que plantean un problema a la definición más esquemática de lo acusmático.

La directora le sube el volumen a una banda que en el cine más tradicional suele permanecer postergada, y esto altera la relación con el resto del universo sonoro. Hace irrumpir en el primer plano aquello que estaba reducido a la escucha interna de cada individuo o, en otros casos, silenciado incluso para sí mismo. Se trata, como indica Dolar, del ascenso de “la exterioridad interna, la intimidad expropiada, la extimidad; el excelente nombre que Lacan le da a lo siniestro, lo inhóspito”.

La escena de las orejas de Vicuña Porto gira en torno a esa extimidad. En una partida de dados con un traficante, el segundo gobernador le muestra a Zama unas orejas que habrían sido cortadas al bandido legendario antes de su supuesta ejecución. A su espalda, uno de sus súbditos –a quien dispensa un trato despectivo– se ve cautivado por el botín y es ahí cuando sobreviene la extimidad: la voz de su pensamiento se impone sobre el resto de los sonidos, que bajan de volumen y son desplazados. Es un soliloquio en un nivel mínimo de complejidad, un balbuceo, pero gana el peso de lo real, mientras que lo que se muestra asume una entidad conjetural.

La indiferencia del gobernador, que nunca percibe a su súbdito ni aun cuando toca las orejas, remarca el extrañamiento: no hay certeza de que lo que vemos esté ocurriendo o de que lo haga por fuera de la mente del personaje. Así como la voz de su pensamiento se impone a fuerza de extimidad, la imagen parece seguir ese camino, adoptando la fisonomía de una fantasía proyectada. El efecto se refuerza con la voz del gobernador en un tenue segundo plano, que repite dos veces, de forma calcada, la orden a un oficial. Es el mismo recurso de duplicación que Martel usó en la escena del posadero y sus hijas.

Los dichos del súbdito tienen una estructura básica, como si aún no hubiesen sido sometidos al proceso por el cual las ideas se exteriorizan. “Vicuña Porto está muerto, no se toca, no tocar, no. Las orejas de Vicuña Porto, Vicuña… está muerto. Las orejas de Vicuña Porto”, dice el hombre, que acabará por tocar el botín del gobernador a pesar de sus propias advertencias. Luego, llegará el desenlace: la voz de Zama gana volumen, las capas sonoras vuelven al orden previo y el resto de los sonidos recuperan su lugar.

Dolar recuerda que, al reflexionar sobre la ética, una tradición “ha tomado como pauta la voz de la conciencia” y se pregunta: “¿Esta voz interna de mandato moral, la voz que emite advertencias, órdenes, admoniciones… es una simple metáfora?”. En cambio, puede que sea una voz en sí, incluso “más cercana a la voz que los sonidos físicamente audibles”. También plantea si es “la voz del deseo inconsciente”, con lo cual “no es aquello que nos protegería de la irracionalidad de las pulsiones, sino, por el contrario, es la palanca que impele el deseo a la pulsión”. Martel, con el súbdito, sus pensamientos y las orejas de Vicuña Porto, recorre estos mismos interrogantes.

Otro tanto sucede en la visita de Zama y el Oriental a la casa de Luciana Piñares, donde la muerte ronda al traficante de licores y los sonidos vuelven a jugar con la duplicidad. Junto al vaivén del abanico accionado por un esclavo, el Oriental reitera dos veces la frase “mi mujer quería”, y luego cuenta que él vivió en el río “que va, que viene”, y “siempre lejos, por h o por b”. Lo mismo ocurre con una frase de Luciana Piñares, repetida en dos tomas distintas, mientras el sonido agudo del golpe en una copa se pega al malestar creciente de Zama. De nuevo, será el Shepard tone el recurso para que la intimidad de su mente se vuelva extimidad. La escala irá relegando a un segundo plano a las voces y ruidos, disminuidos en sus decibles como el ánimo del propio asesor. Serán unos aplausos de Luciana los encargados de romper el trance.

Mientras el funcionario ensaya su cortejo fallido, en la escena irrumpe la muerte, que es un crujir de tripas que emerge del comerciante de brandy. El ruido está en el interior físico del Oriental, pero su fuerza inunda el espacio, mientras el enfermo de cólera se retira, tambaleante. ¿Zama y Luciana escuchan esos sonidos? Y si lo hacen, ¿los perciben en ese tono? Se vuelve esquivo determinar lo que Chion llama “punto de escucha”, es decir, qué personaje oye eso mismo que yo escucho como espectador.

Zama - Martel_Romero

Un lenguaje propio

De forma recurrente, los personajes de Zama –en especial, las mujeres– explicitan con dichos y acciones eso mismo que Martel parece abordar con la experimentación sonora. Luciana Piñares, una feminista avant la lettre, dice claramente: “Desprecio a todos los hombres por su amor de posesión”, y también: “Muchas mujeres me aborrecen por mi independencia y demasiados hombres se equivocan por mi conducta”. Y en el caso de Emilia, con quien Zama tuvo un hijo no reconocido, ella se niega a darle una camisa y, con ironía, le retruca: “¿Soy tu mujer?”. Las tomas de los ojos atormentados del asesor, las escenas de su deterioro físico y mental, y de su descenso social, casi sin dinero y durmiendo en habitaciones precarias, aluden por vía de imágenes a cuestiones similares a las que la película trabaja desde lo sonoro.

Y, sin embargo, en la obra de Martel el sonido no se comporta como un auxiliar de lo visual. No viene a explicarlo, a duplicarlo o a completarlo. Por el contrario, adquiere entidad, cuerpo, y establece las reglas de un lenguaje propio, resultado de un proceso de construcción que la película emprende aún antes de que aparezca la primera imagen.

Aunque lo puedan hacer, los ruidos, voces y efectos no están ahí con la misión de semantizar lo que aparece dentro del campo, sino para operar sobre sí mismos. Esto responde a que Martel no ata su narrativa a la historia por contar, a lo que se dice o se muestra de manera más o menos explícita, sino que explora en las formas mismas de contar, con lo sonoro como un recurso privilegiado. En ese gesto, en esa “excursión”, amplía el “territorio” de la percepción y ejerce, tal vez, la más intensa de sus críticas.

Confinamientos y liberaciones. De «La cautiva» a «La Flor»

Por: Patricio Fontana

Imagen: Blanes, Juan Manuel (1880), La cautiva [Óleo sobre tela]

A propósito de la situación de confinamiento circunstancial que ha generado la pandemia mundial de coronavirus, Patricio Fontana abreva en los clásicos de la literatura argentina de los siglos XIX y XX para considerar distintas modalidades del encierro. En un itinerario que va desde la esquiva figura de cautivas y cautivos en la literatura argentina del XIX hasta sus reelaboraciones literarias y audiovisuales contemporáneas, Fontana reflexiona sobre la reciente liberación de La Flor (2018), el film de Mariano Llinás, para pensar la accesibilidad e inaccesibilidad de la producción cinematográfica en la actualidad.


I.

La voluntad fundacional con la que Esteban Echeverría escribió La cautiva es innegable. Ese largo poema dado a conocer en 1837 pretendió, y en buena medida consiguió, ser la piedra basal no solo de la literatura nacional sino, más ambiciosamente, de la cultura nacional. En un célebre pasaje de la “Advertencia a las Rimas”, el libro que incluye La cautiva, Echeverría aseguraba que el Desierto, en la década de 1830, era “nuestro más pingüe patrimonio” y que se debía “poner conato en sacar de su seno no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar sino también poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional”. Había, pues, que conquistar y explotar el Desierto no solo para producir riqueza, sino también para producir poesía, cultura. El programa económico y literario de Echeverría era, entonces, extractivista. En 1845, en el capítulo II de Facundo, Domingo Faustino Sarmiento supo admitir, con alguna reticencia, ese logro de Echeverría. Ese –el de La cautiva– era para Sarmiento el rumbo que debía seguir una literatura nacional original: narrar historias sobre el poroso límite entre civilización y barbarie y abandonar los territorios ya demasiado transitados, ir más allá, no ser cautivos de lo urdido exitosamente por otras literaturas.

De todos modos, es discutible que La cautiva sea, en efecto, la historia de una cautiva. María y su esposo Brian son capturados por los indios durante un malón y acarreados a Tierra adentro, al Desierto. Pero ni María ni tampoco Brian llegan a vivir plenamente como cautivos. Antes de que eso ocurra, con “varonil fortaleza”, María, gracias a la ayuda de un puñal, logra evitar que un indio abuse de ella y, enseguida, libera a Brian. Inmediatamente, luego de asegurarle a Brian que su cuerpo sigue siendo un cuerpo “puro”, que no ha sido mancillada por algún indio, ambos emprenden la fuga y el imposible regreso a su pago. En el camino, Brian muere devorado por la fiebre y el delirio. María, por su parte, cae exhausta luego de que algunos soldados le informan que su hijo también murió. María, entonces, casi no es una cautiva pero su historia permite articular no obstante una pregunta: ¿es posible salir del cautiverio? O, en otras palabras: ¿puede alguien cautivo dejar, alguna vez, de serlo?

La definición que ofrece el diccionario de la RAE del vocablo cautivo informa que así se denomina a “una persona o un animal que vive retenido por fuerza en un lugar”. María, en el poema de Echeverría, logra zafar casi inmediatamente de esa retención forzosa: se fuga y consigue, aunque paga el precio más alto, no vivir la existencia que esa sustracción de su hogar le podría haber deparado. La retención de María dura muy poco, menos de un día, el tiempo suficiente para que ella sea testigo asombrado y casi voyerista del sangriento festín con que los indios celebran su exitoso malón (“feliz la maloca ha sido…”). Deben leerse otras historias de cautivas para conocer qué le podría haber pasado a María si no hubiera logrado liberarse, si hubiera sido retenida por lo indios. Deben leerse otras historias de cautivas para entrever aquello que Echeverría prefirió no contar o que María decidió no vivir. Entre esas muchas historias hay al menos dos muy famosas: la de la cautiva sin nombre de La vuelta de Martín Fierro, de José Hernández, y la que se relata en el cuento “Historia del guerrero y de la cautiva”, de Jorge Luis Borges, en el que la cautiva es una inglesa que, en contraste con María, no anhela de modo alguno regresar a la civilización.

A propósito del Martín Fierro, creo que es oportuno agregar aquí que Hernández escribió además algunos de los versos más acertados y bellos sobre la retención forzada en algún lugar. En la Vuelta, en el canto 12, el Hijo Mayor, que vivió buena parte de su vida confinado en la “Penitenciaría” acusado injustamente de haber asesinado a un boyero, describe qué implicó esa condena. No se trata, como en los casos de los cautiverios a los que antes aludí, de un confinamiento en espacios abiertos –en el espacio más abierto de todos: el Desierto–, sino de uno que se vive entre cuatro paredes, de un confinamiento en un sucinto interior:

En soledá tan terrible
de su pecho oye el latido:
lo sé, porque lo he sufrido
y créameló el aulitorio:
tal vez en el purgatorio
las almas hagan más ruido.

Cuenta esas horas eternas
para más atormentarse;
su lágrima al redamarse
calcula en sus afliciones,
contando sus pulsaciones.
lo que dilata en secarse.

Allí se amansa el más bravo;
allí se duebla el más juerte:
el silencio es de tal suerte
que, cuando llegue a venir,
hasta se le han de sentir
las pisadas a la muerte.

Adentro mesmo del hombre
se hace una revolución:
metido en esa prisión,
de tanto no mirar nada,
le nace y queda grabada
la idea de la perfeción.

Sobre estas sextinas de Hernández, Ezequiel Martínez Estrada escribió que en ellas al Hijo Mayor “el alma se le ha salido y lo asfixia oprimiéndolo” (¿el alma como cárcel del cuerpo, como propondrá años después Foucault en Vigilar y castigar?) y que “solamente Dante imaginó círculos tan herméticamente cerrados, soldados tan para siempre, en sus condenados”. En el lírico testimonio del Hijo Mayor, el encierro consiste no tanto en un padecimiento físico –hambre, frío o torturas– sino, prioritariamente, en un padecimiento espiritual, en un sufrimiento intangible, blanco: el suplicio de enfrentarse repetidamente a la nada.

La Flor, el film de Mariano Llinás protagonizado por las cuatro integrantes del colectivo teatral Piel de Lava cuya versión completa se conoció en la Argentina en abril de 2018, narra seis historias a lo largo de poco menos de catorce horas. Dos de esas historias se habían proyectado, como anticipo del film por venir, en 2016, en el Festifreak de la ciudad de La Plata, en la ciudad de Trenque Lauquen y en algunos otros pocos lugares de la Argentina (pero no en la ciudad de Buenos Aires) y, como corolario, en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; además, habían sido incluidas en la programación del canal de cable I-SAT. Varias de esas seis historias que ofrece la versión completa de La Flor recuperan y reescriben diversos tópicos de la cultura argentina que ya están presentes en el largo poema de Echeverría y en otros textos, películas o pinturas emblemáticas de los siglos XIX y XX que, de manera más o menos obvia, dialogan con él. (Lo mismo ocurre con Las aventuras de la China Iron, la novela de Gabriela Cabezón Cámara publicada en curiosa sintonía con la aparición de La Flor: ella también, como la película de Llinás, surge de la reescritura de textos clásicos de la literatura argentina; ella también, como La Flor en su última historia, explora las posibilidades narrativas del amor entre mujeres en el marco de la inmensa llanura).

El largo episodio tercero de La Flor, una enrevesada historia de espionaje y contraespionaje, entre otras alusiones más o menos evidentes a esa literatura incluye dos citas de El gaucho Martín Fierro. La agente Fox, por ejemplo, parafrasea en francés las palabras que dice el sargento Cruz cuando elige ponerse del lado de Fierro: “[…] Cruz no consiente/ que se cometa el delito/ de matar ansí a un valiente”. La historia final, la que clausura el film antes de sus extensos créditos finales, cuenta el regreso de cuatro cautivas a la civilización. En contraste con María, las de La Flor sí son indudablemente cautivas: han vivido diez años entre los “salvajes”. Acaso no sea casual que la película, como el cautiverio de esas mujeres, haya sido realizada a lo largo de una década. Podría decirse, por tanto, que las cuatro actrices y dramaturgas de Piel de Lava –Pilar Gamboa, Laura Paredes, Elisa Carricajo y Valeria Correa–, al igual que los personajes que encarnan en ese episodio postrero, también fueron, durante diez años, las cautivas felices de este film, sus rehenes dichosas. La Flor, por lo demás, es, entre muchas otras cosas, la historia de un director de cine al que cautivaron cuatro mujeres. El cuarto episodio, que no casualmente incluye la historia apócrifa de la relación entre Giacomo Casanova y las “arañas”, es, de los seis que conforman la película, el que alude más nítidamente a los avatares de ese embeleso. Ese episodio, fundamental además para la película porque anuda y les da cohesión a los episodios previos y posteriores a él, es la ficcionalización, por momentos alegórica, de la espinosa convivencia en una asfixiante cárcel de amor de las personas que conforman El Pampero Cine y Piel de Lava. Una convivencia prolongada que fue imperiosamente necesaria para que La Flor, en varios niveles, pudiera existir.

II.

La pandemia de coronavirus que vivimos en estos días, y que no sabemos aún cuánto se prolongará, nos ha colocado, por el momento, en una situación de relativo cautiverio. En efecto, creo que no es exagerado afirmar que los argentinos nos estamos viendo obligados a vivir retenidos por fuerza en un lugar, que somos rehenes en, o de, nuestros hogares (si es que tenemos el privilegio de tener uno). De hecho, mientras escribo estas líneas recibo por WhatsApp un meme en el que se lee que “Si ya estás empezando a sentir amor por tu pareja no te preocupes: eso se llama síndrome de Estocolmo”. Para evitar contagiarnos y que el virus se propague descontroladamente, las autoridades nacionales –y en esto no somos, por supuesto, ninguna excepción– nos han convencido, o han intentado convencernos, de que debemos quedarnos en nuestras casas. “Quedate en casa” es el mantra que, machaconamente, desde mediados de marzo, repiten los medios de comunicación y las autoridades sanitarias.

Desde los primeros días de cuarentena una palabra empezó a repetirse en las redes sociales: liberación. Pero no se trataba del clamor de ciudadanos descontentos que querían liberarse del cautiverio que se veían obligados a vivir, de ciudadanos que se rebelaban contra el confinamiento al que las autoridades los compelían con no siempre efectiva persuasión, sino de la liberación de películas para que consumiéramos durante el tiempo de ocio que, engañosamente, parecía regalarnos la cuarentena. Hay algo del “Poema de los dones” en esta situación: con magnífica ironía nos han dado a la vez los libros (o las películas) y la noche (la pandemia). Para evitar que, como el hijo de Fierro en la penitenciaría, enloqueciéramos de tanto “no mirar nada”, o de mirar siempre lo mismo (por ejemplo, los programas periodísticos que ofrece la TV vernácula), empezaron a aparecer demasiadas cosas para mirar en casa, una sobreabundancia de oferta audiovisual que también puede enloquecer, intimidar o hartar. Muchas películas cautivas, así, empezaron a liberarse para que pudieran ser vistas gratuitamente en casa. La lista es extensa e incluye varias que, luego de un paso fugaz y a veces sigiloso por alguna sala de cine, ya no era posible ver, al menos no de manera legal. Por supuesto, muchas de ellas ya habían sido liberadas o arrebatadas, sin autorización de sus realizadores y productores, por una comunidad cinéfila global que, apenas puede, piratea las películas y las distribuye por varios circuitos virtuales. En estas jornadas de pandemia y confinamiento muchos de los piratitas que, en situaciones normales, consumimos películas en casa de ese modo pecaminoso, y muchas veces censurado por ese dictum un poco rancio que establece que el lugar para ver cine es la sala de cine, que hay que ver cine donde se debe, empezamos a sentirnos de algún modo legalizados, aceptados, menos culpables de transgredir una y otra vez las leyes del copyright y las más severas que prescriben dónde y cómo debe verse cine.

Entre las películas liberadas hay una que es algo así como la estrella de estas jornadas de confinamiento: la ya mencionada La Flor. No es una estrella porque sea la más larga de todas, por la excentricidad de su duración, sino porque, de manera más vehemente que otros realizadores, Llinás siempre sostuvo que su aspiración era que su película completa pudiera verse solamente en una sala de cine, sustraerla de cualquier espacio que no fuera ese.

Desde que la película se dio a conocer en la edición del año 2018 del BAFICI, Llinás una y otra vez manifestó que no quería que ni la televisión ni otros dispositivos de visionado de materiales audiovisuales (por ejemplo: la pantalla de un celular o de una computadora) domesticaran su película, la volvieran un producto de consumo hogareño. Si alguien quería ver la película, incluso críticos y periodistas, debía ir al cine. Llinás ambicionaba que el espectador se esforzara para acceder a su película. Esa ambición era, por supuesto, parte de su proyecto, que no se agotaba meramente en la realización de una película de catorce horas sino en disponer de las condiciones para que su visionado en una sala de cine, en tres días, se constituyera en un ritual, en una suerte de fugaz experiencia comunitaria, en una aventura de poco menos de 72 horas. La modalidad de exhibición de La Flor siempre fue, al menos en la Argentina, la expresión del testarudo anhelo de sacar al espectador de su comodidad, de su letargo; también, de arrebatarle algo de su poder (por ejemplo, el de dosificar a su gusto la visión de una película o de una serie).  A dos años de la presentación de La Flor en el BAFICI, El Pampero Cine, que además de Llinás conforman Agustín Mendilaharzu, Laura Citarella y Alejo Moguillansky, seguía insistiendo en esa modalidad restringida de circulación y tenía planeada una proyección en el espacio cultural Planta, ubicado en el barrio porteño de Parque Patricios, en marzo y abril de este año. Se trata, por supuesto, de una batalla pacífica contra la accesibilidad cada vez menos obstaculizada a la producción audiovisual que, entre otras consecuencias, diferencia tajantemente la experiencia de la cinefilia en la contemporaneidad con respecto a la practicada antes de la aparición de Internet. (Hubo, es cierto, una edición acotada en Blu-ray de La Flor, pero esa edición, que yo sepa, no se ofreció a la venta en la Argentina, aunque su ripeo ilegal sí llegó contrabandeado a estas tierras; pero esas vicisitudes del acceso a La Flor no me interesan acá: no son parte de la historia o, mejor dicho, del cuentito que intento reconstruir).

A propósito de esa cuestión –vale decir, la de la accesibilidad e inaccesibilidad de la producción cinematográfica en la actualidad–, en el programa de mano que, allá por la primavera del año 2018, se entregó a quienes fuimos a ver La Flor a la sala Leopoldo Lugones del Complejo Teatral de Buenos Aires, se reproducían las siguientes afirmaciones de Llinás, que se publicaron también en el diario Página/12:

¿Qué hacer […] con estas catorce horas enciclopédicas en tiempos en que la proyección cinematográfica parece obligada a reducirse a su mínima expresión, en un mero oropel obsoleto que precede al momento fatal en el que las mercancías cinematográficas encuentran su destino en las pequeñas pantallas táctiles de los teléfonos o en las codificaciones líquidas del streaming? ¿Qué hacer frente a tanta tristeza? Acaso nos quede, como única salida, aquello que mejor nos sale: la elegante desobediencia. Convertir a nuestra Flor en un objeto díscolo, que se niegue a ser un divertimento de living o un electrodoméstico, que rechace la imperiosa exigencia de ser una cosa que esté siempre disponible para combatir el aburrimiento de los adormecidos y los cómodos.

No fue esa la primera ni la última vez que Llinás se refirió a la situación actual del cine como una de “tristeza” o de “catástrofe”, y que identificó a los causantes de ella en, por caso, Netflix, el streaming o las redes sociales, y a su cine como un intento de hacer algo disruptivo en ese contexto para él desasosegante. En un reportaje con el periodista Pedro Garay que se publicó en el diario El Día, de La Plata, Llinás aseguró:

El cine ya no es lo que fue en sus primeros cien años de vida; no lo es para nadie, como si de repente el cine fuera Pompeya y hubiera hecho erupción el volcán y todo el mundo hubiera salido corriendo. ¿Quién es ese volcán? ¿Las redes sociales? ¿Netflix? ¿Los teléfonos celulares? ¿Todo eso junto? Quién sabe. En cualquier caso, creo que La Flor es un film que lamenta esa catástrofe e intenta ver qué se puede hacer con los restos que han quedado después de la evacuación.

Así las cosas, muy poco después de que el gobierno decretara el “aislamiento social preventivo y obligatorio” (ASPO), la cuenta de Twitter de El Pampero Cine anunció, con un colorido cartel, que “durante el tiempo que duren las medidas de confinamiento” se pondría “a disposición pública y gratuita la otrora inaccesible La Flor”. La liberación de esta película “inaccesible” tuvo al principio sus tropiezos. Finalmente no fue YouTube la plataforma en la que se difundió, como sí ocurrió con otras películas liberadas por El Pampero, y a donde se subió y luego se debió bajar, por cuestiones de derechos de exhibición, una primera entrega de La Flor, sino la más secreta o desconocida Kabinett. El jueves 2 de abril la película completa, en siete partes, estaba subida ya a esa plataforma. “Esto es todo, amigos”, anunció ese mismo jueves un tuit de El Pampero Cine (aunque, previsiblemente, eso no fue todo: mientras termino de redactar estas líneas, otro tuit anuncia, enigmáticamente, que “El Pampero Cine propone –en atención a las presentes circunstancias– un final alternativo para la séptima entrega de La Flor”).

Fue necesario entonces que se cerraran todas las salas de cine, que ya no hubiera cine en la Argentina, y en casi todo el mundo, para que sus realizadores y productores consideraran que La Flor podía llegar al ámbito doméstico y, ahora sí, pudiéramos verla, por ejemplo, en la pantalla modesta de nuestro celular en algún recoveco incómodo de nuestra casa. La domesticación de La Flor ocurrió cuando los espectadores nos vimos conminados a lo doméstico, a permanecer asilados y aislados en nuestros hogares y a no poder, por más que quisiéramos, por más que insistiéramos, ir al cine. El “momento fatal” de la captura de La Flor por “las codificaciones líquidas del streaming”, para decirlo con palabras de Llinás, coincidió así, dramáticamente, con un momento funesto de la historia, con una catástrofe que no es solo la del cine.

Acaso el arribo de La Flor a nuestros hogares nos permita olvidarnos y hasta padecer un poco menos, siquiera durante catorce horas, los efectos ruinosos de la erupción de ese volcán invisible que es esta pandemia de coronavirus. En todo esto se aloja además una paradoja más o menos prístina: los enemigos supuestos del cine –las redes sociales o el streaming, por nombrar dos– son ahora los que, en estos días extraños, en estos días sin nada de cine, les permiten a las películas –a La Flor y a muchas otras– mantenerse vivas o sobrevivir y también, a los espectadores confinados, fugarse en alguna medida de su encierro, respirar otros aires.

Buenos Aires, viernes 3 de abril de 2020

Reflejos y refracciones de la masculinidad: entrevista con Nicolás Suárez

Por: Estudiantes del seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha”, a cargo de Julia Kratje

Imagen: Imagen promocional ofrecida por la producción de la película.

En el cine, las imágenes y los sonidos participan de la producción de significaciones ligadas al género, a las sexualidades y a los afectos, puesto que las miradas y las voces son dimensiones materiales que inscriben al sujeto en el discurso, donde se reorganizan vínculos y posiciones tanto subjetivas como sociales. En el seminario “Intervenciones feministas en la cultura audiovisual: políticas de la mirada y de la escucha”, dictado por Julia Kratje para la Maestría en Literaturas de América Latina que dirigen Mónica Szurmuk y Gonzalo Aguilar dentro del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de San Martín, el lunes 24 de junio de 2019 se proyectó el film Hijos nuestros (2015) de Nicolás Suárez y Juan Fernández Gebauer, seguido de una conversación con uno de los directores.


Muchas gracias, Nicolás, por haber venido. Podríamos empezar por el principio: hablemos del título. Hijos nuestros contiene una metáfora de la paternidad y una remisión a la canción de hinchada con su retórica del aguante. Tal como lo indica Pablo Alabarces en su libro Héroes, machos y patriotas: El fútbol entre la violencia y los medios (2014), la lógica futbolera es un vocabulario cerradamente masculino: se trataría, pues, de pensar el aguante como un sistema moral vinculado a las culturas populares.

Sí, de hecho, el título surgió de manera bastante tardía, cuando estábamos terminando la edición. Sabíamos que el fútbol, obviamente, iba a ser muy importante en la película, pero a eso se le fue añadiendo la cuestión de lo religioso, esa especie de paralelismo entre el fanatismo religioso y el fanatismo por el fútbol. A Juan (Fernández Gebauer) y a mí, la frase “hijos nuestros” –que puede tener una conexión con el padrenuestro– nos empezó dar vueltas. A la vez, implica una idea de paternidad que siempre me llamó la atención, por la cual decirle a otro que es tu hijo representa un insulto o una ofensa. Entonces, nos pareció que el título cerraba bien para hablar del personaje principal, que podría ser como un padre sustituto, aunque finalmente nunca pueda ejercer esa función.

Las figuras del hincha y del crack están codificadas social y mediáticamente, y también desde lo cinematográfico; si se hace un repaso histórico, hay varios títulos que se basan en estos personajes del mundo futbolero: Los tres berretines (Enrique Susini, 1933), Pelota de trapo (Leopoldo Torres Ríos, 1948), El hincha (Manuel Romero, 1957) y El crack (José Antonio Martínez Suárez, 1960). ¿Cómo pensaron la forma de retratar al protagonista?

Dentro de esa serie que se podría armar en torno al fútbol en el cine argentino, me parece que El crack es el primer film en desarrollar una visión crítica o, al menos, más pesimista del fenómeno, ya que no se limita a la exaltación de lo popular. Algo que nos pasó a medida que íbamos presentando el proyecto en distintos espacios es que mucha gente nos decía que las películas de fútbol fracasan: el fútbol ya es una ficción y, por eso, no es fácil estar a su altura.

Incluso, después de cada fecha del torneo, los clips que se hacen para resumir lo que pasa en cada partido elaboran ficciones que, a veces, duran más que un cortometraje. En efecto, todo lo que rodea la cultura futbolística, aun los chistes y los rumores, parecería tramar una telenovela para satisfacer cierto deseo (especialmente masculino) de ficción, ¿no? En cambio, Hijos nuestros no apela al relato triunfalista, ni tampoco al costumbrismo asociado al deporte. En este sentido, en el film la masculinidad hegemónica fracasa. El final transmite frustración, nostalgia, enojo. Asimismo, tuvimos la oportunidad de ver tu cortometraje Centauro (2016), que también intenta establecer un vínculo entre masculinidad y defensa del honor.

Me siento a gusto con lo que dicen, porque varias personas del mundo del cine no encontraban similitudes entre ambos films.

Hay un paralelismo bastante claro en cuanto a la observación de cierto tipo de varón, que además puede ser interpretado desde lo popular: Centauro representa al gaucho histórico como institución de la identidad nacional, pero además la expresión del duelo es una expresión popular.

Sí, totalmente. En algún sentido, los dos films se pueden pensar en torno al deporte (si acaso se puede llamar deporte a la doma).

¿Cómo surge la idea de conjugar la figura mítica del centauro, que aparece cuando el personaje se sube al caballo, con la del gaucho?

Me interesaba pensar cómo sería esa idea mitológica que, en el corto, no se concreta del todo porque el mito no termina de armarse. La génesis del film consistió en ir uniendo cosas. Por un lado, me habían contado una historia, más o menos parecida a la del film, acerca de un domador que quería vengarse de un caballo. Cuando le cuento el guion a Agustín, el protagonista, me dijo que conocía esa historia y me trajo un mini-DVD con las domas de ese hombre. Por otro lado, yo venía leyendo literatura sobre la gauchesca del siglo XIX para una investigación.

Entre las referencias también aparece Rubén Darío.

Sí. Hay un poema larguísimo que Darío escribe en 1910 por el bicentenario, que publicó La Nación, que venía bien para cerrar el corto, y a la vez abrir.

Otra de las cuestiones que se podrían pensar como puntos en común entre ambos films es la animalidad: está presente en Hijos nuestros, no solo como golosina ligada a los consumos de la infancia (el protagonista come compulsivamente “Palitos de la selva”), sino como denominación de los hinchas (gallina para River, cuervo para San Lorenzo, torito de Mataderos para Nueva Chicago, gallo para Morón, lobo para Gimnasia y Esgrima de La Plata, etc.). Por otra parte, llama la atención la construcción de la figura del taxista, más que por el personaje, por su relación con el entorno, como si el taxi fuese una especie de ser vivo. Hay escenas en las que el protagonista baja del taxi y, sin embargo, la cámara sigue grabando desde adentro del vehículo, como si lo estuviera observando. La intimidad del taxi es bastante border, por cierto. Y la intimidad en el interior de su casa tiene también un tono oscuro, logrado por medio del sonido y de la iluminación.

La película conecta especialmente con quienes conocen la cultura del fútbol, pero en verdad le pueda interesar a cualquiera, porque la soledad del protagonista en la gran ciudad va más allá del deporte puntual. Con respecto al sonido, nosotros tratamos de pensar en las respiraciones: cómo se escucha la respiración cuando él está solo, lo que se suma a la condición física del personaje, a quien hasta parece costarle respirar.

Hay un trabajo minucioso alrededor de la filmación de los espejos retrovisores.

El trabajo con los espejos fue un problema, porque éramos ocho personas viajando adentro del baúl del auto. El espejo delata todo. El sentido de sostener este capricho, un poco irracionalmente, fue aprovechar la verosimilitud de lo que pasa en el auto a partir de las imágenes duplicadas.

En el final, el argumento de la película decide cortar la relación que se estaba construyendo entre los personajes. Se trata de una resolución que muestra al protagonista nuevamente solo.

El film no tiene, es cierto, un happy ending: sabíamos que no podía terminar bien (porque, si terminaba bien, caíamos en esas otras películas que antes mencionaron). De hecho, para mí la película termina mal, porque no se sugiere que el personaje que interpreta Carlos Portaluppi salga a correr, se recupere y baje de peso. La escena del final está filmada a gran distancia (unos 300 metros) con una lente que achata la imagen; entonces, él corre hacia delante, pero mediante un zoom out se genera la sensación de que nunca logra avanzar.

Desde otra lectura, el final podría parecer naíf si se imaginara que él finalmente adopta una rutina saludable para cambiar su vida (la película, hasta que pasan todos los créditos, termina con el sonido de pajaritos amigables al aire libre, que podrían remitir a algo esperanzador). A la vez que trae algún recuerdo del desenlace paródico de Esperando la carroza.

Supongo que cada uno lo leerá como quiera. Para mí, es claro que no va a haber un resultado positivo; otros me dijeron que, cuando él abría la persiana, pensaron que se iría a suicidar.

La actuación y la dirección de actores, en Centauro, es muy diferente a la de Hijos nuestros y, a la vez, en el corto el estilo absolutamente naturalista (en el buen sentido de la palabra) del jinete contrasta muchísimo con la teatralidad de Walter Jakob.

Sí, porque quería que hubiera alguien que acompañara al actor no profesional (como es el caso de Valentín, el adolescente de Hijos nuestros, o de Agustín en Centauro) transmitiéndole confianza. Es verdad que, ya desde el texto, el cortometraje tiene una búsqueda más artificial, porque nunca puede ser natural poner a alguien recitando o mirando a la cámara, y además no hay una apuesta psicológica como en la otra película, porque me interesaba que fuese más payasesco.

¿Cómo trabajaron la integración del fútbol al espacio urbano que la película, así como lo hace el taxista, va recorriendo por diferentes barrios de Buenos Aires?

Originalmente, el personaje iba a ser de Vélez. No queríamos que fuera de Boca o de River, ni tampoco de un equipo menor (para que el personaje no generara compasión). San Lorenzo tiene toda una historia con respecto a la identidad barrial: se llama San Lorenzo de Almagro, pero tenía la cancha en Boedo y ahora está en el Bajo Flores. Hubo varias casualidades que nos llevaron a San Lorenzo. Para filmar la escena de la iglesia, habíamos averiguado en un montón de otras iglesias que se negaban a dejarnos filmarlas, hasta que una aceptó; después nos dimos cuenta de que esa iglesia, la única que nos dijo que sí, fue donde se creó el club de San Lorenzo (hay una película sobre esta fundación que se llama El cura Lorenzo).

HijosNuestros imagen 2

El protagonista, con toda su masculinidad a cuestas, no puede expresar sus emociones de una forma que no sea recurriendo a una metáfora de fútbol, por ejemplo, cuando dice: “con uno menos” (frase que pertenece a un poema de Fabián Casas: otro fanático de San Lorenzo). Por el contrario, es muy contrastante el personaje que interpreta Ana Katz: ¿Cómo surgieron las características de cada uno, construidos casi al borde de lo estereotipado (ella es una madre, ama de casa, medio mística por momentos, que se las rebusca vendiendo viandas)?

A lo largo de las distintas versiones del guion, el protagonista estaba definido, así como el personaje del adolescente. En cambio, el de Ana estaba flojo; luego de hablar con ella, fuimos reescribiendo, hablando sobre el guion, haciendo pasadas de lectura en voz alta.

Si centramos la atención en la construcción del personaje de Hugo, vemos que recibe una complejidad mayor; a ella la vemos siempre en relación con posiciones más esquemáticas.

Sí, claramente el protagonista es él y la película está un 50% del tiempo con la cámara pegada a su cara.

Sin embargo, ella logra hasta cierto punto correrse del estereotipo de la mujer sola.

Sí, es ella quien lo invita a salir…

En todo caso, es ella quien genera el rodeo para que eso suceda: “me gusta ir al cine”, dice como al pasar. Acto seguido, él le propone ir al cine.

Claro, es ella quien avanza. Es difícil manejar los estereotipos, porque si uno toma distancia y, a la vez, se mueve en el terreno de lo verosímil, inevitablemente se puede caer en esos lugares. Para construir el personaje de Ana nos inspiramos en Riff-Raff (1991) de Ken Loach.

Es interesante que, cada vez que él quiere acercarse a ella, lo hace satisfaciendo el deseo de consumo del hijo al regalarle objetos de marca: la remera Lacoste, los botines Nike, el Gatorade. Es a través de esa operación que el personaje de Hugo procesa, tal vez, sus propias frustraciones: todo el tiempo ve en el pibe lo que él no pudo ser, como ese afán de tantos padres que van a ver jugar a los chicos y despliegan una performance patética de violencia, exasperación, gritos, agresión, llantos, ira.

Cuando fuimos a grabar a San Lorenzo eso se ve y es tremendo: familias enteras que arman su vida alrededor de un chico de trece años que tiene un 99% de chances de no llegar a ser futbolista profesional.

¿Y con respecto a la música tan ecléctica que él escucha? El personaje no queda fijado a ningún gusto musical, como se muestra en la secuencia en la que él va caminando por la vereda y de los negocios emanan diferentes géneros y estilos musicales, como si fuese un zapping pasivo que se escucha solo por el hecho de estar de paso.

En general, uno tiene la idea de que cuanto más uniforme sea un objeto mejor es, porque es más bello, pero la verdad es que hicimos lo que sentimos que la película nos pedía. Para mí, el protagonista no tiene ningún gusto musical, sino que prende la radio y escucha lo que venga, como si fuera un ruido que lo acompaña, como el ruido de los autos.

Para terminar, ¿tuviste alguna inspiración literaria para trazar las figuras del taxista y del futbolista?

Además del poema de Casas, en algún momento coqueteamos con la idea de poner un epígrafe de La cabeza de Goliath (1957) de Ezequiel Martínez Estrada, que habla sobre el fútbol, pero la cita es tan buena que hubiese sido como anular la película, porque básicamente la explicaba en seis renglones.

 

Cambio de ángulo: Ricardo Piglia y la literatura mundial

Por: Alejandro Virué

Imagen: Letralia

En este artículo, escrito en el marco del seminario «Literatura mundial: Latinoamérica y la cuestión de los universales», dictado por Mónica Szurmuk, Alejandro Virué parte de algunas ideas sobre la relación entre las literaturas de los países periféricos y las de los centrales que aparecen en Los diarios de Emilio Renzi para analizar la obra de Ricardo Piglia desde la perspectiva de la literatura mundial. El ensayo, además de rastrear las opiniones del tema en escritores latinoamericanos anteriores, como Alfonso Reyes, Manuel Gutiérrez Nájera y Jorge Luis Borges, indaga en la posición privilegiada que Piglia le atribuye a su generación, reconstruye las tesis de Piglia sobre el cosmopolitismo de la tradición literaria argentina y su puesta en práctica en El camino de Ida, la última novela del escritor.


En el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi, Ricardo Piglia escribe, en una entrada de 1968: “estamos nosotros en situación de romper la exterioridad que nos define desde el principio. Ya no miramos a las otras literaturas o a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros” (Piglia, 2016: 68). Unas páginas más adelante, refuerza esta idea: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”.

Reflexiones similares se encuentran de manera recurrente a lo largo del libro. Si bien está claro el énfasis subjetivo de las afirmaciones, que postulan una posición de escritor más que un estado de cosas, no sería ilegítimo preguntarse por el asidero material de esta igualdad de oportunidades en el universo de las letras que el joven escritor argentino supone que ha adquirido su generación. Una de las formas posibles de responder es a partir de las investigaciones en el campo de la literatura mundial. Más allá de las diferencias conceptuales de los planteos de Franco Moretti y Pascale Casanova, ambos coinciden en la radical asimetría entre los escritores de las metrópolis y los periféricos para integrar el universo de la literatura, esto es, para ser publicados, leídos, y estudiados en las universidades.

Más relevante aún es que el mismo Piglia, en obras posteriores a este ingreso pero, también, en otras partes del diario, pone en cuestión esas afirmaciones, haciendo hincapié en las dificultades materiales que se le presentan a quien quiera dedicarse a la literatura en un país periférico como la Argentina, o teorizando respecto de lo que significa, en términos estéticos, escribir desde el margen.

A todo esto hay que sumarle que discursos análogos al que postula Piglia en esas páginas han sido enarbolados muchísimo antes por más de un escritor latinoamericano. Ya en el año 1936, en sus “Notas sobre la inteligencia americana”, Alfonso Reyes sostiene que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, les da a los escritores latinoamericanos “derecho a la ciudadanía universal” y el ingreso a “la mayoría de edad” (Reyes, A.: 12). Y aún antes, como demuestra la lectura del modernismo que Mariano Siskind propone en Deseos cosmopolitas, Manuel Gutierrez Nájera, para citar un solo caso, postula “un espacio literario-mundial de jerarquías flexibles, donde los escritores españoles se inspiran en los autores estadounidenses y sudamericanos” (Siskind, 2016: 195).

Todos estos matices nos llevan a preguntarnos por las condiciones de posibilidad de las citas de Piglia a las que aludí al comienzo. ¿Qué es lo que le permite sostener que su generación es la primera en concebirse como contemporánea de sus pares de las metrópolis? ¿Qué tiene en común, y qué de distinto, con las proclamas de sus predecesores? ¿Cómo se concilia con el reconocimiento permanente –y, en muchos casos, la reivindicación– de la posición marginal desde la que escribe?

Con esas preguntas en mente, analizaré en lo que sigue algunas de las obras del escritor[1] que considero más relevantes desde la perspectiva de la literatura mundial.

 

1. Llegar a ser contemporáneos

El problema de la “exterioridad” de la literatura argentina, como lo llama Piglia, es una cuestión de larga data en la cultura latinoamericana. Está asociado, a su vez, a aquel más general sobre la posición de Latinoamérica en el mundo, es decir, las condiciones de inserción de estas novísimas repúblicas en el mercado internacional.

En el ingreso[2] del 16 de enero de 1969 de Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, Piglia lo presenta de una manera que, más allá de lo esquemática, lo resume perfectamente:

Se trata de la condición extra-local de esa cultura, que siempre es comparada con otra, y también de su asincronía con el presente. Una cultura que está lejos de sus contemporáneos (por eso se dice que está ‘atrasada’), a destiempo y en otro lugar. Eso es lo que los historiadores llaman ‘sociedad subdesarrollada’, ‘dependiente’ o ‘semicolonial’. Se define en relación con otra que aparece como más desarrollada y más actual (Piglia, 2016: 110).

Estas dos condiciones que definirían la marginalidad de la cultura latinoamericana en general y la argentina en particular –la  exterioridad para juzgarse a sí misma, mediante la comparación con otras culturas que se consideran más avanzadas, y el carácter anacrónico de sus producciones, atadas a la aparición tardía de la nación en el mundo– pueden rastrearse en las más diversas generaciones de escritores tanto del siglo XIX como del XX. No me detendré demasiado en este punto, pero quiero citar dos ejemplos que funcionan como casos de la descripción de Piglia.

En Recuerdos de provincia, en el semblante de uno de los personajes clave de los que Sarmiento incluye en su genealogía familiar, el sanjuanino escribe:

Sobre el deán Funes ha pesado el cargo de plagiario, que para nosotros se convierte más bien que en reproche, en muestra clara de mérito. […] Aquello, pues, que llamamos hoy plagio, era entonces erudición y riqueza; y yo preferiría oír segunda vez a un autor digno de ser leído cien veces, a los ensayos incompletos de la razón y del estilo que aún están en embrión, porque nuestra inteligencia nacional no se ha desenvuelto lo bastante, para rivalizar con los autores que el concepto del mundo reputa dignos de ser escuchados (Sarmiento, 1995: 162/163)

Más de un siglo después, en el prefacio de su monumental Autobiografía, Victoria Ocampo afirma: “La patria insignificante que me había tocado estaba in the making. Nacía en una futura gran ciudad que merecía el nombre de Gran Aldea, todavía.” (Ocampo, 1981: 10). Y unas páginas más adelante, luego de explicar el rol que sus antepasados cumplieron en las luchas por la emancipación argentina y, posteriormente, en la búsqueda de posicionamiento internacional del país, concluye:

Dentro de otra esfera, en condiciones muy diferentes, yo también he tratado de negociar un reconocimiento. Tal vez habré fracasado, como fracasó don Manuel Hermenegildo en su misión diplomática (…) yo soñé con traer otros veleros, otras armas, para otras conquistas.  Y viviendo mi sueño traté de justificar mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar (Ocampo, 1981: 14/15).

En ambos casos, a pesar de la distancia temporal, se observa la misma valoración de la Argentina como país en vías de formación y de una posición lateral respecto del mundo, metonimia de los países centrales de Europa. Pero entre las citas de Sarmiento y Victoria Ocampo, como es de esperar, hay también una diferencia notable: mientras que el primero se limita a señalar que las tradiciones incomparables de Argentina y los países del viejo mundo justifican insistir con ideas de estos a tomar en cuenta las de una inteligencia aún no “desenvuelta”, Ocampo tematiza una negociación, que más allá del éxito que pueda haber tenido, implica un deseo de reconocimiento de la cultura argentina en el mundo. En ambos casos se recurre al mundo para saldar un vacío de pensamiento local (Sarmiento) o lograr una renovación (a eso se refiere Ocampo con “traer otros veleros, otras armas”), pero en el  segundo se plantea explícitamente un objetivo estratégico: la “conquista” de una posición reconocible en ese entramado. El recurso a las fuentes del mundo para integrarse exitosamente a él.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que entre los años 1968 y 1969, a juzgar por algunas de las entradas de su diario, Ricardo Piglia sostiene que su generación ha logrado romper con la auto-representación inferior y extemporánea con la que se concebían sus antecesores. En primer lugar, hay que destacar que en todas las menciones del tema enfatiza, tanto en el caso de los escritores anteriores a él como en el de los de su generación, que el asunto no refiere a relaciones objetivas entre culturas de diferentes países sino a una configuración subjetiva: “ya no miramos”, “ahora pensamos”, “cortamos con la sensación”, son las frases que utiliza para señalar la novedad de esa nueva autoconciencia literaria argentina que él y sus coetáneos encarnarían. Lo que ha cambiado, entonces, es el punto de vista o, si se prefiere, el criterio de valoración.

Un segundo rasgo en común entre los distintos ingresos es que el corte entre esta nueva imagen de sí y la de las generaciones anteriores pareciera ser total. Piglia no hace excepciones al respecto: el sentimiento de inferioridad respecto a la literatura extranjera incluye a todos los representantes de la literatura argentina que lo anteceden –aunque, como veremos más adelante, habrá una figura que funcionará de mediadora entre ellos y él–: “Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea”; “nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras”; “logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos”.

No hay, en cambio, una caracterización común en las entradas en cuestión respecto de la dimensión de la actividad literaria en la que se manifestaría, concretamente, ese cambio. Por momentos, parecería centrarse en las prácticas de lectura –“Leemos de igual a igual, eso es lo nuevo”– pero en otras partes lo presenta como una pertenencia común a una corriente estética –“hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o Thomas Pynchon”– o al grado de calidad de las obras –“Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura”–.

1.i.Una sensación que se repite

Más allá de la convicción con la que Piglia plantea lo inédito de esta autopercepción, existe en el corpus literario latinoamericano más de un ejemplo que da cuenta de una imagen no tan lejana a la que describe el argentino en sus diarios.

En septiembre del año 1936, Alfonso Reyes publica en la revista Sur un texto titulado “Notas sobre la inteligencia americana”, que expondrá ese mismo mes en el marco de la Séptima Conversación de la Organización de Cooperación Intelectual realizada en Buenos Aires. El problema que recorre su intervención es el lugar que América Latina ocupa en el escenario internacional y las relaciones entre las culturas latinoamericana y europea. Que Reyes elija la palabra “inteligencia” es un primer anuncio, que rápidamente explicitará en su texto, de lo que considera el “matiz latinoamericano”: no se trata de una civilización ni de una cultura, conceptos que suponen una tradición y una historia, sino de una capacidad: “su visión de la vida y su acción en la vida”.

De las distintas caracterizaciones que Reyes hace de esta inteligencia –que incluyen un ritmo histórico propio, ligado a la audacia y a la precipitación, una serie de disyuntivas históricas que se remontan a los inicios de la conquista (aristocracia indiana/ “recién llegados”; hispanistas/ americanistas; conservadores/ liberales), una profesionalización menor del escritor respecto de Europa– me interesan especialmente dos aspectos: la condición “naturalmente internacionalista” y el cambio en la autopercepción del hombre de letras latinoamericano que, según el mexicano, se estaría dando en su generación.

Reyes explica el internacionalismo latinoamericano más como el efecto de una necesidad que de una decisión: la imposibilidad de recurrir a una tradición institucional y a una cultura letrada propia ha obligado a los latinoamericanos “a buscar nuestros instrumentos culturales en los grandes centros europeos”. Esto desembocaría en una mentalidad flexible, capaz de “manejar las nociones extranjeras como si fueran cosa propia”.

Sin embargo, esa configuración cosmopolita de la inteligencia latinoamericana estuvo acompañada de un sentimiento de inferioridad, atado a la triple condición de ser americanos, latinos e hispanos. En la nota número 7, Reyes llama a esta percepción “tristeza hereditaria”, y juzga que la nueva literatura latinoamericana, es decir, la que están escribiendo él y sus contemporáneos, capaz de rescatar ciertos rasgos autóctonos “sin caer en el color local”, no sólo la rectifica sino que les da “derecho a la ciudadanía universal”.

Unos años después, retomará estas tesis para postular la “Posición de América”. Allí juzgará dicho universalismo como un “inesperado efecto benéfico de la formación colonial”, que habilitará a América Latina a reivindicar como patrimonio propio “toda la herencia cultural del mundo”. Reyes invertirá, de este modo, la valoración de la condición marginal americana: lo que sus predecesores juzgaban como el “gran pecado original”  (Reyes, 1936: 10) de haber nacido “en un suelo que no era el foco de la civilización, sino una sucursal del mundo”, será reivindicado como la posibilidad de estar familiarizado y poder utilizar en su favor aspectos de todas las culturas del globo.

Estas intervenciones de Reyes, además de tener el mérito de adelantar algunas de las tesis que Borges, en 1951, canonizará en el maravilloso ensayo “El escritor argentino y la tradición”, muestran que la sensación de inferioridad de los escritores latinoamericanos ya había sido disputada mucho antes de Piglia. El gesto de Reyes, además, es similar al del argentino: para señalar la particularidad de su generación remite a sus antecesores, con los que se compara y a los que les atribuye una “tristeza hereditaria” que él y sus colegas estarían empezando a deconstruir.

Pero este posicionamiento alternativo respecto de la literatura mundial tiene ejemplos aún anteriores a Alfonso Reyes. En esa clave lee Mariano Siskind el discurso universalista del modernismo hispanoamericano[3], al que diferencia del que pudieron haber encarnado los románticos rioplatenses, como Echeverría. Mientras que estos apelaron a literaturas extranjeras como “totalidades nacionales” y radicalmente otras respecto de la propia, “el discurso literario mundial del modernismo (…) considera a las obras y a los autores extranjeros –en un clásico gesto cosmopolita– como parientes queridos, almas gemelas, cuyos nombres convocan la presencia fantasmática de un mundo que incluiría a América Latina” (Siskind, 2016: 153/154). En el tercer capítulo de su libro Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina, Siskind rastrea este discurso en textos de José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Pedro Emilio Coll, Enrique Gómez Carrillo y Baldomero Sanín Cano. Me detendré brevemente en el análisis del mexicano Gutiérrez Nájera, ya que allí se puede ver de manera contundente un concepto de mundo que niega la ubicación externa de América Latina. En su ensayo de 1881  “Literatura propia y literatura nacional”, el mexicano relega el adjetivo “nacional” a un mero accidente geográfico, negándole el carácter cualitativo que le atribuía el romanticismo. Reconoce que en otros momentos históricos, en los que la comunicación y los traslados entre regiones distantes eran más acotados, el lugar de origen tenía inevitablemente una función estética, pero juzga ese estado de cosas superado. Más allá de que las obras que menciona de manera explícita no involucran a ningún americano[4], al incluirlas a todas dentro del “fondo común de la literatura” realiza un gesto subversivo: el de expropiarlas de sus naciones de origen y situarlas, de manera equivalente, en un entramado mundial  en el que perfectamente podrían incorporarse creaciones latinoamericanas. Esto se vuelve patente en el otro texto que analiza Siskind, “El cruzamiento de la literatura”, de 1894. Allí, Gutiérrez Nájera estudia el presente de la literatura española, en el que nota una clara superioridad de los novelistas por sobre los poetas, que explica con la proliferación de traducciones de grandes novelistas extranjeros: “El renacimiento de la novela en España ha coincidido y debía coincidir con la abundancia de traducciones publicadas”. Pero lo más interesante es que en sus especulaciones sobre la relación entre importación/exportación literaria, el mexicano sostiene que “mientras más prosa y poesía alemana, francesa, inglesa, italiana, rusa, norte y sudamericana etc., importe la literatura española, más producirá, y de más ricos y cuantiosos productos será su exportación”. Como se ve, la desterritorialización de la literatura que propone Gutiérrez Nájera es de una radicalidad tal que le permite incluir a la prosa y poesía sudamericanas como una fuente de inspiración igual de importante que las francesas o inglesas.

La pregunta inevitable que debe hacérsele a esta intervención, quizás demasiado optimista, pero también a la de Reyes e, incluso, a la de Piglia, es acerca del correlato material de este mundo transversal de influencias múltiples que postulan. Como señala Siskind después de su análisis de Gutiérrez Nájera, “este no es un mundo plano y horizontal de intercambios parejos: Zola no leía a José Mármol ni Huysmans leía a Darío (por mucho que este lo deseara)” (Siskind, 2016: 195), y agrego, a pesar de las diferencias abismales de circulación de la literatura latinoamericana entre la época del modernismo y la de Piglia, que probablemente tampoco Thomas Pynchon haya leído al autor de Plata quemada –aunque sí sabemos que leyó a Borges–.

Para Siskind, de hecho, la oposición entre las condiciones materiales de enunciación y el discurso universalista de los modernistas es fundamental para comprender su especificidad, que  califica de “universalismo” o “cosmopolitismo marginal”[5]. De allí la expresión que da título al libro, deseos de mundo, por cierto muy ambigua ya que podría funcionar perfectamente para describir la idea de exterioridad de la literatura latinoamericana: si se desea el mundo es porque se reconoce estar fuera de él. Es aquí donde cobra relevancia la interpretación en clave estratégica, que permite diferenciar, a su vez, las implicancias políticas del lugar de enunciación de un discurso cosmopolita. El diagnóstico de los escritores modernistas –de allí su nombre– es que la literatura latinoamericana requiere una modernización que la aleje del provincialismo reinante y su convicción es que ellos están en condiciones de hacerlo, utilizando indistintamente técnicas y temas de otras literaturas. Pero la particularidad de su discurso, como señala de manera brillante Anibal González, es que “en vez de señalar la necesidad de ser modernos, los escritores modernistas hacen su literatura desde el supuesto de que ya son modernos” (citado en Siskind, 2016: 151). Siskind llama a este procedimiento la “cancelación de la diferencia cultural”. Recurriendo a la distinción de Homi Bhabha entre diferencia cultural (que enfatiza la opacidad de cada cultura) y diversidad cultural (que, admitiendo las singularidades culturales, las coloca en una ‘equivalencia estructural’), dice:

si, ejercida desde contextos de enunciación metropolitanos, esta pax romana implícita en la idea de diversidad acerca el cosmopolitismo al imperialismo, articulada en contextos marginales marcados por la experiencia de la exclusión, la cancelación de la diferencia que está en la base del cosmopolitismo latinoamericano es una maniobra estratégica que le permite a los modernistas representarse en términos de igualdad con sus pares europeos y norteamericanos.

Me pregunto si algo de este mecanismo no opera en la mentalidad de Ricardo Piglia. Como adelanté en la introducción, hay momentos de los diarios donde la sensación de contemporaneidad con la literatura mundial de la que se jacta el argentino es puesta en crisis, al menos en lo que respecta a las condiciones de producción literarias. Ya en el primer tomo, Años de formación, en un punteo de los temas que habían circulado en una charla del jueves 10 de febrero de 1966 con David Viñas, escribe: “Charlamos un rato sobre las dificultades para ganarse la vida en Buenos Aires (…) Europa como espejo, mercado y residencia” (Piglia, 2015a: 228). Casi diez años después, en un ingreso de 1975 de Los años felices, insiste con lo mismo: “Está claro que mi proyecto fue siempre el de ser un escritor conocido que vive de sus libros. Proyecto absurdo e imposible en este país” (Piglia, 2016: 406). Hay una frustración notable en estas palabras, que reconocen un desfasaje entre el proyecto de Piglia y las posibilidades reales de que resulte exitoso en la Argentina, en contraste con la igualdad de oportunidades respecto de los escritores extranjeros con la que se concebía páginas atrás, que vuelve plausible interpretar la ruptura de la exterioridad que le atribuye Piglia a su generación como una expresión más de los deseos de mundo modernistas, que enuncian en presente un estado de cosas que, en verdad, pretenden alcanzar y que, de manera más o menos consciente, saben que aún no existe. El autor argentino pareciera haberlo llevado a un grado hiperbólico, ya que a la cancelación de la diferencia cultural pareciera agregarle la material (“Ya no miramos (…) a los escritores extranjeros como si tuvieran más oportunidades que nosotros”), que es la que precisamente se ve frustrada cuando reniega de las dificultades para vivir de la literatura en el país periférico al que pertenece.

Otra similitud entre ambos discursos es su contexto de aparición, más específicamente, la posición contra la que reaccionan. En la introducción al libro que tanto he citado, Siskind enmarca el discurso cosmopolita modernista como un modo de imaginar “fugas y resistencias en el contexto de formaciones culturales nacionalistas y asfixiantes” (Siskind, 2016: 15). El caso de Sanín Cano es especialmente ilustrativo: escribe su texto más radical en defensa del cosmopolitismo, “De lo exótico” (1893), en el marco del gobierno conservador de Rafael Nuñez, en el que se vivía “un clima cultural de aislamiento y un nacionalismo acérrimo”. Allí no sólo cita a Goethe y su idea de Weltliteratur, sino que se adelanta a la posible crítica de “extranjerizante”, una forma muy común de desmerecer al universalismo cosmopolita: “No hay falta de patriotismo, ni apostasía de raza, en tratar de comprender lo ruso, verbigracia, y de asimilarse uno lo escandinavo”. Paralelamente, casi en la misma época en la que aparecen sus ingresos más explícitos sobre la “sincronía” de los escritores argentinos con sus contemporáneos de las metrópolis, Ricardo Piglia, en respuesta a una serie de preguntas que la revista Los libros formuló a varios escritores y estudiosos de la literatura acerca de la función de la crítica, dice:

En relación con las tendencias actuales de la crítica argentina, habría que decir que el populismo hoy de moda entre los intelectuales (…) hace de la dependencia una suerte de espejo deformado, donde en realidad lo único que se exhibe es el carácter colonizado de un pensamiento que intenta ‘ser nacional’ en el esfuerzo de mostrar su diferencia (Revista Los Libros, año 4, n° 28: 171).

 

1. II: El factor Borges

Además de los años que separan a los modernistas de Piglia, hay un hecho fundamental que diferencia el status de los deseos de unos y el otro, que el argentino utiliza para explicar el sentimiento de contemporaneidad de su generación: la obra de Jorge Luis Borges. Para introducirme en esta cuestión, citaré in extenso las dos entradas de los diarios donde Borges es mencionado como la figura de transición entre las dos autopercepciones de los escritores argentinos respecto a las literaturas centrales que Piglia presenta. La primera es de abril de 1968:

Octavio Paz se equivoca en Corriente alterna, no se trata de afirmar que nuestro arte es ‘subdesarrollado’, sino que nuestra manera de entender el arte lo es, quiero decir, un modo de ver colonial, deslumbrado por ciertos modelos. En la literatura argentina ese momento recorre la historia hasta Borges: desde el principio la literatura se sentía en falta frente a las literaturas europeas (Sarmiento lo dice precisamente y Roberto Arlt lo dice irónicamente: ‘¿Qué era mi obra, existía o no dejaba de ser uno de esos productos que aquí se aceptan a falta de algo mejor?’). Recién a partir de Macedonio y de Borges nuestra literatura –en nuestra generación– está en el mismo plano que las literaturas extranjeras. Ya estamos en el presente del arte, mientras que durante el siglo XIX, hasta muy avanzado el siglo XX, nuestra pregunta era: ‘¿Cómo estar en el presente? ¿Cómo llegar a ser contemporáneo de nuestros contemporáneos?’. Nosotros hemos resuelto ese dilema: Saer o Puig o yo mismo estamos en diálogo directo con la literatura contemporánea y, para decirlo con una metáfora, a su altura (Piglia, 2016: 27).

La segunda es de finales de 1969:

Todo el mundo periodístico en el delirio del balance de una década. Yo mismo: la ‘década del sesenta’ produjo un corte múltiple. Cambió la política de izquierda. Mucha libertad para buscar lo que cada uno quiere. La literatura argentina, con mi generación, logró –después de Borges- estar en relación directa y ser contemporánea de la literatura en cualquier otra lengua. Cortamos con la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar. Hoy cualquiera de nosotros se siente ligado a Peter Handke o a Thomas Pynchon, es decir, logramos ser contemporáneos de nuestros contemporáneos (172-173)

A simple vista, ninguna de las citas otorga demasiada información de por qué Borges es una condición para el cambio en la subjetividad de los escritores argentinos. Simplemente se repite que se dio a partir de él y en la generación de Piglia. Se sabe que el éxito internacional en el que se convirtió Borges a partir de las apropiaciones filosóficas francesas entre 1955 y 1966 (Maurice Blanchot destaca su noción de infinito en El libro por venir, de 1959, y Foucault comienza su célebre libro Las palabras y las cosas, de 1966, citándolo), las traducciones de muchos de sus textos en Les Temps Modernes y la que en 1964 hizo Roger Caillois de Historia universal de la infamia, junto al premio Formentor, que compartió con Samuel Beckett en 1961, despertaron una atención inusitada en la literatura argentina por parte de escritores e intelectuales de los países centrales, además de asegurarle a Borges un triunfo comercial cada vez mayor. Pero este motivo no basta para explicar el rol que Piglia le atribuye a Borges, además de que confirmaría las tesis de Pascale Casanova sobre París como mediadora necesaria, en tanto capital de la “república mundial de las letras”,  entre la periferia y el resto de los países del centro, y la fuerza de su noción de “transferencia de prestigio” (Sánchez Prado, 2006: 76).

Hay dos cuestiones de la primera cita que nos advierten sobre ello: la crítica a Octavio Paz y la mención de Macedonio Fernández. Piglia dice que no es el arte latinoamericano en sí mismo lo “subdesarrollado” sino la manera de entenderlo. Traslada el problema de la exterioridad del creador al crítico –y al escritor en tanto crítico–, que juzga desde esos modelos que lo deslumbran las obras locales. Esto habría sucedido, en el caso de la literatura argentina, hasta Borges. ¿Qué lo diferenciaría, en su doble valencia de escritor y crítico, de sus antecesores? Piglia da las claves de esto en muchas de sus obras, pero considero especialmente pertinente el modo en que lo plantea en una de las entrevistas que integran Crítica y ficción. Analizando la posición de Borges como crítico, condición que resulta ambigua porque, en general, no se le reconoce del todo ese rol “a pesar de que sus textos críticos son usados y citados constantemente”, Piglia marca las diferencias entre las formas de leer del crítico y el escritor. Frente a los trabajos eruditos y especializados del primero, las lecturas del segundo se caracterizarían por la arbitrariedad y la estrategia. En su ejercicio crítico, el escritor “intenta crear un espacio de lectura para sus propios textos”. Piglia explica de este modo que Borges prefiera a Conrad, Stevenson, Kipling y Wells antes que a Dostoievski, Thomas Mann o Proust, que elogie una tradición “marginal” dentro de la gran tradición de la novelística europea. El argumento de Piglia es convincente:

si a Borges se lo lee desde Dostoievski, como era leído, no queda nada. Ahí aparecen todos los estereotipos sobre Borges: que su literatura no tiene alma, que en su literatura no hay personajes, que su literatura no tiene profundidad. Borges tiene que evitar ser leído desde la óptica de Thomas Mann, que es la óptica desde la cual lo leyeron y por la cual no le dieron el Premio Nobel: no escribió nunca una gran novela, no hizo nunca una gran obra en el sentido burgués de la palabra (…) Su lectura perpetua de Stevenson, de Conrad, de la literatura policial, era una manera de construir un espacio para que sus textos pudieran ser leídos en el contexto en el cual funcionaban.

El Borges crítico utiliza la tradición europea pero de un modo indebido, reorganizándola de acuerdo a su propia valoración y en aras del interés del Borges escritor. Se desentiende de la “gran tradición europea” –al punto de no escribir novelas– y establece las condiciones de su propia valoración como escritor. Rompe con el “deslumbramiento por ciertos modelos”, que es donde Piglia, discutiendo con Paz, encuentra el “subdesarrollo” de la manera local de concebir nuestro arte. Que la estrategia, encima, haya funcionado, seguramente suma puntos, pero no es lo decisivo.

Un punto aún más contundente a favor de la idea de que la habilitación de la “sincronía” con sus contemporáneos que promovió Borges a la generación del ‘60 no se debió a su éxito internacional es el hecho de que, en esa cita, Piglia nombre también a Macedonio Fernández, quien a las claras no corrió la misma suerte que Borges. Si en la transvaloración borgeana de la tradición europea Piglia ve un gesto inédito en la literatura argentina que posibilita romper con el “complejo de inferioridad”, podemos aventurar que en la indiferencia radical respecto de su reconocimiento como escritor, en esa suerte de purismo de la creación macedoniana, encuentra un corte igual de abrupto. Piglia transmite en más de una ocasión la admiración que le produce la entrega total y desinteresada de Macedonio a su proyecto estético: “Macedonio empieza a escribir el Museo de la novela en 1904 y trabaja en el libro hasta su muerte. Durante casi cincuenta años se entierra metódicamente en una obra desmesurada”, dice en “Notas sobre Macedonio en un Diario”, y lo refuerza en “Ficción y política en la literatura argentina”:

Macedonio Fernández encarna antes que nadie (y en secreto) la autonomía plena de la ficción en la literatura argentina. El Museo de la novela se escribe, se reescribe, se anuncia, se posterga, se publica fragmentariamente, se vuelve a escribir y a postergar entre 1904 y 1952, hasta que en 1967, quince años después de la muerte de Macedonio, se publica una versión.  Por encima pasan Gálvez, Payró, Lynch, Güiraldes, Mallea, mientras abajo, en la cueva, el viejo topo cava la tierra (Piglia, 2014a: 117)

Para volver a Borges y terminar de entender en qué sentido su figura es central para cortar con “la sensación de estar siempre a destiempo, atrasados, fuera de lugar” y cómo, en definitiva, lo que opera es un cambio de valoración de un “mismo” estado de cosas, me detendré en un breve ensayo de Piglia: “La novela polaca”. Allí analiza el texto “El escritor argentino y la tradición”, que para el autor de Respiración artificial responde la siguiente pregunta: “¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser argentino (o ‘polaco’)?” (Piglia, 2014b: 72).  Luego de resumir la muy conocida tesis de que la condición marginal de las literaturas de los países periféricos posibilita “un manejo propio, ‘irreverente’, de las grandes tradiciones”, una libertad con la que, según Borges, no cuentan los escritores de los países centrales, Piglia lee de manera estratégica la conclusión borgeana: “los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Esa sería la tradición argentina”.

Borges, desde los ojos de Piglia, no sólo clausuraría, unificándolas en su obra, las dos grandes tradiciones de la literatura argentina del siglo XIX –el europeísmo y el criollismo–, tesis que pone en boca de Renzi en Respiración artificial calificándolo como el “mejor escritor argentino del siglo XIX”; también clausura el complejo de inferioridad de los escritores argentinos, convirtiendo el carácter marginal, hasta entonces concebido como desventaja, en una potencia de la que el autor de El último lector se servirá en toda su obra. El recurso al “plagio” que ya defendía Sarmiento en la cita que transcribí de Recuerdos de provincia vuelve a ser reivindicado desde este prisma aunque por razones muy distintas: mientras que el sanjuanino justificaba el uso insistente de las citas extranjeras por el desenvolvimiento inacabado del pensamiento nacional –y en ese sentido, como un recurso a abandonar una vez que éste se desarrolle–, Piglia, a partir de Borges, lo defiende como uno de los mecanismos propios de la tradición argentina. Pero el creador de Emilio Renzi va más allá, puesto que asegura que estos usos de lo extranjero no son propios, únicamente, de la tradición “europeísta” a la que pertenecería Sarmiento, sino que pueden encontrarse también en el “criollismo”:

hay toda una red que cruza la lengua extranjera, la traducción, la escritura nacional (…) pero no hay que simplificar, como cierta perspectiva, digamos, nacionalista, ciertos estereotipos del revisionismo peronista, que tienden a describir rencorosamente esa tradición como si sólo perteneciera a los sectores culturalmente dominantes (Piglia, 2014a: 99)

Los dos ejemplos que menciona son la divisa punzó, símbolo que “identifica el federalismo a la gran línea popular”, cuyo nombre “es una traducción del que le ponían a la tela los importadores franceses, ponceau, de modo que el grito de las masas federales es en realidad un galicismo” y la primera edición de la segunda parte del Martín Fierro, que en su contratapa tiene una publicidad de la Librería Hernández que se jacta de tener en sus idiomas originales las últimas publicaciones de Francia e Inglaterra.

Borges, parece decir Piglia, no sólo crea mediante sus lecturas críticas un espacio de valoración para sus  producciones literarias sino también para las de los escritores por venir e, inclusive, para sus antecesores. Resignificando la fatalidad de haber nacido en una “sucursal del mundo”, como llama Reyes al territorio latinoamericano, vuelve posible a Piglia: “ahora pensamos que esa localización no nos impide establecer contactos directos con el estado presente de la cultura. Estamos en sincronía por primera vez con la cultura contemporánea” (Piglia, 2016: 72).

 

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

Shannon Rankin, Germinate, detail (2010)

2. El nuevo mundo, o el margen como canon

Así como la concepción de mundo de Gutiérrez Nájera le permitió imaginar influencias recíprocas entre escritores centrales y periféricos, las tesis de Piglia sobre la literatura mundial tienen una doble eficacia en su obra: por un lado, le permiten armar un canon singular, en el que la posición excéntrica respecto de la propia lengua –y, como consecuencia, de la propia nación–, tanto a nivel temático como formal, se convierten en criterio de valoración estética; por otro, lo habilitan a proyectar en su ficción un mundo en donde el margen, por una serie de operaciones narrativas, asedia al centro y pone en peligro su posición hegemónica, como sugeriré en mi lectura de El camino de Ida.

En uno de sus primeros textos críticos sobre la obra de Roberto Arlt ya aparecen las primeras reflexiones sobre el estilo excéntrico del autor de El juguete rabioso. La relación distanciada con la lengua materna se ve en dos aspectos: por un lado, en la acusación y la aceptación del propio Arlt de que “escribe mal”; por otro, en la referencia a la famosa crítica de José Bianco, que lo acusa de hablar el lunfardo con acento extranjero, algo que años después Piglia resignificará elogiosamente. A partir de su teoría de que la escritura literaria es el efecto de una lectura productiva o arbitraria, nuestro crítico dice que Arlt opera como un traductor, algo en principio polémico ya que sólo manejaba de manera fluida el español. En la medida en que su principal fuente literaria son novelas extranjeras –principalmente rusas– de dudosas traducciones españolas (“horribles”, según Bianco) que proliferaban a montones en su época, Arlt traduciría su español rioplatense al de España,  que interpreta como el código literario vigente:

No es casual que en esta apropiación degradada, las palabras lunfardas se citen entre comillas (…) las notas al pie explicando que ‘jetra’ quiere decir ‘traje’, o ‘yuta’, ‘policía secreta’, son el signo de cierta posesión. Si como señala Jakobson, el bilingüismo es una relación de poder a través de la palabra, se entienden las razones de este simulacro: ese es el único lenguaje cuya propiedad Arlt puede acreditar (Los Libros, año 4, n° 28: 27).

Piglia retomó esta idea en numerosas ocasiones, incluso la puso a prueba en su nouvelle “Nombre falso”, en la que el narrador –homónimo del autor–, un estudioso de la obra de Roberto Arlt, presenta un presunto cuento inédito de Arlt, “Luba”, que es en verdad un plagio apenas adaptado de una traducción española de “Las tinieblas», del ruso Leónidas Andreiev. A pesar de las pistas que da Piglia en la primera parte sobre la operación que está llevando a cabo, los temas y la prosa del ruso y Arlt tenían tanto en común que el crítico Aden W. Hayes, que para entonces ya había escrito Roberto Arlt: la estrategia de su ficción y, por lo tanto, manejaba su obra, la juzgó como un inédito verídico (Fornet, 2000: 17-20).

Hay otro elemento que le permite a Piglia calificar el estilo de Arlt como extrañado de la lengua materna: su vínculo con el lenguaje popular de los inmigrantes. En la célebre discusión literaria que establecen Emilio Renzi y Marconi en Respiración artificial, luego de sostener que Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX, Renzi propone a Arlt como el mejor del XX. La reacción de Marconi no se deja esperar. Lo acusa de escribir mal y le adjudica un rol insignificante: “(…) digo yo, con perdón de los presentes, ¿qué era Arlt aparte de un cronista de El mundo?”, pero el desplazamiento en la respuesta de Renzi –“Era eso, justamente, un cronista del mundo” – le da pie para establecer su teoría sobre la relación entre el valor literario y la masiva inmigración que se produce en Argentina entre fines del siglo XIX y principios del XX. Para Renzi, “la idea del escribir bien como valor que distingue a las buenas obras (…) es una noción tardía”, que hubiera sido inaplicable a escritores del siglo XIX de la talla de Sarmiento y Hernández y que se establece, en la Argentina, como reacción frente a la inmigración y su impacto en el lenguaje. Desde entonces, según Renzi, la literatura cumple la función ideológica de enseñar el buen uso del idioma nacional, tarea que encarna, de manera cabal, Leopoldo Lugones.  Desde esas coordenadas es que el alter ego de Piglia aceptará que Arlt escribe “mal”: contrariamente al estilo de Lugones, “dedicado a borrar cualquier rastro del impacto, o mejor, la mezcolanza que la inmigración produjo en la lengua nacional”, Arlt “percibe que la lengua nacional es un conglomerado”, en el que conviven en tensión tonos y registros opuestos. El trabajo sobre este material y sus lecturas de traducciones españolas (“’jamelgo’, ‘mozalbete’, sus textos están llenos de eso”) explican, como dice en “Un cadáver sobre la ciudad”, ese “extraño desvío en el lenguaje de Arlt, una relación de distancia y extrañeza con la lengua materna que es siempre la marca de un gran escritor”.

Es interesante el matiz que se lee en la última cita. Piglia parecería estar dando un paso más en la resignificación del lugar marginal –en este caso, respecto de la propia lengua– como potencia de las literaturas periféricas. El extrañamiento de la lengua nacional no sería, solamente, el criterio de valor estético de la literatura argentina sino “la marca de un gran escritor” a secas. La ventaja relativa con la que definía Borges la posición periférica de los escritores sudamericanos parecería convertirse en Piglia en un criterio universal de valoración literaria. Sobre esto se extiende en “Conversaciones en Princeton”:

Rulfo, Guimaraes Rosa pasan de una tradición local, de una lengua oral, campesina, muy situada, a formas y técnicas narrativas muy sofisticadas y cosmopolitas, digamos, ligadas a Joyce y Faulkner, quienes a su vez negocian con la tradición literaria y con la cultura contemporánea, desde el Dublin católico, desde el Sur de los Estados Unidos. Los mejores escritores resisten desde una posición que tiene que ver con un espacio que no es nacional (Piglia, 2014: 213)

Piglia volverá a referirse a Faulkner en una entrevista de 1995 para el Faulkner Journal, donde destaca dos rasgos del escritor estadounidense. Como Borges y Arlt, Faulkner construye su propia tradición. La frase clave en la que se basa aparece en la introducción de 1933 de The sound and the Fury: “Escribí este libro y aprendí a leer”. Pero lo que nos importa es lo que dice sobre su posición excéntrica respecto a la literatura norteamericana de la época:

El lugar desde el cual Faulkner leía la cultura (el contexto afrancesado y periférico del Sur) lo ayudó a definir una posición: estaba fuera de lugar y veía todo desde afuera y no tenía nada que ver con la vida literaria del Este (Piglia, 2014: 122)

Con argumentos muy parecidos –aunque destacando el hecho de haber nacido en países extranjeros y lejanos y haber tenido una lengua materna distinta a la de la escritura–, Piglia calificará a Joseph Conrad y W. H. Hudson como “los mejores prosistas ingleses de finales del siglo XIX”.

 

3. La literatura mundial en la literatura de Piglia. Un caso.

Para concluir, intentaré mostrar cómo juegan este criterio de valor estético que propone el escritor argentino y el canon que establece a partir de él en su ficción. Tomaré la última novela que publicó el escritor, El camino de Ida, por dos motivos igual de elocuentes: el primero es que, como se ha dicho[6], condensa todos los temas de su ficción anterior –la mezcla de géneros, el uso de digresiones para “demorar” el desarrollo central de la trama (al punto de volver cuestionables las ideas de “digresión” y “centro”), el recurso autobiográfico, la influencia recíproca entre realidad y ficción, la trama policial–; el otro es que la distancia temporal que la separa de las entradas de los diarios que analizamos –cuarenta y cuatro años, para ser precisos– demuestra que, lejos de haber sido manifestaciones entusiastas de un escritor en ciernes, las intuiciones de Piglia sobre la literatura mundial que expuse en estas páginas se mantienen en su madurez.

El camino de Ida es la historia de un viaje real y existencial. Emilio Renzi se encuentra en un momento incierto de su vida: acaba de separarse de su segunda mujer, su actividad profesional está en una suerte de limbo –hace tanto que no publica que hay quien lo juzga muerto, los guiones que escribe no se filman y los textos que sí salen a la luz los firman otros–; sólo encuentra alguna redención en el libro que escribe sobre Hudson, empresa que tampoco prospera. En ese contexto recibe la propuesta de dar un curso en “la elitista y exclusiva Taylor University”, algo que acepta también a regañadientes y ante la insistencia de Ida Brown, su propulsora en la universidad norteamericana y quien le da nombre al libro. Hay algo fortuito en el viaje, que Piglia insiste en señalar: se da “por azar, de golpe, inesperadamente”, a raíz de que “les había fallado un profesor”. Ese mismo azar pareciera regir, también, varios de los sucesos en los que se involucra, desde convertirse en sospechoso de la muerte de Ida Brown hasta el hallazgo de las claves de esa misma muerte y su posible conexión con una serie de asesinatos a académicos que vienen cometiéndose en Estados Unidos en un libro de Joseph Conrad.

El tema de las clases de su seminario le permite a Piglia llevar a cabo lo que hizo tantas veces antes: utilizar la ficción para hacer teoría y crítica literaria. Como adelantamos, el escritor elegido es Hudson, cuya novela Allá lejos y hace tiempo tendría el doble mérito de ser “uno de los momentos más memorables de la literatura en lengua inglesa y también paradójicamente uno de los acontecimientos luminosos de la descolorida literatura argentina”. Esta descripción debería ponernos en alerta. La novela tiene una peculiaridad que no muchas comparten: la de poder insertarse en dos cánones nacionales. Pero Renzi, que elige no adjetivar la literatura inglesa, le atribuye a la argentina la triste cualidad de “descolorida”. Si a esto le sumamos otras referencias que aparecen en la primera parte de la novela, como el primer encuentro con Ida Brown, del que dice: “Quería que diera un seminario sobre Hudson. ‘Necesito tu perspectiva’, dijo con una sonrisa cansada, como si esa perspectiva no tuviera demasiada importancia”; la escena en la que conoce a Parker, el detective amigo de su editora norteamericana, que en aras de interpelar a su ex pareja, que trabaja en la librería Labyrinth, hace pasar a Renzi por un gran amigo de Borges; o la de la cena en la casa de Don D’Amato, el chair de “Modern culture and Films Studies”, que lo lleva a decir, con una sorpresa indisimulada: “Esa noche fue muy amable conmigo, teniendo en cuenta que yo era un oscuro literato sudamericano y él un scholar de tercera generación, compañero de Lionel Trilling y Harry Levin”, podríamos incluir a Emilio Renzi entre los representantes del “complejo de inferioridad argentino” que, según dijo en su diario e intenté mostrar en este trabajo, Piglia y su generación habrían logrado superar. Pero además de que la novela, como veremos, abunda en pasajes que contrarían explícitamente esta hipótesis, hay un momento clave que nos permite interpretar en otro sentido estas alusiones.  El día de inicio del seminario sobre Hudson es el primer corte de Renzi con el estado anímico con el que inicia la novela (“perdido”, “desconectado”). Lo dice explícitamente: “me sentí liberado y feliz”. Enseguida se explaya:

y eso me pasa cada vez que inicio un curso, animado por el ambiente de tensa complicidad en el que se repite el rito inmemorial de transmitir a las nuevas generaciones los modos de leer y los saberes culturales –y los prejuicios– de la época (el énfasis es mío)

Si leemos El camino de Ida como un curso de literatura –no sólo por las reflexiones explícitas sobre historia y estilo literario en lo que se dice de Hudson y Tolstói, sino también por la implícita teoría de la traducción que plantea y el modelo de crítico como detective que, como ya lo ha hecho en obras anteriores, propone– podemos reinterpretar esa primera figuración de Renzi como la enseñanza de un prejuicio, quizás uno de los más arraigados en la literatura argentina y, por lo mismo, digno elemento a ser transmitido a las nuevas generaciones como parte de ese rito inmemorial de la enseñanza que acabamos de describir.

Como adelanté, William Henry Hudson es el tema del seminario que Renzi dicta como visiting professor y el primero del gran curso de literatura que es El camino de Ida. En la explicación de por qué elige trabajar con este autor, Piglia, en la voz de Renzi, establece el mismo criterio de valor literario que  intentamos reconstruir a lo largo del trabajo:

Me interesaban los escritores atados a una doble pertenencia, ligados a dos idiomas y a dos tradiciones. Hudson encarnaba plenamente esa cuestión. Ese hijo de norteamericanos nacido en Buenos Aires en 1838 se había criado en la vehemente pampa argentina a mediados del siglo XIX y en 1874 se había ido por fin a Inglaterra, donde vivió hasta su muerte, en 1922. Un hombre escindido, con la dosis justa de extrañeza para ser un buen escritor.

La relación de distancia y extrañeza con la lengua que antes, refiriéndose a Arlt, planteaba como “la marca de un gran escritor”, apenas se redefine aquí de una manera más general: la del hombre escindido, que elige como tema de su literatura la pampa argentina pero escribe en inglés y desde Inglaterra. La escisión de la que habla Piglia pareciera haberla insinuado, con otras palabras, el propio Hudson  cuando relata el estado afiebrado en el que escribió Allá lejos y hace tiempo. A diferencia de la memoria involuntaria de Proust, en la que un objeto del presente trae, de manera súbita e inesperada, sucesos del pasado, Piglia le atribuye a Hudson algo más cercano a la experiencia del trance: “una suerte de iluminación, como si volviera a estar ahí y pudiera ver con claridad los días que había vivido”. Un cuerpo situado en Inglaterra como mero objeto y  simultáneamente un cuerpo que, en tanto sujeto, actualiza las vivencias de la infancia. Piglia deriva de esta escisión una posición ideológica –la elección de un mundo pastoril y pre-capitalista como una opción frente a la Inglaterra posterior a la revolución industrial– y también un estilo muy particular: “Escribía en inglés pero su sintaxis era española y conservaba los ritmos suaves de la oralidad desértica de las llanuras del Plata”.

El elogio de Tolstói que aparece en el segundo capítulo, ya no en boca de Renzi sino de su vecina, la rusa Nina Andropova, obedece al mismo criterio. El contexto es posterior a la misteriosa muerte de Ida Brown, que tuvo un breve amor clandestino con Renzi suficiente para que este se enamorase y sintiese de una manera paradójicamente intensa su muerte. Digo paradójicamente porque ese dolor, que la novela muestra, no puede ser expresado públicamente por su protagonista no sólo por el carácter secreto de la relación sino, también, para no incrementar las sospechas que el FBI ya tenía sobre él. La única confidente es su vecina, quien además de ayudarlo a sobrellevar la muerte de Ida se convierte en su “asistente” en la investigación detectivesca que inicia Renzi para descubrir qué paso, realmente, con su amante. En ese marco de largas charlas en las que Nina cuenta su breve vida en Rusia y su temprano exilio, especula sobre las particularidades de la lengua rusa, a la que juzga intrínsecamente metafísica:

Cuando uno deja de hablar en ruso y luego escucha a hablar a los rusos, no entiende nada. El más preciso de sus comentarios concretos siempre tenía derivaciones enigmáticas que resultaban incomprensibles. El resultado final de este tipo de mensaje (…) era elevar el significado tan lejos del uso cotidiano que el sentido desaparecía por completo.

La teoría de Nina Andropova es que Tolstói es el mejor escritor ruso por haber luchado contra esa característica de la lengua que ella juzga como una debilidad. En este proceso, dice la vecina de Renzi, “descubrió la ostranenie” que más tarde conceptualizaría Sklovski[7]. Como si fuera el propio Piglia hablando de Roberto Arlt, más adelante dice:

Era un narrador excepcional y su estilo está lleno de dificultades, no tiene nada de elegante, y ha sido criticado y muchos lo acusaron de escribir mal y escribía mal –no era Turguénev- porque buscaba alterar la enfermedad metafísica del idioma vernáculo.

Para ejemplificar temáticamente esta depuración metafísica de la lengua que realiza Tolstói, Andropova cuenta que, en su lucha contra la pena de muerte, escribió una crónica sobre la ejecución de un campesino, concentrándose minuciosamente en un personaje lateral: el encargado de llevar el balde de agua enjabonada con la que se humedecería la soga para que resbale más eficazmente en el cuello del condenado. “Ese detalle”, cierra Nina, “liquidaba toda metafísica y hacía sentir el horror burocrático de la ejecución mejor que cualquier jaculatoria emocional a la Dostoievski sobre los humillados y ofendidos”.

Hay varios elementos en la novela que nos permiten hablar de una teoría de la traducción. No debemos perder de vista, en primer lugar, que la novela transcurre en un espacio en el que la lengua que se habla mayoritariamente no es la lengua materna del narrador. Esto podría no ser un tema pero Piglia se encarga de dejar en claro que sí lo es: gran parte de los hechos son narrados en estilo indirecto, no sólo cuando se reproducen diálogos –que Renzi, en ocasión de algunos equívocos, deja ver que son traducciones de “originales” en inglés–, sino también cuando replica información que le llega  a partir de otros personajes. Esto sucede en casos menores, como en las réplicas de los discursos de Nina que vimos recién, o las exposiciones de sus estudiantes del seminario, pero también en la reconstrucción del caso Munk, el talentoso físico de Harvard que se convierte en asesino serial, que ocupa prácticamente toda la segunda mitad de la novela y que es una traducción de la investigación del detective Parker. Un momento en el que Piglia deja explícitamente este procedimiento en evidencia es cuando, cerca del final de la novela, Renzi visita a Munk en la cárcel. Si bien no tenemos noticias del idioma en el que comienza el diálogo, cuando Renzi toca el tema que lo llevó hasta ahí –la relación entre Munk e Ida Brown– empiezan inmediatamente a “hablar en castellano”, lo que muestra que, hasta entonces, lo que leíamos era una “traducción” del narrador del inglés.

Esto, desde ya, no constituye ninguna teoría sino la constatación de que el narrador, en gran parte de la novela, traduce. Pero la “teoría” en cuestión se monta sobre los casos que acabamos de describir. La primera de las tesis es sobre la relación entre afectos y traducción, y atañe más que nada al vínculo libidinal, para llamarlo de algún mudo, entre el traductor y el emisor del mensaje a traducir. En el primer encuentro entre Ida y Renzi, luego de cenar juntos, la profesora se despide con esta frase: “En otoño estoy siempre caliente”. Enseguida Renzi, estupefacto, vacila sobre lo que escuchó y arriesga otras versiones posibles de la frase original, que revela al lector (In the fall I’m always hot). Después de diseccionar la frase en sus partículas mínimas y pensar variantes del slang para algunas de sus palabras (“Claro que hot podía querer decir speed y fall en el dialecto de Harlem era una temporada en la cárcel”), concluye: “El sentido prolifera si uno habla con una mujer en una lengua extranjera”. Como sabemos que Ida no es cualquier mujer, sino una que lo atrae especialmente, propongo “traducirla” así: el sentido de una lengua extranjera prolifera cuando está en juego el deseo.

La segunda especulación de Piglia sobre la traducción es en relación al clásico problema de la intraducibilidad. En algunos casos Renzi pone palabras en inglés entre paréntesis, dudando de la exactitud de la que eligió como su reemplazante en español (“el accidente, the mishap, the setback, lo llama aquí la policía”; “hay una gracia –un gift– en la adicción”; “hoy la sociedad enfrenta su última frontera: su borde –su no man’s land–“), y en muchísimos más, directamente, usa sustantivos y adjetivos en inglés: “Al rato entró el dean of the faculty”; “a veces esperaba el shuttle de la universidad”; “el traffic alert de la tormenta la desvió de su ruta habitual”. Pero la “intraducibilidad”, para Piglia, no es sólo un problema epistemológico sino también estético, cómo se puede ver bien en este diálogo que tiene con los oficiales del FBI luego de la muerte de Ida:

– Usted era amigo de ella…
– Amigo, colega y admirador- le dije. En inglés suena mejor: friend, fellow and fan.

El más interesante de todos los ejercicios de traducción que aparecen en la novela es el de la traducción productiva, subsidiario de la idea de “lectura arbitraria” que Piglia le atribuye al escritor de ficción. Luego del fatídico día en que le comunican en la universidad que la profesora Brown ha muerto, que incluyó el atroz interrogatorio de los policías, Renzi camina sin rumbo fijo, desesperado, por el bosque aledaño al campus. Intentando calmar la ansiedad se concentra en un poema que le gusta especialmente y que, considera, ilustra bien ese momento: The dust of snow, de Robert Frost. Después de transcribirlo fielmente en inglés, arriesga una versión acotada en español, en la que incluye solo el tercer verso de la primera estrofa y  los dos primeros de la segunda: “La nieve/ Le infundió a mi corazón/ Un nuevo ánimo”. Varias páginas más adelante[8], ya en su casa y ante otro nuevo ataque de angustia, intenta repetir el antídoto, proponiéndose traducir el poema entero. La primera sorpresa es que comienza con el nombre del autor: “Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible”. Inmediatamente después se lanza a traducir verso a verso de una manera frenética, proponiendo pequeñas variantes, algunas más arbitrarias que otras, algunas más poéticas, sin dejar claro cuál de todas las opciones elige. Pero antes de montar la versión final, realiza una tercera operación: cambiar de la primera a la tercera persona (quizás retomando una estrategia de otra época de su vida: ““Vivir en tercera persona había sido la consigna de mi juventud, pero ahora me perdía en la turbulencia abyecta de los recuerdos personales”), con lo que surge esta versión del poema que, por otra parte, ha perdido sus versos y estrofas para convertirse en una larga oración: “Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”. El intento de expurgar la angustia a través de la literatura fracasa porque el final esperanzador del poema de Frost (“Trajo a mi corazón/ un nuevo ánimo/ y de un día perdido/ rescató una parte”), por un desplazamiento que Renzi no explica (¿será la proliferación del sentido, en este caso, por la falta de la voz extranjera de la mujer?), se convierte en lo opuesto: a pesar del nuevo impulso que le produjeron los copos de nieve, su vida ya estaba arruinada. Más allá del significado que el poema tenga en la novela en sí, lo que me interesa señalar es cómo en este ejercicio Piglia pone en práctica uno de los procedimientos con los que caracterizó la “tradición” literaria argentina. En su traducción, aunque se mantenga la mayoría de las palabras de significados equivalentes entre una lengua y la otra, hay un cambio de forma, narrador y sentido que crea algo completamente distinto.

No me detendré en la figura del crítico como detective que encarnan Ida Brown –quien a partir de una lectura atenta de El agente secreto de Conrad descubre que el autor de los crímenes que aquejan a científicos y académicos de Estados Unidos desde hace años basó su estrategia en la novela y, de esa forma, se da cuenta de quién es, lo que le cuesta la vida– y luego Renzi, que descubre el “descubrimiento” de Ida por haberse quedado con su libro e inicia otra investigación –la del vínculo de Ida y Munk–. Sólo quiero agregar que, además de volver a reivindicar un canon basado en escritores que mantienen una posición marginal respecto de su lengua y, muchas veces, su nación, y mostrarlo performativamente con la escritura de El camino de Ida –una novela entre dos lenguas y dos países–, Piglia postula un mundo en el que las influencias no se ejercen sólo de norte a sur. Cité, al comienzo del análisis de la novela, el pasaje en el que Ida Brown no pareciera tomarse en serio “la perspectiva” de Hudson que pueda tener Renzi. Sin embargo, en ese mismo lugar el literato argentino afirma directamente que Ida conocía con precisión su obra (“Había leído mis libros, conocía mis proyectos”). Tampoco es consistente con el “complejo de inferioridad” el hecho de que Renzi, en la primera clase de su seminario, recomiende como lecturas complementarias a Conrad, Kipling y Horacio Quiroga. Por último, si pensamos en la formación intelectual de Munk, quien tradujo “Juan Darién”, el mismo cuento de Quiroga que Renzi da en su seminario y que utiliza para “ilustrar la crueldad de la civlización”, y de cuya biblioteca sólo sabemos que, además del libro de Conrad, contiene Argentina, sociedad de masas de Torcuato Di Tella, podemos sostener sin muchos problemas que en el mundo que Piglia ofrece en su ficción, como si fuera un reflejo de la forma de sus novelas, las fronteras entre el centro y los márgenes están lo suficientemente contaminadas como para poder y desear confundirnos. Esa confusión es la que su obra celebra.

 


[1] Se vuelve necesaria una aclaración metodológica: a lo largo del texto atribuyo las declaraciones de Emilio Renzi al propio Piglia, en una asimilación, quizás ilícita, entre el autor y el narrador. Supongo que Piglia habilitaría esta licencia, ya que él mismo se la tomó respecto a Borges por considerar que, en todos los géneros en los que se movía, trabajaba los mismos temas de manera indiferenciada: “No hago una diferencia entre sus ensayos y sus cuentos, incluso la poesía también trabaja este mismo núcleo (…) Una versión autobiográfica, digamos así, de su relación con la literatura, un gran mito de autor”. Si alguien ha llevado al paroxismo y ha hecho de la mezcla de géneros una estética es Ricardo Piglia. Haber publicado y editado en vida sus diarios atribuyéndoselos a su alter-ego es una prueba más de ello.

[2] En total, son cinco los ingresos que refieren a la “posición lateral” de la literatura argentina y abarcan un periodo de dos años: el primero aparece en abril de 1968 y el último en diciembre de 1969. Salvo en una de las entradas, trae el tema a colación para manifestar la idea de la cita con la que empecé este ensayo: que su generación ha terminado con dicha exterioridad y que es contemporánea, por primera vez en la historia de la literatura argentina, con las corrientes centrales.

[3] Es necesario aclarar que Siskind es consciente de la imposibilidad de entender un movimiento tan amplio como el modernismo como un conjunto homogéneo y sin tensiones internas –incluso en la obra de un mismo autor–. A pesar de ello, sostiene que “el modernismo designa una sensibilidad común que yo rastrearé en relación con imaginarios cosmopolitas” (Siskind, 2016: 152, nota al pie).

[4] Las obras que Gutiérrez Nájera juzga como “grandes creaciones” son: María Estuardo y Guillermo Tell, de Schiller; Fedra y Atalía, de Racine; Sardanápalo, de Byron; Cromwell y Lucrecia Borgia de Victor Hugo.

[5] “Reconocer la desigualdad entre posiciones socioeconómicas y culturales de enunciación dentro de un sistema global de intercambios literarios geopolíticamente determinado es clave para comprender la especificidad del cosmopolitismo marginal que funciona en el discurso literario-mundial del modernismo” (Siskind, 2016: 186).

[6] Las reseñas de la novela que escribieron en su momento Patricio Pron, Edmundo Paz Soldán y Mario Nossotti, para dar tres ejemplos, enfatizan especialmente este aspecto.

[7] Es interesante confrontar esto con la idea de distanciamiento de Brecht, una variante, en definitiva, de la ostranenie que teoriza Sklovski. En Formas breves, Piglia reconstruye el presunto momento en que Brecht habría intuido la idea de distanciamiento. La lengua rusa, otra vez, juega un rol importante: “… su descubrimiento se produce en 1926 gracias a Asja Lacis. La actriz, que tiene un papel en la adaptación que hace Brecht de Eduardo II de Marlowe, pronuncia el alemán con un marcado acento ruso y al oírla recitar el texto se produce un efecto de desnaturalización que lo ayuda a descubrir un estilo y una escritura literaria fundados en la puesta al desnudo de los procedimientos. En esa inflexión rusa que persiste en la lengua alemana está, desplazada, como en un sueño, la historia de la relación entre la ostranenie y el efecto de distanciamiento”.

[8] “Tenía que dejar de pensar, había pensado, y empecé a traducir el poema de Robert Frost a ver si el ritmo de los versos me permitía respirar mejor. Frost era helada, la escarcha, el frío en los huesos, frío como una piedra, frío como el mármol, frío como un muerto. Frost era también frágil, quebradizo, rajado, delicado, una capa de hielo agrietada, invisible. Dust of snow, copo de nieve o cristal de nieve, polvo de hielo no suena bien, cristal de nieve, diamante en polvo, agujas de nieve,  a snow cristal, pequeños cristales de nieve, nieblas heladas, Polvo de nieve. The way a crow, el modo, la forma en que el cuervo, El modo en que un cuervo /Shook down on me, me hizo caer en mí, dejó caer sobre mí, Sacudió sobre mí / The dust of snow, El polvo de nieve / From a hemlock tree, desde ese árbol, desde el abeto, Desde un abeto // Has given my heart, le dio  mi corazón, le infundió al corazón, Le ha infundido a mi corazón / A change of mood, un cambio de ánimo, otro ánimo, Un nuevo ánimo /And saved some part, y rescató, salvó una parte, Salvando una parte / Of a day I had rued, de un día triste, un día apenado, De un día de pesar. Tal vez en tercera persona sería mejor. Los copos de nieve que un cuervo sacudió, desde lo alto del árbol, llovieron sobre él, y le infundieron un nuevo impulso a su corazón, aunque su vida estaba en ruinas”.

 

Entre el hastío y la añoranza. La obra visual y la producción crítica de una artista argentina. Reseña de “Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”

Por: Camila Altalef y Martina Altalef

Imagen: Camila Altalef

Desde diciembre de 2019 y hasta el próximo 1 de marzo, el Museo Nacional de Bellas Artes aloja la exposición “Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”, muestra que se propone resaltar la identidad de la artista visual y trazar su recorrido biográfico como intelectual y crítica de artes. La curaduría a cargo de Sergio A. Baur ha reunido –durante cerca de dos años– más de doscientas obras, la mayoría pertenecientes a colecciones privadas, principalmente vinculadas a su familia y amistades.


“Norah Borges. Una mujer en la vanguardia”, muestra en exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes, reúne una diversidad de obras y documentos que permiten iluminar el recorrido de esta artista visual a través de diferentes escuelas, técnicas y temáticas, así como también plasmar la biografía de una intelectual que se desarrolló en múltiples ámbitos de la cultura. Se presentan grabados de su primer momento ultraísta, dibujos a lápiz, bocetos, témperas y óleos de su obra madura y su prolífica producción como ilustradora de libros, sobre todo escritos por otrxs integrantes de las vanguardias en lengua española. Se exhiben, además, páginas de revistas culturales de España y Argentina, una multiplicidad de libros y textualidades que reflexionan sobre artes y literatura, materiales que caracterizan a Norah Borges como crítica al tiempo que ponen de manifiesto su inserción en las redes de sociabilidad y de circulación de ideas en los escenarios de vanguardia de la primera mitad del siglo XX.

Tras enfrentarse a la fotografía en color del rostro de la artista, capturado por Gisèle Freund, que acompaña al título de la exposición, el recorrido puede iniciarse por dos vías: hacia la derecha se exhiben cinco fotografías que retratan a Norah en diversos momentos de su adultez, entre las que destaca un retrato de perfil en blanco y negro tomado por la fotógrafa Grete Stern; hacia la izquierda se encuentran sus primeras obras visuales, enmarcadas en la producción ultraísta. En esa bifurcación inicial se condensan capas de lectura para pensar la producción de Norah Borges. Esta exposición conjuga, entonces, a través de la puesta en valor de materiales sumamente diversos, su obra artística y su obra intelectual.

Los viajes que realizó desde niña a Europa, donde exponía en galerías y museos, así como transitaba por los círculos de jóvenes intelectuales y artistas, se tradujeron en el acceso a nuevas formas, técnicas y temas que fueron apropiados por la artista con singularidad. Los documentos y obras que se exponen aquí nos permiten conocer la decisiva impronta de Norah Borges como productora de obras que, además de alojar elementos aprendidos en Europa, están nítidamente definidas por un carácter propio. Tal como sostiene la curaduría, ¨Su involuntario olvido encuentra su reconocimiento en esta exposición, como un merecido homenaje a esta extraordinaria pintora, que, entre otras cosas, fue la mujer más relevante del ultraísmo, que exploró el expresionismo, y que se fue definiendo como artista, más allá de las tendencias y de las escuelas artísticas del siglo XX, o transitando en los márgenes de los innumerables ismos que concibió ese tiempo histórico¨ (MNBA, 2019).

 

La obra visual

Un primer momento de la obra de Norah Borges surgió a partir de su contacto con los movimientos de vanguardia durante el viaje familiar a Europa que tuvo lugar entre 1912 (cuando ella tenía apenas 11 años) y 1921. El primer destino fue Ginebra, donde comenzó sus estudios académicos en la Escuela de Bellas Artes. En Suiza, gracias al contacto con artistas alemanes y la inserción en los círculos de jóvenes intelectuales, conoció nuevas corrientes como el expresionismo, el cubismo y el futurismo. Posteriormente, ya instalada la familia Borges en España, continuó formando parte de una sociabilidad de vanguardia, esta vez incluyéndose en el movimiento ultraísta. La exposición reúne grabados pertenecientes a este período. La xilografía de Norah Borges combina elementos de diferentes grupos de vanguardia, por lo que sería difícil encasillarla en una determinada estética en términos absolutos. En esta sección encontramos paisajes urbanos, tanto de los pueblos visitados en España como de Buenos Aires, donde se describen la arquitectura y las esculturas del espacio público con particular detallismo, con elementos realistas. La ruptura con las formas clásicas de representación se evidencia en el predominio de diagonales y formas geométricas, así como en la existencia de múltiples puntos de vista. Las figuras, tanto femeninas como masculinas, presentan rasgos estilizados y muestran en sus rostros expresiones de añoranza que serán una marca identificatoria de los retratos de Norah.

En “Quintas y viaje a España” y en “Salas de pintura y dibujo”, núcleos vertebrales de la exposición, se encuentran dibujos, témperas y óleos que presentan las características que identifican a su producción madura. Las escenas de quintas están prologadas por palabras que Silvina Ocampo escribió en “Inscripción para un dibujo de Norah Borges”: “He copiado, y después he transformado / Los arcanos paisajes y las manos / Los veranos, los ángeles hermanos / He venerado en sombras el rosado. / Con tintas puedo iluminar las quintas / Extintas, las sirenas ya distintas”. La sintonía entre las producciones de ambas amigas resuena con intensidad permanente a lo largo de toda la exposición. En estos óleos destaca la pintura de espacios arquitectónicos protagonizados por figuras femeninas en quietud y calma, con frutos entre las manos o sobre el regazo, rodeadas por una abundante vegetación.

 

Sin Título, 1956. Témpera y acuarela sobre papel, 60x50 cm. Colección Azul García Uriburu.

Sin Título, 1956. Témpera y acuarela sobre papel, 60×50 cm. Colección Azul García Uriburu.

 

La paleta de colores de toda esta zona de su obra está dominada por rosados, celestes, verdes y naranjas pasteles que crean un clima de calma estival buscado por la artista. Los escenarios son jardines, quintas y residencias urbanas conocidas por la familia Borges, que como en su período marcadamente ultraísta, son figurados en detalle. Las fotografías que acompañan a estas obras permiten constatar que la artista reprodujo arcos, columnas, esculturas, balaustradas y vegetación respetando las ubicaciones, dimensiones y profundidades que en efecto tenían en aquellos espacios familiares. Las formas son delineadas de manera clara gracias a la línea y al contraste de los colores. Las figuras humanas, en general infantiles y juveniles, con frecuencia femeninas y en todos los casos de tez blanca y cabellos castaños, están representadas con un tono idealizado e idealizante, común a los óleos y las témperas. Los rostros son angelicales, las miradas profundas, aunque sosegadas. Se percibe un clima de quietud y los personajes repiten las expresiones de añoranza que la artista ya representaba en su período ultraísta. Esa repetición es productora de sentidos al interior de la obra de Norah Borges y conjuga calma con perturbación, añoranza con hastío.

Frente a estos paisajes, se forma el núcleo llamado “Cartografías”. Este comienza con una fotografía que retrata a Victoria Ocampo, también amiga de la pintora, sentada en un escritorio, y sobre la pared trasera puede verse un mapa de Asia producido por Norah y expuesto inmediatamente a la izquierda de la foto. En el centro de este segmento encontramos un mapa de América del Sur en rosa y amarillo (distribuidos de acuerdo con una geografía política del continente) que destaca la posición de Argentina y en el cual vemos una figura masculina con un ejemplar de El puñal de Orión dirigido hacia la representación del Cono Sur. En la sección izquierda de la serie siguen unos planos o ¨mapitas¨ de distintas regiones que la artista dedicó a Guillermo de Torre, su marido. Completan este núcleo figuras cartográficas de regiones de Asia y África. El tono de añoranza que pintaba aquellos espacios de Buenos Aires que la artista conoció, produce un efecto tanto o más idílico que el que observamos en estos mapas de Asia y África, continentes en los que nunca estuvo.

La exposición integra en varios de sus núcleos piezas que se distinguen del patrón técnico dominante de la obra como conjunto, tales como un patchwork bordado (obra que evidencia la relación profunda de Norah con Federico García Lorca; la artista trabajó como vestuarista y escenógrafa de La Barraca, grupo de teatro dirigido por el escritor español) o una serie de témperas, en las que observamos una continuidad temática y una sensibilidad estética que se mantiene constante, pero trabajadas mediante colores y técnicas muy diversas respecto del núcleo duro de su producción. Del mismo modo, el pasaje de las escenas de quintas al núcleo “Salas de pintura y dibujo” está materializado por la pintura “Bodegón con figura”, de líneas y tonos muy disonantes con respecto a los óleos que la rodean. Esta pieza está realizada en acuarela con una paleta cercana a la de sus producciones ultraístas (la obra forma parte de una instancia de trabajo con varias herramientas propias de las vanguardias europeas) y funciona como bisagra en el pasaje a un núcleo que agrupa obras plásticas diversas.

 

La producción intelectual

La reflexión sobre las prácticas artísticas es parte del trabajo de quienes se mueven entre diferentes lenguajes de las artes. De todos modos, un ingrediente sustancial para el ocultamiento de diversas artistas ha sido la negación de esa imprescindible dimensión intelectual. Las intervenciones críticas de Norah son tan tempranas como su producción plástica y pueden encontrarse a lo largo de toda su obra, desde las primeras participaciones en revistas culturales, hasta su consagración como ilustradora de libros, en un permanente diálogo con la vida literaria de las vanguardias de 1920 y 1930 en lengua española, principalmente en Argentina y España.

El núcleo inmediato a aquel que recorre su momento ultraísta puede considerarse como segundo núcleo si se comienza la exploración por este camino está protagonizado por las revistas de letras y artes a las que perteneció la artista: Ultra, editada en Madrid; Prisma. Revista Mural, Proa y Martín Fierro, pocos años más tarde en Buenos Aires. Las intervenciones de la artista en esta última (que se distinguen de las primeras, en las que dominaba el lenguaje vanguardista europeo) introducen la faceta estética reflejada en la mayor parte de sus pinturas. Desde 1925 aparecen ilustraciones de Norah en esta publicación, en la que también se encuentra un texto crítico que piensa su obra. En el número 39 de Martín Fierro, del 28 de marzo de 1927, último año de la revista, se publicó el manifiesto “Un cuadro sinóptico de la pintura”. Las líneas de este esquema sientan ciertas bases significativas para pensar su modo de producir obra y crítica de artes. La artista propone el uso de tonos alegres, la elección de colores convencionalmente asociados a cada objeto, pero también su color “místico¨, es decir “el que las cosas tendrán también en el cielo”. Allí defiende a su vez la utilización de formas claramente definidas en función de crear un mundo idealizado, más perfecto que el real. Ofrece, finalmente, referencias a artistas y obras que cumplen con estos mandamientos.

¨Un cuadro sinóptico de la pintura¨, Martín Fierro nro. 39 [AHIRA, Archivo Histórico de Revistas Argentinas]

¨Un cuadro sinóptico de la pintura¨, Martín Fierro nro. 39 [AHIRA, Archivo Histórico de Revistas Argentinas]

En el mismo núcleo que se exhiben estas páginas de revistas puede verse la temprana expansión sudamericana de Norah Borges. La exposición incluye una página de Revista de Antropofagia, de los modernistas brasileños; diversos materiales que ponen de manifiesto la amistad que conectaba a la artista con Xul Solar (una carta astral de ella realizada con absoluta precisión por él, correspondencia entre ambxs, invitaciones de Norah para que Xul la visitara o visitara sus exposiciones en Europa); una Antología de la poesía moderna uruguaya; un ejemplar abierto del número 12 de Proa donde pueden leerse las líneas finales de la escritura de Rosamel del Valle, poeta de la vanguardia chilena. También aquí se encuentra la serie de ilustraciones realizadas para publicarse en una segunda edición de El puñal de Orión. Apuntes de viaje, de Sergio Piñero, fundador de Martín Fierro, que finalmente nunca se imprimió. La curaduría de la muestra procuró reunir todas esas piezas y así, el MNBA exhibe por primera vez esta serie completa, tal como la produjo la artista para el libro.

Hacia la segunda mitad del recorrido, se encuentra el núcleo dedicado específicamente a retratar la relación de Norah con la escritura y la crítica. Este espacio se abre con las reflexiones de Jorge Luis Borges sobre la escritura de su hermana en relación a “Manuel Pinedo”, pseudónimo que ella utilizaba para publicar textos; de acuerdo con sus palabras se trataría de una marca del intento por no “presumir” de escritora. En seguida encontramos obras de Antonio Berni, Fray Guillermo Butler, Enrique Policastro, Onofrio Pacenza, Ramón Gómez Cornet y Laura Mulhall Girondo, pertenecientes al patrimonio del Museo, acompañadas por reflexiones críticas que Norah produjo en referencia a cada una de esas piezas.

Finalmente, los núcleos “Norah ilustradora” y “Españoles de tres mundos” profundizan en el prolongado trabajo de Norah Borges como ilustradora. Y lo hacen para saldar la discusión que minoriza la ilustración como mero acompañamiento de la textualidad en diferentes soportes. La primera de estas zonas comienza con la exhibición de la tapa del libro Norah, única publicación íntegramente dedicada a su obra y comentada por Jorge Luis Borges. A ella le sigue una proliferación de ilustraciones, dibujos y grabados, pequeñísimos y de suma delicadeza, entre los que se destacan las sirenas, las vírgenes y las figuras de mujeres jóvenes que llevan flores y peinados con trenzas, muchas de ellas enmarcadas en relación a ventanas o espejos rectangulares. Nos encontramos, a su vez, con ejemplares originales de Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente, de Jorge Luis Borges; Paul et Virginie, de Bernardin de Saint-Pierre; Cuadernos de infancia, de Norah Lange; Autobiografía de Irene, Las invitadas y Breve Santoral, de Silvina Ocampo; La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares; Desde la niebla, de María Esther Vázquez; El imaginero, de Ricardo Molinari; Temblor de Otoño, de Jan Struther; Demasiada Luz, de Marcial Tamayo; Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez, entre muchos otros.

Resalta en este punto del recorrido un “Homenaje a Ricardo Güiraldes” firmado por Rubén Vela e ilustrado por Norah que se expone enmarcado sobre una de las paredes del núcleo, en posición evidenciada. Cierran esta sección materiales que ponen de manifiesto el vínculo con los artistas españoles: una fotografía en la que se la ve junto a Federico García Lorca, algunos trabajos de Guillermo de Torre como editor de Losada y un retrato de la artista escrito por Juan Ramón Jiménez, en el cual sostiene que “Norah Borges es ella misma lo que son ciertas frutas, algunas flores (el caqui; la crisantema) que no pueden dejar de ser nacionales y son internacionales sin perder nada de su natividad” (en Españoles de tres mundos. Viejo mundo, Nuevo mundo, Otro mundo, 1942).

“Norah Borges. Una mujer en la vanguardia” logra con éxito su propósito de redescubrir y poner en valor las múltiples facetas de esta argentina, tanto en lo artístico cuanto en lo intelectual, como integrante de las vanguardias locales e internacionales. No nos detendremos en la equivocada decisión de colocar en el centro del recorrido una gigantografía de su hermano para exhibir el único cuadro firmado por ella que él poseía en su hogar. La abundancia de documentos vinculados a sus afectos, amistades y familia curados junto a sus obras plásticas invita a pensarla como es natural a la hora de pensar a cualquier artista en esa clave que fusiona labor creativa con ejercicio crítico. Son evidencias de las reflexiones y conocimientos de una mujer con una vasta formación y una prolífica obra sobre el arte, la literatura y la cultura, y marcas de su pertenencia a los círculos sociales de las vanguardias entre las que siempre vivió y produjo.

La exposición puede visitarse hasta el 1 de marzo, de martes a domingos, con opciones diarias de visitas guiadas en español y ocasionales visitas en lengua de señas argentina y portugués. Dentro de este marco, el Museo Nacional de Bellas Artes invita al taller abierto de escritura “Los cuentos imaginarios de Norah”, que se realizará todos los jueves y dos sábados durante el mes. A su vez, cada viernes y sábado de febrero se realiza el taller “Imágenes de la memoria” en relación a la obra de la artista.

Agradecemos el trabajo de Candela Gómez, educadora del Museo Nacional de Bellas Artes, gracias al cual nuestra visita ganó profundidad, nitidez para la observación y movilizantes conocimientos.

Cuando el dibujo deviene en letra. Reseña de Un árbol en el medio del mar, de Pablo Duca

Por: Rosana Koch

Imagen: Isla perdida, de Val R. 

Un árbol en medio del mar (2019) es el poemario más reciente de Pablo Duca, escritor, actor, dramaturgo y conductor radial. Rosana Koch nos propone una lectura que aborda la trayectoria de sentidos que dispara el título de la obra y que pone el acento en la voz poética que emerge de ella: una que invita a revivir la cercanía íntima de aquello que se nombra.


Pablo Duca
Un árbol en el medio del mar
Buenos Aires, Baldíos en la Lengua, 2019.

 

Resultado de imagen para Pablo Duca Un árbol en el fondo del mar

 

Pablo Duca (1969) vive en Bahía Blanca, es escritor, actor, dramaturgo y conductor radial. Ha publicado su primer libro de poesía, Puentes (2015), la antología de cuentos Arde Dios esta noche (2017) y su primera novela, Crónicas del Miravalles (2018). Un árbol en medio del mar (2019) es su última publicación. Su título dispara una trayectoria de sentidos: por un lado, la imagen del árbol que hunde sus raíces en la tierra para aferrarse a ella se reserva la misión terrena de arraigar vida y memoria; por otro, la imagen del mar evoca cierta plasticidad, imágenes que se tornan fluir, movimiento y deriva. En esa tensión entre dos zonas que cohabitan en diferentes direcciones surge este poemario compuesto por cuarenta y siete textos breves.

El libro se divide en siete segmentos. El primer poema de cada uno evidencia una variación tipográfica que parece marcar otro tiempo, otro momento de la enunciación, como si se acercara un zoom para hacernos detener la mirada en esas escenas de escritura que operan como marco a lo largo de todo el poemario: el trazo de un dibujo, modulación expresiva del devenir temporal. Así, en el segmento II: “Una gota de tinta/ que sola y sin mediar sesgo/ dibuja tu contorno”, en el III: “Debajo de una de las copas de vino/ y a tu lado/ hay dibujada una carta. / Dice que sueño que no hay un mar/ entre nosotros”. Variaciones de un mismo trazado que se materializa en el papel a través de “una gota de tinta”, “témpera líquida”, “tinta china” o “el garabato de un niño”, pero que, en todas sus entonaciones, representa lo que Roland Barthes ha denominado “scripción”, ese gesto en que la mano toma una herramienta, avanza y traza sobre una superficie; es precisamente en ese movimiento cuyo recorrido progresa que deviene la letra, la palabra, es decir, la escritura, territorio en que cada poema afirma su presencia. Un dibujo que cobra la forma de relato –de desamor, quizás– para acortar distancias: “Las distancias se anulan/ con la goma de borrar/ y te abrazo”, para desdibujar límites: “El dibujo final tacha kilómetros/ y nos pone cara a cara” o para orientar las palabras en pos del encuentro: “La fe se dibuja como el garabato de un niño, / rulos y circunferencias/ que unen dos cuerpos distantes”. Toda la constelación de poemas, con un lenguaje coloquial y simple, avanza en oleadas que se hacen eco de la ausencia y la pérdida, el deseo y la soledad.

Como dice Terry Eagleton en Cómo leer un poema (2007): “En un mundo de percepciones huidizas y eventos consumibles instantáneamente, nada permanece lo suficiente como para dejar que se asienten esas huellas profundas de la memoria de las que depende la experiencia genuina”. Un árbol en el medio del mar va en sentido contrario, sus versos configuran un espacio poético en el que se despliega una subjetividad que, de una manera u otra, se hace presente en la contemplación, compenetrándose con su entorno natural: el humus, un hormiguero que delinea una fila india, la noche y la luna roja. En este escenario, el yo recorre experiencias cotidianas, sustraídas efectivamente de toda utilidad: el inicio de un día, una naranja recién cortada o las nubes que pasan sin hacer ruido son testimonios de la existencia y aparecen con una intensidad amplificada cuando se le unen los recuerdos de la infancia y aquellos rostros que pueblan ese imaginario. La memoria rescata un espacio familiar en el que reverbera un tono melancólico constante. La figura de la abuela, por ejemplo: “Tuvo que ser austera y eficiente/ con las pocas palabras que tenía./ Mi abuela nos decía te quiero/ con 8 huevos y 6 papas./ Únicamente era soberbia con su tortilla”. La tarea doméstica es, en este caso, “el idioma que ella hablaba” y se asocia con una actividad donde la palabra “cocinar” se reivindica casi como una artesanía.

Otros poemas articulan una mirada hacia el acontecimiento histórico-social-cultural, un ejercicio de la memoria que se asume política, pero que se vincula muy fuertemente con la memoria individual y afectiva. Allí se ven reflejados los rostros del padre y el abuelo, ambos llamados Pedro y ambos peronistas, que recuperan la imagen de Evita dibujada por el padre y que cuelga en la pared de la casa. Escenas de época resuenan en el  tocadiscos con la voz de Gardel, sobrevuelan los años sesenta y setenta en canciones como “El extraño de pelo largo” y una carta de Fidel Castro al Che Guevara en el exilio.   Por eso, en la libre composición poética, en Un árbol en el medio del mar emerge una voz que nos invita a revivir la cercanía íntima con lo que se nombra.

 

 

 

Como las olas en la playa. Reseña de Marea, de Graciela Batticuore

Por: Sandra Gasparini

ImagenFeminine Wave, de Katsushika Hokusai.

 

Marea (2019) es la primera novela de Graciela Batticuore, reconocida investigadora, docente y escritora. La autora ha publicado numerosos ensayos críticos sobre la literatura del siglo XIX argentino y, en los últimos años, varios libros de poesía. La lectura de Sandra Gasparini pone de relieve un tema que atraviesa la novela y que es central en la agenda de los estudios de género: la maternidad. Además, recupera la peculiar composición de la obra: un conjunto de escenas que, oscilantes como las olas en la playa, construyen a través del lenguaje de los sueños y la introspección el paisaje interior de Nina.


Graciela Batticuore, Marea
Editorial Caterva, 2019
141 páginas

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Graciela Batticuore ha escrito interesantes ensayos académicos que se desprenden de su exhaustivo trabajo como docente e investigadora de la literatura del siglo XIX argentino. Su interés por la vida y narrativa de figuras insoslayables como Mariquita Sánchez, Juana Manuela Gorriti o Eduarda Mansilla, entre otras, ha impulsado proyectos que concluyeron en valiosos aportes para la historiografía y las lecturas críticas de textos claves de la literatura nacional. En el último lustro publicó, también, varios libros de poesía –La noche y El fin de la noche, entre otros– y este año editó Marea, una novela de peculiar hechura que relata, a través del velado lenguaje de los sueños y de la introspección, un paisaje interior examinado en un recorrido que abarca distintas ciudades y temporalidades.

Dividido en tres partes, el conjunto de escenas que componen Marea se mueve en una oscilación, como las olas en la playa, que van dejando una resaca que recupera, rearma y avanza lentamente, siempre que puede. Narra un proceso, con foco en Nina, una transición entre una etapa que se quiere superar y un presente en el que se consolida otra forma del afecto.

Distintas temporalidades atraviesan esas como estaciones: la de la infancia de Nina, con su búsqueda de una identidad; la del presente, de cara a la niñez de la propia hija; el pasado con H., que aunque padre de la pequeña Julia, juega además el papel de hijo; el presente con M., supeditado a la sintaxis de un nomadismo que recorre calles y países desde los que llegan los mensajes por celular.

La maternidad, tema urgente de la agenda de los estudios de género, ocupa un lugar central: Nina, hija de una madre exigente y de rígida moral, es la contracara de la Nina madre del presente de la escritura, acusada de no disfrutar del “placer de la crianza” por H. Marea parece preguntarse, en ese sentido, qué elementos y vínculos constituyen una familia, cuándo se deja de serlo, cuándo cae el último telón de la simulación. La línea que divide a las buenas y malas madres, se sabe, está siempre fechada. Si no cumplen con las expectativas familiares o sociales son estigmatizadas porque, en un gesto esencializante, contradicen el presunto instinto materno propio de todas las mujeres. En esta representación está ausente la subjetividad y Nina se corre, justamente, de esta construcción: “La maternidad era para su madre un todo, el todo de la vida de una mujer, y ella lo entendió enseguida porque el sentimiento la involucraba. Por eso le llevó varias décadas encontrarse con su propio deseo de tener un hijo”.

El mundo de los viajes termina logrando un contrapunto con el de la intimidad: las charlas con M. que a veces está en Berlín, el viaje de Nina y su hija por España en el que se internan todavía más en el pasado –el de la Historia–, otro a Roma, sola, además de la travesía hacia atrás que impone la crianza de un niño para cada madre. Escribir sobre lo íntimo (eso que debería quedar en una sucesión de imágenes o recuerdos inconfesables pero se cuenta), escribir sobre los sueños perturbadores y reveladores, como se propone la protagonista, puede ser un principio de orden, un modo de reanudarse. Taparse y destaparse el cuerpo con tapados, con telas, con toallas. Afirmar su yo al tomar –literalmente– el volante tras el anuncio repentino de la muerte del padre, figura que cobra altura pero decrece sobre el final cuando Nina piensa que nunca le habló de su abuela, una mujer que crió sola a sus hijos durante la guerra. El cuerpo de la “nona” parece fragmentarse en el avance de los “ataques seniles” que concluyen por apartarla del resto de la familia. Como María Josefa, que desafía el poder de Bernarda Alba en la tragedia de García Lorca, la anciana señala con la materialidad de su cuerpo, que se muestra cuando no debe hacerlo, la pulsión transgresora que en Nina despuntará a partir de sueños y remembranzas.

En Marea Batticuore escribe sopesando cada palabra y busca la reflexión sobre el tiempo y la subjetividad en una prosa que se desprende solo levemente del lenguaje poético.

 

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Escritores que no escriben: apropiación y desplazamiento de la palabra en la escritura y en la cultura contemporáneas

Por: Leonardo Villa-Forte

Traducción: Jimena Reides

Imágenes: Leonardo Mora

 

Para Leonardo Villa-Forte, la llamada “escritura de la apropiación” –aquella que no busca innovar, sino seleccionar, organizar y editar– perturba paradigmas y propone nuevas respuestas a interrogantes de larga data: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Cuál es la relación entre la escritura y su medio? En su análisis, el autor aborda distintos materiales: desde los trabajos de Kenneth Goldsmith –Traffic, Weather, Sports y Day, hechos de transcripciones de contenidos informativos de radios y diarios para el medio libro– hasta Sessão, de Roy David Frankel, que utiliza fragmentos de los discursos de diputados brasileños durante la votación de 2016 que decidió el impeachment de Dilma Rousseff.

 


 

1. Actualmente, el texto vive su apogeo en cuanto a su movilidad. Los textos están esparcidos por todos lados y pueden ir de un lado a otro con mucha rapidez. Las multifunciones que se usan en una computadora o en un smartphone facilitan el desplazamiento, la diseminación y también el deslizamiento entre los formatos pues reúnen, en un único soporte, no solo textos, sino videos, música, fotos y otros materiales. En las pantallas interactivas, los diferentes formatos se abren uno junto al otro; incluso, se tratan juntos en un mismo programa, tal como los de edición de video, que aceptan música, imágenes y texto. Cuando un formato se desliza sobre otro se quiebra la rigidez de las fronteras. Se juntan distintos autores, materiales poéticos y no poéticos, cinematográficos y no cinematográficos, literarios y no literarios, entre otros. Y el texto está en todos lados, incluso al revisar videos o música pues incluso en estos casos hay un link, que es texto, hay un título, el nombre del autor, todos escritos, aunque esté en códigos, lo que lleva a Vilém Flusser a temer por la sustitución del abecedario por códigos alfanuméricos. Sin embargo, no nos detendremos en esta previsión que suena catastrófica para la república letrada, pero sí en la pregunta: ¿De qué forma se encuentra hoy la inserción de la práctica de la escritura en este aún reciente ecosistema multifacético, donde reina el copiar y pegar, el desplazamiento, la pérdida de un obstáculo de origen?

Roger Chartier afirma que

Así, es fundamentalmente la propia noción de “libro” a la que la textualidad electrónica cuestiona. En la cultura impresa, una percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y usos particulares. Así, el orden de los discursos se establece a partir de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el diario, la revista, el libro, el archivo, etc. Esto ya no ocurre en el mundo digital, donde todos los textos, sin importar cuáles sean, se entregan a la lectura en un mismo soporte (pantalla de la computadora) y en las mismas formas (generalmente las que decide el lector). De este modo, se crea una continuidad que ya no distingue los distintos géneros o repertorios textuales que se tornaron semejantes en su apariencia y equivalentes en sus autoridades. De ahí la inquietud de nuestro tiempo delante de la extinción de los antiguos criterios que permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. Su efecto no es pequeño sobre la propia definición de libro tal como lo entendemos, tanto un objeto específico, distinto de otros soportes escritos, como una obra cuya coherencia y totalidad son el resultado de una intención intelectual o estética. La técnica digital entra en pugna con este modo de identificación del libro pues lo convierte en textos móviles, maleables, abiertos, y confiere formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, bases de datos, sitios de internet, etcétera[1].

Al colocar lado a lado, en el mismo soporte y bajo la misma forma de presentación, textos de distinta naturaleza (como “carta”, “ficción”, “artículo”, “anuncio”, “lista de compras”), se debilita la distinción entre los géneros en cualquier categoría externa al texto en sí como una secuencia de letras y palabras. La diferenciación por soporte simplemente desaparece. Es muy posible que ese encuadramiento de las formas tenga relaciones de intensificación con lo que Josefina Ludmer llamó “literatura posautónoma”: dado que el texto literario pierde, en el medio digital, su apariencia específica y se torna uno más entre tantos otros en los más diversos registros, los objetos impresos artísticos y literarios reproducen esa lógica. En una computadora, desde el punto de vista de la distribución y del soporte, la obra literaria tiene el mismo estatus que una invitación a un casamiento.

Michel Foucault nos dice que la construcción de un “autor filosófico” no se da de la misma forma que un “poeta”, así como, podríamos agregar, un “científico” no se construye de la misma manera que un “novelista”. No siempre una editora que publica libros científicos publica novelas. Una revista que hace reseñas de libros de poemas no siempre hace reseñas de libros de filosofía. La tapa de un libro de teología es diferente de la tapa de un libro de historietas. Son distintas instancias que hacen circular los nombres de los autores y los legitiman. Además, parten de diferencias materiales como, por ejemplo, el tipo de tapa de un libro literario y un libro jurídico. O en la diferencia del formato impreso, el tipo de papel, de una revista de celebridades y una revista de medicina. Lo que pasa es que, en el ambiente digital, esos elementos marcadores de diferencias desaparecen. Cuando recibimos en PDF el capítulo de un libro, es decir, una parte del libro, eso nos impide ver la tapa, ver la biografía del autor; muchas veces no hay tapa. Lo mismo sucede cuando leemos un texto compartido por alguien en una red social, que nos llega solo con una referencia (la validación de quien lo copió o fotografió y compartió). Así, textos de diferente naturaleza se convierten en más indefinidos.

Gran parte de los trabajos del poeta y profesor estadounidense Kenneth Goldsmith, como las obras Traffic, Weather, Sports y Day —todas hechas de transcripciones de contenidos originalmente informativos y funcionales, de radios y diarios, para el medio libro— se insertan exactamente en ese lugar: la indistinción producida en el ambiente digital se trae al medio material. Un libro puede ser el soporte tanto de una historia ficcional como de una edición completa de un diario o incluso, el soporte para la transmisión (ahora en texto) de dos día de informes sobre el seguimiento del tránsito en Nueva York. La naturaleza del soporte y la del contenido que se encuentra en él entran en discusión. No existe un soporte específico para el audio. Puede ser el oído del receptor, puede ser el hard drive de Kenneth Goldsmith, puede ser un archivo de Word en su computadora y, si se transcribe, puede ser un libro. Informes de tránsito completos… nada más que eso. ¿Eso sería material digno de ocupar un libro entero? Goldsmith adopta la indistinción de soportes del medio digital como táctica artística. Si la computadora nivela todos los archivos de texto en formato digital, Goldsmith nivelará textos (procedentes de universos distintos) en el formato libro. Y no escribirá ninguno de ellos. La táctica es la apropiación. Un poeta que no crea. Una práctica que llevó a Goldsmith a formular la idea de uncreative writing, que podemos traducir como “escritura no creativa” o, también, resaltando su carácter de reaprovechamiento, “escritura recreativa”. En una época en que la creatividad pasó a valorizarse en todas las áreas, como en la “economía creativa”, y el término “innovación” pasó a figurar en el vocabulario de todos los campos, desde la ingeniería hasta la publicidad, lo realmente innovador y creativo seria, justamente, no crear. Sino apenas seleccionar y editar, como hace un DJ. Eso ya se convertiría, en sí, en un acto artístico.

En el caso de Goldsmith no se puede decir que sean transcripciones pasivas. Luego de seleccionar el contenido sobre el que se trabajará, el poeta toma decisiones sobre la forma en que se presentará el texto, y esas decisiones afectarán la perspectiva que se tiene del trabajo. Por ejemplo, pensemos en Traffic: a pesar de su método archivístico, la obra no contiene la información que presentaría un archivo común. No sabemos cuáles son los días, qué “gran feriado de fin de semana” es ese. Es un día sin referencia dentro del calendario. Del mismo modo, un “espectáculo de realidad”, para usar un término de Reinaldo Laddaga. Y, quién sabe, una vuelta a la hiperrealidad, dado que al discurso se lo aísla de su contexto y solo tenemos acceso a ese y nada más, como un gran zoom hecho por determinado espacio de tiempo en la oralidad de la radio. La forma en que Goldsmith trata el material de Traffic: los informes de tránsito, dividiéndolos en capítulos, o el material de Day, escogiendo dónde debe aparecer cada tipo de noticia de una edición entera del New York Times, demuestran que existe lo que podemos llamar “decisiones autorales” en juego. El autor Goldsmith es el vehículo de un procedimiento, autor-máquina, sí, pero no sin que eso incluya algún grado de interferencial autoral, en el sentido que Goldsmith presenta su material a la manera propia de Goldsmith. Otra persona podría, con el mismo material en sus manos, presentarlo, dividirlo, disponerlo de otra manera, y eso resultaría en una obra diferente. De esta forma, hay una brecha en ese gesto casi maquinal en que la subjetividad de Goldsmith actúa de manera perceptible.

Marcel Duchamp buscaba hacer arte retiniano, es decir, arte que no tuviera como función agradar a los ojos o, incluso, arte que no tuviese como objetivo principal los ojos, la retina. Arte que no fuese, en sí, la imagen que presenta. Duchamp basaba sus elecciones en las cuestiones de indiferencia y en la total ausencia de buen o mal gusto. Sobre las obras de Goldsmith, podemos decir algo similar: el autor no optó por un texto más o menos próximo a una categoría de “buen gusto” o “mal gusto”. Los criterios son otros. Con Duchamp, la obra “puede” ser mirada, vista, observada, solo que esta no trabaja con las nociones de belleza y destreza manual, como lo hace un cuadro de Van Gogh o una escultura de Rodin. De la misma manera, el arte de Goldsmith se puede leer, solo que este no trabaja con la noción de calidad literaria como trabajan Philip Roth o Raduan Nassar. Ni el arte de Duchamp se destaca por el esmero visual ni el de Goldsmith sobresale por el esmero textual: ninguno los dos tiene su fin en el placer estético del ojo o de la legibilidad. Duchamp dice: “Traté constantemente de encontrar alguna cosa que no evocara lo que ya sucedió antes”[2]. Para Duchamp, hacer arte era luchar con su pasado inmediato; en este caso, un pasado compuesto por el arte retiniano de los postimpresionistas y cubistas. De acuerdo con Marjorie Perloff, “como no quería (o no podía) emular las técnicas de pintura de Picasso o Matisse, Braque o Gris, decidió, en un momento crítico, ‘hacer alguna otra cosa’”[3]. Esa parece ser una premisa de la escritura de apropiación: hacer alguna otra cosa, escribir de otra manera. Escribir sin escribir.  Y, en el caso de las obras de Goldsmith —como de otros autores como Craig Dworkin, Vanessa Place y Carlos Soto-Román— hacer “literatura conceptual”, una literatura donde la idea sea más importante que el intento de involucrar al lector en la lectura del texto. Una escritura que busca más pensadores que lectores.

2. Para el crítico y curador francés Nicolas Bourriaud, desde la década de 1990, “una cantidad cada vez mayor de artistas viene interpretando, reproduciendo, volviendo a exponer o utilizando productos culturales disponibles u obras realizadas por terceros”[4]. Bourriaud denomina a dichas actividades prácticas de “postproducción”. Para él, en la actualidad el artista no transforma un elemento en bruto (como el mármol, un lienzo en blanco o arcilla), sino que utiliza un dato, sea este un producto industrializado, un video o incluso un animal. Para Bourriaud:

Las nociones de originalidad (estar en el origen de…) y también de creación (hacer a partir de la nada) se esfumaron en ese nuevo paisaje cultural, marcado por las figuras gemelas del DJ y del programador, cuyas tareas consisten en seleccionar objetos culturales e insertarlos en contextos definidos[5].

Aquí, el sampler se convierte en una figura central. Samplear consiste básicamente en retirar o copiar fragmentos de una o varias fuentes y transferirlos, reposicionándolos en un determinado contexto diferente a aquel de donde se retiraron los fragmentos. Es decir, se asemeja a un reaprovechamiento, un segundo uso dado a cierto material. En literatura, el sample se aproxima a lo que concebimos como una cita. Citar es resaltar un fragmento, ponerlo delante de su conjunto anterior, destacarlo y traerlo a una nueva situación. Citare, en latín, significa poner en movimiento, hacer pasar del reposo a la acción. Cuando citamos, activamos palabras que antes dormían. Pero hay una diferencia crucial entre la cita y gestos más radicales de apropiación: la cita tradicional se hace cuando el contenido copiado se relaciona con un crédito, con la referencia a la fuente: en gestos de apropiación, la aclaración en cuanto al origen puede estar o no. Es decir, el gesto de apropiación varía; en algunos formatos, la fuente puede permanecer oculta. Pero las diferencias no terminan ahí: en general, cuando hablamos de citas hablamos de ese fragmento previamente escrito que se reproduce con el fin de ilustrar una idea, reforzar una posición; aumentar el volumen de sentido de cierta afirmación, además de conferirle autoridad. No hablamos de ese tipo de cita cuando hablamos, por ejemplo, del bricolaje, del mash-up como “montaje de fragmentos”. En estos casos, la cita no es un aumento de sentido a un texto anterior del autor original, justamente porque no existe un anterior que no sea en sí ya una cita o fragmento de otro texto. La cita no viene a ilustrar una idea. Esta es el texto; es la idea. El fragmento se reproduce para ser una de las partes integrantes del trabajo, en el mismo nivel que otros extractos. No se utiliza para aclararlos o reforzarlos.

Pasamos de la “lógica del sentido” —algo que nos ayude en la comprensión— a la “lógica del uso”, donde no hay diferencia de jerarquía o intención entre un fragmento apropiado y otros también apropiados o no. El extracto copiado es un dato, una fuente que se utilizará como ready-made. Está allí no para confirmar o reforzar algo previo, sino como obra en sí. Naturalmente, la forma en que Kenneth Goldmish utiliza la apropiación, instaurando el concepto por encima de una atracción a la lectura, no es la única forma en que los escritores están componiendo obras excepcional y completamente de textos que no son de ellos. El reciente Ensaio sobre os mestres, del profesor y escritor portugués Pedro Eiras, está formado por más de cuatrocientas páginas de pensamiento, ficción, poesía y teoría literaria, compuestas por medio de colajes de fragmentos de varios autores, sin que el mismo Pedro Eiras agregue nada, absolutamente nada “de su puño”. Cada capítulo del libro gira en torno a un tema, como “El Maestro”, “El Discípulo” y “Clases y Conversaciones”. El siguiente extracto se tomó del capítulo “La Muerte”:

En todo caso, fue una de las angustias de mi vida —de las angustias reales en medio de tantas que han sido ficticias— que Caeiro murió sin que yo estuviera allí. Esto es estúpido pero es humano, y es así. Yo estaba en Inglaterra. Ni Ricardo Reis estaba en Lisboa; había regresado a Brasil. Estaba Fernando Pessoa, pero era como si no estuviera. (Fernando Pessoa / Álvaro de Campos 1931: 46)

Nadie lloró su muerte; nadie estaba a su lado, además de la figura vulgar del comisario del barrio y del médico municipal indiferente. (Nikolai Gógol 1834: 123)

“¿Por qué no fuiste al funeral?” “Cuando una persona está muerta, está muerta”. “Deberías haber ido”. “¿Vendrás al mío?” Pensé por un momento y respondí: “No”. (Elena Ferrante 1992: 145) [6].

 

Ahí vemos fragmentos de Fernando Pessoa, Gógol y Elena Ferrante. Ninguno de los pasajes es original y textualmente de Pedro Eiras. Él actúa como una especie de organizador del discurso, un gerenciador de información textual. Y de manera distinta a la estética del choque y de la incongruencia practicada por las vanguardias del inicio del siglo XX, y también de forma diferente a la literatura conceptual, ya que en su obra Eiras busca —y alcanza— una conexión orgánica entre los pasajes que incluso podrían pasar por un texto escrito originalmente por un individuo. El libro de Eiras pide lectores. En el conjunto de fragmentos citados percibimos una narrativa bien establecida: el narrador en primera persona, en el extracto originalmente de Pessoa, está inquieto por no haber asistido a un funeral, entonces tenemos una idea de cómo fue ese funeral con el fragmento de Gógol, y en el tercero, originalmente de Ferrante, hubo un cambio psicológico en el narrador: durante una conversación sincera, se da cuenta de que no necesitaba estar inquieto de esa forma pues, en el fondo, pensándolo bien, hay algunos funerales a los que realmente no iría, como el de su interlocutor.

Con Ensaio sobre os mestres y otras obras, como Endtroducing, de DJ Shadow (en la música), The clock, de Christian Marclay (en el videoarte), y otras en el área textual, como Tree of Codes, de Jonathan Safran Foer, y Nets, de Jen Bervin, es posible notar que en los últimos años el acto de desplazamiento se expandió de la aplicación en objetos cotidianos, como solía ser más común en las vanguardias, a la aplicación en objetos de la cultura: libros, música, películas, etc. Asimismo, el gesto actualmente dirigido al patrimonio cultural no se realiza con la intención de desvalorizar el arte y cuestionar su existencia, sino para utilizarlo en obras nuevas. Esto demuestra, según Bourriaud, “una voluntad de inscribir la obra de arte en una red de signos y significaciones, en lugar de considerarla como forma autónoma u original”[7]. Hoy, la obra se propone, no como antiarte o antiliteratura, sino como un punto donde se cruzan los que forman parte de una gran pantalla (que podrá más o menos aclararse —solo sugerirse— para el lector).

Para el escritor argentino César Aira, “al compartir el procedimientos, todas las artes se comunican entre sí: se comunican por su origen o por su generación. Y al remontarse a las raíces, el juego comienza de nuevo”[8]. El juego que se reinicia es el juego de la identidad del autor, de la naturaleza de la escritura y de la especificidad de los contenidos. El juego se reinicia con las preguntas: ¿Qué es un autor? ¿Qué significa escribir? ¿Cuál es la diferencia entre escribir y componer un escrito? ¿Qué diferencia a un poema de los comentarios en la web? ¿Es solo la forma? La escritura de apropiación lleva a reiniciar el juego. Y perturba paradigmas.

Aunque no sea un ejemplo del objeto compuesto enteramente de apropiaciones, diferenciándose así de otras obras mencionadas, debemos recordar el caso de El aleph engordado. En 2009, el escritor argentino Pablo Katchadjian agregó 5600 palabras al cuento “El aleph” de Jorge Luis Borges y publicó el resultado original con su propia editorial, la Imprenta Argentina de Poesía, con una tirada baja, de alrededor de entre doscientos y trescientos ejemplares, de los cuales dio algunos a sus amigos y otros los vendió de manera informal por un costo bajo. Dos años después, la viuda y heredera de Borges, Maria Kodama, demandó a Katchadjian por plagio y violación de derechos. El caso se extendió durante seis años, con pequeñas victorias de los dos lados, hasta que Katchadjian fue finalmente absuelto.  Si la sentencia judicial hubiese sido desfavorable para Katchadjian, veríamos la apertura de un precedente peligroso para la experimentación literaria y artística en Argentina. Pero el proceso funcionó, para la parte demandante, algunos años después, como un fantasma que sobrevuela en el aire, amenazador. El año en que Kodama comenzó la demanda contra Katchadjian, otro texto de Borges estaba listo para llegar a las librerías. Era la novela El hacedor remake, del español Agustín Fernández Mallo. La editorial Alfaguara publicó el libro y este estaba listo para ser distribuido cuando, a último momento, los editores prefirieron retener los ejemplares en su stock por miedo a sufrir una demanda por parte de la titular de los derechos de Borges, como ocurrió con Katchadjian. Es una triste ironía que tales casos hayan involucrado justamente a la literatura de Borges, el autor que fundó todo un conjunto de textos maravillosos que exploran referencias inventadas, reseñas de libros inexistentes, copias que se reescribieron, imitaciones y la figura del lector-autor (lo que llevó al escritor argentino Alan Pauls a decir que hay “una vocación parasitaria que prevalece en las mejores ficciones de Borges”[9]).

Está claro que, desde siempre, los escritores han citado a otros escritores en sus obras, robado frases y versos o creado otras formas de diálogo y generado intertextualidades. La lectura es la donación de sentido por parte del lector desde siempre. La literatura es un objeto inacabado que pide la actualización del lector. No existe una lectura que no resignifique el texto leído. Lo que sucede es que, con la tecnología, la virtualidad y la digitalización contemporáneas, el texto —y su cantidad, que aumenta exponencialmente— se torna cada vez más maleable, cada vez más desplazable, editable, transmisible, más disponible para la imprevisibilidad de la recepción. Y, como dice Lev Manovich:

Cuando trabajamos con un software y empleamos las operaciones incluidas en este, estas se convierten en una parte integrante del modo en que nos comprendemos a nosotros mismos, los otros y el mundo. Las estrategias de trabajo con datos informáticos se tornan estrategias cognitivas de carácter general[10].

Esa recepción, al apropiarse del texto y producir uno nuevo por medio del anterior, sea en un entorno digital o impreso, modifica la noción de autoría. De esa forma, que las prácticas de apropiación operan como diferencia es justamente el cambio de la lectura como autoría “implícita” a una autoría “explícita”.

En la década de 1960, Roland Barthes cuestionó dos fundamentos de una idea de autoría. Primero, el de que el autor sería un origen de aquello que se proyecta por medio de sus libros. Segundo, el de que el autor y su vida serían fuentes para interpretar tales escritos. Barthes reformula las dos cuestiones; al fin de cuentas, para él, el texto sería un “tejido de citas”. ¿De dónde viene la llamada “voz” o incluso el “estilo” de un autor sino de todo aquello que el autor ya leyó, escuchó, vio, vivió? Cuando el autor escribe, ¿no está utilizando todo ese bagaje y esa experiencia, que no son solo de él? ¿Cómo pensarlo, entonces, como un origen? ¿Por su mano no pasan palabras, frases, ideas y expresiones que tomó de otros? Sí, es obvio, y por eso el autor no es un origen del texto que él transmite ni una biografía del autor puede explicar su texto. Así, vemos en Barthes un pensamiento sobre la apropiación y la autoría. Sin embargo, la diferencia del “tejido de citas” del cual habla para las prácticas de apropiación de las que hablamos aquí es que estas son una especie de radicalización en el siguiente sentido: el tejido de citas se torna consciente, manifiesto, declarado y entusiasmado; el texto se torna, en la práctica y materialmente, ready-made. No se trata de un tejido de citas hechas por defecto o inconscientemente por el autor o algo que simplemente ocurre porque no podría ser de otra manera. Por el contrario, se trata de una táctica muy bien definida y tramada, un gesto consciente de sí, un ataque material, que copia y pega, y que puede ni siquiera tratarse de un tejido, sino de un desplazamiento del objeto entero, sin un collaje de fragmentos. De esta forma, entre el pensamiento de Barthes y las prácticas de apropiación contemporáneas hay un diálogo establecido por una continuidad a través de una diferencia.

Villaforte (1.2)

   

3. En el libro de poemas más reciente de la brasileña Angélica Freitas, Um útero é do tamanho de um punho, hay una sección titulada “3 poemas hechos con ayuda de Google”. Angélica propone expresiones en Google, como “la mujer va”, “la mujer quiere” y “la mujer piensa” —títulos de los poemas—, y entonces se encuentra con un manantial de resultados indexados por Google. La poeta se limita a navegar por esos resultados, tomar lo que le interesa y luego reorganizar su selección, editarla en forma de versos. No se trata de dadaísmo, a pesar de la semejanza gestual. No se trata de eso porque existe una decidida y fuerte intervención autoral que, incluso abriéndose al azar, controla buena parte del resultado final del poema, aunque Angélica Freitas no haya escrito los versos que se tornan de uno. Lo mismo sucede en Ensaio sobre os mestres, de Pedro Eiras. Una lógica curatorial, que también está presente en el proyecto de “literatura remix” que mantuve entre 2010 y 2013 en el blog MixLit en la plataforma WordPress. Todos estos manifiestan lo que podemos llamar autor-curador. El tejido de citas no es resultado de una previsibilidad; el hecho de que necesariamente escribimos con lo que es nuestro y de los otros. Aquí, el tejido de citas es fruto de una actitud deliberada, consciente de los actos de selección y edición, y con etapas de prueba y verificación.

Esta actitud apropiacionista se expresa también en el libro Tree of Codes, del escritor Jonathan Safran Foer, y en el libro Nets, de la poeta y artista Jen Bervin. El primero, publicado en 2010, es una narrativa que nace de un texto original de 1934, Street of Crocodiles, colección de cuentos interconectados de Bruno Schulz. En las páginas del libro, con un orden editorial impresionante, se imprimen los extractos de Schulz que Safran Foer seleccionó para que permanezcan en su narrativa, y en el lugar de los que Safran Foer optó por retirar hay agujeros, recortes que dejan un espacio vacío. El trabajo de Jen Bervin, en Nets, parte de una lógica similar. Ella usa sonetos de Shakespeare, solo que, en lugar de elegir fragmentos que se imprimirán en el libro y otros que, excluidos, dejarán un vacío, Bervin crea un juego de tonalidades. El texto íntegro de los sonetos de Shakespeare está impreso, pero algunas palabras del texto —las elegidas, que forman el nuevo poema de Bervin— están impresas en negro, mientras que las otras aparecen en gris. Las palabras del poema de Bervin se destacan, obviamente, y el aspecto general recuerda a algo relacionado con la topología, con palabras más “altas” que otras. Figura y fondo. Figura: la lectura de Bervin. Fondo: el original de Shakespeare.

Tanto Bervin como Safran Foer no solo leen e interpretan lo que leyeron, sino que modifican lo que leyeron de forma visible y física. Sus procesos hacen que la lectura deje de ser algo que se hace solamente con los ojos para que se convierta en una lectura con las manos. Las diferencias entre las fuentes —Shakespeare y Bruno Schulz— resultan en juegos distintos con la cuestión de la autoría, naturalmente, pero la diferencia entre los procesos en sí queda clara: mientras que Bervin posproduce el gesto de la selección y deja que el texto original conviva con su nueva lectura, Safran Foer recorta y deja agujeros. Son señales de una lectura táctil. Desde el punto de vista de la producción, ambos encaran el texto en su encarnación original con el deseo de doblarlo y desdoblarlo hasta que de allí se pueda arrancar otra poesía o narrativa de los textos que les ofrecieron terminados. Son hackers del texto original. Invasores de discursos. Lectores-autores que expresan un espíritu del tiempo denominado por Marjorie Perfloff de genio no-original. Ya no importa inventar algo o ser el origen, sino insertarse en una onda preexistente. “’Llegar en lugar de ser el origen de un esfuerzo”[11], como dice Gilles Deleuze.

Mientras Safran Foer, Jen Bervin y Kenneth Goldsmith trabajan con fuentes únicas, sin mezclar materias textuales, Delírio de damasco, “3 poemas hechos con la ayuda de Google” y la serie MixLit están compuestos por la aglutinación de palabras tomadas. Una obra textual que incluye diversas fuentes torna sus márgenes porosos, pues apunta hacia afuera. E incluso abre la posibilidad de que otras fuentes encajen dentro de ella. Así, se convierte en maleable, como si fuese en la práctica una obra eternamente inacabada. Podría continuar sirviéndose de fuentes nuevas, editándolas, arrojándolas dentro de sí. Con respecto a la ficción de Rubem Fonseca, repleta de citas, Vera Follain de Figueiredo dice que “el juego constante de remisiones a otros textos diluirá los márgenes que delimitarían su interioridad”[12]. Lo mismo se aplica al mash-up o bricolaje. Sin embargo, no es cierto que podamos llamar lo que sucede en esos tipos de obra “remisiones a otros textos”. Lo que parece más probable es que esas obras “presenten otros textos”, ya que no solo remiten a ellas. Ellas apuntan a otros textos externos pero, además, son los mismos otros textos.

Las obras contemporáneas responden a una situación propia de los días de hoy, que es el alcance avasallador de la realidad, que nos alcanza donde quiera que estemos, a través de los smartphones, de la radio o del pequeño televisor que nos acosa aún en el ómnibus o los ascensores, prácticamente prohibiéndonos que olvidemos el día de día de los famosos, nuestra suerte astrológica o la cotización de la bolsa. Si el exceso de estímulos termina agotándonos, causando así la negativa, la insensibilidad, una total indisponibilidad para el espanto —hasta entonces el fundamento de la poesía—, el escritor, el poeta, el artista recorren los propios estímulos que los agotan para dejarlos hablar por sí mismos, o por medio de rearreglos, reflejando la banalidad y el tedio, como hacen las obras de Kenneth Goldmisth. Por eso, el término “poesía del posespanto”[13], como dice Alberto Pucheu, caracteriza la poesía de A morte de Tony Bennet, del poeta Leonardo Gandolfi, una poesía en que no hay momentos de intenso voltaje emocional, asumida como poesía de “batería baja” por el autor, hecha de partes de letras del cantante Roberto Carlos, diálogos de películas de espionaje, entre otras tantas fuentes cuyo exceso, en nuestras vidas, nos lleva a una sensibilidad casi plana.

Parte del exceso se debe al hecho de que vivimos una incesante producción de pasado. Cada vez más archivos, cada vez más registros, cada vez más novedades sobre nuestros antepasados, novedades extraídas con las que tenemos que estar y entonces reevaluar dónde estamos, dónde estuvimos y qué hacemos a partir del momento en que ya no podemos ignorarlas. El escritor, percibiendo que el universo ficcional/poético/literario queda enterrado debajo de tanta realidad (aunque se presente, muchas veces, con aires de ficción), sin posibilidad de alcanzar y sensibilizar al lector ya insensible debido a tantas noticias, busca generar una intervención más notable en la realidad o servirse de ella para desastibilizarla (modificarla, colocarla bajo sospecha) por medio de la inserción del mirar poético y de la ficción. Si los periódicos presentan la realidad con todo un aparato que le da aires de ficción, el escritor presenta la ficción con un aparato que le dé aires de realidad; espectáculos de realidad, como dice Reinaldo Laddaga. Y eso no sucede, en este momento, como una especie de reacción triste al exceso de realidad, sino como una proposición entusiasmada por el contacto con lo real, con la posibilidad de tratar con un material que otras generaciones no pudieron tratar (posts y mensajes en redes sociales, por ejemplo, en el caso del Livro das postagens, de Carlito Azevedo). Se trata de la oportunidad de dar una nueva vida a las porciones de realidad, que ha sido asumida con aparente ánimo.

Este ánimo parece mover tanto obras que se hacen a partir de la mezcla entre “pedazos” de lo preexistente y fragmentos originales y también aquellas integralmente no escritas/no creadas por quienes las firman. El autor, principalmente de estas últimas, se convierte en un “procesador del lenguaje y sensaciones”[14], como dicen Frederico Coelho y Mauro Gaspar. Procesador: una máquina. Lenguaje: materia que produce tal o cual sensación y pensamiento, que depende de cómo se manipule. El lenguaje procesado resultante en obras menos o más consecuentes, de mayor o menor intensidad, interés y potencia. Pensemos en la obra Sessão, de Roy David Frankel. El libro parte de una transcripción de los discursos de los diputados brasileños durante la votación de 2016 para el impeachment (proceso de destitución) del gobierno de Dilma Rousseff. En el libro, los discursos se reconfiguran en versos. Las declamaciones de los votos se tornan poesía. La memoria de aquel día y de lo que vimos y escuchamos por la televisión es inmediata. Discursos pobres, vacíos, falsos, violentos, puro escarnio. Al mismo tiempo, la forma poética en versos libres que juegan también con la espacialidad de la página —al resaltar, del lado derecho de la página, toda palabra que envuelve conceptos como “nación” y “patria”— no nos prepara para el contenido allí contenido; por el contrario, camuflan, bajo la forma de poema, la materia de la cual están hechos versos. Por medio de esa operación, Sessão causa una falla en el lector, que no ve el piso. El efecto resulta del contraste brutal entre forma y contenido. Y, curiosamente, hay una carga emocional altísima en el libro, pues es imposible, para el lector brasileño, no deprimirse al dar vuelta página tras página y ver, una vez más, que se mantiene la crudeza discursiva. Es como si estuviésemos entrando en contacto con esas palabras por primera vez, al mismo tiempo que reestablecen un recuerdo amargo. Es como el recuerdo de un trauma. Sabemos lo que tenemos por delante pero, incluso con ese entendimiento, no quiere decir que estemos preparados. Sea el lector un opositor a la caída de Dilma o un entusiasta, es imposible no lamentar la baja calidad intelectual, moral y civil expresa en la oratoria de los diputados. El pasado se revive como diferencia: hay algo del recuerdo afectivo que cargamos de aquel día, pero presentado por medio de un nuevo dolor que se revela en la lectura. Los tiempos y los afectos se desdoblan. El autor no escribió nada.


REFERENCIAS

AIRA, César. A nova escritura. En: Pequeno manual de procedimentos. Curitiba: Arte e Letra, 2007.

AZEVEDO, Luciene. Tradição e apropriação: El Hacedor (de Borges), Remake de Fernández Mallo. En: AZEVEDO, Luciene; CAPAVERDE, Tatiana (orgs.). Escrita não criativa e autoria. São Paulo: e-galáxia, 2018.

BOURRIAUD, Nicolas. Pós-produção: como a arte reprograma o mundo contemporâneo. São Paulo: Martins Fontes, 2009.

CHARTIER, Roger. Os desafios da escrita. São Paulo: Unesp, 2002.

COELHO, Fred; GASPAR, Mauro. Manifesto da literatura sampler. 2005. Disponible en: <http://www.maxwell.vrac.puc-rio.br/12382/12382_5.PDF>.

DELEUZE, Gilles. Conversações. São Paulo: Editora 34, 1999.

EIRAS, Pedro. Ensaio sobre os mestres. Lisboa: Sistema Solar (Documenta), 2017.

FIGUEIREDO, Vera Follain de. Os crimes do texto: Rubem Fonseca e a ficção contemporânea. Belo Horizonte: UFMG, 2003.

GOLDSMITH, Kenneth. Uncreative Writing. Nova York: Columbia University Press, 2011.

MANOVICH, Lev. The language of new media. Cambridge, Mass.: MIT Press, 2001.

PERLOFF, Marjorie. O gênio não original. Belo Horizonte: Editora UFMG, 2013.

PUCHEU, Alberto. Do tempo de Drummond ao (nosso) de Leonardo Gandol . Da poesia, da pós-poesia e do pós-espanto. Rio de Janeiro: Azougue Editorial, 2014.

[1] Chartier, 2002, p. 109-110.

[2] Citado por Perloff , 2013, p. 268.

[3] Citado por Perloff , 2013, p. 268

[4] Bourriaud, 2009, p. 8.

[5] Bourriaud, 2009, p. 8.

[6] Eiras, 2017, p.398-399.

[7] Bourriaud, 2009, p. 12-13.

[8] Aira, 2007, p.17.

[9] Citado por Azevedo, 2018, p. 82

[10] Manovich, 2001, p. 116. Mi traducción

[11] Deleuze, 1999, p. 151.

[12] Figueiredo, 2003, p.12.

[13] Pucheu, 2014, p. 70.

[14] Coelho y Gaspar, 2005, sin numeración.

El poder del pre-juicio: «Fragmentos de una amiga desconocida» (2019), documental de Magda Hernández

Por: Leonardo Mora

Imagen: Fotograma de Fragmentos de una amiga desconocida.

 

Fragmentos de una amiga desconocida (2019) es un film documental dirigido por la cineasta colombiana Magda Hernández, basado en la vida y el caso judicial de Cristina Vázquez, condenada a prisión perpetua por presuntos cargos de un asesinato ocurrido en 2001 en Misiones, Argentina. El documental hace hincapié en las graves consecuencias que los prejuicios del sistema judicial en torno a la vida y la conducta de Cristina tuvieron en el proceso que decidió su culpabilidad.


“¿Qué pasaría si un día la policía llega a mi casa y me acusa de un crimen? ¿Qué pasaría si un día tocan a tu puerta, y te arrastra la maquinaria de un sistema incapaz de ver más allá de sus prejuicios?” interroga con preocupación la voz en off de Magda Hernández, en su documental Fragmentos de una amiga desconocida (2019). El film versa sobre la dura situación de Cristina Vázquez, una mujer condenada sin pruebas a prisión perpetua por el supuesto asesinato en 2001 de Erselida Lelia Dávalos, anciana de 79 años, en la provincia de Misiones, Argentina.

En Fragmentos de una amiga desconocida, Magda Hernández ejerce de periodista investigativa durante seis años de intensa labor, se adentra en la compleja situación de la acusada –a quien conocía desde antes del caso por haber sido compañeras laborales– y nos ofrece un trabajo audiovisual que muestra no solo las tergiversaciones alrededor del proceso y del expediente de la acusada, sino también la asesoría de la organización Pensamiento Penal para ayudar a esclarecer el caso. Asimismo, registra de manera íntima a Cristina y a su mundo: ella es retratada como una mujer de semblante triste y resignado que nos comparte breves pasajes, recuerdos y expectativas de su vida antes y durante la prisión, su manera de sobrellevar la cotidianidad con sus compañeras de encierro y, sobre todo, de mantener la cordura con la esperanza de que llegue el día en que pueda verse libre de nuevo.

La directora elabora un interesante contrapunto entre la situación de la acusada y su propia posición al respecto, implementando breves monólogos que transitan desde la estupefacción y la duda por la gravedad del caso, hasta un compromiso denodado por ayudarla, compartir su historia y amplificar su discurso en busca de justicia.  Por eso, el documental hace hincapié en que nunca será suficiente el trabajo de sacar a luz las incontables ocasiones en que los engorrosos sistemas judiciales pueden llegar a perjudicar la vida de personas acusadas sin justa causa, víctimas de procesos sin ardua investigación, indagatorias malinterpretadas, urgencia burocrática de cerrar casos, testigos mentirosos, jueces parciales, y sobre todo, de prejuicios y conjeturas que adquieren condición de objetividad, la cual a menudo es potenciada  –como ocurre en el caso de Cristina– por el uso de un lenguaje amarillista de ciertos medios de comunicación.

Actualmente se espera que la Corte Suprema de Justicia, última instancia judicial argentina, sea capaz de absolver a Cristina por el crimen en el que fue implicada, en gran medida, por especulaciones de terceros sobre su modo personal de vida. Como señaló Indiana Guereño, presidenta de la mencionada organización para el portal Infobae:

Su condena viola todos los principios que protegen la libertad, ya que juzga un estilo de vida que el tribunal imagina conocer, cuando en nuestro sistema penal solo se pueden juzgar actos. Para condenar a las personas que cometen esos actos, estos tienen que ser probados en un proceso donde se respeten las garantías constitucionales. Hasta que eso ocurra toda persona es inocente y tiene derecho a ser juzgada en un plazo razonable.

Sobra señalar que no solo se ha vulnerado irremediablemente la vida de Cristina, sino también la de su familia y sus amigos, quienes relatan en el documental la manera en que les ha afectado este infortunio que, hasta la fecha, lleva más de una década, especialmente desde que ella fue encarcelada en 2008 en el Instituto Correccional de Mujeres de la ciudad de Posadas.

Vale la pena visualizar este emotivo y sincero documental estrenado a mediados de este año en el Gaumont y ahora disponible en YouTube, de acertado ritmo narrativo y claridad en la exposición argumental, que nos recuerda de nuevo asuntos delicados como la fragilidad de la libertad humana, el pasmoso poder del pre-juicio y la sospechosa objetividad que establece el aparato judicial especialmente en sus documentos escritos. En algunos momentos ciertas escenas o la opinión de algunos entrevistados hacen pensar inevitablemente en Kafka y su disección sobre el absurdo y la impertinencia de la ley, especialmente en El proceso. El film también se vale de imágenes citadinas, de transeúntes, sus trayectos, costumbres, actividades, pasatiempos para hacer énfasis en la idea de que nadie en la masa anónima está exenta de tener una vida regulada legalmente de una u otra forma. Pero que solo algunos desafortunados individuos sufren las peores secuelas del frío e impersonal accionar de la justicia institucional cuando necesita ejercer su poder y acude a todas herramientas, hasta las más heterodoxas, para hacerlo.

 

Dos manuscritos inéditos: “Las variantes de La cautiva”, de Esteban Echeverría, y una carta de José María Rojas a Marcos Sastre

Por: Alejandro Romagnoli
Imagen de portada: Esteban Echeverría y José María Rojas y Patrón (Archivo General de la Nación: AR_AGN_DDF/Consulta_INV: 268476 y 93570)

Alejandro Romagnoli recupera dos valiosos manuscritos inéditos. Un autógrafo de Esteban Echeverría, titulado “Variantes de La cautiva”, en que el poeta anotó versos alternativos de la obra con la que buscó fundar la literatura nacional. Y una carta de José María Rojas a Marcos Sastre, en la que el ministro de Hacienda de Juan Manuel de Rosas cuenta sus impresiones de lectura de dos partes del poema.


 

La importancia de un autor –como la de Esteban Echeverría– vuelve rápidamente atractivos los manuscritos desatendidos u olvidados. Sin embargo, constituyen piezas realmente valiosas cuando permiten ampliar con alguna cuota de significatividad la información existente, posibilitan revisar determinada hipótesis o se abren al interés diverso de otras aproximaciones críticas. Por este motivo, acompañamos la publicación de los documentos con comentarios, a fin de apuntar algunos aspectos relevantes.

 

Las variantes de “La cautiva”

Dentro del ejemplar de las Rimas que perteneció a Juan María Gutiérrez, se encuentra suelto un folio escrito por el propio Echeverría titulado “Variantes de la Cautiva”. Se trata de sesenta y ocho versos (dos de los cuales se encuentran tachados y son en parte ilegibles), indicios de un proceso de escritura que parece contradecir ciertas imágenes del autor como alguien poco inclinado a las reescrituras y las correcciones[1].

A pesar de que las variantes están agrupadas según las distintas partes del poema, no se organizan siempre de acuerdo con la disposición que ocuparían dentro de cada una de ellas (si se toman en cuenta los versos de la edición príncipe). Por ejemplo, en la novena parte (“María”), la variante “Y sombrean de su frente / La resignación paciente, / La nevada palidez.”, que corresponde a los versos 33, 34 y 35, sigue a esta otra, “Aparece nuevamente / Un matiz fascinador”, que corresponde a los versos 320 y 321. Esta correspondencia no es, en rigor, sino una hipótesis, puesto que las variantes no están acompañadas de precisiones al respecto.

Son escasos, en efecto, los datos que permiten vincular genéticamente el manuscrito con la versión impresa. Se destaca una indicación, entre paréntesis, ubicada debajo del segundo subtítulo, “Del Festín”; allí se lee: “Suprimidos”. Se suscitan, por tanto, determinadas preguntas: si esos versos fueron eliminados, ¿por qué no se los tacha como sucede con otros? Y, sobre todo, ¿cuál es el estatuto del resto de las variantes conservadas, de las que no se indica explícitamente que hayan sido suprimidas? ¿Deberían ser interpretadas como verdaderas alternativas, capaces de reemplazar a los versos publicados en las Rimas?

Algunas variantes son, en principio, fáciles de situar. No parece haber dudas con respecto a la siguiente: “Do quier campos y heredades / A los brutos concedidas”. El primer verso es idéntico al verso 16 de la primera parte del poema, y el segundo se vincula con el 17 (“Del ave y bruto guaridas”). Otro ejemplo podría ser “Del día el oscurecer” que, aunque no esté acompañado de otro verso que le sirva de referencia, se vincula con el 40 (“El pálido anochecer”). También, dentro de esta primera parte es posible encontrar dos variantes para los mismos dos versos; si en la versión publicada se lee “Ya los ranchos do vivieron / Presa de las llamas fueron, / Y muerde el polvo abatida / Su pujanza tan erguida.” (I, vv. 161-164; cursivas añadidas), en el manuscrito se registran, unidas por una línea en el margen, estas dos alternativas: “Al vigor de nuestra lanza / Cayó su fiera pujanza”, “Y su indómita pujanza / Rindió el cuello a nuestra lanza”. En la segunda parte, se da un caso particular: cinco versos octosilábicos que, pese a una mayor reelaboración de la frase, parecen corresponder a otros cinco versos de la misma medida:

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
El uno el vientre sajado

En su sangre se revuelca,

A su contrario tendido

Otro inhumano degüella,

Quién al pecho de su amigo

La acerada punta lleva.

 

 

En su mano los cuchillos,

a la luz de las hogueras,

llevando muerte relucen;

se ultrajan, riñen, vocean,

como animales feroces

se despedazan y bregan.

 

(II, vv. 215-220)

(Si bien el empleo del término “amigo” referido a la relación entre los indios permite, por contraste, señalar el carácter “inhumano” de sus crímenes, resulta sugerente su uso; la edición príncipe prefiere, en cambio, la animalización directa: “como animales feroces”).

Por otro lado, hay un grupo de variantes que no son tan fácilmente vinculables con los versos publicados. Se relacionan temáticamente con un pasaje del poema, pero no pueden establecerse relaciones tan directas, lo que evidenciaría una etapa de escritura caracterizada por reelaboraciones de mayor alcance. Considérese, por ejemplo, este caso de la parte séptima:

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
Y a los hombres anunciaban

Juicios de Dios misteriosos.

 

Quién cree ser indicio

Fatal, estupendo

Del día del juicio,

Del día tremendo

Que anunciado está.

Quién piensa que al mundo,

Sumido en lo inmundo,

El cielo iracundo

Pone a prueba ya.

 

(VII, vv. 40-48)

 

Existe un ejemplo de una clase distinta a las anteriores: ni correspondencia unívoca ni reestructuración mayor. Se encuentra en la segunda parte (“El festín”). Solamente un verso coincide en una y otra versión (“El apetecido néctar”); los restantes elaboran y organizan las ideas de distinta manera:

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Muchos en vasos de cuernos

El apetecido néctar

Chillando y voceando apuran,

Y las Indias siempre alerta

Ministran su parte a todos

Para evitar las pendencias

 

 

 

A la charla interrumpida,

Cuando el hambre está repleta,

Sigue el cordial regocijo

El beberaje y la gresca,

Que apetecen los varones,

Y las mujeres detestan.

El licor espirituoso

En grandes bacías echan,

Y, tendidos de barriga

En derredor, la cabeza

Meten sedientos, y apuran

El apetecido néctar,                          

Que bien pronto los convierte

En abominables fieras.

 

 

 

 

(II, vv. 85-98; cursivas añadidas)

 

(La versión del manuscrito le da más espacio a la mención del espíritu pacificador de las indias, que en el pasaje correspondiente de la versión impresa aparece aludido en la indicación de que “las mujeres detestan” aquello que “apetecen los varones”. Por lo demás, en el poema, tal como fue publicado, el afán apaciguador de las indias es referenciado más extensamente en otro pasaje, posterior)[2].

 

La carta de José María Rojas a Marcos Sastre

José María Rojas (1792-1882) era, cuando escribió la carta a Marcos Sastre contándole sus impresiones de lectura de dos partes de “La cautiva”, el ministro de Hacienda de Juan Manuel de Rosas. En el cargo desde el 30 de abril de 1835, fue reemplazado el 28 de agosto de 1837 por razones de salud (en la carta, del 3 de julio, se refiere a su “fluxión” y a “el dolor de la cara”). Había sido partidario de Rivadavia, ministro de Hacienda del gobierno de Dorrego y del primero de Rosas. Después de 1840, sería legislador. Mantuvo correspondencia con Rosas en el exilio. En su testamento, este le dedicó las siguientes palabras, al legarle la espada de puño de oro que, por la campaña al desierto, le había obsequiado la Junta de Representantes de Buenos Aires: “A mi muy querido amigo, a mi sincero consuelo en la prisión de mi pensamiento, en la soledad de mi destino y pobreza, al señor José María Rojas y Patrón”[3].

La misiva está fechada casi tres meses antes de que el poema se publicara como parte de las Rimas y apenas unos días después de que Juan María Gutiérrez leyera las primeras partes en el Salón Literario. La relación de Sastre con Rojas no es secundaria. Como lo ha advertido Alberto Palcos (a partir de la dedicatoria que el primero le hiciera al segundo en un ejemplar del folleto en que se publicaron los discursos inaugurales), parece haber sido por intermedio del ministro de Hacienda de Rosas que Sastre consiguió la autorización para abrir el Salón Literario[4].

La carta evidencia la lectura por quienes no son amigos ni conocidos; Rojas escribe “Echavarría” en lugar de “Echeverría”, y menciona, entre quienes accedieron a los versos, a unas ciertas “Señoras”. Más allá de la menor o mayor popularidad que estos detalles pueden sugerir, el hecho de que la versión manuscrita circulara por manos muy cercanas a las de Rosas contribuye a cuestionar –no necesariamente a invalidar– determinadas interpretaciones que han pensado el poema como una intervención más bien directa en la política del momento: desde la suposición de Juan María Gutiérrez de que Brian era en la mente de Echeverría el “caudillo ideal de la cruzada redentora [contra Rosas] a que concitaban sus versos” hasta la hipótesis sostenida por Noé Jitrik que ve en “La cautiva” un cuestionamiento de la política de Rosas y su versión triunfal de la campaña al desierto.[5]

Otro aspecto que se destaca es de orden estético. Si Rojas elogia al “gran poeta” que ha podido cantar “la naturaleza solitaria”, es decir, si encarece al poeta romántico, lo hace desde una retórica de corte neoclásico: se refiere al “favor de Apolo” y cita la oda III del libro cuarto de Horacio[6].

Resalta también el juico con que introduce, entre las “muchas bellezas”, una crítica: “De nuestro hemisferio no se ve la estrella polar: Venus es la Boyera de nuestros campesinos”. De esta forma, Rojas parece adelantarse a Gutiérrez en el tópico que señala, en la obra echeverriana, la mezcla del “oro de buena ley con materias humildes”, o, como lo dirá luego Paul Groussac, que Echeverría, pese a sus virtudes, “no presenta una página perfecta”.[7] Por otro lado, la indicación de Rojas revela los reflejos que, en estos versos, hay de otras literaturas: en su intento por ver lo propio, el poeta no deja de mirar el cielo del hemisferio norte.

Por último, una especulación. Rojas dice haber leído “los dos cantos” del poema. Si en primer lugar opina sobre “el canto del Desierto” –sería la primera parte–, luego, al referirse a “el otro canto”, no remite al segundo, sino al tercero, dado que es allí donde se menciona la “polar estrella” (v. 322). Por lo tanto, la carta de Rojas, fechada el 3 de julio, permitiría conjeturar que en el Salón Literario no se habrían leído las dos primeras partes, como suele asumirse,[8] sino la primera y la tercera. El anuncio de La Gaceta Mercantil del lunes 26 de junio deja bien en claro que a las siete de la noche se leería en el Salón Literario “el primer canto”, pero el del 1 de julio, en cambio, solo indica que se haría la lectura de “un canto” del poema, sin especificar cuál[9].

 

Ubicación de los manuscritos y criterios de edición

El folio con “Variantes de la Cautiva” –tal el título que lleva– se encuentra dentro del volumen de las Rimas que perteneció a Juan María Gutiérrez. El poemario está encuadernado junto con otros dos, después de la segunda edición de Los consuelos –en el catálogo solo figura este título– y antes de Elvira (Biblioteca del Congreso de la Nación, Sala de Colecciones Especiales, Biblioteca y Archivo del Dr. Juan María Gutiérrez; ubicación: B.G. 87). En el margen superior derecho, en sentido vertical, de abajo hacia arriba, se lee: “Autógrafo de Echeverría”.[10] Se actualizan las grafías y la acentuación, pero no se modifican ni la puntuación ni el uso de las mayúsculas.[11] La tilde en “ondéar” constituye en realidad una marca que indica la separación de las vocales; de ahí que se la reemplace por la diéresis (“ondëar”).[12] En un caso, se agrega entre corchetes una letra, que falta por la rotura del margen. Se acompaña la edición del manuscrito con pasajes del texto de la edición príncipe (sin modernizar la puntuación); se destacan en cursiva los versos con los que se establecen la correspondencia en los casos en que esta parece ser unívoca.

 

La carta de José María Rojas a Marcos Sastre se conserva en la Colección Carlos Casavalle (1544-1904) del Archivo General de la Nación (ubicación: Autógrafos, Legajo nº 12, documento nº 1558, 1). Se adaptan o desarrollan las abreviaturas: S.or: Sr.; D.n: don; q.e: que; p.a: para; p.o: pero; at.o: atento; seg.o: seguro; ser.or: servidor. La palabra subrayada se edita en cursiva. Se busca mantener el tipo de sangría. Se modernizan las grafías y la acentuación, pero se conservan el uso de las mayúsculas y la puntuación (con la excepción de un caso, en que en rigor hay una raya en lugar de punto y seguido). No se da cuenta de una pequeña tachadura.

 

Variantes de “La cautiva”

 

 

 

Variantes de la Cautiva “La cautiva”, en Rimas (1837)
Del Desierto PARTE PRIMERA. EL DESIERTO.
Do quier campos y heredades

A los brutos concedidas

 

 

 

 

 

 

Do quier campos y heredades                      

Del ave y bruto guaridas,

Do quier cielo y soledades

De Dios solo conocidas,

Que él solo puede sondar.

 

 

(vv. 16-20; cursivas añadidas)

 

 

 

 

Del día el oscurecer

 

 

 

La humilde yerba, el insecto,

La aura aromática y pura,

El silencio, el triste aspecto

De la grandiosa llanura,

El pálido anochecer,

Las armonías del viento,

Dicen más al pensamiento,

Que todo cuanto a porfía

La vana filosofía

Pretende altiva enseñar.

 

 

(vv. 36-45; cursivas añadidas)

 

 

Y su cabellera [——]

Flotaba en la esfera [——]

 

 

 

[Todo el fragmento está tachado. La última parte de cada verso es ilegible].

  Ya el sol su nítida frente

Reclinaba en Occidente,

Derramando por la esfera                

De su rubia cabellera

El desmayado fulgor.

 

 

 

(vv. 51-55; cursivas añadidas)

 

 

La verde grama movía

Del campo que parecía

Como un piélago ondëar

 

  El aura moviendo apenas,

Sus alas de aroma llenas,

Entre la yerba bullía             

Del campo que parecía                     

Como un piélago ondëar.

 

 

(vv. 61-65; cursivas añadidas)

Mientras la noche enlutando

Viene al mundo aquella calma

Que contempla suspirando

 

 

 

Mientras la noche bajando               

Lenta venía, la calma            

Que contempla suspirando,

Inquieta a veces el alma,

Con el silencio reinó.

 

 

(vv. 96-100; cursivas añadidas)

 

 

Al vigor de nuestra lanza

Cayó su fiera pujanza

 

——

 

Y su indómita pujanza

Rindió el cuello a nuestra lanza

 

 

[En el margen izquierdo del folio, una línea enlaza los dos pares de versos; se trata de dos variantes].

  Ya los ranchos do vivieron

Presa de las llamas fueron,

Y muerde el polvo abatida                

Su pujanza tan erguida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(vv. 161-164; cursivas añadidas)

Del Festín

Suprimidos

PARTE SEGUNDA. EL FESTÍN.
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Muchos en vasos de cuernos

El apetecido néctar

Chillando y voceando apuran,

Y las Indias siempre alerta

Ministran su parte a todos

Para evitar las pendencias

 

 

[Un verso se repite en una y otra versión (“El apetecido néctar”); los restantes elaboran y organizan las ideas de distinta manera].

A la charla interrumpida,

Cuando el hambre está repleta,

Sigue el cordial regocijo

El beberaje y la gresca,

Que apetecen los varones,

Y las mujeres detestan.

El licor espirituoso

En grandes bacías echan,

Y, tendidos de barriga

En derredor, la cabeza

Meten sedientos, y apuran

El apetecido néctar,                          

Que bien pronto los convierte

En abominables fieras.

 

 

 

 

 

 

(vv. 85-98; cursivas añadidas)

El uno el vientre sajado

En su sangre se revuelca,

A su contrario tendido

Otro inhumano degüella,

Quién al pecho de su amigo

La acerada punta lleva.

 

 

[La variante elabora de manera distinta el pasaje completo].

En su mano los cuchillos,

A la luz de las hogueras,

Llevando muerte relucen;

Se ultrajan, riñen, vocean,

Como animales feroces

Se despedazan y bregan.

 

 

 

(vv. 215-220)

Del pajonal PARTE QUINTA. EL PAJONAL.
Flor por la desdicha hollada

 

 

 

 

Flor hermosa y delicada,                  

Perseguida y conculcada

Por cuantos males tiranos

Dio en herencia a los humanos

Inexorable poder.

 

 

(v. 92-96; cursivas añadidas)

De la Quemazón PARTE SÉPTIMA. LA QUEMAZÓN.
 

 

 

 

 

Quién que al vicio inmundo

Del inicuo mundo

El cielo iracundo

Pone a prueba ya

 

 

 

Quién cree ser indicio

Fatal, estupendo

Del día del juicio,

Del día tremendo

Que anunciado está.

Quién piensa que al mundo, 

Sumido en lo inmundo,                     

El cielo iracundo                   

Pone a prueba ya.

 

 

(vv. 40-48; cursivas añadidas)

 

 

 

Y que otra vez del destino

Triunfase el amor divino

Del pecho de una mujer

 

  Pero del cielo era juicio

Que en tan horrendo suplicio

No debían perecer;

Y que otra vez de la muerte               

Inexorable, amor fuerte                    

Triunfase, amor de mujer.

 

 

(vv. 131-136; cursivas añadidas)

Y a los hombres anunciaban

Juicios de Dios misteriosos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[La variante puede vincularse temáticamente con toda la estrofa].

  Quién cree ser indicio

Fatal, estupendo

Del día del juicio,

Del día tremendo

Que anunciado está.

Quién piensa que al mundo,

Sumido en lo inmundo,

El cielo iracundo

Pone a prueba ya.

 

 

(vv. 40-48)

De Dios la justicia

Vierte de repente

Sobre la malicia

Que triunfa insolente

La tribulación

 

 

[Si bien es posible conjeturar determinadas relaciones, no es claro con qué versos de la séptima parte puede vincularse esta variante].

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[E]l fuego ondeando

Venía y tremendo,

El aire empañando

Con humo y rugiendo

Como tempestad

 

 

[La variante también puede vincularse, temáticamente, con otros versos de la séptima parte; por ejemplo, con los vv. 11-30].

  Raudal vomitando,

Venía de llama,

Que hirviendo, silbando

Se enrosca y derrama

Con velocidad.—

 

 

 

 

(vv. 74-78)

De Brian PARTE OCTAVA. BRIAN.
               ¡Oh amor puro

De lo más frágil y duro

Se compaginó tu ser

 

        […] ¡Oh amor tierno!                

De lo más frágil y eterno                  

Se compaginó tu ser.

 

 

(vv. 93-95; cursivas añadidas)

 

Su largo bigote espeso

Se mueve erizado y tieso.

 

 

  Se alzó Brian enajenado,

Y su bigote erizado                

Se mueve; […]

 

 

(vv. 195-197; cursivas añadidas)

De María PARTE NOVENA. MARÍA.
 

 

 

 

 

 

 

 

Semejante a la belleza

Que petrificó el dolor

 

  Nace del sol la luz pura,

Y una fresca sepultura

Encuentra; lecho postrero,

Que al cadáver del guerrero

Preparó el más fino amor.

Sobre ella hincada María,

Muda como estatua fría,

Inclinada la cabeza,

Semejaba a la tristeza           

Embebida en su dolor.

 

 

(vv. 21-30; cursivas añadidas)

Al oír tan crudo acento

Como cae el seco tallo

Al menor soplo del viento,

O como herida del rayo

 

  Y al oír tan crudo acento,               

Como quiebra al seco tallo               

El menor soplo del viento,                

O como herida del rayo

Cayó la infeliz allí;

 

 

(vv. 247-251; cursivas añadidas)

 

Aparece nuevamente

Un matiz fascinador

 

 

Sobre su cándida frente

Aparece nuevamente                        

Un prestigio encantador.

 

 

(vv. 319-321; cursivas añadidas)

Las rosas de su mejilla

Entre nieve sin mancilla

Se muestran

 

 

 

Su boca y tersa mejilla                      

Rosada, entre nieve brilla,

Y revive en su semblante

La frescura rozagante

Que marchitara el dolor.

 

 

(vv. 322-326; cursivas añadidas)

 

 

Y sombrean de su frente

La resignación paciente,

La nevada palidez.

 

 

 

  Sus cabellos renegridos

Caen por los hombros tendidos,

Y sombrean de su frente,                   

Su cuello y rostro inocente                

La nevada palidez.

 

 

(vv. 31-35; cursivas añadidas)

Pero asilo eres sagrado

Donde reposa un soldado

 

 

 

Pero hoy tumba de un soldado         

Eres y asilo sagrado:

Pajonal glorioso, adiós.

 

 

(vv. 104-106; cursivas añadidas)

 

 

 

Carta de José María Rojas a Marcos Sastre

 

 

 

Sr. don Marcos Sastre

Muy apreciado Sr.

 

A pesar de mi fluxión he leído los dos cantos del Sr. Echavarría, que han parecido tan bien a estas Señoras como a mí.

El autor se anuncia como gran poeta en el canto del Desierto: para cantar la naturaleza, y la naturaleza solitaria se necesita el favor de Apolo, y no hay duda que nuestro Bardo lo ha conseguido.

 

     Illum non labor Isthmius

     Clarabit pugilem…

      …………………………

      Et spissae nemorum comae,

      Fingent Aeolio carmine nobilem.[13]

 

El otro canto tiene muchas bellezas; pero habiéndome vuelto el dolor a la cara, solo le haré una crítica. De nuestro hemisferio no se ve la estrella polar: Venus es la Boyera de nuestros campesinos.

 

Su atento y seguro servidor

 

Julio 3/837                                                                                José M. Rojas

 

 


Notas

[1] Así explicaba Ángel Battistessa, por ejemplo, aquello que, según su parecer, constituía el mayor defecto de Echeverría, la redundancia: “Esta falta de poda, más que de su gusto procede de la amontonada frondosidad con que debió cumplir su tarea. ¿Por qué, frente a los trabajos de Echeverría no hacer memoria de las circunstancias en que fueron compuestos? En el sobresalto de las facciones, unos; en el desabor de la enfermedad, otros, y por lo común al dictado o a vuela pluma” (Battistessa, Ángel J., “Echeverría. Primera atalaya de lo argentino”, en Echeverría, Esteban, La cautiva. El matadero, Buenos Aires, Peuser, 1958, pág. LXVIII).

[2] “Sus mujeres entre tanto, / Cuya vigilancia tierna / En las horas de peligro / Siempre cautelosa vela, / Acorren luego a calmar / El frenesí que los ciega, /Ya con ruegos y palabras / De amor y eficacia llenas; / Ya interponiendo su cuerpo / Entre las armas sangrientas.” (II, vv. 225-234).

[3] Ese era su nombre completo (en rigor, “Roxas”; actualizamos la grafía). Citado por Cutolo, Vicente Osvaldo, Nuevo diccionario biográfico 1750-1930, t. 6 R-SA, Buenos Aires, Elche, 1983, pág. 465.

[4] Palcos, Alberto, Historia de Echeverría, Buenos Aires, Emecé, pág. 57. En su edición crítica y documentada del Dogma socialista, Palcos cita (conservando la ortografía) la dedicatoria que Sastre le escribió a Rojas: “Sor. D. José María Roxas – ¿Qué hubieran podido mis deseos sino no hubiesen hallado la simpatía de una alma generosa y sabia como la de Ud., y el amparo de su protección? – Nada. Quedarían estériles, como en todos tiempos ha sucedido a votos no menos sagrados, hijos tambien del mas puro patriotismo. ¡Quiera el Cielo que el Gran Rosas acepte la verdad de los labios de Ud. para que tengamos la satisfacción de ver una Sociedad Literaria en nuestra Patria! / Su mui atento servidor Q. B. S. M. Marcos Sastre” (en Echeverría, Esteban, Dogma socialista, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 1940, pág. 232, nota al pie; “sino no”: así aparece citado en Palcos).

[5] Gutiérrez, Juan María, “Noticias biográficas sobre D. Esteban Echeverría”, en Echeverría, Esteban, Obras completas de don Esteban Echeverría, t. V, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1874, pág. LIV; y Jitrik, Noé, Esteban Echeverría, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967, pág. 27.

[6] Cutolo (op. cit., pág. 465) señala que Rojas tenía entre sus lecturas predilectas a los clásicos.

[7] Gutiérrez, Juan María, “Breve apuntamientos biográficos y críticos sobre don Esteban Echeverría”, en Echeverría, Esteban, Obras completas de don Esteban Echeverría, t. V, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1874, pág. XLV; y Groussac, Paul, Esteban Echeverría, edición crítico-genética en Romagnoli, Alejandro, El manuscrito inédito de Paul Groussac sobre Esteban Echeverría: emergencia y constitución de la crítica literaria en Argentina, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, <http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/tesis/article/view/4815>, folio 19r.

[8] Por ejemplo, en Weinberg, Félix, Esteban Echeverría: ideólogo de la segunda revolución, Buenos Aires, Taurus, 2006, pág. 98.

[9] Existiría aún otra posibilidad: que no hayan sido dos, sino tres, las partes leídas; escribió Vicente Fidel López en su “Autobiografía”: “Se anunció la lectura de tres cantos de La cautiva. El salón se llenó de gente y Gutiérrez nos leyó esos trozos con énfasis y con elegancia”. Sin embargo, la memoria de López es, en esta página, poco confiable, puesto que equivoca visiblemente los años en que funcionó el Salón Literario (López, Vicente Fidel, “Autobiografía”, La Biblioteca, t. 1, 1896, pág. 347; cursivas añadidas).

[10] Más allá de esta indicación, el cotejo con otros papeles de Echeverría permite confirmar que se trata de un texto autógrafo.

[11] Sobre los criterios de edición adoptados, véase Tavani, Giuseppe, “Metodología y práctica de la edición crítica de textos literarios contemporáneos”, en Segala, A. (comp.), Littérature latino-américaine et de Caraïbes du XXe siècle. Théorie et pratique de l’édition critique, Roma, Bulzoni, 1988, págs. 65-84.

[12] En la edición príncipe, la tilde cumple idéntica función en la palabra “crúel”. La tilde en “ondéar” se justifica en la medida en que en otros versos la secuencia vocálica se articula como diptongo (por ejemplo, en I, v. 118).

[13] Se trata de los versos 3, 4, 11 y 12 de la oda III del libro cuarto de Horacio: “No lo harán ístmicas fatigas / púgil famoso […] / y las espesas cabelleras / de los bosques lo harán noble con eolio canto”. Alejandro Bekes, a quien pertenece la traducción, sintetiza de la siguiente forma el argumento de la oda: “Aquel a quien desde la cuna mire benévola la Musa, no vencerá en los juegos ni en las batallas, pero compondrá cantos perdurables. Si Roma se digna mirar a Horario como poeta, esto se debe al favor de la Musa, que él agradece” (en Horacio, Odas, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Losada, 2015, pág. 450).

Enloquecer para vivir, vivir para sentir. Reseña de «Los nísperos», de Candelaria Jaimez

Por: Eugenia Argañaraz

Imagen: Leonardo Mora

 

Eugenia Argarañaz nos invita a sumergirnos en la lectura de Los nísperos (2019), la primera novela de la escritora cordobesa Candelaria Jaimez. La narración gira en torno a Ana, una mujer que ha sufrido numerosas experiencias traumáticas a lo largo de su vida: además de crecer en un ámbito familiar cerrado y conservador y de vivir amores que se frustran con hombres que no la respetan, Ana pierde a sus padres en un accidente automovilístico y, más adelante, a su única amiga en un aborto clandestino. Por eso, la lectura de Argarañaz pone el foco en el dolor de la protagonista y se pregunta: ¿Cómo se sigue en medio del dolor? ¿Cómo articula Ana sus diversos modos de resistencia? Para Argarañaz, se trata de interrogantes que la autora despliega a lo largo de la obra y que nos acercan, como lectores, a su protagonista.


Los nísperos (Candelaria Jaimez)
Borde Perdido Editora, 2019
101 páginas.

 

El tiempo se puede congelar.

Candelaria Jaimez

Ya no puedo más, ya no puedo más.

Siempre se repite esta misma historia,

Ya no puedo más, ya no puedo más,

Estoy harto de rodar como una noria.

Vivir así es morir de amor,

Por amor tengo el alma herida […]

Melancolía.

Camilo Sesto

 

Recientemente se publicó la primera novela de la escritora cordobesa Candelaria Jaimez (Córdoba, 1973), titulada Los nísperos (2019). La autora, con delicadeza rigurosa y trabajo exquisito, ha logrado plasmar las vivencias de un clan atravesado por la tragedia, que se ensancha capítulo a capítulo en una historia personal en donde su protagonista es una mujer, Ana, que vive experiencias dolorosas e imborrables durante las etapas de la niñez, adolescencia y adultez. En los tres estadios se nos informa acerca de las relaciones que Ana tiene no solo con su familia, conservadora y arraigada a costumbres difíciles de cambiar, sino que también empezamos a conocer cómo es la vida de la joven con amigxs, compañeras de la escuela, amores que se frustran, hombres que no la respetan y, además, con una sociedad que la estigmatiza por querer romper con reglas sociales con las que no se siente cómoda ni feliz. Ana atraviesa diversos duelos: la muerte de un primer amor, la muerte de sus padres en un accidente automovilístico –accidente en el que estaban, también, ella y su hermana– y la muerte de su única amiga en un aborto clandestino. Pero no solo las pérdidas de seres queridos le causan dolor a Ana; también ha sido víctima, durante su adolescencia, de abusos, de un acoso particular del cual pudo escapar y librarse gracias a un grupo de amigas que estuvieron ahí para afrontar juntas la aberración.

 

En la vida de Ana aparecen, constantemente, imágenes del pasado, como la voz del fantasma de su madre que, minuto a minuto, en los momentos de más tensión, se hace presente auditivamente recordándole que, decida lo que decida, lo hace mal y desde la irracionalidad. Vemos así la figura de una madre que, aún muerta, sigue permaneciendo en el día a día de una hija llena de dolor y de pena porque el adoctrinamiento y lo impuesto han sido letales y se vuelve complicado arrancarlos. Esto formará un círculo vicioso porque, una vez que la voz de la madre termine de llevar a Ana al límite, continuará el camino con la otra hija, con la hermana de Ana (Clara), a quien siempre se vio como aquella incapaz de cometer “errores”, incapaz de “equivocarse”: vemos, así, que los encasillamientos, las etiquetas, los rótulos son difíciles de quitar cuando el patriarcado sigue presente cada día de nuestras vidas.

 

*

 

El personaje de Ana genera, en quienes leemos la novela, angustia y malestar. La incomodidad de la que nos hace parte se vincula justamente con eso que sentimos por aquellas que (tal vez) juegan con su fragilidad todo el tiempo, tanto que no les importa romperse porque ya otrxs las han roto antes. Aunque también Ana es una mujer fuerte que nos trasmite temor porque, al leer sus accionares, nos preocupamos por ella, por su dolor, por su tragedia, por su futuro. Queremos cuidarla de eso que acontece y, ¿por qué no?, de ella misma. A Ana podemos amarla, entenderla y también odiarla, y es ahí donde nos preguntamos: ¿Por qué la vida se empecina con ella? O al menos esa es una de las preguntas que quizás atraviesen una gran parte de esta novela experimental[1] y coral; características que remiten a un trabajo con la palabra que nos ubican en senderos donde todo tiene lugar: el amor, el dolor, los abusos, el maltrato a las mujeres, los abortos clandestinos, la familia encapsulada hasta el punto de fracturarse por completo y de allí saltar al vacío; a uno sin tope porque el quiebre parece infinito.

 

¿Hasta dónde puede llegarnos y llevarnos el dolor cuando es tan inconmensurable que no sabemos dónde metérnoslo? Pregunta retórica que solo tiene respuesta en una historia de vida. En este caso, la historia de Ana y de su hermana o, tal vez, la historia única de Ana. Personificar lo no dicho y darle entidad no es fácil en una cultura que siempre se ha caracterizado por hacer notar apariencias y conveniencias. Con este relato, Candelaria, su autora, nos introduce en una típica comunidad donde el lleve y trae es parte de la vida diaria, donde el “qué dirán” pesa fuerte y donde las atrocidades se ocultan porque es mejor acallarlas ante la mirada de aquellos encargados de juicios de valor constantes. Quienes somos del interior y quienes hemos crecido en un pueblo pequeño, sabemos que la frase “pueblo chico, infierno grande” no es netamente algo metafórico, es más bien una parte indispensable de ese todo que atormenta.

 

Muchos son los acontecimientos que marcan a Ana (niña, adolescente y luego adulta) a lo largo de su existencia. Primero la muerte de Damián, una suerte de “amigovio” del que tal vez se llegó a enamorar pero a quien no pudo decírselo porque él antes decidió arrancarse la vida. Después de esta situación suceden hechos que hacen que la memoria de Ana guarde errores ajenos, errores de otrxs que se convierten en fantasmas que la sobrevuelan cada día. Así es como nunca puede entender que el chofer de un colectivo la acose e intente abusarla sexualmente siendo una adolescente o que los ojos externos la observen despectivamente porque ella es “la rebelde”, “la hija problemática”, la que seguramente terminará sola, y acá se entiende por “sola” el rótulo de la nueva solterona del pueblo. Todo eso constituye una acumulación asfixiante que se acrecienta hasta que Ana sufre otra gran pérdida, la de sus padres.

 

“Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” dice una oración del catolicismo de la que Ana se apropia y hace poner en alerta constante a su hermana, su cuñado y hasta a su amiga, “la Brenda”, quien intenta decirle que eso del diablo es falso, puro cuento pero que ojo, hay que cuidarse, ser cauta, porque “con eso no se jode”. Lo que Brenda no ve es que Ana ya conoció al diablo y entonces, a partir de allí, no le teme a nada, no puede más y, a pesar de eso, avanza. El diablo es presentado en la novela como un todo acaparador: el abusador, la violencia que ejecuta la pareja de su amiga quien sufre y no puede salirse de un círculo vicioso, los mandatos familiares impuestos que perturban a Ana a través de la voz en off de una madre fantasmagórica, las mentiras de un amante sin escrúpulos y, sobre todo, una comunidad que señala y ubica a las mujeres en lugares de revictimización constante. En la trama se nos deja en claro que la vida de Ana fue y es distinta a la vida de su hermana. Los tonos de preferencia con que su madre se manejaba para hacérselo notar logran en ella que el silencio se le adhiera al cuerpo.

 

-Contame. Te juro que no digo nada. Con el diablo no se jode, Ana. Capaz le vendes tu alma al vicio. Hay gente que se ha vuelto loca. Lo ven aparecerse y se les chifla la cabeza.

-Quiero vengarme de un hombre.

-¿De quién?

-De uno. No te puedo contar.

-Dale, no digo nada (Jaimez, 2019: 19)

 

La protagonista de Los nísperos empieza a guardar no solo sus secretos sino los secretos de otrxs, acumula en su memoria muchas cosas y es parte de una sociedad que tiene por costumbre cuidar las apariencias y esconder las verdades. El “yo confieso que he pecado mucho” (de acuerdo a la oración religiosa) guarda un vínculo profundo con el níspero de la casa de su abuelo, ya que Ana es también depositaria de las confesiones de otrxs, de los pecados de otrxs, el árbol de níspero actúa como el lugar donde se cobijan recuerdos pero también como el espacio desde donde se resiste. Ella necesita tener su lugar para guardar no solo objetos queridos sino también secretos, esos que no puede contar ni compartir ni siquiera con su familia. Y así, al mejor estilo de su abuelo, ella también entierra en su ser verdades que no le interesa que el resto descubra. “Abajo del níspero, tu abuelo dejó cosas. Viejo loco, enterraba huesos como un perro” (2019: 54) le dice Agustín, uno de los personajes, que se encuentra encantado de conocer los enigmas de una mujer silenciosa.

 

Candelaria Jaimez, en la presentación de Los nísperos en Córdoba, relató que se escribe creando presencias, se escribe dando cuerpo a fantasmas, a bestias que fluyen entre renglones que cobran vida y entonces, desde ahí, se hace imposible desprenderse de los personajes. Su autora, además, elige para su novela un título que podemos equiparar con esa Ana resistente: los nísperos, árbol frutal, persistente al frío y que llega a sobrevivir a temperaturas por debajo de 0ºC. El níspero, a pesar de esa resistencia, no se lleva bien con el viento fuerte, las heladas o los golpes de calor excesivos, subsiste en suelos arenosos con buen drenaje pero los ideales son los suelos arcillosos, según dicen. Tantas son las características del níspero que tampoco se elude el hecho de que puede crecer hasta diez metros con hojas grandes, largas y onduladas, y llega a formar una copa redondeada. No es casual esta elección, ya que podríamos ver a Ana como aquella capaz de crear un escudo para salvaguardarse de tantas situaciones de violencia. De aquí surge este entrelazamiento con el níspero, no solo como protección sino además como confesionario de lo que muchxs jamás descubrirán de Ana. Para ella no hay mejor respaldo y cuidado que ese que le ofrece la naturaleza a través de un árbol.

 

*

 

Leer Los nísperos es como sentarse a ver una película en donde el desquicio (o mejor dicho lo que otrxs a su alrededor ven como desquicio) de su protagonista nos coloca involuntariamente como partícipes de una historia. Pero también es conocer que la vida enloquece y, en ese enloquecer, el sentir puede llegar a hacernos estallar. “Ana miraba a Pablo” era el nombre que, en primera instancia, su autora imaginó para esta novela. ¿Por qué? Tal vez porque mediante la mirada profunda se descubre cuando el vidrio está a punto de quebrarse. Enloquecer gradualmente para así sentir que ya casi se está en lo más abismal de lo abismal, y entonces así Ana miraba a Pablo (uno de sus amores que no la respeta y le es indiferente haciendo uso de la mentira) pero también Pablo miraba a Ana. ¿Cuáles son las diferencias en esas miradas? ¿Se puede mirar distinto? Evidentemente sí y la protagonista lo deja en claro de principio a fin. Se puede mirar tan fuerte hasta comprender que eso que acontece le sucede también a un colectivo de mujeres que son juzgadas, dado que siempre los adjetivos despectivos, cubiertos de estigmas, son la mejor opción para rellenar hojas en blanco.

 

La historia de Los nísperos, parafraseando a Alejandra Kamiya en su relato “La oscuridad es una intemperie”, da cuenta de que la oscuridad no es perfecta y que la luz es su defecto: “Entrar de una oscuridad a otra es como no entrar a ningún lado” argumenta Kamiya; la cita nos permite pensar en esa mujer que decidió abrir ventanas, transgredir límites y vivir aunque ya no pueda más, aunque el espacio se le expanda. “Todas las mujeres tenemos un secreto desde niñas. No importa de qué está hecho, nos constituye como nos constituye la espera y el silencio” (Kamiya, 2019: 98). Leer a Ana es leer su secreto, hacer que no le pese tanto.  Finalmente, leer a Ana en cada página es verla moverse en medio de hojas de papel al estilo álbum fotográfico con todos sus matices y sentir que, pese al dolor y a la ficción, una mujer está compartiendo su libro diario con nosotrxs: lectores y lectoras dispuestxs a seguir mirando. Leer Los nísperos resulta, entonces, indispensable para nuestro presente y para guardar en nuestras memorias los días de aquellas que ya no están.

 

 

*

 

Candelaria Jaimez: Es Profesora en Artes Visuales, Licenciada en Artes y Gestión Cultural. Pintora y escritora. Se dedica a intervenir el espacio público con murales de creación colectiva. Trabaja como docente en nivel primario, medio y universitario. Ha participado en las antologías Dora Narra – Editorial Caballo Negro y Recovecos (2010) y Los Visitantes, Antología de crónicas de viaje – Editorial Caballo Negro (2011).Ha publicado cuentos breves en La voz del interior – Córdoba.

Eugenia Argañaraz: Es Doctora en Letras, Licenciada en Letras Modernas y Correctora Literaria por la UNC (Universidad Nacional de Córdoba). Actualmente es docente en el nivel medio y superior. Conjuga investigación con docencia porque siente que ambos trabajos van de la mano. Lo que más le gusta hacer es leer, en cualquier momento, en cualquier lugar porque la lectura siempre emana libertad.

 

[1] Se hace referencia de este modo a la novela experimental teniendo en cuenta los rasgos con los que escribían, por ejemplo, Luis Martín Santos y Miguel Delibes en la década del sesenta como reacción al realismo social español de los años cincuenta, con presencia de personajes problemáticos, en lo que refiere a su identidad, que intentan encontrarse a sí mismos y a la razón de su existencia. Se empieza a utilizar el punto de vista múltiple que consiste en narrar bajo la perspectiva de varios personajes, haciendo uso de la técnica del contrapunto, según la cual diversas historias se van cruzando.

Una historia de la imaginación en la Argentina

Video y música original: Leonardo Mora
Imagen y texto: MAMBA


 

VISIONES DE LA PAMPA, EL LITORAL Y EL ALTIPLANO DESDE EL SIGLO XIX A LA ACTUALIDAD

Alejandra Laera, a cargo de la curaduría literaria de la muestra, acompañó a Revista Transas a recorrer «Una historia de la imaginación en la Argentina», un viaje a través del tiempo y el territorio. Como si se tratara de pequeños ríos que se ramifican y cruzan anchas regiones, la exposición recorre diversos motivos visuales que surgen en nuestro suelo y son, aún hoy, re-elaborados a partir de un repertorio de formas, repeticiones y actualizaciones. La exposición incluye más de 250 obras de arte, desde el siglo XVIII hasta la actualidad, provenientes de tres geografías distintas: la Pampa, el Litoral y el Noroeste argentinos. Sobre cada una de estas geografías se asientan tres ejes: la naturaleza, el cuerpo femenino y la violencia. El recorrido por la fantasía pampeana comienza con sus nocturnos; el misterio y sus formas imaginarias bañan la vastedad oscura del territorio. Durante el día, las sombras del ombú se esclarecen y su figura deviene monumento metafísico que rompe el vacío. La inmensidad sublime finalmente muta en un enorme cementerio, entre los huesos y la sangre de batallas y mataderos. En el litoral también domina la incidencia bélica, pero combinada con seres y relatos fantásticos que surgen de la mezcla de lo zoomorfo, lo fitomorfo, lo antropomorfo y lo topográfico. En el noroeste, la línea ya no representa un horizonte claro, sino que juega con el trazo, el color y la materia que deja la montaña en la retina. La línea se vuelve dibujo sintético sobre superficies duras y blandas, como una nueva encarnación de los mitos precolombinos y los relatos coloniales, que reaparecen como marcas de agua o estelas geológicas. Desde el altiplano, la figura de la mujer baja transformada en piedra, como virgen de la montaña, para luego volver a la Pampa húmeda, donde hará referencia a la figura de la cautiva y sus reelaboraciones contemporáneas. La muestra cuenta con un libro homónimo que congrega una serie de ensayos y muestras de literatura argentina, el cual estuvo a cargo de Alejandra Laera y Javier Villa.

 

 

 

Un meteorito llamado Quirós. Reseña de «Campo del cielo»

Por: Nahuel Paz

Imagen: Leonardo Mora

 

Nahuel Paz nos presenta la trayectoria del escritor chaqueño Mariano Quirós (Resistencia, 1979) –prolífera y llena de galardones– y reflexiona acerca de su singularidad en la literatura argentina actual. Al respecto, se detiene en su última obra, Campo del cielo, una antología de cuentos en la que aparecen escenas y temas tan variados como la dislocación entre lo urbano y lo rural, los conflictos de una familia disfuncional, personajes subalternos que someten a otros aún más subalternos que ellos, entre otros. Pero, podemos pensar, el hilo conductor que hilvana a estos relatos se encuentra en sus modos de construir el espacio: un Chaco extrañado que no termina de serlo del todo, un territorio que encierra historias por contar y que se construye a la par que esas historias son contadas.  


Campo del cielo, Editorial Tusquets, 2019, 199 páginas.

Campo del cielo es un territorio ubicado en el límite del Chaco Austral con la provincia de Santiago del Estero. En esa zona, hace cuatro mil años, cayó una lluvia de meteoritos. Los wichís y los qom tienen distintas teorías para explicar el fenómeno. Nosotros preferimos el razonamiento que ofrece Quirós en el relato titulado “Los orígenes”: “Tras aquella pelota de fuego hay una historia, algo que merece ser contado”. Así, los personajes del libro se comportan de maneras extrañas, con lógicas cuyo sentido se nos escapa. En una racionalidad que funciona en esa tierra de extravío.

La carrera literaria de Mariano Quirós (1979) está llena de premios, de hecho, y hasta ahora, el único libro del chaqueño que no recibió ninguno es Campo del cielo; pero, justamente, esta obra confirma su singularidad en la literatura argentina. El escritor narra alejado de la urbanidad (en la polisemia que ofrece pensar la urbanidad: ciudad, civilización, cosmopolitismo, sofisticación, etcétera) para internarse (e internarnos) en un territorio lleno de ambigüedades y búsquedas. Por eso, ¿Los premios dicen algo? A veces sí, a veces no. En el caso de Quirós, sí: los premios hicieron de él alguien que va más allá de la mera suerte. Por eso, brindaremos aquí algunas lecturas acerca de este libro, en particular, y sobre la obra del escritor, en general.

La tradición

La narrativa chaqueña tiene un par de escritores faro que podemos enlazar con Quirós: Mempo Giardinelli y Miguel Ángel Molfino. El primero porque describe cierta violencia que suele vincular con el clima chaqueño, especialmente Luna Caliente (1983), El décimo infierno (1999) y Cuestiones interiores (2001). La violencia en Giardinelli (y también en Quirós) parece inmotivada y lleva a los personajes a practicarla desde los instintos más primitivos. De Molfino, en cambio, Quirós pareciera tomar algunos recursos técnicos de la escritura y la descripción de ambientes de los cuentos de El mismo viejo ruido (1994).

Podríamos sumar que hay ciertas relaciones con otros escritores de su generación, como los cordobeses Federico Falco (1977) y Luciano Lamberti (1978) –Quirós usa como epígrafe para La luz mala dentro de mí un fragmento de un cuento de Lamberti–, el santafesino Francisco Bitar (1981) y la entrerriana Selva Almada (1973).

Una estética

Desde su primera novela, Robles (premio CFI, bienal federal), hasta la última, Una casa junto al tragadero (premio Tusquets de novela) y desde su primer libro de cuentos, La luz mala dentro de mí (premio FNA), hasta el último, Campo del cielo, la literatura del chaqueño viene surcando el firmamento de las letras nacionales. Hagamos un intento por desmenuzar el artefacto narrativo de Quirós.

El libro abre con “El nene”, una narración típicamente quirosiana: una familia disfuncional (en muchas de sus historias hace hincapié en el terreno de estos vínculos), un par de hechos oscuros, apenas delineados y un amor filial puro (en medio de la violencia) y doloroso, el texto nos devuelve la necesaria sensación de que la literatura no necesita de la moral para contar nada. El final es de una belleza brutal.

En este ítem encontramos la relación con Lamberti, especialmente en su relato “La canción que cantábamos todos los días”: algo siniestro que se cuenta a medias, la idea principal es que se despachan las partes turbias del relato como quien entrega información sin importancia. Esta oscuridad de Quirós no es nueva, viene desde Robles (un embarazo entre primos) y está presente en toda su obra: en Río negro hay una violación narrada como “quien no quiere la cosa”, junto a un par de muertes violentas. Creemos que esto es parte de su marca registrada: narrar la sordidez como si no pasara nada.

En el segundo cuento, “Un cráter milenario”, aparece otra cuestión de la maquinaria Quirós: los personajes que someten con su poder a los subalternos. Lecko a su perra, India, “Los melli” a Lecko y así en la cadena de domesticación. Este recurso también está presente en otros textos como Torrente, una nouvelle de 2010.

En “TIbisai”, en cambio, el final se dilata hasta que se impone por sí solo. Quienes leyeron a Quirós van a ver venir algo, porque el artilugio está a la vista, desde el inicio, pero el chaqueño sabe llevarlo con elegancia; quienes no lo leyeron notarán algo ya esbozado en “El nene”: un humor ladeado, incómodo, que deja un resquicio entre las situaciones desesperantes que narra y los personajes que se dejan hacer con una pasividad pasmosa.

En “Nicky González habla entre sueños” reaparece otro de los tópicos de Quirós: la dislocación entre la ciudad y el campo/la selva/el monte. Nicky González como un doble patético de Ricky Espinosa, el malogrado cantante de Flema. El tópico que se actualiza en los autores enumerados anteriormente (Lamberti, Falco, Bittar, Almada) tiene en Quirós una vuelta de tuerca ligada con una cierta torpeza en los personajes, quienes parecen perderse monte adentro y querer imponerle al cielo abierto su propia condición de urbanidad.

“El boxeador y su extraterrestre” es un cuento en el que el núcleo está cargado de literatura: en un deporte en el que la rudeza y la competencia llevan a la victoria, el personaje principal busca que le propinen a él el golpe perfecto. Quirós invierte la lógica del boxeo, escapando hacia el terreno del mero relato. En cuanto el lector entiende esta idea ya está enmarañado en su literatura.

Quirós nos revela un territorio mientras lo explora; nos da la clave del artilugio para después esconderlo o irse por caminos que no esperamos y esa es la última clave de nuestra lectura y, creemos también, de su narrativa y de su colección de galardones. Quirós escribe desde zonas inexploradas en un Chaco que no es el Chaco del todo, sino una construcción; recrea un territorio propio y un tono reconocible que lo hace singular. Los cuentos del libro machacan, inquietan. Nos hacen frenar en una esquina para preguntarnos algo, para cuestionar una palabra, un personaje. Nos meten en el monte chaqueño como si lo conociéramos de toda la vida, en la vida de familias que sentimos la nuestra, en sufrimientos y penurias amorosas que se nos parecen. El Campo del cielo de Quirós está hecho de la mejor literatura.

 

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El film imaginado (o Narcisa Hirsch y Michael Snow hablando)

Por: Federico Windhausen

Imagen: Imagen promocional de Taller (Hirsch, c. 1974)

Federico Windhausen reconstruye el itinerario de la conexión conceptual entre la obra audiovisual de Michael Snow, A Casing Shelved (1970) y el film Taller (c. 1974), de Narcisa Hirsch, cineasta alemana residente en Argentina desde temprana edad y figura esencial del cine experimental latinoamericano. Windhausen elabora el diálogo entre ambas obras a partir de una serie de ausencias; la mayor: Taller fue hecha en respuesta a la obra de Snow, a pesar de que Hirsch no la había visto previamente. Décadas después, a partir del proyecto curatorial de Windhausen, «The Imagined Film: Narcisa Hirsch and Michael Snow» (Toronto, 2013), el diálogo entre ambas piezas audiovisuales se convirtió en un encuentro real: Snow y Hirsch vieron por primera vez sus obras y conversaron al respecto.


Este texto es la crónica de una serie de diálogos que tienen, en su centro, dos obras estructuradas por una ausencia. La primera es una obra audiovisual que no incluye (y no puede incluir) imágenes en movimiento. Para muchos es una película, aunque algunos filósofos dirían que tal designación es lo que se llama un error categorial. El segundo trabajo es una película hecha en respuesta a la existencia de esa obra anterior. Se hizo a pesar de otra ausencia – de no haber podido ver esa obra audiovisual. Sin embargo esa carencia no excluyó la posibilidad de buscar un diálogo entre películas, un intercambio intertextual que podría ser tan productivo como poco común. Varias décadas después, con un proyecto curatorial pude agregar a esa conexión conceptual un encuentro real. La parte principal de este texto es una transcripción editada de ese evento, que titulé «The Imagined Film: Narcisa Hirsch and Michael Snow». Pero antes de llegar ese diálogo entre y con los cineastas, empecemos con descripciones de las dos películas.

 

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En 1970, el artista y cineasta canadiense Michael Snow presentó por primera vez una obra titulada A Casing Shelved. La produjo en su taller en Canal Street, a media cuadra de Broadway, en Nueva York. A Casing Shelved consta de una diapositiva fotográfica con una imagen de una estantería (o biblioteca) llena de objetos y una banda sonora (durante muchos años fue un casete de audio) con una narración presentada por Snow que dura 45 minutos. Según el cineasta:

La biblioteca que pinté y usé al comienzo de Wavelength [1967] todavía estaba en el estudio en 1970, pero estaba llena de una gran variedad de objetos relacionados con mi trabajo. Hice una diapositiva de 35 mm y luego, sentado frente a la biblioteca en el lugar donde estaba la cámara, grabé mi voz. Dije todo lo que podía pensar sobre cada elemento de la biblioteca. Antes de la grabación, había decidido las categorías de mi descripción, así como, aproximadamente, el recorrido físico (alrededor del mueble) que tomaría.[1]

La mundanidad de la diapositiva se complementa con el carácter lapidario de su monólogo. En algunos momentos esa narración se asemeja a la típica visita al estudio de un artista en donde presenta y habla sobre sus obras de arte. Pero en la imagen de A Casing Shelved no se puede ver claramente ninguna obra individual – y a veces, Snow entra en un modo más perversamente ensimismado, contándonos sobre objetos (como una lata de café) que simplemente forman detritos y minucias insignificantes dentro de su vida cotidiana en el taller. Su narración parece casual y digresiva pero también intenta ser extensa, lo suficiente como para lograr cierto grado de exhaustividad.

Según Annette Michelson, para quien A Casing Shelved presenta “una redefinición de la noción de un film a través del sonido”, lo que se puede llamar la película “empieza cuando la voz del artista, grabada, comienza a catalogar los objetos, llevándolos a nuestra vista, dirigiendo el ojo del espectador a una lectura de la imagen, haciendo de esa imagen fija una película – y, una vez más, una película narrativa”.[2] El cineasta ha declarado varias veces que estaba usando el sonido para guiar nuestros ojos, para dirigirlos a moverse dentro del espacio del marco de una manera similar a los movimientos de la cámara. Pero, por supuesto, Snow también es consciente de que podemos mirar o no mirar libremente, así como podemos escuchar sus declaraciones con diferentes niveles de atención. Como en muchos de sus otros trabajos que exploran órdenes y dispositivos como el resumen extenso o el recorrido panorámico, Snow establece un contraste ingenioso entre la estructura cumulativa de la obra, que generalmente se presenta de manera sencilla y casi clínica, y la calidad subjetiva de nuestra experiencia estética, que a menudo parece fragmentada e incompleta.

 

Fotograma de A Cashing Shelved, de Michael Snow

Fotograma de A Cashing Shelved, de Michael Snow

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La película de Hirsch se llama Taller (c. 1974) y también se limita a una imagen, filmada en su estudio en el barrio de Recoleta en Buenos Aires.[3] Pero debido a que fue rodada en 16 mm, provoca una relación diferente su relación con lo estático y el movimiento. La película existe en una versión en inglés y otra en español, y en ambos Hirsch comienza al estilo de la obra de Snow, con una discusión de lo que se nos da a ver, es decir, una pared que está predominantemente dominada por otras imágenes, como fotografías e ilustraciones. Aunque los objetos físicos frente a su cámara no se mueven, la iluminación sí cambia, evitando que la toma parezca completamente estática. En un determinado momento las lámparas se mueven detrás de la cámara, generando sombras, y Hirsch usa filtros de gel colocados sobre esas lámparas para transformar los colores en la habitación (tal vez ligeramente inspiradas por el uso de filtros de color en la película Wavelength de Snow).

Lo que Hirsch dice en la banda sonora es principalmente un monólogo, pero se presenta dentro el marco de una conversación con un amigo visitante (Horacio Maira en la versión en español, Leopoldo Maler en la versión en inglés). La conversación se lleva a cabo durante el ritual de la merienda diaria, agregando un toque humorístico en la versión en inglés cuando Hirsch sigue hablando mientras come.

Otra desviación del modelo creado por A Casing Shelved se produce cuando la descripción de Hirsch empieza a hablar del espacio que queda fuera de la pantalla, detallando la escena en su taller de forma circular, como si estuviera recorriendo la habitación con una cámara girándose lateralmente (un movimiento que la cineasta lleva a cabo en el taller en su corto Testamento y vida interior [c. 1977], del que Hirsch menciona algunos aspectos que está desarrollando). Si Snow usa su narración para dirigir nuestros ojos a partes específicas de la imagen, las palabras de Hirsch funcionan solo en los primeros dos minutos del film de manera similar. Luego desarrolla una discusión detallada que presume que la espectadora intentará extender el contenido visual de la película mentalmente, mientras permanece alerta ante ligeros cambios en la imagen proyectada en la sala.[4] Los elementos imaginados de la película incluyen el paneo de la cámara que Hirsch construye a través de la trayectoria de su narración, los objetos de la habitación que la cámara no filma y la escena representada por los sonidos grabados a la hora del té. En la versión en inglés, la cineasta observa que «la sensación de tiempo, [de] espacio» – y de los espacios frontales y dorsales – a veces se confunde. Cuando habla del tema está abordando, sin advertirlo, una especie de enigma fenomenológico que también suele captar el interés de Snow.

Pero en contraste con el enfoque microscópico de Snow en su práctica artística, algo que él mantiene a cierta distancia de su vida personal, el recorrido de Hirsch por el cuarto es una introducción a aspectos seleccionados de su vida en ese momento, no todos los cuales están relacionados con sus películas o su arte. Ella indica, al menos parcialmente, cómo los objetos de su espacio de trabajo surgen de o hacen referencia a su vida familiar, sus amistades, sus filmaciones y otras actividades, algunas de las cuales la distinguen claramente como una mujer con un grado particular de privilegio y libertad. Sin embargo, también parece estar atenta al mundo que habita, una característica que se manifiesta en su narración de varias maneras. Por ejemplo, menciona (en inglés) una “ventana” en el taller:

… una ventana que no va a ninguna parte. Es solo un marco, y detrás del marco hay una foto que también mira hacia el Pacífico en Chile. Y allí termina la pared y comienza otra pared. Y luego tenemos una ventana, una ventana real, y la ventana da a un balcón, y después del balcón está la embajada rusa. No es realmente la embajada rusa. Es el lugar donde va la gente de Rusia cuando viene de visita. Pero nunca vemos visitantes. Me pregunto qué pasa, por qué nunca envían a nadie. Hay muchas palomas como en cuclillas en el techo. Parecen refugiados, creo. Y es un poco gris y está lloviendo en este momento. Y bueno, esa es la ventana a la embajada rusa.

Uno de los temas que emerge en su descripción es la geografía y los viajes, ya que Hirsch traza un mapa de una vida en la que las actividades están marcadas por los lugares y donde los lugares se vuelven importantes por las actividades realizadas dentro de ellos. Como en la película de Snow, los objetos funcionan como un medio a través del cual puede realizar un autorretrato. En el caso de Hirsch, sin embargo, esa auto-representación tiene más que ver con sus relaciones afectivas y su participación en comunidades locales y transnacionales. Pero si Hirsch expone, a diferencia de la insularidad de Snow, elementos de su vida que están más relacionados con lo familiar y lo social, el género y los múltiples papeles de la vida cotidiana, también es evidente que ella se presenta de una manera limitada y selectiva. Esto es consistente con una tendencia general dentro de la filmografía de esta cineasta: el “yo” figura en la obra a través de una interacción dinámica entre la revelación y la ocultación, mediante un juego de toma y daca entre lo que se hace visible y lo que queda fuera de la pantalla.

Complementando ese juego es la estrategia textual que Hirsch realiza con Taller. Hablando de los palimpsestos literarios, Gérard Genette nos ofrece una manera de entender el “texto en segundo grado…o texto derivado de otro texto preexistente” y la “relación que une un texto B…a un texto anterior A…en el que se injerta de una manera que no es la del comentario”. Dentro de la amplia gama de derivaciones, citas y diálogos entre textos clasificados por Genette, puede ser que el más cercano al caso Hirsch/Snow es ese “orden” en el

que B no hable en absoluto de A, pero que no podría existir sin A, del cual resulta al término de una operación que calificaré…como transformación, y al que, en consecuencia, evoca más o menos explícitamente, sin necesariamente hablar de él y citarlo.[5]

Si Taller es una evocación indirectamente explícita de A Casing Shelved, quizás la obra de Hirsch logra agregar algo a la identidad de su precursor, convirtiéndola en una película que no solo fue hecha por un cineasta, sino también imaginada por otra cineasta. Y dejando de lado sus significados más conceptuales, Taller representa otro tipo de injerto, uno de trayectorias históricas y de regiones. Situada al margen de una práctica contracultural con un lugar de por sí precario dentro del campo global de las actividades cinematográficas, Hirsch logra implantar, a través de su film, una obra de los cines vanguardistas del Sur en la terreno de juego del Norte. Igualmente importante para su “operación” es su posición como mujer haciendo cine experimental, inventando sus propias formas de diálogo durante lo que resultó ser los últimos años de la predominancia (por lo menos discursiva) de cierto tipo de cineasta experimental masculino.[6]

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Es probable que Narcisa se haya enterado por primera vez de A Casing Shelved a través de una pariente suya en Nueva York que publicó un artículo sobre la película en 1973.[7] Casi cuatro décadas después, en Berlín en 2012, yo asistí a un congreso de cine al que Michael Snow había sido invitado. Allí le hablé del caso de Taller y le propuse mi idea: en una proyección pública en Toronto, donde él vive, cada cineasta podría ver la película del otro por primera vez y luego, juntos, podrían compartir sus impresiones en una conversación pública. Michael, quien nunca había oído hablar de la película de Narcisa, se rió y aceptó de inmediato.

Lo que sigue es una versión editada de la conversación que moderé después de la proyección de ambas películas en Toronto el 13 de junio de 2013. La transcripción y traducción iniciales fueron realizadas por Azucena Losana, a las que agregué algunos cambios editoriales con la ayuda del buen ojo de Guido Herzovich.

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Narcisa Hirsch: Michael, creo que tenés que hablar primero.

Michael Snow: Realmente disfruté mucho tu película. Y si no estuviéramos en estas circunstancias hubiera pensado que es muy similar a A Casing Shelved. Pero también son muy diferentes. Tenés un visitante, por lo tanto hay un espectador interno. Hay obviamente bastantes diferencias, pero sí, creo que sin saberlo hubiera dicho: «Ah, esto es un poco como A Casing Shelved”. Pero no lo es. Es otra cosa.

NH: Bueno, estaba sentada atrás, así que no podía ver los objetos muy bien. Necesitaría volver a ver la película para observarlos mejor ¡porque son muchos! Pero lo primero que noté, o más bien sentí, es que la película de Michael trata sobre su trabajo, sobre sus herramientas y los objetos que usa para su trabajo, y mi película trata más bien sobre mi vida. Tal vez este es un aspecto más femenino. Tiene que ver con mis amigos porque que hay un espectador/oyente que está allí tomando el té conmigo, con las fotografías de mis hijos en el lugar donde veraneamos, etc. Esto es solo algo que noté como una diferencia principal.

MS: Sí.

NH: Pero por lo demás, creo que es bastante similar porque, como dijo Federico, hice esta película después de enterarme de que Michael había filmado la narración de una diapositiva y lo mío era un intento de superación. Dije “¡haré algo más!” y en lugar de narrar o hablar sobre las cosas que se ven, decidí hablar sobre lo que no se ve. Esa fue mi intención. Sin embargo, siento que hay una similitud aún sin haber visto antes la película de Michael. Esta es la primera vez que la veo. Ni siquiera había visto una fotografía. Es completamente nueva para mí. Todo esto sucedió hace como 40 años, y ¡ahora nos encontramos en este contexto tan peculiar! Esto se lo debemos a Federico que es una suerte de hechicero y organizó este encuentro. Personalmente me siento muy feliz de estar aquí con Michael y Federico, y gracias también a Chris Kennedy. Estar aquí es realmente un honor. Muchas gracias.

MS: Siento lo mismo.

Federico Windhausen: Michael, ¿quieres hablar sobre la relación entre hablar y ver? Narcisa quería hablar sobre lo que no se ve en su película. Eso también es parte de tu película. ¿Se puede decir que hay una perversidad en A Casing Shelved? Porque en el film a veces no se puede ver con claridad de lo que se está hablando.

MS: Bueno, hubo una serie de deseos que me condujeron a hacer este film. Es un intento de hacer una película que no tenga movimiento. La voz guía al espectador sobre la imagen y eso se convierte en una película. Esa era mi ambición, que el movimiento se derive del sonido y no de la imagen, lo cual creo que se logra. Supongo que hay en algunos de mis trabajos un intento de cierto tipo de pureza o algo esencialista que está muy concentrado de alguna manera. Esto tiene relación con una película que llamé One Second in Montreal [1969], que dura aproximadamente 30 minutos, y no hay movimiento, tiene que ver sólo con la duración. Por lo tanto, hay en mi obra muchos de estos intentos de concentrar o de construir un posible acercamiento a este tema en particular.

FW: ¿Dirías entonces que hay un grado de descripción que excede nuestra capacidad de ver de qué se está hablando? Como, por ejemplo, el destornillador. No se puede ver el destornillador. O estás hablando de cosas que a veces quedan dentro de los contenedores que se ven. ¿Fue una estrategia deliberada hablar de cosas que no se pueden ver o que son muy difíciles de ver?

MS: No. Quería hablar sobre lo que se podía ver. Obviamente, a veces había recuerdos sobre cómo llegué allí y ese tipo de cosas. Pero sólo decidí hablar sobre todo lo que podía ver allí.[8]

FW: Esta pregunta es para los dos: ¿la estructura de sus films fue aleatoria? ¿Decidieron lo que iban describiendo y en qué momento? ¿Lo planificaron previamente o simplemente comenzaron a hablar?

MS: Estaba planeado en un sentido general. Pensé en discutir las categorías, porque quería tratar de mover la mirada del espectador de esta taza de café a esa otra taza de café, por lo que fue solo una decisión sobre de qué categorías hablaría, o sobre lo qué había allí y cómo clasificarlo: como una lata o como un cilindro. Todas las descripciones, todas las realidades, surgieron de mirar. Eso es algo interesante. En realidad no lo hice mirando la diapositiva sino la cosa misma.

FW: Narcisa, ¿planeaste lo que ibas a hablar?

NH: Realmente no puedo recordarlo, tenía dos versiones de este film, una en español y otra en inglés. Como la película es principalmente el sonido entonces hay dos películas diferentes, pero la imagen es la misma. Acabo de leer algo de John Cage en donde habla sobre una película que vio y dice: «Esto es hermoso y la belleza te atrapa». Estaba pensando que cuando filmo me encuentro atrapada por el hecho de que la mayoría de las veces necesito referirme a algo hermoso y eso me perturba. Estoy muy perturbada por eso. En A Casing Shelved Michael muestra esos estantes mientras habla sobre el trabajo sin movimiento alguno. Bueno, en mi película hay movimiento a medida de que se mueve la luz de la lámpara naranja, que también aparece en mi película Come Out [c. 1974]. Creo que para hacer una película conceptual hay que llegar a la esencia, como dices, el objetivo es ese. Bueno, siento que en el proceso de mi obra me quedo atrapada en esta idea de belleza y esto me ocurrió en este film.

FW: ¿Estás diciendo que eso te molesta un poco?

NH: Sí.

FW: ¿Porque te convierte en una esteta burguesa?

NH: En cierto modo, sí. Obviamente filmar es algo que necesito en mi vida. Pero al mismo tiempo tengo la sensación de querer llegar a algo más real de una manera platónica, aunque también siento que es innecesario. Pero eso es una dificultad, sí.

FW: Mirando estos trabajos ahora, son artefactos de un período particular en la práctica artística de ambos. ¿Quieren hablar sobre el contexto? ¿Qué estaban haciendo en ese momento y qué representan todas estas películas como registros de un momento particular en su obra?

MS: Bueno, como dije antes, hay un trasfondo. Me pareció interesante usar los elementos que estaban en el estudio y usarlos de otra manera. Esos objetos son un subproducto de hacer arte y yo los uso para hacer arte. En A Casing Shelved hablo de una pieza con diapositivas que llamé Sink [1970] cuyo tema principal es la imagen de un lavamanos manchado de pintura que estaba en mi estudio en ese momento. Simplemente al fotografiarlo lo tomé por sorpresa, de alguna manera, al cambiar la iluminación en cada diapositiva. Es una pieza de 80 diapositivas (un díptico compuesto también por una fotografía del mismo lavamanos). El objeto pasa por todas estas variaciones de cobertura que a veces son extremadamente radicales. Es algo que proviene de la pintura, pero no es una pintura, y fue más o menos al mismo tiempo que A Casing Shelved.

FW: Vale aclarar que A Casing Shelved tiene un registro [en tu narración] de las personas que trasladan la estantería en tu película Wavelength. Hablás en A Casing Shelved de otras personas.

MS: Sí.

FW: Narcisa…

NH: Bueno, [Taller] obviamente es una pieza histórica porque se relaciona con las cosas que estaba haciendo yo, y la película de Michael se relaciona con las cosas que estaba haciendo él, así que es histórica en ese sentido. No tengo mucho que decir al respecto. Volviendo al acto de la belleza de John Cage, como dije, la belleza te atrapa porque si tienes un objeto hermoso el primer paso es querer poseerlo, quieres colgarlo en tu pared si es una pintura, etc. Mientras que con el arte conceptual no pasa eso. Más tarde puede convertirse en un objeto de deseo también, pero inicialmente es diferente. Creo que eso es algo importante hoy en día, especialmente con el arte moderno, porque en el pasado se suponía que el arte tenía belleza y era un objeto que también podía entenderse de la misma manera en que se entiende la belleza. Pero antes de hacer esta película, fui al MoMA [Museum of Modern Art] a ver Wavelength. Fue la primera vez que realmente veía una película experimental. Estaba comenzando a hacer cine experimental en Argentina a fines de los años 60 y principios de los 70, y todo era muy diferente a lo que pasaba en los Estados Unidos o Canadá. Wavelength me impresionó mucho y mi primera reacción fue: «No puedo soportarlo, dura demasiado tiempo, no pasa nada en esta película». Y luego recordé que la persona que me la había recomendado dijo que duraba 45 minutos, entonces me relajé y pensé: «Bueno, esto va a terminar en algún momento». Entonces pude verla de verdad, recuerdo esa sensación muy claramente. Luego me fui y hablé mucho sobre la película y alguien dijo: «Michael Snow es muy conocido… hizo una película en la que muestra un estante lleno de objetos y habla sobre lo que él ve en el estante». Ese fue el momento en el que dije: «Bueno, tengo que hacer algo más», e hice Taller en donde hablo sobre lo que no se ve. Pero como dije antes, Argentina no era como los Estados Unidos o Canadá en ese momento, eran tiempos muy heroicos en términos de la vanguardia y de todas las cosas revolucionarias que estaban sucediendo política y artísticamente. Es por eso que hablo [en Taller] sobre el cine on the ground o el cine underground, para poder atemperar eso.[9] Nosotros en ese momento éramos un grupo muy pequeño de personas filmando en Super 8, mientras que los estadounidenses principalmente filmaban en 16 mm. Pero el Super 8 era mucho más barato y más asequible, por eso lo usábamos. No se podían mostrar las películas como hacemos ahora. La gente se puede sentar a verlas y les pueden gustar o no. En ese momento Argentina era un campo de batalla y la sangre corría. Estábamos en las barricadas y defendíamos cosas a veces sin saber de lo que estábamos hablando. Había un espíritu muy, muy revolucionario. En los Estados Unidos con las películas underground, Jonas Mekas era como un gurú defensor de ese movimiento. En Argentina fue mucho peor porque tenías que estar de un lado o del otro, y esto era un asunto constante en medio de la dictadura militar. Por eso fue tan importante el Goethe-Institut. Jutta [Brendemühl, directora de programación del Goethe-Institut Toronto] está aquí hoy, el Goethe-Institut en Toronto me invitó, y les agradezco por eso. En Buenos Aires fue muy importante que el Goethe-Institut nos apoyara en esa época porque era una institución extranjera y los militares no se atrevían a tocarla demasiado. Al final lo hicieron, porque invitaron a Buenos Aires al polémico cineasta alemán Werner Schroeter. Él hizo algunas cosas [en un taller de cine abierto al público] y el Instituto Goethe recibió amenazas advirtiendo que si ese hombre no se iba de inmediato, pondrían bombas en el instituto. Ese fue el único apoyo institucional que teníamos en ese momento.

FW: Solo para aclarar, viste Wavelength a fines de los sesenta o principios de los setenta en el Museo de Arte Moderno.[10] Pudiste viajar, así que una de las cosas que hiciste fue comprar copias de películas experimentales para llevarlas a Buenos Aires. Entre ellas estaba Wavelength.[11]

NH: En aquella época yo tenía la posibilidad de viajar. Como dije antes, éramos un grupo muy pequeño de gente que, si bien no hacíamos películas juntos, nos ayudabamos con cuestiones técnicas como los equipos para filmar, etc., y cuando había una proyección, generalmente proyectábamos nuestras películas juntos. Marie

Louise Alemann trabajaba para el Goethe-Institut y también tenía la posibilidad de viajar. Pudimos ver algunas de las películas que se estrenaba en ese momento. Fui al Millennium Film Workshop en Nueva York y algunos otros lugares donde había proyecciones y eso fue una influencia muy fuerte para mí. El resto del grupo no viajaba como nosotras. Sin embargo produjeron películas que no eran muy diferentes a las que se hacían en los Estados Unidos, Canadá o Alemania. Eso vino de… vino porque vino. Fue una inspiración de la época. Pero lo que quiero decir es que, por supuesto, fue una batalla. Tenías que decidir de qué lado estabas. Si hacías una película experimental, eso significaba principalmente que nadie la vería y si la veían la atacaban. A nadie se le podría ocurrir comprar películas de ese tipo y tampoco estaban a la venta, lo cual, en perspectiva, creo que fue algo bueno.

FW: Bien, ahora es el momento de hacer preguntas.

Persona 1: [Pide que hablen de la relevancia del arte conceptual argentino y latinoamericano de la década de 1960.]

NH: Bueno, hablando de asuntos políticos, nosotros estábamos muy cerca de todos esos grupos. También tuvimos que, en cierto modo, elegir si estábamos a favor de los militares o en contra de ellos. Hubo todo un movimiento de cine político argentino. Creo que el arte, siempre y cuando sea arte también es político. Pero nuestras películas no eran políticas en el sentido obvio en el que normalmente se concibe lo político como tal. Creo que el cine experimental o underground, como quieran llamarlo (sin darle una categoría porque estoy de acuerdo en que no debería tenerla), tiene más que ver con la poesía que con el cine de las películas narrativas o comerciales que se ven en los cines. Al tratarse de poesía, creo que tiene una ventaja política diferente. Creo que si le hubiéramos mostrado nuestras películas al recientemente fallecido dictador Videla (quizás algunos de ustedes habrán visto la noticia en los diarios), no le habrían gustado, y tal vez las habría prohibido, así como en la Alemania Nazi habrían prohibido también este tipo de arte. Pero nuestras películas tampoco fueron reconocidas por esos cineastas documentalistas como Pino Solanas, que estaban filmando películas muy políticas. A él tampoco le habrían gustado nuestras películas. Creo que más bien estábamos en una tercera categoría que, como dije, tiene más que ver con la poesía.

Persona 2: Michael, aunque tu film es una pieza bidimensional, parece que el ojo [del espectador se está moviendo]. A medida que miramos, las partes se enfocan. [Los ojos] se acercan, más o menos, a [los objetos de la imagen] a medida que hago foco. Aunque la cámara no se mueve, la estoy experimentando como un zoom. Puedo concentrarme y tengo que mirar y ver qué hay en ese estante, e ir a ver lo que puedo ver en otro estante. Entonces trato de averiguar «¿Dónde está la voz observando? ¿Está hablando de esta taza de café o esta otra?” Hay una experiencia realmente diferente de la otra película [Taller] que opera como un ancla. Lo estaba experimentando como en un sentido tridimensional: estoy sentado en una habitación y escucho dónde estás y puedo seguirte. Entonces tenemos la idea de la autorreflexión del espejo: puedo ver la habitación que estamos viendo frontalmente y detrás de mí. No digo que la película de Michael se sintiera bidimensional. Estaba enfocado hacia adelante, y estaba acercándose y alejándose. Taller es la una experiencia de una habitación en el espacio.

MS: Eso me parece correcto.

NH: Es un buen comentario.

MS: Lo que hice fue concentrarme en ese objeto [la estantería] en particular y todas sus cosas y, por supuesto, fue deliberado.

Persona 3: En el momento en que terminaste la película, ¿qué tipo de lugar o en qué tipo de festival se proyectó y qué tipo de comentarios recibiste en ese momento?

MS: Bueno, no fueron comentarios violentos. Hubo una proyección en la Art Gallery of Ontario. Mi esposa Peggy Gale, que está aquí presente, trabajaba en el departamento de cine. Hubo una proyección en la que, después de unos minutos de A Casing Shelved, era como si la gente tuviera globos de pensamiento sobre sus cabezas diciendo: «Ah, ya veo cómo va a ser esto». ¡Y se fueron! Dejaron claro que sabían cómo iba a ser y que no querían ver más. Y bueno, eso pasa.

Peggy Gale: El 20% de la gente se quedó. También vieron cómo iba a ser y pensaron: «Ah, cool«. O como fuera el término en ese momento.

FW: ¿Recuerdas las primeras proyecciones de este film? ¿dónde lo mostraste? Yo lo vi en los años 90 en una galería de arte. ¿Comenzaste a mostrarlo en galerías o en cines?

MS: La intención original fue siempre de proyectarla en salas de cine, pero hice un video y lo mostré un par de veces con auriculares y fue un error. La imagen era pequeña y con una imagen comprimida que no se veía en absoluto no funcionó la idea de guiar los ojos. Los ojos se quedaban fijos en un solo lugar. Definitivamente no fue una buena idea, por lo que ya no se puede ver más en este formato.

NH: Me gustaría decir una cosa más sobre este tema del público. Recuerdo haber visto, como ya dije, Wavelength en el MoMA. Como dijo Michael, la gente se levantaba indignada diciendo: «Ya sabemos de qué se trata». Recuerdo que también teníamos espectadores diciendo: “Mi hijo de cinco años hace cosas mejores que lo que se muestra aquí”. Tuvimos que soportar muchas agresiones. Pero al menos para mí fue un momento muy feliz. Todo el período en el que estuvimos haciendo películas en los años 60, 70 y también a comienzos de los 80 era un momento feliz para ser desconocido. Feliz para ser una especie de sonámbulo, haciendo cosas que ignorábamos de que trataban. Era como ser un sonámbulo bastante feliz porque no teníamos que rendirle cuentas a nadie. Nadie nos presionaba para que termináramos una película. Nadie nos financiaba y fue una gran libertad, un sentimiento de gran libertad.

MS: Estaba pensando que la mayoría de mis películas fueron bien recibidas, pero hubo una ocasión en particular, durante el estreno de mi película Back and Forth en 1969 en el Museo de Arte Moderno. En aquel entonces el teatro estaba abajo y había 15 o 20 espectadores. En el minuto 10 o 15 alguien del público gritó: “Esto es realmente pésimo. Creo que deberíamos decirles que dejen de proyectarlo. No quiero seguir viendo más”. Otro chico que estaba sentado detrás de él comenzó a discutir y le dijo “Siéntate, queremos ver la película”. Ambos se pusieron de pie y uno intentó golpear al otro. Eso fue asombroso, yo estaba viendo esto sentado entre el público. En la película, la cámara se mueve de un lado a otro y ellos estaban parados frente al haz de luz del proyector. Se movían de un lado a otro golpeándose y se podían ver sus sombras sobre la proyección. ¡Lo arruinaron todo! La gente salió corriendo de la sala. Mi esposa en ese momento, Joyce Wieland, llegó tarde y bajó las escaleras cuando todos huían.

FW: Este es un género de anécdotas de los cineastas experimentales: Lo que sucedió la vez que la gente odió mi película. Una última pregunta…

Persona 4: Con respecto a los colores, la película con los años cambia de color. Ahora, mirando en perspectiva ¿recuerdan los colores de sus películas? ¿Ambos films eran originalmente de ese color? En el caso de Michael Snow, en la película se están describiendo los colores, ¿Recuerdas si la película tenía esos colores? Estabas describiendo azul y verde, pero ahora predominan los rojos y los naranjas en la pantalla, ¿la recuerdas así?

MS: ¿Los colores reales?

Persona 4: Sí. Lo que estamos viendo en la pantalla y lo que hay en tu memoria. A veces los colores son mucho más vívidos en nuestros recuerdos. ¿Recuerdan si sus films tenían esos colores?

MS: Si se pueden hacer copias de proyección, los colores suelen estar lo más cerca posible de lo que se pretende originalmente. Es cierto que las películas, como todo lo demás, se desgastan y los distribuidores en ocasiones no prestan suficiente atención y muestran copias que no deberían proyectarse. Me estoy alejando de tu pregunta. También hay variaciones en las cintas de video. Solo se puede tener control sobre un color cuando se desea desde el comienzo y después se hace todo lo posible por lograrlo.

FW: Narcisa, tu película no se ve como solía verse.

NH: Bueno, no tengo el negativo de esa película, así que lo que vemos hoy es lo que queda de la impresión original.[12] Como viste está muy rayada. Realmente tengo que restaurarla. Pero esto es lo que hay. El otro día la mostré [a la versión de Taller en español] en Buenos Aires y cuando proyectamos esa copia tuve que disculparme con los espectadores por todos los rayones [en la imagen]. Alguien del público dijo: «No, eso es lo atractivo de la película, porque están sucediendo pequeñas cosas y comienzas a prestar atención a los rayones». Eso lo hizo más interesante para esa persona que dijo: «No, déjalos porque nos gustan».

FW: ¿La copia en español tiene mejor color?

NH: Un poco sí. Pero en este punto para mí no hay mucha diferencia porque hoy en día hay una definición maravillosa en el HD, el Blu-ray, etc., es una tecnología perfecta. Y todo el fílmico en 16 mm y sobre todo el Super 8 de esa época, es una tecnología tan deficiente que [mostrar esas copias] exige capitalizar sus defectos. Lo mostramos como era en ese momento, y ahora algunos de los jóvenes estudiantes de arte o de cine quieren filmar en Super 8 porque sienten que su materialidad es una novedad. Para ellos, la tecnología de la perfección es tan familiar que ya no les sorprende. No sienten asombro por eso. Les resulta natural verlo o escucharlo mientras que el fílmico les resulta algo extraño. Les produce curiosidad por usarlo.

FW: Buenos Aires todavía tiene laboratorios para revelar Super 8.

NH: Sí, se puede revelar y hay estudiantes que quieren tener cámaras Super 8 y filmar. Eso pasa.

FW: Gracias, Michael y Narcisa. Y gracias a todos por venir.

Chris Kennedy: Quiero agradecer a Narcisa y Michael, y gracias, Federico, por liderar la discusión y traernos estas películas.

 

Unos agradecimientos especiales: Chris Kennedy era el programador del ciclo Free Screen en el cine Bell Lightbox del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF) y el promotor principal de mi idea curatorial. El evento fue posible debido al apoyo de Chris, Brad Deane de TIFF y Sonja Griegoschewski y Jutta Brendemühl de Goethe-Institut Toronto.

[1] Citado en “Michael Snow” (programa), Yale Union, https://yaleunion.org/snow/ (2014).

[2] Annette Michelson, «Toward Snow, Part I», Artforum vol. 9, no. 10 (June 1971), p. 37.

[3] Como fuente de fechas para sus propias películas, Hirsch suele ser notoriamente imprecisa. Además, reproducir sus fechas especulativas sin buscar documentación histórica se ha convertido, lamentablemente, en una práctica habitual. No sorprende entonces que varían considerablemente los años asociados con esta película. En los diarios y programas de funciones de cortometrajes en Buenos Aires el primero registro impreso de una proyección pública de Taller aparece en 1974. Como menciono a continuación, Hirsch probablemente se enteró de A Casing Shelved gracias a una escritora, Andree Hayum, que publicó un artículo sobre esa obra en 1973. Por tanto uso la fecha “circa 1974”.

[4] Hollis Frampton es otro cineasta que hizo una película que parece ser una respuesta a esa obra de Snow. En su película (nostalgia) de 1971, un narrador (Michael Snow) habla del significado autobiográfico (para Frampton, quien escribió el guión) de varias de sus fotografías, muchas de las cuales lo llevan a hablar de sus amistades. Pero el espectador solo puede ver cada fotografía después de que la narración ha dejado de hablar de esa imagen, cuando ya está ofreciendo un comentario sobre la siguiente fotografía (que aún no se puede ver). Típicamente esto produce una situación en la que el espectador conecta la imagen visible en pantalla con la narración anterior mientras intenta recordar lo que se dice en el presente – y tal vez intenta imaginar lo que mostrará la fotografía que viene. Hirsch nunca vio y no recuerda haber oído hablar de (nostalgia).

[5] Gérard Genette, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, traducción de Celia Fernández Prieto (Madrid, Taurus: 1989), p. 14.

[6] Andrea Giunta observa que «La obra de Narcisa Hirsch tiene zonas de contacto con las prácticas que a comienzos de los años setenta se multiplicaban en Buenos Aires interrogando la constitución del sujeto femenino». Estoy de acuerdo, pero agrego aquí que Taller en particular tiene resonancias con lo que llegó poco después al campo del cine vanguardista del Norte. En 1975 la cineasta experimental Laura Mulvey publicó su influyente crítica feminista de la representación visual de la mujer en el cine de Hollywood, en un ensayo teórico que funcionó también como un manifiesto para su propia práctica cinematográfica. Poco después, Constance Penley y otras teóricas feministas del cine comenzaron a publicar críticas (generalmente en términos ideológicos y psicoanalíticos) de algunas de las corrientes primarias del cine experimental. Esas publicaciones contribuyeron a una disminución general en el grado de prestigio otorgado a cineastas como Snow y prefiguran la llegada y ascenso de mujeres cineastas como Leslie Thornton y Su Friedrich, ambas representadas en la filmoteca de Hirsch con obras tempranas. Debo aclarar que la intención de Hirsch no fue construir una crítica de Snow o su generación de cineastas. Más provocador es el hecho – paradójico en algunos sentidos – de que nunca buscó definirse como feminista o asociarse activamente como artista con el feminismo. Sin embargo participó en varios grupos de mujeres, el primero de los cuales condujo directamente a la producción en 1974 de Mujeres, una película de 16 mm en donde varias mujeres, una a la vez, hablan con una imagen de su propia cara. También merece mención que a lo largo de su carrera ha demostrado un prolongado interés en las ideas de Simone de Beauvoir, citada directamente en dos cortometrajes en Super 8 que están estrechamente vinculados, A-Dios y la segunda película que se llama Mujeres. Véase: Andrea Giunta, “Narcisa Hirsch. Retratos”, en alter/nativas: Latin American Cultural Studies Journal [en línea], otoño 1, 2013. https://alternativas.osu.edu/es/issues/autumn-2013/debates/giunta.html; Laura Mulvey, «Visual Pleasure and Narrative Cinema», Screen vol. 16, no. 3 (October 1975), pp. 6–18; Constance Penley, «The Avant-Garde and Its Imaginary», Camera Obscura no. 2 (Fall 1977), pp. 3–33.

 

[7] Andree Hayum, “A Casing Shelved», Film Culture no. 56/57 (Spring 1973), pp. 81-89.

[8] A veces, durante su narración, Snow claramente habla de objetos que no podemos ver. Es posible que mi pregunta fue mal formulada o que el cineasta no me escuchó claramente. Su respuesta me pareció extraña y luego, después del evento, otros espectadores expresaron su confusión sobre su negación de lo que parecía ser, dentro de su obra, una estrategia típicamente lúdica. Hablar de objetos que no se puede ver durante un monólogo dedicado a todo lo que es visible en una imagen sería consistente con los toques perversos que Snow disfruta insertar en sus películas.

[9] En inglés Hirsch usó la frase “to take away the edge of that” que traduzco aquí como “atemperar”. En Taller Hirsch habla de empezar a hacer cine “sobre el suelo” en vez de cine subterráneo o underground. Teniendo en cuenta cuando realizó la película, me parece que podría estar refiriéndose a la visibilidad que podría lograr a tener su cine (y el cine experimental de sus colegas) en el Goethe-Institut de Buenos Aires, donde Hirsch y Marie Louise Alemann lanzaron un ciclo de cine experimental en abril de 1974. Hirsch presentó Taller en mayo de 1974 en el instituto.

[10] Es muy probable que Andree Hayum fue también la persona que le sugirió a Hirsch que vea Wavelength en el MoMA. En un intercambio de correos electrónicos de octubre de 2013, Hayum especuló que Hirsch vio Wavelength por primera vez en 1971 o 1972. Durante esos años, Hayum participaba en un grupo o colectivo informal de mujeres que incluía a Melinda Ward y Regina Cornwell, ambas asociadas con el departamento de Film del MoMA en ese momento. Hayum recuerda que se enteró de Wavelength a través del interés de Annette Michelson y su artículo de Artforum de 1971 (citado anteriormente). Cornwell finalizó su tesis doctoral sobre la obra de Snow en 1975.

[11] Hirsch compró la gran mayoría de las películas en su colección personal de cine experimental en Nueva York alrededor de 1981, no durante la década del setenta como se suele declarar. Según mis investigaciones, la cineasta publicó artículos y anuncios en 1981 y 1982 para dar a conocer públicamente su compra y ofrecer las películas para proyecciones locales en Buenos Aires. Hirsch se había olvidado de esas publicaciones y sostiene que su oferta fue en gran medida ignorada.

[12]  Lo que dijo Hirsch fue incorrecto. Los negativos para las versiones en inglés y español de Taller se encuentran almacenados en su propio archivo de películas.

Paul Groussac y su relación con la literatura argentina

Por: Alejandro Romagnoli
Imagen: Paul Groussac en su despacho de la Biblioteca Nacional (1905)

En junio se cumplieron noventa años de la muerte de Paul Groussac, un intelectual fundamental de la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX. En esta nota, Alejandro Romagnoli analiza la relación conflictiva que tuvo con la literatura nacional, tomando como punto de partida un manuscrito parcialmente inédito de 172 folios conservado en el Archivo General de la Nación, un ensayo de 1882 dedicado a estudiar integralmente la obra de Esteban Echeverría«.


La relación de Paul Groussac con la literatura argentina no es la de un irremediable desencuentro, a pesar de cierta visión predominante durante el siglo XX. La afirmación opuesta tampoco es verdadera. Más bien, diríamos que su viaje intelectual por las tierras de la literatura nacional estuvo signado por un vínculo insistentemente conflictivo, decididamente ondulante. Para verificarlo, nos proponemos examinar –en tiempos de homenajes, a noventa años de su muerte– determinadas operaciones críticas, ciertas intervenciones estéticas.

En sus Recuerdos de la vida literaria, Manuel Gálvez sintetizó inmejorablemente aquella visión negativa: “El maestro, por una parte, nos negaba originalidad, juzgándonos en perpetua ‘actitud discipular’, la cual le merecía desdén; y por otra, nos negaba el derecho a buscar nuestra originalidad”[i]. Tal es, en efecto, la tónica que marca la opinión de Groussac, en distintos escritos, en distintos momentos. Y, sin embargo, existen, al mismo tiempo, otras ideas, otras posturas, que cuestionan ese concepto general. Puede pensarse en el prefacio de uno de sus libros más importantes, Del Plata al Niágara, en que, con retórica afín a la de los jóvenes del Salón Literario de 1837, haciendo un paralelo entre independencia cultural e independencia política, escribió con tono programático: “¿Hasta cuándo seremos ciudadanos de Mimópolis y los parásitos de la labor europea? […] ¿Cuándo lucirá el día de la emancipación moral, y alcanzará el intelecto sudamericano sus jornadas libertadoras de Maipo y Ayacucho?”. Es cierto que, a renglón seguido, planteaba el “abismo” que existiría entre “pueblos productores y pueblos consumidores de civilización”; pero no es menos cierto que lo hacía para señalar a la Argentina como un país que, escapando a las leyes de la fatalidad, podía aspirar a un futuro de “progreso y grandeza”[ii].

Se ha dicho que, en consonancia con su predominante actitud condenatoria de la literatura nacional, Groussac apenas si se habría ocupado de autores y libros argentinos. Es probable que le haya dedicado estudios más detenidos a otras literaturas, como la española, y es indudable que mucho de lo que escribió sobre literatura argentina aún permanece disperso en publicaciones periódicas. Sin embargo, produjo suficiente material como para poder anunciar, en 1924, un segundo volumen de Crítica literaria que estaría enteramente dedicado a autores nacionales (Echeverría, Mármol, Andrade, entre otros). Ese volumen nunca se publicó, por lo que no es posible saber cuáles de sus intervenciones acerca de la literatura argentina habría elegido priorizar en la recopilación. Podemos sí explorar algunas de sus principales operaciones. En nuestro caso, fue el hallazgo de un manuscrito en su mayor parte inédito el que nos llevó a revisar esta dimensión. Se trata de 172 folios conservados en la colección Paul Groussac del Archivo General de la Nación, un ensayo de 1882 dedicado a estudiar integralmente la obra de Esteban Echeverría[iii].

En fecha tan temprana como lo es 1882 ya era posible hallar las ideas que sintetizaría Gálvez, y que en otra ocasión Groussac formuló célebremente polemizando con Rubén Darío en 1896-1897[iv]: la literatura americana en general y la argentina en particular como copias necesariamente degradadas de un original europeo al que solo se podría aspirar a dejar atrás en un futuro nunca especificado. De hecho, uno de los problemas con Echeverría es –para Groussac– que no se habría limitado al “noviciado forzoso” al que se verían obligados las naciones nacidas de la colonización: “Me parece destinado para verter en castellano con felicidad y completo éxito las adorables elegías de Lamartine. Pero ha exagerado y prolongado insoportablemente la nota llorosa y melancólica: es un Lamartine que hubiera cambiado de sexo”[v].

Si en este ensayo se inicia su condena de la literatura argentina, al mismo tiempo empieza también allí lo que considera la posibilidad de cierta originalidad. Si la mayor parte de la obra echeverriana le parece a Groussac estar signada por la imitación o el plagio[vi], La cautiva se trataría de una “feliz excepción”: “Representa la entrada del desierto argentino en la gran poesía”. Y agrega: “Aunque sea siempre el mismo autor, que ha estudiado en Europa, y se sabe de memoria todo el romanticismo, hay aquí una apropiación tan feliz de la poesía sabia al tema nuevo, que resulta la creación en el verdadero sentido artístico”[vii]. Cabe aclarar que las virtudes de La cautiva se limitarían exclusivamente a los versos dedicados a la pampa. Como poeta, Echeverría sería fundamentalmente eso: un poeta “paisista”. Sus retratos carecerían por completo de valor. De su talento dramático es índice la “historieta” de Brian y María, apenas una “trama infantil”[viii]. En otra ocasión (en una nota al pie de un artículo dedicado a “El desarrollo constitucional y las Bases de Alberdi”), Groussac sentenciará: “¡Pobre Echeverría, y qué malos versos ha cometido! Pero diez páginas de La cautiva lo absuelven de todo”[ix].

Si se revisan las distintas ocasiones en que Groussac estimó una posibilidad que tensionaba su extendido pesimismo hacia el arte nacional, es notable el caso de una serie de crónicas musicales publicadas en Le Courrier Français en 1895 y dedicadas a la ópera Taras Bulba (con partitura de Arturo Berutti y libreto de Guillermo Godio). Allí, casi como en ningún otro lugar, Groussac se declara sin ambages a favor de incentivar la construcción de un arte nacional. Escribe:

Los pueblos nuevos, cuya civilización aún está forjándose, han hecho un esfuerzo por agrupar sus legítimas aspiraciones a la personalidad, al ser, en torno a una producción artística que se origine en el territorio nacional. Desde luego, a las viejas naciones fecundas ya no se les ocurre, habría demasiados reclutas; y, en esta ocasión, el árbol escondería el bosque. Pero Rusia, Brasil, los Estados Unidos, muchos otros, durante largo tiempo y apasionadamente buscaron la obra teatral que pudiera ser el núcleo, el punto de unión, y, como se dice en estos lados, el señuelo de las obras artísticas futuras[x].

Por supuesto que, si declara legítima la tentativa operística de fundar un arte original, no aplaude el resultado, dado que la idea de constituir una ópera argentina con una historia de Ucrania le parece una idea “demasiado barroca”[xi]. Y le parece, además, una ópera estéticamente débil, dado que solo tomaba lo más envejecido de la obra de Gógol, la trama “artificial o torpemente byroniana”. Groussac lo dice con una analogía que resulta sugerente: “Para que entiendan mejor los argentinos: el Taras Bulba de Gógol, es, en más grande, La cautiva de Echeverría; ahora bien, imaginen un ‘arreglo’ del poema que sólo mantuviera la ridícula historia de Brian y María –y del cual la pampa hubiese sido extirpada: ¡los diez cuadros a menudo admirables de la pampa, que son todo el poema!…”[xii].

A continuación, Groussac se desplaza un tanto de su posición de juez y avanza hacia una posición de autor al sugerir un tema para una ópera nacional. Su elección no es obvia: ni la monotonía de la conquista en el Plata, ni menos aún la era colonial o la etapa de la independencia. Tampoco, en esta ocasión, la pampa de “La cautiva”. Anota que podría hallarse buen material en Esteco, la capital del antiguo Tucumán, a la que ya se había referido en su Memoria histórica y descriptiva… de esa provincia (1882). Sin embargo, encuentra el “verdadero tema, simbólico y grandioso, de la ópera nacional” en la leyenda de la ciudad de los Césares, acerca de la cual se contaban “extraños prodigios”[xiii].

Sería posible armar dos series, según Groussac se posicione de manera preponderante como crítico o como escritor de literatura argentina. En la primera, es particularmente llena de matices su lectura de Domingo F. Sarmiento. Aquí podemos limitarnos a recuperar esa referencia al sanjuanino como “representative man del intelecto sudamericano” por su “presteza a asimilarse en globo lo que no sabía y barruntar lo que no aprendiera”[xiv]. La frase se vuelve doblemente atractiva si se piensa que, de acuerdo con la concepción groussaquiana más extendida de la intelectualidad sudamericana, quienes parecieran reunir mayores condiciones para convertirse en hombres representativos serían Echeverría y Alberdi. En este sentido, si en otra polémica –con Ricardo Palma– Groussac resume las características del medio intelectual como un lugar en el que “la labor paciente y la conciencia crítica” son reemplazadas por “el plagio o la improvisación”[xv], habría que recordar que, de todas las condiciones de Echeverría y Alberdi, son la de plagiario y la de improvisador las que, según Groussac, respectivamente más los caracterizan, tal como se desprende del manuscrito dedicado al primero y del artículo dedicado a las Bases del segundo[xvi]. En contraposición, existen buenos motivos para pensar la figura de Sarmiento como una feliz excepción; no por su labor paciente o su conciencia crítica, sino porque, como en “La cautiva” de Echeverría, Groussac encuentra en Sarmiento una rareza: la originalidad. Escribe sobre él: la “mitad de un genio”, “La personalidad más intensamente original de América Latina”, el “más genial” de nuestros “escritores originales”[xvii]. En este sentido, Sarmiento es el menos representativo del intelecto argentino: “Es imposible vivir algunos días en contacto con Sarmiento sin sentirse en presencia de un ser original y extraño, ejemplar de genialidad rudimental, sin duda único en este medio gregario”, puntualiza en el relato de su experiencia con el escritor en Montevideo[xviii]. Si Sarmiento le merece esta opinión a Groussac, la razón reside fundamentalmente en un libro, Facundo, al que considera “el libro más original” de la literatura sudamericana, al punto de ser “inimitable”[xix]. Como con Echeverría, como con Alberdi, Groussac elabora elogios y críticas que, en ocasiones, entran en tensión. Porque Sarmiento no es solo motivo para la frase lapidaria o mordaz. Para notar lo que de positivo hay en su valoración, basta con reparar en la variedad de ocasiones en que Facundo se proyecta –como una sombra, apunta Beatriz Colombi en su prólogo a El viaje intelectual– sobre sus propios textos: pensamos en notas como “El gaucho” o “Calandria”, o en su obra teatral La divisa punzó[xx].

He aquí la segunda serie que es posible recorrer en la obra groussaquiana, la que se organiza en torno a la búsqueda de originalidad en su papel de escritor, y no ya de crítico. En esta faceta, también es posible encontrar intervenciones u operaciones de Groussac que se conjugan no sin dificultades. Por un lado, se verifica su rechazo a formar parte de la literatura argentina. Un ejemplo se encuentra en una carta que le dirige al autor de Literatura argentina. Apuntes adaptados a los nuevos programas de los colegios nacionales y escuelas normales. Cuando Groussac se entera del proyecto del manual, le escribe: “Soy francés, y no me considero con derecho para ser incluido en la historia de la literatura argentina”[xxi]. Emilio Alonso Criado, por su parte, decidió reducir el espacio dedicado a Groussac, pero no omitirlo, e incluir la carta[xxii].

Por otro lado, existen textos de Groussac que pueden pensarse como nacionales. En sintonía con lo que había escrito en la reseña sobre la ópera de Berutti, es una obra teatral la que puede servir de ejemplo[xxiii]. Nos referimos a la exitosa pieza La divisa punzó (1923), a cuyo estreno asistió una “selecta concurrencia”, incluido el presidente de la Nación[xxiv]. En primer lugar, por razones temáticas, dado que, como Groussac gusta de suponer en el prefacio, “no puede existir para un público argentino, un sujeto teatral que, como fuente de interés y palpitante emoción, se compare al drama histórico que pone en escena, como protagonistas, a Rosas y su hija Manuelita, durante el lapso climatérico de los años 29 y 40”. En segundo lugar, por razones formales: es cierto que la identificación del seseo, el yeísmo y el voseo como propios de un “trasnochado ‘criollismo’” muestra la excesiva aprensión por parte de Groussac a ser identificado con una literatura localista; pero no menos cierto es que, finalmente, permitirá que la obra se imprima con esos rasgos, como si la alegada falta de tiempo para lograr un “texto expurgado” no fuera sino una excusa para renegar de ese criollismo y, a la vez, conservarlo[xxv].

Cuando disfruta del éxito como autor de una obra de teatro que tiene elementos que se plantean como nacionales, es precisamente entonces cuando escribe el prólogo a su Crítica literaria, en que, no solo, como ya apuntamos, Groussac anunciaba un segundo volumen dedicado a autores argentinos, sino que incluía su célebre injuria a la Historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas, publicada entre 1917 y 1922. Lo que condenaba Groussac del proyecto del fundador de la cátedra de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires era, fundamentalmente, el carácter orgánico que este le reconocía a la literatura nacional. Podría decirse, por tanto: que en 1924 aún no fuera pertinente para Groussac la mirada del historiador sobre la literatura argentina, no implicaba que considerara que no siguiera siendo necesaria la del crítico; tampoco que no fuera necesaria la de aquel que apostaba, como escritor, aunque no sin inconstancia, a construir una obra que se situara en la tradición nacional.

En la conclusión del ensayo sobre Esteban Echeverría, Groussac se había negado a ensayar la síntesis de sus impresiones sobre el poeta romántico, entendiendo que esa actitud resultaría simplificadora. El propio Groussac asumió para sí esa prevención cuando, en el prefacio de El viaje intelectual, justificó la conservación de las “discordancias” o “contradicciones” que pudiera haber en sus propios trabajos, como consecuencia de la transformación del pensamiento[xxvi]. Del anatema a la retórica programática, del rechazo de su pertenencia a la apuesta por una escritura con rasgos nacionales: las opiniones de Groussac sobre este tema tampoco se dejan atrapar en una fórmula sin tensiones.

 

Portada manuscrita de Esteban Echeverría (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación).

Portada manuscrita de Esteban Echeverría (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación).

 

Recorte del artículo “Opéra national” (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

Recorte del artículo “Opéra national” (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

 

Borrador mecanografiado con anotaciones manuscritas de Sarmiento en Montevideo (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

Borrador mecanografiado con anotaciones manuscritas de Sarmiento en Montevideo (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

 

Borrador manuscrito de La divisa punzó (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación).

Borrador manuscrito de La divisa punzó (fondo Paul Groussac, Archivo General de la Nación)

 


[i] Gálvez, Manuel, Recuerdos de la vida literaria (I). Amigos y maestros de mi juventud. En el mundo de los seres ficticios, estudio preliminar de Beatriz Sarlo, Buenos Aires, Taurus, 2002 [1944], pág. 146.

[ii] Groussac, Paul, Del Plata al Niágara, estudio preliminar de Hebe Clementi, Buenos Aires, Colihue/Biblioteca Nacional de la República Argentina, 2006 [1897], pág. 57-58.

[iii] El conocido artículo de Groussac sobre el Dogma socialista formaba parte originalmente de esta obra; en 1883, en La Unión y El Diario, había publicado otros dos capítulos, luego olvidados. Estudiamos y editamos el manuscrito completo en Romagnoli, Alejandro, El manuscrito inédito de Paul Groussac sobre Esteban Echeverría: emergencia y constitución de la crítica literaria en la Argentina, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 2018, <http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/tesis/article/view/4815>.

[iv] Sobre la polémica, véase Siskind, Mariano, “La modernidad latinoamericana y el debate entre Rubén Darío y Paul Groussac”, La Biblioteca, Nº 4-5, 2006, págs. 352-362.

[v] ff. 44r-45r. Citamos de acuerdo con la foliación del Archivo General de la Nación (reproducida en Romagnoli, op. cit.).

[vi] Echeverría es para Groussac alguien que ha participado de todas las formas de la imitación, incluso del plagio. “La joya más preciosa de ese tesoro de Alí Babá”, escribe Groussac, la constituiría la siguiente reflexión de Echeverría: “Verdades son estas reconocidas hoy por los mismos francesas”, es decir, el reconocimiento de que a quienes ha imitado son de su misma opinión (f. 91r).

[vii] f. 166r y f. 62r (énfasis de Groussac).

[viii] f. 64r y f. 71r.

[ix] Groussac, Paul, “El desarrollo constitucional y las Bases de Alberdi”, Anales de la Biblioteca, tomo II, 1902, pág. 213, nota 1.

[x] Id., “Ópera nacional”, en Paradojas sobre música, estudio y notas de Pola Suárez Urtubey, traducción del francés de Antonia García Castro, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2008 (publicado originalmente en Le Courrier Français, Nº 299, Buenos Aires, mercredi 24 juillet 1895), pág. 174 (ser: énfasis de Groussac; señuelo: “En castellano en el original” [nota de Pola Suárez Urtubey]).

[xi] El intento más peculiar de Berutti por componer una ópera nacional sería, sin embargo, su ópera Pampa, basada en Juan Moreira. Al respecto, véase Veniard, Juan María, Arturo Berutti, un argentino en el mundo de la ópera, Buenos Aires, Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega”, 1988.

[xii] Groussac, 2008, op. cit., pág. 175.

[xiii] Ibid., pág. 177.

[xiv] Id., El viaje intelectual: impresiones de naturaleza y arte: primera serie, prólogo de Beatriz Colombi, edición al cuidado de Gastón Sebastián M. Gallo, Buenos Aires, Simurg, 2005a [1904], pág. 46 (cursivas de Groussac).

[xv] Id., “Tropezones editoriales. Una supuesta Descripción del Perú, por T. Haenke”, en Crítica literaria, Buenos Aires, Hispamérica, 1985 [1924], pág. 374.

[xvi] Sobre Echeverría, véase la nota 6. Por otro lado, en el artículo acerca de las Bases, si son múltiples los rasgos que señala Groussac en la obra de Alberdi –que no está tampoco exento de haber plagiado–, es la improvisación su atributo definitorio: “improvisador de talento” o “incurable improvisador” son dos de las formas en que lo llama (Id., 1902, op. cit., págs. 200 y 231).

[xvii] Id., 2005a, op. cit., págs. 55 y 99.

[xviii] Id., El viaje intelectual: impresiones de naturaleza y arte: segunda serie, prólogo de Beatriz Colombi, edición al cuidado de Gastón Sebastián M. Gallo, Buenos Aires, Simurg, 2005b [1920], pág. 46 (énfasis nuestro).

[xix] Id., 2005a, op. cit., págs. 99 y 95.

[xx] Para el análisis de esas proyecciones, véase Romagnoli, op. cit.

[xxi] Alonso Criado, Emilio, Literatura argentina. Apuntes adaptados a los nuevos programas de los colegios nacionales y escuelas normales, Buenos Aires, Establec. Tipográfico “La Nacional”, 1900, pág. 80.

[xxii] Esto en la primera edición; a partir de la segunda, Alonso Criado complació a Groussac y eliminó toda la sección.

[xxiii] Otros ejemplos podrían ser “El gaucho” o “Calandria”, ya mencionados; apunta Beatriz Colombi: “… la resignificación del personaje del gaucho por parte de Groussac tendrá nuevas derivas: el gaucho legendario y con matices épico clásicos prefigura las conferencias de Lugones, así como la versión ‘outlaw’ y cuchillera de “Calandria” desembocará en Borges” (en Groussac, 2005a, op. cit., pág. 18). Con respecto a La divisa punzó, Groussac se habría opuesto a la hipótesis aquí sostenida, si fue él –como parece haber sido– quien escribió en tercera persona una “Notice biographique” conservada entre sus papeles (trad. por Alberto M. Sibileau, en El caso Groussac, Buenos Aires, Hesíodo, pág. 48). Sin embargo, también saludó el artículo “‘La divisa punzó’ y el teatro nacional”, en que Ángel Acuña situaba la obra en un lugar fundador del teatro argentino (véase Acuña, Ángel, Ensayos, Buenos Aires, Espiasse, 1926, págs. 89-100 y 221.)

[xxiv] “‘La divisa punzó’ fue estrenada con éxito en el Odeón”, La Nación, 7 de julio de 1923, pág. 7.

[xxv] Groussac, Paul, La divisa punzó, Buenos Aires, Jesús Menéndez e Hijo, Libreros Editores, 1923, págs. XVI, XXI-XXII.

[xxvi] Id., 2005a, op. cit., pág. 38.

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De la percepción a la reflexión. Oscar Masotta y la desmaterialización del happening

Por: Alejandro Virué

Imagen de portada: afiche de «Parámetros», de Roberto Jacoby.
Todas las fotos fueron tomadas por el autor en la exposición «Oscar Masotta. La teoría como acción» (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona).

Alejandro Virué nos introduce, a través de un ejercicio crítico y de imaginación, en el mundo del happening a fines de la década del sesenta. Aún más: logra, en este breve ensayo, llevarnos por los itinerarios de reflexión teórica y experimentación de Oscar Masotta a propósito del género, para mostrar cómo el escritor, en sus distintas apuestas por replicar ese tipo de experiencias en un país periférico como Argentina, apostó por trascender el happening mediante el «arte de los medios de comunicación masiva». Para Virué, en las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y el arte de los medios, se verifica un corrimiento del eje desde la afección sensible (propia del arte) hacia la reflexión.


I. Un ataque a los sentidos en Nueva York
Nueva York, 1966.

Imaginemos entrar a un edificio del West Side en Manhattan con destino al tercer piso. Para eso hay que subir por escaleras largas que dan a salones prácticamente vacíos que parecen deshabitados. En la última de ellas empiezan a escucharse sonidos electrónicos mezclados con otros inclasificables. Se huelen sahumerios. Al entrar al salón, que está en penumbras, los ruidos se vuelven ensordecedores. En la pared del fondo, una luz rojiza alumbra a cinco personas vestidas con túnicas, una de ellas ubicada en posición de yoga, otra tocando un violín de manera monocorde, las demás emitiendo sonidos guturales amplificados por micrófonos. Los sonidos electrónicos se mezclan con las voces y el violín. El volumen es insoportable. Los cinco iluminados parecen estar poseídos, en trance, drogados. Están ahí desde hace horas y se quedarán en esas posiciones, repitiendo sus acciones, por varias horas más. El ruido es tan fuerte que se torna insoportable y vuelve imposible cualquier tipo de comunicación verbal. Ese exceso sonoro produce un efecto paradójico: secuestra el sentido del oído hasta volverlo inútil. Obliga a agudizar la vista en una suerte de compensación. Pero la luz es escasa y solo permite ver a esos sujetos en trance. “¿Cuánto duraría esto? O bien, ¿cuánto me quedaría?” (Masotta, 2004: 300), se pregunta un joven Oscar Masotta. Veinte minutos después, entre confundido y desilusionado por la experiencia, en la que no cree, se va.

Lo que acababa de presenciar era un happening del artista norteamericano La Monte Young. A pesar de su desencanto inicial, unos días después Masotta reivindica la experiencia, al punto de decidirse a replicarla en Buenos Aires meses después. Para el intelectual porteño, La Monte Young lograba con su happening dos efectos “profundos”: una reestructuración del campo perceptual, a partir de la escisión de uno de los sentidos respecto de los otros, que sumado a la monótona escena de los performers bajo la luz roja producía un efecto similar al de los alucinógenos; y una toma de conciencia respecto de la estructura misma de la percepción. Al exacerbar la continuidad de los sonidos, al punto de obturar la capacidad de discriminación del oído, se volvía evidente la importancia de la discontinuidad en la configuración sensorial como tal. En palabras de Masotta, el happening “nos permitía entrever hasta qué punto ciertas continuidades y discontinuidades se hallan en la base de nuestra relación con las cosas” (302).

Entusiasmado, Masotta vuelve a Buenos Aires en mayo de 1966 decidido a hacer un happening. Pero la Argentina no era un país de happenistas (335). Ni siquiera el Instituto Di Tella, la institución más vanguardista del momento, incluía obras del género entre su oferta. A la escasa familiaridad del público local con los happenings se sumaba un problema curioso: pese a la presencia austera del género, el término se había popularizado en la prensa para referirse a cualquier evento irracional y escandaloso (337). El ímpetu por replicar la experiencia que le provocó el espectáculo de La Monte Young terminaría adquiriendo una dimensión pedagógica y modernizadora, la determinación, por parte de Masotta, “de introducir definitivamente entre nosotros un género estético nuevo” (305). Es por esto que reúne a artistas e intelectuales amigos y organiza una serie de ciclos que, además de happenings originales, incluirán réplicas de otros realizados en Francia y Estados Unidos, conferencias teóricas y obras que pretenden ser, incluso, una superación del género.

Lo que inicialmente podría interpretarse como concesiones que el intelectual argentino se vio obligado a hacer para volver asequible el género a un público que, por falta de información o prejuicios ideológicos, parecía no estar del todo preparado para recibir, termina convirtiéndose en un intenso trabajo de experimentación y de reflexión teórica, como puede verse en la serie de ensayos sobre el tema que Masotta publica en esos años. La posición de desventaja que suponía realizar happenings en un país periférico como la Argentina deviene, entonces, impulso creativo. El punto culminante de este desarrollo será la ambiciosa pretensión del escritor de haber logrado, con esas experiencias y desde la Argentina, crear un nuevo género, al que juzga una superación del happening y que bautiza “arte de los medios de comunicación masiva”.

En este texto pretendo dar cuenta de ese recorrido. Para eso, en primer lugar haré una breve caracterización del género, basándome en el célebre ensayo de Susan Sontag y las reflexiones del propio Masotta. Luego, analizaré los proyectos en torno al happening en los que se involucra el escritor, deteniéndome especialmente en los problemas que se le presentan por pertenecer a un país periférico y en las soluciones creativas que encuentra no solo para sortearlos sino, incluso, para convencerse de estar haciendo un aporte novedoso y superador al desarrollo del arte de vanguardia desde Buenos Aires.

II. El happening y su rol en el desarrollo de la vanguardia

Aunque algunos autores sostienen que el primer happening fue realizado por John Cage en 1952 (Bigsby, 1985: 45), cuando el músico superpuso en una misma sala una lectura de poemas, una ejecución de piano y una coreografía de danza, el término fue acuñado recién en 1959 por uno de sus discípulos, el artista plástico Allan Kaprow, que presentó Eighteen Happenings in Six Parts en la Reuben Gallery de Nueva York. El artista dividió la sala en tres áreas, donde un grupo de performers realizó una coreografía de movimientos mínimos, acompañados por sonidos electrónicos y una serie de proyecciones audiovisuales en una pantalla. El objetivo del experimento, según declaró el propio Kaprow, era conectar al público con las cosas sin mediaciones conceptuales ni jerarquizaciones. Los sonidos y las imágenes proyectadas no estaban subsumidas al desarrollo de una acción dramática por parte de los performers. Las personas eran tratadas como un objeto más.

El primer ensayo exhaustivo del género (“Los happenings: un arte de yuxtaposición radical”) formó parte del célebre libro Contra la interpretación, de Susan Sontag, publicado a principios de 1966. Habían transcurrido apenas siete años desde el happening de Kaprow pero el género había proliferado en la escena cultural neoyorquina, principalmente por obra de artistas plásticos, como Jim Dine, Robert Whitman, Al Hansen, Yoko Ono y Carolee Shcneemann, y algunos músicos, como Dick Higgins y La Monte Young.

En su ensayo, la norteamericana describe los happenings como “teatro de pintores” o “pinturas animadas” (Sontag, 2012: 343). Una de sus razones es estrictamente empírica: la mayoría de los happenistas neoyorquinos eran pintores. Pero Sontag va más allá, al punto de sostener que “la aparición de los happenings puede ser descripta como una consecuencia lógica de la escuela de pintura de Nueva York de los años cincuenta” (343), que recurrió a lienzos de gran tamaño a los que adhería materiales comúnmente ajenos al arte plástico, generalmente en desuso, como patentes de autos, recortes de diario, pedazos de vidrio y hasta medias de los artistas. La crítica ve en estos procedimientos una voluntad de proyección tridimensional, que encuentra en los assemblages de Robert Rauschenberg y Allan Kaprow su expresión más radical. El happening sería, desde esta perspectiva, el paso del deseo de tridimensionalidad que ya se veía en los assemblages a su actualización dura y pura en una habitación. Este pasaje permite la incorporación de un material que el lienzo impedía: los hombres. Y aquí radica una de las diferencias fundamentales entre el happening y el teatro: las personas se incorporan como un objeto más, sometido a las mismas leyes que el papel o el vidrio.

Allan Kaprow en su environment "Yard" (1967)

Allan Kaprow en su environment «Yard» (1967)

Al carácter fundamental que adquieren los materiales se suma, por la inexistencia de una trama, un uso peculiar del tiempo. El happening “opera mediante la creación de una red asimétrica de sorpresas, sin culminación”, asimilándose a la “a-lógica de los sueños” (340). Sontag ilustra esta característica con la reacción generalizada que observa en el público:

He advertido, tras asistir a un buen número de ellos en el curso de los dos últimos años, que el público de los happenings, un público fiel, atento y, en su mayoría, preparado, suele no darse cuenta de cuándo ha terminado el happening, y se le debe indicar que es hora de marcharse (340).

El otro elemento que denota la libertad que establecen los happenings respecto del tiempo es su “deliberada fungibilidad”: la obra se consume en el momento mismo de su ejecución y, a diferencia de otras artes de la interpretación, como una obra teatral o un concierto, no hay guion o partitura a la que referirse. No hay un más allá del momento presente de su realización.

La importancia de los materiales utilizados le permite a Sontag incluir al happening en la serie del arte plástico. La inconsistencia temporal en el universo teórico del surrealismo. Sin embargo, el rasgo del género que más sorprende a la crítica es el tratamiento del público. Ya sea a través del sometimiento a ruidos ensordecedores o luces molestas, ya sea a partir de una disposición particular de la audiencia, a la que se le puede exigir desde mantenerse de pie durante toda la obra hasta estar amontonada en una pequeña habitación, “el suceso parece ideado para molestar y maltratar al público” (339). Para Sontag, este “modo insultante de comprometer al público parece otorgar a los happenings, a falta de otra cosa, su sostén dramático” (340).

En “Después del pop: nosotros desmaterializamos”, ensayo que escribe en 1967, Oscar Masotta utiliza el happening como un caso emblemático de su teoría de la vanguardia. Allí postula una serie de propiedades que, a su juicio, debe poseer toda obra de vanguardia que se precie de tal: (a) Que pueda reconocerse en ella una reflexión respecto de la historia del arte, es decir, que pueda ubicársela como el resultado de una secuencia de obras; (b) que permita una apertura a nuevas posibilidades estéticas y, al mismo tiempo, realice una negación de un género anterior; (c) que esa negación no sea arbitraria, sino que esté fundamentada en el desarrollo mismo del género que niega; (d) que cuestione, a partir de su hibridación, los límites de los grandes géneros artísticos (Masotta, 2004: 347/348).

Es fácil comprobar la pertinencia del happening en esta caracterización. Como señalaba Sontag, el happening puede pensarse como una realización cabal de la voluntad tridimensional que se manifestaba en el arte plástico previo, algo que Masotta detecta, a nivel local, en el movimiento informalista y las “ambientaciones” de Marta Minujín. Pero esto mismo es lo que lo niega como pintura, al sustituir el lienzo por una sala e incluir elementos propios del teatro, como actores y música, sin poder ubicarse, tampoco, al interior de ese género por carecer de una trama.

La tesis más sugestiva del texto de Masotta refiere a las nuevas posibilidades estéticas que el happening habilita: “En el interior mismo del happening existía algo que dejaba entrever ya la posibilidad de su propia negación, y por lo mismo, la vanguardia se constituye hoy sobre un nuevo tipo –un nuevo género– de obras” (349). El último emergente de la vanguardia mundial habría nacido nada más y nada menos que en Buenos Aires. Masotta llama al género “arte de los medios de comunicación de masas” y considera que “contiene en sí nada menos que todo lo que es posible esperar de más grande, de más profundo y más revelador del arte de los próximos años y del presente” (349/350).

 

III. Los happenings de Masotta y su “superación” por el arte de los medios

En los ensayos que Masotta le dedica al tema, que aparecen en sus libros Happenings (1967) y Conciencia y estructura (1969), pueden rastrearse los inconvenientes que se le presentaron al intelectual para llevar a cabo su objetivo de instalar el happening en la Argentina. En primer lugar, como adelanté, Masotta encuentra un desfasaje entre la proliferación del término en la prensa masiva y los escasísimos happenings que se realizaban en el país.  Como señala Ana Longoni: “Ya en 1962, en su primer número, Primera Plana lo anunciaba como ‘una extraña forma de teatro’ que tenía lugar en Nueva York” (Masotta, 2004: 57). Para el momento en que Masotta organiza sus ciclos, el término se usaba para designar cualquier evento artístico “algo irracional y espontáneo, intrascendente y festivo, un poco escandaloso” (337). El escritor encuentra en la carencia de una crítica local especializada que legitime las producciones de vanguardia (como existía en Inglaterra, Estados Unidos o Francia) una de las razones del fenómeno. Esto repercute sobre la crítica de los medios masivos, que al no poseer fuentes teóricas de calidad en las que basarse termina siendo “mal informada y adversa” (339). Masotta incluye en este último grupo a los periódicos más innovadores de la época, como Primera Plana y Confirmado. Los acusa, en última instancia, de poco comprometidos: “Les interesa más exhibir una información que en verdad o no tienen o han obtenido apresuradamente que usar simplemente de la información que tienen para ayudar a la comprensión de las obras” (339/340). Si bien este diagnóstico del estado de la crítica puede explicar la dudosa calidad de la información que circula en torno al happening, no da cuenta de la proliferación del término. Masotta atribuye esto último a “una cierta ansiedad o alguna predisposición por parte de las audiencias masificadas” (340). La prensa respondería, entonces, aunque de manera ineficiente, a una demanda existente de sus consumidores. En este sentido, el ímpetu innovador y pedagógico de Masotta al organizar sus ciclos de happenings y conferencias estaría correspondido por un deseo genuino e insatisfecho del público local.

Tapa del libro "Happenings", compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967).

Tapa del libro «Happenings», compilado por Oscar Masotta para la editorial Jorge Álvarez (1967)

A esta coyuntura se agrega, por otro lado, un clima de sospecha generalizado respecto del arte de vanguardia desde ciertos sectores de la izquierda. Los estudios más importantes en historia de las ideas de la época (Gilman, Longoni, Sigal, Terán) coinciden en que “la percepción generalizada de estar viviendo un cambio tajante e inminente en todos los órdenes de la vida” (Longoni, 2014: 22) con la que empieza el período deriva, una vez afianzada la revolución cubana, en un “militante antiimperialismo” (Terán, 2013: 139), que tendió un manto de sospecha sobre las ideas y producciones provenientes de Europa y Estados Unidos, principales centros de producción del arte experimental. Aun si en estos grupos se dieron grandes discusiones respecto del rol de la vanguardia artística, y en una publicación como Cuadernos de Cultura, del Partido Comunista, podían encontrarse defensas explícitas –como la que realizó el artista Jorge de Santa María en 1969 al otorgarle “un efecto de crítica social” (Longoni, 2014: 221) – la posición predominante era de rechazo por “entendérsela como un modo extranjerizante o ejercicio meramente lúdico y superficial” (25).

Es probable que esta coyuntura haya influido en algunos de los desplazamientos más significativos entre el happening de La Monte Young y Para inducir el espíritu de la imagen, como llamó Masotta al suyo. Si bien mantendría el esquema general (una ambientación sonora perturbadora, la sala en penumbras, un grupo de personas iluminadas frente al público), antes del evento agregaría un suplemento explicativo: le anticiparía a la audiencia con lujo de detalles aquello que experimentaría unos minutos después. A diferencia de su propia experiencia como espectador del happening de La Monte Young, que apelaba de forma directa a los sentidos, sin mediaciones verbales ni anticipos, la audiencia del suyo oiría un relato pormenorizado de aquello que vería. De esta forma, Masotta operaba sobre sus expectativas y violentaba de manera explícita algunos de los rasgos del género, como su inmediatez, el factor sorpresa, la incertidumbre respecto de su duración.

La otra gran modificación que introduce Masotta es, si se quiere, temática. Los cinco performers de La Monte Young parecían practicar alguna variante de espiritualismo oriental, o por lo menos eso sugerían sus túnicas, los sahumerios encendidos, las poses de meditación. El argentino elige reemplazarlos, en principio, por entre treinta y cuarenta personas reclutadas “entre el lumpen proletariado: chicos lustrabotas o limosneros, gente defectuosa, algún psicótico de hospicio, una limosnera de aspecto impresionante que recorre a menudo la calle Florida” (Masotta, 2004: 302).  A la distribución de roles entre actores y público Masotta le sumaría una dimensión socio-económica: espectadores de clase media y media-alta pagarían por ver en el escenario a un grupo de lúmpenes. Quizás juzgara que, de esa forma, resguardaría su obra de la sospecha generalizada que, como vimos, la mayoría de los intelectuales de izquierda tenía respecto del arte experimental. El propio Masotta parece sugerirlo cuando dice que en el espectáculo de La Monte Young había “una mezcla intencionada –para mi gusto, un poco banal– de orientalismo y electrónica” (299, el resaltado es mío).

"Segunda vez", recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

«Segunda vez», recreación audiovisual del happening de Masotta por Dora García

Pero además de estas adaptaciones coyunturales, propias de cualquier proceso de importación cultural, hay otras que parecen responder a ciertas inquietudes estético-intelectuales de Masotta respecto del género. En el esquema inicial, Para inducir el espíritu de la imagen duraría dos horas. Más adelante decide reducirlo a una sola. En su balance sobre el evento, que narra de manera detallada en “Yo cometí un happening” (una respuesta a la crítica encubierta que publicó Gregorio Klimovsky en el diario La Razón), juzga desacertado ese cambio y lo atribuye a sus prejuicios idealistas, que hacían que se interesara más “por la significación de la situación que por su facticidad, su dura concreción” (305). Podría pensarse, sin embargo, que en esa jerarquización del significado por sobre el hecho en sí (algo que puede verse, también, en el relato anticipatorio con el que comienza su happening) ya está operando una de las diferencias fundamentales que Masotta encuentra entre el happening y el arte de los medios:

Mientras el happening es un arte de lo inmediato, el arte de los medios de masas sería un arte de las mediaciones, puesto que la información masiva supone distancia espacial entre quienes la reciben y la cosa, los objetos, las situaciones o los acontecimientos a los que la información se refiere. Así la ‘materia’ del happening, la estofa misma con la cual se hace un happening, estaría más cerca de lo sensible, pertenecería al campo concreto de la percepción; mientras que la ‘materia’ de las obras producidas al nivel de los medios de información de masas sería más inmaterial, si cabe la expresión, aunque no por eso menos concreta. El pasaje entonces desde el happening a un arte de los medios de información de masas arrastraría una transformación de la materia estética: esta se haría, cada vez, más sociológica (201, 202).

 

Si bien sería absurdo incluir Para inducir el espíritu de la imagen dentro del arte de los medios de masas, por el sencillo hecho de que en su ejecución no intervinieron medios masivos, no es osado pensarlo como una obra de transición entre uno y otro género. Por un lado, como ya dije, la descripción detallada del evento con la que Masotta inicia el happening introduce una mediación entre los espectadores y el hecho performático que, inevitablemente, condiciona su recepción. El hecho de que Masotta reduzca el tiempo de exposición del público a los ruidos ensordecedores y la observación de los performers en la tarima, por su parte, disminuye el efecto que, se supone, estos generarían sobre la percepción. Por último, la introducción de una referencia explícitamente política, al elegir un grupo de performers de extracción social manifiestamente baja, corre el eje del efecto sobre los sentidos a la significación social del happening. De hecho, cuando finaliza el espectáculo y sus amigos de izquierda, como los describe, se acercan molestos a preguntarle por su sentido, Masotta les contesta “usando una frase que repetí siguiendo exactamente el mismo orden de las palabras cada vez que se me hacía la misma pregunta. Mi happening, repito, ahora, no fue sino un acto de sadismo social explicitado” (312). La pregnancia de esta descripción en algunas de las investigaciones recientes que tomaron el happening como objeto (Claire Bishop, en Artificial Hells, incluye la obra de Masotta en un capítulo titulado “Social Sadism Made Explicit”; Mario Cámara, en Restos épicos, lo ubica junto a una serie de obras que denomina “Serie sádica”) demuestran que más que su intervención sobre el terreno de los sentidos, lo que primó en la recepción de Para inducir el espíritu de la imagen fue su significación política.

El otro happening que realizó ese año explicita aún más el desplazamiento del interés de Masotta de la inmediatez y la intervención sobre lo sensible que se espera del happening a las mediaciones y la problematización de la comunicación de las que se valdría el arte de los medios masivos. El helicóptero, como lo llamó, involucró dos locaciones diferentes: la sala el Theatrón y una antigua estación de trenes de Martínez. Aunque la totalidad del público fue citada en el Instituto Di Tella a la misma hora, allí se dividió a la audiencia en dos grupos, a los que se les asignaron vehículos diferentes. El objetivo era que ninguno de los espectadores pudiera ver la totalidad del happening, aunque solo se percatarían de esto al final. En el teatro se proyectó un corto en el que una persona, completamente vendada, se agitaba violentamente con el propósito de liberarse; simultáneamente, un baterista y otros músicos tocaban en vivo, las acomodadoras daban indicaciones a los gritos durante el evento y el público era fotografiado una y otra vez. En la estación de trenes, mientras tanto, la actriz Beatriz Matar saludaba al público desde un helicóptero que sobrevoló el lugar durante varios minutos. El happening culminaría con la reunión de las dos partes en la estación de trenes. El objetivo era simple: que los espectadores de cada una de las secuencias les narraran a los otros aquella que no presenciaron. El happening, escribe Masotta, “se resolvía así en la constitución de una situación de comunicación oral: de manera ‘directa’, ‘cara a cara’, ‘recíproca’, y en un mismo ‘lugar’, los dos sectores de la audiencia se comunicaron lo que cada uno no había visto” (359). El énfasis, como es evidente, estaba puesto en las mediaciones: solo a partir de las narraciones de los otros cada espectador podría lograr una apropiación global de la situación.

Afiche del happening "El helicóptero", de Oscar Masotta

Afiche del happening «El helicóptero», de Oscar Masotta

Como puede verse, en los dos happenings de su autoría Masotta le otorga un rol central a las mediaciones narrativas. A los motivos que ya explicité, hay que agregar uno fundamental: si bien su objetivo explícito era instalar el happening en el ambiente cultural local, en el transcurso de la preparación de sus ciclos, y a partir de las discusiones con los artistas e intelectuales que convocó para llevarlos a cabo (Roberto Jacoby, Eduardo Costa, Miguel Ángel Telechea, Oscar Bony, Leopoldo Maler y Alicia Páez), el escritor empieza a dudar de la actualidad del género: “A medida que aumentaba nuestra información crecía la impresión de que las posibilidades –las ideas– se hallaban agotadas” (252). Estas dudas respecto de la posibilidad de hacer un aporte original al género resultarán en otro de los hitos de transición hacia el arte de los medios: en vez de hacer un ciclo de happenings originales, el grupo resuelve hacer un happening de happenings: recrear, en un mismo evento, una serie de obras que se realizaron en otros países y que consideran relevantes dentro del género. A partir de libros, grabaciones y el relato de Masotta de uno de los que presenció en Nueva York, el grupo replicaría happenings de Carolee Schneemann, Claes Oldenburg y Michael Kirby. Sobre happenings, el nombre que eligen para el evento, ya da una pauta de sus intenciones; la idea era realizar un comentario acerca de otros happenings:

Los acontecimientos, los hechos, en el interior de nuestro happening, no serían solo hechos, serían signos. Dicho de otra manera: nos excitaba, otra vez, la idea de una actividad artística puesta en los ‘medios’ y no en las cosas, en la información sobre los acontecimientos y no en los acontecimientos (253)

 

La recreación de esos happenings célebres, además, violentaba otro de aquellos rasgos característicos del género: su fungibilidad. Roberto Jacoby, uno de los integrantes del grupo, muestra la plena conciencia que tenían al respecto: “Los copiamos como si fueran obras de teatro sujetas a guión, lo cual era una manera de matar el happening o transponerlo a las reglas de la reproductibilidad” (68).

Será precisamente Jacoby el que realice el pasaje definitivo al arte de los medios masivos. La invitación a realizar un ciclo de happenings con la que Masotta reúne a un grupo de artistas e intelectuales en abril de 1966 coincidió con algunas ideas que Jacoby venía masticando hacía un tiempo, como la de hacer “una exposición que fuera sólo el relato de una exposición” (70). A mediados de año, Roberto Jacoby, Eduardo Costa y Raúl Escari anuncian, a través de un manifiesto –gesto clásico de las vanguardias artísticas–, la creación del grupo de Arte de los Medios de Comunicación. Su obra inaugural, que terminó conociéndose como antihappening, consistió en la elaboración de una gacetilla compuesta por relatos y fotografías montadas de un happening inexistente. El propósito era que los medios hicieran circular esa información como si fuera verídica, constituyendo la obra en el proceso mismo de transmisión. El circuito se completaría con la reconstrucción que cada lector hiciera a partir de las reseñas de la prensa. Esta operación, que ponía en evidencia el artificio que interviene entre los hechos y su comunicación –al punto de poder divulgar como un acontecimiento real algo completamente montado por un grupo de artistas–, puede resultarnos algo inocente en la actualidad, a la luz de la proliferación de fake news.

Pero el grupo no se proponía, simplemente, advertir acerca del poder de los medios de engañar a sus audiencias, sino más bien extender los límites de la obra de arte, incluyendo la materia de la que estas pueden valerse y sus vehículos tradicionales. Son paradigmáticas, en este sentido, las presentaciones de literatura grabada en el Instituto Di Tella, en las que se reprodujeron grabaciones de relatos orales recogidos en la ciudad de personajes ajenos al circuito literario tradicional, como un lustrabotas, una psicótica con delirios de persecución y la abuela de uno de los artistas. Las obras no solo desplazaban el medio arquetípico de la literatura del libro al cassette sino que cuestionaban el hecho literario en sí mismo, a partir de relatos no necesariamente ficticios, narrados por no-escritores.

En sus Lecciones de estética, Hegel presenta la tesis de que el arte pertenece al pasado. Con esto no quiso decir que las obras artísticas fueran a dejar de existir, sino que su función, que para el filósofo no era otra que manifestar la verdad, ya no podría darse de manera inmediata. Arthur Danto ilustra esta idea con las latas de sopa de tomate Campbell’s de Andy Warhol: cuando las miramos lo primero que nos preguntamos es si son arte o no. Su inclusión en ese universo depende, en última instancia, de un argumento; deben darse razones (históricas, estéticas, institucionales) que certifiquen tal pertenencia. En otras palabras: arte y filosofía del arte, obra y crítica se vuelven mutuamente dependientes. Sin la segunda no existe la primera. La conmoción, de producirse, es eminentemente intelectual. Hegel diría que el arte ha sido sustituido por la filosofía.

En las reflexiones de Masotta sobre la vanguardia, el rol del happening y su supuesta superación por el arte de los medios hay un eco de estas ideas. Si lo innovador del happening consistió en la extensión de la materia del arte –al utilizar materiales plebeyos e incluir al hombre como uno más de ellos–, la imposibilidad de convertirse en objeto de museo por su carácter irrepetible y la extensión de los límites de aquello que puede considerarse obra, las mediaciones narrativas que incluyó Masotta en los suyos y la superposición entre obra y transmisión que llevaron a cabo sus colegas con el arte de los medios masivos corren definitivamente el eje desde la afección sensible, uno de los atributos definitorios del arte, hacia la reflexión. En palabras del escritor: “El objeto estético nuevo lleva en sí mismo no tanto –o bien tanto– la intención de constituir un mensaje original y nuevo como permitir la inspección de las condiciones que rigen la constitución de todo mensaje” (221). La pregunta que estas obras le hacen, en definitiva, a sus receptores, involucra su propio status (¿Es esto una obra de arte?), lo que obliga a reflexionar sobre la constitución misma del hecho artístico.

Escribir/leer poesía: Tálata Rodríguez y Carlos Battilana

Video: Leonardo Mora
Foto de Tálata Rodríguez y Carlos Battilana: Luciana Caresani


Compartimos con ustedes el registro audiovisual de la actividad «Escribir/Leer poesía», que ofició como cierre del seminario «El latido del texto: lecturas de literaturas latinoamericanas», dictado por Gonzalo Aguilar y Mónica Szurmuk en la Maestría en Literaturas de América Latina de la Universidad Nacional de San Martín.

Poetas: Tálata Rodríguez y Carlos Battilana

Moderadora: Jéssica Sessarego

 

 

Carlos Battilana (Paso de los Libres, Corrientes, 1964). Es autor de los libros de poesía: Unos días (1992), El fin del verano (1999), La demora (2003), El lado ciego (2005), Materia (2010), Narración (2013), Velocidad crucero (2014) y Un western del frío (2015). También publicó la antología Presente Continuo (2010), las plaquettes Una historia oscura (1999) y La hiedra de la constancia (2008). Sus poemas han aparecido en antologías argentinas y latinoamericanas. Publicó Crítica y poética en las revistas de poesía argentinas (1979-1996), en 2008 en forma digital. Realizó la compilación y el prólogo de Una experiencia del mundo, de César Vallejo, para la editorial Excursiones en 2016, y en co-autoría compiló Genealogías literarias y operaciones críticas en América Latina (2016). Ejerció el periodismo cultural y colaboró en diversos medios (Diario de Poesía, Hablar de Poesía, ADN, Bazar Americano, Poesía Argentina, entre otros). Forma parte del staff de la revista Op. Cit. Revista de Poesía. Se desempeña como docente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires y de Introducción a los Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Hurlingham. Este año saldrá publicado su libro de ensayos El empleo del tiempo. Poesía y contingencia por la editorial El Ojo del Mármol, y en 2018 el libro de poemas Una mañana boreal, por la editorial Club Hem de La Plata.

 

Tálata Rodrígez nació en Bogotá en 1978, de padre colombiano y madre argentina. En 1986, como reto propuesto por su padre para que aprenda a leer, publicó su primer libro Los pájaros de la montaña soñadora, compuesta por poesía y dibujos. Se radicó en 1989 en Buenos Aires, donde se dedica desde los quince años al activismo cultural. Durante años escribió las letras de varios cantantes argentinos, hasta darse cuenta que sus textos se pueden sostener por si mismos. Durante su tiempo de bartender, empezó un día a recitarlos delante de su clientela, que la incitó a seguir y un amigo le propuso grabar el primer video para que se notara cómo lo recita; luego se publicaron nueve poemas y textos como libro objeto multimedial Primera Línea de Fuego (2013, ed. Tenemos las Máquinas). El poema-videoclip “Bob” ganó en el 2014 en la categoría “Arcoiris” del premio Norberto Griffa a la Creación Latinoamericana (BIM14). En el 2015 se estrena su performance “Padrepostal” en el marco del ciclo MisDocumentos en Buenos Aires y publicó Tanta Ansiedad (ed. Lapsus Calami-Caligrama) en España y Nuestro día llegará (ed. Spyral Jetti) en Argentina. Sigue produciendo videoclips con videastas locales. Tálata Rodriguez, escritora, realizadora de contenidos audiovisuales

 

 

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Performatividad y trans-versalidad artística: performance, género y construcciones de la subjetividad trans en aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada

Por: Andrés Riveros Pardo

Foto de portada:  Christer Strömholm

En el marco del seminario “Transformaciones de lo literario: sus intersecciones con las imágenes, la música, el teatro y el cine” –dictado por Mario Cámara–, Andrés Riveros Pardo propone una lectura de aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada que pone el acento en los cruces (de las disciplinas, los géneros, los soportes, las escrituras). Así, para el autor, estas dos artistas –al hacer de su arte un vehículo para poner en práctica su género– construyen su subjetividad no solo a través, sino dentro del arte.


Nadie me quita lo producido

Effy Beth

Es que sigo creyendo que no soy una individua

fuera de lo escrito o de lo actuado

Camila Sosa Villada

 

 

Dos artistas, dos transiciones, varias acciones artísticas que se interconectan y que, a la vez, generan nuevos vínculos que abren las posibilidades de los cuerpos y las formas de entenderlos/habitarlos. Effy Beth y Camila Sosa Villada son reconocidas artistas que han trabajado la mayor parte de su trayectoria narrando las experiencias alrededor de sus transiciones sexo-genéricas e, igualmente, han llevado registro de estas a través de diferentes obras y géneros artísticos. Esto les dio la posibilidad de abarcar el cambio desde miradas diversas, que mutan, se transgreden constantemente y que llevan en su forma la misma esencia de variabilidad e inestabilidad de les objetos-sujetxs que buscan problematizar.

Effy dirigió su mirada hacia el performance. Muchos de los que llevó a cabo fueron muy reconocidos y tuvieron gran repercusión dentro de los ámbitos académico y artístico. Por ejemplo, en Soy tu creación recopiló más de ochocientos retratos que el público realizó de ella y en Nunca serás mujer, obra en la que extrae toda la sangre que debería haber menstruado hasta el momento de su cambio hormonal, logró hacer visibles muchas de las experiencias y afectos involucrados en su transición hormonal. En el blog dedicado a esta acción, la misma Effy explica un poco más acerca de este proceso:

Reparto la sangre en 13 dosis representando las 13 menstruaciones desde abril del 2010 a abril del 2011, y realizo con cada una de ellas una serie de acciones relacionadas con lo que viví cada mes respecto a la construcción de mi identidad de género. Las acciones son performáticas en su totalidad, aunque algunas en particular son también intervenciones urbanas, y foto-performance[1].

 

Desde esa perspectiva llevó a cabo muchas otras acciones performáticas, como Awomen o Genital Power: Cortala!, que también fueron tanto obras como obras-herramientas y que funcionaron no solo para comunicar su visión sobre los cuerpos, las experiencias de vida y las subjetividades disidentes, sino que fueron en sí mismas partes fundamentales de su proceso de transición.

Esta artista, cuyo género asignado al nacer fue el masculino, es capaz de crear diferentes acciones que captan diversos momentos de su pasado, las transformaciones que ella misma está sufriendo y su posterior tránsito entre géneros. Su capacidad de hacer que sus obras no solo sean visiones y representaciones de estas corporalidades, sino que tengan la potencia de ser actos performativos del género, resalta esta misma característica fundamental de lo que llamamos “género” y pone de manifiesto la idea de producción de identidades, en vez de apelar a la idea tradicional y, al parecer, insuficiente, de la estabilidad “biológica” y “natural” de los cuerpos. Es de vital importancia mencionar la potencia transformadora de sus obras, las cuales no se limitan a denunciar o a hacer activismos —solamente—, sino que llevan en sí mismas una potencia para generar espacios de reflexión y transformación: se están transformando, transforman y “transicionan” con ella y con quienes se involucran en ellas.

 

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

Effy Beth (fuente: https://feminacida.com.ar/effy-beth-y-el-deseo-de-ser/)

 

Beth (como ella lo menciona en algunos de los escritos registrados en textos creados como homenajes) también hace uso del video, la fotografía y el cómic para ampliar las posibilidades de su obra. A través de ellos hace más evidentes ciertas posturas y condiciones de los cuerpos que están construyéndose constantemente y ciertas características del cambio que se ven limitadas a la hora de realizar únicamente performances. En video-performances como Pequeña Elizabeth Mati (Little Mermaid doblado al español)[2], por ejemplo, interviene videos de su infancia para poner de manifiesto la violencia y las presiones sociales que imponen los padres y las madres a les niñes para que representen un cierto género o demuestren que pueden reencarnar ideales heteronormativos y binarios. A través de subtítulos en los que cambia los diálogos que se escuchan en el audio de los videos, Effy pone en estos mismos las palabras que realmente hubiera querido decir en ese momento o la forma en la que realmente estaba escuchando los mandatos que sus padres le imponían por haber “nacido” como varón.

Su repentina muerte deja varios de sus proyectos artísticos a la deriva. Uno de ellos, Varias miradas sobre la chica que nació con la concha salida, que luego vendría a llamarse a.C/d.C: un libro de Effy Beth, se transformó en un libro en el año 2018. Esta obra conjunta resume de forma más interesante la manera en la que Effy producía su obra a la vez que se producía a sí misma. Este proyecto fotográfico buscaba representar el cambio quirúrgico de la reasignación de sexo. Siempre teniendo en cuenta la característica política y pública de los cuerpos y del género, ella no representa su cambio desde ella misma y su visión, sino que involucra la mirada de les otres, como ya lo había hecho en muchos de sus performances anteriores. De esta forma, convoca a un grupo de artistas a través de una mecánica bastante específica en la que lxs invita a tomarle dos fotografías: una que la muestre antes de su cirugía y otra, más de un año después, en la que se vea el resultado del procedimiento; en este caso, entonces, las fotos mostrarían su vagina. A continuación, transcribo algunas aclaraciones que hace Effy acerca de la toma de las fotografías para el proyecto (las cuales aparecen en el libro de 2018):

La fotografía con el pene será a realizarse dentro de los 30 días luego de aprobada la propuesta, y la fotografía con la vagina será realizada un año o dos años después. Las fotografías estarán realizadas en base a los bocetos enviados, y tanto el boceto como la fotografía resultante se mantendrán en secreto hasta el momento de la publicación del libro. El día que se tomen las fotos, se selecciona cuál es la que quedará en el libro y todas las demás serán borradas en el momento.

 

Effy no lograría llegar a la toma de la segunda foto planeada. Sin embargo, el libro en el que ella planeaba registrar esta obra fue publicado con ayuda de su madre y de les artistas elegidos para fotografiarla. Este texto deja un testimonio asombroso de la construcción social y cultural que tiene el performance –especialmente en América Latina– y que tienen los cuerpos, como lo menciona Silvio de García en su artículo “Arte acción en América Latina: cuerpo político y estrategias de resistencia” (2010):

Es entonces cuando en la performance o el arte acción de Latinoamérica nos encontramos con el “cuerpo político”, es decir, con un cuerpo que no solo es instrumento de significaciones, sino que opera en sí mismo como reflejo de determinadas demarcaciones de lugar, asociadas al flujo de los acontecimientos históricos y sociales […]. Dicho de otro modo, se asume el cuerpo como una construcción social, no como una forma dada y desarrollada aisladamente, sino como producto de una dialéctica entre el “adentro” y el “afuera”, entre el cuerpo individual y el cuerpo social (3).

 

Son, entonces, les otres, les fotógrafes y sus miradas, quienes terminan por completar su cambio. Si la fotografía puede llegar a ser la prueba fehaciente de un hecho o de un evento, si la pensamos en su función más periodística, en esta obra esta técnica no alcanza a evidenciar la transición de Effy. Sin embargo, quienes realizan la obra con ella pueden dar cuenta de su vida y de la materialidad de su proceso a través de la poesía, la escritura, la intervención fotográfica o la elección de otras fotos de ella que pudieran dar cuenta de esta transición. Es la interconexión de las artes, la que ella misma había practicado, la que puede representar de forma más exacta la construcción de un cuerpo marginal, que no se conforma con el discurso biológico, sino que explora las posibilidades, las formas y desvanece, a través de la acción, los límites y las barreras impuestas. Tal como dice Martín Villagracia, uno de les artistas que la fotografió para este proyecto: “Effy nunca fue la construcción exclusivamente de sí misma. De alguna manera, siempre fue un proyecto colectivo en el que participaba todo aquel que compartía su experiencia”. De esta forma, se puede evidenciar el propósito netamente performativo de la obra de Effy.

 

Effy 1

 

Sosa Villada, por su parte, se ha referido a este mismo tema en poemas de su primer libro La novia de Sandro (2015) y en El viaje inútil: Trans/escritura (2018), en el que hace énfasis en la manera en la que la literatura, la lectura y la escritura han hecho parte de su proceso de transición, de su obra y de su vida. Finalmente, en la obra de teatro Carnes Tolendas, puesta en escena en el año 2013, que mezcla registros y fragmentos de obras de Federico García Lorca como La casa de Bernarda Alba (1945), Doña Rosita la soltera (1935), Yerma (1934), Bodas de sangre (1933) y algunos de sus poemas junto con frases representativas de su madre y su padre durante fases de infancia, de su transición y de su reconocimiento genérico.

A través de diferentes lenguajes artísticos como el teatro, la poesía, el ensayo y la prosa, Camila Sosa Villada también narra el proceso que la lleva de Cristian a Camila. Es también, como en el caso de Effy, una artista que ve en la transversalidad de las artes y los géneros artísticos una forma de hacer igualmente performativa la variabilidad genérica de los cuerpos no hegemónicos. A través de la incursión en diferentes artes, las barreras que se instauran alrededor de las artistas se desvanecen y abren la puerta a nuevas posibilidades. Su propio cuerpo y subjetividad son, para Sosa, construcciones que se llevan a cabo a través de diferentes experiencias que devienen en sus actuaciones, sus letras, sus personajes y, por lo tanto, están en cada libro y parlamento. Ella, obra maleable y siempre en proceso de construcción, es la expresión artística que cuenta a través de su obra. Su familia, su pasado y las situaciones por las que pasó son la materia prima de donde viene el material para convertirse en lo que ahora es o quisiera ser. Por ejemplo, en su libro más reciente, Las malas (2019), pone de manifiesto y convierte en obra su experiencia en el ejercicio de la prostitución y el recuerdo de los grupos de travestis que se toman las calles y las plazas para poder llevar a cabo su oficio. En sus palabras, tomadas de El viaje inútil: Trans/escritura:

Escribir sobre esas travestis como las últimas revolucionarias además de los amantes y también como la última bohemia que conocí. Y la última poética que parte de algo tan inesperado como las zonas rojas y una comunidad marginada como hemos sido las travestis. Esto es el equilibrio del que hablé antes. Es necesario poner en palabras esa pieza que falta en el inconsciente colectivo. Develarlo ponerle palabras a eso para que la gente lo lea y lo escuche (90).

 

Entonces, cuando la misma experiencia se convierte en obra, se visibiliza. Y esto mismo sucede con el género y las transiciones sexo-genéricas: solo pueden ser o entenderse desde su práctica, como diría Judith Butler, y no desde su nombre, como nos han hecho creer con los discursos hegemónicos y binarios de la exclusividad del varón y la mujer como únicas variables y posibilidades genéricas. Lo que busco explorar aquí es la forma en la que la transversalidad de artes que practican Beth y Sosa son maneras de poner en práctica las formas de construcción de la subjetividad trans y de hacerlas visibles a través de su puesta en escena en el universo social, “exterior” y público. Al hacer esto las obras son en sí mismas variabilidad, transgresión y posibilidad de apertura. Como parte del proceso de construcción de una subjetividad trans, estas artistas han tenido que experimentar con su propio cuerpo, instrumento político por excelencia de las subjetividades queer, trans o no binarias, para poner en evidencia la idea del cuerpo como una construcción siempre inacabada que, como la obra de arte, toma total relevancia a la hora de enfrentarse a la mirada externa. Esta característica la comparten con la idea de “performance” y de “cuerpo social” antes mencionadas y con la noción de “cuerpo” dentro de la teoría performativa del género estudiada por Butler, especialmente en Cuerpos aliados y lucha política: hacia una teoría performativa de la asamblea (2015):

El cuerpo no es tanto una entidad como un conjunto de relaciones vivas; el cuerpo no puede ser separado del todo de las condiciones infraestructurales y ambientales de su vida y su actuación. Esta última está siempre condicionada, lo cual no es más que una muestra del carácter histórico del cuerpo” (69 – 70).

 

Tal vez podamos encontrar un gran ejemplo de esto en las palabras de la madre de Effy Beth, Dori Faigenbaum, en una entrevista con la emisora de radio La retaguardia luego de la muerte de Effy y en la que se refiere al carácter social y relacional de las obras de su hija:

Ella era también como muy precisa en cómo pensaba todo y me parece que el impacto de toda su obra es que ella no iba a convencer a nadie de nada, sino que iba a trabajar con la representación social de la gente que pasaba frente a su persona, esto quiere decir: “Yo no te voy a convencer de que el sida es esto u otra cosa, el género es esto u otra cosa, sino que te voy a poner a vos en situación de que pienses y de que digas qué juzgas, qué prejuzgas, o qué opinas en relación a ciertos temas, y si vas a seguir pensando lo mismo después de decirlo en voz alta[3].

 

 

Recuento y encuentro: un poco más acerca de las conexiones entre la obra de Effy Beth y la de Camila Sosa Villada

 Tal vez sea correcto empezar este recuento admitiendo que Effy Beth nunca incursionó en la literatura como tal, mientras que la obra de Sosa Villada se basa, principalmente, en la escritura de poesía, guiones de teatro, prosa y ensayos. Sin embargo, lo que me interesa resaltar dentro del trabajo de cada una de ellas es la forma en la que han logrado no solo relatar, sino poner en evidencia, con su obra y con su mismo cuerpo/subjetividad, la manera en la que se vive o se experimenta la transición sexo-genérica en las disidencias. Por esta misma razón, he elegido centrarme en las obras aC/dC de Effy Beth y El viaje inútil de Camila Sosa Villada. En estas, considero, se muestra de forma más explícita este proceso a través de diferentes mecanismos y sobre todo, como mencioné anteriormente, la trans-versalidad de diferentes géneros y artes. En el primero de estos textos se documentan los resultados del proyecto de Effy ya descrito y se hace un “recuento” del mismo por parte de les fotógrafes y artistas elegides por ella. Igualmente, este texto contiene un pequeño diario de los primeros días de Effy luego de someterse a la cirugía de reasignación genital. Este breve recuento parece de suma relevancia porque pone en palabras la experiencia más personal y afectiva por la que pasan quienes toman esta clase de decisiones. Por otro lado, Camila Sosa Villada también hace mucho énfasis, en el texto ya citado, en los procesos que fue experimentando dentro de su vida a la hora de descubrir que no estaba de acuerdo con el género con el que había sido asignada en su nacimiento y además, con otros temas que la constituyen como una subjetividad disidente al haber nacido sin gran capacidad económica, con un padre autoritario y al haber tenido que ejercer la prostitución. El primer cruce que podemos ver entre ambas obras, además del material escrito que nos dejan, es precisamente la constitución de los cuerpos, los géneros y las realidades que los transitan como algo que está siempre en movimiento y que sucede en varios ámbitos y espectros.

Es importante hacer un brevísimo recuento de su obra para encontrar algunos hitos que las llevaron hasta este punto y para —claro está— entrar un poco más informades en sus expresiones artísticas. En cuanto a las diferentes performances y otras piezas de Effy se podría decir mucho, ya que a pesar de su temprana muerte logró crear numerosas acciones que la posicionaron como una de las artistas más reconocidas dentro del “círculo disidente”. Sin embargo, una de las obras en las que mejor se puede observar la cualidad social y “externa” de sus acciones posteriores sería el performance Soy tu creación. Allí Effy ya empieza a jugar con la construcción social del cuerpo y con la problematización de la mirada a la hora de reconocer a une otre y hasta a une misme. En el texto Que el mundo tiemble: Cuerpo y performance en la obra de Effy Beth (2016) en el que se recopila mucha de su producción artística, se encuentra este pasaje escrito por ella, que revela un poco más los pormenores de la acción: Acostada en un colchón, con poca ropa, simulando máxima intimidad y predispuesta a entablar conversación con quien sea que se me acerque, voy a pedir que se me retrate de manera simple para yo poder verme a través de otros ojos” (54). El performance hace visible el cuerpo a través de la acción del dibujo y convierte la mirada en un fenómeno compartido: quien mira construye al otro y a la vez, quien es reconocido puede moldear su subjetividad con base en la forma en la que le otre mira. Aunque los resultados de los retratos varían es importante resaltar dos de ellos: muchos de les asistentes “binarizan” la corporalidad de Effy llevándola hacia lo femenino e, incluso, exagerando sus senos. Igualmente, se da paso a una corporalidad híbrida: muchos de los retratos realizados muestran a Effy como una sirena. Esto resulta interesante porque enfrenta las dos maneras en las que solemos reconocer el cuerpo, el género y la genitalidad, a saber, a un cuerpo que reconocemos como femenino solemos asignarle una genitalidad femenina o, por otro lado, al no reconocer inmediatamente la genitalidad de una corporalidad disidente la enfrascamos y limitamos al ámbito de la fantasía, de lo que no estamos seguros. Un terreno de incomprensión que preferimos dejar a la imaginación. En las conclusiones de esta obra y de su resultado Mira Colectiva, consignado en el texto antes mencionado, Effy resume la forma en la que hace visible y casi palpable la verdadera constitución de lo que solemos llamar como “interno” y “externo” en términos de identidad y de subjetividad: cómo se difumina esa línea divisoria ya casi inexistente:

Paradójicamente al momento de pensar este proyecto tengo plena convicción de que somos nuestra propia creación con lo que los demás nos dan, y no al revés. Somos los constructores que continuamos individualmente lo que nuestros padres, amigos y sociedad nos ayudaron a construir mediante la ida y vuelta de una mirada crítica. En la obra invierto la función social y la limito hacia un solo sentido: primero digo yo soy yo, y luego los demás construyen o destruyen sobre eso. Esto es lo que me transforma de ser humano a objeto pasivo. Entrego mi persona a capricho del ojo ajeno (63-64).

 

Con esta acción Effy parece demostrar la importancia de la mirada en la construcción de la subjetividad y, por lo tanto, hace “externo” lo que consideramos como “interno”. Al hacer de la mirada un acto cuyo resultado termina en un papel y que puede ser experimentado a través de los sentidos y de “la superficie” se hace evidente el hecho de que construimos con y a través de la mirada y que lo que nos ve o la forma en la que nos ven también nos constituye: no existe algo como un antes o un después en la construcción de la subjetividad, sino que como dice Butler en su texto El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), lo que consideramos “interior” hace también parte de discursos sociales y de realidades “externas”. Es decir que puede llegar a ser tan solo una ficción regulatoria que jerarquiza ciertos planos de la subjetividad por encima de otros, siendo el género, por ejemplo, uno de ellos:

En otras palabras, actos, gestos y deseo crean el efecto de un núcleo interno o sustancia, pero lo hacen en la superficie del cuerpo, mediante el juego de ausencias significantes que evocan pero nunca revelan, el principio organizador de la identidad como una causa. Dichos actos, gestos y realizaciones […] son performativos en el sentido de que la esencia o la identidad que pretenden afirmar son invenciones fabricadas y preservadas mediante signos corpóreos y otros medios discursivos (266).

 

En El viaje inútil Camila Sosa Villada hace un recuento de las experiencias y condiciones sociales y familiares que la marcaron y acompañaron tanto en su tránsito sexo-genérico como en su decisión de convertirse en artista. Acciones que van íntimamente conectadas. Las condiciones sociales, como mencioné antes cuando hablé de la obra de Effy, hacen parte de la constitución de su subjetividad. Es la precariedad[4] la que moldea muchas de las condiciones que determinan aspectos de su subjetividad en los años de su infancia y los que la hacen encontrar una salida posible en el arte y la literatura. Estas condiciones “externas” resultan ser de suprema relevancia para lo que ella será “internamenteen años posteriores como escritora:

Contra toda la soledad y la tristeza de vivir en ese pueblo, donde el único entretenimiento es sentarse a mirar los autos pasar por la ruta, en ese pueblo donde nos hemos tenido que anclar las dos, en ese pueblo donde todo llega tarde, donde no tenemos luz eléctrica, ni gas, ni esperanza de nada, ahí resultó que sin quererlo, sin sospecharlo siquiera, mi mamá me enseñó a leer. Y yo aprendí (19 – 20).

 

Este texto muestra cómo se difumina esta supuesta línea divisoria entre el discurso y la subjetividad. Esto demuestra la compleja relación que se da, aún más en la infancia, entre estos elementos que se materializan y toman forma en la conducta y en la relación con les demás. Es por esto que el terreno de la lucha de les artistas y corporalidades trans se da en el ámbito político, porque es justo allí en donde entra a jugar el discurso del género y la sexualidad que se ha internalizado durante el proceso de la infancia. Bien lo menciona Jack Halberstam es tu texto “Trans*: una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género” (2018) cuando se refiere al devenir trans y a la forma en la que se puede ver claramente en los primeros años de vida que el género “viene de otra parte, en vez de formar la verdad del cuerpo” (83), porque es internalizado después de que la madre, el padre o el grupo social lo declaren. En el siguiente párrafo explica un poco mejor esta idea basado en algunas premisas de Wendy McKenna y Suzanne Kessler descritas en su texto de 1978 Gender: An Ethnomethodological Approach:

Un cuerpo infantil puede escapar a la matriz de la supervisión paternal y pedagógica, pero un sistema de normatividad opera ejerciendo una presión sobre las conductas no normativas y por medio de la interiorización de criterios de conducta que son transmitidos de forma silenciosa e incluso por medio de gestos. En otras palabras, se espera de las criaturas de cualquier origen que interioricen modelos de género y los reproduzcan de modo que encajen con sus posiciones culturales, raciales y de clase, y en relación con los modales, con lo que gusta y es apropiado según el género y lo que no, con las interacciones convencionales dentro de una matriz heterosexual, e incluso con sus propias esperanzas y temores del futuro (85).

 

Camila Sosa Villada comenta, en una entrevista para el medio Agencia Presentes, algo muy parecido a la hora de referirse a las primeras veces en las que decidió empezar a vestirse de la manera asignada al género femenino:

Fue un proceso muy natural, vino con el paso del tiempo. Nunca tuve que ponerme a pensar sobre mi identidad, estaba ahí y fue poco a poco. Primero asumí que me gustaban los chicos, luego apareció Cris Miró en la tele, entonces las cosas c